a sangre fria_extracto

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A SANGRE FRÍA TRUMAN CAPOTE (Extracto) Nancy, según confesó una vez a su amiga y profesora de economía doméstica, la señora Polly Stringer, era invariablemente la última de la familia en acostarse, y consideraba las doce de la noche su momento de «egocentrismo y vanidad». Era el momento de entregarse al rutinario tratamiento de belleza, al rito de limpiarse el cutis y aplicarle una crema, rito que los sábados, incluía también un lavado de cabeza. Aquella noche, después de secarse el pelo, lo cepilló, lo recogió con un finísimo pañuelo y sacó del armario la indumentaria que pensaba ponerse el día siguiente para ir a la iglesia: medias, mocasines negros y un vestido de terciopelo rojo, el más bonito que tenía, confeccionado por ella misma, vestido que habría de servirle de mortaja. Antes de rezar sus oraciones, siempre registraba en su diario algún acontecimiento del día («Ha llegado el verano. Para siempre, espero. Ha venido Sue y hemos montado en Babe hasta el río. Sue ha tocado la flauta. Luciérnagas») y algún arranque repentino («Lo amo, de verdad que lo amo»). Era un diario para cinco años. En sus cuatro años de existencia, jamás había descuidado la anotación diaria, aunque el esplendor de algunos acontecimientos (la boda de Eveanna, el nacimiento de su sobrino) o el dramatismo de otros (su «primera pelea verdadera con Bobby», una página literalmente bañada en lágrimas), le habían obligado a usurpar el espacio destinado en principio al futuro. El distinto color de la tinta identificaba los sucesivos años: en 1956 era verde, en 1957 rojo, reemplazado al año siguiente por un brillante color lavanda, y ahora, en 1959, se había decidido por un más digno azul. Pero como en cualquier otra manifestación, su caligrafía, inclinada hacia la derecha, o a la izquierda, redondeada, o picuda, apretada o espaciada, denotaba aquella preocupación suya, como si estuviera continuamente preguntándose: «¿Es Nancy así? ¿O es asá? ¿Cuál soy yo?» (En una ocasión su profesora de inglés, la señora Riggs, le devolvió un tema que le había presentado con el comentario: «Bien. Pero ¿por qué escrito en tres caligrafías distintas?» A

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Page 1: A Sangre Fria_extracto

A SANGRE FRÍATRUMAN CAPOTE

(Extracto)

Nancy, según confesó una vez a su amiga y profesora de economía doméstica, la señora Polly Stringer, era invariablemente la última de la familia en acostarse, y consideraba las doce de la noche su momento de «egocentrismo y vanidad». Era el momento de entregarse al rutinario tratamiento de belleza, al rito de limpiarse el cutis y aplicarle una crema, rito que los sábados, incluía también un lavado de cabeza. Aquella noche, después de secarse el pelo, lo cepilló, lo recogió con un finísimo pañuelo y sacó del armario la indumentaria que pensaba ponerse el día siguiente para ir a la iglesia: medias, mocasines negros y un vestido de terciopelo rojo, el más bonito que tenía, confeccionado por ella misma, vestido que habría de servirle de mortaja.

Antes de rezar sus oraciones, siempre registraba en su diario algún acontecimiento del día («Ha llegado el verano. Para siempre, espero. Ha venido Sue y hemos montado en Babe hasta el río. Sue ha tocado la flauta. Luciérnagas») y algún arranque repentino («Lo amo, de verdad que lo amo»). Era un diario para cinco años. En sus cuatro años de existencia, jamás había descuidado la anotación diaria, aunque el esplendor de algunos acontecimientos (la boda de Eveanna, el nacimiento de su sobrino) o el dramatismo de otros (su «primera pelea verdadera con Bobby», una página literalmente bañada en lágrimas), le habían obligado a usurpar el espacio destinado en principio al futuro. El distinto color de la tinta identificaba los sucesivos años: en 1956 era verde, en 1957 rojo, reemplazado al año siguiente por un brillante color lavanda, y ahora, en 1959, se había decidido por un más digno azul. Pero como en cualquier otra manifestación, su caligrafía, inclinada hacia la derecha, o a la izquierda, redondeada, o picuda, apretada o espaciada, denotaba aquella preocupación suya, como si estuviera continuamente preguntándose: «¿Es Nancy así? ¿O es asá? ¿Cuál soy yo?» (En una ocasión su profesora de inglés, la señora Riggs, le devolvió un tema que le había presentado con el comentario: «Bien. Pero ¿por qué escrito en tres caligrafías distintas?» A lo que Nancy replicó: «Porque todavía no soy lo bastante mayor como para tener una sola firma») Pero sin embargo, en los últimos meses había progresado y con una caligrafía que denotaba incipiente madurez escribió: «Jolene K. vino y le enseñé a hacer una tarta de cereza. Ensayado con Roxie. Bobby estuvo aquí y vimos la televisión. Se marchó a las once.”

—Aquí es, aquí es, tiene que ser aquí. Allí está el colegio, aquí el garaje, ahora tenemos que girar hacia el sur.

A Perry le parecía que Dick estaba murmurando alborozados conjuros. Dejaron la autopista, atravesaron a toda velocidad la desierta Holcomb y cruzaron las vías del ferrocarril de Santa Fe.

—La loma, ésa debe de ser la loma: ahora tenemos que volver al oeste, ¿ves los árboles? Aquí es, tiene que ser aquí.

Los faros del auto descubrieron un camino bordeado de olmos de China y recorrido por matas de cardos que arrastraba el viento. Dick apagó los faros, aminoró la marcha y se detuvo hasta que sus ojos se acostumbraron a la noche iluminada por la luna. Poco después el coche avanzó cautelosamente.

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Holcomb se halla a veinte kilómetros al este del huso horario de la montaña, circunstancia que provoca más de una queja porque significa que a las siete de la mañana —y en invierno a las ocho o incluso después— todavía está oscuro y las estrellas, si las hay, brillan aún, como ocurría aquel domingo mientras los dos hijos de Vic Irsik cumplían con su diario menester. Pero a eso de las nueve, cuando los muchachos habían terminado su trabajo, durante el cual nada anormal notaron, el sol había salido ofreciendo otra hermosa jornada de las de la perfecta estación de los faisanes. Mientras se alejaban de la finca corriendo por la avenida, saludaron con la mano a un coche que llegaba y una chica contestó a su saludo. Era una compañera de colegio de Nancy Clutter que se llamaba también Nancy, Nancy Ewalt, hija única de Clarence Ewalt, que iba al volante, hombre de mediana edad, no muy aficionado a ir a la iglesia, ni tampoco su mujer, que, sin embargo, cada domingo acompañaba a su hija a la finca River Valley para que, en compañía de la familia Clutter, asistiese al servicio metodista de Garden City. Ello le evitaba «hacer ida y vuelta a la ciudad». Tenía la costumbre de esperar hasta que su hija hubiera entrado en la casa. Nancy, una jovencita que se preocupaba mucho del vestir, con cuerpo de artista de cine, el porte modesto del que lleva gafas y andar tímido, cruzó el césped y llamó al timbre de la entrada principal. La casa tenía cuatro entradas y cuando, después de llamar repetidamente nadie acudió a abrir, pasó a otra, la que daba al despacho del señor Clutter. La puerta estaba entreabierta. La abrió un poco más, lo suficiente para comprobar que en el despacho no había más que sombras, pero se quedó allí diciéndose que a los Clutter no les gustaría una «intromisión». Llamó con los nudillos, llamó al timbre y al final fue hasta la parte posterior de la casa. Allí estaba el garaje y vio que los dos coches estaban dentro: dos Chevrolet sedán. Lo que quería decir que tenían que estar en casa. Después de recurrir en vano a una tercera puerta, que daba a la despensa, y a una cuarta, que daba a la cocina, se volvió donde estaba su padre, quien dijo:

—Quizá duerman todavía.

—Eso es imposible. ¿Te imaginas al señor Clutter dejando de ir a la iglesia? ¿Y sólo para dormir un poco más?

—Vámonos, entonces. Iremos al Profesorado. Susan debe de saber qué ha pasado.

La casa del Profesorado, que se halla enfrente del colegio nuevo, es una construcción antigua, pardusca y patética. Sus veintitantas habitaciones están divididas en apartamentos gratuitos destinados a los miembros de la facultad que no pueden encontrar o permitirse otro alojamiento. Sin embargo, Susan y su madre habían conseguido dorar la píldora y dar ambiente íntimo y personal a su apartamento, que constaba de tres habitaciones en la planta baja. Era increíble lo que contenía aquella reducidísima sala de estar: además de los asientos, un órgano, un piano, un jardín de plantas en tiestos llenos de flores y, generalmente, un perrito muy vivaz y un enorme gato soñoliento. Aquella mañana de domingo, Susan, una alta y lánguida damita de cara pálida oval, con hermosos ojos de color gris azulado y manos extraordinarias de largos dedos flexibles y elegantes, estaba asomada a la ventana de su habitación observando la calle, vestida para ir a la iglesia y esperando de un momento a otro ver el Chevrolet de los Clutter, pues ella también iba al servicio religioso dominical acompañada por los Clutter. En lugar de los Clutter vio aparecer a los Ewalt, que le contaron la rara historia.

Pero Susan tampoco le supo encontrar explicación, ni su madre, que dijo:

—Si hubiera algún cambio de plan, vamos, estoy segura de que hubiesen llamado. Susan, ¿por qué no les llamas tú? Puede que estén todavía durmiendo, supongo.

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—De modo que lo hice —dijo Susan en una declaración de fecha posterior—. Llamé a la casa y dejé que el teléfono sonara (o por lo menos me dio la impresión de que sonaba), oh, durante un minuto o más. No contestó nadie y entonces el señor Ewalt sugirió que volviésemos a la casa y tratáramos de «despertarles». Pero cuando llegamos allí..., yo no quería hacerlo. No quería entrar en la casa. Me daba miedo y no sé por qué, porque ni me había pasado por la cabeza. Bueno, algo así nunca se le ocurre a uno. Pero el sol era tan fuerte, todo parecía demasiado brillante y tranquilo. Y después vi que todos los coches estaban allí, incluso el viejo Vagón Coyote de Kenyon. El señor Ewalt llevaba ropa de diario y las botas llenas de barro; le pareció que no iba vestido como para hacer una visita a los Clutter. Especialmente porque nunca lo había hecho. Quiero decir que nunca había estado en la casa. Al fin, Nancy dijo que entraría conmigo. Nos fuimos hacia la puerta de la cocina y, claro, no estaba cerrada con llave, pues la única persona que cerraba puertas con llave en casa de los Clutter era la señora Helm. Nadie de la familia lo hacía. Entramos y en seguida me di cuenta de que los Clutter no habían tomado el desayuno: nada de platos, nada en el fuego. Entonces vi algo extraño: el bolso de Nancy. Estaba en el suelo, abierto. Atravesamos el comedor y nos detuvimos al pie de la escalera. La habitación de Nancy queda exactamente arriba. La llamé y empecé a subir los escalones, seguida de Nancy Ewalt. El ruido de nuestros pasos me asustó más que nada: sonaban tan fuertes y todo estaba tan silencioso... La puerta de la habitación de Nancy estaba abierta. Las cortinas no habían sido corridas y el cuarto estaba lleno de sol. No recuerdo haber gritado. Nancy Ewalt dice que grité sin parar. Sólo recuerdo el osito de peluche de Nancy que me miraba. Y Nancy. Y que eché a correr...

Mientras tanto, el señor Ewalt había decidido que quizá no debió haber dejado entrar a las chicas solas en la casa. Bajaba del coche para reunirse con ellas cuando oyó los alaridos. Pero antes de que pudiera llegar a la casa, las jóvenes corrían ya a su encuentro. Su hija gritaba:

—¡Está muerta! —y refugiándose en sus brazos, añadió—: De verdad, papá. ¡Nancy está muerta!

Susan se volvió contra ella:

—No, no está muerta. Y no lo digas. No te atrevas a decirlo. Sólo es que le sale sangre de la nariz. Le ocurre muchas veces, le sangra la nariz muchísimo y no le pasa nada más.

—Hay demasiada sangre por las paredes. No te has fijado bien.

—No conseguía entender lo que decían —testimonió posteriormente Ewalt—. Imaginé que quizá la chica estuviera herida. Se me ocurrió que había que llamar una ambulancia. La señorita Kidwell, Susan, me dijo que había un teléfono en la cocina. Lo encontré exactamente donde ella me dijo. Pero el auricular estaba descolgado, y cuando lo levanté vi que el hilo había sido cortado.

Larry Hendricks, profesor de inglés de veintisiete años, vivía en el último piso de la casa del Profesorado. Quería escribir pero su apartamento no era el refugio ideal para un aspirante a escritor, pues era más pequeño que el de las Kidwell y además lo compartía con su esposa y tres niños vivarachos, amén de una televisión siempre en marcha. («Es el único sistema de tener a los niños quietos.») Si bien hasta ahora no ha publicado nada, el joven Hendricks, ex marino muy viril, nacido en Oklahoma, que fuma en pipa, lleva bigote y posee un indomable pelo negro, tiene aspecto de literato, en realidad se parece mucho a Ernest Hemingway, el escritor que él más admira, en las fotografías de joven. Para redondear su sueldo de profesor conduce además el autobús del colegio.

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—A veces hago noventa kilómetros al día —le dijo a un conocido—. Lo cual no me deja mucho tiempo para escribir. A no ser los domingos. Pues bien, aquel domingo, 15 de noviembre, estaba yo en el apartamento leyendo los periódicos. La mayor parte de las ideas para escribir un cuento las saco de los periódicos, ¿sabe? Bueno, la televisión estaba en marcha y los niños estaban más bien bulliciosos, pero aun así, pude oír voces. Abajo. En el apartamento de la señora Kidwell. Pero pensé que no era asunto mío ya que yo era nuevo aquí, pues llegué a Holcomb a principios de curso. Pero entonces Shirley, que estaba afuera tendiendo ropa, mi esposa Shirley, entró corriendo y dijo:

»—Cariño, será mejor que bajes. Están todos histéricos.

»Las dos chicas, desde luego, estaban en pleno ataque de histeria. Si quiere que les diga lo que pienso, Susan nunca se recobró del todo. Ni nunca se recobrará. Ni la pobre señora Kidwell. Es de poca salud; siempre está nerviosa. No dejaba de decir, claro, yo no entendí de qué se trataba hasta mucho después, no dejaba de decir: "Oh, Bonnie, Bonnie, ¿qué ha ocurrido? Pero si estabas tan contenta, si me dijiste que todo había terminado y que no volverías a estar mala." Y cosas así. Hasta el señor Ewalt estaba tan alterado como puede estarlo un hombre así. Hablaba por teléfono con el despacho del sheriff, el sheriff de Garden City, y le decía que sucedía "algo absolutamente impropio en casa de los Clutter". El sheriff prometió que iría inmediatamente y el señor Ewalt le contestó que iría hacia la autopista a su encuentro. Shirley bajó para quedarse con las mujeres y tratar de calmarlas, como si alguien hubiera podido. Y yo fui con Ewalt a la autopista a esperar al sheriff Robinson. Por el camino me contó lo que había sucedido. Cuando llegó a lo de haber descubierto que el hilo telefónico estaba cortado, entonces, me dije: "¡Huy! Mejor será que tengas los ojos bien abiertos y tomes nota de todos los detalles. Por si acaso has de declarar ante un tribunal."

»Llegó el sheriff. Eran las nueve y treinta y cinco: miré mi reloj. Ewalt le hizo señal de que siguiera su coche y nos dirigimos a casa de los Clutter. Yo nunca había estado allí, sólo la había visto de lejos. A la familia la conocía, naturalmente. Kenyon era alumno mío de inglés, segundo curso, y había dirigido a Nancy en la representación de Tom Sawyer. Pero eran unos chicos tan extraordinarios, con tan pocas pretensiones, que nunca hubiera imaginado que fuesen ricos ni que vivieran en una casa tan grande, con árboles, aquel césped y todo tan en orden y cuidado. Al llegar allí, después de haber oído lo que Ewalt le contó, el sheriff se puso en contacto por radio con su despacho y pidió que le mandaran refuerzos y una ambulancia. Dijo:

»—Ha ocurrido algún accidente.

»Luego entramos en la casa, los tres. Atravesamos la cocina y vimos un bolso de mujer en el suelo y el teléfono con los hilos cortados. El sheriff llevaba una pistola al cinto y cuando empezamos a subir la escalera para ir a la habitación de Nancy, me di cuenta que la llevaba en la mano.

»Bueno, era una cosa horrenda. Aquella maravillosa jovencita... Me hubiera sido imposible reconocerla. Le habían disparado en la nuca, con el arma a pocos centímetros. Yacía sobre un costado, cara a la pared y la pared estaba cubierta de sangre. La ropa de la cama la cubría hasta los hombros. El sheriff Robinson la destapó y vimos que llevaba puesto un albornoz, el pijama, calcetines y zapatillas, como si en el momento del hecho, no se hubiese acostado aún. Tenía las manos atadas a la espalda y los tobillos atados con una cuerda de las que se usan en las persianas venecianas. El sheriff preguntó:

»—¿Es ésta Nancy Clutter?

»El nunca la había visto antes. Y yo contesté:

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»—Sí. Sí. Es Nancy.

»Salimos otra vez al corredor y miramos en derredor. Todas las demás puertas estaban cerradas. Abrimos una, era un baño. Había algo raro allí. Decidí que sería la silla, una silla del comedor que parecía muy fuera de lugar en un baño. La puerta contigua..., estuvimos todos de acuerdo en que debía de ser la habitación de Kenyon. Estaba llena de cosas propias de muchacho. Reconocí las gafas de Kenyon en un estante para libros que había junto a la cama. Pero la cama estaba vacía aunque parecía que alguien hubiera dormido en ella. Así que fuimos hasta el final del corredor y al abrir la última puerta encontramos, allí en su lecho, a la señora Clutter. La habían atado, también. Pero de otra manera, con las manos por delante, de modo que parecía estar rezando y en una mano tenía, agarraba, un pañuelo. ¿O era un kleenex? La cuerda que le rodeaba las muñecas le bajaba hasta los tobillos que tenía atados uno contra otro y de allí iba al pie de la cama, en una de cuyas patas había sido atada; un trabajo complicado y hábil. ¡Pensar el tiempo que habría requerido! Y mientras tanto la mujer allí, loca de terror... Bueno, pues llevaba puestas algunas joyas, dos anillos (y ésa es una de las razones por las que yo siempre descarté el robo como motivo), una bata, camisón blanco y calcetines blancos. Le habían tapado la boca con cinta adhesiva pero como le dispararon a quemarropa a un lado de la cabeza, la explosión, el impacto, había desprendido violentamente la cinta adhesiva. Tenía los ojos abiertos. De par en par. Como si todavía estuviera mirando al asesino. Porque no pudo dejar de verlo mientras apuntaba. Nadie dijo nada. Estábamos demasiado aturdidos. Recuerdo que el sheriff buscó por allí para ver si podía dar con el cartucho vacío. Pero quienquiera que hubiese sido, parecía demasiado listo y precavido para dejar tras de sí semejante pista.

»Como es natural, nos preguntábamos dónde estarían el señor Clutter y Kenyon. El sheriff dijo:

»—Miremos abajo.

»La primera habitación en que entramos fue el dormitorio principal, la habitación donde dormía el señor Clutter. La cama estaba abierta, y allí, a los pies de la cama, había un billetero con un montón de tarjetas esparcidas, como si alguien hubiera andado en ellas buscando algo en particular, una nota, un pagaré, ¿quién sabe? El hecho de que no hubiera dinero en él, no significaba nada. Era el billetero del señor Clutter y él nunca llevaba dinero encima. Hasta yo, que sólo hacía dos meses que estaba en Holcomb, lo sabía. Otra cosa que también sabía era que ni Clutter ni Kenyon podían ver un burro sin las gafas. Y las gafas del señor Clutter estaban allí en su escritorio. De modo que imaginé que, dondequiera estuviesen, no sería por propia voluntad. Miramos por todas partes y todo parecía tal como debía estar: ningún signo de lucha, nada fuera de su sitio. Excepto en el despacho, donde el teléfono estaba descolgado y los hilos cortados como en la cocina. El sheriff Robinson encontró unas escopetas en un armario y las olfateó para ver si se habían usado recientemente. Dijo que no, y en mi vida he visto individuo más desconcertado cuando añadió:

»—¿Dónde diablos puede estar Herb?

Entonces fue cuando oímos pasos. Alguien que subía la escalera del sótano.

»—¿Quién va? —preguntó el sheriff como dispuesto a disparar.

»Y una voz contestó:

»—Soy yo, Wendle.

»Resultó ser Wendle Meier, el vice-sheriff. Al parecer había llegado a la casa y, al no vernos, se fue a recorrer el sótano. El sheriff le dijo con una voz que daba pena:

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»—Wendle, no sé qué pensar. Hay dos cadáveres ahí arriba.

»—Bueno —contestó Wendle—. Pues allá abajo tienes otro.

»Así que lo seguimos abajo, al sótano, que se hubiera podido llamar cuarto de estar. No estaba a oscuras, había unas ventanas que dejaban entrar la luz a raudales. Kenyon estaba en un rincón, echado sobre un diván. Le habían cerrado la boca con cinta adhesiva y estaba atado de pies y manos, como su madre: con aquel mismo complicado sistema de pasar la cuerda de las manos a los pies para terminar atado a un brazo del diván. En cierto modo es a él a quien recuerdo con mayor horror, a Kenyon. Quizá porque era el más reconocible, el que más se parecía a como era siempre, a pesar de que le hubieran disparado en la cara, de frente. Llevaba una camiseta y tejanos, iba descalzo, como si se hubiera vestido a toda prisa poniéndose lo primero que le viniera a mano. Tenía la cabeza apoyada en un par de almohadas colocadas allí como para facilitar el blanco.

»El sheriff dijo al cabo de un momento:

»—¿Adonde se va por allí? —indicando otra puerta del sótano.

»Entró primero el sheriff pero no veíamos nada hasta que Ewalt dio con el interruptor de la luz. Era el cuarto de la caldera, hacía mucho calor. Por aquí, la gente se limita a instalar una caldera de gas y a extraer todo el gas que quiere directamente del subsuelo. No cuesta nada, por eso todas las casas tienen demasiada calefacción. Bueno, yo di una ojeada al señor Clutter y me fue difícil mirarle por segunda vez. En seguida comprendí que simples disparos no podían justificar toda aquella sangre. Y no me equivocaba. Habían disparado contra él, desde luego, lo mismo que contra Kenyon, apuntándole el arma a la cara. Pero probablemente estaba ya muerto. O por lo menos agonizando. Porque tenía, además, la garganta abierta de un tajo. Llevaba puesto un pijama a rayas y nada más. En la boca tenía cinta adhesiva que le daba una vuelta completa a la cabeza. Tenía los tobillos atados uno contra otro pero no las manos, o quizás había podido, Dios sabe cómo, por la rabia y el dolor, cortar la cuerda que le ataba las manos. Estaba tumbado frente a la caldera. Sobre una enorme caja de cartón que parecía puesta allí adrede. Una caja de colchón. El sheriff dijo:

»—Mira eso, Wendle.

»Lo que señalaba era una pisada sanguinolenta. Sobre la caja del colchón. La pisada de una media suela de zapato con dos círculos: dos agujeros en el centro, como un par de ojos. Entonces uno de nosotros, ¿Ewalt?, no recuerdo, señaló otra cosa, algo que no me puedo quitar del pensamiento. Encima de nuestras cabezas, había un tubo de calefacción y atada a él, colgando de él, había un trozo de cuerda, de la cuerda que había empleado el asesino. Evidentemente, en cierto momento el señor Clutter estuvo atado allí colgado de las manos y luego cortaron la cuerda. Pero ¿por qué? ¿Para torturarle? No creo que lleguemos jamás a saberlo. Nunca sabremos quién fue, ni por qué, ni qué ocurrió en aquella casa aquella noche.