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UNA SALVACIÓN PARA TODOS: Hacia una comprensión pan-ecuménica de la salvación Juan David Montoya Castro Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Teología Carrera de Teología Bogotá, D. C. Noviembre del 2009

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UNA SALVACIÓN PARA TODOS: Hacia una comprensión pan-ecuménica de la salvación

Juan David Montoya Castro

Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Teología Carrera de Teología

Bogotá, D. C. Noviembre del 2009

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UNA SALVACIÓN PARA TODOS: Hacia una comprensión pan-ecuménica de la salvación

Juan David Montoya Castro

Monografía para optar al título de Teólogo

Director de monografía: Luis Felipe Navarrete S. J.

Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Teología Carrera de Teología

Bogotá, D. C. Noviembre del 2009

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NOTA DE ACEPTACIÓN _______________________________________________________________________ _______________________________________________________________________ _______________________________________________________________________ _______________________________________________________________________

__________________________ Firma del Presidente del Jurado

__________________________ Firma del Jurado

__________________________ Firma del Jurado

Bogotá, D. C., Noviembre del 2009

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DEDICATORIA

A mi hijo,

con el anhelo de que puedas ver el rostro de Dios donde quiera que se manifieste

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. MARCO EPISTEMOLÓGICO

1.1. Una necesidad teológica nacida de un momento histórico

1.2. El problema epistemológico nacido de la investigación antropológica

1.3. Excurso sobre el paradigma otro y la postcolonialidad

1.4. El cambio metodológico nacido del cambio epistemológico

1.5. Excurso sobre la etnografía como método subjetivista del conocimiento

1.6. El aporte del interés emancipatorio a la presente investigación

2. ENFOQUES DEL ESTUDIO DE LAS RELIGIONES DEL MUNDO DESDE EL OCCIDENTE

CRISTIANO

2.1. Exclusivismo o Eclesiocentrismo

2.2. Pluralismo o Teocentrismo

2.3. Puntos de desencuentro entre Occidente y Oriente

2.4. Inclusivismo o Cristocentrismo

3. SOTERIOLOGÍA CRISTIANA PARA EL DIALOGO ENTRE LAS RELIGIONES

3.1. En La Tradición Ecuménica

3.1.1. La doctrina de la reconciliación en Ireneo

3.1.2. La doctrina de la reconciliación en Orígenes

3.1.3. La doctrina de la reconciliación en Anselmo

3.1.4. La doctrina de la reconciliación en Abelardo

3.1.5. En suma

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3.2. En La Tradición Ortodoxa

3.2.1. La doctrina soteriológica de la Téosis

3.2.2. En suma

3.3. En La Tradición Católica

3.3.1. El concilio de Trento

Sobre el pecado original

Sobre la justificación

Sobre los sacramentos

En suma

3.3.2. El concilio Vaticano II

Sobre la relación de la Iglesia con las otras iglesias y con las otras religiones

Sobre la función de la Virgen María y de la Iglesia

En suma

3.3.3. La declaración Dominus Iesus

3.4. En La Tradición Protestante

3.4.1. Solus Christus

3.4.2. Sola Gratia

3.4.3. Solo Verbo

3.4.4. Sola Fide

3.4.5. En suma

3.5. Sobre la Unicidad de la Fe Cristiana

3.5.1. Síntesis cristológica: Jesucristo como plenitud de la revelación

3.5.2. Síntesis soteriológica: Jesucristo como lugar de salvación por excelencia

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4. PROPUESTA PARA UNA COMPRENSIÓN PAN-ECUMÉNICA DE LA SALVACIÓN

4.1. Sobre Jesucristo como Sacramentum Mundi

4.2. Sobre los Sacramentos como Repraesentatio

4.3. Sobre el Concepto de la Gracia

4.4. Sobre el Sacerdocio Universal de todos los Creyentes

4.5. Las Vías de Salvación como Campo Semántico en las Religiones del Mundo

4.6. Una Reflexión Final acerca del Sentido de la Evangelización

5. CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

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SIGLAS Y ABREVIATURAS

Versiones de la Biblia utilizadas:

BJ Biblia de Jerusalén

BP Biblia del Peregrino

DHH Dios Habla Hoy

RV95 Reina Valera 1995

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INTRODUCCIÓN

“Se entiende por trabajo monográfico el escrito que tiene la particularidad de versar

sobre un tema único, bien delimitado y preciso, de manera rigurosa y profunda, produc-

to de una investigación bibliográfica y teórica”. Así se describe en el documento de

nuestra Facultad una de las dos modalidades de trabajos de grado propuestas como

requisito para finalizar el plan de formación profesional en Teología. Tal es pues, la in-

tención del presente trabajo monográfico.

El tema sobre el cual versa el presente estudio pertenece al apartado de teología sis-

temática denominado soteriología. Y que he titulado: “Una Salvación para Todos: hacia

una comprensión pan-ecuménica1 de la salvación”.

El primer capítulo inicia nuestra exposición con una reflexión epistemológica en la

cual mostramos la necesidad de asumir una perspectiva subjetivista del conocimiento,

que legitime el reconocimiento y aceptación de la heterogeneidad. El segundo capítulo

sigue nuestra discusión debatiendo las tres perspectivas desde las cuales la teología

cristiana se ha acercado al estudio de las otras cosmovisiones religiosas, argumentando

por qué creemos que sólo la perspectiva inclusivista está en capacidad de construir una

teología de las religiones de carácter plenamente cristiano. No obstante, asumir una

postura inclusivista no implica, de entrada, subsumir lo otro y diferente bajo la propia

perspectiva. Asumir una postura inclusivista implica, más bien, comprender a fondo los

propios presupuestos para reconocer cómo estos influyen en nuestra comprensión del

otro, y así tratar de depurar los propios postulados de actitudes excluyentes. Por eso, el

tercer capítulo expone, a manera de panorama general, los diferentes conceptos teoló-

gicos que giran en torno a la cuestión soteriológica en las tres grandes tradiciones de la

1 Aunque el término ecumenismo se ha utilizado para referirse a la comunión entre las distintas tradi-

ciones cristianas, sin embargo, vale la pena rescatar el término en su significado original según el cual la ecumene (oikoumene) se refiere al “mundo habitado en el que coexisten diversos pueblos, con diversi-dad de lenguas, culturas y religiones”, tal y como se usa en Lc 2, 1 y Hc 11, 28 para referirse al mundo en-tero. Así pues, el uso que hago del término en el presente estudio significa sencillamente todo-el-mundo (pan-oikoumene), en el sentido de todas las religiones del mundo y no solamente de las diversas tradi-ciones cristianas.

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cristiandad: la ortodoxa, la católica y la protestante, con el propósito de reconocer las

propias precomprensiones que podrían orientar un diálogo inter-religioso respetuoso

de la verdad y bondad contenida en lo otro y diferente. El cuarto y último capítulo re-

coge lo discutido hasta el momento para proponer un concepto pan-ecuménico de la

salvación que, sin negar la propia identidad cristiana, posibilite la comprensión del plan

salvífico de Dios para toda la humanidad desde una óptica que acepte la validez de los

distintos sistemas de creencias de las religiones del mundo.

Cabe resaltar desde ya, que la presente investigación bibliográfica y teórica es más

una propuesta de diálogo intra-religioso que, sin embargo, también tiene como hori-

zonte promover el diálogo inter-religioso. En este sentido, este trabajo da el primer pa-

so, a mi juicio necesario, pero no único ni suficiente, para un auténtico diálogo inter-

religioso.

El tema escogido de la salvación responde a un simple interés personal, pero tam-

bién podría haberse escogido otras temáticas como la revelación y las sagradas escritu-

ras2, el concepto de encarnación divina3, las esperanzas escatológicas4, entre otros.

Creo que en el futuro, una teología de las religiones del mundo, sea de carácter plena-

mente cristiano o no, deberá abordar éstas y otras temáticas teológicas.

La cuestión que queremos resolver puede formularse así: cómo asumir un acerca-

miento a las distintas religiones del mundo que, al mismo tiempo que reconozca la va-

lidez de los distintos sistemas de creencias y prácticas religiosas, sin embargo, tampoco

niegue la propia identidad cristiana. Pues, por una parte, el pluralismo religioso legiti-

ma los sistemas de creencias y prácticas de las religiones del mundo, negando la pre-

tensión de verdad y universalidad de la fe cristiana; y, por otra parte, el exclusivismo

judeocristiano afirma su pretensión de verdad y universalidad, invalidando la legitimi-

2 Tema que aborda los interesante libros de Javier Melloni titulados: El Uno en lo Múltiple (2003) y

Vislumbres de lo Real: (2007). Así como el libro de Harold Coward (editor) titulado Los Escritos Sagrados en las Religiones del Mundo (2000).

3 Tal y como ha sido tratado por Geoffrey Parrinder en su libro Avatar y Encarnación (1970). Y por

Raimon Panikkar en su libro El Cristo Desconocido del Hinduismo (1970). 4 Como en el libro de Pierre Antoine Bernheim y Guy Stavrides titulado Paraíso, Paraíso (1991).

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dad de los sistemas de creencias y prácticas de las demás religiones del mundo.

Esta cuestión es un problema que necesita resolverse pues, en nuestra actual época

de multiculturalismo, ya no se puede negar ni la existencia ni la validez de otras cosmo-

visiones religiosas distintas a la propia. Pero, por la misma defensa al multiculturalismo,

tampoco podemos negar nuestra propia existencia y validez como cristianos. Esto con-

lleva un dilema, ya que el carácter propio de la identidad cristiana implica, necesaria-

mente, la proclamación de la universalidad y plenitud de la salvación otorgada por Dios

en la obra y persona de Jesucristo. Tal universalidad y plenitud de la obra salvífica de

Jesucristo, aparentemente negaría la legítima validez de los sistemas de creencias y

prácticas de las otras religiones del mundo diferentes a la cristiana, pues nos encon-

tramos ante pretensiones de verdad aparentemente opuestas. Por una parte, el kerig-

ma cristiano proclama que en Jesús son salvos todos los seres humanos y, por otra par-

te, las religiones del mundo asumen que sus propias propuestas de fe son verdaderos

caminos de salvación. Qué necesidad, entonces, tendrían las religiones del mundo de

reconocer en Jesucristo al salvador de toda la humanidad. Acaso, ¿reconociéndolo no

estarían negando su propia validez como vías de salvación? O acaso, proclamando la

universalidad y plenitud de la salvación ofrecida por Dios en Jesucristo, ¿no estarían los

cristianos negando la validez de las otras religiones del mundo como auténticos cami-

nos de salvación?

La presente investigación argumentará que sí es posible asumir la pretensión cristia-

na sobre la universalidad y plenitud de la salvación ofrecida en Jesucristo, al mismo

tiempo que se asume la validez de las otras religiones del mundo como legítimos cami-

nos de salvación.

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1. MARCO EPISTEMOLÓGICO

1.1. Una necesidad teológica nacida de un momento histórico

El siglo XXI es un tiempo histórico en el que estamos más cerca del cosmopolitismo

kantiano que cuando el filósofo de la ilustración lo concibió.5 Globalización, mundializa-

ción y planetarización son términos que remiten a un mismo campo semántico, aún a

pesar de sus matices diferenciales en materia económica, política y cultural; tal campo

semántico bien podría definirse con la frase de moda: “la aldea global planetaria”.

También a nivel intelectual estamos ante un cambio epistemológico de importancia

con la aparición del denominado postmodernismo. Pues bien, más allá de una mereci-

da discusión acerca de la contribución de la postmodernidad al así titulado proyecto in-

acabado de la modernidad, sin embargo, el pluralismo de saberes, versiones de vida

buena, cosmovisiones religiosas, entre otros, es un hecho ineludible que ya no tiene

vuelta atrás, gracias al reconocimiento de esos otros saberes promovido por los estu-

dios culturales derivados de la disciplina antropológica. Ya el célebre libro El Pensa-

miento Salvaje (1962) del antropólogo Claude Levi-Strauss, mostró claramente cómo el

pensamiento de los pueblos indígenas, denominado pensamiento primitivo en el siglo

XIX, posee una lógica interna que merece ser comprendida y que de ninguna manera es

menos verdadera que la lógica aristotélica.

Conviene aclarar que, a pesar de usar el término “postmodernismo” para referirme

en forma general a los cambios de paradigmas actuales, sin embargo, mi perspectiva

epistemológica no es postmoderna sino que me adhiero a los defensores de una “se-

gunda modernidad” en la cual se reconcilia razón y tradición como elementos constitu-

tivos del saber humano (la denominada “teoría crítica de la sociedad” con sus repre-

5 “Como se ha avanzado tanto en el establecimiento de una comunidad (más o menos estrecha) entre

los pueblos de la tierra que la violación del derecho en un punto de la tierra repercute en todos los de-más, la idea de un derecho cosmopolita no resulta una representación fantástica ni extravagante, sino que completa el código no escrito del derecho político y del derecho de gentes en un derecho público de la humanidad, siendo un complemento de la paz perpetua, al constituirse en condición para una conti-nua aproximación a ella” (I. Kant, Sobre la Paz Perpetua, segunda sección, tercer artículo, último párra-fo).

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sentantes de la Escuela de Frankfurt apuntaría a tal dirección -Horkheimer, Adorno,

Marcuse, Habermas, entre otros). Al decir, conciliar razón y tradición, me refiero a la

aceptación del valor de la tradición (entendida como la asunción de los propios presu-

puestos subjetivos –históricos y culturales- e intereses políticos) en la crítica de una

razón pura y objetiva de carácter meramente instrumental y estratégica, hacia el reco-

nocimiento de una racionalidad intersubjetiva de carácter comunicativo con intereses

liberadores.

Mi distanciamiento de una perspectiva postmoderna se debe a las posiciones relati-

vistas en que caen algunos postulados postmodernos a los que no me adhiero, pues

considero que a pesar de que la razón no sea suficiente, sin embargo, sí es necesaria en

la construcción del saber. Una definición del relativismo conceptual que me parece

muy ilustrativa es la realizada por el filósofo Pablo Quintanilla en su artículo Interpre-

tando al Otro: comunicación, racionalidad y relativismo (2005):

La primera pregunta que habría que formular es qué es el relativismo conceptual. Éste

podría definirse como la tesis según la cual hay en principio una diversidad de esquemas

conceptuales con los que describimos y categorizamos la realidad, sin que existan criterios

objetivos para establecer cuál de estos esquemas es el correcto, o si alguno lo es. Una

manera alternativa de formular el relativismo es diciendo que no hay criterios objetivos

para determinar el valor de verdad de nuestras creencias o el valor moral de nuestras

acciones (p. 29).

La crítica al relativismo conceptual en que caen algunos autores postmodernos la ha

llevado a cabo el filósofo Donald Davidson en libros como Essays on Actions and Events

(1980) y Inquiries into Truth and Interpretation (1984), por medio de conceptos como el

“principio de caridad” definido por él como: “En nuestra necesidad de hacerlo inteligi-

ble [refiriéndose al hablante] intentaremos una teoría que lo encuentre consistente, un

creyente de verdades y un amante del bien (todo bajo nuestros propios criterios, es in-

necesario decirlo)” (Davidson, 1980, p. 222). Es decir, que la comprensión del otro re-

quiere por parte de los interlocutores reconocerse como sujetos racionales en quienes

existe una articulación consistente entre sus creencias, deseos y acciones, que son

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asumidas como verdaderas por tales interlocutores y que guían su búsqueda del bien al

cual ellos tienden al actuar. En palabras más sencillas, que tanto la verdad como el bien

pertenecen a las intenciones de cada uno de los hablantes e interlocutores; de lo con-

trario, el diálogo no sería posible.

Estamos pues, ante un momento histórico de posibilidad de comprensión del otro

que nuestros antecesores no tuvieron. De lo cual nace una gran responsabilidad: la ne-

cesidad de comprender el sentido de las creencias y costumbres de aquellos que lla-

mamos “el otro”. Esta necesidad de comprensión del otro no es sólo una tarea políti-

camente relevante, sino también teológicamente necesaria. Es una tarea que no sólo

incumbe a las ciencias sociales, sino también a la teología cristiana y, tal vez, con mayor

razón. Pues la teología cristiana asume, por el mismo carácter universalista del kerig-

ma, que es necesario comunicar el mensaje salvífico a todos los pueblos del mundo.

Por nuestra parte, es decir, como teólogos, tenemos entonces el deber y la necesidad

de acercarnos a las creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo de mane-

ra mucho más inclusivista y pluralista que el antiguo exclusivismo teológico de algunos

de nuestros antecesores. Sólo así estaremos en capacidad de re-significar el mensaje

cristiano a las formas de pensamiento de los pueblos del mundo, posibilitando en el

otro una genuina comprensión de la fe que confesamos.

1.2. El problema epistemológico nacido de la investigación antropológica

Una pregunta resulta de nuestro interés de comprensión del otro: ¿es posible tal

comprensión? El trabajo de investigación de la etnografía ha demostrado que existe

una distancia conceptual enorme entre nuestra manera occidental de explicación de la

realidad y el modo no occidental de comprensión de la existencia. Por eso, aquello que

“nosotros” decimos acerca del “otro”, resulta ser muy distinto de aquello que los

“otros” dicen acerca de “sí mismos”. Es decir, la comprensión del otro resulta cuestio-

nada por un sesgo subjetivista imposible de superar. Al respecto, resulta ilustrativo el

siguiente texto del antropólogo Clifford Geertz en su libro El Antropólogo como Autor

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(1988):

Tanto el mundo que los antropólogos en su mayor parte estudian, que un día fue lla-

mado primitivo, tribal, tradicional o folk, y que ahora recibe el nombre de emergente, en

vías de desarrollo, periférico o sumergido, como aquel a partir del cual en su mayor parte

lo estudian, la academia, han cambiado no poco desde los tiempos de Dimdim y Dick el

“Sucio”, por un lado, y la Columbia Research in Contemporary Cultures, por otro. El fin del

colonialismo alteró radicalmente la naturaleza de las relaciones sociales entre los que pre-

guntan y miran y aquellos que son preguntados y mirados. El declinar de la fe en el hecho

bruto, los procedimientos holistas y el conocimiento descontextualizado en las ciencias

humanas y en los estudios académicos en general, alteró no menos radicalmente las ideas

de preguntadores y observadores sobre lo que pretendían hacer (p. 141-142).

… En verdad, el derecho mismo a escribir -a escribir etnografía- parece estar hoy en pe-

ligro. La entrada de los pueblos en otro tiempo colonizados o marginados (portando sus

propias máscaras, recitando sus propios textos) en la escena global de la economía, de la

alta política internacional y de la cultura mundial ha hecho que la pretensión del antropó-

logo de convertirse en tribuna de los marginados, representante de los invisibles, valedor

de los tergiversados, resulte cada vez más difícil de sostener (p. 143).

… Todo esto resulta tanto más funesto, y provoca llamadas de alarma y crisis, cuanto

que al mismo tiempo que los fundamentos morales de la etnografía se han visto conmovi-

dos por la descolonización en lo que al “Estar Allí” respecta, sus fundamentos epistemoló-

gicos se han visto conmovidos por una general pérdida de fe en las historias aceptadas so-

bre la naturaleza de la representación, etnográfica o no, en lo que hace al “Estar Aquí”.

Confrontados en la Academia por la repentina explosión de prefijos polémicos (neo-, post-

, meta-, anti-) y subversivos títulos (Tras la Virtud, Contra el Método, Más Allá de la Creen-

cia), los antropólogos se han visto obligados a añadir a su preocupación reciente sobre si

es “honrado” lo que están haciendo (¿quiénes somos nosotros para describirlos a ellos?),

la de si es “posible” hacerlo (¿puede cantarse en Francia una canción de amor etíope?),

con la que están aún menos preparados para pechar. Saber cómo se sabe no es una cues-

tión que estén acostumbrados a plantearse más allá de sus términos prácticos, empíricos:

¿qué pruebas se tienen?, ¿cómo se recogieron?, ¿qué muestran? Saber cómo se vinculan

las palabras con el mundo, los textos con la experiencia, las obras con las vidas, no es cosa

que estén acostumbrados a plantearse en absoluto (p. 145).

Tal es la cuestión y debate sobre la imposibilidad de una absoluta objetividad, des-

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vinculada de cualquier sesgo subjetivo, en todo trabajo de investigación científica en

ciencias sociales. Para profundizar en este debate cabe remitirse a los estudios sobre

sociología del conocimiento que nos han aportado mucho en la comprensión de las

condiciones socio-culturales de la construcción del saber (desde el postulado sobre la

“revolución científica” de Thomas Kuhn hasta la propuesta sobre el “programa fuerte”

de David Bloor).6 Y también cabe remitirse a los denominados intelectuales post-

coloniales quienes nos invitan a dejar de mirar al otro desde nosotros mismos para co-

menzar a mirarnos a nosotros mismos desde el otro (como Dipesh Chakrabarty en la

India, Boaventura de Sousa Santos en Portugal y Enrique Dussel en América Latina, en-

tre otros).7 Estos nuevos paradigmas del conocimiento propuestos por las ciencias so-

ciales tienen como objetivo la relativización del modo de conocer occidental moderno y

la subsiguiente apertura a nuevos modos de conocer ya no universales ni absolutos, si-

no situados histórica y culturalmente. Se trata, entonces, de asumir una actitud más

abierta y dialogal entre los distintos saberes del mundo, que posibilite aprendizajes y

reformas de doble vía, o sea, encuentros motivados por actitudes de plena empatía en-

tre los interlocutores.

Los debates y discusiones sobre los nuevos paradigmas del conocimiento son nece-

sarios antes de introducirnos en nuestra propia temática de investigación. Pues nuestro

propio enfoque epistemológico condicionará nuestra comprensión del sentido de las

creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo. Pero tal debate y discusión

merece todo un trabajo de investigación, que trataría de vincular el discurso de los

nuevos paradigmas del conocimiento con la construcción de un honesto y sincero dis-

curso teológico adecuado para nuestros tiempos.

Por mi parte, me remito, simplemente, a admitir y acoger las nuevas perspectivas

6 Ver: La Estructura de las Revoluciones Científicas (1962) de T. S. Kuhn, y Conocimiento e Imaginario

Social (1976) de D. Bloor. 7 Ver: El Humanismo en la Era de la Globalización (2003) y Al Margen de Europa (2008) de Dipesh

Chakrabarty. Crítica de la Razón Indolente (2003), La Caída del Angelus Novus (2003) y El Milenio Huérfa-no (2005) de Boaventura De Sousa Santos. Filosofía de la Liberación (1977) y Ética de la Liberación en la Edad de la Globalización y de la Exclusión (1998) de Enrique Dussel, y Ética del Discurso; Ética de la Libe-ración (2005) de E. Dussel y K. O. Apel.

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subjetivistas del conocimiento, como las promovidas por la sociología del conocimiento

y los intelectuales post-coloniales, para mi discusión teológica sobre la comprensión de

las creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo. En otras palabras, asumo

una perspectiva subjetivista del conocimiento, según la cual sólo puedo comprender al

otro desde mi propia posición histórica y cultural (sociología del conocimiento), no para

legitimar mi propia actuación histórica y cultural (colonialismo), sino para permitirme

re-significar mi propia comprensión histórica y cultural (post-colonialismo). En palabras

más sencillas, me interesa comprender las creencias y prácticas de las grandes religio-

nes del mundo, para re-significar mis propias creencias y prácticas religiosas, recono-

ciendo que mi comprensión del “otro” está determinada por mi propio contexto histó-

rico y cultural y que, por lo tanto, tal comprensión podría resultar muy distante de la

autocomprensión que el “otro” realice de sus propias creencias y prácticas. En términos

teológicos, trataré de comprender desde mi propia perspectiva cristiana y occidental,

los sistemas de creencias y prácticas de las grandes religiones del mundo, para promo-

ver mi propia conversión, y no la conversión del “otro”, hacia caminos de convivencia

más acordes con mi propio llamado y vocación de tolerancia y aceptación de la diferen-

cia.

Conviene aclarar que a pesar de referirme a la comprensión de las prácticas y creen-

cias de las religiones del mundo como mi campo de estudio, resulta evidente que sería

imposible estudiar todas las prácticas y creencias de las religiones del mundo. Por tal

motivo, he escogido como tema central de mi estudio la comprensión del concepto de

salvación. Reconociendo que al asumir tal temática como centro de interés de mi estu-

dio estoy actuando como teólogo cristiano, pues el mismo término “salvación” remite a

una comprensión cristiana. No pretendo, entonces, realizar un estudio comparado de

las religiones, según el cual estudiaría los referentes teológicos de las diferentes reli-

giones del mundo que remiten al concepto cristiano de salvación, sino que pretendo

estudiar el propio concepto de salvación cristiano en su desarrollo histórico y dogmá-

tico con el propósito de reflexionar acerca de los significados soteriológicos más via-

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bles para un fecundo diálogo inter-religioso.

Por lo cual, o sea, debido a que mi perspectiva epistemológica es “subjetivista”, en-

tonces, mi pretensión real es estudiar los conceptos de salvación asumidos por el cris-

tianismo a lo largo de su historia, e identificar aquellos elementos inmersos en toda la

rica y diversa tradición que ha tematizado la experiencia de la salvación, que resulten

más aptos en la construcción de un fecundo diálogo inter-religioso. En otras palabras,

me interesa conocer el desarrollo dogmático de la soteriología cristiana, para com-

prender cuál concepto de salvación serviría mejor como “puente” para el diálogo inter-

religioso. Asumo, pues, de antemano, que existen ciertas comprensiones del término

salvación que no facilitan el diálogo inter-religioso. Premisa que espero quedará de-

mostrada a medida que avancemos en nuestro estudio. Por lo que se hace necesaria la

comprensión del término salvación desde una perspectiva, que sin dejar de ser plena-

mente cristiana, también sea facilitadora de un diálogo inter-religioso respetuoso de la

diferencia.

1.3. Excurso sobre el paradigma otro y la postcolonialidad

Para precisar un poco más las implicaciones de una perspectiva “subjetivista” del co-

nocimiento postulada por la propuesta postcolonialista, invito a leer el siguiente excurso

basado en el capítulo titulado “Sobre el Paradigma Otro y la Postcolonialidad” (p. 19-58),

del libro Historias Locales, Diseños Globales (2000) de Walter Mignolo:

Desde el siglo XVI Europa se caracterizó por su actitud colonialista. Tanto España con

sus colonias en América Latina, como Inglaterra con sus colonias en Asia, así como Francia

y Alemania con sus colonias en África, y ahora Estados Unidos con su imperialismo mun-

dial; son el testimonio evidente de que occidente moderno es la historia de la dominación,

pues modernidad se homologa conceptualmente con colonización tanto intelectual como

económica y política. Que Europa y ahora Estados Unidos, ha tratado de “convertir” al

otro comenzando con las misiones de evangelización, continuando con la apropiación del

saber filosófico y científico y llegando hoy día con la globalización económica; son hechos

históricos imposibles de debatir. No hay duda tampoco de que el otro no occidental, es

decir, India, China, Islam y los pueblos indígenas, poseían y poseen aún saberes denomi-

nados “populares” que abarcan todas las dimensiones de la vida. Tales saberes y legitimi-

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dades e identidades transculturales comenzaron a hacerse visibles en occidente desde el

siglo XIX, pero desde la “perspectiva” moderna por medio de historiadores, lingüistas, an-

tropólogos y otros eruditos. De lo que se trata ahora, no es de mirar al otro desde la ópti-

ca nuestra, sino de mirarnos a nosotros mismos desde la visión del otro. Tal es la propues-

ta del denominado “paradigma otro”.

Tal paradigma comenzó con el concepto de “postcolonialidad” con trabajos de autores

como Sousa Santos en Portugal, Dipesh Chakrabarty en la India, y aún Enrique Dussel en

América latina. Éstos intelectuales postcoloniales proponen el proyecto de la diversidad

como universalidad, o sea, de la aceptación universal de la diversidad. Se trata de hablar

de las “historias locales” y de esperanzas “utopísticas” (en términos de Wallerstein), para

“abrir” la historia a futuros distintos a los propuestos por la modernidad occidental y sus

tesis teleológicas o finalistas al estilo hegeliano y marxista. En otras palabras, se trata de

visibilizar a los eternos invisibles y de hacer oír la voz de los eternos silenciados, no para

incluirlos en nuestro mundo sino para aceptar su existencia en otro mundo distinto al

nuestro. Es decir, estamos hablando de la “planetarización” intercultural que no homologa

al otro sino que le reconoce su posibilidad de existir como diferente.

Lo que uniría la diversidad de tales discursos variopintos es su experiencia histórica de

sumisión colonialista. Sería la hora (el kairos de los teólogos que es el tiempo de Dios, a di-

ferencia de Cronos como simple tiempo humano) de escuchar los discursos de los pobla-

dores de América Latina, Asia, África y aún Europa del sur. Y si el carácter de la moderni-

dad colonial fue la dominación, el distintivo del nuevo discurso sería la emancipación. Lo

que no suena a simple discurso “populista” pues es verdad que la mística India, la sabidur-

ía China, el orden social Islámico y la integración con la naturaleza de los grupos tribales,

es un ejemplo histórico de pueblos que supieron asumir una concepción del conocimiento

como contemplación y no como apropiación.

Esta nueva visión se caracteriza por su carácter dialógico que reconoce la geopolítica

del conocimiento. Se trata de una apuesta por los pensamientos fronterizos de los pueblos

marginales que bien pueden ser denominados los “des-heredados de la tierra”. De ahí su

carácter crítico y utopista. Es la des-colonización intelectual que posibilite la completa des-

colonización tanto política como económica que aún no ha llegado a su término. Es la

crítica, renuncia y aún negación de las ideologías dominantes del cristianismo, del conser-

vadurismo, del liberalismo y del socialismo pues son ideologías de la exclusión de la dife-

rencia enmascaradas en una supuesta inclusión del otro que no es más que una conver-

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sión del otro.8 La distinción de ambos discursos es que, mientras para unos la diferencia

del otro es una invitación a vencerla (modernidad occidental), para los otros la diferencia

del otro es simplemente el reconocimiento del derecho del otro a ser diferente (postcolo-

nialidad).

Por todo esto se puede hablar de un “cosmopolitismo crítico” pues se trata de la des-

colonización del saber para posibilitar proyectos globales diversos, pues no hay una globa-

lización sino muchas, es decir, muchas y variadas maneras de buscar la paz, la felicidad, la

justicia y la equidad, y no sólo la occidental moderna.

1.4. El cambio metodológico nacido del cambio epistemológico

En la actualidad el acercamiento a las religiones del mundo es bien diferente de lo

acontecido en el siglo XIX. Hemos transitado de un modo objetivista a un modo subjeti-

vista. Los grandes eruditos europeos y norteamericanos del pasado le apostaron a la

realización de investigaciones imparciales de carácter racionalista. Los actuales estu-

dios sobre la religión, tanto de ambientes eurocéntricos (Europa y Estados Unidos),

como de ambientes postcoloniales (África, Asia y América Latina), son más de carácter

“personalista”. Es decir, se reconoce el hecho de que los estudios sobre las religiones

del mundo son investigaciones acerca de “personas” humanas (población de estudio)

realizadas por “personas” humanas (sujetos investigadores), lo que implica el carácter

de diálogo en tales estudios. No se trata, entonces, como en el pasado, de que el erudi-

to académico analice los datos exóticos de pueblos con mentalidad primitiva; sino de

que “personas” con intereses religiosos se encuentran con otras “personas” de inter-

eses religiosos distintos, para establecer un diálogo de mutua comprensión. Tal es la

propuesta metodológica que propone el estudioso de religiones comparadas Wilfred

Cantwell Smith en su artículo titulado La Religión Comparada: ¿a dónde y por qué?,

quien afirma:

8 En conversación con Luis Felipe Navarrete, sacerdote jesuita, recibí al respecto la siguiente re-

flexión: “Aquí cabría, no obstante, un interrogante que busca precisar o matizar: ¿qué es aquello que el cristianismo mismo debe criticar, renunciar y negar? ¿Se referirá al conjunto de creencias y cosmovisio-nes que constituyen la fe cristiana? ¿Aludirá más bien a los intereses totalizadores e imperialistas que al-guna vez caracterizaron la llamada ‘cristiandad’?”.

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Cuando, tanto el escritor como aquello sobre lo cual escribe se tornan personales, lo

mismo ocurre con la relación existente entre ambos. Como dijimos, la posición actual es la

de un encuentro. Cuando se encuentran personas o comunidades humanas, surge una ne-

cesidad de comunicación. Por lo tanto, lo que fue una descripción está en proceso de con-

vertirse en un diálogo (1965, p. 72).

En términos lingüísticos, se trata del paso del uso del pronombre personal “ellos”, al

uso del pronombre personal “nosotros”. Antes, un investigador con pretensiones de

imparcialidad y sesgos racionalistas, trataba de analizar las creencias y prácticas de

“ellos”. Ahora, un estudioso que reconoce los condicionamientos subjetivos de su si-

tuación, intenta establecer un diálogo con las personas que poseen sistemas de creen-

cias y prácticas distintas a las propias, con el propósito de que tal diálogo enriquezca su

propia condición, y así poder referirse en sus estudios al “nosotros”, o sea, a ese nuevo

“yo” que derivó como resultado del encuentro con un “tú”. Como se verá más adelan-

te, la presente investigación apenas alcanza el primer paso, o sea, reconocer los condi-

cionamientos subjetivos de mi propia situación, como cristiano occidental que soy;

pues el segundo paso, o sea, establecer un diálogo inter-religioso que enriquezca mi

propia condición, será un paso que espero dar en mi camino de construcción teológica

posterior.

Afirmamos, entonces, que el diálogo inter-religioso requiere necesariamente, como

condición de inicio, un diálogo intra-religioso que es, precisamente, lo que me propon-

go en el presente estudio. Pues solamente, después de asumir en la propia confesión

religiosa un mundo de ideas respetuosas del mundo de ideas del otro, es cuando esta-

mos en condiciones de comenzar un encuentro verdaderamente dialogal.

1.5. Excurso sobre la etnografía como método subjetivista del conocimiento

Cabe resaltar la función propia de la etnografía, como ejemplo del significado de una

construcción subjetivista del conocimiento, para ilustrar la diferencia entre los modos ob-

jetivistas de producción del conocimiento utilizados por las ciencias naturales (como la as-

tronomía, la física, la química, la biología, entre otras), y los modos subjetivistas de cons-

trucción del saber usados por las ciencias sociales (como la historia, la sociología, la antro-

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pología, entre otras).

Refiriéndose al papel de la etnografía, el antropólogo Clifford Geertz en su libro El An-

tropólogo como Autor (1988) escribe:

Su tarea sigue siendo demostrar, o más exactamente demostrar de nuevo, en diferen-

tes momentos y con diferentes medios, que la descripción del modo en que otros viven,

que no se presenta ni como cuentos sobre cosas que nunca ocurrieron, ni como informes

sobre fenómenos medibles producidos por fuerzas calculables, aún puede inducir a la

convicción. Los modos mitopoyéticos de discurso (La Divina Comedia, Caperucita Roja), al

igual que los modos objetivistas (El Origen de las Especies, El Calendario Zaragozano) tie-

nen una adecuación específica a sus propios fines (p. 151).

Y refiriéndose a los fines de la etnografía afirma:

El objetivo inmediato que se impone (al menos eso me parece a mí) no es ni la cons-

trucción de una especie de cultura-esperanto, la cultura de los aeropuertos y los moteles,

ni la invención de una vasta tecnología de la administración de lo humano. Es más bien la

ampliación de posibilidades del discurso inteligible entre gentes tan distintas entre sí en lo

que hace a intereses, perspectivas, riqueza y poder; pero integradas en un mundo donde,

sumidos en una interminable red de conexiones, resulta cada vez más difícil no acabar

tropezándose (p. 157).

Así pues, ya que la etnografía debe olvidar sus pretensiones cientifistas, entonces, no

se trata ya de realizar descripciones medibles de hechos calculables, con fines estratégicos

o instrumentales de producción tecnológica; sino de construir comprensiones inter-

culturales entre distintos mundos de intereses, o sea, de promover el diálogo entre las

grandes sociedades que componen nuestro planeta; que a mi parecer pueden dividirse en

cinco: la Occidental euro-americana (juntamente con Oceanía), la India del subcontinente

asiático, la China del denominado lejano oriente, el Islam del cercano y medio oriente, y

los pueblos indígenas o culturas tribales repartidas en todo el globo terráqueo.9

Del mismo modo, entonces, para nosotros como teólogos, el propósito de nuestra

comprensión de las creencias y prácticas religiosas del otro, no es ni la intención misionera

de nuestros antecesores con pretensiones colonialistas, ni el anhelo cientifista de acumu-

lación del saber con propósitos de dominación; sino la preocupación sincera de lograr una

9 A propósito de la anterior descripción geográfica, resulta interesante notar cómo el continente afri-

cano no es determinado por un mundo cultural específico, pues en sus tierras tenemos representantes de tres de las grandes sociedades: occidentales como en Sudáfrica, musulmanes como en toda la zona del Magreb al norte de África, e indígenas repartidos en toda África.

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adecuada comprensión del otro, que nos permita acceder a las mito-lógicas de esas creen-

cias y prácticas religiosas diversas a las nuestras, con el fin de ampliar la posibilidad de un

diálogo razonable entre todas las religiones del mundo.

En términos más directos, nuestro propósito no es ni convertir ni dominar al creyente

de un sistema de creencias y prácticas distintas a las nuestras, sino promover y facilitar

nuestra propia adecuación al acercamiento y comprensión del otro para contribuir al re-

conocimiento, tolerancia y aceptación de la diferencia. A esto me refiero con la frase “mi

propia conversión” usada arriba; se trata de una conversión en la actitud propia para el

encuentro con los otros sistemas de creencias y prácticas religiosas. Mi intuición es que la

autocomprensión que el cristianismo tenga de sí mismo, y en concreto de lo que significa

la salvación ofrecida de modo efectivo y operante en Jesucristo, determina tal cambio de

actitud.

Creo conveniente introducir en este lugar el problema de la construcción del cono-

cimiento desde la “teoría de la acción comunicativa” del filósofo Jürgen Habermas; con

el propósito de argumentar la necesidad de un diálogo con intereses emancipatorios,

diferenciándolos de intereses de tipo técnico-instrumental o solamente histórico. Es

decir, no se trata de conocer al otro por el simple interés de explicar su comportamien-

to o de comprender el sentido de sus acciones, sino que debemos ir más allá entrando

en diálogo con el otro por el interés de una emancipación mutua. Quiero así mostrar

cómo a todo diálogo se entra con presupuestos subjetivos que no implican, necesaria-

mente, intereses instrumentales ni estratégicos, sino también comunicativos, es decir,

que las premisas subjetivistas no deben llevar a proposiciones de imposición ideológica

sino a propuestas liberadoras. Además, considero que toda reflexión sobre el marco

epistemológico y metodológico que anima cualquier debate, debe hacer explícitos los

intereses que motivan tal debate.

1.6. El aporte del interés emancipatorio a la presente investigación

Jürgen Habermas debate contra el positivismo en un escrito de 1965 titulado Cono-

cimiento e Interés, ampliado tres años más tarde en un libro con el mismo nombre. En

torno al debate sobre la reducción objetivadora del conocimiento realizada por el posi-

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tivismo, para Habermas es importante la rehabilitación de la subjetividad realizada por

Gadamer en Verdad y Método (1960) al recuperar la “tradición” y el “prejuicio” como

elementos constitutivos del conocer. Pero no comparte la solución ofrecida por la her-

menéutica filosófica que, según Habermas, deja al hombre inmerso en una tradición de

la que no puede escapar, desconociendo la capacidad autorreflexiva que sí puede

emanciparse de condicionamientos histórico-ideológicos. Habermas cree que la recu-

peración de la autoridad y la tradición realizada por la hermenéutica filosófica posibilita

el reconocimiento de los propios prejuicios pero niega la posibilidad de salir del círculo

hermenéutico del cual sí sería posible escaparse mediante la tematización de los inter-

eses extracognitivos de la construcción del conocimiento inherentes al mismo.

Pero si reconocemos que el círculo hermenéutico no es un círculo vicioso (como

otros), entonces, los participantes no serían los mismos luego de haber recorrido el

camino hermenéutico. Por lo que tendríamos que matizar la crítica de Habermas. De

todas maneras, lo que está en discusión es la posibilidad de expandir las fronteras e in-

cluso tomar distancia de la propia tradición histórica y cultural a la que se pertenece. Y,

entonces, deberíamos hablar, más bien, de niveles de ruptura con la tradición, pues un

rompimiento total y completo con la propia tradición creo que ni el mismo Habermas

lo propondría. Así pues, deberíamos reconocer lo que los historiadores denominan con

los términos continuidad y discontinuidad. Es decir, que en todo proceso histórico y

cultural se dan mecanismos de continuidad (seguimiento de lo dado) y de discontinui-

dad (rompimiento con lo dado).

El contexto del debate es la comprensión de la manera en que la teoría del conoci-

miento se transformó en teoría de la ciencia cayendo bajo los supuestos positivistas ob-

jetivantes de la metodización del saber. Habermas cree necesario que el discurso fi-

losófico recupere una comprensión del conocimiento más amplio que el postulado ob-

jetivante de la ciencia moderna. De ahí, la importancia de la rehabilitación de la subje-

tividad al modo del reconocimiento de los propios prejuicios en Gadamer o al modo del

reconocimiento del interés extracognitivo en Habermas.

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Para Habermas tres son los intereses que distinguen tres tipos de conocimientos dis-

tintos: el interés técnico-instrumental de las ciencias empírico-analíticas, el interés

práctico de las ciencias histórico-hermenéuticas y el interés emancipatorio de las cien-

cias sociales críticas. Así concuerda con Gadamer en que el interés del conocimiento

hermenéutico es práctico pues busca asegurar la comunicación o entendimiento entre

las personas con la tradición y con otros sujetos; tal y como sucede con la hermenéuti-

ca bíblica y la hermenéutica jurídica para quienes la interpretación del texto está remi-

tida a su aplicación ya sea pastoral o legal. Habermas (1968) escribe al respecto:

La comprensión hermenéutica se dirige por su estructura misma a garantizar, dentro

de las tradiciones culturales, una posible auto comprensión orientadora de la acción de

individuos y grupos, y una comprensión recíproca entre individuos y grupos, con tradicio-

nes culturales distintas… De este modo, se elimina el peligro de una ruptura de la comuni-

cación en ambas direcciones: tanto en la vertical de la biografía individual y de la tradición

colectiva a la que se pertenece como en la horizontal de la mediación entre tradiciones de

diversos individuos, grupos y culturas diferentes (p. 182-183).

Retomando a Freud en contra de Dilthey, Habermas postula que el intérprete no

siempre está en condición de reconocer su propia historia de vida pues mucho de los

contenidos biográficos están, no sólo olvidados y abiertos a la posibilidad del recuerdo,

sino reprimidos y cerrados a tal posibilidad rememorativa. El reconocimiento de la pro-

pia historia necesitará, entonces, un factor objetivante: el terapeuta. La clave interpre-

tativa le viene al consultante de algo exterior pues, al acto de ocultamiento que le

prohíbe al consultante un conocimiento pleno de sus propios prejuicios no puede esca-

parse el sujeto por sí mismo. De ahí parte la crítica a la hermenéutica filosófica de Ga-

damer. Habermas ve en la propuesta de Gadamer acerca de la autoridad del saber

hermenéutico tradicional la exclusión de procesos de explicación-objetivación y, por

eso, critica tal limitación hermenéutica que atrapa al sujeto en su propia tradición

histórico-cultural. Habermas desea poner de relieve que la autorreflexión crítica del pa-

ciente posibilitada por la clave interpretativa recibida del terapeuta, es capaz de permi-

tir el escape del control ideologizante en que los contenidos ocultos han mantenido al

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sujeto. En palabras de Ferraris (1988):

Pero, sobre todo, que el lenguaje de la tradición resulte inadecuado para comprender

formas de comunicación sistemáticamente distorsionadas, y que para ello se necesite una

teoría de la competencia comunicativa, significa, una vez más, que no todo está ya dado

en la tradición. Gadamer, en sustancia, pone como ya actual, o conseguible en todo caso

mediante una anamnesis historiográfica, lo que en realidad se afirma como ideal regulati-

vo o como objetivo último de un camino de emancipación, esto es, la posibilidad de una

comunicación sin límites ni constricciones; e imputa los eventuales fracasos del “diálogo

que somos” a la constitutiva finitud humana, hipostasiando en el plano antropológico y

ontológico, es decir, en último término, naturalizando una condición histórica superable

mediante una reflexión emancipatoria (p. 373-374).

Por todo esto, para Habermas es importante que las ciencias sociales retomen una

autonomía propia que les independice de toda filosofía, tanto de la ilustrada como de

la hermenéutica. Esto es lo que se propone en su libro La Lógica de las Ciencias Sociales

publicado en 1967. Para Habermas, asumir como canon de las ciencias del espíritu a la

filología, tal y como lo hace la tradición humanística, es renunciar a la condición mo-

derna pues el filólogo para comprender los productos más elevados de una civilización

desconocida renuncia a toda objetividad y en papel de subordinación trata de com-

prender la realidad de esa otra cultura a la que no pertenece.

Es, a esta subordinación a la tradición implícita en unas ciencias del espíritu inspira-

das en la filología a la que Habermas se opone. Habermas cree que sí es posible resca-

tar un nivel de objetividad en las ciencias sociales ya que la cientificidad de las ciencias

sociales estaría en la capacidad de reconocer el interés que actúa en el proceso cog-

noscitivo. Reconocer que el interés que subyace a las ciencias sociales críticas es la

emancipación permite rescatar el valor objetivante de las relaciones intersubjetivas

pues, tanto el que trata de conocer como el que es conocido es objetivado o invitado a

salir de su propia subjetividad por la interacción con el otro. La propia historia de tradi-

ción y los propios prejuicios pueden ser reconocidos conscientemente si el diálogo se

realiza bajo el interés emancipatorio, escapándose así a un tipo vicioso de la circulari-

dad del comprender hermenéutico. Ahora bien, se trata de que los participantes en el

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diálogo reconozcan el interés emancipatorio de su interacción pues, de lo contrario, si

sólo van en busca de un interés histórico-hermenéutico de comprensión de sentido,

entonces, no alcanzarían a distanciarse en forma crítica de la pre-comprensión.

El modelo utilizado por Habermas (1967) es tomado del psicoanálisis pues:

De ahí que también el psicoanálisis defina el papel del terapeuta en el diálogo con el

paciente como el de un participante reflexivo. La transferencia y contra-transferencia son

mecanismos que no se desechan como fuente de error de la base experimental clínica, si-

no que se deducen de la propia teoría como elementos constitutivos de la terapia: los

fenómenos de transferencia quedan bajo control por ser sistemáticamente generados e

interpretados. La situación de diálogo no queda asimilada mediante expedientes restricti-

vos al modelo, aparentemente más fiable, de la observación controlada; antes bien, la te-

oría se refiere a condiciones de la intersubjetividad de la experiencia, que resultan de la

propia comunicación (p. 177).

Nótese la importancia del participante reflexivo que ubica al sujeto conocedor en un

rango distinto y jerárquicamente superior del sujeto conocido. Esta primacía del inves-

tigador por sobre los sujetos estudiados es algo que no pasa en los estudios de historia

y filología, pero que sí ocurre en los estudios de etnología, sociología o psicoanálisis. El

papel del experto cambia la relación de intersubjetividad en el diálogo.10 Para Gadamer

la subordinación del filólogo e historiador a la autoridad de la tradición está legitimada,

pues sus contenidos de investigación se refieren a una Welt-literatur y a una Welt-

geschichte, lo que no es el caso del antropólogo, sociólogo y psicoanalista para quien el

acercamiento a sus contenidos de investigación no está condicionado o ineludiblemen-

te circunscrito por lo que hasta el momento se ha concebido como historia. Es decir,

para Gadamer toda tradición conlleva autoridad, así como todo diálogo es significativo.

Pero para Habermas existen condiciones tanto de una verdadera tradición como de un

10

Aquí nos enfrentamos a un problema en nuestro interés de diálogo inter-religioso. Pues no pode-mos postular que ninguno de los dos interlocutores sea un “experto”, ya que el diálogo debe darse hori-zontalmente; pero sí podemos asumir que cada uno de los dos interlocutores es para el otro un “objeti-vador” que posibilita el reconocimiento consciente de los prejuicios inconscientes, facilitando así la supe-ración de los condicionamientos históricos y culturales que oprimen al otro en sus propios sesgos ideolo-gizantes. Nótese, entonces, que asumimos como “objetividad” lo que es, simplemente, una función de la inter-subjetividad.

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verdadero diálogo. No todo pasado sería tradición y no toda acción sería acción comu-

nicativa o diálogo. Esto es lo que Habermas (1981) tematiza en Teoría de la Acción Co-

municativa al postular un modelo de comprensión basado en las ciencias sociales. En

palabras de Ferraris (1988):

Hay algo de cierto, indudablemente, en el contraponer a la visión gadameriana del

“diálogo que somos” la imagen del discurso como un ideal a realizar, pero que viene pre-

supuesto en todos nuestros actos comunicativos reales. Gadamer no tiene en cuenta que

la buena voluntad de entenderse en el coloquio podría ser también voluntad de potencia,

o sofística, cuyo aspecto agonístico y energético prevalece sobre el comunicativo (p. 379).

Habermas propone, entonces, el acto crítico de autorreflexión con interés emanci-

patorio como más determinante y característico para la constitución de la identidad de

las ciencias sociales, que el acto hermenéutico de comprensión del sentido con interés

práctico.

Nos propone Habermas, entonces, que en disciplinas como las ciencias sociales es

posible un interés emancipatorio. Entendido éste, como el propósito de liberar de con-

dicionamientos ideologizantes la conciencia humana. Es decir, como la capacidad de

trascender los límites históricos y culturales para liberarse de los contenidos deshuma-

nizadores de la historia humana y las tradiciones.

Relacionando la propuesta de Habermas con nuestro propósito investigativo, podr-

íamos afirmar lo siguiente. Primero, que la recuperación de la subjetividad en la cons-

trucción del conocimiento no sólo es posible sino legítima y necesaria. Segundo, que

esta recuperación pasa por el reconocimiento del valor de las propias tradiciones histó-

ricas y culturales (en nuestro caso religiosa). Tercero, que la aceptación, no obstante,

de la propia tradición, no implica, sin embargo, la imposibilidad de trascender los lími-

tes impuestos por la misma. Cuarto, que la autoreflexión crítica posibilita el escape de

los contenidos ideologizantes de la tradición. Quinto, que tal autoreflexión crítica nece-

sita de un interlocutor que invite a salir de la propia subjetividad. Sexto, que los partici-

pantes de todo diálogo al reconocer un interés mutuo de emancipación y no, simple-

mente, un interés hermenéutico de comprensión de sentidos, posibilitan la toma de

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distancia crítica de sus propias preconcepciones.

Todo lo cual, traducido en términos teológicos nos da lo siguiente. Primero, que la

entrada en el diálogo inter-religioso no implica la pérdida de nuestra propia identidad

religiosa. Segundo, que el interés de todo “verdadero” diálogo no puede reducirse,

simplemente, a comprensiones de sentidos de las creencias y prácticas del otro; sino

que debe abarcar también el interés de una “mutua conversión” hacia contenidos libe-

radores de promoción del ser humano. Tercero, que tal interés de mutua conversión

posibilita el escape de las limitaciones “deshumanizantes” de la propia tradición.

Lo cual justifica perfectamente nuestra opción epistemológica de asumir una pers-

pectiva subjetivista del conocimiento, es decir, desde nuestra propia posición como

teólogos cristianos. Además de validar plenamente nuestra opción epistemológica de

apostarle al interés emancipatorio de liberación de nuestras precomprensiones, facili-

tando nuestra conversión hacia niveles actitudinales de mayor tolerancia y empatía con

el creyente de otra religión. Pero sin negar nuestras propias pretensiones de verdad y,

por lo tanto, asumiendo que nuestros interlocutores estarían abiertos a un diálogo con

intereses emancipatorios, que podría derivar en procesos de “conversión de doble vía”.

Pues creemos, como cristianos que somos, que en Jesús, a quien la comunidad cristiana

primitiva hasta nuestros días ha confesado como el Cristo, Dios nos ha otorgado un don

salvífico de provecho para todos los seres humanos. “Conversión” que no implicaría

una renuncia a la propia tradición religiosa a la que se pertenece por condiciones histó-

ricas y culturales determinadas; sino una ruptura de esos contenidos tradicionales des-

humanizantes y, por consiguiente, una vinculación con contenidos tradicionales huma-

nizadores provengan de la tradición que provengan. Como bien dice el evangelio de

Juan, al respecto de buscar y encontrar a Dios más allá de nuestros referentes tradicio-

nales, cuando en palabras del evangelista leemos:

Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jeru-

salén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que

conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella)

en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así

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quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben ado-

rar en espíritu y verdad» (Jn 4, 21-24 BJ).

A continuación paso a describir las tres perspectivas utilizadas por la teología cristia-

na durante su desarrollo histórico para acercarse a las diversas religiones del mundo. Y

mostraré que sólo el inclusivismo estaría en capacidad de asumir una visión subjetivista

del conocimiento. Pues, de una parte, el exclusivismo se muestra plenamente objetivis-

ta y, de otra parte, el pluralismo con su perspectiva relativista cae en postulados epis-

temológicos objetivistas. Paradoja que se explicará en detalle más adelante, pero que

de momento puede entenderse por el simple hecho de que al postular la “equivalencia

epistémica” de cualquier pensamiento religioso se está, al mismo tiempo, negando la

diferencia y, por lo tanto, se cae en la presunción objetivista de querer conocer al otro

desde lo propio. Ya que, nadie negará que una perspectiva relativista es particular del

modo de conocer occidental postmoderno. Pues, para todos los pueblos del mundo su

propia cosmovisión es la más verdadera y adecuada a la realidad. Tal etnocentrismo es

característica básica de cualquier sociedad tradicional. Así que, por respeto a la dife-

rencia se debería reconocer la pretensión de verdad de cada religión, lo cual no puede

hacerse desde una perspectiva relativista.

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2. ENFOQUES DEL ESTUDIO DE LAS RELIGIONES DEL MUNDO

DESDE EL OCCIDENTE CRISTIANO

En la historia sobre el estudio de las religiones del mundo desde una óptica cristiana

existen tres perspectivas distintas de acercamiento a la cuestión: el exclusivismo, el in-

clusivismo y el pluralismo. A continuación describiré el enfoque de cada una de ellas.

Para lo cual me serviré del estudio realizado por el teólogo brasilero Faustino Texeira

publicado en 2005 bajo el título Teología de las Religiones: una visión panorámica.

2.1. Exclusivismo o Eclesiocentrismo

La histórica frase Extra Ecclesiam Nulla Salus (fuera de la Iglesia no hay salvación) ha

sido el lema de la perspectiva exclusivista. Los defensores de esta tesis sostienen que la

salvación está remitida a los instrumentos salvíficos administrados por la Iglesia. Según

Teixeira (2005) conviene aclarar que, históricamente hablando, la frase fue utilizada

por los Padres de la Iglesia en el sentido de prevenir a los creyentes contra aquellos que

se habían separado de la Iglesia, o sea, contra los herejes y cismáticos. Luego, cuando el

Imperio Romano se convirtió al cristianismo, la frase se utilizó contra judíos y paganos.

Pero en ambos casos el sentido de la frase era apologético y no contenía un carácter de

condenación contra las otras religiones del mundo. El contexto en que se defendía tal

aseveración, era el de la conversión del incrédulo a la fe en Cristo y la Iglesia. Nunca se

pensó tal cuestión con relación a la negación de la posibilidad salvífica de las grandes

religiones del mundo. Esta perspectiva fue oficialmente asumida en el Concilio de Flo-

rencia en 1442, en el cual se afirma:

Ninguno de los que viven fuera de la Iglesia Católica, no sólo los paganos, sino también

los judíos, los herejes y los cismáticos, podrán obtener la vida eterna. Todos acabarán en

el fuego eterno, “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), si no se incorporan a

esta misma Iglesia antes del fin de su vida (Denzinger, n. 1351).

Con el descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492 se posibilitó una nueva compren-

sión del acto salvífico con respecto a otros pueblos. Una visión más abierta se fue des-

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arrollando por parte de Dominicos y Jesuitas que defendían la “fe implícita” de aquellos

pueblos que nunca habían escuchado el evangelio. El principal defensor de la salvación

de aquellos que no están dentro de la Iglesia fue el Jesuita Juan De Lugo, profesor del

Colegio Romano, quien abiertamente defendió la posibilidad de salvación para judíos,

musulmanes y heréticos, cuando están inspirados por una fe sincera en Dios y por ello

capacitados para auténtica conversión, fundamento de la salvación.

El siguiente texto muestra la argumentación del Jesuita Juan De Lugo, el cual cito en

extenso:

Aquellos que no creen con la fe católica pueden dividirse en diversas categorías. Hay

algunos que, aunque no creen todos los dogmas de la religión católica, reconocen al único

Dios verdadero; estos son los turcos y todos los musulmanes, así como los judíos. Otros

reconocen al Dios trino y a Cristo, como hacen la mayoría de los herejes… Ahora bien, si

esas gentes están excusadas del pecado de infidelidad por ignorancia invencible, pueden

salvarse. En cuanto a aquellos que están en ignorancia invencible sobre algunos artículos

de fe pero creen otros, no son formalmente herejes, sino que tienen fe sobrenatural por la

que creen artículos verdaderos, y sobre esta base pueden realizar actos de contrición per-

fecta, por los que pueden ser justificados y salvados. Lo mismo hay que decir de los judíos,

si hay algunos que estén invenciblemente equivocados sobre la religión cristiana; porque

aún así pueden tener una fe sobrenatural verdadera en Dios, y en otros artículos basados

en la Escritura que ellos aceptan, y así, con esta fe pueden tener contrición, por la cual

pueden ser justificados y salvados, con tal de que la fe explícita en Cristo no se requiera

con necesidad de medios, como será explicado después. Por último, si algunos turcos o

musulmanes estuvieran en un error invencible sobre Cristo y su divinidad, no hay razón

por la que no pudieran tener una fe sobrenatural verdadera sobre Dios como el que re-

compensa sobrenaturalmente, dado que su fe en Dios no está basada en argumentos de-

ducidos de la creación natural, sino que tienen su fe de la tradición, y esta tradición deriva

de la Iglesia de los fieles, y ha sido transmitida aunque está mezclada con errores de su

secta. Dado que tienen relativamente suficientes motivos para la fe en las doctrinas ver-

daderas, no se ve por qué no podrían tener una fe sobrenatural en ellas, dado que en

otros aspectos no son culpables de pecar contra la fe. En consecuencia, con la fe que tie-

nen, pueden llegar a un acto de perfecta contrición (De Virtute Fidei Divinae, disputatio

12, n. 50-51; citado por Sullivan, 1999, p. 116).

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En el período postridentino la Iglesia defendió su identidad visible como “sociedad

perfecta y desigual”, según la cual era necesario creer en la misma fe, comulgar en los

mismos sacramentos y ser dirigidos por los legítimos pastores sucesores de Pedro.

Así, la perspectiva exclusivista se mantuvo hasta el Concilio Vaticano II, el cual en sus

contenidos temáticos muestra la apertura de la Iglesia hacia el potencial salvífico de las

grandes religiones del mundo. Aunque cabe decir que tal apertura no nace con el Con-

cilio Vaticano II, sino que recoge una posición oficial de la Iglesia descrita por el Papa

Pio IX con el término “ignorancia invencible”, afirmando que todos aquellos que:

Ignoran invenciblemente nuestra santísima religión y que observan diligentemente la

ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todo el mundo, que

estén dispuestos a obedecer a Dios, llevando una vida honesta y recta, pueden conseguir

la vida eterna con ayuda de la luz y la gracia divina (Denzinger, n. 2866).

La ignorancia invencible se entiende como no ser culpables de estar fuera de la Igle-

sia católica. Es decir, como no ser responsables de la falta de pertenencia a la misma.

Lo cual no aplica a aquellos que por rebeldía se mantienen alejados de la Iglesia.

2.2. Pluralismo o Teocentrismo

La perspectiva del pluralismo parte del reconocimiento de todas las religiones del

mundo como auténticos “caminos de salvación”. Sus principales defensores son Paul

Tillich, Hans Küng, Raimon Panikkar, John Hick y Paul Knitter, entre otros.11 Para estos

teólogos es necesaria, en el mundo multicultural de la actualidad, la aceptación de la

pluralidad de cosmovisiones religiosas en igualdad de condiciones. Esta perspectiva le

apuesta a la propuesta antropológica del relativismo cultural que implica la validez de

toda experiencia religiosa y que deriva en la premisa filosófica de la renuncia a toda

pretensión de verdad absoluta por parte de cualquier religión.

Para los teólogos del pluralismo religioso un verdadero diálogo inter-religioso sólo es

11

A continuación cito algunas de las obras representativas de éstos autores denominados pluralistas. Paul Tillich, Le Christianisme et les Religions, Paris: Aubier, 1968. Hans Küng, Ser Cristiano, Madrid: Trot-ta, 1996. Raimon Panikkar, Diálogo Inter-religioso, Madrid: Darel-Nymla, 1992. John Hick, La Metáfora de Dios Encarnado. Quito: Abya Yala, 1993. Paul Knitter, Nessun Altro Nome?, Brescia: Queriniana, 1991.

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posible si se renuncia a imponer la visión cristiana de la fe a tal diálogo. Es decir, no se

puede dialogar con los otros, que son diferentes a nosotros mismos, si imponemos en

tal diálogo nuestros propios principios y fundamentos conceptuales. Por eso, conside-

ran los teólogos pluralistas que cuando los teólogos inclusivistas parten de su propia

concepción salvífica, inspirada en la acción de Dios en Jesucristo, están de antemano y

sin respeto por el mundo conceptual del otro, imponiendo sus propios patrones de va-

lidez y legitimidad al aparente diálogo. En el siguiente apartado se mostrará cómo la

propuesta inclusivista responde a ésta crítica.

Cabe preguntarse al respecto si acaso una “nivelación epistémica” es posible. Es de-

cir, ¿acaso la sinceridad y apertura a todo verdadero diálogo obliga a la renuncia de los

propios contextos y pretensiones de validez? Creo que el anhelo de la horizontalidad

en el diálogo se refiere más bien a una actitud de apertura a la comprensión de la dife-

rencia y, no tanto, a la renuncia de la propia diferencia. Por eso, sería necesario que los

teólogos del pluralismo religioso diferenciaran entre la imposición de la propia cosmo-

visión religiosa -lo que evidentemente debe rechazarse- y la comunicación y defensa de

la validez de la creencia religiosa propia. Por lo que, me parece, que la teología cristiana

no tendría otra manera de introducirse en el diálogo inter-religioso sino desde su pro-

pia cosmovisión; optando, eso sí, por una actitud abierta de comprensión de la lógica

del otro.

Para los pluralistas tal diálogo es aparente pues una auténtica comunicación debería

ir siempre en doble vía, o sea, con la posibilidad de salir transformado de dicha conver-

sación. Cuando alguno de los dos interlocutores de un diálogo entra al mismo sin acti-

tud de escucha, cesa la posibilidad de comunicación. En otras palabras, el diálogo ver-

dadero sólo se da entre interlocutores horizontales que, por un acto de confianza, le

apuestan a la buena voluntad del otro, buscando que la verdad salga de entre la con-

versación pero sin importar de qué parte de la mesa venga. Lo cual es uno de los postu-

lados del pluralismo que aun el inclusivismo asume. La diferencia parece estar en el in-

terés que se pone sobre cuál de las dos partes debería salir más transformada del diá-

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logo: el cristiano (pluralismo) o el otro (inclusivismo). De lo cual considero que por el

respeto de la pretensión de verdad con que todo interlocutor entra al diálogo es, en-

tonces, entendible que cada interlocutor vaya más persuadido de sus propias premisas

y espere, por lo tanto, que el otro salga más transformado; lo que, a mi parecer, no im-

plica una actitud de intolerancia ni autoritarismo, sino, simplemente, una actitud de au-

toestima por la propia tradición a la que se pertenece.

Por eso, para el pluralismo, una teología que asume un orden jerárquico de las fes

impide un verdadero diálogo inter-religioso, imposibilitando así la construcción de una

verdadera teología de las religiones del mundo. Pero de nuevo nos preguntamos si aca-

so es posible, y aún deseable, nivelar las cosmovisiones de todas las religiones del

mundo. No sería eso, precisamente, ¿negar la diferencia que tanto defiende el plura-

lismo mismo? Considero que el reconocimiento de la pretensión de verdad de cada una

de las religiones del mundo es un componente necesario en todo verdadero diálogo in-

ter-religioso; lo cual no debería llevar, eso sí, a la imposición coercitiva de mi preten-

sión sobre la de los demás, sino a una defensa comunicativa de la misma que pueda dar

razón de la esperanza que nos anima, como dice el apóstol: “Estén siempre preparados

a responder a todo el que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen, pero

háganlo con humildad y respeto” (1 Pedro 3, 15b-16a DHH). No con el propósito de

“convertir” al otro sino con la intención de “mostrarme” al otro. En términos teológi-

cos, diríamos que las intenciones apologéticas no son, necesaria ni primordialmente,

proselitistas, sino apologías, o sea, “defensas de la propia fe” pero no “ataques o impo-

siciones a las otras fes”.

Esta actitud pluralista asume una premisa de objetividad e imparcialidad que bien

puede ser puesta en discusión. Pues, luego de cien años de historia de filosofía de las

ciencias, resulta sospechoso defender la objetividad de las ciencias naturales cuando de

estudios en ciencias sociales se trata. Por lo tanto, debido a que estamos hablando de

estudios socio-culturales como la religión, no cabe esperar tal objetividad y las críticas a

la subjetividad del investigador resultan sin fundamento. Más bien, cabe reconocer que

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en todo diálogo los participantes llegan con sus propios intereses y sesgos. Lo que no

impide que el diálogo sea honesto y sincero, pues se espera de los interlocutores capa-

cidad de apertura a la diferencia.

Desde la perspectiva pluralista es necesaria una revisión a fondo de los presupuestos

cristológicos de la fe cristiana. Se propone un cambio de paradigma que asuma un fir-

me teocentrismo en contra del ferviente cristocentrismo y estrecho eclesiocentrismo

de la historia de la cristiandad. Tal cambio de visión que ubicaría a Dios y no a Jesucris-

to en el centro de la fe cristiana, permitiría un acercamiento más respetuoso a las

grandes religiones del mundo, en las cuales también se debería colocar a Dios en el

centro, siendo tal “teología”, en sentido estricto, el punto de encuentro entre todas las

fes del mundo. Pero objetemos de una vez, que tal teocentrismo es, simplemente, una

negación de la diferencia, pues para religiones como el budismo y el jainismo indio, la

figura de Dios no es el centro de la fe, ya que no son religiones “personalistas” sino “a-

teístas”. Resultando, entonces, que los pluralistas terminan siendo inclusivistas, pero

no ya alrededor del término “Cristo” sino del término “Dios”, como si todas las religio-

nes del mundo entendieran por tal término un mismo campo semántico, lo cual es fal-

so.

Anotemos al respecto, que la revisión del cristocentrismo propuesta por el pluralis-

mo es una tarea de la teología cristiana que, por su fidelidad al propio Jesucristo, de-

bería reconocer que en el centro de la predicación de Jesús está, precisamente, el reino

de Dios. No se niega que ya en la historia del cristianismo primitivo, como las comuni-

dades paulinas, el mensajero se volvió el mensaje. Pero también debemos reconocer

que el mensaje central del evangelio de Jesucristo es la asunción de Dios como Padre,

tal y como demostró el teólogo Joachim Jeremias en su conferencia dictada en 1963

con el título “Abba”, en la cual escribe:

“Abba, Padre querido”, con esta sencilla fórmula la iglesia primitiva recogió el núcleo

de la fe en Dios que era la de Jesús…. Si las comunidades de la nueva alianza han recogido

en sus oraciones éste término extranjero, es que tenían una conciencia muy aguda de to-

do lo que se les daba en aquel grito: Abba. Decirlo siguiendo en ello a Jesús era un privile-

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gio que cumplía de antemano su promesa: “Seré un Padre para vosotros y vosotros para

mí hijos e hijas” (2 Cor 6, 18, cita libre de 2 Sam 7, 14) (1976, p. 72-73).

Tal reconocimiento de que el mensaje central de Jesús es plenamente teocéntrico o

reinocéntrico, no implica de ninguna manera que el mismo Jesús no haya pretendido

ser el lugar de actuación por excelencia de ese Dios que en su propia persona inaugura

el Reino. Por esto, la pretensión de unicidad (en el sentido de único o uno) no puede

ser descartada de todo mensaje auténticamente cristiano. Más adelante realizaré la

discusión acerca del sentido de la pretensión cristiana de unicidad, respondiendo así a

la crítica pluralista que niega la actuación por excelencia de Dios en Jesús. Por este mo-

tivo, considero que a partir de una sana exégesis neotestamentaria el pretendido giro

copernicano, de Cristo a Dios o al Reino, resulta ser un tanto artificial o incluso ilegíti-

mo. Es decir, si queremos permanecer fieles al mensaje de los evangelios, resulta irre-

nunciable el reconocimiento de la conciencia mesiánica de Jesús que se asume a sí

mismo como el lugar por excelencia de la actuación de Dios en el mundo. Tal y como

afirma el teólogo protestante Joachim Jeremías en su Teología del Nuevo Testamento

(1971) al escribir:

Por consiguiente, no es posible limitar la predicación de Jesús al anuncio de la “basi-

leia”. Si él mismo tenía conciencia de ser quien nos trae la salvación, ello significa que el

testimonio acerca de sí mismo era parte integrante de la buena nueva anunciada por él (p.

296).

Los pluralistas deberían reconocer que no podemos negar a ningún interlocutor la

pretensión de verdad con que se acerca al diálogo, pues nadie hablaría de algo que no

considere verdadero, sino que, precisamente, porque considera que sus posturas y ac-

tuaciones son válidas, y por ello, verdaderas o rectas, es que entra en diálogo con aquél

a quien quiere hacer partícipe de esa su verdad, para lo cual acepta también su inten-

ción retórica de querer persuadir al interlocutor con quien entra en diálogo. Ahora

bien, tal intención retórica de querer persuadir al otro de mi pretensión de verdad im-

plica un interés de “conversión” del otro a mi mundo de verdad. De ahí, que todo diá-

logo inter-religioso pase a ser un diálogo “político” de confrontación de intereses y

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apuestas personales. Pero así como el interlocutor es consciente de su pretensión, si

quiere entrar en un verdadero proceso comunicativo no manipulador sino liberador,

entonces debe asumir los mismos derechos para su interlocutor, a saber, que ella o él

también están persuadidos de su verdad y que quieren invitarnos a participar de tal

verdad.

La posición pluralista ocasionó, como era de esperarse, la crítica de los teólogos in-

clusivistas para quienes semejante cambio de paradigma implicaría la pérdida de la

propia identidad cristiana. En palabras de Jacques Dupuis leemos: “El precio que tiene

que pagar la fe cristiana tradicional en el misterio de la persona y la obra de Jesucristo

es, como se puede ver, considerable” (1989, p. 149).

El precio al que se refiere Dupuis se remite a la propuesta del teólogo presbiteriano

John Hick quien, en su libro La Metáfora de Dios Encarnado publicado en 1993 (recen-

sión y ampliación de la obra publicada en 1977), propone realizar una distinción en la

doctrina de la encarnación de Dios en Jesucristo, entre su interpretación mítica y su in-

terpretación metafórica. Al respecto Hick escribe:

En el caso de la metáfora de la encarnación divina, lo que ha sobrevivido, hecho carne,

encarnado en la vida de Jesús puede ser indicado en por lo menos tres formas, cada una

de las cuales es un aspecto del hecho de que Jesús era un ser humano excepcionalmente

abierto y que correspondía plenamente a la presencia divina: 1) Mientras que Jesús hacía

la voluntad de Dios, Dios actuaba a través de él en la tierra y en este sentido se “encarna-

ba” en la vida de Jesús; 2) Mientras Jesús hacía la voluntad de Dios, “encarnaba” el ideal

de la vida humana vivida en apertura y respuesta a Dios; 3) Mientras Jesús vivía una vida

de autodonación de amor, o ágape, “encarnaba” un amor que es el reflejo finito del amor

infinito de Dios. La verdad o lo apropiado de la metáfora depende de que sea literalmente

verdadero que Jesús vivió en respuesta obediente a la presencia divina, y que vivió una vi-

da de amor desinteresado (p. 148).

… El mito de Dios encarnado es la historia del Hijo pre-existente divino, descendiendo

a la vida humana, muriendo por satisfacer los pecados del mundo -revelando con ello la

naturaleza divina- y regresando a la vida eterna de la Trinidad (p. 149).

… La diferencia esencial, entonces, entre hablar de la divina encarnación de manera

literal o de manera metafórica es que, mientras que la primera (por lo menos en inten-

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ción) puede ser explicada como una hipótesis física o psicológica o metafísica (o una

mezcla de éstas), la segunda no puede ser traducida sin destruir su carácter metafórico.

Mi tesis sobre la doctrina cristiana de la encarnación es que la hipótesis literal no ha en-

contrado hasta ahora una explicación aceptable. Todos los posibles contenidos que han

sugerido han sido rechazados como equivocados o, en el lenguaje tradicional eclesiástico,

como heréticos. Sin embargo, la herejía básica ha sido siempre tratar una metáfora reli-

giosa como una metafísica literal. Pero, por otro lado, como metáfora religiosa o mito, la

idea de la encarnación comunica algo de capital importancia sobre Jesús, algo que forma

las bases que distinguen a la experiencia cristiana y su fe (p. 149-150).

Hick propone que la interpretación mítica, que asume literalmente como verdad

histórica lo que es una confesión de fe cristológica, debiera, más bien, interpretarse

metafóricamente; el punto de quiebre hacia un verdadero pluralismo inter-religioso. Y,

al menos, es verdad que una interpretación metafórica de la encarnación ubicaría más

de cerca los debates teológicos entre judíos, cristianos y musulmanes. Es decir, una in-

terpretación metafórica de la cristología sería más fácilmente aceptada tanto por el Ju-

daísmo como por el Islam. Pero es de prever que tal cambio de paradigma sea motivo

de discusión y debate para la Iglesia. Conviene, entonces, profundizar a qué se refiere

la pérdida a nivel cristológico que según Dupuis supone la tesis pluralista, lo cual re-

quiere un comentario cristológico que desviaría un poco nuestra discusión presente.

Cabe decir, simplemente, que nos enfrentamos a la vieja problemática teológica entre

“cristologías ascendentes” y “cristologías descendentes”, o la vieja polémica de la teo-

logía alemana entre el “Cristo de la fe” y el “Jesús histórico”.

A lo largo de su historia la teología cristiana ha tenido que debatir estas cuestiones

cristológicas desde muchos bandos; siempre se trata de lo mismo: la dificultad radical

de conciliar “los dos rostros de Jesucristo” (el humano y el divino). Ahora de nuevo

vuelve la antigua polémica acerca de la realidad de la persona de Jesús, que en térmi-

nos de Hick me atrevo a parafrasear de la siguiente manera: “Cuando hablamos de

Jesús de Nazaret, ¿estamos ante un hombre en quien el mito se hizo historia pues en

realidad es el Hijo de Dios (concepción mítica)? O, por el contrario, ¿estamos ante un

hombre a quien la historia mitificó pero que en realidad es un hijo de Dios (concepción

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metafórica)?”. Wolfhart Pannenberg, teólogo protestante, comentando las tesis plura-

listas en su artículo titulado Pluralismo Religioso y Pretensiones de Verdad Enfrentadas

(1990), describe la imposibilidad de separar, en la misma predicación de Jesús, los con-

tenidos reinocéntricos de los contenidos propiamente cristocéntricos, pues:

De hecho, el énfasis de Jesús en la presencia anticipatoria del Reino de Dios en su pro-

pia actividad (Lc 11, 20), implicaba a su persona de un modo que, esencialmente, se reco-

ge en lo que más tarde fue explicado en lenguaje encarnatorio y mediante títulos como el

de Hijo de Dios. Pero, entonces, la unicidad atribuida a Jesús por la teología encarnatoria

de la Iglesia era ya característica de su propio mensaje escatológico y actividad. Dado que

el inminente futuro de Dios se estaba haciendo presente en él, no hay lugar para otros en-

foques de la salvación además de él. Aquellos que relegan la pretensión de unicidad a la

“deificación” de Jesús en la interpretación cristiana más reciente, no toman en serio la fi-

nalidad escatológica reclamada por el propio Jesús (p. 176-177)

Digamos al respecto, que la propuesta de Hick asume de la filosofía moderna kan-

tiana la distinción entre realidad ontológica o noúmeno y verdad epistemológica o

fenómeno. Pero para la filosofía antigua no hay distinción entre verdad conocida y rea-

lidad encontrada. Pues sólo puede ser verdad aquello que corresponde con la realidad.

Es decir, para el pensamiento premoderno, ya sea griego, medieval, islámico, chino, in-

dio y tribal, la verdad es una cuestión de correspondencia con la realidad, y no una

simple cuestión de adecuación con la razón como en la filosofía moderna. Por eso, re-

sulta discutible distinguir entre “confesión de fe” y “realidad histórica”, tal y como

asume Hick, pues nuestros textos sagrados pertenecen a una mentalidad premoderna

para la cual no hay distinción entre fe e historia, pues la fe sólo puede ser tal en condi-

ciones históricas.

La propuesta de desmitificación que propone Hick al dogma cristiano de la encarna-

ción, no sólo resulta ofensivo a una auténtica teología cristiana, sino que, muy al con-

trario de la expectativa del autor, obstaculizaría un verdadero diálogo inter-religioso,

pues toda religión asume un discurso mítico de la realidad. No es pues, desmitificando

como quisieran los racionalistas, sino re-significando el sentido del mito, como se pue-

de lograr un acercamiento verdadero entre todas las fes del mundo. Pues tal y como

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escribe Michel De Certeau en su libro La Escritura de la Historia (1994), la función del

mito y la función de la historia son homólogas (lo cual comentaremos en el apartado

3.3.3). Que el mito tiene una función especial en todo discurso religioso es asumido por

el mismo Hick. Cabe, entonces, interpretar que para Hick el problema no radica en la

existencia per se del mito, sino en su interpretación literal. Quisiera pues Hick, que todo

mito se interpretara metafóricamente, pues escribe:

Es importante notar, en este punto, que la metáfora puede fácilmente desarrollarse en

un mito en el sentido de un poderoso conjunto de ideas, normalmente en forma de narra-

ción, que no es literalmente verdadero pero que puede ser cierto en un sentido práctico

que tiende a evocar una actitud disposicional apropiada al sujeto en cuestión. Un mito, así

definido, es una metáfora extendida. Las metáforas operan para provocar un cambio en

nuestra forma de ver algo y por lo tanto nuestra relación con ello; y los mitos, como metá-

foras multi-dimensionales, hacen esto de una forma más abarcadora y de mayor alcan-

ce…. La realidad histórica era en cada caso más compleja y ambigua, pero los mitos tienen,

sin embargo, su grado, quizás un grado alto, de validez y veracidad (1993, p. 149).

Afirma Hick que la historia narrada en los evangelios sobre Jesucristo no es “literal-

mente verdadera”, sino que posee un sentido práctico al evocar una actitud disposicio-

nal. Lo que a mi criterio es parcialmente cierto, sin que esto implique que tal sentido

disposicional sea “todo” lo que tenemos en los evangelios. Es decir, no creo que al

afirmar el carácter pedagógico de la revelación tengamos que asumir que el contenido

de la misma se agota en ello. Pues estaríamos perdiendo el fundamento histórico de la

revelación, cayendo en una especie de docetismo atenuado. No niego el “carácter míti-

co” de los relatos del evangelio, pero esto no conlleva a asumir que el sentido de los

evangelios se agota en su “función existencial”, ya que la misma transformación de vida

que propone el kerigma posee una base cierta y verdadera, fundada ontológicamente

en “algo” que en realidad y verdad sucedió. En otras palabras, aunque es cierto que

proclamar la “resurrección” de Jesucristo es un postulado mítico que remite a una

comprensión escatológica judía, sin embargo, no podemos asumir que la “resurrec-

ción” de Jesucristo sea, simplemente, un “acontecer hermenéutico” de la primitiva co-

munidad cristiana. Como cristianos creemos que tal “interpretación hermenéutica” de

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la primitiva comunidad cristiana, se fundamente en “algo” que ocurrió real y verdade-

ramente. De lo contrario, no habría manera de diferenciar una simple creencia religiosa

de la real y verdadera actuación de Dios en la historia de la humanidad. Otra cosa bien

distinta es, que no podamos tampoco afirmar de manera exacta y completa qué signifi-

ca eso de que el muerto en la cruz, ahora vive.

Para los pluralistas, la Iglesia dio un primer paso de apertura al distinguir entre igle-

sia de Cristo y reino de Dios, abriendo así la brecha por la cual se pudo superar el exclu-

sivismo eclesiocéntrico. Pero el siguiente paso que permita superar el inclusivismo cris-

tocéntrico por el pluralismo teocéntrico no ha sido dado aún por la Iglesia. Se espera,

entonces, que sean los teólogos mismos, quienes por sus trabajos de investigación, es-

tablezcan los nuevos horizontes para un verdadero diálogo inter-religioso.

Un aliado por excelencia del pluralismo religioso sería la exégesis bíblica. Es de notar

que el mensaje central de Jesús fue el reinado de Dios y no la iglesia, o sea, la centrali-

dad de Dios el Padre y no del Cristo o Hijo. Por esto, la teología liberal de finales del si-

glo XIX y comienzos del siglo XX pudo afirmar que: “Jesús predicó el Reino, y lo que so-

brevino fue la Iglesia”, y asimismo “El mensajero se convirtió en mensaje”; dando a en-

tender con estas afirmaciones que el mensaje central de Jesús fue plenamente teocén-

trico, y que el subsiguiente cristocentrismo es una elaboración posterior de la primitiva

comunidad cristiana. Lo que en palabras de R. Bultmann leemos:

La fe cristiana comienza a existir en el momento en el que existe un kerigma, es decir,

un kerigma que anuncia a Jesucristo como la acción salvífica escatológica de Dios. Este ke-

rigma es en realidad Jesucristo el Crucificado y Resucitado. Esto comenzó a suceder por

primera vez en el kerigma de la primitiva comunidad, no ya en la predicación del Jesús

histórico, aún cuando la comunidad haya introducido en la relación sobre la predicación

de Jesús, con frecuencia, motivos de su propio kerigma (1958, p. 40).

La afirmación de Bultmann nace en un contexto teológico en el cual se acepta la dis-

tinción entre el Cristo de la fe y el Jesús histórico. Cuestión aceptada por Hick pero con

diferentes implicaciones. Para Bultmann la imposibilidad de recuperar al Jesús histórico

hace inevitable asumir al Cristo de la fe o kerigma de la primitiva comunidad cristiana

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como lo únicamente necesario y suficiente para la fe. Para Hick, por el contrario, sí es

posible recuperar al Jesús histórico y, por consiguiente, esto le lleva a rechazar al Cristo

de la fe (el mítico Hijo de Dios) por ser una creencia no relevante para la fe cristiana.

Conviene aclarar que en el Nuevo Testamento encontramos no una sino muchas

teologías. Por eso, no es fácil definir si en realidad Jesús no tuvo la intención de cons-

truir un “rebaño” alrededor suyo. El teólogo protestante Joachim Jeremias en su Teo-

logía del Nuevo Testamento (1971), ha mostrado al respecto que bien puede afirmarse

que Jesús sí quiso constituir alrededor suyo la Familia Dei. Y por eso, la distinción entre

reino de Dios e iglesia de Cristo es debatible. Está en juego al respecto si hubo o no

continuidad entre el mensaje de Jesús y el mensaje de Pablo. Leamos las palabras de

Joachim Jeremias al respecto (cito el texto sin enunciar los pasajes bíblicos):

Pues bien, Jesús está hablando constantemente, con multitud de imágenes, de un

nuevo pueblo de Dios, de un nuevo pueblo congregado por él…. Jesús habla del nuevo

pueblo de Dios, refiriéndose a él bajo la imagen de un rebaño: un rebaño al que el pastor

libra de la calamidad de la dispersión, un rebaño que él va congregando. Jesús habla del

nuevo pueblo de Dios, refiriéndose a él bajo la imagen de los invitados a las bodas, de la

plantación de Dios, de la red de pescar. Los pertenecientes al nuevo pueblo de Dios son el

edificio de Dios o la ciudad de Dios, que está cimentada sobre el monte Sión, y cuya luz

puede verse desde lejos. Ellos son los miembros de la nueva alianza, en quienes se cumple

la promesa de la alianza de que Dios es su maestro (p. 200).

… La imagen favorita de Jesús, para significar el nuevo pueblo de Dios, es la compara-

ción de la comunidad de salvación con la escatológica “familia Dei”. Esta familia escatoló-

gica debe sustituir a la familia terrena, a la cual Jesús mismo y los discípulos que le acom-

pañaban tuvieron que renunciar…. La “familia Dei” se manifiesta principalmente en la co-

munión de mesa, comunión que es una anticipación del banquete de salvación en el tiem-

po de la consumación. En otro pasaje Jesús amplia el marco de la familia de Dios, sobrepa-

sando el círculo de sus adeptos: todos los que padecen necesidad, todos los oprimidos y

abandonados: a todos ellos Jesús los llama sus hermanos…. y los incluye por tanto en la

“familia Dei”. No cabe duda: Jesús está hablando constantemente, con las más diversas

imágenes, de la congregación del pueblo de Dios, de esa congregación que él está llevan-

do a cabo (p. 201).

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De todas maneras, o sea, más allá del propio desarrollo del dogma cristiano, los plu-

ralistas deberían reconocer que el diálogo inter-religioso no implica la renuncia a nin-

guna creencia por parte de los interlocutores, sino la debida argumentación de las

mismas.

Es pues, aparentemente, la posición del pluralismo de tinte más histórico que

dogmático. Y digo aparentemente pues se asume una comprensión de la historia muy

literal como el “acontecer de hechos sucedidos en el pasado”. Sin embargo, gracias a la

filosofía hermenéutica, hoy día sabemos que “no existen hechos, sino sólo interpreta-

ciones”. Es decir, que precisamente lo histórico es lo interpretado y que así lo “ocurri-

do” o “suceso” en cuestión es, por sobre todo, una interpretación que desde el presen-

te se hace de lo pasado. Es decir, la historia con la que contamos no es la “recuperación

de hechos pasados” sino la “re-creación de hechos pasados” de los que nos apropiamos

con intereses presentes.12 Al respecto, comentando el ensayo de Charles Taylor titula-

do Understanding and Ethnocentricity (Comprensión y Etnocentricidad) publicado en

1981, el filósofo C. B. Gutiérrez escribe:

La nueva concepción interpretativa se opone tanto al modelo de la ciencia natural co-

mo a un modelo que podríamos llamar historista, que exige explicar toda cultura o socie-

dad en sus propios términos, con lo cual toda versión que una cultura tenga de sí misma

resulta inmejorable e incorregible. La nueva concepción, es lo que queremos destacar, in-

terrelaciona el comprender otra cultura con la auto-comprensión de quien la comprende;

ella tiene el mérito de poder explicar cómo es que el comprender otras sociedades nos

arranca del etnocentrismo y cambia la comprensión que tenemos de nosotros mismos,

mientras que al contrario “no podemos comprender otra sociedad hasta que no nos

hayamos comprendido mejor a nosotros mismos” (2002, p. 242).

El debate cristológico propuesto por Hick en ambientes anglo ya se había dado en

ambientes germanos al menos una centuria antes desde Harnack hasta Bultmann. Tal y

como afirma W. Pannenberg (1990) al escribir:

12

Para profundizar en esta cuestión remitimos al apartado “el principio de la historia efectual”, en el numeral 4 del capítulo 9 del primer volumen del libro Verdad y Método de H. G. Gadamer (1975), al hablar sobre la fusión de horizontes.

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En este punto la propuesta de Hick del pluralismo religioso como una opción de la teo-

logía cristiana está estrechamente relacionada con su implicación en el debate de The

Myth of God Incarnate (Cristo-sin-mito). Aunque no es posible en este contexto comentar

ese debate extensamente, puedo decir que estoy de acuerdo con Hick en su observación

de que este debate trajo “el azote de la crítica histórica” a las discusiones británicas sobre

cristología. En Alemania esto se había realizado mucho antes, y el modo en que los defen-

sores de la idea de que el lenguaje encarnatorio era “mítico” oponían ese lenguaje al Jesús

histórico, recuerda mucho a un lector alemán la vieja teología liberal de Harnack y otros

que, claramente, han opuesto Pablo a Jesús para optar por la propia fe de Jesús en el Pa-

dre sólo en contraste con la fe de Pablo en el Hijo. La búsqueda del hilo conductor que, no

obstante, lleva de Jesús a la proclamación apostólica de Cristo, aún no ha ido examinada

por los defensores de la concepción Cristo-sin-mito. Pero esta es la cuestión que ocupó la

discusión exegética y teológica desde Bultmann (p. 176-177).

Y debido a que la teología alemana, tanto protestante como católica, ya ha resuelto

la cuestión acerca de ese dilema ontológico que asume la concretización histórica del

Absoluto; pues tal es la cuestión de la encarnación del Logos expresada en lenguaje fi-

losófico, entonces, nos conviene escuchar la solución a la que se ha llegado al menos

hace media centuria. Del pensamiento del teólogo católico de origen alemán, Karl Rah-

ner, hemos aprendido que: se trata de reconocer, no sólo que no existen dos historias

humanas, una salvífica y otra humana, sino además que, precisamente, la acción salví-

fica de Dios es mediada históricamente. De ahí, que los cristianos confesamos que Dios

ha actuado por excelencia en la persona de Jesucristo para la salvación de la humani-

dad.

Pero es, justamente, tal posición epistemológica que asume la historia humana co-

mo la mediación necesaria de la manifestación salvífica de Dios, lo que podría ser moti-

vo de crítica contra los teólogos del pluralismo religioso. Pues una visión histórica del

acontecer de Dios, es una perspectiva netamente monoteísta de las religiones revela-

das; cuestión que no es compartida por las religiones místicas de la India, ni por las re-

ligiones éticas de la China, ni muchísimo menos por las religiones chamánicas de los

grupos tribales.

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En otras palabras, partir de un Dios manifestado en la historia de la humanidad (y no

sólo en Jesucristo), aunque posibilita una cosmovisión universal y pluralista, es ya de

por sí, una cosmovisión referida a las religiones hijas de Abraham. Para el budismo, por

ejemplo, no tiene nada de significativa la historicidad de Gautama el Buddha, sino la

ejemplaridad de sus dichos y sus hechos sean históricos o mitológicos. Tal y como es-

cribe Ananda Coomaraswamy en su libro Buddha y el Evangelio del Budismo (1964):

Aunque es fácil extraer de los libros budistas un núcleo tal de hechos reales como el

esbozado más arriba, los materiales para una biografía más detallada del Buddha, vastos

como son, no pueden ser considerados históricos en el sentido científico de la palabra. Sin

embargo, mucho más importante que la crónica es la expresión de todo lo que los hechos,

tal como se los entendía, significaban para quienes ellos constituían una inspiración viva; y

precisamente esta expresión de lo que significaba la vida del Buddha para los budistas, o

bauddhas, como se llaman con más propiedad los seguidores de Gautama, es lo que en-

contramos en las vidas legendarias, tales como el Lalitavistara (p. 16).

De igual manera, para el hinduismo el carácter histórico de Krishna no es lo verdade-

ramente relevante: “Los intérpretes hindúes no atribuyen a la historicidad o no histori-

cidad de Krishna ninguna relevancia especial por lo que respecta a su significado sote-

riológico. Que la historia de Krishna sea interpretada como acontecimiento histórico,

como leyenda o como mito, no tiene ninguna consecuencia para su valor salvífico” (Du-

puis, 1997, p. 446). Dupuis cita al pensador hinduista Sri Aurobindo quien asevera lo

mismo al escribir:

La vida de Rama y Krishna pertenecen al pasado prehistórico que se ha transmitido

sólo en la poesía y la leyenda, e incluso pueden ser consideradas como mitos: pero es to-

talmente irrelevante si las consideramos como mitos o como hechos históricos, porque su

verdad y su valor permanentes consisten en su persistencia como forma, presencia e in-

fluencia espirituales en la conciencia interior de la raza y de la vida del alma humana

(1997, p. 446).

En suma, el debate seguirá abierto ya que aún no está bien demarcado el camino a

recorrer.

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2.3. Puntos de desencuentro entre Occidente y Oriente

Tal como lo vimos al final del apartado anterior, las posturas pluralistas asumen cier-

tos presupuestos bajo los cuales pretenden comprender todas las religiones. Pero, co-

mo lo advertí en el Marco Epistemológico, un cierto tipo de “subjetivismo” resulta in-

evitable en todo acercamiento al otro. Me parece, en todo caso, que los defensores del

pluralismo no son conscientes de la proyección que ellos mismos efectúan, aún cuando

quieran ir en contra de ella. Por este motivo, una sana aproximación a otras religiones,

y más si están arraigadas en tradiciones distintas a la occidental, debería hacer explíci-

tas las diferencias. Cabe citar en este momento, entonces, el artículo del estudioso en

religiones comparadas Ernst Benz titulado Sobre la Comprensión de las Religiones No

Cristianas, en el cual el autor describe la dificultad que existe en comprender con nues-

tros moldes occidentales las religiones de Oriente. Al respecto escribe:

A medida que comprendía la esencia de una religión no cristiana, inmediatamente se

me revelaba cada vez con mayor claridad en qué medida y con cuánta profundidad nues-

tra actitud occidental, nuestra reacción intelectual, emocional y volitiva hacia otras reli-

giones, es influida por nuestra herencia europea y cristiana. Una de las reglas básicas del

estudio fenomenológico de las religiones es evitar juzgar otras creencias con criterios pro-

pios. Sin embargo, varias veces me sorprendió la dificultad que supone observar esta regla

en la práctica. Nuestro pensamiento científico crítico, nuestra experiencia total de la vida,

nuestras reacciones emocionales y volitivas están fuertemente moldeadas por nuestros

específicos presupuestos cristianos y por los modos de pensamiento y de vida occidenta-

les (1965, p. 153-154).

Por lo tanto, una comprensión objetiva del otro, como anhelan los pluralistas, no es

posible; pues solo es viable una comprensión subjetiva del otro.

A continuación el autor describe tres puntos básicos de diferencia entre las religio-

nes de Oriente y las religiones hijas de Abraham. Por la importancia de los mismos, pa-

so a enumerarlos:

1. La noción personalista del Dios de Abraham versus la noción “a-teísta” del budismo y

el jainismo indio.

2. La noción monoteísta de las religiones hijas de Abraham versus la noción politeísta

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del hinduismo indio y el sintoísmo japonés.

3. La noción de discontinuidad esencial entre Creador y creación de las religiones hijas

de Abraham versus la noción de unidad e identidad del Ser en las religiones de China e

India.

Las anteriores divergencias fundamentales implican una concepción de la espiritua-

lidad con diferencias significativas entre las religiones hijas de Abraham y las religiones

de Oriente.

Por esto mismo, no asumo la posición pluralista según la cual todas las religiones del

mundo implican un mismo tipo de horizonte hacia lo trascendente, aunque con dife-

rencias conceptuales y rituales nacidas de momentos históricos y condiciones cultura-

les diversas. Asumo, por el contrario, que cada una de las religiones del mundo posee

horizontes de trascendencia propios, que implican diferencias conceptuales y rituales

nacidas, no solamente de situaciones históricas y culturales diversas, sino de compren-

siones, intereses y acercamientos a lo divino muy dispares entre sí. En otras palabras,

no homologo las religiones del mundo como simples estrategias distintas de un mismo

propósito; más bien, reconozco la diferencia esencial de cada una de las religiones del

mundo tanto en fines como en medios.

Esto me ubica dentro del enfoque inclusivista, entre las perspectivas existentes en la

actualidad sobre el estudio de las religiones del mundo, en ámbitos académicos de la

teología cristiana contemporánea.

2.4. Inclusivismo o Cristocentrismo

Según esta perspectiva la salvación es posible para quienes pertenecen a las grandes

religiones del mundo en tanto la salvación obrada por Jesucristo es universal. Aunque

no solamente la salvación obrada por Jesucristo se extendería a los creyentes de otras

religiones, sino también abarcaría a los no creyentes. Así pues se reconoce el carácter

de “cristianos anónimos” a todos aquellos que caminan según el sendero inaugurado

por Jesucristo (Karl Rahner) sean o no creyentes. Entre los defensores de esta tesis en-

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contramos a los teólogos Jean Daniélou, Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y

otros.13 Pero cabe resaltar que no necesariamente las propuestas de todos los autores

inclusivistas son idénticas, pues existen diferencias entre ellos, aunque comparten el

hecho de interpretar la fe cristiana como la religión que recapitula a todas las otras re-

ligiones del mundo.

Se asume el valor pedagógico de las grandes religiones del mundo como preparato-

rias para la llegada del evangelio. Según esta tesis, el cristianismo acaba y realiza lo que

en las otras religiones son verdades imperfectas. El fundamento conceptual es la distin-

ción entre religiones naturales y religiones reveladas (Judaísmo, Cristianismo e Islam).

Se asume que sólo en Jesucristo se hace plenamente manifiesto el poder salvífico de

Dios para la humanidad. De ahí, que se denomine a esta perspectiva como cristocéntri-

ca. Las religiones del mundo se describen, en el Concilio Vaticano II, como simples ca-

minos de “praeparatio evangelica” (Lumen Gentium 16), remitiendo el valor salvífico

de las grandes religiones del mundo a la salvación efectuada por Jesucristo. Desde esta

perspectiva “el cristianismo asume y lleva a su realización plena (finalización) todos los

elementos positivos presentes en las demás tradiciones religiosas” (Teixeira, 2005, p.

47).

Ahora bien, esta misma perspectiva cristocéntrica tiene otro sentido en autores co-

mo Karl Rahner, A. Röper, H. R. Schlette, R. Panikkar, G. Thils y otros. Para ellos, la pre-

sencia del Espíritu de Cristo estuvo ya presente desde el principio, inspirando y promo-

viendo valores salvíficos en todas las búsquedas espirituales de la humanidad, aún an-

tes de la encarnación del Logos en Jesús de Nazaret, pues es dogma de la Iglesia la cre-

encia en la pre-existencia del Verbo encarnado.

Así por ejemplo, R. Panikkar en su libro titulado El Cristo Desconocido del Hinduismo

publicado en 1970, muestra cómo en la figura de Ishvara todo creyente del hinduismo

13

A continuación cito algunas de las obras representativas de éstos autores denominados inclusivis-tas. Jean Daniélou, Sobre o Mistério da História, Sao Paulo: Herder, 1964; Il Misterio della Salvezza delle Nazioni, Brescia: Morcelliana, 1966. Henri De Lubac, Paradoja y Misterio de la Iglesia, Salamanca: Sígue-me, 1967. Hans Urs von Balthasar, Cordula Ovverosia il Caso Serio, Brescia: Queriniana, 1969; Incontrare Cristo, Casale Monferrato: Piemme, 1992.

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está adorando al mismo Cristo que nosotros los cristianos adoramos en la figura histó-

rica de Jesús:

En lo que sigue, no pretendo criticar a la filosofía india o atribuirle lo que no dice, y

tampoco pretendo hacer violencia a la teología cristiana. Pero no puedo renunciar a la

convicción tranquila y humilde de que no sólo nos enfrentamos a una de las intuiciones

más profundas de la sabiduría india, sino también a una intuición análoga, presente por lo

menos en un aspecto del dogma cristiano de la Trinidad. El dogma de la Trinidad se pre-

senta como la respuesta inesperada a la inevitable cuestión del mediador entre lo Uno y lo

Múltiple, entre lo Absoluto y lo Relativo, entre Brahman y el Mundo. Creo que, en último

análisis, este problema vedántico atañe también a otras culturas. El Amr del Corán, el Lo-

gos de Plotino, el Tathagata del budismo, responden a una misma necesidad, que es la de

encontrar un vínculo ontológico entre estos dos polos opuestos y aparentemente irreduc-

tibles que son lo Absoluto y lo Relativo (p. 150).

… Seguir desarrollando estas ideas de forma exhaustiva requeriría todo un comentario

(bhasya). Finalmente, concluiremos con una última observación: Eso de lo cual procede es-

te Mundo, a lo cual regresa y por lo cual se sostiene, eso es Ishvara, el Cristo (p. 161).

De otra parte, la tesis fundamental de Karl Rahner, que le permite ver la presencia

salvífica del Cristo en todas las religiones del mundo, es su premisa de base que conci-

be la historia salvífica como coextensiva a la historia de la humanidad. Es decir, para

Rahner no puede separarse la historia de salvación de la historia humana y, por esto

mismo, no hay dos historias, una salvífica y otra humana, sino que, como escribe Rah-

ner en su Curso Fundamental de la Fe: “La historia de la salvación abraza igualmente la

historia aparentemente profana de la humanidad, realizándose igualmente allí donde la

acción salvífica no está formulada de manera expresamente religiosa” (citado por

Teixeira, 2005, p. 48).

Pero existen críticas a tal perspectiva inclusivista, pues sigue manteniendo la supre-

macía de la fe cristiana sobre las otras fes del mundo. Los críticos de la perspectiva in-

clusivista afirman que el cristocentrismo de los inclusivistas es una manera encubierta

de obligar al no creyente a asumirse como cristiano; así el teólogo Hans Küng en su li-

bro Ser Cristiano (1977) habla del “truco metódico” mediante el cual se quiere obligar a

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los que son distintos a ser miembros de la Iglesia. Por eso no aceptan la denominación

de “cristianos anónimos” de Karl Rahner.

El principal defensor en la actualidad del inclusivismo cristocéntrico, Jacques Dupuis,

sin embargo, afirma que: “sigue siendo posible un cristocentrismo inclusivo y abierto,

que representa, sin duda, el único camino abierto para una teología cristiana de las re-

ligiones verdaderamente digna de este nombre” (1989, p. 149).

De mi parte, y debido a mi condición de teólogo, he preferido asumir como enfoque

teórico el inclusivismo teológico de carácter cristiano. Pero reconociendo, por mi pro-

fesión de antropólogo, las virtudes del enfoque pluralista, sin negar los vacíos concep-

tuales que aún mantiene el pluralismo teológico.

De todas maneras, lo que sí dejo en claro es que mi posición epistemológica no es

objetivista sino subjetivista, lo que resulta más congruente con el inclusivismo teológi-

co. Pues, paradójicamente, el pluralismo con su opción relativista, homologa en un

horizonte común los diversos fines de las religiones del mundo al no reconocer la dife-

rencia esencial que existe en cada una de las mismas con respecto al fin último. El in-

tento pluralista de legitimar todos los sistemas de creencias y prácticas, niega, sin darse

cuenta, la misma diferencia que pretende defender. Por eso, si quiero seguir defen-

diendo el reconocimiento de la diferencia, entonces, debo asumir que las religiones del

mundo no son un mismo camino de salvación, sino propuestas de trascendencia con

horizontes o fines diversos.

Un ejemplo de lo dicho con anterioridad lo encontramos en la comprensión misma

de la fe como camino de salvación (religiones hijas de Abraham). No es posible asumir

que las demás religiones del mundo también interpretan su fe como vías de salvación,

pues muchas de ellas se perciben más bien como vías sapienciales (religiones de la Chi-

na), caminos místicos (religiones de la India) o senderos chamánicos (religiones indíge-

nas). Más aún, no en todas las religiones del mundo tenemos un mismo referente de

trascendencia o reconocimiento de la divinidad. Para las religiones místicas de la India

(hinduismo, budismo y jainismo) el acceso a la divinidad pasa por el despertar del fun-

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damento último del ser en las estructuras psicológicas de lo humano, en el cual lo divi-

no se manifiesta como ese Yo profundo en cada ser humano que es Uno en su identi-

dad con el Todo. Para las religiones éticas de la China (taoísmo y confucionismo) el ac-

ceso a la divinidad pasa por el vínculo con el entorno tanto social como ambiental o

cósmico, en el cual lo divino se manifiesta como respeto y adecuación a la Ley que go-

bierna y estructura el orden cósmico. En las religiones históricas monoteístas (judaís-

mo, cristianismo e islamismo) el acceso a la divinidad pasa por el reconocimiento de la

actuación de Dios en la historia del pueblo elegido, en el cual lo divino se manifiesta

como la “presencia” misma de Dios en su pueblo Israel, su Hijo Jesucristo o su libro el

Corán. Por último, en las religiones chamánicas de los grupos tribales (indígenas de to-

do el planeta) el acceso a la divinidad pasa por la comunión con las fuerzas de la natu-

raleza, en la cual la divinidad se manifiesta como energía y poder que anima el cosmos.

Así pues, el respeto por las diferentes cosmovisiones religiosas del planeta pasa por

una perspectiva inclusivista que sin negar la identidad de la propia fe, también acepta

los valores de verdad y bondad que encuentra en los sistemas de creencias y prácticas

religiosas distintas a la propia. Esta apuesta inclusivista no es sólo una petición de prin-

cipio a la teología cristiana, sino también a todos los sistemas religiosos del mundo. Se

pide, pues, que las religiones del mundo sean permeables a los valores de verdad y

bondad de los creyentes de otras religiones, sin que tal disposición de apertura impli-

que negar la propia identidad de fe. No se busca, entonces, con el diálogo inter-

religioso, socavar los fundamentos mismos de las fes del mundo, pues se asume que los

mismos son buenos y verdaderos según el “principio de caridad” postulado por D. Da-

vidson, sino alimentar los procesos de cambio al interior de las dinámicas históricas y

culturales de cada religión. O sea, no pretendemos convertir a nuestra religión al cre-

yente de otra fe, sino colaborar en un mutuo y recíproco intercambio de experiencias,

ideas y costumbres que ilumine la común fe de todos los creyentes hacia horizontes de

espiritualidad más humanizadores.

Pues, como bien afirma A. Torres Queiruga (2005): “un encuentro con la manifesta-

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ción de Dios en las otras religiones constituye una llamada a corregir defectos propios y

a descubrir las nuevas riquezas que, presentes en las demás, la inevitable estrechez de

la propia tradición no le permitía ver” (p. 110).

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3. SOTERIOLOGÍA CRISTIANA PARA EL DIALOGO ENTRE LAS RELIGIONES

A continuación describo el desarrollo histórico de la comprensión de la doctrina de

la salvación en las grandes tradiciones cristianas. Cabe decir, como preludio, que el de-

sarrollo dogmático de la doctrina de la salvación se ha realizado no como problemática

independiente sino como componente de otros grandes apartados de la teología

dogmática: a saber, la cristología, la antropología, la eclesiología y la escatología.

3.1. En La Tradición Ecuménica

Por respeto a la común tradición en que se insertan las tres grandes iglesias cristia-

nas, hemos asumido que el primer milenio de historia de la cristiandad es legado

común tanto para católicos, como para ortodoxos y protestantes. Ejemplo de lo cual es

el período denominado patrístico pues, evidentemente, tanto católicos, como orto-

doxos y protestantes reconocen en los Padres de la Iglesia una herencia común.

Así pues, describimos a continuación los principales conceptos que sobre la doctrina

de la reconciliación hubo en los primeros siglos del cristianismo. Expliquemos que,

aunque es verdad que el concepto de salvación no se reduce a los juicios formulados

sobre el concepto de reconciliación, sin embargo, y debido a que el dogma soteriológi-

co fue construyéndose históricamente, entonces, sí es cierto que en los primeros siglos

de la fe cristiana los contenidos salvíficos se remitían principalmente a la idea de la re-

conciliación; pues aún las propuestas soteriológicas no se referían tanto a cuestiones

escatológicas ni eclesiológicas, como sí a cuestiones antropológicas y cristológicas (ni

qué decir, que tampoco habían aparecido, en el horizonte de la discusión teológica, los

asuntos meramente pneumatológicos con referencia directa a la vida cristiana que son

preocupación de nuestros días).

Hablar sobre la doctrina de la reconciliación en el marco de un estudio sobre la sal-

vación muestra la manera en que están relacionadas la cristología y la soteriología. Re-

sulta cada vez más cierto, para la teología actual, que no se puede separar la compren-

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sión de la persona de Jesús de la comprensión de su obra. Por lo cual, hablar de cristo-

logía remite necesariamente a hablar de soteriología. El interrogante que resulta es:

¿cuál discurso es derivado del otro?, es decir, ¿conviene derivar la cristología de la so-

teriología? o, más bien, ¿es adecuado derivar la soteriología de la cristología? La res-

puesta a tal cuestión necesitaría todo un tratado expositivo que, por el momento, no

podemos realizar. Nosotros creemos más favorable asumir que la soteriología es una

función de la cristología, es decir, que la doctrina de la salvación deriva de la doctrina

que habla acerca de qué significa confesar que Jesús es el Cristo.

Pues bien, en la confesión cristiana que proclama a Jesús como el Cristo, es de suma

importancia el significado salvífico que se atribuye a su muerte en la cruz. Por eso, al

hablar de la comprensión que los cristianos del primer milenio tuvieron acerca del sig-

nificado de la muerte de Jesús en la cruz, estamos al mismo tiempo accediendo a la

comprensión que hubo en aquella época del sentido de la salvación. Conviene mencio-

nar el hecho de que la muerte en cruz de Jesús se consideró evento de salvación como

resultado de la experiencia directa que los discípulos tuvieron de la resurrección14 del

crucificado. En tal sentido, la muerte de Jesús no fue interpretada como cualquier otra

muerte, o sea, la interpretación de la muerte en cruz de Jesús de Nazaret se alimenta

de la comprensión post pascual de la Iglesia. Porque Dios resucitó a Jesús de entre los

muertos es que, ahora, la Iglesia confiesa la muerte en cruz de Jesús con sentido salvífi-

co.

3.1.1. La doctrina de la reconciliación en Ireneo

Para Ireneo (130-202), la comunión con Dios perdida por la desobediencia cometida

por Adán en el árbol del Edén, fue restaurada por la obediencia de Jesús en el árbol del

calvario. Pues: “En efecto, así como por la desobediencia de un hombre, todos fueron

14

Hablar de “resurrección” remite a una comprensión monoteísta de la salvación escatológica pro-metida por Dios. Podríamos hablar, más bien, de “las apariciones del viviente”. Así evitaríamos todo ses-go judeocristiano de una realidad que bien podría ser asumida por creyentes de otras fes, pues también en las creencias de las demás religiones del mundo se ha dado el caso de que los muertos manifiestan su carácter de “vivientes”.

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constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno todos serán constituidos

justos” (Rom 5, 19 BJ). Ireneo enseña que en Jesús se recuperó lo que en Adán se había

perdido, atribuyendo a la función del Verbo encarnado el papel de recapitular, o sea,

de restablecer la condición original del ser humano cuando fue creado por Dios. Ireneo

entiende que es Dios quien necesita ser reconciliado, pues fue ofendido por la desobe-

diencia de Adán. Pero no en el sentido de un sacrificio expiatorio que necesita aplacar

la ira de un Dios iracundo, sino simplemente, en el sentido de un Padre enojado por la

desobediencia de su hijo, que está dispuesto a restablecer la comunión tan pronto co-

mo vea la menor prueba de obediencia en su hijo. Pues bien, la encarnación del Verbo

y su muerte en la cruz fue la prueba de obediencia que el Padre aceptó, restituyéndose

así la comunión perdida.

Así leemos en el famoso escrito de Ireneo titulado Contra las Herejías15 (Adversus

Haereses):

… Pero no pediría cuentas de esto si no debiese también salvarlo y si el Señor, para re-

capitular todas las cosas, no se hubiese hecho él mismo carne y sangre según la antigua

creación, para salvar en sí en el fin lo que al principio se había perdido en Adán (V, 14, 1).

Y no sólo de las maneras que hemos dicho el Señor reveló al Padre y a sí mismo, sino

también por su pasión. Porque disolviendo la desobediencia del hombre que tuvo lugar al

principio en el árbol, “se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 8), cu-

rando por la obediencia en el árbol la desobediencia en el árbol (V, 16, 3).

… Y por eso en los últimos tiempos el Señor nos ha restituido a la amistad por su propia

encarnación: haciéndose “mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim 2, 5), propiciando

por nosotros al Padre contra el cual habíamos pecado, y consolando nuestra desobedien-

cia con su obediencia, puso en nuestras manos la conversión y la sumisión a nuestro hace-

dor (V, 17, 1).

3.1.2. La doctrina de la reconciliación en Orígenes

Para Orígenes (185-254) la muerte de Jesús en la cruz es el final de un drama cósmi-

15

Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 233-259. Bogotá: CELAM, 1991.

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co, mediante el cual se concluye un tratado realizado entre Dios y Satanás. El acuerdo

entre Dios y Satanás es que Dios entregaba al Diablo dominio sobre los pecadores, más

no sobre los inocentes. Así pues, al morir Cristo en la cruz, y siendo inocente de toda

culpa, Satanás es vencido pues al no tener poder sobre los inocentes, tampoco tiene

dominio sobre aquellos que Cristo liberó del poder demoniaco por su muerte en la

cruz. Se trata de que Cristo pagó a Satanás, con su muerte inocente, el rescate por la li-

beración de todos aquellos que Satanás tenía bajo dominio por ser pecadores. En la

epístola a los Colosenses encontramos ecos de un drama cósmico que se desarrolla en-

tre Dios y los Poderes demoniacos: “Dios anuló el documento de deuda que había con-

tra nosotros y que nos obligaba; lo eliminó clavándolo en la cruz. Dios despojó de su po-

der a los seres espirituales que tienen potencia y autoridad, y por medio de Cristo los

humilló públicamente llevándolos como prisioneros en su desfile victorioso” (Col 2, 14-

15 DHH). Por eso se ha denominado a la teoría de Orígenes como la teoría del Christus

Victor (Cristo victorioso), a la manera de la victoria de los jefes militares que luego de

vencer a sus enemigos los exhiben públicamente en un desfile triunfal.

En el siguiente texto del Comentario al Evangelio de San Juan16 de Orígenes, se ob-

serva cómo la muerte en la cruz del Verbo encarnado también se entiende al modo de

una medicina curativa al mismo tiempo que como rescate:

Pero aun cuando el Padre diga qué es hacerse siervo, no es tanto en comparación con

el cordero, y cordero sin mancha: pues como cordero inocente se hizo el Cordero de Dios

llevado al sacrificio (Is 53, 7) para quitar el pecado del mundo; y el que dispensa a todos la

palabra, se asemejó al cordero que ante el trasquilador queda sin palabra, de manera que

todos fuésemos purificados por su muerte, que es como la medicina que se da como antí-

doto contra las fuerzas contrarias, y contra el pecado de aquellos que quisieren recibir la

verdad; porque, en efecto, la muerte de Cristo hizo languidecer las potencias que hacían

guerra contra el género humano, y con indecible potencia liberó del pecado la vida en ca-

da uno de los creyentes (I, 37).

16

Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 304-311. Bogotá: CELAM, 1991.

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3.1.3. La doctrina de la reconciliación en Anselmo

La doctrina de la reconciliación en Anselmo (1033-1109) bien puede ser denominada

“teoría de la satisfacción” pues postula, en términos generales, que la muerte en cruz

de Jesús satisfizo la justicia divina. Dios en su justicia debería haber castigado el pecado

de todos los seres humanos, pero al morir Cristo en la cruz y por su condición de ino-

cente, entonces, sustituyó el castigo que merecíamos todos nosotros. Pues bien, por-

que Cristo con su muerte en la cruz pagó a Dios el castigo por nuestros pecados, enton-

ces, ahora nosotros podemos gozar del perdón divino. Según esta concepción del papel

de la muerte de Jesús en la cruz, Dios estaba enojado con los seres humanos y su ira

era la merecida recompensa por nuestros pecados. Dios, pues, necesitaba ser reconci-

liado con los seres humanos, y Jesús al morir en la cruz produjo tal reconciliación.

Esta teoría de la satisfacción fue la que tuvo más influencia en toda la cristiandad,

entendiéndose la muerte de Jesús en la cruz como un sacrificio de expiación que aplaca

la cólera de Dios contra el pecador. Esta teoría de la satisfacción se inspira directamen-

te en San Agustín (354-430), quien escribió:

¡Oh eterno y amantísimo Padre!, ¡qué grande fue el exceso de vuestro amor para con

los hombres, pues no perdonasteis a vuestro unigénito Hijo, sino que le entregasteis a que

muriese por nosotros pecadores!... se sujetase a padecer por nosotros la ignominiosa

muerte de cruz… Él mismo fue el vencedor y la víctima, que se ofreció a Vos por nosotros;

y por eso fue vencedor, porque fue víctima. Se hizo para con Vos sacerdote, y sacrificio

por nosotros; y por eso fue el sacerdote, porque él mismo fue el sacrificio (Confesiones,

Libro X, 68).

3.1.4. La doctrina de la reconciliación en Abelardo

A la doctrina de la reconciliación de Abelardo (1079-1142) podemos denominarla

una doctrina subjetiva. Para Abelardo el sufrimiento de Cristo muriendo en la cruz

conmueve lo más íntimo del corazón humano. De este modo los seres humanos, movi-

dos por ese amor del crucificado que entrega su vida por compasión a los pecadores,

reconocen que en Dios su misericordia es muchísimo más grande que su ira. Lo cual nos

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anima hacia el arrepentimiento, pues sabemos que el perdón divino es un resultado de

su amor infinito, en el cual podemos estar confiados. Pues como escribe el mismo Abe-

lardo: “Todos los que se mantienen en el amor de Dios se salvan necesariamente”

(Conócete a ti mismo, capítulo 20).

Expresión de esta concepción subjetiva de la expiación es el bello poema de la litera-

tura española que dice:

No me mueve, mi Dios, para quererte

El cielo que me tienes prometido;

Ni me mueve el infierno tan temido,

Para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte

Clavado en una cruz y escarnecido;

Muéveme ver tu cuerpo tan herido;

Muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

Que aunque no hubiera cielo te amara

Y aunque no hubiera infierno te temiera.

No tienes que darme porque te quiera;

Pues aunque cuanto espero no esperara,

Lo mismo que te quiero te quisiera.17

3.1.5. En suma

A modo de síntesis expresemos lo siguiente.

Primeramente, observamos cómo la comprensión teológica de los cristianos en el

primer milenio estuvo concentrada cristológicamente. Conocer en profundidad la fun-

ción del Verbo encarnado fue la preocupación primera de la teología cristiana. De ahí

que los primeros concilios fueran principalmente cristológicos y que la actuación de

17

Anónimo, aparecido por primera vez en 1628 en la obra del español Antonio de Rojas.

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Dios en la historia humana se percibiera como el envío de Su Hijo al mundo. Pero, en-

tonces, se hizo necesario entender qué necesidad tenía Dios de enviar su Hijo al mun-

do. Con lo que la conexión entre cristología y antropología (más exactamente, hamar-

teología o doctrina sobre el pecado) fue evidente. Ya que no fue por necesidad divina,

sino por necesidad humana que el Verbo se encarnó. Ahora bien, como no era menes-

ter que Dios hubiera sido tomado de asalto por razón del pecado, entonces, tal encar-

nación del Verbo o donación del Hijo se entendió como una decisión asumida desde el

inicio del mundo por la divina Trinidad. Asunto, que no solamente implicaba el envío

del Hijo, sino también el envío del Espíritu Santo; ambos como respuesta salvífica del

Padre al pecado humano. De ahí, que se comprenda cómo la discusión teológica de los

primeros siglos entendió la salvación en referencia a la muerte en cruz de Jesucristo, ya

que no era posible dar sentido a la muerte del Hijo de Dios, el justo, sino en relación

con el pecado de los seres humanos, los injustos. La contradicción de la cruz sólo tiene

sentido en perspectiva salvífica.

Luego, notamos cómo la comprensión del significado de la muerte de Jesús tiene

connotaciones plenamente teológicas, o sea, cómo enunciados cristológicos se convier-

ten en percepciones sobre el ser de Dios. De este modo, la visión de un Dios amoroso

que reconcilia al mundo consigo mismo, según la primera y segunda generación de cris-

tianos, se cambia por la visión de un Dios iracundo que necesita ser reconciliado con el

mundo, según algunos de los primeros Padres de la Iglesia. La diferencia radica en

quién es el sujeto y quién el objeto de la reconciliación: Dios o el hombre. En la com-

prensión paulina del asunto Dios es el sujeto de la reconciliación y el hombre el objeto

de la misma, es decir, quien ofrece al hombre la reconciliación es Dios y quien necesita

de ella es el hombre. Pues no era Dios el enojado con el hombre, sino el hombre quien

estaba en rebeldía con Dios. No había, pues, que apaciguar el corazón de un Dios ira-

cundo, con sacrificios expiatorios, por ejemplo, sino restablecer los vínculos de comu-

nión que de parte del hombre se habían roto para con Dios. Como bien enseña la pará-

bola del padre y sus dos hijos (Lc 15, 11-32), o el texto en el cual el apóstol afirma:

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“Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta

las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconci-

liación” (2 Cor 5, 19 BJ).

Por último, cabe resaltar el hecho de que tales interpretaciones sobre el significado

de la muerte en cruz de Jesús, sí respondieron al entorno histórico y cultural de los

primeros siglos. Ireneo, con su teoría de la recapitulación, posiblemente respondió a la

teología judía sobre la manera en que Jesús se insertaba en la historia de la salvación

desarrollada desde Adán. Orígenes, con su teoría del drama cósmico, respondió de

modo directo a los creyentes gnósticos de su tiempo. Anselmo, con su teoría de la sa-

tisfacción inspirada en Agustín, dio forma jurídica a un problema teológico, mostrando

la racionalidad de la fe cristiana. Y Abelardo, con su teoría subjetiva, mostró las estruc-

turas psicológicas del corazón humano que hacen posible la conversión de un pecador

en un santo. Por todo lo anterior, creo que también nosotros, los creyentes del siglo

XXI, el siglo de la aldea global (la aldea planetaria), estamos autorizados por la historia

de la teología cristiana para “reformular” la fe de los Padres en conceptos que respon-

dan a los nuevos sentidos que hoy tenemos de Dios, del cosmos y de la historia huma-

na.

3.2. En La Tradición Ortodoxa

Reconocemos como “tradición ortodoxa” la doctrina de las iglesias de oriente que

solamente aceptan los siete primeros concilios denominados concilios ecuménicos,

pues en tales concilios hubo participación conjunta tanto de las iglesias de occidente

como de las iglesias de oriente. Por esto mismo, a la Iglesia Ortodoxa se la denomina

“la iglesia de los siete concilios”, que son: Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso

(431), Calcedonia (451), Constantinopla II (553), Constantinopla III (680) y Nicea II (787).

A propósito de la importancia que para la Iglesia Ortodoxa tienen estos siete concilios,

leemos a continuación la afirmación de un reconocido teólogo del siglo XX de la Iglesia

Ortodoxa, Vladimir Lossky, en su libro titulado Teología Mística de la Iglesia de Oriente

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(1944):

Todo el desarrollo de las luchas dogmáticas sostenidas por la Iglesia en el transcurso

de los siglos, si se enfoca desde el punto de vista puramente espiritual, nos aparece domi-

nado por la preocupación constante que la Iglesia ha tenido de salvar, en cada momento

de su historia, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la unión mística.

En efecto, la Iglesia lucha contra los gnósticos para defender la idea misma de la deifi-

cación como fin universal: “Dios se hizo hombre para que los hombres puedan volverse

dioses”. Afirma, contra los arrianos, el dogma de la Trinidad consubstancial, porque es el

Verbo, el Logos, quien nos abre el camino hacia la unión con la divinidad, y si el Verbo en-

carnado no tiene la misma substancia con el Padre, si no es el verdadero Dios, nuestra dei-

ficación es imposible. La Iglesia condena el nestorianismo, para abatir la barrera con la

cual, en el propio Cristo, se ha querido separar al hombre de Dios. Se alza contra el apoli-

narismo y el monofisismo, para mostrar que, al haber asumido el Verbo la plenitud de la

verdadera naturaleza humana, nuestra naturaleza entera debe entrar en unión con Dios.

Combate a los monotelitas porque fuera de la unión de las dos voluntades, divina y huma-

na, no se podría alcanzar la deificación: “Dios creó al hombre por su sola voluntad, pero no

puede salvarlo sin el concurso de la voluntad humana”. La Iglesia triunfa en la lucha por las

imágenes, al afirmar la posibilidad de expresar las realidades divinas en la materia, símbo-

lo y garantía de nuestra santificación.

En las cuestiones que se plantean sucesivamente sobre el Espíritu Santo, sobre la gra-

cia, sobre la propia Iglesia -cuestión dogmática de la época en que vivimos-, la preocupa-

ción central, el envite de la lucha es siempre la posibilidad, el modo o los medios de la

unión con Dios. Toda la historia del dogma cristiano se desarrolla alrededor del mismo

núcleo místico, defendido con armas diferentes contra adversarios múltiples en el trans-

curso de las épocas sucesivas (p. 9-10).

En el anterior texto se observa cómo el tema central de la teología ortodoxa salta a

la vista: la téosis ( ) o deificación del ser humano. Que en términos occidentales

se refiere a la restauración de la imagen divina en el ser humano, perdida (según los

protestantes) o desfigurada (según los católicos) por la caída. Tal es la doctrina orto-

doxa de la salvación que en palabras de las Escrituras se traduce como “participación”

en la naturaleza divina: “Con ellas nos ha otorgado las promesas más grandes y valio-

sas, para que por ellas participéis de la naturaleza divina y escapéis de la corrupción

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que habita en el mundo por la concupiscencia” (2 Pedro 1, 4 BP). Y que según la clásica

formulación de Ireneo y Atanasio afirma: “Dios se hace hombre para que el hombre

pueda llegar a ser Dios”.

En el siguiente texto titulado Contra las Herejías18 (Adversus Haereses) de Ireneo,

leemos con más detalle la manera en que la encarnación del Verbo posibilita la deifica-

ción del hombre:

… A ellos les dice el Verbo, exponiéndoles el don de su gracia: “Yo dije: todos sois dio-

ses e hijos del Altísimo; pero como hombres moriréis” (Sal 82, 6-7). Esto dijo a quienes no

recibían el don de la filiación adoptiva, sino menospreciando la encarnación por la concep-

ción pura del Verbo de Dios, privan al hombre de su elevación hacia Dios, y así desagrade-

cen al Verbo de Dios hecho carne por ellos. Para eso se hizo el Verbo hombre, y el Hijo de

Dios Hijo del Hombre, para que el hombre mezclándose con el Verbo y recibiendo la filia-

ción adoptiva, se hiciese hijo de Dios. Porque no había otro modo como pudiéramos parti-

cipar de la incorrupción y de la inmortalidad, a menos de unirnos a la incorrupción y a la

inmortalidad. ¿Pero cómo podíamos unirnos a la incorrupción y a la inmortalidad, si pri-

mero la incorrupción y la inmortalidad no se hacía cuanto somos nosotros, “para que se

absorbiese” lo corruptible en la incorrupción y lo mortal en la inmortalidad (1 Cor 15, 53-

54; 2 Cor 5, 4) “para que recibiésemos la filiación adoptiva” (Gal 4, 5)? (III, 19, 1).

Recordemos también las palabras de Atanasio (295-373), en su texto titulado Sobre

los Decretos de Nicea,19 que al respecto de la función de la encarnación del Verbo en el

proceso de la deificación del ser humano escribe:

… Y si alguien quisiera aprender el motivo de esto, también lo encontrará: porque el

Verbo se hizo carne para ofrecerla por todos, y para que nosotros pudiésemos deificarnos

participando de su espíritu; cosa que no podríamos conseguir si él no se hubiese revestido

nuestro cuerpo creado; de ese modo comenzamos a ser llamados hombres de Dios y

hombres en Cristo (14).

Notemos, entonces, que ya en Ireneo existen dos motivos de la encarnación del

Verbo: primero, para recapitular en él la obra comenzada en Adán, según vimos más

18

Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 233-259. Bogotá: CELAM, 1991.

19 Carlos Ignacio González. El Desarrollo Dogmático en los Concilios Cristológicos, p. 334-365. Bogotá:

CELAM, 1991.

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arriba al hablar de la tradición ecuménica y, segundo, para posibilitar por medio de él la

deificación del hombre, según vemos ahora en la tradición ortodoxa. Lo que nos mues-

tra una característica básica de la Iglesia oriental: la negación a sistematizar la doctri-

na.20 Para los cristianos de oriente las verdades de fe no pueden ser reducidas a sim-

ples sistemas filosóficos de explicación conceptual ya que, por más que intentemos

iluminar la realidad, tanto terrena como divina, con el uso de la razón, siempre quedará

un resto de misterio imposible de descifrar que sólo podrá ser accedido por la contem-

plación. No se trata, entonces, de decir todo lo posible acerca de las verdades de fe,

pues no existe el interés de realizar sumas teológicas sino, simplemente, de iluminar

con la razón algunos aspectos de la experiencia de fe.

De ahí, la importancia en la doctrina ortodoxa de la vía mística, lugar de encuentro

entre el hombre y Dios:

Dicho de otro modo, al expresar el dogma una verdad revelada que nos aparece como

un misterio insondable, debemos vivirlo en un proceso durante el cual, en vez de asimilar

el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que cuidemos

de un cambio profundo, de una transformación interior de nuestra mente, a fin de hacer-

nos aptos para la experiencia mística (Lossky, 1944, p. 8).

De ahí también, la descentralización administrativa de las iglesias locales denomina-

das autocéfalas, pues cada obispo es autónomo y un “par entre pares” en la reunión de

obispos. Pues así como no existe un centro de poder visible que ejerza control sobre

todos los demás, o sea, así como no existe la suprema potestas in universa ecclesia;

tampoco existe una centralización de la doctrina en torno de la cual deban girar las

demás propuestas teológicas, ya que todo enunciado doctrinal es, simplemente, una

expresión conceptual condicionada histórica y culturalmente, por lo tanto diversa, de

una experiencia de fe común a los creyentes:

La ortodoxia no admite un jefe visible de la Iglesia. La unidad de ésta se expresa me-

20

Lo que tengo en mente al derivar la imposibilidad de una completa sistematización en temas teoló-gicos, de las dos razones que ofrece Ireneo para explicar la encarnación del Verbo, es la premisa de base según la cual todo sistema de pensamiento requiere la univocidad de sus conceptos. Por lo que en esos modos de pensamiento donde existe polisemia conceptual no es posible la sistematización.

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diante la comunión de los jefes de las iglesias locales, por el acuerdo de todas las iglesias

respecto a un concilio local y que adquiere, por eso mismo, un valor universal; por último,

en casos excepcionales, puede manifestarse por un concilio general. La catolicidad de la

Iglesia, lejos de ser privilegio de una sede o centro determinado, se realiza más bien en la

riqueza y multiplicidad de las tradiciones locales, que dan testimonio unánime de una so-

la verdad: lo que es guardado siempre, en todo lugar y por todos (Lossky, 1944, p. 13-14).

La Iglesia ortodoxa, aunque es llamada comúnmente la Iglesia de Oriente, no deja de

considerarse sin embargo como la Iglesia ecuménica. Y esto es verdad en el sentido de

que no está limitada por un tipo de cultura determinada, por la herencia de una civiliza-

ción, helenística u otra, por formas culturales estrictamente orientales… La Ortodoxia ha

sido la levadura de demasiadas culturas diferentes, para ser considerada como una forma

cultural del cristianismo oriental: estas formas son diversas, la fe es una. A las culturas

nacionales no ha opuesto jamás una cultura que se repute de específicamente ortodoxa

(Lossky, 1944, p. 14).

También nosotros, los cristianos del siglo XXI, podríamos aprender a vivir en la co-

munión de una misma experiencia de fe en medio de la diversidad histórica y cultural, y

por lo tanto conceptual. Pues, aunque existe un fundamento común de nuestra fe (Ju-

das 1, 3b), sin embargo, la manera de entender la misma está condicionada por histo-

rias y culturas diversas. Tampoco necesitamos construir grandes sistemas teológicos,

pues nos bastan simples orientaciones doctrinales que iluminen la fe del creyente en su

comunión con Dios. La unión de los creyentes debería ser más una cuestión de vivir una

verdadera ortopraxia que una cuestión de defender la verdadera ortodoxia, lo que,

aunque suene paradójico, es lo que ha ocurrido en la Iglesia ortodoxa. Pues ellos han

sabido comprender que, a pesar de la diversidad de comprensiones conceptuales, sin

embargo, todas y cada una de tales comprensiones reflejan una misma experiencia de

fe: la unión mística con la divinidad. Conviene resaltar aquí la perspectiva bíblica del

concepto de fe, que no significa adecuación conceptual a un mismo sistema de creen-

cias, sino seguimiento a un mismo estilo de vida. De lo cual es ilustrativo el pasaje de

Santiago 2, 19 que dice: “¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los de-

monios lo creen y tiemblan” (BJ).

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Escuchemos, a propósito de la unidad que puede haber en la diversidad, al concilio

Vaticano II cuando afirma en el Decreto sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio):

Guardando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, cada uno según el cometido

que le ha sido dado, observen la debida libertad, tanto en las diversas formas de vida es-

piritual y de disciplina como en la diversidad de ritos litúrgicos, e incluso en la elabora-

ción teológica de la verdad revelada; pero en todo practiquen la caridad. Pues con este

proceder manifestarán cada día más plenamente la auténtica catolicidad y la apostolicidad

de la Iglesia (UR 4).

A continuación describo con más detalle el sentido de la téosis en la teología de la

Iglesia Ortodoxa, según la exposición de Vladimir Lossky en su libro Teología Mística de

la Iglesia de Oriente (1944).

3.2.1. La doctrina soteriológica de la Téosis

Para la teología ortodoxa la creación del mundo es un acto de la libre voluntad de

Dios, destinado a participar en la plenitud de la vida divina, uniendo la realidad espiri-

tual con la realidad física, en la libre participación de la voluntad creada con la voluntad

de Dios. Para lo cual, Adán, como primer ser humano creado a imagen de Dios, fue des-

tinado para la realización del logro de su deificación, como manifestación de una reali-

dad creada que expresa la plenitud de la realidad divina. Pero por la caída de Adán se

malogró tal propósito y de ahí la necesidad del plan de salvación de Dios para la huma-

nidad.

La creación del hombre a imagen de Dios no implicaba que la deificación ya se

hubiera alcanzado, sino que tal “imagen” era la potencia mediante la cual Adán debería

alcanzar la completa “semejanza” con la divinidad en su deificación. Lo que la caída

ocasionó, entonces, no fue la pérdida de la imagen divina que se expresa en la libertad

del ser humano para conformarse a la voluntad de Dios; lo que la caída ocasionó fue,

más bien, la corrupción de la voluntad humana que en vez de inclinarse naturalmente

hacia Dios, después de la caída se inclinó hacia el mundo. La caída no produjo una

pérdida de la naturaleza o estructura ontológica del ser humano, sino una pérdida de la

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condición natural o de gracia (para la ortodoxia oriental no existe distinción entre natu-

raleza y gracia, pues la una remite necesariamente a la otra, ya que el cosmos entero es

creación divina, conteniendo la naturaleza, en sí misma, la gracia divina), o sea, una

pérdida de la condición existencial de inclinación natural hacia Dios: “El mal entró en el

mundo por la voluntad. No es una naturaleza ( ), sino un estado ( )” (Lossky,

1944, p. 94). El proceso de deificación se entiende, entonces, como la liberación de la

voluntad caída para que pueda volver, natural o espontáneamente, a buscar, hallar y

realizar la voluntad de Dios.

Una misma perspectiva del concepto de libertad asumió la Iglesia católica cuando en

el concilio de Orange del año 529, rechazando la actitud estoica del pelagianismo, pero

atenuando, a su vez, el pesimismo agustiniano, reconoce que en el pecado original no

se ha perdido (amissum) la libertad sino que sólo se ha visto deteriorada: “La afirma-

ción principal del concilio de Orange (529) es la siguiente: el ser humano, en su condi-

ción actual, no está intacto, sino empeorado (in deterius commutatus), y su libertad no

está ilesa, sino abocada a corrupción” (González Faus, 1987, p. 336). Concepción con-

traria al protestantismo que debido a un exceso de agustinismo en Lutero, postula la

total corrupción de la naturaleza humana. Lo que parece estar en juego, sin embargo,

en las discusiones acerca de la libertad humana no es tanto la cuestión antropológica,

sino más bien las implicaciones cristológicas y soteriológicas del asunto. Es decir, qué

significado tiene para la doctrina de la salvación obrada en Jesucristo el hecho de que la

libertad del ser humano esté parcialmente o totalmente afectada por la caída. Y creo

que tanto en la respuesta católica del reconocimiento de una libertad deteriorada, co-

mo en la respuesta protestante de la aceptación de una pérdida de la libertad, lo que

se quiere salvaguardar es la necesidad de la salvación en Cristo. Pues, contra Pelagio, si

no hubiera deterioro de la libertad, entonces, no habría necesidad de la obra de Cristo.

Y, a favor de Lutero, si no hubiera pérdida de la libertad, entonces, no habría necesidad

de la gracia de Dios.

Con la caída se introdujeron, eso sí, otros obstáculos más al proceso de deificación.

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Para Adán la comunión con Dios era natural, su naturaleza creada tendía a la comunión

con Dios. Sólo se esperaba, entonces, que Adán completara el proceso de deificación al

unir, por su libre voluntad, la doble naturaleza de su ser, la espiritual y la física, en una

sola persona, convirtiéndose así en un “dios creado”. Adán sólo tenía que seguir su

propia naturaleza en la tarea de unir, por libre voluntad, la doble naturaleza con la que

había sido creado. La caída, pues, añadió dos obstáculos más a la tarea de la deifica-

ción: el pecado y la muerte. Ahora la humanidad debería luchar, no solamente con la

doble naturaleza de su ser, sino además con el pecado de alejarse de la voluntad divina

y la consecuencia del mismo: la muerte.

Pues bien, el plan de salvación divina otorgado en Jesucristo resolvió los tres pro-

blemas de la humanidad y recuperó el propósito original de Dios de llamar al hombre a

participar de la naturaleza divina. Así, cuando el Verbo se hizo carne y unió en una

misma persona tanto la naturaleza divina como la naturaleza humana, estaba, al mismo

tiempo, posibilitando que los seres humanos volvieran a tener la capacidad de unir la

doble naturaleza con la que fueron creados. El Verbo encarnado también venció al pe-

cado con su muerte en la cruz, y venció a la muerte con su resurrección. De este modo:

“Según Cabásilas, Cristo supera las tres barreras, fruto del pecado de Adán: la barrera

de la naturaleza (superada por la encarnación), la barrera del pecado (superada por la

cruz) y la barrera de la muerte (superada por la resurrección)” (Codina, 1997, p. 63.).

Respecto a la causa de la encarnación del Verbo existen diferentes razones entre los

escritores ortodoxos. Unos afirman que la encarnación del Verbo fue un derivado nece-

sario del pecado de Adán, otros, por el contrario, consideran que aún a pesar de que

Adán no hubiera pecado, sin embargo, la encarnación del Verbo hubiera sido un hecho.

En palabras de Víctor Codina (1997) leemos al respecto:

¿Habría habido encarnación sin pecado? Los escotistas, seguidores del franciscano

Duns Scoto, dicen que sí; los tomistas, seguidores de Tomás de Aquino, dicen que no. En

general, Oriente no se plantea problemas irreales, sino que es realista. Máximo Confesor

dice que la encarnación realiza lo que Adán no fue capaz de realizar; pero no le preocupa

si habría habido encarnación sin pecado. Sólo Isaac el Sirio afirma que aun sin pecado

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habría habido encarnación (p. 64).

Le resta al hombre, entonces, aceptar por libre voluntad la obra que Dios realizara

en Jesucristo y proseguir con el logro de su propia deificación que, según San Isaac Sir-

íaco, ocurre mediante tres actos primordiales: la penitencia, la purificación y la perfec-

ción. Pero que no sucede como recompensa de los propios méritos sino como quien

colabora con la gracia divina en una synergeia que enlaza la voluntad humana con la

voluntad divina. Como explica Lossky (1944) en varios pasajes de su libro:

Porque no se trata de méritos sino de una cooperación, de una synergeia de ambas vo-

luntades, divina y humana, acuerdo en el que la gracia se desarrolla cada vez más y se en-

cuentra apropiada, ‘adquirida’ por la persona humana. La gracia es una presencia de Dios

en nosotros que exige por nuestra parte esfuerzos constantes. Sin embargo, esos esfuer-

zos no determinan en modo alguno la gracia, ni la gracia mueve nuestra libertad como una

fuerza que le fuera ajena (p. 147).

El concurso de las dos voluntades es necesario para alcanzar dicho fin: por una parte,

la voluntad divina deificante que confiere la gracia por el Espíritu Santo presente en la

persona humana; por otra parte la voluntad humana que se somete a la voluntad de Dios

recibiendo la gracia, obteniéndola, dejándola penetrar completamente la naturaleza (p.

93).

El hombre se une a Dios adaptándose a la plenitud del ser, que se abre en las profun-

didades de su propia persona. En los esfuerzos incesantes de una vía de ascensión, de co-

operación con la voluntad divina, la naturaleza creada será cada vez más transformada por

la gracia, hasta la deificación final, que se revelará plenamente en el reino de Dios (p. 181-

182).

Ahora bien: ¿Cómo se realiza en la vida del creyente la obra de la deificación? Re-

cordemos que la obra de Cristo, como Verbo encarnado que es, consiste en unir en su

persona la doble naturaleza (la divina y la humana), restaurando así la posibilidad de

que los seres humanos realizaran la unión de su naturaleza creada con su naturaleza

increada. Y así como Cristo realiza la salvación para toda la humanidad, así el Espíritu

Santo efectúa tal salvación en la vida de cada creyente en particular. Pues, según la

imagen simbólica de la “llama” que arde sobre la cabeza de cada uno de los discípulos

en el día del Pentecostés, como signo del derramamiento del Espíritu Santo, asimismo,

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la obra del Espíritu Santo efectúa en cada creyente en particular la gracia deificante:

“Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre

cada uno de ellos” (Hc 2, 3 BJ). En otras palabras, la obra que realiza Cristo por la

humanidad entera, la efectúa el Espíritu Santo por cada uno de los creyentes como rea-

lidades personales.

La respuesta, entonces, al interrogante sobre cómo se realiza en la vida del creyente

la obra de la deificación, sería: por la participación del Espíritu Santo en la vida de cada

creyente como gracia deificante. Se entiende, entonces, que Cristo dijera: “Pero yo os

digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros

el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7 BJ). El Espíritu Santo es, pues, quien

efectúa la deificación del creyente en su realidad personal. Vladimir Lossky (1944) lo

explica de la siguiente manera:

Para la tradición mística de la cristiandad oriental, pentecostés, que confiere a las per-

sonas humanas la presencia del Espíritu Santo, primicias de la santificación, significa el fin,

el fin último y al propio tiempo, marca el comienzo de la vida espiritual. Descendido sobre

los discípulos por las lenguas de fuego, el Espíritu Santo desciende invisiblemente sobre

los nuevos bautizados por el sacramento del santo crisma. En el rito oriental, la confirma-

ción sigue inmediatamente al bautismo. El Espíritu Santo opera en ambos sacramentos:

recrea la naturaleza purificándola, uniéndola al cuerpo de Cristo, comunica también a la

persona humana la divinidad, la energía común de la Santísima Trinidad, es decir, la gracia

(p. 126).

… Por la venida del Espíritu Santo, la Trinidad habita en nosotros y nos deifica, nos con-

fiere sus energías increadas, su gloria, su divinidad, que es la luz eterna en la que debemos

participar (p. 127).

Notemos que la gracia es entendida como la presencia de Dios en el creyente. Resal-

temos, entonces, la manera en que la ortodoxia oriental finaliza con postulados pneu-

matológicos su postulado soteriológico sobre la téosis. Pues, de un lado, la cristología

produce reflexiones pneumatológicas y, de otro lado, la soteriología asume premisas

pneumatológicas. Lo que nos lleva a un entramado metodológico de gran interés para

la teología actual: el desarrollo de un discurso pneumatológico que se origine directa-

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mente de presupuestos cristológicos, y que conlleva a implicaciones soteriológicas. Así

se mostraría cómo la salvación deriva de la obra de Jesús por mediación del Espíritu

Santo.

Conviene decir aquí que es en éste contexto teológico donde habría que enmarcar la

discusión acerca de las “mediaciones secundarias” propuesta por la Iglesia católica y

rechazada por las iglesias evangélicas. Es decir, el papel mediador de la virgen María

sólo tendría sentido teológico en el contexto de las “mediaciones históricas” efectua-

das dentro de la economía del Espíritu Santo, y lo mismo podría decirse de la función

salvífica de los sacramentos que sólo tendrían sentido teológico como “mediaciones

litúrgicas” que acontecen en la economía del Espíritu Santo.

Me atrevo a expresar también, que toda verdadera eclesiología debería nacer como

resultado de una verdadera soteriología, pues la doctrina acerca de ¿quién es el pueblo

de Dios? debería nacer como respuesta a la pregunta acerca de ¿quiénes son los salva-

dos? Por eso, la formulación medieval que reza Extra Ecclesiam Nulla Salus (fuera de la

Iglesia no hay salvación), podría haber fallado en su lógica interna, al derivar el discurso

soteriológico del discurso eclesiológico, cuando pareciera que la derivación debió haber

sido al contrario. Al respecto conviene recordar que “El eclesiocentrismo exclusivista,

fruto de un determinado sistema teológico, o de una comprensión errada de la frase

«extra Ecclesiam nulla salus», no es defendido ya por los teólogos católicos, después de

las claras afirmaciones de Pío XII y del Concilio Vaticano II sobre la posibilidad de salva-

ción para quienes no pertenecen visiblemente a la Iglesia” (C&R 10).21

3.2.2. En suma

Recapitulando, tengamos en cuenta, entonces, que el propósito de toda reflexión

teológica es más acompañar la fe del creyente que agotar la comprensión del misterio

divino. Por esto mismo, o sea, por el carácter práctico del discurso teológico, es que el

21

Con la sigla C&R citamos el documento escrito por la Comisión Teológica Internacional, publicado en 1996 y titulado El Cristianismo y las Religiones.

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mismo debería promover la reunión de los creyentes y no su alejamiento, reconocien-

do que diversas perspectivas de fe nacen de distintas necesidades eclesiales. Por lo que

no se trataría, en el debate teológico, de persuadir a los interlocutores sobre la lógica

de mis argumentaciones, sino de mostrarles la manera en que la fe ha respondido a mis

necesidades existenciales. En términos de la filosofía, estamos resaltando el hecho de-

fendido por la escuela de Frankfurt en su “teoría crítica de la sociedad”, acerca de que

los criterios de verdad no deberían ser de índole exclusivamente epistemológico sino

también de carácter ético, o sea, que la verdadera crítica no se refiere tanto a ilumi-

narnos sobre las contradicciones de la razón sino, sobre todo, a liberarnos de las con-

tradicciones sociales y políticas de nuestra propia historia. Para la denominada escuela

de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Habermas) la función de la crítica es mostrar las

contradicciones de la sociedad mediante el reconocimiento de las mismas, es decir,

desvelar las contradicciones internas de los problemas sociales. El criterio de verdad al

que se remite ya no es, solamente, la correspondencia con la realidad (realismo), ni la

adecuación a la razón (idealismo), sino además la capacidad emancipadora o liberadora

de tal o cual enunciado teórico. Se trata, entonces, de construir discursos de la reali-

dad que posibiliten la justicia, lo que nos recuerda las palabras de Jesús al decir: “y co-

noceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32 BJ).

Tengamos en cuenta también, que tanto la Iglesia ortodoxa como la Iglesia católica

están de acuerdo en que el resultado de la caída no fue la pérdida completa de la liber-

tad humana, sino sólo su deterioro en una voluntad desnaturalizada que ya no puede

por sus propios medios moldearse a la voluntad divina. Una recuperación de esa dispo-

sición original de querer vivir conforme la voluntad divina sería, entonces, el resultado

de la salvación.

Recordemos, además, que para la teología ortodoxa la gracia divina otorgada al cre-

yente es la misma presencia de Dios morando en el interior del ser humano. Presencia

divina que le capacita para lograr la deificación como resultado de la mutua coopera-

ción entre la voluntad humana y la voluntad divina. Tal presencia de Dios en el corazón

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del creyente sucede como obra del Espíritu Santo por mediación del sacramento de la

confirmación en la unción del santo crisma.

3.3. En La Tradición Católica

Recordemos que tres son los pilares de fe en que la Iglesia católica fundamenta su

doctrina: Escritura, Tradición y Magisterio. Con el propósito de identificar algunos énfa-

sis particulares de la tradición católica que la diferencia tanto de la tradición ortodoxa

como de la tradición protestante, entonces, revisaremos las verdades de fe postuladas

en los concilios post-ecuménicos, es decir, aquellos concilios en los que ya no participa-

ron las iglesias ortodoxas.

El tema de los siete primeros concilios (con excepción del concilio de Nicea II cuya

temática fue la lucha contra los iconoclastas) fue, principalmente, de contenido cris-

tológico pues tal era la problemática en que se debatía la Iglesia de aquél entonces. Por

esto mismo, es decir, porque los postulados del Magisterio van respondiendo a las ne-

cesidades históricas, es que las temáticas propiamente soteriológicas no tuvieron auge

hasta el concilio de Trento que, respondiendo a la Reforma protestante, define la com-

prensión de la Iglesia católica con respecto al tema de la salvación. Asimismo y, sobre-

todo, por la renovada comprensión eclesiológica de la Iglesia católica en el siglo XX, te-

nemos en los postulados del concilio Vaticano II una ampliación de la comprensión del

plan salvífico de Dios para la humanidad. Por lo cual, consideramos que en éstos dos

concilios de la Iglesia católica, el de Trento y el del Vaticano II, conservamos una fuente

de primera mano para acercarnos a una comprensión específicamente católica del con-

cepto de salvación. Además, comentaremos la Declaración Dominus Iesus (2000), pues

también en este documento se encuentran reflexiones de interés que revelan el pen-

samiento actual de la Iglesia acerca del plan de Dios para la salvación de la humanidad,

y que nos atañe directamente en nuestro estudio porque relaciona la soteriología de la

Iglesia con el diálogo inter-religioso.

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3.3.1. El concilio de Trento

El así denominado sacrosanto, ecuménico y general concilio de Trento, presidido por

el Papa Pablo III en la ciudad de Trento, de apertura el 13 de diciembre de 1545, inició

sesiones sólo hasta el 7 de enero de 1546 por motivo de las fiestas religiosas de fin de

año. Siendo su principal interés responder a la Reforma protestante y proponer algunas

reformas dentro de la iglesia, como dice el Decreto sobre el símbolo de la fe en la sesión

tercera: “la grandeza de los asuntos que tiene que tratar, en especial de los contenidos

en los dos capítulos, el uno de la extirpación de las herejías, y el otro de la reforma de

costumbres, por cuya causa principalmente se ha congregado”.

En la sesión cuarta titulada Decreto sobre las Escrituras canónicas, se inicia el desa-

rrollo de las propuestas del concilio definiendo el canon de las Sagradas Escrituras re-

conocido en la Iglesia católica que son los 45 libros del Antiguo Testamento y los 27 del

Nuevo Testamento, según la versión oficial de la Biblia que para la Iglesia católica de

aquél tiempo fue La Vulgata. Ya en ésta resolución de ratificar la pertenencia entre los

libros canónicos de los así denominados textos deutero canónicos del Antiguo Testa-

mento, no reconocidos por las iglesias de la Reforma para quienes sólo son 39 los libros

canónicos del Antiguo Testamento pues siguen la tradición del canon hebreo en vez de

la tradición del canon griego seguido por La Vulgata; se evidencia el carácter del debate

que viene: un debate sobre las fuentes de autoridad de la fe.

También estaba preocupado el concilio por la impresión indiscriminada de Biblias y

trató de regular la misma, así como de evitar la libre interpretación de las Sagradas Es-

crituras sin la debida guía de la Iglesia. Dos cuestiones que creo tienen que ver direc-

tamente con la cuestión de la Reforma protestante, pues el así denominado “principio

protestante” permite la libre interpretación de las Escrituras Sagradas por parte de to-

dos los creyentes, lo cual también creo se vió promovido por el uso de la imprenta y la

facilidad que la misma otorgaba para tener la Biblia como posesión personal. Al respec-

to, en la misma cuarta sesión del concilio en el Decreto sobre la edición y uso de la Sa-

grada Escritura leemos:

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Decreta además, con el fin de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en

su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertene-

cientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, vio-

lentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha da-

do y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sen-

tido, e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimien-

to de los santos Padres, aunque en ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpreta-

ciones.

Conviene escuchar, entonces, la voz protestante sobre la libertad del creyente en la

interpretación de las Sagradas Escrituras. Así pues, en términos generales el “principio

protestante” declara que solus Deus es Absoluto, siendo todo lo demás (humanidad,

historia, cosmos, etcétera) relativo. Evitando así toda absolutización, ya sea secular o

religiosa, pues cualquier negación del carácter relativo de la existencia es un acto de

idolatría. El término fue acuñado por el teólogo protestante Paul Tillich quien lo explica

en el tercer volumen de su obra Teología Sistemática (1963) de la siguiente manera:

La grandeza autoafirmada en el dominio de lo santo es demoniaca. Esto es verdad de

la pretensión de una iglesia por representar en su estructura a la comunidad espiritual sin

ambigüedad alguna… Pero en la medida en que el Espíritu divino conquista la religión, im-

posibilita una tal pretensión tanto en las iglesias como en sus miembros. Allí donde el

Espíritu divino produce efecto, se rechaza la pretensión de una iglesia de representar a

Dios excluyendo a las demás. La libertad del Espíritu opone resistencia a una tal preten-

sión. Y cuando el Espíritu divino produce su efecto queda eliminada la pretensión de un

miembro de la iglesia por poseer en exclusividad la verdad porque el Espíritu divino

atestigua su fragmentaria y ambigua participación en la verdad (p. 299).

En otros contextos he calificado esta verdad como el “principio protestante”… El prin-

cipio protestante (que es una manifestación del espíritu profético) no queda restringido a

las iglesias de la Reforma o a cualquier otra iglesia; trasciende cualquier iglesia particular

para ser expresión de la comunidad espiritual. Ha sido traicionado por todas las iglesias,

incluidas las de la Reforma, pero es también efectivo en todas ellas como el poder que im-

pide el que la profanización y la demonización destruyan por completo las iglesias cristia-

nas. El sólo no basta; necesita la “substancia católica”, la encarnación concreta de la pre-

sencia espiritual; pero es el criterio de la demonización (y de la profanización) de tal en-

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carnación. Es la expresión de la victoria del Espíritu sobre la religión (p. 299-300).

Parece justo inferir, entonces, que desde el mismo inicio de las sesiones el debate

tenía como directo opositor la Reforma protestante. Por esto mismo, es de relevancia

el concilio de Trento para nuestro estudio sobre la comprensión del concepto de salva-

ción en la cristiandad pues, como vamos a ver más adelante, los contenidos temáticos

del concilio que tratan sobre el plan de Dios para la salvación de la humanidad son

prolíficos en la comprensión soteriológica de la Iglesia. Cuestión que deriva de tener

que responder en forma detallada y profunda a las enseñanzas de los reformadores

sobre la salvación por fe en oposición a una salvación por obras.

Debate y controversia que creo ya vivió el apóstol Pablo en su oposición a los judai-

zantes y que, por segunda vez en la historia, la cristiandad tenía que volver a dirimir.

Cuestión que creo, además, aún no ha sido resuelta definitivamente en la historia de la

cristiandad pues, muy a pesar de que Lutero considerara la Epístola de Santiago como

“una epístola de paja”, sin embargo, aún siguen resonando las palabras del hagiógrafo

al decir:

¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso

podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento

diario, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos y hartaos”, pero no les dais lo

necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmen-

te muerta.

Y al contrario, alguno podrá decir: “¿Tú tienes fe? Pues yo tengo obras. Muéstrame tu

fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe”. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces

bien. También los demonios creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin

obras es estéril? Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando

ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las

obras, la fe alcanzó su perfección? Y alcanzó pleno cumplimiento la Escritura que dice:

Creyó Abrahán en Dios y se le consideró como justicia y se le llamó amigo de Dios.

Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Del

mismo modo Rajab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras al dar hospedaje a

los mensajeros y hacerles marchar por otro camino? Porque así como el cuerpo sin espíri-

tu está muerto, así también la fe sin obras está muerta (St 2, 14-26 BJ).

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Veamos, entonces, cómo el debate entre católicos y protestantes obtuvo una res-

puesta por parte católica en el concilio de Trento. Y debido a que es importante tener

en cuenta a todos los interlocutores involucrados en una controversia, me permitiré ci-

tar en ocasiones, como ya hice arriba, las voces reformadas de éstas cuestiones.

Sobre el pecado original

En la quinta sesión del concilio titulada Decreto sobre el pecado original, se afirma

que el pecado de Adán fue heredado por toda la humanidad, es decir, que las conse-

cuencias del mismo pasaron a todos los seres humanos; en oposición a quienes creen

que sólo Adán sufrió los efectos de su desobediencia. Tal herencia adánica es transferi-

da por generación (propagatio) y no por simple imitación, o sea, que no se requiere la

actualización de actos pecaminosos para considerar a los seres humanos pecadores y,

por lo tanto, también los párvulos necesitan de la salvación ofrecida por Dios por medio

del bautismo. Bautismo el cual la Iglesia afirma que limpia de verdad la herencia adáni-

ca, aunque no desaparezca la concupiscencia que derivada del pecado inclina al mismo;

refutando a quienes creen que el perdón ofrecido por Dios en el bautismo no quita en

verdad el pecado original sino que sólo permite la no imputación del mismo.

Tales afirmaciones sobre el sentido del pecado original son respuestas directas a al-

gunas concepciones protestantes. Para los reformadores al igual que para la Iglesia

católica, pues ambas partes están inspiradas en la teología de San Agustín (recordemos

que el mismo Lutero fue sacerdote agustiniano), todos los seres humanos están impli-

cados en el así denominado pecado original. Pero existen algunos matices que diferen-

cia la comprensión protestante del pecado original de la concepción católica. A conti-

nuación expongo la comprensión católica del pecado original ya que resulta necesaria

para entender el contenido soteriológico del concilio de Trento.

La Iglesia católica debatió la cuestión del pecado original en dos concilios locales: el

de Cartago (418) y el de Orange (529). En ambos se confirmó la posición de Agustín

contra Pelagio, pero con algunos matices para evitar caer en ciertas implicaciones ex-

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tremas de un agustinismo radical. El concilio de Orange concluyó, en palabras de J. I.

González Faus (1987), que: “El ser humano, en su condición actual, no está intacto, sino

empeorado (in deterius commutatus), y su libertad no está ilesa, sino abocada a co-

rrupción” (p. 336), según el Canon 1 (DS 371; D 174). Al hablar sobre un deterioro de la

naturaleza humana el concilio quiso poner en claro, contra Pelagio, que la condición ac-

tual de los seres humanos no es de plenitud. Y aunque se pueda entender la doctrina

entusiasta de Pelagio en un contexto pastoral pues es verdad que “de nada sirve ser

llamado a cosas que se tienen por imposibles” (opinión de Pelagio aparecida en su Car-

ta a Demetríades y comentada por San Agustín en su obra De gratia Christi et de pecca-

to originali).22 Sin embargo, no es justificable tal entusiasmo en relación con la verda-

dera condición humana que por todos los medios se muestra más que enferma, al me-

nos históricamente hablando. Por eso, Agustín parece más cercano a una denominada

razón existencial que vive un poco mas torturada, que a una denominada razón esen-

cialista de Pelagio que es de carácter mucho más optimista. Lo que estaba en juego en

la posición de Pelagio era, por sobretodo, sus implicaciones soteriológicas. Pues si el ser

humano goza de una libertad plena, entonces, cabe preguntarse: ¿Para qué sirve la

gracia de Dios en Cristo? ¿Qué necesidad de salvación tiene una libertad no caída? ¿Si

no somos esclavos del pecado, entonces, de qué nos liberó Cristo?

Tenemos así un primer componente de la comprensión del pecado original en la

Iglesia católica: todos los seres humanos se encuentran en una situación actual que

no es de libertad plena, sino que experimentan un menoscabo de la misma.

Volviendo al concilio de Trento en su Decreto sobre el pecado original, del primer

canon conviene destacar la afirmación del concilio sobre el deterioro de la naturaleza

humana sufrida por Adán al pecar contra Dios, al escribir: “Si alguno no confiesa que

Adán, el primer hombre, cuando quebrantó el precepto de Dios en el paraíso, perdió

inmediatamente la santidad y justicia en que fue constituido, e incurrió por la culpa de

22

El contenido completo de la Carta a Demetríades puede encontrarse en el libro de J. L. Segundo ti-tulado Gracia y Condición Humana (1969).

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su prevaricación en la ira e indignación de Dios, y consiguientemente en la muerte con

que Dios le había antes amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder del

mismo que después tuvo el imperio de la muerte, es a saber del demonio, y no confiesa

que todo Adán pasó por el pecado de su prevaricación a peor estado en el cuerpo y en

el alma; sea excomulgado”, con lo cual enlaza la idea del deterioro aparecida en

Agustín con la propuesta de Anselmo sobre “la pérdida de la justicia original”. Lo que

pierde el ser humano es algo que deteriora su condición humana. Nótese que no se

afirma que la libertad se haya perdido sino que está deteriorada (empeorada), lo cual

es una forma de matizar la concepción anselmiana que creía que la libertad se había

perdido (amissum) con el pecado original. Lo que se perdió fue la santidad y justicia con

la cual Dios creó a Adán. También evita así el concilio el agustinismo extremo y radical

de Lutero, según el cual no sólo se ha deteriorado y perdido la libertad sino que,

además, lo que ha producido el pecado original es la destrucción total de la imagen di-

vina en el hombre, pues la caída produjo la corrupción total de la naturaleza humana.

En el segundo canon el concilio deja en claro que la falta de Adán afectó a todo el

género humano no sólo trasmitiéndole la muerte como castigo por el pecado, sino

convirtiéndolo en pecador.

El tercer canon es debatido por la frase que expresa: “Si alguno afirma que este pe-

cado de Adán, que es uno en su origen, y transfundido en todos por la propagación,

no por imitación, se hace propio de cada uno; se puede quitar por las fuerzas de la na-

turaleza humana, o por otro remedio que no sea el mérito de Jesucristo… sea excomul-

gado”. La segunda parte de la frase la puede suscribir cualquier protestante, pero la

primera parte de la misma es controversial porque afirma que la propagación del peca-

do original no es sólo una cuestión de imputación legal como sugiere la reforma protes-

tante, sino que tal propagación es transfundida (no por imitación) en todos los seres

humanos de forma tal que el pecado se hace propio de cada uno, o sea, como algo que

en verdad pertenece a cada cual.

De lo cual podemos sacar en claro algunas comprensiones importantes. Primero,

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que el pecado original afecta al ser humano no por imitación, lo cual significa que los

seres humanos no son culpables de su pecaminosidad, sino que son víctimas de su pro-

pia pecaminosidad. O sea, aún antes de que los seres humanos cometan un pecado ya

están afectados por el mismo. Segundo, que el pecado original fue transmitido a los se-

res humanos por generación o propagación, lo cual significa que por el sólo hecho de

haber nacido en la especie humana nos vemos afectados por la tendencia a la pecami-

nosidad, remitiendo al mismo hecho de que los seres humanos no son sólo culpables

sino víctimas del pecado. En conceptos actuales podríamos traducir la terminología

del concilio de Trento diciendo que el pecado individual de cada uno de los seres

humanos deviene como consecuencia del pecado estructural de la especie o género

humano y, por lo tanto, en el acto mismo de pecar los seres humanos son víctimas y

no sólo culpables.

Del cuarto canon cabe citar la frase siguiente: “Y así por esta regla de fe, conforme a

la tradición de los Apóstoles, aun los párvulos que todavía no han podido cometer pe-

cado alguno personal, reciben con toda verdad el bautismo en remisión de sus pecados;

para que purifique la regeneración en ellos lo que contrajeron por la generación”. Lo

cual justifica el bautismo de niños, siendo una respuesta directa a la concepción de al-

gunos protestantes como Zwinglio (más no Lutero), para quien el bautismo sólo es ne-

cesario en los adultos, es decir, en quienes de hecho han pecado y no en quienes to-

davía no han cometido ningún pecado manifiesto.

Pero el canon verdaderamente contra reformista es el quinto. Hasta aquí, los cuatro

cánones anteriores pueden ser admitidos por Lutero y Calvino con algunos matices. Es

pues, el quinto canon el que identifica más esa actitud de “catolicidad” de la Iglesia de

querer conjugar todos los ámbitos de la realidad humana aún en contra de un pensa-

miento claro y distinto. Es decir, prefiere la Iglesia católica no negar ningún ámbito de

la existencia aún cuando eso implique algo de contradicción lógica, o sea, prefiere la

Iglesia salvar una sana ontología aún a pesar de renunciar a una sana epistemología. Lo

cual considero más que adecuado pues el discurso de la verdad sólo puede derivar del

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discurso sobre lo real, y no al revés como fue el error en que cayó la modernidad ne-

gando en la realidad lo que no comprendía en la razón.

Afirma el quinto canon que el bautismo en verdad quita el pecado original y no so-

lamente lo hace inimputable como creen los protestantes. Afirma también este canon

que luego del bautismo queda en el bautizado solo la concupiscencia, que no es la

mancha del pecado propiamente dicho, sino la inclinación hacia el mismo. Otra directa

alusión a la comprensión protestante que confiesa que los salvados por Cristo son a la

vez justos por gracia pero pecadores por naturaleza y que, por lo tanto, el bautismo no

quita en verdad el pecado sino que sólo lo hace no imputable.

Reconoce así el concilio que aún los bautizados están sujetos a la tendencia pecami-

nosa y que por ello Dios ha provisto de auxilios como los sacramentos para luchar con-

tra tal inclinación. Pero no se deja llevar por el pesimismo luterano de concebir al bau-

tizado como pecador, sino que anima al creyente a luchar valientemente por el logro

de la santidad asistido por la gracia de Cristo, invitando así al bautizado a vencer toda

resignación ante el poder del pecado o concupiscencia.

Citemos ahora a Santo Tomás quien define el pecado original de la siguiente mane-

ra:

Hay que decir el hábito es doble. Uno que inclina a la potencia a obrar: así se llaman

hábitos la ciencia y las virtudes. Y de este modo no es hábito el pecado original. De un se-

gundo modo se llama hábito la disposición de una naturaleza compuesta de muchos ele-

mentos, por la cual se ha bien o mal para algo, y principalmente cuando tal disposición se

ha convertido como en (una segunda) naturaleza, como es claro en la enfermedad y en la

salud. Y en este sentido es hábito el pecado original. Pues es cierta disposición desorde-

nada, proveniente de la ruptura de aquella armonía constitutiva de la justicia original;

así como también la enfermedad corporal es cierta disposición desordenada del cuerpo

por la que se destruye el equilibrio constitutivo de la salud. De ahí que al pecado original

se le llame debilidad (o postración) de la naturaleza (Suma Teológica, Tratado de los vicios

y pecados, cuestión 82, artículo 1).

Para Santo Tomás, entonces, el pecado original es un hábito o disposición mediante

el cual los seres humanos manifiestan la quiebra de la justicia original por la cual la vo-

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luntad estaba sometida a Dios. Una solución que corrige a Anselmo y afirma a Agustín

pues, siguiendo el ejemplo de la enfermedad, no es que al ser humano le falte algo co-

mo carencia según la concepción anselmiana de “la pérdida de la justicia original”, sino

que en el ser humano su voluntad orientada a Dios se haya enferma, deteriorada, heri-

da. Se inspira Santo Tomás así en la comprensión agustiniana del pecado original. Lo

que ubica a Lutero muy cerca del mismo Santo Tomás. Pues para Lutero, en forma simi-

lar, el pecado en el que todos los seres humanos están implicados, no es un acto peca-

minoso particular, sino una actitud existencial radicalmente insertada en el pecado. Por

eso habla Lutero de peccatum radicale, o sea, de esa pecaminosidad radical subyacente

a toda persona, cuyos efectos son los pecados particulares de cada uno. En tal sentido,

también los párvulos necesitan el perdón de Dios ofrecido en el bautismo. Pero con

respecto al efecto del bautismo sobre el pecado original, sí tenemos una diferencia

explícita entre católicos y protestantes. Para los reformadores el bautismo no puede

quitar el pecado original, sino sólo hacer no imputable al pecador. De ahí, la frase de

Lutero al afirmar que el estado del creyente sigue siendo “simul iustus simul peccator”

(al mismo tiempo justo y pecador) aún después del bautismo.

Sobre la justificación

La sesión sexta titulada Decreto sobre la justificación expone el tema que más nos

interesa en el presente estudio. Se compone de 16 capítulos, 23 cánones y el decreto

sobre la reforma de las prácticas eclesiales. A continuación se describen los 16 capítu-

los que son los más relevantes al respecto de la comprensión católica sobre la salva-

ción.

El capítulo uno declara que ni por medios de la naturaleza ni por medio de la Ley

mosaica pueden gentiles y judíos alcanzar la salvación: “no obstante que el libre albedr-

ío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal”.

Afirmación que se refiere a la medida de la profundidad del estado caído de la humani-

dad. Para la Iglesia católica la falta de Adán produjo sí una pérdida de la justicia que po-

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sibilita la comunión con Dios, mas no la pérdida completa de la imago dei en el ser

humano, pues aún queda un rasgo de naturaleza divina que se expresa en el libre al-

bedrío de los seres humanos. Respuesta directa a los postulados reformados que ense-

ñan la total corrupción de la naturaleza humana, aún hasta la pérdida del libre albedrío.

Los capítulos segundo y tercero describen la suficiencia de la obra de Dios en Jesu-

cristo para el perdón de los pecadores. Salvación ofrecida a toda la humanidad pero

obtenida sólo por algunos, es decir, se reconoce el carácter universal de la obra de sal-

vación pero condicionada al uso de los medios salvíficos de la regeneración, pues: “No

obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su

muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión”.

El capítulo cuarto define cómo entiende la Iglesia el acto de la justificación al decla-

rar: “de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del primer Adán, al

estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por el segundo Adán Jesucristo nues-

tro Salvador”. Traslación o tránsito que acontece en el bautismo.

Los capítulos quinto y sexto hablan de la preparación necesaria que requiere el pe-

cador para recibir la justificación. Preparación que le viene por la misma gracia divina

con que será justificado; gracia que le ayuda y mueve para asistir y cooperar libremente

con la gracia justificante. Enunciado que afirma la interacción entre la obra de la justifi-

cación divina y la libertad humana.

El capítulo séptimo es uno de los más reveladores pues muestra la manera en que la

Iglesia concibe el proceso de la justificación. Utilizando un esquema aristotélico propo-

ne la causa de la justificación del pecador así:

Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida

eterna. La eficiente, es Dios misericordioso, que gratuitamente nos limpia y santifica, se-

llados y ungidos con el Espíritu Santo, que nos está prometido, y que es prenda de la

herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy amado unigénito Jesucristo,

nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con que nos amó, siendo nosotros enemigos,

nos mereció con su santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por

nosotros a Dios Padre. La instrumental, además de estas, es el sacramento del bautismo,

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que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación. Últimamen-

te la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino

con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo

interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se

nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida

que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación

de cada uno.

Declaración que aún los protestantes podrían confesar pues queda explícito que la

justificación es obrada sólo por Dios, quien por medio de la muerte de Jesucristo, nos

otorga el perdón de los pecados, de lo cual damos fe mediante el sacramento del bau-

tismo. Pero seguidamente en este mismo capítulo se declara algo que ya no compartir-

ían los protestantes. Leamos:

Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de

la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pe-

cador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por

medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en

ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados,

se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la espe-

ranza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfecta-

mente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma

verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada va-

le la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe

que por tradición de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a la Iglesia antes de recibir el

sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no puede prove-

nir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad.

La anterior afirmación evidencia la controversia con el postulado reformado del “so-

lamente por medio de la fe” (sola fide). La Iglesia católica asevera que, además de la fe,

es necesario para acceder a la gracia justificante, también la caridad y la esperanza.

Proponiendo así las tres virtudes teologales como habitus infusus, es decir, como dones

que Dios ubica en forma inherente en la estructura antropológica de los seres huma-

nos. Lo cual resulta muy alentador pastoralmente hablando, pues sabe el pecador que

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no sólo recibió el perdón de los pecados sino también la capacidad de obrar con fe, es-

peranza y caridad. Pero como el contexto de la discusión no es sobre la vida cristiana,

sino sobre el proceso de la justificación, entonces, la propuesta que es positiva a nivel

pastoral resulta controvertida a nivel soteriológico. La confusión se establece al no en-

tenderse con claridad si acaso la Iglesia está proponiendo que las virtudes teologales

son necesarias como auxilios en la justificación del pecador, es decir, si tales habitus in-

fusus son méritos necesarios u obras necesarias para acceder a la gracia justificante,

pues dice el párrafo en cuestión: “cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no

puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad”.23

Recordemos que un habitus infusus es algo que se posee a la manera de tener. Pues

bien, si la gracia justificante necesitara que los pecadores tuvieran como posesión suya

fe, esperanza y caridad, entonces, ya no sería suficiente la sola gracia justificante. Pare-

ce que así es como se podría entender la cuestión, pues al iniciar el párrafo controver-

tido se utilizan términos que relativizan lo expresado en el párrafo anterior al decir:

“Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de

la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante…”. A no ser, que se interprete

este “no obstante” no ya como pretendiendo decir que hay algo más que se añade a los

méritos de la pasión, sino como que la comunicación de los méritos de la pasión debe

entenderse como la comunicación del amor de Dios.

Estamos, entonces, ante la antigua disputa entre los defensores de la gracia creada

23

En conversación con Luis Felipe Navarrete, me expuso la siguiente reflexión respecto de lo descrito en el anterior párrafo que considero importante citar aquí: “yo creo que la discusión se da con respecto a la naturaleza misma de la fe: por un lado, acerca de la relación entre la fe como don de Dios y la fe como acto humano; en segundo lugar, acerca de la posibilidad (o imposibilidad) de concebirla sin la forma que da la caridad. La postura católica, a mi entender, no contrapone don de Dios y acto humano, y en este sentido, puede decirse que la fe es don de Dios y por ello, acto humano, En segundo lugar, la fe y el asen-timiento que ésta implica no puede comprenderse a cabalidad como un ‘acto mental’, puesto que tam-bién es ‘relación interpersonal’. Ahora bien, la pregunta es: ¿qué tipo de relación?; puesto que incluso la relación entre enemigos es interpersonal. Creo que la respuesta sobre el tipo de relación que conlleva la fe lo da la caridad. Si observas bien, Lutero y el concilio dicen lo mismo. Lutero rechaza una concepción meramente intelectualista de la fe, y la concibe como relación. Considero que Lutero mismo no rechazar-ía la afirmación de que no hay fe sin caridad, y que ambas son dones de Dios, y por ende, actos huma-nos”.

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frente a quienes sólo aceptan que existe la gracia increada. En suma, lo que se está de-

batiendo es si la gracia justificante es el acto misericordioso del Dios clemente o si, por

el contrario, es una posesión del creyente. En sencillos términos gramaticales, la cues-

tión radica en si Dios es el poseedor de la gracia o si lo es el hombre. En otras palabras,

el interrogante es si acaso el hombre puede actuar de alguna manera, o sea, de ser

agente, en la obra de la justificación; o si, por el contrario, todo el papel activo le co-

rresponde a Dios, quedando al hombre una simple recepción pasiva como quien se

abre a la acción de otro.24

Pues bien, ya que para la Iglesia católica la caída de Adán no produjo la pérdida de la

libertad, entonces, al hombre sí le corresponde algún tipo de acción en la obra de la

justificación. En cambio, como para los protestantes la corrupción de la naturaleza

humana fue total, entonces, no le queda al pecador ningún tipo de acción en la obra de

la justificación.

El capítulo octavo declara lo que también podrían afirmar los reformadores: “En tan-

to también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las co-

sas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la

justificación”.

El capítulo noveno se refiere a la vana confianza de los herejes, según la cual el cre-

yente podría estar seguro con certeza (certitudo fidei) de su propia salvación: “pues na-

die puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido

24

En la misma conversación con Luis Felipe Navarrete, recibí el siguiente comentario respecto del párrafo anterior que cito en extenso: “de nuevo creo que la disputa es más bien entre dos tipos de an-tropologías: una que concibe la relación entre Dios y el ser humano como la de dos individuos, uno al frente del otro, cuya existencia puede darse sin el otro, y las acciones como independientes de la identi-dad de los agentes y más bien como resultado de la intervención de uno de ellos. Pero si concebimos la relación entre Dios y la humanidad como la de un Padre e Hijo, y las acciones como las de paternidad y fi-liación, entonces, no tiene sentido preguntar si puede darse paternidad sin filiación, es decir, si la acción depende del Padre o del Hijo. Además, las ‘acciones’ aquí no son independientes de la identidad de los agentes. Esto nos plantea la cuestión de la naturaleza misma de la gracia: ¿qué es la gracia? Por eso, con-sidero que la naturaleza de la gracia no puede comprenderse a cabalidad sólo a partir del pecado, pues tendríamos que definirla exclusivamente como ‘perdón’; puesto que cabría preguntarse: ¿y para qué el perdón? La respuesta es: para hacernos hijos. La gracia es, por lo tanto, la comunicación de la filiación, la restauración de la comunión. Es posible que la discusión entre Trento y los Reformadores se siga mo-viendo con categorías que no son propiamente interpersonales”.

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la gracia de Dios”. Lo cual remite a otra controversia con los reformadores para quie-

nes, debido a que la salvación proviene enteramente del Dios clemente, entonces, no

cabe duda acerca de la misma, pues no se debe a mérito humano sino a misericordia

divina. En el apartado sobre la tradición protestante volveremos sobre esta cuestión

para analizar los argumentos reformados acerca de este asunto.25

El capítulo décimo explica cómo prosigue el proceso de justificación un desarrollo

progresivo hasta la santificación. Interviniendo en tal proceso la fe juntamente con las

obras pues: “cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más; según está escri-

to: El que es justo, continúe justificándose”. Lo que remite a la triple distinción bíblica

entre regeneración, justificación y santificación.

El capítulo once muestra que sí es posible practicar los mandamientos de Dios, más

aún cuando siendo perdonados se nos auxilia con la gracia divina para que podamos

cumplir con los mandatos divinos. Por lo que: “De aquí consta que se oponen a la doc-

trina de la religión católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo me-

nos venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno; así co-

mo los que afirman que los justos pecan en todas sus obras”, con lo cual la Iglesia se

opone a la frase de Lutero que afirma: simul iustus simul peccator (al mismo tiempo jus-

to y pecador). A mi parecer la controversia nace de una confusión de temáticas. Creo

que es adecuado mostrar que las ordenanzas divinas son orientaciones viables para el

comportamiento humano: “Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amo-

nesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo

tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de

aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera”. Pero tal aseveración pertenece al discurso

sobre la vida cristiana y no necesariamente al discurso sobre la salvación. Creo también

que Lutero con su aseveración simul iustus simul peccator (al mismo tiempo justo y pe-

25

Al respecto Luis Felipe Navarrete, me ha aclarado también que: “Ya Karl Rahner deja en claro que el punto aquí no se refiere a la certeza sobre la salvación, sino a la certeza sobre la propia salvación. Es de-cir, tanto católicos como reformados afirmamos que Dios ha triunfado sobre el mal y que ha vencido la muerte, y que con ello nos ha dado de su propia vida; pero de ahí a decir que yo estoy salvado (o conde-nado) existe una distancia que la Iglesia no quiere cerrar”.

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cador), no se refería a que los salvados pudieran vivir una vida cristiana sin responsabi-

lidad ni compromiso, o sea, sin un verdadero cambio de vida. La afirmación de Lutero

es más de carácter soteriológico que pastoral. Creo que acerca de lo mismo se refiere la

argumentación paulina en Rom 7, 14-25, donde el contexto de la discusión no es la vida

cristiana sino la salvación en Cristo. Por lo que sería equivocado inferir que el apóstol

está escudando el pecado del creyente, pues como dice el mismo apóstol: “Pues ¿qué?

¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!”

(Rom 6, 15 BJ).

Conviene citar aquí la opinión de Karl Rahner acerca de esta cuestión del simul iustus

simul peccator, según su artículo titulado A la par Justo y Pecador.26 Rahner propone

distinguir entre la “experiencia de fe” y “la realidad de la fe” pues las mismas no coinci-

den. Desde la perspectiva de la experiencia de fe del creyente, considera Rahner que es

adecuado hablar sobre esa paradoja que implica toda vivencia existencial en el huma-

no; así pues, cuando el creyente confiesa que se sabe justificado por Dios aún a pesar

de saberse a la par pecador, se está ante una confesión que tiene una base psicológica.

En esto, concede verdad al postulado protestante que reza simul iustus simul peccator.

Lo cual no deriva en el hecho de que la realidad del acto salvífico sea tal cual, pues lo

que Dios ha realizado en la justificación es un cambio verdadero de una situación real.

Es decir, para salvaguardar el carácter histórico del acto salvífico, entonces, la Iglesia no

puede aceptar que la obra realizada por Dios en Cristo no haya, de hecho y en verdad,

transformado al pecador en un justo. De ahí, que ya no pueda suscribirse la fórmula re-

formada del simul iustus simul peccator, pues no es verdad que el creyente justificado

por Dios sea a la par justo y pecador. De esta manera explica Rahner la posición católica

ante esta cuestión. Por lo que puede afirmar que:

En cuanto acción divina la justificación transmuta al hombre hasta las más hondas raí-

ces de su ser, lo transfigura y deifica. Por eso el justificado no es “a la par justo y pecador”.

No es simplemente a la par el pecador y el justificado en una mera paradoja y en una on-

26

Publicado en Escritos de Teología: escritos del tiempo conciliar, Vol. VI, p. 235-247. Madrid: Cris-tiandad, 2007.

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dulación dialéctica. Por medio de la justificación se hace realmente del pecador, que era,

el justificado, que antes no era. En un sentido verdadero cesa de ser pecador. La doctrina

católica de la justificación cree que sólo así hace justicia a la historicidad real del suceso

salvífico, a la real prevalencia de la acción divina en el hombre, a la diferencia entre expe-

riencia y realidad de la salvación, a la veracidad interna y a la validez de la acción segura

de Dios cabe el hombre, que es la que le apresa y modifica interiormente (p. 239).

El capítulo doce advierte sobre el cuidado que el creyente debe tener acerca de

asumirse como uno de los elegidos por Dios para ser salvo, “pues sin especial revela-

ción, no se puede saber quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí”, especificando

lo ya dicho en el capítulo nueve. Al respecto de este asunto Karl Rahner nos ofrece al-

gunas sugerencias relevantes en el mismo artículo citado arriba titulado A la Par Justo y

Pecador.

Según Rahner, el concilio de Trento no quiso afirmar la posibilidad de una certeza

individual en la salvación para evitar, pastoralmente hablando, que el creyente pudiera

caer en una pecaminosa presunción que desviara su vista de la gracia divina. Es decir,

no por motivos soteriológicos de duda acerca de la realidad salvífica obrada por Dios en

el creyente, sino por motivos pastorales, psicológicamente relevantes diría yo, de pro-

tección de la conciencia del propio creyente. Pero, a mi parecer, tal opción pastoral

puede contribuir en provocar lo mismo que trata de evitar. Es decir, en términos clíni-

cos, la dinámica psicológica de las experiencias humanas es tan ambigua y contradicto-

ria que, precisamente, las estrategias de evitación del riesgo son, al mismo tiempo (es

decir, a la par), productoras de contextos de riesgo; pues se pone “sobre aviso” a la

conciencia de “algo” que de otra manera, o sea, en la ignorancia, no hubiera siquiera

aparecido en la conciencia como “algo” posible. En términos terapéuticos se sabe que

“las defensas producen aquello que evitan”, por lo cual, resulta en muchísimos casos

más terapéutico un acto de simple “ignorancia”. Tal vez, entonces, resultaría pastoral-

mente más provechoso para la conciencia del creyente evitarle esa “lucha” consciente

en el drama de su propia salvación y que se abandonara en “el poder de otro”; en este

caso, invitarle a un simple reconocimiento de que su salvación está solamente en las

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manos de Dios.

Rahner explica cómo la Iglesia católica no puede optar por la propuesta reformada

de la certitudo fidei, pues la misma no es congruente con la defensa de la libertad

humana que implica la posibilidad de la pérdida de la justificación. De ahí que escribe:

La doctrina de la justicia permanente, perdurable por medio de la gracia santificante,

infusa, no es lícito entenderla como si fuese ésta una posesión puramente estática, una

cualidad estática en el hombre. La justicia está más bien asediada y amenazada por la car-

ne, el mundo y el demonio. Está expuesta a la libre decisión humana. A pesar de su carác-

ter de situacionalidad, oscila, digámoslo así, en la cumbre de la gracia libre de Dios y oscila

en la cumbre de la libertad del hombre. La gracia de la justificación ha de ser siempre

aceptada y realizada de nuevo, puesto que en el fondo es siempre otorgada por Dios nue-

vamente. La situacionalidad permanente de la gracia está siempre expuesta a la libertad

humana (p. 245).

Lo cual es completamente consistente, teológicamente hablando, bajo la premisa

católica de que la caída no produjo la pérdida de la libertad sino solo su deterioro y, por

lo tanto, esta misma libertad humana sigue jugando un papel importante en el creyen-

te antes y después de su justificación. Pero si asumimos la premisa contraria, es decir,

que la caída sí produjo la pérdida de la libertad y no tan sólo su deterioro, entonces, no

existiría la posibilidad de la pérdida de la justificación, pues la misma no depende de la

libertad humana sino de la soberanía divina. Por esto mismo, es decir, porque la condi-

ción caída del hombre deriva en la corrupción total de su naturaleza humana, es que el

creyente protestante se sabe real y verdaderamente pecador, aunque también sabe

que por la misericordiosa “mirada” de Dios es percibido como justo; tal es su confianza

o certitudo fidei.

Considero que nos encontramos ante un buen ejemplo de una imposibilidad real de

acuerdo, ya que estamos partiendo de dos premisas contrarias y se da, por tanto, un

caso de inconmensurabilidad. En casos como éstos es que el diálogo, para no convertir-

se en una simple estrategia persuasiva de proselitismo ideológico, debería más bien op-

tar por el silencio respetuoso hacia la diferencia, o sea, el reconocimiento tolerante de

la libertad que tiene el otro de seguir pensando distinto. Ya que no todo diálogo debe

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llevar, necesariamente, a “acuerdos mutuos”, en ocasiones puede llevar, simplemente,

a la aceptación del “desacuerdo mutuo”. Y por eso que sea tan importante mantener la

premisa epistemológica de una “teología no pluralista” sino situada en un contexto de

fe que responde a una historia particular.

Los capítulos trece y catorce explican la importancia de la perseverancia por la que

los creyentes deben proseguir su sendero hacia la vida eterna, aún cuando hayan caído

en el camino. Ya que Dios ha ofrecido a la Iglesia los medios de restauración del caído

mediante los cuales se perdonan los pecados temporales, como el sacramento de la

confesión y penitencia juntamente con los distintos ejercicios de la vida cristiana como

oraciones, limosnas y ayunos.

El capítulo quince declara otro asunto controvertido: la pérdida de la gracia justifi-

cante, pues se afirma “que la gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde” ya

sea por infidelidad o por cualquier otro pecado mortal. Afirmación que es completa-

mente congruente con la asunción de que la gracia creada es infundida en el corazón

del creyente, pues lo que se tiene se puede perder. Lo que, por supuesto, no creen los

reformadores, pues para ellos la gracia siempre será gracia increada y, por lo mismo,

porque es una posesión de Dios, no puede perderse.

El capítulo dieciséis, último del Decreto sobre la justificación, declara: “En conse-

cuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos,

ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad que llama-

mos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios:

porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo”. Con lo cual se quiere aseverar la

importancia de las buenas obras que derivan como fruto de la justificación. Lo que en

nada controvierte la enseñanza de los reformadores, a no ser por la frase que expresa:

“pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos jus-

tifica”. Lo cual nos confunde de nuevo, ya que no sabemos si las obras de santidad son

fruto de la justificación, como dice el título del capítulo o si, por el contrario, son causa

de la justificación pues “estando inherente en nosotros nos justifica”. Me parece que la

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ambigüedad no es accidental, sino que el mismo concilio se debatía entre posiciones

diversas. Ambigüedad que, a mi parecer, resulta muy saludable pues así mantiene la

Iglesia, en sus postulados magisteriales, la puerta abierta a la libre discusión y debate

entre posiciones teológicas diversas. Conviene al respecto mirar la lista de los partici-

pantes en el concilio, entre quienes hay buena cantidad de dominicos y franciscanos

que, como ya sabemos, mantienen perspectivas divergentes en asuntos teológicos.

Sobre los sacramentos

Cabe mencionar que el resto de las sesiones del concilio de Trento se refieren prin-

cipalmente a los siete sacramentos instituidos en la Iglesia católica para bien de los cre-

yentes. Cuestión que también se remite a la controversia con los reformadores para

quienes sólo existen dos ordenanzas: el bautismo y la eucaristía, siendo representacio-

nes del único sacramento o misterio salvífico: Jesucristo.

En suma

En relación con nuestro tema de investigación, los contenidos del concilio de Trento

que contribuyen a nuestra comprensión soteriológica pueden ser formulados de la si-

guiente manera.

Sobre el pecado original, según la comprensión católica del mismo, podemos afirmar

que la condición humana después de la caída es una condición de deterioro, en la cual

el potencial del ser humano no logra actualizarse en plenitud. Lo cual no implica una

pérdida completa de sus facultades, aunque sí una debilidad de las mismas, que poco a

poco le lleva a la muerte. Y que, por lo tanto, necesita de la salvación ofrecida por Dios

en Cristo.

Sobre la justificación, según la comprensión católica de la misma, podemos deducir

los siguientes postulados. Primero, que la obra salvadora de Dios fue efectuada por

medio de la persona de Jesucristo. Segundo, que lo anterior no obsta para que el ser

humano contribuya a la misma por medio de la libre aceptación de los instrumentos di-

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vinos que Dios dispuso para la recepción de la gracia salvadora como son los sacramen-

tos. Tercero, que la condición de justo es de hecho y en verdad el paso de una condi-

ción de enfermedad a una condición de salud, lo cual se denomina justificación. Cuarto,

que tal justificación no es un hecho estático, sino un proceso dinámico en el cual queda

libre la voluntad humana de abrirse cada vez más a la gracia divina o de cerrarse a la

misma. Quinto, que la manera de abrirse a la gracia divina para que ésta pueda obrar la

regeneración, que no solamente justifica sino que además santifica, es por medio del

juego conjunto de la fe, la esperanza y el amor.

3.3.2. El Concilio Vaticano II

Convocado por el Papa Juan XXIII el 25 de Enero de 1959, el concilio Vaticano II se

propuso dos objetivos primordiales: la “puesta al día” (aggiornamento) de la Iglesia

católica en el mundo moderno y la búsqueda de la unidad de todos los cristianos. El

concilio se realizó en la ciudad del Vaticano del 11 de Octubre de 1962 al 8 de Diciem-

bre de 1965. Al concilio asistieron 2540 obispos, al menos 480 teólogos católicos y al-

gunos observadores tanto protestantes como ortodoxos. Iniciado en el papado de Juan

XXIII, terminó en el papado de Pablo VI.

Por ser el documento más relevante acerca del discurso soteriológico de la Iglesia,

vamos a remitirnos a la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) como

el referente básico de nuestros comentarios.

Sobre la relación de la Iglesia con las otras iglesias y con las otras religiones

Para comenzar observemos que la Iglesia se asume como lugar especial de salvación

al decir: “El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña,

fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la

Salvación” (LG 14). Lo cual deriva de la necesidad de participar en todos los medios

salvíficos confiados a la Iglesia, como por ejemplo los sacramentos. De este modo: “A la

sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo,

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reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en

ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen

eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por me-

dio del Sumo Pontífice y de los Obispos” (LG 14).

Pero reconoce su unidad con todos aquellos que llamándose cristianos “conservan

la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, y manifiestan celo apostólico, creen

con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el hijo de Dios Salvador, están marcados

con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus pro-

pias Iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos” (LG 15), y en quienes tam-

bién se reconoce “cierta unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos

[los otros cristianos] su virtud santificante por medio de dones y de gracias” (LG 15).

Por lo que resulta problemática la afirmación que dice: “Por lo cual no podrían sal-

varse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como nece-

saria, rehusaran entrar o no quisieran permanecer en ella” (LG 14). Ya que también se

afirma que existen algunos que, a pesar de que “no conservan la unidad de comunión

bajo el Sucesor de Pedro” (LG 15), sin embargo, están unidos a Cristo por el bautismo,

obrando el Espíritu en ellos la obra de la santificación. Luego, no se entiende, cómo

pueden estar lejos de la salvación quienes, estando lejos del sucesor de Pedro, sin em-

bargo, están unidos a Cristo y al Espíritu. ¿Cómo entiende, entonces, la Iglesia católica,

su propia afirmación acerca de que: “La congregación de todos los creyentes que miran

a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia con-

vocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera,

para todos y cada uno”? (LG 9).

La problemática planteada en el párrafo anterior se disuelve si distinguimos entre la

Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, y la Iglesia católica romana regida por el Papa.

Es decir, la “catolicidad” de la Iglesia no debería identificarse con la comunión con el

obispo de Roma. Lo cual no parece ser el caso, pues se afirma que: “A la sociedad de la

Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben ínte-

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gramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se

unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen eclesiás-

tico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del

Sumo Pontífice y de los Obispos” (LG 14).

Lo que nos lleva a reflexionar sobre el significado del término “subsistit in”, pues en

tal expresión encontramos la identidad propia con que la Iglesia católica se asume a sí

misma. El siguiente texto de Lumen Gentium describe cómo el concilio identifica a la

Iglesia católica romana con la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Leamos:

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y

apostólica, la que nuestro Salvador entregó después de su resurrección a Pedro para que

la apacentara (Jn 24, 17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno

(cf. Mt 28, 18), y la erigió para siempre como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim

3, 15). Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permane-

ce en (subsistit in) la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obis-

pos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de

santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la

unidad católica (LG 8).

Según el contexto del párrafo parece que tal identidad eclesial se fundamenta en la

aseveración de haber sido instituida por Cristo mismo y de ahí que se nombre al obispo

de Roma como “sucesor de Pedro”. Tal y como afirma el teólogo católico H. Mühlen

cuando escribe al respecto que: “Se podría ver así que lo que determina y concretiza la

única Iglesia del Cristo en la Iglesia católica romana es la ‘successio apostolica et papa-

lis’, por la cual la Iglesia romana se distingue de las demás” (1968, p. 497).

Lo cual implica una exégesis bíblica que no todos los cristianos reconocerían como

acertada, pues sería difícil demostrar que tal “sucesión apostólica” se refiere solamente

a la Iglesia católico romana. Es decir, es muy improbable que una interpretación pura-

mente “sociológica” de la sucesión apostólica sea más adecuada que una interpreta-

ción simplemente “eclesiológica”. O sea, considero que nuestro Señor Jesucristo en

ningún momento “instituyó” su Iglesia como persona social, sino que simplemente re-

conoció en la confesión de fe de Pedro y en su seguimiento, esa actitud que acompa-

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ñaría a todo verdadero miembro de esa nueva comunidad de creyentes que iban a con-

formar su Iglesia. He tratado, intencionalmente, de ser muy “simple” en mi compren-

sión exegética de éste asunto pues creo que por elaboraciones demasiado “complejas”

se puede llegar a presupuestos que derivan en actitudes no cristianas como la exclu-

sión; cuando lo que más motivaba a nuestro Señor Jesucristo era, precisamente, la

construcción de una comunidad de creyentes plenamente inclusiva y abierta.

Aunque conviene aclarar que la interpretación del término “subsistit in” tiene dos

versiones diferentes. 27

Por un lado, están quienes, como Joseph Ratzinger en sus días de cardenal, lo inter-

preta de manera esencialista afirmando que:

En la diferencia entre subsistit y est se esconde todo el problema ecuménico. La pala-

bra subsistit deriva de la antigua filosofía posteriormente desarrollada en la escolástica. A

ella corresponde la palabra griega hypostasis, que en la cristología desempeña una función

central, para describir la unión de la naturaleza divina y humana en la persona de Cristo.

Subsistere es un caso especial de esse. Es el ser en la forma de un sujeto a se stante. Aquí

se trata exactamente de eso. El Concilio quiso decirnos que la Iglesia de Jesucristo como

sujeto concreto en este mundo puede ser encontrada en la Iglesia católica. Y eso sólo

puede ocurrir una única vez y la concepción según la cual el subsistit podría multiplicarse

no capta propiamente lo que se pretendía decir. Con la palabra subsistit el Concilio quería

expresar la singularidad y no la multiplicidad de la Iglesia católica; existe la Iglesia como

sujeto en la realidad histórica (Koinonia, 2005, p. 15).

Y por otro lado, están quienes, como Leonardo Boff, lo interpreta de manera más

empírica al decir:

Resumiendo: el est remite a una visión esencialista, substancialista y de identificación,

y pide una definición esencial de la Iglesia. El subsistit in apunta hacia una visión concreta

y empírica, en el sentido concreto del No. 8 de la Lumen Gentium. Y en ese sentido es que

la Iglesia de Cristo «subsiste en la» Iglesia católica, es decir, gana forma concreta y se con-

cretiza en la Iglesia católica

27

Esta discusión específica sobre el sentido del subsistit in se remite al artículo de Leonardo Boff titu-lado “¿Quién subvierte el Concilio?: a propósito de la Dominus Iesus” (p. 15-23), publicado en el docu-mento digital editado por Servicios Koinonia titulado El Actual Debate de la Teología del Pluralismo: des-pués de la Dominus Iesus (2005).

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A base de esta comprensión, se entiende que los Padres conciliares hayan substituido

el est («es», expresión de la sustancia y de la identificación) por subsistit in («toma forma

concreta, se concretiza»). La Iglesia de Cristo se concretiza en la Iglesia católica, apostólica,

romana. Pero no se agota en esa concretización, pues ella, a causa de las limitaciones

históricas, culturales-occidentales y otras, especialmente en razón de las sombras y de los

pecadores presentes en su interior (LG 8), no puede identificarse in toto, pure et simplíci-

ter (su totalidad, pura y simplemente), sin diferencia, con la iglesia de Cristo (Koinonia,

2005, p. 17).

Distinción que remite a entender las razones por las cuales el concilio decidió no uti-

lizar la palabra est sino usar el término subsistit in, para designar la relación entre la

Iglesia de Cristo y la Iglesia católica romana. Pero más allá de la interpretación de lo

que el concilio pretendió o no decir, tenemos un contexto de interpretación social que

nos permite inferir cuál es la verdadera actitud de la Iglesia católica hacia la inclusión o

no de las demás iglesias cristianas como verdaderas Iglesias de Cristo o como simples

grupos de creyentes en quienes se puede encontrar “muchos elementos de santifica-

ción y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la uni-

dad católica” (LG 8).

La distinción que quiero resaltar es aquella a la que está acostumbrado todo an-

tropólogo cuando en sus estudios de campo sabe distinguir entre la norma y la práctica

social. Reconociendo que a pesar de que una norma sea socialmente aceptada, sin em-

bargo, es más fuerte el poder de la práctica social para orientar el comportamiento del

grupo en cuestión. Podemos preguntarnos, entonces: ¿Se sienten acogidos como igua-

les los creyentes de otras iglesias cristianas ante sus hermanos católicos? O, ¿Existe

cierto sentimiento de ser percibidos como “cristianos de segunda categoría” cuando se

vinculan con creyentes católicos? ¿Tal actitud de separatividad es promovida por la

Iglesia católica, ya sea por medio de documentos magisteriales o de costumbres con-

cretas? O, por el contrario: ¿Los interrogantes aquí suscitados son, simplemente, sen-

timientos paranoides de cristianos no católicos motivados por una baja autoestima en

su identidad eclesial? Personalmente, opto por asumir que tanto en algunas de sus

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prácticas como en algunos de sus discursos, la Iglesia católica sí ha promovido una acti-

tud de separatividad con respecto a sus hermanos y hermanas de otras confesiones

cristianas. Salvaguardando, eso sí, a esa multitud de fieles católicos que con espíritu in-

clusivista se esfuerzan por abrir nuevas y renovadas alianzas de fraternidad ecuménica,

no sólo con cristianos de otras iglesias sino con los creyentes de otras religiones, cuyos

nombres no acabaría de citar. Por eso, mi crítica va dirigida a la Iglesia católica como

institución sociológica y no a la Iglesia católica como pueblo de Dios.

Por lo dicho anteriormente, me parece mucho más acertada la actitud que el conci-

lio asume ante los creyentes de otras religiones, pues evidencia un espíritu de apertura

de carácter inclusivista mucho más cristiano, que su actitud ante los creyentes de otras

confesiones cristianas. Lo que se evidencia, por ejemplo, en el contenido del Decreto

Unitatis Redintegratio, cuyo reconocimiento del valor salvífico de las religiones no cris-

tianas es loable.

Reconoce el concilio, acerca de los creyentes de otras religiones distintas a la cristia-

na, que pueden acceder a la salvación: “Pues los que inculpablemente desconocen el

Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el in-

flujo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de

la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (LG 16). Con tal, eso sí, de que en

verdad sean “invenciblemente ignorantes” acerca del evangelio. Argumento escolástico

mediante el cual se aceptaba la salvación de algunos no cristianos (judíos, musulmanes

y paganos), pues “La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salva-

ción a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios

y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida re-

cta” (LG 16). De otra parte, se reconoce en las religiones del mundo el actuar de la pe-

dagógica providencia de Dios quien, queriendo que todos los hombres se salven, no ha

dejado de prepararlos, entre sombras e imágenes, para la recepción del evangelio. Por

lo cual: “La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y

verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y

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doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no po-

cas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Nos-

tra Aetate 2). Exhortando al pueblo católico para que “reconozcan, guarden y promue-

van aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en

ellos [creyentes de religiones no cristianas] existen” (Nostra Aetate 2).

Sobre la función de la virgen María y de la Iglesia

Algo que resulta interesante al revisar la Constitución dogmática sobre la Iglesia

(Lumen Gentium) es ver la importancia que se atribuye a la virgen María en el misterio

de Cristo y de la Iglesia. Se introduce así, el tema de la mariología a nivel Magisterial,

dejando abierto el desarrollo teológico de la cuestión, pues no tenía la Iglesia “la inten-

ción de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no

llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos” (LG 54).

Pero sí se deja en claro el oficio de la bienaventurada virgen María en la economía

de la salvación.

En primer lugar, al otorgarle el título de mediadora: “Pues una vez recibida [La virgen

María] en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su

múltiple intercesión los dones de la eterna salvación… Por eso, la Bienaventurada Vir-

gen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Media-

dora... La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta

continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta pro-

tección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador” (LG 62).

Al respecto diremos que la anterior conceptualización del papel de la virgen María

en la obra de la salvación, bien puede confundirse con la función del Espíritu Santo

quien es denominado en el Nuevo Testamento como el Abogado (advocatus) de los fie-

les ante Dios. Confusión que resulta más que evidente al no encontrarse en los textos

del concilio Vaticano II una formulación explícita sobre el papel del Espíritu Santo en la

obra redentora de Cristo. Por eso el teólogo católico Heribert Mühlen en su libro El

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Espíritu Santo en la Iglesia (1968), dice con razón:

¿Por qué el concilio no recalcó explícita y enérgicamente la diferencia que existe entre

el “advocatus” y la “advocata”? La función intercesora de María solo puede ser concebida,

en efecto, en dependencia de la del Espíritu Santo, en cuanto éste es la mediación que se

comunica a sí misma, y en subordinación absoluta a esta última. Es cierto que, según 1 Jn

2, 1, el mismo Jesús es el Paráclito, el intercesor, y que con señalar su dignidad y eficacia

singulares es suficiente para evitar los posibles malentendidos. Por otra parte, el hecho de

mencionar la función salvífica del Espíritu Santo, que coopera con el Hijo y ejerce su me-

diación respecto a nosotros, hubiera exigido nuevas discusiones, dado que tanto en la

dogmática tradicional como en los manuales hoy en uso no se habla apenas [o sea, muy

poco] de una cooperación del Espíritu Santo en la obra redentora del Hijo (p. 579).

Y en segundo lugar, al proponerla como tipo de la Iglesia al decir: “La Madre de Dios

es tipo de la Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo” (LG

63). Lo cual implica que la Iglesia, al igual que María, tiene la función de ejecutar dos

papeles distintos, pero complementarios, en la economía de la salvación: el papel de

Madre y el papel de Virgen. Así leemos: “Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arca-

na santidad e imitando su caridad [de María], y cumpliendo fielmente la voluntad del

Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios fielmente recibida, en efec-

to, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos

concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es Virgen que custo-

dia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor,

por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza,

la sincera caridad” (LG 64).

Acerca de lo cual diremos que, por estar más cerca de una concepción pneumatoló-

gica, es decir, porque la Iglesia puede ser entendida como el “cuerpo místico de Cristo”

por razón del Espíritu Santo que la habita, entonces, se acertarían algunas funciones

“subsidiarias” de la Iglesia en la economía salvífica. En otras palabras, debido a que la

Iglesia es, evidentemente, la concretización histórica (no la única, pero sí una entre

otras) del actuar de Dios en el mundo, entonces, cabe esperar que la Iglesia sea custo-

dia de algunos bienes salvíficos que Dios mismo desea entregar al mundo.

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Por eso, parece adecuado introducir la mariología en un apartado eclesiológico, tal y

como hiciera el concilio Vaticano II, porque en suma toda eclesiología explícita es una

pneumatología implícita. Y el papel de María no podría entenderse sino como un ejem-

plo histórico concreto de la acción del Espíritu Santo quien es para el creyente quien

efectúa la obra de la salvación divina.

En suma

En relación con nuestro tema de investigación, los contenidos del concilio Vaticano II

que contribuyen a nuestra comprensión soteriológica pueden ser formulados de la si-

guiente manera.

Sobre la relación de la Iglesia católica con las otras iglesias y con las otras religiones,

reconozcamos que el concilio introduce un tema de debate actual. Debate ante el cual

tenemos que decir lo siguiente. Primero, que es meritoria la manera en que la Iglesia

católica ha venido acercándose tanto a sus hermanos separados como a los creyentes

de las otras religiones del mundo. Segundo, que hay que reconocer como muy acertada

la manera en que la Iglesia católica se concibe a sí misma como el pueblo de Dios pere-

grino en este mundo, pues esto la inserta en un contexto muchísimo más amplio de la

actuación de Dios en la historia de la humanidad; abriendo así la comprensión teológica

hacia horizontes pan-ecuménicos en los cuales se reconozca el caminar de Dios con su

pueblo peregrino aún entre los creyentes de las otras religiones del mundo. Tercero,

que cabe resaltar el reconocimiento de la Iglesia católica en que el plan salvífico de Dios

obra aún entre creyentes de otras tradiciones cristianas y de otras religiones del mun-

do; no obstante, la propia identidad religiosa de la Iglesia católica como en quien sub-

siste la única Iglesia de Cristo.

Sobre la función de la virgen María y de la Iglesia, reconozcamos que el concilio in-

troduce en la economía salvífica dos mediaciones secundarias: la Iglesia católica misma

y la virgen María. Lo que será motivo de divergencia en el diálogo con protestantes,

más no con ortodoxos que, juntamente con católicos, ven tanto en la Iglesia como en

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María (y con ella, en los iconos) mediaciones secundarias de la economía salvífica. Al

respecto de la aceptación de tales mediaciones secundarias en el plan salvífico de Dios

que, además de la obra y persona de Jesucristo, también admite el uso de instrumentos

salvíficos como mediaciones históricas y litúrgicas del único mediador, algunos protes-

tantes consentirían tal situación; con tal eso sí, de que tales instrumentos salvíficos no

soslayaran al único mediador que es Jesucristo. Lo cual, considero, tampoco se propo-

nen católicos y ortodoxos cuando reconocen tales instrumentos salvíficos como media-

ciones secundarias, aunque en la práctica eclesial y en algunos de los imaginarios que

estructuran la piedad popular sí suceda el caso de verse soslayado la función del único

mediador. Problema que también acontece en la práctica eclesial de las iglesias protes-

tantes donde, en ocasiones, la función del único mediador se ha visto soslayada por

otras mediaciones secundarias como el compromiso evangelizador, la asistencia social,

la experiencia de los dones del Espíritu, entre otros. Aclaremos que se entiende por

mediación secundaria aquellos acontecimientos mediadores que a modo de causas ma-

teriales (según las cuatro causas aristotélicas), sirven como instrumentos que “comuni-

can” la gracia salvífica cuya única causa formal es Dios mismo, siendo Jesucristo la cau-

sa eficiente y el ser humano la causa final. De lo que se trata es de no confundir la cau-

sa eficiente de nuestra salvación, Jesucristo, con las causas materiales mediante las

cuales tenemos acceso a la gracia salvadora.

Aunque el presente no es un trabajo de antropología religiosa, resultaría muy ins-

tructivo un estudio sobre la forma cómo las prácticas eclesiales enseñan un lenguaje

teológico de mayor impacto que los discursos, ya sean verbales como los sermones o

escritos como las encíclicas. Así pues, en los cantos congregacionales podría verse, por

ejemplo, la auténtica concepción teológica que anima la fe de los creyentes, más allá

de los trabajos teológicos de las facultades de teología. En otras palabras, admito que

el impacto eclesial de trabajos como el presente es casi nulo, en comparación con las

prácticas eclesiales que configuran la cosmovisión de los creyentes de nuestras iglesias.

Cuestión que es de lamentar, pues creo que las prácticas eclesiales harían bien en es-

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cuchar las razones verdaderamente teológicas que deberían animar a la fe.

3.3.3. La declaración Dominus Iesus

Sobre la Declaración Dominus Iesus (2000), subtitulada Sobre la unicidad y la univer-

salidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, publicada por la Congregación para la Doc-

trina de la Fe, en la cual la Iglesia católica describe su comprensión del misterio salvífico

con relación al diálogo inter-religioso, conviene comentar algunos contenidos temáti-

cos de interés para nuestro estudio. También se tendrá en cuenta el documento reali-

zado por la Comisión Teológica Internacional titulado El Cristianismo y las Religiones

publicado en 1996, pues trata el mismo asunto.

Comentarios a la Introducción de la Declaración

De la introducción a la Declaración que abarca los cuatro primeros numerales po-

demos considerar lo siguiente:

- Que la misión universal de la Iglesia nace del mismo kerigma cristiano y, por lo tanto,

hace parte de la propia identidad de la fe cristiana su pretensión de universalidad (nu-

meral 1).

- Que la Iglesia tiene un particular interés en llevar el mensaje del evangelio a las distin-

tas tradiciones religiosas del mundo. Para lo cual asume el diálogo inter-religioso como

vía de conocimiento recíproco y enriquecimiento mutuo (numeral 2).

- Que la Declaración tiene como finalidad exponer la doctrina de la fe católica sobre el

sentido de la salvación, sin tratar en forma sistemática la cuestión; sino indicando las

materias fundamentales que puedan servir para refutar algunos errores e iluminar pos-

teriores estudios sobre algunos problemas que permanecen abiertos al debate teológi-

co (numeral 3).

- Que debe advertirse sobre el peligro de los postulados relativistas del pluralismo reli-

gioso pues niegan la identidad específica de la fe cristiana que, mediante su dogmática,

asume un carácter universalista (numeral 4).

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A lo cual cabe expresar que todo diálogo inter-religioso debe respetar la identidad

propia de cada fe. Y por lo mismo, la pretensión universalista de la fe cristiana debe

mantenerse libre de toda duda cuando de teología cristiana estamos hablando. Pero

cabe reconocer que muchos de los contenidos relativistas del pluralismo religioso han

nacido en contextos no teológicos. Comenzando con los estudios de la historia compa-

rada de las religiones, pasando por las propuestas de la filosofía de la religión, y llegan-

do a las investigaciones de la antropología religiosa; el postulado pluralista de implica-

ciones relativistas ha sido un modelo de acercamiento asumido por las disciplinas

académicas que estudian la experiencia religiosa.

Ahora bien, creo que es legítimo conceder a la Iglesia la preocupación de custodiar

el carácter universalista de su fe. Por lo cual, su advertencia a los teólogos cristianos re-

sulta válida. Pero también creo que no corresponde a la Iglesia descalificar, desde pre-

supuestos teológicos, las propuestas pluralistas de carácter relativista asumidas por las

disciplinas académicas dedicadas al estudio de la religión. Es decir, los estudiosos de las

religiones del mundo tienen todo el derecho de asumir las premisas epistemológicas

que consideren más convenientes para su campo de estudio.28

Por eso, el debate radica en la cuestión de si es posible una teología de las religiones

de carácter no cristiano sino panecuménico o panreligiosa. Pues se reconoce que, por

la propia salvaguarda de la identidad cristiana, toda teología cristiana de las religiones

es por naturaleza opuesta al pluralismo relativista. Lo que no implica, sin embargo, la

imposibilidad del nacimiento y desarrollo de una teología de las religiones del mundo,

28

Al respecto, Luis Felipe Navarrete, comenta: “Pero me parece de nuevo que se requiere de una fundamentación teológica de por qué la teología es situada, y creo que la respuesta está en el carácter histórico (situado en el espacio y tiempo concretos) de la revelación, historicidad que se manifiesta en la historia del pueblo de Israel y que logra su manifestación plena (histórica y escatológica) en la persona de Jesús y en la constitución de la comunidad cristiana. Por lo tanto, no es que la teología (o la Iglesia) estén opuestas al pluralismo relativista porque su misión sea la salvaguarda de la identidad cristiana (cual si se tratara de un grupo de conservación de animales en vía de extinción), sino porque un elemen-to constitutivo de la autocomprensión de sí mismos (de los creyentes y de los teólogos), o más bien, de la autocomprensión de la Iglesia (o las Iglesias) es el carácter histórico de la revelación. De ahí que la Igle-sia (y la teología) tengan constantemente que hacer referencia al acontecimiento histórico de Jesucristo y de la respuesta de acogida que encontró en la primitiva comunidad de judíos y de gentiles”.

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en la cual ya están de camino reconocidos intelectuales denominados tradicionalistas o

perennistas como René Guénon, Ananda Coomaraswamy, Frithjof Schoun, Titus Burc-

khardt, Jean Hani, Henry Corbin, Whitall Perry, Gilbert Durand, y otros. La validez o no

de tal empresa sería un tema relevante para algún trabajo de investigación teológica.

En suma, los estudiosos de las religiones del mundo, y también entre ellos los teólo-

gos, deben explicitar desde qué lado de la tribuna hablan, es decir, o como represen-

tantes de su propia fe particular o como académicos interesados en la experiencia reli-

giosa universal. Cuando se hable y escriba desde dentro de la propia fe y como repre-

sentantes de la misma, sería adecuado respetar las premisas epistemológicas que asu-

me su fe. Pero cuando se hable y escriba desde fuera de la propia fe y como interesa-

dos en la experiencia religiosa de las religiones del mundo, sería conveniente tener la

libertad de asumir las premisas epistemológicas que requiera el campo de estudio.

Así pues, ya que la Iglesia asume el diálogo inter-religioso como vía de conocimiento

recíproco y enriquecimiento mutuo, entonces, tendría a bien dejarse permear por las

distintas cosmovisiones que bañan los sistemas de creencias de las religiones del mun-

do. Más aún, cuando el carácter universalista de la fe cristiana es de índole inclusivista

y no exclusivista.

Es necesario, pues, el debate teológico acerca de la verdadera comprensión del

carácter universalista de la fe cristiana.

Comentarios al apartado primero de la Declaración que se titula Plenitud y Definitividad

de la Revelación de Jesucristo

Del primer apartado que se desarrolla en los numerales del 5 al 8, podemos decir:

- Que en la vida y obra de Jesús de Nazaret, llamado por la Iglesia el Cristo, Dios ha re-

velado en plenitud su voluntad divina con respecto al misterio salvífico (numeral 5).

- Que a pesar de que el misterio salvífico de Dios, presente en Jesús el Cristo, se haya

manifestado en forma histórica, sin embargo, su historicidad no implica relatividad por

estar ubicado histórica y culturalmente en un tiempo y espacio determinado (numeral

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6).

- Que la fe teologal como acogida en la gracia de la verdad revelada, no es igual a las

creencias de las religiones del mundo que son una experiencia religiosa todavía en

búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela

(numeral 7).

- Que la Iglesia otorga el carácter de textos inspirados solamente a las Sagradas Escritu-

ras del judeocristianismo representadas por el Antiguo y el Nuevo Testamento (nume-

ral 8).

Este primer apartado, a pesar de expresar con fidelidad la comprensión del dogma

cristiano, resulta ser problemático para el diálogo inter-religioso. Pues por respeto a la

premisa que asume la no renuncia a la propia identidad de la fe, entonces, así como el

creyente cristiano no debería renunciar a su pretensión de universalidad, tampoco el

creyente de otra fe debería renunciar a la pretensión de verdad de sus creencias. Por lo

que queda una sola salida a la anterior aporía29: la re-significación del dogma cristiano

o lo que la teología ha denominado el desarrollo del dogma. Es decir, sólo una re-

lectura o re-interpretación de lo que significa la preeminencia de la revelación histórica

ocurrida tanto en Israel como en la Iglesia, podría permitirnos dialogar con el creyente

de otra fe con el debido respeto a su pretensión de verdad. Es decir, el diálogo inter-

religioso no puede comenzar descalificando de entrada la pretensión de verdad del

otro. Lo que se requiere, entonces, es una comprensión adecuada sobre el significado

de la plenitud y definitividad de la revelación cristiana (cuestión que trataremos más

adelante en el apartado 3.5.1).

Se entiende, entonces, la importancia de la tarea propuesta por la Comisión Teológi-

29 La aporía consiste en que el dogma cristiano rechaza la pretensión del valor de verdad de las otras

fes con respecto a la inspiración de sus libros sagrados. Por lo que, por un lado, o aceptamos el dogma cristiano de la exclusividad de la fe revelada en la historia de Israel y la Iglesia o, por otro lado, recono-cemos el valor de verdad de las otras fes que como el Islam y el Hinduismo proclaman que sus libros sa-grados son de inspiración divina. En palabras más escuetas, o reconocemos como Sagradas Escrituras so-lamente los testimonios de la judeocristiandad representados por el Antiguo y el Nuevo Testamento o, reconocemos también como Escrituras Sagradas tanto el Corán como los Vedas y los demás libros sagra-dos de las religiones del mundo. Lo cual implica una aporía a no ser que se re-signifique la comprensión del dogma cristiano con respecto a la Palabra inspirada por Dios.

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ca Internacional al escribir: “La búsqueda de un criterio para la verdad de una religión

que, para ser aceptado por las otras religiones, debe situarse fuera de la misma, es ta-

rea seria para la reflexión teológica” (C&R30 15). Pues sólo así estaríamos en condición

de aprobar o refutar los postulados teológicos de las religiones del mundo desde una

tribuna imparcial. Lo que, a mi parecer, es una tarea no viable por lo que explicaré en el

siguiente párrafo. Lo que no implica que renunciemos a encontrar otra manera de

cumplir con el mismo propósito. Y esa otra manera, creo que sigue siendo la construc-

ción de una teología cristiana que al ahondar en el significado de la plenitud ofrecida en

Cristo, permita comprender y afirmar el valor de verdad de las otras religiones.

Siguiendo la propuesta de Ricardo de San Víctor en su De Trinitate, sobre los tres

ojos del conocer que serían: el ojo de la carne o empiria utilizado por la ciencia, el ojo

de la mente o ratio utilizado por la filosofía, y el ojo del espíritu o fide utilizado por la

religión. No cabe escoger entre lo sensible y lo inteligible, porque ni por pruebas cientí-

ficas mostradas a los sentidos, ni por argumentaciones lógicas demostradas a la razón,

podríamos llegar a la conclusión de la existencia de Dios, ni mucho menos, entonces, de

las demás verdades de fe. De tal modo, que nos toca conformarnos con la propuesta

fideista kantiana, pues la religión en verdad está más allá de los límites de la razón.

Quedando tan sólo como criterio de verdad de las distintas religiones del mundo sus

Escrituras reveladas. Pues las Sagradas Escrituras de las religiones del mundo asumidas

como hechos de revelación divina, ni son un hecho científico, ni tampoco un juicio lógi-

co, sino, simplemente, un acto de fe, es decir, el testimonio de fe de quienes confiesan

haber sido aprehendidos por la divinidad. Por lo tanto, ¿cómo podríamos encontrar un

criterio para la verdad por fuera del mismo testimonio de las Escrituras Sagradas? Aca-

so, ¿la invitación de la tarea propuesta por la Comisión Teológica Internacional es des-

arrollar una filosofía de la religión? Y si así fuera, ¿qué necesidad tendrían las religiones

del mundo para asumir criterios filosóficos en cuestiones teológicas? Admitamos que

30

Recordamos que con la sigla C&R se cita el documento escrito por la Comisión Teológica Interna-cional, publicado en 1996 y titulado El Cristianismo y las Religiones.

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últimamente las mediaciones teológicas ya no pasan solamente y en sentido exclusivo

por la filosofía, sino por las ciencias sociales. Y ya que la cuestión acerca de la verdad

pertenece al campo de la filosofía con sus construcciones epistemológicas, entonces,

¿resultaría legítimo desarrollar criterios de verdad por fuera de una tradición religiosa

específica? Critico pues la propuesta de una tarea que busque encontrar criterios de

verdad para la religión por fuera de las mismas cosmovisiones religiosas; propongo,

más bien, la búsqueda de comunes denominadores que enlacen las pretensiones de

verdad de las distintas religiones del mundo. En otras palabras, no creo en criterios ob-

jetivos, sino en criterios inter-subjetivos acerca de las verdades de fe.

Los contenidos teológicos expresados en este primer apartado de la Declaración re-

feridos a la primacía de Jesucristo, de la fe teologal y de las Sagradas Escrituras judeo-

cristianas, por sobre los maestros, las creencias y los libros sagrados de las otras fes,

pueden muy bien ser comprendidos desde una perspectiva que no implique la descali-

ficación de esas otras fes.

Por ejemplo, ¿Qué significa verdaderamente que en Jesús de Nazaret Dios se haya

revelado en plenitud? O sea, ¿Cuál es el significado real de que Jesús sea el Cristo? Ya

Raimon Panikkar nos ha dado una orientación para la respuesta en su libro La Plenitud

del Hombre (1998), en el cual escribe:

Ello hace necesario un cambio de perspectiva por parte de los cristianos, porque una

verdadera comprensión entre las varias religiones no puede ser nunca un camino de di-

rección única. Todo el esfuerzo por comprender aquello que los cristianos llaman Cristo en

el ámbito de las otras religiones hay que ponerlo en relación con la problemática en torno

a Isvara, a la naturaleza del Buddha, del Qor’an, de la Torah, del Ch’i, del Kami, del Dhar-

ma, del Tao, pero también con Verdad, Justicia, Paz y tantos otros símbolos. Lo que repre-

senta Cristo en otras religiones tiene que ser confrontado con la cuestión complementaria

sobre qué pueden representar los otros símbolos dentro del cristianismo.

Diciendo esto no pretendemos afirmar que todos los nombres que acabamos de evo-

car representan “al mismo Cristo”. Podrían ser, en todo caso, equivalentes homeomórfi-

cos, pero tampoco es necesario que tales equivalentes existan. Hay que respetar el plura-

lismo, en el sentido de la posible incompatibilidad e inconmensurabilidad de las culturas

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-algo que no excluye ni el diálogo ni la defensa de las creencias de cada uno- (p. 194).

Del mismo modo, con respecto a la inspiración de los libros sagrados, creo que no

cabe aceptar que sólo la Biblia es Sagrada Escritura. Negar el carácter de inspiración di-

vina a las Sagradas Escrituras de las religiones del mundo es una premisa problemática

para el inicio del diálogo inter-religioso. Pues cualquiera que se haya acercado a la lec-

tura de textos como los Vedas, Upanishadas y Puranas del hinduismo, o como el Canon

Pali del Tipitaka budista, o como los libros de Confucio y Lao Tse, o como el mismo

Corán; tendrá que admitir que un similar espíritu de trascendencia atraviesa todos es-

tos libros y que un semejante eco de inspiración se escucha por intermedio de los mis-

mos.

Necesitamos una comprensión más cabal del sentido de la revelación que incluya, y

no excluya, a las Sagradas Escrituras de todas las religiones del mundo como Palabra

inspirada por Dios. Comprendo muy bien que el carácter histórico de la revelación ju-

deocristiana es lo que impediría a la Iglesia aceptar la inspiración de los escritos sagra-

dos de otras religiones, pues se asume que los contenidos de los libros sagrados de las

religiones del mundo derivan de experiencias místicas de videntes y no de experiencias

históricas. Pero, asumiendo criterios historiográficos contemporáneos, es decir, reco-

nociendo los nuevos paradigmas de los enfoques históricos actuales, es posible reco-

nocer el valor histórico de las experiencias místicas que fundamentan el contenido de

los textos sagrados de las religiones del mundo. Aunque, tampoco hace falta recurrir a

teorías sociales contemporáneas para afirmar la actuación de Dios en la historia de la

humanidad, ya que decir que Dios actúa en la historia, y en la historia del judeocristia-

nismo, no implica negar su actuación en toda otra historia humana, como en ocasiones

es asumido por algunos.

A modo de ejemplo, para ilustrar cómo las experiencias místicas que fundamentan

los contenidos de los libros sagrados de las religiones del mundo, también poseen

carácter histórico, comentemos lo siguiente. Es verdad que el Corán nace como expe-

riencia mística del Profeta. Pero no olvidemos que el Profeta fue al mismo tiempo

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hombre de Dios y hombre de Estado, pues en el Islam no existe división entre ciudad

terrenal y ciudad celestial, de ahí que la Umma o comunidad islámica “implica que Dios

rige no sólo la vida y conducta de cada hombre, sino también la estructura social, dado

que se aspira a la ‘mejor comunidad que se ha hecho surgir para los hombres’ (Corán III,

110)” (González Ferrín, 2002, p. 196). Lo cual implica que en el origen del Corán está la

cercanía de Dios a su pueblo y que, por lo tanto, la experiencia mística del Profeta, está

referida a su vez, a una experiencia histórica real. Cabe citar al respecto las palabras del

estudioso en arabismo e islamología Emilio González Ferrín quien, en la introducción a

su libro La Palabra Descendida (2002), describe con el siguiente párrafo lo que se ha

denominado el “Hecho Coránico”:

Hay un pueblo sabio que acercó en tal medida su sentido de lo trascendente al valor

de la palabra, que concibe un libro como sagrado, un mensaje como parte de Dios, y ese

Dios como única respuesta minimalista a la eterna y maximalista diversificación de lo in-

explicable. En esto viene a resumirse cuanto los especialistas denominan el Hecho Coráni-

co: una interpretación del mundo que tiene en una actitud frente la vida, el Islam, la única

respuesta posible del ser humano ante el don divino de la Palabra. Esa Palabra descendió

en árabe por obra de Dios y la mediación de su último profeta, Muhammad, como había

descendido antes en otros idiomas a otros pueblos y con la mediación de profetas anterio-

res (p. 15-16).

Tal apreciación resulta más significativa por el hecho de que el autor no pertenece a

la religión musulmana. Mostrando así en qué medida puede un diálogo respetuoso con

otra fe distinta a la propia, contribuir al conocimiento recíproco y enriquecimiento mu-

tuo. Me parece ilustrativo citar la confesión del autor al escribir:

Dado que no soy musulmán y -siguiendo el magistral acercamiento previo de Thomas

Carlyle- como no tengo intención de serlo, diré del Islam cuanto de bueno pueda hallar en

mi obligadamente humilde condición humana y no por corrección política, sino porque

cuanto más alcanzo a saber de esa realidad universal más voy aprendiendo a admirarlo,

respetarlo y comprenderlo (p. 16).

Cabe resaltar que el mismo Corán acepta y reconoce la validez de otros profetas que

en pueblos distintos al árabe han servido de mensajeros de la Palabra de Dios en otros

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tiempos, como lo testimonia la Sura XXI titulada Los Profetas y muchísimos otros pasa-

jes del Corán que testifican la permanente compañía divina por medio de sus enviados:

“Muhammad no es más que un Enviado. Antes de él han pasado otros Enviados” (Corán

III, 138).

Por eso, negar la validez de otras Voces proféticas como Palabra inspirada de Dios,

es descalificar de entrada la pretensión de verdad que las religiones del mundo asumen

para sí mismas.

Del mismo modo, la saga legendaria hindú del Bhagavad Gita se origina en una res-

puesta teológica nacida de una realidad histórica concreta. La situación histórica inscri-

ta en el Canto del Señor es explicada por el erudito en religiones comparadas Mircea

Eliade en su libro El Yoga: inmortalidad y libertad (1972). Cito a continuación a Mircea

Eliade pues su descripción es de relevancia con respecto a la cuestión de la relación en-

tre historia y revelación que venimos discutiendo:

En otras palabras, si, como veremos, el Bhagavad-Gita se presenta históricamente co-

mo una nueva síntesis espiritual, sólo nos parece “nueva” porque somos seres condicio-

nados por el Tiempo y la Historia. Esto tiene grandes consecuencias sobre toda la interpre-

tación occidental de la espiritualidad hindú: porque, si bien tenemos derecho de reconsti-

tuir la historia de las doctrinas y técnicas indias, esforzándonos por precisar sus innovacio-

nes, su desarrollo y sus modificaciones sucesivas, no debemos olvidar que desde el punto

de vista de la India, el contexto histórico de una “revelación” sólo tiene un alcance limita-

do: la “aparición” o la “desaparición” de una fórmula soteriológica en el nivel de la Histo-

ria, no puede enseñarnos nada en cuanto a su “origen”. Según la tradición india, tan enér-

gicamente reafirmada por Krishna, los diversos “momentos históricos” -que son al mismo

tiempo momentos del devenir cósmico- no crean la doctrina, sino únicamente actualizan

ciertas fórmulas apropiadas del mensaje intemporal. Esto significa que, en el caso del

Bhagavad-Gita, sus “novedades” se explican por el momento histórico que requería jus-

tamente una nueva y más vasta síntesis espiritual (p. 120).

Por todo lo anterior, desde una historiografía actual con planteamientos como los

del historiador y jesuita Michel De Certeau, resulta imposible negar valor histórico a la

experiencia religiosa de los pueblos del mundo registrada en sus mitos y leyendas. Pues

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la historia, en palabras de Michel De Certeau, no es sólo narración de lo ocurrido (fic-

ción) o explicitación del instrumental procedimental de trabajo (reflexión epistemológi-

ca); sino coordinadora de sentidos que remiten el presente a un origen que estructura

la sociedad. En este sentido, la historia sirve al mismo fin que los mitos de las socieda-

des “primitivas” o las teologías de las sociedades tradicionales. Ya que, tal y como es-

cribe Michel De Certeau en su libro La Escritura de la Historia (1994), la función del mi-

to y la función de la historia son homólogas:

Ésta es sin duda la razón por la cual la historia ha tomado el relevo de los mitos “primi-

tivos” o de las teologías antiguas desde que la civilización occidental dejó de ser religiosa;

y en el mundo político, social o científico se define por una praxis que compromete igual-

mente sus relaciones con ella misma y con otras sociedades. El relato de esta relación de

exclusión y de fascinación, de dominación o de comunicación con el otro (cargo ocupado

sucesivamente por algo cercano, o por algo futuro), permite a nuestra sociedad narrarse a

sí misma gracias a la historia. Funciona como lo hacían, o lo hacen todavía en civilizaciones

remotas, los relatos de luchas cosmogónicas que enfrentan un presente con su origen (p.

61).

Pues la identidad de una sociedad se construye como diferenciación con un “otro”

del que ella se distingue. Tal es una de las funciones sociales del discurso histórico y

también del discurso mítico. Por eso, es cuestionable descalificar como a-histórico el

discurso mítico, siendo necesario reconocer que en el mismo discurso mítico está ya

implícito un sentido histórico evidente. Lo que implica que en toda narración mítica su-

cede al mismo tiempo un acontecer histórico. Por lo cual, también las Sagradas Escritu-

ras de las religiones del mundo son, a pesar y en medio de su narración mítica, aconte-

cer de Dios en medio de la historia de los creyentes que testimonian su fe en dichas Es-

crituras Sagradas.

Por todo lo anterior, considero equivocada la aseveración de la Iglesia en la Declara-

ción, y de la Comisión Teológica Internacional, cuando afirman:

No todas las religiones tienen libros sagrados. Aunque no pueda excluirse, en los

términos expuestos, alguna iluminación divina, en la composición de estos libros (en las

religiones que los tienen) es más adecuado reservar el calificativo de inspirados a los libros

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canónicos. La denominación de «palabra de Dios» se ha reservado en la tradición a los es-

critos de los dos testamentos. La distinción es clara incluso en los antiguos escritores ecle-

siásticos que han reconocido semillas del Verbo en escritos filosóficos y religiosos. Los li-

bros sagrados de las diferentes religiones, aun cuando puedan formar parte de una prepa-

ración evangélica, no pueden considerarse como equivalentes al Antiguo Testamento, que

constituye la preparación inmediata a la venida de Cristo al mundo (C&R 92).

Pues, tal y como afirma J. Dupuis (1997), refutando la anterior concepción descalifi-

cadora:

Las escrituras sagradas de las naciones contienen palabras de Dios iniciales y escondi-

das. Estas palabras no tienen el carácter oficial que debemos atribuir al Antiguo Testamen-

to, por no hablar del valor decisivo del Nuevo. No obstante, podemos llamarlas palabras

divinas porque Dios las pronuncia por el Espíritu Divino. Desde el punto de vista teológico,

los libros sagrados que las contienen merecen el término de “escrituras sagradas”. En de-

finitiva, el problema es terminológico: ¿qué debemos entender por “palabra de Dios”, “es-

critura sagrada” e “inspiración”?

La forma de expresión tradicional ha dado a estas expresiones una definición teológica

restrictiva, limitando su aplicación sólo a las escrituras de las tradiciones judía y cristiana.

Pero también se les puede dar, no sin un fundamento teológico válido, una definición más

amplia, conforme a la cual resultan aplicables a las escrituras de otras tradiciones religio-

sas. “Palabra de Dios”, “escritura sagrada” e “inspiración” no expresarán entonces la mis-

ma realidad idéntica en diferentes periodos de la historia de la revelación y la salvación.

Pese a lo importante que es salvaguardar el significado especial de la palabra de Dios

transmitida por la revelación judía y cristiana, no es menos importante reconocer el ver-

dadero valor y significado de las palabras de Dios contenidas en los libros sagrados de

otras tradiciones religiosas. Así pues, “Palabra de Dios”, “escritura sagrada” e “inspiración”

son conceptos analógicos, que se aplican de formas diferentes a los diversos periodos de

una revelación progresiva y diferenciada (p. 371-372).

Habiendo ya comentado los temas del primer apartado de la Declaración sobre la

primacía de la revelación histórica acontecida en la judeocristiandad y del carácter de

Sagrada Escritura de los textos judeocristianos, cabe decir al respecto de la distinción

entre la fe teologal y las otras creencias de las religiones del mundo, que tal postulado

se fundamenta en la premisa ilustrada sobre la diferencia entre religión revelada y reli-

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gión natural. Diferencia que la teología cristiana debería argumentar, pues el peso de la

demostración está en quien afirma.

Pero conociendo que otras fes del mundo, como el Budismo Mahayana, también

admiten la necesidad de la gracia divina para la salvación del creyente; creo que los

mismos postulados mediante los cuales la teología cristiana quisiera realizar tal distin-

ción, serían apropiados para las otras fes, lo que invalidaría la defensa de la distinción.

En palabras más sencillas, afirmar que sólo la judeocristiandad asume la fe como don

de la gracia divina que faculta para acoger la verdad y con ella al revelador de la verdad

y que, por el contrario, las creencias de las demás religiones del mundo son sólo

búsquedas inacabadas que no posibilitan la acogida de la verdad ni del revelador de la

verdad, es desconocer el testimonio de las grandes religiones del mundo.

Sólo citaré un caso que considero paradigmático pues se trata de una religión perci-

bida como “ateísta” ya que, como escribe Marco Pallis en su libro Espectro Luminoso

del Budismo (1980): “se podría admitir que una perspectiva que no incluye la idea de un

Dios personal puede parecer a primera vista que tampoco deja mucho lugar para la

idea de la gracia” (p. 71). Es verdad que el Buddha afirmó: “Cada uno es una Isla”, que-

riendo decir con ello que la salvación de cada uno está en el interior de cada cual y no

necesita de ningún tipo de mediación institucional o religiosa. Pero no significa que la

facultad de salvarse fuera por puro esfuerzo humano, pues también destacó la impor-

tancia del Refugio: “Me Refugio en el Buddha. Me Refugio en el Dhamma. Me Refugio

en la Sangha” recitan todos los budistas al inicio de sus meditaciones. En el capítulo IV

titulado ¿Cabe la Gracia en el Budismo?, del citado libro de Marco Pallis, el autor expli-

ca con detalle que la respuesta a tal pregunta es definitivamente afirmativa. Al respec-

to escribe:

Lo que es importante reconocer en este caso es el hecho de que la palabra “gracia” co-

rresponde a toda una dimensión de la experiencia espiritual; es inconcebible que estuviera

ausente de una de las grandes religiones del mundo. De hecho cualquiera que haya vivido

en un país tradicionalmente budista sabe que esta dimensión, transmitida por las formas

apropiadas, también encuentra expresión allí (p. 72).

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Por eso, en el desarrollo histórico del budismo vemos cómo la escuela del Gran

Vehículo o Mahayana enfatiza, en oposición a la escuela del Pequeño Vehículo o Hina-

yana, que la salvación es una puerta grande y abierta por la cual muchos pueden en-

trar, pues no se requiere de la vida monacal con sus restricciones, sino que basta con la

sola fe en la gracia divina del amoroso Amitabha para tener acceso a la Tierra Pura. En

términos budistas diríamos que “el abandono incondicional al poder del otro” es la

muestra de la acogida de la gracia.

Al respecto de mis anteriores comentarios al primer apartado de la Declaración so-

bre la Plenitud y Definitividad de la revelación en Jesucristo, recibí las siguientes re-

flexiones que me parece importante citar a continuación pues nos permiten contextua-

lizar la propuesta del Magisterio. El sacerdote jesuita Luis Felipe Navarrete comenta:

Si asumimos el carácter histórico de la revelación y del conocimiento humano, enton-

ces no podemos decir que todas las religiones son expresión de lo mismo. Si asumimos, al

menos desde una visión cristiana, la omnipotencia y omnipresencia de Dios, y la universa-

lidad de su voluntad salvífica, entonces no podemos decir que sólo está presente en el ju-

deocristianismo. Estas dos afirmaciones parecieran contradictorias entre sí. Sea lo que sea

que parezcan, ambas son afirmaciones ineludibles, y ellas evitan el relativismo y el exclusi-

vismo. Esto significa que sólo cabe pensar la relación, que con respecto a nuestro tema es

relación entre religiones, y la relación ha de pensarse en términos de continuidad y dis-

continuidad. Es natural que si el magisterio de la Iglesia subraya la discontinuidad (Jesús-

Profetas; Biblia-libros religiosos; Fe teologal-otras creencias), entonces los teólogos se

sientan inclinados a subrayar la continuidad -como tú lo has hecho en este trabajo y sec-

ción-. Por lo menos te dejo constancia de mi hipótesis: que los textos del magisterio, y

esas diferencias que a veces suenan tan descalificadoras y excluyentes, lo que buscan es

subrayar la discontinuidad frente a un ambiente intelectual que ha enfatizado la continui-

dad; es lo que yo te indicaba en mi escrito anterior: ‘He querido mostrar un modo de in-

terpretar las afirmaciones del magisterio’. Esos textos son como reglas del juego; son co-

mo la gramática con la cual la reflexión sustantiva de la teología puede proceder. Simple-

mente muestra las coordenadas que hacen válida la reflexión teológica. En este sentido,

señalan preguntas, indican en qué sentido siguen siendo preguntas abiertas y en qué sen-

tido sería inválido abordarlas.

Creo que lo que el Magisterio quiere decir es que hay una interpretación inclusivista

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que no es admisible, a saber, afirmar la plena identidad, y por eso afirma la distinción en-

tre Jesucristo y otros profetas, la fe teologal y otras creencias, entre la Biblia y otras escri-

turas. Creo que una cosa es decir que son distintos (rechazar una llana identidad) y otra

cosa es minusvalorar a esos otros profetas, creencias y escritos (como tú bien lo indicas).

Pareciera también que el Magisterio no sólo habla en términos de teología negativa (di-

ciendo lo que no es), señalando interpretaciones que no caben. Sino que parece que tam-

bién opta por un modo de leer la relación entre cristianismo y religiones en términos in-

clusivistas, y es el modo que podríamos resumir con la metáfora del río y del océano, lo

primero para referirse a las religiones y lo segundo al cristianismo: aquellas son caminos

que desembocan en éste. Es también la metáfora de las semillas y el árbol: las otras reli-

giones contienen semillas del Verbo, pero el árbol es el cristianismo. Leonardo Boff, en su

crítica a la Declaración Dominus Iesus ha traído otra metáfora (con la que obviamente no

está de acuerdo): la de las partes de la casa y la casa plenamente construida.

La verdad no creo que al Magisterio le corresponda describir positivamente cómo ha

de darse la relación entre el cristianismo y las religiones. Debe sí afirmar que hay relación,

y que esa relación no es de llana identidad pero tampoco de mutua exclusión. Lo que hay

que señalar también es que lo dicho por el Magisterio no es la última palabra, es decir, su

papel es promover e incentivar la reflexión teológica, pues el mismo Magisterio señala in-

terrogantes que él mismo deja abiertos. Creo que a la reflexión teológica, que nunca

podrá ser sancionada (en el sentido de promulgada con asentimiento general) universal-

mente, le corresponde la tarea de indicar posibles maneras de explicar la relación.

Comentarios al apartado segundo de la Declaración que se titula El Logos Encarnado y

el Espíritu Santo en la Obra de la Salvación

En este segundo apartado de la Declaración encontramos las siguientes afirmacio-

nes en los numerales 9 al 12:

- Se expone la comprensión que el pluralismo religioso tiene acerca del Logos divino,

según la cual el Verbo asumiría dos manifestaciones: como Verbo eterno y como Verbo

encarnado. Distinguiendo así, la manifestación universal del Logos en todas las religio-

nes del mundo de su manifestación en el cristianismo (numeral 9).

- Se describe la comprensión que la Iglesia tiene acerca del misterio de la encarnación,

según la cual no existe separación de ningún tipo entre Jesús de Nazaret y el Logos di-

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vino (numeral 10).

- Se afirma la fe de la Iglesia en la función mediadora del Cristo encarnado como siendo

el único salvador y redentor universal (numeral 11).

- Se declara la unión inseparable entre la función del Cristo y la función del Espíritu San-

to en la economía salvífica (numeral 12).

Comentemos al respecto que los cuatro numerales anteriores se refieren al conteni-

do teológico de la fe de la Iglesia en la función soteriológica de Jesús el Cristo. Por lo

que no cabe una crítica externalista o desde fuera de la misma fe. Sino que se debe de-

batir sobre tales contenidos teológicos de carácter soteriológico desde dentro de la

misma fe. Lo que sí puede decirse de antemano, es que la asunción de tales contenidos

teológicos no implica, necesariamente, una posición exclusivista, ya que la salvación

universal ofrecida por Jesucristo incluye a toda la raza humana. Lo que se pone en de-

bate es el papel que juegan todas las religiones del mundo en la obra salvífica de Cristo.

También está en debate una cuestión cristológica: ¿Qué significa que Jesús sea el Cristo

de Dios?

La Declaración continúa en los numerales 13, 14 y 15 la exposición del misterio salví-

fico efectuado en la obra de Jesucristo. Por lo que conviene comentar el apartado se-

gundo y tercero en forma conjunta pues ambos apartados tratan de cuestiones sote-

riológicas y cristológicas.

Comentarios al apartado tercero de la Declaración que se titula Unicidad y Universali-

dad del Misterio Salvífico de Jesucristo

En este apartado encontramos las siguientes afirmaciones en los numerales 13, 14 y

15.

- Se afirma por distintos testimonios de la Sagrada Escritura y del Magisterio que el mis-

terio salvífico efectuado en Jesucristo es de carácter único y universal (numeral 13).

- Se aclara que la salvación única y universal mediada por Jesucristo no excluye, sin

embargo, el papel salvífico que otras figuras y creencias religiosas puedan jugar en el

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plan de Dios. Se invita a la teología a investigar tales mediaciones parciales (numeral

14).

- Se asevera que la singularidad de Jesucristo es un dato primario de la revelación que

la Iglesia debe expresar como patrimonio de su fe (numeral 15).

Al respecto de los numerales anteriores cabe apreciar la invitación que la Iglesia

propone a la teología de investigar la función salvífica de las religiones del mundo de-

ntro del plan de Dios efectuado en Jesucristo para la salvación de todos los seres

humanos. Conviene recordar, entonces, que “El diálogo interreligioso se fundamenta

teológicamente sea en el origen común de todos los seres humanos creados a imagen

de Dios, sea en el destino común que es la plenitud de la vida en Dios, sea en el único

plan salvífico divino a través de Jesucristo, sea en la presencia activa del Espíritu divino

entre los adeptos de otras tradiciones religiosas” (C&R 25). Es por esta razón que un

cristiano y teólogo no tendría que recurrir a razones extra-teológicas para fundamentar

la necesidad del diálogo inter-religioso, ni para fundamentar la necesidad de reconocer

la presencia del mismo Espíritu de Jesús en otras religiones.

Y volviendo al comentario de los numerales 9 al 12 en relación con los numerales 13

al 15, se confirma que estamos ante una discusión de índole plenamente cristológica.

Pues lo que está en discusión es el sentido de Jesús como el Cristo. Es decir, la función

soteriológica del Cristo deriva del sentido cristológico que le atribuyamos. En otras pa-

labras, antes de hablar del misterio salvífico de Jesucristo, se debe exponer la com-

prensión de la afirmación de la Iglesia al proclamar que Jesús es el Cristo. La pregunta

de Jesús a sus discípulos resulta inspiradora al respecto (Mc 8, 27-30 DHH):

Después de esto, Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de la región de Cesarea de

Filipo.

En el camino, Jesús preguntó a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que soy yo?

Ellos contestaron: -Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros dicen que eres Elías,

y otros dicen que eres uno de los profetas.

-Y ustedes, ¿quién dicen que soy? les preguntó.

Pedro le respondió: -Tú eres el Mesías.

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Pero Jesús les ordenó que no hablaran de él a nadie.

La confesión de Pedro nos recuerda que corresponde a cada cristiano y al cristianis-

mo en general responder la pregunta: ¿Quién es Jesús para mi (nosotros)? De la res-

puesta que demos a tal interrogante derivará nuestra comprensión del misterio salvífi-

co efectuado por Dios en Jesucristo.

Por lo que tan sólo resta decir, a propósito de los apartados segundo y tercero de la

Declaración, que el acercamiento o distanciamiento de las afirmaciones explícitas en

los numerales de tales apartados será consecuencia de la perspectiva teológica asumi-

da, o sea, en relación al modo en que los postulados soteriológicos se deriven directa-

mente de postulados cristológicos.

Debe quedar claro, eso sí, que la pretensión de verdad del cristianismo le impide re-

nunciar a su confesión de fe acerca de que en Jesús el Cristo, Dios realizó la obra de sal-

vación para toda la humanidad. Por lo cual, no debe esperarse que una teología cristia-

na de las religiones renuncie a confesar que: “Sólo en Jesús pueden los hombres salvar-

se, y por ello el cristianismo tiene una clara pretensión de universalidad” (C&R 49a), y

por eso mismo que: “En el contexto de la actuación universal del Espíritu de Cristo se ha

de situar la cuestión del valor salvífico de las religiones en cuanto tales” (C&R 49d). Lo

que no implica que no se deba seguir profundizando sobre el verdadero sentido de qué

significa “adherirse” a Jesús el Cristo, por lo que estoy en desacuerdo con la implicación

teológica asumida por la Comisión Teológica Internacional, quien de la universalidad

del misterio de la encarnación concluye, a mi modo de ver, equivocadamente que: “Si

la salvación está ligada a la aparición histórica de Jesús, para nadie puede ser indiferen-

te la adhesión personal a él en la fe. Solamente en la Iglesia, que está en continuidad

histórica con Jesús, puede vivirse plenamente su misterio. De ahí la necesidad ineludible

del anuncio de Cristo por parte de la Iglesia” (C&R 49c).31

31

Al respecto, Luis Felipe Navarrete, escribe: “Yo creo que en realidad la afirmación sí se infiere de aseverar que ‘la salvación está ligada a la aparición histórica de Jesús’. En otras palabras, si una verdad universal se ha manifestado -ofrecido- en un acontecimiento histórico (lo que Lessing negaba), entonces la verdad universal se acoge también a través de un acontecimiento histórico. Entonces lo que queda por aclarar, que es lo que tú señalas apropiadamente, es en qué consiste ‘acoger una verdad universal en un

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Comentarios al apartado cuarto de la Declaración que se titula Unicidad y Unidad de la

Iglesia

En los numerales 16 y 17 del cuarto apartado de la Declaración encontramos las si-

guientes afirmaciones:

- Se declara que sólo en la Iglesia católica subsiste (subsistit in) la Iglesia de Cristo. Y

que, por lo tanto, Ella, cual esposa y cuerpo, comparte con Cristo, cual esposo y cabeza,

la plenitud del misterio salvífico (numeral 16).

- Se declara que la comunión con la verdadera Iglesia de Cristo que subsiste en la Iglesia

católica, requiere que las demás Iglesias o Comunidades separadas de la Iglesia católi-

ca, conserven la sucesión apostólica y la práctica de la eucaristía válidamente consa-

grada. Pues, de lo contrario, es decir, de no haber conservado el legado del Episcopado

y la genuina sustancia del misterio eucarístico, entonces, no son Iglesia en sentido pro-

pio. De todas maneras, aquellas Iglesias que conservando el Episcopado y el misterio

eucarístico no reconocen el Primado del Obispo de Roma, tampoco están en plena co-

munión con la Iglesia católica. Lo cual no invalida, sin embargo, que el Espíritu de Cristo

se haya servido de ellas como medios de salvación (numeral 17).

Creo que el presente apartado es uno de los más fuertes con respecto al sentido de

exclusivismo asumido por la Iglesia católica. Primero, se asume a sí misma como la Igle-

sia en que subsiste32 la verdadera Iglesia de Cristo, descalificando las tradiciones Orto-

doxas y Protestantes como Iglesias en las que no subsiste en plenitud la verdadera Igle-

sia de Cristo. Segundo, asume que la herencia de la sucesión apostólica y la práctica del

misterio eucarístico, tal cual es comprendido por la Iglesia católica, son los verdaderos

criterios de comunión entre los cristianos del mundo; de modo tal, que si no existen ta-

les criterios compartidos, entonces, no se podría hablar de Iglesia en sentido propio. Y

tercero, postula que el reconocimiento del Primado del Obispo de Roma, es requisito

para obtener plena comunión con la Iglesia católica; lo cual la Iglesia católica está en

acontecimiento histórico’; o sea, adherirse a Jesucristo”.

32 Solicitamos al lector tener en cuenta lo ya dicho con anterioridad en el apartado 3.3.2 sobre la in-

terpretación del término subsistit in.

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todo derecho de postular, con tal que esto no implique que tal requisito sea necesario

para estar en plena comunión con la Iglesia de Cristo.

En términos prácticos, si se asume la veracidad de los numerales 16 y 17 de la Decla-

ración, entonces, por simple reducción al absurdo, tenemos que:

- Tan sólo las Iglesias de la tradición ortodoxa son, en compañía de la Iglesia católica,

verdaderas Iglesias de Cristo; aunque le faltaría a las Iglesias de tradición ortodoxa, pa-

ra estar en plena comunión con la Iglesia católica, el reconocimiento del Primado del

Obispo de Roma.

- En cambio, las Iglesias de tradición protestante, tanto las así denominadas históricas,

reformadas y episcopales, como evangélicas y pentecostales, no son Iglesias de Cristo

en sentido propio, pues ninguna de éstas Iglesias mantiene el legado de la sucesión

apostólica, ni tampoco comprenden la cena eucarística como lo hace la Iglesia católica.

Así que, la falta de unidad entre los cristianos se ve profundizada enormemente,

pues a la tradición eclesial del protestantismo se le niega ser siquiera Iglesia de Cristo

en sentido propio.

Pero si la Declaración asume que el Espíritu de Cristo se ha servido de tales Iglesias y

Comunidades, separadas de la comunión con la Iglesia católica, como medios de salva-

ción, entonces, reconoce de hecho que no es necesaria la comunión con la Iglesia cató-

lica para la recepción de la gracia salvadora de Cristo. Por lo que cabe el interrogante

acerca de: ¿Cómo entiende, entonces, la Iglesia católica, la pertenencia al Cuerpo de

Cristo? ¿Acaso, no es la gracia salvadora, otorgada mediante la fe, la que brinda acceso

a la comunión con el Espíritu de Cristo? Y ¿Por lo demás, no es esto mismo lo que en el

Nuevo Testamento se denomina Iglesia de Cristo?

El problema es, pues, de interpretación eclesiológica. Se hace necesario, entonces,

profundizar la comprensión del sentido teológico sobre el verdadero significado del

Cuerpo de Cristo. Ya que la pertenencia al Cuerpo de Cristo no remite, necesariamente,

ni a la aceptación de la sucesión apostólica, ni tampoco a la comprensión de la cena del

Señor como misterio eucarístico, lo que creo que es sobre entendido por el simple

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hecho histórico de que:

- Las Iglesias de la tradición paulina, precisamente, tuvieron que disputar la cuestión de

la validez del apostolado de Pablo, contra quienes reclamaban la necesidad de la sumi-

sión al apostolado de Pedro y Santiago.

- Las Iglesias de la tradición juanea, también reclamaron contra los seguidores de Pedro

que el discípulo amado, que permanecería aún después de la partida de Pedro, es

aquél a quien ellos habían escuchado y de quien habían aceptado el testimonio de la fe.

En ambos casos, lo que estaba en cuestión era la libertad de las Iglesias de recono-

cerse a sí mismas como Cuerpo de Cristo, sin la sujeción a la Iglesia de Jerusalén. O sea,

sin aceptación del Primado de Pedro.

Aunque reconozco que la Iglesia católica posee tres fuentes de autoridad para la

construcción de su dogmática como son: las Escrituras, la Tradición y el Magisterio. Y,

por lo tanto, las objeciones de tipo puramente de exégesis bíblica, no serían suficientes

como contra argumentos. Sin embargo, creo que por el sentido histórico de la revela-

ción cristiana, no es adecuado asumir postulados teológicos que invaliden la unidad del

Cuerpo de Cristo desde las primitivas comunidades cristianas hasta nuestros días. Pues

eso, precisamente, es lo que hace la Declaración al postular tanto la sucesión apostóli-

ca como el misterio eucarístico, como únicos criterios de comunión verdadera entre los

cristianos. Cuestión que dejaría por fuera de la Iglesia de Cristo, no sólo a las actuales

Iglesias y Comunidades separadas de la Iglesia católica, sino también a las primitivas

comunidades cristianas para quienes la comunión con el Cuerpo de Cristo fue una sim-

ple cuestión de “escuchar con fe” y “recibir por gracia” el mensaje de las buenas noti-

cias de que en Jesús el Cristo tenemos acceso a la salvación otorgada por Dios Padre.

En palabras más sencillas, afirmo que: ni la aceptación de la sucesión apostólica, ni

la asunción de la cena del Señor como misterio eucarístico, fueron los criterios utiliza-

dos en las primitivas comunidades cristianas para identificarse como Iglesia de Cristo.

Por eso, si se aceptan tales criterios como indicadores de la identidad cristiana, enton-

ces, estamos dejando por fuera no sólo a la tradición protestante sino también a mu-

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chas de las primitivas comunidades cristianas de los primeros siglos. Recordemos que

durante la vida de Jesús, la comunidad mesiánica se entendió de manera muy simple,

pues para los discípulos: “La Iglesia es, ante todo, la comunidad de quienes escuchan la

Palabra de Dios y la ponen en práctica (Lc 8, 19-21). Se trata de aceptar y acoger la so-

beranía o reinado de Dios en nuestra vida personal y en la historia, de dejar que fructifi-

quen ahí los valores del Reino, es decir, de hacer la voluntad de Dios” (Aguirre, 2001, p.

48).

Reconozcamos también, que ya en el Nuevo Testamento existen muchos y variados

modos de entender qué es la Iglesia:

Por ejemplo: la fórmula paulina del cuerpo subraya que la Iglesia es “el modo especial,

secundario, de existencia de Cristo”, lo cual excluye una forma de vida según el propio an-

tojo; en cambio Juan fija la mirada en la decisión personal de los discípulos, perdiendo así

terreno la cuestión de la forma. En las cartas pastorales vuelve ésta a situarse en un pri-

merísimo plano, a causa tanto de la tradición como de la reglamentación de la vida; y Ma-

teo, por su parte, acentúa que la Iglesia vive de la promesa de su Señor, y el hecho de que

no será vencida tiene valor no solamente para una determinada figura de la comunidad,

sino para el mismo acontecimiento de Cristo (Coenen, 1971, p. 334).

Además, para los reformadores, allí donde se predique el verdadero evangelio de Je-

sucristo y se administren correctamente los sacramentos, existe Iglesia de Cristo. Lee-

mos en palabras de Moltmann (1975):

Por último, hay que prestar atención a una diferencia confesional en la doctrina de los

signos de la Iglesia (notae ecclesiae), que surgió en la época de la Reforma. Los reformado-

res no rechazaron los cuatro atributos de la Iglesia. Pero veían los signos distintivos de la

verdadera Iglesia en la predicación auténtica, esto es, conforme a la Escritura, del evange-

lio, y en la recta administración (es decir, conforme al mandato y a la promesa de Jesús) de

los sacramentos. Estos signos, en cuanto que hacen que la Iglesia sea lo que es, son pro-

piamente los fundamentos de la misma. Por eso no pueden oponerse a aquellos cuatro

atributos, como tampoco aquellos pueden oponerse a estos dos signos. Una Iglesia, en la

que el evangelio sea predicado en toda su pureza, y se administren los sacramentos rec-

tamente es la Iglesia una, santa, católica y apostólica (p. 397).

Por todo lo anterior, sigue siendo problemática, para la unidad de los cristianos, la

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definición de Iglesia que describe el concilio Vaticano II al afirmar:

Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en

la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con

él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de ver-

dad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica (LG

8).

A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de

Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación deposita-

dos en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del

régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige

por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos (LG 14).

Aunque cabe aclarar que el problema para la unidad de los cristianos, no radica tan-

to en la existencia de un Primado en el obispo de Roma como en el carácter de tal Pri-

mado, es decir, en las funciones del Primado. Pues es muy cierto lo que afirma Quinn

(1999) al escribir:

Es inmensamente significativo que en los diálogos con los ortodoxos, los anglicanos o

los protestantes acerca de la unidad cristiana no se mencione la abolición del papado co-

mo condición para la unidad. En realidad hay una creciente comprensión del verdadero

servicio que el ministerio petrino ofrece a toda la Iglesia, y de cómo el primado es verda-

deramente providencial (240-241).

Con tal, eso sí, de que el primado pontificio sea entendido de una manera nueva, tal

y como promueve la encíclica del Papa Juan Pablo II titulada Ut Unum Sint (Para que

sean uno) publicada en 1995. Encíclica que sirve de fundamento para el libro del obispo

católico John R. Quinn titulado La Reforma del Papado (1999). La propuesta del Papa

Juan Pablo II descrita en la encíclica es bellamente parafraseada por Quinn de la si-

guiente manera:

Me doy cuenta de que el primado pontificio es un grave obstáculo para nuestra unión.

Vamos a hablar acerca de él y veremos qué se puede hacer. Hay algunos elementos bási-

cos que el primado pontificio tendrá siempre que poseer. Pero, fuera de eso, las cosas

pueden cambiar. Puede haber una nueva manera de ejercer el primado pontificio. No sé

cómo sería esa manera. Necesito vuestra ayuda para tratar de descubrirla (p. 42).

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Comentarios al apartado quinto de la Declaración que se titula Iglesia, Reino de Dios y

Reino de Cristo

En los numerales 18 y 19 del quinto apartado de la Declaración encontramos las si-

guientes afirmaciones:

- Se reconoce la distinción entre Reino de Dios, Cristo y la Iglesia. Distinción según la

cual la Iglesia es el instrumento y medio divino, mediante el cual Cristo está constru-

yendo el Reino del Padre. Por lo que no cabe separar el Reino de Dios, ni de la persona

de Jesucristo, ni tampoco de la Iglesia; pues la Iglesia hace parte del plan salvífico de

Dios efectuado en Cristo (numeral 18).

- Se declara que toda tesis que niega la Unicidad de la relación entre Cristo, Su Iglesia y

el Reino, es contraria a la fe católica. Tal y como sucede con las tesis reinocéntricas

según las cuales, basadas en un teocentrismo opuesto al eclesiocentrismo, la posibili-

dad de la construcción del Reino de Dios no pasa necesariamente ni por la mediación

de la Iglesia ni aún por la mediación de Jesucristo (numeral 19).

A mi parecer, en este quinto apartado de la Declaración, tenemos un claro ejemplo

de la diferencia entre el pensamiento pluralista y el pensamiento inclusivista. La Decla-

ración deja en claro su crítica explícita a los postulados pluralistas al utilizar la termino-

logía acuñada por los defensores del pluralismo, como el uso de los términos teocen-

trismo y eclesiocentrismo para diferenciar dos perspectivas teológicas contrarias, por

ejemplo. Y aunque no desarrolla su afirmación, pues sólo la describe, sin embargo, creo

que es sobre entendido para cualquier teólogo que la diferencia entre Reino de Dios,

Reino de Cristo e Iglesia, no podría implicar nunca el hecho de que no sea necesaria la

mediación tanto de Jesucristo como de la Iglesia en el plan divino para la salvación. Es

decir, ningún reinocentrismo auténticamente cristiano podría negar que dentro del

plan salvífico de Dios, tanto la función mediadora de Jesucristo como la función media-

dora de la Iglesia son más que necesarias.33

33

Creo que ayudaría en nuestra discusión introducir los cuatro tipos de causas aristotélicas para dife-renciar la función de los distintos actores divinos de la salvación. Dios sería la causa formal, Cristo sería la causa eficiente, la Iglesia como instrumento del Espíritu Santo sería la causa material, y la causa final ser-

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Nos encontramos, entonces, ante un problema de interpretación teológica acerca

del verdadero sentido de la salvación en términos cristianos. Lo cual implicaría todo un

tratado de soteriología, pero por el momento será suficiente afirmar el hecho de que

dentro de la economía salvífica de Dios, al menos en términos cristianos, no cabe pen-

sar la salvación de la humanidad sin la mediación necesaria de Jesucristo y aún de la

Iglesia.

Otra cuestión distinta será dilucidar el verdadero significado de la función que Dios

ha otorgado tanto a la Iglesia como a Cristo en la construcción del Reino. Pero hablar

de Reino de Dios sin remitirse necesariamente a la función de la Iglesia y de Cristo,

aunque sea verdadero en términos pluralistas (por ejemplo, sería cierto para el Islam),

no es, sin embargo, verdadero en términos cristianos.

A propósito de lo anterior, pareciera que los defensores de una teología pluralista de

las religiones confundieran los postulados pluralistas del estudio científico de las reli-

giones del mundo, con los postulados necesariamente inclusivistas de cualquier teolog-

ía, sea ésta cristiana, islámica o hindú. Conviene explicitar, entonces, que el estudio

realizado desde las ciencias sociales y humanas, distintas a la teología, de la experiencia

religiosa y de las creencias contenidas en las religiones del mundo, implica una pers-

pectiva pluralista por el debido respeto a las pretensiones de verdad de cada fe. Lo que

no conlleva a que una “teología cristiana” de las religiones pueda o deba ser pluralista

pues esto negaría su propia identidad religiosa. Más aún, toda auténtica “teología” ha

de respetar la propia perspectiva de fe desde la que se habla pues, de lo contrario, ya

no sería teología, sino sociología, antropología o psicología de tal fe.

Por lo tanto, recordemos que no está en discusión la posibilidad de un pensamiento

con perspectiva pluralista del estudio de las religiones del mundo, lo cual se ha venido

haciendo en occidente desde hace más de dos siglos con los estudios de los así deno-

minados orientalistas tanto indólogos como sinólogos. Lo que se pone ante el debate

ía la comunión entre la creación y el Creador, lo cual por supuesto incluye la humanidad que es capaz de ‘ver a Dios tal cual es’, pero no le agota.

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es la posibilidad de una “teología pluralista” de las religiones, más aún si se asume que

tal teología sea de carácter cristiano. Y tal vez, existiría la posibilidad de postular una

“teología pluralista” de las religiones de carácter hinduista, pues el Sanatana implica el

reconocimiento de la Revelación del Absoluto en toda realidad histórica. La cuestión

que nos interesa es pues, si es posible hablar de teología pluralista desde una perspec-

tiva plenamente cristiana o no.

Al respecto de los anteriores dos apartados de la Declaración que hablan sobre la

Iglesia como pueblo elegido de Dios, Luis Felipe Navarrete, me comenta:

Teniendo en cuenta mi hipótesis sobre el carácter de los textos del Magisterio: que re-

accionan frente a algo que se niega y que la Iglesia considera vital, y que señalan coorde-

nadas para la reflexión teológica, considero que estos apartados sobre la Iglesia quieren

rechazar la afirmación de que la Iglesia de Cristo no existe en la historia, esto es, ubicada

en espacio y tiempo. Además, indica que la reflexión teológica no puede llevarse a cabo

sobre la base de una separación entre Iglesia de Cristo, Reino de Dios, Reino de Cristo,

Iglesia católica, pero le falta por supuesto enfatizar que tampoco son lo mismo; es decir,

que una llana identidad tampoco es legítima. Y en tercer lugar, también rechaza la afirma-

ción de que todas las iglesias que confiesan a Cristo son iguales, pero le falta hacer lo que

tú haces en tu reflexión: indicar por qué las iglesias cristianas no católicas son también

Iglesias de Cristo. Me parece que lo más natural, si uno quisiera afirmar que no todas las

iglesias cristianas son iguales, es ofrecer criterios de distinción, que es lo que la Declara-

ción ha hecho. Creo que el problema comienza cuando empezamos a emplear los adjeti-

vos ‘pleno’ y ‘propio’ para adjudicarlos solamente a la Iglesia católica bajo el primado del

Papa. Como sigo pensando que vale la pena una reflexión sobre el contenido semántico de

esos adjetivos, te transcribo la metáfora que Andrés Torres Queiruga trae para explicar en

qué sentido podría comprenderse la plenitud, o mejor, la ‘elección’ que Dios ha hecho por

su pueblo Israel. Para Torres Queiruga (2005), el problema de la plenitud se inscribe en el

contexto del problema de la ‘elección’ divina por un pueblo: “Imagínese a un profesor que

está intentando hacer comprender a sus alumnos una difícil teoría. Se dirige a todos con el

mismo interés e idéntico amor, pues por todos quiere ser comprendido. Pero cuando, en

su empeño, ve asomar en los ojos de algún alumno el brillo de la comprensión, es seguro

que -sin abandonar la enseñanza de los demás- tratará de apoyarlo e impulsarlo hacia el

fondo del problema, en la justa medida de su capacidad. Hay libertad por parte del profe-

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sor, pues de nada se enteraría el alumno si el profesor no se decidiese a explicar. Y puede

haber apariencia de ‘elección’, pues la comprensión del alumno y, por consiguiente, la re-

lación con el profesor se intensifica y profundiza. Pero si se trata de un buen pedagogo,

eso no significará ‘favoritismo’ alguno, sino que, por el contrario, el profesor buscará que

con la ayuda de ese alumno la clase entera acceda lo más rápidamente posible a idéntica

comprensión. Lejos de perder, la clase ha salido ganando” (Diálogo de las Religiones y Au-

tocomprensión Cristiana, p. 45).

Comentarios al apartado sexto de la Declaración que se titula La Iglesia y las Religiones

en relación con la Salvación

En los numerales 20, 21 y 22 del sexto apartado de la Declaración encontramos las

siguientes afirmaciones:

- Se confirma la necesidad de profesar las siguientes dos verdades de la fe cristiana: el

deseo divino de que todos los seres humanos vengan al conocimiento de la verdad y,

por tanto, alcancen la salvación; y la función sacramental de la Iglesia como acto nece-

sario en la economía salvífica (numeral 20).

- Se reconoce que la forma en que Dios hace llegar su gracia salvífica a los no cristianos

ocurre “por caminos que Él sabe”. Pero no se admite que en tales maneras divinas de

mediar la salvación a los no cristianos exista ni equivalencia, ni complementariedad con

los medios que Dios ha otorgado a la Iglesia. Pues la eficacia salvífica ex opere operato

sólo pertenece a los sacramentos cristianos (numeral 21).

- Y puesto que sólo en la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios salvíficos, en-

tonces, se asevera que las religiones del mundo están en una situación gravemente de-

ficitaria. Por lo cual, la paridad en el diálogo inter-religioso sólo se refiere a la igualdad

de la dignidad personal de las partes, pero no a los contenidos doctrinales. Tampoco es

Jesucristo homologable a cualquier otro fundador de religiones (numeral 22).

Al respecto de los anteriores numerales me parece conveniente resaltar el recono-

cimiento por parte del Magisterio de la absoluta soberanía divina en la administración

de la gracia salvífica por caminos que sólo Él conoce. Por eso, asumiendo nuestra igno-

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rancia con respecto al misterio salvífico hacia los creyentes de otras religiones, no se

entiende cómo la Iglesia pueda declarar que la eficacia ex opere operato34 sólo resida

en los sacramentos cristianos. Pues el mismo Espíritu que opera en los sacramentos es

el que opera la salvación en los creyentes de otras religiones.

Me parece que la aceptación de la función mediadora de la Iglesia como un acto ne-

cesario en la economía salvífica, no implica la negación de la suficiencia de la gracia di-

vina en operar una salvación igualmente plena en los creyentes de otras religiones. Por

eso el juicio sobre la situación deficitaria de las religiones del mundo, implica un juicio

teológico sobre la suficiencia de los medios divinos en la historia humana aún sin parti-

cipación de la Iglesia. Es decir, hablando en términos epistemológicos: aunque la Iglesia

sea necesaria, sin embargo, Dios es suficiente. Esta aparente aporía entre la necesidad

de la función salvífica de la Iglesia y la suficiencia de la gracia salvífica de Dios, creo que

podría resolverse al profundizar la comprensión acerca de cuál es el sentido verdadero

del postulado sobre “la necesidad de la Iglesia en la economía salvífica”.

Recordemos aquí las palabras de la Comisión Teológica Internacional al decir:

Cuando los no cristianos, justificados mediante la gracia de Dios, son asociados al mis-

terio pascual de Jesucristo, lo son también con el misterio de su cuerpo, que es la Iglesia.

El misterio de la Iglesia en Cristo es una realidad dinámica en el Espíritu Santo. Aunque fal-

te a esta unión espiritual la expresión visible de la pertenencia a la Iglesia, los no cristianos

justificados están incluidos en la Iglesia «cuerpo místico de Cristo» y «comunidad espiri-

tual» (C&R 72).

Una discusión de otro asunto, pero que converge con el anterior, es la comprensión

en profundidad sobre los grados de realidad de la Iglesia. Es decir, sobre la histórica dis-

tinción entre la Iglesia visible y la Iglesia invisible. Pues si se aceptara que la Iglesia invi-

sible está constituida por todos aquellos que han recibido la gracia salvífica de Dios, in-

dependientemente de su afiliación a religión alguna, entonces, la diferencia entre el

cristianismo y las religiones del mundo ya no tendría que ver con cuestiones puramente

34

Más adelante en el apartado 4.1 titulado “Sobre Jesucristo como Sacramentum Mundi”, mostrare-mos cómo la función Ex Opere Operato sólo tendría sentido, en un diálogo ecuménico, si es atribuida a la persona y obra de Jesucristo.

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soteriológicas, sino con asuntos teológicos de otra índole. Como por ejemplo: diver-

gencias sobre el Ser mismo de Dios o teología en la plena aserción del término, discre-

pancias entre la concepción antropológica que asume una religión y otra, contradiccio-

nes entre concepciones escatológicas opuestas, etcétera.

Que las religiones de mundo contienen elementos de gracia que otorgan salvación a

los creyentes, es aceptado por la Iglesia católica. Acerca de lo cual la Comisión Teológi-

ca Internacional afirma, al comentar la encíclica Redemptoris Missio, lo siguiente:

Dado este explícito reconocimiento de la presencia del Espíritu de Cristo en las religio-

nes no puede excluirse la posibilidad de que éstas ejerzan, como tales, una cierta función

salvífica, es decir, ayuden a los hombres a alcanzar su fin último, aun a pesar de su ambi-

güedad. En las religiones se tematiza explícitamente la relación del hombre con el Absolu-

to, su dimensión trascendente. Sería difícilmente pensable que tuviera valor salvífico lo

que el Espíritu Santo obra en el corazón de los hombres tomados como individuos y no lo

tuviera lo que el mismo Espíritu obra en las religiones y en las culturas. El reciente magis-

terio no parece autorizar una diferenciación tan drástica. Por otra parte hay que notar que

muchos de los textos a que nos hemos referido no hablan sólo de las religiones, sino que

junto a ellas mencionan las culturas, la historia de los pueblos, etc. También todas ellas

pueden ser «tocadas» por elementos de gracia (C&R 84).

De otra parte, considero que es más que evidente, para todo conocedor de las reli-

giones del mundo, que existen diferencias notables entre una y otra fe. Ilustrando la

afirmación anterior con un simple ejemplo, es de relevancia el contraste entre creen-

cias teístas y creencias no teístas como ocurre entre el hinduismo y el budismo respec-

tivamente. Por eso, la alusión de la Declaración a la así denominada “mentalidad indife-

rentista” que, apoyada en un relativismo ingenuo, asume a cualquier religión como

igual de buena, verdadera o bella a cualquier otra, es una crítica válida. Pues, cuando la

perspectiva pluralista homologa las creencias y prácticas de las distintas religiones del

mundo, presta con ello un deficiente servicio a la causa del diálogo inter-religioso. Ya

que, no contribuye con ello a una plena comprensión del otro y su diferencia, sino que

obstaculiza la verdadera captación del sentido profundo de la fe de las religiones del

mundo. Por esto creo, que la distinción propuesta por la Declaración entre paridad en

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dignidad humana como fundamento del diálogo inter-religioso, y no paridad en conte-

nidos doctrinales del diálogo es más que conveniente. Pues en realidad un diálogo en-

tre “iguales” sólo tiene sentido si las partes tienen algo distinto que decirse; resultando

provechoso para ambas partes tal intercambio de ideas e intereses diversos, en el co-

nocimiento recíproco y enriquecimiento mutuo.

Cabe anotar al respecto de la importancia de la no paridad doctrinal en el diálogo in-

ter-religioso, el hecho de que ningún creyente sincero de las grandes religiones del

mundo aceptaría equiparar al fundador de su religión con el fundador de otra religión.

Los creyentes de las religiones del mundo podrían estar dispuestos a reconocer la vali-

dez de todos los fundadores de religiones, pero no a homologar como iguales a los

mismos. Por ejemplo, el Islam reconoce la función profética de Jesús como el desarrollo

legítimo de la misión que Dios asignó al hijo de María. Lo que no significa que el Islam

considere homologable la función de Jesús a la función de Muhammad, el enviado de

Allah, pues tan sólo Muhammad es “el sello de la profecía”. Por lo tanto, por el respeto

mismo de la identidad religiosa de las religiones del mundo, deberíamos asumir la dife-

rencia categorial que existe entre cada fe de nuestro planeta.35

Hasta aquí mis comentarios a la Declaración, que servirán para guiar mis reflexiones

posteriores acerca de una perspectiva soteriológica de carácter plenamente cristiano

que posibilite un verdadero diálogo inter-religioso.

3.4. En La Tradición Protestante

A la tradición protestante pertenecen todas aquellas iglesias derivadas de la Refor-

ma que tienen en Martín Lutero y Juan Calvino sus dos más grandes representantes. La

doctrina de la salvación en los reformadores se caracteriza por ser una doctrina de la

35

Al respecto, Luis Felipe Navarrete, comenta: “Por este motivo es que yo creo que se afirma en los sacramentos -únicamente- la función del Ex Opere Operato, con el fin de no igualar, simple y llanamente, las oraciones y ritos de todas las religiones. No obstante, de afirmar la diferencia no podríamos inferir -como lo hace la Declaración en el numeral 21- que las oraciones y ritos de otras religiones no tengan origen divino. Afirmar esto segundo equivaldría a negar de entrada lo que el numeral 21 afirma al inicio, a saber, que la gracia salvífica discurre por caminos que Dios sabe”.

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justificación. Es decir, una doctrina acerca de la justicia de Dios que se manifiesta como

tal al hacer justo al pecador, o sea, la enseñanza según la cual la justicia divina se mani-

fiesta en su misericordia.

Según la doctrina reformada de la justificación, se trata de conocer cómo es que

Dios justifica y cómo es que el hombre es justificado, o sea, se refiere tanto al ser de

Dios como al ser del hombre. Pero el énfasis se pone en el ser de Dios como sujeto

agente y en el ser del hombre como sujeto paciente. Por lo tanto, en las declaraciones

teológicas de los reformadores Dios siempre será quien otorga o actúa y el hombre

quien recibe o responde a la llamada divina. La iniciativa viene de Dios y le corresponde

al hombre abrirse para acoger tal acción divina.

Precisamente, para describir el carácter activo de Dios y el carácter pasivo del hom-

bre en la acción justificadora de Dios, los reformadores utilizaron cuatro criterios que

salvaguardan la doctrina de la justificación de malos entendidos, es decir, de equívocas

referencias antropológicas cuando de lo que se trata es de reflexiones sobre el ser de

Dios. En otras palabras, los criterios propuestos por los reformadores tratan de una an-

tropología negativa y de una “teología” positiva. Tales criterios se conocen como los

“solamente”, pues se describen como: Solamente Cristo (solus Christus), solamente por

gracia (sola gratia), solamente por la palabra (solo verbo) y solamente por la fe (sola fi-

de). En todos y cada uno de éstos “solamente” se trata de excluir o dejar por fuera el

obrar humano de la acción justificadora de Dios, o sea, de postular que en la doctrina

de la justificación se está proclamando “solus Deus”.

Veamos a continuación, entonces, cómo estos cuatro criterios del “solamente” nos

ayudan a comprender la doctrina reformada de la justificación del impío, según la exce-

lente exposición realizada por el teólogo luterano Eberhard Jüngel en su libro El Evan-

gelio de la Justificación del Impío como Centro de la Fe Cristiana (1999). Conviene decir

que Jüngel fue el primero en tomar distancia y realizar un análisis crítico de la famosa

Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación acordada por el Pontificio

Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana

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Mundial el 31 de Octubre de 1999 en Augsburgo, Alemania.

3.4.1. Solus Christus

Predicar que “solamente en Cristo” tenemos salvación, es describir el carácter divino

de la vida, obra, muerte y resurrección del hombre Jesús. Este primer criterio es de tipo

cristológico pues se afirma que en Jesús Dios mismo estaba actuando salvíficamente. Si

en la muerte de Jesús no estuviera Dios mismo actuando, entonces, su muerte sería un

simple ejemplo moral (exemplum) y no ya un acontecimiento salvífico (sacramentum).

Esta identidad entre el obrar de Jesús y el actuar de Dios es lo que la Iglesia confiesa al

llamar a Jesús Hijo de Dios.

La exclusividad del actuar salvífico de Jesús es un hecho evidente en la comprensión

neotestamentaria. Así leemos que: “Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro

nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hc 4, 12)36, pues

“Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1

Cor 3, 11). Pero tal comprensión del actuar de Dios en Jesús como único y suficiente

salvador no es excluyente sino incluyente pues: “El amor de Cristo nos constriñe, pen-

sando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y él por todos murió, pa-

ra que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”

(2 Cor 5, 14-15), y “Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivi-

ficados” (1 Cor 15, 22). Estamos pues, ante una gran paradoja, la exclusividad de Dios

en Jesucristo es la inclusión universal de todos los seres humanos.

El teólogo protestante Eberhard Jüngel explica cómo Lutero deja en claro, en una

discusión con Zwinglio, que es preciso creer que es por la identidad entre Jesús y Dios

mismo por lo que su muerte tiene carácter vicario. Pues si Dios mismo no estuviera en

Jesús al morir en la cruz, entonces, la muerte de Jesús no sería “representativa”. Zwin-

glio afirma, para defender una sana metafísica, que es imposible que la divinidad sufra

36

Todas las citas bíblicas de este apartado son tomadas de la Versión Reina Valera 1995 publicada por Sociedades Bíblicas Unidas.

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y que, por lo tanto, en la muerte en cruz sólo estaba sufriendo la naturaleza humana de

la persona de Jesús, pero no su naturaleza divina. Lutero afirma, para oponerse a Zwin-

glio, que en la muerte en cruz Dios mismo había muerto, y que por tal identificación es

que la muerte de Jesús es “representativa”. De esta manera, el “solamente Cristo” tie-

ne sentido sólo si se afirma que Dios estaba en Cristo ya que: “Dios estaba en Cristo re-

conciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y

nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5, 19). La expresión “so-

lamente Cristo” es una afirmación cristológica que describe el carácter divino de la per-

sona de Jesús, mediante el cual toda su vida, obra, muerte y resurrección es al mismo

tiempo el actuar exclusivo de Dios en una persona, la de Jesús, para la salvación de to-

dos los seres humanos. Así pues, proclamar “solus Christus” es afirmar que “únicamen-

te en Cristo vino al mundo nada menos que Dios mismo y que, por tanto, en esa única

persona se ha decidido acerca de la salvación de todos los hombres” (Jüngel, 1999, p.

187).

A propósito de la única mediación de Jesucristo en el plan de Dios para la salvación

de todos los seres humanos, resulta confusa37 la posición de la Iglesia católica al postu-

lar mediaciones secundarias tanto en el papel de María como en el papel de la Iglesia

en el plan salvífico de Dios. Así leemos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia

(Lumen Gentium):

Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento

37

Según diálogo con Luis Felipe Navarrete, al respecto de lo que aquí llamo mediaciones secundarias, él tuvo a bien explicarme lo siguiente: “Resulta confusa [la posición de la Iglesia Católica] en un juego del lenguaje que concibe a Cristo como un individuo, en quien acontece, como algo que le sucede sólo a él, la encarnación. Pero resulta que al hablar del Espíritu dado a María y a la Comunidad creyente, estamos hablando de un cierta correlación, no sólo circunstancial o accidental, sino en el orden del ser, entre Cris-to, María y la Iglesia; no entendería de otro modo la expresión de Ignacio de Loyola, al final de su medi-tación sobre la Encarnación, cuando invita al orante a contemplar en sí mismo, a Dios mismo ansi nue-vamente encarnado”. Argumento que me parece racionalmente aceptable, que requiere de una re-flexión de parte nuestra. Por el momento, acepto que yo sí asumo el evento de la encarnación como su-cediendo a una persona particular, en un momento histórico determinado, bajo condiciones culturales específicas que, por consiguiente, no tiene correlación con ningún otro ser humano. Digamos también, que cuando atribuimos a la Iglesia el título de “cuerpo místico de Cristo”, no existe, en mi criterio, corre-lación alguna entre la encarnación del Verbo en el hombre Jesús de Nazaret, y la donación del Espíritu Santo a los creyentes el día de Pentecostés.

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pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia.

Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la

del género humano entero" (LG 56).

Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada,

Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada

quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador (LG 62).

Y aunque la Constitución afirme que tal mediación de María en “nada quita ni agre-

ga a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador”, sin embargo, en una sana lógica

es evidente que no sólo en la práctica de fe de los creyentes católicos sino también en

la comprensión misma del plan salvífico, la función salvífica de María para los católicos

es un hecho que no se puede negar.

Del mismo modo, la Constitución atribuye a la Iglesia una función salvadora en el

plan de Dios al afirmar:

Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de

caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la

cual comunica a todos la verdad y la gracia… Esta Iglesia constituida y ordenada en este

mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica… (LG 8).

El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña, funda-

do en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la Salva-

ción… A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu

de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación deposi-

tados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del

régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige

por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos (LG 14).

Entonces, el “solus Christus” de los reformadores requiere ser caracterizado por los

otros tres criterios del “solamente” pues, al comprender el solus Christus en relación

con las otras tres fórmulas del “solamente”, es que se entiende cómo para los refor-

madores ni la Iglesia ni María pueden jugar un papel de mediación en el plan de Dios

para la salvación de todos los seres humanos.

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3.4.2. Sola Gratia

El término gratia, en el ambiente profano, remite al contexto judicial según el cual

se ofrece al culpable el don de ser restituido al orden cívico sin merecerlo. En tal senti-

do, es un simple acto impersonal que no implica un vínculo afectivo entre quien dona y

quien recibe el don, pues se trata de una simple acción judicial. En cambio, el concepto

gratia en teología implica necesariamente la actitud compasiva y misericordiosa de

Dios. Es decir, cuando Dios otorga gratia al pecador, se vincula Él mismo en una rela-

ción de afecto mediante la cual Su compasión y Su misericordia es movida por la nece-

sidad del pecador, restableciendo la comunión entre criatura y Creador que el pecado

había destruido.

En tal sentido, el término gracia es un postulado propiamente teológico que nos en-

seña cómo es el ser de Dios. Pero también remite a un postulado antropológico me-

diante el cual nos enseña cómo es el ser del hombre. Para los reformadores la única

causa de salvación es Jesucristo (solus Christus) y, por lo tanto, no existe ninguna otra

causa de justificación. Así que, si el hombre pudiera realizar alguna obra para merecer

el perdón de Dios, entonces, ya Cristo no sería “única causa de salvación”. Por lo cual,

en su denotación negativa, el término “sola gratia” remite al carácter antropológico

según el cual la condición caída del ser humano es total y, de ahí, la negación del libre

albedrío por parte de los reformadores. Ya que es sólo por Cristo y por nada ni nadie

más que Dios otorga al pecador la condición de justo, entonces, es que se puede afir-

mar que no es por merecimiento propio que el hombre se justifica ante Dios. Lo cual

protege tanto el carácter incondicional del amor divino, como el carácter pasivo de la

respuesta humana.

Debido a esta denotación negativa del postulado reformado “sola gratia” es que pa-

ra la Iglesia protestante resulta problemática la fórmula católica acerca de la virgen

María al llamarla con el título “causa salutis” (LG 56), pues para los reformadores “to-

dos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente

por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom 2, 23-24). Por eso,

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toda la doctrina católica acerca de la mariología es un fuerte obstáculo para la comu-

nión con el protestantismo quien afirma “solus Christus”. Ahora bien, esta controversia

entre católicos y protestantes sobre una comprensión teológica adecuada de la función

de la madre del Señor en la historia de la salvación, bien podría verse alimentada por

los desarrollos actuales en exégesis bíblica que para el protestantismo, por su apuesta

a la “sola scriptura”, sería referente de autoridad suficiente en todo debate teológico;

aunque para el catolicismo no serían suficientes las afirmaciones exegéticas en los de-

bates teológicos ya que, por su apuesta a la “tradición” y al “magisterio”, se necesitan

también referentes extra escriturales.

De otra parte, al respecto de la comprensión reformada sobre la completa caída del

hombre que implicaría que la naturaleza humana está totalmente corrompida por cau-

sa del pecado, bien cabe la reserva de la crítica católica pues, por pura sana lógica, si se

afirma que el ser humano es criatura de Dios, entonces, la “imago Dei” en la criatura

estaría preservada de toda corrupción. En otras palabras, los seres humanos conservar-

ían su “imago Dei” no por ser obedientes a la voluntad divina, sino simplemente por ser

creaciones de Dios, aún a pesar del pecado. De ahí que convendría al protestantismo

actual interpretar el postulado “sola gratia” (en su denotación negativa como una

afirmación antropológica sobre la condición caída del hombre), no como una afirma-

ción de la completa corrupción de la naturaleza humana debida al pecado, sino como

una afirmación del papel pasivo que juega el pecador en la recepción de la gracia. Así,

en oposición al postulado protestante sobre la completa corrupción de la naturaleza

humana derivada de la caída, un teólogo católico podría afirmar que el pecado no con-

lleva una transformación de la naturaleza humana, sino que sólo afecta la libertad o,

más en concreto, al adecuado y espontáneo ejercicio del libre arbitrio.38

La respuesta del teólogo E. Jüngel (1999) sobre esta controversia entre protestantes

38

Para profundizar en la comprensión de esta diferencia entre católicos y protestantes, remito al lec-tor al libro de J. I. González Faus: Proyecto de Hermano, capítulo VI, sesión 2, numeral 2, titulado “La En-señanza de la Iglesia”, p. 336-360, para la parte católica; y al libro de W. Pannenberg: Teología Sistemáti-ca, volumen II, capítulo VIII, sesión 3, titulado “Pecado y Pecado Original”, p. 251-289, para la parte pro-testante.

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y católicos evidenciada desde el concilio de Trento es muy ilustrativa:

Por el contrario, si se parte de que la condición del hombre de ser imagen y semejanza

de Dios no puede ser destruida por el pecado, y no puede serlo porque se funda en la fide-

lidad de Dios, entonces habrá que afirmar que las estructuras ontológicas del ser del hom-

bre no pueden ser destruidas, desde luego, por el pecado, pero que la realización óntico-

existencial de esas estructuras ontológicas se halla determinada enteramente por el peca-

do. Entonces se podrá poner de relieve mejor y de manera más acertada la idea protes-

tante que habla de la esclavitud en que se halla la voluntad humana en sus relaciones con

Dios: de que el pecador no puede hacer absolutamente nada para su propia justificación.

Por tanto, queda descartada por completo incluso una preparación activa del pecador pa-

ra la justificación que experimenta (p. 215-216).

Recordemos que la fórmula “sola gratia” propone resaltar que el ser humano no

puede alcanzar por mérito alguno la justicia divina, ya que no es por merecimientos

propios sino por la completa incondicionalidad del amor divino que los pecadores son

justificados. Pues los términos mérito y gracia son mutuamente excluyentes como

afirma el apóstol al escribir: “Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la

gracia ya no sería gracia. Y si es por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya

no sería obra” (Rom 11, 6). A propósito de la exégesis de este texto paulino conviene

escuchar al teólogo Ulrich Wilckens, quien al respecto escribe en su libro titulado La

Carta a los Romanos (1982):

La siguiente delimitación en versículo 6 pone de manifiesto que el acento recae sobre

esto: si este resto existe mediante gracia, ya no existe en virtud de obras; es decir, que en

la elección de los “supervivientes” de Israel Dios no se rige por lo que éstos han hecho en

el cumplimiento de la ley, que esto es lo que Israel pretende conseguir en contra del

evangelio de Cristo (9, 31s; 10, 2s). Más bien, Dios lleva a cabo su elección sólo mediante

su gracia (cf. 4, 4s), que ha realizado su obra en la muerte expiatoria de Cristo (cf. 3, 24; 5,

21). Se debe entender, pues, la oposición como en 6, 14. “No más” ( ) no encierra

sólo sentido lógico (= “pues no”), sino que marca anticipadamente la diferencia del “tiem-

po de ahora” con el tiempo de la ley. Si, por el contrario, ahora la situación fuera otra, de

manera que la participación en la elección continuara dependiendo del cumplimiento de

la ley, la gracia ya no sería gracia; significaría esto la abolición de la muerte expiatoria de

Cristo (cf. Gal 2, 21) (p. 290).

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3.4.3. Solo Verbo

Lo que primero afirma ésta fórmula del solo verbo es que Dios es un Dios que se co-

munica pues no está silencioso. Es pues, un Dios relacional, ya que la palabra en el acto

de la comunicación implica una relación entre quien habla y quien escucha. Ahora bien,

la palabra como tal, además de tener una función relacional entre los interlocutores,

también tiene una función de revelación de la realidad pues permite “ver” lo que sin la

palabra permanecería oculto. Por su función reveladora de la realidad es que, propia-

mente, podemos hablar que decimos verdad o que decimos mentira sea que lo dicho

muestre u oculte la realidad. Con la palabra Dios se relaciona pues interpela a los seres

humanos, los llama a dar una respuesta a Su palabra. Con la palabra Dios también reve-

la la realidad, o sea, pone de manifiesto el fundamento mismo del ser. Con la palabra

pues, Dios invita a la comunión cuando interpela al ser humano y, con esta misma pa-

labra, Dios también evita la idolatría al poner de manifiesto el fundamento verdadero

de todo lo que es, es decir, al mostrar que sólo Él es el Creador (absoluto) y que todo lo

que es tiene el carácter de criatura (relativo). La primera función de la palabra, la rela-

cional, tiene más un carácter social, mientras que la segunda función de la palabra, la

de revelar la realidad, tiene un carácter más intelectual. Pero el énfasis reformado de la

fórmula solo verbo es más relacional y por eso implica más una cuestión de comunión

entre los seres humanos y Dios, que una cuestión de intelección entre los seres huma-

nos y el mundo. En otras palabras, la fórmula solo verbo es, primordialmente, un enun-

ciado que se fundamenta en la función relacional de la palabra divina que interpela al

ser humano.

De otra parte, dejando a un lado la comprensión filosófica del acto comunicativo

acaecido por medio de la palabra, en la Biblia misma encontramos un significado teoló-

gicamente explícito de la palabra: la función creadora de la palabra. “Porque Él dijo, y

fue hecho; Él mandó, y existió” (Sal 33, 9); “*Dios+ llama las cosas que no son como si

fueran” (Rom 4, 17c); “Al llamarlos [los cielos y la tierra] Yo [Dios], comparecieron jun-

tos” (Is 48, 13); “Todas las cosas por medio de Él [el Verbo] fueron hechas, y sin Él nada

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de lo que ha sido hecho fue hecho” (Jn 1, 3). Por lo tanto, la comprensión bíblica de la

palabra como función creadora de Dios permite trascender el uso de la palabra como

simple acto intelectual que separa lo sensible de lo espiritual, a la manera gnóstica; y

postular que en la palabra misma el espíritu se hace sensible: “Y el Verbo se hizo carne

y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14a). Según el testimonio

bíblico de la función relacional de la palabra divina, Dios interpela al mismo tiempo que

crea, pues al llamar Él hace que lo que no es, sea (Rom 4, 17c). Es pues, desde este sen-

tido bíblico de la palabra divina que al llamar crea una realidad nueva, que los reforma-

dores afirman solo verbo, pues por la sola acción divina de llamar justo al impío, Dios

crea la justicia con que justifica al pecador. No que el impío tenga, al modo de poseer

un haber, una justicia que no le es propia; sino que Dios, al declarar justo al pecador,

crea la justicia mediante la cual el impío es justificado. Veamos esto con más detalle.

El postulado reformado es que Dios declara justo al pecador y, al declararlo justo, lo

hace justo; no porque al hacerlo justo le infunda una justicia que de otro modo el pe-

cador no posee, sino porque al declararlo justo Dios crea la justicia con que hace justo

al pecador. Esa justicia que Dios crea al declarar justo al pecador es una justicia atribu-

tiva, pues Dios le imputa al pecador una justicia que no pertenece al impío sino a Cristo.

Tal es la distinción entre el postulado reformado y la comprensión católica de la jus-

tificación del impío. Afirmando que Dios imparte una gracia infusa en el pecador me-

diante la cual éste posee la justicia que de otro modo no tendría, la iglesia católica

afirma que el acto de justificación del impío es un acto mediante el cual Dios otorga al

pecador la justicia que le es faltante. Tal y como asevera el concilio de Trento en el De-

creto sobre la justificación, capítulo 16, al afirmar:

En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de noso-

tros mismos, ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad

que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es

de Dios: porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo.

La iglesia protestante, por el contrario, afirma que la justificación del impío es un ac-

to forense mediante el cual Dios declara justo al pecador sin otorgarle una justicia que

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éste no posee, sino creando el acto de justicia mediante el cual el pecador es ahora jus-

to ante el foro de lo divino, aunque siga siendo al mismo tiempo, ante el foro humano,

un simple pecador. En otras palabras, el pecador que ha sido justificado es visto ante el

foro divino como justo por el simple hecho de que ahora Dios ha declarado que Su jus-

ticia es Su misericordia y que Él es un Dios justo al ser un Dios clemente. O sea, lo nue-

vo que Dios ha creado al declarar justo al pecador es la posición del pecador ante el fo-

ro divino; ahora el impío puede relacionarse y tener comunión con Dios, pues es visto

como justo sin merecerlo. Por eso, la afirmación paulina que dice: “De modo que si al-

guno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nue-

vas” (2 Cor 5, 17) significa, en la interpretación reformada, que el pecador que “está en

Cristo”, ahora, por el acto salvador de la justificación divina, “está en una nueva posi-

ción” ante Dios; y ya no es visto (en el foro divino) como pecador sino como justo, aún

a pesar de que todavía sea un simple pecador (en el foro humano).

Simul iustus simul peccator (al mismo tiempo justo y pecador), tal es la fórmula re-

formada tan querida por Lutero y rechazada por el concilio de Trento cuando en el ca-

non 25 del Decreto sobre la justificación afirma: “Si alguno dijere que el justo peca en

toda obra buena por lo menos venialmente, o, lo que es más intolerable, mortalmen-

te…: sea anatema”. Pero si no fuera así, entonces, ¿por qué rezamos en el Padre Nues-

tro: “perdónanos nuestros pecados…”? Y ¿por qué dice el apóstol que: “No hago el bien

que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo

hago yo, sino el pecado que está en mí”? (Rom 7, 19-20).39

Lo que quiere poner de relieve la fórmula solo verbo es que el acto de justificación

divina mediante el cual el impío es declarado justo ante Dios, es un acto completamen-

te extrínseco al pecador. No le viene de nada que el pecador tenga o posea por sí mis-

mo, sino de la palabra que le es pronunciada desde fuera de sí mismo, de la palabra

que le invita a tomar una posición distinta, nueva, justificada, ante el foro divino. Es de-

39

Recordemos que para los reformadores este pasaje de Romanos 7, 14-25 es una caracterización de la existencia cristiana y no una mirada retrospectiva del cristiano dirigida a su existencia pre-cristiana, como sugieren algunos comentaristas bíblicos en la exégesis actual.

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cir, el reconocimiento y la aceptación le viene al pecador de fuera de sí mismo, del que

le interpela y le llama a tener comunión con él, del que le atribuye una justicia que no

le pertenece al pecador sino al que le justifica. Tal y como escribe el apóstol al decir:

“su fe le es contada por justicia” (Rom 4, 5c), así pues al pecador le es imputada (impu-

tatio) una justicia que no le pertenece sino que le es atribuida por otro, es una justicia

ajena y que le viene por el simple hecho de oír con fe la palabra del evangelio: “Así que

la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom 10, 17). Y así se une la tercera

fórmula del solo verbo con la cuarta fórmula de la sola fide.

Recordemos que las cuatro fórmulas del “solamente” son postulados de exclusión

para que al final quede “solus Deus”. Jüngel (1999) resume de la siguiente manera lo

que queda excluido en la fórmula solo verbo:

Está bien claro lo que hay que excluir: a saber, una comprensión de la justicia de Dios

como una justicia adquirida de algún modo por el hombre, merecida por él y luego poseí-

da por él. Hay que excluir la comprensión de la justificación como si fuera un proceso en el

que el hombre participe de una manera que no sea oyendo y creyendo. Hay que excluir la

comprensión de la justificación como si fuera el proceso de una santificación tal, que el

hombre coopere con Dios de alguna manera. Hay que excluir la comprensión de la justifi-

cación como si fuera un estado que pueda adquirirse y conservarse por medio de realiza-

ciones humanas, por medio de buenas obras. Hay que excluir la comprensión de la justifi-

cación como si fuera un proceso de maduración que pueda verificarse empíricamente en

estados o actos humanos enteramente determinados. Hay que excluir que el hombre,

cuando se trate de mostrar su justicia ante Dios, pueda remitir de alguna manera o bajo

algún respecto a sí mismo, en vez de remitir única y exclusivamente al Cristo crucificado.

Lo que hay que excluir, ha quedado suficientemente claro (p. 245-246).

En suma, la palabra que interpela al hombre es la misma palabra que al declarar jus-

to al pecador le hace partícipe de una nueva relación con Dios. Porque la palabra que

interpela, llama y convoca es una palabra creadora, ya que es palabra divina, entonces,

tal palabra creativamente interpeladora al declarar justo al impío le hace eficazmente

justo, porque la palabra de Dios en el sólo hecho de declarar tiene el poder de crear lo

declarado.

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Por último, con respecto a la fórmula solo verbo, cabe decir que según el testimonio

bíblico esa palabra de Dios es Jesucristo, por quien Dios justifica al pecador. Es decir, la

fórmula solo verbo remite necesariamente a la fórmula solus Christus, ya que:

Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los pa-

dres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó

heredero de todo y por quien asimismo hizo el universo. Él, que es el resplandor de Su glo-

ria, la imagen misma de Su sustancia y quien sustenta todas las cosas con la palabra de Su

poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de Sí mismo, se

sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles cuanto

que heredó más excelente nombre que ellos (Heb 1, 1-4)

3.4.4. Sola Fide

En esta cuarta fórmula de la doctrina reformada sobre la justificación del impío se

encuentra un elemento positivo que atribuye algo al pecador justificado: su fe de cre-

yente. O sea, su sí al llamado de Dios que en Jesucristo proclamó el juicio sobre el pe-

cado. La fe del creyente en la obra que Dios realizó en Jesucristo es una fe justificante

(fides iustificans).

Pero si la fe justificante ha de ser un criterio de exclusión mediante el cual “solus

Deus” queda como causa efectiva de la salvación, entonces, tal fe justificante no puede

significar “la auto constitución del hombre nuevo en el acto de una decisión, con la cual

el yo decide sobre sí mismo” (Jüngel, 1999, p. 280). Por el contrario, la fe justificante ha

de ser una gracia divina por la cual Dios libera al pecador para que pueda decir sí. Es

decir, no sería la “auto constitución” sino el “auto descubrimiento” del nuevo ser que

ha sido liberado por la gracia divina. La fe justificante sería el sí del hombre pecador al

acto dadivoso de la gracia divina mediante la cual en Jesucristo Dios ha condenado el

pecado y ha otorgado la vida eterna. No habría pues, que entender la cuestión de la fe

en el sentido del idealismo trascendental kantiano, según el cual el “yo” se constituye

en el acto mismo de decidir. Por el contrario, la fe justificante no es ya una decisión

humana cuyo resultado sería la auto constitución del yo de quien decide, sino una sim-

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ple respuesta, un simple sí, un acto de obediencia al actuar de Dios en Jesucristo. Para

el teólogo luterano Jüngel (1999), María sería un bello ejemplo de éste tipo de fe justi-

ficante:

La fe, como el “sí” procedente del corazón del hombre a la palabra de Dios, se halla

bien representada en María, que a la promesa del ángel se limitó a contestar: “fiat mihi

secundum verbum tuum” (Lc 1, 38). Quien así habla, se ha descubierto a sí misma como un

ser humano a quien le sucede -sin ninguna acción propia, sin cooperación- lo que Dios ha

decidido (p. 281).

De otra parte, la fe justificante no es meramente un auto descubrirse como ser libe-

rado, sino además un auto olvidarse. Quien participa de un diálogo se olvida, por mo-

mentos, de sí mismo para estar en completa “escucha” del otro. En un diálogo, cuando

se juega el papel de oyente, participar significa observar la actuación del otro y estar

receptivo a la misma. Por eso, cuando el hombre pecador dice sí a la llamada de Dios

que le viene por la proclamación del evangelio de Jesucristo, está olvidándose de sí

mismo en el foro de su propia conciencia y recordando el ser de Dios en el foro divino.

En otras palabras, la fe justificante le permite al hombre pecador olvidar el juicio con-

denatorio de su propia conciencia saliendo del foro humano, para entrar en el foro di-

vino donde recuerda el juicio salvífico que Dios ha obrado en la muerte y resurrección

de Jesucristo. Por eso el creyente puede decir con el apóstol: “Con Cristo estoy junta-

mente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la car-

ne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal

2, 20).

Que la fe no es una obra humana sino un don de Dios, lo concibe el protestante ba-

sado en la interpretación de pasajes como Efesios 2, 8 que dice: “Porque por gracia sois

salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios”. De este modo se

explica que: “En efecto, el hombre es justificado, no a causa de su fe (propter fidem),

sino por medio de su fe (per fidem)” (Jüngel, 1999, p. 285).

Y como derivado del sí a Dios, tenemos, que la fe justificante implica la certeza en la

salvación. Pues la obra de salvación que Dios ha efectuado en la muerte y resurrección

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de Jesucristo no da lugar a dudas, ya que es Dios mismo quien ha actuado a favor del

pecador y, por lo tanto, la respuesta creyente de quien dice sí a Dios es, al mismo tiem-

po, la confianza de quien sabe con absoluta certeza que Dios no miente: “porque todas

las promesas de Dios son en él [Jesucristo] sí, y en él [Jesucristo] Amén, por medio de

nosotros, para la gloria de Dios” (2 Cor 1, 20).

Por eso, para el protestantismo, sigue siendo polémica la condena del concilio de

Trento al afirmar en el Decreto sobre la justificación que: “Nadie puede saber con certe-

za de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios” (capítulo

9), y “Si alguno dijere que el hombre es absuelto de sus pecados y justificado por el

hecho de creer con certeza que está absuelto y justificado, o que nadie está verdadera-

mente justificado sino el que cree que está justificado, y que por esta sola fe se realiza

la absolución y la justificación: sea anatema” (canon 14). Pues, aún a pesar de interpre-

tar éstas aseveraciones en el contexto propuesto por Rahner sobre la intencionalidad

doctrinal y pastoral de las mismas (ver apartado 3.3.1 concilio de Trento, sobre la justi-

ficación, capítulo 12), sin embargo, como ya vimos allí mismo, la controversia se man-

tiene y, por tanto, sigue siendo extraño a la fe reformada que se le pueda condenar por

su irremediable confianza “personal” en la salvación recibida.

Y por esto mismo, es muchísimo más grave el hecho de que la parte luterana haya

renunciado a insistir en la fórmula sola fide en la Declaración conjunta sobre la doctrina

de la justificación (1999) pues, evidentemente, tal renuncia a uno de los cuatro criterios

básicos de la fe reformada en la doctrina de la justificación no ayuda para nada en la

promoción de la unidad de los cristianos. Por esto mismo, no son sorprendentes las

numerosas críticas que la Declaración ha recibido por parte de las iglesias evangélicas

en todo el mundo.40 Y si no pudiéramos estar seguros de nuestra salvación, entonces,

¿cómo podríamos orar a Dios invocándole como Padre? Más aún, cómo podríamos

40

Un ejemplo de las críticas a la Declaración es el documento de la Iglesia Evangélica Luterana Argen-tina titulado Rechazo a la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, que puede encon-trarse en la web:

http://www.sanlucas.org/modules.php?name=News&file=article&sid=8

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afirmar con el apóstol: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra

vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos:

¡Abba, Padre!” (Rom 8, 15).

3.4.5. En suma

Como aportes a nuestro tema de investigación, proponemos asumir los siguientes

postulados de la tradición protestante.

Primero, en la obra y persona de Jesucristo Dios ha obrado la salvación de todos los

seres humanos; lo cual es aceptado y reconocido tanto por la tradición ortodoxa como

por la tradición católica. Segundo, la condición caída de los seres humanos requiere de

la gracia divina para acceder a la salvación, lo cual tampoco resulta controvertido ni por

ortodoxos ni por católicos. Tercero, el acceso a la gracia divina bien puede ser mediado

por instrumentos salvíficos como la Palabra creadora de Dios que llama al pecador a vi-

da nueva, lo cual también aceptarían ortodoxos y católicos añadiendo a tales instru-

mentos salvíficos otros que no aceptarían los protestantes. Y cuarto, lo único que se pi-

de al pecador es una disposición o actitud de confianza en la promesa realizada por

Dios, siendo tal fe en la promesa divina o Palabra de Dios no un mérito del pecador sino

una simple respuesta afirmativa que dice sí a Dios, lo cual igualmente aceptarían orto-

doxos y católicos aunque añadiendo un papel un poco más activo al creyente que, sin

embargo, nunca sería interpretado como meritorio o causa de salvación.

Con respecto al tercer postulado arriba descrito digamos algo más al respecto. Lo

que está en juego es la función de instrumentos salvíficos como los sacramentos o aún

de la Iglesia o de la virgen María en la economía salvífica. Pues bien, aceptando, tal y

como describiremos más adelante, que es la palabra de fe la que genera el carácter

sacramental de los elementos, entonces, también el protestantismo podría admitir el

carácter sacramental de ciertos instrumentos (personas e instituciones) mediadores de

la gracia divina.

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3.5. Sobre la Unicidad de la Fe Cristiana

El presente apartado desarrollará, a modo de síntesis, dos cuestiones teológicas

propias de una teología plenamente cristiana, que responden a los interrogantes origi-

nados en la perspectiva pluralista y, por tanto, explican las razones del por qué una teo-

logía de carácter cristiano sólo es posible desde una perspectiva inclusivista.

La principal objeción puesta por los pluralistas a la teología cristiana tradicional es el

énfasis cristológico del cristianismo denominado por los pluralistas un cristocentrismo.

Hick propuso un cambio copernicano de paradigma que orientaría la fe cristiana de su

cristocentrismo a un reinocentrismo o teocentrismo, en el cual Dios o el Reino fuera el

centro de la fe y no Cristo. A continuación describo los motivos por los cuales considero

que tal propuesta no es viable, a no ser que se renuncie a la propia identidad cristiana

de la fe. Es decir, la centralidad de la obra y persona de Jesucristo para la fe cristiana es

un fundamento al que no puede renunciar ninguna verdadera teología cristiana. Tal vez

sería posible optar por un teocentrismo en otros sistemas de creencias, como el Islam,

por ejemplo; pues con su unicidad teológica centrada en Allah, sería muy probable que

una tal asunción teocéntrica remitiera al fundamento mismo de la prédica del Corán y

de la vida del Profeta, sin negar la identidad misma de la fe islámica. Recordemos que

nos interesa defender, según el “principio de caridad” enunciado por D. Davidson, la

verdad y bondad contenida en los sistemas de creencias de las religiones del mundo,

respetando así la identidad propia de cada fe. Por esto mismo, es decir, por respeto a la

identidad propia de la fe cristiana, no es posible aceptar la propuesta pluralista de ne-

gar la centralidad de Cristo. Y ello, por dos razones primordiales que expondremos a

continuación. Es más, en la comprensión de lo que significa tal centralidad, y por ello el

sentido que es legítimo atribuir a la plenitud histórica y escatológica alcanzada en la

persona y obra de Jesucristo, se fundamenta la posibilidad de un auténtico diálogo in-

ter-religioso de carácter plenamente cristiano.

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3.5.1. Síntesis cristológica: Jesucristo como plenitud de la revelación

En Hebreos leemos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a

nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por

medio del Hijo” (Heb 1, 1-2a BJ). Y en el evangelio de Juan leemos: “Nadie ha visto

jamás a Dios; el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, es

quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18 DHH). Tal es el testimonio de la primitiva co-

munidad cristiana que confiesa que en Jesús Dios se ha mostrado haciendo oír su pala-

bra. Que tal revelación en Jesús no es única en el sentido de que sea la única palabra,

con exclusión de otra, que Dios ha dado a los seres humanos se corrobora por el reco-

nocimiento de que también en los profetas se dejó oír el mensaje de Dios. Pero que tal

revelación en Jesús sí es única en el sentido de que sólo por medio de él hemos visto el

“rostro” del Padre se ratifica por el hecho de que “a Dios nadie le vio jamás”. Con estas

sencillas frases la primitiva comunidad cristiana confesaba que en las palabras de Jesús

se oía la voz misma de Dios y que en los hechos de Jesús se percibía el ser mismo de

Dios. Confesión inspirada en la pretensión que Jesús mismo tenía de su misión cuando

decía: “Porque si yo expulso los demonios por la mano de Dios, eso significa que el reino

de Dios ya ha llegado a ustedes” (Lc 11, 20 DHH) y de muchas otras maneras como en

sus parábolas y en sus dichos.

Así pues, que habiendo conocido al Hijo hemos descubierto al Padre, ya que en el

conocimiento del Hijo se nos revela el Padre (Jn 14, 9), es una primitiva confesión de fe

de los primeros cristianos, y que al realizarla estaban en continuidad con la predicación

de Jesús se muestra por el hecho de evocar a Dios con el mismo apelativo que Jesús les

enseñara al decir “Abba” (Rom 8, 15). No está en discusión, entonces, si la pretensión

de verdad de la Iglesia corresponde a la pretensión de Jesús de ser el que muestra

cómo es el ser mismo de Dios, pues esto es más que evidente en el estudio de las pará-

bolas. Lo que está en discusión es comprender la amplitud de la revelación divina mani-

festada en Jesús.

¿Acaso la revelación de Dios realizada por el Hijo, niega las demás revelaciones divi-

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nas? La respuesta a este interrogante parece ser negativa, pues si aceptamos que Dios

mismo habló a los “padres” (pueblo de Israel) por los profetas, entonces, no veo cómo

podríamos negar que también Dios pudo haber hablado a “otros padres” (otros pue-

blos) por otros profetas. Pues, aunque es cierto que el autor de Hebreos no estaba

pensando al escribir su texto en la existencia de profetas por fuera de la tradición vete-

rotestamentaria, sin embargo, también es cierto que no somos infieles al testimonio

bíblico si confesamos que Dios sí se ha manifestado a todas las naciones, pues “no dejó

de dar testimonio de Sí mismo” (Hc 14, 17a BJ), ya “que quiere que todos los hombres se

salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4 BJ). Lo cual nos permite

afirmar con J. Dupuis (1997):

Pero de ello se sigue otra conclusión: Dios ha manifestado y revelado su propio ser a lo

largo de la historia humana “muchas veces y de muchas maneras” (Heb 1, 1). Las diversas

tradiciones religiosas del mundo son las muchas maneras en que Dios ha revelado

-anticipando la venida de su Hijo- el yo divino a las naciones y continúa haciéndolo. Todas

ellas forman parte de la historia de la salvación, que es una y múltiple (p. 480).

Así que, establecer una relación de estrecha identidad entre Jesucristo y el Reino, y

entre Jesucristo como Hijo de Dios y Dios Padre, no conlleva a la negación de otros mo-

dos de revelación divina. Pues, como afirma A. Torres Queiruga (2005):

No se trata de que todo haya sido aquí único y exclusivo, ni siempre más pleno y me-

jor. De hecho, para determinados aspectos -como la tolerancia con los demás y la transpa-

rencia cósmica de lo Absoluto, en las religiones de la India; o la sabiduría de la vida, en la

religión china- la tradición bíblica no se muestra especialmente receptiva. Pero la autoin-

terpretación cristiana cree que, en conjunto, a través de ese grupo [Israel] se ha abierto un

tipo de experiencia en el que -digámoslo a nuestra manera- Dios encontró, de hecho, la

posibilidad de ir potenciando un camino hacia la manifestación alcanzada en Cristo (p. 47).

¿Es la revelación de Dios realizada en Jesús, la última, completa y definitiva revela-

ción del ser mismo de Dios? Respuesta que también parece ser negativa, pues como

derivado del atributo de infinitud del Absoluto, es imposible afirmar que ya todo el ser

de Dios se ha revelado en forma última, completa y definitiva, como si la auto-

comunicación de Dios a la humanidad y a la creación hubiera llegado a su fin.

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Entonces, ¿en qué sentido los cristianos confiesan que en Jesús tenemos una revela-

ción plena? Habiendo descartado los dos sentidos anteriores, posibilitando así que en

las demás religiones del mundo también se hayan dado revelaciones del ser mismo de

Dios, y aun manteniendo que la revelación de Dios sigue abierta al futuro en la medida

en que la humanidad y la historia se encuentran todavía en camino hacia la plenitud.

No obstante, la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo se confiesa del siguiente

modo: en la vida de Jesús el ser mismo de Dios se hizo manifiesto de forma real y

verdadera, de modo tal que toda revelación divina (pasada, presente o futura) pasa por

ser una representación (repraesentatio) de lo que en Jesús la humanidad heredó como

experiencia histórica. Es decir, la confesión de plenitud de la revelación de Dios en Je-

sucristo postula que en el hecho histórico de la obra y persona de Jesús de Nazaret la

humanidad tiene un paradigma de revelación divina, con el cual puede juzgar y validar

cualquier otro evento revelatorio tanto en el mismo cristianismo como en las demás re-

ligiones del mundo o aún fuera del campo del saber religioso.

Jesucristo es, pues, en modo pleno, el des-ocultamiento del carácter mismo de Dios

en cuanto a su actuación en el mundo con respecto a los seres humanos y a toda su

creación. Siendo, a su vez, la cruz de Cristo, la forma esencial en que Dios actúa con

respecto a la historia humana. Pues, como afirma J. Jeremias (1976), en el Gólgota te-

nemos el acto primordial de la revelación divina:

En nuestra protesta contra la nivelación entre evangelio y kerigma, pretendemos sal-

var el concepto de revelación. Según el testimonio del Nuevo Testamento, el Verbo

hecho carne es la revelación de Dios. Y solamente él. En cambio, la predicación de la igle-

sia primitiva es el testimonio -obrado por el espíritu- acerca de la revelación. La predica-

ción de la iglesia no es, en sí misma, revelación. La revelación -y permítasenos el atrevi-

miento- no se realiza los domingos, en la hora del culto. El Gólgota no está en todas par-

tes. Sino que Gólgota no hay más que uno. Y está a las puertas de Jerusalén (p. 214).

Es decir, la revelación de Dios en Jesús, que es la manifestación del actuar de Dios

con respecto a su creación, es principalmente un acto de amor que pasa por la autodo-

nación de sí mismo en pro de la vida del otro. En este sentido, es que creemos que en

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la cruz de Cristo tenemos el acto de revelación por excelencia de Dios a los seres

humanos. No en el sentido de que sólo en la crucifixión de Jesús se hubiera dado la re-

velación, sino en el sentido de que en la cruz de Cristo se concretó lo que fue la obra y

persona de Jesús: una vida vivida como acto de autodonación en pro del otro.

Recordemos, entonces, que la revelación de Dios es la persona misma de su Hijo Je-

sucristo y no el testimonio que de tal revelación encontramos tanto en las Sagradas Es-

crituras como en la confesión de fe de los creyentes.

Ahora bien, el reconocimiento definitivo de que Dios es un ser cuyo ser consiste en

existir para otros, de lo cual la vida de Jesucristo es revelación plena, tiene que esperar

la consumación escatológica. Pues así, como sólo en la resurrección del crucificado fue

que los discípulos pudieron comprender el sentido de la cruz; asimismo, tan solo en la

consumación escatológica el mundo podrá entender el sentido de lo realizado por Dios

en la persona de Jesucristo. Por esto, decimos que la plenitud de la revelación obrada

en Jesucristo es tanto de carácter histórico (en la Iglesia) como escatológico (en el

mundo). De aquí se desprende el sentido de la misión evangelizadora: proclamar desde

ya que en Jesucristo Dios se ha donado a sí mismo en pro del bien de todos los seres

humanos.

Comprender pues, la plenitud de la revelación divina manifestada en Jesucristo co-

mo un acto de autodonación en pro de la vida del otro, deriva en la reflexión acerca del

sentido de la salvación realizada por Dios en la obra y persona de Jesucristo.

3.5.2. Síntesis soteriológica: Jesucristo como lugar de salvación por excelencia

Se debe reconocer que al hablar del concepto de salvación ya estamos situados en

una perspectiva cristiana. No cabe pensar que las demás religiones del mundo asumen

de la misma forma sus propios horizontes de fe, es decir, como si su fe pretendiera fi-

nes salvíficos. La perspectiva cristiana, siendo de carácter histórico, asume un concepto

de salvación que bien puede denominarse escatológico. Esta salvación escatológica im-

plica, en lenguaje mítico, la restauración de la comunión entre el Creador y la criatura

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que se perdió en la “caída”.41 O sea, la restauración de la facultad de llegar a ser lo que

Dios dispuso que fuéramos cuando nos creó a su imagen y semejanza. Lo que, en len-

guaje actual, bien podríamos definir como: la liberación de las estructuras antropológi-

cas de lo humano para el logro en plenitud de sus potenciales espirituales.

De otra parte, la cualidad de la salvación cristiana es más de tipo temporal que es-

pacial. O sea, en el judeocristianismo no se habla tanto de “cielos” 42 e “infiernos” sino

de eras (eones) o tiempos salvíficos. El eschaton, o sea, lo escatológico, representa esa

época en que las condiciones del “Edén” son restablecidas, cuando Dios y el ser huma-

no se comunicaban “cara a cara”. En otras palabras, comprendemos la salvación como

el restablecimiento de la comunión entre la criatura y el Creador. Comunión entendida

como el reconocimiento de la filiación divina y la subsecuente fraternidad humana.

Condición que comienza ahora mismo, luego del acto salvífico efectuado por Cristo en

la cruz, pero que llegará a su plenitud en “el cielo nuevo y la tierra nueva” donde mora

la justicia (2 Pedro 3, 13). Precisamente, porque se recupera la comunión perdida es

41

Aquí nos enfrentamos a un gran debate. Asumiendo el lenguaje mítico de los relatos que encon-tramos en los primeros once capítulos del Génesis, no se podría pensar que hubo una época en la que la condición del ser humano con respecto a su relación con Dios fuera mejor que la presente. Por lo que el término “caída” merecería ser re-interpretado en un lenguaje que dé cuenta, para la mentalidad actual, sobre el verdadero sentido de la caída. Digo que es un gran debate, pues todas las religiones del mundo asumen que, precisamente, tal es la condición del género humano, es decir, que nuestra condición actual es peor a la situación original. Y, pues, solamente una mentalidad que asuma acríticamente la idea de progreso, como occidente moderno, podría suponer que el presente es mejor que el pasado; idea a la cual personalmente no me adhiero. El debate persiste, ya que tampoco podemos asumir la idea evolu-cionista como prototipo del desarrollo del espíritu; como si de la misma manera en que la estructura bio-lógica de la especie humana se ha ido desarrollando, entonces, deberíamos asumir que también el espíri-tu ha ido desarrollándose. Más bien, considero que no es ni obvio ni demostrable el hecho de un progre-so a nivel de las estructuras espirituales del género humano. En vez de asumir una epistemología moder-na, de tinte racionalista y criterios cientifistas, para interpretar el sentido de las narraciones de los libros sagrados, prefiero dejar que sean los mismos relatos míticos los que me enseñen el sentido en que podr-ía yo interpretar mi lugar actual en el devenir histórico de la humanidad. Es decir, considero muy viable el hecho de que la condición actual de la especie humana no es, en sentido espiritual, o sea, a nivel de las estructuras cognitivas, emocionales y volitivas, lo que fue destinada a ser en su origen. En otras palabras, para mí sigue siendo válido el hecho de que la salvación tenga como propósito restaurar esa comunión con la divinidad que los seres humanos “perdieron” por la “caída”. Sin que esto signifique que yo asuma una interpretación literal de los relatos míticos del Génesis, sino que creo, más allá de la evidente no historicidad de los relatos míticos del Génesis, que en tales relatos encontramos verdades de carácter ontológico que no pueden ser soslayadas con simples criterios racionalistas desmitificadores.

42 Todas las comillas de este párrafo significan que utilizamos términos que deben interpretarse no li-

teral sino simbólicamente.

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que se puede hablar de “nuevos cielos y nueva tierra”, o sea, de esa “nueva Jerusalén”

en la cual no habrá templo (mediaciones religiosas) pues la misma presencia de Dios

nos acompañará en toda su plenitud (Ap 21, 22). Tiempo salvífico en el cual seremos li-

berados de los efectos deshumanizadores del pecado cuando Dios mismo “enjugará

toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, por-

que el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4). Tal salvación conserva una dimensión inma-

nente y una dimensión trascendente pues se promete tanto a vivos como a muertos (1

Tesalonicenses 4, 13-18). La promesa salvífica de estar en comunión con la presencia

de Dios el Padre, es ya operante en la vida de todos aquellos que reciben el don otor-

gado en Jesucristo, por los muchos medios que el Espíritu Santo tiene a bien disponer

no sólo dentro sino fuera de la Iglesia misma.

Asumidos así los contenidos de la salvación cristiana, resulta casi evidente que no

deberíamos homologar nuestro particular tipo cristiano de comprensión soteriológica

con la de otras religiones del mundo. Ni tampoco tratar de igualar las diversas soterio-

logías de las religiones del mundo en un concepto nivelador, según propone Hick al de-

finir la salvación como la “transformación concreta de la vida humana desde el estar

centrado en uno mismo a centrarse en la Realidad”. Pues tal y como afirma W. Pannen-

berg (1990):

Pero este no es el concepto de salvación del Nuevo Testamento. Es fácil comprobar

que ahí “salvación” se entendió en referencia al juicio escatológico de Dios y a la partici-

pación en la comunión de su Reino. Esto es así en la tradición de Jesús (Mc 8, 35; 10, 26;

Lc 13, 23) así como en la de Pablo. La idea no necesita ser restringida a un acto jurídico en

el sentido descrito por Hick como alternativa a su propia postura, sino que pertenece a la

dimensión de la creencia escatológica más que a la experiencia presente. Como tal está

estrechamente relacionada con la verdad de la pretensión de Jesús de finalidad esca-

tológica (ver Lc 12, 8 y paralelos) (p. 178).

Ahora bien, que Jesús se percibiera a sí mismo tanto en su predicación como en su

muerte, como el lugar por excelencia de la actuación salvífica de Dios en el cual se ju-

gaban los hombres su destino último es, a pesar de parecer muy pretensioso, lo descri-

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to en los evangelios. Tal pretensión de verdad de Jesús se remite a la ipsissima vox Iesu

y, por lo tanto, a la propia actividad histórica del nazareno y no solamente al kerigma

de la Iglesia. El mismo estudio de la sola expresión Abba que utilizaba Jesús para refe-

rirse a Dios es ya evidencia de esto. Conviene citar aquí los resultados de las investiga-

ciones exegéticas realizadas por J. Jeremias (1976) pues son relevantes en nuestra dis-

cusión:

No hay paralelos con este mensaje de Jesús de que Dios quiere ocuparse de los peca-

dores, no de los justos, y que, desde ahora, les da ya participación en su reinado. No hay

paralelos con este Jesús que se sienta a la mesa con publicanos y pecadores. No hay para-

lelos con la autoridad con que Jesús se atreve a dirigirse a Dios con la invocación de Ab-

ba. El que reconozca únicamente el hecho (y no sé cómo alguien podría negarlo) de que

la palabra “abba” es ipsissima vox Iesu, ese tal, si entiende bien la palabra y no la des-

virtúa, se encuentra ante la pretensión que Jesús tenía de su propia majestad. El que lea

la parábola del hijo pródigo, que pertenece a la roca primitiva de la tradición, y observe

que, con esta parábola, en la que se describe la incomprensible bondad perdonadora de

Dios, Jesús justifica su acción de sentarse a comer con publicanos y pecadores, volverá a

encontrarse con la pretensión que Jesús tenía de obrar como representante y plenipoten-

ciario de Dios…. Esto es lo singularísimo que las fuentes nos atestiguan: ha surgido un

hombre; y los que escuchaban su mensaje, estaban seguros de escuchar la voz de Dios

(p. 212).

Tenemos, por lo tanto, que seguir proclamando la unicidad de la salvación cristiana

efectuada en la obra de Jesús, pues sólo así estamos respondiendo a la pretensión

misma que Jesús asumió para su misión en la vida.

También se evidencia la conciencia que Jesús tenía de su misión, como el “lugar” por

excelencia donde los seres humanos se jugaban la participación escatológica en el Re-

ino de Dios, en la comprensión de su propia muerte como una muerte vicaria para el

bien de todos. Según la exégesis neotestamentaria Jesús mismo, y no sólo la primitiva

comunidad cristiana, interpretó su propia muerte como el cumplimiento de la función

del Siervo sufriente (el Ebed de Yahvé) del cuarto canto de Isaías (52, 13 - 53, 12). Los

sufrimientos del Ebed de Yahvé son vicarios, es decir, sufre por el bien de otros:

¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que sopor-

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taba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por

nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y

con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno

marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros (Is 53, 4-6 BJ).

Necesitaríamos de toda una disertación para argumentar que en éste sentido, o sea,

como Siervo sufriente que muere vicariamente, interpretó Jesús mismo su muerte43;

baste decir al respecto tan sólo lo siguiente: las mismas palabras pronunciadas por

Jesús en la última cena, expresan el sentido vicario de su muerte. Leemos: “Y les dijo:

Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya

no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”

(Mc 14, 24-25 BJ). Al respecto J. Jeremias (1976) escribe:

Así Jesús permitió que sólo sus discípulos participaran en el secreto que él consideraba

como el cumplimiento de Is 53, la tarea que le había propuesto Dios; solamente para ellos

interpretó su muerte como una acción vicaria en sustitución por los “muchos”, por el in-

contable número de aquellos que estaban expuestos a ser condenados por Dios. Según Is

53, hay cuatro razones por las que la muerte del siervo de Dios tiene un poder tan ilimita-

do; su pasión es voluntaria (v. 10), la sufre con paciencia (v. 7), en conformidad con la vo-

luntad de Dios (v. 6, 10) y siendo inocente (v. 7). Es vida de Dios y con Dios lo que se en-

trega aquí a la muerte (p. 289).

Hemos visto, entonces, que tanto en sus palabras (invocar a Dios como Abba) como

en su obra (sufrir la muerte en cruz) Jesús tenía conciencia de ser el “lugar” por exce-

lencia donde los hombres se jugaban la participación escatológica en el Reino de Dios.

De ahí, que afirmemos que una teología de las religiones de carácter cristiano deba,

necesariamente, proclamar la salvación única que Dios ha realizado en la persona de

Jesucristo: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que no-

sotros debamos salvarnos” (Hc 4, 12 BJ). Lo cual no significa, pues siempre será impor-

tante decirlo, que la salvación pase por “ser cristiano”, sino que la salvación pasa por la

obra y persona de Jesucristo, lo cual es muy diferente y no implica ningún tipo de ex-

43

Remito al lector al artículo de Joachim Jeremias titulado “La Muerte como Sacrificio” en: Abba y el Mensaje Central del Nuevo Testamento, p. 277-289.

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clusivismo, ya que la salvación obrada por Dios en Jesucristo es universal.

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4. PROPUESTA PARA UNA COMPRENSIÓN PAN-ECUMÉNICA DE LA SALVACIÓN

Como derivado de lo discutido en el apartado anterior, o sea, porque confesamos

que en Jesucristo Dios ha obrado por excelencia la salvación de todos los seres huma-

nos, entonces, proponemos que una comprensión soteriológica plenamente cristiana

pasa por proclamar a Jesús, el Hijo de Dios, como sacramentum mundi. En este mismo

Jesucristo -en su obra y en su persona-, Dios el Padre ha revelado el misterio de Su ser,

el cual es: que el propósito del Creador es la plena comunión con Su creación. Para lo

cual, en Su divina providencia, Dios ha provisto los medios necesarios que posibilitan

tal comunión; deshaciendo por pura misericordia Suya, los obstáculos que el mismo ser

humano pusiera a tal comunión. Salvación (entendida como comunión entre el Creador

y la criatura), a la cual tenemos acceso por mediación del Espíritu Santo, a través de

instrumentos de gracia como los sacramentos que representan (repraesentatio) al úni-

co mediador y principal causa de nuestra salvación, Jesucristo. Derivando, de todo lo

anterior, la importancia de la Iglesia en el plan salvífico de Dios; pues ella no solamente

proclama que en Jesucristo hemos recibido la gracia salvífica de Dios que otorga vida

eterna (entendida tanto histórica como escatológicamente), sino que también adminis-

tra esos símbolos litúrgicos mediante los cuales el Espíritu Santo efectúa en el corazón

de cada creyente (infundiendo la gracia divina) la obra salvífica que el Hijo realizara por

toda la humanidad.

Veamos, entonces, los argumentos que justifican las afirmaciones realizadas en el

párrafo anterior. Describiremos a continuación, entonces, por qué Jesucristo es el sa-

cramentum mundi; y cómo las celebraciones litúrgicas de los sacramentos representan

(repraesentatio) a Jesús como único sacramento salvífico; sirviendo como instrumentos

de los cuales el Espíritu Santo se vale para infundir en los creyentes la gracia mediante

la cual éstos se abren al don divino de la salvación; convirtiendo a los pecadores en un

sacerdocio universal cuya tarea consiste en proclamar la obra salvífica de Dios efectua-

da en la persona de Jesucristo, pues bien dice el apóstol: “Pero vosotros sois linaje ele-

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gido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de

Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1 Pedro 2, 9 BJ).

4.1. Sobre Jesucristo como Sacramentum Mundi

La palabra sacramentum es la traducción latina del término griego mysterion, usado

en el Nuevo Testamento en contextos cristológicos y escatológicos. Así pues, en la

parábola del sembrador (Mc 4, 11ss) el misterio que conocen los discípulos, y no el

mundo, es el reconocimiento que Jesús es el Mesías de Dios, cristología implícita que

vincula la estructura escatológica del término mysterion con la persona de Cristo. De su

parte, en los escritos paulinos la palabra mysterion describe una cristología explícita re-

lacionada con el anuncio del kerigma (1 Cor 2, 7). Pues bien, con la palabra mysterion

se expresa en el Nuevo Testamento:

Mysterion es el decreto de Dios, que precede al ser del mundo y que, como tal, se halla

oculto a los ojos del mundo, pero que en el mundo se realiza en la cruz de Jesucristo, de

tal modo que se debe hablar de ese misterio, a fin de que el mundo entero quede también

incluido en la glorificación escatológica de Dios en su criatura, en lo cual se realiza también

la incipiente glorificación de la criatura por Dios (Jüngel, 2006, p. 65).

Es importante destacar que la palabra mysterion nunca se asocia, en el Nuevo Tes-

tamento, con la prohibición de hablar sobre el mismo; al contrario, se invita a procla-

marlo (Ef 3, 8-11), lo que ilustra que el término mysterion no expresaba para los cristia-

nos el mismo sentido que tenía en los cultos de misterio. Tampoco se usa el término

mysterion para referirse a las celebraciones del bautismo y la cena del Señor o eucarist-

ía. Estos dos silencios son significativos pues muestran que en la exégesis neotestamen-

taria sólo Jesucristo, y éste crucificado, es el misterio eterno de Dios revelado ahora al

final de los tiempos (1 Tim 3, 16). Al respecto de la diferencia entre los misterios paga-

nos y el misterio cristiano, en el excelente libro de Hugo Rahner titulado Mitos Griegos

en Interpretación Cristiana (1945), leemos:

Sería conveniente llevar a cabo una comparación aún más precisa entre misterio cris-

tiano y antiguos misterios para evidenciar la diferencia entre ambos. Esto se podría resu-

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mir en tres aspectos: el cristianismo es un misterio de la revelación, un misterio de exigen-

cia moral y un misterio de la redención por la gracia. Aquí se encuentran las insalvables di-

ferencias respecto de la piedad mistérica de la época helenística (p. 63).

Como tal, es decir, como el mysterion de Dios, es que precisamente Jesucristo tiene

un carácter universal y salvífico. Pues de este modo la obra y persona de Jesucristo,

siendo Jesús mismo el contenido del misterio de Dios, es sacramentum mundi, o sea, la

representación histórica del designio eterno de Dios de querer tener comunión con to-

da su creación. En el siguiente apartado sobre los sacramentos como repraesentatio

explicaré cómo el sentido de la palabra sacramentum se remite a expresar ya no con

palabras sino con acciones lo que de otro modo ya se ha afirmado por la palabra. En es-

te sentido, ya que Jesucristo es la Palabra de Dios hecha carne, la obra y persona de Je-

sucristo es la acción divina o sacramentum mediante el cual se proclama, y al mismo

tiempo se realiza, la voluntad de Dios en una situación histórica concreta que, no obs-

tante, tiene implicaciones universales. Así pues, la obra y persona de Jesucristo repre-

senta en la tierra el designio de Dios de querer tener comunión con su creación y, al

mismo tiempo, realiza tal designio; pues en Jesús Dios reconcilió al mundo consigo

mismo (2 Cor 5, 19). Por eso, de Jesús se puede afirmar que:

Para la representación primaria de la eterna decisión original de Dios en la historia de

Jesucristo tiene aplicación lo que afirmaba la doctrina de los sacramentos de la Iglesia an-

tigua: Aquello que es representado en la acción sacramental, eso mismo es efectuado

también por ella. Precisamente esto constituye la característica sacramental del ser de Je-

sucristo. Su historia tiene efecto “ex opere operato” (Jüngel, 2006, p. 72).

Por tal motivo, Jesucristo no pertenece, solamente, a la Iglesia ni a los cristianos, si-

no que su obra y persona son herencia de toda la humanidad, ya que su vida, pasión,

muerte y resurrección tiene efectos sobre la creación entera y la humanidad. Hay que

“rescatar” (en sentido metafórico, obviamente), entonces, a Jesús de Nazaret del “se-

cuestro” que ha sufrido durante dos milenios por parte del cristianismo y devolverlo al

mundo. O sea, creo que ha llegado la hora de proclamar una cristología liberada de los

límites eclesiales en que ha estado encerrada desde los primeros concilios cristológicos.

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Me parece que sería más que conveniente empezar a escuchar no sólo a cristianos sino

a no cristianos (tanto creyentes de otras religiones como simples académicos), sobre

qué tienen que decir acerca de éste Jesús que nosotros los cristianos confesamos como

el Hijo de Dios. Lo que ya ha venido sucediendo en contextos hinduistas con enseñan-

zas de ilustres santos y pensadores indos como Ramakrishna, Aurobindo, Mahatma

Gandhi, entre otros. Ante la objeción de que sería imposible hablar de Jesucristo por

fuera de la fe o que, lo que simplemente pudiera decirse de él sería una Jesulogía pero

nunca una Cristología; me permito recordar que por la pretensión misma del mensaje

cristiano de estar fundado históricamente en la vida y obra de Jesús, entonces, queda

abierto al escrutinio mundial, ya que, como historia que pretende ser, es, entonces, his-

toria que ilustra a toda la humanidad y no sólo a los que le recibieron por la fe. Restrin-

gir el acercamiento a Jesucristo al espacio de la fe es caer en un docetismo atenuado

que sólo la recuperación del Jesús histórico puede evitar.44 Por eso, al kerigma cristiano

sí le debería interesar el fundamento histórico de su fe, ya que al asumir el contenido

de los evangelios como una simple confesión de fe sin referente histórico real, enton-

ces, caemos en el riesgo de invisibilizar la verdadera acción de Dios que actúa en la his-

toria humana.

Desde lo anterior, me parece que nuestra propuesta de reconocer a Jesucristo como

sacramentum mundi en nada obstaculizaría un diálogo inter-religioso de carácter cris-

tiano; pues, al mismo tiempo que asume lo que todo cristiano confesaría, además pro-

pone algo que no deriva en la negación de la identidad religiosa del interlocutor, se tra-

ta más bien de que se comprendan todas las implicaciones universalistas de confesar a

Jesús como el Cristo. Más aún, como veremos en el siguiente apartado sobre los sa-

cramentos como repraesentatio, sería posible recibir el mysterion de Dios, que es Jesu-

cristo, desde múltiples mediaciones simbólicas que, como instrumentos del Espíritu

44

De ahí, que los cristianos recibamos con agrado las investigaciones históricas realizadas durante los últimos veinte años sobre la vida de Jesús de Nazaret, entre las cuales cabe destacar: Jesús y el Judaísmo (1985) y La Figura Histórica de Jesús (1993) de E. P. Sanders; Un Judío Marginal, volúmenes I, II y III (1991, 1994, 2001) de J. P. Meier; El Jesús de la Historia (1991) y Jesús. Una Biografía Revolucionaria (1994) de J. D. Crossan; y Jesús Recordado (2003) de J. D. G. Dunn, entre otros.

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Santo, ofrecen la gracia que otorga la salvación.

4.2. Sobre los Sacramentos como Repraesentatio

En el presente apartado sobre los sacramentos como repraesentatio explicaré cómo

el sentido de la palabra sacramentum se remite a expresar ya no con palabras sino con

acciones lo que de otro modo ya se ha afirmado por la palabra.

San Agustín es quien fundamenta el uso del término sacramentum en el contexto de

la Iglesia. En su escrito Tratados sobre el Evangelio de Juan, leemos: “La palabra se

añade al elemento, y llega a haber un sacramento, siendo también éste como una pala-

bra visible” (LXXX, 3). San Agustín está comentando el texto de Juan 15, 3 que dice:

“Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (BJ). Texto que

resulta un poco extraño pues no se supone que la palabra sea la que limpie sino el agua

y, principalmente, el agua del bautismo. Por lo que Agustín explica que sólo cuando se

añade la palabra a la acción del bautismo es, entonces, cuando en efecto ocurre la puri-

ficación del pecado. Pero no cualquier palabra tiene poder purificador, sino la que se

origina en el corazón del creyente estando vivificada por la fe. O sea, no es la palabra

pronunciada sino la palabra creída la que confiere el poder de hacer del acto visible un

sacramento.

Ahora bien, la distinción realizada por San Agustín entre la palabra como simple so-

nido audible y la palabra como verbum fidei o palabra creída, es importante por el

hecho de que este verbum fidei requiere, para ser tal, de un acto de la voluntad o asen-

timiento. La palabra, como sonido audible, cumple el papel de simple signo que remite

a algo más que lo figurado por la forma de su expresión. Las palabras son, en este sen-

tido, signos. Cuando el oyente “ve” aquello a lo que la palabra audible remite, enton-

ces, tal palabra audible cumple su función hermenéutica de disponer a la cogitatio para

“percibir” algo más que una simple expresión audible. Esa palabra, que ahora no sólo

es audible al oído sino “visible” al entendimiento es, por lo tanto, una palabra visible

(verbum visibile) o, también, una palabra creída (verbum fidei), ya que implica el asen-

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timiento de la voluntad que ha sido iluminada por la cogitatio. Por esto, San Agustín

denomina al sacramento como palabra visible o verbum visibile.

Para San Agustín, a éstas palabras visibles o verba visibilia pertenecen los sacramen-

tos, pues facultan no sólo el “oír” sino también el “ver” la realización de la promesa di-

vina. En tal sentido, es que los sacramentos no sólo anuncian sino que realizan aquello

que anuncian. El sacramento, en su función de signo proclama la acción divina y en su

función de verbum visibile o palabra visible habilita que el oyente crea en lo que se

anuncia, pues se da el asentimiento de la voluntad a lo remitido por el signo. O sea, en

el sacramento, no solamente como acto ritual o signo, sino además como acto her-

menéutico que posibilita la iluminación de la cogitatio y el subsiguiente asentimiento

de la voluntad, tenemos una acción que al mismo tiempo que anuncia realiza lo anun-

ciado. Al respecto el teólogo E. Jüngel (2006) escribe:

El asentimiento obediente a la autoridad divina, esencial para la fe, un asentimiento a

lo que el sacramento designa -por tanto, en el caso del bautismo la purificación del peca-

do- determina también ante todo que se realice lo que es significado… Así, pues, el sacra-

mento no sólo significa, sino que comunica la gracia que purifica de los pecados. Por tan-

to, el sacramento no es únicamente un signo que remite a la “res aeterna”, sino un acon-

tecimiento mediador entre el tiempo y la eternidad, entre la tierra y el cielo (p. 40).

Por esta condición de acontecimiento mediador, es que podemos hablar de los sa-

cramentos como instrumentos que utiliza el Espíritu Santo, para efectuar en el corazón

particular de cada creyente lo que Dios el Padre realizara por toda la humanidad en la

obra y persona de su Hijo Jesucristo.

Los sacramentos pues, remiten a la obra salvífica realizada en Jesucristo y, especial-

mente, a su muerte en cruz; de ahí, que sean tanto el bautismo como la cena del Señor

o eucaristía, los dos sacramentos por antonomasia. Ya que los mismos representan (re-

praesentatio) la muerte de Cristo (simbólicamente representada por el bautismo de los

creyentes, según Rom 6, 1ss), otorgada como ofrenda para la salvación del mundo

(simbólicamente representada en los ágapes como anamnesis de la última cena, según

1 Cor 11, 23ss). Por lo que también podemos afirmar que los sacramentos remiten al

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único sacramento salvífico que es Jesucristo mismo, cumpliendo así su función como

representaciones (repraesentatio) del único sacramentum mundi.

Hasta aquí, creo que las distintas tradiciones cristianas no tendrían ninguna objeción

en asumir los sacramentos como instrumentos del Espíritu Santo que sirven de aconte-

cimientos mediadores de la gracia. Nótese que nos referimos a los sacramentos como

instrumentos pues, efectivamente, los mismos tienen una función instrumental, lo cual

les distingue en la economía salvífica de la verdadera causa de la salvación que es Jesu-

cristo.

Ahora bien, con respecto a las otras tradiciones religiosas del mundo, cabe decir que

en todas y cada una de las grandes religiones del mundo existen ceremonias rituales

cuyo propósito es actualizar la acción de la divinidad en medio de la comunidad de cre-

yentes. Por eso, no cabe discutir si los creyentes de otras religiones aceptarían el uso

de mediaciones cultuales como instrumentos del Espíritu divino con fines salvíficos,

pues creo que esta creencia es patrimonio de todos los creyentes de todas las religio-

nes del mundo.

Lo que sí cabe discutir es si tales actos rituales podrían ser representaciones del úni-

co sacramentum mundi. Lo cual tendría una respuesta negativa si por la obra y persona

de Jesucristo se entendiera solamente la referencia al Jesús histórico, pues es obvio

que para las otras religiones del mundo no es de relevancia teológica la existencia

histórica de Jesús de Nazaret. Pero, si por la obra y persona de Jesucristo entendemos,

no solamente la referencia histórica de aquel que murió en la cruz luego de haber en-

señado con sus dichos y sus hechos cómo es el ser de Dios; sino además, a aquel que

enseñando a un pueblo en particular (la Iglesia, en este caso) por su propia existencia

histórica, enseñó también a los demás pueblos del mundo (aún a pesar de no ser cono-

cido por tales pueblos en forma histórica) la manera en que Dios actúa en la historia de

los seres humanos. Entonces, podríamos asumir que es posible que algunos de los ac-

tos rituales de las religiones del mundo sí sean representaciones del único sacramen-

tum mundi, o sea, que algunas de sus ceremonias religiosas sí sean sacramentos en el

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pleno sentido de la palabra; sirviendo como acontecimientos mediadores de la gracia

divina que el Espíritu Santo utilizaría para la salvación de tales creyentes, aún en sus

tradicionales espacios de fe diferentes al cristiano.

Es decir, considero que resulta teológicamente viable, desde una sana perspectiva

cristiana, creer que Jesús de Nazaret enseñó con su obra y persona, o sea, viviendo co-

mo Hijo, quién es y cómo es ese Dios a quien invocara como el Padre, a todos los pue-

blos del mundo (aún cuando existan religiones que no conciben a Dios como Padre,

pues, precisamente, Jesucristo enseñó, no sólo a nosotros los cristianos, sino también a

todas las religiones del mundo, que Dios es “como”45 un padre). Enseñanza que bien

puede ser reconocida en otras tradiciones religiosas a modo de paradigma epistémico,

o sea, a modo de ilustración sobre cómo es el Dios verdadero más allá de nuestros ído-

los o falsas concepciones de la divinidad. Reconocimiento que no pasaría necesaria-

mente por una confesión explícita, sino por una actualización existencial implícita. En

otras palabras, creo que cuando los creyentes de las religiones del mundo realizan en

su propia existencia los modos de ver y comprender la acción de la divinidad a la mane-

ra de Jesucristo, ilustrado por su muerte en cruz, es decir, que Dios es misericordia o

amor incondicional, están al mismo tiempo reconociendo implícitamente al único sa-

cramentum mundi. De lo cual bien pueden dar testimonio con ceremonias religiosas de

45 Conviene recordar aquí que todas las afirmaciones teológicas son dichas en lenguaje analógico, o

sea, que no debe entenderse ninguna afirmación teológica como si fuera dicha en lenguaje literal, sino que ha de interpretarse su significado teológico. La teología cristiana no afirma que Dios sea “padre” en el sentido literal del término, pues tal título es una designación que implica orígenes biológicos, sino que Dios actúa para con nosotros “como” un padre, es decir, que Dios se relaciona con nosotros por medio de funciones paternas (y maternas) como: dador de vida, cuidador, protector, proveedor, instructor, perdonador, entre otras. El carácter antropológico del lenguaje teológico es necesario e inevitable, pues no tenemos otro modo de hablar de Dios sino a la manera humana, lo cual no implica ningún tipo de an-tropomorfismo como equivocadamente han asumido algunos críticos de la fe, por ignorancia o por des-cuido.

Al respecto del uso del lenguaje analógico, el sacerdote jesuita Luis Felipe Navarrete me comentó: “El lenguaje analógico no es aquel que aplicamos a Dios, pero que en realidad está fundado en experiencias humanas, como si dijéramos: nosotros, humanamente, sabemos lo que significa ser padre y entonces, analógicamente, lo extendemos a Dios. Me parece que la argumentación debería ser contraria: es preci-samente porque Dios ha comunicado su propia vida a la creación y a las realidades humanas, por lo cual estas realidades tienen la capacidad para hablar sobre Dios. Dios, al encarnarse, hace posible la realidad y el lenguaje humanos, incluyendo la experiencia humana de engendrar y sostener la vida, como un buen padre y madre lo hacen”.

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su propia herencia cultural de fe, es decir, con sus propios sacramentos. Pues, como

escribe J. Dupuis (1997):

Si bien el acontecimiento Cristo es el sacramento universal de la voluntad de Dios de

salvar al género humano, no por ello es preciso que sea la única expresión posible de esta

voluntad. El poder salvífico de Dios no está exclusivamente ligado al signo universal que

Dios estableció para su acción salvadora… El misterio de la encarnación es único; el Hijo de

Dios sólo asume la existencia humana individual de Jesús. Pero mientras que sólo él es

constituido de esta forma “imagen de Dios”, otras “figuras salvíficas” pueden ser… “ilu-

minadas” por la Palabra o “inspiradas” por el Espíritu, para convertirse en indicadores

de salvación para sus seguidores, conforme al designio general de Dios para la humani-

dad (p. 441).

Cabe admitir, entonces, que seguramente existen múltiples instrumentos que co-

munican la salvación, como la misma palabra de la predicación del evangelio (procla-

mación del kerigma), pero que requieren, eso sí, para cumplir su efectiva función sa-

cramental, estar acompañados del verbum fidei, convirtiendo así el elemento ritual en

verbum visibile. En la cita de arriba J. Dupuis reconoce la posibilidad de otras “figuras

salvíficas” y más adelante reconoce también la posibilidad de otros “instrumentos salví-

ficos”, es decir, de diversos y variados acontecimientos mediadores de gracia. Al hablar

del vínculo tan estrecho que existe entre la creencia de la trinidad y la encarnación en

la teología cristiana, y la creencia de la trimurti y los avatares o “encarnaciones” divinas

en la teología hindú, Dupuis (1997) escribe:

¿Podemos ir más allá? Parece que podemos, especialmente si consideramos el “culto”

dado en diversas tradiciones hindúes a las “imágenes sagradas”. El culto a las imágenes

sagradas se distingue de la idolatría porque el culto tributado a ellas por los devotos no se

dirige a la imagen material sino a la presencia simbólica y “sacramental” de Dios en la

imagen (p. 447).

De forma que la imagen sagrada es venerada porque incorpora, según la fe de los

devotos, una presencia sacramental de la divinidad (p. 448).

Más allá de la teoría del cumplimiento, la teoría de la presencia de Cristo sostendrá

que el culto a las imágenes sagradas puede ser el signo sacramental en el cual y por me-

dio del cual el devoto responde al ofrecimiento de la gracia divina; puede mediar secre-

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tamente la gracia ofrecida por Dios en Jesucristo y expresar la respuesta humana al don

gratuito de Dios en él. Así pues, el culto a las imágenes puede ser visto como un ejemplo

privilegiado de lo que Rahner llamaba una “cristología que busca”, una búsqueda que par-

te de Dios (p. 448).

En suma, me adhiero a la propuesta de K. Rahner al hablar de “cristianos anónimos”,

con tal que sólo sea para comprender, desde mi propia fe, a los hermanos y hermanas

de otras fes como hijos e hijas de un mismo Padre. Pero no para encubrir ningún tipo

de “truco”, pues no se pretende hacer miembros de la Iglesia a los que son distintos en

su fe (cuestión que creo tampoco pretendió Rahner). Se trata, solamente, de reconocer

que fuera de la Iglesia existen muchos otros que también son hermanos, no por perte-

necer implícitamente a la Iglesia, sino por ser, sin darse cuenta, seguidores del mismo

sendero que nosotros los cristianos atribuimos haber sido el sendero que caminó Jesu-

cristo. Tal vez, conviene no llamar a nuestros hermanos y hermanas de otras fes con el

título de “cristianos” (ni siquiera anónimos), sino solamente con el título de “herma-

nos”, pues tal es la cuestión que se debate. Es decir, que aún fuera de la fe explícita en

Jesucristo es posible acceder a la comunión con Dios el Padre, por el seguimiento implí-

cito en la propia existencia de los modos de ser de Jesucristo. En términos teológicos,

afirmamos que la filiación ofrecida por Dios en la obra y persona de Jesucristo, es una

filiación universal que implica necesariamente, y más aún de los cristianos que explíci-

tamente han aceptado la obra realizada en Jesucristo, el reconocimiento de la fraterni-

dad de todos los seres humanos, tal y como Jesús nos enseñó al orar diciendo: “Padre

Nuestro…”.

4.3. Sobre el Concepto de la Gracia

Se ha afirmado arriba que el Espíritu Santo infunde la gracia salvadora en los cora-

zones de los creyentes, por mediación de diversos instrumentos de carácter sacramen-

tal. Se ha dicho, también, que tales instrumentos requieren, para ser verdaderamente

sacramentos o mediadores de gracia, ir acompañados del verbum fidei o palabra creí-

da. Se ha propuesto, además, que la misma palabra de la predicación del evangelio o

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proclamación del kerigma, puede servir como acto sacramental que infunde gracia.

Pues bien, con base en tales formulaciones, las tres grandes tradiciones cristianas acep-

tarían la realidad de los sacramentos como acontecimientos mediadores de la gracia

divina. En la tradición católica los siete sacramentos son instrumentos de gracia. En la

tradición ortodoxa el culto a las imágenes o iconos sagrados, ilustra la fe en que la

misma presencia de Dios habita en simples recipientes materiales, de lo cual también

es signo la santísima virgen María al llevar en su útero al Hijo de Dios, lo cual es prome-

sa de deificación para el creyente. Y en la tradición protestante la predicación del evan-

gelio es el poder de Dios para la salvación de los creyentes. Así pues, de múltiples ma-

neras, cada tradición cristiana reconoce que es posible acceder a la gracia divina por di-

versos medios terrenales. O sea, que existen acontecimientos mediadores entre el

tiempo y la eternidad, entre lo terrenal y lo celestial. En términos antropológicos expli-

caríamos que tales mediaciones materiales de realidades espirituales son eventos uni-

versalmente validados en todos los pueblos del mundo. Así pues, ya sean rituales reli-

giosos (los sacramentos católicos), o la cultura material (los iconos ortodoxos), o la

misma palabra oracular (la predicación evangélica); de todas maneras, un elemento

material -acción ritual, imagen visual, sonido verbal- comunica el don divino.

Por lo tanto, podemos afirmar que es patrimonio común de todas las religiones del

mundo la creencia en que existen actos religiosos específicos que facultan la apertura

de la estructura antropológica del creyente para recibir los dones de la divinidad. En la

cristiandad el don divino por excelencia es la misma presencia de Dios que mora en el

corazón del creyente, lo cual ha sido denominado por la teología cristiana la inhabita-

ción del Espíritu Santo en el interior del creyente. Pero no ha de entenderse esta in-

habitación como la posesión de una cosa, sino como el establecimiento de una relación

de amor entre dos personas. Tal es la gracia divina que el Espíritu Santo infunde en los

creyentes: la construcción de vínculos de amor. En tal sentido, el ofrecimiento de la

gracia divina a los seres humanos es de carácter universal, pues es cierto que Dios:

“quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1

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Tim 2, 4 RV95).

Este sentido relacional de la gracia evita caer en los debates acerca de la gracia in-

creada (la presencia del Espíritu Santo) y la gracia creada (los efectos de la presencia

del Espíritu Santo) que, precisamente, fue el contenido de la polémica entre católicos y

protestantes en la época de la Reforma y el concilio de Trento.46 Los reformadores pos-

tularon una justificación de carácter nominalista, es decir, como justificación imputada

al pecador pero no como verdadera justi-ficación, o sea, no como un hacer-justo al pe-

cador, sino como un mero denominarlo justo. Como respuesta el concilio de Trento en-

fatizó que la justificación divina no sólo imputaba justo al pecador, sino que también

real y verdaderamente lo hacía justo, convirtiéndolo de un pecador en un justo de

hecho y no sólo de nombre. Por eso habló de la gracia justificante en sentido de gracia

creada infundida en el interior del creyente que le facultaba para obrar la justicia de

Dios. Y aunque su intención no fue olvidar la gracia increada, sin embargo, no se refiere

a la misma porque quiere dejar en claro que la gracia justificante no sólo libera al peca-

dor de los efectos del pecado, sino que también lo libera del poder del pecado mismo

(su pecaminosidad). A los reformadores les pareció sospechosa la respuesta católica

pues la consideraban como un volver a la justificación por las obras, ya que entendían

esa gracia creada infundida en el corazón como una posesión o tenencia de la que el

pecador se valía para justificarse ante Dios. Interpretación que no se remitía, exacta-

mente, a los postulados del concilio, sino más bien a las polémicas suscitadas con ante-

rioridad en la Iglesia entre defensores y acusadores de la perspectiva de Pedro Lom-

bardo. Los reformadores respondieron pues, más a una polémica derivada de las discu-

siones de la escolástica, que a la misma comprensión tridentina del concepto de justifi-

cación, lo que es entendible por el hecho de que ese era el ambiente espiritual en que

se movía la Iglesia en aquél tiempo. Dándose así una inversión del proceso de la justifi-

cación que bien explica J. I. González Faus (1987) al escribir:

Y en consecuencia, el hombre no es grato a Dios porque Dios le ame (le dé su Espíritu),

46

Invito al lector que quiera profundizar en el sentido relacional del concepto de gracia, leer la sesión IV del libro de J. I. González Faus titulado Proyecto de Hermano: visión creyente del hombre (1987).

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sino que Dios le ama porque es grato a sus ojos. La doctrina posterior ha convertido el

profundo dicho de Agustín (“al amarme me hiciste amable”) en este otro, mucho más “ra-

cional” y comprensible: “me hiciste amable para poder amarme”. Con ello la Gracia ya no

es fruto del Amor, sino una especie de “cosmética” previa que Dios realiza en el alma (p.

501).

Veníamos diciendo, que si entendemos la gracia en sentido relacional, entonces,

nos vemos libres de la polémica entre gracia increada y gracia creada; pues bien, tal es

la propuesta para una perspectiva ecuménica de la salvación. Y uniendo esta concep-

ción de una gracia relacional con la idea de los sacramentos como acontecimientos

mediadores de gracia, tenemos la siguiente formulación de nuestro postulado: creemos

que el Espíritu Santo utiliza diversos acontecimientos mediadores de gracia, como los

sacramentos, por ejemplo (pero no solo ellos, sino muchos más), para establecer rela-

ciones de amor entre las criaturas y el Creador, con el propósito de transformar a quie-

nes viven inhumanamente (pecadores) en personas que puedan construir vínculos de

amor con sus semejantes, movidos por el don del Amor (el Espíritu Santo) de Dios que

ha sido derramado en sus corazones.

Ahora bien, al hablar de la gracia como el establecimiento de relaciones entre la

criatura y el Creador, es decir, al concebir al Espíritu Santo como la gracia o don que

Dios nos ha otorgado, o sea, como la Voz de Dios que habla a nuestro favor, y no sólo

de los creyentes sino aún de los pecadores; estamos hablando, entonces, de un proce-

so dialogal en el cual ambas partes conservan la libertad de abrirse o no, con apertura

de corazón, al ofrecimiento que el otro le hace. Tal disposición o actitud de apertura re-

lacional es lo que entendemos como fe. Es decir, esa confianza en que en el estableci-

miento del vínculo relacional, o sea, en el encuentro con el otro que así nos llama, es-

tamos siendo más verdaderamente humanos que si nos alejásemos.

Y, como en todo diálogo, el rostro del otro se va convirtiendo, cada vez más, en

nuestro propio rostro, entonces, bien podemos tener la esperanza de que mientras

más nos abramos a la comunión con Dios como Padre, más nos estaremos transfor-

mando en su misma imagen y semejanza; de lo cual, el mejor ejemplo que tenemos es

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la vida y obra de nuestro Señor Jesucristo que nos enseñó qué significa ser un hijo e

hija de Dios.

4.4. Sobre el Sacerdocio Universal de todos los Creyentes

Todas las religiones del mundo admiten que existe diferencia intergrupal entre el

creyente y el no creyente. Para el judaísmo la diferencia se describe como pertenecer

al pueblo de Dios o no. Para el cristianismo como ser salvado o no (la distinción entre

ser un hijo de Dios o no, ya no cabe en la perspectiva inclusivista)47. Para el Islam como

ser sumiso al único Dios o no. Para las religiones de la China como seguir la corriente

del Tao o estar contra ella (Taoísmo), que se ilustra por respetar el orden social y

cósmico o transgredirlo (Confucionismo). Para las religiones de la India la diferencia ra-

dica entre ser un ignorante de la realidad engañado por la ilusión de lo temporal, o te-

ner la luz del conocimiento que nos libera de la rueda de renacimientos (Hinduismo),

convirtiéndonos en un Despierto (Budismo) o Victorioso (Jainismo).

También, todas las religiones del mundo comparten una misma norma intragrupal

que distingue, entre los mismos creyentes, a aquellos que son religiosos de aquellos

que son laicos (usando terminología cristiana). En el sistema de castas del hinduismo se

postula que existe un grupo de creyentes especiales que tienen como herencia el lega-

do del conocimiento de la sabiduría divina, son los brahmanes o casta sacerdotal. Del

mismo modo, todas las comunidades de creyentes del mundo tienen un grupo de per-

sonas dedicadas especialmente a las labores religiosas, mientras que el resto se dedica

a las responsabilidades de la vida cotidiana. Diferencia que no sólo se refiere a las per-

sonas, sino también a la oposición entre espacios sagrados y profanos, y tiempos sa-

grados y profanos. Divergencia que remite, igualmente, a comidas puras e impuras o

47

Lo que implica un gran dilema pues, aunque no podemos negar la paternidad universal de Dios, ya que la obra salvadora realizada por Dios en Jesucristo es universal, sin embargo, tenemos que seguir cre-yendo en la posibilidad de la no salvación de algunos hijos de Dios. Y esto por el simple hecho de seguir afirmando la libertad de los seres humanos, pues “no podríamos estar condenados a salvarnos”. Es decir, la creencia cristiana en la condenación remite a la salvaguarda del libre albedrío. El dilema está en el in-terrogante acerca de: ¿cómo es posible que un hijo de Dios se condene?

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comportamientos tabú.

Pues bien, parece que pertenece al mismo fundamento histórico de la fe cristiana

que tal división, tanto intergrupal como intragrupal, no fue promovida ni por Jesús ni

por los apóstoles. Jesús mismo fue un laico, que no perteneció a ninguna de las dos

principales sectas religiosas judías, no fue fariseo ni saduceo, ni mucho menos pertene-

ció a ninguna de las familias sacerdotales, como sí lo fue Juan el Bautista.48 Más aún, el

llamado que Jesús realizara al apostolado de sus discípulos fue debido a la “hora esca-

tológica” que estaban viviendo, pero no fue una propuesta que Jesús mismo asumiera

como patrón de comportamiento para las generaciones de creyentes futuros, ya que el

Jesús histórico creía en la inminente venida del reinado de Dios, y si no había tiempo

siquiera para contraer matrimonio, mucho menos para organizar algún tipo de estruc-

tura eclesial formal. Pablo mismo propuso que en la Iglesia somos como un cuerpo en

el cual cada miembro tiene funciones específicas. Sólo con el retraso de la parusía fue

que las primitivas comunidades cristianas se fueron organizando en estructuras eclesia-

les cada vez más formales, de lo cual tenemos testimonio en los escritos deuteropauli-

nos de Efesios y Colosenses, y en las cartas pastorales de 1 y 2 de Timoteo y Tito. Y aún

en la misma segunda generación de cristianos, el autor de 1 Pedro escribió: “Pero voso-

tros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para

que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1

Pedro 2, 9 RV95), pues no se olvida que en Jesucristo todos somos llamados a confor-

mar un pueblo de sacerdotes según la promesa veterotestamentaria que dice: “Ustedes

me serán un reino de sacerdotes, un pueblo consagrado a mí” (Ex 19, 6a DHH).

Estamos pues, ante una cuestión de sociología religiosa que, de todas maneras,

también incumbe a una teología cristiana de las religiones del mundo. Parece pues, que

desde una perspectiva cristiana se podría invitar a todas las religiones del mundo, aún

48

Al respecto es ilustrativa la designación que en Hebreos se hace de Jesucristo como Sacerdote según la forma de Melquisedec (Heb 6, 20). Explicando más adelante que tal sacerdocio se realiza a mo-do de servicio y autodonación por el pueblo. Definición que permitiría entender el sacerdocio con un sentido más inclusivo y cercano, que el distante exclusivismo de una élite espiritual.

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al cristianismo mismo, a asumir una estructura eclesial de horizontalidad entre todos

los creyentes, contra las estructuras eclesiales verticales que dentro de la misma co-

munidad diferencian a los creyentes; no sólo funcionalmente, lo cual no sería motivo

de crítica alguna, sino esencialmente asumiendo que existen creyentes más o menos

facultados para ciertas acciones religiosas. De lo cual tenemos ejemplos como: el oficio

de las celebraciones rituales, o la interpretación de las Sagradas Escrituras, o la asun-

ción de cierto estilo de vida consagrada como el monacato; acciones todas para las cua-

les no estarían facultados todos los creyentes.

El sacerdocio universal de todos los creyentes es un resultado de la salvación efec-

tuada en Jesucristo por toda la humanidad. Este sacerdocio universal ha abolido las di-

ferencias tanto intergrupales como intragrupales, siendo un derivado de la filiación

universal de Dios y la fraternidad universal entre los seres humanos.

Las diferencias intergrupales desaparecieron, tal y como leemos: “Ya no importa el

ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos

ustedes son uno solo” (Gal 3, 28 DHH). Y también:

Cristo es nuestra paz. Él hizo de judíos y de no judíos un solo pueblo, destruyó el muro

que los separaba y anuló en su propio cuerpo la enemistad que existía. Puso fin a la ley

que consistía en mandatos y reglamentos, y en sí mismo creó de las dos partes un solo

hombre nuevo. Así hizo la paz. Él puso fin, en sí mismo, a la enemistad que existía entre

los dos pueblos, y con su muerte en la cruz los reconcilió con Dios, haciendo de ellos un

solo cuerpo (Ef 2, 14-16 DHH).

Asimismo, las diferencias intragrupales ya no existen pues:

Hay en la iglesia diferentes dones, pero el que los concede es un mismo Espíritu. Hay

diferentes maneras de servir, pero todas por encargo de un mismo Señor. Y hay diferen-

tes manifestaciones de poder, pero es un mismo Dios, que, con su poder, lo hace todo en

todos. Dios da a cada uno alguna prueba de la presencia del Espíritu, para provecho de

todos (1 Cor 12, 4-7 DHH).

Observamos, eso sí, diferencias funcionales entre los miembros de la comunidad

eclesial, de acuerdo a los propios talentos de cada uno conforme a los dones recibidos.

Pero tal diferencia funcional no implica ningún tipo de diferencia esencial, según la cual

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algún miembro de la Iglesia estuviera más facultado que otro para acceder a la gracia

divina que es, precisamente, lo que ocurre en la distinción entre un pueblo de creyen-

tes religiosos y un pueblo de creyentes laicos.

4.5. Las Vías de Salvación como Campo Semántico en las Religiones del Mundo

Luego de nuestro estudio sobre la comprensión de un concepto cristiano de la salva-

ción que posibilite el diálogo inter-religioso, consideramos importante completar la

perspectiva ecuménica de la salvación con una investigación posterior que estudie los

conceptos de salvación en las grandes tradiciones religiosas del mundo. Metodológi-

camente hablando, la tarea que sugerimos es de carácter exegético, es decir, la revisión

de las Sagradas Escrituras de las grandes religiones del mundo para encontrar los con-

ceptos de salvación propios de cada tradición religiosa y comprender si existe la posibi-

lidad discursiva de relacionar los mismos en un diálogo inter-religioso. Aclaremos de

nuevo que tal propuesta es de carácter plenamente cristiano, pues el mismo concepto

de salvación está ya de antemano impregnado del sistema de creencias de la judeocris-

tiandad. Sin embargo, considero que sí es posible reunir en un mismo campo semántico

todas aquellas percepciones religiosas que giran en torno a lo que podríamos denomi-

nar las vías de salvación en las distintas religiones del mundo. Las creencias básicas que

remiten al campo semántico de la fe como una vía de salvación serían: el moksa (libe-

ración) del Hinduismo, el nirvana (extinción) del Budismo, la inmortalidad del Taoísmo,

la resurrección del Judaísmo y el paraíso del Islam.

A la par de tal estudio convendría realizar el análisis del desarrollo exegético del

concepto de salvación en el Nuevo Testamento, pues así estaríamos en capacidad de

comprender los puntos de encuentro legítimos entre una perspectiva salvífica propia-

mente cristiana y las cosmovisiones de las otras religiones del mundo. Tal estudio de-

bería profundizar la comprensión del concepto de salvación en el corpus Sinóptico, el

corpus Paulino y el corpus Joaneo, ya que son las tres grandes teologías que encontra-

mos en el Nuevo Testamento.

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Conviene aclarar, para terminar, que la presente monografía se detuvo únicamente

en el estudio del desarrollo doctrinal del concepto de salvación durante la historia de la

cristiandad. Tal opción no sólo se debió a las limitaciones de tiempo sino también a

nuestra opción epistemológica de carácter inclusivista, pues consideramos que era ne-

cesario primero comprender la propia perspectiva salvífica de nuestra fe, independien-

temente de la validez de las premisas exegéticas que justifican los postulados de cada

una de las tres grandes tradiciones cristianas, y así adquirir el referente teológico desde

el cual logremos entablar un diálogo tanto ecuménico como pan-ecuménico. Además,

resulta metodológicamente legítimo estudiar los referentes exegéticos del campo

semántico de la salvación en el Nuevo Testamento juntamente con los referentes

exegéticos de las Escrituras Sagradas de las grandes religiones del mundo, pues así el

diálogo que se establezca corresponderá a un mismo nivel del discurso, o sea, al de la

comunicación entre pensamientos teológicos diversos, sin remitirnos a prácticas reli-

giosas específicas ya que nuestro estudio sería más de índole teológico que antropoló-

gico.

4.6. Una Reflexión Final acerca del Sentido de la Evangelización

Por lo demás, lo que también podríamos preguntarnos nosotros, cristianos del siglo

XXI, es si: ¿el “anuncio” del evangelio es algo más que una “invitación”? y si ¿el recibi-

miento de tal invitación implicaría algo más que una “apertura” al don salvífico de Dios

dado en Jesucristo? Es decir, a mi parecer, “recibir” el don salvífico de Dios en la perso-

na de Jesucristo no deriva, necesariamente, en una “conversión religiosa” con todo lo

que la palabra “religión” implica en sistemas de creencias y prácticas cultuales, sino,

simplemente, en una “apertura” a la gracia divina. O sea, creo que por congruencia con

los mismos presupuestos de la fe cristiana, la Iglesia debería reconocer que el envío a la

misión no es de carácter “religioso”. En tal sentido, el cristianismo es auténticamente

“católico” (universal) pues no pretende “convertir” al otro a una nueva fe, sino “invitar”

al otro a abrirse a una gracia común, aún cuando permanezca en su propio sistema de

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creencias y prácticas rituales. Por poner un simple ejemplo, afirmo que seguramente la

predicación paulina no tuvo la pretensión de “convertir” del judaísmo al cristianismo a

los hermanos judíos, sino de invitarlos a “recibir” la gracia de Dios, aún cuando perma-

necieran en su propia fe judaica. Creo que sería muy honroso y digno para la fe cristia-

na, ver a los distintos creyentes de todas las religiones del mundo realizar el “segui-

miento” a la vida de Jesús, mientras continúan insertados en sus propias tradiciones re-

ligiosas. De lo cual, a mi parecer, es un buen ejemplo la vida de Mahatma Gandhi, quien

no necesitó dejar de ser hinduista para “caminar” siguiendo los pasos del nazareno. En

suma, un diálogo inter-religioso de carácter plenamente cristiano nos lleva a reconside-

rar el significado de ser cristiano hoy.

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CONCLUSIONES

A modo de confesión personal

Reconocemos el aporte del actual momento histórico de multiculturalismo, que nos

abre nuevos horizontes de conocimiento mutuo entre los distintos creyentes de las re-

ligiones del mundo. Comprendemos la necesidad de construir vínculos de comunica-

ción entre los distintos interlocutores religiosos que pueblan nuestro planeta. Para lo

cual le apostamos al “principio de caridad” según el cual a todo verdadero diálogo se

debe entrar con plena convicción de la intencionalidad de verdad y bondad que acom-

paña el discurso de ambas partes. Además, aceptamos la “función retórica” según la

cual somos conscientes que en todo diálogo los interlocutores desean hacer partícipes

de sus propias pretensiones de verdad al otro. Por lo cual valoramos el hecho del mu-

tuo enriquecimiento que deriva del encuentro con los que creen y practican caminos

de fe distintos a los nuestros. Pues creemos que un diálogo entre las religiones puede

ofrecer la oportunidad de “ver” manifestaciones del actuar de Dios en la historia

humana que nuestra propia tradición de fe aún no ha vislumbrado con la misma clari-

dad, y viceversa. Por eso, consideramos necesario comenzar ese camino de encuentro

inter-religioso aceptando las precomprensiones de la propia fe, lo cual nos remite a un

renovado interés por asumir el lema de una Iglesia semper reformanda. Pues sabemos

con certeza que tan sólo podremos comprender al otro en la misma medida que nos

hayamos comprendido a nosotros mismos, y que tan sólo estaremos en condición de

comprendernos a nosotros mismos en la misma medida que estemos en condición de

comprender al otro; “círculo hermenéutico” éste que no menoscaba sino que potencia-

liza las propias identidades.

De este modo, en nuestro interés de estar en condición de encontrarnos con her-

manos y hermanas de las otras religiones del mundo en un verdadero diálogo inter-

religioso, hemos iniciado un diálogo intra-religioso para conocer, comprender y asumir

esas pretensiones de verdad que, sin negar nuestra propia identidad cristiana, posibili-

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ten también el encuentro con otras identidades religiosas.

Así pues, habiendo escogido el tema de la salvación como contenido central de éste

diálogo intra-religioso, hemos comprendido lo siguiente. Que la necesidad de la salva-

ción deriva del reconocimiento de la condición pecaminosa del género humano. Peca-

do éste que entendemos como el deterioro de las facultades humanas que menoscaba

la libre realización de los potenciales espirituales del ser humano. Lo que ha llevado a la

construcción de una historia con rasgos deshumanizadores, de los que, precisamente,

Dios ha prometido liberarnos. Promesa de la cual tenemos esperanza de cumplimiento

por la obra y persona de Jesucristo, quien nos mostró con su vida, dichos y hechos, así

como con su muerte, la forma de ser del ser de Dios: un Padre cuya vida es vivir en pro

del ser del otro. Tal promesa de liberarnos de las condiciones deshumanizadoras que

han acompañado la historia humana, es ofrecida a todo el género humano pues Dios

realizó la obra de la salvación en la persona de su Hijo Jesucristo por toda la humani-

dad. Participamos de tal liberación gracias a la misma presencia de Dios que habita en

nuestro interior para acompañarnos en la realización de esos potenciales espirituales,

cuya plena expresión se manifestarán como constructores de una historia humana re-

novada donde la justicia y la paz serán los fundamentos de una vida plena, en el mutuo

reconocimiento de la fraternidad universal de todos los seres humanos. Confiando

pues, en ese amor del Padre que ha sido derramado en nuestros corazones por medio

de su Santo Espíritu que habita en nuestro interior, caminamos por el sendero trazado

por las pisadas del Hijo cuando anduvo por nuestra tierra sin cansarse de hacer el bien;

animados por la presencia de Dios que libremente se nos comunica por múltiples acon-

tecimientos mediadores de gracia cuyo efecto sacramental se realiza al responder con

fe a la llamada divina.

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