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623 XXVI Entra a la capital el Cuerpo de Ejército de Oriente Los constitucionalistas ocupan por cuarta vez la Ciudad de Méxi- co.—Primeras autoridades políticas.—Declaraciones del goberna- dor del distrito.—Manifiesto del general Pablo González.—Nulifí- canse los billetes convencionistas.—El comercio.—Reanúdanse los que entonces eran servicios públicos.—“Justicia” de facciones.— Conflicto del papel.—Las “bolas”.—Desde la barrera.—Resolu- ción del Cuartel General.—Aprovisionamiento de la ciudad.—Dic- tador de alimentación.—Abaratamiento de cereales.—Tropelías y abusos.—Supresión de tribunales.—Dictadura militar.—Decre- cimiento del hambre.—Efectos del decreto de amnistía.—Júzga- se militarmente a los civiles.—Atentados y excesos.—El “primer jefe”.—La facción convencionista.—Lo que pensaban los constitu- cionalistas acerca de los civiles. la mañana siguiente (2 de agosto), cuando los silbatos de las Cruces exigían de la multitud desesperada que en su afán por adquirir co- mestibles obstruccionaba el tránsito, paso libre a sus ambu- lancias cargadas de muertos y desfallecidos por el hambre, y cuando asimismo suponíase que la ciudad se encontraba des- guarnecida, cosa que acontecía siempre que la evacuaba alguna de las facciones en pugna, se vio por primera vez (y última) que fuertes contingentes de tropas constitucionalistas la ocupaban. Creíase, igualmente, que los zapatistas se hallarían posesiona- dos de las municipalidades sur del Distrito Federal, desde don- Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México Libro completo en: https://goo.gl/2Meze9

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Entra a la capital el Cuerpo de Ejército de Oriente

Los constitucionalistas ocupan por cuarta vez la Ciudad de Méxi-co.—Primeras autoridades políticas.—Declaraciones del goberna-dor del distrito.—Manifiesto del general Pablo González.—nulifí-canse los billetes convencionistas.—El comercio.—Reanúdanse los que entonces eran servicios públicos.—“Justicia” de facciones.—Conflicto del papel.—Las “bolas”.—Desde la barrera.—Resolu-ción del Cuartel General.—Aprovisionamiento de la ciudad.—Dic-tador de alimentación.—Abaratamiento de cereales.—Tropelías y abusos.—Supresión de tribunales.—Dictadura militar.—Decre-cimiento del hambre.—Efectos del decreto de amnistía.—Júzga-se militarmente a los civiles.—Atentados y excesos.—El “primer jefe”.—La facción convencionista.—Lo que pensaban los constitu-cionalistas acerca de los civiles.

la mañana siguiente (2 de agosto), cuando los silbatos de las Cruces exigían de la multitud desesperada que en su afán por adquirir co-

mestibles obstruccionaba el tránsito, paso libre a sus ambu-lancias cargadas de muertos y desfallecidos por el hambre, y cuando asimismo suponíase que la ciudad se encontraba des-guarnecida, cosa que acontecía siempre que la evacuaba alguna de las facciones en pugna, se vio por primera vez (y última) que fuertes contingentes de tropas constitucionalistas la ocupaban. Creíase, igualmente, que los zapatistas se hallarían posesiona-dos de las municipalidades sur del Distrito Federal, desde don-

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de, como era de esperarse, puesto que esto ya se había hecho costumbre, empezarían a hostilizar al enemigo; mas súpose con gran extrañeza de la población que las fuerzas constitucio-nalistas también ocupaban dichos puntos. Debíase esto a que el plan de los carrancistas para apoderarse de la capital difirió radicalmente de los que anteriormente pusieran en práctica, pues que en esta vez efectuaron, simultáneamente, rapidísimo movimiento envolvente por los flancos, atacando y ocupando por sorpresa, antes de hacerlo con la capital, todas aquellas municipalidades y pequeñas poblaciones que se encuentran al oriente y poniente de la ciudad. He aquí explicado por qué cuando a la caída de la tarde del día anterior, los zapatistas, advirtiendo que se les flanqueaba, apresuraron de tal manera su retirada, que a las primeras horas de la madrugada, que fue cuando los constitucionalistas al mando del general Juan Mérigo, comandante de la Artillería, ocuparon el Palacio na-cional, ya las fuerzas contrarias, además de haber abandonado los puntos que anteriormente he mencionado, encontrábanse a muy larga distancia, seguramente todos maltrechos, rendidos de cansancio y profundamente desmoralizados, renegando de su situación en la forma tan peculiar y pintoresca en que ellos lo hacían: “¡Ay jijo de la jijurria! ¡Quén parió, vale! ¡Ahora sí nos llevó la… chin… che brava, vale!”

El Cuartel General del Cuerpo de Ejército de oriente se estableció como la vez anterior, en la Villa de Guadalupe, pro-cediendo desde luego a nombrar comandante militar de la pla-za, al general Francisco de P. Mariel, y gobernador del distrito al general César López de Lara, quien al tomar posesión de su cargo hizo, entre otras, las siguientes declaraciones:

Sabré cumplir con mis deberes de gobernante con el mayor respeto al público; pero exigiré enérgicamente de mis gobernados, obedien-cia a la ley y a todas las disposiciones de la autoridad. nacionales y extranjeros tendrán el apoyo y protección que el Gobierno de mi car-go sabrá pronto procurarles dentro de las circunstancias todas; pero

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espera la colaboración de cada uno dentro de su esfera de acción, trabajando con entusiasmo y honradez en sus particulares labores y contribuyendo a la paz y tranquilidad públicas. Mas los que, a pesar de esta democrática invitación se aparten de la razón y el buen cami-no, y de sus propios intereses, serán ejemplarmente castigados para que no emponzoñen el ambiente que los demás respiran.

Todos serán oídos: el pobre y el rico; el sabio y el ignorante; que iguales todos ante la ley, merecen idéntico respeto y consi-deración de este Gobierno. Así procuraré rodearme, sin irritantes preferencias, de leales y dignos servidores del pueblo; pero espero que todo habitante del Distrito Federal tenga la entereza, cuando no sea oído o respetado, de venir ante el Gobierno a presentar su queja con toda justificación contra cualquier autoridad que de mi dependa, a fin de poner coto al abuso y remedio al daño causado.

Ese mismo día, el general Pablo González lanzó el siguiente manifiesto:

PAbLo GonZÁLEZ, General de División, en Jefe del Cuerpo de Ejército de oriente, a los habitantes de la Ciudad de México,

C o n C i u D A D A n o S :

Las operaciones militares llevadas a cabo por las fuerzas de mi mando para derrotar y desalojar al enemigo que amagaba esta Ca-pital y en las cercanías de ella cometía toda clase de depredacio-nes, demuestran la eficacia de los movimientos efectuados y que, al salir de esta Ciudad para combatir personalmente a zapatistas y villistas, como lo informé antes de mi marcha al H. Cuerpo Consular, sólo tuve por mira principalísima, garantizar del modo más amplio a nacionales y extranjeros, su tranquilidad, su vida y sus intereses.

Mi criterio al regresar a la Capital es el mismo que informó mi anterior manifiesto. Y si la conducta de todo el pueblo, de todos los elementos que laboran en la vida de la Ciudad hubiera respondido a mi anhelo de hacer obra de paz y de concordia, nada tendría que agregar; pero algunos de esos elementos se mostraron hostiles al

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Gobierno Constitucionalista; y a los que así obraron, y a los que pretenden seguir ese equivocado camino, me dirijo ahora.

no pide el Gobierno Constitucionalista a los habitantes de la Ciudad de México forzada adhesión a nuestro programa revolucio-nario, si a ello no le llevan sus ideas o sus intereses; pero sí exige, en beneficio de todos, se respeten sus disposiciones, que se acaten sus mandatos y no se abuse de la difícil situación que trae consigo, para una Ciudad de primer orden, un cambio político de Gobierno.

A los que así pretenden hacer labor obstruccionista; a los ene-migos que, confundidos con el pueblo, y aprovechando momentos angustiosos le incitan a motines y saqueos; al comercio que cierre sus puertas impidiendo la libre circulación del papel-moneda de este Gobierno, y a los que negocien indebidamente con nuestros valores fiduciarios y por medio de versiones alarmantes lleven a cabo sus especulaciones inmorales, este Cuartel General impondrá castigos ejemplarmente severos. Y con la misma igual justicia dará a todos los demás amplias garantías.

Tal es el programa que para establecer definitivamente el or-den, la paz y la ley, se propone desarrollar, en vista de los pasados acontecimientos, esta Jefatura del Cuerpo de Ejército de oriente.

Espero que los habitantes de México, interpretando con toda cordura y patriotismo lo antes expresado, evitarán a este Cuartel General la triste necesidad de apelar a los procedimientos severos e inspirarán su conducta en un criterio de cordialidad, de honradez y de justo apoyo al Gobierno Constitucionalista.

Dado en el Cuartel General, en México, a 2 de agosto de 1915.—El General en Jefe del Cuerpo de Ejército de oriente, Pablo González.—El coronel Jefe de Estado Mayor, Alfredo Rodríguez.

Al saber el comercio, primero que la población, ya que por lo que respecta a procurarse informaciones siempre dio pruebas de ser muy listo, que las tropas zapatistas encontrábanse en la imposibilidad de recuperar la capital, así como las municipali-dades sur que la rodean, debido al empuje arrollador con que los constitucionalistas los atacaron, obligándolos, mal de su gra-do, a replegarse cerca de sus antiguas posiciones de la época del gobierno del general Huerta, pero sobre todo porque los

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carrancistas, que no se andaban con contemplaciones, conmi-náronlo desde luego a reanudar sus ventas, decidió, para no ha-cerse sospechoso de complicidad con el enemigo y también para cubrir hipócritamente su sed de ambición, abrir sus puertas, aunque haciendo al público, que tumultuosamente los invadió, reiteradas y humildes protestas de que eran ya muy pocas las existencias que les quedaban; sin embargo, de lo cual estaban dispuestos a compartirlas “fraternalmente” como, según ellos, siempre lo habían hecho con sus buenos y excelentes favorecedo-res, los metropolitanos.

Como en la precipitada retirada, mejor dicho, fuga de los zapatistas, éstos no tuvieron, como otras veces, tiempo para cortar el caudal de agua de Xochimilco, la ciudad estuvo a salvo en esta vez de sufrir la falta de tan indispensable servicio.

En cuanto a los trenes y coches, esa misma tarde quedó reanudado el tráfico urbano, el día siguiente o sea el 3 (agosto), empezóse a cubrir el semiurbano y el foráneo hasta el día 4.

Tampoco del servicio de alumbrado se careció, aunque eso sí se obtuvo en forma muy deficiente por los mismos motivos que ya otras veces he expuesto. Por lo que respecta al servicio de policía, ya que ésta prácticamente no existía y ser mate-rialmente imposible organizarla rápidamente, encomendóse el resguardo de la ciudad a numerosas patrullas que en actitud nada tranquilizadora cruzábanla en todas direcciones. Cabe aquí manifestar que en estos “dichosos y felices tiempos” en que la capital era para las facciones una especie de ventorrillo en pleno camino real, no había términos medios para castigar a los delincuentes contra quienes se tomaban las más extremosas medidas, oscilando la pena entre la absolución o la muerte.

Las prisiones encontrábanse casi abandonadas, tanto más cuanto que en tales entradas y salidas no funcionaba tribunal alguno, ni estaba en vigor ninguna ley, como no fuera la de las “pistolas”. Por eso fue que el socorrido expediente para hacerse de elementos libertando a los presos e incorparándo-los a sus tropas, maniobra puesta en práctica por las facciones

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en el interior del país cada vez que tomaban una población, aquí no “cuajó”, porque con esa radical costumbre que am-bas establecieron de hacer justicia en forma de juicios verbales sumarísimos, no había lugar a tener presos. El veredicto de los jefes zapatistas cada vez que se les presentaba la ocasión de fungir como jueces era declarar sin ningunas cavilaciones y circunloquios, dirigiéndose al presunto acusado: “oye vale, si mi conciencia medita que te quebre, te quebro, vale”. Y sin más trámite o lo “quebraban” o lo dejaban libre. Y aunque los carrancistas difirieron únicamente en no proferir tan ridículas como brutales expresiones, la costumbre y el procedimiento fueron los mismos. De ahí, que cuando en las barriadas ob-servóse el constante cruzar de patrullas haciendo el servicio de vigilancia, las “colas” que aguardaban a las puertas de los moli-nos de nixtamal, que últimamente tomaran un carácter violen-to y tumultuoso, resignadamente refrenaron su impaciencia, y callada y prudentemente esperaron su turno.

En algunas plazuelas de apartados suburbios empezáronse a poner algunas “vendimias” de verdura, muy especialmente acelgas, verdolagas, romeritos, quintoniles, nopales, lechugas, calabacitas, elotes, habas verdes, flores de calabaza y ejotes, que por estar bien entrada la estación de lluvias, los había con rela-tiva abundancia en los labrantíos cercanos al Distrito Federal.

El día 4, el Cuartel General transladóse a la capital, ocu-pando en el Palacio nacional el local destinado a la Secretaría de Guerra, designando gobernador del distrito al general Cé-sar López de Lara, inspector general de policía al señor Jesús Munguía Santoyo, y presidente municipal al coronel ignacio Enríquez, sin que este señor hubiera llamado a ocupar sus puestos a los antiguos ediles, no obstante que éstos para pa-tentizar su adhesión al constitucionalismo fueron a felicitar al general Pablo González a la Villa de Guadalupe, hecho que disgustó sobremanera al general convencionista Amador Sa-lazar, quien como se recordará, ordenó que además de que fueran cesados en sus cargos quedaran detenidos, aunque esto

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último no fue sino por unas cuantas horas, ya que luego fue-ron puestos en libertad.

Como los cinco largos meses que durara la capital en poder del gobierno convencionista habían sido más que suficientes para que éste la inundara de “dos caritas”, “sábanas” y “re-validados”, claro está que al arribar los constitucionalistas y decretar que dichos “bilimbiques” no tenían ningún valor, in-mediatamente estalló el conflicto entre el comercio y el pueblo a pesar de las medidas preventivas que para evitarlo pusieran los carrancistas, consistentes en repartir billetes (en la misma forma que se hiciera durante la estancia del general obregón) y boletos para adquirir cereales a bajos precios en la Estación del Ferrocarril Mexicano.

Además, siendo muy poco el papel constitucionalista, com-parándolo con el convencionista que había en circulación y no bastando ni aún siquiera medianamente para satisfacer lo in-dispensable para la vida económica de la población, tanto más cuanto que los “coyotes” al advertir que los zapatistas habían sido obligados a replegarse hasta muy cerca de las estribaciones del Ajusco, por aquello de las “malditas dudas” prudentemente abstuviéronse de invertir cantidad alguna en la compra de pa-pel convencionista, el conflicto, repito, que desde el principio se esperaba, se hizo inevitable, estallando en la forma acre y violenta que acontecía cada vez que una facción al ocupar la capital, lo primero que hacía era declarar que el único papel de circulación legal era el suyo.

Las “bolas”, pues, empezáronse a formar y a crecer, reco-rriendo furiosas las calles y pretendiendo saquear, como otras veces lo habían hecho, los comercios y puestos de los merca-dos, cuyos propietarios inmediatamente que se dieron cuenta de lo que pasaba, se apresuraron a cerrar sus establecimientos los primeros y a levantar sus mercancías los segundos, sin que las numerosas patrullas que resguardaban la ciudad trataran de evitarlo, puesto que ésta era la consigna que se les diera. Y era que estando los constitucionalistas persuadidos de que uno de

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los principales motivos que influían para que estallaran estos motines era el ocultamiento y exagerado encarecimiento de los artículos de consumo, decidieron para no exasperar con pro-cedimientos violentos el ya harto y fatigado espíritu popular, esperar a que serenándose los ánimos, las “bolas” se disolvie-ran por sí solas, como había sucedido 16 días antes, cuando sus avanzadas habíanse reconcentrado a la Villa de Guadalupe.

Mas al día siguiente, o sea el 5, comprendiendo el Cuartel General que de continuar limitando su acción de primera au-toridad a la impropia de simple espectador, daba lugar a que se repitieran los disturbios y considerando igualmente que tal actitud era la más inadecuada para una autoridad obliga-da a dar garantías, pero sobre todo juzgando que era llega-do el momento de poner coto a los criminales abusos de los comerciantes resolviendo así el terrible y agobiador problema del hambre, decidió desde luego que el preboste general del Cuerpo de Ejército de oriente, licenciado Luis Patiño, lo fuera asimismo de la ciudad, invistiéndolo para ello con las faculta-des propias de un dictador de alimentación, tanto para regular los precios de los artículos de consumo, sometiéndolos a una tarifa que por la fuerza se haría efectiva, como por atender a la introducción en plaza de toda clase de víveres. Para esto último quedó no solamente obligado a poner a disposición de los comerciantes los carros necesarios para el transporte, sino también a proporcionarles las facilidades y garantías para el rápido aprovisionamiento de la ciudad con el fin de que dichos “caballeros” no tuvieran pretexto para seguir extorsionando a la población.

Cuando al día siguiente el El Pueblo, que era el órgano semioficial del constitucionalismo y que se había estado publi-cando en Veracruz desde que el ciudadano Primer Jefe emi-grara para aquel lugar y que acababa de reaparecer aquí en la capital, publicó el anterior acuerdo del Cuartel General, así como los buenos propósitos de que estaba animado el prebos-te Patiño para resolver el pavoroso problema del hambre, la

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excitación popular se calmó un poco, tanto más cuanto que ese mismo día llegaron procedentes de los campos plataneros del estado de Veracruz, algunos carros bien repletos de esa tan alimenticia como sabrosa fruta, que desde hacía mucho tiempo era para nosotros artículo de lujo que tan sólo de pensar en ella, “agua se nos hacía la boca”.

En los días subsecuentes a la entrada de los constitucio-nalistas empezaron a llegar a la ciudad fuertes contingentes de tropas, que sumadas a las ya de por sí numerosas que in-tegraban el Cuerpo de Ejército de oriente, arrojaban un to-tal bastante respetable, disponiendo los principales jefes, al igual que la primera vez, en agosto de 1914, cuando entró el general obregón a la cabeza del Cuerpo de Ejército del no-reste, que las residencias palaciegas que abandonaron en su precipitada huida los enemigos de la Revolución, les sirvieran de alojamiento, unas y para establecimientos de oficinas o cuarteles, otras.

Las “soldaderas”, al igual que lo habían venido haciendo las anteriores, ocuparon los corredores y patios de los palacios nacional y Municipal, el Portal de las Flores y el del ayunta-miento, el costado oriente de Catedral, la Rinconada del Semi-nario, pero tanto el frente como el lado poniente de Catedral los dejaron los zapatistas tan asquerosos e inmundos (cono-cidos vulgarmente con el nombre satírico de “obrador de los zapatistas), que al verlos los “carranclanes”, les “alzaron pelo” y no los ocuparon.

igualmente los constitucionalistas no ocuparon los que ha-bían sido jardines del Zócalo y que los zapatistas, como antes dije, convirtieron de día en inmundos estercoleros, garitos y campos de Agramante; de noche, en lupanares al aire libre. Pues desde luego observóse estaban disciplinados y si bien es verdad que tal disciplina dejaba todavía mucho que desear, ya que estaba muy distante de ser perfecta, por lo menos era sufi-ciente para que se diferenciaran de aquellas trashumantes chus-mas zapatistas. Los jefes y oficiales distinguíanse desde luego,

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pues además de que vestían mejor que los individuos de tropa, generalmente portaban sombrero tejano, donde se destacaban perfectamente las insignias de su jerarquía.

Señor Gonzalo de la Parra, periodista, caminando con un sa-cerdote mientras conversan, ca. 1910. Casasola. Sinafo-InaH. Secretaría de Cultura. número de inventario: 24508.

A raíz de haber ocupado los carrancistas la capital, el Cuar-tel General ordenó bajo severísimas penas para los infractores (y ya sabemos que no había términos medios y “cómo se las gastaba el hojalatero”), que quedaba estrictamente prohibida la venta de bebidas embriagantes. A pesar de esto, a los pocos días, y cuando el pueblo ya empezaba por fin a abrigar espe-ranzas de una próxima era de mejoramiento con la apertura en varios rumbos de la ciudad de expendios de artículos de consumo a precios bajos, principiáronse a abrir las cantinas

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y piqueras, y con ese motivo a surgir como resultado de la embriaguez y juego, tal multitud de escándolos, reyertas san-grientas y zafarranchos entre los mismos revolucionarios que la población alarmadísima con el inminente peligro que a cada momento corría, empezó a temer por su seguridad y a ver con suma desconfianza y prevención a aquellos militares que pisto-la al cinto, puñal en la polaina, fuete en mano e insulto en boca trastabillándose de borrachos lanzábanle a todo el mundo des-pectivas miradas de perdonavidas.

Al problema del hambre que tantas víctimas, dolor y su-frimientos causara y que con la introducción diaria en plaza de numerosos carros de cereales, con la regularización de pre-cios en los víveres y con el establecimiento en los barrios más populosos de comedores públicos en los cuales distribuíanse gratuitamente buena cantidad de raciones, ya se le vislumbraba su solución, venía a sucederle otro más sombrío y odioso: la inseguridad, y la inseguridad proveniente precisamente de los que estaban encargados de combatirla.

Así, pues, las balaceras menudeaban a cada momento por doquier, y güay de aquel que osaba protestar por la conduc-ta inconveniente de algún “carranclán”, de fijarle la mirada, de no darle servilmente el lado de la acera, de no cederle el asiento en el tranvía, o de no darle la preferencia en los sitios de reunión o tomar el aperitivo en las cantinas sin in-vitarlos previamente; el único argumento entremezclado con una buena rociada de “ternos” era entonces la pistola. A este respecto, recuerdo que un periodista llamado Gonzalo de la Parra, quien por cierto era ya entonces muy irónico y andan-do el tiempo convirtiérase en un galano y exquisito prosista y crítico, se le ocurrió publicar un editorial en el periódico que estaba bajo su dirección El Nacional, que refiriéndose a estos abusos e impunidades y haciendo alusión a la insignia del generalato tituló: “El privilegio de las Águilas”, artículo que levantó tal ámpula entre los aludidos, que si el referido escritor no se pone “chango” escondiéndose en ignorado si-

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tio, de aprehenderlo (como era la intención), de seguro lo “quebran”, como decían los “argollones”.

Las canciones favoritas de los constitucionalistas como la “Adelita”, la “Valentina”, “Cielito Lindo”, “La norteña”, “La Pajarera” y algunas otras que ya dejo reproducidas anterior-mente, volviéronse a poner de moda, relegando al olvido las de los convencionistas que habían privado en el tiempo que ellos dominaron.

v

Suponíase que con el arribo a la ciudad de tan numeroso contingente de tropas; con la reaparición del órgano oficioso El Pueblo, así como de la reinstalación del Ministerio de Go-bernación y el arribo del ciudadano Primer Jefe que se decía estaba próximo, cosa que ardientemente se deseaba, ya que na-die dudaba que su sola presencia contribuiría a poner coto a los desmanes verdaderamente intolerables de la soldadesca cam-biaría la situación, desgraciadamente no fue así, pues, aparte de que el señor Carranza continuó en Veracruz, el Cuartel General dispuso que los juzgados del orden civil, criminal y el Tribunal de Justicia se suprimieran, quedando él (el Cuartel General), como único y soberano juez para administrar justi-cia. De tal modo que la ciudad dejaba de serlo para convertirse en un inmenso cuartel, en el cual las órdenes por obedecer no serían otras sino las transmitidas por los toques del clarín. Es decir, que la férrea Ley Marcial con todo y su dureza de la época medioeval, le vino “floja” o “guanga”, al Cuartel Gene-ral para imponérsela a esta triste y castigada población. Por lo demás, a él seguíanse presentando a acogerse a los beneficios de amnistía que el general Pablo González, que como se recor-dará decretara desde la Villa de Guadalupe, poco antes de que se viera precisado a ir a desalojar de Pachuca al general villista Rodolfo Fierro, muchos jefes y oficiales que escapaban de las huestes zapatistas.

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Ya para la primera decena de agosto, por conducto de las numerosísimas tropas que guarnicionaban tanto a la capital como a las demás poblaciones del Distrito Federal, habíanse puesto en circulación tantos “bilimbiques” constitucionalis-tas, que la escasez que al principio de su arribo produjo el consiguiente malestar, para esa fecha, repito, habíase en gran parte subsanado. Más desgraciadamente lo que no se corregía, eran los continuos escándalos, reyertas, zafarranchos y actitud agresiva de la soldadesca, que envalentonada con la pasividad o, mejor dicho, mansedumbre de la población, cometía con ella los peores excesos y tropelías. Y como si esto hubiera sido poco, el Cuartel General dispuso la instalación de dos juzgados militares, con atribuciones (ya que estaban suprimidos todos los tribunales civiles) para conocer y fallar en todos los asun-tos, ya fueran estos penales o del orden militar, empezando a funcionar con tan mala predisposición e inquina para los civi-les, que sistemáticamente se les negaba toda acción de justicia, y más aún si se acusaban a militares, pues cuando esto sucedía, entonces en dichos tribunales eran befados, humillados y obli-gados a dar excusas, urgidos por la conminación violenta de los “jueces” encargados de administrar justicia (?) a aquellos mismos militares de quienes habíanse ido a quejar.

En cuanto a los comisarios de policía, fácil es que siendo éstos jefes del Cuerpo de Ejército de oriente que el Cuartel Ge-neral comisionara en ese cargo, ya sea por solidaridad de clase o por el prurito de hostilizar a los civiles, lo cierto es que obraban ya no con el mismo espíritu de inquina y desprecio que los jue-ces militares a que antes me he referido, sino con un trescientos por ciento más. Esto como se comprenderá trajo tal depresión en el aniquilado ánimo de los capitalinos que muchos preferían sufrir las torturas causadas por el hambre a tener que soportar tan crueles y horribles humillaciones. Y esto sin contar con los innumerables raptos y violaciones de doncellas, muchas de ellas de muy tierna edad, que a despecho de sus familiares y contra su más enérgica oposición llevaban a cabo muchos “carranclanes”,

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quienes amparados por su grado militar y por la impunidad de que gozaban, pues en estos casos ¡güay! del que se atreviera a decir esta “boca es mía”, no tenían escrúpulos en cometer.

Pero aún hay más todavía, como en estos tiempos en que la higiene dejaba mucho que desear, dichos individuos ade-más de que eran muy refractarios a la limpieza de sus ropas y al aseo de sus personas, no se andaban con muchas precaucio-nes profilácticas para preservarse de contraer enfermedades venéreas, empezaron a propagar por medio de las mujeres fáciles, una enfermedad vergonzosa consistente en un repug-nante bubón en el glande, que los “juanes” en ese lenguaje pintoresco y gracioso a veces, y a veces canallesco y terrible-mente irónico como en esta ocasión, denominaron “el primer jefe”. Desgraciadamente como este mal sifilítico no solamen-te lo contrajeron los individuos de tropa, sino que se hizo extensivo a gran número de jefes y oficiales, fácil es deducir que muchas de las desdichadas jovencitas que en mala hora fueron por fuerza substraídas de sus hogares por algunos de estos individuos, resultaron a la postre contagiadas por tan inmunda cuan peligrosa enfermedad.

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Por lo que respecta a los convencionistas, sólo se sabía, que divididos en dos grandes núcleos, uno de ellos encontrábase en Toluca, lugar donde, como ya dije, residía la Comisión Per-manente de la Convención y, por consiguiente, asiento de los poderes del gobierno convencionista y el otro en Cuernavaca, lugar preferido por los principales jefes del Ejército Libertador.

En cuanto a las tropas de esta misma facción, encontrában-se desde que los constitucionalistas las obligaron a desalojar la capital y las municipalidades que la rodean, en sus antiguas guaridas, al sur de los límites del Distrito Federal, siendo tanta su desmoralización, que no daban señales de vida, ni menos aún de emprender otra vez la lucha y recobrar el terreno perdi-do y con él el escaso prestigio que les quedaba.

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Vale por dos pesos, 1916. Gobierno Convencionista de México. Fotomecánico, Acervo IneHrM.

no obstante esto, gran parte de la población sinceramente deploraba que la suerte no les hubiera ayudado, pues que en vista del comportamiento insolente y agresivo de los “carran-clanes”; del cúmulo de atropellos y vejámenes que por doquier habían cometido en los pocos días de su estancia, era preferible —según decía— que la capital hubiera quedado en poder de aquellos que de éstos (los carrancistas), quienes con los aspa-vientos de conquistadores que se daban, no parecía sino que a su juicio, ¡y qué juicio!, la población sólo componía un triste y miserable rebaño sin más misión que la de obedecer y callar, según la famosa cuan injusta sentencia del virrey Marqués de la Croix.

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