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SIN CÓDIGO DE BARRAS La balanza dentro de una caja de cristal: símbolo de la igualdad , del equilibrio entre consumidores y vendedores. Una explosión para los sentidos: colores sabores y aromas | Brenda Pérez | V oy caminando hacia el Pilar. El cierzo se mete por el cuello de mi abrigo provocándome un escalo- frío. Cruzo por las vías del tranvía y tres arcos con sus grandes ojos negros me miran. Me están llamando para que entre a un edifico construido con forma de planta rectangular, dividida en tres naves diseñadas como si de una basílica góca se tratara. Estoy ante el “templo” del Mercado Central. Miro hacia arriba. El viento vuelve a golpearme en la cara. Cuando por fin consigo quitarme el pelo de los ojos veo las columnas que sujetan se- mejante estructura. Son fuertes, de piedra y rematadas con elementos neoclásicos, quizás contagiados por la cercanía de las murallas romanas. Están plagadas de relieves de alegorías de la agricultura, la pesca, la caza y el comercio que nos anci- pan la mercancía que vamos a encontrar dentro. Mi mirada se agudiza y logro ver unos pináculos acabados con fruteros al más eslo caribeño de Carmen Miranda: frutas una encima de otra amontonadas a rebosar. Pongo un pie en el primer escalón de una de las dos puertas principales y oigo un “¡Qué mal huele, o!”. A esta señora no le debe gustar nada el Mercado Central. De todas formas, entro. Abro la puerta y un bullicio de voces interrumpen mis pensa- mientos. Una estructura nervada de hierro verde sujeta el te- cho. Tengo la sensación de estar dentro de la tripa de una balle- na y puedo observar perfectamente sus cosllas, e incluso su olor, aroma a lenguado, gambas, merluza y salmonete bañados en cubitos de sal. Avanzo por uno de los estrechos pasillos late- rales. Mis ojos no dan abasto: ¡hay comida por todos lados! Los dependientes de los puestos me miran esperando que pare para comprarles algo. A cada paso que doy voy escuchando disntas melodías: “Perdone cariño, ¿qué le pongo?”, “Las pi- ñas de oferta: dos piezas a 1 euro”, “Dígame señor”, “¿Quién va?”, ¿Cómo quiere que se la parta?”, “¿Quién es la úlma?”. Esta es la música del mercado central. Sigo caminando y al final del pasillo, justo en la otra entrada, hay algo que me llama la atención. No sé si estoy viendo una paleta de colores de un arsta o un puesto de frutas mulcolor. Las manzanas son ver- des ácidas, las naranjas son tan llamavas que valdrían para iluminar una calle entera, plátanos amarillos brillantes como la luz del sol y unas uvas moradas que parecen de cristal. Sin pro- bar siquiera un bocado, mi mente se imagina su sabor: fresco, suave y gustoso. Sin quererlo me he quedado embobada imagi- nándolo. La dependienta me hace volver a la realidad con su cálida voz diciendo: “¿Qué quieres guapa?” y yo le pido medio kilo de rebollones, o como pone en la pizarra con za “robellones 4 €/kilo”. Aquí no valen ni códigos de barras ni

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Page 1: Una explosión para los sentidos: colores sabores y aromas · 2017-03-10 · selecciono la fruta y la compro. Después vengo aquí, la ordeno y hago torres con la fruta, así luego

SIN CÓDIGO DE BARRAS

La balanza dentro de una caja de cristal: símbolo de la igualdad , del equilibrio

entre consumidores y vendedores.

Una explosión para los sentidos: colores sabores y

aromas

| Brenda Pérez |

V oy caminando hacia el Pilar. El cierzo se mete por

el cuello de mi abrigo provocándome un escalo-

frío. Cruzo por las vías del tranvía y tres arcos con sus grandes

ojos negros me miran. Me están llamando para que entre a un

edifico construido con forma de planta rectangular, dividida en

tres naves diseñadas como si de una basílica gótica se tratara.

Estoy ante el “templo” del Mercado Central. Miro hacia arriba.

El viento vuelve a golpearme en la cara. Cuando por fin consigo

quitarme el pelo de los ojos veo las columnas que sujetan se-

mejante estructura. Son fuertes, de piedra y rematadas con

elementos neoclásicos, quizás contagiados por la cercanía de

las murallas romanas. Están plagadas de relieves de alegorías

de la agricultura, la pesca, la caza y el comercio que nos antici-

pan la mercancía que vamos a encontrar dentro. Mi mirada se

agudiza y logro ver unos pináculos acabados con fruteros al más

estilo caribeño de Carmen Miranda: frutas una encima de otra

amontonadas a rebosar.

Pongo un pie en el primer escalón de una de las dos puertas

principales y oigo un “¡Qué mal huele, tío!”. A esta señora no le

debe gustar nada el Mercado Central. De todas formas, entro.

Abro la puerta y un bullicio de voces interrumpen mis pensa-

mientos. Una estructura nervada de hierro verde sujeta el te-

cho. Tengo la sensación de estar dentro de la tripa de una balle-

na y puedo observar perfectamente sus costillas, e incluso su

olor, aroma a lenguado, gambas, merluza y salmonete bañados

en cubitos de sal. Avanzo por uno de los estrechos pasillos late-

rales. Mis ojos no dan abasto: ¡hay comida por todos lados! Los

dependientes de los puestos me miran esperando que pare

para comprarles algo. A cada paso que doy voy escuchando

distintas melodías: “Perdone cariño, ¿qué le pongo?”, “Las pi-

ñas de oferta: dos piezas a 1 euro”, “Dígame señor”, “¿Quién

va?”, ¿Cómo quiere que se la parta?”, “¿Quién es la última?”.

Esta es la música del mercado central. Sigo caminando y al final

del pasillo, justo en la otra entrada, hay algo que me llama la

atención. No sé si estoy viendo una paleta de colores de un

artista o un puesto de frutas multicolor. Las manzanas son ver-

des ácidas, las naranjas son tan llamativas que valdrían para

iluminar una calle entera, plátanos amarillos brillantes como la

luz del sol y unas uvas moradas que parecen de cristal. Sin pro-

bar siquiera un bocado, mi mente se imagina su sabor: fresco,

suave y gustoso. Sin quererlo me he quedado embobada imagi-

nándolo. La dependienta me hace volver a la realidad con su

cálida voz diciendo: “¿Qué quieres guapa?” y yo le pido medio

kilo de rebollones, o como pone en la pizarra con tiza

“robellones 4 €/kilo”. Aquí no valen ni códigos de barras ni

Page 2: Una explosión para los sentidos: colores sabores y aromas · 2017-03-10 · selecciono la fruta y la compro. Después vengo aquí, la ordeno y hago torres con la fruta, así luego

fruta empaquetada. Ella es la Yola y solo

deja tocar su mercancía con los ojos. Me

quedo un rato hablando con ella, es muy

simpática. Me cuenta su vida. “Este pues-

to no es mío, yo solo me dedico a vender

y reponer la mercancía. El Norvin es

quien hace el trabajo más duro”. Mi mira-

da se desplaza hacia un joven inmigrante

que está a su lado: ese debe ser Norvin.

Mi curiosidad me hace preguntarle que a

qué hora se levanta. “A las 4:00 de la ma-

ñana estoy en pie porque entro a trabajar

a las 5”. Otra vez mi inquietud me hace

seguir preguntando por su trabajo. Real-

mente es duro: “Voy a Mercazaragoza

todos los días a las 5:00 de la mañana,

selecciono la fruta y la compro. Después

vengo aquí, la ordeno y hago torres con la

fruta, así luego la Yola la vende. Al final

de la tarde me toca recoger la mercancía

en las cámaras comunitarias que hay en

el sótano”. La Yola añade a nuestra con-

versación que la fruta fuerte como las

manzanas o las mandarinas duermen en

el puesto por las noches, pero otras más

delicadas como el rebollón o la uva se

bajan a las cámaras frigoríficas que hay

en el sótano. La Yola lleva dos años y me-

dio trabajando en este mercado y sabe

mejor que nadie de lo que me habla.

¡Cuántas veces habrá tenido que tirar la

fruta por el calor del verano! Me canso

solo de pensar en los madrugones del

nicaragüense Norvin y el esfuerzo de

montar todo y como dice él: “Y más con

este frío”. Me despido de ellos cuando

aparece Pablo Boned, el dueño del pues-

to. Para él, este es un negocio familiar,

pero por parte de su mujer porque Pablo

era mecánico. “Una forma de aumentar

las ventas es con las ofertas”, me dice. “Si

hay ofertas hay clientela, por eso tene-

mos todos los días. Aunque los clientes

que vienen miran mucho el dinero, son

inmigrantes o jubilados”. Y otra vez más

la crisis aparece de fondo en una conver-

sación… Aunque parezca que todos los

puestos son iguales, algunos juegan con

ventaja, como el de Pablo que por esta

situado al lado de una de las puertas prin-

cipales tiene más clientes; aunque eso

también se paga: el puesto es más caro. A

pesar de eso, “es rentable, es un sueldo

con el que puede vivir una familia”, afir-

ma Pablo.

Sigo caminando, esta vez por la nave cen-

tral que es más ancha que la de los latera-

les. Sigue habiendo animación, color y

bullicio, cajas apiladas llenas de género

preparadas ya para ser vendidas. “Aquí

las legumbres son estupendas: buenísi-

mas y más baratas que en otro sitio”, oigo

a dos señoras a mi espalda. Y con curiosi-

dad les pregunto si vienen mucho por

aquí. Carmen y Tere, que así se llaman,

no suelen venir mucho, pero siempre que

vienen “pican algo”. Los frutos secos no

deben ser tampoco malos por las bolsas

que veo que llevan en sus manos. Tanto

hablar de comida me ha hecho tener

hambre, no estaría mal comer algo.

Llego a la mitad del pasillo central. Noto

frío por mis piernas y pienso lo bien que

le debe venir eso a la fruta. El centro de

todo este edificio lo preside una balanza,

símbolo de la equidad entre los que com-

pran y los que venden, encerrada en una

caja de cristal como si fuera un tesoro.

“Cuidado, por favor. Paso, que voy”. Em-

pieza a sonar otra vez la música. Un hom-

bre con un carro lleno de lechugas, peras

y kiwis me ha hecho echarme a un lado.

De rebote topo con un puesto de embuti-

dos apilados y en exposición, como si

fuera un escaparate de una tienda de

moda. Mis ojos se centran en un queso

fresco. Es blanco, grande y redondo. Tie-

ne tan buena pinta… La charcutera me

mira, sus ojos no muestran la misma ale-

gría que los de la Yola. Yo pido mi desea-

do queso fresco y unas salchichas envuel-

tas en finas lonchas de bacon. Se me hace

la boca agua. De paso, me atrevo a pre-

guntarle cuántos años lleva con su pues-

to. Pilar me contesta que con su puesto

propio un año, pero que lleva trabajando

en el Mercado Central nueve años para

otra empresa. Trabaja porque le gusta,

pero ahora el negocio no va como antes.

Otra vez la crisis. “Además el tranvía no

nos ha beneficiado nada”, me dice esta

mujer madrugadora que empieza a las

7:30 de la mañana. Pilar añade: “La gente

que viene mira mucho la pela” que

Camiones de carga y descarga aparcados en la calle trasera del Mercado Central que traen los

alimentos cada día.

La Yola detrás de sus frutas y rodeada de carte-

les de pizarra.

El puesto de carne de potro de David

Escudero: una carne muy difícil de en-

contrar en Zaragoza.

El Mercado Central celebró su centenario el pasado 2003, 100 años de tradición.

coincide con lo que me contaba Pablo el

frutero. Pilar siempre intenta no tirar na-

da, antes de que se estropee el embutido

lo filetea, lo envasa al vacío y lo pone más

barato y si no, lo regala.

Se me está haciendo la hora. Voy camino

de una de las salidas cuando una nueva

música empieza a sonar. Esta vez es un

ruido fuerte y seco: “pom, pom, pom”. Es

el ruido de los cuchillos que cortan los

grandes trozos de carne. Miro hacia arriba

y veo un cartel que pone: Carnicería de

equino. ¡Esto sí que no me lo esperaba! Le

pregunto a David que está detrás del mos-

trador cómo se le ocurrió vender carne de

caballo. “Decidí venderla porque nadie la

vende. Comer carne de caballo no es cos-

tumbre en Zaragoza, así que decidí ser

diferente y especializarme. Además crio

yo a los potros, lo que es bastante duro y

costoso. Me levanto a las 4:00 de la ma-

ñana para ir a darles de comer y a limpiar-

los, luego vengo al mercado a montar la

pollería de mi hermana y mi puesto”. Me

estoy quedando asombrada: ¡cuánto tra-

bajo! Le pregunto quién compra este tipo

de carne, porque a decir verdad yo esto

no lo había oído nunca. David contesta:

“La compra fundamentalmente gente

enferma o anémica, por eso a mi puesto

lo llamo la segunda farmacia”. Me despi-

do y me voy con las ganas de probarla.

Salgo del Mercado Central con la sensa-

ción de que esta gente forma una gran

familia, y lo mejor de todo es que a ti te

tratan como tal.

Pilar Fuentes con toda su exposición de embu-

tidos.