1 debilidad y finitud del ser creado

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DEBILIDAD Y FINITUD DEL SER CREADO: LA ENFERMEDAD Y LA VEJEZ 1 El enfermo y la enfermedad Sabemos que el ser humano es todo entero búsqueda constante de un siempre más, aspiración sin límites y apertura al Absoluto. En esta dinámica y en este proceso de devenir más él mismo, el ser humano encontrará realidades a las que deberá enfrentarse, entre las cuales se encuentran la enfermedad, la vejez y la muerte. La Organización Mundial de la Salud, durante los años 70, propuso una definición de la salud que es conocida de todos en el medio hospitalario: “La salud es un estado de equilibrio biológico, físico, mental y social, y no simplemente una ausencia de enfermedad.” Es verdad, esta definición es una revolución en comparación a otras. Antiguamente, la manera de comprender la salud estaba sobre todo en función a los signos y síntomas, dejando en último plan a la persona misma. Nosotros pensamos que para hablar de la salud, es necesario tener una visión integral del ser humano. En esta perspectiva, la persona sana es un todo dinámico y complejo con aspectos biológicos, psicológicos, sociales y espirituales. La persona está inserta en un conjunto de relaciones con los demás seres humanos, con su medio y su historia, sobre los cuales actúa y a su vez actúan sobre ella. Este equilibrio dinámico se basa en la posibilidad de crecer, desarrollarse, adaptarse y realizarse. Está en relación con las capacidades del sujeto, con su percepción de él mismo, sus relaciones con los otros, con su ambiente, sus fines y su paradigma axiológico. Al respecto, Louis Perrin dice: Si se pudiera definir objetivamente la salud como la ausencia de enfermedad y como el funcionamiento normal del organismo, se podría pensar que no hay diferencia entre la salud anterior a la enfermedad y la salud que viene después de la curación. Pero si uno se coloca desde el 1

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Notas para la teología del sacramento de la unción de los enfermos.

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DEBILIDAD Y FINITUD DEL SER CREADO:LA ENFERMEDAD Y LA VEJEZ

1 El enfermo y la enfermedad

Sabemos que el ser humano es todo entero búsqueda constante de un siempre más, aspiración sin límites y apertura al Absoluto. En esta dinámica y en este proceso de devenir más él mismo, el ser humano encontrará realidades a las que deberá enfrentarse, entre las cuales se encuentran la enfermedad, la vejez y la muerte.

La Organización Mundial de la Salud, durante los años 70, propuso una definición de la salud que es conocida de todos en el medio hospitalario: “La salud es un estado de equilibrio biológico, físico, mental y social, y no simplemente una ausencia de enfermedad.”

Es verdad, esta definición es una revolución en comparación a otras. Antiguamente, la manera de comprender la salud estaba sobre todo en función a los signos y síntomas, dejando en último plan a la persona misma.

Nosotros pensamos que para hablar de la salud, es necesario tener una visión integral del ser humano. En esta perspectiva, la persona sana es un todo dinámico y complejo con aspectos biológicos, psicológicos, sociales y espirituales. La persona está inserta en un conjunto de relaciones con los demás seres humanos, con su medio y su historia, sobre los cuales actúa y a su vez actúan sobre ella.

Este equilibrio dinámico se basa en la posibilidad de crecer, desarrollarse, adaptarse y realizarse. Está en relación con las capacidades del sujeto, con su percepción de él mismo, sus relaciones con los otros, con su ambiente, sus fines y su paradigma axiológico. Al respecto, Louis Perrin dice:

Si se pudiera definir objetivamente la salud como la ausencia de enfermedad y como el funcionamiento normal del organismo, se podría pensar que no hay diferencia entre la salud anterior a la enfermedad y la salud que viene después de la curación. Pero si uno se coloca desde el punto de vista del enfermo, se percibe rápidamente que éste que se cura vive una experiencia fundamental mucho más rica que el simple regreso al estado precedente a la enfermedad. Su paso por la enfermedad cuenta en su vida...1

Ahora bien, la salud no es una noción que podamos limitar en una definición. Es un bien personal que comporta una dimensión comunitaria y que conlleva la responsabilidad de los individuos.

La enfermedad debe ser comprendida en función de una vida, es un debilitamiento de la persona, una pérdida de ciertas capacidades. La enfermedad indica a la persona enferma que algo no va de acuerdo al proceso vital, tiene un valor de señal o mensaje. La enfermedad es más que una disfunción, una ruptura del equilibrio o una situación a evitar.

1 Louis PERRIN, Guérir et sauver: entendre la parole des malades, Paris, Ediciones du Cerf, 1987, pp. 13-14.1

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1.2 La situación psicológica y espiritual del enfermo

El enfermo, tradicionalmente, ha sido considerado como un paciente. Sumiso, espera y padece. Es una especie de víctima. Por el contrario, en una visión integral, podemos afirmar que cada individuo es único y se sitúa en un conjunto de circunstancias de las cuales, la enfermedad es una parte. La enfermedad le pertenece al enfermo – ontológicamente hablando – es parte de su existencia. En consecuencia, la persona enferma se vuelve consciente de su precariedad y se compromete en un combate para asumir su vida. Ella no se deja enfermar voluntariamente en un estado pasivo. En nuestros días, la pasividad no conviene necesariamente a un sujeto frente a la enfermedad, le debe ser posible conservar su responsabilidad personal, en la medida de lo posible, por lo que respecta a salvaguardar un estado de equilibrio jamás definitivo, siempre a restablecerse cada vez que los datos, tanto interiores como exteriores (signos y síntomas) cambian. Al respecto Elisabeth Kübler escribe:

Un enfermo, muy a menudo, es tratado como alguien que no tiene derechos ni opinión. Es generalmente otra persona quien decide en su lugar, el sitio de su hospitalización, le fija el momento de su ingreso a la institución de salud y selecciona ésta. No se necesita hacer un gran esfuerzo para recordar que un enfermo tiene sentimientos, preferencias, ideas personales, y sobre todo – esto es lo más importante – tiene el derecho de hacer escuchar su voz.2

Las enfermedades, en general, están acompañadas de sufrimientos físicos y morales. Son ocasión de sufrimiento espiritual, porque nos revelan, algunas veces de manera cruel, la fragilidad de nuestra condición; nos recuerdan que la salud y la vida biológica no son bienes que poseamos de manera permanente, que nuestro cuerpo está destinado a debilitarse, degradarse y finalmente a morir.

Desde este punto de vista, la enfermedad despierta una serie de preguntas a las cuales nadie escapa: ¿por qué?; ¿por qué yo?; ¿por cuánto tiempo?; ¿qué va ser de mí?

Toda enfermedad “seria” constituye una confrontación viva y profunda, la cual no es abstracta ni gratuita, sino que se inscribe en una experiencia honda, en ocasiones lacerante. Esta confrontación es crucial, porque la enfermedad pone siempre más o menos en cuestión los fundamentos, las referencias y el sentido de nuestra existencia, los equilibrios adquiridos, la libre disposición de nuestras facultades corporales y físicas, nuestros valores de referencia, nuestra relación con los otros. La enfermedad pone en cuestión nuestra vida misma, porque la muerte se perfila más claramente que de ordinario.

1.3 La experiencia actual de la enfermedad

Lejos de ser un acontecimiento externo y por tiempo limitado, la enfermedad es una experiencia que compromete todo nuestro ser y nuestro destino. Cada uno de nosotros, en el curso de nuestra existencia, debemos tener cuenta de la enfermedad y del sufrimiento, más aún, cuando sobrevienen, continuar viviendo y encontrar, a pesar de ello o en ello, la manera

2 Elisabeth KÜBLER-ROSS, Les derniers instants de la vie, Genève, Ediciones Labor et Fides, 1975, p. 17.2

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de responder a la dinámica propia del ser humano, continuar en la búsqueda de un cada vez más “yo”.

Ahora bien, esto no es siempre fácil, porque la enfermedad, cuando es seria, nos sumerge en una situación desconocida, donde nuestras condiciones de vida se encuentran modificadas, donde nuestras relaciones con los demás, sobre todo con los más próximos, son perturbadas por un aislamiento impuesto, donde debemos hacer frente al dolor, pero también a la inquietud y el desánimo, entiéndase: angustia y desesperanza, y donde nos sentimos más o menos solos para afrontar estas dificultades.

Podemos decir, con toda seguridad, que actualmente el ser humano se encuentra más protegido que antaño. Hoy, la medicina cuenta con los recursos necesarios para curar muchas de las enfermedades que antes eran causa de muerte segura. Hoy podemos ser rápidamente aliviados de afecciones que nuestros antepasados tenían que padecer largo tiempo o que eran incurables.

En revancha, el desarrollo de la medicina en una perspectiva puramente naturalista, tuvo como consecuencia objetivar la enfermedad, hacer de ella, cada vez más, una realidad considerada en ella misma y por ella misma, en un plan puramente fisiológico e independiente del que la padece. En lugar de dar los cuidados a las personas, muchos profesionales de la salud tratan enfermedades y órganos.

Al considerar las enfermedades como realidades autónomas, de naturaleza puramente fisiológica y sometidas como tales a un tratamiento exclusivamente técnico y en un plan puramente corporal, la medicina actual casi no ayuda al enfermo a asumirlas como realidades que forman parte de su existencia, induce, al contrario, a considerar que su estado y su destino reposan por completo entre las manos de los profesionales de la salud, que no hay sino soluciones médicas para estas dificultades, que no hay otra manera para vivir su enfermedad y sus sufrimientos que esperar pasivamente de la medicina el alivio y la curación.

1.4 La esperanza de hacer desaparecer el sufrimiento

Los valores dominantes de la civilización occidental moderna favorecen tal actitud. La sobrevaloración de la vida biológica, considerada como la única forma de vida posible para el ser humano, de la salud psicosómatica considerada como bienestar en un plano sólo material, donde el cuerpo aparece como el órgano esencial; el temor de todo aquello que puede poner en peligro el gozo y el placer, reducirlos o suprimirlos; el rechazo de todo sufrimiento y el reconocimiento de la analgesia como un valor de la civilización y una finalidad social; el miedo a la muerte biológica, considerada como el fin absoluto de la existencia, conduce a muchos de nuestros contemporáneos a esperar su salud y bienestar de la medicina y hacer del médico el nuevo «demiurgo» de los tiempos modernos, un profeta de su destino.

La esperanza de una desaparición total de la enfermedad y del sufrimiento, en una sociedad sin problemas y restituida a su salud original, unida a la creencia de un progreso ilimitado de la ciencia y la tecnología es más viva que nunca. El desarrollo actual de la genética

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permite creer que, por manipulaciones adecuadas, se purificará biológicamente la naturaleza humana de sus imperfecciones.

Estas actitudes expresan sin duda las aspiraciones profundamente afianzadas en el ser humano: escapar de la enfermedad, la cual es considera como extraña a su naturaleza, superar los limites de su condición actual, acceder a una forma de vida exenta de imperfecciones, donde él podrá alcanzar su pleno desarrollo sin obstáculos ni problemas. Pero, ¿no es ilusorio esperar solamente de la ciencia y de la técnica una respuesta satisfactoria a sus aspiraciones?

Es necesario señalar, si numerosas enfermedades han desaparecido gracias a los progresos de la ciencia, otras han aparecido. Se ha logrado, en los países llamados “desarrollados”, elevar la esperanza de vida y mejorar las condiciones materiales de la existencia, sin embargo, aumentar la esperanza de vida estadísticamente, no significa nada para cada individuo que escapa a las leyes de la estadística, tomando en cuenta que una gran cantidad de patologías y muertes en nuestros días obedecen a los accidentes, por naturaleza imprevisibles, que cobran una enorme cantidad de víctimas que evocan las antiguas epidemias.

En cuanto al sufrimiento y al dolor, si ciertos tratamientos permiten hoy suprimirlos o reducirlos de manera eficaz, lo hacen al modificar o suprimir la conciencia del enfermo, lo que limita o elimina el hecho mismo de su libertad. La dificultad y la complejidad del control del dolor manifiestan la fragilidad del desarrollo humano y la dificultad de asegurarlo.

Es necesario reconocer, por otra parte, que las nuevas técnicas médicas, biológicas y genéticas presentan más problemas de los que resuelven. Parece que ellas se desarrollan en un sentido de despersonalización creciente, transformando las enfermedades y los sufrimientos del ser humano en entidades independientes y en problemas puramente técnicos. La técnica convierte, algunas veces, al ser humano en entidad independiente y como si se tratara de un problema puramente técnico; otras veces, hace del individuo un objeto de experimentación, tiene en vistas más un progreso técnico que un cuidado de la persona, al considerar el progreso como un fin en sí mismo o bien, se busca lo espectacular de la investigación, unida, en ciertos casos, a fines publicitarios, porque tiende a hacer de la vida y de la muerte, en ellas mismas, puros productos técnicos.

Cuando que es la persona quien debe y puede, con la ayuda de los suyos y la asesoría profesional, descubrir cual es el mensaje de la enfermedad. Cada persona está así invitada a integrar en su vida la experiencia del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad, de la vejez y también, de la muerte.

Después de estas observaciones, podemos decir que la institución médica es una empresa profesional que tiene como fundamento la idea del bienestar, que exige la eliminación del dolor, la corrección de toda anormalidad, la desaparición de las enfermedades y la lucha contra la muerte.

La eliminación del dolor, de las enfermedades y de la muerte es un propósito nuevo que jamás había servido de línea de conducta para la vida en sociedad. Es el rito médico el que ha transformado el dolor, la enfermedad y la muerte de experiencias existenciales, a las que cada

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cual debe hacer frente, en una sucesión de escollos que amenazan el bienestar humano y que obligan a recurrir a los remedios cuya producción está monopolizada por la institución médica.

Nuestra cultura ha desfigurado la experiencia del dolor, quita al sufrimiento su significación íntima y la transforma en un problema técnico. Juan Pablo II dice: “El sufrimiento es algo más amplio que la enfermedad y más complejo, al mismo tiempo enraizado más profundamente en la humanidad misma”3. El sufrimiento deja entonces de ser aceptado como parte de cada logro del ser humano en su adaptación al medio y entonces cada dolor se transforma en una señal de alarma que llama a una intervención exterior para ahogarlo.

En la enfermedad, el cuerpo parece encontrase en conflicto con el resto de la persona, como si se tratara de dos entidades diferentes y no solidarias la una con la otra. La enfermedad entraña para la persona una serie de pérdidas sucesivas, que ponen en peligro su equilibrio. Hay la tentación de percibir el cuerpo como un obstáculo, el cuerpo de placer se transforma en cuerpo de dolor.

La enfermedad aparece al ser humano como una intrusa, como algo que le impide continuar su desarrollo y la realización de su proyecto fundamental, algo que invade su conciencia sin su permiso, que domina y reduce a la esclavitud su voluntad, que destruye todo eso que él es. Es la ruptura de la unidad subjetiva, un desgarro de su “yo”. A través de todo esto, el enfermo vive una terrible experiencia de despojo, hay también una pérdida de la autonomía tanto en el ámbito de la movilidad y de la higiene como de la alimentación y de sus otras necesidades naturales.

La enfermedad debe permitir tomar consciencia de la realidad y de la complejidad de nuestra vida. Ella debe impulsar y animar a reconocer eso que es lo más fundamental en la esencia de la naturaleza humana. La enfermedad puede convertirse en una excelente pedagoga que enseña a reconocer las cosas y los valores superfluos, muestra sobre todo a relativizar aquello que parecía ser lo más importante. Puede, así mismo, mostrar caminos de realización que no podrían descubrirse sin su presencia, haciendo descubrir que la salud en sí misma, si bien es un valor deseable, no es la última palabra de eso que da sentido a la existencia humana. El desarrollo de un cuerpo sano no es la única cosa, ni aún la más importante realidad, para realizar el cumplimiento de la misión y de la vocación humana.

El sufrimiento empuja al enfermo a centrar su atención casi exclusivamente en él mismo. El mundo, del cual forma parte, le parece ser ahora un espectáculo exterior. Como dice Suzanne Fouche, “... el enfermo se encuentra arrojado en un desierto, condenado a la inactividad.” Hay también una pérdida de su papel social, pues la persona enferma abandona, sucesivamente, sus compromisos y sus responsabilidades, su trabajo, la educación de los hijos y muchas veces hasta las relaciones con su pareja. La soledad es más difícil a soportar, la escala de valores, que él considera esenciales resulta secundaria para los demás, incluyendo sus seres más queridos y próximos. Sus trabajos manuales y/o intelectuales, según él, no son ya necesarios al mundo, él mismo piensa que ya no es indispensable como antes lo había creído.

3 Juan Pablo II, Salvici doloris, en Documentación católica, 1869(1984), p. 234.5

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El enfermo se encuentra en una situación de dependencia, experiencia particularmente lamentable en su estado. El enfermo sufre de ser siempre quien recibe. La duración de la enfermedad, provoca el distanciamiento de las visitas; los rostros que él veía y las conversaciones que mantenía, se hacen más esporádicas, el círculo de sus relaciones y de su universo se hace más pequeño. Él permanece solo, porque la enfermedad es frecuentemente causa de una disminución en la comunicación con los otros.

El ser humano tiene necesidad del otro, de los otros. Es el otro quien puede ayudarlo a encontrar su “yo”, un “yo” nunca definitivo, pero que responde en cada momento a su deseo más profundo de ser más “él”. Si esto es cierto para el ser humano sano, lo es también para el enfermo, cuya dependencia es mayor.

Desde su cama, el enfermo debe reconocer que hay a su alrededor una gran solidaridad. Muy seguido, cuando el enfermo evoluciona bien, comienza a respetar a los otros, a no concebirlos como objetos que le pertenecen, sino como personas que lo aman y que se ocupan por su salud. En el sufrimiento se encuentra bajo el cuidado y la solidaridad de los otros, lejos de ser un obstáculo, es un llamado para profundizar en la relación inter-personal, a comprender el valor de los cuidados que recibe y los problemas que su enfermedad provoca en la vida de los otros.

La soledad se vuelve la mejor compañera y consejera para la reflexión, para dar un servicio a todos los miembros de la familia, a sus amigos, a los otros enfermos, ofreciendo su enfermedad, su paciencia, su amor en favor de aquellos que tienen necesidades parecidas.

El enfermo puede experimentar una solidaridad universal al tomar consciencia de todos los males y sufrimientos que viven los seres humanos, cuya comprensión le es especialmente accesible en razón de la experiencia directa de sus males y sufrimiento – todo esto como sucede con aquel que tiene hambre, está en mejores condiciones de comprender el problema del hambre en el mundo, que aquel que se encuentra saciado. De esta manera, la enfermedad, que aparecía al principio como algo que reducía y aniquilaba, se transforma en la posibilidad de ir más allá, de hacer y vivir en comunión, de experimentar un nuevo encuentro transformador y creador.

El enfermo experimenta la fragilidad de todo su ser, eso que él había creído sólido y seguro en tiempo de salud. La enfermedad lo conduce hacia la comprensión de él mismo como un ser contingente. Se siente gravemente lastimado en su propia carne: “La patología le revela su carácter finito en el corazón mismo de una experiencia dramática que lo sacude todo entero”4.

La persona aquejada por una enfermedad puede pensar que el mundo no tiene necesidad de ella, puesto que el mundo sigue su curso sin ella. La enfermedad, sobre todo cuando es seria y grave, sitúa al enfermo, como lo hemos dicho, al margen de la sociedad, evoca la muerte como un acontecimiento inevitable que se aproxima.

4 Claude ORTEMANN, Le sacrement des malades. Histoire et signification, (Collection “Parole et Tradition”), Paris, Éditions Chalet, 1971, pp. 95ss.

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La enfermedad, como cualquier otro acontecimiento que obliga a plantearse las preguntas sobre el sentido de la existencia, es un tiempo propicio para reflexionar sobre la contingencia humana y para aceptarla como una dimensión inevitable de toda vida, de todo ser, no solamente en la enfermedad sino también en la salud. El enfermo es invitado a aceptar y reconocer la contingencia como una situación propia y necesaria de la existencia; es una parte indisociable de la realidad humana.

Así, la enfermedad deja de ser algo absurdo, ofrece más bien datos que serán percibidos por el enfermo, el cual podrá tener cuenta de ellos, interpretarlos e integrarlos en su proyecto de vida y también de muerte. No podemos olvidar que la muerte está presente en la vida, debe, desde ahora, estar comprendida en el curso de la vida.

2 La vejez5

Pareciera que nunca antes se había hablado tanto de las personas de edad avanzada, como se ha hecho en los últimos años. Grandes investigaciones les han sido dedicadas, revistas, libros, películas, documentales, conferencias, etc. Pero de aquí se desprende una pregunta, según nuestra autora ¿es ésta la mejor manera de abordar el tema, a través de la opinión pública? Puede ser que no, el efecto obtenido peligra de anular el interés, porque el choque desencadenado produce una angustia tan fuerte que conduce a una actitud de rechazo por parte del adulto, que rehusa aceptar su propio envejecimiento y, por otro lado, no invita al sector joven a tomar en serio esta realidad.

La vejez permanece un asunto prohibido, un tabú, como lo afirma S. de Beauvoir: “Para la sociedad, la vejez aparece como un secreto vergonzoso del cual está prohibido hablar”. No obstante, nuestra autora ha querido romper el silencio y hacerse una especie de portavoz de los ancianos: “Si se escuchara su voz, se estaría obligado a reconocer que se trata de una voz humana...”

Simone de Beauvoir comprendió bien lo complejo de los problemas de la vejez, de los cuales intenta hacer un estudio exhaustivo; tiene razón al subrayar la estrecha interdependencia de los factores que intervienen en esta realidad que difícilmente puede definirse ¿qué es la vejez? Por la confrontación de diferentes puntos de vista, se intenta poner en evidencia lo que la condición de ser viejo conlleva de inevitable, en qué medida, a qué precio se podrían mitigar las dificultades, y cuál es, en relación con ellos, la parte de responsabilidad del sistema en el que vivimos.

Dos son las perspectivas de nuestra autora para abordar, comprender y presentar este tema, cuya hipótesis de trabajo puede resumirse así: La vejez no sería comprendida totalmente si no se comprende que además de ser un hecho biológico, es cultural y social. Las perspectivas empleadas son las siguientes: el punto de vista del exterior – la situación del anciano tal y como se presenta al otro – y, por otro lado, la experiencia vivida interiormente que el anciano debe asumir.

5 La primera parte de esta sección (puntos 2.1 a 2.3) corresponde a un extracto del libro de Simone de Beauvoir, La vieillesse, Ed. Gallimar, París, 1970, 605p.

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2.1 El anciano visto desde fuera

Para analizar la relación del anciano con la sociedad, le pareció necesario a la autora reunir los datos de la etnología, con el fin de disipar mitos y prejuicios que existen al respecto. Afirma que los pueblos llamados civilizados aplican a los ancianos los mismos tratamientos que los pueblos primitivos: se les mata, se les deja morir, se les aporta un mínimo vital, se les asegura un fin confortable, o también, se les honra. Vale la pena agregar que en nuestra época, sólo matarlos está prohibido, cuando esto no se disfraza.

2.1.1 Los “viejos” en el mundo actual

Todo el mundo sabe: la condición de los ancianos es hoy escandalosa y, podríamos decir, muchas veces vergonzosa para la humanidad, en una sociedad como la nuestra. S. de Beauvoir, que no se detiene a ocultar sus opiniones políticas y sociales, pronuncia una denuncia en la cual su fuerza no perdona a nadie: “...es la clase dominante – escribe – quien impone a las personas ancianas su «estatus»; pero la población «económicamente activa» es cómplice.” Nada parece más cierto, y es un mérito decirlo e invitar a cada uno a tomar conciencia de su parte de responsabilidad en la situación actual de los ancianos en nuestro medio.

Las carencias, no sólo materiales, sino de oportunidades, de atención, etc., no son un secreto. El fenómeno demográfico expresado en el aumento porcentual y absoluto de personas de más de sesenta y cinco años tiene consecuencias importantes, a las que una sociedad como la nuestra – y en casi todas las sociedades de esta época – no ha podido solucionar. Para convencernos, es suficiente ver cuáles son los problemas de trabajo y desempleo de las personas mayores, las condiciones en las que viven la mayoría de los “pensionados”.

¿Qué decir de los llamados asilos para ancianos? Cuyas condiciones son en general infrahumanas (cierto es que hay “hogares de reposo”, los cuales cuentan con los medios necesarios para hacerles la vida agradable, pero que están al alcance de muy pocos) que parecen más bien sitios de deshecho, pues no se cuenta con los elementos e instrumentos necesarios. Todas estas carencias hacen del anciano, en una sociedad de consumo, un sub-consumidor, puesto al margen. S. de Beauvoir dice: “La tragedia de la ancianidad es la radical condenación de todo un sistema de vida deteriorado: un sistema que no proporciona a la gran mayoría de los que forman parte de él ninguna razón para vivir.”

Es verdad que no se puede hablar de suicidio de manera importante entre los ancianos, sin embargo, si podemos afirmar que un alto porcentaje se encuentra en un estado de depresión orgánica y psíquica substancial, así como de otro tipo de patologías mentales que no podemos negar, aunque no sean por todos conocidas, pues permanecen ignoradas y por ende no se tratan oportunamente.

Uno de los aspectos desesperantes de la situación de los ancianos, es su impotencia para modificar su realidad.

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2.2 La experiencia de la ancianidad

Es difícil expresar esta realidad cuando no se conoce personalmente, todo lo que se pueda decir al respecto representa sólo la especulación y el fruto de una reflexión permeada por la experiencia propia. Esto es lo que tenemos y es desde aquí desde donde podemos hablar y actuar.

Al hacerle frente a los primeros signos de la vejez, como la disminución de ciertas facultades físicas y mentales, la primera actitud que se expresa naturalmente es la negación y el rechazo más que la aceptación. ¿La mirada sobre las realidades del envejecimiento no está cargada de una cierta angustia?, ¿puede ser inconfesable?, ¿puede ser inconsciente?

Envejecer es el inevitable destino del ser humano, pero esto no se acepta más que a la fuerza; cuando los combates por retardarla son imposibles, sólo queda escoger, si es posible, entre la sumisión, serena o no, y la rebeldía desesperada.

Mucho tiempo se cree permanecer uno mismo, aunque la vejez llegue para los otros. Ilusión corroborada por una actitud ambigua con respecto a los problemas corporales: esta anomalía “normal” – la vejez – parece vivida sobre el plan de la salud con una mezcla de indiferencia y malestar. Se conjura la idea de la enfermedad evocando la edad, se elude la noción de edad invocando la enfermedad y se logra, por este deslizamiento a no creer ni la una ni la otra.

El descubrimiento de la vejez, dice S. de Beauvoir, hace tropezar “con una especie de escándalo intelectual”. Que nos sea o no revelado por los otros, ¿cómo comprender esta realidad, previsible pero que uno creía improbable y que nos toma por sorpresa en el momento en que llega? Hay una contradicción infranqueable entre la evidencia íntima que nos garantiza nuestra permanencia y la certeza de nuestra metamorfosis. No podemos más que oscilar de una a la otra sin jamás tenerlas firmemente juntas. Y, como dicen los psicoanalistas, si nuestro inconsciente ignora la vejez, se mantiene la ilusión de una eterna juventud. ¿Qué hay entonces de sorprendente de la dificultad que experimentamos la mayoría para asumir la vejez?

La manera de reaccionar frente a la vejez y a los inconvenientes de la edad depende, en gran medida, de las opciones personales anteriores. Habría entonces diferentes maneras, por así decirlo, de “acomodarse” a la “desdicha” de envejecer. Pero no creemos en las apologías de la vejez ni en las virtudes de la resignación, cuando la realidad, a la que nos enfrentamos en nuestro medio, no responde, ni en lo más mínimo, a las necesidades reales y concretas de los ancianos. Esas virtudes se vuelven tonterías espirituales y son indecentes, si uno considera la situación real de la gran mayoría de los ancianos: el hambre, el frío, la enfermedad no se acompañan ciertamente de ningún beneficio moral. En todo caso, aparecen como alegatos desprovistos del más mínimo fundamento.

2.3 El tiempo, el futuro, la muerte

El ser humano vive en el tiempo. Es necesario constatar que la edad modifica nuestra relación con el tiempo; al cabo de los años, nuestro futuro se acorta mientras que nuestro pasado de

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alarga. Se puede definir al anciano como un individuo que tiene una larga vida atrás de él y enfrente una esperanza de sobrevivir muy limitada.

¿Qué guardamos de ese pasado vivido? La memoria que falla lo pierde o lo altera: no sólo la materialidad de los hechos nos escapa, sino también el valor que debemos reconocerle, dudamos, y nuestro juicio permanecerá siempre en suspenso. Sin punto de apoyo en el pasado, el impulso podría aún proyectarse hacia el futuro, pero éste es breve y limitado.

Su brevedad es cierta; ¿por esto el futuro pierde su atractivo? Hemos afirmado que la existencia se fundamenta en la trascendencia – sobretodo cuando se ha llegado a una edad avanzada – la trascendencia se apoya sobre la muerte. He aquí contra lo que tropieza el anciano que ha descubierto su final. Frente a la cercanía del término, y sea cual sea el balance de su pasado, el anciano sabe que su vida está hecha y que él no la volverá hacer. El futuro no está más inflado por promesas, él se contrae a la medida del ser terminado que tiene por vivir.

En un mundo sometido a la aceleración de la historia, el anciano se encuentra más que nunca alejado de los jóvenes a quienes nada de su experiencia parece serles de utilidad. En el seno del cambio, el anciano permanece él mismo; está condenado a caducar. ¿Qué proyectos podría aún hacer que valieran ser realizados?

Todos nos sabemos seres mortales, pero para el anciano la muerte es un acontecimiento cercano y personal. Uno se sabe y se conoce mortal, pero éste es un conocimiento abstracto, como si esto no se fuera a ver. Mi muerte, escribe S. de Beauvoir, me espera en el corazón de mis proyectos, como un inevitable reverso; pero no lo realizaré jamás, no percibo mi condición mortal. No es justo, continua nuestra autora, hablar de relación con la muerte; el hecho es que el anciano – como todo ser humano – sólo tiene relación con la vida. Lo que está en cuestión es la voluntad de sobrevivir.

¿Cómo se pretende que no sea normal preferir la muerte al sufrimiento de la decadencia senil? Llega el momento en que uno desea terminar con una existencia que parece no valer la pena de ser vivida. Algunos ancianos están atormentados por el miedo a morir, pero la mayoría parece aceptar la muerte sin angustia, deseando solamente que les sea dulce.

Vivir en el horror de la finitud, sentirse disminuido, echo a un lado, es la condenación del anciano, ¿cómo se defenderá en la lucha por la vida cotidiana? Para disimular su ociosidad, el anciano se crea hábitos y se instala en ellos; es una manera de matar el tiempo. Un prejuicio a eliminar, es la idea que la vejez trae la serenidad. Se pretende que la vejez es un tiempo de ociosidad: esto es falso. La sociedad actual no otorga ocio a los ancianos, sino que más bien les limita los medios materiales necesarios para disfrutar. Los placeres inmediatos, les son prohibidos o arrebatados: el amor, la mesa, el alcohol, el tabaco, el deporte, etc. Es conveniente reconocer que es así para muchos y que el remedio no es la resignación. Pero ¿qué hacer entonces?

El conflicto de la ancianidad tiene aspectos lamentables y se vuelve más dramático cuando se asocian problemas de salud mental. Pero para la mayoría de las personas, aun de aquellos que piensan y trabajan por los ancianos, el problema central es lo económico: ¿cómo

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asegurar su subsistencia, financiar su retiro, cuidarlos en sus enfermedades? El creciente número de ancianos hace de esto un problema difícil.

Más allá del problema económico y demográfico, se percibe un problema humano: en nuestra actitud respecto de los ancianos ¿qué valor darles?; ¿cómo verlos y comprenderlos para respetarlos y amarlos? Ahora bien, este problema humano, en nuestra época, ¿es posible resolverlos sin una iluminación cristiana? Nuestro mundo se deshumaniza si no hace un lugar a sus ancianos. ¿El anciano, acaso no es a nuestros ojos, en este mundo donde nos encontramos, un testigo vivo de la necesidad de una visión cristiana?

2.4 La vejez pone en tela de juicio al ser humano de nuestro tiempo

Antiguamente, dado lo excepcional que resultaba llegar a la ancianidad, las personas mayores gozaban de reconocimiento y desempeñaban un papel importante dentro del desarrollo de la sociedad y gozaban de condiciones favorables. En un mundo que evolucionaba lentamente, había un valor incomparable para asegurar la transmisión del patrimonio humano; tanto en el ámbito profesional, jurídico y moral como en la evocación de la historia y de la acumulación de experiencia, el anciano era clave en la transmisión. Tenía así socialmente, a título de su edad, una utilidad y una dignidad reconocidas por todos. Él aseguraba la continuidad y el progreso en todos los ámbitos: a la vez testigo del pasado y garantía del futuro. En un mundo donde todo evoluciona con una rapidez desconcertante, este papel es completamente superado. ¿Qué puede aprender el nieto piloto del abuelo pionero en la aviación? Lo mismo sucede en medicina, arquitectura y por donde quiera.

Estas dificultades que van de la mano del ritmo de la historia, se encuentran considerablemente acrecentadas por la situación de los valores cristianos en el mundo moderno y, por la nueva óptica con que se ve este planeta, una revolución de ideas donde los valores que son puestos en primer lugar son precisamente aquellos que faltan al anciano: dinero, la eficacia y la productividad. Estamos en un mundo dominado, en gran parte, por el dinero. Un ser humano vale eso que gana. Es evidente que, bajo esta perspectiva, el anciano aparece instintivamente depreciado: lastre de la sociedad y de la familia, puesto que cada vez más es incapaz de ganar y producir.

En esta perspectiva, el anciano se siente aún más irremediablemente ignorado. Él es precisamente aquel cuyas capacidades de trabajo disminuyen y van progresivamente a cero. En este mundo de trabajo, el anciano se transforma en aquel que la sociedad debe llevar a cuestas y el que nada aporta. En un mundo donde domina un humanismo de trabajo y de productividad: aquel que forma parte de la población económicamente inactiva, es un ser que pierde progresivamente, con sus fuerzas, su valor social y, para terminar, su humanidad misma: un “bueno para nada”.

Este drama de los ancianos no concierne sólo a una categoría de hombres y mujeres, nos concierne a todos, concierne a nuestra civilización toda entera. Esta situación del ser humano, a propósito de la ancianidad, es evitada en muchos ámbitos de nuestra sociedad, porque no hay una verdadera solución a ofrecerles. ¿No sería necesario entonces, para dar solución, mirar al ser humano bajo la luz de la Revelación?

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2.5 La vejez: momento de transición

Un estudio de la condición humana y de las diferentes etapas de la vida nos conduce a un cierto conocimiento y descubrimiento de la vejez. Desde hace muchos años se ha reconocido y analizado lo decisivo de la adolescencia que marca la ruptura del equilibrio provisional de la infancia para pasar, de los 12 a los 20 años aproximadamente, por peldaños sucesivos, al pleno compromiso con y en el mundo y en la vida de la edad adulta. En medio de los titubeos y de la inestabilidad que marcan la búsqueda de la verdadera personalidad, se nota en particular, el descubrimiento progresivo del amor humano y de la vida sexual, hasta su pleno desarrollo en el hogar, el descubrimiento del trabajo y de las relaciones personales que sitúan al ser humano en el mundo, como diría un poeta: el lugar que cada uno de los seres humanos ocupa en el concierto de los seres.

Si la edad adulta aparece también caracterizada por un cierto equilibrio en la vida familiar, en el trabajo, en las relaciones humanas, este equilibrio se encuentra igualmente puesto en cuestión hacia la cincuentena – por marcar un momento – por una nueva crisis. Se habla entonces de edad crítica. Es la vejez que comienza. Comienza por una crisis que vuelve a poner en tela de juicio: la vida sexual, profesional y de relación. Como la adolescencia, ella también desemboca sobre un nuevo peldaño.

Los rasgos negativos aparecen relevantes en principio y parecen imponer un balance desfavorable: cese progresivo de las actividades sexuales de procreación, alto del desarrollo familiar, retiro de las actividades profesionales y responsabilidades sociales. Pero esta crisis puede desembocar en una especie de equilibrio nuevo con las características de una nueva etapa de vida cuyos aspectos positivos no son despreciables.

Desapego.- La lúcida aceptación de esta etapa nueva introduce en el desapego que es ante todo aceptación de un paso hacia otra cosa. El anciano accede entonces a una aceptación total de sí, de los otros, del mundo con sus límites.

Renovación de la visión del mundo.- Ésta permite una visión del mundo más amplia, más equitativa, más sintética; las tensiones creadas por los compromisos personales, profesionales o políticos, se atenúan y permiten restituir la justicia a las personas, de comprender mejor la diversidad de posiciones y juzgar más equitativamente.

El anciano es el buen consejero; aporta una especie de desapego en lo afectivo, de simplicidad en las relaciones, de pureza en el amor, de calidad en la alegría y aún de renovación en la apreciación del mundo, que asemeja la vejez desapegada a eso que la infancia aún no comprometida tiene de mejor, con una profundidad en los afectos enraizados en toda una vida, la calidad del conocimiento alimentado de la reflexión y de la experiencia.

Momento de transición.- Esta edad, en la cual no se sabe contar los años con el mismo rigor que aquellos de la infancia o de la edad adulta, parece en camino de una superación del tiempo. El desapego sensible del mundo y de su agitación, al mismo tiempo que la calidad de afecto que permanece a los seres queridos, parecen orientados aún hacia la vida... ¿pero qué vida? El cuerpo desata sus lazos con el mundo, mientras que el ser profundo parece sumirse

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hacia un desapego siempre más total, una visión más amplia aún, una visión e irradiación mejor comprendidas y más universales. El anciano parece estar en los confines de otro mundo donde, librado de la pesantez que entraña la órbita terrestre, entra en una visión nueva de las cosas, un amor renovado de los seres, una superación de la permanencia.

Tal es la imagen última que la vida nos deja del ser humano, imagen que se encuentra escondida en lo más profundo de la conciencia humana, es la del “viejo sabio”, tipo de hombre consumado en el tiempo de sus años terrestres, y ya madura para abrirse a otro mundo. Vejez, edad de transición.

2.6 Revelación del misterio del hombre

Pero ¿hacia qué?; ¿hacia qué mundo?; ¿hacia qué lazos?; ¿hacia qué vida?; ¿hacia qué nueva edad? La razón, la reflexión, la experiencia, la ciencia, ellas solas son incapaces de responder a estas preguntas para nosotros fundamentales. Es el misterio del hombre. Misterio y no-incoherencia, porque toda esta vida parece un camino que conduce hacia alguna parte.

Y, sin embargo, obscuridad para los sentidos y para el espíritu..., obscuridad doble y como redoblada por la desgracia y por la muerte. Porque habíamos descrito una vejez admirable y tranquila, donde el fruto de la sabiduría maduraba como bajo el sol de un otoño tranquilo y maravilloso. Pero es en verdad otra cosa. La vejez lleva consigo su parte irreductible de enfermedad, de deterioro, de sufrimientos, de separaciones, de soledad, de muerte. Y esto ¿qué quiere decir? el ser humano adulto es incapaz de aliviar, de descargar al anciano de sus penas ni aún de darles sentido, por esto seguido no se quiere abordarla, no se sabe qué decir y se tiene miedo al espejo que refleja la imagen implacable del futuro. Y, sin embargo, se haga lo que se haga, ahí está. Esto es para los otros y lo es también para mí, para nosotros.

Hay en la vejez una especie de muerte progresiva: “Entro en mi muerte” diría un viejo. Poco a poco las fuerzas declinan, las fuerzas físicas y aun las intelectuales, memoria, sensibilidades. Los sentidos pierden progresivamente su vitalidad: “mi voz es cada vez más baja”, “no escucho bien”... Las adaptaciones a las novedades de la vida y a las mentalidades de los jóvenes se tornan difíciles. Las amistades de otros tiempos desaparecen. La familia se renueva, el mundo: “no se conoce a nadie”. El anciano necesita de los otros prácticamente para todo, depende de ellos para todo y esto es duro. Entra en un estado de dependencia que recuerda aquel de la infancia, pero que no tiene más encanto. De nuevo le es necesario recibir todo de los otros, pero esto no es el movimiento natural de la vida, que impulsa como por instinto de conservación a la familia a criar a los hijos; es necesaria una visión nueva de su dignidad, no sólo a pesar de su aparente disminución sino a causa de ella, al interior de su envejecimiento.

¿Adónde lleva este sufrimiento, esta enfermedad, esta soledad donde el ser humano se hunde y esta anticipación de la muerte? No hay respuesta humana a esta pregunta que no es solamente la pregunta del anciano sino la pregunta del ser humano. No hay sino una sola respuesta a las preguntas, la respuesta de Dios en Cristo: “Yo soy el Camino, la Resurrección y la Vida” Es la sabiduría de Dios. Ésta no contradice la inteligencia del ser humano sino que la rebasa y la consuma. No es sólo el resultado de una reflexión madura en el tiempo, sino la

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respuesta de la eternidad. Toda la inteligencia del ser humano, madurada en el anciano, desemboca en una cuestión a la que sólo Dios responde o, para decirlo mejor, de la cual Dios mismo es la única respuesta. El ser humano en la vejez es a sí mismo un vacío y un enigma a lo cual la única respuesta y la única plenitud es el don de Dios.

Sí, esta vida conduce a una etapa última que es a la vez desapego progresivo y amor más profundo, sufrimiento y don. Todo esto tiene un sentido y sólo uno: es el misterio de Cristo que se consuma en sus miembros.

Misterio pascual, muerte y vida, muerte para la vida. Toda vida humana, toda la vida humana es travesía por este ritmo esencial y misterioso. La vejez está como fundamentalmente orientada hacia Cristo. Es espléndidamente humana y cristiana, porque lleva en sí un llamado directo a esta luz, entra a igual nivel en este misterio, es muerte al mundo para vivir en Cristo. Es paso por el desierto para entrar en la Tierra prometida. Es pasión con Cristo para entrar en su gloria: es Pascua.

Esta vejez, este desapego, este sufrimiento, esta muerte misma, aceptados como don total en sí, abren al ser humano al don definitivo de Dios que es la entrada en su amor; la vejez es la pérdida progresiva de los límites terrestres para entrar en la inmensidad del amor que es Dios.

2.7 Participación en el misterio de Cristo

Así una luz de fe da su verdadero nombre a esta etapa de la vida, a esta dependencia y a esta sumisión: es una participación progresiva en la pasión de Cristo. Un nacimiento en Cristo, en nacimiento a la vida eterna y como un nuevo bautismo, una inmersión en la Resurrección.

Es Cristo mismo quien revela a Pedro el misterio cristiano de la ancianidad. Al final del evangelio de san Juan, mientras que deja a cada uno su orientación en la vida, su misión, le aclara a Pedro el camino de su martirio: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras” (Jn 21;18). De un ritmo de desarrollo y de actividades, la vida pasa a una exigencia de renuncia y de pasividad. El joven y el adulto deciden eso que harán y se pondrán en camino cuando quieran y ahí donde ellos quieren. El anciano padece y acepta. Al joven, Dios le pide darse y él escoge eso que da, al anciano, Dios le pide abandonarse, y es Dios quien toma eso que él quiere. Aparente disminución, pero real progreso en el misterio de Cristo, que es el misterio del don y del abandono del ser humano, unido al don y al abandono del Hijo de Dios.

2.8 El anciano y el misterio de la Iglesia

En esta perspectiva iluminada por la fe, vemos al anciano entrar, por así decirlo, en la Iglesia, no por la pequeña puerta, sino por la puerta central donde domina la Cruz, no en los costados del edificio, sino en medio de la nave, cerca del coro y del altar, ahí donde se celebra el sacrificio. Instintivamente, según el orden del mundo, ofreceríamos al anciano de buena gana los cuidados y la piedad a los que tiene derecho. Pero es el orden inverso en el misterio de la Iglesia y, no es

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de piedad de lo que se trata, sino más bien de respeto, y más aún, se trata del respeto que se dirige a todo aquel que lleva sobre sí el signo de Dios. Porque lo que se reconoce en ese anciano que entra en la Iglesia, es el rostro mismo de Cristo que se ofrece por ella.

No es más clasificado al interior de la categoría de la “población inactiva”: el cuerpo místico no conoce miembros sin vida. Guardémonos de pensar que el anciano que se despega progresivamente de sus lazos con el mundo visible y renuncia a sus compromisos y a sus actividades temporales, rompe al mismo tiempo su inserción y su influencia en la Iglesia. Sería absolutamente falso limitarse a estas apariencias. La fe las invierte.

En efecto, el anciano entra cada vez más profundamente, no solamente por una parte de su actividad, sino por toda su vida y todo su ser, en el misterio de la Iglesia, que es el misterio de Cristo. En cualquier otra parte la vida del ser humano se expresa por una curva que sube hacia una cima de actividad y de influencia para descender hacia una disminución progresiva que tiende al cero de la muerte. Aquí, la acción y la influencia no hacen sino crecer y profundizarse sin cesar, haciendo uso de todos los recursos del ser para hacerlos participar en la obra central de toda la historia del mundo: la Redención. En el misterio de la Iglesia, el anciano es sumamente activo: revela al ser humano la línea maestra de esta actividad misteriosa que atraviesa y sostiene su vida para levantarla a través del tiempo hacia una proyección eterna. El hecho mismo de esta proyección misteriosa sitúa al anciano en la Iglesia en un sitio privilegiado.

2.9 A manera de conclusión

Ofrecer su verdadero lugar al anciano, respetarlo por eso que él es, por eso que él realiza en ese momento de su vida, por eso que él simboliza también, es aceptar y al mismo tiempo es dar un sentido a cada etapa de nuestra propia vida. Es aceptar y reconocer, en efecto, que el desapego, al que el anciano está necesariamente invitado, debe acompañar cada momento de la vida si queremos que esto cobre su verdadero sentido. Toda actividad humana que fuera querida y valorada sólo por ella misma, por su sola eficacia, solamente frustraría al ser humano, haciéndolo prisionero de lo inmediato, sepultándolo en la posesión del instante. De hecho es el desapego en la acción, la búsqueda de una libertad esencial – libertad para – lo que puede dar al ser humano su plena eficacia y, por otro lado, abrirlo a la realidad verdadera que es comunión con Dios.

Si el sacramento de la Unción de los enfermos no es el sacramento para el momento de la muerte sino más bien el sacramento de los enfermos y de la crisis de la existencia, ¿cómo podremos restituirle su valor y su lugar en la vida sacramental del cristiano? Esta será la pregunta que debe guiar nuestra reflexión, en esta segunda parte de nuestro curso.

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