adelanto de un año, de jean echenoz

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Inédita hasta ahora en España, es una de las novelas clave en la obra de uno de los más destacados escritores franceses actuales, ganador del Premio Goncourt. Victoire, mujer joven y bella, una mañana descubre muerto a su amigo Félix en su cama, a su lado. Sin saber bien qué pasó, abandona de golpe París hacia las playas del sudoeste. Luego le roban, se queda sin dinero, debe dejar el hotel, y comienza un lento descenso hacia la pobreza extrema. Convertida en mendiga, en ladrona de poca monta, camina casi al azar, de aventura en aventura, hasta perderse en un mundo que no es el suyo. Un largo plano secuencia de un año.

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© 1997 Jean Echenoz© 1997 Un an. Les Étidions de Minuit© 2011 Damián Tabarovsky, traducción© 2011 Mardulce www.mardulceeditora.com.ar

Diseño de colección y cubierta: trineo.com.ar

ISBN: 978-84-942869-0-2Depósito legal M-19081-2014

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin previo aviso a los titulares del copyrightImpreso en España. Printed in Spain

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JEAN ECHENOZ

Un año

Traducción de Damián Tabarovsky

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Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de l’Institut Français, opérateur du Ministère Français des Affaires Etrangères, du Ministère Français de la Culture et de la Communication et du Service de Coopération et d’Action Culturelle de l’Ambassade de France en Argentine.

Esta obra, publicada en el marco del Programa Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, ha recibido el apoyo del Instituto Francés, operador del Ministerio Francés de Relaciones Exteriores, del Ministerio Francés de Cultura y Comunicación y del Servicio de Cooperación y Acción Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina.

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Victoire, luego de despertar una mañana de febrero sin recordar nada de la fiesta y encontrar a Félix muerto a su lado, en la cama, hizo su maleta, no sin antes pa-sar por el banco, y tomó un taxi rumbo a la estación de Montparnasse.

Hacía frío, el aire era cristalino, las paredes crujían; un frío como para prolongar la disyuntiva y congelar es-tatuas; el taxi deja a Victoire en la rue de L’Arrivée.

La estación Montparnasse; tres gotas grises forman un termostato, dentro nieva aún más fuerte que fuera: la antracita encerada de los andenes, el hormigón espanto-so del techo, y el metal perlado de los pasillos petrifican al viajante en un ambiente como de morgue. Surgidos de tumbas refrigeradas, con un nudo en el dedo gordo del pie, esas formaciones se deslizan hacia túneles que

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pronto romperán los tímpanos. Victoire busca en la pantalla el primer tren capaz de llevarla lo más lejos y rápido posible: uno, que sale en ocho minutos, con des-tino a Bordeaux.

Cuando esta historia comienza, el último lugar en el mundo que Victoire conocía era Bordeaux, ni tampo-co el sudoeste de Francia, pero conocía bien febrero que, junto con marzo, es uno de los peores meses en París. Si finalmente no estaba tan mal huir en esa época, al me-nos le hubiera gustado hacerlo en otras circunstancias. Ahora bien, al no tener el menor recuerdo de las horas que habían precedido a la muerte de Félix, temía que sospecharan de haberla causado. Pero ante todo, no quería tener que dar explicaciones, y además le hubiera sido imposible, al no estar segura de no haber tenido algo que ver.

Después de atravesar varios túneles, Victoire, aturdi-da, se encierra en el baño para contar el dinero que retiró del banco, donde dejó la cuenta casi en cero. La suma se eleva, en billetes grandes, a alrededor de cuarenta y cinco mil francos, lo suficiente como para tirar cierto tiempo. Después se examina en el espejo: una mujer de veintiséis años, flaca y nerviosa, de aspecto decidido, ojos verdes saltones, y cabellos negros peinados hacia atrás, como un casco en movimiento. No tiene problemas en borrar toda emoción de su rostro, evaporar todo sentimiento,

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sin embargo no puede sostener esa actitud demasiado tiempo y vuelve a su asiento.

En el sentido del tren y ventanilla en zona fumado-res, Victoire hace un esfuerzo por ordenar y clasificar sus recuerdos de la noche anterior, sin lograr reconstruir lo ocurrido durante la velada. Sabía que había pasado la mañana sola después de que Ferrer se fue al estudio, después almorzó con Louise, antes de encontrarse de ca-sualidad con Louis-Philippe en el Central hacia el final de la tarde. Todo siempre es de casualidad en el Central, y frecuentemente era hacia el final de la tarde cuando Victoire se encontraba con Louis-Philippe, por lo tanto, en realidad, solían encontrarse sin planificarlo. Recor-daba haber tomado un par de tragos con él, y después haber vuelto a su casa, quizás un poco más tarde que de costumbre. Luego, efectivamente, ningún recuerdo más. Otra persona, en el lugar de Victoire o en un caso similar, hubiera pedido consejo a sus conocidos, pero no ella, sin familia y sin más relaciones.

Tarde o temprano recordará los acontecimientos, no cabe duda, por lo que no vale la pena seguir insistiendo, más vale mirar por la ventanilla la zona rural vagamen-te industrial e igual a sí misma, sin el menor atractivo para atrapar la mirada; sin contar cuando no se ve nada, escondido todo detrás de un terraplén. Pilotes, cables de electricidad y rotondas de autopistas, pastizales, obras en

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excavación. Aislados en la tierra yerma entre los anima-les ausentes, se divisaban algunos locales técnicos que dependían vaya uno a saber de qué, algunas fábricas vaya uno a saber de qué. Marcas, olores, los árboles eran tan parecidos entre ellos como los automóviles en la carrete-ra nacional que por un instante corría paralela a las vías.

Nada entonces con qué entretenerse sin cansarse, pero el interior del tren, semivacío en esta temporada, apenas si aportaba algo al espectáculo. Una pareja de viejos, tres hombres solos, entre ellos un masajista dor-mido, dos mujeres solas, una de ellas embarazada, y des-pués un equipo de adolescentes peinados con coletas, aparatos dentales y ropa deportiva, en camino hacia un partido idiota. Sumergido en un libro anatómico, agota-do de marcar siempre la misma página, el índice del ma-sajista temblaba intermitentemente. Victoire se levanta y después, mientras sube los respaldos de los asientos vacíos, se dirige hacia el vagón comedor.

Allí, por los vidrios esmerilados, sola con su botellita de Vittel, mira ese panorama vagabundo que sólo de-clamaba su identidad, más un pasaporte que un pai-saje, nada, signos particulares ninguno. La vista estaba ahí a falta de otra cosa mejor, asunto de llenar el vacío a la espera de una idea. El cielo consistía en una nube uniforme en donde, como extras mal pagados, cruzan sin convicción anónimos pájaros negros. El sol concedía

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una luz muda como de sala de espera, sin la sombra de una revista para hojear. De vuelta a su asiento, Victoire, como todos, se relaja hasta la estación de Bordeaux.

Pensó proceder en Bordeaux de la misma manera que en la estación de Montparnasse y subirse al primer tren que viniera, pero varios salían al mismo tiempo, uno iba a Saint-Jean-de-Luz, otro a Auch, un tercero a Bagnères-de-Bigorre. Como para borrar las pistas, sin saber bien por qué, Victoire echa tres veces a la suerte esos destinos, como siempre sale Auch, para borrar las pistas hasta de sus propios ojos, elige Saint-Jean-de-Luz.

La estación de Saint-Jean-de-Luz mira directamente hacia el centro de la ciudad, hacia el puerto. Después de dejar su maleta en consigna, Victoire compra un mapa de la ciudad en un kiosco y comienza a recorrer las calles. Era plena tarde, los negocios reabrían, entre ellos las inmobiliarias frente a las que se detuvo para estudiar los alquileres. Cada anuncio, ilustrado con una foto, proponía una escenografía casi de película, pero Victoire no quería dirigirse a una inmobiliaria –gastos exagerados, documentos de identidad, formularios a firmar, es decir, huellas escritas que desde esa mañana prefería no dejar–, tan sólo quería tener una idea de los precios. Hecho eso y habiendo tomado su equipaje, Vic-toire elige un hotel en una calle que no desemboca en el puerto.

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Pasaría sólo una noche. Al día siguiente, en esas re-vistas gratuitas que se dejan en las puertas de vidrio de los negocios, examina los anuncios de dueño alquila. Rá-pidamente, casi al mediodía, encuentra una oferta que le encaja. Por teléfono la propietaria le pareció correcta, así que concertaron una cita para dentro de una hora. El alquiler costaba tres mil seiscientos francos, Victoire le propuso pagarlos en efectivo ahí mismo, si la casa le gustaba. Se quedaría tres meses.

Victoire se dirigió a la dirección indicada, un chalet angosto, sin gracia, donde comienzan las afueras de la ciudad, en una zona arbolada llena de parejas de jubi-lados. Un jardín descuidado rodeaba ese edificio oscuro cuyas ventanas traseras daban sobre un terreno de golf, y las de delante sobre el mar; las puertas y postigos pare-cían cerrados desde hace bastante tiempo. Sentada sobre su maleta, Victoire espera la llegada de la propietaria, la imagina del mismo aspecto que el edificio.

Error: era todo lo contrario. Mirada clara y ropa clara, labios sonrientes y un descapotable del mismo tono co-ral, la propietaria –llamada Noëlle Valade– parecía flotar a centímetros del suelo pese a su imponente delantera –bolsas de arena o globos de helio–, su piel translúcida y luminosa denotaba un vegetarianismo estricto. Sus ca-bellos prematuramente blancos apenas si estaban soste-nidos por un gancho, sin rastros de haber detrás algún

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tipo de peluquero. Noëlle Valade no quería vivir en ese chalet que le había llegado por la muerte de un parien-te, le explica mientras intenta abrir la puerta, pero tam-poco quería dejar que se deteriorara. La cerradura hace mucho ruido.

Compuesto por un salón resignado, una cocina reti-cente y dos habitaciones en un primer piso separadas por una estrecha sala de baño, el chalet parecía abandonado: lleno de escombros, húmedo, con un olor enmoheci-do algo desagradable. Evidentemente, durante mucho tiempo nadie lo había ocupado, pero era habitable y no faltaba nada; tenía demasiados muebles y demasiados objetos, pegados unos a otros. En especial objetos deco-rativos, los efectos personales de la pariente los habían mandado al Ejército de Salvación. Parecía como que la vida, en un movimiento precipitado, hubiese renuncia-do al lugar, abandonado de golpe las cosas, dejado que se llenen de polvo, que se peguen para siempre detrás de las ventanas rápidamente cerradas. Se veía que un libro en algún momento –pero también una fuente, un almo-hadón– se había provisionalmente movido, transferido sobre una alfombra, el apoyabrazos de un sillón, por al-gunos minutos; de hecho por la eternidad.

Con el borde de los dedos, sin acercarse demasia-do, Noëlle Valade mostraba el empapelado raído, la ba-ñera anclada, los estantes oxidados, suspendiendo el

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movimiento justo antes del punto de contacto, sin que Victoire comprendiera si eso remitía a una repulsión es-pecial inspirada por ese lugar, o a una política integral de relación con los objetos. Sin embargo, Noëlle Vala-de parecía sentir una simpatía por su inquilina, no de-mostraba desconfianza alguna y redujo al mínimo las formalidades del alquiler: ni papeles ni garantía, sola-mente tres meses por adelantado en efectivo, que vola-ron dulcemente, libélulas verdes y azules, de la cartera de Victoire hacia la suya.

Esos tres meses fijados por Noëlle Valade marca-ban el futuro inmediato de Victoire, sin que tuviera que pensar, ahorrándole la preocupación por tener que tomar una decisión sin dudas salpicada de dudas. No estuvo muy amable con la propietaria quien, llámeme Noëlle, le trazó los grandes rasgos de su vida. Trabaja-ba en un banco, pero por pura formalidad unas horas al día, vivía de sus rentas; había pensado en casarse de nuevo pero no, yo soy, decía, mi mejor amiga. Se sen-tía bien, sola con ella misma, agrega, mientras sube al coche, regalo de su último marido (no le dije gracias, le dije tú sabes que no sé decir gracias) en el que, ni bien le da al contacto, surge una música inmaterial de órganos y ondas. Después baja la ventanilla. Bueno, estoy contenta de haberme cruzado con alguien como usted, dijo sonriéndole a Victoire, detesto las mujeres

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feas, me ponen todo el tiempo a prueba. Y como daba marcha atrás, Victoire pudo verificar que efectiva-mente se trataba de una política integral, extendida a toda cosa material, que Nöelle apenas tocaba con el borde sus dedos: manejaba el auto por influjo de ha-ces magnéticos.

Durante el tiempo que Nöelle Valade había hablado, Victoire, en los intersticios, daba la menor cantidad de información posible sobre sí misma. No particularmen-te por desconfianza, en todo caso no solamente, sino que normalmente era así: como hay que hablar cuando se está con gente, generalmente se zafaba haciendo pre-guntas. Mientras que la gente le respondía, descansaba y se preparaba para hacer otra pregunta. Siempre pro-cede así, creyendo por otra parte que nadie se da cuenta del truco.

Después de la partida de la propietaria, sola frente a la casa, Victoire observa con desconfianza, lista para defenderse como muchas veces cuando está con hom-bres, siendo que nada la amenazaba, pero sugestionada con que podría pasarle algo. Sin duda esa actitud había tenido que ver con la brevedad de los empleos que ha-bía tenido Victoire hasta ahora, con la no renovación de sus contratos temporales. De hecho, estos últimos me-ses había examinado ambiguamente el mercado labo-ral, esperando una oportunidad más que buscándola,

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contando para vivir más con sus ahorros –guardados ahora en su bolso– que con Félix, que se había ocupado, hasta ayer, de todo.

Después inspeccionó el chalet en detalle, abrió los roperos vacíos donde las perchas se chocaban con es-tantes llenos de objetos incompletos: álbumes de fotos desafectados, llaves sin indicaciones, candados sin lla-ves, accesorios, picaportes, pedazos de cubrecamas, un reloj sin la aguja larga. Sobre una cómoda se levantaban algunos candelabros vacíos y lámparas sin enchufe, así como lo que deberíamos llamar una vieja cámara de fotos, apoyados sobre manteles bordados y encajes ro-tos. Dos estatuillas exóticas testimoniaban un pasado colonial.

En un armario, sobre nidos de polvo, Victoire apoya la mano en dos viejas cajas de abalorios hilados en rosa y azul, seguidas de pompones y borlas, que contienen también pequeñas bolitas de azúcar cuya película de plata se descascaraba enseguida. En la pared endereza el retrato de un desconocido. En el cuarto de baño, cepillos de dientes sin cerdas y jaboneras sin jabón rodeaban an-tiguos accesorios sanitarios deshechos y pegajosos, as-querosos, hechos en la época de la primera generación de materia plástica. Con las ventanas bien abiertas, va a haber que esperar varios días para que se vaya ese olor, sin que alcance nunca a secarse del todo.