un recuerdo de mi infancia
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Una historia novelada de la finca que ocupa el Archivo Historico del Estado de Aguascalientes.TRANSCRIPT
Haciendo memoria de las vivencias de mi infancia, recordé aquella casona en
donde jugaba de niño, ellos recuerdo claramente a Don Martín que era quien
vivía en esa casa, y a quienes le visitábamos; don Juan; don Rodolfo; don
Felipe y yo, Luis.
La finca se localizaba en la traza de la villa y calle que sale para la ciudad de
Zacatecas que se llama de Tacuba1. La fachada de esa casa era
impresionante, sorprendía a propios y extraños, se tenía por fuerza que voltear
a verla. Su fachada de cantera amarilla trabajada en algunas de sus partes con
figuras en forma de rosetones y pilastras a los costados de las puertas y las
ventanas, daban la impresión de un pequeño palacete.
Para entrar a esa casa, se tenía que pasar un portón de madera
opulentamente trabajada, y en el cual para llamar a la puerta, había un aldabón
en forma de una delicada mano de mujer, después tan solo unos cuantos
pasos de la puerta principal, se franqueaba una reja elaborada en hierro, en
ella, en la parte superior, encerradas en un medio circulo, se leían tres letras
que hacían alusión a los propietarios de la casa2, trasponiendo la reja se
comenzaba un enorme patio, que rodeado de macetones y un pozo en la mitad
del patio donde se surtían de agua, el pozo pintado de blanco, y con unos
troncos que servían para amarrar la cuerda de la tina que servía para alcanzar
el líquido.
El piso de ladrillo rojo lo hacía verse agradable e inspiraba tranquilidad, las
cinco habitaciones se situaban en torno a el. Cuatro candiles de velas
1 Calle de 5 de mayo2 las letras eran GEC que significaban Gaspar, Engracia y el apellido Cruz
adornaban el patio, las cuales nunca se utilizaban por las corrientes de aire que
los apagaba frecuentemente, por ello, en las paredes se veían sostenidos por
alcayatas, los cinco quinqués que suplían a los candiles.
Una vieja carreta en buen estado, se utilizaba como macetero, ignoro el
porque si estando en buenas condiciones, se le daba ese uso, siendo que
pudiera servir para carga, pero ahí estaba, en medio de la tranquilidad del patio
que solo era interrumpida por los cantos de los pájaros que se atrevían a
posarse en las ramas de las plantas que tanto cuidaba doña Engracia.
De los cuartos que daban a la calle, el del lado derecho, era el que se ocupaba
como la sala de la casa que para nosotros siempre fue vetada por doña
Engracia, madre de don Martín porque --nos decía con su grave voz-
“que si entrábamos sería la ultima vez que vería sanos los muebles de
esa habitación”.
La sala contaba con dos ventanales y dos pequeños balcones, los muebles
de la sala apenas si los alcanzábamos a distinguir a través de los vidrios de la
puerta, debido a que éramos de corta estatura, sin forzarnos demasiado se
veía perfectamente un gran espejo en el cual se reflejaba la mesa de centro
que, adornada con figuras de porcelana, se situaba al centro del cuarto.
En la pared contraria de ese cuarto se veían dos cuadros de unos santos
que veneraba la familia, eran Santa Bárbara y San Juan Nepomuceno,
pintados sobre lamina de cobre, según me comento un sirviente indio de
nombre Manuel, a quién la familia protegía desde niño.
En el aposento del lado izquierdo se encontraba la tienda “EL NUEVO
MUNDO” donde la entrada de luz a raudales hacía destacar la austeridad del
mobiliario que se componía de una estantería de pino sin barnizar. El
establecimiento era uno de los mejores surtidos de la villa, en ella, se podía
localizar gran cantidad de artículos como sillas de montar perfectamente
trabajadas y que regularmente, me di cuenta después, eran de las que
compraban los ricos hacendados de la región, unos de ellos eran los Rincón
Gallardo, con quiénes se había logrado trabar una buena amistad.
Había también machetes de todas clases y con todo tipo de cachas, dagas,
espadas y por ahí logré ver alguna vez un arcabuz. Entre otras
particularidades había capas ricamente confeccionadas, sombreros y otros
varios géneros que la gente acudía a comprar con don Gaspar, quien era una
persona bonachona y agradable, con toda la gente que llegaba a su tienda
platicaba, no importando su posición económica. Sobre esta afabilidad, doña
Engracia, su esposa le hacía el comentario de que parecía una enredadera, ya
que se atoraba en cualquier tronco.
Una amistad que apreciaba mucho era la de Juan García de Castañeda,
que cuando se lo permitía su trabajo de retablista, llegaba, y sentado en un
banco que le facilitaba don Gaspar, para estarse gran parte del día, se
recargaba en el grueso mostrador de madera despintada que abarcaba de
pared a pared, y el cual se encontraba repleto de mercancías varias. No
recuerdo haber escuchado de que platicaban, pero cuando lo hacían se les
pasaba el día en ello, solo se escuchaban sus risotadas por toda la casa.
Juan García de Castañeda, tenía su taller a tan solo media cuadra de la
tienda.
Dentro de la tienda, lo que a nosotros interesaba, era el piloncillo, y
mientras don Martín con mil argucias distraía a los dos empleados que
trabajaban en la tienda, nos escabullíamos y al estar cerca del costal que
contenía el dulce, aprovechábamos para llenar nuestros bolsillos. Entrar a esa
tienda significaba salir con algún dulce en el pantalón.
En la parte trasera de la tienda, pasando por una pequeña puerta que se
localizaba entre la estantería, se localizaba la oficina donde se pesaba , se
revisaba, se tomaban medidas y se les pagaba a los proveedores que llevaban
sus mercancías. Al centro de la oficina, había sostenida por una gruesa cadena
que colgaba de una de las vigas del techo, una enorme balanza. Ayudándonos
de los costales de fríjol que siempre había cerca, fácilmente subíamos en ella
sin peligro de que fuera a dañarse, en los platos de esa balanza cabíamos
perfectamente sentados y en ella nos columpiábamos hasta que con un grito,
cuando se acordaba, don Gaspar nos quitaba de ella.
Después de haber consumado nuestra pillería con el dulce, y de mecernos en
la balanza, nos marchábamos a la huerta donde saboreábamos las granadas,
duraznos y uvas.
De las ramas de un gran mezquite que se localizaba en una de las esquinas
de la huerta, colgábamos nuestro columpio y mientras nos tocaba el turno de
usarlo, los demás hacíamos el intento de cazar las lagartijas que
avizorábamos, intento que resultaba inútil ya que nuestra puntería era para
sentarse a llorar.
Hasta ahí llegaban los ricos olores de la cocina, de donde por cierto
invariablemente éramos echados por quienes ahí laboraban, las hermanas, la
señora madre de don Martín, y Glafíra quien se encargaba de cocinar, tenía
muy buen sazón, y cuando por alguna razón no lo hacía, don Gaspar con voz
que escondía reproche le ponía pretextos a la comida.
Ingresar a la cocina parecía que se estaba en un sitio donde se fabricaban
vajillas, ahí se podían localizar de diversos tipos y colores entre las que
destacaba una bellamente decorada por artesanos de la Puebla de los
Ángeles, por nuestro anfitrión supimos que esa vajilla era de las que le
llamaban de talavera y había pertenecido a sus abuelos, que en su viaje desde
la madre patria, al pasar por aquella ciudad, la compraron y trajeron con ellos.
La estufa de leña la mayor parte del día permanecía encendida, el humo del
ocote que se utilizaba como combustible, al encenderlo despedía tanto humo
que parecía haber un incendio en la habitación. El olor tan penetrante de la
humareda impregnaba la ropa, la campana que servía de escape a ese humo,
estaba ya totalmente ennegrecida, en su orilla de la parte de afuera se podía
ver a todo lo largo, una fila de mosaicos blancos con una línea azul en forma de
greca sin fin.
Una mesa grande estaba el centro de la cocina, servía para cortar las
verduras, la carne, y en una orilla de esta mesa, Manuel con movimientos
apresurados, amasaba y daba forma a las tortillas. Esta mesa tenía una
particularidad, uno de sus costados carecía de adorno, que era un hermoso
tallado en forma de florecillas y rosetones. Pensába que por el uso que se le
daba a esta, se estaba maltratando, sin embargo, la curiosidad me llevó a
preguntar a Glafira el porque de esa falta de adorno y me explico que esa mesa
así era, ya que del lado donde no había adorno, se sentaban los dueños de la
casa, y donde estaban los adornos, los invitados, me dijo también “es una
forma de halagar a quienes visitan a don Gaspar”.
Al lado de la cocina estaba el comedor, en esa habitación se encontraba una
gran mesa rectangular de color café oscuro con ocho sillas que a nosotros nos
parecía el trono de algún Rey.
El trabajo de ebanistería era muy bueno, las patas de la mesa eran gruesas y
al finalizar se apoyaban sobre lo que representaban unas garras de león, los
detalles de los terminados eran de excelente manufactura, trabajos que se
hacían por el rumbo de la hacienda de Palo Alto. Sentados a la hora de la
comida en ese fabuloso comedor, teníamos vista hacia el patio a través de un
gran ventanal que a su vez servía como puerta. En la pared sur de este cuarto,
había un hermoso trastero del mismo color y tipo de trabajo que la mesa del
comedor, en el, meticulosamente acomodados, estaban varios y diferentes
juegos de copas que rara vez se utilizaban, salvo en eventos muy especiales
que ameritara abrir las puertas de dicho trastero, como lo fueron las elegantes
bodas de las señoritas de la casa.
Prohibiciones había muchas, y dos de ellas eran; el ingresar a las alcobas de
los señores de la casa y a la de las hermanas de don Martín que se llamaban
Mariana y Francisca, quienes de muy buen carácter y de no malos bigotes,
eran cotejadas insistentemente por los caballeros de la villa, entre los que
recuerdo a Manuel Rafael de Aguilera, hijo de aquel escribano publico y de
cabildo Baltazar de Aguilera, ante quien se llevaron muchos negocios de la
villa, -tengo entendido, que en un baúl, que por cierto tiene dos llaves, y
resguardado como un tesoro por sus familiares,- aun conservan los libros
de protocolos en los cuales se encuentra escrita parte de la vida de nuestra
villa de la Asunción.
Mariana casó joven, de 18 años de edad con un caballero vecino de la
ciudad de Zacatecas y Francisca casó un poco mas grande de 20 años de
edad con un rico comerciante de la ciudad de Guanajuato de quién enviudó
tan solo a los cinco años de casada, ella vive ahora con sus dos hijos Diego y
Bernabé, en la ciudad de México.
La casa que tan buenos recuerdos me trae, fue vendida el año de 1738 “en
benta real” por Martín de la Cruz, mi amigo quién trabo negocio con Cristóbal
de Cobos en un precio y cuantía de 500 pesos de oro común en reales, de
cuya cantidad fui testigo de haberla recibido. Martín se dio por contento y este
a su vez le cedió todas sus entradas y salidas, usos costumbres, derecho y
servidumbre que le pertenecían a la finca.
Los linderos de la casa se especificaron de la siguiente forma, al norte con
la casa del comprador, quien muchas de las veces nos amonestó por invadir su
propiedad en busca de alguna aventura; al poniente con la huerta de un vecino
de rancio abolengo, don Francisco de Medina y al oriente con la huerta de
Pedro de Lascarro, con la cual había calle de por medio.
Estando en el trámite del negocio comenzamos a recordar las travesuras
que hacíamos y con grandes y sonoras carcajadas don Cristóbal, ahora ya una
persona mayor, comentaba que le daba mucho gusto el ver niños en su
propiedad, pero había momentos en donde nos pasábamos del limite, como
aquella vez que por el mal tino del cual éramos poseedores, en lugar de darle a
una lagartija, rompimos un vidrio de uno de los cuartos de la casa que daba a
la huerta. Al terminar de estampar su firma en la escritura, explicó que, ahora
que había adquirido la propiedad, uniría ambas huertas para sacar mayor
provecho de ellas.
El negocio de la compra venta, se llevó a cabo ante el escribano publico
que alguna ocasión pretendió a una de las hermanas de don Martín, Manuel
Rafael de Aguilera, quien igual al acordarse de sus tiempos mozos,
comenzamos a reír. ¡que pequeño es este mundo! ¡quién iba a imaginar
que yo intervendría en la venta de esta casa donde vivió alguien a quién
pretendí!.
La venta transcurrió en medio del buen humor, con recuerdos se animó la
reunión, no hubo caras largas en ningún momento, solo hasta que nos
despedimos del escribano y el comprador. Martín con un dejo de nostalgia me
pidió que le acompañara a la que había sido su casa durante un poco mas de
28 años, buscamos a nuestros compañeros de tropelías, Juan, Rodolfo y
Felipe, no fue posible localizarlos, aún así, comenzamos a caminar por la calle
del ojocaliente3, calle donde se localizaba la casa y oficina del notario, hasta
llegar a la plaza y tomar la calle donde se hallaba la casa. Recorrimos la vieja
casona en busca de los recuerdos que fuimos encontrando en cada esquina de
la casa, recordando a sus padres fallecidos hacía dos años, victimas de un
asalto cuando venían de Lagos de Moreno, a quienes robaron tan solo 20
reales. Dos vidas por una miseria.
3 Después calle del Centenario, hoy Juan de Montoro
A sus hermanas las visitaba periódicamente, sin embargo a una de ellas
dejaría de verla por lo menos en un largo tiempo y a la otra la vería casi a
diario, ya que Martín, ávido de aventura, se marchaba a la ciudad de México a
tomar posesión de un trabajo que le habían ofrecido en el ramo de la minería
por lo que tendría que residir en aquella ciudad.
Llegó el día de su partida, me pidió le acompañara a la diligencia, así lo
hice eran las seis de la tarde, comenzaba el ocaso del día, el sol se veía
amarillento, esta vez me hice acompañar de nuestros amigos con quienes
disfrutamos aquella casa donde pasamos nuestra infancia, al verlos Martín,
emocionado se fundió en un abrazo fraternal, de grandes amigos como lo
éramos, el conductor de la diligencia con su grito de “nos vamos” corto aquel
emotivo abrazo. Martín subió su pie al peldaño del carruaje que crujió ante su
peso, no sin antes arrancarnos la promesa que lo visitaríamos en aquella
ciudad, a lo cual asentimos con toda la firmeza posible, la diligencia comenzó a
recorrer su camino desde la esquina que formaban la calle de Relox4 y San
Diego para tomar la de Tacuba. Las ruedas del carromato golpeaban
lentamente a su arranque las piedras del camino, conforme aumentaba
velocidad, dejaba una nube de tierra a su paso, le seguimos con la mirada
hasta perderse en la calle donde por mucho tiempo se ubico la casa de nuestra
infancia.
Acervo consultado:
Protocolos Notariales caja 14 legajo2, fojas 165v-167f.Archivo Histórico del estado de Aguascalientes.
4 Hoy calle Juárez