adios al circo

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Page 1: Adios Al Circo
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AMÍLCAR ROMERO

ADIOS AL CIRCO

NOVELA

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Edición electrónica, en formato .PDF, realizada exclusivamente para esta colección online. Quedan todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción por cualquier medio y con fines comerciales. Es obligatoria las citas de la fuente. © Amílcar Romero, para la actual y cualquier otra edición, como así su utilización bajo otros formatos. Ciudad de la Santa María de los Buenos Ayres, Provincias Unidas del Sud, mayo del 2009.

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HABERLOS VISTO LLEGAR que haber sido, probablemente, lo que terminó de decidirme a tener que cambiar de vida. Aunque en realidad sólo debo haberlo pensado que fue así porque nunca nadie ha podido determinar en qué momento exacto hacían su aparición o cuándo se termina la niñez para dejarle lugar a la venganza más recalcitrante y cruel como la única forma posible de un mínimo de justicia a mano para gente como nosotros. Incluso, hasta debe ser imposible saberlo con exactitud. Porque para algunos, por ejemplo, el comienzo real era el arribo del primer camión, generalmente bastante viejo y descangayado. Sin embargo, otros (El Negro, pongamos por caso) no podían concebir un circo hasta que no trajeran todos los animales, más que nada los monos, algunos de cuyos números especiales fuera de pista los llenaba de gozo y lujuria, los hacía sentir cómplices, que no estaban tan solos en el mundo como cualquiera pudiera llegar a creer. Este había llegado y crecido a pasos acelerados. Mirando al tractor remover la tierra humosa, les había comunicado como si se tratara de algo consumado y definitivo: -Me voy con ellos. El Petiso, que era un veneno para cualquier proyecto que no lo contara a él en primera línea, preferente a él primero y solo, abrió las puertas de su alma: -Estos polillas tienen hambre -fue su comentario irrebatible. Enseguida pareció dudar o tener miedo de haber sido poco claro: -Hambre de verdad tienen, Cabezón –agregó, mirándome para ver si le prestaba atención y captaba el sentido. Había encontrado que encogerme de hombros era lo mejor que podía argumentarle. Faltaban poquitos días para sacarnos definitivamente de encima a la primaria. El Negro seguiría repartiendo fideos, azúcar y aceite con la canasta, pero entonces tendría más tiempo para más repartos. Ni bien llegaran los primeros calores El Petiso entraría a vocear helados por todas las calles desiertas de la siesta. Yo cambiaría los últimos jirones del guardapolvo blanco por uno de un gris bastante dudoso, y dale que va con las hojas de diario a las vidrieras y con el trapo de piso a las baldosas bicolores, en damero, de la tienda El Progreso. -A éstos los debe haber agarrado la peste –había sido el comentario del Petiso, avinagrado. No; venían de una mala racha. De ahí el apuro por levantar y debutar lo antes posible. En el último invierno los pobres prácticamente se habían estado moviendo a la par de las grandes tormentas. Una camella se les había muerto de neumonía. Tuvieron que vender dos leones jóvenes a un circo que había sido contratado para actuar en Brasil. Uno de los caballos de la troupe se les había mancado en una cuadrera, ya que por su velocidad natural había sido desde potrillo una buena fuente de ingresos extrartísticos. Pero baja, lo que se dice una baja verdadera, había sido la de Bertolín, fakir y tragafuego. El pobre se había intoxicado de tanto hacerse buches con querosén. No hubo lavajes de estómago, sondas o enemas que le surtieran efecto; le había tocado en suerte ese poco tentador destino de quedarse varado para siempre en el cementerio de un pueblito de mala muerte. Tan inexistente que a todos les era imposible hasta recordarle el nombre. -La oportunidad de tu vida, Cabezón -me había alentado El Petiso con un golpe en la espalda-. Tenés el físico ideal para hacer de Hombre Fósforo. Sin embargo, masticar yilé y vidrio, eructar llamaradas o atravesarse labios, lengua, bíceps y orejas con alfileres, cuchillos o sables, tenía hasta ciertos visos de futuro. En cambio, para nosotros...

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-De todas maneras, hasta mañana acá no hay nada que hacer –había terminado por decir. Por lo pronto, teníamos que ir pensando en repartir los volantes a cambio de entradas gratis, como era costumbre. Después se vería. Mi decisión estaba tomada. Hasta el nombrecito de la bendita tienda me parecía una burla del destino. ¿Qué progreso, me quieren decir? Ni qué hablar de las provocaciones que hacían los pensamientos a la noche, tener que andar todo el día entre empleaditas que se desvivían por enseñarles a las clientas las virtudes y excelencias de bombachas bordadas, corpiños con ballenitas, trusas con doble entrepierna, enaguas con puntilla y saltos de cama transparentes. Merodeamos todavía un rato más. La luz encendida de una de las casas rodantes nos hizo sospechar que, para variar, estaba ahí adentro, encerrada como siempre lo máximo posible de la mirada de la mayoría de la gente. El Petiso, que es uno que jamás va a desperdiciar una oportunidad, cualquiera que ésta sea, fue y golpeó la pequeña portezuela. La imagen recortada por la luz interior apareció luego de un silencio de camposanto. -Perdone, señor – había dicho El Petiso-. Andaba buscando a una señora y... Dio media vuelta antes que la Mujer Barbuda pudiera reaccionar. Recién largamos la risa cuando oímos el portazo. -¿No viste qué estaba haciendo? -se excitó El Negro. En realidad, eso era algo que siempre nos sublevaba a todos. -Había alguien -eludió El Petiso, sabiéndose importante y tomándose el tiempo necesario-. Sobre la mesita vi una botella con dos vasos. No era lo que preocupaba al Negro: -Debe ser como encatrarse con el abuelo de uno-. Tuvo un tembleque. Ya se habían encendido las luces de la calle y el tractor había marcado con toda claridad el redondel de la pista. En el bar de la otra cuadra, con restos de sánguches y tazas con borra en el fondo, estaban Doroteo el clown y Verdurita el payaso enano, discutiendo apasionadamente. -Parecen un matrimonio -dijo El Negro con tono más propio de gente grande. Se lo festejamos porque eso parecían de verdad. -El enano debe ser comilón -se entristeció El Negro. Fue el colmo. A ninguno se le ocurrió comentar, cosa rara, que a Jovito y Sinforoso todavía no los hubiéramos visto para nada. Al día siguiente, cuando llegué al circo todavía con el último bocado del almuerzo sin masticar, ya estaban a punto de izar la carpa principal. Junto con un par de camiones habían llegado unos cuantos animales más, entre ellos las cebras y la elefanta. Que El Petiso apenas me saludara y se perdiera entre el hormigueo acalorado de la gente no me había llamado la atención. Estaría por sacar tajada en algo y, para variar, lo querría disfrutar él solito. Por eso tampoco me llamó la atención cuando, bastante rato después, lo vi pasar para el lado de los animales, encorvado por los dos baldes con agua. En uno de ellos, llevaba un cepillo de paja sin palo y un gran jabón amarillo. Dediqué todo ese tiempo a tratar de amigarme con algunos de los peones y sacar la conversación acerca de mi inminente incorporación. No se puede mentir: los resultados fueron magros. Ninguno estaba con el genio para las buenas migas. Los insultos más chicos competían en tamaño con la carpa, a la que por dos veces consecutivas tuvieron que volver a poner en el suelo cuando ya la habían levantado por lo menos medio metro.

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Negado como había nacido para la música, por el lado de la orquesta estable también estaba muerto. Sin darme mayores explicaciones, apenas antes de dormirme había llegado a la conclusión que mi segura inclusión estaba por el lado de Los Hermanos Negrete, nicaragüenses, cuyo número de Las Aguilas Humanas constituía sin ninguna duda la mayor atracción y era el plato fuerte de la función. El mío se titularía El Pibe Maravilla y sus Halcones; ellos pasarían a ser mis partenaires. Pero sobre esto decidí que a aquellos dos no iba a hacerles ningún comentario. De antemano sentí el desagrado por lo que me iban a decir: mi imposibilidad congénita para hacer el doble mortal, dado que el contrapeso irresistible de mi extremidad superior me haría venir como cóndor en picada suicida, perforar la red, descubrir petróleo y cantidad de otras gansadas por el estilo. Que se fueran a la mierda en monociclo. Yo me iba a ir con el circo. Y con este circo. No estaba resuelto, es cierto, lo que llegarían a decir mis viejos en casa. A eso lo consideraba un detalle sin importancia por el momento. Lo verdaderamente importante es estar decidido uno; los demás, cuentan poco o nada. Tendría que saber esperar. Cuando llegara El Negro del último reparto, los tres nos apersonaríamos al encargado para saber qué día empezaríamos con la propaganda y cuándo debutarían. En ese momento sí que se me presentaría una buena oportunidad, si es que llegaban a calmarse los ánimos, porque aquella tarde una serie de hechos puso a todo el mundo como leche que justo rompe el hervor. El primer incidente ocurrió con el enano. Yo andaba pisoteando la carpa caída por el lado de la salida trasera cuando la tremolina se armó sobre uno de los costados. De todas maneras alcancé a ver, sí, muy clarito, cómo Verdurita crecía de pronto, sostenido del gañote por un peón bastante robusto. Debe haber sido un instante bastante largo en que prácticamente todos pudieron contemplar al medio litro escaso bracear y patalear impotente aquel aire fresco del atardecer. Pero, claro, la cosa agarró proporciones cuando intervino Doroteo, armado de una pala de punta. El peón, al ver la guillotina de mano que le venía a la cabeza como destino más que seguro, dejó caer a Verdurita más rápido de lo que lo había izado y hubo varios segundos en que del enano, a la vista, sólo quedó su desesperación por librarse de la maraña de pliegues inflados de lona que lo sepultaban y hasta amenazaban con convertírsele en una tan improvisada como poco cómoda mortaja. Las iras de los participantes directos, sin embargo, aparentemente se calmaron rápido. Pero hay días que son así, como si todos se pusieran de acuerdo. Un rato antes que El Petiso sufriera su aparatoso percance, apareció El Negro con sus plata flacas apenas enfundadas por las alpargatas rotosas y unos pantalones bolsudos que le quedaban más bien cortos. Como estábamos todos justo en la izada definitiva de la carpa, él también se agarró de uno de los tiros laterales para ayudar a inflarla y verla hincharse hasta límites que muchas veces habían tropezado con nuestros sueños, unos sueños que -yo ya había decidido- pronto estaría habitando para siempre como una simple y nueva casa. Así de sencillo. Pero aunque de lejos no parece para nada, el peso de la lona es enorme. A la menor brisa de nuestro lado, nosotros dejábamos surcos brillantes en el pasto y en la tierra removida. La cinchada nos gustaba más que cualquier otra cosa. Y El Negro, que cada tanto dejaba escapar algún alarido o alguna guarangada, no vio quién del circo se le acercaba por atrás para que le hiciera lugar y que un mayor se ocupara de una tarea que tenía que estar lista, sí o sí, antes que la noche se instalara definitivamente. -A ver, pibe, correte -le ordenaron con voz bronca. Aquél, sintiendo que la tierra se le deslizaba bajo las alpargatas brillosas y resbalizas por tanto uso, apenas si echó una mirada por sobre su hombro, y debe haber sido, pienso yo, los ojos entrecerrados por el esfuerzo y la luz ya escasa los que hicieron el resto.

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-Yo me las aguanto, señor –contestó, el tonito casi en un hilo, pero exagerando un poco la nota. -¿Estás tan seguro, pendejo? -tronó otra vez como si estuviera en un sótano o directamente desde ultratumba. Ahí fue que recién se dio vuelta y vio realmente de quién se trataba. Largó el tiro de gruesa soga como si le quemara, desparramando sus patas de garza en una carrera despavorida que tornó mucho más patética la huída, a la par que gritaba con toda la voz que le salía del alma: -¡El abuelo! ¡El abuelo! Hay días así. Con El Negro recién volvimos a encontrarnos cuando pasó lo del Petiso. Mientras tanto, aquél tomó todas las precauciones del caso para mantenerse bien alejado de los lugares por donde pudiera merodear la Mujer Barbuda, quien siempre que no estuviera actuando, andaba por todos lados con ese aire apesadumbrado y hediendo bastante a vino. Ahora, lo del Petiso, como coincidió la gran mayoría, ingresó desde el primer momento a la categoría de las llamadas desgracias con suerte. Algunos se cansaron de asegurar que, en realidad, el pobre bicho no quiso hacerle más que una manifestación de cariño, sólo que con su particular estilo. Tampoco faltó el desubicado que adujera que se había tratado de algún insecto que molestó más de la cuenta y que la cansina mole de Don Tito -así se llamaba la elefanta- se lo quiso sacudir de encima en forma enérgica. -Sí, algún pez espada –había acotado la Mujer Barbuda, acre, con su voz de cantor de tangos y gesto de total decepción. Otro misterio más de la naturaleza bestial, en todo caso. El Petiso, cuando reaccionó, al mucho rato después, como mosca en la leche sobre la blancura de la camilla y las paredes azulejadas de la Asistencia Pública, afirmó enfáticamente que él no le había hecho nada. Y hasta se enojó con nosotros cuando le comentamos si no había cometido la tontería, como apuntaron algunos, de hacerle cosquillas con el cepillo en uno de esos rugosos sobacos o sacado a relucir un poco de su pudor femenino al frotarle alguna de sus vetustas verijas. Ni qué decir cuando aventuramos -él, por obvias razones, había sido destinado exclusivamente sólo al sector Patas y Panza-, si en un descuido, llevado por una comprensible curiosidad, no se le fue la mano con la higiene y animal y todo lo que se quiera, pero la lejía por toneladas de ese jabón berreta irrita a cualquiera, más en zonas pudendas y por más paquidermo e insensible que se sea. -Además, es elefanta en serio, ¿no, Petiso? -quiso saber El Negro, muy científico. Estuvo a un pelito de tirarle con la bolsa de hielo que le habían puesto como almohada y que se la renovaban cada media hora cuando mucho. Así que de la verdadera causa que pudo haber gatillado semejante reacción no se volvió a hablar jamás. Quedaría ahí, sin razón aparente, como un misterio natural más, agregado al hecho que le llamaran Don Tito y fuera hembra, fenómeno para el cual El Negro no tenía otra explicación que en realidad se trataba de un elefante también maricón, igual que el enano Verdurita, algo que la causaba una gracia terrible y, a la vez, una contagiosa desazón. -¿No se les ocurre alguna cosa mejor que andar desparramando boludeces? -estalló la víctima desde su lecho de convaleciente. Estaba dolorido y era comprensible. Nadie en su sano juicio podía entender cómo no lo había desnucado. Para mejor, los únicos testigos más cercanos habían presenciado y podían dar fe de la consumación misma del hecho, ni pío de los instantes previos. Por lo tanto, lo único que se pudo llegar a saber -El Petiso, de ahí en más, se habría de negar siempre a entrar en detalles, por más inocentes que fueran-, lo que quedó para toda la eternidad como una verdad intocable fue que en un momento dado, sin razón valedera

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aparente, Don Tito o Doña Tita, como miércoles fuera, haciendo flamear sus tremendas orejas, giró violentamente la cabeza hacia su izquierda, igual, idéntico a que si alguien le hubiera gritado "¡Guarda atrás!", y claro, como no podía ser de otra manera, lo hizo con trompa y todo, igualito a como habíamos visto que hacen los saques en el golf o, mejor todavía, el bateo en el béisbol, sorprendiendo al higiénico compinche nuestro medio en cuatro patas, friega que te friega, y la punta de esa cachiporra tamaño baño no va que lo calza justo entre la nuca y la espalda... Los que andaban por ahí aseguran que el sorprendido Petiso, a pesar de lo tremendo del suácate, alcanzó a decir "¡Yep!" o poco menos, ya que voló, pasando en espectacular palomita por abajo de la panza para ir y entrar exactamente de cabeza en la montaña de pasto, bosta y pis que había servido de cama a los ponis, camellos, cebras, caballos y hasta la mismísima Don Tito, una parva que ya tenía un volumen tan considerable como su intensa fragancia. Cuando yo llegué, alertado por el griterío, no pude creer que lo que estaban sacando de esa especie de gran choza hedionda fuera nuestro amigo. Menos que menos cómo había hecho para ir parar hasta allí y, lo que es mucho peor, haciendo qué. Tardó bastante en reaccionar. Y eso que no escasearon los que decían que como a los boxeadores, no hay nada como el amoníaco, y le querían poner en el morro manojos de la alfalfa que estuviera más empapada con miadas varias. Pero lo que más me impresionó no fue tanto la palidez intensa que mantuvo en el rostro durante el desmayo, sino el gesto como de carrocería chocada que le permaneció todavía hasta bastante después. ¡Y aquellos ojos! Revoleados, totalmente blancos, inmaculados, como queriendo mirar para adentro hasta siempre. Los del circo se habían limitado a traerlo en auto a la Asistencia Pública y dejar dicho que les avisaran si pasaba algo, igualito, como si no hubiera pasado nada. Cuando nos estábamos por ir, aquél ya bastante recuperado y los tres con un hambre negra, apareció Leopoldo, el peón encargado del cuidado de Don Tito y al que El Petiso se había conversado para que lo dejara ser su ayudante y garronearse unas entradas extra por su cuenta, a espaldas nuestras. El pobre hombre estaba seriamente preocupado. Le preguntó mil veces cómo se sentía, habló con la enfermera y medio hasta tuvo una agarrada con el médico de guardia. Quería estar seguro que el chico estaba bien, que el golpe no tendría consecuencias. -No se le nota nada -aseguró El Negro, sin que El Petiso, evidentemente todavía medio atolondrado, atinara a reaccionar-. Este siempre fue así. El golpe no tiene nada que ver. Cuando se convenció, dijo que él se venía con nosotros. Incluso quería ir hasta la casa, a darle explicaciones a los padres. El Petiso dijo que gracias, faltaba más, nunca causar tamañas molestias por una pavada. No se animó a explicarle que si Leopoldo se hubiera llegado hasta allá y le decía a los padres no que la elefanta lo había golpeado, sino que encima se lo había engullido, el terror en todos esos ojos se hubiera debido al temor de que lo fuera a vomitar o que les cobraran por la indigestión del pobre bicho. El lema, en la casa del Petiso, era: Cuando de la hora de comer se trata, uno menos siempre es mejor. El circo quería debutar ese fin de semana, justo con la terminación de las clases. Leopoldo también nos puso al tanto de que la cosa andaba muy mal, tirando a espantosa, si se quería sintetizar y ser gráfico, sobre todo por la cantidad que comían los bichos a diario, y después de preguntar varias veces si realmente en nuestras casas no se preocuparían por la hora, nos invitó a un boliche, pidiendo que nos trajeran Cocas y

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platitos de maníes, papitas, palitos, queso Mar del Plata y daditos de salame y mortadela, rodajas de pan, todo en abundancia. El prefirió una cerveza blanca, bien helada. Muy ceremonioso, El Negro preguntó por la valija con que Leopoldo andaba a cuestas y éste dijo que, en efecto, se iba. -¿Del circo? -me había aterrado al intuir otro puesto libre. Sí, lo habían echado. Tenían terminantemente prohibido que los menores tuvieran algún contacto con los animales, una serie de desgracias así lo decretaba, pero era imposible vigilar a todo el mundo. El le había dado esa changuita al Petiso porque hacía tres años que cuidaba a Don Tito, un animal noble y manso, no se explicaba qué podía haber pasado, todos los bichos tenían eso de terrible, un buen día estaban con la luna y chau, igual que los humanos, él no conocía domador al que no le faltara algo del cuerpo precisamente por ese motivo. -Bueno, son cosas que pasan -se consoló Leopoldo cuando se le hizo recuerdo que ya no tenía más trabajo-. No puedo quedarme a esperar a que pase otro con las cosas como están. ¿Tres años con Don Tito? Este mismo circo se había instalado en ese mismo lugar hacía poco, el año pasado o el anteaño, y ninguno de nosotros se acordaba de Leopoldo. -En realidad, yo tampoco me acuerdo de haber estado en este lugar –aceptó él sin mayores preocupaciones-. Cuando uno elige andar moviéndose, después no recuerda más sitios que el primero-. Se mandó un vaso entero sin respirar. -Y el último, claro-. Se limpió con el dorso de una mano que recién advertimos inmensa. El Petiso alcagüetón y veneno me señaló y dijo que yo me quería ir con el circo. -¿Qué sabés hacer? -preguntó Leopoldo con un interés que por sí sólo me llenó de ilusiones. -De Pibe Cabeza o de Hombre Fósforo -dijeron casi a coro las dos urracas, pinchando todo y de todo. Me lastimó que Leopoldo no pudiera evitar la sonrisa. Luego entró a explicar que no sólo para el circo es fundamental saber qué puede hacer uno. A partir de ahí, dijo, en torno a eso, haciendo cosas parecidas o simplemente esperando, se podía hacer cualquier otra, pero que no existe nada por su propio nombre. El, por ejemplo, se había quedado como cuidador de la elefanta y como peón para otras tareas generales seguro de que a la larga su número iba a caminar. Cuando nos explicó de qué se trataba, a simple vista vimos que dotes no le faltaban. Sobre todo por sus tremendas y hermosas manos, era el hombre ideal para hacer el papel de forzudo. Así que cuando sacó a relucir los bíceps, haciendo casi estallar el débil tejido de su desgastada camisa blanca arremangada, al silencio del Petiso y el mío, El Negro no pudo menos que ponerle la música de fondo de su agudo silbidito. Eran unos músculos tremendos, feroces, de una dureza sólo concebible cuando uno trataba de enterrarle los dedos. Y nos quedamos revolviéndonos en un extraño sentimiento nuevo, ya que muchas veces es bastante difícil sacarle a la admiración el capuchón de inevitable envidia con que ya viene de fábrica. Pero, para qué andar con vueltas, se trataba de un hombre con mala suerte. Una de las contadas veces en que los patrones le autorizaron hacer el número –a decir verdad, la última, ya que hacía lo menos un año y medio que no se lo dejaban repetir-, durante la tarde anterior, con sus dos partenaires, unos atléticos y livianos hermanos gemelos que se trepaban a la punta de la barra vertical a hacer figuras gimnásticas mientras nuestro amigo, abajo, en equilibrio y la vista fija, clavada, los sostenía sólo con el hombro derecho, no van y tienen la mejor idea los tres que ponerse a comer unas peras dulces que habían robado en algún lado de ese pueblo de morondanga donde estaban haciendo estación. Leopoldo lo juró por la luz que lo alumbraba que ninguno sintió síntoma previo alguno. Ni antes de salir a la pista ni durante los primeros ejercicios de la

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presentación. Nada. Y que de pronto, cuando los mellizos estaban haciendo, cada uno para su lado, nada menos que La Bandera, lo más lindo pero lo más difícil que hay, él, Leopoldo, las piernas firmes, bien abiertas, la mirada siempre clavada allá arriba, controlando cualquier oscilación del mástil para mecer su cuerpo y mantener la vertical, que no se desplazara lo que él llamaba El Centro de Gravedad, y ahí justo, zás, siente que le viene la primer oleada espantosa de frío, que un sudor compacto lo embadurnaba y que no, que no iba a poder aguantar. -¿Se imaginan de qué pequeñeces depende, a veces, el futuro de un hombre? –nos había mirado, muy serio. Sólo había alcanzado a pensar si la gente lo notaría. Si la apretada malla negra de jersey, de esas que usan los pesistas, disimularía la catarata y el despeñadero. Pero todo duró apenas un instante. Dijo que había visto todo turbio y que no se acordaba de nada más, salvo, por supuesto, el tambor sordo de los que estaban arriba al dar con la crisma contra el suelo. Leopoldo se apretó los ojos con sus hermosas manazas. La malla de lanilla negra había sido, sin duda, la que no había resistido. Pero esto lo dedujimos nosotros porque lo que contó él fue que el público, a pesar de que a la yunta de partenaires los sacaron entre varios peones, como si fueran una alfombra de felpilla o uno de los taburetes donde se suben los animales, medios tiesos por el imprevisto y terrible porrazo, a los tres los habían despedido con una cerrada ovación y había un grupito del paraíso que pedía: -¡Otra, che! ¡Otra! Por un momento, al verlo inmóvil y echado de boca sobre la mesa, pensamos que El Petiso se había resentido del tremendo trompazo, pero no, El Negro le levantó la cabeza y estaba lívido, sí, pero de risa, tenía los ojos totalmente inundados y lloraba en silencio, cortado el resuello de vez en cuando por una carcajada sorda, como un gorgoreo agónico. Se paró, tambaleante, y reprodujo, con bastante poca gracia y soltura, la secuencia del fracasado número. Y cuando para remarcar el momento cúlmine se llevó ambas manos atrás, rodó por el suelo, muerto de risa nuevamente. Leopoldo lo soportó con cierta cachaza. Ordenó otra vuelta para los cuatro, recalcando que la picada fuera bien abundante. -Los que dicen que todo es cuestión de oportunidad, mienten -sostuvo, mirándome fijo-. La gente nace. Hay quienes lo averiguan y quienes no. Eso es todo. -Coman, chicos -acercó los platos para el lado nuestro, cuando nos sirvieron, y se puso a contarnos que él, en el fondo, a lo que aspiraba era a hacer otras cosas, muy finas y delicadas, con sus manos, a las que alzó, más tremendas que nunca. -Sin embargo, soy tosco -se apagó-. Nunca pude. Lo de hacer números de fuerza se me ocurrió como una cosa de, bueno, démosle el gusto al cuerpo ya que es así. Mazacote como era, más encima golpeado, El Petiso le propuso que se fuera con otro circo. -No es tan fácil -replicó Leopoldo-. Además, no hablaba de este o aquel circo. Yo soy el resultado de fuerzas malignamente contrarias. Soy fuerte -porque soy fuerte, ¿vieron?-, pero me gustaría poder hacer abanicos y tallas en marfil-. Volvió a exhibir sus bellas manotas. -Y ellas fueron hechas así, como si mi destino fuera ser hachero o a mí me gustara cosechar guindas, ¿se dan cuenta? El Negro, con lo zoquete que era y como soñaba ser jugador de fútbol y hasta era capaz de errarle el patadón a un baúl, había llegado a darse el lujo de estar en total desacuerdo. -Las manos -se empacó Leopoldo-. Son las encargadas de todo lo fundamental: acariciar, trabajar, matar, crear, sostener, ayudar y hasta hablar, llegado el caso. El Negro porfió. Haciendo alarde de conocimientos hasta ese momento inéditos, aseguró tener leído que había pintores sin manos que pintaban mejor que los que las

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tenían y que había quienes sacaban cigarrillos y los prendían con los dedos de los pies, los que para él, de lejos, eran una parte mucho más importante que cualquiera de las demás del cuerpo humano. Imprevistamente iluminado, El Petiso encontró un argumento contundente: -¿Ah, sí? Entonces solamente recibiéndote de contorsionista vas a poder limpiarte el upite con las patas. Era un día de ésos. Todo sorpresa. El Negro optó por sentirse ofendido: -No vale discutir con groserías -dijo, bastante irritado. El Petiso, como yo, no podíamos creer lo que veíamos y habíamos escuchado. En cualquier momento le pegaba. -¿Groserías? Ahora decíme si por faltarte las manos no vas tener que limpiártelo todos los días y te mato. Te juro que te mato. El Petiso tenía eso de bueno, por lo menos: sabía terminar una discusión de manera tajante, fuera lo que fuera, pato o gallareta. Leopoldo, haciéndose el desententido, ordenó otra cerveza, pero que fuera negra, y también un naranjín. -Es falso discutir la importancia de algo cosas cuando nos falta –había dicho-. Hay que valorarlas en su justa medida cuando están, que es lo normal. Y piénsenlo bien y se van a dar cuenta que las manos son fundamentales. La velocidad del razonamiento fue lo que nos sorprendió tan gratamente. -Les quería contar que antes del número de fuerza fui payaso-. Dejó un silencio de suspenso para ver el efecto que producía. -Eso fue cuando era bien joven. Indeciso como estaba, por este asunto de qué hacer con mis manos, si entregarlas a la fuerza o sacrificarlas en cosas frágiles, fue que se me ocurrió el alma de ese payaso. ¿Ninguno de ustedes tiene leído o escuchado en el colegio de ese personaje de la Biblia que convertía en sal todo lo que tocaba? Serenados pero todavía hoscos, los dos borricos me miraron con cierto terror, esperando que yo los sacara del pantano a lo que en un tiempo anduve bastante metido con la iglesia y el cura del barrio. -En oro -corregí por decir algo, acordándome del becerro y no quedar tan evidencia. -No, no -sermoneó Leopoldo-. Ese es otro, para una historia de ricos. El que yo digo tocaba a las personas y las convertía en estatuas de sal. Ahí me inspiré yo. Mis manos no podían hacer oro, pero sí tal vez sal. El Petiso, salivando como si las estuviera lamiendo y sin dejar de mirarlo, mostró otra vez los síntomas de haber quedado bastante afectado por el elefantazo: -¿Y dónde estaba la gracia? -tragó con dificultad. Leopoldo lo había pasado por alto. -Se llamaba Manitas mi payaso, aunque sonara bien a mexicano -dijo-. La indumentaria era básicamente la de cualquier payaso, pero el traje tenía que ser un cuadriyé o escocés en base al amarillo. Síganme con atención porque con cada chico que hablo, los consulto para irme haciendo mi propia opinión definitiva. Un sombrerito bien común, nada del otro mundo. El maquillaje lo menos resaltante posible y el dibujo de la cara, nada de esa sonrisa como pescado o de ese gesto de aflicción como chancleta. Lo más normal posible. Todo tenía que girar en torno a las manos. Leopoldo se había quedado mirándonos y nosotros aprovechábamos para dar cuenta de los platitos. -Todo en las manos –insistió-. Llegué a hacerme varios juegos diferentes. Fracasé con todos los materiales. Al final, con una tela de sábana forrada en medias de mujer, logré algo bastante parecido a lo que quería. Pero como eran grandes, con dedos como garrotes, tenían que estar hechas de un modo en que no fueran tan grotescas que se

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volvieran poco creíbles. Tampoco que trataran de ser una imitación, una réplica exacta porque se trataba, mas que grandes, de unas manos esencialmente diferentes. -Pero –había balbuceado El Negro, intrigado y bastante atorado con un pelotón de cubitos de mortadela y pan-, ¿en qué parte de todo entra la sal? Leopoldo había liquidado también aquella tercera botella sin hacer demasiados esfuerzos. Según su propia versión, la sal podía llegar en la impotencia de este terrible Manitas. Porque, ¿qué pasaba? ¿Alguien se ha dado realmente cuenta, ha pensado o se ha tomado el trabajo de fijarse en todo lo que hacen las manos durante el día, en todas las conversaciones, actos y gestos en que intervienen? Manitas, dijo Leopoldo, no hablaba bajo ninguna circunstancia y en ningún momento. No era que fuera mudo: pasaba que nunca alcanzaba a decir ni mu, las catástrofes lo precedían. Los tonis tenían que entrar a rellenar entre número y número, ¿no?, entonces salía, explicó Leopoldo, pongamos a Jovito por caso, y entraba Jovito anunciando que ahora iban a presentar algo sensacional, la Mujer Tigre, el Hombre Escorpión o lo que fuera, y silenciosamente aparecía Manitas que quería decir algo y claro, cuando se dirige a otra persona para llamarle la atención generalmente no lo hace sólo a punta de palabras sino que antes del eh, chist o el che, vos, acompaña con el cuerpo, con un brazo, normalmente la mano alza un vuelto cortito, una especie de puente que ahorra saliva inútil. Y eso mismo hacía Manitas. Sólo que al iniciar ese simple gesto, el otro tony que se da vuelta y lo descubre, la fuerza que irradiaba Manitas con su mano en movimiento era de tal magnitud que lo despatarraba de orto por el suelo. Tanta era la fuerza de esa mano. Y Manitas que se afligía por el involuntario percance y que le tendía una mano levantarlo, pero de no creer: tiraba y se quedaba con el brazo artificial adentro de una manga apenas pegada con hilván mientras el otro tony, supuestamente manco, que entraba a gemir como un perro apaleado por la mutilación atroz y salía gritando como si se lo llevara el mismísimo Diablo en persona, Manitas que se quedaba azorado no encontraba mejor idea que llevarse las manos, sus propias manos, a la cabeza y de la cumbrera de la lona los de atrás de la pista, al unísono con un exacto golpe de bombo propinado por el de la batería, que dejaban caer un trapecio con aparejos y todo, ¡plaf! ¡clanch!, grititos de los más asustadizos, un verdadero despelote. Manitas, frente a un público que se tenía que estar riendo de lo lindo ante tantos estropicios, alzaba desconcertado sus dos manos, palmas arriba, para recalcar todo su desconcierto y era entonces cuando tendía la izquierda hacia atrás como para decir yo no sé lo que le pasó a ése, por el que le había sacado el brazo, ¿no?, y no va que justo justo en ese momento estaba entrando a la pista Verdurita, por dar un nombre, y era tal otra vez el desplazamiento de energía, de iones enloquecidos, había especificado Leopoldo, que destilaban las manos de Manitas, que el enano rodaba como a una jarilla seca que la agarra el ventarrón en el terreno desierto. Después de tanta aparatosidad, el medio litro con trampa se tenía que poner otra vez de pie, a la par que se sacudía las virutas con sus manitos en miniatura mientras que gritaba con toda su voz de alcagüete: -¿Qué hacés, animal? ¿No sabés que a las armas las carga el Diablo? Como no podía ser de otra manera, Manitas se sentía cada vez más acomplejado de su involuntario y terrible poder, por un lado, y por otro terriblemente inocente, así que ¿qué hacía? Intentaba acercarse y extendía sus manos en un gesto de amistosa reparación, pero el medio polvo chillón, lo mismo que si le acabaran de mostrar la Mujer Barbuda al natural, huía despavorido y entraba a dar vueltas a la pista como una calesita y Manitas con sus manos tendidas que giraba sobre sí mismo, siempre ofreciéndole sus manos en gesto amistoso. Era en medio de tal descalabro de gritos y chillidos que debían hacer su aparición Doroteo el clown, Sinforoso y Jovito vestido de otra manera para no ser Jovito,

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llamándose Chupete o cualquier otra cosa, sobran los nombres para payasos comunes, comentó Leopoldo, total se trataba solamente de mostrarnos cómo era la cosa, y ahí era cuando trataban de defender al enano Verdurita de la inminente hecatombe, de la catástrofe en ciernes que iba a significar para semejante contrahecha humanidad si Manitas, o sea Leopoldo, le ponía sus manoplas encima. Nos había advertido que se daba por sentado que con ese sentido del humor que tiene la gente común un enano, ya de por sí, causa risa y para colmo, este enano alcagüetón, cuando los veía, no encontraba nada mejor que ir y meterse entre las patas de ellos como un caniche asustado, clamando auxilio, y que era cuando entonces uno de los tonis, cualquiera de ellos, le explicaba al honorable público presente del drama, de la causa de tanto alboroto: antes, hacía unos años, bueno, cuando el circo no estaba ahí porque los circos nunca se encuentran en un lugar preciso, Verdurita había sido un tipo normal, común y corriente -más: era hasta uno de los trapecistas de Las Aguilas Humanas- y resulta que un día que estaba de cumpleaños había tenido la malhadada idea de no hacer caso a los consejos sabios y aceptado un efusivo abrazo de felicitaciones a cargo de Manitas y vean lo que quedó, abrochaba el cretino, cosa que a la gente la tenía que hacer pishar al constatar nuevamente lo monstruoso del contrahecho, porque Verdurita no sólo era un enano sino particularmente deforme empezando por la tremenda cabeza y una mucho más deforme la frente, y entonces el tony encargado de la perorata, como para que a nadie le quedara dudas, lo alzaba de los sobacos y lo exhibía como a un conejo enmierdado o como se puede hacer con un cachorro de hiena. -Con esto ya estaba dado el clima y definido el personaje para la gente –aclaró Leopoldo-. El resto de las salidas eran variantes sobre el mismo asunto. Hasta que a lo último, pensado que todo el público ya se encontraba contagiado del mismo temor de los tonis, Manitas iba hacia las primeras filas, palcos y platea, al paraíso no porque ahí siempre se atrincheran los quilomberos indomables, y así, de esta forma poner el broche de los broches, entre temores fingidos y reales porque la gente en realidad se posesiona y es mucho más ingenua y candorosa de lo que normalmente se supone. Yo calculaba que la gente iba a hacer lo mismo de tirarse para atrás con sillas y todo, los chicos a disparar como malos de la cabeza; armar una jarana donde participaran todos, claro, para el inmenso dolor de mi pobre Manitas, imposibilitado por naturaleza de entregar un solo gesto de ternura y afecto. Porque la gente, a la vez que bastante tarada, en el fondo es tremendamente cruel y necesita de un pobre ser indefenso para hacer de las suyas sin temor a las represalias y a su propia conciencia. No crean que siempre tiene que ser un enano o cualquier otro con problemas hormonales a la vista. El Petiso había desechado esto último, pero lo mismo pareció interesado: -¿Nunca lo hiciste? –había preguntado con miedo. Leopoldo se secó un poco de traspiración de las cervezas con los dorsos de sus grandes manazas naturales. -Me pusieron una serie de trabas –había aceptado por fin como si se tratara de un Castigo Divino-. Ya el asunto bastante probable de que la gente se contagiara del clima de chacota y entrara a tirarse con sillas y todo, incluso que más de uno me la revoleara a mí con el pretexto de encontrarse tan aterrado, a lo que las que usan los circos son esas plegadizas de madera, ¿vieron?, y como las pobres ya tienen bastante baqueta y un poco están mirame y no me toqués, bueno, lo más lógico era que algunas quedaran hechas astillas y eso traía un problema de producción porque me convertía de movida en un número costoso. Leopoldo había pedido otra cerveza sin invitarnos con más a nosotros. -Después pusieron como inconveniente una de las entradas que planteaba yo, previa al número de la elefanta, que aparecía con su domador, y que también tenía que ser domesticada para que rodara por la fuerza de mis manos sin ni siquiera tocarla. El do-

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mador era un servio bastante necio como todos los de su oficio y argumentó que por lo menos necesitaría un año para que el mamut ése aprendiera a relacionar mi movimiento con el pinchazo en la verija que era el indicativo para tener que tirarse, cosa que, ustedes vieron, los bichos éstos hacen bastante lentamente, porque con la mole que son si se tiran de pronto en una de esas se quiebran una pata. Además, por supuesto, tamaño esfuerzo, el suyo y el de la bestia, debía redundar en un considerable aumento de su caché por prestarse a ser partenaire, segundón del lucimiento de otro miembro del elenco. Leopoldo se había quedado un poco pensativo. -Con los caballos no hubiera habido tantos problemas. Son dóciles y de obediencia fácil. Asimilan rápido. Pero yo había planteado tantas variantes, cada una con un ribete más interesante que otro, que me dijeron que un poco, si me dejaban, ése iba a ser el Circo Manitas, cosa que en el fondo tenían razón porque lo que yo pensaba era justamente pasear esas manos por todos lados, mostrar lo tremendo que son las manos. El dueño hasta llegó a preguntarme qué era, en resumen, lo que yo quería lograr con mi número. Fue una noche en que los dos estábamos un poco en copas, la temporada que venía más que mala, y no tuve más remedio que decirle que se trataba simplemente de mostrarle a la gente cómo era en realidad, que no siempre las manos hacen lo que uno quiere. Un poco, creo que le dije, mostrarlos deformes como lo hacen los espejos de los parques de diversiones. El espejo de pronto salobre fue lo que había terminado de desorientar al Negro: -¿Y el tipo qué te dijo? –preguntó absorto. -Que me fuera a la mierda a hacer catecismo; que eso era un circo, no un púlpito o una tribuna de peregrinos. -Un turro –había aceptado El Petiso. -No, no-. Leopoldo se mostró inalterable. –Estábamos un poco tomados y ahí estaba la verdad. Mi número hubiera sido como mis manos, lo mismo. El público de circo, como ustedes lo ven cuando van, es bastante poco límpido, tiene sus cosas. Y el dueño, que era un hombre que llevaba la vida en esto, más la vida de varios antepasados que no habían hecho otra cosa, conocía bien el agua en la que tenía que navegar. Si siempre, por hache o be, encuentran pie para gritarte algo y tenés que ser muy ducho para frenarles el carro sin ofender al resto, calculen con un número así. Se podía prestar para cualquier cosa. Y más, si como yo quería, hacía participar precisamente a ese tipo de público. Para nosotros la gente es siempre la misma, pero en cada lugar se conocen entre sí, y, como decía el viejo, el circo tiene que ser no tanto para todos, sino para poder estar entre todos de tal modo que ninguna de las partes se tire contra la otra. Y aquí era donde el pobre Manitas podía entrar a dar tumbos. Calculen ustedes la última función de una noche de sábado, donde van puras familias, las mujeres todas emperifolladas, y salía yo sin saber nada y en la quinta fila había una famosa en el barrio o en el pueblo por el tremendo pandeiro, para colmo con un apellido que no podía ser una obra tan cabrona de Dios, y uno del paraíso que entra a gritar: ¡Dale, Manitas! ¡Vos sí que se lo podés acariciar todo de un saque a la de Elortondo!; calculen, la tipa ahí presente, un papelón, toda una vida arrastrando semejante tentación, el marido que va y tira la bronca y después se te aparece el comisario o el intendente y tenés que arriar la carpa en menos de un día. Sin embargo, esta parte nos había gustado a los tres por igual, el circo era sin duda un mundo inacabable y lleno de posibilidades. Del Negro mejor ni hablar: casi llegó al delirio, un gesto asesino deformándole la cara, a la par que había metido sus manos flacuchentas entre las piernas, seguramente soñando que tenía unas manoplas y un canuto acorde a su aberrante enfermedad. ¡Después tenía la tupé de hablar sobre la importancia de los pies!

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Leopoldo había terminado aceptando lo bueno que hubiera sido poder contar con toda la libertad que su payaso necesitaba, pero lo hizo con cierto cansancio y resignación. -El dueño dijo que lo mío no era arte porque apenas pretendía mostrar todo tal como es y el arte consiste, precisamente, en mostrar exactamente todo parecido a como es pero mejorado lo suficiente como para que sea reconfortante. El pico caliente por el vino, le dije que no entendía cómo podía haber gente que se llevara el pan a su mesa producto del engaño a los otros. Antes de echarme del carromato me amenazó con que yo insistiera en la mía y entonces ahí iba a saber cómo se lleva mierda a la mesa por decir lo que sólo los tontos consideran la verdad. Siempre repetía: El arte de todo esto consiste más en hacer lo mejor posible lo que te dejan hacer que lo que realmente uno quiere hacer. Si la vida no es así, a él por lo menos le iba bastante bien, a pesar de los altibajos que en esto hay siempre. Ustedes no tienen ni idea de la cantidad de ejercicios complicados y hermosos que los contorsionistas no hacen para evitar esas reacciones del público. -Vos que has vivido con ellos, ¿es cierto que hacen las mismas chanchadas cuando están solos, de noche, en las casillas rodantes? –había inquirido El Negro, realmente muy preocupado. Leopoldo por respuesta volvió a afligirse por el golpe que había recibido El Petiso, dijo que era demasiado tarde para nosotros, pagó y en una mesita de la calle, sentada con tipo ya mayor, que no conocíamos del circo, los dos tomando unos cafés con copitas de algo fuerte, la mirada totalmente turbia por la mamúa, estaba la Mujer Barbuda. El Petiso, seguramente sintiéndose amparado por la manaza que Leopoldo le había puesto cariñosamente encima de donde había recibido el suácate, les pasó por al lado y muy suelto de cuerpo los saludó con un Buenas noches, señores de sugestivo tonito. Leopoldo no nos había querido creer cuando le asegurábamos que ningún problema por la hora. La noche estaba hermosa y él nos había entretenido como pocos. Fue demasiado insistente con lo de acompañar al Petiso hasta la casa. Para él, el peligro residía en algún posible vahído, desvanecimiento o que directamente pishara o vomitara sangre. -Dormir es peligroso para los golpes en la cabeza –aseguró, llenándonos de ideas raras. Ocurrente como siempre y encastrándome de satisfacción, el degenerado del Negro hizo reír bastante a Leopoldo calibrando las posibilidades si hubiera sido yo el impactado por Don Tito, los trastornos para poner al elefante sobre la camilla, anestesiarlo y enyesarle la trompa por el surtido de fracturas expuestas y otra cantidad mayor de gansadas por el estilo. Leopoldo se había reído con unas ganas que me atravesaron de dolor y que me hicieron pensar que era merecido todo lo que le pasaba. Se lo debo haber demostrado de alguna manera porque cuando íbamos cruzando las vías y agotando los últimos metros que nos quedaban juntos, me puso su manaza libre en la testa y me la acarició con mucha dulzura. Simpático como era, al ver la escena, El Petiso había dicho con su mejor desprecio: -Este sí que te hubiera hecho fracasar el número –pero lo más lindo era que lo había dicho en serio. Me había quedado mirándolo fijo: ¿desgracia con suerte se la había ocurrido a alguno por ahí?

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Leopoldo se puso a contarnos otras historias de circos. Era un tipo que había estado en muchos y recorrido una barbaridad. Cierta vez, estando en uno más pobre que las lauchas, se les escapó un puma en plena función por uno de los tantos buracos que tenía la red que le hacía de techo a la jaula desarmable. Aseguró que era una noche con el circo rebalsando de público y que nunca en su vida se iba a poder explicar cómo hizo la gente para salir tan rápido. Claro, adentro había quedado todo como si lo hubiera arrasado la marabunta. Además, del modo en que se dio, nunca se iba a poder quién tenía más apuro por rajar primero, si la gente o el animalito travieso. -Porque el bicho se nos escabulló entre el público, que del susto nunca se dio cuenta si lo que le sobaba las piernas era un perro o una criatura en cuatro patas. Nosotros nos largamos inmediatamente atrás, pero era tal el patatús de gente enloquecida que lo perdimos de vista al muy guacho. Por ahí, en un momento, cerca de la entrada veíamos un revuelo, el chillido histérico de las mujeres, y uno de nosotros que gritaba ¡Acá está!, pero era tal el polvillo levantado, las sillas y barandas caídas, que cuando nos acercábamos ya se estaba armando otro igual en el otro costado, bien lejos. Corríamos, y lo mismo. El caso fue que se nos escapó. Se fue a pasear lo más campante por ese pueblo que todavía no le daba para ciudad y que como ciudad nunca había dejado de ser un pueblo. Avisamos a la policía y entramos a campearlo con autos y yips, cantidad de linternas y buscahuellas a batería, de los usados para cazar liebres a campo abierto, además de llevar en otra jaula a una hembra para que oliera y el instinto lo hiciera acercar. -¿Lo encontraron? -Nosotros, no –se había reído Leopoldo, feliz por primera vez en toda aquella noche. Había sido un tano carnicero, muy a su pesar, por cierto, el encargado de la proeza. Leopoldo aseguró que al bachicha todavía le estaría durando el susto, porque el tipo estaba cenando lo más orondo, a destajo, como todo tano en familia, escuchando radio, cuando creyó sentir ruidos en el negocio. Se ve que los perros y gatos del barrio lo tenían patilludo, y que no faltaría alguno al que quería pescar in fraganti, junto con el dueño, y darle a los dos, porque encaró no sin antes armarse de una escoba bien nuevita y amarilla, prendió la luz del local y ahí nomás cerró la puerta para que el cebado que fuera tuviera para el recuerdo. Claro, medio encandilado y caliente como estaba, si, en ese momento, como contó después, le pareció medio rara esa cola asomando del otro lado del mostrador, coquetamente arqueada y todo, pero él fue al bulto y le tiró un escobazo homicida, Dío cane, el puma con los reflejos que tienen no sólo se lo hizo pasar de largo por más de medio metro sino que encima se dio vuelta como un refucilo, se sentó sobre sus patas traseras como es su posición de pelea, largó el gruñido y mostró todos los colmillos, a la par que largaba un zarpazo que le hizo volar a la mierda la escoba al gringo, y eso los dejó a los dos solos, frente a frente, encogidos, sólo que uno por el jadete y el otro aprestándose para ver por dónde empezaba la faena y lo hacía achuras. Leopoldo había tenido que hacer un alto para enjugarse una lágrima con el tremendo dorso de su manopla libre. Estaba radiante. -El tano dijo después que había sido el mismo Dios el que lo había iluminado para salvarle la vida. Yo creo que lo único que lo salvó, enseñanza que no se va a volver a repetir, fue dejar de ser miserable por un segundo. Muerto ya el cristiano, pero de miedo, viendo la inminencia de la última hora con el cruel destino de terminar convertido en un gran y vulgar churrasco para una fiera que para él había caído del cielo, de un plato volador o de algún lugar más estrambótico todavía, el inmigrante había entrado a retroceder con el mismo sigilo que si el otro estuviera durmiendo y no quisiera despertarlo. Cuando había creído que ahí sí, había llegado la hora de encomendarse al Supremo porque la bestia achicaba las pupilas hasta dejarlas

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como el filo de una yilé y tenía los músculos como alambres tensos, listos para el salto, fue que sintió la dureza del picaporte enterrándosele a la altura de la riñonada, y aquí fue cuando Leopoldo dijo que el pobre infeliz había dicho que había sido Dios el iluminador y que él en cambio opinaba que solamente había dejado de ser miserable, ya que perdido por perdido había que jugarse y se jugó: abrió de par en par la gigantesca doble puerta donde colgaban, rojas y blancuzcas, varias medias reses de ternera y novillitos, carne de primera seleccionada que junto con los precios lo habían hecho de una merecida fama por la barriada y alrededores. -Al puma lo perdió la gula –había sido el comentario de Leopoldo-. En su vida había visto semejante espectáculo, pobrecito. No sé si ya les comenté que era un circo de mala muerte. Los bichos estaban a una dieta tan rigurosa, a veces de radichón silvestre con afrechillo, que había que verles la mirada de tristeza a los pumas y al único tigre, ya viejón, que de Bengala no le quedaba ni la mecha. Este pobre animalito, ante semejante espectáculo imprevisto, más la oleada de olores que ellos perciben y degustan como el oído humano a Beethoven, se ve que se atolondró, en un primer instante no atinó a nada. Haberse engullido al tano, aunque ya medio durito por los años, en una de esas hubiera sido la libertad y hasta un acto de justicia. En cambio, dejarse tentar de esa forma le hizo perder el tino y el infeliz se zambulló en medio de tantas tentaciones como si fuera una pileta de agua trasparente en pleno enero. -Y el coso aprovechó para evaporarse. Leopoldo nos había mirado con cierta decepción, como si lo que lleváramos juntos en esa noche hubiera sido tiempo totalmente desaprovechado. -No. Cerró bien la puerta la heladera, la carnicería bajo siete llaves y encaró para la seccional, taloneándose los cachetes por la velocidad. Cuando por fin llegamos nosotros, ya estaba otra vez en triunfalista, un ganador nato, de brazos cruzados y amenazaba con no abrir si los dueños del circo no se comprometían a pagar rigurosamente, balanza de por medio, todo lo que se hubiera engullido, a lo que le agregaba un plus como resarcimientos por daños morales, perjuicios, lucro cesante y cagazo padre. -¿Pagaron? -¿Con qué? Primero lo amenazamos con que lo dejara ahí adentro, que comiera hasta empacharse y después se muriera de frío, con lo que podía venderlo como carne picada y sacar algo de indemnización. Después nos dimos cuenta que era un error, una fantochada bien típica, y aceptamos pagar, lo que él quisiera, por supuesto, pero que ni bien abriera se lo íbamos a chumbar y que la naturaleza buscara su propio equilibrio. -¡Se murió del susto! -¿De qué? Largó una carcajada que hizo temblar hasta las gancheras, fue y él mismo, a mano limpia, sin ni siquiera agarrar una chaira, él mismo abrió las puertas. El puma estaba lo más choto, quizá un poco ya empezando a entumecerse por la baja temperatura, pero le estaba terminando de dar a un pesceto. El tano se había agrandado a tal punto que hasta se acercó, lo acarició y lo palmeó como si se conocieran desde siempre, mientras decía con todo el tonito de su estirpe: Maushá, mishu, maushale a papite. -¿Entonces? -Y, hubo que dejar un cheque a fecha. Pero el asunto se nos puso bravo a nosotros cuando llegó el momento de querer sacarlo. No quería saber nada y nos tiró cada zarpazo que casi nos lleva de a media cara con cada uno. El tano, a todo esto, lápiz y papel en mano, calculaba cortes y kilos. Un dineral nos salió el banquete. -¿No le hace mal el frío a los pumas? -Sí, pero evidente que peor era el hambre. Este, después, anduvo bastante tiempo a los estornudos y con un poco de moquillo, pero ¿quién le quitaba lo bailado?

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Como la luna alta y brillante le daba a la hora un tono apropiado, le pedimos a Leopoldo que contara una bien trágica de domadores comidos, trapecistas descuajeringados, equilibristas a los que les había roto el cogote por el costalazo o contorsionistas a los que les había agarrado un ataque de ciática justo en plena función, pero no recordaba ninguna en especial. La que sí contó fue una que le había pasado una vez formando parte de un circo muy grande, con pista de hielo, aguas danzantes y varios espectáculos a la vez que nosotros creíamos conocer, pero que él aseguró que no, que a la Argentina no la había pisado nunca. Bueno. El desfile inaugural era fastuoso. Sobre las plataformas de los semirremolques de dieciséis ruedas montaban aparejos de trapecios, camas elásticas y cuerdas flojas. Media docena de elefantes eran enjaezados con mantas triangulares, refulgentes de arabescos de lentejuelas de colores; en sus trompas disciplinadamente encorvadas iban otras tantas ecuyeres, bellísimas, todas de blanco, como ángeles. Ocho tractores llevaban de tiro interminables gusanos con jaulas que guardaban todo tipo de animales, entre los cuales iban los osos polares siempre babeando un calor insoportable por más barras de hielo que les pusieran. Lugar en el que se instalaban y presentaban el desfile, arrastraban consigo a toda la gente, que no sólo salía a verlos, sino que imantados se agregaban en procesión, la que al final, había dicho Leopoldo, parecía una colmena en cámara lenta. Nosotros no cabíamos dentro nuestro, pensando en la cantidad de volantes que hubiéramos podido repartir y la cantidad de entradas gratis que nos hubieran dado a cambio. Así daba gusto. Cómo sería la atracción de aquel circo, había recalcado Leopoldo, que arrastraba tras él hasta los mamados de los boliches. -Cosa de no creer –dijo-. Más se lo miraba, menos se lo creía. Y una vez, ya de vuelta al tremendo potrero de varias manzanas donde se habían instalado, ocupada toda una gran avenida con los vehículos y el gentío, mientras iban entrando todo despacio y de a uno, un curda se encuentra con un conocido y se ponen a charlar. Hombre acostumbrado a no poder soportar el cuerpo él mismo, teniendo que apoyarlo ya sea con un codo en el estaño, un hombro contra la pared o abrazando una planta o una columna de alumbrado, no encontró nada mejor que ladearse y tratar que una las jaulas fuera su sostén, pero con tanta mala fortuna que lo hizo sin mirar y la mano izquierda pasó justo limpita entre dos barrotes y el mamado, como es lógico, se fue como chijetazo tras ella. Leopoldo nos había asegurado que nadie vio ni sintió nada y que eso siempre pasa en las grandes tragedias entre los hombres, aunque todos después aseguren haber estado allí y presenciado la verdad sin perder detalle. Ni siquiera el amigo del mamado advirtió algo raro, limitándose en un principio, como negando importancia a la tontería, simplemente tironear para zafarlo de tan incómoda varadura, sin explicarse en qué estaba trancado. Tirón que va, tirón que viene, por fin habían conseguido ponerlo de nueva todo afuera: -El pobrecito no podía creer que ya no tenía más el brazo completo. Uno que estaba cerca largó el primer alarido al ver que de la boca de la osa colgaban jirones de músculos, tendones y camisa. El mamado sólo atinaba a mirarse el brillo increíble de sus blanquísimos huesos al sol, las hilachas sangrientas que le colgaban del codo y unos borbollones que le salían como petróleo rojo a la altura del hombro. A un auto que estaba ahí, cerca, había alcanzado a subir caminando solo, pero la hemorragia lo mató camino al hospital. En medio de aquella noche tan serena fue todos habíamos sentido tirones en los brazos y El Petiso, aunque no había dicho nada, se sobó la nuca con bastante fruición. -¿Todavía pensás en irte con el circo? –me había preguntado entonces Leopoldo.

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-Sí-. Ni le comenté: Ahora, más que nunca. -Tenés que ver realmente lo que podés hacer –había agregado él, de repente un poco afligido. Al rato, cuando se había terminado yendo con su valija colgando de esa manaza que la convertía casi en un portafolio escolar, nos quedamos pensando en cómo era posible que la vez anterior no hubiéramos reparado en él y si todo no había sido un gran engaño, como aquellas tremendas manos. -A los artistas no los entiende nadie –había concluido El Petiso. Pero no pasó mucho para que empezáramos a creer que todo, en él, serían nada más que secuelas del tremendo trompazo. Al día siguiente, a pesar de lo que casi le habíamos jurado a Leopoldo, en la boca con gusto a traición, pensando en que no íbamos a hacer más que apoyar al Petiso en su justo petitorio, en una más que razonable reivindicación, nos dimos una vuelta a eso de la media tarde. Había un revuelo mayúsculo. Y todo debido a que había llegado un juanón de dos metros ocho, más malo que la peste: -Un amargado –como no había tardado en catalogarlo El Negro, casi con asco. Acostumbrado como está uno al tamaño normal de la gente y a calcular rápido el alcance de las piernas, a todos los pibes lo único que se les ocurría era ir y decirle: -Oiga, diga, ¿hace mucho frío ahí arriba? –y el coso se ponía frenético, fuera de sí, ni se había curtido un poquito de tanto escucharlo, y no sólo eso sino que no erraba ni una patada, te alcanzaba de un alelante puntinazo en el upite a las distancias más increíbles, llenando de envidia la mirada golosa del Negro, quien con una gambas así, a lo que era un tronco, por lo menos veía la oportunidad de convertirse en goleador robando pelotas imposibles dentro de los hervideros del área. De todas maneras, el urso se tuvo que aguantar varias vendetas desde la vereda de enfrente: -Andá a tener la carpa que van a cambiar los palos, chiquitín. -No seas guacho y devolverle algo al enanito. -¿Cómo hacés, alfajía? ¿Dormís en cuotas o sobre el mapa de Chile? -Y pensar que tu vieja creyó que por fin largaba la lombriz solitaria. El jetón se la pasaba acumulando odios. Díganmelo a mí: nadie aborrece tanto el ingenio ajenos como los que tenemos defectos a la vista. Para mejor, nosotros no lo habíamos tragado desde el vamos. Había sido lo que se dice una tirria a primera vista. Menos que menos después, cuando nos enteramos para lo que lo habían conchabado a ese largo al divino cuete y lo que nos haría en la persona del Negro. Habíamos andado un rato merodeando, buscando al encargado y extrañando a Leopoldo con sus ilusiones estrafalarias. Una vez que habíamos llegado a hacernos realmente de un amigo adentro del circo para que simultáneamente, por la misma razón, no lo tuviéramos más. Yo estaba dispuesto a alterar mi futuro con tal de reparar tamaña injusticia cometida. Nos prometimos que le íbamos a hacer el boicot al circo de los polillas. Ni qué agregar cuando no tuvimos más remedio que conocer al Hombre Garrocha. Pasó la noche y el tiempo pesa. El Petiso había aparecido esa mañana con su proposición, entusiasmado porque su hermano el sindicalista le dijo que no podía perder. -¿Sindicalista? –había reaccionado El Negro con una ingenuidad que a veces lo hacía parecer estúpido-. ¿Cuándo laburó alguno de tus hermanos? Había tenido que intervenir cuando ya se trenzaban. Si había algo que sacaba de quicio al Petiso era que hicieran alguna alusión deshonrosa a su familia. Y no dejaba de tener

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variadas razones para ser tan quisquilloso. Por eso, quizá, fue habíamos aceptado hacerle compañía en sus reclamos; de alguna manera, si se lo miraba bien, hasta podíamos salir todos beneficiados. Pero haber llegado y enfrentarnos con la presencia del Hombre Edificio evidentemente nos trastornó a los tres. Para mejor nos encontramos con la Mujer Barbuda inclinada sobre el fontón y la tabla, y al Petiso que no se le había ocurrido nada mejor que acercarse y saludarla con un: -Buenas, don, ¿lavándole la ropa a la patrona? Habíamos tenido que correr duro. El pan de jabón amarillo, nuevito, Federal, nos pasó peligrosamente cerca. A pesar de semejante clima en contra, así y todo, habíamos decidido esperar al encargado para plantearle las correctas y pertinentes inquietudes. Cuando por fin apareció y fuimos a encararlo, El Petiso había perdido la fluidez oratoria con que a mí, a la mañana, me había convencido que tenía razón, que a lo sumo no habría más que conversarlo un poco y ahí tendrían que ponerse sin chistar. Tampoco valieron de nada las amenazas de que iba a regresar acompañado de sus dos hermanos y entonces sí hablaríamos en otro tono, ya que uno de los hermanos seguramente no lo haría tampoco sólo, sino más encima acompañado del abogado del sindicato, un ave negra capaz de ganarle un juicio a Dios padre. No quedó mucho para darle vueltas: un fracaso en toda la línea. Y creo, con razón, que con consecuencias bastante funestas para las que todavía eran mis aspiraciones personales. El Petiso, aunque resaltando no en forma tan elocuente como a la mañana conmigo, llegó a plantear a fondo sus reclamos. Lo que no traía previsto en el esquema previo eran las contestaciones. Por ejemplo, al hecho concreto que se hubiera accidentado en horas de trabajo y que eso exigía la correspondiente indemnización, por lo menos que ese día y al siguiente se los pagaran completos, ya que todavía no se había recuperado y aún sentía adentro –se tocó para ilustrar- una cantidad de zumbidos y silbidos como de una radio que cesa la transmisión, el tipo dio la siguiente respuesta: -¿Y a vos quién mierda te contrató, poligriyo? Lejos de recular, El Petiso alcanzó a aducir que la cosa también se podía encarar de otro modo y como el circo tenía que estar asegurado cabía un resarcimiento por daños y perjuicios, a lo que el otro, bastante impactado, contestó como si acaba de desayunarse: -Qué me decís... Al Petiso todavía le quedaba una última carta, que según los consejos que había recibido tenía que sacar a relucir como postrer recurso, intimidante y directo, como era anunciarle que iba a ir y lo denunciaría a la cana con un certificado médico en la mano y que lo guardaran por infringir las normas de seguridad establecidas, a lo que el tipo respondió, realmente intrigado: -¿A quién vas a hacer que metan preso, pichón? ¿A mí o a la elefanta? Finalmente, ante la posibilidad concreta de que reapareciéramos acompañados de los dos hermanos del Petiso, que el tipo todavía no sabía pero que eran bastante malos sin grupo, el encargado nos recomendó, entre otras cosas, primero que nos fuéramos a planchar mondongo; ahí nomás, si no teníamos éxito, que la emprendiéramos con el relleno a moco tendido de los baches y que de fracasar en todo esto, por último, que nos pusiéramos un foquito ya sabíamos dónde y trabajáramos de motoneta. El Petiso se había visto completamente desolado, pero no cejó en su fiereza: -Pierda cuidado, señor, que todavía no está dicha la última palabra –lo apretó a fondo. Lo más pancho, el aludido asintió con convencimiento:

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-Tenés razón, verija. Y se las voy a decir yo: de-sa-pa-rez-can. ¡Ya! ¡Los tres! Antes que tengan que reconocerlos por el molde de la dentadura. ¡Aire! Y sin que atináramos a reaccionar, llamó con todos los pulmones: -¡Guuusy! Nuestra retirada no había sido lo que se puede ser en una fiesta de gala, las mujeres de largo. Pero por lo menos habíamos alcanzado a escuchar el simpático apodo familiar al que respondía el Hombre Poste. Pusimos prudencial distancia sin demasiada prisa, es cierto, pero también sin ninguna pausa y encarando para el lado de la verja que estaba más cerca. Ya lo suficientemente lejos, con tanta indignación creciente como impotencia, vimos cómo el coso informaba al gigante, señalándonos. Me parece que fue ahí cuando dimos el primer paso en ese mundo tan irreversible y atrapante, gozosamente feroz, como es el de la venganza. El Petiso, como es lógico, había sido el que peor quedó. Acostumbrado como estaba a salir más o menos siempre con el orgullo invicto, entró a delirar y hubo que intentar que se sosegara al menos un poco. Conseguí calmarlo en parte cuando le dije por qué no se podía ni pensar en las toneladas de plata que necesitaríamos para purgar a Don Tito. Le había entrado tal odio ciego que lo quería hacer cagar en todo el sentido de la palabra. -Si supiéramos lo que deja así a los pelados –bramó con los ojos fijos, seguramente pensando en alguien conocido. Después había entrado a cranear por el lado de los leones. Eso era más factible. Pero estaba el inconveniente que ya desde rato antes de cada función era norma poner las jaulas dentro de la lona grande. Ahí quedaban lejos de un tiro de gomera, totalmente guarnecidos. Y meterse y andar caracoleando cuando hay actuación, con todo el movimiento que normalmente tenía la puerta trasera, se tornaba más bien peligroso. A eso íbamos a tener que buscarle la vuelta. Con unos cuantos remachazos en la piel pegada a los costillares que tenían los pobres, más que seguro le íbamos a poder cambiar en algo el geniecito a los Reyes de la Selva, cosa de que el domador, un gordinflón que en la cara las venas le habían puesto un muestrario de todos los vinos que llevaba tomados, si salía vivo, por lo menos lo hiciera con el látigo y la silleta en el culo, y que le fuera a hacer ¡Ea, fiera! a su abuelita. Ya veríamos. Al otro día era el último de escuela, por fin, y estaba confirmado que el sábado mismo debutaban. No faltaba casi nada; una semana, a lo sumo quince días, y yo me iría con ellos, aunque ya a esta altura me decepcionara un poco compartir la cosa con el Hombre Caño, la Mujer Barbuda, Verdurita, Doroteo y otros que todavía nos faltaba conocer más íntimamente. Y fue nomás el último día de clases. Nunca más. Chau. Escorchadas como estaban de tener que aguantarnos tanto y cobrar unas pocas chirolas, las maestras nos despidieron sin mayores ceremonias tocantes. La mía, en un gesto de cariño que llevaré imborrable hasta la tumba, cuando me llegó el turno, y mientras me acariciaba los pelos revueltos con una manito que quiso tener algo de ternura sarmientina, me dijo: -A ver si en esta cabezota tremenda metés pronto algo útil, no todas esas ideas locas que tenés. Es un lujo contar con semejantes brújulas espirituales. El anteojudo Pinetta, abanderado vitalicio y al que había tenido que soportar apenas durante todos esos largos años de martirio, seguramente creyendo que había sacado un seguro de vida por una

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década a lo que estaba la otra adelante, embalado por la emoción decidió hacerse el gracioso: -¿No es cierto, señorita, que si él se lo propone ahí adentro puede poner una biblioteca entera, con estantes y todo? A la salida, mi acto formal de postrer despedido fue aguado en parte por la Pinetta vieja. ¡Al maricón lo iba a buscar siempre la mamita para que no le hicieran pupa en el camino y se lo machucáramos un poco! Así y todo, alcancé a meterle dos o tres mamporros de los que duelen y dejan marca, tirarle los anteojos a la mierda y meterle una patada en la canilla que lo dejó parado en el mejor estilo flamenco. -¡Rotosos!¡Pobretones! –bramaba la vieja, como una gata en celo-. ¡Miren lo que le han hecho a este pobre angelito! ¡Negros sucios! ¡El angelito! Gracias a él me tuve que ir también de ahí como me iba casi siempre de todos lados: a los piques, igual que si me arriara el Diablo. Al llegar a la esquina, revoleé en simbólico gesto los despojos de cartera y útiles que me habían acompañado –repeticiones varias incluidas- desde primero inferior, barajándolos de volea para verlos desparramarse por el adoquinado y la alcantarilla, rumbo a un merecido destino a cargo del barrendero o la próxima lluvia. Al guardapolvos ni me lo saqué porque la vieja ya me había advertido: guay con tocarlo, pobre de mí, de ahí por lo menos salían cuatros repasadores o tiras para el próximo trapero. Aquella mañana, me acuerdo, había respirado el aire de diferente manera: los días habían empezado a pertenecerme por completo. Los trabajos se pueden cambiar y hay alguna diferencia; las escuelas, en cambio, son todas podridamente igualitas. Y encima la tortura de tener que estar aprendiendo cosas que después no servían absolutamente para nada. El Negro, por ejemplo, que quería ser jugador de fútbol y que con suerte iba a terminar seguro como medio oficial tornero, ¿para qué mongo le podía servir el principio del toronja de Arquímedes, a él y a cuántos, la mayoría con terrenitos y construcciones debajo de la cota, el agua en las rodillas con cualquier tormentita, ni hablar de las sudestadas? A mí, sin ir más lejos, que me uniría al circo y todas las noches, convertido en El Pibe Maravilla, planearía en triples mortales adelante y atrás, ¿de qué me serviría conjugar correctamente el verbo amar y tener que aprender que se debe decir tú me amas, cuando si vas y se lo llegás a decir a una piba por lo menos se te ríen en la cara porque lo que todo el mundo dice es vos me querés? Esta era la vida. Mañana sería el desfile inaugural, repartiríamos volantes, nos darían a cambio vales gratis que venderíamos entre la gilada para la matiné y la vermú del domingo a precios acomodados. Libertad y un poco de plata: ¿qué otra cosa se puede querer? Pero esa misma tarde todo optimismo posible se volvió a nublar. Las relaciones con el circo habían empeorado. Como le decía el malo de Jeremías Bitre, (a) Seisdedos, al muchachito, en un pedazo de novela de convoys que encontré en la calle: -La vida de todo hombre es un gran error, chico. El éxito o el fracaso, la vida o la muerte, dependen en gran medida del momento en que se cometan. A lo que el muchachito respondía: -OK, Seisdedos, pero pierde cuidado que no va a ser ahora que yo cometa ningún error –y páfate, pelaba el armatoste primero y bang, le hacía un ojo bis en el medio de la frente al cretino, embadurnando las paredes del saloon con pequitas de sesos y sangre con pelos. Sólo que yo no era el muchachito y El Petiso, lejos siquiera de parecerse a Jeremías Seisdedos Bitre, estaba convaleciente, de a ratos como que en el marote se le detenía una bandada de canarios a hacerle piii piripipí, todo el insistente recuerdo del elefantazo

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le traía constantes ataques de un sudor frío. Y como encima estaba resentido por haber cobrado gratis, como si fuera poco cuando ya llevaba lavado mucho más de medio elefante, elefanta, lo que sea, no recibiendo ni una moneda ni por una cosa ni por la otra, cuando nos acercamos por el lado del circo el personal en pleno estaba acomodando sillas y armando ya las gradas del paraíso. A ese trabajo nosotros siempre lo habíamos esquivado. Todos andan como arañas peludas, te retan por cualquier pavada y capaz que te después te tiran nada más que con dos vales. Mucho mejor siempre habían sido los volantes, andar por la calle, repartiendo tranquilos, reírse y encima hacerse de un toco de entradas gratis. Así que nos habíamos puesto a mirar –primero siempre nos mostrábamos, que vieran que teníamos interés y suficiente tiempo libre- cuando al rato pasa el enano Verdurita, casi tapado por tres sillas plegadas y cantando lo más choto con su voz chillona y desagradable: Quién será la que me quiere a mí, quién será, quién será... Al Petiso, mufa al máximo, eso le debe haber sonado a falta de respeto a la música o a algo, porque muy ofendido y sobre el pucho le contestó: -¿Y a vos quién si no la Mujer Barbuda, maricón de mierda? Para el enano tirar las sillas y venirse como un celaje fue todo uno. Otra vez habíamos tenido que recurrir a una retirada forzosa. Al final tuve que entrarme a enojar yo también: -Así no vamos a conseguir ni la hora, Petiso. Acordate que yo me voy a ir con ellos. -Es un circo polilla, Cabezón –había sido su razonamiento, totalmente calmo y extrañamente cariñoso-. En todo caso, esperá a que aparezca uno como la gente. Si te regalás de entrada, te pisan y nunca más levantás puntería. Habíamos preferido que quedara ahí. Hasta el día siguiente, en que prepararían el desfile inaugural y hubiera que repartir volantes, por allí no nos quedaba nada por hacer. Por lo tanto, habíamos ido hasta el almacén, a esperar que saliera El Negro, en ese momento con toda nuestra flamante libertad de ex escolares amenazándonos con convertirse en insoportable tedio. -Que esto no siga así –hasta había llegado a vislumbrar El Petiso- porque vamos a terminar pensando que en una de esas la escuela era linda y te juro que soy capaz de hacer cualquier macana. También había pasado. Cuando apareció aquél, con dos o tres palabras lo impusimos de las últimas novedades. -El Cabezón torpe insiste en irse con ellos –le había informado, más bien alcagüeteado, El Petiso-, pero todavía no sabe qué hacer. Tendríamos que tomarle una prueba. -Pssst –hizo El Negro como si acaba de pincharse. -Vamos, Cabezón. Nosotros llevamos visto mucho circo y te podemos dar una mano. ¿De qué querés hacer? Me había puesto nervioso porque realmente ésta era también una prueba interior para mí. Uno de los números que siempre más me habían impresionado era el equilibrio parado sobre una tablita puesta encima de un rodillo, arriba, en la punta de un palo, sobre una pequeña plataforma. Claro que ahí qué plataforma, poste, tiravientos ni qué ocho cuartos, un palo de amasar viejo y en desuso, un pedazo de pinotea de piso bastante bueno, para nada podrido a pesar de los años, y un lugar bien parejito sobre el pasto, cosa de aliviar el para nada improbable porrazo. -Si la memoria no me falla, ¿este número no es ése en que el tipo se saca los lienzos sin bajarse de la tabla? –había llegado a babearse el muy guacho del Negro.

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-Lo queremos completo, Cabezón –había apurado El Petiso, para rematarla-. Si querés, también las medias. -Y cuando se agacha, sacándose la última patita, vamos y quiiijjj... Se habían divertido a rolete, a mi costa y El Negro revolcándose, las manos entre las piernas, estrangulándosela hasta dejarla como de plastilina. Por mi parte, yo no quería dar mi brazo a torcer y no tenía la menor idea, no recordaba cómo hacían los ñatos allá arriba para que la tabla se mantuviera exactamente quieta sobre el rodillo, siempre paralela al suelo de la plataforma, si era porque no había podido encontrar el centro justo a lo que estaba medio desparejo el palo de amasar o si una vez más o menos quieta uno tenía que saltarle encima sincronizadamente con los dos pies al mismo tiempo, y una vez ahí arriba, bueno, había que ver, seguro que me hacía de goma. -Cuando vos digas, Cabezón. Tttrrr... Había tenido varios intentos fallidos. Eso sí, no me faltaron las voces de aliento de los amigos en los momentos en que uno puede echar mala y se está jugando el futuro y con él, la vida. El Petiso: -¿Y si intentaras equilibrio y algunos malabares con la bandeja de los chocolatines? Aplaudir no te van a aplaudir, pero algunos mangos te vas a poder hacer. El Negro: -Es evidente que le falta contrapeso abajo. Se viene en banda ni bien se le ladea el balero. En todo caso, yo probaría con una orsa, como los veleros chicos en el río. Pero cuando por fin relativamente lo había conseguido, la inestabilidad del mundo, allí arriba, brumba para la izquierda Animo Cabezón El Petiso, era mucho mayor de lo que se podía pensar, jija para la derecha Ay que se nos va de cabeza El Negro, mi estilo como si fuera poco no era muy elegante y plástico, catachín para la izquierda Hacele cosquillas Negrito El Petiso, ¡no jodan, che!, trímbuta para el otro lado, evidente que me faltaba mucha práctica, ¿Acá? turrísimo El Negro de mierda, tratimbá todo a la mismísima ¡Guarda abajo! El Petiso ¡Acertaste! ¡Cayó de sabiola! y Uuuia, le escoñó todo el césped a doña Minga El Negro pajero. -Esperen, esperen un poco-. Mierda, me faltaba hasta el aire. –Déjenme quietito, por favor. -¿Traigo un balde con agua y le doy?-. El Negro, cuando quería, era una máquina. -En mi modestísima opinión –había terciado El Petiso-, el número muy bueno no es, pero emoción no le falta. Y si lo hace allá arriba, en la punta del palo, la cosa puede llegar a tener más color. Por lo menos, las viejas cagonas de siempre van a gritar que es un contento, ¿eh, Cabeza? El Negro ya había entrado a sintonizar otra radio: -¿Traigo la soga? –preguntó por si acaso. -Andá atándola –había aceptado El Petiso-. De éste vamos a sacar algo bueno o no va a quedar nada. Me había levantado con una fiera sensación de vacío en las tripas, como a punto de iniciar una cursiadera. -Si el circo fuera algo tan fácil, todos andarían atrás de los leones –había sentenciado El Negro, ya empezando a probar la resistencia de los nudos. -Seguro que con la cuerda floja se nos luce –había alentado El Petiso con una convicción que sonó por lo menos a dudosa. Yo no había estado tan convencido como emperrado. -Mmm, la cabeza –había vacilado El Negro, tironeando una de las puntas. -¿Querés que te demos una mano? Acá no tenés escalerita. | -Che, ¿y el paraguas?

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-¡Esos son todos camelos! ¿Te acordás cuando los alemanes cruzaron por encima del obelisco? ¡Qué paraguas ni ocho monyetas! -No jodas que llevan un palo arqueado con contrapesos en las puntas. -Sí, lo que quieras. Pero uno se vino en banda actuando en Brasil y todavía están tratando de despegarlo con bencina y una espátula. -Fue porque le picaba un huevo y los suspensores eran demasiado apretados. ¡Arriba, Cabezón! No había podido dar ni siquiera un paso. Lo intenté también de sentado, como si fuera una hamaca, pero ahí fue cuando casi me desnuco. No me podía explicar cómo se movía tanto cuando a los cosos del circo nada, quietita, como si la hubieran almidonado. -Tiene que ser una cuerda de acero –había intentado justificarle a ellos y a mí mismo-. Esta soga es una porquería. -Hacete hervir, ¿querés? Alcanzá las manzanas, Negro. -No las machuques, Cabeza, que son las únicas. Nos dejás sin postre a toda la familia. Eran tres que parecían cosechadas de un bonsai, duras como piedras, pero sumamente enloquecidas. El Petiso se había lucido de lo lindo en varias estiradas, conteniendo en gran estilo junto al poste y ahogando el grito de gol de la hinchada contraria. -Un fracaso en toda la línea, ¿eh?-. El Negro le había zampado a una el primer tarascón y a mí se me contrajo más el triperío esperando el crujir de los dientes-. Mirá, Balero Kid: quedate con nosotros que vas a ganar plata-. Masticaba y crujía, masticaba y crujía. -En una de esas necesitan un ayudante para el mago o para alcanzarle las cosas a algún otro–. Me había entrado a ganar la desesperación-. Nunca se sabe. Ahí sí que se habían reído mucho más a costillas mías: -¿No viste que todas son unas minas tan lindas como tontitas? ¿Te creés que las pondrían sino fuera porque después se las machetean hasta los camellos? ¡Aterrizá, Zepelín con rulos! Mi última carta podía consistir en ser contratado como Repartidor Oficial de Volantes, una tarea en la que ya había demostrado una capacidad innata, suma dedicación y esmero. Además, seguro que habría de encontrar algún resquicio. Por lo pronto, aunque amén de chiquitas y más duras que un cascote, encima estuvieran casi del todo verdes, lo mismo me comí la manzana que me había tocado. Bien de noche ya, a los fines de controlar cómo iba la cosa y si realmente debutarían al día siguiente, nos dimos una vuelta por el circo. El Hombre Tirante seguía siendo la gran atracción, aunque cada tanto el inmenso hormigueo de pibes a su alrededor sufriera continuos desparramos y alguno fuera alcanzado por un tremendo patadón que por lo menos dejaba lagrimeando. Al ver las canoas que calzaba se me había ocurrido agregarle una variante al payaso de Leopoldo, pero en realidad terminé no viéndole mucha gracia al asunto, salvo andar levantando a voleas a todo el mundo, y cuando llegaba el turno de darle a Don Tito, bien entrenada, la guacha que salía de escape para los fondos barritando con ese sonido tan maricón, infantil, para semejante mole, la cola entre las patazas, la gente desternillándose de la risa. No. Mejor dejarlo como él lo tenía planeado. Si hubieran querido, habrían arrancado esa misma noche. Como habían recogido varios sectores laterales de la lona y todas las cortinas de la puerta principal, las luces interiores encendidas a tutti y tampoco faltaba el león que con un bostezo o una amenaza de rugido como protesta por tanto aburrimiento, todo le ponía su condimento a la

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fantástica visión y ahí fue que había llegado a pensar que era la primera vez que miraba la radiografía en colores de un circo. Atrás habían cambiado la disposición de las casillas rodantes, que ahora estaban mucho más cerca de la verja. En un oscuro entre las plantas escuchamos discutir a tres sombras, mejor dicho dos y media, algo así como un matrimonio con un chico, hasta que los gritos fueron subiendo y no eran más que Doroteo y Sinforoso mano a mano, el enano Verdurita en el medio y por debajo de los dos, no queriéndose perder nada, todo su pequeño cogote estirado al mango, la cabeza como si mirara un partido de pimpón en cámara ligera. Sinforoso nos había dejado toda la sensación de ir moralmente llevando las de perder, ya que Doroteo lo había cuidado esmeradamente cuando estaba enfermo, pero ¿y la plata que le había dado? (Sinforoso), ni hablar, eso no había tenido más objetivo que quitárselo de su lado y si los cachaba otra vez juntos hacía una barbaridad (Doroteo), pero el que se iba a ir para el fondo húmedo de la fosa iba a ser Sinforoso solamente porque para él (Doroteo) era también un hijo. El enano cabrón, a todo esto, no sólo cabeceaba de derecha a izquierda y viceversa, sino que asentía a las argumentaciones de los dos, porque al sentimiento pleno y lloroso expuesto por Doroteo, él, que encontraba que Sinforoso, defensor empedernido de que cada uno hace y es dueño de hacer lo que se la da real gana, que éste era un mundo libre (dijo, exclamó, había vociferado) y que él (Verdurita) iba con quien quisiera, Doroteo encontraba que lavarle la ropa le daba derechos (asentimientos enfáticos del transistorizado), mientras que para Sinforoso no eran más que argumentos de matrona y puta vieja (levantó en demasía la voz) y lo volvés a tocar y te mato (Doroteo), pero nunca pudimos saber en qué terminaron, si Sinforoso pasaba a lavarle la ropa al medio litro con trampa y acunarlo como a un bebé, semejante monstruo, si en cambio Doroteo lo mataba a dentelladas o si para zanjar Verdurita se las tomaba con una cebra soltera, porque cuando se apisparon de nuestras cucusas encajadas en la reja de la verja, balconeando de los más entretenidos, chau función, dijeron algo en voz baja, Doroteo le pasó la mano sobre el hombro al enano y se fueron para más allá. -¡Enano comilón! –le habría gritado El Negro seguramente caliente por semejante interruptus. Desde lo más oscuro de lo oscuro vino una respuesta que no escuchamos o en una de esas fue la queja de un mono tití, vaya uno a saber. Tampoco nos habíamos quedado a averiguarlo. De todas maneras nos pusimos de acuerdo que al otro día, como El Petiso y yo estábamos públicamente quemados, El Negro habría de tener a su cargo conseguirse los paquetes de volantes que repartiríamos durante el desfile inaugural. Yo también le había rogado que averiguara si andaban escasos de personal, aunque más no sea para darle de comer a Don Tito, la que ahora se había quedado guacha, o a los otros bichos. -Vos te vas a quedar con nosotros, Cabezón –había desautorizado El Petiso con toda su soberbia-. No te vas a ir nada; no jodas más. -¿Desde cuándo? Yo voy a hacer lo que me venga en ganas porque quiero irme. Se habían encogido de hombros. No podían entender que esa amenaza que era la tienda El Progreso, el lunes a la mañana, a primera hora, me apretaba la garganta como para hacerme gritar. -¿Ustedes creen que algunos de los que salen a la pista nacieron sabiendo? –había contraatacado por fin. -El urso, por lo menos, debe ser así de grande y boludo desde pichoncito –fue el retruque del Petiso. El Negro había cortado todo, en actitud bien misteriosa, al señalar con el golpe de mentón la gravedad del asunto. En la última casilla rodante, sentada de espalda a la puerta sobre una silla enana de zapatero, mirando hacia la calle, turbia la mirada y en la

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cara un gesto de haber perdido hasta el último pariente en un choque de trenes, estaba ella. El Petiso había encarado de lo más decidido hasta la verja, se agarró bien de los barrotes y aguantando apenas la risa, le dijo: -Oiga, señor, ¿usted por un casual es el domador de arañas? Ella había tardado su poco en acusar recibo. Pero cuando lo hizo fue un estallido: se abrió de piernas, levantó lo más que pudo las polleras y mientras se nos venía como una tromba, había empezado a gritar: -¡Miren qué señor! ¡Aquí tienen lo que nunca vieron! ¡Vean lo que es esto! ¡Habían visto alguna vez algo igual, guachitos! ¡A ver si se animan a tocar esta tarántula amaestrada, pulposa y jugosita! El Petiso y yo nos habíamos aterrado, reculando hasta por lo menos la mitad de la calle, en mi caso no tanto por lo umbrío de lo mostrado y el desplante que me llevaron a pensar realmente en un animal peligroso, mortal, al que no se sobrevivía, como también que era la primera vez veía una cosa así, mejor dicho, que veía a una y desde tan cerquita. Pero El Negro se había quedado aferrado, boquiabierto, gritando primero, después rogando con un hilo de voz: -¡Más! ¡Más! ¡Por favor, más, abuelito! Un baboso. Hasta que la proximidad y el gesto de querer acogotarlo ahí nomás, sin mayores trámites, había sido realmente como para temer y recién entonces se había unido a nosotros, que no habíamos dejado de retirarnos muy, pero muy despacito. Las carcajadas angustiadas del Negro, por momentos bastante desagradables, fueron marcándonos el paso durante el alejamiento definitivo. Porque si yo había alcanzado a vichar poquísimo en materia de detalles que nos devanaban los sesos, un poco por la distancia y también por el miedo ante esa situación tan intempestiva, como recordar su cara a plena luz del día, por lo menos había alcanzado a corroborar que los brazos y las patas estaban revestidos de una tupida pelambre, a un paso de cualquiera de los monos, así que imagínense lo que debía haber visto El Negro en primerísima fila, que alucinado no había dejado de gritar: -¡El Mato Grosso! ¡El Mato Grosso! Para colmo, había resultado de todos modos imposible que se calmara para que nos explicara aunque sea un poco. Recién a la segunda noche vine a soñar con cierta claridad todo el futuro. Yo era Manos, Pies y Cabeza, pero a la gente imbécil la divertía sólo esto último. Durante el número musical, si pedía un tambor me traían uno de los bombos que la fanfarria militar Alto Perú de los Granaderos a Caballo llevan a cada lado de la montura. Quería una flauta dulce y me enjaretaban una tuba. En vez de un violín, se aparecían con un contrabajo que no desentonaba con el tamaño del marote y las zarpas, pero que me dejaba el cogote a la miseria al tenerlo que calzar entre el hombro y la carretilla. El verdadero estropicio se armaba porque obligado por el dueño y las circunstancias tenía que hacer mis necesidades adelante del público. Ya que me sentara con los pantalones caídos en una pelela que era un fontón de los grandes decorado con motivos infantiles tipo Bambi o el canario Piolín, entraba a causar algo entre la gracia y el asco. Pero cuando llegaba el momento de limpiarme, salvo una que otra arcada por ahí, las carcajadas hacían flamear la lona. Había uno que hasta gritaba: -¡Cuidado! ¡Parenlón que se va a violar entero! Como el stock de papel higiénico no daba abasto, aparecía Verdurita con el Clarín de los domingos. Verdurita, por las dudas, traía La Nación también con todos los suplementos. Y la cosa seguía porque no tardaban en entrar a traer esos escaparates con tres rollos de diferentes tamaños que tienen en las tiendas, papeles impresos con

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propaganda, y las encargadas de cortarme pedazos cada vez más largos de los rollos más anchos eran todas las chicas empleadas de la tienda El Progreso. ¡Qué calor! ¡Cuánta humillación! El broche estaba a cargo de la entrada del semi con las bobinas de Papel Prensa, toda la gente en el suelo, ya a punto de expirar por la falta de aire de tanta risa. Mi vergüenza era más notable por el manto de crema blanca del maquillaje. Totalmente desconsolado, iba y me apoyaba en uno de los palos mayores de la carpa. Nunca falta alguno al que todavía le quedaba resuello: -Che, ¿te vas a escarbar los dientes de leche? Había sido atroz. Pero las penurias no sólo me alcanzaban en las actuaciones del circo. Un hecho tan estúpido como para cualquiera es recortarse las uñas se convertía en un acontecimiento y salí del paso gracias a los muchachos del taller metalúrgico Los Dos Hermanos, que me daban con el torno a revólver primero, después con la amoladora y me terminaban prolijando con la esmeril en la punta de un taladro portátil. Cuando me había llegado por fin el día de tener que sacar la cédula definitiva, la policía se veía obligada a pedir refuerzos. Hablaron con Vialidad Nacional para que mandaran una de esas máquinas aplanadoras con un gran rodillo como única rueda delantera, lo untaban todo con la tinta especial y poniendo las manitas en el suelo, palmas arriba, me la pasaban por encima. Pero los turros burócratas, típicos empleados públicos, se negaban y encabezados por el delegado se declaraban trabajando a reglamento: ¿quién iba a limpiarlo después, fregándolo con querosén? Varios canas, imprevistamente voluntariosos y humanitarios, intentaron darme con un lampazo, pero la tinta ésa es grasosa y se les habían pegoteado todos los flecos, quedando una verdadera calamidad. Al fin y al cabo, justamente uno de esta graduación, cuando nada lo hacía prever tuvo una idea tan brillante que había dejado a los demás con cara de más idiotas. Me llevaron al patio, trajeron un colchón de dos plazas y media para que hiciera de almohadilla al dente. Todo solucionado. Hasta los presos habían festejado con una ovación. Del sector de las celdas impares, chorros, escruchantes, pungas, vagos, levantadores de quiniela, parteras prematuras expertas en abordos y curanderos empezaron a cantar: Qué linda manita que tengo yo, mientras que de las pares atronaba un coro de camorreros profesionales, pernas grosas, violadores que les cebaban mate más otros todo servicio para los pesados, amigos varios del comisario, coronando lo que restaba: qué linda, qué linda, que Dios me la dio... Para salvar por lo menos las apariencias se me dio por cuidar la pinta y decidía ponerme un chevalier en el meñique derecho, regalo que estuvo a cargo de los muchachos de Obras Sanitarias, quienes me obsequiaban un trozo de caño maestro refaccionado. Cada vez que necesitaba guantes, me probaban directamente en la muestra anual de la Rural, haciendo pasar una vaca tras otra hasta encontrar a ojo alguna que más o menos diera el talle. Cuando me comprometí, un chico pobre venía a pedirme prestada la alianza apenas bañada en oro para jugar un rato al aro. En invierno todos me vigilaban para ver si un moco traicionero y molesto me hacía llevar el dedo a la nariz. Si me ponía a sacarme a crujidos las mentiras de las coyunturas, lo tenía que hacer en horarios normales, nada de la siesta o después de la diez de la noche, eran épocas en que la gente tenía trabajo y necesitaba un merecido descanso. Acorralado por semejante destino acuciante, al que no podía ocultar ni disimular, fui hasta lo de una vieja bruja en el barrio Los Cooperarios que le leía las manos a todo el mundo:

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-Hijo, es la primera vez en toda esta larga vida que veo una varios tomos –había sido el saludo-. Ya me falta poco para irme al otro mundo y no creo que haga a tiempo. Al final, de buena persona que era, no sin antes proveerse de un mapa carretero del Automóvil Club, se mandó entre valles y quebradas, cañadones y desfiladeros, hasta riachos de sudor y mugre. -Por la gota no me dan las tabas para escalar el Monte de Venus, muchacho –se había quejado, los hilos de traspiración dejándole la cara como una vidriera con la lluvia. Para llegar más o menos a alguna conclusión había pedido tener un mínimo de vista aérea, por lo que se trepó a la terraza y de ahí al tanque de agua, a pesar del espanto histérico de sus vecinas. Yo las había tenido que poner otra vez palmas arriba en el patio. Pero los patos y gallinas que criaba la vieja encontraron que era joda y había que estar espantándolas, con lo cual, tras cada movimiento, era puro plumerío, polvareda, cacareos de terror y cuacuases de la puta madre. -Como ver, se ve clarito –había gritado la vieja con las manos haciendo bocina e inclinándose demasiado peligrosamente porque en cualquier momento se podía venir y quedar como una calcomanía en las baldosas del pasillo-. Hay una cantidad enorme de viajes y lugares que vas a conocer. Vas a viajar a montones, hijo. Y veo que es sobre unos carromatos con muchas, muchas ruedas. ¡¡¡El circo!!! ¡¡¡Me iba con el circo!!! Pero me había venido cierta desazón cuando me di cuenta que también los vagones de ferrocarril tienen iguales características rodantes y que en una de esas el destino era idéntico al de mi viejo, jubilado antes de tiempo por un problema en el bobo debido a las vicisitudes vividas, toda su puta vida guarda de los cargueros a Tucumán, solo en el furgón de cola viendo pasar desiertos, árboles y la miseria del granero del mundo. -Hay algo en los demás que te hace sufrir y te puede hacer desgraciado –vociferó para sus conocidos sordos de las barriadas vecinas. -Por supuesto -había estado a punto de responderle-. Suficiente que uno tenga un defectito de morondanga para que los demás se lo anden refregando por la trompa, doña María,. -Calma, calma –me había interrumpido la vieja zorra, adivinando el pensamiento y cada vez más cerca de precipitarse-. La vida es hermosa y el porvenir nos sonríe, hijito. La vida, por momentos, cierto, era hermosa. En el sueño yo había salido de lo de la manosanta y, dicho y hecho, me estaban esperando para que fuera chofer de troley: unas manitas más que ideales para maniobrar a esos mastodontes con antenas en el quilombo de las ciudades. Pero el zafarrancho era con el aparatito de las monedas. Con cada boleto, suficiente que quisiera dar un vuelto y tenía que parar, yo y varios en cuatro patas, juntarlas, no faltaba el que aprovechaba para mirar un flor de par de gambas y hasta alguna bombacha rosa con puntillas como se vendían en la tienda El Progreso y ahí se armaba la camorra con los boludos de los novios o los esposos celosos que nunca escasean. Duraba poco. No el sueño, que fue casi una eternidad, si no mi permanencia en esa profesión. En lo único que había alcanzado cierta felicidad fue en un Festival de Niños donde hice de heladero y peinaba unos cucuruchos inmensos con una pala ancha. La racha se cortó por las alarmas maternas ante la epidemia de más que seguros empachos y otras derivaciones. Después habían tenido la pretensión que fuera peluquero, cajero de banco y mago al por mayor. En esto último lograba bastante éxito, aunque el representante a cargo de la compañía fuera un miserable:

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-Mire, manito –me había llegado a decir a lo que era mexicano el muy cuate, peor que Cantinflas-, vamos a tener que cambiar de animal, no sé, un burrito, digo yo, o algo más grande, porque usted me está saliendo un verdadero presupuesto en conejos de Flandes y ya ha entrado a escasear la especie de los cóndores a lo que las palomitas parecen moscas, las pobrecitas, en medio de tan tremendas extremidades. Aquellos habían resultado verdaderos baldazos de agua helada. ¿Qué podía hacer yo? -Masajista –me había aconsejado un amigo, embalado con la nueva era de la Sociedad Industrial, trabajo en serie y todo eso, un gimnasio completo de pacientes boca abajo y con una sola pasada nada más que a cobrar. El resultado, por supuesto, otro fracaso total en lo que se refiere al fuero íntimo, pero un éxito cabal en cuanto a los pacientes: tullido de cualquier tipo que me veía aparecer, se curaba de pronto, salía cagando a batir el récord de los cien metros llanos así hubiera tenido polio, tiraban a la mierda las muletas, y los reumáticos se enderezaban, eran verdaderas maratones, y hasta se llegó a correr la bola que yo era curandero por imposiciones, exagerando no me acuerdo bien si en la santidad o en la potencia innata de los dedales. Y ni qué hablar de ponérselas encima a una dama, menos que menos a chicas bonitas. Los canas ya me lo habían advertido: -Tocás a una, sólo que la toqués, no importa dónde, y te guardamos por malos tratos, lesiones graves e intento de violación y homicidio, ¿escuchaste? Había escuchado. Eso y mucho más. Hasta intentaba por el lado de la prestidigitación con un número de naipes que era sensacional, pero en una de las manipulaciones se me resbaló una de las cartas especiales que me había mandado a hacer en una herrería de obra, directamente pintados los dibujos sobre las chapas galvanizadas montadas sobre un cuadro de hierro en L, y casi decapito a una elegante señora de la segunda fila, otra que los zapateadores ésos en los malambos con boleadoras y se les pianta una de las bochitas de piedra. Menos mal que casi sobre el fin, ya ni me acuerdo si del sueño o del número original, lograba solucionar de una manera sencilla lo de la limpiada después de ir al baño ya que en esas pesadillas a uno si bien no le dan esas ganas, en cambio sí las de pisharse todo, y hasta quise creer que me arrancaba el pirulín igual que cuando se quita una espinita de la piel o que me quedaba pegado entre los dedos el chinchulín colgando, idéntico a la abeja que pierde el aguijón después de picar, un sufrimiento desesperante, créanme, y debo haber estado con los dedos ahí, retorciéndome y gritando, porque me despertó mi vieja con un atinado sopapo en la oreja: -¡Cuántas veces te tengo dicho que cuidadito con andar poniendo las manos en la porquería! La vieja siempre había sabido ser muy cuidadosa con ese tipo de cosas. Es un mérito que no hay por qué negárselo. Además, yo me iba a ir a la mierda con el circo y chau. El sábado, desde la mañana temprano, habíamos ejercido una discreta pero permanente vigilancia sobre el circo. Cerca de las once, cuando se nos hizo certidumbre que no se produciría ningún acontecimiento rato, que ni siquiera empezaban a lavar los animales, Don Tito lo más pancha embuchándose manojos de pasto seco, con un semblante de entretenida que espantaba hasta al más entusiasta, y apareció la cafetera destartalada con dos parlantes catarrientos arriba y subió un desaforado que estaba adentro del circo y al que nunca habíamos visto y que empezó a gritar: -¡Sí, señorasiseñores! Esta noche, a partir de las ventiunhoras en punto, el Gran Circo Centro Americano abre sus puerrrtas y pone para usté el mastrordinario

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expectáculo que usté haya visto nunca: un verdadero sológico ombulante con osos, fieras maestra-das, chimpancés, elefantes bailarines, Laságuilas Humanas, quilibristas y mil números más. ¡Esssta noche! Localidades con antipación que yastán en venta y sssegotan. ¡Esssta noche a partir de las ventiuna y lostamos esperando, queridos vecinos desta prestigiosssa localidá! Bueno, ante semejante panorama, habíamos tenido que llegar a pensar que o los osos vuelan y nosotros no lo sabíamos o ahí se había pinchado algún que otro globo. Hurgueteándose entre las piernas con más desesperación y frenesí que nunca, El Negro había hecho oír sus propósitos: -¿Zoológico ambulante, por la puta madre? ¿Dónde está, me querés decir? Estos papafritas se desayunan con vino y en el inventario ponen hasta las pulgas y las chinches. El Petiso había llegado a dar pruebas de estar más envenenado que nunca: -¡Gran circo! ¡Si habrá que ser caraduras! Cualquier polilla, con una carpa como la que ponen para arreglas las cloacas, le chanta un cartel que dice Gran Circo Gran y se acabó, nadie dice nada, todo el mundo en el molde. Y les había gritado a los que justo pasaban con la carrindanga y los parlantes: -¡Vayan a robar al puerto, sabañones! Era una estafa consumada. Y con el paso de las horas, al ver cómo se iban desinflando nuestras esperanzas mucho antes de lo que tarde y temprano lo haría la carpa del Gran Circo Centro Americano, nos fue creciendo más y más el escozor, el dulce sabor amargo de la venganza. Habíamos constatado en avant premier cómo se esfumaba nuestro sueño a mano de un domingo con pizza, fainá y naranjada a la salida, en una de esas con cine y todo si enganchábamos bastantes mixtos pituquitos inútiles, forrados con billetes de cinco y diez pesos con que los papitos les acolchaban la vida. ¿Cómo podríamos llegar a saber lo que iba a pasar después? Alguien tendría que habernos avisado qué significaba empezar a tramar todo aquello con tanto ardoroso detalle. La guardia de la tarde, al rayo de sol, nos hizo saber, a eso de las cuatro, que ahí no iba a suceder nada. El circo estaba tan quieto que hasta la lona parecía dormir una plácida siestita. ¿Debutar sin desfile previo? Eso era cosa de locos, una invocación al desastre por más que la cafetera siguiera dando vueltas con el anuncio de que hasta una tropilla de bichos canasto iba a bailar La Raspa. ¡Cuánto desatino! Le tiramos a Don Tito con varios cuarto de baldosas, pero la hijoputita ni se mosqueó: las sopleteaba con la punta de la trompa, en una de esas la salame pensando que eran tortitas negras. ¡Linda llegada de un circo para nosotros! Secos como piedra pómez, sin vales para entrar gratis y encima, en una de esas, tener que mirar de afuera cómo se mandaban el debut sin nuestra presencia. A la tardecita nos retiramos hacia nuestras casas, en busca de algún sánguche de dulce de membrillo, cosa de aguantar la llegada de la noche, y nos apersonamos otra vez a montar guardia. ¡Iban a largar nomás! Habían sacado de no sé dónde unos grandes cartelones que decían HOY DEBUT y prendido todas las lamparitas de la marquesina, también las de la cumbrera de la carpa, y el Hombre Canuto hasta se había chantado un smoking que eso más bien parecía un casamiento. El Negro, a nuestro pedido, se le había acercado al gigantón: -¿Así que hoy debutan? -A las nueve.

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El Negro había hecho un gesto de sumiso acatamiento y resignación. -Yo me enteré recién, al pasar por aquí –le había comentado con cierta frustración-. Como no repartieron volantes... Cuando de la estratosfera había bajado la respuesta, El Negro había parecido más chico que nunca: -Desde la mañana anda dando vueltas el coche con los parlantes. -Sí, pero la gente no se aviva. Además, no se entiende nada por el acople que tienen. -Cuestión de oído, jovencito. Usted, por lo menos, como sea, se enteró. -Porque vivo aquí cerca. Para la otra gente no hay como los volantes. -La imprenta no los terminó a tiempo. Un ramo de mierda. El Negro había sentido que su almita porcachona resucitaba: -¿Y al desfile tampoco lo van a hacer? -Posiblemente. -Es importante. -No creas. ¿A vos todo esto te interesa por algo en especial? -Y, los volantes. -¿Querés ganarte ahora alguna entrada gratis? La indiferencia con que había contestado El Negro nos dejó de una pieza: -Si tiene... –había dicho mirando para otro lado, como para que quedara entre ellos dos solamente tamaño secreto. Con el corazón en la boca habíamos visto al Hombre Tallarín ir hasta el carromato que hacía de boletería y que al lado suyo parecía un triciclo, hablar y volver hasta donde permanecía El Negro, quien ya había perdido toda compostura por las emociones fuertes, pobre, y por la desesperación estaba a punto de caparse. -¿Conocés bien por aquí? ¿Sos del barrio o andás a la deriva? El gesto de suficiencia había sido tal que los hombros casi le pegan al Hombre Caña en el morro. -Andá y llevá esto urgente. Entregalo en mano a las personas que dice en los sobres. ¿Sabés leer?-. Gesto de académica suficiencia del Negro, quien ante la perspectiva de salvar la ropa esa noche era capaz de hablar y escribir en varios idiomas a la vez, él siempre decía que lo bueno del inglés era que no se le notaban las faltas de ortografía-. A la vuelta te venís y me ves acá, en la entrada. Andá. No te pierdas, ¿eh? En el primer pozo de oscuridad, más bien obvio, nos unimos en comitiva como las hormigas cuando se les arma algún lío en la rutina. Los sobres estaban dirigidos al intendente, dos secretarios, varios alcagüetes y al comisario de la primera. -Abrilos –había intimado El Petiso. El comisionado oficial hasta había querido reaccionar. -Abrilos, te dije. El del comisario tenía tantas plateas fila 2 que si quería podía venir con los presos actuales y los de la semana pasada. -No necesitan tantas –había opinado El Petiso, procediendo a decomisar cuatro-. Seguí. Al intendente le habían mandado pensando en una familia numerosa, queridas, perro faldero, gato, cobayos y loro. El Petiso le había rebajado la cuota a nada más que media docena. Y una aquí, otra allá, como quien no quiere la cosa, nos hicimos de dieciséis. -Ustedes vayan; yo me encargo de esto. El Negro se había rascado la cabeza porque de tantas emociones apelotonadas ya tendría el entrepiernas paspado, en carne viva:

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-No es por desconfianza, ¿no, Petiso?, porque somos amigos hace rato, pero me parece mejor que te acompañe el Cabezón. Aquél había creído mejor dejar pasar por alto tamaña ofensa gratuita. -Dije que yo me encargaba y suficiente. ¿Quieren comer pizza como la gente a la salida? Déjenlo a papi que sabe mucho de esto-. Había estado tan seguro que pegó media vuelta y se fue. No muy convencidos, sintiéndonos desde ya estafados por las dudas, primero habíamos ido a ver a los de la Municipalidad. Nos recibieron sirvientas con cara de importantes al ver más andrajosos que ellas. Eso sí, agarraron los sobres como si fueran pedazos de caquita fresca. En la guardia de la comisaría nos atendió un sargento que estaba acarreando mate. Sacó todas las entradas, procedió a leerlas una por una, levantando las cejas como si la que venía abajo tuviera escrito algo diferente, algún error de imprenta o algo así, y al final había dicho: -Esperen un cachito, no se me vayan todavía –y entró al despacho del capo. Había vuelto casi enseguida. Siempre con el mate en la mano. También traía al sobre. Todo despanzurrado. -Dice el comisario que a él no le gusta ver los espectáculos con anteojos, que la señora sufre de diabetes y que de lejos se le empaña la mirada las burbujitas y que le digan al que mandó esto que se las meta donde le quepan. Así nomás le dicen. En su nombre. Y que esta noche, dentro de un ratito, nos vamos a dar una vueltita por ahí para ver si están todas las cosas en regla, no vaya a ser cosa que ande faltando alguna jaula y acá tenemos varias vacías de sobra. Además, guay con que los monos se pongan a hacer porquerías delante de los chicos porque eso tiene un edicto. ¿Comprendido? Andando. A la salida, por puro instinto, las habíamos recontado: faltaban dos. El Negro y yo nos habíamos quedado mirando largo. -Al lungo se las metería yo mismo con mucho gusto, llegado el caso –dijo aquél-, pero no tiene por qué enterarse del desaire. Estuve en un todo de acuerdo. -Además, no nos va a creer que fueron los milicos los que nos sacaron las entradas. Así le llevemos a Dios de testigo. No, nosotros habíamos venido a este mundo con un abono vitalicio para que nunca nadie nos creyera nada. -Qué suerte perra la nuestra, ¿no? –había terminado lamentándose. Al final habíamos podido vender nada más que cuatro, a mitad de precio, en los boliches que recorrimos a la pasada. Juramentamos nuestro silencio a muerte y nos dimos un opíparo atracón de pizza a cuenta. Encima veríamos el debut desde la platea, por primera vez en nuestra vida. Tan mal no nos estaba yendo, después de todo. Había sido tanta la alegría y el nerviosismo que ya casi encima del circo nos pusimos de acuerdo para poner cara de amargados y no alertar al Petiso, al que encontramos con una jeta hasta el piso, pero también sospechosamente brillante por lo aceitosa. -No vayas a venirte ahora con que pudiste meter ninguna –lo había pinchado El Negro de movida. -Me lo sacaste de la boca –fue la respuesta y hasta nosotros había llegado un tufito que no engañaba ni a un resfriado. -¿A ver? Mostralas, así las contamos. El Petiso lo había encarado casi hasta con desgano:

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-Bueno, hecho. Mientras vos lo hacés yo voy hasta lo del Octavo Piso y le pido que les controle el recorrido. ¿Hecho? En fin, nunca es momento para andarse peleando entre amigos del alma. Porque lo terrible vino cuando los tres tuvimos que aguantarnos las ganas de comprar pirulines, cartuchos de maníes, manzanas con rosetas y alfajores de maicena con esa bufanda de coco ralladito que vendían en la puerta, para colmo a los gritos. El Negro había dejado correr un tiempo más que prudencial antes de ir a encararlo al Hombre Alamo. -Misión cumplida, jefe. ¿No hay ningún otro mandado pendiente? Sin contestar, con todo el aburrimiento del mundo en el alma, el Cable Humano metió la manota en el smoking y sacó una tarjeta arrugada y mugrosa. La forma en que se le había venido el alma a los pies a nuestro amigo hizo que El Negro se empequeñeciera todavía más: -¿Vale sólo por una? –había alcanzado a protestar, pero ya sin convicción, vencido de antemano. -Y por lo que hiciste, ¿qué querías? ¿Toda una función? ¿Acaso yo te prometí más? El Negro lo había mirado de arriba abajo, lo que no dejó de llevarle su tiempo. Antes de tomar alguna medida drástica –mandarlo a la mierda y salir rajando, por ejemplo-, volvió a la tarjeta y los ojos se le desorbitaron al no creer lo que estaba viendo como la más horripilante revelación: -¿Cómo día hábil? ¿Para esta noche no me sirve, don? -¿Hoy es día hábil? –había respondido el Hombre Palo muy serio-. Si no podés o te resulta muy molesto por tus ocupaciones, dámela –terminó diciendo y antes que pudiera tener reacción alguna, se la voló de un manotón. Cuando El Negro había querido hacer el ademán de intentar rescatarla, ya era demasiado tarde porque las manos del Hombre Tacuara habían tomado el ascensor y El Negro se quedó como si no pudiera alcanzar los higos que siempre son los más maduros y tentadores. -¿La querés o no? ¿Podés venir el martes? El Negro se había dado cuenta que varios ya se arremolinaban, oliendo la tormenta en ciernes. -Sisisí, puedo. -Bueno, para el martes entonces-. Había sacado una estilográfica rechota del bolsillo interior y escrito MARTES con una caligrafía que, comparando, la del Petiso era un diploma de la Pitman. –Ya está. ¿Todo bien? El Negro no había tenido más remedio que rescatarla y se vino para donde estábamos nosotros con los labios borrados y blanquecinos por el rictus. No quiso hacer ningún comentario. Además, sabía de sobra que habíamos visto todo. Mejor dicho, todavía faltaba algo más. Sí, también hay noches así. A la humillación íbamos a tener que agregar el quedarnos en la calle. Porque el panorama se nos terminó de aclarar cuando se hizo la hora y entró a caer gente: ¡el encargado de controlar y cortar las entradas era nada menos que el Hombre Piñata! -¿Y ahora? –se había estremecido hasta El Petiso, que rara vez se descontrolaba y menos que menos era de arrugar. Habíamos sentido ganas de llorar. Y mucho. Entramos a patear cuanta tosca o papel arrugado encontramos cerca. ¡Nunca habíamos tenido un circo así! Carajo, todos nuestros esfuerzos habían sido revolcados por el suelo. Encima, aparecía gente como si las baldosas hubieran estado preñadas.

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Colectivo que paraba, daba más la sensación de ser un camión volcador. Poco más, y se bajaba hasta el chofer. Se llega a momentos que son cruciales. -Hay que colarse-. Fue El Petiso. –Colarse porque sino no somos más quienes somos. ¿Hecho? ¿Qué habríamos podido hacer? Lo nuestro no era valentía ni nada que se le parezca. Más bien, desesperación. El desengaño total. -Cada uno entra por su lado y como puede –había ordenado aquél-. Y nos sentamos separados. Estos son el colmo de lo turro. Así, por si agarran a alguno, a los otros dos no los pescan. Vamos. El momento clave, por experiencia, había sido siempre la marchita inicial. Difícil que un circo contara con personal suficiente como para cuidar todo el perímetro de la carpa, salvo que tuvieran la ayuda de la cana. Todos están ocupados en empezar la función, más una noche de debut, y en ese momento hay que encarar sin vacilaciones de ninguna especie, meterse como Juan por su casa, procurando siempre elegir los lugares oscuros, donde no dé la luz de la calle, porque parece mentira pero si no, al levantar la carpa de abajo, por poquito que se lo haga, adentro se produce un fogonazo más delator que si se prendiera una linterna de cinco elementos. A pesar que desde unos diez minutos antes de dar la largada desaparecieron todos los que vigilaban el sector nuestro cercano a la verja, temiendo una encerrona habíamos esperado hasta la música. Ni los perros quedaron a la hora de la presentación. Yo había saltado entremedio de aquellos dos. Entramos como lauchas y nos acomodamos en el paraíso lo más campantes. Un circo con las luces prendidas y la música de la banda es otra cosa. Ese era el mundo que todos nosotros queríamos y al que pronto yo me iba a agregar. Habíamos alcanzado a ver la parte final del desfile de apertura, la salida grotescamente marcial, cloqueante, de Doroteo, Verdurita, Jovito y Sinforoso. Acto seguido, todavía entre los últimos aplausos anteriores, la aparición de la naba de Don Tito, a la que en la frente le habían puesto un rombo de terciopelo rojo que se le bamboleaba al son de ese paso tan ágil y gracioso que tienen los elefantes, Don Tito jop, pinchazo en las verijas y ahí la mole se sentaba para saludar, mostrando su boca de vieja desdentada en una sonrisa muda como una fotografía, y otra vez Jop, de vuelta en cuatro patas, peón que trae el taburete para que la jetona se subiera ahí y parezca una gorda a punto de hacerse encima, ¡Chist!, hay bronca en la platea, parece que cuatro discuten con el acomodador, Don Tito que había olfateado la armónica antes de subirse y que le pusieran la pulsera de cascabeles, la gente que había entrado a protestar, la salame de la elefanta que se sube a cuarenta centímetros del suelo como si estuviera haciendo equilibro en la cornisa de un rascacielos norteamericano, el asunto seguía y yo había mirado y ahí veo que era con los que le habíamos vendido las entradas fallutas justo que la orquesta atacaba con el vals vienés (¿dónde estaba El Negro, por Dios?), y la crema del paraíso que había empezado a corear como angelitos Ooolas que al pasar se hacen mmm contra el murallón, ¡no!, y la guacha que la tenía tan oída que parecía que la entendiera y todo, ¡Sientensén de una vez, che!, claro, los acomodadores no habían querido saber nada si no les mostraban las credenciales, se trataba de entradas de favor, señores, y Don Tito, la marmota, con su malambo y armónica, haciendo sonar los cascabeles, nada coincidía con nada, y siempre Ooolas que al pasar

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se hacen mmm contra el murallón, el despelote que no había dejado de crecer en intensidad mecido por la suavidad del vals, ¡Ma qué credenciales si las compramos, no jodan más!, yo había estado seguro que los tres, por más separados que estuviéramos en el medio de lo oscuro nos estábamos mirando con pavor, para colmo del otro lado, allá, había entrado a bullir otro quilombo con otro par más, seguro que felices poseedores de las que les había enjaretado el guacho del Petiso, ¡Basta, termínenla de una vez!, el ropero gris que baja todavía con más precauciones y yo había sentido nítidamente que los tres seguíamos mirándonos, ya todo descubierto, peor que si fuéramos nosotros los que estábamos bajo los reflectores, aplausos, y cuatro que salen con fritas, discutiendo, nadie deja nunca de tener toda la razón, escoltados por un par de acomodadores, y los del otro lado que no habían querido aflojar por nada del mundo, Don Tito que se inclina hacia delante ante tanto reconocimiento y los tres que se-guíamos mirándonos a tientas en lo oscuro, clavado, pero ¿quién mierda me había empezado a tocar la pata?, alguna mosca, no, unos garfios me habían atenazado del tobillo, y ahí recién había mirado, no alcanzaba a ver (¿¡dónde están aquéllos?!), del otro lado la discusión no había cedido, mecachendié, si había llegado a sentir que si no bajaba me iban a pasar por entre escalón y escalón como a diario por debajo de la puerta y ahí, entonces, recién, claro, las ganas de llorar, todas, no tanto ganas, sino que ya había estado llorando porque me sentía o directamente ya era realmente muy pero muy infeliz, inmensamente infeliz. Habían sido tupidas las ocasiones en que daba mucha rabia ser pobre. Y aquella noche fue por eso: la misma ropa, el uniforme con que lo mismo íbamos a patear al potrero que a tomar la comunión o un helado, a un casamiento o al circo. La marca de fábrica en el orillo, se podía decir. Tanto nos habíamos mostrado que hasta un ciego con todas las luces apagadas nos hubiera reconocido. Incluso desde abajo de las graderías, como nos habían pescado a nosotros. Porque ¿quién hubiera sido incapaz de reconocer las alpargatas del Negro, al lado de las cuales la Mujer Barbuda y un bagre eran lampiños? ¿Y los pantalones del Petiso, que eran resultado de haber gillotinado un mameluco del hermano una vez que había tenido la tupé de intentar trabajar de mecánico y que tenían, gracias a todo ese tiempo transcurrido, un almidonado y una esputza tan especial que se los detectaba hasta un perdiguero con sinusitis? Mis zapatillas de lona y los flecos de la parte de atrás de la botamanga, producto de que me quedaban largos y caminaba barriendo mis huellas, cosa de desorientar baqueanos y perseguidores, habían sido el otro signo distintivo. A mi cargo había estado Jovito. ¿Cómo, quien me había hecho reír tanto, pudo ser capaz de producirme aquellas lágrimas de odio, impotencia y humillación? Para colmo, como adiós definitivo, me ayudó a trepar más rápido la verja con una no muy violenta pero sí degradante patada en el ojete que sonó como un sopapo gracias a la puntera rellena con estopa de aquellos zapatones grotescos. -Si volvés a aparecer –me había despedido con una voz ronca que nada tenía que ver con el falsete medio maricón que usaba en la pista-, esta noche dormís con los leones y boca abajo, nene. Cuando por fin había aterrizado del otro lado, al alma machucada que ya traía le tuve que agregar un hermoso raspón en la rodilla. El Negro ya se encontraba ahí; por lo tanto, había tenido el honor de ser el primero, pero en manos de Sinforoso, y se apretujaba la bragueta con un furor homicida. El Petiso no había tardado en aparecer. Eso sí, sin mucho estilo ni voluntad propia. Lo hizo un poco más allá, apuntalado con una técnica muy similar a la practicada con nosotros aunque con algunos detalles para que no se quejara del trato deferencial.

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Echaba sulfuro por las narices. Su ángel de la guarda había sido Doroteo, quien al ver las dificultades para trepar más rápido que una lagartija no había encontrado nada mejor que incentivarlo metiéndole el dedo bien en el medio de la canaleta, mientras le decía. -¡Vamos, machito! ¡Upalelé! El Petiso, con bastante razón de su parte, había que reconocerle, encontraría en aquella innecesaria vejación más que un motivo para lo que se vendría luego. Pero por el momento apenas si nos habíamos limitado a intercambiar puteadas de todo calibre con nuestros verdugos, acercarnos amenazantes hasta la verja y nada más. El Petiso no podía hallar consuelo para su desdicha. Entre andanada y andanada de recuerdos para las mamás y abuelas, había empezado a anunciar maniáticamente cosas como mirá que vuelvo o ahora, cuando vuelva, agarrate, también vuelvo y vas a ver quién soy o si no cuando vuelva, me vas a conocer y despedite, etcétera. Cuando ya nos estaba francamente escaseando el repertorio fue que me había ocurrido preguntar: -¿Vas a volver en serio, Petiso? -Vos callate –había bramado, la voz resquebrajada por la bronca o el llanto, tal vez las dos cosas. Pero, de lejos, el mejor insulto había estado a su cargo. Cuando ellos empezaron a retirarse para seguir con su trabajo, El Petiso había corrido apareado a la verja, siguiendo a Doroteo el clown, que encaraba para el lado de las jaulas, y cuando había estado casi encima le gritó con todos los pulmones: -¿No te da vergüenza vestirte así, maricón? -¡Roñoso! –había alcanzado a gritar el muy guacho, tocado en su amor propio como una matrona, agachándose como un latigazo y manoteando bosta medio seca de camello, la que, al estrellarse contra los barrotes, había explotado como una perdigonada. Bueno, había sido la declaración formal de la guerra: piedras por nuestro lado y bosta de todos los bichos, hasta de una pitón enorme que se la pasaba enrollada y durmiendo su cadena perpetua, del otro. Pero la tregua no había tardado mucho en llegar. Simplemente en la esquina vimos recortarse la sombra tan interminable como inconfundible del Gusy, agigantada por los trancazos, y sin decirnos ni palabra convinimos que por el momento allí no quedaba ya no quedaba otra cosa por hacer que la que hicimos a toda velocidad. Sin embargo, habríamos de volver. Hubo algo que no nos permitiría despegarnos así nomás de aquel circo. Con una amargura que no había dejado de inflarse, tirados en lo oscuro, bajo unos árboles, nos habíamos quedado escuchando sólo la banda sonora del espectáculo. Cuando al terminar la función el locutor, antes de dar las gracias y el buenas noches para todos, excelentísimo público, había invitado a todos para el día siguiente, sobre todo a los chicos, para una función especial a las cinco de la tarde, luego del desfile en pleno que el circo haría por las calles del centro, los ojos del Petiso habían destellado como los de una pantera y había sido mirarnos y los tres ponernos de acuerdo que, en efecto, sería nuestra gran oportunidad gran. Y la última, sobre todo. Porque no sólo la primera se había acabado para siempre. Ya había avanzado bastante el mediodía, nosotros al borde del último plazo para ir a almorzar, corriendo el peligro de quedarnos mascando pan seco, cuando había hecho su aparición el Petiso, portador de los Acuerdos Finales para el Plan General de Contraataque y Reconquista. Se dio mucha importancia; rebalsaba de ínfulas y de la boca

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parecía que le salían charreteras, pero era evidente que ahí habían metido la nariz sus dos hermanos mayores. El Petiso había delineado su estrategia sobre un espejo de polvito que había en medio del pasto. El asunto debía empezar exactamente frente a la estación de servicio de la YPF, donde estarían esperando sus hermanos y otro amigo fisicudo. Para ese entonces, nosotros, como fuera, habríamos tenido que cumplir nuestra parte. Si como era costumbre, los tonis cerraban la marcha, tanto mejor. Si caminaban en el medio o adelante, a pesar que la cosa ahí se podía poner más dificultosa, lo mismo había que tratar de apartarlos, de separarlos lo suficiente, de hacer con ellos como si fueran un montoncito de cualquier cosa, basura, llegado el caso, para dar un ejemplo. Para esta parte concreta del Plan de Acción El Petiso se había ufanado de tener los elementos imprescindibles: un toco de vales de otro circo, donde en grandes letras se leía ENTRADAS GRATIS y después el resto, más chiquito, no tenía importancia, nadie presta atención a esas boludeces, como por ejemplo evitar toda explicación de cómo corno había hecho para conseguir un tesoro de este tipo y máxime en un momento así. -Menos pregunta Dios y perdona –había contestado, bastante molesto-. ¿Qué? ¿Son botones ahora? Había que conversarse a la gilada, soliviantarla. El argumento a usar era hacerlos confidentes de que los payasos llevaban sus inmensos bolsillos repletos de esos vales, que nosotros los apartaríamos y que en cierto momento los íbamos a apretar y hacer un Padrino Pelado con lo que les alcanzáramos a afanar, es decir, con todo el toco ése que había conseguido misteriosamente. Nuestra tarea, aparte de conducir a la gilada, consistiría en lo siguiente. Cuando llegáramos a la altura de la YPF, como nos había remarcado, El Petiso tendría a su cargo lo que él acertadamente dio en denominar el puntapié inicial. Ipso pucho, ni bien El Negro y el aquí presente lo viéramos proceder, largaríamos el grito: -¡¡¡Entradas gratis!!! –y revolearíamos lo más alto posible el toco, cosa de armar el consiguiente flor de desconche. Ahí nomás, sin tan siquiera respirar, cargaríamos sobre los tiradores de los inmensos pantalones de Jovito y Sinforoso, un punto que habríamos de considerar clave. El Petiso, por su parte, una vez dada la orden de arranque, habría de tener como misión neutralizar al enano, tarea que ya debía tener lista para cuando nosotros termináramos con los tiradores, debido a que entre los tres teníamos que llevar a cabo el remate de Verdurita. Doroteo. Sinforoso y Jovito, a todo esto, correrían por cuenta de los dos hermanos mayores más el considerable aporte del amigo doble pechuga. Semejante plan, que era genial, nos dejó más saltones que pelotitas de pimpón por los nervios: superaba en todos los rubros a lo imaginado. Así que ya en la primera cuadra habíamos conseguido que los tonis se distanciaran unos veinte metros y que no los reconquistaran, por más que empujaran y trataran de zafarse del enjambre que nosotros no dejábamos de chumbarle. Doroteo el clown tocaba un redoblante, Sinforoso dale con el bombo, Jovito le daba al sacabuche y el enano maricón maltrataba a una especie rara entre charango y mandolina a la que le faltaban la mitad de las cuerdas y donde las sobrevivientes sonaban como piolines destemplados. Por fin a la altura de la YPF, entre nosotros y el resto no sólo había mucha distancia, casi como media cuadra, sino más encima un gran charco de vacío. El Negro y yo habíamos tomado posición detrás de cada uno de nuestros objetivos y esperamos con bastante angustia que El Petiso diera la voz de aura, sin quitarle los ojos de encima a Doroteo el clown que avanzaba RATAPLAN gritando con voz chillona: -¡Al circo, chicos! ¡Al circo!

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PLANPLAN RATAPLAN y el mosquerío de la gilada de todo tamaño alrededor PLANPLAN RATAPLAN, pero El Petiso no sólo cumplió al pie de la letra lo establecido RATAPLAN, sino que a último momento PLANPLAN agregó algo de su bronca interior, personal se podría decir RATA porque prácticamente le enterró media puntera en la zanja, cortándole por la mitad el redoble PLAN, todos vimos clarito que esa cara tan blanca con la boca tan roja y cejas azules se agigantaba a límites increíbles por la sorpresa y el estremecedor dolor de ésta, pero que cuando se daba vuelta como una cascabel una mano casi anónima por la velocidad le embardunaba todo el hocico con bosta fresca, bien fresquita y verdosa, y casi al unísono El Petiso estremecido que había entrado a gritar: -¡Me quiere pegar! ¡Me quiere pegar! –y que era lo que él había denominado Movimiento para Generar Opinión Pública y que después se lo fueran a contar a Serrucho, tras lo cual la voz del Negro había sonado como la de un cacique sioux ante la larga hilera de carretas preñadas de pioneros con cara de boludos: -¡Tomen entradas! ¡Aquí están los vales! ¡El que se agacha la liga! –y sí, ahí sí que había sido el despiporre total, saltos y empujones, con un Negro que puso de manifiesto que en una de esas en el rugby tenía mucho más porvenir porque había volado y caído al asfalto agarrado de los pantalones y adentro Sinforoso a la rastra, yo por mi parte que conseguí sólo agarrarme de uno de los tiradores de Jovito, el que había tambaleado, y una verdadera oleada de giles desesperados por la ilusión fue la que nos hizo rodar a los dos juntos y entonces recién ahí, sí, fue que agarré el otro tirador, siempre con el desesperado fondo de -¡Me quieren pegar, socorro, por favor! ¡Estos grandulones me quiere pegar! –por supuesto, obvio, El Petiso y su voz doliente a todo pulmón y yo que me había quedado prendido justo de donde estaba abrochado el botón y éste cedió al primer tironcito pero el muy guacho, a pesar de lo incómodo de su posición, no va que me alcanza a pescar de un revés de zurda no muy fuerte, arriba de las cejas, pero así y todo aturdidor, más El Petiso con su balido de niñito abandonado en una cestita, balando: -¡Este guacho me quiere pegar y soy enfermo de los pulmones! –qué hijo de puta, y ahí es que había visto clarito, zámpate, cómo lo había cazado de un brazo al enano turro que ya la estaba revoleando el charangazo de mandolina con el artefacto ése, cuando también se pudo oír: -Quién le quiere pegar a los pibes, eh, a ver por qué no nos pegan a nosotros, eh –claro, uno de los hermanos grandes, mucha gilada que ya se había apiolado de la cosa y empezado la gritería loca de contenta en otro coro: -¡Pi-ñas! ¡Pi-ñas! ¡Miren-qué-de-pi-ñas! –y yo que ni siquiera me había podido correr al ver volar limpita la bola roja de la nariz de Sinforoso porque en el fondo siempre había estado creyendo que era realmente suya y resultaba que se la habían reemplazado por un borbotón de sangre fresca, abundante y espesa, tipo esmalte sintético, y que ya había empezado a tratar de escudarse con el bombo, Jovito también había entrado a cobrar tupido y aunque los pantalones a media asta le habían quitado bastante movimiento, dejando de lado el ridículo, traba de hacer lo suyo con el otro hermano manteniéndolo a raya con el sacabuche, un arma improvisada que no se había tenido en cuenta. -¡Dénle fuerte, che!-. El Petiso había seguido abrazado al enano como si lo estuviera conteniendo de un convulsivo ataque de nervios o se fueran a casar, vaya uno a saber. -¡Cabezón de mierda, dejá de mirar y meté manos! El Negro no había dejado de tomar carrera como si se tratara de tiros libres y atusaba los bigotes de sus alpargatas en el costillar de un Verdurita que por respuesta rezongaba con un croar de escuerzo y yo que le había metido dos zapallazos como nunca en mi vida en pleno hocico y otro sobre la sien, estallido de huevos en mi puño o en esa

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cabeza llena de protuberancias, más una papa o una batata brotadas, pero se había sentido clarito un silbato. -¡Den sin asco, carajo!-. Al Petiso lo consumía la concentración en tanta tarea y ahí fue cuando alguien había gritado con toda la voz: -¡La caaana! No, no en esos casos jamás había que quedarse a dirimir si era en joda o en serio, para colmo otra vez el dichoso silbato y no se trataba de un partido de fútbol, desbande generalizado, patitas para qué os quiero, cada uno su ruta. Habíamos conseguido hacernos humo sin perseguidores a la vista. Por lo que puchas pudiera, nos sentamos a descansar y refrescarnos en un hoyo al costado del terraplén de las vías, bien cubiertos y a resguardo por el yuyal. Nos recostamos sobre la tierra, a mirar el cielo, a verlo teñirse de celeste macizo a medida que iba cayendo el sol más y más, yéndose con la misma lentitud con que se iban las esperanzas del circo, las mías y las de todos, pero dejándonos en paz, con la inmensa paz del vacío. Recién al anochecer habíamos vuelto a ponernos en pie y entrado a recorrer, a constatar los resultados de la proeza. A los hermanos del Petiso y al amigo tampoco les había pasado nada. Había sido tal el alboroto, más con la intervención de los canas, que se esfumaron sin consecuencias. Al hablar no podíamos controlar una risa cómplice. Los galletazos que habían metido aquellos tres grandotes eran de antología. Lo único no previsto, y que sin embargo no había alcanzado para dar vuelta el previsible resultado, había sido el sacabuche de Jovito, que se le había abollado todo de tanto repartir, quedando hecho todo un bollo inútil al final, para tocar y para pegar, más los arañazos y tarascones del maricón de Doroteo, quien –aseguró el amigo tipo ropero de los hermanos grandes- había terminado en el suelo, como epiléptico, largando mucha baba y mordiéndose la lengua, de pronto preocupadamente empezando a ponerse todo morado. En varias partes nos encontramos con gilada que nos palmeaba agradecida, cómo sería un circo de turros que encima los vales que llevaban los tonis en los bolsillos eran de grupo, había estado muy bien fajarlos duro, una lástima no habérsela dado también al Hombre Torre, al que el manso despelote había permitido dar rienda suelta a toda su mala entraña, repartiendo coscorrones, retorcidas de orejas y tirones de pelos que era un contento, a troche y moche, pero a cualquiera, menos a los que estaban en el tole tole, siempre a los inocentes. Más tarde nos contaron otros que habían seguido el desfile hasta el final, que fue cuando Sinforoso y Jovito se reintegraron a lo que había quedado de la caravana, ya que había que dar por descontado que a Doroteo y al enano seguro que se los habían portado por lo menos para la Asistencia Pública, si no directamente al hospital, pero los dos no habían tocado más un instrumento y no dejaron de mostrar lágrimas de verdad en los ojos, no los chorros ésos que largaban en la pista y que nos hacían llorar también a nosotros pero de risa, así que ya se había hecho totalmente noche cuando volvimos al barrio, escuchando cantar las primeras ranas y grillos. Estábamos extraña, nerviosamente contentos. Aunque también como insatisfechos. Ahora pienso que si alguien nos hubiera podido especificar qué era aquello, quizá nos hubiera tranquilizado en parte: una niñez que se nos iba, sin darnos cuenta, junto con los circos, los que también desaparecían de la misma forma imprevista en que llegaban, emergían, encendían las luces, sonaba la música y rugían los animales, sin que jamás hubiéramos podido notar nada de nada en cada paso. -Y el Cabezón se queda nomás entre nosotros –había canturreado muy orondo El Petiso, como si le importara o lo hubiera deseado.

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El Negro lo había festejado con una risotada atroz, sobándose con fuerza el entrepiernas para variar, sí, el porvenir nos sonreía, al otro día temprano otra vez el almacén y la tienda El Progreso, ¿se acuerdan, che?, El Petiso alguna que otra vuelta por un negocio y a levantar algo para comer o reducir, pronto vendría la época de los helados, ¿no, Petiso?, y El Negro que de pronto había dicho: -No les conté, pero cuando le bajé los leones a Sinforoso tenía unos calzoncillos enormes ¡y todo lleno de palomitas! -¡No jodas! -¡Les juro por lo que más quieran! El porvenir no nos sonreía más: había entrado a matarse de risa con nosotros. ¿Se acuerdan cómo nos reímos? -Contá, contá, Negrito lindo. Yo ya le había dicho definitivamente adiós a mi circo, pero también me meaba de la risa; cada vez que se me acaba la cuerda era verlo a aquél a punto de destriparse por el manoseo y me daba de vuelta, qué manera de reírnos, por favor. -¡Pará, Negro, pará! Si te la tratás así, pronto no te va a servir para nada. La gente que había atinado a pasar nos miraba como a locos. -Juralo por tu vieja, Negro, lo de los calzoncillos. Bueno, claro, él no tenía, estaba muerta y seguramente mirándonos desde aquel cielo tan o más negro, lleno de estrellas, todas tan brillositas y titilantes, ¿no? -Se los juro por la luz de mi vieja que me está viendo, se los juro –apenas alcanzado a decir. Había sido de no creer. Eso ya fue el colmo. ¡La puta con la vida! Al final las lágrimas, sólo las lágrimas porque no dábamos más. Lágrimas las nuestras y las de Jovito y Sinforoso, pero las nuestras de tanto reírnos y las de ellos como una condecoración merecida por nuestra hazaña, sin las manos de un Leopoldo para enjugarlas todas o ayudarnos, qué plato, dentro de todo una manera para nada despreciable de haberle dicho adiós a lo que se había ido para siempre e ingresado de la misma forma en lo que nos estaba esperando con los brazos abiertos, ¿se acuerdan?

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Este volumen se terminó de editar el viernes 8 de mayo del 2009 en el barrio

porteño de Monserrat.

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El autor en el Valle de Traslasierra, Córdoba, circa 2005.

Los circos no tienen edad. Según algunos, ya estaban cuando la Creación. Muy difícil establecer si alimentan la fantasía de todas las edades o esta fantasía es alimentada por otra, mucho más ficticia, onírica por donde se la mire, a cualquier edad. La historia de esta nouvelle se aposenta en la

decisión de un preadolescente, unos pocos días antes de terminar la escolaridad primaria, carente por completo de futuro o de algo que pueda

parecerse, a marcharse con el circo que acaba de instalarse en su barriada natal. La decisión le parece suficiente; lo demás, como la

realidad, por ejemplo, harina de otro costal, nimiedades a sortear con un sólo chasquear los dedos. Sus laderos no son tan optimistas y no sólo

ofrecen reparos. La historia no es sumisa. Y empieza a jugar sus cartas, habidas cuentas del sector social donde provienen. Tanto los acróbatas, payasos, trapecistas, animales, peonada, el pertinaz entusiasta y sus

realistas, por momentos, agrios amigos. Los peligros están al alcance de la mano. O de una trompa. Un resignado Manos, que todavía no ha

conseguido imponer su exquisito número como payaso, hasta declinar como peón a cargo del paquidermo, les cuenta su historia entre cervezas,

maníes, papitas y palitos salados. Se ha quedado desocupado, solo en el mundo, responsabilizado de un desgraciado incidente, y su soledad se agiganta en medio de la fantasiosa imaginería de ese trío de criaturas

para quienes el futuro como ciudadanos es tan inexistente como un mínimo de espíritu algo criterioso.

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Autor:

Página personal:

Página del libro:

AmilcarRomero

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