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REVISTA DE LA HERMANDAD DEL VALLE DE LOS CAÍDOS. 2005 CINCUENTA Y TRES AÑOS EN LA HISTORIA DE CASTILLA Por Luis Suárez La doctrina del «máximo religioso» Vamos a intentar una explicación de la obra de Isabel la Católica. Para ello hemos de situarnos en una perspectiva que, en nuestros días resulta muy difícil de comprender. Hoy entendemos que la fe religiosa es una respetable opinión o, en el mejor de los casos, una verdad opinable. Pero para Isabel y las personas que con ella compartían responsabilidades en el gobierno, la situación era muy distinta ya que se trata de una Verdad absoluta, revelada por Dios, a la que sólo se puede responder con el asentimiento pleno. Cuanto se aparta de ella constituye error; cuanto de alguna manera contribuye a extenderla o valorarla, es un acierto. Ningún Estado o arquitectura política puede proponerse un objetivo capaz de superar a éste. En consecuencia el único bien que puede tomarse en consideración reside precisamente en asegurar a los súbditos la vida eterna. Del mismo modo cuando se consigue la conversión de un infiel se le está haciendo un favor que compensa sobradamente las presiones que sobre él hayan tenido que ejercerse. Al finalizar el siglo XVI un famoso e influyente politólogo francés, Jean Bodin, elaboró una doctrina que se oponía radicalmente a la que hemos descrito, la cual había estado vigente hasta entonces y no sólo en el ámbito de la cultura cristiana. Él era católico pero quería poner fin al enfrentamiento entre confesiones, tan peligroso para su nación: la calificó de «mínimo religioso». Quería decir con ello que, cualquiera que fuese la confesión profesada por el rey o su Corte, no debía ponerse obstáculo a la existencia de plurales confesiones religiosas en su reino. Claro es que él aparentaba referirse únicamente a las de signo cristiano. Sucedía, sin embargo, de acuerdo con esta teoría, que el Estado y los deberes de obediencia a él se colocaba por encima de los que dimanaban de la respectiva fe. En otras palabras, y aunque no lo expresara tan directamente, la dependencia política se tornaba absoluta, mientras que la religiosa se relacionaba con los límites otorgados a cada confesión. Se pretendía acabar con el modelo a que tan fieles se mostraran los Reyes Católicos, iniciándose dentro de la «modernidad» el camino que conduce al «absolutismo» del Estado, dentro del cual aún permanecemos aunque las definiciones hayan evolucionado. A partir de este momento, el Estado que se sometía a la ley de Dios, fue sustituido por otro que, de una manera o de otra, pretendía hacer que las dimensiones religiosas de los súbditos entrasen también dentro de su competencia. Partiendo de aquí es correcto decir que, antes, predominaba una tendencia opuesta a la que, parodiando a Bodin, podríamos llamar «máximo religioso» por cuanto el poderío real, que se declaraba «absoluto» en su dimensión política no lo era, en modo alguno en la religiosa. El rey se hallaba sometido, lo mismo que el último de los súbditos, a la ley moral establecida por Dios. La lucha entre estas dos concepciones fue, en Europa, muy dura, pero acabó triunfando la del mínimo que se impuso en Westfalia (1648) por aquellos años en que Hobbes escribía el Leviathan conformando las dimensiones del absolutismo. La doctrina del máximo, aplicada al cristianismo, hundía sus raíces en las postrimerías del Imperio romano. Debemos remontarnos a Teodosio y a su ley del 398, cuando declaró sometida toda potestad a la doctrina cristiana, retirando 1

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REVISTA DE LA HERMANDAD DEL VALLE DE LOS CAÍDOS. 2005

CINCUENTA Y TRES AÑOS EN LA HISTORIA DE CASTILLA Por Luis Suárez

La doctrina del «máximo religioso»

Vamos a intentar una explicación de la obra de Isabel la Católica. Para ello hemos de situarnos en una perspectiva que, en nuestros días resulta muy difícil de comprender. Hoy entendemos que la fe religiosa es una respetable opinión o, en el mejor de los casos, una verdad opinable. Pero para Isabel y las personas que con ella compartían responsabilidades en el gobierno, la situación era muy distinta ya que se trata de una Verdad absoluta, revelada por Dios, a la que sólo se puede responder con el asentimiento pleno. Cuanto se aparta de ella constituye error; cuanto de alguna manera contribuye a extenderla o valorarla, es un acierto. Ningún Estado o arquitectura política puede proponerse un objetivo capaz de superar a éste. En consecuencia el único bien que puede tomarse en consideración reside precisamente en asegurar a los súbditos la vida eterna. Del mismo modo cuando se consigue la conversión de un infiel se le está haciendo un favor que compensa sobradamente las presiones que sobre él hayan tenido que ejercerse.

Al finalizar el siglo XVI un famoso e influyente politólogo francés, Jean Bodin, elaboró una doctrina que se oponía radicalmente a la que hemos descrito, la cual había estado vigente hasta entonces y no sólo en el ámbito de la cultura cristiana. Él era católico pero quería poner fin al enfrentamiento entre confesiones, tan peligroso para su nación: la calificó de «mínimo religioso». Quería decir con ello que, cualquiera que fuese la confesión profesada por el rey o su Corte, no debía ponerse obstáculo a la existencia de plurales confesiones religiosas en su reino. Claro es que él aparentaba referirse únicamente a las de signo cristiano. Sucedía, sin embargo, de acuerdo con esta teoría, que el Estado y los deberes de obediencia a él se colocaba por encima de los que dimanaban de la respectiva fe. En otras palabras, y aunque no lo expresara tan directamente, la dependencia política se tornaba absoluta, mientras que la religiosa se relacionaba con los límites otorgados a cada confesión. Se pretendía acabar con el modelo a que tan fieles se mostraran los Reyes Católicos, iniciándose dentro de la «modernidad» el camino que conduce al «absolutismo» del Estado, dentro del cual aún permanecemos aunque las definiciones hayan evolucionado. A partir de este momento, el Estado que se sometía a la ley de Dios, fue sustituido por otro que, de una manera o de otra, pretendía hacer que las dimensiones religiosas de los súbditos entrasen también dentro de su competencia.

Partiendo de aquí es correcto decir que, antes, predominaba una tendencia opuesta a la que, parodiando a Bodin, podríamos llamar «máximo religioso» por cuanto el poderío real, que se declaraba «absoluto» en su dimensión política no lo era, en modo alguno en la religiosa. El rey se hallaba sometido, lo mismo que el último de los súbditos, a la ley moral establecida por Dios. La lucha entre estas dos concepciones fue, en Europa, muy dura, pero acabó triunfando la del mínimo que se impuso en Westfalia (1648) por aquellos años en que Hobbes escribía el Leviathan conformando las dimensiones del absolutismo.

La doctrina del máximo, aplicada al cristianismo, hundía sus raíces en las postrimerías del Imperio romano. Debemos remontarnos a Teodosio y a su ley del 398, cuando declaró sometida toda potestad a la doctrina cristiana, retirando incluso a los judíos la condición de «religio licita» de que disfrutaban desde la época de los Macabeos y reduciéndolos a una simple tolerancia. Tolerancia significa exactamente lo contrario de reconocimiento doctrinal. Es la condición que los Estados laicos contemporáneos asignan a todas las confesiones religiosas. Desde Teodosio la comunidad política quedó formada únicamente por aquellas personas que compartían la misma fe. El Islam adoptó el mismo modelo, como Israel lo había hecho con anterioridad y, con mayor razón, las otras sociedades humanas que no hacen distinciones entre las dos autoridades. De este modo cuando un soberano se convertía era acompañado en esta dimensión por todo el pueblo. Las cinco naciones que forman Europa acabaron tomando la misma decisión.

En España todo comenzó el año 589, cuando Recaredo, en el III Concilio de Toledo, abandonó, con todos los suyos, la herejía arriana, abrazando el catolicismo romano con todas sus consecuencias, entre las que tenemos que incluir también la aceptación del Derecho romano en la forma en que había sido ajustado en tiempos de Teodosio II, convirtiéndose en ley para todos los súbditos de cualquier origen. Hasta el Ordenamiento de Montalvo, que significa su plena maduración por obra de Isabel, podemos establecer una línea de continuidad que es, sobre todo, unitaria. Fuero Juzgo y Usatges comparten el mismo origen. Ahora bien el rey podía otorgar un permiso excepcional para que comunidades de distinto credo residieran en el territorio de su autoridad. Pero esta estancia, que tenía siempre carácter transitorio, no significaba la incorporación a la comunidad política porque ésta la formaban únicamente los bautizados. En sentido contrario, era suficiente el bautismo para que judío o moro quedaran subsumidos en igualdad de condiciones. En España, cuando Isabel y Fernando llegan al trono, judíos y musulmanes, en número bastante limitado, continuaban viviendo de acuerdo con sus usos, pagando una especie de alquiler que era llamado gráficamente «capitación» porque se entendía que cada cabeza de familia abonaba la misma cantidad; las aljamas estaban sin embargo autorizadas a hacer después una distribución interior a fin de que los más pudientes pagasen más que los pobres.

A estas comunidades, que formaban parte del patrimonio real -son míos, nos recuerdan con frecuencia los documentos- aplicaron los Reyes Católicos una clara definición cuando recordaban a sus súbditos que «deben ser

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tolerados e sufridos», lo que significa exactamente cual era su condición. Se invocaban para ello razones que eran más religiosas -lograr su conversión- que económicas -garantizar el pago del impuesto- pero en todo caso utilitarias. Llegado un  momento, si se les considerase perniciosos, bastaría con suspender el permiso de residencia. En el caso de los judíos se daba una explicación más amplia pues todavía en aquellas décadas de los 70 del siglo XV, se seguía invocando la doctrina de San Agustín y la Constitutio pro iudaeis del Papa Inocencio III que databa de 1199: portadores de la versión auténtica de la Escritura, «hebraica veritas», eran, en consecuencia testigos de la Promesa que con       el advenimiento de Cristo, se había cumplido. Como San Pablo ya explicara, un misterioso designio de Dios ha permitido su supervivencia a pesar de que el Mesías ya había venido, pero el verdadero deseo que un cristiano, como Isabel, debía sentir en relación con ellos era que, un día, reconociesen su error y de este modo se bautizasen. Tenemos la sensación de que se sintió defraudada por el decreto del 30 de marzo de 1492 porque no produjo el volumen de bautismos que del mismo se esperaban. Se insistía en que el buen ejemplo que pudieran dar los cristianos junto a los cuales moraban, podía acelerar ese proceso. Sin embargo no podemos dejar de tomar en cuenta algunas consideraciones que los coetáneos se hacían. Habían pasado muchos siglos y la conversión sólo había alcanzado espacios bastante reducidos. Crecía, en cambio el odio en especial hacia aquellos de quienes se creía habían recibido el bautismo contra su voluntad y estaban deseosos de retornar a sus antiguas práctica. Los Reyes se enfrenaron en el comienzo mismo de su reinado, a preocupantes tumultos que no eran nuevos. Calumnias mendaces se lanzaban contra ellos, y muchos eran los que las creían.

Máximo religioso, doctrina política dominante en el tiempo de los Reyes Católicos, quiere decir, en consecuencia, que el monarca y sus súbditos son iguales en la hora final, donde cobra sentido de responsabilidad la conducta. Jorge Manrique en sus Coplas recoge esta conciencia general de un «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir» donde «allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos». ¿Iguales? Tal vez no de una manera exacta: en una de sus cartas a su marido, Isabel le recordaba que a ellos iba a pedir cuenta más estrecha que a sus súbditos. Del término y concepto de esta «maximalidad» hallamos pronto dos versiones distintas. Una es la que adoptan los Reyes Católicos: sometimiento de la comunidad política, incluyen a su rey, a las normas dictadas por la fe (cuius religio eius regio). La otra será formulada antes de medio siglo por Martín Lutero: determinación de la unidad mediante la fe desde las altas esferas del poder: cuius regio, eius religio. Tenemos ahí una de las raíces de las guerras de religión que sacudieron dramáticamente a Europa.

Monarquía católica

Para comprender perfectamente la forma de Estado, que todavía en niveles muy elementales, asumió la Monarquía hispana en el siglo XV, tenemos que acudir a las reflexiones que se hizo, a principios del siglo XVII -esto es con posterioridad a Bodin- Tommasso Campanella. Él utilizó el término Monarquía Católica. No se limitaba a recordar aquí el título oficial otorgado por Alejandro VI a Fernando e Isabel y a sus descendientes sino al eje esencial y único que otorgaba identidad a los numerosos reinos españoles, italianos, neerlandeses y americanos que la formaban. La condición de súbdito de pleno derecho y de católico se identificaban. Tenemos, en consecuencia, que desprendernos de los valores políticos que entre nosotros imperan, huyendo sobre todo de formular juicios apriorísticos, para intentar asumir los que conformaban la sociedad de aquel tiempo. No hallamos, por otro lado, excepciones. Se trataba, en Europa, de una actitud universal. En el tránsito a la modernidad, la fe era considerada como valor supremo pues las verdades que la integran tienen carácter absoluto y se encuentran por encima de toda otra realidad. Indiscutiblemente ella debía proporcionar fundamento a la sociedad.

De acuerdo con esta doctrina, el Estado, integrador de aquello que corresponde al «bien de la república de estos reinos» -tal es la fórmula- tenía como primera y principal misión la de poner los medios necesarios para que todos y cada uno de los súbditos alcanzara el fin último para el que ha sido creado, la salvación eterna. La vida es un camino que apunta a esa meta, «mas cumple tener buen tino para andar esa jornada sin errar». Fernando e Isabel se colocaron en esta dirección que coincidía en gran parte con el Humanismo -confianza del hombre en sus acciones- y con el espíritu de la caballería -artificio de lo heroico y nostalgia de una vida más bella como lo definió Huizinga- mostrando una fuerte valoración por sus acciones. La Reina, a quien producían verdadero espanto las guerras entre cristianos, se mostraba dispuesta a compartir con sus caballeros el esplendor en las campañas en Granada.

Si se acepta que el hombre es un ser transitorio, no hacia la muerte sino hacia la eternidad -«que se acuerde que hemos de morir» son las palabras que escoge Isabel para dirigirlas a su marido en ocasiones de especial tensión- y que es allí en donde se produce el encuentro definitivo con Dios que es persona y trascendente absoluto, ningún bien puede compararse con el de la fe. Esta, por otra parte, no es un descubrimiento o elucubración humana, sino revelación dispensada por el mismo Dios y, en consecuencia, está dotada de certeza y no de simple evidencia como sucede con las verdades que el hombre va descubriendo. En la fe se asienta la seguridad descansada, el criterio racional sin error y la norma de moral mediante la cual puede la criatura humana alcanzar la plena dignidad. Insisto una vez más en que este era el orden de valores imperante en el siglo XV, aunque no sea el que impera entre nosotros. Pero nadie puede decir que nosotros -me refiero a los criterios imperantes en nuestra generación- tengamos razón y en cambio Fernando e Isabel estuviesen equivocados. Mostramos los historiadores una clara tendencia a juzgar desde nuestros propios criterios sin tener en cuenta los que a la sazón imperaban. Cada tiempo debe ser explicado de acuerdo con sus propias dimensiones. Desde Roma o desde la Universidad de París se aplaudieron con calor decisiones que hoy juzgamos equivocadas. ¿Cómo seremos juzgados por las generaciones futuras?

Partamos, pues, de este principio del que no dudaban: proporcionar a los hombres que carecen de fe el acceso a ella, conservarla en quienes la poseen, defenderla de cualquier desviación, hacerla crecer en el espacio y en el tiempo, era, en suma, el mayor bien que los monarcas podían procurar a los súbditos y a quienes de ellos dependían. Por otra parte todas las Monarquías europeas, al pisar los umbrales de la Modernidad, practicaban una especie de identificación

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entre la sociedad, forma que adquiere la comunidad política, y el rey que recibe de Dios el depósito de la soberanía. Por eso tenemos que insistir, como ellos hicieron, en la diferencia entre esas dos legitimidades, de origen y de ejercicio cuyo origen se remonta mucho en el tiempo. Pues ya entre los godos imperaba la sentencia del «rex eris si recte facias, si non facias non eris» y, como en un eco, el canciller López de Ayala había escrito, no mucho tiempo antes, que «el rey rey reina, y el no rey no reina, mas es reinado». Un rey no es elegido salvo por el propio Dios que emplea la vía objetiva del nacimiento: tal es la legitimidad de origen. Pero entre él y el reino, en el momento mismo de iniciar sus funciones, se establece un pacto mediante juramento en que el monarca se compromete a cumplir «las leyes, fueros, privilegios, cartas y buenos usos y costumbres» del reino, que se identifican con sus libertades. Y esta es la «legitimidad de ejercicio». Quien la pierde se convierte en tirano. No hacía mucho tiempo que en Castilla se había empleado este argumento contra Enrique IV que fue depuesto y vilipendiado en la llamada Farsa de Ávila. Isabel, y luego su marido, nunca aceptaron este acto y reconocieron siempre en don Enrique la doble legitimidad, aunque reclamaban su sucesión.

Del cumplimiento de ese deber, «legitimidad de ejercicio», es del que, en la hora suprema de la muerte, deben rendir estrecha cuenta ante el mismo Dios. En consecuencia se podía llegar a la conclusión de que una comunidad política perfecta es aquella que alcanza la unidad religiosa eliminando del solar que ella ocupa las otras confesiones una vez que se ha perdido toda esperanza de su conversión. No se trata de que desaparezcan las personas que las profesan sino las doctrinas. Probablemente entenderíamos mejor el problema si al famoso decreto del 30 de marzo en vez de llamarlo de expulsión de los judíos lo calificáramos de prohibición del judaísmo: pues los que se bautizasen, antes o después de haber salido, podían integrarse en la comunidad política con sus derechos. Observemos que ni en Utopía, imaginada por Santo Tomás Moro, ni en la Ciudad del Sol propuesta por Campanella encontramos ninguna afirmación que se aparte de esta línea. En todo esto consiste el «máximo religioso».

Tenía sin duda inconvenientes, como todas las fórmulas políticas, que son insistentemente señalados y, en no pocas ocasiones, también exagerados, aunque sobre todo estamos comenzando a percibir las no pequeñas ventajas, a las que ahora se empieza a conceder especial importancia. Dejando para más adelante los aspectos negativos que requieren un análisis más atento, insistamos ahora en aquellos aspectos positivos. Son de gran importancia para la Europa que se halla ahora en período de construcción. Por encima de todo hemos de señalar el hecho de que todas las leyes del reino y todas las enseñanzas doctrinales que en él se impartían, se hallaban sometidas a un orden moral objetivo que nadie podía modificar. En un tiempo que se encaminaba rápidamente hacia el absolutismo esto significaba un límite serio en el ejercicio del poder soberano. No hay en España algo que pueda equipararse a la Torre de Londres, los delitos religiosos tienen que pasar a dependencia de la Inquisición, tribunal eclesiástico, y sucesos tan dolorosos e importantes como la guerra de sucesión se cierran sin que podamos hablar de represalias. Incluso en el caso de la guerra de Granada sorprende el grado de clemencia y hasta de compensaciones económicas que se alcanzó en relación con los vencidos. No hemos de confundir severidad en la aplicación de las leyes con injusticia.

En consecuencia se entendía que el Estado naciente, dueño y administrador de la soberanía, debía actuar como árbitro, sometido a las leyes consuetudinarias, sin olvidar en ningún momento que el objetivo primero e indeclinable era, como arriba apuntamos, conseguir que ese bien absoluto de la fe penetrara y articulara la vida entera. Con toda lógica los que niegan a la fe su valor también se inclinan a considerar esta postura absolutamente negativa. Pero esto no parece correcto, incluso cuando se contempla el modelo desde una postura ajena a la religión. Aquella Monarquía católica, que se mostró intolerante con los que se negaban a abrazar las creencias por ella sostenida y de una manera especial con los que introducían desviaciones que juzgaba peligrosas -como hacen los Estados en general con quienes de ellos se apartan- no tenía más remedio que reconocer que en la naturaleza humana existen ciertos «derechos» que han sido insertos en ella por su Creador. Son éstos los que, al desarrollarlos con más precisión, los teólogos españoles incluyeron en el que llamaban «derecho de gentes». Se diferencian de los actuales derechos del hombre y del ciudadano porque éstos pueden ser cambiados por vía de consenso o mayoritaria y aquellos no. Fueron una especie de barrera, más eficaz de lo que se pretende frente a la «razón de Estado» que somete a la moral a los intereses y conveniencia de éste otorgando dosis de libertad que a veces nos sorprenden.

Una semblanza espiritual

Como una consecuencia lógica de este planteamiento nos encontramos, en el caso concreto de la Reina Isabel, con una política muy amplia encaminada a favorecer todas las corrientes que pudieran conducir a la creación de ese producto espiritual que llamamos santidad, pues era ésta la plataforma indispensable para aquel gran proyecto que trataba de asegurar unidad y vitalidad a la fe. La abundante documentación conservada nos permite asegurar que ella siguió deliberadamente este camino. ¿Lo consiguió? He ahí la gran incógnita que los historiadores, desde sectores muy opuestos, tratan de resolver. Las relaciones personales, casi de familiaridad, con Santa Beatriz de Silva, a la que regaló los palacios de Galiana en Toledo, para que sirvieran de asiento a las Concepcionistas, nos permiten entender esta faceta. Es imprescindible describir los rasgos esenciales de su personalidad religiosa si queremos entender, en su correcta dimensión, el eje de su política.

En tres momentos distintos y trabajando desde perspectivas también diversas, tres autores eclesiásticos de muy buena preparación teológica, intentaron recoger testimonios que a lo largo del tiempo, nos ilustrasen acerca de la conciencia que contemporáneos y posteriores, tuvieron en relación con este problema. Feliciano de Cereceda, en 1946, en su Semblanza espiritual de Isabel la Católica, procuró descubrir hasta qué punto intentó la Reina llevar una vida monástica dentro del mundo, y así lo reclamó de manera especial a fray Hernando de Talavera. Diez años más tarde el arzobispo de Granada, Rafael García de Castro en sus Virtudes de Isabel la Católica intentó componer una verdadera hagiografía, sobre la base de los datos a la sazón disponibles y, en 1970, Vicente Rodríguez Valencia, en Isabel la Católica en la opinión de españoles y extranjeros hizo una recopilación de textos que venían a demostrar

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que los juicios elogiosos, desde el momento mismo de la muerte de la soberana se habían sucedido sin solución de continuidad. Es preciso llegar a tiempos más cercanos a nosotros, inmersos en las corrientes del laicismo para encontrar las versiones desfavorables.

No deja de ser significativo que Isabel naciera el 23 de abril de 1451, que era precisamente día de Jueves Santo y a las cinco menos cuarto de la tarde, cuando la Iglesia celebra la institución de la Eucaristía. En un rincón de aquella casa, que aún se conserva, y que era la suya por ser Madrigal villa de su señorío, la reina de Castilla, Isabel de Aviz y de Lancaster, portuguesa, daba a luz a aquella niña que era fruto primero de su matrimonio con Juan II. El padre estaba ausente: moraba por aquellos días en el viejo e inhóspito caserón madrileño de la Almudaina, que recordaba bien el tiempo en que fuera aún castillo de moros. Coinciden en decir, cuantos la conocieron, que esa niña, al crecer, acusaba fuertemente los rasgos de su abuela, Felipa de Lancaster, que vino de Inglaterra a Portugal para generar una porción de «altos infantes» que hicieron historia cumplida en este reino. Es verdad que también la otra abuela, Catalina, era también una Lancaster aunque de madre distinta. ¿Tendríamos, acaso, que evocar, remontándonos en el tiempo, la memoria de Eduardo III? Apenas un año más tarde, la reina daría a luz un varón, al que pusieron por nombre Alfonso.

Según el cronista oficial, Fernando del Pulgar, descendiente a su vez de conversos, Isabel llegaría a ser una mujer graciosa, de mediana estatura, blanca y rubia, de ojos claros entre azules y verdes, que miraban de frente con gran serenidad. Acostumbrada desde niña a escatimar los medios materiales, llevando siempre cuentas muy minuciosas, y trató de vivir con austeridad. Por ejemplo, aborrecía las corridas de toros que en todas partes se empeñaban en ofrecerle; contenía cualquier expresión de sufrimiento o de dolor, incluso en el parto, para el que se hacía cubrir el rostro con un velo, y absteniéndose de beber vino en una época en que se consideraba que el agua era perniciosa para la salud. Trataba de rodearse de geste honesta e imponía normas de modestia y buen hacer. Ello no obstante, recogió y cuidó de los hijos adulterinos de su marido, de la reina Juana o del cardenal Mendoza, entre otros muchos y cuando fray Hernando se lo reprochó, porque parecía dar con ello acogida a los pecados, ella le respondió que no podía dejar que «se perdiesen» frutos inocentes. Y hasta tuvo un rasgo de humor refiriéndose a los «bellos pecados de mi cardenal». Siempre la puerta abierta a la rectificación y el arrepentimiento.

No tomaba en cuenta el origen, aunque sí la religión. Tras el aborto que sufriera, Isabel se puso en manos de un ginecólogo judío, Lorenzo Badoz, a quien atribuyó luego el éxito conseguido al dar a luz al príncipe don Juan. Por vez primera un converso, Andrés Cabrera, casado con una de sus damas, Beatriz de Bobadilla, fue elevado al rango de marqués. Y cuando el Rab mayor, Abraham Seneor, se bautizó, los Reyes fueron sus padrinos, le dieron nombre de Fernando y le insertaron en la nobleza sevillana como caballero veintinuatro. En un momento en que las Cortes de Europa conocían un vendaval de sensualidad, Isabel puso su empeño en imponer en la suya, modestia, honestidad y buena conducta religiosa: las cartas de conciencia a fray Hernando de Talavera, que no estaban destinadas a la publicidad son testimonio importante de su preocupación en este sentido. Vida religiosa, sin duda, pero sin gazmoñería. Las corrientes religiosas españolas iban por la vía de la racionalidad y aceptación del mundo y no por las del nominalismo voluntarista. Personalmente la Reina mostraba, al menos hasta 1495, ese afán despierto hacia fuera. Siendo casi una niña pidió, con empeño, que la llevaran a ver las Ferias de Medina del Campo. Años más tarde, como quien gasta una broma, dijo que le hubiera gustado tener tres hijos, uno rey, otro arzobispo de Toledo y el tercero escribano en la propia Medina.

Disponemos hoy, gracias a los trabajos detenidos de Dolores Gómez Molleda, de un inventario de su biblioteca. En ésta, como puede suponerse, predominaban los libros religiosos con tres apoyaturas bien específicas: San Agustín; los trabajos salidos de la «devocio moderna», que coincidía en muchos aspectos con la reforma española, en especial el Kempis o Landulfo el Cartujano; y Ramón Lull, que según Batllori es el introductor de las corrientes del humanismo en España. Pero junto a ellos y, para sorpresa de algunos, encontramos el Libro del Buen Amor del arcipreste de Hita, las obras de Petrarca y de Boccaccio -no Il Decamerone, desde luego-, Giordano Bruno y una nutrida representación de las novelas de caballería. No hallamos a Eximenis aunque sí a don Álvaro de Luna; decididamente a Isabel no gustaban los libros que hablasen mal de mujeres.

Se trataba de una piedad serena y firme, recogida como ya dijimos, en la honda presencia de la muerte. Cuando supo, en diciembre de 1492, que Fernando había estado a punto de fallecer a manos de un payés loco, escribió, en riguroso secreto de conciencia, a fray Hernando de Talavera: «pues vemos que los reyes pueden morir de cualquier desastre, razón es de aparejar a bien morir». Y a renglón seguido hacía a su confesor dos confidencias: temor a que la muerte sorprendiera a Fernando en mala disposición de su alma «en especial la paga de sus deudas»; y de qué modo, en la noche misma del atentado, había pedido a Dios que si uno de ambos hubiera de morir, fuera ella misma, pues al esposo quedaban todavía cosas muy importantes por hacer.

De ahí, también, ciertas derivaciones en la conducta: la justicia era ejercida siempre con mano rigurosa, aunque bien medida, sin atenerse a las condiciones o calidad de la persona afectada; el convencimiento de que el deber se antepone siempre al derecho; un profundo sentido de la propia dignidad; práctica cuidadosa del ahorro y la limosna -verdaderos tesoros se vendieron por su encargo, después de su muerte, para cumplir las mandas testamentarias-; y la lealtad, con afecto muy comprensivo, hacia las personas que con fidelidad le sirvieran, como es el caso de Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Chacón o Gómez Manrique. En 1481, cuando este último servía como corregidor en Valladolid, su esposa enfermó de cuidado. Isabel le escribió: «Gómez Manrique, en todo caso venid luego, que doña Juana ha estado muy mal, y estaba mejor y ha recaído cuando le dijeron que no veníais». Es una especie de declaración de amor por cuenta de terceros.

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Los primeros quince años

Cuando Isabel nació había un príncipe de Asturias, Enrique, hijo del primer matrimonio del monarca. Como después nació Alfonso y los varones gozan siempre de preeminencia sobre las mujeres, la infanta vino a situarse en el puesto tercero de la sucesión pues se aceptaba en Castilla, aunque no con radical claridad, que las mujeres podían heredar. El ejemplo de doña Urraca era conflictivo: había reinado, ciertamente, pero sólo sobre un bando y no por mucho tiempo. Berenguela y Juana Manuel transmitieron desde el principio la función al hijo y al esposo respectivamente. Enrique, que llevaba el nombre del abuelo y del fundador de la dinastía, era desgarbado y macizo, víctima de una enfermedad, displesia eunucoide -momentos de euforia seguidos por otros de profundo decaimiento- que combinaba con una bondad que, a muchos, parecía entonces señal enhiesta de debilidad. Y, desde antes de 1452, guiado por don Juan Pacheco, marqués de Villena, que aspiraba a ser omnipotente valido, andaba en negociaciones para lograr el divorcio de su primera mujer, Blanca de Navarra, con quien se declaraba impotente, para casarse con una prima de ésta, Juana de Portugal, hermana del rey Alfonso V. Turbio episodio pues la sentencia, pronunciada por el arcediano de Alcazarén que era administrador de Segovia, sede vacante, no fue confirmada en la forma debida y hubo de celebrarse el segundo matrimonio sin la dispensa que para ello se requería.

Y en estas circunstancias falleció Juan II en julio de 1454. Puede decirse, en consecuencia, que los niños no llegaron a conocer a su padre. Éste, con la sombra de la ejecución del condestable don Álvaro de Luna sobre sus hombros, sin proceso ni sentencia, sino por una orden que él mismo directamente firmara, se fue de la vida envuelto en profunda tristeza: «ojalá hubiera nacido hijo de un labrador y fuera fraile del Abrojo, que no rey de Castilla». Así sonaban en los oídos de Isabel sus últimas palabras. Ello no obstante, el 8 de julio, había suscrito un Testamento, ley fundamental de acuerdo con la norma jurídica, en el que garantizaba señoríos con buenas rentas a esos dos hijos del segundo matrimonio y confirmaba el orden de sucesión establecido de acuerdo con la legitimidad castellana: primero Enrique, después Alfonso, luego Isabel.

Este Testamento no fue cumplido prácticamente en ninguna de sus partes. Peor aún: la reina viuda fue despojada de algunos señoríos, en especial Arévalo, buena plataforma económica, para pagar los servicios que los Stúñiga y otros grandes prestaran a los árbitros de la nueva situación. De modo que entre los dos y los nueve años de edad, Isabel, junto con su hermano, permaneció marginada en casa de su madre, rodeada de una pequeña Corte de servidores fieles, aprendiendo la dura lección de las estrecheces que la merma en los recursos ocasionaba. Y esta desdichada viuda iría perdiendo lentamente la razón. Se incubaba uno de los peores dramas en su vida recoleta: habría de descubrir con el tiempo que la locura de su madre saltaba luego a su hija Juana.

Entre estos servidores se contaban dos jóvenes, Gutierre de Cárdenas y Gonzalo Chacón, que procedían del círculo último de colaboradores de don Álvaro de Luna. A su memoria permanecieron fieles. Chacón es tenido por el autor de la Crónica del Condestable. De un modo indirecto la tarea política de Isabel enlaza con la del famoso valido degollado en la plaza del Ochavo de Valladolid. Uno de sus primeros actos, como reina, consistió en devolver al linaje de Luna, ahora entroncado con el de Mendoza, la dignidad de que se le privara. Y más tarde los restos mortales fueron extraídos del vergonzante cementerio de San Andrés de Valladolid y albergados en la gran capilla del condestable edificada con este fin en la catedral de Toledo.

Además en aquellos años de infancia y en los inmediatamente siguientes, influyeron sobre ella tres personas que se encargaron de inculcarle un sentido religioso que se iría introduciendo cada vez más profundamente en su alma. Teresa Enriquez, esposa de Cárdenas, a quien llamaron «la loca del Sacramento» por la profunda devoción que mostraba a la Eucaristía. Santa Beatriz de Silva era una de las jóvenes damas que vinieran de Portugal con su madre; un día dejó a la niña y la Corte para fundar las Concepcionistas, aunque las relaciones nunca se interrumpieron. Fray Martín de Córdoba, el dominico -habría tal vez que añadir al franciscano fray Lorenzo- redactó para ella esa especie de guía espiritual que tituló El jardín de las nobles doncellas. Son dos dimensiones a las que Isabel iba a permanecer fiel toda su vida: moderación en el gasto, traducida en un sentido riguroso del ahorro y vida de piedad que la vinculaba estrechamente con los jerónimos y los mendicantes. Dispuso de una celda en Guadalupe, desde cuya ventana contemplaba el altar mayor, detrás del cual habían sido depositados los restos del rey su hermano. Él la llamaba «mi paraíso». Guadalupe que es el modelo para Yuste y El Escorial, todos jerónimos, se convirtió en escenario en que se adoptaron disposiciones clave referidas a la libertad de todos sus súbditos.

En 1461 entramos en una nueva etapa de su existencia. Hasta aquel momento, años de infancia, podemos decir que era apenas una espectadora que comenzaba a percibir y comprender algunas cosas, muy pocas. ¿Qué noticias podían llegarle? En la intimidad de su casa las que se referían a la dolencia progresiva de su madre. Fuera estaban ya moviéndose muy graves conflictos. Anuncios de guerra civil en Navarra y en Cataluña y resistencia de la alta nobleza frente a un rey que consideraba débil, buscando su crecimiento. Es imposible que Isabel pudiera conocer algo de la trama que en torno a Enrique IV se estaba urdiendo. Ella y su hermano, en línea de sucesión, eran considerados a lo sumo como objetos en el juego difícil de la política. Aquel año, un día de otoño, mensajeros del rey -mejor diríamos de la reina- vinieron a Arévalo para arrancar los niños de brazos de su madre y llevarlos a la Corte. Un hecho nuevo, para muchos además increíble, estaba a punto de suceder: la reina Juana esperaba descendencia para una fecha próxima y era imprescindible que los dos infantes estuvieran presentes y vinculados a un acontecimiento que les desplazaban en la línea de sucesión. Doña Juana tenía serios motivos para que se pusiesen fuertemente en su mano. Pues muchos nobles negaban ya que aquel fruto fuera de Enrique IV. El marqués de Villena llegaría a hacerlo constar así ante notario.

Años más tarde, refiriéndose a este tiempo, del 61 al 67 que coincide con el fin de su infancia, la propia Isabel, impulsada seguramente por sus consejeros de confianza, emplearía términos muy duros: se la había separado de su

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madre y reducido a cautividad. La mayor parte de ese tiempo iba a transcurrir en el viejo alcázar de Segovia, que nada tiene que ver con el edificio actual. En un punto, al menos, no se equivocaba: se la había convertido en rehén o prenda para las combinaciones políticas. No pasaría mucho tiempo sin que los nobles la separasen también de su hermano: cautiverio unido a soledad. Una infanta, cercana a la sucesión, era un arma valiosa en el momento de establecer vínculos de amistad y compromiso por medio del matrimonio. Curioso detalle que otros olvidaron, pero ella no. El primer nombre que se barajó como posible marido, fue el de Fernando, hijo de Juan II de Aragón y de Juana Enriquez. No hubo propuesta formal pero, llegado el momento, pudo Isabel alegar que este príncipe, ahora rey de Sicilia y heredero de la Corona de Aragón, figuraba entre los candidatos que le fueran propuestos.

Hubo, en el caso de Juana, una segunda decepción: el 28 de febrero de 1462 nació una niña, y no el esperado varón, a la que se impuso el mismo nombre de la madre. Ello no obstante se tomaron algunas precauciones que apuntaban a consolidar el poder de la Reina. En la ceremonia del bautismo, Isabel, con poco más de diez años, fue situada entre las madrinas, teniéndola en sus brazos. De este modo se reforzaban los vínculos del parentesco. Andando el tiempo Isabel sentiría cierta obligación moral hacia esta niña, cuya legitimidad negara, pero que era víctima inocente de los enredos cometidos por sus mayores, tratando de buscar para ella un matrimonio conveniente. Con premura, además, se convocaron Cortes a fin de que Juana pudiera ser jurada como heredera. La alta nobleza, empezando por el marqués de Villena que, como dijimos, hizo levantar acta notarial rechazando que fuese legítima heredera, protestaron de que se les obligase a tal juramento. Y comenzaron a difundirse noticias calumniosas que negaban a Enrique IV la paternidad -de hecho marido y mujer vivían apartados el uno del otro- y atribuyéndosela a uno de los validos de turno, don Beltrán de la Cueva. De ahí viene el mote de «beltranica» que se empleó mucho después y al que no debemos reconocer fundamento.

Se trataba en el fondo de una batalla entre partidos políticos: los que veían la necesidad de fortalecer el poder real, estabilizando así la estructura de la Monarquía, y los que pensaban llegado el momento de limitar la potestad regia sometiéndola al control de un Consejo dominado por ellos. El marqués ganó la primera baza. Jugando con el temor de Enrique IV en relación con esta niña, logró de él una verdadera capitulación: entrega del poder a su facción, abandono de Cataluña que le reconociera como rey, pacto humillante con Luis XI de Francia con traición para los navarros, y reconocimiento del infante Alfonso como legítimo heredero con la condición inexcusable de casarse con Juana, cuando llegara el momento. Y así el infante fue separado de su hermana con la que se había criado, y entregado a los nobles, como precioso rehén. Isabel quedó sola, rodeada apenas por unas pocas damas a las que se había encargado su vigilancia, más que su servicio. En el recuerdo de la futura reina entraba la noción rigurosa de un cautiverio.

Medina es el comienzo de la libertad

El rey, empujado por su esposa que contaba con el respaldo de Portugal, acabó descubriendo los hilos de la trama. En uno de sus vaivenes de ciclotímico, trató de devolver a los Mendoza el peso principal del gobierno suspendiendo además las negociaciones en un momento en que culminaban en un documento constitucional -sentencia arbitral de Medina del Campo- que se negó a firmar. Los nobles decidieron entonces acusarle de «tiranía» procediendo a su despojo. Y en un acto, parecido a cualquier representación teatral, junto a las murallas de Ávila (4 de junio de 1465) despojaron a la efigie de Enrique de sus insignias reales y las entregaron al infante Alfonso, a quien reconocieran como heredero, sin parar mientes en su corta edad. El primer documento que este niño rey hubo de firmar -recuérdese que tenía sólo doce años- fue una conformación de la calumnia vertida contra Beltrán de la Cueva.

Es importante señalar aquí algunos extremos. Isabel no aceptó la legitimidad de los actos ejecutados en Ávila y posteriormente. En consecuencia todas las disposiciones y donaciones que se ejecutaron a nombre de Alfonso XII, fueron revisadas o anuladas. Y Beltrán de la Cueva estuvo, desde 1473, firmemente al lado de Isabel tomando parte activa en la lucha contra los partidarios de Juana que eran, curiosamente, los mismos que ahora tan cruelmente la vilipendiaban. Isabel nunca la llamó de otro modo que «hija de la reina» y fundó sus aspiraciones a la sucesión en el hecho de que Enrique IV no había podido contraer legitimo matrimonio tras el confuso divorcio y faltando las dispensas. Las luchas entre partidos políticos nos ofrecen este tipo de sorpresas y de confusión.

Castilla se había dividido: las diferencias partidistas no estaban dictadas únicamente por las ambiciones personales, como a veces nos sentimos tentados a creer; estaba en juego algo mucho más serio, esto es, la estructura constitucional que debía darse al Reino. Tal vez por eso los bandos que ahora se enfrentaban iban contando con fuerzas muy semejantes de tal modo que ninguno de ellos estaba en condiciones de imponerse al otro por la fuerza. Y entonces el ambicioso sin límites, don Juan Pacheco, marqués de Villena, que moviera la intriga desde el comienzo, acudió a Enrique IV con una proposición. Volvería a su servicio y, con él, su hermano Pedro Girón, Maestre de Calatrava, que contaba con recursos suficientes para asegurar la victoria y el sometimiento de todos los rebeldes. Había, sin embargo, una condición: Girón, maduro en edad, con varios bastardos, incumplidor de votos, gozando de dispensa, debería casarse con Isabel. Dejemos volar la imaginación hacia el campo de las sospechas: si, celebrado el matrimonio, llegaba a morir por accidente Alfonso, ¿de quien sería la corona de Castilla? Pues Pacheco no se había desprovisto del acta notarial que hemos mencionado.

Isabel, en esa primera etapa de adolescencia inteligente, estaba desolada. Cautiva en el alcázar real no le quedó otro recurso que hincarse de rodillas y pedir a Dios, desde ese jardín en que moran las nobles doncellas, que la librara de aquel amargo trance. Y el Maestre, que venía con gran séquito a celebrar la boda, enfermó en el camino y no pudo pasar de Villarrubia de los Ojos, donde murió el 20 de abril de 1466. Hubiera resultado muy difícil, en estas circunstancias convencer a la infanta, y a otros muchos de cuantos la rodeaban, de que no se trataba de un auxilio

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especial de la Providencia. Pues los sucesos se iban concatenando en forma tal, que la llevaban a un punto que al principio hubiera podido parecerle inesperado.

Pasó el peligro, pero no del todo. En 1467, al tiempo que el Papa Paulo II enviaba a España como legado a latere con plenos poderes para lograr la paz, a un veneciano, Antonio de Veneris, el marqués de Villena, que seguía en el bando de Alfonso, se apoderó de Segovia y «liberó» a Isabel que pudo de este modo reunirse con su hermano. Pero la infanta sabía a qué atenerse y antes de incorporarse a la Corte en que éste residía, exigió de los principales dirigentes un juramento, en forma solemne, de que no se la casaría contra su voluntad. Y así se ordenaron en adelante las cosas. Se la podían presentar candidatos, pues esa era prerrogativa del rey, pero en cuanto a aceptarlos, era cosa muy distinta. Recobró, durante algunos meses el solaz que para ella significaba este encuentro con el hermano. Pudo celebrar una fiesta de cumpleaños participando en la representación de «momos» que, para aquella oportunidad compusiera don Gómez Manrique.

Para que la liberación fuese verdadera y no quedara reducida a una mera palabra, había otra condición que cumplir: la entrega del señorío de la villa de Medina del Campo de acuerdo con las disposiciones testamentarias de su padre. Y ese primer viaje a Medina en calidad de señora de la misma quedó marcado en su retina por el bullicio de las Ferias. ¡Quién hubiera podido adivinar que allí mismo, treinta y siete años más tarde, en la modesta casa que formaba el quicio de la plaza mayor, apuraría el término de su existencia! allí en la plaza y no en el castillo que se asociaba a otro tipo de recuerdos menos felices que los de aquel otoño sombreado y tranquilo.

Reclama la sucesión

En Castilla, desde 1388, con la creación del Principado de Asturias, se había establecido la norma constitucional de que en la cabeza de la Monarquía existieran dos niveles, el de la soberanía que pertenece al rey y se define como «poderío real absoluto» porque no reconoce superior, y el de la sucesión ligada al título y posesión de dicho Principado. Una norma que contaba con precedentes en Francia e Inglaterra. Ambos, conjuntamente, significaban la legitimidad de ejercicio que correspondía en exclusiva a quienes contaban con la de origen que es la que Dios dispensa por vía de nacimiento. Alfonso no había tenido lugar ni tiempo para adquirirse esa condición porque los nobles, con el acto de Ávila, precipitaron y embrollaron las cosas. De modo que en este momento había dos hermanos que se titulaban reyes y ningún príncipe o princesa de Asturias. Un desastre, pensaban aquellos caballeros que permanecían al lado de Isabel, fieles a una memoria, Chacon, Cárdenas y Manrique.

De pronto sucedió lo inesperado. El 5 de julio de 1468 el jovencísimo Alfonso, que se titulaba rey, y que no había tenido tiempo ni oportunidad de casarse y generar descendencia, murió en Cardeñosa, no lejos de Ávila, última residencia de Isabel. No existen motivos serios para creer que no se trataba de una enfermedad. Los dirigentes del partido Alfonsino, y de una manera especial el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, acudieron a Isabel proponiéndola que se proclamase reina, ya que a ella correspondía sin la menor duda, la legitimidad. No sabemos qué ideas pasaron por la cabeza de la joven infanta en aquellas primeras horas, de modo que los propósitos que algunos historiadores le atribuyen de acuerdo con ideas y tendencias preconcebidas, no pasan de ser suposiciones sin fundamento. Lo único que sabemos con certeza es que ella rechazó el título de reina pero reclamó para sí la sucesión con el Principado de Asturias. Afirmaba de este modo dos cosas: que le asistía, en exclusiva la legitimidad pero después de Enrique IV, su hermano, a quien debía ser devuelta la obediencia. Abría, de este modo, un único camino: negociar.

Ahora bien: si a ella correspondía la sucesión, era preciso admitir que Juana carecía de tal. Isabel no optó por la vía dramática de denunciar el adulterio; sabía, entre otras cosas, que resultaba un argumento espinoso y difícil. Se trataba, pues, mediante negociaciones, que don Enrique reconociera que la niña, ahora con seis años de edad, no era hija legítima ya que él «no estuvo ni pudo estar casado legítimamente» con doña Juana porque la nulidad del primer matrimonio, incoado por un simple administrador apostólico nunca había sido confirmada por la Sede romana a quien correspondía otorgar las oportunas dispensas.

Y allí estaba ahora el legado apostólico Veneris con poderes suficientes para confirmar o negar tales hechos. De este modo se dejaba a salvo el honor del rey y, con cierta habilidad, se rehuía el espinoso tema de decir quién era el padre biológico. Sobre esta base se podía alcanzar alguna clase de acuerdo de indemnización que liquidase la guerra civil.

En este momento el marqués de Villena, gran embrollón político, atento apenas al ejercicio del poder por su parte, vuelto al servicio de Enrique IV, propuso a éste, con toda clase de reservas, un plan verdaderamente maquiavélico. Se podía reconocer a Isabel como sucesora, obligando así a la sumisión de todos los que estaban dispuestos a reconocerla, exigiendo la condición de que se casaría con quien se le indicase. Tal indicación iría en favor de Alfonso V, el hermano de la reina Juana. Al mismo tiempo se casaría a la hija de ésta con su primo Juan, heredero de Portugal y de este modo el uno en pos del otro vendrían a reinar en Castilla haciéndose reina, a largo plazo, a la mal llamada «beltranica». Don Enrique aceptó. Pacheco no era en modo alguno partidario de respetar la libertad de las mujeres.

En este momento crítico estalló el escándalo. Se pidió a la reina Juana, que fuera entregada como rehén a los Fonseca, que retornara a la Corte a fin de asegurar el compromiso de todas las partes. Pero ella, que tantos disgustos y casi torturas padeciera en su vida sexual, tenía ahora un amante, Pedro de Castilla, nieto del rey don Pedro, a quien se encargara su custodia, y se hallaba ahora en el sexto mes de embarazo, una condición que ni siquiera las vestiduras de entonces podía ocultar. Se descolgó por una ventana del castillo en donde moraba y, en compañía de su mancebo, fue a buscar refugio precisamente en casa de don Beltrán de la Cueva porque los Mendoza eran ahora custodios de su primera hija. Mayor numero de escabrosidades difícilmente podía hallarse. No tardó en nacer un niño al que se puso nombre Andrés; luego vendría otro, llamado Pedro como su padre. Andrés y Pedro, recuérdese, son los apóstoles

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hermanos. Para Enrique IV llegó la hora del derrumbamiento. Para el legado Veneris la de la decisión: que Isabel fuera princesa de Asturias era la única solución viable.

De este modo se llegó a un acuerdo personal, anulando los anteriores, que Enrique e Isabel, estando en Cadalso y Cebreros respectivamente, firmaron el 18 de octubre de 1468, mediante el cual se fijaban los actos de obediencia y reconocimiento que, en presencia del legado, iban a ejecutarse al día siguiente en la explanada de Guisando, delante del monasterio jerónimo. Se liquidaba la guerra civil, volviendo todos a la obediencia debida a don Enrique. Isabel fue reconocida como princesa de Asturias, entregándosele el señorío con sus rentas. Veneris declaró nulo cualquier juramento que se hubiese podido prestar en relación con el asunto de la sucesión. Isabel se incorporó a la Corte. Unos días más tarde, al llegar a Casarrubios del Monte, Enrique IV firmó y entregó una carta, cuyo original conservamos, en que se decía que el reconocimiento de Isabel era imprescindible para que no quedara el reino sin herederos de legitimo linaje. Afirmación contundente: el propio rey declaraba a Juana, la niña, ilegítima. La madre de ésta mantuvo su concubinato, refugiada en tierras de los Mendoza. No se cumplió en consecuencia la cláusula que disponía devolverla a su reino de Portugal. Pero tampoco se tomaron las debidas precauciones para ocultar el «deshonesto vivir» en que se hallaba inmersa. Con lo que aquellos Mendoza comenzaron a sentir escrúpulos.

Isabel escoge a Fernando

Ninguna cosa temía tanto el marqués de Villena como el retorno de los «aragoneses», entre otras razones porque los señoríos que constituían su plataforma de poder procedían del despojo que con los infantes se practicara después de 1445. Otros miembros de la alta nobleza castellana compartían esos mismos temores; los despojos de los últimos veinticinco años, y los que se continuaban estaban pesando como una losa sobre sus hombros. No sabemos en qué momento llegó Isabel a la decisión de que el único matrimonio para ella conveniente era, sin duda, aquel primero de que se hablara en tiempos de niñez: Fernando, hijo heredero de Juan II de Aragón. Desde luego antes de que concluyera el año 1468 ya era firme su voluntad: «me caso con Fernando y no con otro alguno» dijo a Cárdenas en presencia de Chacón. Había para ello tres razones muy poderosas: era el medio de unir ambas Coronas haciendo de España una sólida potencia; había paridad en los años de vida y en la educación que una y otro recibieran; tratándose de dos bisnietos de Juan I, se consolidaba la dinastía. Si en Castilla no se hubiera admitido el derecho de las mujeres a reinar -ya hemos indicado las dudas existentes- Fernando aparecía como primero en línea de varón. Así pensaba entonces Alfonso Carrillo que trabajaba a las órdenes de Juan II y proponía que se le reconociera como rey en propiedad.

Esto destruía el plan secreto de Pacheco, el cual había olvidado el juramento exigido por Isabel en Segovia de que no se la casaría contra su voluntad. Montó en torno a la princesa un verdadero cerco, comenzando por dejar de cumplir una de las condiciones esenciales de Guisando: las Cortes, reunidas en Ocaña, se disolvieron sin haber prestado el juramento que como a sucesora le correspondía. Isabel pudo decir que estaba cumpliendo los compromisos, a diferencia de lo que con ella se hacía: pues entendía que su elección, libre, sería entre los candidatos que por el rey le fueran propuestos y Fernando, que todos se empeñaban en olvidar, era el primero de la lista. Por otra parte los que se le ofrecían, Alfonso V, el duque de Guyena, y de lejos también Ricardo de Gloucester, el siniestro jorobado del drama de Shakespeare, eran muy poco convenientes para el futuro de la Monarquía. Amparada en estas razones, y usando de su iniciativa, pudo llevar adelante por medio de Cárdenas, su plan de matrimonio. Cuando se firmaron las capitulaciones de Cervera (7 de marzo de 1469) quedaba claro que ella sería titular de la corona, despejándose así la cuestión del derecho femenino, y ejercería las funciones correspondientes. Insistamos en la importancia de este documento. En adelante será ley fundamental en Castilla -todavía no en la Corona de Aragón- que las mujeres pueden, llegado el caso, ejercer la potestad real. No basta con que transmitan sus derechos.

Fernando, mezclado en el séquito de una embajada que Juan II enviaba a Enrique, entró en Castilla. La boda se celebró y consumó en Valladolid el 19 de octubre de 1469. La consumación se hizo pública mediante la ceremonia de exhibición de la sábana, que Enrique IV suspendiera. Había sin embargo un punto débil: aunque Veneris «estaba en todo» faltaba la dispensa en la forma debida que aún tardaría tres años. Y esto era conocido por los enemigos de los príncipes. Antes y después de la ceremonia, éstos se dirigieron a Enrique IV destacando en todo momento su fidelidad. No registramos en esto la menor vacilación. En medio de la literatura panfletaria de un lado y otro -se habían incumplido por parte del rey los acuerdos, se empleó una bula falsa en el matrimonio, Isabel había tenido que escapar de un cautiverio- nunca Fernando e Isabel mostraron la menor duda acerca de la legitimidad de Enrique IV a quien querían obedecer y servir como fieles sucesores. Durante cuatro años trabajaron con denuedo en dos direcciones: que no se les considerase como rebeldes y que, al cabo, se produjese una reconciliación, como era justo, entre el monarca y su sucesora. Tanto el Principado de Asturias como el señorío de Vizcaya, piezas esenciales dentro del patrimonio real, ofrecieron desde el primer momento a Isabel su obediencia.

La reconciliación

Enrique IV mostró al principio una actitud vacilante; no se sabía si iba a reconocer o no los hechos consumados. Para algunos linajes como Pacheco, Stúñiga o Pimentel, el matrimonio auguraba las peores perspectivas: retornaban los «infantes de Aragón» y con ellos la revisión de los despojos. Convencieron a Enrique IV que con su conducta, Isabel había perdido los derechos de herencia que en Guisando se le reconocieran. En realidad la princesa había desmantelado el proyecto que permitiera a Pacheco obtener la sumisión del monarca a tales actos. Pero la desobediencia no devolvía a Juana la legitimidad que en Cadalso y en Casarrubios del Monte solemnemente se le negara. Por ello, sin preocuparse mucho por las contradicciones en que incurría, el marqués de Villena propuso a Enrique IV celebrar un acto constitucional del mismo rango que el de Guisando que estableciese la nueva legitimidad. No podía contar con la presencia del legado ni, tampoco, con la de toda la nobleza sino únicamente de

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sus partidarios. Se trataba de que el rey y la reina, ahora reunidos, declarasen bajo juramento que Juana era su hija legítima y por tal la tenían. Había un inconveniente serio pues la señora era ya madre de un hijo que no podía negar era fruto de su adulterio con don Pedro de Castilla. A este amor de su vida, compensación de tantas decepciones y amarguras, doña Juana no estaba dispuesta, en modo alguno, a renunciar.

El acto tuvo lugar en Val de Lozoya el 26 de octubre de 1470, siendo la principal autoridad eclesiástica en él representada un obispo francés, embajador de Luis XI, parte también interesada en el asunto. Y a la hora de señalar matrimonios para aquella niña que había cumplido ocho años, se mencionaron al duque de Guyena o al tío, Alfonso V de Portugal, ambos declarados inconvenientes para el reino por Isabel y separados de la posible novia por un montón de años. Las repercusiones fueron muy escasas y, en conjunto, negativas. Mientras tanto los Príncipes de Asturias lograban descendencia, también femenina, que acabaría siendo reina de Portugal. Pocas repercusiones tuvo aquella ceremonia, carente del resorte esencial, la autoridad del Papa. El país volvía a dividirse en dos bandos pero no se llegó a una guerra civil porque Fernando e Isabel, afirmando su propia legitimidad en la sucesión, no incurrieron en el dislate de negar la que correspondía a Enrique. Se trataba de criterios objetivos que Dios señala por vía de nacimiento.

En aquellas que fueron, sin duda, sus horas más bajas, demostraron los príncipes que sabían actuar con cautela y prudencia, seguros de que el tiempo trabajaba a su favor. Poco a poco ciudades y nobles, e incluso los judíos, se iban sumando a su causa porque veían en ella la garantía de una paz. En Roma se producía entonces un relevo: Sixto IV (Francesco della Rovere) ascendía al solio apoyando su mano diestra en un cardenal de origen valenciano, Rodrigo Borja. La primera y más importante de las decisiones consistió en confirmar todo cuanto Veneris hiciera en su legación. Naturalmente se dispuso de inmediato la redacción de la dispensa que Fernando e Isabel necesitaban para tranquilizar su conciencia matrimonial. Era la base de partida para un amplio programa de pacificación. La Iglesia necesitaba de España como una de sus principales bases en la defensa dl Mediterráneo frente a los turcos.

Rodrigo Borja viajó a España con poderes de cardenal legado, poniendo en manos de los príncipes la bula de dispensa y buscando para ellos el reconocimiento de todos los sectores. No pudo conseguir que Alfonso Carrillo y Pedro González de Mendoza, premiado con el capelo, se reconciliasen pero sí logró que todo el linaje guadalajareño se sumara a un programa con el que Isabel estaba conforme: mientras viviera Enrique la obediencia sería para éste; después de su muerte todos servirían a la princesa. Un documento, precioso, que guarda la Academia de la Historia, establecía, para ahora y después, una alianza estrecha entre Isabel y el futuro Papa. Muchas cosas iban a producirse como consecuencia de tal acuerdo. Faltaba sólo una cosa: que Enrique diera un abrazo cordial a sus hermanos.

Esta gestión de Borja, que significaba, en definitiva, que el Vicario de Cristo optaba por los Príncipes como garantía de legitimidad en la sucesión, fue rematada brillantemente por un converso, Andrés Cabrera, que contaba también con el respaldo de Abraham Seneor y de la comunidad judía, y por la esposa de aquél, Beatriz de Bobadilla, dama de Isabel como ya indicamos en otro tiempo. Ellos convencieron a don Enrique, ahora abandonado definitivamente por su esposa, de la necesidad de operar una reconciliación: se podía compensar a la niña Juana con un «matrimonio conveniente», en este caso el hijo del infante don Enrique, primo por consiguiente de Fernando, y miembro por su madre del linaje de los Pimentel. Pues, por sus relaciones familiares este don Enrique «Fortuna» estaba destinado a ocupar grandes oficios dentro del reino. Y, en efecto, llegaría a ser virrey en Valencia y luego en Cataluña. Pero un virrey está solo un peldaño por debajo del rey.

Bajo estas condiciones, en las navidades de 1473 pudo Isabel ser llevada a Segovia en donde residía el monarca. Los dos hermanos se abrazaron, cenaron, cantaron y bailaron juntos. Fue una señal clara de que se había producido la reconciliación. Luego vino Fernando a prestar homenaje a su cuñado y los tres pasearon juntos por las calles de Segovia, llevando el rey las riendas del caballo que montaba la princesa. Era un signo ostensible a la vista de todos, de que se la reconocía en esa «sucesión» que desde 1468 ya ostentaba. Cuando Enrique regresó a Madrid y a su querido refugio de El Pardo, Isabel permaneció en posesión del alcázar de Segovia, cuya alcaldía ostentaba Cabrera. En este momento, enero de 1475, Enrique IV mostraba ya las claras señales de la que sería su última enfermedad. Sus gestos, en los últimos meses fueron correspondientes a un esfuerzo postrero de pacificación. Y, con muy pocas excepciones, la alta nobleza se sumó con su obediencia a los príncipes. Así, cuando llegó la noticia de la muerte del rey, acaecida en Madrid el 12 de diciembre de 1474, Isabel, ausente su marido, pudo organizar en Segovia los solemnes funerales por su hermano y, luego, en la plaza mayor, ser proclamada. Todo había sucedido de acuerdo con la costumbre castellana. Pero había una novedad. Ahora una mujer empuñaba el cetro, ceñía la corona sin intención de transmitirla a nadie.

Monarquía dual

Asuntos muy importantes relacionados con la frontera del Rosellón hacían que Fernando estuviera ausente en sus reinos patrimoniales. Aunque apresuró su vuelta pasaron muchos días antes de que, en la tarde del 2 de enero de 1475 pudiera hacer su entrada en Segovia. Durante ellos no faltaron consejos de las personas más allegadas y también de otras que se dirigieron al nuevo rey por escrito, tendentes a despertar en él un estado de inquietud: tantas prisas de la reina podían interpretarse como voluntad en los consejeros de ésta de apartar al marido de las responsabilidades del poder. El reencuentro entre los esposos, que no habían conseguido aún un segundo vástago, fue un tanto rijoso. Pero en la intimidad que sólo a ambos atañía, pudo Isabel convencerle con un argumento muy sencillo: si se invocaba la preferencia masculina se privaba a la niña, hija de ambos, de un derecho; y ¿cómo podían estar seguros de que Dios les daría un varón? Estaba en juego el futuro de toda la Monarquía destinada a unirse para formar la nueva Corona.

Se encomendó a los dos más eminentes eclesiásticos, el cardenal don Pedro González de Mendoza y el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, fuertes enemigos políticos, que redactasen un documento que, cara al futuro, resolviese la

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ardua cuestión, ya que entrañaba alguna importante novedad. Esta fue la llamada sentencia arbitral de Segovia (15 de enero de 1475) que podemos considerar como una especie de anti-ley sálica para uso castellano, aunque no tardarían los monarcas en insistir que también los otros reinos la hicieran suya. Afectaba a la constitución de la Monarquía. Se reconocía que en la descendencia directa de un rey el varón tiene primacía sobre las hermanas, pero faltando éste, la mayor de las mujeres pasaría a ostentar la sucesión y, andando el tiempo, el poder real. Esto permitirá a Juana retener frente a Felipe una condición que éste deseaba arrebatarle. No se trataba de servir a ninguna ambición política sino a demostrar que este pequeño paso en favor de la mujer era bueno para la Monarquía. El principio permanecería inalterable hasta la época de Felipe V en que también se aplicó en España el principio francés.

Llegado el 28 de abril de aquel mismo año, Isabel extendió un documento que otorgaba a Fernando los mismos poderes que ella poseía para el gobierno del reino. En otras palabras, Fernando no iba a ser un consorte sino plenamente un rey. Juntos o por separado, uno y otra ejercerían las funciones dimanadas del poderío real absoluto. En 1480, después de haber tomado posesión de sus reinos patrimoniales, Fernando, en Calatayud, extendería un documento del mismo corte en favor de su esposa. Monarquía dual. Esta es, probablemente, la definición más acertada que en este caso podemos emplear. Todo ello molestaba a muchas personas que, en el siglo XV, se movían dentro de un fuerte debate en que se discutía la capacidad y virtudes de la mujer, aquellas que recordaban con insistencia que por Eva había entrado el pecado en el mundo y que se sentían inclinados a perdonar la infidelidad en el varón aunque no en la hembra.

Alfonso Carrillo quedó seriamente defraudado. Era cosa extraña -así lo explicaba Alfonso de Palencia- que una mujer pudiera ejercer funciones que, por naturaleza, corresponden al varón. Pero, además, venía en la sentencia un triunfo de sus enemigos los Mendoza. Él, a quien tanto debían los Príncipes, víctima a su juicio de negra ingratitud, iba a demostrarles que era el «verdadero fabricantes de reyes». Y se pasó al enemigo reconociendo y defendiendo los derechos de Juana que antes, con tanto ahínco, combatiera. Fracasó, naturalmente, y hubo de acogerse finalmente a una clemencia sorda que le permitió gastar en silencio los últimos años de su vida como simple arzobispo de Toledo. Ninguna represalia fue tomada: bastaba con el profundo dolor de su fracaso.

De los grandes linajes, sólo dos, Pacheco y Stúñiga acudieron a colocarse a las órdenes de Alfonso V de Portugal, a quien los Papas negaron la dispensa que necesitaba para el matrimonio. Peor aún: los herederos de Álvaro de Stuñiga, duque de Arévalo, nacidos de un primer matrimonio, se colocaron a las órdenes de Isabel. Y Beltrán de la Cueva sacó de sus armarios lo que había de más precio para venir, «de punta en blanco», al ejército de Isabel. ¿Qué quedaba pues de la leyenda de la «beltranica»? Ni siquiera una guerra civil puesto que al cabo de pocos meses, rendidas las lanzas, los linajes rebeldes acudieron solicitando la reconciliación. Isabel mostró uno de los rasgos de su carácter: pidió a Stúñiga la renuncia a Arévalo, arrebatada injustamente a su madre la reina, pero dió por ella una indemnización solicitando del marqués una previa declaración de que la consideraba suficiente.

Más que de una contienda civil debemos hablar de una «guerra de sucesión», pues la cuestión, desde el punto de vista de Alfonso V, se resumía en estos términos: si Castilla y la Corona de Aragón se unían Portugal sufriría un enorme perjuicio convirtiéndole en parcela minoritaria dentro de la Península. Militarmente la cuestión se resolvió el 1 de marzo de 1476 cuando los castellanos quedaron dueños del campo en la batalla de Peleagonzalo, a la vista de Toro. «Divina retribución» para el revés que significara un siglo antes Aljubarrota; así lo vio el bachiller Palma. Afortunadamente para ambas partes la victoria no fue tan contundente que empañara el honor caballeresco del heredero de Portugal aquel don Joao que llamaran los suyos «o príncipe perfeito».

Los rebeldes, altos, medianos y bajos, que vinieron a ofrecer sumisión, fueron recibidos con un criterio bien estudiado de clemencia que nos demuestra la habilidad política con que operaban. Cerraron la contienda interior sin represalias, otorgando compensaciones generosas para cualquier devolución que hubiera de hacerse al ser fruto de los tiempos revueltos desde 1465. Y de este modo consolidaron a esa primera aristocracia -los «grandes» como se les llamaba ya entonces- convirtiéndola en una fuerte elite política y social, a la que debían encomendarse las altas misiones de gobierno, en paz y en guerra, así como la influencia social decisiva para conseguir ese imperio de las virtudes humanas que se englobaban dentro del «espíritu de la caballería». Esto es, precisamente, lo que los conquistadores de las generaciones siguientes llevaron a América: un patrimonio que podemos condensar en dos términos, el caballo y el Padre nuestro. Es lo mismo que uno de los jóvenes combatientes de esta guerra, destinado a ser el último caído en ella, Jorge Manrique, sintetizará en el juicio con que quisiera que su padre fuese recordado: -«Qué amigo de sus amigos; qué señor para criados y parientes; qué enemigo de enemigos; qué Maestre de esforzados y valientes».

Distribuir el horizonte

No bastaba con liquidar por medio de las armas aquella guerra. Era preciso despejar las brumas entre los dos reinos peninsulares, volviendo las cosas al punto satisfactorio -ni revisión de fronteras ni obstáculo a las relaciones humanas y económicas- en que se situaran en 1428. Aquí la intervención personal de Isabel, hija de portuguesa y que no necesitaba de intérprete para hacerse entender, resultó más decisiva que la de su marido. Tomó la iniciativa, coincidiendo además con una nueva ausencia de Fernando que había tenido que viajar a Zaragoza para posesionarse de la herencia de su padre. Invitó a su tía Beatriz, la duquesa de Braganza, al castillo de Valencia de Alcántara y allí, de mujer a mujer, hablando en la lengua portuguesa cargada de melismas, examinaron con detenimiento todos los problemas. No se trataba de innovar sino de restablecer aquella vieja amistad haciéndola más fuerte. El cardenal Mendoza quedó admirado ante la prudencia y habilidad con que la Reina supo desenvolverse Ante todo, dijeron, nada de cambiar los mojones que marcan las fronteras desde los años viejos de Alcañices. Más aun cuando los portugueses vinieran a estos reinos o los súbditos de Isabel viajaran a Lisboa o a cualquier otra ciudad de Portugal, debían tener conciencia clara de que serían tratados como los propios súbditos. En plena guerra los monarcas españoles ya habían

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establecido seguro y salvoconducto para los mercaderes lusitanos que frecuentaban las Ferias de Medina del Campo. Siempre este espejo para el reflejo de la actividad económica.

Los tratados que entonces se esbozaron y que acabarían firmándose en Alcaçobas y Toledo dentro de este mismo año y en los meses siguientes, tuvieron que ser múltiples porque cuatro eran los problemas que, por separado, era preciso resolver, y un poco por este orden. Ante todo liquidar la guerra civil, obstáculo para que renaciera la amistad, evitando represalias. Los juanistas exiliados podrían regresar recobrando los bienes que, en justicia, fuesen de su propiedad. Bien entendido que todas las donaciones efectuadas entre 1464 y 1474 tenían que ser revisadas porque el supuesto reinado de Alfonso XII había sido declarado ilegítimo. La misma condición se estaba ya aplicando a los fieles a Isabel. Algunos de los exiliados prefirieron, por esta causa, seguir en Portugal, donde esperaban gozar de mayor protección.

Beatriz e Isabel tuvieron que preguntarse: ¿qué hacemos con Juana? De los dos hijos de la difunta reina -en los documentos se les menciona como don Andrés y don Apóstol- ya estaban al cuidado de la Corte e iban a ser atendidos. Al principio Isabel propuso que se devolviera a Juana al punto en que estaba antes de que comenzara la aventura. Partía del acuerdo establecido en 1473 con Enrique IV, esto es, un matrimonio conveniente. El «Fortuna» no estaba disponible pues se había casado desconfiando de aquellas promesas. Y entonces la reina, que no podía olvidar que era una de sus madrinas, hizo una propuesta sorprendente: concertar el futuro matrimonio de «la muchacha», que tenía diecisiete años, con el príncipe de Asturias, que aún no había alcanzado los dos permaneciendo ambos en tercería, dentro de Portugal, bajo custodia de Beatriz, lo mismo que debería hacerse con la infanta Isabel y el príncipe Alfonso de Portugal. Muchos desconfiaron, no sin razón, pues se abría una incógnita a plazo largo. Como mínimo tendrían que pasar quince años. ¿Entre tanto...? Se fijó una muy fuerte compensación económica para el caso de que la boda no llegara nunca a celebrarse.

En este momento la joven, víctima de tantos juegos políticos, tuvo un gesto de dignidad que muchos biógrafos y ensayistas posteriores no entendieron pero que la documentación abundante permite establecer: no sería por más tiempo pieza de intercambio de que otros disponen. Anunció que su voluntad estaba en retirarse a la vida religiosa. Isabel estalló: ahí estaba el engaño porque yéndose a un monasterio podía en cualquier momento resucitar el conflicto. Nunca faltarían torcidos políticos dispuestos a valerse de ella. Fray Hernando de Talavera, el jerónimo confesor que guiaba la conciencia de la soberana, intervino decisivamente: no se puede impedir ni frustrar, dijo, una vocación religiosa, de modo que Juana tenia derecho a pasar su noviciado y formular los votos canónicos en la forma debida. Enfurruñada, Isabel murmuró: bien, pero hasta entonces que se demoren las cosas y que el Papa extienda un documento que garantice la legitimidad de tales actos y que no haya engaño. A doña Juana, ya monja, que no podía ser titulada infanta ni princesa, los portugueses le otorgaron el título de Excelente Señora y de esto ya nadie protestó. Era, sin duda, hija de reina, sobrina y prima de rey lo que la situaba en tierra propia.

La tercera cuestión se refería al restablecimiento de las condiciones de amistad entre los dos reinos. Podemos recurrir a una imagen que gustaba mucho a los poetas de entonces: «poner su amor en uno». No era nueva la fórmula de sumar linajes en una sola dinastía. Los buenos resultados que se registraban en el caso de Portugal empujarían a los Reyes Católicos a hacer de los matrimonios eje esencial para su política europea, lo que traería consigo no pocos inconvenientes. Pero en 1479 lo que se acordó fue el enlace entre dos primogénitos, Alfonso, nieto de Alfonso V, e Isabel, que llevaba el mismo nombre de su madre y de su abuela. Los dos niños fueron entregados a doña Beatriz en custodia de tercería. Pudo decirse entonces que, al educarse juntos, surgió en ellos el amor. Aunque luego, deshechas las tercerías, cada uno volvió a su casa, pudieron celebrarse las bodas (1488) y se las rodeó de todo el entusiasmo de la novelas de caballería. La popularidad de la joven Isabel en Portugal llegaría a ser muy grande. De este modo la fórmula política, envuelta en el romance, pudo alcanzar una eficacia mucho mayor de la que nadie había supuesto. Hasta 1640 la unidad en muy diversos aspectos, preside las relaciones entre Castilla y Portugal.

En relación con las navegaciones en el Atlántico se repitieron las condiciones que estuvieran vigentes desde 1428: Castilla reconocía el monopolio portugués sobre las rutas africanas más allá del cabo Bojador, reservándose en cambio sus derechos sobre Canarias y sobre un breve andén litoral, desde dicho cabo hasta el de Nun, ventana de acceso a las cabeceras de las caravanas que traían el oro, a través del Sahara, desde el ignoto centro del Continente. Por eso se ha llamado, hasta nuestros idas, Río del Oro a esa pequeña zona. En el fondo se iba más lejos, hacia una distribución de las misiones a ambos reinos encomendadas: Berbería de Poniente para Portugal y la de Levante, como era ya costumbre, para la Corona de Aragón a la que ahora se sumaba Castilla. Nadie pareció preguntarse entonces por las posibles rutas del oeste, siempre que se mantuvieran dentro de los límites marcados por el paralelo del cabo de Bojador. Pero Cristóbal Colón, que llegara entonces a Portugal, sí tomó nota: siendo la tierra una esfera, como los astrónomos del tiempo unánimemente afirmaban, un barco que fuera capaz de navegar hacia poniente, sin tregua, acabaría topándose con las costas de China o del Japón, imperios de los que se tenía noticia gracias a Marco Polo.

Semblanza de Fernando

Ahora Fernando estaba adquiriendo ya el principal protagonismo. Era rey, V de este nombre, en Castilla y, también, II en la Corona de Aragón. De este modo se había consumado la Unión de Reinos en una sola Monarquía. Durante algunos años no habrá más que un Consejo Real, adherido a una soberanía. Resulta sumamente difícil establecer diferencias en la conducta de marido y mujer, y mucho más cuando se trata de asuntos que afectan a la defensa y expansión de la fe, pues ellos advirtieron a cronistas y notarios que les presentasen siempre como unidad. Tras la muerte de Isabel, en 1507, y dentro de un informe al Consejo de Inquisición que ha publicado Pérez Villanueva, refiriéndose a la persecución contra los conversos, Fernando llega a decir que si las acusaciones formuladas contra los judaizantes «nos las dijeran del Príncipe nuestro hijo, hubiéramos hecho lo mismo». Las fuentes se muestran

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absolutamente unánimes: el rey abrigaba la convicción profunda de que la Inquisición era indispensable y por eso quería dotarla de la misma eficacia que en Castilla en sus estados de la Corona de Aragón. Algunos de sus coetáneos y también de los investigadores modernos señalaban ya una consecuencia: el refuerzo de las dimensiones de poder en el gobierno central en detrimento de las viejas costumbres de cada reino.

Hombre de mediana estatura, moreno y de barba cerrada y resistente al filo de la navaja, vestido siempre con modestia aunque usando paños de especial calidad, no cabe duda de que Fernando, sin alterar las leyes, usos y costumbres de cada reino, trabajó con denuedo para incrementar el ámbito del poderío real, correspondiente a la Corona. Si no hay diferencia entre él y su mujer, en la afirmación de la fe católica, sí la encontramos en algunos aspectos de su conducta, acomodada a ciertas dimensiones permisivas del tiempo: pues las relaciones extramatrimoniales eran contempladas con especial y cínica condescendencia en el caso de los varones. Antes de su matrimonio había tenido dos hijos bastardos, Alfonso, que sería arzobispo de Zaragoza, y Juana, que llegaría a convertirse en duquesa de Frías. Parece, por noticias indirectas un tanto vagas, que tampoco después de la boda guardó exquisita fidelidad, despertando los celos de su esposa. Pero todo ello con tanta discreción que no aparecen huellas visibles en la abundante documentación conservada. En su forma externa se produjo, pues, un equilibrio. El título de Católico fue asumido con plena conciencia. Las relaciones sexuales con su segunda esposa, Germana de Foix, fueron, según parece, bastante intensas.

Al convertirse en rey de Castilla -insistamos en recordar que tuvo en ella pleno ejercicio de su poder- aumentaron los recursos materiales que pudo emplear en su política dentro de la Corona de Aragón. Una leyenda que los poetas áulicos recogieron con mucha complacencia, le identifica con el misterioso murciélago que, emergiendo de la noche, estaba destinado a ser el príncipe restaurador de la Cristiandad, liberando Granada y retornando a Jerusalem. Dos objetivos que en cierto modo alcanzó ya que pudo usar el titulo de rey de Jerusalem y verse reconocido por los Sultanes de Egipto en la protección de los Santos Lugares. De hecho el programa fundamental de su política exterior, como ya señalara Doussinague, estuvo formado por la lucha contra el Islam, que debía proporcionarle un dominio sin alternativas en el Mediterráneo occidental. Camino de especias o camino de islas, como han propuesto algunos historiadores recientes llamarla, la Corona de Aragón recordaba una estructura semejante a la del antiguo Imperio romano. El mar constituía el centro, en cuyo torno se iban ordenando los reinos. Según ciertos escritores cortesanos, Fernando aspiraba a que su poder fuese reconocido como la única «señoría mayor» en ese ámbito que abarcaba de una a otra península. Por eso, algunas veces se empleaba en relación con él un calificativo, Majestad, que no le correspondía, pues su título oficial era el de Alteza.

Recordemos que el título romano Majestad, que significa mayoría absoluta, estaba reservado hasta entonces a los emperadores. Formaba paralelo con el Sumo Pontificado atribuido al obispo de Roma, ya que ambos ejercían autoridad suprema, temporal o espiritual, sobre toda la Cristiandad. Los seis reinos que formaban entonces la Unión, a los que se agregarían después de 1506 Nápoles y Navarra, conservando sus usos y costumbres y toda su estructura institucional, formaban ahora una comunidad política que se definía como reiteradamente hemos indicados por el hecho de que sus miembros habían recibido el bautismo y tenían reconocido el status de libertad. Había sólo una razón de semejanza respecto a las dos otras comunidades, judía y musulmana, autorizadas a residir en el territorio pues también éstas se administraban según sus costumbres y, de puertas adentro, sus miembros gozaban de la misma libertad. Eran, en definitiva, una propiedad directa del rey que cobraba a cambio del permiso de residencia. Una situación que no se daba, excepto en Turquía, en ningún país musulmán. Por ejemplo, en el reino de Granada no había ninguna iglesia cristiana. Y en toda Europa, con muy pequeñas excepciones, el permiso de residencia estaba ahora suprimido.

STATUS DE TOLERANCIA

Insistamos: en esta Monarquía dual, construida bajo los esquemas de un «máximo religioso», se había llegado a establecer una identidad completa entre «natural», «súbdito» y «bautizado». Un cristiano de distinto país podía ser aceptado como súbdito por disposición real. Y un judío o musulmán nacido en el reino se incorporaba plenamente a él cuando recibía el sacramento. Por eso en el decreto de 31 de marzo de 1492, que suspendía el permiso de residencia de los judíos, fue firmado únicamente por los Reyes, sin que tuvieran que intervenir las Cortes u otra institución. Bastaba con darles un plazo para que escogiesen el bautismo o, recogiendo sus bártulos, se fueran.

De todas formas las cosas no eran tan sencillas como aquí las exponemos. En el trato con las comunidades «infieles» había una diferencia entre España y el resto de Europa que databa de fines del siglo XI, tras la reconquista de Toledo. Pues el status de judíos y musulmanes, aunque jurídicamente era tan solo de tolerancia -y es bien sabido que sólo se tolera lo que no resulta deseable- estaba aquí garantizado por disposiciones legales dictadas por el monarca y aseguradas por las Cortes, las cuales pueden llamarse privilegios en el sentido estricto de ley privada. Los judíos no pagaban los impuestos directos de los ciudadanos, aunque sí los indirectos, porque sobre ellos pesaba la capitación. No podían acceder a la propiedad rústica, aunque sí a la urbana, ni ejercer oficios que requirieran la pertenencia a una corporación. Algunas veces les hallamos en posesión de fincas, pero se trataba en este caso de garantías de deudas. La propiedad mueble nunca les fue negada.

Resumiendo lo que hemos tratado de explicar hasta aquí llegamos a la conclusión de que los Reyes Católicos se situaron en el extremo opuesto al que iba a recomendar Bodin: no aceptaban que la Corona fuese simplemente árbitro de diversas confesiones religiosas, situándose por encima de éstas, separando la condición de súbditos de la pertenencia a una Iglesia. La nueva Monarquía se declaraba esencialmente católica y no aceptaba como súbditos, reconocidos en los tres derechos humanos naturales, a quienes no lo fueran. No hay diferencia a este respecto con los principados luteranos, si bien en el caso de la Monarquía española la iniciativa no correspondía al soberano temporal

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sino al Vicario de Cristo, a cuya autoridad espiritual se declaraba sometido. En otras palabras no correspondía a la Corona decidir la fe que debían compartir sus súbditos -nunca se podría llegar al galicanismo de Luis XIV- porque el depósito de la fe correspondía al Vicario de Cristo, sucesor de San Pedro en Roma. En consecuencia se reconocía la existencia de un entramado moral y canónico que quedaba por encima de la regia potestad. Muchos ámbitos que ahora encontramos sometidos a la potestad del Estado, quedaban fuera de la decisión del soberano, lo que proporcionaba, sin duda, grandes ventajas, aunque también algunos inconvenientes, en especial la indefinición de limites entre secularidad y sacralidad.

LA REFORMA CATÓLICA ESPAÑOLA

Mucho antes de que se produjera el estallido de la revuelta protestante, que es la que en los libros de texto aparece como Reforma con mayúscula -es más claro hablar de ruptura- se había producido en otros países y, de una manera especial en España, una reforma en sus miembros. La española, que experimenta una fuerte influencia de las enseñanzas de Santa Catalina de Siena, se inserta dentro del vasto movimiento humanista que, entre Petrarca y Tomás Moro -casi dos siglos- se empeña en dar respuesta al nominalismo voluntarista que Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua desencadenaran en torno a 1328. Para los nominalistas la doctrina que define a la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo carece de sentido, pues no puede darse comunicación real -estaban dispuestos a admitir una virtual- entre Dios que es Absoluta Trascendencia y las criaturas que viven en inmanencia a la Naturaleza creada. La Iglesia, en suma, no pasa de ser una sociedad humana, sublime por su fin específico que consiste en guiar a los fieles por el camino de la salvación. Añadían, en consecuencia, que la razón humana carece de medios que la permitan alcanzar un conocimiento especulativo o trascendente, reservado a la fe, porque ella se inscribe dentro de los límites establecidos por la observación y experimentación.

Frente a esta postura los maestros españoles de la época de los Reyes Católicos, en que las Universidades de Salamanca y Valladolid, fuertemente protegidas por los monarcas, herederos de un proceso que comenzara hacia 1372, afirmaban la doctrina tomista acerca de la presencia real de Cristo en la Eucaristía -comunicación permanente entre trascendencia e inmanencia- extrayendo de ella importantes consecuencias para las criaturas: la plena humanidad de Cristo encarnado, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, descubre la profunda dignidad de que se halla revestida la naturaleza humana así como la singular excelsitud de la Virgen María, definida ya como Madre de Dios (Theotokós) desde el Concilio de Efeso del 431. Los ockhamistas moderados habían conseguido la que consideraban una victoria al lograr que el Concilio de Constanza no aceptara, como algunos pedían, una declaración dogmática acerca de la concepción inmaculada de María. Esta doctrina se convierte en una de las banderas que esgrimen los reformadores españoles, llegándose a exigir en las Universidades un juramento concreto de defenderla. En estas circunstancias no podemos considerar como un hecho casual que el primer libro impreso en España haya sido, con toda probabilidad Trobes en lahors de la Verge María escrita en vulgar valenciano, como se decía entonces. Reinaban ya Fernando e Isabel.

La reforma española, que tiene su primera etapa en las últimas décadas del siglo XIV, impulsada por los reyes de la nueva dinastía Trastámara, fue obra de un grupo de hombres íntimamente relacionados con la Curia Pontificia de Avignon, donde Petrarca tenía su residencia. Muchos de ellos habían llegado a aquella ciudad huyendo de las persecuciones de Pedro I o siguiendo los pasos del cardenal don Gil de Albornoz. Nadie sobrepuja en importancia a Fernando Yáñez y a Pedro Fernández Pecha, que en 1372 fundaron el primer monasterio jerónimo en Lupiana, no lejos de Guadalajara. Un hermano de Fernando, Alfonso Yáñez, renunció incluso a su obispado de Córdoba para convertirse en uno de los principales discípulos de Santa Catalina estableciendo así una indirecta vida de comunicación que impulsaba a un cambio en la humildad. Los jerónimos se impusieron a sí mismos, con esta virtud, la prohibición de promover causas de beatificación. Una de las principales tareas a la que los Reyes Católicos se mostraron fieles consistió precisamente en modificar la plataforma económica en que se apoyaban conventos y monasterios: la gran depresión del siglo XIV y la congelación de las rentas figuraban entre las primeras y principales causas del desorden causado a las Ordenes religiosas.

Cronológicamente esta reforma católica española, cuya primera etapa cubre los años que van del 1372 al 1390, quedó ordenada en cuatro tramos distintos: jerónima, franciscana «observante», cartuja y benedictina congregada. Todavía en la época de los Reyes Católicos Guadalupe, El Abrojo y la Salceda, Miraflores y San Benito de Valladolid, eran como señales enhiestas. Los jerónimos trataron crear una Orden nueva, exclusivamente española, mientras que en La Salceda, fundada por fray Pedro de Villacreces, lo que intentaba era volver a una rigurosa «observancia» de la regla primera de los mendicantes; una línea que estaban siguiendo también los mendicantes. Un día llegó a La Salceda, pidiendo asilo un hombre de gran capacidad dispuesto a abandonarlo todo, incluso el nombre, para insertarse en la línea del santo de Asís: le conocemos como Francisco Jiménez de Cisneros.

Pedro Fernández Pecha pertenecía a la nobleza y había ostentado el oficio de mayordomo mayor durante dos reinados consecutivos. Ahora, convertido en fray Pedro de Guadalajara, escribió un libro, Soliloquios que se utilizó profusamente por las generaciones posteriores. Él nos permite conocer bien las raíces primeras del movimiento. Puede decirse que, con los Trastámara -una «revolución» según la califican historiadores de nuestros días-, estaba surgiendo en España una nueva sociedad a la que los reformadores aportaban dimensiones sobremanera importantes. Comenzamos diciendo que Pecha y Yáñez se sintieron igualmente decepcionados por las circunstancias políticas que acompañaran al reinado de Pedro y su caída. Decidieron buscar entonces el aislamiento, siguiendo el modelo que proporcionaban algunos ermitaños italianos. No pasó mucho tiempo sin que se convencieran de que la vida de comunidad se acomodaba mejor a la oración y contemplación por ellos perseguida, que la anajoreusis radical. Y acudieron al Papa Gregorio XI para que les permitiera restablecer la regla que San Jerónimo, tal y como éste practicara con su pequeño grupo de Betlehem.

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El 2 de febrero de 1372, fiesta de la Candelaria, fue escogido para la fundación de Lupiana. Era el comienzo. Pero ya el año siguiente, dada la afluencia de vocaciones, fue preciso abrir la Sisla, en Toledo. Y en 1388 la rica fundación de Guadalupe, memoria de la batalla del Salado, pasaba a manos de los jerónimos. Guadalupe desempeña, insistamos, un gran papel en la vida de Isabel. Los tres valores fundamentales de este movimiento, como ha destacado José María Revuelta, eran: austeridad, silencio y humildad, virtudes todas que resultaban indispensables para entregarse a Dios en el camino de la contemplación. Los grandes monasterios jerónimos son dimensión indispensable de la Monarquía en el camino hacia la modernidad. Nunca se insistirá de modo suficiente en el papel decisivo que fray Hernando de Talavera llegó a desempeñar.

Pocos años más tarde, en 1375 y 1377 respectivamente, dos maestros, exiliados que procedían de Toledo, Pedro Tenorio y Gutierre Gómez, se convirtieron en obispos de Toledo y de Oviedo respectivamente. Junto con otros colaboradores pusieron en marcha un gran programa de reformas y recuperación para el clero secular. El bisabuelo de Isabel, Juan I, a quien se invoca como uno de los puntos clave de la dinastía, se apoyó en sus consejos y, al mismo tiempo, les prestó ayuda. A don Gutierre corresponde una iniciativa que Mendoza y Cisneros van a consumar: el establecimiento del primero de los Colegios Mayores en Salamanca (Pan y Carboon) siguiendo el modelo que Gil de Albornoz estableciera en Bolonia. Se trata de completar decisivamente la tarea de los Estudios Generales, que nosotros llamamos Universidades: si a estas últimas correspondía transmitir el saber, a los Colegios iba a atribuirse especialmente la formación de elites muy elevadas. En Valladolid o Salamanca los Colegios y el Estudio convivían: había alumnos «colegiales» y «manteistas». El nuevo proyecto de Cisneros en Alcalá consistirá en conseguir que todos los alumnos hayan de ser colegiales.

El programa de reforma del clero secular aparece fijado en las Actas de un Sínodo que se celebró en Alcalá en mayo de 1379 y de las que un ejemplar se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid. Las tres líneas esenciales del mismo se mantuvieron sin variación a lo largo del siglo XV dando origen a esfuerzos continuados para su ejecución:

·        Mejorar la administración de la justicia eclesiástica. Aunque no se mencionaba todavía la necesidad de procedimientos inquisitoriales, esta forma acabaría imponiéndose sin tardar mucho ya que no se reconocía a los tribunales civiles competencia en cuestiones eclesiásticas. Todos los delitos contra la fe y las costumbres debían someterse al mismo.

·        Sanear las rentas beneficiales a fin de que los clérigos no tuvieran que procurarse otros medios de vida. Se debía evitar que los beneficios recayeran en extranjeros ausentes para procurar el ascenso de los clérigos españoles bien preparados y evitar los casos entonces frecuentes de abstencionismo.

·        Devolver a los presbíteros al ejercicio del servicio divino, asegurando a los fieles la atención espiritual.

REMOTOS ANTECEDENTES NECESARIOS

Es importante destacar un aspecto de la política de los Reyes Católicos, y no exclusivamente de la religiosa. Contra lo que a veces se ha sostenido no se trata de innovadores sino del resultado de una tarea sostenida durante más de un siglo y que tiene su punto de partida precisamente en el cambio dinástico. Cierto que durante los cuatro primeros reinados, de Juan I a Enrique IV, aunque no se regatearon los esfuerzos quedaron ralentizados los resultados. Las circunstancias políticas exigían un grado de estabilidad para que tal empresa diera fruto y, a menudo faltaron. Es lo que otorga tanta importancia a la fecha de 1479, que indica la consolidación de la autoridad monárquica en todos los reinos peninsulares. De todas formas el comienzo de esa reforma, desde el punto de vista de la Iglesia de Roma, aparece asociado a la legación de don Pedro de Luna, luego Papa Benedicto XIII, en los años 80 del siglo XIV. Curiosamente es el tío abuelo de don Álvaro de Luna, a cuya proyección política coadyuvó. La Iglesia padecía entonces un Cisma, consecuencia en gran medida de la crisis económica e intelectual. Por eso don Pedro, investido de planos poderes, juzgó con acierto que la reconstrucción de las estructuras de la Iglesia pasaba por una reforma en sus miembros, religiosos y seculares. No bastaba el restablecimiento de las Ordenes en su genuino papel; era preciso ir más lejos. En torno suyo, el apoyo a ultranza de Juan I, se constituyó un verdadero equipo en el que entraban: Juan Serrano, prior de Guadalupe y luego obispo de Segovia, Vicente Arias de Balboa, arcediano de Toledo, Gonzalo González que precedió a Serrano en la sede de Segovia, Juan y Alfonso de Illescas, también obispos en Sigüenza y Sevilla, los ya mencionados Tenorio y Gutierre de Toledo, Álvaro de Isorna y Diego de Anaya cuyo recuerdo llega hasta nosotros en el Colegio que lleva su nombre.

Juan I es el rey que responde a unas coordenadas de profunda religiosidad, lo que no es obstáculo para reconocer que cometió algunos errores políticos muy serios. Comenzó a reinar antes del verano de 1379 y una de sus primeras decisiones consistió en ordenar que en el encabezamiento de sus privilegios a la acostumbrada invocación de la Trinidad se añadiera la mención de «la Virgen María a quien nos tenemos por señora y por abogada en todos nuestros hechos». A partir de este momento los protocolos de los privilegios reales nos permiten descubrir una doctrina política que se apoya precisamente en los principios mencionados más arriba del máximo religioso y que ya no se abandonarían.

Intentaremos una especie de formulación continuada de los principios mencionados. Son el fondo de inspiración para todos los actos de esta política.

La vida es un don fugaz porque «natural cosa que que todas las cosas que Dios en este mundo hizo nacer, fenecen cuando Él tiene por bien y no queda otra cosa que fin no haya salvo Dios, que nunca tuvo comienzo ni tendrá fin». La potestad real que procede de Dios, es definida como un deber y no como un derecho de tal manera que «todos los reyes se deben membrar de aquel reino a que han de ir a dar razón de los reinos que Dios en este mundo les

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encomendó». Son casi las mismas palabras que emplea Isabel en la correspondencia con su marido. Depósito enaltecedor, ciertamente, ya que «Él, por su poder, a nos quiso ensalzar y poner en la tierra en el su lugar y nos escogió para juez de su pueblo». Estas últimas palabras implican un riesgo, no pequeño, de incurrir en soberbia.

En diversa medida todos los descendientes de Juan I asumieron como una de las dimensiones de su tarea la de llevar a término la reforma religiosa proporcionando los medios materiales suficientes. Esto entraba dentro del abanico amplio que Isabel contemplaba dentro del epígrafe de limosnas. «Una de las cosas que a los reyes es dado, es hacer bien e merced en aquellos lugares donde ellos son deudores y a todos aquellos que bien y lealmente les sirven, pues como quiera que canse y mengüe el curso de la vida de este mundo, el bien que hace es lo que queda en recuerdo de él al mundo, y este bien es guiador de las almas ante Dios. A los reyes -así concluye el pensamiento- pertenece hacer limosnas y mercedes por servicio de Dios, especialmente a las iglesias y monasterios donde se canta el oficio divino porque los que en ellas vivieren hayan con que se mantener y mejor servir a Dios».

La reforma, que responde al sometimiento de la sociedad a los principios religiosos, es fenómeno bastante complejo; cuando procedemos a su análisis y nos vemos obligados a separar aspectos parciales, podemos engañarnos. Abarcaba, desde luego, un retorno a las primeras reglas monásticas, una enmienda radical en las rentas eclesiásticas muy deterioradas, un restablecimiento de la disciplina interna y una elevación en el grado de formación intelectual y en los estudios. Pero por encima de todo ello encontramos un sentimiento: vivir con plenitud el cristianismo, que no es simple descubrimiento humano sino verdad absoluta revelada por Dios sobre la que no pueden formularse dudas. En esto consistía el núcleo esencial de todo el programa: no se trataba de construir ninguna clase de edificio terrenal sino de alcanzar la santidad. Forzando un poco los argumentos podemos señalar cierta coincidencia con el Humanismo ya que los reformadores aspiraban a hacer aflorar las potencialidades espirituales que los hombres poseen, mediante su ejercicio, hasta convertirlas en virtudes. El éxito que en las acciones simplemente humanas conduce a la fama, en las religiosas permite alcanzar la vida eterna. Uno de los deberes del rey, el primero de todos -así lo hemos señalado- consiste precisamente en asegurar a todos los súbditos esa vía recta.

LA OPCIÓN HISPANA FRENTE AL NOMINALISMO

No podemos considerar a la reforma española únicamente como una consecuencia de los defectos que habían llegado a detectarse en la Iglesia, bajo el doble signo de dinero y poder. Se trataba, como en la doctrina de Santa Catalina de Siena o en la de Kempis, tan difundida en el tiempo -Isabel poseía ejemplares del libro- de dar paso adelante en la «imitatio Christi». El ideal no estaba puesto en un retorno al pasado -«no se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio», diría Jorge Manrique en aquellos versos que deben releerse con insistencia- sino en la conquista de un futuro incluyendo en él a los «mundos nuevos». Reforma, pues, como crecimiento. De ahí la importancia que Isabel y Cisneros, por ejemplo, daban a las Universidades. De ahí que la primogénita, también llamada Isabel, en años dolorosos, pensara en entregarse a la vida de oración. De ahí sobre todo las propuestas de una nueva forma de vida religiosa, considerada evidentemente como superior. En 1453, al llegar la hora de la muerte, el propio padre de Isabel, Juan II, reconoció, vistas sus carencias, que más le hubiera haber nacido hijo de un labrador y ser fraile de la observancia en El Abrojo, que no rey de Castilla. A fin de cuentas -sigamos con Jorge Manrique- «este mundo bueno fue si bien usásemos de él como debemos, porque según nuestra fe es para ganar aquel que atendemos».

No resulta ocioso insistir en lo significativo que resulta que la observancia femenina entre los franciscanos fuera presentada por Santa Beatriz de Silva como «concepcionista» invocando la antes mencionada doctrina. Dejando a un lado matices teológicos muy importantes pero que podrían apartarnos de la explicación que buscamos, y ciñéndonos a términos estrictamente históricos, se incluía en ella un mensaje profundo y esperanzador pues María, Concepción Inmaculada y excepcional, se presentaba como la primera entre las criaturas y era vehículo para la elevación de la humana naturaleza al plano de lo sobrenatural y, sobre todo, como garantía de las esperanzas que la doctrina de la Iglesia formulaba. A los hombres de nuestros días todo esto puede parecer una mera abstracción, reducida a los círculos eclesiásticos más estrictos. Pero no era así. Estaba en juego el valor que debe darse a la femineidad. Isabel había demostrado hasta la saciedad que creía en ella.

A los seres humanos de nuestra generación todo esto puede parecer una mera querella bizantina, reducida a los más estrictos círculos eclesiásticos. Pero no era así. En el siglo XV, como consecuencia de los debates entre racionalismo y nominalismo, reflejados en conflictos como el Cisma de Occidente y la crisis conciliar se estaba llegando a una ruptura entre dos modelos distintos para la concepción del hombre: aquel que acepta que la libertad es libre albedrío y la capacidad racional para un conocimiento especulativo que alcanza a las ideas, y aquel otro que niega ambas cosas para entrar en el «servo arbitrio» y el reduccionismo de la inteligencia a los resultados de la observación y experimentación como proclamaría la ciencia moderna. De la elección que se hiciera entre ambas opciones, dependía el futuro de Europa. España abrazó la primera y combatió con empeño pero, a la postre, fue vencida. El punto de coincidencia entre ambas corrientes venía dado porque el ser humano se proyectaba al primer plano de la escena, como un protagonista.

Esta criatura, en el orden mismo de la Naturaleza, aparece bajo una doble forma, masculina y femenina que se relacionan inevitablemente por la vida del amor. Isabel y sus hijas así lo experimentaron. «Loco amor del mundo» había dicho el arcipreste de Hita; «desorden de las sensaciones» fue la expresión preferida por Petrarca. La pregunta era fuerte y comprometida: ¿dónde hemos de situar lo femenino, en el bien o en el mal?; en otros términos, ¿Eva o María? A los reformadores españoles del siglo XV, jerónimos, cartujos, benedictinos o mendicantes la cuestión se planteaba en términos agudos. A Isabel también, pero ya indicamos cómo ella dio pasos decisivos en defensa de la femineidad. En páginas anteriores ya hemos indicado cómo una doctora de la Iglesia, Catalina de Siena, había

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influido decisivamente en el movimiento reformador. Pero surgió entonces fuerte polémica en toda la Cristiandad, que alcanzó como es fácil suponer también a España. Había quienes ponían el acento sobre el suceso inicial: Eva era la puerta por donde entrara el pecado en el mundo. Hacía bastantes años que se había visto al diablo, esta vez en cuerpo de mujer, vagando por las calles de París: el bloulevar de Saint Michel y la plaza de Danfert nos recuerdan hoy el episodio.

Esta cuestión preocupaba mucho a Francesc Eiximenis, franciscano de Valencia, que comenzó a escribir una especie de enciclopedia, Lo Chrestià, que no llegaría a concluir. Continuando en la línea que Petrarca escogiera para entrar en el tema, decía que ese «desorden de las sensaciones era debido principalmente a la debilidad, inferioridad y peligrosidad que, en sí mismo, comporta lo femenino. Sin percatarse de ello se había visto conducido a un verdadero callejón sin salida pues el cristianismo ha defendido siempre la sustancial igualdad entre hombre y mujer en lo que se refiere a su capacidad religiosa. Eiximenis llegaba a suponer que en la vida eterna no podía darse diferencia de sexos. Don Álvaro de Luna había escrito un Libro de las claras y virtuosas mujeres, en una línea opuesta a la del fraile y esta obra figuraba entre las que Isabel conservaba en su biblioteca.

Todo esto resulta indispensable para comprender cómo la plenitud religiosa a que la Monarquía española aspiraba, hubo de librar una doble batalla cuyas sendas muchas veces se cruzaban entre sí. Por una discurría el retorno a la disciplina y a la contemplación. Por el otro la afirmación del valor de lo femenino. Por eso la reina discutía con fray Hernando de Talavera para que le transmitiese los escritos que él reservaba para sus monjes, y se instalaba en su celda de Guadalupe que calificaba de «paraíso». Se recurría con insistencia al culto a la Virgen, que el luteranismo negará, destacando el papel de María en la Redención del género humano. Fray Martín de Córdoba en su libro trataba de explicar, pensando en Isabel y en otras como ella, cuáles eran las coordenadas a que las jóvenes debían sujetarse en el camino hacia la santidad. Hacia 1482 la propia reina pasó al franciscano Iñigo de Mendoza, el encargo de escribir una Vita Christi en coplas populares para una correcta educación. El fraile no llegó a componer más que aquella primera parte que se recoge en el Evangelio de San Lucas a la que tradicionalmente se conoce como Evangelio de San Lucas. No es ocioso recoger aquí la leyenda: la imagen adorada en Guadalupe era, nada menos que la que el propio San Lucas fabricara y que San Gregorio Magno regaló a Leandro en memoria de su estancia conjunta en Constantinopla.

La Corte española y las religiosas pasadas a la observancia, emprendieron, en consecuencia, una doble batalla: la del ejercicio riguroso de la oración y la contemplación, esencial sin duda alguna para la reforma, y, paralelamente, la de la dignificación de la mujer. Insistamos una vez más: Isabel reinó, junto con su marido y al mismo nivel que éste en el pleno sentido de la palabra. Muchas mujeres de su tiempo desempeñaron papeles igualmente importantes.

HACIA LOS DERECHOS NATURALES HUMANOS

Sin disminuir, en modo alguno, el valor que hemos de dar a los jerónimos -Guadalupe, Yuste y El Escorial forman el eje en torno al que discurre la Monarquía católica española- a los cartujos y a los mendicantes de la observancia, hemos de detenernos un instante para destacar la importancia que, tras un siglo de labor incesante, había llegado a adquirir la congregación de San Benito de Valladolid, nacida un siglo antes. Fue, ante todo, un trabajo de revitalización. Quiero decir que no se pretendía únicamente restaurar la disciplina quebrantada, como señalaba la gran Asamblea del clero celebrada en Sevilla en 1479, antecedente imprescindible para las Cortes constituyentes de Toledo de 1480, sino de crear nuevas formas de vida religiosa, dando prioridad al esfuerzo humano y a su capacidad para progresar en la oración y la contemplación. Trazado el puente desde la «devotio moderna» a la ejercitación espiritual -sobre esto hemos de volver- Castilla y luego toda la Península, se situaban en un extremo opuesto al que marcaban las directrices de Ockham y del nominalismo voluntarista, porque ponía su confianza en dos dimensiones fundamentales de que se halla provista la naturaleza humana como ya hemos señalado, racionalidad y libertad.

Estamos definiendo los pivotes esenciales de ese «máximo religioso» a que con insistencia tenemos que referirnos. La versión española y la del luteranismo se sitúan en los extremos de una misma línea. Pues el famoso reformador alemán, tras rechazar la autoridad del Papa y el valor doctrinal de la Tradición, se veía obligado a confiar en el Príncipe -a la larga en el Estado- la suprema responsabilidad religiosa, mientras que los Reyes Católicos, obedientes a la estructura jerárquica de la Iglesia colocaban su Corona en el plano de sumisión a los principios y ética de que la Iglesia católica se declara custodia. Esto limitaba extraordinariamente algunas de sus funciones y forzaba a un reajuste de la política. Por ejemplo, cuando se planteó la cuestión de reconocer o no calidad humana en los habitantes de las islas recién descubiertas -cosa que muchos negaban- la respuesta fue afirmativa. Y así lo expresó Isabel en uno de sus documentos más solemnes, el codicilo a su propio Testamento. Se iniciaba así una tarea, extraordinariamente difícil pero que permitiría que, al otro lado del Océano, surgiesen naciones y no simples colonias. Muchos de los aspectos que los Estados absolutos de nuestros días contemplan como de su competencia, estaban vedados a los monarcas españoles.

Así se fue conformando en la mente de ciertos maestros universitarios, juristas y teólogos al mismo tiempo, una doctrina que parte del dogma religioso cristiano: todos los hombres, criados a imagen y semejanza de Dios, libres e iguales en cuanto a su relación con él, han sido redimidos por Jesucristo. Pero el beneficio de esta redención sólo alcanza a quien libre y deliberadamente abraza la fe y responde a ella. Desde que en 1346, el Papa Clemente VI explicara esta doctrina aplicándola a nuevos seres humanos que comenzaban a descubrirse en el Atlántico, los universitarios españoles venían reconociendo la existencia de unos derechos que pueden llamarse naturales porque han sido insertos por el mismo Dios en la criatura humana. En principio se trataba de tres: vida, libertad y propiedad. Es cierto que se trataba de disposiciones de carácter limitado, pues se aplicaban en principio a los súbditos que de hecho o en potencia, eran cristianos. Seguía habiendo esclavos, adquiridos en esta condición.

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En ese codicilo descubrimos el primer tramo de un largo sendero que, con altibajos y abundantes tropiezos nos conduce a la Declaración de derechos en la forma en que aparece en la de los Estados Unidos: «Dios ha hecho a los hombres libres, iguales y capacitados para buscar la felicidad». En el caso de Isabel la Católica esa felicidad se identificaba con la salvación eterna. Ningún súbdito podía ser reducido a esclavitud -es preciso desterrar muchas fantasías novelescas- pero no había inconveniente en que los comerciantes trajeran esa mercancía esclava que compraban en los mercados africanos. También se introducía aquí un breve resquicio de esperanza. Los Papas no podían imponer a nadie la obligación de comprar esclavos para liberarlos -algo que hacían los mercedarios en los mercados musulmanes- pero aseguraban indulgencia plenaria a todos cuantos, al menos en su testamento, los liberaban.

Dimensiones en la «observancia»

El calificativo «observancia» había nacido en el seno de las Órdenes mendicantes como un proyecto para conseguir que éstas retornaran al cumplimiento estricto de las reglas fundacionales en especial del amor y la pobreza. Se acogieron a ella algunos monasterios, reservándose para los demás el término de «claustrales» que equivalía a una suavización deliberada de las normas. Minoritaria al principio, en 1475 El Abrojo y La Salceda habían crecido hasta un punto tal, expandiendo su influencia, que parecían capaces de invertir la proporcionalidad en los términos. Eran ahora más fuertes que los claustrales y habían superado las reticencias con que, al principio, se les acogiera. Una propaganda hábilmente manejada y, como es habitual, con exageraciones, trataba de destacar las faltas de disciplina de los segundos, especialmente de aquellos conventos más vinculados a las Universidades.

En 1380, y como una de las dimensiones de la reforma que entonces comenzaba, las franciscanas de Tordesillas, adelantándose también en este punto a los varones, habían solicitado establecer en este convento, llamado a muy altos destinos, la observancia. Podríamos mencionar en este caso también la influencia de Santa Catalina de Siena y de su maestro Roberto de Capua, que se movían sin embargo en el espacio de los dominicos. Raimundo había pasado de ser afamado maestro a «caterinato», es decir, uno de los fieles seguidores de la doctora. Era el momento en que comenzaba el Cisma. Clemente VII, refugiado en Avignon, envió una bula confirmando este propósito, junto con un breve que autorizaba a fray Fernando de Illescas, confesor de Juan I, designado a la sazón visitador perpetuo, a convertir otros conventos a esta misma disciplina, colocándolos además bajo la dirección de aquéllas. Santa Clara, fundación reciente, era palacio, convento, refugio espiritual y también retiro para reinas dolientes: allí sería enviada finalmente la reina Juana, hija de Fernando e Isabel y madre de Carlos V, cuando se confirmó su insania mental.

Cuando Santa Beatriz de Silva llegó a Castilla formando parte del séquito de Isabel de Portugal, segunda esposa de Juan II y madre de la Reina Católica, el año 1447, eran ya dieciséis los conventos femeninos que habían optado por la observancia; un número considerable de mujeres entregadas a la oración en rigurosa disciplina. Beatriz procedía de una familia portuguesa de muy alto nivel, cuyos nombres veremos repetirse con posterioridad; sus padres se llamaban Rui Gómez de Silva e Isabel de Meneses. Traía consigo importantes recuerdos de su país de origen y una muy especial devoción a la Concepción Inmaculada de la Virgen María, la cual le ponía en estrecha relación con los encuadres de la reforma castellana. Vamos a tratar de explicarlo en términos teológicos muy sencillos: si se acepta como doctrina axial, según lo estaban haciendo los maestros castellanos, que María es la Madre de Dios, Theotokós, que ha llevado a la Divinidad en su seno, es imprescindible concluir que esa misma Divinidad la había preservado del pecado original. Lo cual venía a significar que la más sublime de las criaturas, nacida de hombre y mujer, no es un varón. De este modo la femineidad se situaba en el nivel más alto dentro del orden de la Creación.

Repitamos noticias de las que ya nos hemos ocupado. El 21 de marzo de 1454 murió Juan II y comenzó a reinar Enrique IV. La reina viuda, sus dos hijos, y el pequeño grupo de servidores fueron apartados de la Corte instalándose en Arévalo, cuyo señorío aún no le había sido arrebatado. Durante unos pocos años, desde su nacimiento, Santa Beatriz había acunado a Isabel, estableciéndose así una relación. Pero muy pronto -no estamos seguros de la fecha exacta- la santa pasó a residir en Toledo, sin perder nunca del todo las relaciones con el pequeño círculo que se cerraba en torno a la reina y a los infantes. Su primera idea era vivir en béguinaje, como hiciera Santa Catalina de Siena, al amparo del convento de los dominicos. Su hermano Juan se había hecho franciscano (fray Amadeo). Los bienes de ambos servían para el sostenimiento de muchos pobres, a los que Beatriz servía incluso en humildes menesteres. Parecía un capítulo cerrado; el beguinaje, a muchas almas piadosas, parecía entonces fórmula suficiente.

Pero en 1476 ó 1477 -duraba aún la guerra civil- Isabel hizo una estancia en Toledo, en donde faltaba el arzobispo Carrillo, implicado en la contienda. Mucho habían cambiado las cosas pues la niña infanta era ahora mujer y reina. La conversación que, en presencia de fray Hernando de Talavera, mantuvo con su antigua aya, que fuera dama de su madre y seguía siendo su amiga, tuvo consecuencias importantes para el futuro, ofreciéndose un paso adelante en la línea de pensamiento que sostenían los reformadores hispanos. Se trataba de establecer una nueva casa religiosa, sin la pretensión de establecer una nueva regla, en la que se enseñase y contemplara de una manera especial la devoción a la «concepción sin mancha» de María. No cabe duda de que la reina coincidía en todo con estas intenciones dado el empeño que ella ponía en destacar los valores que comporta la femineidad. Por eso aceptó sin vacilar el proyecto y lo hizo materialmente posible regalando a Santa Beatriz los llamados palacios de Galiana, que estaban cerca del Tajo. Allí se instalaron las primeras «concepcionistas», que eran Beatriz, su sobrina y otras once religiosas.

Comenzaba así una nueva etapa en la vida doctrinal de la Iglesia católica que no se cerraría hasta el año 1854, cuando Pío IX, por la bula Inefffabilis Deo declaró dogma de fe la Inmaculada Concepción. Santa Beatriz había concebido el «concepcionismo» como un remate o especificación de la observancia franciscana, dentro de la cual se había movido durante treinta años. Pero cuando el Papa Inocencio VIII, respondiendo a la demanda que cursaran los reyes, aprobó el establecimiento de la nueva casa de religión (30 de abril de 1489), señaló que debía regirse por la Regla de San

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Benito, en la forma que aplicaba el Cister. Había una razón de peso tras este cambio: San Bernardo y sus cistercienses eran quienes con más ahínco defendieran el culto a la Virgen y la doctrina de la corredención. Beatriz falleció sin haber podido alcanzar la rectificación que deseaba. Isabel y Cisneros, presionados por la nueva priora que era Felipa de Silva, insistieron hasta lograr de Alejandro VI una nueva bula, Ex Supernae Providentia (19 de agosto de 1494), que integraba a las concepcionistas en la observancia franciscana. Más tarde, en 1511, al contar con un número suficiente de casas, serían reconocidas como una Congregación independiente sin modificarse por ello la regla.

La defensa de la Inmaculada Concepción de María, que la nación española ya asumiera sin éxito en el Concilio de Constanza, debe considerarse como una de las dimensiones esenciales en la postura religiosa adoptada por la Monarquía española, no sólo en este momento. Desde ella resultaba a la larga imposible aceptar las tesis del nominalismo, aunque Cisneros habría de intentarlo en la Universidad de Alcalá, moderando las extremosidades. La gente corriente cuando, años más tarde, se enfrente con el luteranismo, rechazándolo también con gran rigor, centrará esta negativa señalando la «no creencia en la Virgen». La doctrina en favor del papel de María no permanecía dentro de dimensiones estrictamente teológicas. Iba más lejos: reconocía en el hombre, semejante a Cristo, nacido de mujer, una capacidad de merecer por encima de la inmanencia. La negación de la doctrina venía acompañada de un rechazo respecto al valor de la femineidad.

La legación de Nicolás Franco

En su aspecto sustancial la doctrina del sometimiento del poder real a las normas morales de que la Iglesia es custodia, no era nueva. La encontramos ya ampliamente expresada en las Partidas y en los primeros documentos constitucionales a los que se hacían numerosas referencias, como el Ordenamiento de Casa y Corte de Pedro IV (1344), el de las Cortes de Alcalá en tiempos de Alfonso XI (1348) y el conjunto de leyes aprobadas en las Cortes de Guadalajara de 1390. Novedad encontramos en el vigor con que tales disposiciones se aplicaron, en especial después de las Cortes de Toledo de 1480. Se estaban poniendo restricciones al régimen de tolerancia a que judíos y musulmanes estaban sujetos. Conviene insistir al respecto en dos puntos. Cualquiera que sea el sistema de que partamos, la tolerancia se practica en relación con aquello que se considera un mal; en los documentos de este reinado se emplea, en relación con los judíos, estos dos términos, «debían ser tolerados y sufridos», que nos explican con meridiana transparencia de qué se trataba. Por otra parte, desde las terribles matanzas de 1391, la situación se había tornado muy confusa: algunas comunidades desaparecieron, muchos judíos huyeron, creció extraordinariamente el número de conversos y sobre ellos pesaba la sospecha, a menudo calumniosa, de que en el fondo seguían siendo judíos.

Conviene insistir en los aspectos negativos. Toda Europa se había enfrentado con el «problema judío», obstáculo para una maduración de la sociedad unitaria y las Monarquías, a medida que se consolidaban, aplicaban el remedio de la expulsión, recomendada por Ramón Lull. España era, en 1475 una excepción, aunque no se había librado del segundo procedimiento, preconizado por los «matadores» de judíos. Pero don Álvaro de Luna, en 1432, había pensado en una tercera solución capaz de remitir gran parte de los sufrimientos; consistía en establecer una ley, Ordenamiento en forma solemne, partiendo de propuestas de los propios judíos. Eran los takkanot de Valladolid. Pues bien la primera opción de Isabel parece haber coincidido con esta tercera alternativa: ella confirmó el Ordenamiento con muy pocas modificaciones. Conviene recordar que la opinión pública, a todos los niveles, era contraria a los judíos, formulando contra ellos toda clase de calumnias, algunas verdaderamente disparatadas. Sólo los nobles sentían cierta inclinación a proteger a los judíos no por afecto sino por interés.

Durante la guerra entre Castilla y Portugal, Sixto IV envió a España un nuncio, Nicolás Franco, a quien confió poderes tan amplios que bien podemos calificarlo de legado. La paz entre los dos reinos, que ya se estaba negociando, podría contar con las garantías de una legitimación pontificia. En 1477, juntos y por separado, Fernando e Isabel sostuvieron conversaciones con el nuncio en Guadalupe y en Sevilla. En ellas se ocuparon especialmente del gran problema que afectaba a la Cristiandad, esto es, Europa. Pues los turcos, dueños ahora de Constantinopla cuyo nombre cambiaran por Istambul, se fortalecían convirtiéndose en amenaza de grandes proporciones. A la Casa de Austria, y a los reyes de Hungría, con respaldo del Imperio, correspondía la responsabilidad en la defensa de los Balkanes. Y a la Corona de Aragón, ahora incrementada con la presencia de Castilla incumbía la custodia de los pasos vitales entre los dos Mediterráneos. Sabemos que, en el curso de aquellas conversaciones, se trataron tres grandes asuntos que afectaban al futuro de la Monarquía hispana:

a) La amenaza turca otomana, que se dibujaba en dos amplios frentes, uno terrestre, sobre Croacia apuntando ahora a Venecia y a Budapest, y otro marítimo que amenazaba las ciudades de Apulia y la entrada al Adriático. Nápoles, aunque reino independiente, lo mismo que Sicilia, quedaban dentro de la responsabilidad militar de la Corona de Aragón.

b) La Península, destinada a ser base para la defensa militar de Europa, que seguía siendo Cristiandad, aparte su vulnerabilidad ante los piratas, estaba afectada por algunos problemas internos muy serios: una población infiel de judíos y musulmanes y un sector peligroso de conversos todos los cuales podían significar una especie de quinta columna a favor de los enemigos. Turquía estaba siendo ya refugio para judíos fugitivos.

c) Existía, además, en la Península, un reino musulmán independiente, el cual podía constituir una excelente plataforma militar si los poderes musulmanes se decidían a lanzar su ofensiva en el extremo Occidente. Las últimas noticias hacían presumir proyectos serios sobre Italia y otros escenarios.

Las decisiones que posteriormente se adoptaron y que aparecen explicadas en los documentos, guardan estrecha relación con estos planteamiento y se justifican siempre invocando el interés de la Cristiandad, tal y como era

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explicado por el Papa. Fernando trató de cerrar un sistema de defensa y dominio en todo el Mediterráneo occidental, aunque nunca pudo conseguir uno de sus objetivos más preciados, esto es, la constitución de una fuerza naval conjunta capaz de acudir con eficaz contundencia a los lugares amenazados. Se reorganizó a fondo el sistema inquisitorial ya establecido a fin de resolver el problema converso, eliminando a los judaizantes y asimilando a los demás. De inmediato se decidió reemprender la guerra de Granada, que todos los monarcas anteriores desde Juan II practicaran: en principio se iba a reclamar únicamente la reintegración en el vasallaje castellano de acuerdo con los pactos de 1270, cosa que Abu-l-Hassan Ali rechazó. Otros importantes asuntos en los que no es posible fijar la atención que merecen, como son el socorro de Otranto en 1480, el establecimiento de relaciones con los mamelucos de Egipto, la protección a los Santos Lugares, la misión encomendada al barón de Azzaro para organizar la defensa de Sicilia y la fortificación de Malta y Djerba como avanzadas extremas, forman parte de la gran política asumida y evidencian el protagonismo de la Corona de Aragón.

Fernando iba a asumir la alta dirección de esta política, apoyado en todo momento por su esposa Isabel. No exageramos al decir que toda la política exterior, incluso en el norte de Europa, se hallaba pendiente de este asunto. La Unión de reinos, resultado de un impulso que venía de lejos y apuntaba al remate de la Reconquista, iba a situar su centro en el mar con preferencia a la tierra. Ferrones y barcos del Cantábrico se pusieron en acción cuando los otomanos, en 1480, establecieron en Otranto una cabeza de puente que apuntaba contra Roma, corazón de la Cristiandad. Se retrasó, por esta causa el comienzo de la guerra de Granada. El peligro pasó, pero no era posible bajar la guardia. Las advertencias del nuncio nunca fueron olvidadas: la defensa de Europa dependía, en gran parte, de que España lograra adquirir la sólida unidad de la que en principio carecía. Y lo mismo, aunque reducido a un plano político, podía decirse de Italia.

Isabel, educada rigurosamente en el catolicismo, no podía dudar en el momento de establecer una jerarquía de valores para acomodo de su conducta; en ellos tenemos indispensablemente que situarnos si queremos entender y explicar luego su conducta. Si toda la existencia humana, venida de Dios, conduce a un único y supremo bien, la salvación eterna, «cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar». Una vez más tenemos que recurrir a los versos de Jorge Manrique, tan íntimamente ligado a la Corte de Isabel. Ningún servicio puede compararse al de impedir que unos puedan desviarse del camino y otros impedir el acceso a él. ¿Qué mayor muestra de amor puedo tener ante el judío o el pagano de las lejanas islas que hacer que puedan recibir el bautismo, puerta de entrada para el bien supremo? Es sumamente difícil comprender esto desde la perspectiva de nuestros días, pero el historiador tiene que explicar los acontecimientos de cada época de acuerdo con el orden de valores entonces dominante y no desde los suyos. En consecuencia todo el equipo de gobierno que rodeaba a ambos reyes fue puesto a trabajar en esa línea hasta conseguir la unidad religiosa y el acomodo del poder temporal a las coordenadas morales de que la Iglesia se declaraba custodia. Inquisición «nueva», esto es, eficiente, conquista de Granada, expulsión de los judíos y supresión del Islam son sólo capítulos diversos de un mismo libro al que, en 1502, pudieron poner finalmente la palabra fin.

La consolidación de la Monarquía

Todo esto se enmarcaba en un gran programa político de establecimiento de una primera forma de Estado a la que debemos llamar Monarquía o, más bien, como Tommasso Campanella nos recomienda, Monarquía católica, ya que en esa calidad tenía situado el eje esencial. Volvemos a la consideración de lo que significa «legitimidad de ejercicio». Pues ella significaba que entre rey y reino se afirmaba la existencia de un deber recíproco, expresado mediante juramento, del monarca a los súbditos y de estos hacia el monarca. Entraba en juego la virtud de la lealtad, que se distingue de la fidelidad, porque esta última no se detiene a considerar la justicia del mandato real y aquélla sí. Es la lealtad la que permite la fórmula expresa de «se acata pero no se cumple» cuando se aprecia contrafuero o falta de legalidad. El texto de esa especie de cuasicontrato -«pactisme» preferían decir los catalanes de un modo gráfico- estaba formado por el patrimonio jurídico heredado que, desde luego, era mejorable. Por eso Fernando e Isabel, como sus antecesores, habían comenzado su reinado jurando cumplir las «leyes, fueros, privilegios, cartas, buenos usos y buenas costumbres» que coincidían con las libertades del reino. Y los naturales habían jurado prácticamente su obediencia en parecidos términos.

La guerra de sucesión había impedido a los reyes dar el paso decisivo que rodea la implantación de la legitimidad de ejercicio. Las Cortes hubieron de ser aplazadas hasta el año 1476 en que se reunieron en Madrigal, sin completa asistencia y con los apremios que imponía una situación militar complicada. Aparte de negociar con los procuradores los subsidios que con verdadera urgencia precisaban, continuaron la tarea ya iniciada por Enrique IV de organizar una fuerza de seguridad interior, a cargo de las ciudades, la cual llamaron Hermandad general. Respondía, en principio, al modelo establecido en Toledo, Talavera y Ciudad Real -era ésta la que a sí mismas se calificaba de Santa Hermandad- pero se reorientaba decisivamente hasta desembocar en la creación de un verdadero Ejército interior. La guerra de Granada resultaría a este respecto decisiva. Sólo cuando la contienda acabó, estuvieron en condiciones de celebrar sesiones pausadas, con asistencia de todas las ciudades y villas con voto, poniéndolas a trabajar. Yo me atrevería a decir que esas Cortes de Toledo de 1480 fueron verdaderamente constituyentes. Así lo pensaba Jovellanos cuando la cuestión capital se planteó a principios del siglo XIX.

Entre otras cuestiones de menor importancia conviene destacar en ella tres aspectos, político, jurídico y económico, verdaderos cimientos en la construcción de la Monarquía:

a.  Continuando la tarea que se iniciara en las Cortes de Briviesca de 1388, y también los esquemas de los Ordenamientos de Pedro IV de Aragón y Alfonso XI de Castilla, el gobierno del reino quedaba definido en dos niveles, el superior, que era llamado «poderío real absoluto» y que podemos identificar con la soberanía, y el inferior que se acomoda a los usos y costumbres de cada reino. Distinción tanto más necesaria cuanto que ahora Castilla y la

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Corona de Aragón se yuxtaponían en una verdadera Unión de reinos. Pero además el poderío real quedaba formado por dos instituciones, la Corona a quien correspondía el ejercicio, y el Principado de Asturias a quien se asignaba la sucesión. Y los procuradores advirtieron que, pues Dios le había hecho la merced de darles un hijo varón era llegado el momento de reconocerle como Príncipe de Asturias. Esto significaba que dicho Principado, que coincidía con el solar de donde saliera el propio reino, debía ser recuperado íntegramente para el patrimonio real, recobrando los pequeños señoríos que algunos nobles -la Casa de Luna, por ejemplo- intentaban «sacar» de él. Eso hicieron con cautelosa y constante paciencia. Pero en 1496, cuando Juan, en ocasión de su matrimonio con Margarita de Austria, fue puesto en posesión del Principado, los límites del mismo estaban ya completos.

b.  Establecido el hecho de los deberes recíprocos entre rey y reino, que se identificaban entonces con las «libertades» en plural, se refieren siempre al cumplimiento de la ley, era preciso dotar a Castilla de un Corpus en que las diversas disposiciones vigentes quedasen integradas y en perfecto orden. Esta necesidad no se sentía en los otros reinos que pasaban a integrarse en la Monarquía porque todos estaban dotados de sus correspondientes fueros. La tarea se encomendó a uno de los juristas más conocidos y pasó a ser el Ordenamiento de Montal  vo. El libro se imprimió enseguida, aprovechándose cumplidamente el novedoso invento para conseguir que cada juez pudiera tener sobre la mesa un ejemplar del mismo. Los defectos que al trabajo puedan señalarse no restan importancia a la voluntad empleada. Por vez primera los reinos de Castilla disponían de un documento que permitía conocer, con detalle, su constitución jurídica.

c.  La moneda fue también unificada, reconociéndose para ella un patrón doble, el oro significado por la dobla o, luego, excelente de la granada, y la plata que contaba con el real castellano. Fijándose el valor respectivo en maravedis, moneda de cuenta, se ejecutó de este modo una estabilización tan firme que permaneció incólume hasta el final del reinado. Se pudo prescindir, durante bastantes años, de los servicios extraordinarios y ayudas que tan gravosos resultaban para el reino. A cambio las ciudades tenían que hacerse cargo, de los devengos de la Hermandad.

En relación con la política exterior, Fernando e Isabel revelaron ante estas Cortes de 1480 que su intención era dar primacía absoluta a la lucha contra el Islam, dispuestos como estaban a reemprender la guerra de Granada, interrumpida desde hacía algo más de veinte años. Hubo una demora por haber coincidido este año el desembarco de los turcos en Otranto, a cuyo recobro debía darse absoluta prioridad. De este modo reflejaban indirectamente el segundo objetivo, conservar incólume y estable a Italia; éste correspondía directamente a la Corona de Aragón. Conviene recordar aquí los fundamentos jurídicos de la empresa granadina. En el siglo XIII otro Fernando, el Santo, había accedido a establecer no un verdadero reino independiente sino una reserva musulmana dentro de la Corona de Castilla, a fin de resolver el problema de la abundante población mahometana que quedaba como consecuencia del final de la Reconquista. Pero a finales de ese mismo siglo, contando con el apoyo de los benimerines norteafricanos, los emires de la dinastía nasrí se declararon independientes -y también absolutamente intolerantes en relación con el cristianismo ya que no permitieron el establecimiento de ninguna iglesia- y no pudieron ser sometidos. Dicha independencia no pudo ser sometida de modo que los monarcas castellanos, que nunca la reconocieron, entre Alfonso X y Enrique III, se limitaron a firmar treguas haciéndose pagar compensaciones en dinero que sustituían a las antiguas parias.

Las guerras de Granada

En 1407 el infante don Fernando, regente en Castilla y luego rey de Aragón, cuyo nombre llevaba ahora su nieto, habían lanzado la idea de emprender una guerra de alcance limitado hasta obligar a Granada a volver a la sumisión; el procedimiento era reducir el espacio y quebrantar los recursos nasries hasta convencerlos de que era más útil para ellos volver al vasallaje. Desde entonces tres guerras habían tenido lugar, con diversa fortuna ya que los conflictos internos castellanos permitían a los granadinos, sostenidos siempre por levas de voluntarios africanos, detener el avance y, en ocasiones, recuperar las posiciones perdidas. Fernando e Isabel partieron de un proyecto de solución del problema idéntico al del abuelo y por ello comenzaron reclamando el retorno a las viejas condiciones: vasallaje, parias y colaboración militar. Esta propuesta fue rechazada por Abu-l

-Hassan Ali, el Muley Hacen de nuestros cronistas, que se adelantó a romper las hostilidades creyendo que podía repetir los gestos de los años pasados obligando a los monarcas cristianos a negociar treguas. Fue un trágico error para él.

Desde 1482 en que empieza la que podemos llamar cuarta y definitiva guerra de Granada, el rey y la reina ejecutaron una especie de reparto de papeles: Fernando se situaba en primera fila, ejerciendo mando de las tropas y fijando el orden en los objetivos, mientras que a Isabel correspondía mantener los ánimos, allegar recursos e instar a los caballeros en el valor y la lealtad. De cuando en cuando ella acudía también con sus damas a la primera fila para estimular a los combatientes llegando a correr cierto peligro. Por vez primera tenemos noticia de haberse organizado un hospital de campaña. La estrategia consistía en rehuir las batallas en campo abierto, como querían los nobles, ansiosos de brillar, pero en donde los aguerridos «voluntarios», berberiscos, podían jugar con ventaja y aplicar, en cambio sistemáticos asedios que recortaban el espacio sistemáticamente. Por eso los tramos vienen marcados por Ronda, Málaga, Baza, Almería y finalmente Granada. En todas las capitulaciones que se firmaban se reconocía el derecho de la población musulmana a continuar en el ejercicio de su religión.

La opinión granadina se dividió. Frente a Abu-1-Hasan, a quien culpaba de la derrota, se alzó un partido acaudillado por su hijo Abu 'Abd Allah, a quien preferimos llamar Boabdil. Al principio dio este la sensación de que buscaba una capitulación que evitara el desastre final y los Reyes Católicos se mostraron dispuestos a otorgarle un señorío, como a los otros grandes, con la peculiaridad de que seguiría siendo musulmán. Pero, al final, Boabdil no quiso o no pudo llevar a término este pacto que firmara e intentó prolongar in extremis la resistencia. Granada capituló y el derecho a

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permanecer musulmán fue reconocido únicamente a título individual. Granada pasaba a ser reino cristiano dentro de las Corona de Castilla, sumando sus procuradores al voto en Cortes.

El término de la guerra de Granada, en 1492, fue identificado por algunos, ya entonces, con la culminación final de la Reconquista presentando a ésta como un episodio monovalente que se iniciaba en Covadonga y concluía en los balcones de la Alhambra. Coincide con otros tres acontecimientos, la expulsión de los judíos, el primer viaje de Colón y la presentación de la Gramática de Nebrija que le convierten en año decisivo para la Historia de Europa. Es difícil, para un historiador, decir cual de ellos tuvo mayor importancia.

Durante la campaña, larga de nueve años, partiendo de las Compañías de la Hermandad General, se constituyó el primer ejército permanente, que pasaba a depender de la Corona. Paso decisivo al establecimiento de un ejército real. En él, acaso por razones tácticas, se daba preferencia a la infantería sobre la caballería haciéndose uso abundante de los cañones. Esta verdadera revolución militar contribuyó muy decisivamente en la necesidad de cambiar la estructura y dependencia de las unidades ecuestres de elite que significaban las Ordenes Militares. La solución del problema consistió en suprimir los respectivos Maestrazgos, asumiendo el rey sus funciones y haciendo depender de la Corona, en el futuro, las comendadurías. Ser caballero o comendador se convirtió en signo de distinción social y, en cierto modo, también de riqueza, poder y dependencia del propio rey. Hubo hasta una especie de rito en esta liquidación: las primeras fuerzas que entraron en la Alhambra iban a las órdenes del último maestre de Santiago, Alfonso de Cárdenas.

Ahora surgía un verdadero problema de fondo: todas las villas y ciudades, excepto Málaga, se habían entregado por medio de capitulaciones que significaban que la mayor parte de la población seguiría siendo musulmana. Pero el reino, en cuanto tal, era ya cristiano y debía ser conducido, como los demás por esta vía. En consecuencia la población mudéjar, hasta entonces bastante reducida, experimentaba un crecimiento sustancial. Desde la mentalidad del tiempo la única solución estaba en acelerar el proceso de conversiones haciendo de los granadinos buenos cristianos. Una intensa tarea de evangelización fue encomendada a fray Hernando de Talavera, promovido arzobispo de la nueva capital, y al conde de Tendilla que se encargó del gobierno temporal. No había ningún precedente: ni fieles, salvo los que de fuera venían, ni edificios ni rentas para sostenerlos. Por eso el Papa hubo de otorgar a los reyes un regio patronato: ellos se encargaría de construir y dotar las nuevas sedes, surgidas de la nada; en contrapartida se les reconoció el derecho a escoger las personas que hubiesen de ocuparlas. Es el procedimiento que se implanta en América en donde se dan condiciones semejantes. El procedimiento funcionó bien pues los reyes escogieron personas de alta calidad, mucho mejores, en general, que las que se seleccionaban por medio de antiguo sistema.

El problema converso

El establecimiento de la «nueva» Inquisición puede considerarse, en no pequeña parte, como un repliegue de la potestad regia ante el Derecho canónico: Fernando e Isabel no pretendieron, como harían otros monarcas europeos en el siglo XVI, asumir directamente la represión de los delitos religiosos, aceptando las Constituciones pontificias que desde 1231 reservaba la calificación de la «herética pravedad» a ciertos jueces especiales, salidos de la Orden de los dominicos y encargados de «inquirir» su existencia. Sólo aquellos reos declarados recalcitrantes, que no reconocían el delito o se negaban a arrepentirse, podían ser «relajados al brazo secular» para ejecutar en ellos la sentencia prevista en las leyes. La Inquisición era un procedimiento, antes que una institución. La Iglesia consideraba este procedimiento inquisitorial como una garantía frente a los abusos del poder temporal que podía valerse de tales delitos como de un instrumento político. A las precauciones iniciales se había añadido, en tiempos de San Raimundo de Penyafort, reglamentos que eliminaban los aspectos más crueles de la tortura empleada en los tribunales laicos, así como la confusión que podía nacer de las denuncias indiscriminadas. Hace ya bastante tiempo que los investigadores han podido enviar al rincón de las leyendas la atribución de un protagonismo total a Torquemada sin que esto signifique disminuir la importancia del personaje.

Los Reyes Católicos no inventaron el procedimiento inquisitorial. Heredaron un problema converso que se venía arrastrando desde las terribles matanzas de 1391 y que se traducía en violencias y motines que alcanzaron su mayor grado de peligrosidad en los meses que precedieron a su reinado. Tampoco puede atribuírseles la introducción del mismo en Castilla. Desde el siglo XIII existía en la Corona de Aragón aunque desprovisto de especial virulencia. En 1464, a petición de Enrique IV y de algunos influyentes conversos que deseaban una aclaración capaz de demostrar que no eran muchos, entre ellos, los que judaizaban, Pío II había otorgado las bulas correspondientes para su introducción en Castilla, si bien la guerra civil que precisamente en este momento se iniciaba impidió que se hiciera de las mismas el uso que se reclamaba. El tema surgió en las conversaciones con el nuncio Nicolás Franco, en Guadalupe y en Sevilla, en el otoño de 1477. Entonces Fernando e Isabel dejaron bien claro que aspiraban a una dependencia más directa de los jueces inquisidores hacia la Corona y, también, que era necesario procurarles cierta independencia de la autoridad de los ordinarios. Es cierto que el rey, vería, más adelante, que la nueva Inquisición significaba un refuerzo del poder de la Corona sobre todo en sus reinos patrimoniales, pero al principio esto no parece haber influido. Se trataba de resolver un problema que en las diócesis de Sevilla y Cádiz alcanzaba especial virulencia. El Papa creyó que se trataba de un problema limitado.

Sobre los reyes gravitaba el peso de una opinión pública fuertemente trabajada por ciertos sectores eclesiásticos, como podemos apreciar en el famoso libro de fray Alonso de Espina, franciscano, Fortaliyium fidei: la nutrida, fuerte y rica población conversa, que continuaba con sus antiguas prácticas, constituía un peligro gravísimo para la unidad y pureza de la fe católica. Sólo de un modo indirecto podemos conocer el contenido de las conversaciones con el nuncio que estaba dotado de poderes amplios. Fueron seguidas de una embajada del obispo de Osma y su hermano

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Francisco de Santillan, los cuales obtuvieron del Papa Sixto IV una bula, Exigit sincerae devotionis (1 de noviembre de 1478) que otorgaba a los Reyes Católicos poderes para escoger dos o tres inquisidores, que fuesen personas de más de cuarenta años, sacerdotes recomendables por su virtud, maestros o bachilleres en Teología y a quienes se sometiese a un examen previo. Bernardino Llorca ha destacado que, probablemente, nadie se daba cuenta entonces de la gravedad que revestía esta concesión: los monarcas castellanos iban a tener derecho a designar jueces inquisidores con independencia del general de la Orden y de los ordinarios de cada lugar. Innovación radical, desde luego, pero que en Castilla no podía calificarse de alteración de los usos dado el hecho de que estos no existían. Deben aclararse dos cosas: la represión de la herejía, dura e injusta, nunca alcanzó el grado de crueldad que la justicia ordinaria marcaría en otros países; Sixto IV no tardó en darse cuenta del error cometido y trató de rectificar sin conseguirlo nunca por completo. En esta coyuntura Fernando iba a mostrarse más exigente que su esposa.

Como es sabido la bula del 1 de noviembre no tuvo inmediata aplicación. Algunos consejeros espirituales de la reina como Mendoza o Talavera presionaron en el sentido de que, aplicando las previsiones de San Raimundo, se invitara a los conversos a confesar y rectificar sus errores acogiéndose a la penitencia señalada para estos casos por la Iglesia. Esto viene a demostrar que hubo, en la Corte, algunas divergencias entre los partidarios de las medidas persuasorias, catequesis y presiones en orden a una rectificación, y los que buscaban la limpieza completa por vía represiva. Pero al final triunfaron los segundos. Hay que destacar el apoyo popular a la persecución. Las Cortes de Toledo de 1480 declararon inconveniente la convivencia de judíos y cristianos decretándose la separación rigurosa entre los lugares de habitación judía y los cristianos.

El 20 de setiembre de este mismo año fueron nombrados dos inquisidores para la diócesis de Sevilla: se trataba de dos dominicos, fray Miguel de Morillo y fray Juan de San Martín; como asesores de los mismos actuarían el capellán López del Barco y el consejero Juan Ruiz de Medina. La Orden a la que pertenecían ambos jueces demuestra que los monarcas trataban de conservar, en lo posible las antiguas normas. Fray Miguel de Morillo había sido propuesto, por el propio Fernando, al general de los dominicos como provincial de la Orden en el reino de Aragón.

No puede decirse que Isabel no se mostrara muy directamente comprometida en el establecimiento y primeros pasos de la Inquisición; ausente su marido no tuvo inconveniente en que se despacharan a su solo nombre las cartas que ordenaban al municipio sevillano prestar a los inquisidores toda la ayuda que fuere menester.

Excepto en lo que se refiere a los nombramientos, que aseguraban protagonismo a la Corona, el procedimiento inquisitorial se mantenía en la forma establecida con anterioridad. Nacida, sin embargo, con el propósito de lograr la radical extirpación de un mal que se consideraba gravísimo, procedió con un rigor tan grande que despertó inmediatamente protestas. Sevilla, objetivo señalado en esta primera etapa, se cubrió de oscuras nubes, por el terror desatado. Este es un hecho que debe ser medido con exactitud aunque resulta imposible reducir a cifras concretas las noticias de que disponemos. Investigadores tan expertos y poco sospechosos como Fidel Fita y Bernardino Llorca no permiten abrigar dudas: fueron muchos los condenados y ejecutados, algunos en ausencia. Acogerse a la penitencia declarándose culpable, tampoco evitaba el recurso a las fuertes multas o confiscaciones. Muchos conversos, gente adinerada, huyeron: disponían de medios para hacer llegar al Papa sus denuncias. Era, en aquella coyuntura, la suprema esperanza.

No olvidemos que fueron más numerosos los que no fueron molestados; hallamos cristianos «nuevos» en puestos importantes del gobierno de la Iglesia o del reino. Pero todos estaban sometidos a esa amenaza que significaban las denuncias anónimas, pues no faltan vecinos o colegas dispuestos a descubrir en el prójimo el mal. Hemos de tener en cuenta el temor que se desataba en los conversos sinceros, viviendo siempre sobre el filo suspicaz de una navaja. También en los cristianos «viejos» se estaban despertando aprensiones acerca del peligro que se señalaba para la sociedad: algunos grabados de la época hacen referencia a esta amenaza oscura y peligrosa. Esta conciencia influyó, sin duda, para que se incrementara un acrecentamiento del rigor. No nos engañemos: la Inquisición pudo contar, desde el principio, con respaldo popular. En los reyes nació la voluntad -es posible que la tuviesen de antemano- de extender a toda la Península aquel «supremo bien» ya que se trataba de defender lo que es mayor precio, la unidad de fe. En otros términos establecer una Inquisición general que no hiciera distingos; por ello Fernando mostraba ahora voluntad de hacer extensivo el nuevo sistema a la Corona de Aragón, en donde el procedimiento inquisitorial estaba introducido desde mucho tiempo atrás, aunque sujetándose a las limitaciones que marcaban los Fueros de cada reino.

En un sentido estricto la bula del 1 de noviembre de 1478 estaba referida únicamente a los monarcas castellanos, pues aún vivía Juan II de Aragón, pero venía redactada en términos que resultaban suficientemente ambiguos: «de los reinos españoles dependientes de vuestra autoridad». Como en 1479 Fernando entró en posesión de la Corona de Aragón pudo entender que también a estos reinos se refería la autorización otorgada. Convenció al general de la Orden dominicana, Salvio Casseta, para que nombrase a Gaspar Jutglar inquisidor general de dichos reinos, convenciendo luego a éste para que delegara sus funciones en Juan de Orts para Valencia, asignándole a Cristóbal de Gualbes como su colaborador. Una vez logradas estas concesiones los reyes procedieron, conjuntamente, a extender un nombramiento (28 de diciembre de 1481) incluyendo en él una copia de la bula del 1 de noviembre, dando a entender que sus efectos se hacían sentir en todos los reinos que, ahora, formaban su Monarquía. No hay posibilidad de duda: Fernando había visto en la Inquisición «nueva» un medio de progresar en el ejercicio del «poderío real absoluto» que es el que corresponde a la Corona y no a cada reino en particular.

Aparece Torquemada

La maniobra de los monarcas españoles estuvo a punto de fracasar. Llegaron a Roma, en el invierno de 1481 a 1482, denuncias muy serias que conmovieron al Papa. Una procedía del dominico fray Francisco Vidal que alertaba sobre el abuso cometido con el nombramiento de Orts y de Gualbes, quebrantando los privilegios y funciones que

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correspondían a su Orden. Casseta se adelantó a invalidar su propia decisión, deponiendo a Jutglar a quien responsabilizaba del abuso cometido. La otra venía de algunos conversos sevillanos, que habían conseguido huir y buscaban ahora el amparo del Papa. He aquí un argumento importante: la Inquisición, que hubiera debido servir para tranquilizar las conciencias demostrando cómo los conversos eran, en general, buenos cristianos, se había convertido en instrumento de dura represión indiscriminada. Conocemos algunos nombres, correspondientes siempre a personas de posición acomodada: Juan de Sevilla y su mujer, Leonor Fernández, Diego y Elvira de Montoya y Francisco Fernández de Sevilla. A todos estos otorgó Sixto IV breves de reconciliación que les ponían a salvo de los rigores inquisitoriales. Las denuncias, tomadas en conjunto, destapaban algunos aspectos esenciales que afectaban a la estructura misma de la Iglesia.

Estos episodios marcan un punto de especial tensión en las relaciones entre los Reyes Católicos y el Vicario de Cristo. Este había descubierto que, con la bula del 1 de noviembre había cometido un error de forma bastante sustancial. Pero era demasiado tarde para una rectificación completa. No podía negar el Derecho eclesiástico ni, tampoco, que necesitaba imprescindiblemente del apoyo de Fernando para sostenerse en Italia. Debemos destacar, en el conjunto de las denuncias, tres aspectos sustanciales:

· Se habían conculcado las disposiciones de Gregorio IX que encomendaba exclusivamente al general de la Orden la misión de seleccionar los jueces idóneos.

· Los nuevos inquisidores escogidos y nombrados por los reyes, no se atenían a las prescripciones establecidas por decretos pontificios incorporados al Derecho canónico, actuando con rigor excesivo y sin tener en cuenta la buena voluntad y conducta de los denunciados. No trataban de corregir sino simplemente de castigar.

· Con sus actuaciones, cuya dureza trataban de destacar los denunciantes, los inquisidores estaban demostrando que hacían caso omiso de la jurisdición episcopal a la que, como se recordaba en la misma bula, se hallaban por principio sometidos.

La reacción de Sixto IV fue, en principio, conforme a lo que podía esperarse de su autoridad en cuanto Vicario de Cristo. En un corto espacio de tiempo tomó dos decisiones de la mayor importancia. El 29 de enero de 1482 firmó un breve, varias veces publicado, modificando de modo sustancial algunas de las concesiones otorgadas en la bula del 1 de noviembre de 1478; en él se hacía expresa referencia al rigor injusto empleado por Morillo y San Martín. En el último instante se detuvo, sin embargo, y no llegó a anular su nombramiento «para que no pareciese que reprobábamos a éstos como menos idóneos, inhábiles e insuficientes y, por ello, condenábamos el nombramiento de ellos hecho por vos» refiriéndose concretamente a Fernando y a su esposa. En cambio recordaba muy directamente que la mencionada bula no era aplicable a los reinos de la Corona de Aragón que contaban ya con su propio sistema inquisitorial.

Mientras tanto los consejeros del Pontífice y el general de los dominicos, trabajaban conjuntamente para elaborar una lista de ocho maestros de la Orden a los que podrían encargarse las funciones inquisitoriales en los reinos de la Corona de Aragón, manteniendo una trayectoria que databa de la segunda mitad del siglo XIII. En esta lista, fray Tomás de Torquemada, sobrino del famoso cardenal, y subprior del convento de Santa Cruz de Segovia, ocupaba el séptimo lugar. Finalmente una nueva bula (18 de abril de 1482) recordaba e introducía normas de justicia que hubieran podido suponer un cambio decisivo si efectivamente hubiera sido llevada a ejecución. Los inquisidores no estaban autorizados a proceder unilateralmente en sus sentencias. El proceso, con todos sus detalles, incluyendo los nombres de denunciantes y testigos, tenía que ser comunicado a los reos a fin de que pudieran disponer con eficacia su defensa. Además todos los condenados podían acudir en grado de apelación al propio Papa confiriéndose a Roma la decisión última. Finalmente los obispos y vicarios podían recibir confesión y penitencia de los conversos que temieran verse acusados, quedando de este modo a cubierto de cualquier denuncia posterior.

Primer dato que hemos de tener en cuenta: Torquemada figura ya en el primer proyecto del Papa para incapacitar a Orts y Gualbes y poner coto a los rigores excesivos de la primera etapa. Con estos ocho nombres, aunque incluyeran a un castellano, se pretendía poner coto a los excesos de un autoritarismo que evidentemente perseguía Fernando que veía en la bula de 1478 un instrumento para imponer unidad entre los reinos de la Corona de Aragón, sin faltar a los juramentos que con cada uno de ellos intercambiara. Aunque nos faltan noticias detalladas que no se reflejaron en documentos, sabemos que las tensiones fueron muy fuertes en la primavera de 1483. Isabel intervino de modo muy directo escribiendo personalmente al Papa y pudo conseguir que las apelaciones pudieran resolverse en España y no en Roma, que hubiera resultado un trámite demasiado largo. El 25 de mayo del mencionado año, Sixto IV, accediendo expresamente a la petición de la reina, delegó en Iñigo Manrique, recientemente promovido arzobispo de Sevilla, esas funciones que le convertían en verdadero juez de apelaciones. Fórmula intermedia obediente a concesiones mutuas: se conservaba la dependencia de Roma en este grado, ya que Manrique pasaba a ser una especie de vicario designado por el Papa, si bien personalmente muy adherido a la política de Isabel.

Zurita, que no dispuso de toda la documentación necesaria, se equivoca en un punto, induciendo en esta línea a los historiadores modernos. Sixto IV no cedió en un punto concreto: Gualbes tenía que ser relevado de sus funciones. Las cartas que envió al rey y al propio Gualbes los días 3 y 4 de octubre de este mismo año despejan cualquier duda al respecto. En cambio las cartas e instrucciones ahora conocidas nos aclaran ciertos detalles en esta negociación que fue muy tensa pero en la que el Romano Pontífice no tenía más remedio que buscar caminos de acuerdo porque la crisis de Ferrara y las tormentas que se desencadenaban en Italia no le permitían poner en riesgo las buenas relaciones con Fernando. La disputa desemboca en un punto de acuerdo cuando el 17 de octubre de 1483 y, sin duda con anuencia de los reyes y del general de la Orden, fray Tomás de Torquemada, no obstante ser castellano, era nombrado inquisidor general de la Corona de Aragón, llenando el oficio que antes ocupara Gaspar Jutglar. En este

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nombramiento que implicaba poderes para escoger otros jueces, no se mencionaba la bula de 1478. Se pasaba a una situación nueva.

La documentación recogida por don Antonio de la Torre y el P. Llorca permite formular la cuestión en estos términos. Un castellano fue nombrado por el Papa, con anuencia del general de la Orden, inquisidor en todos los reinos que formaban la Corona de Aragón, destruyendo, en la práctica la separación que, a este respecto, existía entre ellos. El nombramiento entrañaba en sí gran importancia porque a Torquemada se conferían amplísimas facultades y poderes de los que sólo tendría que responder ante el Papa y, en sus relaciones con las autoridades temporales, de la Corona. A muchos, en Aragón o en Cataluña, pareció que se estaba cometiendo un atentado contra las «libertades» de cada reino, especificadas en los Fueros. Torquemada estaba ahora en condiciones de nombrar los jueces inquisidores que le parecieran más convenientes, conocer en todas las causas, dictar normas de obligado cumplimiento en todos los tribunales y, en resumen, unificar el ejercicio de la Inquisición. No cabe duda de que todo esto entraba en los proyectos de los Reyes Católicos. Por eso llegaron fácilmente a un acuerdo.

En un momento que no podemos precisar con exactitud, aunque en todo caso próximo al 19 de noviembre de 1484 en que hallamos la primera mención del nuevo título, Torquemada fue nombrado también inquisidor general en los reinos de Castilla. Fue confirmado por Inocencio VIII con las mismas dimensiones que arriba hemos mencionado, el 3 de febrero de 1485. Orts y Gualbes, Morillo y San Martín desaparecen de nuestra vista, pero a Gaspar Jutglar volvemos a encontrarle porque fue uno de los primeros inquisidores que nombró Torquemada.

Las dimensiones de un «máximo religioso»

Es inevitable demorarse en estos aspectos porque mediante ellos se aclaran aspectos esenciales del reinado. La represión de la herejía, que a todos, dentro y fuera de España, parecía una necesidad pues afectaba a la esencia misma del reino, definido como una comunidad de bautizados, resultó dura, bajo la mano de Torquemada, pero menos de lo que resultaría en otros reinos en donde esta tarea fue encomendada a tribunales civiles. Por otra parte, el establecimiento de un organismo unificado tuvo como consecuencia atenuar y no aumentar la crueldad con que en los primeros años se habían producido los inquisidores sevillanos. No cabe duda, por consiguiente, de que la intervención del Papa resultó, en este aspecto, moderadora. Fernando llegó a mostrarse con Sixto IV muy exigente porque veía, en el Tribunal, una nueva dimensión para asegurar ese poderío real absoluto, es decir, independiente de cualquier otro nivel superior. Aunque al principio se mostró contrario a Torquemada, lo mismo que a los otros miembros de la lista de Salvio Casseta, acabó convirtiéndolo en un colaborador. Por esta vía la presencia de un inquisidor general que, en la práctica, iba a depender de los recursos y ayuda que le proporcionase la Monarquía, venía a colocar los delitos contra la fe dentro de las dimensiones del naciente Estado. Esto es máximo religioso: «cuius religio eius regios». Términos que Lutero no tardaría mucho en invertir.

Hubo, en adelante, acuerdo entre las dos partes en cuanto al fin principal, extirpación de la herejía, y también divergencia en los métodos pues los monarcas parecían anteponer la eficacia a otra consideración, reforzando de este modo el poder, mientras que el Papa seguía prestando atención a los términos del Derecho. Las normas que, en un primer momento y con carácter general, dictó Torquemada, se hallaban más cerca del segundo que de los primeros. Pero luego cambió. Fernando e Isabel apoyaron al inquisidor general en la tarea de convertir el que era en principio un procedimiento procesal específico, en un verdadero tribunal de Justicia, el Santo Oficio, con competencia sobre todos los reinos que formaban la Monarquía. Pasó a ser de este modo instrumento represivo del Estado, encomendado exclusivamente a eclesiásticos, que de este modo se hacían depositarios de las facultades previstas en el Derecho canónico. En 1488 Fernando vería rematada su tarea cuando Inocencio VIII, menos fuerte que Sixto IV, le otorgó la facultad de proponer, en su día, el nombre de la persona que habría de suceder a fray Tomás. El principal daño que de esta situación se irrogaba, no era para el Estado, que resolvía un problema con menos costo del ordinario, sino para la Iglesia: siendo ésta vehículo para el perdón y la reconciliación se la estaba comprometiendo en una tarea de represión.

No podemos entrar en detalles que, sin duda, nos llevarían muy lejos. Desde 1484 Torquemada, actuando siempre con el asesoramiento de un equipo de eclesiásticos, estableció tribunales bajo su dependencia en Aragón, Valencia y Cataluña, sin respetar la condición de que fueran naturales del propio país. En Aragón, más todavía que en los otros reinos de aquella Corona, muchas personas calificaron esta conducta de contrafuero. Los conversos, que eran muy poderosos en Aragón, trataron de montar un movimiento de resistencia que apelaba a esta circunstancia. En el fondo se trataba de decidir en una cuestión constitucional, si los tribunales del Santo Oficio se instalaban en el poder global de la Monarquía o en el concreto de cada reino. Algunos conversos cometieron entonces el grave error de organizar el asesinato del inquisidor designado, Pedro de Arbués (14/15 septiembre de 1485) en el momento en que se hallaba en oración en la Seo de Zaragoza. Esperaban, acaso, provocar de este modo un enfrentamiento entre la Diputación y el monarca. Consiguieron exactamente lo contrario: un movimiento popular contra los asesinos y, en general, los conversos y una coyuntura para que Fernando pudiera imponer su criterio.

Tenemos así formulada una de las principales dimensiones en esa doctrina del «máximo religioso»: ningún delito alcanza la gravedad de aquellos que atentan a la unidad de la fe, plataforma sustancial para los que se negaban a reconocer su culpa y enmendarla mediante la debida penitencia, era la reputada como máxima, esto es, muerte en la hoguera. Peor que la sentencias concretas cuyo número, hemos de insistir, no era tan abundante como muchas veces se ha señalado, era la creación de un clima de recelo y suspicacia que alimentaba toda suerte de malos sentimientos. Los inquisidores no necesitaban proceder de oficio; nunca faltaban denunciantes bien dispuestos a ganar méritos denunciando costumbres en sus vecinos que atribuían al ritual judío. Aunque los inquisidores no ejercían la censura de libros ni intervenían en la vida pública, lo hacían indirectamente llamando la atención sobre doctrinas, tesis o conductas. Hay que tener en cuenta que muchos asuntos que hoy pertenecen al Derecho civil se hallaban entonces

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dentro del esquema de los delitos religiosos. Aunque en muchos aspectos el Santo Oficio funcionaba como una institución más dentro del Estado, llegando a disponer de su propio Consejo Real, en determinadas coyunturas podía llegar a situarse por encima del Estado, marcando límites a lo que se podía o debía hacer. Una experiencia que habría de vivir el conde duque de Olivares cuando tuvo la idea de readmitir a los judíos aliviando deficiencias financieras: la Inquisición demostró entonces que era más fuerte que el valido.

La expulsión de los judíos

No tenemos noticia de que en las conversaciones con Nicolás Franco se hayan contemplado medidas concretas para la extirpación del judaísmo aunque, desde luego, de este problema también se habló. La existencia de una «cuestión judía» se había planteado en Europa durante el siglo XIII llegándose a la conclusión de que la persistencia de esta religión al lado de la cristiana, era un mal que debía ser resuelto. La hostilidad a los judíos se había polarizado en dos extremos: la violencia que consistía en asaltar sus casas y obligarles al bautismo -una práctica que, con gran dureza, se ensayó también en España en 1391- o la suspensión del permiso de residencia. Francia, Inglaterra, Nápoles, Austria y la mayor parte de los príncipes habían optado por la expulsión obligando a los judíos a refugiarse en los países del Este, Polonia, Ucrania, Turquía, países con insuficiente desarrollo político. España era una excepción. Contaba con abundante población judía protegida por disposiciones de los reyes.

En 1432 don Álvaro de Luna había ensayado una tercera vía, satisfactoria para los judíos, consistente en publicar un Ordenamiento, pactado con las comunidades judías, que reconocía a éstas un status legal. Al comienzo de su reinado Isabel optó por esta misma vía, confirmando el mencionado Ordenamiento, no de un modo puramente nominal, sino con observaciones y rectificaciones del Consejo Real. Esto explica que durante la primera etapa, los judíos mostraran su contento. El rab mayor, Abraham Señero y el principal de los conversos, Andrés Cabrera, apoyaron a los príncipes en su camino hacia el trono y les mostraron luego fidelidad sostenida.

Hasta 1482 estas disposiciones favorables a los judíos se mantuvieron sin variación apreciable. Sin embargo las Cortes, especialmente las de Toledo de 1480 plantearon ya ciertas cuestiones antijudías como la necesidad de apartarlos en barrios especiales como se venía disponiendo desde el IV Concilio de Letrán de 1215, que tuviesen que usar la señal distintiva y que se regulasen los créditos que muchas veces daban origen al delito de usura. Esta última disposición no fue mal recibida por los judíos pues también a ellos convenía que se fijasen y garantizasen los réditos inherentes a los préstamos. El 1484 un polaco que viajaba por Cataluña oyó decir a alguna gente que la reina protegía a los judíos. Y, en una fecha tan avanzada como 1487, las aljamas castellanas comunicaron a la comunidad judía residente en Roma que se consideraban afortunadas al disponer de la protección de unos reyes justos y de la presencia influyente de Abraham Seneor.

No hay contradicción entre estos datos y el clima de hostilidad que desde mucho tiempo atrás se venía produciendo entre la población española contra el judaísmo. La práctica de esta religión que comportaba la negativa rotunda a admitir que el Mesías había venido ya, el repudio radical a la persona de Cristo a quien se acusaba de blasfemia, creaban barreras infranqueables. Los reyes y la alta nobleza se inclinaban en favor de una protección interesada ya que eran muchos los judíos que prestaban buenos servicios en la medicina y en diversos campos de la administración. Cuando los Abrabanel se vieron obligados a huir de Portugal porque se les consideraba en dependencia de los Braganza, se les abrieron las puertas en Castilla y de modo especial en el palacio de los Mendoza. Todo esto obedecía a criterios de utilidad y no a otra cosa. Los documentos son bien explícitos cuando dicen que los judíos deben ser «tolerados y sufridos». La convivencia estrecha entre cristianos y judíos se consideraba indeseable por el peligro que podía entrañar para la fe.

Esta conciencia antijudía no era primordialmente española. Venía de fuera. Desde que las denuncias de un converso, Nicolás Donin, hubieran provocado en 1248 una sentencia pronunciada por la Universidad de París contra el Talmud, ejecutada luego en la plaza de la Gréve mediante la cremación de varias carretadas de ejemplares de este libro, numerosos predicadores y maestro venían sosteniendo que esta Tradición o Enseñanza tergiversaba la doctrina de la Escritura Santa y no podía ser otra cosa que un invento diabólico para pervertir a los judíos y, mediante ellos, también a los cristianos. De modo que la presencia de los hebreos debía considerarse como un peligro social. La consecuencia de este planteamiento era lógica: una doctrina perversa tiene que ser prohibida y extirpada. Inglaterra, que no contaba entonces con muchos judíos, tomó la iniciativa de expulsarlos de su territorio. El ejemplo fue seguido por Francia, Nápoles y la mayor parte de las autoridades europeas. España era una excepción aunque, recordemos, las matanzas de 1391 habían demostrado que no era un refugio conveniente.

Ahora los judíos eran menos numerosos que antaño, aunque religiosamente de mucha mayor calidad, por haberse templado con la persecución. Los sentimientos hostiles hacia ellos venían creciendo y a ellos se sumaban especialmente las numerosas denuncias contra aquellos conversos que trataban de retornar a las prácticas de su antigua religión. En consecuencia el establecimiento de la «nueva» Inquisición obedecía a este propósito concreto: descubrir, castigar y desarraigar a los «judaizantes». Al mismo tiempo las competencias del Santo Oficio se extendían a otros muchos delitos, pero en 1480 todo parecía centrarse en este punto. Se creó una espesa atmósfera de recelo: se calculaba que eran muchos los que, en secreto, volvía a practicar los ritos talmúdicos y a seguir sus enseñanzas. Las fuentes hebreas afirman exactamente lo contrario: la mayor parte de los conversos no pretendían otra cosa que borrar el pasado, aunque se mantenían costumbres familiares que podían ser erróneamente interpretadas.

Desde el primer momento los inquisidores señalaron el que, a su juicio, constituía un contrasentido: se les ordenaba extirpar una práctica religiosa que, al mismo tiempo, estaba protegida por la ley. Si la doctrina es «perversa» no puede tolerarse que haya quienes la profesen legalmente, pues, para usar términos modernos, sería tanto como cultivar un foco de paludismo y al mismo tiempo pretender que las fiebres no se extendieran. Añadieron que las

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medidas tomadas por las Cortes de Toledo de 1480 para procurar el aislamiento de los judíos resultaban de todo punto insuficientes. Las ciudades, en general, se mostraron muy duras a este respecto, asignando espacios de pésima calidad para el alojamiento de los judíos. De modo que todos parecían entrar en competencia a la hora de mostrar animadversión.

En 1483 los inquisidores, por su cuenta, decidieron prohibir la residencia de judíos en las tres diócesis de Sevilla, Cádiz y Córdoba. Fernando el Católico intervino para ampliar los plazos de salida pero confirmó la disposición inquisitorial. Los hebreos creyeron que se trataba de una disposición transitoria, pero no fue así. Cuando Torquemada se hizo cargo de la Inquisición general volvió a insistir en el tema: las prácticas judías legalizadas estaban en el origen de la depravación de muchos conversos. Sin embargo durante ocho años los monarcas resistieron las presiones y la abundante documentación procedente del Consejo Real nos demuestra que los judíos seguían siendo tratados con bastante equidad. Se ha supuesto que el retraso en plegarse a las demandas inquisitoriales fuese debido a la guerra de Granada; no convenía prescindir de los subsidios extraordinarios que con tal motivo se les reclamaban.

El decreto de expulsión, que lleva la fecha del 31 de marzo de 1492, fue redactado por Torquemada, aunque se extendía a nombre y bajo firma de los reyes porque el inquisidor general carecía de competencia sobre los no cristianos. Nos ayuda a comprender lo que significaba el «máximo religioso» en su aspecto coercitivo; la fe, bien supremo e insoslayable, no era considerada dentro del ámbito de competencia individual. Se justificaba insistiendo en una idea vieja: se había esperado que la convivencia permitiese la conversión, pero ésta no se había cumplido; al contrario se detectaba un peligro con amenaza. Tal vez deberíamos modificar los términos y definirlo como prohibición en la práctica del judaísmo. Pues la expulsión afectaba únicamente a los que no quisieran bautizarse. Se les presionaba pero no se les obligaba a recibir el bautismo, ya que la validez del sacramento está ligada al ejercicio de la libre voluntad, pero quienes optaban por esta solución eran integrados en la sociedad con ciertas garantías de que no serían perseguidos por la Inquisición.

Los no bautizados, convertidos ahora en simples huéspedes extranjeros, disponían de un plazo para salir del país, conservando sus propiedades pero sujetas a las condiciones dictadas por las leyes del reino. Disposiciones posteriores con ventajas fiscales y garantía personal nos demuestran que se hicieron esfuerzos para lograr conversiones; algunos agentes reales, reuniendo a judíos en determinados lugares, como es el caso de Maqueda, trataron de convencerles para que no se fueran. Todos los que hubieran salido si regresaban para convertirse o después de bautizados, tenían derecho a recuperar todos los bienes vendidos pagando por ellos exactamente el mismo precio que percibieran. Hemos podido comprobar varios casos, además del muy significativo de Alfonso de Zamora. A Isaac Abrabanel se le concedió un permiso especial para sacar metales preciosos y joyas. Se convertiría en testimonio de la inclinación favorable de la reina, que no bastaría, sin embargo, para detener un proceso que se presentaba como inevitable.

Los testigos cristianos coetáneos, como es el caso de Andrés Bernáldez, se compadecieron de los sufrimientos impuestos a aquellos seres humanos, pero no los atribuían a las acciones contra ellos ejecutadas sino a las propias víctimas: la causa estaba en la terquedad al no querer aceptar el error en que vivían. En la otra vertiente del cuadro los grandes autores judíos, como el propio Abrabanel o Salmón ben Verga nos dan una explicación que se mueve dentro de los mismos parámetros: la expulsión podía considerarse como una especie de castigo de Dios por no haber cumplido la Ley.

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