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1 LA TEXTUALIZACIÓN DEL PODER POLÍTICO Y LA TRAGEDIA DEL SIGLO XVI : CUEVA Y LASSO DE LA VEGA Alfredo Hermenegildo Université de Montréal «La autoridad real no deue / andar fingida entre la humilde plebe» 1 . Esta es una de las dos explicaciones que Lope de Vega apunta para explicar el enfado que Felipe II manifestaba al ver la figura de un monarca en el tablado teatral 2 . Pero resulta imposible reducir la presencia escénica del rey a un modelo único, o significativamente único. De hecho hay una diferencia abismal entre el monarca semidivinizado que presentan ciertas obras de la comedia nueva – Fuenteovejuna, El mejor mozo de España, La mayor virtud de un rey, El mejor alcalde el rey, etc 3 – y el que se manifiesta en la serie de tragedias del horror durante los finales del siglo XVI, tragedias que parecen ser los signos fieles del estado de la conciencia política con que un grupo de intelectuales españoles, desde lugares distintos y con armas diferentes, 1 . Lope de Vega. El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Edición y estudio preliminar de Juana de José Prades, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1971, p. 291. 2 . Nos parece muy arriesgada la afirmación de que «Carlos I and Felipe II were not interested in theatre» (Margaret Rich Greer, The Play of Power. Mythological Court Dramas of Calderón de la Barca, Princeton, Princeton University Press, 1991, p. 12). La corte peregrina de Carlos no fue lugar adecuado para desarrollar la práctica teatral, pero no ocurrió lo mismo durante los años de estabilidad palaciega de Felipe II. Teresa Ferrer, en La práctica escénica cortesana: de la época del Emperador a la de Felipe III (Londres, Tamesis Books, 1991), ha puesto de manifiesto la presencia de una interesante actividad teatral en la época de Felipe II. 3 . Véase nuestro trabajo «La imagen del rey y el teatro de la España clásica», Segismundo, 2324, 1965. [La paginacin no coincide con la publicacin]

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LA TEXTUALIZACIÓN DEL PODER POLÍTICO Y LA TRAGEDIA DEL SIGLO XVI : CUEVA Y LASSO DE LA VEGA

Alfredo Hermenegildo Université de Montréal

«La autoridad real no deue / andar fingida entre la humilde

plebe»1. Esta es una de las dos explicaciones que Lope de Vega apunta

para explicar el enfado que Felipe II manifestaba al ver la figura de un

monarca en el tablado teatral2. Pero resulta imposible reducir la

presencia escénica del rey a un modelo único, o significativamente

único. De hecho hay una diferencia abismal entre el monarca

semidivinizado que presentan ciertas obras de la comedia nueva –

Fuenteovejuna, El mejor mozo de España, La mayor virtud de un rey, El

mejor alcalde el rey, etc3– y el que se manifiesta en la serie de tragedias

del horror durante los finales del siglo XVI, tragedias que parecen ser los

signos fieles del estado de la conciencia política con que un grupo de

intelectuales españoles, desde lugares distintos y con armas diferentes,

                                                                                                               1   .-­‐   Lope   de   Vega.     El   arte   nuevo   de   hacer   comedias   en   este   tiempo.   Edición   y   estudio  preliminar   de   Juana   de   José   Prades,   Madrid,   Consejo   Superior   de   Investigaciones  Científicas,  1971,  p.  291.  2   .-­‐   Nos   parece   muy   arriesgada   la   afirmación   de   que   «Carlos   I   and   Felipe   II   were   not  interested  in  theatre»  (Margaret  Rich  Greer,    The  Play  of  Power.  Mythological  Court  Dramas  of   Calderón   de   la   Barca,   Princeton,   Princeton   University   Press,   1991,   p.   12).   La   corte  peregrina   de   Carlos   no   fue   lugar   adecuado   para   desarrollar   la   práctica   teatral,   pero   no  ocurrió  lo  mismo  durante  los  años  de  estabilidad  palaciega  de  Felipe  II.  Teresa  Ferrer,  en  La  práctica  escénica  cortesana:  de  la  época  del  Emperador  a  la  de  Felipe  III  (Londres,  Tamesis  Books,  1991),  ha  puesto  de  manifiesto  la  presencia  de  una  interesante  actividad  teatral  en  la  época  de  Felipe  II.  3  .-­‐  Véase  nuestro  trabajo  «La  imagen  del  rey  y  el  teatro  de  la  España  clásica»,  Segismundo,  23-­‐24,  1965.  

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pretendió hacer frente a la realidad pública que le rodeaba, es decir, a la

concepción del poder vigente durante el reinado de Felipe II4.

Señalemos, de paso, una curiosa coincidencia. En un

momento político de evidente centralismo absolutista – las Alpujarras,

los sucesos de Aragón, la invasión de Portugal, etc. -, son escritores de la

periferia peninsular, de los reinos que rodean a Castilla –Galicia,

Aragón, Valencia y Andalucía– los que abren sus obras a la

problemática del abuso del poder y de sus consiguientes y catastróficas

consecuencias. Jerónimo Bermúdez, Lupercio Leonardo de Argensola,

Cristóbal de Virués y Juan de la Cueva construyen un corpus dramático

en que se manifiestan las líneas convergentes de una misma y terrible

concepción del ejercicio de la autoridad. Los dos escritores identificados

con Madrid, Diego López de Castro y Gabriel Lobo Lasso de la Vega,

son los únicos que dramatizan el problema del poder político desde una

perspectiva diferente.

La elaboración de la imagen del rey para provocar la

identificación del pueblo con el poder dominante fue obra de

humanistas, de escritores, de artistas de todo género5. Pero, en estos

finales del siglo XVI español, son también los artistas, los escritores, los

humanistas, quienes proponen un modelo de soberano con el que                                                                                                                4  .-­‐  El  hecho  de  que  el  teatro  clásico  español  empezara  en  la  corte  y  terminara  en  los  salones  palaciegos,   entre   Encina   y   Calderón,   como   apunta   Robert   Ter   Horst   (The   Secular   Plays,  Lexington,  Kentucky,  University  Press  of  Kentucky,  1971),  no  quiere  decir  que  haya  sufrido  una  influencia  unidireccional  por  la  presencia  del  entorno  cortesano.  5   .-­‐  Roy  Strong,  Splendour  at  Court   :  Renaissance  Spectacle  and   Illusion,  Boston,  Houghton  Mifflin,  1973,  p.  19.  

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intentan crear una distancia, un rechazo del poder tiránico por parte del

pueblo. En otro trabajo6, hemos analizado cómo articuló Virués, uno de

los valencianos de fin de siglo, los signos dramáticos del poder político.

Dábamos allí una visión del problema. En esta ocasión vamos a describir

y poner en paralelo un aspecto de dos distintas y contrapuestas maneras

de dramatizar el ejercicio del poder, la que ofrece Gabriel Lobo Lasso de

la Vega en su Tragedia de la honra de Dido restaurada7 y la que

despliega Juan de la Cueva en la Tragedia del príncipe tirano8. Una y

otra se publican casi al mismo tiempo, en 1587 la THDR y en 1588 la

TPT.

* *

*

Las dos obras de nuestro corpus surgen como expresión de

dos discursos políticos opuestos. Y la resolución de las dos anécdotas

deja al descubierto dos realidades contradictorias. El ejercicio del poder,

el ejercicio degradado del poder, es un factor de destrucción del tejido

social, según la obra de Cueva, mientras que la tragedia de Lasso

escenifica todo el proceso de elaboración y construcción de un orden

social, de una estructura política útil, rentable y justa. Se trata en este                                                                                                                6  .-­‐  «La  semiosis  del  poder  y  la  tragedia  del  siglo  XVI:  Cristóbal  de  Virués»,  Crítica  Hispánica,  16,  1994,  1,  p.  11-­‐30.  7  .-­‐    Citaremos  los  distintos  pasajes  de  la  obra  según  Gabriel  Lobo  Lasso  de  la  Vega,  Tragedia  de   la   honra   de   Dido   restaurada   (introducción,   edición   y   notas   de   Alfredo   Hermenegildo,  Kassel,  Ed.  Reichenberger,  1986).  Nos  referiremos  a  la  tragedia  usando  la  sigla    THDR.  8  .-­‐    Utilizaremos  el  texto  de  la  tragedia  según  aparece  en  Comedias  y  tragedias,  de  Juan  de  la  Cueva   (edición  de  Francisco  A.   de   Icaza,  Madrid,   Sociedad  de  Bibliófilos  Españoles,   1917,  tomo  2,  p.  209-­‐269).  Nos  referiremos  a  la  pieza  por  medio  de  la  sigla  TPT.  

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segundo caso del ejercicio dignificado del poder político. Y todo ello se

hace «realidad teatral» contando con la tela de fondo, con el referente

histórico que envuelve la escritura y la representación, es decir, teniendo

en cuenta el uso del poder vigente en la España contextual, la de Felipe

II. Vamos a describir, a continuación, cómo se textualiza, cómo se

organizan los signos del poder en las dos piezas del corpus.

En TPT se dramatiza la anécdota de una falta colectiva

cometida por los poseedores del poder. El rey Agelao de Colcos, su hijo

el príncipe Licímaco y los cortesanos que les rodean cometen el triple

pecado de la irresponsabilidad política, del ejercicio tiránico del poder y

de la condescendencia con el soberano que rompe todas las normas de la

convivencia con los súbditos. Este triple pecado queda reducido a una

falta única en THDR, la que comete el rey Pigmalión abusando de su

poder y ordenando el asesinato de su cuñado Siqueo. Lo cual marca ya la

diferencia profunda que separa las dos tragedias. TPT distribuye la

connotación negativa entre todos los poderosos. THDR concentra dicha

connotación en la persona de un «mal rey» (v. 914), del tirano

Pigmalión. Cueva da paso a la aparición del tirano Licímaco por medio

de la denuncia de la irresponsabilidad política de Agelao, que se empeña

en renunciar al trono y en dejarlo en manos de su hijo, yendo así en

contra de la opinión de todos sus consejeros. Lasso parte de la presencia

de un tirano que rompe el ambiente paradisíaco existente en su reino y se

deja llevar por la codicia de las riquezas de Siqueo. Las crisis de las dos

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tragedias se resuelven de modos radicalmente opuestos. En TPT, con la

muerte del rey Licímaco, se va a destruir la organización del estado y a

crear un vacío de poder; en THDR se asiste a la construcción de un

nuevo orden político y social, bendito de los dioses y consagrado por la

muerte redentora de la reina Dido. Las dos tragedias ocultan estructuras

invertidas –destrucción/construcción– propicias para dar dos imágenes

contrapuestas de la figura real. Si Licímaco congrega en su persona una

extremada abundancia de signos y connotaciones negativos–

connotaciones y signos compartidos con el Pigmalión de THDR–, Dido

ofrece la imagen de la soberana dignificada, mesiánica, divinizada,

perfecta, digna de imitación.

Las dos obras ponen en escena una amplia muestra de las

sociedades gobernadas por sus respectivos reyes. El caso de THDR es

casi enteramente coincidente con el de TPT. Lasso ha construido su obra

con los personajes reales (Pigmalión, Dido, Yarbas, Ana), los nobles y

cortesanos (Siqueo, Marcio, Embajador de Dido), los servidores (Dorina,

Bridano, Paje, Justino, Sergio, Casiano, Denato, Firmio, Lestio, Adrano,

Corino, Marinero, Curio), el pueblo (Dino, Curio, ciudadano de Cartago,

Dalia, Casina, cuatro viejos y viejas de Chipre, Pulvio) y el mundo

divinal (Neptuno, los tritones, Proteo, Portuno, Nereo, Mercurio, Venus

y Diana). La presencia de los poderes sobrenaturales es un signo que

caracteriza la tragedia lassiana. Más tarde volveremos a tratar de dicha

presencia. En TPT está representada la monarquía (el Príncipe y el rey

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Agelao), la nobleza cortesana (Calcedio, Gracildo, Cratilo, Beraldo,

Ligurino, Leutonio, Ericipo, Teodosia y Doriclea), el pueblo (Aranto,

Lucila, Licedio y Emilio), los servidores reales (Paje, Mastresala,

Secretario, Arganto), el Reino en forma de figura moral y un personaje

Mudo, construido con rasgos cercanos a la alegoría y que se suicida en

escena transformándose en signo de la desgracia colectiva. La nómina de

personajes representa bien el universo dramático dentro del que se

despliega el ejercicio de la autoridad política.

La doble galería de personajes es utilizada y manipulada al

servicio de una doble concepción del poder. La primera, la de THDR, se

construye con signos dignificadores de la figura, gestos y acciones de la

soberana y del espacio dramático en que se mueve. La segunda, la de

TPT, surge a través de un conjunto de signos que podemos calificar

como degradantes. Esta serie de signos se manifiesta fundamentalmente

en diversos niveles de la dramatización. Vamos a estudiar, en este

trabajo, la dimensión discursiva. La utilización de iconos escénicos y la

elaboración de la diégesis misma será objeto de otro análisis. Los tres

niveles marcan el abismo que separa la elaboración de una y otra

tragedia y, en consecuencia, la doble y opuesta concepción del poder

político latente en ambas.

Lasso de la Vega abre su tragedia con la presentación de dos

espacios antagónicos, el del tirano, Pigmalión y el de la reina Dido,

futura fundadora de Cartago. El primero está alimentado por el mismo

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discurso del poder que encontraremos en Licímaco, es decir, la

necesidad del abuso de autoridad para mantenerse en el trono y la

perpetración del crimen con el fin de alcanzar los objetivos del personaje

real. Hay que señalar, sin embargo, la diferencia considerable que media

entre el primero y el segundo, Si Pigmalión invoca las mudanzas de

fortuna para explicar el asesinato de Siqueo (v. 339-400, 405-407, 409,

411, 413 y 420), lo que de algún modo está denunciando la

irresponsabilidad de un rey, de un «mal rey», la tragedia trata de evitar la

condenación radical y frontal del tirano. Prefiere burlarse de él en el

episodio de las cajas, supuestamente cargadas de riquezas y abandonadas

a las profundidades marinas por la Dido fugitiva en los barcos. El rey,

tradicionalmente protegido por los dioses, ve cómo su poder pierde el

respaldo celeste cuando se comporta como tirano («que Iúpiter no pueda

ya ampararte», v. 656). Y cuando Pigmalión se enfrenta con la divinidad

(«al cielo moueré sangrienta guerra», v. 660), la oposición [tirano /vs/

Dido + dioses] es el signo evidente de cómo se trata en la tragedia el

poder desdignificado, el poder degradado que ha dejado de gozar de la

protección celestial. Los dioses han cambiado de bando porque el rey ha

dejado de ser rey para convertirse en tirano. Y es el propio Mercurio

quien recomienda a Pigmalión el abandono de la persecución de Dido y

quien le señala la amenaza sobrenatural:

No impidas, Pigmalión, tan gran jornada [la de Dido], que ansí por los dioses te es mandado, […] será tu yerro castigado,

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que ha Dido ya le está predestinada suerte felice del dichoso hado, lo qual ordenó el cielo […]. (v. 661-665)

Y Pigmalión renuncia a la persecución. Su castigo es ver

cómo desaparecen del reino personas principales, riquezas y protección

divina. Y el texto abandona a su suerte al tirano para ir en busca de la

elaboración de un espacio político nuevo, justo, rico y bendito de los

dioses, el reino creado por la mítica Dido en Cartago. Pero aquel paraíso

destruido en Tiro por la injusta intervención de Pigmalión, va a ser

recreado en Cartago por la justa operación de la reina. Y las leyes serán

las mesmas que hasta aquí. Declárense, Puluio, ansí, qual las de Tiro y Sidón. Estas solas se pratiquen porque de suyo son buenas. (v. 1171-1176)

Es decir, la organización del estado en Tiro y Sidón era

perfecta. Por eso la mantiene Dido. Lo que era nocivo era el «mal rey»,

el monarca transformado en tirano. Cambiando la perversa encarnación

del poder y remplazándola por una figura adecuada, el poder quedará

dignificado. Dido, protegida de los dioses y obediente a su mandato,

puede reconstruir un espacio político paradisíaco en que se ejerce un

poder bueno, justo, perfecto, infinitamente perfecto puesto que será

inmortalizado y fijado eternamente por el sacrificio de la reina sin par. El

discurso latente en THDR prevé la inmanencia del poder político y de la

figura del rey perfecto y divinizado. Si el rey se convierte en tirano, su

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gesto no pasa de ser una anécdota superficial que hay que contrarrestar

arrinconándole en un país abandonado. Y surgirá después, con la

bendición celeste, el mismo espacio político animado por la autoridad

perfecta de la nueva soberana.

En TPT se invierte el camino examinado en THDR. Hay un

rey, Agelao, que cede voluntariamente el trono a su hijo, el príncipe

Licímaco. La diégesis pasa de un estado «normal» de ejercicio del poder

a una catástrofe en que todas las bases del buen gobernar han

desaparecido, arrastrando en su final la destrucción de toda estructura

política y provocando un auténtico vacío de poder. Y todo surge por la

irresponsabilidad del rey Agelao renunciando al trono («sirva mi

flaqueza de disculpa / y el verme inútil para paz y guerra», p. 220) y

entregándolo al príncipe contra la opinión de los cortesanos. Así habla,

entre otros, Cratilo:

oy quiere el rey del reyno desistirse y entregárselo al príncipe inhumano; oy quiere el rey del reyno despedirse y entregárselo al príncipe tirano. (p. 224)

El Mastresala considera que el príncipe es el enemigo del

país de Colcos (p. 225) y cuenta los horrores cometidos por Licímaco

durante la noche (ha sacado los ojos a un paje, le ha quemado el rostro a

otro y los ha arrojado a los dos del mirador abajo). La anécdota es dura.

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Pero más terrible es la intervención de Agelao, según cuenta uno de los

cortesanos:

El rey los mando enterrar y quel caso se encubriesse, so pena de que muriesse quien lo osasse divulgar. (p. 226)

La pasiva complicidad del rey es, tal vez, más dura y feroz

que la monstruosidad del príncipe. Y a partir de ahí, el Mastresala

descubre al espectador el fondo de su pensamiento:

Oy damos la libertad a vn tirano; oy nos ponemos al yugo; oy nos sometemos a toda inhumanidad; oy la patria es assolada. (p. 227)

La figura alegórica del Reino y la del Mudo confirman las

terribles predicciones de los cortesanos. Todo ha sido desencadenado por

la incompetencia y la irresponsabilidad de un rey inicuo, de Agelao. De

modo que el paralelo con THDR sólo es estructural. La diégesis parte en

TPT de un ejercicio degradado del poder. Pero aquí no se reconstruirá un

espacio político paradisíaco. El paraíso nunca existió en Colcos. Y el

resultado, con la llegada del monarca sucesor, llevará a la destrucción de

toda la red de relaciones sociales, políticas, etc.

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El espectador ha observado desde el principio ciertos rasgos

definidores de la personalidad de Licímaco. Su parlamento inicial (p.

212) deja expuesto claramente su concepto del poder:

- una viva centella le abrasa - desea reprimir «a quien mi braço espanta» - «mi nombre / se honore qual deydad» - que mi nombre «qual furia assombre» - «que me aborrezcan no me da cuydado» - «témanme a mí qu´es lo que yo pretendo; / y esté en

odio perpetuo de mi tierra» - «está en mi pecho horrendo / crueldad eterna y que

piedad no encierra» - «no avrá en tomando el ceptro en esta mano / sossiego

que no turbe, / hombre que no perturbe / ni dios en todo el coro soberano / a quien el poder mío / dexe en quietud gozar su señorío».

El discurso del poder tiránico es el que envuelve la figura del

príncipe. Los cortesanos lo conocen. El rey Agelao también. Este último

oculta, pérfidamente, la crueldad de su hijo. Y los cortesanos, aunque

ven el tenebroso futuro, se callan y aceptan «complacidos» la coronación

del nuevo monarca. Después de que Licímaco ha jurado («assi lo pido al

cielo, y si excediere / del juramento vn punto por engaños, / muera en

poder del mal estrecho amigo, / o en opresión del bárbaro enemigo» (p.

228), Cratilo, Beraldo y Gracildo, los nobles palaciegos, manifiestan

toda la doblez política y el radical oportunismo vigente en los círculos

del poder de un estado condenado a la destrucción colectiva. Sirvan de

ejemplo estas tres intervenciones:

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CRATILO: ¿Qual será, rey, al cielo tan ingrato, que viendo la virtud qu´en el florece, le pueda ser avaro y contradiga lo que razón le fuerça y ley le obliga? BERALDO: De todo el ancho reyno a sido acepto qual parece en las cortes acabadas. GRACILDO: Nadie repugna tu real decreto [...] […] todos lo demandan y pidiéndolo a vozes por rey, andan. (p. 229)

Solamente dos figuras se alzan públicamente contra la

llegada de Licímaco al poder. Y son dos personajes salidos de la galería

de lo alegórico, del paradigma de lo moral. El Mudo es una extraña

figura que debe analizarse a partir de la configuración modélica de

dicho paradigma. Aparece con «vna hoce y vn libro» (p. 222). Rompe el

libro, se enfurece, da gritos, se hiere en la cabeza y se corta el cuello con

la hoz (ibid.). Su muerte en escena cierra la primera jornada, cuando

todavía no se ha presentado ninguno de los horrores que el príncipe

cometerá. De algún modo, la muerte del Mudo es el signo catafórico que

adelanta las diversas anécdotas de la catástrofe. La presencia del Mudo

suicida es la expresión y el símbolo del pueblo que no puede hablar. Es

uno de los momentos terribles de la tragedia y una de las claves para

comprender el discurso del poder que envuelve la pieza. Agelao ha

dejado al pueblo hablar durante el juicio público que ha presidido (p.

218), pero el Mudo, el pueblo de Colcos, no puede expresarse sobre las

cuestiones fundamentales de la convivencia pública. Esta encarnación

presente de los futuros habitantes de Colcos amordazados por la tiranía,

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se suicida ante los ojos de Licímaco. Su reacción es la característica de

quien sólo mide la realidad con los criterios de su propio interés:

No es este caso agora tan terrible, que turbar haga esse animo [el de Agelao] excelente, que al vil temor no dio jamas entrada ni le movio la ciega diosa airada. (p. 222)

Junto al Mudo –y explicando posteriormente el sentido de su

gesto–, sólo la «Figura del Reyno» (p. 231) es la otra voz que clama en

este desierto de profunda inmoralidad política. Se presenta en la escena

final de la segunda jornada explicando quién es y dando las razones de

su impresionante aspecto:

Vengo atravessado el pecho desta rigurosa espada, y el alma en fuego abrassada por la elecion que aveys hecho. (p. 231)

El Reino explica la figura del Mudo y los gestos realizados

anteriormente (p. 232). Sus gemidos significan «vuestro llanto [el del

pueblo de Colcos]»; sus vestidos hechos jirones «la miseria y quebranto

del reino»; el libro rasgado y tirado a los pies del rey la violación de las

leyes del país.

No deja de ser significativo que solamente estas dos figuras

del paradigma moral son las que abren el gran interrogante de la

inmoralidad política y anuncian la destrucción del reino. El resto de los

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personajes, Agelao, Licímaco, los cortesanos, viven hipócritamente la

definitiva aniquilación del espacio político de Colcos.

Uno de los signos más característicos del concepto

monárquico vigente en la época que estudiamos, es la estrecha

vinculación de la figura del soberano con la divinidad. El caso de THDR

nos parece altamente significativo. Y en el siglo XVII podrían invocarse

muchos más. Juan de la Cueva, en cambio, y con él la mayoría de los

trágicos de este final de siglo, los dramaturgos de la España periférica

del segundo de los Felipes, ha destruido los lazos que unen al monarca

con los poderes sobrenaturales. Si Dido recibió el apoyo incondicional y

la protección de los dioses (la presencia en escena de Mercurio,

Neptuno, Proteo, Portuno, Diana, Venus, etc., es bien significativa), el

príncipe Licímaco rompe abiertamente con el espacio celeste y se alza

como signo perturbador de las relaciones regio-divinas. Si el Pigmalión

de THDR es conminado por los dioses a renunciar al tesoro de Siqueo y,

en consecuencia, a la persecución de Dido, en TPT es Licímaco quien

corta las relaciones con el cielo y se autoproclama digno rival del

poderío divinal. «No avra […] dios en todo el coro soberano / a quien el

poder mio / dexe en quietud / gozar su señorio» (p. 212).

Ya en la tercera jornada, cuando Licímaco ha sido coronado

rey, el espectador asiste a la autoproclamación del rey como divinidad.

El nuevo monarca pregona su concepto de la realeza: «Entienda el

mundo que á de ser mi nombre / no menos que deydad reverenciado» (p.

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243). La deificación de TPT no tiene nada que ver con la que dramatiza

Lasso. En THDR se trata del resultado «natural» de un gesto redentor, el

que realiza Dido suicidándose para que las tropas del mauritano Yarbas

levanten el cerco de la nueva ciudad, de Cartago. Los versos que el texto

pone en boca de Dido, contaminados por la tradición de Garcilaso de la

Vega, son bien explícitos en este sentido:

No que viuáys mi vida os quite, hermanos. Yo quiero restaurar todas con vna que muere ya por ver el bien que vía ¡ay, dulces prendas! quando Dios quería. (v. 1771– 1774).

* *

*

Las dos tragedias se construyen a partir de dos discursos

opuestos. El del poder tiránico y sus efectos devastadores, en el caso de

la tragedia de Juan de la Cueva. El del remplazamiento de un poder

degradado por un concepto del estado en que el monarca, la soberana,

ejerce la autoridad para dar cumplida respuesta al mandato y protección

de los dioses. La reina Dido se alza así como símbolo de un estado en

cuya cúspide está instalada la concepción de un poder dignificado y

apoyado en las leyes justas y en el ejercicio de la autoridad siguiendo los

consejos celestiales. Cuando se pone en marcha la comedia nueva, habrá

una clara tendencia a continuar por la línea seguida en la tragedia

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lassiana. Y se abandonará la que con tanta insistencia trazaron los

trágicos filipinos de la periferia peninsular, Bermúdez el gallego,

Argensola el aragonés, Virués el valenciano y Cueva el sevillano. La

interrogante queda abierta.

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