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UNA VIDA EN LA LUZ Ejercicios espirituales dados para la ordenación al Diaconado P. Steven Scherrer 2005 Revisado 2006 Conyers, Georgia U.S.A.

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UNA VIDA EN LA LUZ

Ejercicios espirituales dados para la ordenación al Diaconado

P. Steven Scherrer

2005 Revisado 2006

Conyers, Georgia U.S.A.

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ÍNDICE GENERAL

I. Cristo, la Luz del Mundo 3 II. María y el Cantar de los Cantares 8 III. La Esperanza y la Parusía 12 IV. La Cruz y la Persecución 17 V. El Celibato y la Renuncia 22

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I

CRISTO, LA LUZ DEL MUNDO “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz del la vida” (Jn 8, 12). “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 46). Aquí Jesús revela su voluntad para con nosotros. Jesús es la misma luz del mundo, la luz del universo. “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Jn 1, 4-5).

Dios creó el universo por medio de su Hijo, quien es la luz del universo. El Padre vive en luz inaccesible (1 Tim 6, 16) junto con su Hijo en un abrazo eterno de luz y amor. Este es el resplandor del universo —el amor entre estas dos divinas Personas. El Padre vive eternamente en la gloria y esplendor del Hijo, y el Hijo está desde toda la eternidad glorificado por el Padre, en el seno del Padre.

Nadie ha visto al Padre, pero el Hijo fue enviado por el Padre al mundo para revelar al Padre al mundo, para que pudiéramos ver y regocijarnos en este esplendor del Padre y del Hijo. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Aun cuando el Hijo fue en el mundo, encarnado, revelándonos al Padre, él estaba siempre, al mismo tiempo, cubierto de gloria en el seno del Padre. Nunca dejó el seno del Padre, donde siempre vive en luz inaccesible (1 Tim 6, 16).

Sin su revelación, nunca pudiéramos haber conocido ni al Padre ni al Hijo de esta manera personal e íntima, porque “nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Sólo estos dos se conocen íntimamente y gloriosamente, viviendo el uno en la gloria del otro. El uno glorificando e iluminando al otro con el reflejo de su propio resplandor, cada uno completamente lleno del amor del otro.

Así Dios es uno, pero no es una persona, así puede ser completo en sí mismo, una Persona en Dios amando a la otra; y el Espíritu Santo siendo el mismo amor divino que fluye y refluye entre el Padre y el Hijo eternamente y espléndidamente.

Dios quiere que nosotros podamos participar en este esplendor y vivir en esta luz y amor. Es por eso que el Padre envió al Hijo a nosotros. Isaías profetizó esta gran luz que iba a venir al mundo en la encarnación de Jesucristo, diciendo: “Como el tiempo primero ultrajó a la tierra de Zebulón y a la tierra de Neptalí, así el postrero honró el camino del

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mar, allende el Jordán, el distrito de los Gentiles. El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is 9, 1-2).

Nosotros somos este pueblo. Esta luz ha nacido y resplandece sobre nosotros. “Levántate, resplandece —dice Isaías a este pueblo—; porque ha venido tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones, mas sobre ti amanecerá el Señor, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento” (Is 60, 1-3).

Esta luz resplandece sobre nosotros y dentro de nuestros corazones —como afirma san Pablo— “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6).

Esta gran luz, que vio el pueblo que andaba en tinieblas, es la luz de Jesucristo que nació en la cueva de Belén para la iluminación del mundo. Aunque hemos morado “en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció” sobre nosotros (Is 9, 2). Tu luz, oh Israel, ha venido. “…la gloria del Señor ha nacido sobre ti…sobre ti amanecerá el Señor, y sobre ti será vista su gloria” (Is 60, 1-2). Dios quiere que vivamos iluminados y regocijados por esta gran luz, que es la luz del universo hecha hombre para nuestra iluminación y para que pudiéramos irradiar esta misma luz a los demás, al hacerlos nacer de nuevo por la fe por nuestra predicación, una predicación que es sostenida por el testimonio de nuestra vida.

Debemos desprender esta luz, una vez que la hemos recibido y sido iluminados nosotros mismos. Y esto es porque “tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones…” (Is 60, 2). Dios nació en la tierra para disipar estas tinieblas y esta oscuridad, para que fuésemos hijos de la luz, para que no anduviéramos en tinieblas, sino que tuviéramos la luz de la vida (Jn 8, 12), para que no permaneciéramos en tinieblas (Jn 12, 46).

Una vez iluminados nosotros mismos de la luz de Cristo, debemos ejercer la misión del siervo del Señor, que fue llamado para ser la luz de las naciones y la salvación hasta los confines de la tierra (Is 49, 6). Así por medio de nosotros y nuestra misión, Dios “Se ha acordado de su misericordia y de su verdad para con la casa de Israel, todos los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios” (Sal 97, 3).

Así, pues, seremos una iluminación en la tierra, iluminados por la luz de Cristo, e irradiando esta luz a las naciones, como profetizó Isaías: “Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento” (Is 60, 3). Seremos una iluminación en la tierra, como dijo Jesús: “Vosotros sois la luz del mundo… Así alumbre vuestra luz delante de los hombres” (Mt 5, 14.16). No es que somos la luz del mundo por nuestro propio poder, sino como un reflejo de la luz de Cristo que resplandece en nosotros, como afirma san Pablo también. Él reza “para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil 2, 15). Esta es nuestra misión: resplandecer con la luz de Cristo en la oscuridad del mundo, para la iluminación de todos los que nos ven.

Dios quiere que vivamos en esta gran luz de Cristo, la cual vio “el pueblo que andaba en tinieblas”, y que resplandeció sobre “los que moraban en tierra de sombra de muerte” (Is 9, 2). Cristo es nuestro único camino para ver esta luz del universo, y él mismo es

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esta luz que vino al mundo: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (Jn 1, 9). Sin Cristo, esta luz divina es inaccesible, porque Dios vive en “luz inaccesible” y nadie puede verlo, porque él es “el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver…” (1 Tim 6, 15-16). Este es nuestro Dios, al cual Jesucristo fue enviado a la tierra para revelarnos, e invitarnos a vivir en su resplandor.

El mismo Cristo es “Luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32), como profetizó Simeón sobre el niño Jesús en el templo. Él vino para iluminarnos, para que pudiéramos andar en la luz de su gloria. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Él armó su tienda entre nosotros, y en él hemos visto la gloria de Dios. En él contemplamos la gloria de Dios, y esta misma contemplación de la gloria de Dios en Jesucristo nos transforma en lo que contemplamos, es decir: en la imagen del Hijo por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18), hasta el punto de que es Cristo, más bien que nosotros, que vive en nosotros, y podemos decir con san Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gal 2, 20).

Esta es nuestra meta, ser transformados en Cristo, rehechos en su imagen por obra del Espíritu Santo, como dice san Pablo: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom 8, 29); y también a los corintios san Pablo dice: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18). Vemos así —como nos dice san Pablo— que Dios nos predestinó para que fuésemos “hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom 8, 29), y que esta transformación es por medio del Espíritu Santo, y que sucede al contemplar con cara descubierta la gloria del Señor reflejada como en un espejo en Jesucristo. Y lo que sucede en nosotros es que “somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” de Cristo, que estamos contemplando.

Y ¿qué es esta transformación, sino nuestra santificación y divinización? Es nuestra iluminación. Somos iluminados en Cristo al contemplar la gloria de Dios reflejada en él. Somos transformados en hombres nuevos, teniendo una vida nueva en la luz. ¿Y qué es esta transformación de gloria en gloria? Es una transformación en luz, para que seamos más y más iluminados, cada vez más transfigurados en la luz. “…transformados de gloria en gloria” quiere decir: cambiados de un grado de gloria al otro. Es una transformación progresiva y continua, sin fin. No hay límite de nuestra transformación en Dios.

El verbo se hizo carne para esto, para nuestra glorificación progresiva, “de gloria en gloria”, en Dios. Y todo esto es el resultado de nuestra contemplación de la gloria de Dios en Jesucristo. Es por ello que él habitó entre nosotros, para que pudiéramos ver su gloria. “Y hemos visto su gloria —dice san Juan—, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Él es lleno de gloria, y nosotros tomamos de su plenitud, de la riqueza de su gloria —“Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16).

Hacemos esto sobre todo en la oración silenciosa —la oración sin ideas, palabras, ni imagines— cuando somos en la oscuridad, recogidos en adoración, quizás usando una

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oración jaculatoria como la oración de Jesús: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador”, repetida muchas veces, y con frecuencia, especialmente después de comulgar. Entonces cuando él quiere, se revela a nosotros en una luz deslumbrante, llena de amor, y no hay duda alguna de que somos en este momento unidos a Dios.

Esta oración, que santa Teresa llama “la oración de unión”, nos transforma, diviniza, y santifica, alejándonos del mundo y de sus placeres. Esta oración nos pone en un encanto esplendoroso, nos deslumbra y sacia del amor divino; y desde que hemos experimentado esto, no queremos más los deleites de este mundo que sólo disminuyen y extinguen este encanto. Esta oración nos pone en un nuevo camino. La oración en sí dura sólo poco tiempo, quizás media hora según santa Teresa, pero cambia la vida de los que la experimentan. Desde entonces en adelante, ellos buscan a Dios y se alejan de los placeres del mundo.

Esta oración de unión nos transforma cada vez más en Cristo, y cambia nuestro estilo de vivir. Si la experimentamos por una media hora en la mañana durante nuestra meditación después de recibir la Eucaristía, ella normalmente ilumina toda nuestra mañana, y, con frecuencia, la tarde también, poniéndonos en la luz y gloria de Cristo.

Así Cristo resplandece en nuestro corazón, como afirma san Pablo, diciendo: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). San Pablo seguramente ha experimentado esta oración de unión en que vemos la gloria de Dios resplandeciendo en nuestro corazón cuando estamos en un estado como sueño, pero no estamos dormidos, sino es una suspensión de nuestros sentidos y de las potencias del espíritu. Esto sucede cuando somos en la oscuridad sin pensamientos ni imágenes, y nos viene algo como un rayo de luz espiritual, deslumbrándonos súbitamente con su resplandor lleno del amor divino y de la presencia de Dios. Dios “resplandeció en nuestros corazones” (2 Cor 4, 6), dice san Pablo, dice la palabra inspirada de Dios. Y él resplandeció en nosotros para nuestra iluminación. Somos iluminados en el conocimiento de la gloria de Dios. Es una experiencia de la gloria de Dios que es reflejada en la faz de Jesucristo.

Y san Juan nos dice: “vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Ver su gloria es experimentar su gloria, es ser inundado de su gloria, es nadar en su gloria que nos transforma “de gloria en gloria” (2 Cor 3, 18). “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16). No hay fin de esta gloria. Es sin fin, infinita, sin límites; y también no hay límite de cuánto podemos ser transformados más aún en esta gloria, “de gloria en gloria” (2 Cor 3, 18), en “gracia sobre gracia” (Jn 1, 16), sin fin.

En la encarnación, el Verbo divino, el Hijo eterno del Padre, asumió nuestra naturaleza humana para divinizarla, primeramente en Jesucristo, y después en todos los que creen en él y son nacidos de nuevo de él como sus descendientes por la fe y el bautismo; y que lo imitan. En Cristo nuestra naturaleza humana que cayó en Adán fue restaurada, porque fue llenada de divinidad en la encarnación. La divinidad fluyó desde la Persona divina del Verbo hasta el cuerpo y alma humanos de Jesucristo, divinizándolos de modo único y singular. Entonces, todos los que tenemos contacto con Jesucristo por la fe, el bautismo, la Eucaristía y los otros sacramentos, y por su palabra, y por imitarlo —todos los que tenemos este contacto con Jesucristo en su humanidad divinizada somos también divinizados por medio de este contacto con su carne divinizada por el Verbo

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eterno encarnado en él. Por la Eucaristía tenemos contacto físico y sacramental con la carne divinizada del Hijo de Dios, para nuestra divinización y transformación en la luz.

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II

MARÍA Y EL CANTAR DE LOS CANTARES

¡Qué importante es la Madre de Dios en nuestra vida de fe! ¡Cuántas cosas pudiéramos decir sobre ella! Aquí quisiera limitar mis reflexiones a su relación de amor con Dios, porque ella es el modelo de nuestra relación de amor con Dios; y quisiera hacerlo al reflexionar sobre el Cantar de los Cantares.

Dios nos llama a una relación de amor con él. Amar a Dios con todo el corazón es el primer mandamiento de Jesús. Y los profetas, sobre todo Oseas, hablan de la relación del pueblo de Dios con Dios como una relación de amor, y usan el ejemplo del matrimonio. El Cantar de los Cantares es parte de esta tradición. Es un poema de amor, una alegoría del amor entre Dios e Israel, entre el alma y Dios. En toda la raza humana no había nadie que ha tenido una relación de amor con Dios más profunda que la Virgen María, quien concibió al Hijo del Padre por obra del Espíritu Santo. El Padre fue su esposo, el Espíritu Santo fue su esposo, y en cierto sentido aun su Hijo divino, en toda pureza, fue el esposo de su corazón.

Ella es el modelo de la Iglesia, y la Iglesia es la esposa de Cristo, por eso ella es, como el primer miembro de la Iglesia, la primera esposa de Jesucristo, y en esto el modelo para todos nosotros. Todos nosotros debemos ser, como ella, la esposa de Cristo, como afirma san Pablo: “Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Cor 11, 2). Y en otro lugar san Pablo dice que la relación entre la Iglesia y Cristo es como la entre una mujer y su marido: “Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo” (Ef 5, 24).

Por eso como nosotros somos la Iglesia, debemos tener una relación nupcial y conyugal con Dios: Padre, Hijo, y Espíritu Santo, como la que tenía la Virgen María. Y el Cantar de los Cantares siempre ha sido usado, especialmente en el viejo oficio monástico, para profundizar la relación nupcial entre la Virgen María y el Señor. Debemos ver su relación nupcial con Dios como el modelo para nuestra relación nupcial con el Señor.

“Mi amado es para mí un manojito de mirra —dice la Virgen María— que reposa entre mis pechos” (Ct 1, 13). Y “Nuestro lecho es de flores. Las vigas de nuestra casa son de cedro, y de ciprés los artesonados” (Ct 2, 16-17). Aquí vemos la esposa humana de Dios —la Virgen María—, su esposa por antonomasia, que es invitada a entrar en una relación nupcial con Dios.

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Nosotros también experimentamos este gran amor en la oración, pero también durante todas las horas del día, en nuestro trabajo recogido y ofrecido a Dios en amor y anhelos santos por él. Nosotros, por ello, nos identificamos con esta mujer que dice: “Mi amado es para mí un manojito de mirra, que reposa entre mis pechos” (Ct 1, 13). La mirra es un perfume dulce usada por amantes. Representa aquí la dulzura y la alegría que el alma encuentra reposando en el Señor. Ella duerme con esta dulzura cerca de su corazón, el cual está lleno del amor de su amado. Ella la tiene en una cercanía íntima, entre sus pechos, durante la noche. Así es su amado para ella, una dulzura con que ella puede dormir y abrazar en amor e intimidad.

Todo es bello cuando estamos enamorados del Señor. Aun nuestro lecho nos parece como si fuera hecho de madera tan verde y fresca que incluso brota flores: “Nuestro lecho es de flores” (Ct 1, 16). ¡Cuánto afecta el amor nuestra percepción! Las cosas más sencillas nos parecen con un nuevo aspecto, como bellas y encantadoras, y nosotros mismos somos encantados, como viviendo en un encanto, el encanto del amor divino, tal como experimentaba la Virgen María, perdida en el amor de Dios. Su casa sencilla es ahora transformada para ella en una casa imponente con vigas de cedro y artesonados de ciprés. Y ella dice: “Las vigas de nuestra casa son de cedro, y de ciprés los artesonados” (Ct 1, 17). Así es su casa de encuentro con el amor divino. Tan dulce hace este amor el mismo lugar en que ella tiene sus encuentros con su amado divino.

Ella tiene varios lugares para el encuentro divino, cada uno diferente y bello, lleno del encanto del amor que llena su corazón. Y es precisamente el encanto de este amor, que tiene lugar en estos lugares, que los hace tan bellos a sus ojos y en su experiencia. Ella ve estos lugares del encuentro divino con los ojos de su corazón, y así los describe. Habla de un “monte de la mirra” y de “un collado del incienso” donde su amado va para encontrarla y llenarla con sus amores. Por eso el Señor dice: “Hasta que apunte el día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, y al collado del incienso” (Ct 4, 6).

¿Qué lugar más fragante hay que un monte de la mirra o un collado del incienso, un paraíso de árboles aromáticos, cuyos aromas las suaves brisas desprenden? De verdad, su amado divino le viene apresurado “sobre las montañas de los aromas”, como ella dice: “Apresúrate, amado mío, y sé semejante al corzo, o al cervatillo, sobre las montañas de los aromas” (Ct 8, 14).

Ahí ella pasa la noche en contemplación amorosa con el amado de su corazón. Ahí en su monte de la mirra y collado del incienso (Ct 4, 6), en su lecho de flores (Ct 1, 16), en su escondrijo del encuentro divino con sus vigas de cedro y artesonados de ciprés (Ct 1, 17), ella pasa la noche, encantada e inundada del amor de su Señor, a quien tiene íntimamente apresado cerca de su corazón, como un “manojito de mirra”, reposando entre sus pechos (Ct 1, 13). Y afuera, las suaves brisas desprenden los aromas de los árboles aromáticos, y ella oye el sonido de sus hojas temblando cuando sopla el viento. Así pasa su tiempo agradablemente en la compañía de su Señor, en la belleza de la naturaleza. Y ella queda ahí con su amante divino, respirando esta fragancia de la mirra en este monte “Hasta que apunte el día y huyan las sombras” (Ct 4, 6) —es decir toda la noche, el tiempo del silencio y de la intimidad con Dios en meditación, oración, y contemplación.

Pero ella tiene también otros escondrijos de encuentro con su amado divino. Tiene el pleno desierto. El Cantar la describe en este escondrijo del amor divino: “¿Quién es ésta que sube del desierto como columna de humo, perfumada de mirra y de incienso y de

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todo polvo aromático?” (Ct 3, 6). “¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado?” (Ct 8, 5). La vemos ahora, viniendo del desierto donde ha encontrado a su amado divino, quien la llenó con amor y dulzura. Ella sube ahora de este encuentro, como de un jardín de flores bien regado, y llena de sus aromas, los aromas de la contemplación, los santos aromas del amor de Dios. Aquí viene, subiendo del desierto, un lugar donde no hay nada, sino Dios, y viene “perfumada de mirra y de incienso y de todo polvo aromático” (Ct 3, 6). Ella es como una columna de humo aromático, llena de la fragancia de Dios. Ella se fue donde no hay nada ni nadie, para estar a solas con el amado de su corazón, y ahora está llena de su presencia y amor, recostada sobre él: “¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado?” (Ct 8, 5).

Así estamos nosotros también cuando estamos a solas con el Señor, el amado de nuestro corazón, que nos llena con su presencia en la contemplación, y durante todo el día. Nunca estamos menos solos que cuando estamos solos con Dios. Y así fue la Virgen María, llena de gracia. El Señor está con ella. Ella está llena del Señor. Así pasó sus días, “recostada sobre su amado”, perfumada de toda fragancia de su encuentro divino.

Hay también otros lugares de encuentro que ella tiene para esconderse en silencio y amor con su Señor. Ella se esconde también en las cumbres de las montañas, en búsqueda del Señor, hasta que él la llama desde estas cumbres para que venga y vaya con él. Él le dice: “Ven conmigo desde el Líbano, oh esposa mía; ven conmigo desde el Líbano. Mira desde la cumbre de Amana, desde la cumbre de Senir y de Hermón, desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos” (Ct 4, 8). ¡En cuán remotos lugares ella vive, buscando el amado de su alma!

Aun la Virgen María fue así, aunque no vivía en los montes. Vivía aquí en la tierra, pero con su corazón desprendido de todo lo terrenal, viviendo sólo para Dios, como si viviera en las cumbres de las montañas, en las cimas de luz, con su tienda armada permanentemente allí con el Señor, calentándose en su esplendor. Y allí él la encuentra, en la cumbre de Amana, en la cumbre de Senir y de Hermón. Tan lejos de los hombres está, en el silencio de su corazón, en comunión con Dios, que sus únicos vecinos son los leones y los leopardos. Se fue a vivir entre ellos, lejos del mundo, lejos de los hombres, para vivir en silencio, en “los montes de los leopardos” y en “las guaridas de los leones” (Ct 4, 8), con animales que no hablan. Sí, la Virgen María vivía en Nazaret, pero vivía allí con su corazón en el cielo, escondido en Dios; y el Señor la llenó de su amor.

Esta esposa del Señor también se esconde del mundo en una cueva o agujero de la peña (Ct 2, 14), en un risco dominando al mar en su búsqueda de Dios. Desde allí también el Señor la llama: “Paloma mía —le dice—, que estás en los agujeros de la peña, en lo escondido de escarpados parajes, muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto” (Ct 2, 14). El Señor quiere ver su rostro porque es hermoso. Y dice: “Vuélvete, vuélvete, oh Sulamita; vuélvete, vuélvete, y te miraremos” (Ct 6, 13). Su belleza es un reflejo de la belleza de Dios, quien la hermoseó sobre manera con su propia belleza. Ella está transformada “de gloria en gloria” (2 Cor 3, 18), en la misma imagen del Señor, cuando lo contempla en su gloria.

Sí, la Virgen María vivía entre los hombres, pero su corazón fue tan escondido en Dios, que fue como si viviera en un agujero de la peña, en un risco, dominando por la vista al mar. Así fue embellecida sobre manera y pudo irradiar sobre los demás la gloria y el amor de Dios. Cuanto más se esconde en amor con Dios, en oración, y

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contemplación, tanto más irradia sobre el mundo el amor divino, y así tanto más contribuye al verdadero bienestar del mundo.

Ella vive también en un jardín, donde “Las mandrágoras han dado olor, y a nuestras puertas hay toda suerte de dulces frutas, nuevas y añejas, que para ti, oh amado mío, he guardado” (Ct 7, 13). Este también es un lugar de encuentro con su amado divino. La belleza y el silencio de la naturaleza es una gran ayuda para una vida contemplativa. Nos ayuda para poner nuestra alma en paz y tranquilidad. Es por eso que casas para retiros están colocadas en lugares silenciosos, pacíficos, y bellos. El paisaje del desierto, con su vasto horizonte y ausencia de otras distracciones, es también un recuerdo constante de la razón por la cual estamos aquí —por Dios, y para nada más que él. El monte también nos ayuda con su altura y alejamiento del mundo para recordar por qué estamos aquí —para vivir en las alturas del espíritu y lejos del ruido y distracción del mundo, para entrar en una relación amorosa con Dios.

Pero también un escondrijo en un jardín o entre árboles aromáticos es una ayuda para la contemplación y la paz interior, y para estar a solas con Dios. Por eso la esposa del Cantar tiene también una cabaña en un jardín, donde “hay toda suerte de dulces frutas” “a nuestras puertas” (Ct 7, 13). Dice “nuestra” porque está allí con el amado de su corazón. Ella come su fruta, y dice: “Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas; porque estoy enferma de amor” (Ct 2, 5). Ella está en su jardín con su esposo divino, “enferma de amor”; y su Señor le dice: “Y el olor de tu boca como de manzanas” (Ct 7, 8). Aun el olor de su aliento refleja la belleza de Dios en la creación, y en la naturaleza. María también manifiesta la Sabiduría divina que dice: “Como cinamomo y aspálato aromático he exhalado perfume, como mirra exquisita he derramado aroma” (Sir 24, 15). Ella exhala perfume: el olor de manzanas. Esto es porque la contemplación de Dios llena su corazón con dulzura y da un aroma aun a su aliento. Aun el olor de sus vestidos es como el olor de los pinos y árboles aromáticos del Líbano, donde ha vivido en sus ermitas con el Señor. Y el Cantar dice sobre ella: “Y el olor de tus vestidos como el olor del Líbano” (Ct 4, 11).

Ella misma ha venido a ser como un huerto cerrado en que las suaves brisas desprenden sus aromas. Por eso dice: “Levántate, Aquilón, y ven Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas. Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta” (Ct 4, 16). Su amado es Dios; y el mismo Dios viene y se deleita en el huerto de su esposa humana, en el alma de María. ¡Que sea nuestra alma como la suya!

Estas reflexiones aplican a todos los que quieren amar a Dios con todo su corazón, que es el primer mandamiento. No son sólo para los ermitaños y los monjes. Son también para cada cristiano que quiere amar a Dios con todo su corazón.

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III

LA ESPERANZA Y LA PARUSÍA

“Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43). Esta es nuestra esperanza. Vivimos, como cristianos, para este gran día, un día de gloria y alegría, un día de luz y esplendor. Vivimos para el Reino del Padre, para el gran banquete mesiánico y la recolección de los frutos de la tierra, la gran siega, la cosecha final, la vendimia de sus racimos, cuando, al fin, sus uvas estarán maduras. En este gran día, el Hijo del Hombre meterá su hoz aguda y vendimiará la viña de la tierra y echará las uvas en el gran lagar (Apc 14, 14-19). Y en aquel día “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8, 11). El esplendor de este banquete y de este día nos ilumina aun ahora con su luz dorada, suave y madura, como la puesta del sol al fin del día.

Anticipamos la alegría del espíritu de este día en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el banquete mesiánico. En la Eucaristía estamos unidos los unos a los otros y con el Mesías en un banquete con el Padre y el Espíritu Santo. Estamos sentados a la mesa en el Reino de Dios, alabando al Señor con toda la creación, con los ángeles y los santos, y con todos nuestros hermanos y hermanas. ¿No es esto un anticipo de la alegría del último día cuando todos los santos “vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios” (Lc 13, 29)? Será un día de luz y alegría; y vivimos ya ahora en su esplendor.

Esta es la virtud de la esperanza. La esperanza cristiana ilumina y hace gozosa la vida de fe. La vida de fe es una vida santa, vivida en Cristo. Por la fe, somos justificados y dados una óptica completamente nueva. Transformados y divinizados por nuestra cooperación con la obra justificadora de Dios en nosotros, vivimos en esperanza y amor. El amor de Dios llena nuestro corazón, y la promesa de un futuro radiante nos llena de esperanza, y esta esperanza ilumina nuestra vida presente. Por eso es muy importante que meditemos con frecuencia sobre las últimas cosas, sobre la parusía o gloriosa venida del Señor Jesucristo en gran luz con todos sus santos al fin del mundo. Así pues debemos resplandecer ahora en esperanza para estar preparados para este día; y el resplandor con que resplandecemos no es nuestro, sino que es Cristo resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor 4, 6). Esto sucede si vivimos una vida de fe y obediencia perfecta a la voluntad de Dios.

Así, pues, comenzando a resplandecer ahora, anhelamos su cumplimiento en la venida gloriosa del Señor, cuando nos sentaremos en el banquete mesiánico, en el Reino de nuestro Padre, resplandecientes como el sol (Mt 8, 11; 13, 43). Entonces, como

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profetizó Isaías, “el Señor de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados. Y destruirá en este monte la cubierta con que están cubiertos todos los pueblos, y el velo que envuelve a todas las naciones. Destruirá a la muerte para siempre; y enjugará el Señor Dios toda lágrima de todos los rostros; y quitará la afrenta de su pueblo de toda la tierra; porque el Señor lo ha dicho” (Is 25, 6-8). Este es el gran banquete que saboreamos de antemano ahora en la Eucaristía. Y cuanto más saboreamos su dulzura ahora, tanto más anhelamos su cumplimiento en el Reino de nuestro Padre en esplendor y luz.

Vivimos por medio de la virtud de la esperanza. Vivimos por nuestra meditación sobre estas cosas. Así estamos ya en espíritu en este gran día de antemano, con nuestro corazón en el Reino de nuestro Padre. Al vivir así, vivimos en un tipo de encanto, fuera del cual no queremos caer. Caemos fuera de este encanto cuando participamos en los placeres ruidosos de este mundo. Por eso queremos permanecer siempre dentro de este bello encanto, envueltos en su esplendor, iluminados de su luz. Así esta es la función de la virtud de la esperanza cristiana. Es una virtud luminosa, que ilumina nuestra vida en el presente.

El profeta Daniel describe así este día de luz, este día de nuestra esperanza cristiana: “Los entendidos resplandecerán —dice— como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan 12, 3). En este gran día, resplandeceremos como el sol en el firmamento, y como las estrellas en el cielo de noche. “Y entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43).

Pero para llegar a este día tenemos que estar preparados; y porque no sabemos cuándo vendrá, debemos estar siempre preparados: ahora, hoy, y todo el tiempo. Este es el mensaje de Jesús, quien deliberadamente no nos reveló cuándo vendrá, para que estuviéremos siempre preparados. Dijo: “Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre. Mirad, velad, orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo”. Es como los siervos esperando la llegada de su Señor. “Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Mc 13, 32-37). Debemos ser vigilantes, siempre vigilantes.

Jesús quiere que estemos en un estado constante de preparación y vigilancia, que vigilemos y velemos para su venida, que puede suceder en cualquier momento; que vivamos cada día como si fuera el último. Así viviremos conforme a nuestro destino en el plan de Dios de ser entre “los entendidos” que “resplandecerán como el resplandor del firmamento” y “como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan 12, 3). Así seremos entre los justos, los cuales “En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como chispas en un rastrojo. Gobernarán naciones, dominarán pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos” (Sab 3, 7-8). Esta es nuestra esperanza.

Por eso debemos tener nuestras lámparas encendidas y nuestros lomos ceñidos, esperando al Señor en vigilancia. Dice Jesús: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando… Vosotros, pues,

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también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá” (Lc 12, 35-37.40). Es el mismo Jesús que quiere que vivamos en este estado de alegre expectativa y preparación constante por su venida. No es sólo que debemos vivir siempre bien y moralmente, sino que debemos también esperar la parusía de Jesucristo, viniendo en cualquier momento en las nubes del cielo en gran luz con todos los santos y ángeles. Esta es la voluntad de Dios para con nosotros.

“Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo —dice Jesús—… y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 24, 30-31). Esta será la recolección de los frutos de la tierra, la siega de la tierra, la última cosecha, la vendimia de todas las naciones, cuando los justos serán recogidos en el Reino de Dios. Y ¿cómo será esta señal? Será como un relámpago, como afirma Jesús: “Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mt 24, 27). Así veremos su luz brillante en el día de su venida, “Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día” (Lc 17, 24). ¡Qué día de luz será este gran día! La meditación sobre este día de luz nos ilumina ahora en el presente, nos llena de Dios, nos purifica, y nos aleja de los placeres de este mundo. Así es la virtud de la esperanza cristiana.

¿Cómo será esta voz de trompeta, la final trompeta, que tocarán los ángeles en el último día, el día de gloria y esplendor? “Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta”. Será una trompeta para llamar a los escogidos; no a todos; a los que están preparados; no a los negligentes. Llamará de aquí y de acá a los pocos que han escogido la puerta estrecha y el camino angosto de la vida que pocos hallan (Mt 7, 13-14). Pero habrá una gran muchedumbre, porque los ángeles juntarán a los elegidos de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 24, 30) —es decir: de todas partes. Y estaremos todos juntos, aunque durante nuestra vida estábamos aislados, unos aquí, otros acá.

Y sobre la voz de esta trompeta final, san Pablo dice: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4, 16-17).

Así, pues, no debemos sentirnos mal al ver que somos sólo pocos en nuestro ambiente en este camino angosto de la vida. En aquel gran día, seremos muchos, juntados unos de aquí, otros de acá, de todas partes. Es necesario que sufrimos de esta soledad ahora, para entrar en la gloria después; y, de hecho, entramos incluso ahora en su gloria espiritualmente, si vivimos con fidelidad. San Pablo nos dice: “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Tim 2, 12). Y también siempre debemos recordar que —como dice san Pablo— “todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Tim 3, 12). Y también San Juan dice lo mismo: “Hermanos míos —dice— no os extrañéis si el mundo os aborrece” (1 Jn 3,13). Y Jesús dijo “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 18-19).

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Pero en este gran día de luz y esplendor, al sonido de la trompeta final, tendremos gran gozo cuando vemos que somos entre los elegidos, porque —como escribe san Pablo— “todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Cor 15, 51-52).

Debemos, por lo tanto, vivir una vida santa y pura ahora, alejada de los placeres mundanos que disipan esta alegría del espíritu y este encanto —el encanto de la santa esperanza. San Pablo está motivado por esta esperanza para vivir una vida santa y piadosa en el presente; y reza por sus lectores en este mismo espíritu: “que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). La venida del Señor nos da motivación y ánimo para vivir una vida irreprensible en santidad delante de Dios ahora. Sin esta esperanza para “la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13) en gran luz, sin esta visión radiante, careceríamos del ánimo necesario para vivir una vida santa. Pero con la alegría e inspiración de esta visión y esperanza, sí, podemos vivir una vida santa e irreprensible, purificándonos cada día más, corrigiendo hoy nuestros errores de ayer, y siempre aprendiendo más sobre el camino de la santidad.

San Pablo repite la misma cosa otra vez: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts 5, 23). San Pablo desea nuestra santificación “por completo” (holoteleis) ahora “para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. Y san Pedro quiere que esperemos “por completo” (teleios) en la parusía y en su gracia: “por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pd 1, 13-15). Debemos esperar “por completo” en la gracia de la venida del Señor, y vivir inspirados por la luz de este gran día, viviendo “en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2,12-13).

San Pedro también eslabona la esperanza para la venida del Señor con nuestra conducta santa en el presente. Dice: “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y acelerando la venida del día de Dios!” (2 Pd 3, 11-12). Esperando estas cosas, ¡cómo no debemos nosotros “andar en santa y piadosa manera de vivir!” Nuestra esperanza nos anima para vivir de una manera santa y piadosa en el presente. Y dice que así podemos incluso acelerar el día del Señor: “¡esperando y acelerando la venida del día de Dios!” Y dice san Pedro también: “Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz” (2 Pd 3,14). El bello encanto de esta esperanza nos anima para vivir “sin mancha e irreprensibles” en paz. Y todo esto es “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt 16,27). Porque esperamos esta recompensa, nos guardamos para este día de gloria.

Déjeme terminar con una palabra de san Pablo a los corintios: Vosotros —dice— estáis “esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; el cual también os

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confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 7-8).

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IV

LA CRUZ Y LA PERSECUCIÓN

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9, 23). La vida cristiana es una vida de sacrificio, es una vida que se ofrece a sí misma a Dios en amor, como una ofrenda o donación de sí misma al Padre junto con la ofrenda del Hijo en la cruz, en el Espíritu Santo. Es decir, nuestra vida cristiana es una vida eucarística, una vida de adoración y culto al Padre con el Hijo en el Espíritu Santo. En la Eucaristía es el Hijo que se ofrece en un acto de culto como sacrificio de adoración a su Padre por nuestra salvación. Por la Eucaristía somos invitados a entrar en su único sacrificio perfecto que agradó perfectamente al Padre a favor de los hombres. Como hombre, su sacrificio fue posible. Pudo sufrir y morir en nuestra carne, y como hombre lo hizo a favor de nosotros los hombres. Pero como Dios, como el Hijo unigénito de Dios, su sacrificio tuvo valor infinito ante el Padre, y ganó para nosotros nuestra salvación.

Por nuestro sufrimiento, podemos participar con el Hijo en el misterio de su cruz, en su gran ofrenda y acto de culto al Padre. Hay varios tipos de sufrimiento: persecución, enfermedad, o la mortificación de nosotros mismos por el ayuno, por guardar vigilias, y por el renuncio de los placeres del mundo. Todos estos modos de sufrir o de negarnos son una crucifixión de nosotros, si los usamos conscientemente para ofrecernos en amor a Jesús y en imitación de su sacrificio en la cruz. Así tomamos nuestra cruz cada día, e imitamos y seguimos a Jesús. Si lo amamos, queremos imitarlo, llevando nuestra cruz.

En este capítulo, voy a reflexionar sólo sobre la persecución como un modo de llevar la cruz de Cristo.

La persecución por causa de Cristo, por causa de la justicia, es una forma muy importante de llevar la cruz de Cristo. La cruz de Jesús fue ante todo persecución, la persecución de Jesús por los que no lo entendieron ni lo aceptaron. Y ¿qué hizo Jesús para ser perseguido? No hizo nada mal; sino sólo bien. Fue perseguido por hacer el bien. Sus discípulos y seguidores, que son perseguidos por predicar el evangelio y la verdad, y por vivir una vida virtuosa y obediente a la voluntad de Dios, participan en el mismo misterio de la cruz. Son benditos. Son en una posición de alegría y unión con Jesucristo. Y uno que es unido a Jesucristo, es unido a Dios. Por eso el llevar nuestra cruz de persecución es un medio alegre para ser unidos a Dios.

Jesús dijo: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os

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vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mt 5, 10-12). Somos bienaventurados cuando somos perseguidos por Cristo, porque la persecución nos une con él a quien amamos, y nos configura más aún a su imagen; nos hace semejantes a él.

Es imposible ser un buen cristiano, una persona virtuosa, y evitar la persecución. No podemos evitar lo que el mismo Jesús no pudo evitar, es decir la persecución. Él dijo: “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia llamaron Belzebú, ¿cuánto más a los de su casa?” (Mt 10, 25). Y en el evangelio de san Juan, Jesús dice: “Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15, 20). Si obedecemos la voluntad de Dios y vivimos una vida santa y virtuosa, y si predicamos la verdad con todos los desafíos auténticos del evangelio, seremos perseguidos; y podemos regocijarnos cuando esto sucede.

Personas mundanas o personas viviendo una vida de placer mundano, o peor aún, una vida de pecado, se sentirán acusadas en sus consciencias por nuestros sermones y por el ejemplo y testimonio de nuestra vida; y ellos nos perseguirán. No pueden acusarse a sí mismos, admitiendo públicamente que están viviendo mal y por eso no quieren nuestros sermones —no, no van a admitir esto frente a los demás. No van a admitir la verdad. Más bien buscarán otra forma de venganza. Dirán, por ejemplo, que nuestros sermones son demasiado largos, o de una espiritualidad ajena, o que no se entienden. La Imitación de Cristo dice: “Y si sabes que tú no eres culpable, piensa que soportarás felizmente tales palabras por Dios” (3.46). Cuando esto sucede, si somos verdaderamente predicando el evangelio, debemos regocijarnos y dar gracias a Dios por “haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa” de Cristo, como los apóstoles que fueron azotados por el concilio por haber predicado en el nombre de Jesús. Y san Lucas nos dice que “ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre” (Hch 5, 41). Cuando esto nos sucede, debemos regocijarnos, y continuar predicando a Cristo con poder, como estos apóstoles, que “todos los días —dice san Lucas en el versículo siguiente— en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (Hch 5, 42).

Tenemos una buena descripción de la mentalidad de los que persiguen al justo, en el libro de la Sabiduría, capítulo dos. Dicen así los malvados y mundanos que persiguen al justo: “Pongamos trampas al justo, que nos fastidia y se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud… Es un reproche contra nuestros convicciones y su sola aparición nos resulta insoportable, pues lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes” (Sab 2, 12.14.15). Tan sólo el testimonio de su vida les fastidia: “y su sola aparición nos resulta insoportable”. ¿Por qué es su aparición insoportable? Es insoportable porque lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes”.

Usted también, como diácono y después como sacerdote, va a vivir una vida distinta a los demás si vive una vida santa e irreprensible delante de Dios. Y muchos van a sentirse acusados en su conciencia por su modo de vivir, hablar, y predicar. Usted debe vivir así y no disminuir su testimonio por miedo o para tratar de evitar la persecución.

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Jesús nos amonestó: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33). Debemos siempre dar un buen testimonio de la fe en nuestra manera santa de vivir y en nuestra predicación, no disminuyendo los desafíos auténticos del evangelio para tratar de evitar la persecución. Sólo seremos benditos si damos públicamente un buen testimonio de la verdad, si confesamos a Cristo fielmente delante de los hombres.

Por eso san Pedro nos dice: “gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros” (1 Pd 4, 13-14). Es verdad lo que san Pablo escribe: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Tim 3, 12). Y san Juan dice lo mismo: “Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece” (1 Jn 3, 13). De hecho, el día vendrá, dijo Jesús, en que “seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo. Cuando os persiguen en esta ciudad, huid a la otra; porque de cierto os digo, que no acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre” (Mt 10, 22-23).

Esta es la vida de un apóstol, de un sacerdote santo. San Pablo describe la vida apostólica como una participación en la cruz y resurrección de Cristo. Vivimos espiritualmente resucitados si vivimos una vida crucificada por amor a Cristo. Dice san Pablo: “Porque según pienso, Dios ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres…nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difamen, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (1 Cor 4, 9.12-13). Esta es la gloria de la vida apostólica, el llevar la cruz de Cristo, experimentar su gloria al llevarla, e irradiar esta gloria a todos. Muchos creen —dice san Pablo— que estamos “entristecidos, mas siempre [estamos] gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo” (2 Cor 6, 10).

En la cruz está la resurrección. Una vida crucificada es una vida resucitada. Y porque es una vida nueva, una vida resucitada, san Pedro dice que somos bienaventurados cuando somos vituperados por el nombre de Cristo. Estando crucificado por Cristo, vivo en su gloria; y el Espíritu de gloria y de Dios reposa entonces sobre nosotros (1 Pd 4, 13-14). De verdad, con mucha frecuencia, cuando estamos perseguidos por Cristo, por vivir según la voluntad de Dios y por predicar bien el evangelio con todos sus desafíos auténticos, es en estos tiempos de persecución que experimentamos más el amor de Dios y la paz de Cristo envolviéndonos. A veces, al principio, estamos asustados por la reacción negativa contra el bien que hayamos hecho, pero en poco tiempo experimentaremos el glorioso Espíritu de Dios reposando sobre nosotros (1 Pd 4, 13-14). Y así, por la presencia de este Espíritu, conocemos que estamos viviendo una vida nueva en Cristo, unidos con él en su cruz, y también con él en su resurrección. Es una resurrección espiritual; y conocemos que la vida crucificada es de verdad la vida resucitada.

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Recordamos las palabras de Jesús en el evangelio de san Juan: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 18-19). Si somos verdaderos discípulos de Cristo, no somos más de este mundo, como Jesús nos dijo: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14). Y si no somos del mundo y no vivimos una vida mundana, entonces hemos dejado de buscar los placeres mundanos, y hemos comenzado a vivir con un corazón completamente indiviso en nuestro amor por el Señor, sirviendo sólo a él, a un Señor, y no a dos señores, es decir: a Dios y al mismo tiempo a los placeres del mundo (mamón).

Pero si tenemos sólo un tesoro que es Cristo, entonces el mundo no nos va a entender ni aceptar. El mundo va a rechazar a la vez el testimonio de nuestra vida junto con nuestras palabras, nuestros sermones. El mundo nos va a perseguir. Nos va a aborrecer, como lo aborreció a Cristo, y lo crucificó. “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Jn 15, 18). Si fuésemos del mundo, el mundo nos amaría como lo suyo, y evitaríamos esta persecución, pero no seríamos discípulos de Cristo. Es precisamente porque no somos del mundo que el mundo nos aborrece, como dijo Jesús claramente: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 19).

Pero al mismo tiempo es verdad que cuanto menos somos del mundo, tanto más ayudamos al mundo como diáconos y sacerdotes; y cuanto más somos del mundo, tanto menos ayudamos al mundo como diáconos y sacerdotes. El mundo necesita sacerdotes santos, no mundanos. El mundo necesita sacerdotes enamorados de Jesucristo, no de los placeres del mundo. El mundo necesita sacerdotes que se sacrifican y se mortifican para ser así purificados del mundo en sus cinco sentidos y en sus tres potencias del espíritu (entendimiento, memoria, y voluntad). Sólo así tendremos un corazón puro para amar a Dios con todo nuestro corazón, con un corazón completamente indiviso, reservado y guardado sólo para el Señor.

Pero por no ser del mundo, tenemos que saber que el mundo nos va a perseguir. Tenemos que esperar esto y así estar preparados para que esta persecución no nos sorprenda, escandalice, ni desaliente. Estando así advertidos, podemos aceptar y aguantar con un corazón alegre esta persecución como una parte normal de la vida cristiana.

No debemos tratar de protegernos por negar a Cristo o por dejar de seguir su voluntad o por dejar de predicar los desafíos del evangelio. Por eso dijo Jesús: “todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). Si tratamos falsamente de salvarnos, de salvar nuestra vida al no vivir ni predicar radicalmente según la voluntad de Dios, como Cristo quiere que vivamos y prediquemos, entonces perderemos nuestra verdadera vida en Cristo. Al tratar de salvarnos así mundanamente, perdemos nuestra vida en Dios. Pero si hacemos lo correcto, y vivimos siempre y radicalmente según la voluntad de Dios y predicamos el evangelio auténticamente con todos sus desafíos, entonces perderemos nuestra vida por cause de Cristo, pero la salvaremos. Tendremos enemigos que nos perseguirán, pero viviremos en paz y gran luz. Dios nos iluminará y regocijará, como dice san Pedro: “Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros” (1 Pd 4, 14). Dios estará a nuestro lado, y

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viviremos en su gloria y alegría; y en tiempo, personas buenas reconocerán la virtuosidad de nuestra vida y la autenticidad de nuestra predicación y de nuestro testimonio. De verdad, si aceptamos la cruz de Cristo, en poco tiempo reinaremos con él: “Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Tim 2, 11-12). Y este reinar con él empieza ahora en una nueva calidad de vida. Es una participación del misterio pascual, en que morimos en la muerte de Cristo, sufriendo persecución por hacer lo bueno, la voluntad de Dios, y por eso participamos también en su resurrección, viviendo una vida nueva en la luz, espiritualmente resucitada. Entonces aunque sufrimos la persecución, experimentamos también la victoria de Cristo y el gozo de su amor como recompensa —perdiendo la vida, la salvamos verdaderamente. Esta es la única vida que vale la pena vivir.

Y si somos felices así espiritualmente, viviendo una vida espiritualmente resucitada y llena del amor de Dios, de su gran luz y felicidad, ¿qué nos importa lo demás? ¡Nos importa poco la persecución! Al precio de la persecución, hemos comprado una vida verdaderamente feliz e iluminada. Hemos, en verdad, salvado nuestra vida, perdiéndola por Cristo. El saber esto puede hacernos querer perder nuestra vida por Cristo, viviendo heroicamente, porque Dios nos salvará y regocijará, llenándonos con su luz y amor. Pero el vivir pusilánimemente, temiendo a los hombres más que a Dios, nos privará de este gozo, luz, y amor interior, que Cristo da a sus amigos. Es una verdadera iluminación interior. Es la resurrección espiritual que resulta por haber llevado la cruz y participado en la muerte de Cristo.

Por eso debemos llegar al punto de no tener mucha precaución de nuestra vida en este mundo. Si arriesgamos nuestra vida en este mundo por hacer lo que es según la voluntad de Dios, el mismo Dios nos protegerá y luchará de parte de nosotros, y nos regocijará con su gloria; y el Espíritu de gloria y de Dios reposará sobre nosotros. Por eso podemos aun aborrecer nuestra vida en este mundo, conociendo que así Dios nos protegerá y regocijará más aún. Así nos enseña Jesús: “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25). Aborrezcamos, pues, nuestra vida en este mundo, haciendo siempre y radicalmente la voluntad de Dios. Así guardaremos nuestra vida en Dios. Y “el que conoce a Dios, nos oye; el que no es de Dios, no nos oye” (1 Jn 4, 6).

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V

EL CELIBATO Y LA RENUNCIA

“Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no casada y la virgen se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro bien, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin distracciones” (1 Cor 7, 32-35).

El celibato es un gran don que Dios ha dado a la Iglesia. Él permite una relación bellísima, nupcial y exclusiva, con Dios y con Cristo, lleno del Espíritu Santo y la alegría espiritual. Es el gran don de poder amar a Dios con todo el corazón, conforme al primer mandamiento de Jesús. Por el celibato podemos amar a Dios sin división alguna de corazón, ni siquiera dividiéndolo por el amor de una esposa en el sacramento del matrimonio. Así podemos amar al Señor con un corazón completamente indiviso, guardado y reservado sólo para él, con toda nuestra energía afectiva dirigida sólo a él. En esto, reconozcamos la bondad del matrimonio como obra de Dios, pero aquí es una cuestión de renunciar a lo bueno para lo mejor, de renunciar a un bien de este mundo para el Reino de Dios, de renunciar a un bien de esta creación para la nueva creación.

Para el célibe, Cristo es el único esposo de su corazón (2 Cor 11, 2). El célibe vive muy radicalmente el misterio que proclamó san Pablo en estas palabras: “Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Cor 11, 2). Somos la esposa de Cristo. Cristo es nuestro esposo. Esto es verdad para todo cristiano, pero el célibe tiene una gran ventaja aquí en ser la única esposa de Cristo. Él puede hacer esto con más facilidad, porque no tiene otro amor que ha capturado y enamorado su corazón. Cristo, de verdad, es su único esposo, el único esposo de su corazón.

Para obtener el beneficio del celibato, hay que vivirlo integralmente, sin otras amistades amorosas, aun si no son físicas. Si uno tiene una amistad amorosa, si uno está enamorado de una mujer, entonces no puede disfrutar del fruto de su vida célibe, porque no tiene un corazón indiviso sólo para el Señor en toda pureza y sin esclavitud afectiva alguna. Si tiene un enamoramiento, su corazón ya está dividido, aun si no tiene ninguna relación física con ella. Al vivir dividido así, uno falta a la vez las ventajas tanto del matrimonio como del celibato. No tiene el gozo espiritual del celibato integralmente vivido, ni tampoco tiene los gozos del amor sexual del matrimonio. Es como colgado

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entre los dos, no disfrutando ni del uno ni del otro. Su vida así dividida es una de las más miserables que hay. Estando enamorado, pero no pudiendo consumirlo en el matrimonio, vive en un estado continuo de tristeza y depresión.

Es como una manguera con huecos. El agua sale por todos lados, y la que llega al rociador falta la presión necesaria para que funcione bien el rociador. Esta agua que sale al lado es la energía afectiva que sale al lado yendo a una mujer o a mujeres, y entonces la presión de nuestra agua o amor es demasiado débil para que el rociador funcione bien. El rociador es nuestra relación con Cristo. Toda nuestra agua, es decir, amor, debe ir al rociador, a nuestra relación con Cristo. Así es el celibato integralmente vivido —una vida de amor y luz, una vida encantada en Cristo, una vida resucitada e iluminada. Esta iluminación viene al precio de vivir el celibato integralmente.

El celibato es un espejo en que toda la Iglesia puede ver reflejada la imagen de lo que ella debe ser. El celibato ayuda a toda la Iglesia, porque presenta tan radicalmente lo que todos deben hacer según las posibilidades de cada uno —es decir, ser la esposa de Cristo y amar a Dios con todo el corazón y con un corazón indiviso. El célibe puede hacer esto más visible y radicalmente, y así abrir los ojos de los demás para entender mejor su propia vocación de vivir sólo para Cristo —cuanto puedan.

También el celibato es un signo escatológico, es decir, un signo visible ahora, aquí en la tierra, de lo que todos serán en el mundo de la resurrección, porque todos que llegan al mundo de la resurrección serán célibes, como afirmó Jesús, diciendo: “cuando resuciten de los muertos, ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles que están en los cielos” (Mc 12, 25). Esto dijo en relación con la mujer que tuvo siete esposos, y los saduceos quisieron saber cuál de ellos será su esposo en la resurrección. Para Jesús, esta pregunta fue muy sencilla, porque no hay matrimonio ni casados en el cielo, ni en la resurrección, sino todos serán como los ángeles, viviendo una vida angélica, sin esposos o esposas humanos.

Por eso el celibato ha sido llamado “la vida angélica”, porque el célibe vive ahora aquí en la tierra con anticipación la vida de los ángeles en el cielo y en el mundo de la resurrección. En la resurrección, todos tendrán un corazón perfectamente indiviso, y el Señor será literalmente el único esposo de su corazón; y no tendrán más un esposo o una esposa humana. Los célibes viven un anticipo de esta “vida angélica” de la resurrección, y por eso su vida presente es una “vida angélica”, un signo escatológico para los demás del futuro de todos los que llegan a la resurrección.

Así el celibato es una vida siempre con el Señor en todo. “Estos son los que siguen al Cordero por dondequiera que va” (Apc 14, 4).

Para una vida de perfección, tenemos que mortificarnos de muchas otras cosas también. Esto es para tener un corazón completamente indiviso, sólo para el Señor en todo, sin división alguna de nuestro amor e interés. Esto es porque “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (mammón)” (Mt 6, 24). Muchos quieren servir a Dios, pero también quieren servir a los placeres del mundo. Pero Jesús nos enseña que esto es imposible. No podemos tener éxito con Dios si tratamos de servir al mismo tiempo a los placeres del mundo. Estos placeres dividen nuestro corazón, y así no es más indiviso, guardado sólo para el Señor.

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También debemos tener sólo un tesoro en nuestra vida, y este tesoro no debe estar aquí en la tierra, sino en el cielo. Jesucristo debe ser nuestro único tesoro. Si otras cosas, personas, o placeres vienen a ser también nuestro tesoro, nuestro corazón y mente estarán así divididos, y no podremos llegar a la vida de perfección y unión con Dios en la luz como él quiere. ¿Qué dijo Jesús sobre esto? Dijo: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt 6, 19-21).

¿Dónde queremos que esté nuestro corazón? ¿Aquí en la tierra? ¿En las cosas materiales? ¿En los placeres mundanos? ¿En amores pasajeros? ¿En apegos? ¡No! Si queremos que nuestro corazón esté fijado en Cristo, tenemos que desprendernos de todo otro amor y apego si nos damos cuenta de que algo o alguien está viniendo a ser otro tesoro en que tenemos nuestro corazón. No debemos permitir que nuestro corazón sea dividido así si queremos que Cristo, de verdad, sea nuestro gran tesoro. De otro modo, Cristo no será el gran tesoro, sino más bien sólo una pequeña cosa entre otras cosas interesantes en nuestra vida. Pero para que Cristo sea grande en nosotros, tiene que ser nuestro único tesoro. Esto quiere decir que tenemos que quitar y expulsar de nuestro corazón todo otro tesoro, y desprendernos, despojarnos, y desapegarnos de todo lo demás —de estas personas, cosas, o placeres innecesarios.

Así seremos purificados poco a poco, no sólo en nuestros cinco sentidos, sino que también en las tres potencias de nuestro espíritu, para permanecer vacíos para Dios, para que él pueda llenarnos por completo e inundarnos de su luz y amor. Así caminaremos en la luz, como él quiere para con nosotros (Jn 8, 12). Esta es la preparación necesaria que nosotros podemos hacer activamente para purificarnos para la oración de unión, que normalmente requiere esta preparación activa de nuestra parte.

Entonces la oración de unión, una vez experimentada regularmente, nos purificará más, matando en nosotros los deseos mundanos, porque ya hemos gustado, experimentado, y saboreado en esta oración algo más bello, más grande, más deseable, y de mucho más valor, por el cual ya estamos preparados a dejar todo lo demás para poseerlo. Este es el tesoro escondido de la mayoría. Entonces vemos que viviendo así, despojados del mundo y de sus placeres, vivimos cada vez más en la luz, aun en medio de grandes problemas que amenazan nuestra vida. Y esta es la meta de la vida cristiana aquí en la tierra: vivir en la luz. Pero esto viene sólo al precio de mucha renuncia y mortificación de los sentidos y de las potencias del espíritu, hasta que vivamos, de verdad, sólo para Dios y su servicio. Pero para llegar allí, tenemos que renunciar a mucho, y no sólo a cosas pecaminosas, sino a todas las cosas que pueden dividir nuestro corazón.

Entonces, hay otras purificaciones también que sólo Dios obra en nosotros, en las cuales nosotros estamos pasivos, como, por ejemplo, la persecución, la enfermedad, y también el sentido de culpabilidad si pecamos o si participamos en placeres a los cuales Dios quiere que renunciemos. Estas purificaciones, en que estamos pasivos, junto con las en que estamos activos, activamente mortificándonos, nos llevan al punto de que experimentamos regularmente la oración de unión, y, en debido tiempo, llegaremos al punto de que vivimos en la luz, con Cristo como nuestro único tesoro y Señor.

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Pero en estas purificaciones, no es suficiente purificar sólo los cinco sentidos —importante y esencial como sea esto— negando placer al paladar, a los ojos, a los oídos, al olfato, y al tocar. También tenemos que purificar nuestros pensamientos, memoria, y deseos para estas cosas, hasta que lleguemos al punto de no pensar tanto de ellas, de no recordar ni tener imaginaciones de ellas con tanta frecuencia. O por lo menos debemos disminuir estos pensamientos, memorias, y deseos en su intensidad y frecuencia. Así no sólo privamos nuestros sentidos de estos placeres, pero, en tiempo, debemos también purificar nuestro espíritu (en sus tres potencias) de estas cosas. Así podemos llegar con más facilidad a la oración de unión con frecuencia e intensidad, y al punto de que vivimos en la luz, viviendo en un estado de amor de Dios y en esperanza del futuro, de su gloriosa parusía. Así será cuando somos purificados, si tan sólo podemos evitar imperfecciones que nos abruma.

Alguien que entra un monasterio, por ejemplo, priva inmediatamente sus cinco sentidos de mucho del mundo: no come carne ni comida suculenta, no puede ir a visitar a su familia y amigos, no puede ir al cine, mirar la televisión, o escuchar el radio o la música seglar, ni puede hablar mucho. No puede ir a un restaurante, viajar para ver otro paisaje, o ir para un paseo al museo o a un parque zoológico, etc. Es decir, sus cinco sentidos son privados en un sólo día, el mismo día de su entrada en el monasterio. Pero normalmente uno queda por mucho tiempo todavía lleno del mundo.

Sus pensamientos están por mucho tiempo todavía llenos de su vida en el mundo y de los placeres del mundo. Su memoria e imaginación están llenas de imagines e imaginaciones mundanas, y su voluntad está llena de deseos por estas cosas mundanas que él ha dejado al entrar el monasterio. Por eso necesita tiempo, viviendo lejos del mundo y de sus placeres, hasta que mueran poco a poco estos pensamientos, memorias, imaginaciones, y deseos en su espíritu. Es decir, las potencias de su espíritu tienen que ser purificadas también; no sólo los cinco sentidos. Es así que somos preparados para una vida verdaderamente contemplativa en que podamos experimentar la oración de unión con frecuencia e intensidad, y poco a poco llegar al punto de que vivimos en la luz.

Jesús nos enseña mucho sobre esto. Dice: “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo” (Mt 13, 44). ¿Qué es lo que Jesucristo está enseñándonos aquí? ¿Qué es el punto de esta parábola? Está enseñándonos que si queremos obtener el Reino de Dios, que es la unión con Dios, la posesión de Dios, y nuestra transformación en santidad, tenemos que hacer algo de nuestra parte, y esto es dejarlo todo, dejar todo lo posible de este mundo, cuanto más y cuanto más radicalmente, tanto mejor.

Los santos son nuestros héroes y modelos en esto. Ellos han llegado a la santidad, en parte porque han dejado todo por Cristo, porque han cooperado heroicamente con el llamado y con la gracia que han recibido. Así dice la parábola del tesoro escondido. Este hombre va gozoso para vender todo lo que tiene, para comprar este campo y así obtener el tesoro. Es gozoso vendiendo todo lo que tiene porque sabe que al hacer esto, va a obtener un tesoro que vale mucho más que todo lo que va a vender. Pero sólo pudo obtener el tesoro al dejar todo lo demás primero. Sólo así pudo comprar el campo. Si nosotros queremos obtener el tesoro, que es el Reino de Dios y la unión con él, que es una vida de amor, vivida en la luz con él resplandeciendo en nuestro corazón, tenemos que hacer lo mismo.

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Y ¿cómo podemos hacer esto? ¿Cómo podemos dejarlo todo para entrar más profundamente en el Reino de Dios y tener este gran tesoro de unión con Dios en la oración, y una vida transformada en la luz? Dios nos mostrará nuestro propio camino para hacer esto si seguimos con docilidad las inspiraciones del Espíritu Santo. Tenemos también las vidas de los santos y la tradición monástica para inspirarnos en cómo podemos dejarlo todo para vivir sólo para Dios.

Tradicionalmente los monjes han tratado de hacer esto al renunciar a los placeres innecesarios de la vida. Comían comida sencilla, sin fritura, sin condimentos, excepto la sal, sin carne, sin harina blanca, sin delicadezas; nunca desayunaban, y cenaban sólo seis meses del año. Así vivían los cistercienses en el tiempo de san Bernardo (ver su primera carta). Además, no usaban ropa seglar, hablaban poco, y no salían de la clausura para paseos innecesarios. Todo esto fue para ganar este tesoro escondido. Esto fue su precio. El tesoro escondido se compra al precio de renunciar a todo lo demás. Así pudieran, de verdad y en actualidad, amar sólo a Dios; y si Dios es, de veras, nuestro único Señor y único tesoro, entonces él vendrá a ser muy grande dentro de nosotros, un gran tesoro de mucho valor, una perla preciosa que hemos obtenido sólo al precio de vender todo lo demás.

Así seremos los últimos que son los primeros. Seremos los anawim, los benditos pobres de Yahvé, porque tienen sólo a Dios como su único gozo en la vida. Seremos los que hemos dejado casa, padres, hermanos, mujer, e hijos por el Reino de Dios, y recibimos ahora la recompensa céntupla (Mc 10, 29-30). Pero si no hacemos lo que hizo este hombre que descubrió el tesoro escondido, podemos ser entre los ricos, a los cuales Jesús dijo: “¡ay de vosotros, ricos! Porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! Porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! Porque lamentaréis y lloraréis. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas” (Lc 6, 24-26). ¡Qué mejor sería ser entre los a los cuales Jesús dijo: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios… Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre” (Lc 6, 20.22)! Entonces no seremos entre los a los cuales Jesús dijo: “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan la faz de toda la tierra” (Lc 21, 34-35). Así obtendremos el gran tesoro escondido si dejamos todo lo demás, todo lo innecesario, siguiendo esta palabra radical de Jesús, que nos llama a la perfección: “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33).

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