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VIAJE CON MI BORRICA A TRAVÉS DE LAS CEVENAS ROBERTO LUIS STEVENSON Ediciones elaleph.com

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V I A J E C O N M I B O R R I C AA T R A V É S D E L A S

C E V E N A S

R O B E R T O L U I SS T E V E N S O N

Ediciones elaleph.com

Editado porelaleph.com

Traducción: Federico Climent Terrer

2000 – Copyright www.elaleph.comTodos los Derechos Reservados

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Mi querido Sidney Colvin:

Los viajes descritos en este libro fueron para mí muyagradables y afortunados, pues aunque rudos en un princi-pio, tuve la mejor suerte al fin. Pero todos viajamos por loque Juan Bunyan llama el desierto de este mundo; además,todos viajamos en jumento: y lo mejor que podemos encontraren nuestros viajes es un leal amigo. Afortunado viajero es elque encuentra muchos. Verdaderamente viajamos para en-contrarlos. Ellos son el fin y recompensa de la vida. Ellosnos mantienen dignos de nosotros mismas; y cuando nos ve-mos solos, estamos, sin embargo, más cerca del ausente.

Todo libro es en íntimo sentido una carta circular dirigi-da a los amigos de quien lo escribe. Sólo ellos comprenden susentido encuentran, en sus páginas mensajes privados, seguri-dades de amor y expresiones de gratitud. El público no esmás que un generoso patrón que costea el franqueo. Sin em-bargo, aunque la carta va dirigida a todos, tenemos la vieja y

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cariñosa costumbre de dedicarla a uno solo. ¿De qué estaráun hombre orgulloso si no lo está de sus amigos? Por lo tan-to, mi querido Sidney Colvin, me enorgullezco de firmarmetu afectísimo,

R. L. S.

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VELAY

Muchas son las cosas potentes, y nada es tan po-tente como el hombre... Con sus inventos dominael usufructo de los campos.

SÓFOCLES.

¿Quién soltó las ataduras del asno montés?JOB.

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EL ASNO, LA CARGA Y LA ALBARDA

En un lugarejo llamado Le Monastier, sito en unameno valle montesino, a quince millas de Le Puy,permanecí cerca de un mes de hermosos días. Mo-nastier es notable, por la fabricación de galones,, lasborracheras de sus vecinos, la libertad de lenguaje ylas sin iguales contiendas políticas. Hay en esta pe-queña población montañera secuaces de cada unode los cuatro partidos franceses: legitimístas, orlea-nistas, bonapartistas y republicanos; y todos ellos seodian, aborrecen, se vituperan y calumnian mutua-mente. Excepto para asuntos de negocio o embus-terearse unos a otros, en ociosas conversacionestabernarias, se niegan hasta el saludo de cortesía. Escomo una montaña polaca. En medio de esta Ba-bilonia era yo un punto de coincidencia pues todosanhelaban mostrarse amables y serviciales con el

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extranjero. No provenía esta actitud tan sólo de lanatural hospitalidad de las gentes montañesas, nitampoco de la sorpresa con que me miraban comoa hombre que de su libre voluntad vivía en Le Mo-nastier, cuando pudiera vivir igualmente en cualquierotro lugar del ancho mundo, sino que derivaban engran parte de mi proyectada excursión hacia el Surde las Cevenas. Un viajero de mi especie era una co-sa no oída hasta entonces en aquella comarca. Memiraban desdeñosamente como a un hombre queproyectase un viaje a la luna; pero, no obstante, conrespetuoso interés, como a quien se marcha al in-clemente polo. Todos estaban solícitos en ayudarmeen mis preparativos; un tropel de simpatizadorescon mi proyecto me asistían en el critico momentode ajustar alguna compra; y no tomaba disposiciónalguna que no fuese pregonada en torno de las co-pas y celebrada con una comida o un almuerzo.

Se me echaba encima octubre antes de que pu-diese emprender la marcha, y en las alturas pordonde había de caminar no me aguardaba segura-mente un verano índico, por lo que determiné , sino acampar al raso, tener al menos los medios deacampar en terreno propio, pues nada hostiga tantoal acostumbrado al bienestar como la necesidad de

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guarecerse por la noche bajo techado, y la hospitali-dad de una posada de aldea no es siempre segurapara los caminantes. Una tienda de campaña, so-bretodo para quien viaja sólo, es enojosa de armar ydesarmar, y además una impedimenta del bagaje enla marcha. Por otra parte, un saco de dormir estásiempre apunto, pues no hay más que echarse en él,y sirve de doble objeto: de cama por la noche y decapa durante el día, sin que a los transeúntes les de-late la intención que uno tiene de acampar. Este esun punto de capital importancia, porque el campono es lugar retirado, sino por el contrario muy in-quieto para el descanso, pues os convertís en perso-naje público y los joviales campesinos se os acercancon sus bromas, después de cenar temprano, y ha-béis de dormir con un ojo abierto y levantaros antesde romper el día. Me resolví por el saco de dormir; ytras repetidas visitas a Le Puy, con muy buenos de-seos de prosperidad para m y para mis consejerosen la materia, quedó trazado y construido el saco dedormir que trajeron triunfalmente a mi casa.

Este hijo de mi inventiva medía seis pies cuadra-dos, aparte de los lienzos triangulares que serviríande almohada por la noche y de cabeza y fondo delsaco durante el día. Lo llamo «saco, de dormir» aun-

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que nunca mereció el nombre de saco sino porcortesía, pues realmente era un largo rollo de figurade salchichón, por fuera de hule verde impermeable,como el toldo de las carretas, y por dentro de pielde oveja. Podía aprovecharse como valija, y comoseca y caliente cama. Para uno solo era un lujosoaposento portátil, y en. caso de apuro bien podíaservir, para dos. Yo cabía en él hasta el cuello, por-que la cabeza me la cubría con una gorra de pielprovista de orejeras y de una bufandilla que me pa-saba por debajo de la nariz a modo de respiradero.En caso de copiosa lluvia, imaginé hacerme yomismo un tenderete con el hule tres piedras y unarama encorvada.

Fácilmente se concibe que no podía yo llevar tanpesado fardo sobre mis hombros puramente huma-nos, por lo que faltaba escoger una bestia de carga.Ahora bien, el caballo es como una linda señoraentre los animales; ligero, tímido, delicado en la co-mida y de salud quebradiza. Además, es muy caro yno gusta de quedarse solo, de suerte que habéis deestar atado a vuestra bestia como al compañero deremo en las galeras; un camino peligroso lo saca dequicio; en una palabra, es un inseguro y exigentealiado, que agrava treinta veces las incomodidades

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del viajero. Yo necesitaba una bestia barata, peque-ña, intrépida, paciente, y pacífica; cualidades todasque concuerdan en el asno.

Vivía en Monastier un viejo que, según algunos,no estaba en sus cabales, a quien acosaban los mu-chachos callejeros y tenía por apodo el tío Adán.Era este tío Adán dueño de una carreta de la quetiraba una borrica de color ratonado, no mayor queun perro, de mirada cariñosa y robusta quijada. Ha-bía en el vagabundo Adán algo de pulcro y biencriado, una especie de modesta elegancia, que en elacto excitó mi fantasía. Nuestra primera entrevistase efectuó en la plaza del mercado de Mónastier.Para demostrar el buen temperamento de la borrica,la montaron uno tras otro varios chiquillos y a to-dos los apeó por las orejas, hasta que muerta la con-fianza. en los pechos infantiles hubieron deinterrumpirse las pruebas por falta de jinetes. A lasazón me veía yo apoyado por una comisión de misamigos; y por si esto no bastase, vinieron a rodear-me todos los vendedores y compradores del merca-do, con propósito de ayudarme en los tratos delnegocio; de suerte que la borrica, yo y el tío Adánfuimos durante cerca de media hora, el centro deuna alborotada gritería. Por último, la borrica pasó a

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mi servicio a cambio de sesenta y cinco francos y unvaso de aguardiente. El saco de dormir me habíacostado ya ochenta francos y dos vasos de cerveza,de modo que Modestina, como instantáneamentebauticé a la borrica, era en todos respectos el artí-culo más barato. Así debía ser, pues la borrica noiba más allá de una pieza de mi ajuar, como el se-moviente armazón de la cama sobre las cuarto rol-danas de sus pies.

Tuve una última entrevista con el tío Adán enuna sala de billar, a la hechicera hora del alba, cuan-do le propiné el aguardiente. Se mostró sumamenteconmovido por la separación de su borrica, y medijo que muchas veces le había comprado pan blan-co, contentándose él con pan negro, aunque esto,según los más graves autores, debió ser un vuelo desu fantasía. En la aldea tenía el tío Adán fama demaltratar brutalmente a la borrica; pero lo cierto esque en aquélla ocasión derramó una lágrima que ledejó un claro surco en la mejilla.

Por consejo de un falaz guarnicionero del lugarmandé hacerme una albarda de cuero, con anillaspara atar el fardo, y cuidadosamente completé mibagaje y dispuse mi personal atavío: Por armas y he-rramientas tomé un revólver, una lamparilla de al-

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cohol, una cacerola, una navaja sevillana, una linter-na, unas cuantas velas de medio penique y una an-cha bota de cuero. El principal equipo consistía endos mudas completas de ropa de abrigo, aparte demi ordinario traje de pana campesina con chaquetaa la marinera, algunos libros y mi manta de viajeque, por tener también forma de saco, podía ser-virme de doble resguardo en las noches frías. Ladespensa permanente estaba representada por pasti-llas de chocolate y latas de mortadela o embutidosde Bolonia. Todo esto, menos lo que yo llevaba en-cima, lo almacené cómodamente en el saco de pielde oveja, y por fortuna metí también mi vacío zu-rrón, más bien para que no me estorbara que porcreer que lo pudiese necesitar durante el viaje. Meproveí, en contingencia de inmediatos menesteres,de una pierna de carnero fiambre, una botella de vi-no del Beaujolais, otra botella vacía para poner le-che, un bate huevos y gran cantidad de pan blanco ymoreno, para mi y para la borrica, a imitación deltío Adán, sólo que en mis proyectos estaba inverti-do su destino.

Monastrianos de todo matiz político habían con-venido en pronosticarme cómicas desgracias y aunla muerte violenta en las más extrañas formas. Me

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llamaban diaria y elocuentemente la atención haciael frío, los lobos, los salteadores y sobre todo res-pecto de los guasones nocturnos. Sin embargo, enestos presagios se olvidaban del verdadero y evi-dente peligro. A fe de cristiano, el equipaje era loque me haría sufrir por el camino. Pero antes de darcuenta de mis contratiempos, referiré en dos pala-bras la lección que cabe sacar de mi experiencia. Sila carga de la vida está bien sujeta por los extremosy cuelgan las alforjas todo a lo largo, sin dobleces nipliegues, no ha de temer el viajero. Las alforjas, talvez no sean muy a propósito y sin duda se ladearáncon tendencia a volcarse, que tal es la imperfecciónde nuestra transitoria vida; pero piedras hay en lasmárgenes de todos los caminos, y el hombre puedeaprender fácilmente el arte de corregir cualquierpropensión al desequilibrio, colocando certeramenteuna piedra en las alforjas.

El día de la marcha me levanté poco más tardede las cinco. A las seis empezamos a cargar la borri-ca y diez minutos después se habían desvanecidomis esperanzas. La albarda no se acomodaba ni porun momento a los lomos de Modestina. Se la devolvíal guarnicionero, con quien tuve tan alborotadacontienda, que la calle se llenó de comadres y com-

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padres para mirar y escuchar. La albarda, cambiabamuy rápidamente de manos, aunque tal vez sea másgráfico decir que nos la tirábamos por la cabeza,pues nos había acalorado la enemistad y soltábamoscuantas palabras nos venían a la boca.

Por fin tuvo una albarda ordinaria de asno, apropósito para Modestina, y volví a cargar mi equi-paje. El doble saco, la chaqueta a la marinera (por-que hacía calor y yo sólo llevaba chaleco), una granhogaza de pan moreno, una cesta con el pan blan-co, la pierna de carnero y las botellas, todo lo atéconjuntamente, con un complicado sistema de nu-dos y lazadas, cuyo resultado contemplé con gozosoengreimiento. Toda esta monstruosa carga gravitabasobre los lomos de la borrica, sin que nada la con-trabalancease por debajo, sobre la flamante albardaa que no estaba acostumbrada la bestia, atada concinchas también del todo nuevas que arriesgabandistenderse y aflojarse por el camino, de suerte queun viajero poco cuidadoso se hubiera expuesto a undesastre. Además, aquel complicado sistema de nu-dos y lazadas era obra de demasiados simpatizado-res con mi viaje, para que estuviese hábilmentedispuesto. Verdad es que estiraron las cuerdas contoda su buena voluntad, y que tres de ellos a un

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tiempo las distendieron con un pie apoyado en lasancas de Modestina y apretando los dientes; perodespués me convencí de que una mañosa personasin hacer mucha fuerza, puede llevar a cabo en estepunto más cumplida tarea que media docena demozos entusiastas. Por entonces era yo novato, ycomo después del contratiempo de la albarda creíaque nada podría ya conturbar mi seguridad, salí de lacaballeriza como buey que va al matadero.

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EL NOVEL ARRIERO

La campana de Monastier vibraba las nueve,cuando libre de aquellas preliminares inquietudes,descendía yo por la cuesta a través del pueblo.Mientras estuve a la vista de los vecinos, que podíanverme por las ventanas, no me entremetí con Modes-tina, por temor y vergüenza de que me ocurriese al-gún ridículo percance. La borrica caminaba sobresus cuatro diminutos cascos a paso melindroso; decuando en cuándo sacudía las orejas y la cola, y pa-recía tan chiquita bajo la carga, que me era precisoviolentar la imaginación para verla. Atravesamos elvado sin tropiezo, pues indudablemente era Modesti-na la misma docilidad; y una vez en la orilla opuesta,donde el camino empieza a empinarse a través delos pinares, empuñé en la diestra el impío bastón ylo apliqué con tembloroso ánimo a los lomos del

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animal. Avivó el paso Modestina durante un muycorto trecho, y después reincidió en su anterior mi-nueto. Otro azote produjo el mismo efecto e igualsucedió con el tercero. Sin embargo, me ufano demerecer el nombre de inglés, y va contra mi con-ciencia poner groseramente la mano en una hembra.Desistí de golpearla y la miré de pies a cabeza; alpobre bruto le temblaban las rodillas y su respira-ción era fatigosa. Evidentemente no podía ir máslejos cuesta arriba. Yo pensé que en modo algunodebía tratar brutalmente a esta inocente criatura, yasí la dejé que marchara a su propio paso, siguién-dola yo pacientemente.

No hay palabras bastantes para describir lo queera aquel paso, tan lento en comparación de la an-dadura, como la andadura respecto al trote. Semantenía suspensa a cada pisada por largo rato, y alos cinco minutos, agotó los ánimos y se le pusieronfebriles los músculos de sus patas. Sin embargo, yono me apartaba de su lado y medía mi paso por elsuyo, porque apenas me quedaba algo atrás o meadelantaba un poco, Modestína se detenía en seco yempezaba a ramonear en los pinos. La idea de queaquello había de durar desde allí hasta Alais, casi mepartía el corazón. De todos los viajes imaginables,

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aquél prometía ser el más fastidioso. Me pregunté siiba a pasar un buen día y traté de aliviar mi preocu-pado ánimo con el tabaco; pero no me fue posibledesechar la visión del largo camino cuesta arriba yvalle abajo, con un par de figuras que se movían in-finitesimalmente, paso tras paso, a la velocidad demetro por minuto, como encantados seres de unapesadilla que no se acercaban al término de su viaje.Entretanto llegó tras nosotros un labriego de eleva-da estatura, como de unos cuarenta años, de as-pecto burlón y vestido con la verde casaca faldoneradel país. Al vernos se detuvo a observar nuestra las-timosa andadura, y después me dijo:

-¿Es muy viejo el asno?-Creo que no.-Entonces parece que venimos de lejos.-Acabamos de salir de Monastier.- ¡Y andáis a ese paso!Al decir esto echó la cabeza atrás, soltando una

larga y estrepitosa carcajada. Yo le miré medio dis-puesto a darme por ofendido, hasta que hubo satis-fecho su regocijo; pero entonces añadió:

-No debe usted tener compasión de estos ani-males.

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Y diciendo esto, arrancó una vara de un matorraly con ella empezó a arrear a Modestina, acompañan-do los golpes con desaforados gritos. La bribonaaguzó las orejas y emprendió un buen trote quemantuvo, sin el menor síntoma de fatiga ni decai-miento, mientras el labriego estuvo a nuestro lado.Triste es decirlo; pero sus anteriores ahogos y es-tremecimientos habían sido pura comedia.

Antes de alejarse mi Deus ex machina, me dio unexcelente, aunque inhumano consejo. Me regaló lavara, diciéndome que se dejaría sentir más tierna-mente que mi bastón. Finalmente me comunicó lasacramental interjección con que los arrieros guia-ban a los asnos, la cual en inglés se traduce por¡Proot! Todo el rato estuvo el labriego mirándomecon aire de cómica incredulidad, que me era emba-razoso afrontar, sonriéndose de mi manera de guiara la borrica, como pudiera haberme yo sonreído desu ortografía o de su verde casaca faldonera. Peropor el momento no me había llegado la vez.

Estaba yo ufano de mi nueva ciencia y creía ha-ber aprendido el arte a la perfección. Ciertamentehizo prodigios Modestina durante el resto de la ma-ñana, y tuve un largo respiro para mirar a mi alrede-dor. Era domingo. Los montesinos campos holga-

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ban iluminados por el sol, y al bajar por San Martínde Frugires, en la iglesia no se cabía de gente, hastael punto de que algunos fieles estaban arrodilladosen las gradas de la puerta, y de la sombría nave lle-gaba a mis oídos el canto del sacerdote. Aquellodespertó en mí al punto el sentimiento de la patria,pues por decirlo así soy compatriota del descansodominical, y toda observancia del descanso, como elacento escocés, levanta en mi ánimo entre-mezclados sentimientos de alegría y tristeza. Tansólo un viajero apresurado, como un ser de otroplaneta, puede gozar plenamente de la paz y bellezade la gran festividad ascética. La vista de la sosegadacampiña eleva el ánimo. Es algo mejor que la músi-ca resonante en el silencio, y le, dispone a placente-ros pensamientos, como el rumor de un riachuelo oel cálido beso del sol.

Con esta gozosa disposición de ánimo bajé porla cuesta hasta llegar a donde se asienta Goudet, enel verdeciente extremo de un valle con el castillo deBeaufort al lado opuesto, sobre una escarpada roca,y entre el pueblo y el castillo, el río, de corriente tanlimpia como el cristal, vierte sus aguas en profundoestanque. Arriba y abajo se le oye regurgitar saltari-namente por los peñascales, y por la juvenil estre-

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chez de su cauce en aquel paraje, parece absurdollamarle el Loira. Por todos lados está Goudet ro-deado de montañas. Roquizos caminos de herraduralo enlazan con el resto de Francia. Hombres y muje-res beben y blasfeman en su verde rincón, o con-templan en invierno desde el umbral de sus casas, alparecer aislados como los cíclopes de Homero, losnevados picos de las montañas. Pero no hay tal ais-lamiento. El cartero llega a Goudet, con su valija.Los bullangueros jóvenes del pueblo sólo han deandar un día de camino para tomar el tren en la es-tación de Le Puy; y en la posada se ve un retrato delsobrino del hostelero, Reinaldo Senac, «Profesor deesgrima y campeón de ambas Américas», título esteúltimo que, con el premio de quinientos dólares,obtuvo en la Sala Tammany de Nueva York el 10 deabril de 1876.

Me apresuré a comer, y muy luego reanudé lamarcha; pero por desgracia, al subir la interminablecuesta del lado opuesto, la interjección ¡Proot! pare-ció haber perdido toda su virtud. La pronuncié co-mo rugido de león y después como arrullo depaloma; pero Modestina no se intimidó ni se ablan-dó. Proseguía tercamente en su paso, y tan sólo ungolpe logró que lo acelerara durante un segundo.

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Hube de ir pisándole los talones y apaleándola sincesar. Apenas interrumpía yo esta innoble tarea, re-incidía Modestina en su peculiar andadura. Creo quenadie se vio jamás en semejante situación. Queríallegar al lago de Bouchet en cuya orilla pensabaacampar antes de ponerse el sol, y para siquiera te-ner esperanza de conseguirlo, no me quedaba otrorecurso que maltratar a la sufrida bestia. El ruido delos varazos que le atizaba, me hacía daño. Una vez,al mirarla, advertí en ella un débil parecido con unaseñora conocida que en otro tiempo me habíaabrumado de atenciones, y esta circunstancia acre-centó el horror de mí crueldad.

Para empeorar las cosas encontramos un asnoque vagaba a su placer por la margen del camino yse enfrascó de gozo al ver a Modestina, por lo queme fue preciso separarlos y sofocar a repetidosbastonazos el naciente idilio. Si el asno aquel hubie-se tenido un corazón varonil bajo su piel, de seguroque se abalanzara contra mí a coces y dentelladas;pero me sirvió de consuelo que fuese completa-mente indigno del afecto de Modestina. Sin embargo,el incidente me entristeció como todo cuanto se re-lacionaba con el sexo de mi jumento.

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No soplaba viento y el sol ardía en el valle y meabrasaba la espalda. El incesante manejo de la varame hacia sudar de modo que las gotas me bañabanlos ojos. Además, cada cinco minutos, el fardo, lacesta y la chaqueta a la marinera se inclinabanenormemente a uno u otro lado, y me veía obligadoa detener a Modestina (precisamente cuando ya habíaconseguido que anduviese a un razonable paso dedos millas por hora) para reponer debidamente lacarga. Por último, en la aldea de Ussel, todo el equi-paje, incluso la albarda, cayó rodando por el polvo,bajo la barriga de la bestia. Al sentirse aliviada de lacarga, alargó el pescuezo y parecía como si se son-riese. Un tropel compuesto de un hombre, dos mu-jeres y dos chicos se acercaron entonces rodeándo-me en semicírculo y estimulando a Modestina con suejemplo.

Tuve un trabajo de mil demonios para volver acolocar bien la carga; pero no tardó en volcarse denuevo por el otro lado. ¡Juzgad de mi cólera! Y, sinembargo, ni una mano vino en mi auxilio. El hom-bre me dijo que debía hacer el fardo del otro modo,y yo le respondí que si no tenía otra cosa mejor quedecirme bien podía quedarse con la lengua en la bo-ca, a lo cual asintió sonriendo el astuto zorro. La

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situación era enojosísima. Me fue preciso cargar lapollina con cuanto le pude poner encima, acomodary cargarme yo con el resto del equipaje. Creo deciren verdad que no me falta grandeza de alma, puesno repugné tan ignominiosa carga, sino que biensabe Dios que la dispuse del mejor modo que pudie-ra llevarla, y en seguida conduje a Modestina a travésde la aldea. Como tenía por invariable costumbre,intentaba meterse la borrica por todas las casas ycorrales que encontraba al paso; y embarazado co-mo yo estaba con mi carga, sin que nadie viniese aayudarme, no hay palabras bastantes para dar ideade mi tribulación. Un clérigo con seis o siete vecinosestaban examinando las obras de reparación que sehacían en la iglesia, y él y sus acólitos se echaron areír estrepitosamente al ver mi angustia. Entoncesrecordé que también yo me había reído otras vecesde los buenos campesinos que luchaban con la ad-versidad en figura de un asno garañón, y el recuerdome movió al arrepentimiento, prometiendo a Diosque jamás volvería a reírme de nadie. Pero ¡oh! yqué cosa tan cruel es una pantomima para quienestoman parte en ella.

Algo más allá de la aldea, la endemoniada Modes-tina tuvo el antojo de meterse por un vericueto y se

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entercaba en no salir de él. Solté los envoltorios queme embargaban las manos y empecé a palos conella con tanto enojó, que ¡vergüenza me da el de-cirlo! la golpeé por dos veces en la cara. Daba lásti-ma verla levantar la cabeza con los ojos cerradoscomo si aguardara otro golpe. Por poco me echo allorar; pero hice algo mejor y fue sentarme tranqui-lamente en el borde del andurrial para, reflexionarsobre mi situación a la consoladora influencia depipadas de tabaco y sorbos de aguardiente. Entre-tanto mascullaba Modestina con aire hipócrita decontricción un pedazo de pan moreno. Era evidenteque había yo de hacer algún sacrificio a los diosesdel naufragio, y así arrojé la vacía botella destinada aproveerme de leche; arrojé también mi pan blanco,y por no dar mayores proporciones a esta resolu-ción, guardé el pan moreno para Modestína. Por úl-timo me deshice de la pierna de carnero y del ba-tehuevos, aunque era utensilio muy querido de micorazón. Con esto tuve sitio para todo lo demás enla esta y pude poner encima la chaqueta de marine-ro. Con un trozo de cuerda me colgué la cesta delhombro, y aunque me lastimaba el roce y la cha-queta casi arrastraba por el suelo, me puse en mar-cha con el ánimo ya muy aliviado. Tenía entonces

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un brazo libre para apalear a Modestina y la castiguécruelmente, pues era preciso que moviese con algúnaire las patas a fin de llegar antes de obscurecer aorillas del lago. Ya el sol se había ocultado entre unavaga neblina, y aunque a lo lejos aún se divisabanhacia oriente algunas listas de oro en las colinas ypinares, todo era frío y gris en nuestro camino. Infi-nidad de senderos se derivaban en todas direccionespor entre los campos, formando intrincadísimo la-berinto. Columbraba yo el punto de mi destino, omejor dicho, el pico montañoso que lo domina; pe-ro fuera cual fuera el sendero que tomara, siempreconcluía por alejarme de aquel punto y volvermeatrás hacia el valle, o adelantarme por el norte a lolargo del ribazo de las colinas. La moribunda luz, eldesvaneciente color, y el desnudo, solitario y pedre-goso país que atravesaba desalentaron mi corazón..Os aseguro que la vara no estaba ociosa, y creo quecada trote decente que Modestina tomaba debió cos-tarle al menos dos azotes. En todo el contorno nose escuchaba otro ruido que el de mi infatigable va-puleo.

De pronto, en medio de mis fatigas, volvió lacarga a morder otra vez el polvo. Como por en-canto se aflojaron simultáneamente todas las ligadu-

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ras, y mis queridas pertenencias rodaron desparra-madas por el suelo. Era preciso rehacer en todo ypor todo el fardo del equipaje; pero, como quise in-ventar al efecto un nuevo sistema, tardé por lo me-nos media hora. Ya empezaba a anochecer del todocuando llegué a un yermo de césped y piedras, se-mejante a un camino que condujese a todas partes almismo tiempo. Estaba yo a punto de caer en algono distinto de la desesperación cuando vi dos per-sonas, madre e hijo, que hacia mi venían por entrelas piedras. Andaban una tras otro como quien va-gabundea, aunque su paso era tranquilizador. Ibadelante el hijo, alto, mal formado, de aspecto som-brío y tipo escocés; le seguía la madre vestida con sumejor traje domingo de falda de tonelete, y en la ca-beza un gorro del que pendía una cinta elegante-mente bordada, y sobre el gorro un sombrero nue-vo de fieltro. Acompañaba sus pasos con una sartade obscenos y blasfemos vocablos.

Saludé yo al hijo y preguntéle la dirección quedebía tomar. El señaló displicentemente hacia oestey noroeste, musitó un comentario ininteligible y, sinmoderar su paso ni por un momento, siguió mar-chando a través de mi sendero. La madre iba tras élsin ni siquiera levantar la cabeza. Yo les gritaba más

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y más, pero ellos proseguían escalando la falda de lacolina, haciéndose el sordo a mis voces. Por últimodejé a Modestina abandonada a si misma y me puse, acorrer tras ellos sin cesar de llamarlos. Se detuvieronal acercarme, y entonces pude observar que la ma-dre, de cuya boca aún salían blasfemias, era de her-moso semblante y de respetable aspecto maternal.El hijo me respondió nuevamente de una maneraáspera e incomprensible volviéndome a indicar ladirección. Pero esta vez agarré sencillamente por elcuello a la madre que estaba más cerca de mí y ex-cusándome de la violencia le dije que no podía de-jarlos continuar la marcha hasta que me pusieran encamino seguro. Ni una ni otro se dieron por ofen-didos, antes al contrario, me hablaron suavementediciéndome que no tenía más que seguirlos; y des-pués la madre me preguntó que por qué me era pre-ciso estar junto al lago a hora fija. Yo le respondí aestilo escocés preguntándole si iba muy lejos, y ellame dijo, soltando otra blasfemia, que aún le queda-ba hora y media de camino. Y entonces, sin mássaludo, siguió la pareja nuevamente cuesta arribaenvuelta en la creciente obscuridad.

Volví en busca de, Modestina, la arreé vivamente,y, tras penoso ascenso de veinte minutos, llegué al

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borde de una meseta. Revisando la jornada de aqueldía, era el panorama a un tiempo triste y silvestre. Elmonte Mézene y los picachos de allende San Juliánerguían su obscura mole en contraste con el tenueresplandor que aún lucía en oriente. El intermediocampo de colinas estaba cubierto por un vasto lien-zo de sombra, y acá y allá quebraban la monotoníaun bosquecillo semejante a un pilón de azúcar ne-gro, las motas, blanquecinas de alguna heredad cul-tivada, y las manchas del Loira., el Gazella y elLausana que espumarajeaban en una garganta.

Muy luego nos vimos en la calzada, y sorprendí-me al contemplar casi a mano un poblado bastantegrande, pues me habían dicho que en las inmedia-ciones del lago no habitaba nadie excepto las tru-chas. Por la carretera pasaban zagales que delcampo conducían los rebaños al redil; y dos mujeresmontadas a horcajadas, no tuvieron reparo en ade-lantárseme a trote largo. Venían de la capital delcantón a donde habían ido a la iglesia y al mercado.Le pregunté a un zagal que en dónde me hallaba, yrespondióme que en San Nicolás de Bouchet. Hastaallí, cerca de una milla al sur del punto de mi desti-no, y al otro lado de una respetable altura, me ha-

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bían conducido el traidor labriego y aquellos labe-rínticos caminos.

Tenía el hombro sajado por el cordel de la cesta,con no poco daño, y el brazo me dolía de tanto va-pulear a la pollina, como duelen las muelas. Renun-cié al lago y a mi propósito de acampar y preguntépor la posada.

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TENGO UN ACICATE

La posada de San Nicolás de Bouchet era de lasmenos presuntuosas de cuantas había yo visitado;pero vi muchas más por el estilo en el transcurso demi viaje. Era en verdad una típica posada de aque-llas montañas francesas. Imaginaos una masía dedos pisos con un banco junto a la puerta, y la cocinay el establo contiguos, de suerte que Modestina y yopodíamos oírnos comer. Los muebles eran vulgarí-simos, el pavimento de tierra y sólo había para losviajeros un dormitorio sin otra comodidad que lascamas. La cocina era al propio tiempo, comedor, yallí dormía por la noche la familia del posadero.Quienquiera que tenga el antojo de lavarse ha dehacerlo públicamente, en la mesa redonda. La co-mida suele ser escasa. Pescado basto y tortilla fue-ron más de una vez mi ración. El vino de lo más

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ruin, el aguardiente abominable, y no es imposibledisfrutar durante la comida de la compañía de unagordinflona verraca que gruñe debajo de la mesa yse restriega contra vuestras piernas.

Pero las gentes de la posada se muestran entre sila mayor parte de las veces amigables y considera-das. En cuanto atravesáis la puerta, dejáis de ser fo-rasteros; y aunque estos lugareños son rudos yesquivos en la carretera, denotan un tinte de buenacrianza cuando se les gana el corazón. Por ejemplo,en Bouchet destapé mi botella de Beaujolais y le dijeal posadero que me acompañara a probarlo.

El me respondió:-A mi me gusta mucho ese vino, ¿sabe usted? Y

soy capaz de no dejarle el que sobre.En estos bodegones se supone que el viajero ha

de valerse para comer de su propio cuchillo, y amenos que lo pida no le darán otro, pues con unvaso, un mendrugón de pan y un tenedor de hierroqueda la mesa del todo puesta. El posadero de Bou-chet admiró cordialmente mi cuchillo, y el muelle lecolmó de asombro, diciendo:

-Nunca había imaginado cosa como ésta.Y sospesándolo en la mano, añadió:

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-Apostaría a que no cuesta menos de cinco fran-cos.

Al decirle que me costaba veinte, abrió desmesu-radamente la boca.

Era un viejo apacible, cariñoso, amable, sensibley supinamente ignorante. Su mujer, de no tan pla-centeros modales, sabía leer, aunque supongo quejamás leía. Denotaba algo de entendederas y habla-ba con incisivo énfasis, como quien vigila y dirige lacomprometida operación de un asado. Con enojosomeneo de cabeza exclamó:

-Mi marido no sabe nada. Es un bestia..Y el viejo posadero asintió con un gesto a lo di-

cho por su mujer. No había desprecio en las pala-bras de ella ni él se sintió avergonzado. Ambosaceptaron lealmente los hechos sin hablar más delasunto.

Se trató detenidamente de mi viaje, y la posaderacomprendió al momento e hizo el bosquejo de loque debía anotar en mi cuaderno cuando volviese ami país: «Si las gentes cosechaban o no en tal cuallugar; si había bosques.; la observación de las cos-tumbres; lo que, por ejemplo, yo y mi marido lo de-cimos a usted; las bellezas de la naturaleza, y otras

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cosas por el estilo.» La posadera me interrogó con lamirada y yo le dije:

-Eso es precisamente.Y volviéndose hacia su marido, exclamó:-Ya ves cómo lo he comprendido.Ambos mostraron mucho interés por el relato de

mis desventuras. El posadero dijo:-Mañana por la mañana le haré a usted algo me-

jor que su bastón. Bestias como ésta no sienten na-da, y así dice el proverbio: duro como un asno.Aunque le diera usted de garrotazos a su borrica nollegaría a ninguna parte.

¡Algo mejor! Poco me figuraba yo lo que meofrecía.

El dormitorio estaba provisto de dos camas. Unaera para mi; y confieso que me avergoncé algúntanto al ver que un hombre todavía joven, su mujery un hijo suyo se acostaban en la otra. Era la prime-ra vez que me sucedía semejante cosa, y si he de se-guir experimentando tan necias extrañezas quieraDios que también sea la última. Recaté la mirada ysólo me di cuenta de que la mujer tenía muy hermo-sos brazos y parecía no conturbarla mi presencia.En realidad, la situación era más enojosa para míque para la pareja, pues mutuamente se amparaban

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los dos, mientras que para mi solo era el sonrojo.Sin embargo, no pude por menos de manifestar missentimientos al marido y traté de aquistarme su sim-patía con una copita de aguardiente de mi frasco.Díjome que era de oficio tonelero e iba de Alais aSan Etienne en busca de trabajo; pero que en susratos de ocio se dedicaba a la fatal profesión de fa-bricante de cerillas. En cuanto a mi me supuso sinmás ni más un comerciante de aguardientes.

Al otro día, lunes 23 de septiembre, me levantéde mañana, y después de asearme apresuradamentey de cualquier manera para dejar el campo libre a lamujer del tonelero, tomé una taza de leche me salí aexplorar los alrededores de Bouchet. Era la mañanagris, fría y ventosa como de invierno; densas y bajasnubes corrían ligeras; el viento silbaba sobre la des-nuda meseta; y la única nota de color aparecía, trasel monte Mézene, y las colinas orientales, dónde elcielo estaba aún teñido del anaranjado matiz del al-ba.

Eran las cinco de la mañana y estaba a 1.200metros sobre el nivel del mar, por lo que hube demeterme las manos en los bolsillos y andar al trote.De dos en dos y de tres en tres marchaban los veci-nos a las labores del campo y todos se volvían a mi-

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rarme. Yo les había visto regresar del campo la no-che antes, y ahora les veía ir nuevamente al campo.Aquélla era la vida de Bouchet, encerrada en un cas-carón de nuez.

Al volver a la posada, en querencia de un bocadopara el almuerzo, la posadera estaba en la cocinapeinando a su hija, cuya belleza elogié, y la madreexclamó:.

-¡Oh! no; no es tan hermosa como debiera ser.Mire usted; está demasiado flacucha.

Así se consuela una prudente lugareña de las ad-versas circunstancias físicas; y, por un admirableprocedimiento democrático, los defectos de la ma-yoría deciden el tipo de belleza. Yo pregunté:

-¿En dónde está mi señor el posadero?La madre respondió:-El dueño de la casa está en el piso alto, hacien-

do un acicate para la borrica.¡Bendito sea el inventor del acicaté! ¡Bendito el

posadero de San Nicolás de Bouchet que me inicióen su manejo! Verdaderamente, aquella varilla planacon pincho de cinco milímetros en la punta, me pa-reció un cetro cuando el posadero la puso en mismanos. Desde aquel momento, Modestina era mi es-clava. Un pinchazo, y atravesé la seductora puerta

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del establo. Otro, pinchazo, y emprendió un ligerotrote capaz de tragarse los kilómetros. Con todo; noera muy notable su ligereza, y a más andar tardamoscuatro horas en recorrer diez millas. Pero ¡cuán ad-mirable mudanza desde ayer! Ya no más manejo delhorrible bastón; ya no más brazos rendidos del va-puleo; ya no más vociferación de palabras gruesas;bastaba una discreta y caballerosa esgrima. ¿Y quéaunque de cuando en cuando brotase una gota, desangre de las rucias nalgas de Modestina semejantes auna cuña? Verdaderamente hubiese querido yo pro-ceder de otro modo; pero las hazañas del día ante-rior habían purgado mi corazón de todohumanitario sentimiento. La perversa diablilla debíaobedecer al acicate, ya que no quiso obedecer degrado a la dulzura.

Se dejaba sentir crudamente el frío, y exceptouna cabalgata de mujeres a horcajadas y un par depeatones de correo, el camino estuvo en soledad demuerte hasta llegar a Pradelles. Apenas recuerdo si-no un incidente. Desde un pasto vecinal abalanzósehacia nosotros un gallardo pollino con una campa-nilla colgante del cuello, aspirando marcialmente elaire, como quien va a realizar inauditas proezas; pe-ro de pronto, pensándolo tal vez mejor en su tierno

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y juvenil corazón, volvió grupas y marchóse al galo-pe tal como había venido, e hiriendo los aires con eltintineo de la esquila. Durante buen rato contempléla noble actitud con que se erguía para escuchar elson de su campanilla, que cuando tomé por la ca-rretera parecía revibrar en los alambres del telégrafo.

Pradelles se asienta en la falda de una colina, porencima del Allien, rodeada de fértiles praderas, que ala sazón estaban segadas por doquiera y en aquellaintempestiva mañana de otoño impregnaban los al-rededores de un extemporáneo olor de heno. En lamargen opuesta del Allién, el terreno se eleva encuesta hacia el horizonte por espacio de algunos ki-lómetros, y entro las colinas serpentean los blancossenderos que se destacan del pálido y cetrino paisajede otoño con negras manchas de bosques de abe-tos. Sobre todo este panorama arrojan las nubesuna purpúrea sombra uniforme, triste y algún tantoamenazadora, que exagera las distancias y las alturas,y realza el relieve de la tortuosa cinta de la calzada.Era una melancólica perspectiva, pero estimuladorapara un viajero, porque estaba yo a la sazón en lalinde de la comarca de Velay, y cuanto contemplabapertenecía a otro país, al árido, montañoso e inculto

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Gévaudan, cuyos densos bosques habían sido tala-dos recientemente por miedo a los lobos.

Pero ¡ay! los lobos, como los bandidos, pareceque huyan ante los pasos del viajero, y es posiblerecorrer toda Europa sin topar con una aventuraque merezca este nombre. Pero aquí, más que enparte alguna, cabía alimentar la esperanza, pues erael país de la inolvidable BESTIA, el Napoleón Bo-naparte de los lobos.

¡Qué vida la suya! Durante diez meses campópor sus respetos en Gévaudan y Vivarais; devorabaa mujeres y niños ya las pastoras de celebrada belle-za; perseguía a jinetes armados de punta en blanco;se le había visto en mitad del día acosar a un posti-llón que con su silla de postas huía escapado. Lopregonaron por edictos como un reo político y pu-sieron su cabeza al precio de diez mil francos. Sinembargo, cuando lo cazaron y fue expuesto en Ver-salles, he aquí que resultó un lobo vulgar y aún node los mayores. Alejandro Pope cantó: «Aunque yoalcanzara de polo a polo.» El Cabito estremeció aEuropa; y si todos los lobos hubiesen sido comoéste, seguramente subvirtieran la historia de la hu-manidad. Elie Berthet lo erigió en héroe de una no-vela que he leído y no quiero releer.

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Merendé apresuradamente, quedando abroquela-do contra el deseo de la posadera, de que debía vi-sitar a la Virgen de Pradelles «que obraba muchosmilagros aunque era de leño» ; y antes de tres cuar-tos de hora aguijaba a Modestina por la pendienteque conduce a Langogne del Allier. En los polvo-rientos campos que se extendían a uno y otro ladodel camino, los cortijeros preparaban la tierra para lapróxima primavera. A cada trecho de cincuentametros, una yunta de estúpidos bueyes, anchos decogote, tiraban cachazudamente, del arado. Uno deestos formidables siervos de la gleba se interesó sú-bitamente por Modestina y por mí. El surco que abríaformaba ángulo con el camino, y la cabeza del bueyestaba sólidamente sujeta al yugo, como cariátide depesada cornisa; pero volvió hacia nosotros susgrandes y leales ojos, siguiéndonos con meditabun-da mirada hasta que su amo le mandó que diesevuelta al arado y remontara el campo. De los surcosabiertos por la reja, de las pezuñas de los bueyes, delos labriegos que acá y allá desmenuzaban con laazada los secos terruños, levantaba el viento un pol-villo tenue, semejante a humo. Era un hermoso, ví-vido y activo panorama rústico; y según continuabayo bajando, los montañeses de Gévaudan prose-

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guían subiendo frente a mí como si fueran a escalarel cielo.

El día anterior había atravesado el Loira y ahoraiba a cruzar el Allier; tan cercanos están ambos con-fluentes en el primer trayecto de su curso. Al llegaral puente de Langogne, en el momento en que em-pezaba a caer la por tantas horas amenazante lluvia,una rapazuela de siete a ocho años me dirigió lapregunta sacramental: «¿De dónde viene usted?»Dijo esto con tanta formalidad, que me eché a reír,y mi risa la desconcertó. Pero seguramente la mu-chacha sabía lo que era respeto y se me quedó mi-rando con silenciosa ojeriza, mientras atravesaba elpuente para entrar en el país de Gévaudan.

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EL ALTO GÉVAUDAN

También aquí era elcamino muy fatigoso porel polvo y la suciedad; nohabía en todo aquel paísni siquiera una posada omesón en donde tomar elmás parco refrigerio.

EL VIAJE DEL PEREGRINO.

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CAMPAMENTO EN LAS TINIEBLAS

Al otro día, martes 24 de septiembre, sonaron lasdos de la tarde antes de que hubiese anotado mi dia-rio y repuesto mi zurrón, pues resolví servirme delzurrón en adelante y librarme de la molestia de loscestos. Media hora después me ponía en marchahacia Le Cheylard l'Èvêque, lugar situado en los lin-deros del bosque de Mercoire. Se me había dichoque a paso llano distaba el pueblo hora y media; yyo pensé que no era exagerado suponer que em-barazado con la borrica podría tardar cuatro horasen recorrer la misma distancia.

Durante todo el camino, que desde Langogne seempinaba en cuesta, alternó la lluvia con el granizo.El viento persistía en soplar frío, aunque lentamen-te; y espesas nubes, que unas dejaban caer aguaceroscomo tiesas cortinas de gotas, y otras eran compac-

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tas y relucientes cual si amenazasen nieve, veníandel norte, y me siguieron todo el camino. Estaba yacasi fuera de la cultivada cuenca del Allier y lejos delos aradores bueyes y de otros rústicos espectáculospor el estilo. Ciénagas, lagunas brezálosas, pedrega-les, pinedas, bosques de abedules engalanados conel amarillo otoñal, y acá y allá solitarios cortijos ydesolados campos eran los caracteres del país. Cues-tas y valles sucedían a los valles y cuestas. Las ape-nas verdes y pedregosas veredas de los rebaños seentrecruzaban y divergían una de otra subdividién-dose en tres o cuatro, y desapareciendo en las pan-tanosas hondonadas para reaparecer esporádica-mente en las faldas de las colinas o en los linderosde un bosque.

No había camino directo a Cheylard, y era difíciltarea abrirse paso en aquel quebrado país a travésdel intermitente laberinto de veredas. Serían lascuatro cuando columbré a Sagnerousse y proseguí lacaminata, alegre por tener un seguro punto de par-tida. Dos horas después, ya entre luces y sosegado elviento, salí de un bosque de abetos por donde habíaerrado largo rato, y no encontré la esperada aldea,sino otra hondonada pantanosa entra ásperas y fra-gosas colinas. Poco antes, ante mis pasos había oído

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el son de las esquilas de ganado, y al transponer loslinderos del bosque vi a corta distancia una docenade vacas y mayor número acaso todavía de bultosnegros que conjeturé fuesen zagales, aunque la nie-bla impedía distinguir su figura. Iban todos silencio-samente uno tras otro, dando vueltas en circulo, oraagarrándose de las manos, ora soltándose con ade-manes de reverencia. Un baile infantil despierta muyinocentes y vívidos pensamientos pero al cerrar lanoche y en las lagunas, el espectáculo tenía muchode mágico y fantástico. Aun yo, que he leído bas-tante a Heriberto Spencer, sentí por un instante, al-go así come un silencio en la mente. En seguidaaguijé a Modestina hacia adelante, guiándola comodesmantelado buque, por alta mar. En una veredasiguió brutalmente hacia adelante por su propio im-pulso, como movida de viento favorable; pero unavez en el césped y entre brezales perdió el juicio. Lapropensión de los viajeros extraviados a dar vueltasa un círculo se había intensificado pasionalmente enModestina, que captó toda la fuerza directora que yotenla en mí para ni siquiera emprender una carreraregular en línea recta a través de un campo.

Mientras de esta suerte bordeaba yo desespera-damente el pantano, los zagales y el ganado fueron

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dispersándose sin quedar más que dos zagalejas aquienes pregunté la dirección del camino. Los al-deanos en general estaban poco dispuestos a guiaraun viajero. Uno de aquellos demonios se encerróen su casa y atrancó la puerta al acercarme; y aunquela golpeé gritando hasta enronquecer, hizo oídossordos. Otro, que me había dado una dirección, quesegún noté después no comprendí bien, me advirtiódiciendo complacientemente que iba por mal cami-no, sin añadir mayor explicación. ¡No le importabaun comino que yo vagase toda la noche por las co-linas! En cuanto a aquellas dos zagalas, eran un parde descaradas y socarronas picaruelas sin otro pen-samiento que hacer daño. Una me enseñó un palmode lengua y la otra me dijo que siguiera tras las va-cas, y ambas se sonreían burlonamente, dándosegolpecitos con el codo. La Bestia de Gévaudan ha-bía devorado cerca de cien chiquillos de esta co-marca. Yo pensaba en ella con simpatía.

Separéme de las muchachas y bordeando elpantano fui a dar en otro bosque donde se abría unbien trazado sendero. Cada vez era la obscuridadmás densa. De repente Modestina husmeó algún ries-go y apretando el paso de su propio impulso, ya no

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me causó desde entonces ningún grave contratiem-po.

Era el primer signo de inteligencia, que habíapodido yo advertir en ella. Al mismo tiempo soplóuna ventolera y otro copioso chubasco descargó porel norte. Al lado de allá del bosque percibí entre lastinieblas unas luces. Era la aldea de Fouzilhic: trescasas en una ladera junto a un bosque de abedules.Encontré allí a un delicioso viejo que me acompañóun trecho bajo la lluvia y me puso en el seguro ca-mino, de Chaylard. No quiso oír hablar de gratifica-ción, sino que agitó las manos sobre la cabeza comoen ademán de amenaza y rehusó sincera e ingenua-mente en su duro dialecto campesino.

Por último todo parecía marchar a pedir de boca.Mis pensamientos se convertían al deseo de cenarjunto a la lumbre, y mi corazón estaba suavementetranquilizado en el pecho. Pero ¡ay! que me veíacercano a nuevas y mayores desdichas. De pronto,cerró la noche. Yo había estado al raso más de unanoche obscura; pero nunca en noche tenebrosa. Lasilueta de las rocas, el vislumbre del camino en eltrecho más trillado, y una especie de lanosa espesuraen los árboles a manera de noche en la noche, heaquí todo cuanto podía distinguir. El cielo era, sen-

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cillamente un toldo negro, y aun las voladoras nubesseguían su marcha invisibles a la mirada humana.Con el brazo extendido me era imposible distinguirla mano de la línea del camino ni a la misma distan-cia cabía separación visual entre mi acicate, las pra-deras y el firmamento.

Pronto se dividió el camino que yo seguía en treso cuatro, según la costumbre del país, en un trozode pradera roquiza. Puesto que Modestina había de-mostrado tanto antojo por los caminos trillados,quise dejar a su instinto la elección en aquella co-yuntura. Pero el instinto de un asno es lo que cabeesperar de este nombre. En menos de un minutotrepó dando vueltas por entre los guijarros, todo loatolondrada que cabe y se puede imaginar. Yo hu-biera acampado mucho antes, a estar debidamenteprovisto; pero como la detención no iba a ser largano había traído vino ni pan para mi y tan sólo pocomás de una libra para mi señora amiga. Añádase aesto que yo y Modestina estábamos bonitamente ca-lados por los chaparrones. Sin embargo, de encon-trar agua corriente hubiese acampado allí a pesar detodo; pero el agua estaba enteramente ausente, ex-cepto en forma de lluvia, por lo que determiné vol-

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ver a Fouzilhic en demanda de un guía, además depreguntar por el verdadero camino.

La cosa fue fácil de resolver y difícil de cumplir.En aquella rugiente negrura yo no estaba seguromás que de la dirección del. viento, y le planté cara.El camino había desaparecido, y yo iba a campotraviesa, ora en pleno pantano, ora burlado por ba-rreras inaccesibles a Modestina, hasta que volví a verluces de poblado. Pero esta vez estaban diferente-mente dispuestas, porque no eran las de Fouzilhicsino las de Fouzilhac, una aldea poco distante de laotra en medida de espacio, aunque en lejanía demundos en el espíritu de sus habitantes. Até a Mo-destina en la anilla de un cercado y seguí a tientastropezando en los pedruscos y hundiéndome a me-dia pierna en los pantanos, hasta ganar la entrada dela aldea. En la primera casa con luz había una mujerque no quiso abrirme, diciéndome a gritos por de-trás de la puerta que estaba sola e impedida sin sercapaz de nada; pero que si llamaba a la casa del la-do, allí vivía un hombre que podía ayudarme consólo quererlo.

Así lo hice y salieron a abrir un hombre, dosmujeres y una; muchacha provistos de un par delinternas para ver quién llamaba. El hombre no era

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de mal aspecto, pero sonreía a lo bellaco. Apoyadoen el marco de la puerta escuchó mi demanda, quese contrajo a pedir un guía que me acompañarahasta Cheylard.

El hombre respondió:-Pero ya usted ve que la noche está obscura co-

mo boca de lobo.Le repliqué diciendo que por lo mismo solicitaba

ayuda, a lo cual repuso él mostrándose inquieto.- Lo comprendo, pero es mucha molestiaLe dije que estaba dispuesto a pagar al guía, y él

meneó la cabeza. Fijé el estipendio en diez francos,y continuó meneando la cabeza, por lo que añadí:

-Entonces señale usted mismo el precio.-No es eso, sino que no quiero salir ésta noche

de casa. No atravesaré la puerta.Al oír esto me enojé algún tanto y le pregunté

que qué le parecía que debía yo hacer; pero en vezde responderme a derechas me preguntó a su vez:

-¿A dónde ha de ir usted más allá de Cheylard?No me dio la gana de satisfacer su brutal curiosi-

dad y repuse:-Eso no es cuenta de usted ni tiene nada que ver

con lo que le pido.El hombre asintió riendo a mis palabras Y dijo:

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-Es verdad, si, es verdad. ¿Y de dónde viene us-ted?

Otro de mejor carácter que yo se hubiera irritadoal oír la pregunta, y así repliqué:

-¡Oh! No voy a ir respondiendo a todas sus pre-guntas, por lo que bien puede usted ahorrarse eltrabajo de dirigírmelas. Ya hemos hablado bastante.Necesito ayuda. Si usted no me puede servir por simismo de guía, hágame al menos el favor de buscar-me quien quiera serlo.

De pronto exclamó el hombre:-Pero, ¡calle! ¿No es usted el que pasaba por la

pradera cuando aún era de día!La muchacha, a quien hasta entonces no había

yo reconocido, interrumpió diciendo:-Sí, sí; era el señor. Yo le dije que siguiera a la va-

ca.Yo respondí:-Usted, señorita, es muy bromista:El hombre añadió:¿Y cómo diablos está usted aquí todavía?Verdaderamente parecía cosa del diablo, pero lo

cierto era que allí estaba. Prosiguiendo mi pláticacon el hombre le dije:

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-Lo importante es acabar de una vez con esto, yasí le vuelvo a pedir que por favor me ayude a en-contrar un guía.

-Es que... es que... está negra la noche.-Pues tome usted una de esas dos linternas.-No -exclamó volviendo atrás su pensamiento y

atrincherándose en una de sus anteriores frases -, noatravesaré la puerta. .

Le, miré, fijamente y vi reflejado el terror en susemblante con no fingida vergüenza. Se sonreía las-timosamente y se pasaba la lengua por el labio co-mo un escolar sorprendido en travesura. Le describíentonces brevemente mi situación y le pregunté denuevo qué debía yo hacer.

-No lo sé; pero no atravesaré la puerta.Indudablemente influía en la actitud de aquel

hombre el recuerdo de la bestia de Gévandan, porlo que le dije en tono imperativo:

-Caballero, es usted un cobarde.Dicho está, volví la espalda a toda aquella familia

que se apresuró a guarecerse en su fortaleza, cerran-do tras ellos la puerta, aunque no antes de que llega-ra a mis oídos el rumor de sus risas. Filia bárbara,pateir barbárior: O para decirlo en plural: las bestiasde Gévaudan.

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La luz de las linternas me había ofuscado algúntanto y fui tropezando con piedras y montones debasura. Todas las demás casas de la aldea estaban entenebroso silencio, y aunque llamé a varias puertasnadie respondió a las llamadas. La cosa se ponía fea,y dejé a Fouzilhac entregado a mis maldiciones. Yano llovía; y el viento, que aún soplaba, me iba enju-gando las ropas. Yo pensé: «¡Muy bien; con agua osin ella yo he de acampar!» Pero lo primero que ha-bía de hacer era recobrar a Modestina. No estuvemenos de veinte minutos palpando en las tinieblaspara topar con la muy señora mía, y a no ser por losgroseros servicios del pantano en el que volví ameter la pierna, hubiera estado tanteando por ellahasta el alba. Mi tarea inmediata había de ser la deganar el abrigo de un bosque, pues el viento soplabatan frío como borrascoso. Otro de los inescrutablesmisterios de este día de aventuras es que en un paístan copiosamente forestal tardase yo tanto en en-contrar un bosque; pero juro que me costó una horadescubrirlo.

Por último apareció a mi izquierda la negrura delos árboles, y atravesando rápidamente el camino viuna caverna tenebrosa a mi frente. Sin exageración

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la llamo caverna, porque pasar bajo las arcadas deramaje era como meterse en una mazmorra.

Anduve a tientas hasta topar mi mano con unarobusta rama a la que até a la montaraz y desalenta-da Modestina, todavía goteando agua. Entonces des-cargué el fardo, lo puse contra el talud en la margendel sendero y desaté las correas. Bien sabía yo endónde estaba la linterna; pero, ¿y las velas? Buscabaentre los revueltos objetos y de pronto di con lalámpara de alcohol. ¡Me había salvado! Aquel tre-bejo me iba a servir a maravilla. El viento bramabainfatigablemente entre los árboles. A media milla dedistancia se oía el sacudir de las ramas y el agitar delas hojas; pero, no obstante, el paraje en donde yoacampaba, aunque negro como el abismo, estabaadmirablemente resguardado, y el segundo fósforoprendió en la torcida cuya lívida y oscilante llamame separaba del universo y hacía doblemente den-sas en rededor las tinieblas de la noche.

Até a Modstina de suerte que estuviera con todacomodidad, y le di por cena la mitad de la hogazade pan moreno, reservando la otra mitad para lamañana siguiente. Después junté al alcance de lamano todo cuanto yo podía necesitar; me quité bo-tas y polainas acomodándolas en el impermeable; y

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dispuse el zurrón a manera de almohada bajo la es-clavina del saco de dormir en el que me metí en-vuelto como niño en mantillas. Abrí una lata deembutido de Bolonia, quebré una pastilla de choco-late, y ésta fue toda mi cena, acompañada, por másque parezca burla decirlo, de carne y pan bocadotras bocado. Para rociar este revoltijo sólo disponíade aguardiente, que ya es de por si brebaje irritante.Pero, como estaba hambriento y nada remilgado,comí muy a mi sabor y fumé un cigarrillo de losmejores de mi vida. Después sujeté con una piedrael sombrero de paja para que no se lo llevase elviento, me tapé hasta las orejas con la cogotera delgorro de piel, puse el revólver a mano y me arrebujéentre las zamarras.

Al principio estuve en duda de si me podríadormir, porque el corazón latía con mayor vivezaque de ordinario, como excitado por un agradablesentimiento al que permaneciese extraña mi mente;pero muy luego se me pegaron los párpados con lasutil goma del sueño y no volví a abrirlos en toda lanoche. El rumor del viento entre los árboles fue miarrullo. A veces soplaba durante algunos minutosconstante y unitónico sin ondulaciones; pero otrasveces venía en violentas ráfagas como si quisiera

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romper en estallidos, y los árboles, sacudidos por sufuria, desprendían sobre mí gruesas gotas de la lluviade la tarde. Noche tras noche había escuchado yodesde la cama el perturbador concierto del viento enlos bosques; pero ya fuese porque eran otros los ár-boles o porque estuviera acostado en el suelo enmedio de ellos, lo cierto es que el viento silbaba condistinto tono en aquellos bosques de Gévaudan. Yoseguía escuchando, y entretanto se apoderó gra-dualmente el sueño de mi cuerpo hasta embargarmis pensamientos y sentidos, aunque sin perder deltodo la conciencia, cuyo último estado de vigilia fuede admiración para el extraño clamor que resonabaen mis oídos.

Durante la noche me desperté por dos veces: unaal notar el roce de una piedra debajo del saco, y otracuando la impaciente Modestina se puso a patear enel suelo. Al recobrar por breve intervalo la concien-cia vi una o dos estrellas sobre mi cabeza y el bordedel follaje, que parecía un broche prendido en elfirmamento. Cuando desperté por vez tercera, la tie-rra estaba invadida por una claridad azulada, madrede la aurora. Era el miércoles 25 de septiembre. Vilas hojas agitadas por el viento, y la cinta del cami-no. Al volver la vista apareció Modestina atada a la

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rama y en mitad del sendero en actitud de inimitablepaciencia. Cerré nuevamente los ojos y me puse areflexionar sobre los sucesos de la pasada noche,admirándome de ver cuán tranquila y agradable ha-bía sido a pesar de lo borrascoso del tiempo. A noverme obligado a acampar a ciegas en la tenebrosanoche, no estaría allí la piedra que me molestaba nihabría sufrido otro inconveniente que cuando mispies tropezaron con la linterna y el segundo tomode los Pastores del Desierto de Peyrat, entre el revueltocontenido de mi saco de dormir. Todavía más; nohabía notado ni pizca de frío y desperté con ex-traordinaria alegría y despejados sentidos.

Sin tardanza me puse en pie, calcéme botas ypolainas, y desmenuzando el resto del pan para Mo-destina, fuíme a ver en qué parte del mundo habíadespertado. Ulises, al salir de Itaca con la menteperturbada por la diosa, no estaba tan divertidamen-te extraviado como yo. Toda mi vida había andadotras una sencilla e inocente aventura, tal como sueleacontecer a los noveles y heroicos viajeros; y así, alverme aquella mañana fortuitamente en el rincón deun bosque de Gévaudan, sin distinguir el norte delsur, perdido en aquel país y tan extraño a lo que merodeaba como el primer hombre sobre la tierra, me

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pareció realizar una parte de mis cotidianos sueños.Estaba en el lindero de un bosque de abedules salpi-cado de unas cuantas hayas. Detrás seguía otro bos-que de abetos, y enfrente se quebraba el terreno enuna no muy honda cañada. Por todo el contorno sedistinguían peladas cimas, unas más cerca, otras máslejos, según se contraía o se dilataba la perspectiva;pero evidentemente ninguna más alta que las demás.El viento entremezclaba los árboles. Las doradasmanchas de otoño centelleaban en los abedules. Elcielo estaba lleno de copos y filamentos de nubesque cuando el viento los empujaba volaban, se des-vanecían y reaparecían girando en torno de un ejecomo bandada de palomas. El tiempo era borrasco-so y hacía mucho frío. Tome un poco de chocolate,bebí un trago de aguardiente y fumé un cigarrilloantes de que el frío me entumeciera los dedos. Ymientras hacía todo esto y arreglaba el fardo y loataba a la albarda, el día asomaba por los dinteles deoriente. No habíamos dado muchos pasos por elvericueto, cuando el sol, hasta entonces invisible amis ojos, doró las nebulosas cimas de las montañasque se extendían por el horizonte oriental.

El viento nos daba en popa, empujándonos mu-damente hacia adelante. Me abroché el gabán y pro-

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seguía andando con placentera disposición de áni-mo respecto de todos los hombres, cuando depronto, en una revuelta del camino, veo de nuevofrente por frente la aldea de Fouzilhic. No sólo fueesto, sino que el caballeroso anciano que me habíaacompañado un buen trecho la noche antes, saliócorriendo de su casa al verme, y levantando las ma-nos en actitud de horror exclamó:

-¡Pobre muchacho! ¿Qué significa esto?Le referí lo que me había sucedido, y se palmo-

teó las manos como taravillas de motino al pensarcuán ligero habla sido al dejarme ir solo; pero alenterarse de la conducta del vecino de Fouzilhac, seentrefundieron en su ánimo la cólera y el aba-timiento, exclamando:

-Al menos por esta vez no habrá engaño.Y echó a andar cojeando, porque sufría de reu-

ma, por espacio de, media milla, hasta que me dejóa la vista del tan suspirado Cheylard, .

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CHEYLARD Y LUC

Ingenuamente hablando, no parecía el pueblodigno de los pasados afanes. Unas cuantas callejue-las que daban al campo sin calle alguna notable, yuna sucesión de plazas abiertas con montones deleña y fajinas; un par de cruces cubiertas; una ermitade nuestra señora de las Gracias en la cumbre deuna colina; y todo esto a orillas de un bullicioso ríomontañero en el rincón de un desnudo valle. ¿Quéhas venido a ver? me pregunté. Pero el lugar teníasu historia. En la diminuta y bamboleante iglesia viun cartelón colgante como una bandera, en queconstaban las liberalidades de Cheylard. El año 1877los vecinos se subscribieron por la cantidad de cua-renta y ocho francos con diez céntimos para la«Obra de la Propagación de la Fe.» No puedo pormenos de esperar que algo de este dinero se destine

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a mi país natal. Cheylard colecta en junto medio pe-nique para las entenebrecidas almas de Edimburgo,mientras que Balquhidder y Dunrossness, deploranla ignorancia de Roma. Así, para solaz de los ánge-les, nos apedreamos unos a otros con misioneroscomo los chiquillos con bolas de nieve.

También la posada era singularmente modesta.Todo el mobiliario de una no mal acomodada fami-lia estaba en la cocina: las camas, la cuna, las ropas,la espetera, el arca de la harina y el retrato del cura.Había cinco chicos, uno de los cuales se puso a re-zar las oraciones de la mañana al pie de la escalerapoco después de mi llegada, y aun esperaban a unsexto que no tardaría en venir. Aquella buena genteme recibieron muy amables, y tomaron vivo interéspor mi desventura. Propiedad suya era el bosque endonde había pernoctado. El vecino de Fouzilhac lespareció un monstruo de iniquidad y me aconsejaronvehementemente que lo denunciase a la justicia«porque yo podía haber muerto de resultas». Labuena posadera se horrorizó al verme beber unapinta de leche sin desnatar y me dijo:

-Le va a hacer daño. Deje usted que se la hierva.Desayunado con esta deliciosa bebida, como la

posadera tenía infinidad de cosas que arreglar, se me

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permitió o mejor dicho se me rogó que me hicieraun tazón de chocolate por mi propia mano. Pusie-ron a secar mis botas y polainas, y al ver la hija ma-yor de la casa que me disponía a escribir él cuadernode viaje sobre las rodillas, colocó junto a la chime-nea una mesa de bisagra para que me sirviera có-modamente de ella. Allí escribí, tomé el chocolate ypor último saboreé una tortilla. La mesa estaba cu-bierta de espesa capa de polvo, pues como me dije-ron, sólo la usaban en invierno. A través deobscuras aglomeraciones de hollín y humo veía elcielo por el lucernario; y cada vez que echaban tron-cos de leña en el hogar me chamuscaba el fuego laspiernas.

El posadero había sido en su temprana edad mo-zo de mulas, y cuando yo me puse a cargar a Modes-tina demostró completa sabiduría de su arte,diciéndome:

-Habrá usted de cambiar este fardo.Ha de estar dividido en dos partes y así podrá

poner usted doble carga.Le manifesté que no necesitaba llevar más peso,

y que por ningún asno del mundo consentiría yocortar mi saco de dormir en dos trozos, a lo que re-puso el posadero:

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-Sin embargo, esto fatiga mucho a la borrica enla marcha. Ya lo ve usted.

Desgraciadamente tenía la bestia ambas patasdelanteras no mejor que carne viva por la parte dedentro y le manaba sangre por debajo de la cola. Medijeron los de la posada al marcharme, y no vaciléen creerlos, que antes de pocos días querría a Mo-destina como a mi perro. Tres días habían pasado,compartiendo con ella mis desventuras, y mi cora-zón estaba aún tan frío como una lechuga respectoa mi bestia de carga. Era de linda estampa; pero ha-bía dado pruebas de insulsa estupidez, que si bienatenuaba la paciencia, agravaban en cambio losarrebatos de bellaquería y ligereza de corazón. Con-fieso que aquel nuevo, descubrimiento revelado porel posadero era otra reconvención contra ella, pues¿para qué diantre servía una borrica si no era capazde llevar un saco de dormir y, unas cuantas friole-ras? Imaginé el próximo desenlace de la fábulacuando hube de guía Míodestina. ¡Bien conocía Eso-po el inu do 1 Os aseguro que al ponerme en cami-no me asaltaron graves pensamientos sobre mi,,corta etapa, de aquel día.

Pero . mis preocupaciones no gravitaban tan sóloen mi ánimo con respecto a Modestina, sino que el

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asunto era todo él muy serio. Porque primeramente,el viento soplaba con tal violencia, que desde Che-ylard hasta Lue hube de ir sosteniendo el fardo conuna mano; y en segundo lugar, atravesaba. uno delos más míseros países del mundo. Parecía una delas peores comarcas montañosas de Escocia, peroera todavía peor, frío, desnudo, vil, sin bosques, sinhierbas, sin vida. Un camino y algunos valladosquebraban el monótono yermo, y la línea del cami-no estaba señalada por altos pilares que servían deguía en tiempo de nieves.

Que alguien tenga deseos de visitar a Luc o aCheylard es cosa superior a cuanto yo pudiera discu-rrir. Por mi parte, no viajaba con propósito de ir atal o cual sitio, sino por el gusto de viajar. La cues-tión era moverme y sentir más de cerca las necesida-des y tropiezos de la vida; alejarme del muelle lechode la civilización y hollar el granítico globo sembra-do de pedernales. ¡Ay! que según adelantamos en lavida y nos afanamos más y más en nuestros nego-cios, aun en los días festivos nos vemos forzados atrabajar. Sostener un fardo sobre una albarda paraque no se lo lleve la ventolera venida del heladonorte, no es cosa que requiera mucho ingenio, perosirve para ocupar y disciplinar la mente. Y si lo de

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hoy es tan apremiante, ¿quién podrá preocuparsedel mañana?

Por fin llegué a lo alto del Allier. Difícil fueraimaginar un más árido panorama en. aquella esta-ción del año. Escarpadas colinas lo rodean por to-das partes, aquí con salpicaduras de bosques ycampos, y allá con picachos alternativamente des-nudos o cubiertos de pinos. La tonalidad era pordoquiera negra o cenicienta y alcanzaba su máximaintensidad en las ruinas del castillo de Luc, que sealzaban descaradamente bajo mis pies, ostentandoen un pináculo una alta imagen blanca de la Virgenque, según me dijeron, pesaba cincuenta quintales yla iban a dedicar el 6 de octubre. A través de estetriste panorama espumeaban el Allier y un tributariode casi él mismo caudal, que confluían en un anchoy desnudo valle del Vivarais. El tiempo había mejo-rado algún tanto y las nubes se apelotonaban en es-cuadrón; pero todavía las acosaba el furioso viento,arrojando alternativas manchas de sombra y luz so-bre el paisaje.

La aldea de Luc es una doble fila de casas sueltas,encuñadas entre la colina y el río. No se distinguepor su belleza ni hay en ella nada notable excepto elviejo castillo que la señorea con su flamante Virgen

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de cincuenta quintales. Pero la posada era grande ylimpia. La cocina, con sus dos alacenas cubiertas depulcras cortinas listadas y con su amplia chimeneade piedra, cuyo tablero, de cuatro metros de largo,estaba adornado con farolillos, imágenes de santos,una serie de arquillas y un par de relojes de sobre-mesa, era el dechado de lo que debe ser una cocinade melodrama a propósito para bandoleros y noblesenmascarados. No desentonaba en aquel escenariola posadera, mujer bonita, morena, ya entrada enaños silenciosa, vestida y tocada de negro como unamonja. Aun el mismo comedor público que por lanoche servía de dormitorio, tenía peculiar caráctercon sus largas mesas y bancos de madera de pino,donde hubieran podido comer cincuenta jornalerosen tiempo de la cosecha, y sus tres camas de cajassobrepuestas y arrimadas a la pared. En una de és-tas, echado sobre paja y cubierto con un par demanteles, hice penitencia toda la noche, dandodiente con diente, con carne de gallina y suspirando,cada vez que me despertaba, por mi saco de zama-rra y por el suelo de algún vasto bosque.

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NUESTRA SEÑORA DE LAS NIEVES

Contemplé la casa y lacomunidad austera. ¿Yqué soy yo, qué soy aquí?

MATEO ARNOLD.

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EL PADRE APOLINAR

A la mañana siguiente, jueves 20 de Septiembre,emprendí la marcha en otra disposición. Ya no do-blé el saco, sino que lo colgué cuan largo era a tra-vés de la albarda, de modo que parecía unsalchichón recién embutido de seis pies de largo,con un copete de lana teñida de azul colgante decada extremo. Así resultaba más pintoresco, aliviabaa la borrica, y según eché de ver, aseguraba la esta-bilidad, viniese el empujón por arriba o por abajo.Pero no me resolví sin angustia a la mudanza, puesaunque había comprado un cordel nuevo para suje-tarlo todo tan fuerte como pude, andaba inquietopor recelo de que se soltaran los pliegues y despa-rramasen mis objetos por el camino.

Se extendía éste hacia el pelado valle del río, a lolargo del desfiladero, entre Vivarais y Gévaudan. Las

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colinas de Gévaudan, a la derecha, eran algo nomucho más áridas que las de Vivarais, a la izquierda,y las primeras tenían el monopolio de unos mato-rrales que muy espesos medraban en las gargantas yse desvanecían en aislados manchones en las laderasy cumbres. Negros recuadros de abetos resaltabanacá y allá en ambos lados, y allá y acá se veían tierrasde labor. Junto al río pasaba una vía férrea, la únicadel Gevaudan, aunque hay muchos planos y pro-yectos en pie, y según me dijeron iban a construirpronto una estación en Mende. De aquí a uno o dosaños esto podrá ser otro mundo. El desierto estáasediado. Entonces podrán los del Langüedoc para-frasear el soneto que dice: «¿No oís silbar a lasmontañas valles y torrentes?»

En un lugar que llaman La Bastide me dijeronque dejase el río y siguiese por un camino que subíapor la izquierda entre las montañas del Vivarais, hoyArdèche, pues así llegaría dentro de poco al puntode mi destino, el monasterio trapense de NuestraSeñora de las Nieves. Salía el sol cuando dejé el pi-nar donde me había refugiado, y contemplé depronto un hermoso y rústico panorama al sur. Altascolinas rocosas; tan azules como el zafiro, cerrabanel horizonte, y entre ellas ondulaban las lomas cu-

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biertas de brezales en sus repliegues, al paso que losrayos del sol centelleaban en las vetas de piedra y losmatorrales crecían en las hondonadas tan silvestrescomo si acabaran de salir de manos de Dios. No seadvertía labor de hombre en todo aquel panorama,ni se echaba de ver huella de su paso, salvo en lasveredas trilladas de generación en generación a unlado y otro entre las hayas y por las acanaladas es-cotaduras del monte. La nieve que hasta entoncesme sitiara, se había quebrado en nubes que huíanvelozmente iluminadas por los fulgores del sol. Res-piré a mis anchas. Grato era después de largas ho-ras, contemplar una escena de algún atractivo parael humano corazón. Confieso que me gustan lascontorneadas formas donde descansar la vista; y silos paisajes se vendieran como se vendían las es-tampas en los días de mi niñez, a penique las senci-llas y a dos peniques las de color, escogería los deldos peniques cada día de mi vida.

Pero si el aspecto del país había mejorado haciael sur, aún era desolado e inclemente en rededor.Una cruz de celosía, erigida en cada cumbre, señala-ba la vecindad de una casa religiosa; y un cuarto demilla más allá, dónde a cada paso se distinguían conmayor amplitud y magnificencia el panorama meri-

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dional, una blanca imagen de la Virgen en el ángulode un reciente plantío dirigía al viajero hacia NuestraSeñora de las Nieves. En aquel paraje torcí a la iz-quierda y guiando ante mis pasos a mi lega borrica ymontando en mis legas botas y polainas, continuémarchando en dirección al asilo del silencio.

No había andado mucho trecho cuando me trajoel viento el son de una campana; y no sé cómo ex-plicarlo, el corazón se me sobresaltó al oírlo. Pocasveces he sentido tan sincero pavor como al aproxi-marme al monasterio de Nuestra Señora de las Nie-ves. Lo atribuyo a mi educación protestante. Depronto, al volver un recodo, me invadió de pies acabeza un servil y supersticioso temor; y aunque nodetuve el paso, lo moderé tan lentamente comoquien sin darse cuenta cruza un lindero y se encuen-tra extraviado en el país de la muerte. Por que allí,en el angosto y recién abierto sendero, entre lostiernezuelos pinos, estaba un monje medieval bre-gando con una carretilla llena de césped. Durantemi niñez, acostumbraba a mirar todos los domingoslas Ermitas de Marco Sadeler, encantadores graba-dos llenos de bosques, campos y paisajes medieva-les, tan grandes como un condado, para pasear porellos la imaginación y allí, con toda seguridad, estaba

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uno de los héroes de Marco Sadeler. Vestía de blan-co como un espectro, y al caérsele atrás la capuchaen su contienda con la carretilla de césped, dejó aldescubierto una calva tan monda y amarilla comouna calavera. Podía haber sido enterrado allí milaños atrás y todo su cadáver convertido en tierra ydesmenuzado por el rastrillo del labriego.

Además, yo estaba conturbado respecto a la eti-queta de presentación. ¿Debía dirigirme a una per-sona que estaba sujeta al voto de silencio? Desdeluego que no. Pero al acercarme me quité la gorracon supersticiosa reverencia. Él me devolvió el salu-do y me preguntó que si iba al monasterio y quiénera, si inglés o, irlandés.

-No; escocés -dije yo.-¿Escocés? ¡Ah! El no había visto hasta entonces

ningún escocés. Y me miró de pies a cabeza, refle-jando en su bondadosa, honrada y obesa apostura elmismo interés con que pudiese contemplar un niñoa un león o un cocodrilo. Por él me enteré con dis-gusto que no podrían recibirme en Nuestra Señorade las Nieves, y que a lo sumo me dejarían tomaruna refacción; pero según proseguimos conversan-do y resultó que yo no era buhonero sino un literatoque dibujaba paisajes y quería escribir un libro, mu-

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dó el monje de criterio en lo tocante a mi recibi-miento (pues me parece que aun en los monasteriostrapenses hay acepción de personas) y me dijo queno tuviese reparo en preguntar por el prior y refe-rirle por entero mis cuitas. Después se ofreció aacompañarme, pues así podría abogar en mi favor.¿Diría que era yo geógrafo? No; creo que en interésde la verdad no podía decirlo. Pues entonces, diríaque era escritor.

Según parece, en el seminario había sido condis-cípulo de seis jóvenes irlandeses, ya ordenados desacerdote, quienes por la lectura de los periódicos lemantenían al corriente de los asuntos eclesiásticosde Inglaterra. Me preguntó con vivísimo interés porel doctor Pusey, por cuya conversión no había cesa-do de rogar día y noche, y me dijo:

-Yo creía que ya estaba muy cerca de abrazar laverdad. Sin embargo, la alcanzará, porque la oracióntiene mucha eficacia.

Me preguntó luego el buen padre si yo era cris-tiano; y al saber que no, o que por lo menos no loera a su modo, me disculpó con suma benevolencia.

El sendero que recorríamos, trazado en doce me-ses por las propias manos de aquel robusto monje,nos condujo a un recodo y nos mostró unos cuan-

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tos blancos edificios algo más allá del bosque. Alpropio tiempo resonó la campana. Estábamos yamuy cerquita del monasterio. El padre Apolinar(pues tal era el nombre de mi acompañante) medetuvo diciendo:

-Desde aquí en adelante ya no debo hablar conusted. Pregunte por el hermano portero y todo irábien. Pero, procure usted verme en cuanto vuelvausted a salir al bosque, en donde le podré hablar. Hetenido muchisímo gusto en conocerle.

Y levantando de pronto los brazos, moviendolos dedos y exclamando por dos veces: «No debohablar, no debo hablar», echó a correr ante mi yentróse por la puerta del monasterio.

Confieso que esta excentricidad con visos fan-tásticos fue gran parte a que se reavivaran mis terro-res. Pero en donde uno era tan bueno y sencillo,¿por qué no habían de ser todos lo mismo? Levantélas alitas del corazón y adelantéme hacia la puertatan presuroso como me lo consintió Modestina, queparecía tener ojeriza a los monasterios. Desde que laconocía, aquélla era la primera puerta por donde nohabía mostrado indecorosa priesa de entrar. Con elcorazón tembloroso llamé a la puerta en debidaforma, y el padre Miguel, el padre hospitalario y un

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par de hermanos con hábito obscuro acudieron a lapuerta y hablaron un rato conmigo. Creo que misaco era para ellos un poderoso atractivo, pues yahabía seducido el corazón del pobre padre Apolinar,quien me había encargado por mi vida que se lo en-señase al prior. Pero fuese por mi súplica, por el sa-co o por la noticia rápidamente divulgada entre losmonjes encargados de asistir a los forasteros, de quedespués de todo no era yo un buhonero, ningunadificultad tuvieron en recibirme. Un lego se llevó aModestina al establo y yo y mi equipaje fuimos reci-bidos en Nuestra Señora de las Nieves.

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LOS MONJES

El padre Miguel, hombre de aspecto placentero,rostro risueño, tez fresca, y de unos treinta y cincoaños de edad, me acompañó al refectorio y obse-quióme con una copa de licor en espera de la comi-da. Hablamos un poco, o mejor dicho, él escuchómi charla con sobrada indulgencia, aunque abstraídocomo si su espíritu estuviera encarnado en arcilla. Yen verdad, cuando recuerdo que el tema principal demi conversación era mi apetito, y que por entoncesdebían haber pasado diez y ocho horas desde el úl-timo refrigerio del padre Miguel, no me extraña quemi cháchara tuviese para él sabor mundano. Perosus modales, aunque señoriles, eran exquisitamentegraciosos, y sentí secreta curiosidad de conocer elpasado del padre Miguel.

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Después de tomar el aperitivo me dejaron unrato solo en el jardín del monasterio, que no eramás que el patio principal arreglado con senderosenarenados, arriates de dalias y una fuente con laimagen de la Virgen en el centro. El edificio se ex-tendía en cuadro alrededor del patio con sus paredesdescoloridas, en espera de que las patinasen los añosy la intemperie, y sin más características notablesque el campanario y dos tejadillos de pizarra. Frailescon hábito blanco unos y obscuros otros se pasea-ban silenciosamente por los enarenados senderos, yal llegar yo había tres que con las capuchas caladasrezaban sus oraciones arrodillados en la terraza. Unapelada colina señorea el monasterio por un lado y elbosque lo domina por el otro. Está expuesto a losvientos, y fuera y dentro nieva desde octubre a ma-yo y a veces dura la nieve seis semanas; pero aunqueestuviera en el Edén bajo un clima semejante al delcielo, la mole del monasterio ofrecería el mismo as-pecto brumoso e inclemente. Por mi parte, en aquelintempestivo día de septiembre, ya tiritaba de fríoantes de que me llamasen a comer.

Después de la abundante y cordial comida, elhermano Ambrosio, un francés de cariñosa conver-sación (pues todos cuantos sirven a los forasteros

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tienen licencia para hablar) me condujo a un peque-ño aposento situado en el ala del edificio destinada alos señores retirados. Estaba limpiamente enlucida yprovista de los muebles estrictamente indispensa-bles, con un crucifijo, el busto del último papa, laImitación de Cristo en francés, un libro de meditacio-nes religiosas y la Vida de Isabel Seton, misionera, a loque parecía, de la América del Norte y de NuevaInglaterra en particular. A mi entender hay todavíacampo abonado para más intensa evangelización enestas comarcas; pero ¡acordaos de Cotton Mather!Me gustaría que leyera este libro en el cielo, dondeseguramente mora, aunque tal vez ya conoce todoesto y mucho más; y acaso él y la señora Seton sonentrañables amigos y unen gozosamente sus vocesen el sempiterno salmo.

Para terminar el inventario del aposento diré queencima de la mesa pendía el cuadro de instruccionespara los señores retirados, señalando las funciones reli-giosas a que debían asistir, cuándo habían de rezarel rosario o entregarse a la meditación y la llora deacostarse y levantarse. Al pie de las instruccioneshabía esta curiosa advertencia: «El tiempo libre se dedi-cará al examen de conciencia, confesión, buenos propósitos,etc.» ¡Buenos propósitos! Lo mismo que si nos pro-

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pusiéramos apresurar a voluntad el crecimiento delpelo.

Apenas había acabado de explorar mi nicho,cuando volvió el hermano Ambrosio. Un pensio-nista inglés deseaba hablarme. Accedí gustoso, y elfraile introdujo a un robusto y bajito irlandés, comode cincuenta años, pero de juvenil apostura, vestidode riguroso traje talar de diácono y cubierta la cabe-za con el que por desconocimiento de su propionombre llamaré casquete eclesiástico.

Había vivido retirado durante siete años en unconvento de monjes de Bélgica y hacía cinco queestaba en Nuestra Señora de las Nieves. No habíavisto nunca un periódico inglés, hablaba incorrec-tamente el francés, y aunque lo hablara como naci-do en Francia no hubiese sobresalido gran cosa enel arte de la conversación. Sin embargo, era muy so-ciable, afanoso de noticias y de tan ingenuo enten-dimiento como un niño. Si yo ardía en deseos detener un guía del monasterio, él no estaba menoscomplacido de ver cara a cara a un inglés y oír ha-blar en lengua inglesa.

Me enseñó su aposento donde pasaba las horasentre breviarios, biblias hebreas y el Waverley deScott. Después me llevó a los claustros, a la sala ca-

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pitular, a la sacristía, donde colgaban los sayales yanchos sombreros de paja de los frailes, cada cualseñalado con un tarjetón en que se leía su nombrereligioso; nombres de sabor e interés legendario,como Basilio, Hilarión, Rafael y Pacífico. En la bi-blioteca estaban todas las obras de Veuillot y Cha-teaubriand, las Odas y Baladas de Víctor Hugo,aunque parezca mentira, y también algo de Moliére,por no decir nada de los innumerables autores ecle-siásticos y gran variedad de historiadores tanto lo-cales como generales. Mi buen irlandés me enseñóluego los talleres donde los frailes amasaban y co-cían el pan, construían ruedas de carreta, sacabanfotografías, y mientras uno cuida de una colecciónde curiosidades otro se entretiene en la cría de co-nejos. Porque en un monasterio trapense cadamonje tiene ocupación de su gusto, aparte de susdeberes religiosos y de las tareas generales de la casa.Todos han de cantar en el coro, si tienen voz y oí-do, y cooperar a la cosecha del heno si tienen bue-nos puños; pero en horas de recreo, aunque tienenobligación de estar ocupados, pueden dedicarse a loque gusten. Así supe que un fraile estaba enfrascadoen la literatura, mientras que el padre Apolinar seentretenía en abrir senderos y el abad en encuader-

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nar libros. Diré de paso que no hace mucho que fueconsagrado el abad, y en aquella ocasión se le per-mitió a su madre, por gracia especial, entrar en lacapilla y asistir a la ceremonia. Fue para ella muy di-choso día el en que vio a su hijo abad mitrado, y dagozo pensar que la dejasen poner los pies en lugarde clausura.

Durante nuestras idas y venidas por el monaste-rio, encontramos a muchos padres y hermanos gra-vemente silenciosos. Por lo general, nuestro paso lestenía tan sin cuidado como el de una nube; pero aveces el buen diácono les pedía permiso para ha-blarles y ellos se lo daban mediante un peculiar mo-vimiento de manos, parecido al del perro cuandonada, o se lo negaban por el usual signo de nega-ción, aunque en uno y otro caso con los ojos bajosy un cierto aire de contrición como de quien estu-viese muy cercano a caer en el mal.

Por gracia privativa del abad seguían tomandolos monjes dos comidas diarias; pero ya era épocadel riguroso ayuno que empieza por septiembre ydura hasta Pascua. En todo este tiempo sólo comenuna vez cada veinticuatro horas, a las dos de la tar-de, cuando ya hace doce que han empezado los tra-bajos y vigilias del día. Las raciones son escasas y

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aun de ellas comen parcamente; y si bien a todos seles da una garrafita de vino, muchos se abstienen deeste regalo. Indudablemente, la mayor parte de lahumanidad se excede de un modo grosero en la me-sa. Nuestras comidas no sólo sirven para el susten-to, lino de alborozo y natural diversión de las fatigasde la vida. Pero, aunque el exceso sea dañoso, yocreía que el régimen trapense pecaba por defecto; ysin embargo, todavía me asombro de recordar el lo-zano semblante y la placidez de carácter de losmonjes de las Nieves. Jamás había visto hombrestan sanos y dichosos. Sin embargo, me dijeron queen aquella agreste tierra montañera y con el ince-sante trabajo de los monjes, la vida no está muyasegurada y la muerte visita con alguna frecuencia elmonasterio de Nuestra Señora de las Nieves. Pero sila muerte los acecha, al menos viven sanos entre-tanto, porque todos tienen recia la carne y buencolor. El único signo enfermizo que pude observarfue un extraño brillo de los ojos que más bien inten-sificaba la general impresión de vivacidad y energía.

Aquellos con quienes hablé eran de tem-peramento singularmente apacible, y en su porte yconversación denotaban lo que me atrevo a llamarsanta alegría. Conviene advertir que previenen a los

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visitantes que no se ofendan si quienes les sirvenson cortos de palabras, pues deber es de los monjeshablar poco. La prevención podría excusarse, ya quelos encargados del hospedaje me deleitaron con suinocente conversación hasta el punto de que fuemás fácil iniciarla que interrumpirla. Excepto el pa-dre Miguel, que era hombre de mundo, todos losdemás mostraron infantil curiosidad por toda clasede asuntos, tanto de política como de mis viajes,llamándoles mucho la atención mi sacó de dormir, yparecían complacerse en el sonido de su propia voz.

En cuanto a los que están contraídos al silencio,no puedo por menos de admirar cómo soportan sugrave y melancólico aislamiento. Aun prescindiendode todo aspecto de mortificación, echo de ver ciertadisciplina, no sólo en la exclusión de las mujeres,sino en el voto de silencio. Tengo alguna experien-cia de los falansterios seglares, de un artístico por nodecir bacanal carácter, y he visto más de una comu-nidad fácilmente formada y más fácilmente todavíadisuelta. Con la regla del Cister tal vez hubiesen sidomás duraderas. En vecindad de mujeres sólo cabeformar una comunidad volandera de hombres dé-biles. Vence la electricidad de mayor potencial. Lossueños de, la infancia, los proyectos de la juventud

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se desvanecen y desbaratan después de una entre-vista de diez minutos y las artes, las ciencias y el va-ronil gozo de la profesión se abandonan al instantepor los lindos ojos y un cariñoso acento. Y ademásde esto, la lengua es el gran disolvente.

Casi me avergüenzo de proseguir esta mundanacrítica de una regla religiosa; pero aún hay otropunto en que la orden trapense me parece un mo-delo de sabiduría. A las dos de la madrugada suenala campana y sigue sonando de hora en hora y a ve-ces de cuarto en cuarto, hasta las ocho en que toca adescanso, y así se divide infinitesimalmente el día endiversas ocupaciones. Por ejemplo, el fraile que críaconejos deja sus conejeras para ir a la capilla, a lasala capitular o al refectorio, según la hora del día,porque en cada una de ellas tiene o una misa quecelebrar o un deber que cumplir. Desde las dos enque se levanta palpando las tinieblas, hasta las ochoen que vuelve a recibir las caricias del sueño, está depie y ocupado en múltiples y variadas tareas. Milesde personas hay que no son tan afortunadas en dis-poner su vida. ¡En cuántas casas daría paz a lamente y saludable actividad al cuerpo la campanamonacal que divide el día en manejables porciones!Hablamos de penalidades y no hay mayor penalidad

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que ser un loco estúpido que desperdicia: estúpida eincesantemente la vida. Tal vez desde este punto devista podamos comprender mejor la existencia mo-nacal. Antes de admitir al postulante en la orden, hade pasar un largo noviciado y poner a prueba laconstancia de su mente y fortaleza de su cuerpo; pe-ro no por ello son muchos los que se desalientan.En el taller de fotografía, dependencia accesoria delmonasterio, me llamó la atención el retrato de unjoven con uniforme de soldado de infantería. Erauno de los novicios que, por razón de edad, hubode ir al servicio militar y estuvo de guarnición enArgel. He aquí un hombre que seguramente habíaexperimentado ambos aspectos religioso y mundanode la vida antes de resolverse; y sin embargo, tanpronto como obtuvo la licencia volvióse al con-vento para terminar el noviciado.

Esta regla hace a un hombre digno del Cielo porderecho propio. Cuando el trapese enferma no sedespoja de su hábito, sino que yace en su lecho demuerte tal como oró y trabajó durante su frugal ysilente existencia; y en el mismo momento en quellega la libertadora, aun antes de que sus hermanoslleven por última vez su cadáver a reposar por breverato en la capilla entre continuos cánticos, las cam-

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panas repican alegremente como para una boda ypregonan al vecindario que otra alma ha ido a reu-nirse con Dios.

Por la noche, acompañado de mí amable irlandésme acomodé en la galería para oír completas y laSalve Regina con que los cistercienses concluyen eldía. No había allí ninguna de aquellas pompas quelos protestantes tildan de infantiles o aparatosas enlos oficios públicos de Roma. Una severa sencillez,realzada por el romanticismo del ambiente, hablabaen derechura al corazón. Recuerdo la enlucida capi-lla, las encapuchadas figuras del coro, las luces quealternativamente se amortiguaban y revivían, elcanto robusto y varonil seguido de profundo silen-cio, las encogulladas cabezas que se inclinaban enoración, y por fin el claro y penetrante golpeteo dela campana que anunciaba el término del último ofi-cio y la hora del reposo. Al recordar todo esto nome asombra que me escapara al patio con la imagi-nación sobresaltada y permaneciese como un extra-viado en la ventosa y estrellada noche.

Pero estaba fatigado; y cuando hube aquietadomi ánimo con las memorias de Isabel Seton (unaobra pesada), el frío y la violencia del viento entrelos pinos (por que mi aposento estaba en el ala del

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monasterio contigua al bosque) me predispusieronfácilmente al sueño. El primer toque de campaname despertó a media noche, según a mi me parecía,aunque en realidad eran las dos de la madrugada.Todos los monjes se apresuraron a ir a la capilla. Enaquella desusada hora, los muertos en vida empeza-ban las penosas labores del día. ¡Los muertos en vi-da! Era ésta una estremecedora reflexión. Recordéentonces una canción francesa que me representabalo mejor de nuestra inquieta existencia:

Que t’as de belles filles,Giroflé!Giroflé!

Que t’as de belles filles,L' Amour les comptera!

Y bendije a Dios porque yo tenía libertad de via-jar, esperar y amar.

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LOS PENSIONISTAS

Pero tuvo otro aspecto mi permanencia enNuestra Señora de las Nieves. En aquella tardía es-tación otoñal no había muchos pensionistas; y sinembargo, no estaba yo solo en el recinto público delmonasterio, comprendido cerca de la puerta con unpequeño refectorio en el entresuelo y un corredorde celdas parecidas a bocas de mina. He olvidadoestúpidamente cuánto pagaban de pensión los retira-dos; pero me parece que eran de tres a cinco francosdiarios, y creo más probable que tres. Los visitantesvolanderos, como yo podían dar lo que de su librevoluntad ofreciesen, pero nada se les exigía. Diréque al marcharme, el padre Miguel rehusó los veintefrancos que le daba por considerarlos excesivo esti-pendio. Le manifesté las razones de mi largueza; pe-

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ro ni aun así le permitió su extraño pundonor reci-birlos en propia mano, diciéndome:

-No tengo el derecho de rehusarlos para el mo-nasterio; pero preferirla que los entregase usted a unhermano.

Había comido solo aquel día, porque llegué tarde;pero en la cena encontré otros dos huéspedes. Unoera un párroco rural venido de su parroquia, cercade Mende, para disfrutar cuatro días de soledad yoración. Tenía talla de granadero con el cetrino co-lor y las circulares arrugas de un labriego; y al que-jarse amargamente de lo mucho que le habíaestorbado la sotana por el camino, me lo imaginédando zancazos, tieso y huesudo, envuelto en sumanteo a través de las áridas colinas de Gévaudan.El otro huésped era un hombre bajito y rechoncho,de cabellos grises, edad como de cuarenta y cinco acincuenta, vestido con pantalones de lanilla, justillode malla y la roseta de una condecoración en el ojal.Era difícil de clasificar este personaje. Según des-pués supe, era un veterano militar que tras largosaños de servicio había llegado a comandante y aunconservaba los resueltos y alegres modales del cam-pamento. Tan luego como obtuvo la licencia abso-luta entró de pensionista en Nuestra Señora de las

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Nieves, y después de corta experiencia de aquelnuevo régimen de vida decidió quedarse de novicio.La disciplina monacal empezaba ya a modificar suaspecto y había adquirido algo del apacible y risueñoaire de los hermanos, sin ser ni militar ni trapense,sino partícipe de ambos caracteres. Seguramenteestaba en un interesante momento de su vida. Delestampido del cañón y del clamor de las trompetaspasaba a aquel rústico y tranquilo lindero del sepul-cro donde los monjes dormían envueltos en susmortajas y se comunicaban por signos como espec-tros. En la cena hablamos de política. Cuando estoyen Francia acostumbro a defender la política demoderación y tolerancia, representándoles lo que lesucedió a Polonia, del mismo modo que algunosalarmistas le representan a Inglaterra el ejemplo deCartago. El párroco y el militar se mostraron deacuerdo con cuanto yo decía y deploraron amarga-mente los rencorosos sentimientos predominantesen nuestros días. Yo les dije:

-¿Por qué no hemos de poder decir nada a unhombre con quien no estemos de acuerdo sin quese encolerice?

Ambos respondieron que semejante conducta noera cristiana.

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Mientras estábamos en tal conformidad, no secómo tropezó mi lengua con un palabra de elogiode la moderación de Gambetta. Instantáneamenteenrojeció el viejo soldado, y palmoteando sobre lamesa como un chiquillo travieso, exclamó:

-¿Cómo se entiende, caballero? ¿Cómo se en-tiende? ¿Gambetta moderado? ¿Se atrevería usted ajustificar esas palabras?

Pero el párroco no había olvidado el tenor denuestra conversación; y de pronto, cuando másirritado estaba el ex militar, le dirigió en pleno rostrouna mirada de amonestación, que lo representó vi-vamente lo absurdo de su conducta, con lo que sedesvaneció la tormenta sin añadir media palabra.

Hasta la mañana siguiente, viernes 27 de sep-tiembre, mientras tomábamos el café, no se entera-ron los dos huéspedes de que yo era hereje.Supongo que les habían hecho creer lo contrariomis admirativas exclamaciones sobre la vida mo-nástica que nos rodeaba; pero una pregunta a que-marropa desvaneció su error. Tanto el ingenuopadre Apolinar como el astuto padre Miguel me ha-bían tratado con tolerancia; y tan sólo el buen diá-cono irlandés, al enterarse de mi flaqueza religiosa,me dio palmaditas en el hombro, diciéndome:

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- Usted debe ser católico para ir al Cielo.Pero los dos huéspedes que a desayunar me

acompañaban eran de distinta ortodoxia, rígidos,rencorosos y de estrecho criterio como el más into-lerante escocés y aun peores, según yo imaginaba enmi corazón. El párroco exclamó resollando comoun corcel de guerra:

-¿Y pretende usted morir en esa creencia?No hay caracteres de imprenta lo bastante ma-

yúsculos para expresar el acento con que pronuncióestas palabras.

Yo repuse humildemente que no tenia el propó-sito de mudar de creencia; pero el, sin desistir de suterrible actitud, exclamó:

-No, no; debe, cambiar. Usted ha venido aquíporque Dios le ha conducido y debe usted aprove-char la oportunidad.

Cometí una indiscreción, apelando a los afectosde familia, pues hablaba con un sacerdote y un sol-dado, dos clases de hombres circunstancialmentedesligados de los cariñosos y domésticos lazos de lavida.

El párroco volvió a exclamar:-¿Su padre? ¿Su madre? ¡Muy bien! Usted los

convertirá a su vez cuando regrese a casa.

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¡Me figuraba ver la cara que pondría mi padre!Era preferible atar al león de Guetúlia en su antro,que acometer tal empresa teológica contra la familia.

Pero entonces la caza del hereje estaba en suapogeo. Párroco y militar gritaban a voz en cuellopor mi conversión; y la «Obra de la Propagación dela Fe», para la cual se habían subscrito los vecinosde Cheylard por cuarenta y ocho francos y diezcéntimos en 1877, se dirigía galantemente contra mipersona. Era un individual pero más eficaz proseli-tismo. No trataban de convencerme con argumen-tos que yo hubiese intentado rebatir, sino que dabanpor supuesto que estaba avergonzado y aterrorizadode mi situación, y únicamente me apremiaban sobrela cuestión de oportunidad, pues según decían, aho-ra que Dios me había conducido a Nuestra Señorade las Nieves era la más propicia coyuntura paraconvertirme.

A fin de alentarme, dijo el párroco:-No le detenga a usted una falsa vergüenza.Era a la par penosa y desairada la situación en

que se veía un hombre como yo, para quien todaslas sectas religiosas tenían mucha similitud, y que nipor un momento había sido nunca capaz de ponde-rar seriamente el mérito de tal o cual credo en el as-

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pecto eterno de las cosas, aunque hubiera oído elo-giarlas o vituperarlas en su aspecto temporal y terre-no. Incurrí en otra indiscreción o falta de tactoalegando que todas las religiones tenían el mismofundamento, y que por diferentes caminos conver-gíamos todos al mismo punto, tanto seglares comomonjes. Este había de ser, en concepto de los espí-ritus laicos, el único evangelio digno de tal nombre,porque las diferencias entre los hombres entrañandiversidad de pensamiento. Pero el párroco, con to-dos los terrores de la ley religiosa, se opuso a estarevolucionaria aspiración de la mente, valiéndose dela horrible idea del infierno. Bajo la autoridad de unlibro que no había leído ocho días antes y que paramayor convencimiento llevaba de propósito consigoen el bolsillo, dijo que los condenados sufrirán portoda la eternidad indecibles tormentos. Y mientrasasí hablaba, refulgía en su semblante la luz del entu-siasmo.

Finalmente resolvieron los dos pensionistas queyo debía ir en busca del prior, pues el abad estabafuera del monasterio, y exponerle inmediatamente elcaso.

-Este es mi consejo como antiguo militar -dijo elcomandante-, y el del señor como sacerdote.

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-Sí- añadió el párroco moviendo sen-tenciosamente la cabeza-, como antiguo militar ycomo sacerdote.

En aquel momento, cuando estaba yo algo per-plejo en responder, entró un monje bajito, moreno,más listo que una anguila, con acento italiano, e in-tervino en la contienda, aunque de modo suave ypersuasivo, cual convenía a uno de aquellos apaci-bles frailes. Díjome así:

-Míreme usted. La regla era muy dura. Yo hu-biera preferido quedarme en mí país, en Italia, puesbien sabida es la hermosura de Italia.; pero entoncesno había trapenses en Italia, y como tengo un almaque salvar, aquí estoy.

Temí que después de todo fuese yo en el fondolo que un jocoso crítico indio llamaba«frívolo hedo-nista», porque aquella descripción de los motivos delfraile, me produjo extraño y conmovedor efecto.Más bien pensaba yo que hubiese escogido él la vidareligiosa por su propia conveniencia, y no con pro-pósito de ganar el cielo; y esta idea denota cuándistante estaba yo de simpatizar con aquellos bue-nos trapenses, aunque hacía todo lo posible parasimpatizar con ellos.

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Mas al párroco le pareció el argumento decisivo ydijo:

-¡Escuche, usted eso! Yo he visto aquí a un mar-qués, un marqués, un marqués (repitió tres veces lasagrada palabra), a generales y otras personas de altasignificación social. Y aquí, junto a usted, está estecaballero, que ha servido muchos años en el ejérci-to, condecorado y veterano guerrero. Y aquí estádispuesto a consagrarse a Dios.

Tan perplejo quedé esta vez, que alegué tener lospies fríos y salíme del monasterio. Soplaba furiosoel viento y en el cielo había pocas nubes, que deja-ban largos e intensos intervalos de sol. Hasta la horade comer erré por el agreste paisaje en dirección aoriente, gravemente preocupado, pero con el con-suelo de algunas admirables perspectivas campes-tres.

A la hora de comer se reanudó la Obra de laPropagación de la Fe, y esta vez de un modo muchomás desagradable para mí. El párroco me hizo algu-nas preguntas respecto a las «despreciables» creen-cias de mis padres y acogió mis respuestas con unaespecie de sonrisa clerical, diciendo:

-La secta de usted, pues me parece que conven-drá en que sería mucho honor llamarla religión...

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-Como usted guste, señor. Emplee usted la pala-bra que le plazca.

Por último me molesté más de lo que podía su-frir; y aunque él estaba en su casa y por otra parte,era viejo y tenía por ello derecho a mi considera-ción, no pude reprimir una protesta contra su abu-sivo proceder. El quedó tristemente desconcertadoy me dijo:

-Le aseguro a usted que no es mi intención bur-larme. No me mueve otro interés que la salvaciónde su alma.

Y aquí terminó mi conversión. ¡Honrado hom-bre! No era un peligroso engañador, sino un cura dealdea lleno de celo y de fe. ¡Que por muchos añospueda recorrer el Gévaudan con su sotana aquelhombre tan robusto para las caminatas como paraconsolar a sus feligreses moribundos! Me atrevo aafirmar que desafiaría valerosamente una tempestadde nieve para acudir a donde su deber le llamase.No siempre el más fiel creyente es el más hábilapóstol.

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EL ALTO GÉVAUDAN(SEGUNDA PARTE)

La cama estaba hecha y dis-puesto el aposento. Las estrellasaparecían puntualmente en elcielo. Quieto estaba el aire, co-rría el agua, y no se echaban demenos los sirvientes, cuando miasno y yo nos acomodamos enel verde mesón de Dios.

COMEDIA ANTIGUA.

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A TRAVES DE LA GOULET

Había cesado el viento durante la comida y elcielo estaba sereno, de suerte, que con los mejoresauspicios cargué a Modestina ante la puerta del mo-nasterio. Mi amigo irlandés me acompañó buen tre-cho del camino. Al pasar por el bosque vimos al pa-dre Apolinar arrastrando su carretilla; pero inte-rrumpió su tarea para ir conmigo unos trescientospasos con mi, mano entre las suyas. Me separé pri-mero de uno y después de otro con sincero pesar,aunque con el gozo del viajero que se sacude el pol-vo de una etapa antes de emprender la siguiente.Entonces Modestina y yo remontamos el curso delAllier, que, nos guiaba de nuevo a Gévaudan, haciasus fuentes, en la selva de Mercoire. Con pena de-jamos su gula y desde allí el camino continuó por

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una colina a través de una árida meseta huta llegar aChasserades al ponerse el sol.

Aquella noche estaban reunidos en la cocina dela posada todos los operarlos empleados en el re-planteo de un. proyectado ferrocarril. Eran inteli-gentes y de copiosa conversación, y entre todos de-cidimos del porvenir de Francia al calor del vino,hasta que el reloj nos llevó a descansar. Había cua-tro camas en el dormitorio del primer piso y en ellasdormimos seis. Pero yo obtuve una cama para mísolo y los persuadí a que dejaran abierta la ventana.

Al día siguiente muy de mañanita, el sábado 28de septiembre, me despertó el grito: ¡Eh, ciudadano,son las cinco! El dormitorio estaba en lo que pudierallamarse transparente obscuridad, que indecisamenteme mostraba las otras tres camas y los cinco distin-tos gorros de dormir sobre las almohadas. Pero alaire libre, la aurora se iba extendiendo en rosadocinturón sobre las cumbres de las colinas y prontoinundaría la meseta. La hora era muy a propósitopara la inspiración y prometía buen tiempo, comoen efecto lo cumplió cabalmente. El camino seguíaun trecho por la meseta y después bajaba por unacostanera aldea al valle de Chassezac, cuyas aguasfluyen entre verdes praderas aisladas por escabrosas

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márgenes. La retama estaba en flor y acá y allá hu-meaban algunas aldeas.

Al fin, el camino cruzaba el Chassezac por unpuente y, abandonando aquella profunda hondona-da, se dirigía a través de la montaña de La Goulet; yserpenteando por los altozanos y bosques de abetosy abedules de Lestampes me mostraba a cada reco-do nuevas e interesantes perspectivas. En la torren-tera había resonado en mi oído el rumor de lasaguas del Chassezac como el toque de una gravecampana que vibrara a muchos kilómetros de dis-tancia; pero conforme iba subiendo la cuesta y acer-cándome más al río mudó el rumor de tono y porfin advertí que no venia de las aguas, sino de algúnpastor que a son de cuerno guiaba al rebaño por loscampos. La angosta calle de Lestampes estaba inva-dida en toda su amplitud de ovejas blancas y negras,que al compás de la esquila que les pendía del cuellobalaban tan acordemente como cantan las aves enprimavera. Era un patético concierto en tono ma-yor.

Algo más adelante, vi dos hombres junto a unárbol, podadera en mano, y uno de ellos entonaba lamúsica de una danza campesina que en Auverniallaman bourrée. Todavía más adelante, cuando ya casi

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pisaba los abedules, hirió agradablemente mis oídosel canto del gallo, junto con el son de una flauta quemodulaba una lenta y quejumbrosa canción de lasmontañas. Me representé imaginativamente algúnentrecano y mofletudo maestro rural que tocaba laflauta en su trocito de jardín a la luz del claro solotoñal. Aquellos placenteros y atractivos sones lle-naban mi ánimo de insólita expectación, y me pare-cía que una vez pasada la cuesta por donderenqueaba, iba a descender al jardín del mundo. Nome engañaba, porque ya me había familiarizado conla lluvia, los vientos, y paisajes áridos. Allí acababa laprimera parte de mi viaje, y aquellos dulces sonidoseran como el preludio de la segunda y más hermosaparte.

Mi buen ánimo me conducía a una aventura querelataré en provecho de futuros arrieros de asnos. Elcamino ziszaseaba tan angulosamente en la cuesta,que lo atajé a través de unos bosquecillos para vol-verlo a tomar en superior nivel. Este fue mi únicoconflicto grave con Modestina, que se negó a tirarpor el atajo y se volvía cara a mí, retrocediendo yrezagándose. Hasta entonces la había conceptuadoestúpida; pero en aquella ocasión rebuznaba conprimorosos ronquidos, tan vibrantes como el qui-

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quiriqueo del gallo al despuntar el alba. Empuñé elacicate con una mano, y por lo muy escarpado de lacuesta hube de sostener la albarda con la otra. Me-dia docena de veces se volvió atrás Modestina y otrastantas estuve tentado, de puro aburrido, de bajarcon ella de nuevo para seguir por el camino. Perotomé la cosa con empeño y porfié con ella, hastavencer. Al hallarme otra vez en el sendero quedésorprendido de verme, las manos mojadas como sihubiese lloviznado, y repetidas veces alcé los ojos alas nubes, hasta que por fin eché de ver que era elsudor que me chorrea la frente.

En la cima de La Goulet no había camino traza-do, y tan sólo unos mojones de trecho en trechoservían de guía a los rebaños. El césped que la al-fombraba era espeso y oloroso. No tuve más com-pañía que una o dos alondras, ni entre Lestampes yBleymard encontré más que una carreta arrastradapor terneros. Frente a mí veía un somero valle, ymás allá las montañas de Lozera salpicadas de bos-que y de pintorescas laderas aunque de tieso y em-botado contorno. Apenas había señales de labranza.Tan sólo cerca de Bleymard, la blanca carretera deVillefort a Mende atravesaba una serie de praderas

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que cercadas de retorcidos álamos dejaban oír de unlado a otro las esquilas del ganado.

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UNA NOCHE ENTRE PINOS

Desde Bleymard, después de comer, aunque yaera tarde, quise escalar parte del Lozera. Un mal tra-zado y pedregoso camino de pezuña me guió haciaadelante, y encontré cerca de media docena de ca-rretas que bajaban del bosque tiradas por terneros,cargada cada una con un pino para leña de invierno.A la altura de los bosques, que no es mucha enaquella fría cordillera, tomé hacia la izquierda poruna vereda abierta entre los pinos, hasta dar conuna hondonada de verde césped en donde un arro-yuelo formaba sobre unas cuantas piedras un pe-queño remanso que bien podía servirme de aljibe.«En aquella sagrada y repuesta glorieta... no impor-tunaban ninfas ni faunos.» Los árboles, no muyañosos crecían espesamente alrededor de la cañada.Salvo por la parte del nordeste, en que la vista co-

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lumbraba lejanas cimas o erguidos picachos, no sedistinguía el horizonte desde aquel paraje tan reclui-do y apartado como un aposento. Mientras hacíamis aprestos y daba un pienso a Modestina, empezó adeclinar la tarde. Me arrebujé hasta las rodillas en misaco, cené de buena gana, y tan pronto como se pu-so el sol, me calé la gorra hasta las orejas y me dor-mí.

La noche es un monótono y mortecino períodobajo techado; pero al aire libre pasa suavemente consus estrellas, rocíos y perfumes, y los cambios delrostro, de la naturaleza señalan las horas. Lo que lesparece temporánea muerte a las gentes opresas entreparedes y cortinajes, es tan sólo un ligero y vívidoreposo para quien duerme al raso. Durante toda lanoche puede oír la libre y profunda respiración de lanaturaleza, pues aun en su descanso se mueve ysonríe, y hay una agitada hora, desconocida de quie-nes moran en sus casas, cuando una despertadorainfluencia planea sobre el durmiente hemisferio ylevanta en pie todas las cosas. Entonces canta el ga-llo por vez primera, no para anunciar la aurora, sinomás bien como solícito vigilante que acelera el cursode la noche. Despiertan los rebaños en las praderas;las ovejas se desayunan en las enrociadas colinas y

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buscan nuevo pasto entre los helechos; y los pasto-res sin hogar abren sus soñolientos ojos y contem-plan la hermosura de la noche.

¿Qué inaudibles intimaciones, qué suaves toquesde la naturaleza despiertan a todos estos durmientesa la misma hora?

¿Derraman las estrellas su influjo o se estremecela madre tierra bajo nuestros yacentes cuerpos? Niaun los pastores ni los viejos campesinos, que tanprofundamente han leído en este arcano, puedenconjeturar el significado o propósito de esta noc-turna resurrección. Declaran que ocurre hacia lasdos de la madrugada; pero ninguno sabe ni inquieremás allá. Al menos es un placentero incidente.Nuestro sueño se perturba tan sólo para que, comodice el voluptuoso Montaigne, «podamos disfrutarmejor y más regaladamente de él.» Tenemos unMomento propicio para contemplar las estrellas. Yalgunas mentes se complacen al reflexionar queparticipamos de este impulso con todas las criaturasque nos rodean, que nos hemos escapado de laBastilla de la civilización y somos, interinamente almenos, un placentero animal y una oveja de la greyde la naturaleza.

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Cuando entre pinos recibí la influencia de estahora, desperté sediento. Tenía al lado la cantimploramedio llena de agua. La vacié de un trago, y sintién-dome enteramente despierto después de esta fríaaspersión interna, me levanté para fumar un cigarri-llo. Las estrellas centelleaban como nítidas y cam-biantes joyas; pero no helaba. Un tenue vaporargentino señalaba la Vía Láctea. A mi alrededor seerguían los negros puntos de los inmóviles abetos.La blancura de la albarda me dio a entender queModestina daba vueltas y vueltas en cuanto se lo con-sentía la longitud del ronzal que la sujetaba. La oíamascar el césped y no se escuchaba más ruido que elindescriptible murmullo del arroyuelo sobre las pie-dras. Yo permanecía fumando perezosamente y ob-servaba el color del firmamento, al que llamamosvacío espacio, que mostraba un tinte gris rojizo de-trás de los pinos hasta disfumarse en brillante azulobscuro entre las estrellas. Para más parecerme a unvendedor ambulante, llevaba un anillo de plata quelucía tenuemente al oscilante movimiento de lalumbre de mi cigarrillo, y a cada bocanada de humose iluminaba la palma de mi mano que durante unsegundo era la más refulgente luz de todo aquel pai-saje.

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Un suave viento, más parecido a frescura movi-ble que a corriente de aire, acariciaba de cuando encuando la cañada, de modo que aun en mi espacio-so aposento fue renovándose el ambiente durantetoda la noche. Pensaba con horror en la posada deChasserades y en los gorros de dormir de los hués-pedes; en las nocturnas proezas de horteras y estu-diantes; en los caldeados teatros, en las ganzúas y enlos dormitorios herméticos. Nunca me había senti-do tan serenamente dueño de mí mismo ni tan inde-pendiente de materiales auxilios. El aire libre, el es-pacio abierto del que nos resguardamos en nuestrasmoradas, me parecía después de todo un ameno lu-gar habitable, como si noche tras noche estuvieradispuesta para el hombre una cama en los camposdonde tiene Dios casa puesta.

Creía haber descubierto una de aquellas verdadesreveladas a los salvajes y ocultas a los políticos yeconomistas. Por lo menos había descubierto unnueva placer para mí. Y sin embargo, mientras megozaba en mi soledad eché algo de menos. Apetecíauna compañera que a la luz de las estrellas reposarajunto a mi silenciosa y quieta, pero sintiendo sucontacto. Porque hay una compañera todavía másquieta que la soledad, y que debidamente compren-

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dida es la soledad perfecta. Vivir al aire libre con lamujer amada es la más libre y completa vida de unhombre.

Mientras así estaba, entre contento y ansioso, re-sonó a mis pies por la parte de los pinos un débilruido. De pronto creí que era canto de gallo o aulli-do de perro de algún lejano cortijo; pero lenta ygradualmente tomó aquel son forma articulada enmis oídos, hasta que advertí que un transeúnte pa-saba por la carretera del valle acompañando sus pa-sos con la cadencia de un canto en voz alta. Teníamás buena voluntad que gracia en su canción, perocantaba a plenos pulmones y el sonido de su vozvibraba en la ladera y estremecía el aire del frondosovalle. Yo había oído a las gentes pasar de noche porlas calles de las dormidas ciudades, algunos cantan-do, y uno de ellos recuerdo que iba tocando sono-ramente la gaita. Había oído también desde la camael estrépito de un carro que después de horas de si-lencio resonaba repentinamente y durante algunosminutos hería mis oídos el volteo de sus ruedas.Hay algo de novelesco en todos los que están fuerade casa durante las altas horas de la noche, y nospunza el deseo de conjeturar qué hacen. Pero misituación era doblemente novelesca: primero el ale-

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gre caminante, alumbrado interiormente por el vino,que dejaba oír su canora voz en el silencio de la no-che; y por otra parte, yo, arrebujado en mi saco yfumando solitariamente en el pinar entre los 1500 y2000 metros del camino que conduce a las estrellas.

Cuando volví a despertar era ya domingo 29 deseptiembre. Muchas estrellas habían desaparecido, ytan sólo las más radiantes compañeras de la nochebrillaban aún visiblemente sobre mi cabeza. A lolejos, hacia oriente, vi una débil neblina de luz en elhorizonte, semejante a la de la Vía Láctea que vieraal despertar la última vez. El día estaba cerca. En-cendí la linterna y a su mortecina y vacilante luz mecalcé botas y polainas. Desmenucé después pan paraModestina, llené mi cantimplora en el remanso yalumbré la lámpara de alcohol para desleír por mismanos el chocolate. La azul obscuridad persistiólargo rato en la cañada donde tan dulcemente habíayo reposado; pero muy luego se tiñeron las cumbresdel Vivarais de una ancha cinta anaranjada con en-tremezclas de oro. Solemne júbilo invadió mi ánimoal contemplar la lenta y grata llegada del día. Escu-chaba deleitosamente el rumor del agua. Miré en mialrededor, con esperanza de algo insólitamente be-llo; pero los quietos y negros pinos, la honda cañada

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y la borrica que seguía mascullando permanecíaninmutables en su figura. Tan sólo se había alteradola luz que derramando sobre todas las cosas un espí-ritu de vida y alentadora paz me movía a extrañoregocijo.

Sorbí el aguado chocolate, que si no era sabrosoestaba caliente, y me paseé arriba y abajo, hacia atrásy adelante por la cañada.

Mientras así me entretenía sopló del primer cua-drante una violenta ráfaga de viento, prolongadacomo un pesado gemido. Era fría y me arrancó unestornudo. Los pinos cercanos sacudieron a su pasoel negro ramaje, y a lo lejos vi que los árboles lin-dantes con la rocosa colina parecían mecerse rozan-do contra el dorado oriente. Diez minutos después,la luz del sol galopaba por la falda de la colina, es-parciendo sombras y fulgores. Ya estaba allí el día.

Me apresuré a disponer el fardo y apechugar conla escarpada cuesta que ante mi se empinaba; peroalgo me rebullía en la mente. Era una fantasía de lasque a veces importunan. Yo había sido hospitala-riamente recibido y puntualmente servido, en miverde mesón. El aposento estaba aireado, él aguaera excelente y la aurora me había despertado conastronómica exactitud. Nada digo de los tapices de

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la inimitable techumbre, ni de la vista que descubríadesde mis ventanas; pero comprendí que a alguienle era deudor de todo aquel liberal hospedaje, por loque me complací jocosamente en arrojar sobre elcésped unas cuantas monedas, según caminaba,hasta que las juzgué bastantes para pagar mi noctur-no albergue. Espero que no caigan en manos de al-gún rico y tacaño ganadero.

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EL PAIS DE LOS ENCAMISADOS

Viajábamos sobre las huellasde pasadas guerras. Sin embar-go, la tierra toda retaba verde-ciente, y hallábamos amor y pazen donde hubo fuego y guerra.Los hijos de la espada pasan ysonríen. Ya no más empuñan elacero. ¡Y ¡oh! cuán espesa es lamies en lo que fue campo debatalla!

W. P. BANNATYNE.

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EL PAIS DE LOS ENCAMISADOS ATRAVÉS DEL LOZERA

El sendero que había seguido la víspera se borrómuy luego, y continué marchando por un ralo cés-ped que se empinaba hacia una fila de mojones depiedra, tales como los que me condujeran a travésde la montaña de Goulet. Hacía calor. Lié la cha-queta en el fardo y anduve con mi chaleco de malla.Modestina mostraba levantado ánimo, trotando de supropio impulso por vez primera desde que estaba ami servicio, con un traqueteo que hacia saltar losgranos de avena en el bolsillo de mi chaqueta. Laperspectiva se ampliaba a cada paso hacia el nortede Gévaudan. Apenas un árbol, apenas una casaaparecían en los campos de agrestes colinas que sedilataban por el norte, este, y oeste, azules y doradaspor la luminosa neblina del sol de la mañana: Mul-

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titud de pajarillos rastreaban gorjeando por el sen-dero. Se posaban en los mojones, picoteaban con-toneándose en el césped, y los veía revolotear enbandadas por el azulado aire, y de cuando en cuan-do interponían entre mi vista y el sol sus tras-lucientes y fluctuantes alas.

Desde casi el primer instante de ponerme enmarcha, llegó a mis oídos un débil, pero amplio ru-mor, como de lejana resaca. A veces me inclinaba apensar que acaso fuese el estruendo de algún vecinosalto de agua, y otra veces lo creía subjetivo resul-tado de la augusta calma de la colina por donde ca-minaba. Pero según proseguía marchando, se acre-centaba aquel ruido hasta resonar como el silbantehervor de una enorme tetera; y al propio tiempo,llegaban desde la cumbre ráfagas de aire frío. Porúltimo, comprendí que era el persistente viento surque soplaba sobre la opuesta estribación del Lozera,y a cada paso me aproximaba más a su corriente.

Aunque había anhelado llegar a la cumbre, puselos pies en ella y alcé los ojos cuando menos lo es-peraba. Parecía aquella etapa no mucho más fructí-fera que las precedentes; y, sin embargo, como elperseverante Núñez de Balboa, cuando con miradade águila descubrió el Pacífico, tomé posesión en mi

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propio nombre de una nueva parte del mundo; por-que he aquí que en vez de la cuesta de basto céspedpor donde largo rato había subido, contemplé unbello panorama con el vaporoso aire de los cielossobre mi cabeza y un paisaje de intrincadas colinasazules bajó mis pies.

Huye el Lozera por allí cerca, de oriente a occi-dente, y divide el Gévaudan en dos sectores desi-guales. La mayor altitud, el pico de Finiels, en dondea la sazón yo estaba, se yergue a 1720 metros sobreel nivel del mar, y en días serenos se descubre desdeallí todo el bajo Langüedoc hasta el Mediterráneo.Yo he hablado con quienes presumen o se figuranhaber visto desde el pico de Finiels los veleros quenavegan entre Montpellier y Cette.

Más allá dilataba el montañoso país preceden queen mi precedente excursión había atravesado, degentes rudas, sin bosques frondosos y célebre enotro tiempo por sus lobos. Pero frente a mi se ex-tendía, entre oculto en la luminosa neblina, un nue-vo Gévaudan, fértil, pintoresco e insigne por losagitados sucesos que en él habían ocurrido. En tér-minos generales, Monastier y el país atravesado du-rante todo mi viaje, eran las Cevenas; pero ensentido restricto, que es el que le dan los aldeanos,

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únicamente la reducida comarca que a mis pies veíatiene derecho a llamarse por antonomasia las Ceve-nas, pues son como si dijéramos las Cevenas de lasCevenas o las Cevenas propiamente dichas. Enaquel inextricable laberinto de montañas ardió du-rante dos años una guerra feroz, coma si se tratarade bandidos o de bestias salvajes, entre las tropas deLuis XIV al mando del mariscal Villiers y unoscuantos miles de protestantes montañeses excitadospor la persecución emprendida contra ellos despuésde la revocación del edicto de Nantes. Hace unosciento ochenta años, los encamisados tenían sucuartel en el Lozera, en el mismo lugar donde yorecordaba sus luchas. Estaban jerárquicamente or-ganizados en el orden militar y religioso, poseíanarsenales de armas y la guerra que sostenían contralos soldados del rey Sol era el cotidiano comentariode los cafés de Londres. El gobierno británico envióuna armada en su apoyo, y sus caudillos profetiza-ban a la par que mataban. Las encamisadas huestes,a banderas desplegadas y tambor batiente, atacabanen pleno día las amuralladas ciudades y ponían enfuga a los generales del rey. Otras veces, por la no-che, hábilmente encubiertos, se apoderaban defuertes castillos, vengándose de la traición cometida

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por sus aliados y de las crueldades perpetradas porsus enemigos. Allí, en aquel mismo lugar donde yoestaba, acaudilló a los sublevados el caballerosoRoland (a quien Inglaterra confirió el título de«conde y lord Roland, generalísimo de los protes-tantes de Francia»), grave, silencioso, imperativo,picado de viruela, que había servido en un regi-miento de dragones, y le acosaba en todas sus an-danzas una mujer loca de amor por él. Tambiénhabía peleado en aquel mismo país Juan Cavalier,aprendiz de panadero, con innatas aptitudes gue-rreras, que a los diez y siete años fue nombrado bri-gadier de los encamisados y murió a los cincuenta ycinco desempeñando el cargo de gobernador de Jer-sey, que le confió Inglaterra. Asimismo estuvo allíCastanet, otro de los jefes de la revuelta, tocado conabultada peluca, y aficionadísimo a las controversiasteológicas. Eran unos muy singulares caudillos quese apartaban a lugar retirado para pedirle consejo alDios de los ejércitos y rehuían o presentaban batallay ponían centinelas en el campo o dormían sin quenadie les guardase el sueño, según la inspiración conque el Espíritu divino movía sus corazones. Allítambién siguieron a uno u otro de los caudillos lascohortes de intrépidos y sufridos profetas, infatiga-

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bles y recios para correr por las montañas, aliviandosu penosa vida con el canto de los salmos, tan dis-puestos a la oración como a la pelea, devotamenteatentos a los oráculos de niños enfermizos, y cui-dando de poner místicamente un grano de trigo en-tre las balas de estaño con que cargaban sus mos-quetes. Hasta entonces había yo viajado por unasombría comarca sin otra cosa notable que la fieratraganiños de Gévaudan, el Napoleón Bonaparte delos lobos. Pero ahora iba a bajar al escenario de unromántico capítulo, o mejor dicho, de una románti-ca nota de la historia universal. ¿Qué quedaba detodo aquel desvanecido heroísmo? ¿A dónde habíaido a parar el polvo de las batallas? Yo estaba ente-rado de que el protestantismo aún subsistía enaquella sede de la resistencia protestante, y así me lodijo el mismo párroco en el locutorio del monaste-rio de las Nieves. Pero me faltaba saber todavía siera una supervivencia estéril o una vivida y fértiltradición. Además, si en las Cevenas del norte lasgentes eran de muy estrecho criterio en sus opinio-nes religiosas y más celosas que caritativas, ¿qué es-peraba yo encontrar en este otro país depersecuciones y represalias, en donde la tiranía ecle-siástica había provocado la rebelión de los encami-

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sados y el terror que éstos produjeron arrastró a losaldeanos católicos a cubrir las filas realistas, de mo-do que encamisados y florentinos se exterminabanmutuamente entre las montañas?

En el mismo borde de la cuesta donde me detuvea contemplar el panorama, terminaba súbitamentela serie de mojones; pero algo más abajo aparecíauna especie de vereda descendente en ondulada lí-nea de sacacorchos por una precipitosa escotadura,que conducía a un valle situado entre desmayadascolinas, lleno de piedras como un campo de trigorecién segado, y cubierto más abajo de verdes pra-deras. Me encaminé apriesa por la vereda, pues loescabroso de la escotadura, el continuo revoloteo dela bajada y la persistente esperanza de hallar algonuevo en un nuevo país, todo contribuía a prestar-me alas. Más abajo aún, nacía un arroyo que aco-piando el agua de diversos manantiales murmurabamuy luego alegremente entre las colinas. A vecescruzaba el arroyo la vereda, dando un corto salto deagua que formaba un remanso en donde Modestinase bañaba los pies.

El descenso me pareció un sueño por lo rápido.Apenas había dejado la cumbre, cuando ya el valleme cerró el sendero, y el sol me daba de lleno al

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caminar rodeado de la estancada atmósfera de la tie-rra baja. La vereda se convirtió en camino, quefluctuaba en suaves ondulaciones. Pasé por variaschozas, pero todas parecían abandonadas. No vicriatura humana ni oí rumor alguno excepto el delarroyo. Sin embargo, estaba en un país distinto delque recorrí el día anterior. La pétrea osamenta delmundo, se explayaba aquí vigorosamente al sol y alaire. Las escotaduras eran escabrosas y cambiantes.Los robustos robles de frondoso follaje trepaban alo largo de las colinas, viva y luminosamente colo-reados por el pincel otoñal. Acá y allá por la derechao por la izquierda, se deslizaban otros arroyos poruna garganta de turbulentos guijarros, como la nieveblancos, hasta formar un río engrosado por todaslas vertientes, ya espumeando durante un rato enrápido descenso, ya detenido en remansos de en-cantador verdemar con vetas obscuras. Nunca enmis viajes había visto un río de tan cambiante y de-licada tonalidad, porque ni el cristal era tan diáfanoni las praderas la mitad tan verdes; y cada vez queveía un remanso me daban ganas de despojarme demis sofocantes, polvorientas y materiales vestiduras,para bailar mi desnudo cuerpo en el agua y el aire dela montaña. Durante todo el rato que anduve no

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olvidé ni por un momento que era domingo. Laquietud me lo recordaba continuamente, y en espí-ritu oía los salmos de miles de fieles y el clamor delas campanas parroquiales que resonaban por todaEuropa.

Por fin hirió mis oídos un sonido humano: ungrito de extraña modulación entre patética o irriso-ria; y mirando a través del valle vi un chicuelo sen-tado en la pradera con las manos sobre las rodillas ycómicamente empequeñecido por la distancia. Peroel picaruelo me había visto venir mientras bajabapor el camino, de robledal en robledal, guiando aModestina, y con aquel trémulo y cortés saludo medio la bienvenida. Y como todos los sonidos sonnaturales y agradables a suficiente distancia, tambiénaquél, que me llegaba a través del límpido aire de lacolina, cruzando el verdeciente valle, resonaba jubi-losamente en mis oídos y me parecía tan rústicocomo los robles y el río.

Poco después, la corriente de agua que iba yo si-guiendo desembocaba en el Tarn, junto a Pont deMontvert, de sangrienta memoria.

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PONT DE MONTVERT

Una de las primeras cosas que vi en Pont deMontvert, si no recuerdo mal, fue el templo protes-tante; pero éste sólo era el tipo de otras novedades.Un sutilísimo ambiente diferencia una ciudad de In-glaterra de otra de Francia y aun de Escocia. EnCarlisle advertís que estáis en una comarca, y enDumfries, treinta millas más allá, echáis de ver queya estáis en otra. Me seria difícil señalar en qué par-ticularidades difiere Pont de Montvert de Monastiero de Langogne y de Bleymard; pero la diferenciaexiste y habla elocuentemente a los ojos. El pueblocon sus casas, sus callejuelas, con el brillante caucede su río, tiene un indescriptible aire meridional.

Todo era bullicio dominguero en las calles y en lataberna, como todo había sido reposante paz en lasmontañas. Fuimos cerca de veinte comensales en la

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comida de las once de la mañana; y después quehube satisfecho el apetito y anotado mi diario, llega-ron a la taberna muchos más, uno tras otro o engrupos de dos y tres. Al atravesar el Lozera, no sólome había encontrado entre nuevas características dela naturaleza, sino en un país poblado por diferenteraza.

Estas gentes, mientras engullían presurosas losmanjares con un complicado movimiento de cuchi-llos que esgrimían cual espadas, me preguntaban yrespondían con muestras de inteligencia superior atodo lo que en mis viajes había encontrado, exceptolos obreros ferroviarios de Chasserades. Eran losvecinos de Pont de Mentvert expresivos de rostro, yde tanta vivacidad de palabra como de modales. Nosolamente comprendían del todo el espíritu que meanimaba a viajar, sino que algunos me dijeron que sifueran ricos harían otro tanto.

Respecto a la apostura física, también era grata lamudanza. Desde que saliera de Monastier no habíavisto ni una mujer bonita, y aun en Monastier tansólo una. En la taberna de Pont de Montvert, de lastres mujeres que conmigo se sentaron a la mesa,había una, no ciertamente hermosa como de cua-renta años, cuyo tímido continente denotaba la tur-

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bación que sentía en aquella vociferante mesa re-donda, sin lograr serenarla, antes al contrario, aún laturbaba más mi galantería en servirle el vino a modode escudero y alentarla con afectuosas palabras; pe-ro las otras dos, ambas casadas, eran mucho máshermosas que la generalidad de las mujeres dotadasde hermosura. ¿Y Clarisa? ¿Qué diré de Clarisa?Estaba sentada a la mesa con apacible displicencia.Sus grandes ojos garzos miraban con amorosa lan-guidez; sus facciones, aunque carnosas; eran de ori-ginales y correctos contornos; su boca se plegabagraciosamente; su nariz denotaba elegante altivez;sus mejillas se dibujaban en primorosas y extrañaslíneas. Era un rostro capaz de expresar intensasemociones y delicados sentimientos. Era deplorabledejar tan hermoso modelo a la rústica admiración deunos lugareños de rústica modalidad de pensa-miento. La hermosura debe ponerse en contactocon la sociedad para arrojar el peso que la oprime yque consciente de si misma aprenda los modalesgraciosos y elegantes ademanes hasta aparecer contodo el esplendor de una diosa. Antes de separarmede ella le manifesté a Clárisa mi cordial admiración.Correspondióme suavemente, sin mostrarse confusani sorprendida, y tan sólo me miró fijamente con

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sus rasgados ojos garzos. Confieso que me turbé. SiClarisa supiese inglés, no me atrevería a añadir quesu figura era indigna de su rostro. Necesitaba corpi-ño, y aún más lo necesitará con los años.

Pont de Montvert es un lugar memorable en lahistoria de la sublevación de los encamisados. Allí seencendió la guerra; allí aquellos «pactistas meridio-nales» asesinaron al arzobispo Sharp. La persecu-ción por una parte y el febril entusiasmo por otrason difíciles de comprender en estos tiempos de li-bertad de conciencia, con nuestras modernas creen-cias e incredulidades. Los protestantes se sentían taninflamados de frenético celo como henchidos deprofunda tristeza. Todos eran profetas y profetisas.Los niños de pecho parecía como si exhortaran asus padres al bien obrar. Cuentan las crónicas que«en Quissac, un niño de quince meses habló en bra-zos de su madre con clara y alta voz, entrecortadapor los sollozos y la agitación de su ánimo». El ma-riscal Villars vio una ciudad en donde todas las mu-jeres «parecían poseídas del demonio», y eran presasde ataques nerviosos y profetizaban en público porlas calles. En Montpellier ahorcaron a una profetisaporque echaba sangre por los ojos y la nariz, y de-claró que lloraba lágrimas de sangre por el infortu-

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nio de los protestantes. Pero no tan sólo eran muje-res y niños. Fornidos labriegos, acostumbrados ablandir la hoz o manejar el hacha forestal, se veíanpresa de extraños paroxismos y enunciaban orácu-los entre gemidos y copioso llanto. Una persecuciónde inaudita violencia había durado cerca de veinteaños, y aquél era el fruto que daba en los persegui-dos. Horcas, hogueras, tormentos, todo fue en va-no. Los dragones habían dejado las huellas de suscorceles en todo el país. Muchos hombres gemíanremando en las galeras, y otras tantas mujeres lan-guidecían en las cárceles monásticas; pero los pro-testantes convencidos no habían quebrantado en lomás mínimo la firmeza de su pensamiento.

El promotor y cabeza de la persecución, (segúnrefiero Lamoignon de Bêvile) fue Francisco de Lan-glade du Chayla, arcipreste de las Cevenas e ins-pector de Misiones en el mismo país, quien poseíaen Pont de Montvert una casa en donde pasaba al-gunas temporadas. Era hombre a la sazón de cin-cuenta y cinco años, edad en que la experiencia debehaber enseñado toda la moderación posible, peroque parecía nacido para pirata. En su juventud mar-chó de misionero a China, donde sufrió el martirio yle dejaron por muerto, habiendo recobrado vida y

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libertad por la compasión de un paria. Hemos desuponer que el paria carecía del don de segundavista y no procedió con malicioso propósito. Tancruel prueba hubiera desvanecido en cualquier otrohombre el afán de persecución; pero el espíritu hu-mano es muy complejo, y por haber sido un mártircristiano llegó a ser un cristiano perseguidor. LaObra de la Propagación de la Fe iba viento en popaen sus manos. La casa de Pont de Montvert le servíade cárcel para los protestantes que caían en su po-der, y allí les acercaba las manos a las ascuas y losarrancaba los pelos de las barbas para convencerlosde que estaban engañados en sus opiniones religio-sas. Sin embargo, ¿no había experimentado él per-sonalmente entre los budistas de China la ineficaciade aquellos coercitivos argumentos?

No solamente era la vida intolerable en el Lan-güedoc, sino que la expatriación estaba rigurosa-mente prohibida. Un arriero llamado Massip, muyfamiliarizado con las veredas montesinas, había yaconducido a varios tropeles de fugitivos hasta po-nerlos al abrigo de la persecución en Ginebra; Peromientras guiaba a otra partida de fugitivos, en sumayor parte mujeres disfrazadas de hombre, cayóMassip en poder de Chayla. Mala hora fue aquélla

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para el sanguinario perseguidor, porque el domingosiguiente hubo en los bosques de Altefage, delmonte de Bongés, un conventículo de protestantes,capitaneados por un tal Séguier (el Espíritu Séguier,como le llamaban sus compañeros), hombre alto,moreno, desdentado, de oficio cardador de lana, pe-ro henchido del espíritu de profecía. En nombre deDios declaró Séguier que había pasado el tiempo dela sumisión y que debían empuñar las armas paralibertar a sus hermanos y destruir a los sacerdotes.

A la noche siguiente; 24 de julio de 1702, sobre-saltóse Chayla al oír desde su casa de Pont deMontvert voces de hombres que en tono de salmo-dia se iban acercando a la población. Eran las diezde la noche. Chayla estaba con su corte de sacerdo-tes, soldados y sirvientes en número de doce a quin-ce; y temeroso de un tumulto bajo sus ventanas,mandó a los soldados que saliesen a ver qué ocurría.Pero los salmistas, que eran cincuenta, todos ellosfornidos, guiados por el inspirado Séguier y anhelo-sos de muerte, habían llegado ya junto a la puerta dela casa, intimando la rendición de todos sus mora-dores. El arcipreste respondió con arrogancias deempedernido perseguidor, y mandó a sus soldados

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que dispararan contra la turba. Un encamisado1 ca-yó muerto por la descarga, y entonces los demásarremetieron a hachazos contra la puerta, que hicie-ron saltar del todo con una viga de madera, a modode palanca, allanaron el piso bajo, libertaron a lospresos, y como hallaron a uno de éstos en el hoyoestercolero, subió de punto su furia contra Chayla ytrataron por reiteradas embestidas de entrar en elpiso alto. Pero el arcipreste había dado la ab-solución a su gente que defendía con denuedo la es-calera.

El profeta Séguier exclamó de pronto:¡Hijos de Dios! tened las manos. Quememos la

casa con el sacerdote y los satélites de Baal.El fuego prendió rápidamente. Desde una venta-

na, Chayla y los suyos se descolgaron al jardín pormedio de sábanas lanudadas. Algunos lograron es-capar a través del río, bajo las balas de los revolto-sos; pero el arcipreste se cayó en la huida, que-brándose una pierna por el muslo, sin poder másque arrastrarse hasta la tapia. ¿Qué pensaría de laproximidad de aquel segundo martirio? Era un po-

1 Se les conoció en adelante con este nombre, porque aque-lla noche iban con la camisa puesta encima del traje. Así lorefieren algunos historiadores. (N. del T.)

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bre fatuo, lleno de odio, que según sus creenciashabía cumplido resueltamente con su deber en lasCevenas y en China. Pero al menos supo decir algoen su defensa; porque al derrumbarse la techumbreenvuelta en llama, la luz del incendio delató su refu-gio, y los encamisados cayeron sobré él y la llevaronebrios de furor a la plaza de la villa, diciéndole queestaba condenado, a lo que repuso él, exclamando:

-Si estoy condenado, ¿por qué queréis condena-ros también vosotros?

Era muy buena razón en aquel trance; pero en elejercicio de su cargo de inspector de Misiones habíadado muchas otras en contrario y las iba a escucharen aquel punto. Uno por uno, Séguier el primero,los encamisados se le fueron acercando para apu-ñalarle. Según le clavaban el puñal en el cuerpoiban diciendo: «Esta puñalada por mi padre, desco-yuntado en la rueda.» «Esta por mi hermano en ga-leras.» «Esta por mi madre presa en tus malditosconventos.» Cada cual daba su puñalada y su razón.Después se arrodillaron todos alrededor del cadáverentonando salmos hasta el alba; y entonces, sin ce-sar el canto desfilaron hacia Frugéres, Tarn arriba,para proseguir su vengadora obra, dejando en ruinas

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la casa cárcel de Chayla y su cadáver tendido concincuenta y dos puñaladas en medio de la plaza.

«Fue una salvaje hazaña nocturna con acompa-ñamiento de salmos; y aun hoy parece como si unsalmo tuviera sonido de amenaza en aquella pobla-ción del Tarn. Pero respecto a Pont de Montvert,no acaba su historia con la marcha de los encamisa-dos. La carrera de Séguier fue breve y sangrienta.Dos sacerdotes más y toda una familia de Ladevéze,desde el padre a los criados, cayeron en su poderdurante el par de días que campó por sus respetos, yaun siempre perseguido por las tropas. Preso al finpor el capitán Poul, militar afortunado, aparecióimperturbable en presencia de sus jueces.

»-¿Vuestro nombre?»-Pedro Séguier.»-¿Porqué os llaman el Espíritu?»-Porque el Espíritu de Dios está en mí.»-¿Vuestro domicilio?»-Ultimamente en el desierto, y pronto en el cie-

lo.»-¿No tenéis remordimiento de vuestros críme-

nes?»-No he cometido ninguno. Mi alma es como un

jardín lleno de fuentes y glorietas.»

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El 12 de agosto, en la plaza de Pont de Mon-tvert, sufrió Séguier el último suplicio. Le cortaronprimero la mano derecha y después lo quemaronvivo. ¿Era su alma como un jardín? Tal vez así erael alma de Chayla, el mártir cristiano. Y acaso, si yopudiera leer en mi alma o en las vuestras, sería algomenos sorprendente su valía.

La casa de Chayla aún subsiste, reedificada juntoa uno de los puentes de la población; y quien seacurioso podrá ver el jardín en donde cayera.

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EN EL VALLE DEL TARN

Un camino nuevo conduce de Pont de Montverta Florac por el valle del Tarn. Está finamente ena-renado y sigue casi a media distancia entre la cum-bre de las rocas y el río, por el fondo del valle.Durante la marcha atravesaba yo alternativamentebahías de sombra y promontorios de sol. Era unaespecie de desfiladero semejante al de Killieerankie.En las montañas, el profundo y tortuoso barranco,con el Tarn que tumultuosamente rugía más abajo, ylas rocosas cumbres iluminadas arriba por el sol.Una sencilla hilera de fresnos bordeaba las cimas delas colinas como hiedra de ruinas; pero en las esco-taduras y cañadas desplegaban su follaje los casta-ños. Algunos estaban plantados en su propio arriateno mayor que una cama; otros, confiados en susraíces, tenían fuerza para crecer y prosperar, altos,

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derechos y amplios, en las rápidas pendientes delvalle; y los había que se alineaban en la orilla del río,tan robustos como cedros del Libano. Sin embargo,aun en los parajes donde más espesamente se er-guían no formaban bosques, sino un rebaño de vi-gorosos árboles cuyas copas, por lo amplias yabiertas, parecían colinas enanas entre las copas desus compañeros. Exhalaban un grato y suave aro-ma, que embalsamaba el aire vespertino. El otoñohabía manchado las verdes hojas con dorada mar-chitez, y al brillar el sol entre ellas, encendiendo elamplío follaje, realzaba, no en sombra, sino en luz,recíprocamente los castaños. Un humilde bosqueja-dor arrojó allí desesperadamente el lápiz.

Hubiera querido tener noción del crecimiento deaquellos nobles árboles; de cómo son sus ramas tanrecias cual las del roble y su follaje tan desmayadocomo el del sauce; de cómo se yerguen en derechurasemejantes a las columnas de un templo, y a -imitación del olivo echan tiernos retoños del másestropeado tronco y comienzan una nueva vida so-bre las ruinas de la vieja. Así participan de la índolede muy diversos árboles, y aun sus espinosas ramasterminales, miradas de cerca y contra el cielo, tienensorprendente aspecto de palmera. Mas aunque

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compuesta de tan varios elementos, su individuali-dad en el mundo arbóreo es de todas las más opu-lenta y original, porque al contemplar un terrenopoblado de estos montículos de follaje, al ver unatribu de añosos e invencibles castaños «como ma-nada de elefantes» en el espolón de una montaña, seeleva la mente humana al supremo concepto de lasfuerzas de la naturaleza.

Entre el remolón humor de Módestina y la her-mosura del paisaje poco adelanté aquella tarde en micamino; y al notar, por último, que si bien el sol es-taba aún distante del ocaso, iba muy luego a despe-dirse del angosto valle del Tarn, miré en derredor,querencioso de un paraje donde acampar. No erafácil encontrarlo. Los arriates de los castaños peca-ban de estrechos, y en donde no los había, las que-braduras del terreno no brindaban al reposo, puesme hubiera ido deslizando durante la noche paraamanecer con la cabeza o los pies en el rio.

Tras andar cerca de otra milla, vi a cosa de veintemetros, sobre el nivel del camino, un altozano lobastante ancho para contener mi saco, reciamenteparapetado por el tronco de un enorme y secularcastaño. A este propósito, y con indecible trabajo,aguijé y di de puntapiés a la reacia Modestina, apresu-

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rándome a descargarla. Sólo había sitio para mi enel altozano y me fue preciso subir otro tanto antesde encontrarle paraje a la borrica en un montón decantos rodados, sobre una terraza artificial que nomedia medio metro en cuadro. Allí la até a un cas-taño, y después de darle grano, pan y un montón dehojas del árbol, de las que la veía codiciosa, bajé ami campamento. El sitio era desagradablemente ex-puesto a la curiosidad de los viandantes. Un par decarros venían por el camino, y mientras hubo luzdel día me oculté como un perseguido encamisadotras el parapeto del corpulento tronco del castaño,porque tenía un miedo cerval de que alguien, alverme allí, viniera a importunarme por la noche consus bromas. Además, conjeturaba que me había delevantar temprano, porque aquellos castañares da-ban manifiestos indicios de haber sido objeto deexpurgo el día antes. En la escotadura se veían ra-mas podadas y en diversos sitios había montones dehojas apoyados contra los troncos, pues aun lashojas del castaño son útiles y los labriegos se sirvende ellas como de forraje para los animales. Pellizquéuna merienda, temblando de miedo y medio echadopara que no me vieran desde el camino; y me atrevoa decir que estaba como si hubiese sido un explora-

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dor de la banda de Cavalier sobre el Lozera o de lade Salomón a través del Tarn en los viejos tiemposde los salmos con sangre. O tal vez más; porque losencamisados tenían profunda confianza en Dios, y aeste propósito recuerdo la narración histórica decómo el conde de Gévandan, cabalgando con es-colta de dragones y un notario a la grupa para tomarjuramento de fidelidad a todas las aldeas del país,penetró en un valle intermedio de los bosques, en-contrando a Cavalier y sus hombres comiendo ale-gremente sobre la hierba, con los sombrerosadornados de guirnaldas de boj, mientras quincemujeres les lavaban la ropa blanca en el arroyo. Talfue una jira campestre en 1703. Por la misma épocaestaría pintando Antonio Watteau análogas escenas.

Mi campamento era muy distinto del de la nocheanterior en el frío y silencioso pinar. Hacía calor yaun algo de bochorno en el valle. El estridentecanto de las ranas, semejante a la trémula nota deun pito entorpecido por un guisante, resonó en laorilla del río antes de ponerse el sol. Según iba cre-ciendo la obscuridad, se escuchaban acá y allá débi-les crujidos entre las caídas hojas, y de cuando encuando hería mi oído algún tenue chirrido, y creíaver algo impreciso que se moviese ágilmente entre

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los castaños. Multitud de tamañas hormigas rastrea-ban por el suelo; los murciélagos revoloteaban a mialrededor y los mosquitos zumbaban sobre mi ca-beza. Las largas ramas, con sus penachos de hojas,pendían en el aire como guirnaldas, y las más cerca-nas a mí parecían un emparrado que el viento bo-rrascoso amenazaba derribar en cuanto soplase.

Durante largo rato huyó el sueño de mis párpa-dos, y cuando ya la pesadez de miembros y la quie-tud de la mente me iban a consentir conciliarlo, medespertó un ruido que junto a mi cabeza resonaba yque, francamente lo confieso, me oprimió el cora-zón. Era un ruido semejante al que alguien hubierapodido hacer arañando fuertemente el suelo con lasuñas. Venía el ruido de debajo del zurrón que meservía de almohada, y resonó tres veces antes de queyo pudiese levantarme y volverme. Nada vi ni nadaoí de nuevo más que unos cuantos de aquellos mis-teriosos crujidos, ya cercanos, ya distantes, y el ince-sante acompañamiento del rumor del río y el croarde las ranas. Al día siguiente supe que los castañaresestán infestados de ratas, y a ellas debían atribuirsesin duda los crujidos, chirridos y arañazos, aunque elenigma fue para mi insoluble de momento y hube

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de arreglármelas para dormir, como mejor pude, enpasmosa incertidumbre respecto a mis vecinos.

Al apuntar el lunes 30 de septiembre, me des-pertó ruido de pisadas que resonaban no muy lejosde las piedras, y al abrir los ojos vi a un labriego quecaminaba entre los castaños por un sendero quehasta entonces no había yo advertido. Sin volver lacabeza ni a la derecha ni a la izquierda desapareciómuy luego a paso largo entre el follaje. ¡He ahí unfugitivo! Pero evidentemente ya era tiempo de sobrapara reanudar la marcha. Los campesinos salían ya asus faenas y eran no mucho menos terribles para míen aquella indescriptible situación que los soldadosdel capitán Poul para un intrépido encamisado. Dipienso a Modestina con lo que en mi apresuramientopude, y al volverme al fardo vi a un hombre y unmuchacho que venían por la ladera en direccióncruzada con la mía. Me saludaron con inteligiblesvoces y yo respondí con inarticulados pero afectuo-sos sonidos, dándome priesa a calzarme las polai-nas.

La pareja, que parecían padre e hijo, llegarondespacio al altozano y se detuvieron junto a mi porun rato en silencio. El saco estaba abierto y notécon pesar que mi revólver quedaba a la vista sobre

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la lana. Por último, después de mirarme de pies acabeza y cuando ya el silencio era ridículamenteembarazoso, el hombre me preguntó en tono queparecía de reconvención:

-¿Ha dormido usted aquí?-Sí; como usted lo ve.- ¿Y por qué?-Pues porque estaba cansado.Después me preguntó que a dónde iba y qué ha-

bía comido; y sin la más leve transición exclamó:-¡Está bien! Vámonos.El y su hijo, sin añadir palabra, se encaminaron

hacia el castaño siguiente al inmediato y se pusierona podarlo. La cosa había pasado más sencillamentede lo que yo esperaba. Era hombre de grave y res-petable aspecto, y su áspero tono no denotaba quecreyera hablar con un criminal, sino con un inferior.

Pronto estuve en el camino, royendo una pastillade chocolate y gravemente preocupado por un casode conciencia. ¿Había de pagar el hospedaje? Habíadormido mal; la cama estaba llena, de pulgas enforma de hormigas; faltaba agua en el cuarto; y laaurora se había olvidado de llamarme por la maña-na. Podía haber perdido el tren en caso de ser posi-ble tomar alguno por allí cerca. Evidentemente

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estaba descontento del trato recibido, y decidí queno debía pagar a no ser que encontrase a algúnmendigo.

El valle parecía aún más ameno por la mañana; ymuy luego el camino llegó al nivel del río. Allí, en unparaje donde se erguían frondosos castaños for-mando una isla sobre una terraza alfombrada decésped, me acicalé en las aguas del Tarn, que esta-ban maravillosamente claras y estremecedoramentefrías. La espuma del jabón desaparecía como porarte mágica en la rápida corriente y los níveos guija-rros eran un dechado de pulcritud. Lavarse en unode los ríos de Dios, al aire libre, me parece una es-pecie de jubilosa solemnidad o un semipagano actode adoración. Chapotear en las jofainas en una al-coba podrá tal vez limpiar el cuerpo; pero la imagi-nación no toma parte en semejante limpieza. Seguícaminando con pacífico y alegre corazón, y al avan-zar entonaba salmos, para el oído espiritual.

De pronto encontré a una mujer que a boca dejarro me pidió limosna. Yo pensé: «Bueno; ya estáaquí la camarera con la cuenta».

Y al punto pagué mi nocturno albergue. Toma-dlo como queráis; pero esta mujer fue el primero y

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último mendigo con que topé durante toda mi ex-cursión.

Pocos pasos más adelante, me alcanzó en el ca-mino un viejo de rostro curtido, sonriente, de ojosclaros y cubierto con un gorro negro de dormir decolor obscuro. Le seguía una niña que guiaba dosovejas y un macho cabrío; pero ella se desvió de mí,al paso que el viejo se me puso al lado hablándomedel tiempo y del valle. No eran mucho más de lasseis, y para las gentes sanas que han dormido bienes una hora de expansión y de ingenuo y confiadopalique. Por fin me dijo el viejo:

-¿Conoce usted al Señor?Yo le pregunté que a qué Señor se refería; pero él

repitió la pregunta con mayor énfasis, denotando ensu mirada esperanza y curiosidad. Entonces le res-pondí señalando al cielo:

- ¡Ah! Ya comprendo. Sí; le conozco y es mimejor conocido.

El viejo replicó diciendo que le complacía muchoel oírme, y añadió golpeándose el pecho:

- ¡Mirad! El me da aquí la dicha.Siguióme contando que en aquellos valles había

muy pocos que conociesen al Señor, no muchos,

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sino muy pocos, porque «Muchos son los llamadosy pocos los elegidos.» Después le dije:

-Buen hombre, no es fácil decir quién conoce alSeñor, pues no es cuenta nuestra. Protestantes ycatólicos, y aun quienes adoran a las piedras puedenconocerle y ser conocidos de él, porque hizo todaslás cosas

No me tenía por tan buen predicador.Me aseguró el viejo que era de mi misma opinión

y reiteró las frases placenteras que me había dirigidoal encontrarme, añadiendo:

- ¡Somos tan pocos! Aquí nos llaman moravia-nos; pero allá abajo, en el departamento del Gard,en donde también hay unos cuantos, les llamanderbistas según dijo un pastor inglés.

Colegí que el viejo me había tomado, con dudo-so gusto, por miembro de alguna secta para mí des-conocida; pero estaba yo mucho más complacido dela satisfacción de mi compañero, que embarazadopor mi equívoca situación. Verdaderamente, no veíayo deslealtad alguna en no confesar diferencia decriterio, especialmente tratándose de estas delicadasmaterias en que todos estamos íntimamente con-vencidos de que aunque los demás puedan equivo-carse, no tenemos nosotros toda la razón. Se habla

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mucho de la verdad; pero aquel viejo del gorro ne-gro se mostraba tan ingenuo, apacible y amistoso,que yo no me sentía mal dispuesto a declararmeconvertido por él. Vine a saber que era de la sectade los hermanos de Plymouth. De la doctrina queprofesaba no tenia yo la menor idea ni tipo paraaveriguarlo; pero bien sé que todos estamos embar-cados en un revuelto mundo, que somos hijos de unmismo Padre y nos esforzamos en obrar y ser igua-les en muchos puntos esenciales. Y aunque equivo-cado respecto a mis creencias, me estrechabarepetidamente la mano y oía gustoso mis palabras,era una equivocación equivalente al acierto. Porquela caridad empieza a ciegas, y únicamente despuésde una serie de equivocaciones similares se convierteal fin en un firme sentimiento de amor y paciencia yen una sólida confianza en nuestros prójimos. Así esque si por último todos hemos de llegar por nues-tros separados y tristes caminos a reunirnos en unacomún morada, me apoyo cariñosamente en la es-peranza de que mi viejo compañero de camino seapresurará de nuevo a estrecharme las manos.

Conversando como Cristián y Field llegamos elviejo y yo a una aldea ribereña del Tarn. Era unhumilde lugar llamado La Vernide, con menos de

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una docena de casas y una capilla protestante en lacima de una colina. Allí vivía el viejo, y en la posadamandé que me arreglaran el almuerzo. Administrabala posada un simpático joven, machacapiedras de lacarretera, y su hermana, una linda y atractiva mu-chacha. El maestro de escuela vino a verme y ha-blarme al saber que era yo extranjero. Me complaciómás de lo que yo esperaba el que todos los vecinosfueran protestantes, y mayor placer tuvo todavía alnotar que parecían gentes honradas y sencillas. Elviejo del camino me asediaba a cortesías y por lomenos vino tres veces para asegurarse de que al-morzaba a mi satisfacción. Su proceder me con-movió profundamente y aun hoy me despierta re-cuerdos. Temía ser importuno y al propio tiempono hubiera querido separarse ni por un instante demi lado y no se cansaba de estrecharme la mano.

Cuando todos los demás se hubieron marchadoa sus cotidianas tareas, me senté a platicar durantecerca de media hora con la joven posadera, quemientras trabajaba en sus labores de costura me ha-bló placenteramente de la cosecha de castañas, delas bellezas del Tarn, de los viejos afectos de familia,que subsisten aun luego de salir las jóvenes de la ca-sa paterna. Estoy seguro de que tenía aquella mu-

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chacha muy plácido temperamento con mucha in-genuidad campesina y no poca delicadeza interna.Quien se adueñe de su corazón será sin duda afor-tunado esposo.

El valle que se extendía debajo de La Vernide meagradaba más y más a medida que lo recorría. Lascolinas se acercaban por todos lados, áridas y des-moronadas, amurallando al río entre sus peñascales.El valle se ensanchaba y enverdecía. Dejé atrás elantiguo castillo de Miral; pasé por un almenadomonasterio largo tiempo en ruinas y convertidoparte de él en iglesia parroquial; vi un grupo de ne-gruzcas techumbres, la aldea de Cocurès, situada en-tre viñedos, praderas, huertos agobiados de rojasmanzanas y nogales alineados en el borde de la ca-rretera, cuyas nueces recogían los aldeanos en sacosy cestas. Sin embargo, por mucha que fuese la am-plitud de la cañada, las colinas eran todavía altas yáridas, con almenados peñascales y alguno que otropicacho; y el Tarn seguía borboteando entre las pie-dras con montesino estrépito.

Por un antojo de la imaginación me había figura-do yo encontrar un horroroso país, según el sentirde Byron; pero a mis escoceses ojos aparecía fértil yrisueño, por que el ambiente daba una impresión

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vernal a mí cuerpo acostumbrado a los fríos de Es-cocia, aunque el otoño había deshojado ya algúntanto los castaños, y los álamos, que allí empezabana entremezclarse con ellos, se habían vuelto de oropálido en expectativa del invierno.

Algo notaba yo en aquel paisaje risueño, aunqueagreste, que me explicaba el espíritu de los pactistasmeridionales. Los que en Escocia resguardaron suconciencia en las fragosidades montaneras teníansombríos y diabólicos pensamientos, porque unavez recibido el auxilio de Dios eran capaces de lu-char redobladamente contra Satanás; pero los en-camisados sólo tenían brillantes y confortadorasvisiones. Les salpicaba copiosamente la sangre almatar y al morir; y sin embargo, no les obsesionabael demonio. Con la conciencia tranquila per-severaban en su conducta en aquellos duros tiemposy adversas circunstancias. No olvidemos que el almade Séguier era como un jardín. Sabían que Dios es-taba a su lado, con una seguridad sin igual entre losescoceses, porque si bien éstos pudieran estar segu-ros de su causa, carecían de confianza en sí mismos.Decía un viejo encamisado: «Cuando oímos el cantode los salmos, corrimos como si tuviéramos alas.Sentimos interiormente un vehementísimo ardor, un

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arrobador anhelo imposible de expresar con pala-bras. Es un sentimiento que debe experimentarsepara comprenderlo. Por fatigados que estemos, yano pensamos más en la fatiga y recobramos la agi-lidad en cuanto resuena en nuestros oídos el acentode los salmos».

El valle de Tarn y las gentes con quienes habléen La Vernéde me explican no sólo el sentido deeste pasaje sino los veinte años de sufrimientos que,con mansedumbre de niños, paciencia de labriegos yconstancia de santos sobrellevaron los mismos quetan implacables y sanguinarios fueron una vez em-peñados en la guerra.

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FLORAC

Junto a un brazo del Tarn se asienta Florac, resi-dencia de una subprefectura, con un antiguo casti-llo, una avenida de plátanos, algunas esquinascallejeras de presuntuoso aspecto y una fuente deagua viva que procede de la montaña. Es notabletambién por la hermosura de sus mujeres y porquecon Alais comparte la capitalidad del país de los en-camisados.

El posadero me llevó después de comer a un cafécontiguo, en donde yo, o mejor dicho, mi viaje fuetema de las conversaciones por la tarde. Todos te-nían alguna indicación que darme, sobre el mejorcamino que debía tomar, y aun trajeron el mapa dela subprefectura que, entre tazas de café y copas delicor, fueron señalando con sus pulgares. La mayorparte de aquellos amables consejeros eran protes-

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tantes, aunque advertí que entre protestantes y cató-licos había amistosa mezcolanza, y me sorprendióver que aún perduraba vivo el recuerdo de la guerrareligiosa. En las montañas del sudoeste, por Mau-chline, Cumnock y Carsphairn, los graves campesi-nos presbiterianos de cortijos y masías recuerdanhoy los tiempos de la terrible persecución y veneranpiadosamente las tumbas de los mártires del país.Pero en las ciudades, y entre la llamada buena so-ciedad, me parece que estas antiguas hazañas se hanconvertido en frívolas consejas. No es fácil que enuna tertulia familiar de Wigton recaigan las conver-saciones sobre los pactistas; aun más, en Muirkirkde Glenluce encontré yo a la mujer de un alguacilque ni siquiera había oído hablar del profeta Peden;pero los cevenenses estaban muy de otro modoufanos de sus antepasados y su tema predilecto erala guerra. Consideraban las hazañas de los ascen-dientes como ejecutoria de su propia nobleza. Sinembargo, cuando un hombre o un país sólo han te-nido en su vida o en su historia una aventura, y éstaheroica, hemos de esperar y debemos perdonar laprolijidad del relato.

Me dijeron los de Florac que el país andaba; llenode leyendas aun no recopiladas y de los descen-

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dientes de Cavalier (no en línea directa sino colate-ral) me contaron que todavía se consideraban di-chosos al contemplar el escenario de las proezas delimberbe general. Un cortijero había visto en plenosiglo XIX los desenterrados huesos de los viejoscombatientes en el mismo campo donde pelearon yque sus tataranietos cavaban apaciblemente.

A la caída de la tarde, uno de los pastores pro-testantes tuvo la amabilidad de visitarme. Era un jo-ven inteligente y cortés con quien conversé un parde horas. Me dijo que Florac, es mitad protestante ymitad católica, estando la diferencia de religión su-jeta a la de opiniones políticas. Cabe juzgar de misorpresa cuando después de haber estado en unpueblo tan murmurador y chismoso como Monas-tier, me enteré de que los vecinos de Florac convi-vían amistosamente a pesar de sus encontradascreencias y que se prestaban cariñosa hospitalidaden sus respectivas viviendas. Encamisados negros yencamisados blancos, guerrilleros y dragones, pro-fetas protestantes y cadetes católicos de la CruzBlanca, se habían combatido a hierro y fuego, in-cendiando, saqueando y asesinando con el corazóninflamado de indignada furia, para que al cabo deciento setenta años el protestante siguiese siendo

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protestante y el católico perseverara en su fe conmutua tolerancia y afectuosa comunidad de vida.Pero la raza humana, como la indómita naturalezade donde brota, entraña en sí medicinales virtudes.Las cosechas varían según las estaciones y los años;tras la lluvia refulge el sol; y el género humano sesobrepone a las seculares animosidades como el in-dividuo a las pasiones de un día. Nosotros juzgamosa los antepasados desde una más ventajosa situa-ción, y desvanecido por el tiempo el polvo de lasrefriegas podemos ver ambos bandos adornadoscon humanas virtudes y peleando bajo la enseña dela justicia.

Yo nunca creí que fuese fácil ser justo, y cada díalo veo más costoso de lo que me parecía. Confiesoque el trato de aquellos protestantes me alegró elánimo como si me viese en mi patria. Yo estabaacostumbrado a hablar su lenguaje, en distinta más yprofunda acepción de esta palabra que la diferenciaentre los idiomas francés e inglés, porque la verda-dera Babel consiste en la oposición de conducta ypensamiento. De aquí que yo pudiera comunicarmemás libremente con los protestantes y juzgarlos conmayor acierto que a los católicos. El padre Apolinary el viejo de La Verlibde eran igualmente candoro-

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sos y devotos. Sin embargo, me pregunto si hubieseestimado tan de pronto las virtudes del trapense; osi caso de ser católico me sintiera tan fervorosa-mente afecto al derbista de La Vernède. Al primerole traté en términos de tolerancia y paciencia; perocon el segundo me fue posible mantener conversa-ción e intercambio mental sobre puntos esencialesaunque apoyado en un equívoco. En este imper-fecto mundo nos alegran aun las intimidades in-completas; pero si encontráramos tan sólo uno aquien poder descubrir nuestro corazón y convivirsinceramente con él sin disimulo, no tendríamosfundamento para quejarnos del mundo de Dios.

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EN EL VALLE DEL MIMENTA

El martes primero de octubre salí de Florac a lacaída de la tarde. Cansada estaba la borrica y cansa-do el arriero. Poco más adelante, un cubierto puentede madera llamado el Tarnon nos llevó al valle delMimenta cuya corriente dominaban escarpadas roji-zas y rocosas montañas. Robustos robles y castañosmedraban en las escotaduras o en recuadros de pie-dra, y de trecho en trecho se veía un campo de mijoo unos cuantos manzanos tachonados de rojasmanzanas. El camino pasó junto a dos renegridasaldeas, una de ellas coronada por un viejo castillopara encanto de turistas.

También aquí me fue difícil encontrar parajeadecuado a mi campamento, pues aun bajo los ro-bles y castaños no sólo era el terreno muy pendientesino que esta sembrado de pedruscos, y en donde

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no había árboles el declive de las colinas era un des-peñadero tapizado de brezales. El sol ya no ilumi-naba el picacho frontero por donde yo iba y entodo el valle retumbaba el grave sonido del cuernocon que los zagales llamaban a las reses al redil,cuando descubrí un lienzo de pradera algo más aba-jo del camino, en un recodo del río. Bajéme hastaallí, y después de atar interinamente a Modestina a unárbol, me puse a explorar los alrededores. La som-bra gris perla del crepúsculo invadía el valle; los ob-jetos se iban confundiendo a poca distancia de lavista; y la obscuridad se extendía rápidamente comouna exhalación. Me acerqué a un corpulento robleque en la pradera crecía junto a la margen del río.Entonces oí con disgusto voces infantiles, y al mirareché de ver una casa a la vuelta del recodo en la otraorilla. A punto estuvo de rehacer el fardo y mar-charme; pero la creciente obscuridad me movió aquedarme, considerando que bastaba con no hacerruido alguno hasta ya cerrada la noche, y confiar a laaurora el encargo de llamarme por la mañana tem-prano. Era muy penoso que en aquel hotel de pri-mer orden le molestasen a uno los vecinos.

Un hueco que se abría bajo el roble fue mi, cama.Antes de que acabara de dar el pienso a Modestina y

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acomodar el saco, brillaron tres lucientes estrellas ylas demás fueron apareciendo lentamente. Para lle-nar mi cantimplora me adelanté hasta el río que pa-recía muy negro entre las rocas, y cené con buenapetito, a obscuras, porque tuve escrúpulo de alum-brar la linterna estando tan cerca de una casa. Laluna, que durante toda la tarde había yo visto comoun pálido creciente, iluminaba débilmente la cumbrede las colinas, sin que ni un rayo llegara al fondo delvalle en donde yo reposaba. El roble se erguía, antemi como una columna de tinieblas, y sobre mi ca-beza, las palpitantes estrellas daban en rostro a lanoche. Nadie conoce las estrellas si no ha dormidocomo donosamente dicen los franceses a la belleétoile. Podrá conocer sus nombres, distancias y mag-nitudes, e ignorar lo que verdaderamente importa algénero humano: su serena y gozosa influencia en elánimo. La mayor parte de las poesías tienen por te-ma las estrellas; y con justicia, porque son de por sílas más clásicas poetisas. Estos lejanísimos mandosque centellean como encendidos cirios o titilean to-dos a la vez cual diamantino polvo esparcido por elfirmamento, no los habían contemplado distinta-mente de como yo los contemplaba, Rolando y Ca-valier, en tiempos en que según decía este último no

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tenían «otra tienda que el cielo ni otro lecho que lamadre tierra».

Toda la noche sopló del valle un fuerte vientoque echaba sobre mi las bellotas desprendidas delroble. Sin embargo, en aquella primera noche deoctubre estaba el ambiente tan templado como enmayo y no hube de abrigarme con la piel.

Me preocupaban mucho los ladridos de un pe-rro, porque es animal para mi más temible que ellobo. El perro es incomparablemente más valerosoy tiene el sentimiento del deber. Si matáis un lobo,recibís alabanza y premio; pero si matáis un perro,topáis con el sagrado derecho de propiedad y losafectos domésticos que os reclaman indemnización.Al fin de un fatigoso día, la áspera nota del ladridode un perro es de por sí una aguda molestia; y a uncaminante como yo le recuerda en su más enojosaforma a las gentes sedentarias y bien acomodadasen sus hogares. Este agresivo animal tiene algo delclérigo y del abogado, y si no le ahuyentaran las pie-dras, el hombre más intrépido recelaría de viajar apie.

Yo respeto mucho a los perros en los dominiosdomésticos; pero en las carreteras o cuando duermoen el campo, a la par los temo y detesto.

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El mismo perro (pues ya conocía su ladrido) medespertó a la mañana siguiente, miércoles 2 de oc-tubre, arremetiendo hacia la margen del río; pero alverme levantado retrocedió apresuradamente. Lasestrellas no habían desaparecido del todo. El cieloestaba teñido del hermoso y suave gris azulado de lamañanita. Iba extendiéndose la claridad del día y losárboles de la ladera se dibujaban en vigoroso con-traste del cielo. El viento había virado hacia el nortey ya no alcanzaba al valle; pero mientras estaba ha-ciendo mis preparativos empujó velozmente unablanca nube por encima de la cumbre, y al mirarlaquedé sorprendido de verla teñida de oro. En aque-llas altas regiones del aire, brillaba ya el sol como enel meridiano. Si las nubes se moviesen a suficientealtura, podríamos admirar el mismo fenómeno du-rante toda la noche, porque siempre es día en loscampos del espacio.

Cuando empecé a remontar el valle, sopló unaráfaga de viento del este, aunque las nubes seguíanmoviéndose sobre mi cabeza en dirección casi con-traria. Poco más adelante vi ya toda una ladera do-rada por el sol; y todavía más allá, entre dospicachos, apareció flotando en el cielo un foco dedeslumbradora refulgencia. De nuevo me veía frente

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a frente de la enorme fogata que lumbrea en el co-razón de nuestro sistema.

Tan sólo encontré a un ser humano aquella ma-ñana. Un viandante hosco, de militar catadura, quellevaba una escarcela pendiente de su tahalí. Al pre-guntarle yo si era protestante o católico, me hizouna observación que me parece digna de citar, por-que me respondió diciendo:

- ¡Oh! Yo no me avergüenzo de mi religión. Soycatólico.

¡No se avergonzaba de su religión! La frase es undocumento de estadística natural, porque así hablanlos que están en minoría. Me acordé sonriendo deBavile y sus dragones, y de cómo es posible pisotearbajo las patas de los caballos a una religión duranteun siglo sin lograr otra cosa que dejarla más briosacon el roce.

Irlanda es todavía católica. Las Cevenas son aúnprotestantes. Ni cestos llenos de papel sellado ni loscascos de un regimiento de caballería serán capacesde alterar un ápice las ideas de un campesino, queno serán muchas, pero que tales como son estánarraigadísimas y medran florecientemente con lapersecución. Quien ha regado el suelo con el sudorde su frente en fatigosos días, quien ha convivido

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por la noche con las estrellas, el que frecuentamontañas y bosques, el honrado campesino acabapor sentirse en comunicación con las fuerzas deluniverso y en amistosas relaciones con Dios. Comomi viejo de La Vernède, conoce al Señor. Su religiónno se apoya en argumentos de lógica; es la poesía dela experiencia del hombre, la filosofía de la historiade su vida. En el transcurso de los años se le ha apa-recido Dios a este sencillo labriego como la supre-ma potestad, como un sol de insuperablerefulgencia, hasta convertirse en el esencial funda-mento de sus postreras reflexiones. Podréis, si gus-táis, transmutar autoritariamente los credos y losdogmas o proclamar una nueva religión a son detrompetas; pero ahí tenéis a un hombre con ideaspropias, y tenazmente se aferrará a ellas en bien oen mal. Es católico, protestante o derbista, tan irre-vocablemente como un hombre no es mujer o unamujer no es hombre. Porque no podrá cambiar defe a no ser que desarraigara toda memoria de lo pa-sado, y de un modo literal y no metafórico trans-mutase su mente.

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EL RIÑON DEL PAIS

Me acercaba a Cassagnas, puñado de renegridascasas sobre la falda de una colina de aquel valle, cir-cuida de castañares y dominada por rocosos pica-chos que se destacaban en la diafanidad delambiente. El camino que se extiende a lo largo delMimenta es tan nuevo que aún no se han repuestolos lugareños de la sorpresa que les causó la llegadadel primer carro a Cassagnas. Pero aunque estéapartada de la vorágine de los negocios mundanos,ha figurado esta aldea en la historia de Francia. Cer-ca de allí, en las cuevas de la montaña, tenían losencamisados uno de sus cinco arsenales, en dondealmacenaban vestuario, cereales y armas en previ-sión de la necesidad, forjaban sables y bayonetas yfabricaban pólvora con carbón de sauce y salitrehervido en calderas. En las mismas cuevas, entre

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aquellos diversos artefactos, curaban a los enfermosy heridos los cirujanos Chabrier y Tavan, y los asis-tían secretamente algunas mujeres de la vecindad.

De las cinco huestes en que estaban divididos losencamisados, era la más veterana y noctámbula laque tenia su cuartel de aprovisionamiento enCassagnas. Era la hueste del Espíritu Séguier, for-mada por los hombres que unieron sus voces a la deél para entonar el salmo 68 cuando asaltaron la casadel arcipreste de las Cevenas. Después de la prisióny suplicio de Séguier, sucedióle Salomón Coudere, aquien Cavalier apellida en sus Memorias vicario ge-neral castrense del ejército de los encamisados. Eraprofeta y experto conocedor del corazón humano,hasta el punto de que concedía o negaba los sacra-mentos a los fieles con sólo «mirar atentamente alos ojos» de quien los solicitaba. Sabia de memoriala mayor parte de las Escrituras, y esto le sirvió demucho, pues en una sorpresa, en agosto de 1703,perdió su mula, su cartera y su Biblia. Lo extraño esque no los sorprendieran más a menudo y con ma-yor eficacia, porque la hueste de Cassagnas era ver-daderamente patriarcal en su concepto de la guerray acampaban sin centinelas, dejando la vigilancia acargo de los ángeles del Dios por quien peleaban.

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Esto es prueba no sólo de su fe sino de la fragosi-dad del país en donde se guarecían. El señor de Ca-ladon, que cierto día fue a pasear por las montañas,se los encontró como hubiera podido encontrar «unrebaño de ovejas en una llanura». Unos estabandormidos y otros despiertos y entonando salmos.En otra ocasión, un traidor no necesitó, para intro-ducirse en sus filas, de otro requisito que «su habili-dad en cantar salmos», y aun el profeta Salomón «ledistinguió con su amistad particular». Así subsistíaentre sus fragosas montañas aquella rústica tropa, yla historia no puede atribuirle más hazañas que lossacramentos y los éxtasis.

Gentes de este rudo e ingenuo linaje no era pro-bable, como antes dije, que cambiaran de religión nique dieran a la apostasía más que una conformidadpuramente externa, como la de Naaman en casa deRimmon. Cuando Luis XVI, «convencido de la ine-ficacia de un siglo de persecuciones y más bien pornecesidad que por simpatía» concedió al fin la tole-rancia religiosa, Cassagnas era todavía protestante ylo sigue siendo hoy como un solo hombre. Verdades que hay una familia no protestante, pero tampo-co católica. Es la de un cura católico renegado quese amancebó con una maestra de escuela. Conviene

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advertir que los mismos aldeanos protestantes desa-prueban la conducta de este cura renegado y dicen:«Mala cosa para un hombre es quebrantar sus jura-mentos».

Los lugareños a quienes traté parecían inteligen-tes según la mentalidad campesina, y eran de senci-llos y dignos modales. Me tuvieron muchaconsideración por ser también protestante, y mi co-nocimiento de la historia me aquistó en todavía ma-yor grado su respeto. Durante la comida tuve algoasí como una controversia religiosa con un gendar-me y un mercader que a mi mesa comían y eranambos forasteros y católicos. El hijo del posadero,que estaba de pie a mi lado, apoyaba mis razones, yla discusión se deslizó en términos de amigable tole-rancia, con no poca sorpresa de quien como yo sehabía criado entre las infinitesimales y contenciosasdiscrepancias de Escocia. Cierto es que el mercaderse acaloró algún tanto y no le satisfacían mis citashistóricas; pero el gendarme lo tomaba todo suave-mente, diciendo que «mala cosa era para un hombrecambiar de religión». Todos asintieron a esta frase.

Sin embargo, no habían opinado así el sacerdotey el militar de Nuestra Señora de las Nieves. Pero lade Cassagnas era diferente raza; y acaso la misma

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grandeza de ánimo que les dio fuerza para resistir,los capacitaba ahora para discrepar de los demáscon amable espíritu de tolerancia. Porque el valorrespeta al valor; pelo en donde se ha extinguido la feno cabe esperar más que ruines y mezquinas gentes.La verdadera obra de Bruce y Wallace se encamina-ba a la unión de las naciones para que no estuviesenpor más tiempo escaramuceándose en las fronteras,sino que cuando llegase la oportunidad pudieranfraternizar con recíproco respeto.

El mercader mostró mucho interés por mi viaje ycreía que era muy peligroso dormir al raso, diciendo:

-Hay lobos; y además se le conoce a usted que esinglés, y los ingleses llevan siempre repleta la bolsa,por lo que bien pudiera ocurrírsele a alguien darle austed un mal golpe alguna noche.

Yo le dije que no tenía mucho temor de tales ac-cidentes y que de todos modos no creía prudente elalarmarse y pensar en menudos peligros en el trans-curso de la vida, que ya es de por si un negociobastante arriesgado para agravarlo con nuevos re-celos de peligro. Por fin añadí:

-Algo pudiera ocurrir el peor día en su casa deusted que acabase con su vida si estuviera encerradocon tres vueltas de llave en la alcoba.

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-Sin embargo, ¡dormir al raso!-Dios está en todas partes.-Sí; pero ¡dormir al raso!Y repetía esta frase en tono terrorífico.Era la única persona que en todo mi viaje había

puesto reparos a tan sencillo procedimiento de re-poso, aunque muchos lo consideraban innecesario.Mas, por otra parte, también una sola persona, elviejo de La Vernède se había entusiasmado con laidea, y cuando le dije que a veces prefería dormirbajo el toldo de las estrellas, a meterme en un empa-redado y bullicioso mesón, exclamó: «¡Ahora veoque conoce usted al Señor!»

El mercader me pidió al marcharme una tarjetade visita, porque a su parecer debían hablar de míen el porvenir y deseaba que yo tomase nota de supetición y razonamientos. Con esto dejo satisfechosu deseo.

Poco después de las dos de la tarde crucé el Mi-menta, para tomar un áspero sendero trazado haciael sur en la falda de la colina, cubierto de cantos ro-dados y mechones de brezo. Según costumbre delpaís, desaparecía el sendero en la cima, por lo quedejé a la borrica paciendo el brezo y me fui en buscade un camino. Estaba a la sazón en la cresta diviso-

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ria de dos vastas cuencas. Tras mí todas las aguasvertían por conducto del Garona en el Atlántico;ante mi veía la cuenca del Ródano. Desde aquí, co-mo desde las cumbres de Lozera, se columbran endías despejados las centelleantes aguas del golfo deLyón; y tal vez desde allí mismo en donde yo estabaacechaban los soldados de Salomón los mástiles desir Cloudesley Shovel y el tantas veces prometidoauxilio de Inglaterra.

Aquella cordillera puede considerarse como elcorazón, la entraña o el riñón del país de los enca-misados. Cuatro de las cinco huestes acamparon allícasi a la vista una de otra: Salomón y Cavalier alnorte, Castanet y Roland al sur. Cuando Julien ter-minó su famosa obra, la devastación de las altas Ce-venas, que duró los dos meses de octubre ynoviembre de 1703, asolando a hierro y fuego cua-trocientas sesenta villas y aldeas, la mirada de un es-pectador hubiera podido contemplar en su torno elespectáculo de un país silencioso, desolado y de-sierto. El tiempo y la actividad humana han repara-do aquellas ruinas. Cassagnas vuelve a lanzar al aireel humo de sus chimeneas sobre las reconstruidastechumbres, y los cortijeros, terminadas las laboresdel día, regresan de los frondosos castañares a su

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cálido hogar, donde los hijos los esperan. Sin em-bargo, aquél era tal vez el más silvestre panorama detodo mi viaje. Picacho tras picacho y colina tras co-lina se extendían hacia el sur, acanaladas y es-culpidas por las torrenteras invernales, cubiertas dealto abajo de castaños y rematadas acá y allá por unadiadema de peñascos. El sol, todavía distante delocaso, enviaba a través de las cumbres una doradaneblina; pero los valles estaban ya sumidos en pro-funda y plácida sombra.

Un muy viejo pastor que cojeaba apoyado en unpar de bastones a guisa de muletas, y tocado conuna gorra negra de difunto, como si denotase suproximidad, al sepulcro, me señaló el camino de SanGermán de Calberte. Había algo de solemne en elaislamiento de aquella enferma y decrépita criatura.No me era posible imaginar en dónde moraba, có-mo había llegado a tan altas cumbres ni cómo se lasarreglaría para bajar. A poca distancia de mi derechase dilataba el famoso llano de Font Morte, dondePoul acuchilló con su sable armenio a los encamisa-dos de Séguier. Al pastor me lo imaginaba yo comouna especie de Rip van Winkle de la guerra, que ex-traviado de sus compañeros hubiese huido antePoul y vagase desde entonces por las montañas. O

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bien que hubiera recibido la noticia de que Cavalierse había entregado o que Roland había caído en lapelea dando de espaldas contra un olivo. Mientrasde esta suerte dejaba yo volar mi fantasía, oí que elviejo pastor me saludaba con entrecortadas voces yvi que con uno de los bastones me hacía señas deque retrocediera. Ya estaba yo algo más adelante;pero dejando a Modestina volví sobre mis pasos.

Pero ¡ay! que era un asunto muy vulgar.El buen hombre, tomándome por mercader am-

bulante, se había olvidado de preguntarme qué ibavendiendo, y deseaba enmendar el descuido.

Yo le dije ásperamente:-No vendo nada.-¿Nada?-Nada.Dicho esto, le volví la espalda. Extraña fue en

aquella ocasión mi conducta, pero tal vez de estemodo le fui yo tan enigmático al viejo como él lohabía sido para mí.

El camino se deslizaba por entre los castaños, yaunque vi una o dos aldeas abajo en el valle y variascasas aisladas de los cortijeros, anduve muy solo to-da la tarde, y el crepúsculo se adelantó temprana-mente bajo los árboles. Pero oí una voz de mujer

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que no muy lejos entonaba una antigua, melancólicae interminable balada, cuyo tema parecía versar so-bre el amor de un apuesto galán, su hermosoamante. Yo hubiera querido aprender la cadenciapara responderle desde mi invisible sendero del que,entretejiendo como Pippa mis pensamientos con lossuyos. ¿Qué podía yo haberle dicho? Bastante poco,y sin embargo todo cuanto el corazón demanda. Elmundo acerca y aparta alternativamente a las perso-nas y muchas veces une a enamorados para sepa-rarlos en distantes y extrañas tierras; pero el amor esel mágico amuleto que convierte al mundo en unedén ; y «la esperanza, que en todos alienta», se so-brepone a las contrariedades de la vida y alcanzacon trémula mano más allá de la muerte. Fácil es dedecir, no cabe duda; pero también, por la misericor-dia de Dios, es tan fácil de decir como agradable decreer.

Al fin salí a una ancha y blanca carretera alfom-brada de menudo polvo. Ya era noche cerrada. Auna revuelta del camino, la borrica y yo dimos cara ala luna que brillaba sobre la frontera montaña. EnFlorac había vertido por el suelo el aguardiente,harto ya de esta bebida, y la substituí por generoso yperfumado Volnay. Brindé en plena carretera por la

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sacra majestad de la luna. Eramos un par de bocasllenas. Pero desde entonces ya no sentí fatigadosmis miembros y la sangre circulaba tumultuo-samente por las arterias. Aun la misma Modestina pa-recía inspirada por aquel suave resplandor nocturnoy avivó insólitamente el paso. La carretera serpen-teaba y descendía rápidamente por entre los casta-ños, y nuestros pies levantaban nubecillas defugitivo polvo. Nuestras dos sombras, la mía de-formada por el zurrón, y la de la borrica grotesca-mente zanqueada por el fardo, se dibujabandistintamente en el camino, y al revolver de un re-codo se alargaron espectralmente, moviéndose porla montaña como nubes. De cuando en cuando so-plaba del valle una templada brisa que mecía las ra-mas de los castaños cargados de hojas y frutos,levantando un sonoro murmullo que halagaba el oí-do y a cuya cadencia danzaban las sombras de losárboles. Pero en cuanto cesaba la brisa nada se mo-vía en todo el valle sino nuestros pies. En la opuestaestribación, la luz de la luna contorneaba débil-mente el enorme costillaje y las profundas hondo-nadas de la montaña; y allá en lo alto se veía luz enlas ventanas de alguna casa aislada cuya encuadrada

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centella contrastaba con la nocturna coloración delpaisaje.

En cierto punto del camino, según yo iba bajan-do por los diversos recodos que en aquel trechoeran muy agudos, desapareció la luna tras la monta-ña, y hube de proseguir la marcha en tenebrosaobscuridad, hasta que otra revuelta me puso ines-peradamente en San Germán de Calberte. El puebloestaba en quietud, sueño y silencio, sepultado en lastinieblas de la noche. Tan sólo el resplandor de unalámpara que salía de una casa abierta y llegaba hastael camino, me indicó que estaba entre viviendashumanas. Las dos últimas comadres de prima no-che, que todavía parloteaban junto a la tapia de unhuerto, me dieron las señas de la posada. La posa-dera estaba metiendo a sus chiquillos entre sábanas.Ya no había lumbre en la cocina y hubo de volverlaa encender no sin refunfuñar. Si llego media horamás tarde, me he de ir sin cenar a la cama.

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EL ÚLTIMO DÍA

Desperté al día siguiente, jueves 2 de octubre, ycomo oyera algarabía de quiquiriqueo de gallos y ca-careo de gallinas, me asomé a la ventana del claro ycómodo aposento en donde habla pasado la noche,y descubrí a la luz del sol matutino un hondo vallede castañares. Era todavía temprano, y el canto delos gallos, la sesgada luz y la mucha sombra meanimaron a salir para dar una vuelta.

San Germán de Calberte, es una vasta parroquiade nueve leguas de contorno. Durante la guerra delos encamisados e inmediatamente antes de la de-vastación del país, estaba poblada por doscientassesenta y cinco familias, de las que sólo nuevo erancatólicas, y el párroco tardó diez y siete días del mesde septiembre para ir a caballo de en casa y formarel padrón. Pero el lugar de por sí, aunque capital de

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cantón, es apenas mayor que una aldea. Se asientaaterraplenada en una escabrosa escotadura entre ro-bustos castaños. La capilla protestante está abajo,sobre un espaldar, y en medio del poblado la vieja ybonita iglesia católica.

Allí tenía su biblioteca el infeliz Chayla, el mártircristiano, y dirigía un plantel de misioneros. Allí sehabía mandado construir el sepulcro creyendo queterminaría sus días entre el agradecido vecindarioque redimiera del error; y allí llevaron, en la mismamañana de su muerte, su cadáver traspasado porcincuenta y dos puñaladas, para enterrarlo en latumba. Amortajado con los hábitos sacerdotales locolocaron de cuerpo presente en el túmulo. El pá-rroco empezó a pronunciar una conmovedora ora-ción fúnebre. cuyo tema era el versículo 12 delcapítulo 20 del segundo libro de Samuel que dice:«Y Amasa se había revolcado en la sangre en mitaddel camino ... » Exhortaba a los fieles a morir en suspuestos, como su infortunado e ilustre superior,cuando en lo mejor de su elocuencia llegó el avisode que Espíritu Séguier se acercaba con su gente, yallí los vierais a todos escapando con los talones enla nuca, unos por un lado y otros por otro. El pá-rroco no paró de correr hasta Alais.

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Comprometida era la situación de aquella chi-quita metrópoli católica, semejante a Roma en undedal, rodeada de tan selvática y hostil vecindad.Por una parte, la hueste de Salomón la vigilaba des-de Cassagnas; y por otra parte la tenía incomunicadala hueste de Roland desde Mialet. El párroco Lon-vrelenil, aunque cuando los funerales del arciprestehuyó despavorido hasta Alais, fulminó desde allí,como desde un aislado púlpito, tremendas condena-ciones contra los crímenes de los protestantes. Sa-lomón sitió la villa durante una hora y media, perofue rechazado. Los milicianos que custodiaban lacasa rectoral, entonaban himnos protestantes a lasaltas horas de la noche y sostenían amigables con-versaciones con los sublevados. Por la mañana,aunque no habían disparado ni un tiro, no tenían unsolo grano de pólvora en sus frascos. ¿Qué hicieronde ella? Toda se la dieron a los encamisados porgalantería. ¡Infieles guardianes de un aislado párro-co!

Difícilmente concibe la imaginación que untiempo fueron estas continuas revueltas la única ac-tividad de San Germán de Calberte, pues ahora estátodo sosegado, y el pulso de la vida humana latelento y débil en esta aldea de las montañas. Los mu-

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chachos me siguieron largo trecho, como tímidoscazadores de leones, y al pasar yo se volvían lasgentes para mirarme de nuevo o se asomaban a laspuertas de las casas con curiosidad de verme. Cabesuponer que mi estancia en el pueblo fue el primeracontecimiento que presenciaban desde la guerra delos encamisados. Sin embargo, su curiosidad no eraruda ni descarada, sino más bien un escrutinio deplacentera admiración como el del buey o el del ni-ño. Con todo, me fatigaba el ánimo, y muy luegome aparté de la calle, refugiándome en los terraple-nes que por allí estaban alfombrados de césped,donde traté de copiar con el lápiz las inimitables ac-titudes que toman los castaños para sostener su do-sel de follaje. Frecuentemente soplaba ligero viento,y las castañas caían a mi alrededor sobre el céspeden que resonaban con débil y sordo choque, comosi cayeran gruesas, pero muy claras piedras de grani-zo; y parecía que estuviesen animadas del jubilososentimiento de la cercana cosecha, cuya ganancia re-gocijaría al labrador. Al mirar hacia arriba, vi las mo-renas castañas que asomaban por la ya agrietadacáscara. A través del ramaje, la vista abarcaba un an-fiteatro de colinas, de luz de verdor.

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Pocas veces he gozado tan hondamente las be-llezas de un paisaje. Me movía en una atmósfera deplacer y experimentaba alegría, quietud y contento.Mas acaso no era tan sólo el lugar lo que de talsuerte disponía mi ánimo. Acaso alguien pensaba enmi en otro país, o tal vez algún pensamiento míohabía cruzado inadvertido por mi mente, refrigerán-dome el alma. Porque algunos pensamientos, queseguramente serían los más hermosos, se desvane-cen antes de que podamos vislumbrar su índole,como si un dios se asomara sonriente a la puerta denuestra casa y desapareciera al punto para siempre¿Es Apolo? ¿Es Mercurio? ¿Es el Amor con susplegadas alas? ¡Quién sabe! Pero lo cierto es quevamos más animosamente a nuestros quehaceres ysentimos gozo y paz en nuestros corazones.

Comí con un par de católicos. Ambos convinie-ron en vituperar a un joven también católico, que sehabía casado con una muchacha protestante y con-vertídose a la religión de su esposa. Decían que unprotestante nacido y criado en esta fe merecía todosu respeto. Me parecieron de la misma mentalidadde una vieja católica que poco antes me había dichoque para ella no había diferencia entre las dos sec-tas, salvo que «lo malo era más malo para el católi-

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co» y que tenía más luz y mejor guía. Pero la ab-juración de aquel joven inspiraba a mis comensalesprofundo desprecio. Uno de ellos exclamó: «Malacosa es para un hombre cambiar de religión».

Tal vez fuera incidental; pero esta frase me aco-saba los oídos, y tengo para mi que es la filosofíavulgar de aquellas comarcas. No puedo imaginarmeotra mejor. A pesar de la falta de confianza en unhombre que muda de creencias y se marcha de sufamilia en busca del cielo, no cambia en un ápice alos ojos de Dios. Por el contrario es preciso un po-deroso estimulo para sobrellevar tan violenta mu-danza. Quienes se fijan atentamente en estasveleidades humanas o son capaces de retirar suamistad por un cambio de opiniones, denotan estre-chez de criterio y que son o muy fuertes o muy dé-biles, con algo de profeta o dé loco. En cuanto a mi,creo que no debería dejar la fe de mis padres porotra distinta si se redujera a un cambio de palabras;pero, si alguna lectura me convenciese, la abrazaríaen espíritu y en verdad, y hallaría que lo malo es tanmalo para mi como para la mejor de las demás co-muniones.

La filoxera devastaba los viñedos del contorno yen vez de vino bebimos en la comida un más eco-

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nómico zumo de uva, que llamaban «La Parisiense».Lo elaboran poniendo a macerar los racimos en unacuba llena de agua, donde fermentan y revientan losgranos. La porción que se bebe durante el día, secompensa en la cuba añadiendo igual cantidad deagua por la noche. De esta suerte, poniendo siem-pre agua del pozo y racimos de uva para que estallenlos granos, una cuba de Parisiense puede durarle auna familia hasta la primavera. Como el lector habráya supuesto, es un brebaje muy flaco, pero de agra-dable sabor.

Tres días estuve en San Germán de Calberte. Alsalir pasé junto al Gardon de Mialet, reluciente cau-ce seco, y a través de San Etienne de Vallée Françai-se o Val Francesque, como le llaman los del país.Por la tarde empecé a subir la cuesta de San Pierre,larga y abrupta. Tras de mi volvía un carruaje de va-cío a San Jean du Gard, pisándome los talones,hasta alcanzarme cerca de la cumbre. El cochero,como todas las demás gentes que encontraba, metomó por un mercader ambulante; pero con la par-ticularidad de que, a diferencia de los otros, creyóque yo iba vendiendo collares de lana azul, como losque adornan el pescuezo de los caballos franceses

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de tiro, al ver que de uno y otro extremo de mi sacopendían flecos de lana teñida de aquel color. .

Hube de excitar hasta lo sumo las fuerzas de Mo-destina antes de que acabase el día, porque ansiabaver el panorama que se extendía al otro lado de lamontaña. Pero ya era de noche cuando llegué a lacima. La luna lucía alta y clara, y tan sólo unascuantas listas de crepúsculo languidecían en occi-dente. A mis pies se dilataba un soñoliento valle,envuelto en tinieblas, como agujero abierto en plenanaturaleza; pero el perfil de las colinas se dibujabavigorosamente en contraste del cielo. Era el monteAigoal, baluarte de Castanet, el caudillo de los en-camisados, que merece un recuerdo, no sólo por suemprendedora actividad, sino porque tiene entre suslaureles un brinquillo de rosa, y demostró cómo,aun en medio de una pública tragedia, se abre elamor. En lo más enconado de la guerra se casó ensu montesina ciudadela con una linda muchachallamada Marieta. Se celebró la boda, con bulliciosoregocijo, y el novio puso en libertad a veinticincoprisioneros en honor del fausto acontecimiento.Siete meses después, Marieta, la princesa de las Ce-venas, como los soldados del rey la llamaban porirrisión, cayó en poder de las autoridades legítimas y

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le esperaba un desgraciado fin. Pero Castanet, queera hombre resuelto y amaba a su mujer, atacó elpueblo de Vallerange, y se apoderó de una señoraprincipal en rehenes. Por primera y última vez huboun trueque de prisioneros en aquella guerra. La hijade Castanet y Marieta, prenda de una noche estre-llada en el monte Aigoal, ha dejado descendienteshasta el día de hoy.

Modestina y yo merendamos en la cumbre de SanPierre. Yo sobre un montón de piedras, y ella juntoa mi, a la luz de la luna, tomando decorosamente elpan de mi mano. Aquélla fue la última vez que co-mimos juntos. El pobre bruto engullía de mejor ga-na de aquella manera, porque me profesaba unafecto que muy luego iba yo a traicionar.

Larga fue la bajada hasta San Jean du Gard, y noencontramos a nadie más que un carro que vi a lolejos por el reflejo de la luna en los vidrios de suapagada linterna. Antes de las diez de la noche ce-nábamos en el mesón. ¡Veinticuatro kilómetros yuna empinada montaña en poco más de seis horas!

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¡ADIOS, «MODESTINA»!

En la mañana del 3 de octubre, el mozo de cua-dra examinó a Modestina y me dijo que no estaba endisposición de proseguir el viaje. Necesitaba por lomenos dos días de descanso. Pero a la sazón estabayo anheloso de llegar a Alais, con objeto de echarmis cartas al correo, y como en aquel civilizado paíshabía diligencias, resolví vender mi señora amiga ysalir en diligencia aquella misma tarde. Nuestra ca-minata del día anterior, bajo testimonio del cocheroque nos había seguido por la prolongada cuesta deSan Pierre, daba favorable concepto de las cualida-des andariegas de mi borrica. Los que se proponíancomprarla comprendieron que se les deparaba unaincomparable ocasión. Antes de las diez ya me ofre-cían veinticinco francos, y antes del mediodía, trasdesesperado regateo, la vendí con albarda y todo

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por treinta y cinco. No había ganancia, pero comprémi libertad en el negocio.

San Juan du Gard es un lugar bastante grande ycasi todo él protestante. El alcalde, que también loera, me rogó que le ayudase en un menudo asuntoque es característico del país. Las jóvenes de las Ce-venas se aprovechan de la comunidad de religión yde la diferencia de idioma para irse en gran númeroa servir de ayas en Inglaterra; y allí había una naturalde Mialet, batallando con circulares de demanda queenviaban dos distintas agencias de Londres, sin sa-ber por cuál decidirse. Le ayudé en cuanto pude ydile de buen grado algunos consejos que me pare-cieron excelentes.

Otra observación. También aquí había devastadola filoxera los viñedos, y por la mañana temprano,bajo unos castaños, junto al río, encontré un grupode hombres que manejaban una prensa de fabricarsidra. De pronto no supe qué hacían y le rogué auno de ellos que me lo explicará.

-Hacemos sidra -me respondió -. Sí; lo mismoque en el norte.

Su voz sonaba a sarcasmo. Seguramente el paísestaba dado a los demonios.

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No eché de menos a Modestina hasta que el ma-yoral de la diligencia me acomodó en el asiento yrodamos por un rocoso valle de olivos enanos.¡Había perdido a Modestina! Hasta aquel momentome pareció que la odiaba; pero ahora que faltaba demi lado eran muy otros mis sentimientos. Durantedoce días habíamos sido inseparables compañeros;habíamos recorrido más de ciento noventa kilóme-tros, atravesado ingentes cordilleras y trotado connuestras seis piernas por pedregales y pantanos.Desde el primer día, aunque a veces era yo algobrusco e impetuoso de modales, no perdí la pacien-cia; y ella ¡pobrecita! había acabado por mirarmecomo a un dios. Gustaba de comer de mi mano.Era sufrida, esbelta, del color de un ratón ideal e in-comparablemente chiquitina. No tenía más defectosque los inherentes a su raza y sexo. Sus virtudeseran privativas de ella. ¡Adiós, y tal vez para siem-pre!

El tío Adán lloró al vendérmela. Cuando yo lavendí a mi vez, estuve tentado de seguir su ejemplo;y ahora, en compañía del mayoral y de cuatro o cin-co simpático jóvenes, no vacilé en ceder a mi emo-ción.