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Un lunar en el labio Ana Noguera Página 1

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UN LUNAR EN EL LABIO

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Para mi hija Laura

El Nadir Ediciones

Valencia

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LUNARES DE FAMILIA

Todas las mujeres de mi familia tienen un lunar en el centro del labio. Cuenta la leyenda familiar que viene de lejos, de muy lejos; de hecho, mi madre lo tenía, también mi abuela, y mi bisabuela, y parece que la madre de ésta, aunque yo no haya podido comprobarlo. Lo cierto es que mis cuatro hermanas y yo tenemos ese pequeño lunar negro en el centro del labio.

Dicen también que ese lunar, con el que hemos nacido, indica algún deseo soñado de nuestra madre durante el embarazo y que no pudo consumarlo, quizás comer fresas a media noche, o pasear por la playa a las cuatro de la mañana, o hacer submarinismo con cinco meses de embarazo. Todo vale. La imaginación y los deseos de las mujeres de mi familia han sido siempre fuera de lo común. Salvo en mi caso, yo parezco normal. Al menos eso dicen mis hermanas, que siempre me llaman aburrida, anodina, insípida, ñoña, y que al ser la pequeña de las cinco, ya no quedaba magia para repartir.

Mi lunar es el más visible de todos; pequeño, redondo, y muy oscuro; se nota más porque mi piel es muy blanca y mis labios sonrosados. Ni siquiera cuando me pinto los labios con un color fuerte consigo disimularlo. A mí no me gusta, aunque mis hermanas lo han exhibido con orgullo.

Cuando era pequeña e iba al colegio, me pintaba con maquillaje de mi madre la parte central del labio para intentar ocultarlo. No conocía a nadie que tuviera un lunar en tal sitio. Y pasaba vergüenza, porque me sentía diferente. Mi madre, que siempre ha tenido mucho carácter y bastante mal genio, se enfadaba porque quería anularlo. “No podrás hasta que no seas mayor. Y no es feo. Es la señal de que perteneces a esta familia. ¿Acaso te avergüenzas de tu familia? ¿Te avergüenzas de nosotras o de ti?”. Y no era eso, yo las quería a todas

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muchísimo; ser la pequeña, siempre hizo que me sintiera muy protegida entre tanta “madre”, más que hermanas.

Yo era reservada, tímida, callada, de genio fuerte pero oculto, y quería pasar inadvertida; temblaba cuando me miraban, me sonrojaba si me hablaban, y tartamudeaba cuando tenía que contestar. Un desastre. Y encima, mis compañeros de clase siempre me preguntaban: “¿Tienes una mancha en el labio? ¿qué tienes en el labio?”

Mi hermana mayor, Ángela, era mucho más comprensiva. Ella siempre fue y es la comprensiva de la familia. Por eso, me acariciaba la cabeza y me decía que en realidad yo era diferente porque no era una niña como las demás, sino una niña de cuento. Tan guapa, con la piel blanca, los ojos y el pelo muy negros, el cuerpo delgado y esbelto. “Eres como una princesa, cariño. Por eso eres especial”. A mí me tranquilizaba que me lo dijera, sobre todo, por las noches, antes de irme a la cama, cuando ensortijaba los rizos de mi pelo con tal dulzura, que despejaba todas mis dudas y miedos, y hacía que me durmiera fácilmente y soñara con los mejores cuentos que conocía. En todos mis cuentos soñados, la protagonista era una princesa como yo. Pero el miedo, la timidez, y la tartamudez volvían al día siguiente cuando tenía que ir al colegio, y en mi clase no estaba Ángela para protegerme.

Además, mi nombre era tan largo y difícil de pronunciar que siempre me costaba mucho. Alejandra. ¿Por qué mi madre no escogió otro más sencillo?. En realidad, me gustaba mucho porque como decía mi hermana mayor sonaba a princesa. “Mira cariño como suena de bien: A-l-e-j-a-n-d-r-a. Es como el de una princesa”. “Pero yo no lo digo bien; no lo digo como tú”, le replicaba. “Lo dirás, princesa, lo dirás. Mientras tanto, mientras llega tu deseo que borre el lunar del labio, te llamaremos de otra forma más fácil. Hasta que seas princesa, serás Wendy, la novia de Peter Pan”. ¡Wendy!. Cuando me lo dijo, yo tenía cinco años y ella 20. Pero Ángela ya había encontrado su camino en la vida, lo encontró muy pronto.

“¿Wendy?”, dijo mi hermana Sofía, tres años mayor que yo. “Sí, puede ser, porque Wendy no tenía magia. La magia la tenía Campanilla. Tú no. Tú no tienes magia como nosotras”. Supongo que era normal pelear y discutir entre hermanas, pero Sofía, hasta que la adolescencia, fue mi peor pesadilla. ¡Quién lo diría ahora!

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Ya nunca dejé de ser Wendy para mis hermanas. Aunque pasaron los años, y la tartamudez despareció sin darme cuenta a la vez que la timidez; para ellas, seguía siendo Wendy o Alejandra según cómo y cuándo. A veces, parecía que se refirieran a dos personas distintas.

El deseo de mi madre que provocó mi lunar resultó el más frustrante de todos. Yo había nacido como una parte de dos mitades. Mi madre contaba muchas veces lo que había deseado con tanta fuerza durante su embarazo, y no tuvo. Lo repetía en las comidas familiares entre bromas y risas. Con Ángela, la mayor, su sueño era comer pasteles, muchos pasteles, pero no podía; mi madre siempre ha tenido problema de diabetes, y no había dulces sin azúcar, así que ése fue un permanente capricho no satisfecho. “Por eso Ángela es tan dulce, porque se llevó todo el azúcar que soñé y saboreé sin probarlo”. Y resulta curioso porque Ángela tiene una tienda que, entre otras cosas, vende toda clase de chocolate.

Con María, la segunda, que lloraba permanentemente. Por los pequeños que veía en la calle mendigando o por los reportajes de la televisión donde aparecían niños pobres pidiendo comida, y volvía a llorar cuando pensaba lo afortunada que sería su hija, quien podría comer mientras otros muchos morían de hambre. A todos hubiera querido adoptarlos. Así era mi madre: de pasiones extremas que olvidaba con facilidad. Lo cierto es que mi hermana se hizo enfermera, y su trabajo lo ha desarrollado siempre en elaborar métodos de planificación familiar. No sé cuánto tiene que ver el deseo de mi madre con cada una de nuestras vidas, pero parece como si fuera una marca de fuego que le pones a una res para saber que pertenece al ganado. Así pertenecíamos nosotras a nuestra madre.

A Raquel, la tercera, mi madre le tenía guardado un destino más caprichoso. Durante su embarazo se enamoró sin remedio de todos los galanes de la televisión. Soñaba con ellos, les hablaba, le cambiaba a mi padre el nombre para llamarle como el apuesto hombre que entonces le gustaba; cambiaba tanto de ídolos y de amores televisivos como telenovelas o películas ponían en televisión. Todos eran guapos y galantes, y por todos ellos, mi madre suspiraba “con amor eterno”. Mi padre siempre sonreía cuando ella contaba la historia del embarazo de Raquel; con la sonrisa paciente que siempre tuvo mi padre. Raquel dice que mi madre le ha hecho el mejor regalo

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de la vida: ser promiscua. Mi hermana Raquel es una mujer de éxito con doble vida: cada una distinta, en función de sus dos novios.

Cuando llegó el embarazo de Sofía, dejó de ver películas y de ir al cine. Ya no le interesaban ni le apetecían. Consideraba que era una pérdida de tiempo, desgastar inútilmente la imaginación cuando hay tantas cosas que hacer en casa. Tenía entonces tres hijas a las que atender, y como siempre decía, “ya no tengo tiempo para ver galanes que no existen y son de mentira. Me conformo con vuestro padre que es el hombre más guapo y que más me quiere”. Fue el embarazo más plácido que tuvo, el que más disfrutó de la sensación de estar embarazada. Le apetecía lavar y planchar, hacer la comida. Cuenta mi padre que nunca dejó de sonreír durante el embarazo de Sofía, que vivió con una placidez y una dulzura extrema, como la madre más amantísima del mundo. Y así es mi hermana Sofía. Un ama de casa, madre de cuatro hijos (por supuesto, con mayoría hijas), que no aspira más que ver nacer a su quinto crío.

Cuatro años después, llegó mi gestación. Y aunque yo también sé cuál fue el deseo que a mí me tocó en suerte, mi madre nunca habla de él. Ni mi madre ni nadie, porque saben lo que deseo permanentemente y no puedo conseguir. Durante el embarazo, se empeñó en que estaba esperando gemelos, niño y niña, y que por fin, ése sería el último: tendría un niño. “Ya era hora –pensaba siempre– de tener un varón en esta casa, al menos para que le haga compañía a tu padre que entre tanta mujer seguro que se siente solo”. Hay que reconocer que, pese a la época, a las presiones sociales, y a que todo el mundo desease un niño con el que eternizar su apellido, mi padre nunca lo pidió ni se quejó de sus hijas. Todo lo contrario, intentaba quitarle la idea a mi madre, porque sabía bien que embarazada de nuevo, podía volver a ser niña. Como así fue. Pero mi madre insistió hasta el día del parto, donde se echó a llorar desconsolada porque sólo parió una niña. Quizás yo no tengo magia, porque no fui la deseada. Porque el deseo lo concibió en un hermano fantasma, en alguien inexistente.

Hoy ya he tirado la toalla. Ya he admitido que nací siendo la mitad de otro que nunca llegó a existir.

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MI MADRE

Mi madre era el resultado de una mezcla entre la época en la que había vivido y la tierra en la que todas nacimos. Para cualquiera de fuera, no de la familia, sino de fuera de esta tierra de huertas, mi madre sería alguien incoherente que no entiende y no sabe de lo que habla. Pero sí lo sabía, ¡vaya que lo sabía!

Era republicana por todos los poros de su piel, amante y defensora de la bandera tricolor, y soñadora de aquella República en la que a todos nos hubiera ido mejor; pero, al mismo tiempo, que nadie se meta con el Rey, un Borbón demócrata que nos libró de la vuelta del fascismo. “¡Ay, cuánto le debemos a ese Rey que siempre ha sabido estar ahí! Además, es tan campechano. Y no digamos la Reina: una gran señora!”, nos decía siempre que salían en televisión.

No era su único talón de Aquiles. Creo que mi madre no se ha acostado ni una sola noche sin pedirle a Dios que nos proteja a todos, haciendo repaso, una por una, de cada hija. Nunca he conocido la casa de mi madre sin reliquias, ni santos, ni imágenes, ni flores, ni plegarias, ni peticiones… como un santuario. Creyente de todo y por todos, porque “cada uno es bueno a su manera”, nos decía siempre. En cambio, jamás pisó una iglesia; bueno, sólo en las bodas, bautizos, comuniones y entierros, sin ninguna pasión ni devoción; siempre renegando y replicando cada palabra del sermón. Su obsesión con la iglesia parecía enfermiza. “¡Cuánto daño han hecho!”. Sin embargo, lloraba cuando salían misioneras, sacerdotes en el tercer mundo, o la iglesia “rebelde” que pedía libertad y justicia. “Ellos sí son mi iglesia; ellos son los buenos. Estos de la misa del domingo sólo saben engordar

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y vivir a costa del dinero público. ¡Quien quiera iglesia que se la pague!”. Belicista contra la iglesia oficial, en sus rezos nunca se olvidaba decirle a Dios que entrara en el templo de los fariseos.

Cada una de nosotras tomamos una decisión diferente respecto a la regulación de nuestras relaciones de pareja: el matrimonio eclesiástico o el civil o nada. Mi madre siempre lo respetó. Aunque, si por ella hubiera sido, ninguna de nosotras se hubiera casado. Con gesto de orgullo, siempre decía: “Si yo fuera vosotras, y con lo que sabéis, a mí me iban a pillar.

”Y nada tengo contra el matrimonio, ¿eh?, que ya veis, yo llevo casi sesenta años casada, y aquí estoy tan ricamente y muy orgullosa de mi marido, que no me falte nunca”. Es cierto que yo nunca oí discutir a mis padres; nunca hubo un enfado o una pelea que presagiara una mala relación. Todo lo contrario. Eso sí, mi madre era el genio personificado. Ella sí se permitía enfadarse y desenfadarse, reñir y perdonar, gesticular y dar portazos, mientras mi padre sonreía, como hacía siempre, esperando que se aplacara y volviera mansamente para darle un beso dulce y suave.

Recuerdo un día que traje del colegio la matricula para rellenar. Mi madre no tenía tiempo y además decía que mi letra ya era mejor que la suya, “así que tú ve escribiendo. Pregúntame y yo te contesto”. Datos, fechas de nacimiento, dirección, y etcétera, hasta llegar al apartado de mi madre. “¿Nombre?”, y puse el nombre completo. “Ah, no, me dijo enfadada, después de mi nombre tienes que poner Sra. de Portal”. “¿Cómo?, pero si tú tienes tu apellido, mamá”. Ella puso los brazos en jarra, haciéndose la ofendida y me dijo: “Mira, hija, en este país mi apellido no sirve de nada. No puedo comprar un piso, ni comprar un coche, ni trabajar sin la autorización de mi marido. Sólo vale el apellido del hombre, y yo estoy muy orgullosa de él. Porque, aunque yo no haya hecho nada de lo prohibido, él me hubiera dejado. No tengo ninguna queja, hija. Por cierto, en el apartado del trabajo, tienes que poner “sus labores”, porque así es como se llama a las tareas de la casa”.

En mi vida me había sentido tan consternada. No comprendía su sentido de la dignidad.

Aquella mujer que en los años 70 defendía con uñas y dientes una identidad inexistente, hoy defiende que nunca se casaría. Una vez que le quise contar la anécdota del colegio, me miró furiosa negándolo,

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como si sólo el recuerdo la ofendiera. “Hija, yo no soy feminista ni sé que es eso, pero idiota tampoco”. Ésa era mi madre.

Republicana y monárquica, creyente y atea, rancia y feminista. Llena de contrastes, como esta tierra, dulce y ácida, verde y roja, de gente curtida al sol y arañada por la tierra que ahora ya casi nadie cultiva, de pueblos que hablan su propia lengua aunque se esfuerzan por parecer cultos aprendiendo castellano. A orillas del mar Mediterráneo que ha sido mi constante refugio, huerta y mar han sido los padrinos de mi madre, con esa luz azul o casi blanquecina, que lo inunda todo, que no deja casi ver.

Hija única, su obsesión de no tener sólo un hijo, le llevó a tener cinco hijas, todas mujeres. Hasta que se casó y se fue a la capital, vivía en un pueblo de la Ribera, donde cada familia tenía su propio apodo que pasaba de generación en generación. Las Magas. “¿Por qué ese apodo?”, le preguntábamos a mi madre. “¿Os han llamado siempre así?”. “A mi abuela, a mi madre, a mí y a vosotras también. Cada vez que vais al pueblo, la gente os reconoce como las magas”. No dejaba de resultarnos divertido, mejor ese apodo que el de brujas o maléficas, o vete a saber qué se hubieran inventado. ¿Por qué? Porque la enorme casa familiar, donde todas mis antepasadas habían nacido y vivido, se convirtió en un refugio de gente con problemas. Allí acudían quienes se quedaban sin trabajo, tenían problemas conyugales, habían perdido un familiar, o estaban en la ruina, daba igual quien fuera. Lloraban, comían, dormían, pasaban unos días, se dejaban consolar, y cuando salían de aquel sanatorio improvisado, ya llevaban en los bolsillos nuevas razones para seguir adelante. ¿Magia? La gente del pueblo decía que sí, o eso querían creer. Simplemente, las mujeres de mi familia, de genio fuerte pero dulces, sabían escuchar mientras cocinaban unas tartas deliciosas que, acompañadas de buen licor, fermentado también por ellas, hacían maravillas contra el dolor o la tristeza.

Recuerdo aquella casa grande, espaciosa, con escaleras, y habitaciones en cualquier piso o rincón, a veces en el lugar más insospechado, detrás de una puerta pequeña, como si fueran habitaciones secretas. Recuerdo las terrazas siempre pintadas de cal, color blanco de pureza, donde me gustaba jugar a ser la princesa del castillo; terrazas por las que corrían los gatos gordos y desconfiados. Recuerdo la cocina en la entrada que daba al portal, donde todo el mundo que pasaba podía oler la comida y ver a las mujeres cocinar.

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Todos cabían y eran bienvenidos. Nunca vi vacía aquella casa, hasta que murió mi abuela.

LA ABUELA

La abuela fue una mujer impresionante. De muchísimo carácter. Tuvo muy mala suerte. Se enamoró y se casó; pero empezó mal su matrimonio. Mal agüero tenía que ser el hecho de casarse de negro; pero entonces los lutos eran interminables y mucho más en los pueblos. Así que, en la única foto de boda que he visto, mi abuela iba vestida de negro. Cuando su marido murió, ella siempre maldijo esa foto, estaba convencida de que nunca tuvo que aceptar llevar traje de duelo el día de su boda.

Tuvo dos hermanas, cada cual más diferente. La más avanzada, llegó a ser una de las primeras concejalas republicanas. Como aún no tenía los 21 años, su padre tuvo que dar el consentimiento para que ejerciese el cargo. Poco le duró su actividad política, pues pronto vivió el exilio. Residió durante toda su vida en Estados Unidos. Sólo la vi cuando vino al entierro de la abuela. Habían pasado tantos años que no recordaba nada ni a nadie, pese a que ella y su hermana hubiesen mantenido una correspondencia mensual, contándoselo todo en largas cartas, escritas con pulcritud, educación y profundidad por quien que fue profesora, y llenas de faltas y mucho cariño por parte de mi abuela. Fue durísimo encontrarse con un país, con un pueblo, con unas calles que no reconocía.

Sólo la casa de la familia permanecía como siempre la había recordado, antes de salir atropelladamente para evitar que la apresaran. No derramó una lágrima en el entierro de mi abuela porque

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necesitaba hacerlo en tierra conocida. Así que cuando entró en la casa, lloró de forma desconsolada, como nunca había visto llorar a nadie.

Se fue como había venido, con su acento americano, casi perdido el idioma materno, pequeña y encogida por el tiempo, agarrada del brazo de su cuñada, hermana de su marido muerto. Y se fue, a un país que, como ella decía, no fue nunca el suyo, pero en el que pudo vivir.

La otra hermana, la mayor, murió mucho antes. Nunca vi directamente sus ojos, su pelo o sus manos; sólo conocía el sonido de su voz, que hablaba a través de las rejas del convento de clausura. “¿Por qué, maldita sea, por qué? –decía siempre mi abuela–. No es fácil perder a una hermana, pero más difícil es entender que sea monja”. Perdió a las dos siendo joven, una en el exilio exterior y otra en el exilio interior. Supongo que ella sí encontró razones a su vida, lejos de las guerras, odios y envidias, lejos de la realidad.

Quedó sola la abuela, al frente de la casa, junto a su madre y sus tías.

Se casó enamorada. No había más hombre para ella. En realidad ya nunca hubo ningún otro. Mi abuelo era muy alto, fuerte, moreno. Murió muy joven. Dicen que cayó enfermo y en pocos días murió; pero la versión de mi abuela es bien distinta. Ella cuenta que fueron los fascistas. Persona reservada pero de fuertes principios, fue poco dado a algarabías y revuelos políticos. Nunca alzaba la voz. Nunca le temblaba. Nunca nadie le vio dudar. Aunque fueron tiempos difíciles, de enfrentamientos y provocaciones, de chivatazos y escuchas, de rencores y odios, con él no iba el asunto. El despido de los sindicalistas de la cooperativa fue un ajuste de cuentas y ganas de meter miedo. Él se opuso, plantó cara, y como dice mi abuela, “lo mataron a palos”. Una paliza tan brutal que no llegó a recuperarse; lo rompieron por dentro y, pese a los cuidados de las magas, no sobrevivió.

Tendría unos 27 años y estaba embarazada de siete meses, cuando casi no lo cuenta. Ese mismo día que murió el abuelo sufrió un ataque, y la familia pensó que ella y la niña también morirían. No pudo asistir al entierro porque estaba prácticamente en coma, enajenada, medio muerta de dolor y amor.

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Cuando fue capaz de levantarse de la cama, las secuelas del dolor le dejaron marcas en el rostro. A consecuencia del ataque sufrido, uno de los ojos se le quedó prácticamente cerrado, y descolgado el párpado. Cuenta mi madre que nunca más volvió a vestirse de color, sólo de negro, y tampoco volvió a maquillarse.

En todas las fotos que vi presentaba la misma eterna imagen de viuda. Sólo cambiaba el color del pelo con el paso de los años, hasta dejarlo blanquecino, recogido detrás de la nuca en un moño.

No aplicó sin embargo la misma filosofía de vida, ni con su hija ni con las nietas. Tenía dos obsesiones: que lleváramos pendientes y que nos hiciéramos una raya de color negro en los ojos. En cuanto nos veía llegar, antes de darnos un beso, ya sabía si llevábamos pendientes o íbamos maquilladas. Decía, “una mujer sin pendientes es como una burra sin dientes. Da igual que lleves collares o pulseras, pero no da igual que no te pongas pendientes. La cara está para mostrarla, es el joyero que todas tenemos”. Insistente hasta la saciedad. Cada vez que nacía una nieta, se encargaba de hacerle los agujeros de las orejas con una aguja limpia y desinfectada. En mi caso, fue un desastre. Como ya era muy mayor y apenas se veía, cogió la aguja de lana para hacerme el agujero, pero como no salió a la misma altura que el otro, lo repitió. Así que, en uno de los lóbulos, tengo un agujero tan grande que a veces los pendientes se meten el interior. Pero no hay mañana que no me acuerde de ella cada vez que me pongo la bisutería o me pinto la raya negra en los ojos.

Cuando se hizo mayor, deseaba morir. Quizás siempre sintió lo mismo porque nunca he visto a nadie que le diera menos importancia a la muerte. Para ella, era casi como la liberación de una carga pesada. Quería morirse. Y no tenía miedo. Lo iba avisando, y nos lo decía con tranquilidad para que fuéramos haciéndonos a la idea. Ya era su hora. Ella dudaba que hubiera otra vida; en realidad pensaba que después de morir, no hay nada. Pero en el caso de que se equivocara y hubiera algo, no sabe bien qué, una reencarnación, un alma que flota, un cielo donde vivir, lo que fuera, qué más daba, seguro que sería mejor que lo que había vivido en la tierra. Por eso estaba tranquila. Porque no esperaba nada.

Enfermó de gripe; probablemente nada importante. Pero nos llamó para darnos instrucciones de cómo quería que fuera su entierro. Había preparado la ropa que quería llevar. Se había comprado un vestido blanco, lo tenía guardado en una caja desde hacía años. Nos

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dijo que le soltáramos el pelo y le quitáramos las gafas. Que la maquilláramos. “Si por casualidad hubiese algo más allá, veré a mi marido por fin. Y no quiero que me vea así. El es joven y yo vieja. Y ya no puedo hacer nada por remediarlo. Sólo espero que todavía me quiera”.

Nos repartió algunas unas fotos. Copias de mi abuelo siendo joven poco antes de morir, y otras de ella, donde aparece guapa y viva. “Estas son las únicas fotos de vuestro abuelo y mías que podéis tener. Me niego a que colguéis una foto mía, de vieja y de negro. Si me queréis, tendréis que respetadme tal y como quiero, así de joven. Y no como me habéis conocido.” Hemos respetado su voluntad. De hecho, se me está borrando la imagen de mi abuela, porque la única foto que tengo de ella en mi casa es la de una guapa joven de 27 años al lado de un hombre moreno, alto y apuesto.

Mi madre se quedó muy sola. Igual que la casa del pueblo. Habían ido muriendo las mujeres que le daban calor. Ni quería dejar la ciudad ni nosotras nos sentíamos vinculadas a aquella casona fría, grande y destartalada.

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MIÉRCOLES

Éramos una familia de mujeres. Incapaces de parir varones. Alguno había; algún primo y dos sobrinos, el hijo de Ángela y el hijo de Sofía.

El hijo de Sofía fue un accidente. Nadie esperaba un chico, pero tampoco nos vino mal. Resultaba divertido, curioso; tuvimos que comprar ropa y juguetes de chico. Todas revoloteábamos para ver qué diferencia había entre las niñas y un niño. No sabíamos si dormía igual, lloraba igual o comía igual. Aparentemente era un bebé similar a una niña, pero no, era un chico y eso resultaba sorprendente. Fue el primer hijo de Sofía y lo tuvo muy joven, con apenas 21 años; luego, llegaron varios hijos más, pero todas niñas.

El de Ángela fue diferente. Este tercer hijo, ni lo esperaba ni lo buscó. Se debió a la locura de un amor maravilloso. Ángela quiso que fuera chico para recordar toda la vida al único hombre que tuvo la ocasión de amar.

Había un continuo revoloteo de faldas en mi familia, risas, confidencias, secretos, sueños, cocina, y mucho amor. Todo ello en femenino.

Para nosotras, los hombres eran el padre, el abuelo, el tío, el hermano, el primo o el sobrino; ninguno tuvo nombre. No sé bien por qué, pero siempre nos referíamos a ellos por medio de la relación

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familiar y no por el nombre de pila. Tampoco estaban nunca presentes en nuestras tertulias.

Todos los miércoles mi madre comía con todas sus hijas. Era nuestra comida. Daba igual que fuéramos al colegio, al instituto, que trabajáramos o estuviéramos casadas. Desde niñas, ése era nuestro día. Alguna vez, alguna de nosotras fallaba; pero las ocasiones podían contarse con los dedos de una mano. Cita sagrada, ese día mi padre desaparecía. Esperaba a que estuviéramos todas, nos daba un beso y se iba a comer con sus amigos; su momento de libertad lejos de tantas mujeres. Sospechábamos que no era verdad. Se iba para dejarnos en la intimidad de lo femenino, de nuestras propias confidencias; y no se enfadaba por ello. Quizás no tenía amigos con quien comer, o quizás se iba al cine solo, o a pasear por la ciudad que es una de sus actividades favoritas; pero hiciera sol o lloviera, se iba para no molestar.

Mamá hacía la comida. Como todas las mujeres de la familia, salvo yo, tenía una gracia especial para cocinar. Improvisaba, no medía, experimentaba, mezclaba sabores y recetas, pero el resultado siempre sería especial. Cada miércoles escogía una el guiso. A veces pedíamos un plato concreto que ya conocíamos, otras le decíamos qué ingredientes queríamos, dejando que los preparara a su antojo. Entonces, la casa se inundaba de olores que despertaban el apetito, iniciando nuestro encuentro de mujeres del que era imposible escapar.

El regalo de los miércoles para mi padre, después de su comprensiva huida, sería una cena especial.

Poníamos la mesa entre todas, en un ir y venir de vasos, copas y cubiertos. Se utilizaba la mejor vajilla, la única buena de la que disponía mi madre que tenía tantos años como estaba casada, la vajilla del regalo de bodas. Todas nos sorprendíamos de que nunca se hubiera roto un plato o complemento; parecía imposible después de tanto uso; mi madre siempre decía que era irrompible, tan irrompible como la relación entre las mujeres de esta familia.

Entre nosotras tampoco existía una sintonía perfecta. Todo lo contrario. Había relaciones confidenciales y también desencuentros importantes. Ninguna nos parecíamos.

Yo tenía miedo a mi madre. De hecho, nunca le hice confidencias. Pensé que me gritaría, me ignoraría o se reiría de mí; la veía absolutamente alejada de lo que yo pudiera pensar o sentir.

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Probablemente, nunca le di oportunidad de comprobar si me comprendía. Mi madre, mi compañera, mi consejera, a quien de verdad yo hacía caso con fe casi ciega era a mi hermana Ángela. Por la diferencia de edad, lo mismo podía ser próxima y cercana, como mantener la necesaria distancia para aconsejarme con dulzura.

Tampoco nos parecíamos físicamente, salvo el lunar en el centro del labio.

A veces, provocábamos a mamá diciéndole si cada una de nosotras era hija de un padre distinto.

–¡Cuántos amantes has tenido para que cada una de nosotras sea tan distinta! Y qué dice papá de todo esto. ¿Le parece bien que sus hijas sean de padres distintos?

Mamá se enfadaba.

–No he conocido más hombre que a vuestro padre y es una impertinencia y una grosería que insinuéis algo tan vergonzoso.

–Pero ¿qué explicación hay? Si hubieras elegido entre un muestrario de muñecas, no hubieras hecho combinaciones más alocadas.

La única explicación es la verdad. Sois hijas de todas las mujeres de la familia, y habéis recogido de cada una de ellas su herencia. Sois un combinado de todas.

El baile de apellidos era tremendo. Como no contábamos apenas con hombres, entre tías, primas o sobrinas, resultaba difícil identificarnos puesto que nos habíamos contaminado con apellidos extraños.

Mamá decía que encontraba una estupidez que el primer apellido del hijo fuera el del padre y no el de la madre, pues sólo ella sabe de verdad de quién es.

–Claro mamá, por eso se hace. El hombre ha utilizado siempre el apellido como símbolo de propiedad y reconocimiento. Como no puede saber de verdad quién es su descendencia lo impone con el apellido para dejar así su estirpe. La mujer no necesita ningún otro reconocimiento que el gozo y el dolor de haber parido.

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–Parece mentira que se hayan creído tan listos. Como si por dejar el apellido bien escrito y marcado, dejara también la herencia. La madre es la madre, y sólo ella sabe bien quién pertenece a la familia.

–Mamá, pareces una siciliana hablando de la familia –nos reíamos todas ante su indignación, que no sabíamos si respondía a claves feministas, femeninas o posesivas.

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NOSOTRAS

Ángela es una mujer bajita, apenas llega a metro sesenta que contrasta con mi metro setenta y uno. Rubia, de pelo liso, muy pequeña en todas sus medidas pero proporcionada. Ver a Ángela es como ver a una muñeca de porcelana con capacidad de movimientos. Menuda y frágil, pero sólida y fuerte al mismo tiempo; dulce y plácida, con una sensualidad a flor de piel. Con ojos de un azul magnético, igual que los de mi abuela. Mi madre decía que Ángela y yo éramos como el sol y la luna, el día y la noche; ella una copia exacta de mi abuela materna, y yo me parecía a mi abuelo. Los extremos se encontraron en nosotras.

Ángela cambió físicamente cuando contaba 33 años, después de parir a su tercer y último hijo. Mucho tiene que ver ese cambio con el destino que finalmente ha escogido y aceptado. Hoy es una mujer de pelo blanco y largo, similar al de un hada o de una bruja, depende de los ojos con que la mires. Sigue tan menuda pero metidita en carnes. Recoge todos los kilos de infelicidad que sobran a los demás. Cura los males del alma y cada regalo que le hacen es un kilo de recuerdos. Aunque su aspecto físico no sea atractivo, su fuerza, su mirada, su sonrisa, impresionan. Crea tal magnetismo que a quien preguntes contestará que Ángela es bella.

María tiene 52 años. Una mujer explosiva, que habla muy rápido, con un cierto defecto nasal; su voz suena tan penetrante como un taladro. De ideas sólidas, las expresa con fuerza, arrasando, sin matices; todo es bueno o malo, estás conmigo o en contra. No dialoga, impone sus razones, y nunca entiende a quien no comparte sus mismos criterios. Sus ideas y las de Sofía son extremadamente opuestas. Si María es feminista y de izquierdas, Sofía es conservadora; si María es rupturista y atrevida, Sofía es puritana y temerosa. Difieren sus caracteres y también sus pensamientos, sus valores y principios,

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sus maneras de enfocar la vida. ¿Cómo podíamos juntarnos todas a comer los miércoles sin que se produjera algún asesinato en el calor de la discusión? María y Sofía son como un polvorín a punto de explotar.

María es puro nervio. Come poco, bebe poco, duerme poco, y fuma mucho. Eso hace que su cuerpo sea más que delgado, enjuto, casi anoréxica. De nariz aguileña y labios muy finos, pelo corto, vestida como una antigua hippie de faldas largas con colores y flores, sin tacones y sin maquillar, busca más la comodidad que la estética.

Casada y con una hija, enviudó pronto. Años después, y en una de nuestras comidas de los miércoles, nos confesó que se había dado cuenta que era homosexual, “más vale tarde que nunca, ¿no os parece?”. Algo que acabó desatando la furia e incomprensión de Sofía, pero no su rechazo, su paciencia ya se había puesto a prueba más de una vez con las actividades de María, feminista, defensora del aborto y militante en varias O.N.G.s

Raquel, la mediana, era y es muy especial. No comprendíamos su ingenuidad de niña enamoradiza que compaginaba con la frialdad de una mujer seductora; no entendíamos su éxito en los negocios y su afán de ganar dinero, y lo poco que le importaba gastarlo. Frívola y sentimental, fría y llorona, niña y arrogante, dura y pasional. Nos desconcertaba. La vida, decía, hay que vivirla plenamente, sin enfados ni agobios, tal y como viene, sin decir a nada que no, toda experiencia es bella.

Raquel, 47 años, alta como yo, pero rubia, con una melena larga y ondulada, un pelo tan fuerte, brillante y sano que cualquiera envidiaría, por eso lo cuida a diario, lavándolo y cepillándolo como si fuera una emperatriz o una reina. Su esbelto cuerpo, pertrechado de grandes tetas, ha ido siempre vestido de modo impecable. Trajes chaqueta ajustados de faldas cortas y estrechas, y jerseys o blusas provocadoras dejan ver el comienzo de sus sujetadores. Calzada siempre con zapatos de tacón fino y delgado que no bajan de los ocho centímetros, le encanta balancearse sobre ellos, mirarse la punta de los pies, repasar suavemente sus medias. María siempre la castiga cuando la ve, diciéndole “¿Qué haces cuando vas a la playa o al monte?”. Ella, que nunca se ofendía por más que María la provoque, responde con naturalidad:

–No voy nunca al monte y así no tengo que ponerme zapatillas, y cuando voy a la playa siempre encuentro algunas sandalias monísimas

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de última temporada con una buena cuña. Yo voy cómoda así, ¡qué más te da!

–No si a mí, como entenderás, me da igual. Pero para venir a comer con nosotras no es necesario un modelito diferente cada miércoles. Somos tus hermanas.

–No lo hago por vosotras, sino por mí. Me gusta verme guapa. Cuando quieras, te dejo algo de ropa; ya no sé ni dónde guardarla.

–Ni hablar, a mí no me gusta tu estilo tan sofisticado y a la última.

–Pues a mí, sí –interviene Sofía– me encantaría tener tanto dinero como tú y ese cuerpazo para lucirlo. Lo que no me gusta es lo que haces.

–¿Qué hago? –pregunta con parecida ingenuidad Raquel, como si de verdad no supiera a qué se refiere Sofía.

–¡Tu vida! Esa locura de acostarte con todo el mundo, tener dos novios, no sentar la cabeza, ese puterío constante en el que vives. Ya no eres una niña. Te quedarás sola. Deberías sentar la cabeza, Raquel.

–No. No tengo que sentar la cabeza, porque no hago nada malo. Sólo me dedico a amar, que es lo único bueno que me llevaré en esta vida. Y no quiero a nadie fijo a mi lado; me gusta tener mi casa, y estar sola cuando quiero. No me preocupa la vejez. Además, ¿para qué soy la tía favorita de tanto sobrino?

En eso Raquel tiene razón. Es la tía favorita de todos los sobrinos. Siempre lleva regalos, y siempre acierta con los gustos de cada uno. Todos los niños la adoraban. Posee una paciencia infinita para jugar, contar cuentos y revolcarse como una niña en el suelo. Su risa es extraordinariamente contagiosa.

Sofía es más amiga que hermana. Me lleva cuatro años. Siempre tremenda, me asfixiaba de niña con sus críticas, sus insultos, sus provocaciones. Yo era tímida, ella descarada; yo tartamudeaba, ella nunca paraba de hablar; me daba miedo ir al colegio, ella nunca hubiera salido de allí; a mí me costaba tener amigos y ella se convirtió en la estrella de la clase. Por eso, me atormentaba incitándome a que fuera valiente y decidida, y “no una cobardica y una llorona”. Cuando

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llegamos a la adolescencia, a Sofía se le retrasó mucho el periodo; yo en cambio fui muy prematura. En apenas unos meses, las dos hubimos de compartir el secreto que nos hacía mujeres, nuestra habitación, los gustos por los chicos, y los cotilleos. Nos hicimos inseparables.

Sofía se parece a Ángela. De estatura pequeña, pero no tanto; más robusta, menos dulce en sus gestos, resulta siempre provocativa, sea con vestido de raso, en pijama o con albornoz. Su sensualidad provocadora se desborda en cada uno de sus gestos extremadamente femeninos. Inconsciente de esa fuerza; ni la mide ni la controla. Simplemente la ignora.

¿Sus ideas políticas?

Absolutamente conservadora en todos sus planteamientos. Católica y convencional, todo le resulta atrevido. Cualquier propuesta novedosa le parece una revolución en potencia. Las cosas siempre están bien como están, según ella, “tienen su orden”, y el orden no es bueno romperlo. Por supuesto, no compartimos opiniones. Discutidora y contestona, siempre tiene un reproche preparado para María o Raquel.

Si en alguna de las reuniones de los miércoles nos hubieran realizado una encuesta, esas preguntas para averiguar qué piensa usted y a quién pretende votar, seguro que la estadística hubiera salido con un alto índice de error, pues cada una de nosotras hubiera contestado lo más dispar.

Su novio nos caía bien, aunque ni siquiera sabíamos cómo era, pues sólo decía, hacía y pensaba, lo que Sofía deseaba. Vivía y soñaba por y para Sofía.

¡Ella parecía feliz y enamorada! O al menos así debía ser para pasar media vida embarazada. Un primer niño, que tantas risas nos ha causado por ser varón, dos gemelas, otra niña; ¡y aún todavía se había embarcado en un cuarto embarazo! “No hay nada más bello que parir. Además no duele tanto como dicen”.

Y ahora yo.

Me llamo Alejandra, nombre “de princesa” según Ángela -como ya dije-, nombre que no sabía pronunciar bien cuando era pequeña.

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¿Trabajo? Profesora de universidad.

¿Aficiones? Tengo bastante tiempo libre, me gusta viajar.

¿Algo muy personal? He tenido tres abortos involuntarios. No puedo ser madre. Y no tengo magia.

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SOFIA Y YO

Joder, qué mierda. A punto de cumplir 40 años y estoy más desorientada que cuando tenía 20. Si hago repaso de mi vida, no tengo derecho a quejarme: he viajado, estudiado, trabajado, sigo enamorada de mi marido, y no me falta dinero para los caprichos que desee. Una vida perfecta; tan perfecta que siento la necesidad de complicármela: de hacerla saltar por los aires para volver a construirla.

Nunca he sido aventurera, ni rompedora, ni nada de nada. Carezco de magia, como saben. No esperaba sino vivir mi vida sin demasiados sobresaltos. Y eso he hecho. La he ido construyendo con la monotonía y seguridad que me corresponde. Pero ahora me sobra tiempo.

¡Qué curioso! Siempre que hablo con Ángela me anima a que disfrute de mi estabilidad económica; ella no anda muy bien de dinero, pero se las apaña. Y cada vez que le pregunto si necesita algo, si puedo ayudarla, sonríe y me dice:

–No, cariño, yo no ambiciono ni necesito nada, y lo único que quiero de verdad, tú no me lo puedes dar. Yo sólo quiero comprar tiempo.

–¿Tiempo? ¿Para qué? ¿Para no hacer nada?

–No, para hacerlo todo.

Y claro, no puedo entenderlo. A veces pienso que soy una desagradecida. Pero me siento extraña, obsesionada con una maternidad imposible.

Me miro al espejo. Empiezan a salirme ya esas pequeñas y molestas arrugas bajo los ojos; tengo más pecas en la cara y en el

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comienzo de los pechos, será del sol o de los años porque también me salen pecas en las manos. Bueno, no estoy mal; sigo conservando más o menos la misma talla, pero no es eso. Es que...

Mi marido no se queja. Es tan comprensivo, que no dice nada. Como si no le importara que no tuviéramos hijos; y a lo mejor es que no le importa, aunque no lo creo. Todos los días mantiene su eterna sonrisa, su beso de buenos días, y su deseo por las noches. Nunca le he visto enfadarse, llorar, echar de menos. Nunca lo he visto cambiar un ápice su actitud. Pero eso también me irrita.

Esta crema antiarrugas es una mierda. Al final, no voy a poder sonreír, y además me salen canas. Mi hermana Raquel, siempre tan impecable y a la moda, me aconseja que me aclarare el pelo: “Hazte rubia, así no se te notarán las canas”. Difícil cambiar mi imagen bruscamente. Siempre fui la misma: el mismo estilo de pelo, el mismo estilo de ropa, la misma talla, y la misma monotonía.

Según Raquel, tengo un aspecto antiguo, “clásico”, dice. “Hija, modernízate, ya no se llevan los rizos ni las faldas estrechas”. Pero me veo bien así, aunque es verdad que cuando miro a Raquel siento envidia de esa diosa rubia, alta y sensual.

Suena el teléfono.

–Dígame.

–Alejandra, ¿has visto a Sofía? –pregunta Ángela.

–¿Por qué? ¿Pasa algo?

–No, cariño. Pero ya sabes cómo es. Me preocupa su nuevo embarazo. Me quedaría más tranquila si la acompañaras siempre que puedas.

–Algo ocurre.

–Le pilla algo mayor. Había pensado que podrías acompañarla al ginecólogo; su marido está muy ocupado. Irá sola y en bus; tu compañía le vendrá bien.

–Sabes que me gustará hacerlo. Otra cosa es que me lo permita.

–Déjalo de mi cuenta.

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Había algo raro en aquella llamada. Sofía es muy independiente, nunca necesita a nadie y, por otra parte, si a Ángela le preocupaba algo, sus razones tendría.

Cuando Sofía y yo éramos pequeñas, Ángela estaba ya embarazada de su primera hija. Yo tenía unos ocho años, Sofía cuatro más, y Ángela poco más de veinte. Se pasaba horas acariciándose la tripa, cantando, hablando, susurrando cuentos. Nosotras íbamos a ser tías por primera vez, lo que representaba todo un acontecimiento.

Una tarde, en casa de Ángela, quisimos que nos vaticinara el futuro. Ángela tenía el don de ver cosas, de adivinar; se dejaba llevar por lo que veía. Desde su embarazo estaba especialmente sensible. Tenía más facilidad para intuir estados de ánimo, problemas, sensaciones. Andaba todo el día llamando a mamá, a María y Raquel, para alertarlas de posibles complicaciones. De nosotras no se ocupaba. Nos miraba y sonreía con placidez; preguntaba por el colegio, y con una mirada, sabíamos que no era necesario hablar.

Esa tarde, Ángela nos pidió que le enseñáramos las manos. Nunca leía las manos. Se las ofrecimos. “Así no, mostrádmelas”, dijo. Las estuvo mirando durante bastante rato, las acariciaba y comparaba. Finalmente, puso la de mi hermana Sofía sobre la mía, juntándolas. Y suspiró hondo. Nosotras nos mirábamos divertidas.

–Estas líneas que cruzan la palma desde arriba del pulgar son iguales. Si ponéis vuestras manos, una encima de la otra, encajan perfectamente. Las dos rayas están partidas a la mitad más o menos. Se parte la raya y sale una segunda línea. ¿Las veis?. Pero la de Sofía desaparece poco a poco. En cambio, en la de Alejandra sucede al contrario. Su segunda línea es muy fuerte, está más marcada que la primera.

–¿Qué quiere decir?

–Queridas niñas, vuestras líneas encajan como encajarán vuestras vidas. Os pertenecéis una a la otra. Os complementáis. Llegará un momento, justo cuando vuestras dos líneas se interrumpan, que una de vosotras vivirá en la otra. La vida de Sofía será la vida de Alejandra.

–¿Me voy a morir? –preguntó Sofía.

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–Vivirás y bien. Dejarás en tu vida muchas cosas, muchos hijos. En cada uno de ellos, estarás tú: tus ojos, tu sonrisa, tu pelo, tu genio. Toda tú. Y Alejandra te tendrá junto a ella todos los días de su vida. Estáis unidas por las líneas de vuestras manos. Quereos mucho, niñas mías, pues no habrá nunca amor más generoso que el de vosotras dos.

No entendimos nada, pero nos daba igual. Ángela es un hada. Lo que decía eran secretos de verdad. Durante una larga temporada, nos mirábamos las palmas de la mano, nuestras líneas, las repasábamos con rotulador para marcarlas bien, y esperábamos a ver cuál se borraba antes. Estábamos unidas, pero eso nos parecía normal. Si Ángela salía con aquello, por algo sería. Resultaba divertido. Con el tiempo, nos olvidamos de su pronóstico.

Cuando Ángela comentó lo del embarazo de Sofía y que estuviera pendiente de ella, tuve el acto reflejo de mirarme la palma de la mano. No sé por qué, pero lo hice. La miré con cuidado, y recordé sus palabras. Tuve tentación de llamar a Ángela y preguntarle si tenía algo que ver con aquella conversación de niñas. Luego pensé que era una estupidez; seguro que ni se acordaba de aquello. Simplemente, estaba preocupada por Sofía; todas nosotras lo estábamos.

Decidí llamar a Sofía y pasar la tarde con ella. Desde entonces fuimos aún más inseparables. Cuando la casa y los cuatro críos le dejaban algún tiempo libre, salíamos a pasear y charlar, o al ginecólogo. No me perdí una sola visita desde el quinto mes de embarazo. Cada ecografía representaba una gran alegría. Nos daban siempre dos copias: una para ella, la otra para mí, para la tía más cercana que esa niña iba a tener.

Mi hermana no sabía cómo le iba a llamar, y no parecía preocuparle. “Ya lo pensaremos juntas”, decía. “Hemos de buscar un nombre sólo para ella, pero que, al mismo tiempo, lo entendamos todas. Un nombre de la familia que no lo lleve nadie. Ese es el nombre que quiero”.

Era el importante encargo que había recibido: buscar el nombre de mi sobrina. Me empleé a fondo, buscando en el santoral, repasando novelas de todo tipo, recordando nombres de heroínas; no había ninguno que tuviera suficiente fuerza, personalidad, dulzura y originalidad.

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“No te agobies”, decía Sofía, “ya nos llegará la inspiración. A lo mejor cuando nazca y le veamos la naricita, sabremos exactamente cómo se llamará”.

Pasaron cuatro meses. Hacía tiempo que no me sentía tan viva, tan plena. Me brillaban los ojos, tenía las mejillas sonrosadas, y en cada comida de los miércoles, yo era la encargada de comentar cómo había pasado la semana la embarazada, qué había dicho el médico, si se le hinchaban las piernas o si el bebé daba pataditas.

Mis hermanas se burlaban, “pareces tú la embarazada”. Sofía no se enfadaba. Para ella, representaba un embarazo más; para mí, era un embarazo único. Ángela sonreía con ternura.

Cumplí así los cuarenta casi sin darme cuenta. Supe que llegaba aquel cumpleaños porque mi marido preparó un fantástico fin de semana en un parador de Tortosa, y porque mis hermanas trajinaban más de lo usual en la cocina.

De no ser por aquel embarazo, yo seguiría contándome las arruguitas de los ojos.

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ÁNGELA

Según mamá, fue el embarazo más extraño que tuvo y el parto más difícil. Durante su gestación no paraba de soñar, de vivir como una doble vida, tanto durmiendo como despierta. Siempre estaba imaginando historias, viendo a personas desconocidas que le resultaban familiares, presintiendo peligros. Lógicamente, lo atribuía todo al embarazo, a sentirse especialmente sensible. Pero no era ella, era Ángela.

Tardó muchas horas en dar a luz. Quizás porque debía coincidir con una fecha mágica: la noche de San Juan. Sí, mi hermana nació en la noche del fuego, del sueño, del mar. Hubo una fuerte tormenta. El mar brincaba como nunca. Después de nacer mi hermana, cuenta mi padre, que todo volvió a quedar en calma: la noche, el calor, el mar, el silencio. Como si nada hubiera pasado, o quizás todo, pues Ángela ya estaba aquí.

Desde que nació, mi madre se dio cuenta de que su hija sería diferente. Tranquila, serena, estar a su lado era un bálsamo de paz. Cuando empezó a ir al colegio, sus compañeros decían que Ángela era “una niña rara, pero muy buena”, de hecho, todos querían jugar siempre con ella, la invitaban a los cumpleaños y no había nadie que se burlara o pretendiera hacerle daño. Era la amiga perfecta. Pero Ángela no tenía interés alguno en estudiar, sino simplemente en estar con la gente. Sus ojos azules se abrían de forma exagerada para que cayeras dentro.

El mejor amigo de Ángela fue un niño problemático que entró a su clase a mitad curso. Entonces resultaba difícil hablar de integración o convivencia en materia educativa; los “alumnos malos” eran muy malos, y por tanto, apartados, excluidos o expulsados. Ese fue el caso de este chaval. A sus 8 años, llevaba ya dos expulsiones y la

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amenaza de no cursar ni los estudios de primaria. Probablemente sufría problemas de hiperactividad que entonces no se sabían diagnosticar. Entró en clase sin saber apenas leer ni escribir, con lo que su frustración iba en aumento. “Es el niño malo y tonto de la clase”, así lo definió la directora nada más entrar, y así lo creyó él hasta que conoció a Ángela.

La mayoría de padres emprendieron protestas cuando se enteraron de que aquel crío había sido admitido en el colegio. En menos de quince días, el problema había desaparecido.

El primer día de clase, el niño se sentó solo. Y también el segundo. No comía con nadie y tenía prohibido salir al patio porque temían que pudiera pegarle a algún compañero o romper algo. Cuando se enfadaba, solía emprenderla tirando sillas o libros por el aire, y los chavales salían precipitadamente de clase. Pero Ángela fue a hablar con la profesora y pidió sentarse a su lado. La profesora habló con mi madre. Y mi madre sólo pudo responderle lo que ha dicho durante toda su vida: “si Ángela quiere, ella sabe lo que hace”. Y Ángela lo sabía. Su amigo empezó a leer, a pintar, a escribir, a sonreír, a jugar con otros niños, a salir al patio, a comer con los demás, y… a celebrar su cumpleaños, algo que no había hecho desde que era muy pequeño. Cuando se ponía nervioso y notaba que la cabeza le presionaba, se le alteraba la sangre y le entraban ganas de romper cosas, llamaba a Ángela a gritos, estuviera donde estuviera, y ella, sin correr, siempre tranquila, lo abrazaba, con brazos que crecían pese a lo pequeña que era comparada con él, que le sacaba casi dos cuerpos, y le susurraba al oído y le acariciaba el pelo y le besaba suavemente en la mejilla, y él acababa llorando, encogido dentro de los brazos de Ángela, y quieto como si ya no tuviera ningún mal dentro.

Cuando Ángela menos lo esperaba, él llegaba corriendo y le daba un beso, siempre en la mejilla, asegurándose así que ella estaba a su lado. Hasta el día que terminó el colegio. Aquel día de final de curso, él la tomó en brazos, la levantó porque apenas pesaba y, pese a tener trece años, le dio el beso en los labios más profundo que un pequeño hombre sabe dar para demostrarle que la había querido y la seguiría queriendo siempre. Gracias a Ángela, siguió estudiando, terminó medicina y psicología y se especializó en trastornos mentales.

Aunque cada uno siguió su camino, se han seguido viendo, y él nunca olvida mandarle una rosa roja, un libro y en él una del dedicatoria con la fecha en la que acabaron el colegio.

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Ángela no quiso seguir estudiando. Decía que ése no era su destino. Ella sería tránsito de todos, y si algo bueno podía hacer, no estaba en los libros. Tiene esa sabiduría extraña que emana del interior. Sabe las cosas sin saber cómo las sabe. Decidió ponerse a trabajar en una tienda, una panadería, que acabó convirtiéndose en un centro social. A los dos meses de estar trabajando, aumentaron las ventas, simplemente porque la gente sentía la necesidad de ver a Ángela o contarle algo, lo que fuera, la muerte de un familiar o qué hacer ese día para comer.

Ángela nunca llora; ni de niña ni de mayor. Decidida, tozuda, hija perfecta que no da problemas, proporcionó a mamá dos grandes disgustos que nunca olvidaremos.

Uno de nuestros miércoles, cuando estábamos a mitad comida, dijo que tenía una noticia muy importante que darnos:

–Me caso el domingo.

Y puedo jurar, aunque mis recuerdos sean los de una niña de pocos años, que nadie rió, fue como si un rayo hubiera cruzado el comedor de casa. Todas miramos a mi madre. Su semblante se había transformado. La dureza de sus ojos fue inenarrable.

–¿Cómo dices? –enfatizó mamá.

–Me caso, mamá. El próximo domingo. Papá lo sabe y lo autoriza. Quiero que vengáis todas, pero no haremos ninguna fiesta. No quiero familia, ni amigos, ni conocidos. Sólo quiero que estéis todas allí.

–¿Estás loca? ¿Crees que te puedes casar así de un día para otro sin que hagamos un convite, sin que la gente lo sepa, sin invitar a la familia? La gente del barrio te quiere mucho. Seguro que pensarán que te casas porque estás preñada. ¿Lo estás? –Ángela negó suavemente con la cabeza.

–No es tan grave, mamá. Sólo quiero mantener mi vida privada. Ya tengo demasiada complicidad con todo el mundo; necesito mi pequeña intimidad.

–¿Tu intimidad? ¿En el día de tu boda? –mamá estaba furiosa e indignada– ¿Quién es él? ¿No será el loco de tu amigo del colegio?

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–Mamá, por favor, no hace falta que insultes. No, no es él. ¿Qué más da quien sea? Es un chico bueno, trabajador y lo conoces. Es el hijo del ferretero.

–¿Cómo puedes hacer esto? ¿Por qué no me he enterado de nada?

Decidí esconderme en un rincón de la cocina para que no me vieran. Sofía también estaba asustada. Vino a sentarse conmigo y me cogió de la mano; nos apretábamos muy fuerte porque no sabíamos bien en que quedaría aquello.

–No voy a ir a la boda. Conmigo no cuentes para tal disparate. Voy a hablar ahora mismo con tu padre para que te lo prohíba.

–No lo vas a poder impedir. Me caso el domingo, contigo o sin ti. Si tú estás, me ayudarás mucho, pero si no me casaré igual. Ya he tomado la decisión.

Ángela se casó ese domingo. Tenía 21 años. Vestida de azul pálido, que armonizaba con su pelo rubio y hacía juego con el azul magnético de sus ojos. Preciosa. Llevaba unas flores cogidas al pelo. De la familia del novio, acudieron sólo los íntimos. De nuestra parte, las cuatro hermanas y mi padre.

Papá lloró por todos.

–Tu madre debería estar aquí –le dijo– la vida es tan dura que no hace falta poner más piedras en el camino. No te preocupes, niña, al final lo entenderá y lo aceptará. Tú sabrás si es para bien.

Y entonces soltó aquello:

–Lo malo es que no lo sé. Sé lo que es bueno para los demás, pero no para mí. No sé por qué lo he hecho; quizás sea la necesidad de irme de casa. Estoy asustada.

El miércoles siguiente, Ángela apareció como si nada hubiera pasado. Mamá no estaba. Dejó la comida hecha y desapareció. Todavía estaba enfadada. Comimos las cinco hermanas en una complicidad extraña. Ninguna mencionó la “rara boda” de Ángela.

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Los problemas en mi familia tienden a deshacerse como se deshace un nudo, sin dejar rastro de su existencia en la cuerda. No recuerdo cuándo, quizá algo después, llegó un miércoles donde las comidas de todas juntas volvieron a reanudarse.

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MARÍA Y RAQUEL

Sigo con mi embarazo ficticio. Resulta todo algo extravagante, pero convertirme en la sombra protectora de mi hermana Sofía me produce alegría. La llamo a primera hora de la mañana, cuando sé que sus hijos han salido ya de casa, y está recogiendo la mesa del desayuno. Le pregunto qué tal ha dormido, cómo patalea el bebé, y qué vamos a hacer esa tarde. Normalmente insisto, ella es la que debe tener caprichos y antojos, pero Sofía siempre me dice en un tono de hartazgo: “ya te he dicho que eso de los antojos son tonterías, me da igual lo que hagamos.” Así que acabo siendo yo la caprichosa.

Me siento radiante y orgullosa. Por las noches se lo cuento a mi marido, le doy el parte de la evolución del embarazo con tal detalle que mira mi barriga y luego mis ojos para ver si estoy embarazada o ida. No entiende qué me pasa, pero lo respetaba porque me ve feliz.

Volviendo a los recuerdos.

Tras de la boda de Ángela y la tormenta que desató a su alrededor, las aguas volvieron a su cauce. Hasta el segundo gran disgusto que le dio a mamá. Ángela recuperó la serenidad imprimiendo a cuento hacía un toque de perfección. Tuvo dos hijas; la primera dos años después de casarse y la segunda dos años más tarde. Seguía con su trabajo cotidiano, su placidez y atenta a cualquier llamada.

Sofía y yo aún íbamos al colegio y no dábamos problemas. No había nada singular que ocurriera a nuestro alrededor.

Los años siguientes fueron mis hermanas María y Raquel las estrellas. María acababa de terminar los estudios secundarios y

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empezaba la universidad; Raquel, finalizados los estudios de primaria, comenzaba el instituto. Estaban en plena ebullición.

María quería estudiar medicina, pero prefirió dedicarse a cambiar el mundo. El primer año de estudios fue caótico pero decisivo para orientar su futuro.

Como es sabido, la muerte del dictador, el inicio de la transición política y la preparación de las primeras elecciones generales democráticas sacaron de la clandestinidad a todas las organizaciones políticas y sindicales. Un estallido de libertad. Hambre de hablar y gritar. Y María se sintió arrollada por aquella vida nueva.

La Universidad era un campo de batalla social, de huelgas y protestas, manifestaciones y pancartas, reuniones y debates, agitación y democracia; preludio de lo que España viviría en breve: la revolución social más importante de toda su historia. El fin de los años negros.

María participó en todas las revueltas estudiantiles y en todas las manifestaciones políticas; aunque su militancia activa se desarrolló dentro del feminismo de la época. Conoció pronto a quien sería su marido, uno de los líderes políticos universitarios más activos y carismáticos de aquellos momentos. Si ya estaba fascinada por lo que estaba viviendo, al enamorarse de aquel “guerrillero” universitario se involucró en cuerpo y alma.

Después acabó trabajando con su marido y otros compañeros médicos y sanitarios en una clínica que montaron dedicada a la planificación familiar; uno de los grupos pioneros para la normalización y la despenalización del aborto.

María sigue hoy hablando con la razón y la verdad de su lado, imperativa y propositiva, con cierta dureza en el fondo y forma y la pasión agarrada a cada una de sus palabras. Voces integradas en una polifonía, sorprenden nuestros diferentes modos de dialogar: el tono cálido de Ángela, el imperativo de María, el desenfadado e infantil de Raquel, el pragmático y conservador de Sofía, y mi prudente discreción.

De Raquel destacaría su capacidad de amar ilimitada, su frescura, su pura y clara sinceridad.

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Cuando con trece años comenzó el instituto, el cambio físico que se produjo en ella fue espectacular. Dejó el chándal del colegio, soltó su coleta de caballo siempre medio deshecha, se quitó el aparato corrector de los dientes, y su figura larguirucha y desgarbada que acompañaba una cara llena de acné se transformó radicalmente. Desde el primer día que pisó el instituto a nadie dejó indiferente aquella joven espectacular que lucía una impresionante melena rubia, alta y bien proporcionada, caminando sobre tacones estrechos y finos y vaqueros ajustados. No fue consciente de su poder de seducción hasta que, en el primer trimestre, su profesor de inglés perdió completamente la cabeza por aquella muñeca, que además era inteligente, la más inteligente de nosotras. Tanto que, apenas tuvo necesidad de estudiar para sacar notables y sobresalientes. Poseía una curiosidad ilimitada para los números, los negocios y las estrategias. Podría pensarse que con ese físico y esa mente, fuese el prototipo de mujer fatal. Nada más lejos de la realidad. Ingenua, natural y sencilla, nunca persiguió seducir o provocar, sino amar.

¿Su ideal?

Morir por amor. Le gusta el coqueteo previo, las caricias, los besos fugaces; los encuentros, las palabras cálidas, el aliento. Le gusta sufrir pensando en su amante las veinticuatro horas del día; que el teléfono suene cuando menos lo espera; escuchar canciones en las que se reconoce. Raquel siempre se siente la protagonista de las más hermosas canciones de amor. Ahora bien, en cuanto la conquista se realiza, el deseo y el capricho se ven satisfechos, cuando conoce a fondo al enamorado, Raquel considera que todo ha terminado. Ya no le duele el corazón, ya no sufre ni suspira, ya no sueña. Y no sabe vivir sin ese estado de ánimo. No lo hace por capricho; ella es así.

Es bastante normal que existan coqueteos entre profesores y alumnas, o que las jóvenes acaben medio enamoriscadas de alguno de los profesores. Resulta más atípico que un profesor de sesenta años pierda la cabeza por una jovencita de trece. Eso le ocurrió al profesor de inglés. Cada vez que ella hablaba, se movía, hacía alguna broma o coqueteaba, él perdía la cabeza. Raquel siempre comentaba que le era indiferente su futura profesión, que ésta no le importaba mucho, “secretaria, quizá, qué más da. Habrá que trabajar en algo”, repetía sin darle importancia, mientras sus notas académicas seguían siendo brillantes.

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Un día, su profesor le pidió que se quedara a revisar el examen. Cuando la tuvo enfrente, le dijo:

–Escucha, puedes ser aquello que te propongas. Eres más que buena, extraordinaria. Si no empiezas a asumirlo, perderás muchas oportunidades. Cómete el mundo, Raquel.

Luego, la cogió fuertemente entre sus brazos y la besó, como aún nadie había besado a mi hermana. El primer beso que Raquel recibió. Raquel no supo qué hacer y tampoco qué decir. Su profesor cogió la cartera y salió de clase.

Al día siguiente, Raquel no quiso ir al instituto, alegó que se encontraba mal. Tampoco fue al otro ni al otro. Y cuando transcurrida una semana decidió que debía enfrentarse a la situación, su profesor de inglés ya no estaba. Había pedido el traslado de forma urgente. Raquel no lo volvió a ver.

Ni pudo olvidarlo fácilmente, ni olvidar su consejo. Raquel estudió con tesón. Él le indicó el camino; la hizo tomarse en serio. Y muy en serio también, amó a cientos de chicos, porque como ella dice “no hago nada malo, sino ofrecer felicidad. Aunque, nadie nunca me ha vuelto a besar como aquella primera vez”.

Con aquel primer beso, su profesor de inglés le robó el lunar del labio. Fue la primera a quien le desapareció. Desde entonces tentaría la fortuna, caminaría entre sueños. Buscaría ese amor que nunca encontró de manera completa.

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RAQUEL

Desde aquel bautismo de seducción, las relaciones amorosas parecían perseguirla. Tenía poco interés en novios, aunque cualquier halago le complacía tanto que nunca sabía rechazar a su pretendiente.

–Pobrecito, dice que me quiere, ¿y si fuera verdad? Sufrirá tanto si yo le rechazo.

–Sí, hija, –decía mi hermana María– pero no por eso te vas a hacer novia de todo el que te lo pida. Hazte un poquito de rogar, ¿no te parece?

Su corazón era tan grande que cabía todo el mundo. Se convirtió en el objeto deseado del instituto, pero lo que empezaba siendo un deseo para los adolescentes con exceso de hormonas y adrenalina, acababa siendo un enamoramiento tan perdido que no les dejaba dormir, comer, ni jugar con entrega al fútbol o al baloncesto.

Carecía de buenas amigas, o excepción de una compañera de primer curso. Siempre fue así. Se entiende bien con los hombres, de tú a tú, en confidencias o en la cama; pero no con las mujeres. Despierta celos y recelos, porque mujer poderosa, no siente la necesidad de contar secretitos entre lágrimas. Y las amigas que no se cuentan cosas, no son amigas de verdad.

Como no podía estar ocupada en jugueteos amorosos, la mejor solución fue buscarse un novio. Encontró un chico fuera del instituto, dispuesto a cualquier cosa por ella, igual que todos. Siempre la recogía a la salida de clase para llevarla a casa, darle un beso en el portal y despedirle con un simple “hasta mañana”. Todos los días igual; ella estudiaba idiomas por la mañana e iba al instituto por la tarde; al salir, él la esperaba en el coche para llevarla a casa. De más edad que los

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compañeros del instituto, y siete años mayor que Raquel, los demás se retiraron. Ya nadie osaba pedirle una cita a mi hermana, ni siquiera para ir a las fiestas del fin de semana. Esas fiestas con las que ella soñaba mientras él esperaba que acabara las clases para casarse.

Vivió cuatro años tranquila; con un novio se consideraba protegida y hasta planeaba su futuro; de vez en cuando, eso sí, escapaba a alguna fiesta poniendo alguna excusa a su novio, y allí se enamoraba de algún chico que acababa de conocer y que sería, probablemente, el gran amor de su vida. Lo dejaría todo para irse a recorrer el mundo con él. Sucedía un viernes y duraba hasta el examen del martes, ya que Raquel necesitaba toda la concentración. Y en el examen obtenía un sobresaliente.

Poco le importaba o nada, el resto del mundo; no mostraba interés ni por la política, ni por las protestas sociales, ni por otras cuestiones que no fueran sus estudios. Tan desenfadada y seductora, su horizonte se limitaba a sus clases y su novio.

Cuando, acabado el instituto, él pensó que era ya momento de casarse, ella comenzó a adelgazar. Comía poco, estaba inquieta y entristecida. Algo la angustiaba. Uno de los miércoles, mi madre le preguntó abiertamente:

–¿Qué ocurre hija?

–Quiere que nos casemos

–Eres muy joven. Lo normal sería que esperarais un par de años al menos.

–No quiere casarse de un día para otro. Quiere que busquemos el piso, que empecemos los preparativos, que formalicemos el noviazgo, en definitiva, que nos pongamos manos a la obra con el tema de la boda. Quizás para dentro de dos o tres años.

–Eso está bien –dijo mi madre–. Es un chico muy serio, lleva cuatro años contigo esperando a que acabes los estudios. Te quiere mucho.

–Pero yo no. ¿Cómo le digo que no me quiero casar? Que lo quiero, pero no como él me quiere. Tengo tantas cosas que hacer,

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ahora es cuando empieza mi vida de verdad. Hay mucha gente que conocer y tanta gente para amar.

Parecía la letra de una canción romántica. Cuando, con apenas catorce años y en el primer curso del instituto, dijo que tenía un novio bastante mayor que ella, mamá torció el gesto y le echó una buena bronca. Un chico mayor sólo serviría para no dejarle respirar. Nuestra madre desconocía la verdad: que Raquel utilizaba al novio para que nadie la interrumpiera en sus estudios. Necesitaba que no se enamoraran de ella y no enamorarse. Nunca pensó que él la amaba para toda la vida, ¡para ser el padre de sus hijos! ¡Qué horror! Raquel no quería tener hijos, y él hablaba de tres o cuatro.

–¿Tres o cuatro, qué? –preguntó acogotada.

–Hijos, qué va a ser.

–Claro, claro…

–Hemos hecho muchos planes, cariño.

–¿Hemos hecho planes ?

–Raquel, ¿qué pasa? – preguntó desconcertado– ¿Tú quieres casarte?

–No, no, ahora no.

–No quieres casarte ahora. ¿Por qué ahora no?

–No sé cómo explicártelo. Yo no he querido casarme nunca. De hecho, ni recuerdo que lo hubiéramos hablado.

–¿Cómo? - él pasó del desconcierto al enfado. Se sentía humillado. ¿Qué has estado haciendo conmigo?

–Lo siento. No he querido hacerte daño. Te quiero, pero no pensaba que este momento llegase. Siempre esperé que encontraras a alguien, te enamoraras, y te fueras…

–Has estado jugando conmigo, engañándome todo este tiempo. Ni te conozco ni tengo palabras para insultarte. Ojalá no te vuelva a ver nunca.

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Estaba furioso, aunque era tan contenido que toda su ira la retenía entre sus puños apretados, clavadas las uñas en las palmas de las manos. Le había hecho daño aunque no pretendía jugar con él. Nunca se lo planteó así, pero se supo liberada. Tan libre como no se había sentido nunca.

La misma tarde que rompió con su novio, subió a casa precipitadamente, se dio una ducha y se cambió de ropa. Luego llamó a su mejor amiga, una compañera que conoció en el primer curso del instituto. Guapa como Raquel, pequeña, bien proporcionada, muy extrovertida. Cada una tenía su público, sus admiradores, relaciones abiertas, desinhibidas. En alguna ocasión incluso intercambiaron deliberadamente acompañantes, ligues, con el fin de probar quién de los dos besaba mejor. Se entendían sólo con mirarse. Amistad que le ha durado a Raquel toda la vida, a pesar de que su amiga tuviera tres hijos, dejara de trabajar y se dedicara a atender su familia.

De vez en cuando, su amiga entra en una profunda depresión, y entonces llama a Raquel, que corre a su lado; a veces tarda unos días, si está de viaje en Londres o París, pero siempre atiende su llamada, le obliga a ponerse guapa y le invita a comer en algún restaurante de moda para escucharla durante horas, y finalizar en algún bar probando cómo los coqueteos de ambas aún funciona.

Aquella tarde, Raquel y su mejor amiga salieron a comerse el mundo.

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ANTES DE LA TORMENTA

Raquel estudió empresariales; compatibilizando sus estudios con trabajos donde puso en práctica sus conocimientos de idiomas, para los que siempre tuvo gran facilidad. No he conocido a nadie capaz de memorizar, repetir y entonar tan rápido y de forma tan mimética como Raquel cualquier sonido. Terminó el doctorado, hizo algunos másters y continuó trabajando, cambiando de una empresa a otra, ascendiendo y triunfando en un mundo de hombres.

Increíble como multiplica su tiempo. Parece magia. Mientras las demás acabamos la jornada diaria agotadas, Raquel saca fuerzas para cambiarse de ropa, maquillarse y salir de fiesta; lunes o sábado, ella necesita ir al cine, al teatro o a bailar, depende de su estado de ánimo. Madruga, duerme poco, se acuesta tarde y no se cansa; María aseguraba que tenía que ver con la hipertensión, “esta chiquilla no es normal, es infatigable, y encima nunca tiene ojeras”.

Pronto se compró un apartamento donde se fue a vivir sola, pese a la bronca con mamá. Una se iba de casa, a ser posible casada, si no, mejor con alguna amiga que vivir sola. Raquel no. Ella amaba su independencia, porque soledad tenía bien poca, ya que rara era la vez que no dormía con alguien en su apartamento. Portento en su trabajo, portento en el amor. ¿Por qué no?

Tras la ruptura con su novio del instituto, empezó un desfile de pretendientes. Ninguno duraba más de un año. Se enamoraba perdidamente, claro, le encantaban los flechazos.

Bien, Raquel había encontrado su camino, mientras Ángela y María buscaban más libertad, un orden distinto en sus relaciones..

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María se había casado con el joven que conoció en la facultad, aquel estudiante de medicina, que montó su propia clínica y fue su ángel protector. Nunca se les vio discutir; sus criterios y posiciones fueron siempre coincidentes.

Para disgusto de mi madre, María se casó, pero no por la iglesia. La ceremonia en el juzgado fue deslucida. Hasta que llegaron las bodas civiles en los ayuntamientos, casarse por el juzgado era similar a pagar una multa; se entraba por una puerta, junto con los detenidos o inculpados, y antes de que los invitados hubieran llenado la sala, ya le daban la enhorabuena. “¡Qué ceremonia más fría, hija! Así da igual casarse que no. ¿Esto sirve de matrimonio, no?” Para mi hermana, todo era magnífico.

El convite fue estupendo. Acudimos a una barraca cerca de la playa, entre huertas, y en unas mesas al aire libre, nos sirvieron unas paellas de leña; creo que nunca las he comido tan buenas, aún tengo el sabor y sobre todo el olor aquella leña y esa huerta grabada en algún rincón de mi memoria. Fue una fiesta familiar digna de algún cuadro de Sorolla o de una crónica de Blasco Ibáñez.

Apenas tenían dinero, como estaban endeudados optaron por irse de tienda de campaña a Venecia. “Para cuando lleguemos tenemos reservado un hostal, no creo que sea gran cosa, pero suficiente. Lo importante es que estaremos una semana en Venecia”. Por supuesto, no hubo dinero ni para subir en góndola, pero sí para montar en los vaporettos. Mi hermana lo contaba con tal brillo en los ojos que todas sabíamos que era feliz, la más feliz de todas. Y no necesitaba demasiado para serlo.

Ese viaje, pese a la tienda de campaña o quizás gracias a ella, fue fructífero para el matrimonio. ¡Al poco de casarse ya estaba embarazada! “Demasiado pronto, nos hubiera gustado esperar”, dijo. Y Ángela, con una de sus serenas frases tan inesperadas, sentenció: “Las cosas vienen como vienen y hay que aceptarlas. Mejor ahora. Será una niña preciosa”. “¿Niña?”, dije. Y mis hermanas se echaron a reír.

Todas traían hijas al mundo. Mi madre estaba feliz. Ángela tuvo una niña y poco después nacía otra hija. Cuando mi hermana mayor aún se estaba recuperando y apenas habíamos tenido tiempo de contemplar la nueva carita de la familia, a María se le adelantó el parto y de nuevo nos vimos corriendo en dirección a la clínica. ¡Otra mujer en casa! “Son las niñas de mis niñas”, decía mamá.

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Demasiada felicidad. Mi madre estaba pletórica. Con las niñas en brazos se había olvidado del enfado por la boda de Ángela, e incluso llegó a cogerle cariño a su marido.

Tampoco faltaron nuestras comidas. Los miércoles cobraban cada vez más intensidad; al jaleo que imprimíamos nosotras, se añadía el de las tres niñas cantoras que apenas nos dejaban hablar con tranquilidad. Cuando no lloraba una era la otra, pero era una delicia verlas sanas y fuertes. ¿También tendría yo a mi pequeña entre los brazos? Probablemente lazos familiares me impelían a ello, pero también algo más fuerte, algo atávico y determinante.

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LA TORMENTA

Alguna de mis hermanas aún conservaba el lunar en el centro del labio, lo que indicaba, según mi madre, que aún no habían encontrado definitivamente su camino.

María vivía todavía en una nube. La clínica funcionaba de forma estable; su trabajo le encantaba; su pequeña era una delicia, y su marido era el “marido más ideal de la tierra” según su propia definición. Pero la presencia del lunar presagiaba lo peor.

Ángela se mostraba nerviosa. En una de nuestras comidas la vimos pálida, alterada, con lágrimas en los ojos; lágrimas de quien no sabe llorar. Algo ocurría; sólo mamá supo que se acercaba alguna desgracia. Sofía y yo pensamos que se encontraba mal. Ningún presagio dura tanto tiempo.

Ángela podía prevenir desgracias, pero lamentablemente no podía alterarlas. “Es horrible saber que algo pasará y no poder cambiarlo”, se quejaba a menudo. Prácticamente no hablaba y apenas comía, lo que hizo que adelgazara casi siete kilos, y para un cuerpecito como el suyo, aquello suponía demasiada carga.

Toda tormenta acaba estallando.

María y su marido dejaron a la pequeña al cuidado de mamá; irían al teatro, a cenar y luego al cine de medianoche, para acabar tomando una copa sobre las dos de la mañana en algún garito con música de jazz. Como salían muy poco, el viernes que lo hacían aprovechaban y pasaban la noche en vela. Me gustaba que trajeran a la niña porque jugar con ella era divertido, y tampoco tenía nada en qué entretenerme, pues mis padres me obligaban a estar en casa a las diez.

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Fueron al teatro y aunque al marido de María le dolía la cabeza, aguantó toda la obra sin quejarse. A mitad de la cena, el dolor y la presión fueron insoportables y le rogó que regresasen a casa. María no le dio mucha importancia, una jaqueca la tiene cualquiera, pero le fastidió que se le estropearan los planes.

Ángela llegó muy alterada. Cuando mi madre la vio, palideció. Se encerraron en la cocina y hablaran en voz baja de lo ocurrido.

El marido de María había parado el coche y le pidió que fueran directamente a urgencias. Ella se asustó; si quería ir al hospital es que se encontraba realmente mal. Se detuvieron a llamar por teléfono desde una cabina, mi cuñado quería saber quién estaba en urgencias; habló unos minutos con uno de los médicos de guardia, y al colgar el teléfono, subió al coche, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

–¿Estás bien? –preguntó María.

–No. Tengo una enorme presión que me está zumbando en los oídos. No es normal. Por favor, date prisa.

Ella empezó a saltarse los semáforos en rojo, tocaba el claxon, encendía las ráfagas de luces.

Mi madre salía entre tanto de la cocina y empezaba a prender velas por toda la casa. Ángela sentada en el sofá, escondía su cara entre las manos buscando una concentración que no encontraba. La casa olía a incienso, jazmín, azahar y humo de velas. Olores mezclados, algo sucedía, fuera bueno o malo. “Las velas sirven para todo”, decía siempre. Cosa de magas.

–Ten entretenida a la pequeña, por favor –me dijo. Yo asentí con la cabeza–. Sofía, es mejor que no salgas esta noche.

–¿Qué pasa? –Sofía había estado arreglándose largo tiempo en el cuarto de baño por lo que ignoraba cuanto estaba ocurriendo. Cuando miró alrededor y vio que habría unas veinte o treinta velas encendidas con peligro de que algo se quemara, se alarmó.

–Nada bueno. Quédate. –Sofía asintió sin pedir más explicaciones y anuló su cita.

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La pequeña se durmió y la acosté en mi cama. En el comedor donde acudí a hacer compañía a mi madre y mis hermanas ninguna hablaba. Había un enorme puchero de chocolate caliente encima de la mesa. Me serví un tazón, dice Ángela, el chocolate reconforta. Mi padre iba de la habitación al comedor, se asomaba, miraba a mamá y volvía a marcharse. No quería molestar, pero estaba allí, por si hacía falta.

A las cuatro de la madrugada, sonó el teléfono. Era María. No entendimos nada ya que no paraba de llorar. Ángela intentaba calmarla.

–No te entiendo, cariño, no te entiendo. Sólo dime dónde estás y vamos para allí. Dime dónde estás.

Tardó minutos hasta que pudo articular palabra. Entre balbuceos y lloros, dio el nombre del hospital. Mamá y Ángela se levantaron, mi padre ya tenía los zapatos puestos y las llaves del coche en la mano. “Os llamaremos en cuanto sepamos algo”, dijo a Sofía y a mí.

Muchas de las velas se habían consumido ya, apagamos la otras. Abrimos las ventanas del comedor para poder respirar y que entrara aire fresco. Penetró el silencio grave e intenso. Era un barrio tranquilo. Nuestra casa daba a una calle interior, sin salida, pero muy amplia; apenas distinguíamos a los vecinos de enfrente cuando salían también a su balcón. Las luces apagadas indicaban que esa noche todos dormían.

Apoyadas en la barandilla, no pude evitar mirar al último piso de la finca de enfrente; allí vivía un compañero del instituto. Era el primer año de clase. Me gustaba mucho, un repetidor, mal estudiante, mayor que el resto de la clase. Por eso me gustaba. Con los de mi edad hubiera sido imposible plantearse nada interesante; “Dios mío, si alguno aún debía llevar pantalón corto”, pensé, “pero él no”. Estuve a punto de contarle algo a Sofía. No me atreví. Sacudí la cabeza con la sensación de estar haciendo algo malo; cómo podía estar pensando en mi compañero de clase cuando María estaba en urgencias. Somos egoístas hasta en la desgracia ajena.

Sofía debió percibir mi desconcierto, pues me pasó el brazo por el hombro, luego me dio un beso en la mejilla. “¿Qué ocurrirá?”,

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pregunté. “No sé. Anda, vamos dentro. Pondremos la tele y tomaremos más chocolate”.

A las ocho de la mañana, aparecieron mis padres, traían a María medio muerta. Ni dijo palabra ni nos miró. La llevaron directamente a la cama y se acostó con la ropa puesta. Tenía los ojos abiertos, ojos que miraban a la nada. Creo que no sabía dónde se encontraba. Mi madre, sentada a su lado, le acariciaba el pelo con cariño, sin hablar. No tenía palabras.

Papá nos contó lo sucedido: un derrame cerebral. Entró en el quirófano de inmediato y no salió vivo. Me costó enorme esfuerzo entender que nada podía hacerse contra la muerte, que la felicidad no bastaba para ahuyentarla.

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AMIGAS

De no tener una hija, María no hubiera hecho ningún esfuerzo por sobrevivir. No he visto a nadie sufrir tanto por amor, ni amar tanto como más tarde vi a Ángela, pero no ha llegado su turno.

Le costó mucho superar la muerte de quien representaba todo para ella. La clínica siguió funcionando; costó un poco reorganizar el trabajo, pero él había formado y preparado un buen equipo de profesionales. La mayor dificultad fue sustituirle ya que era el director, y a la vez sustituir a mi hermana, ya que estuvo cerca de seis meses sin incorporarse al trabajo. La llamaban por teléfono asiduamente y venían a casa por las tardes a contarle cómo iban las cosas y a consultarle asuntos profesionales con la única finalidad de que levantara la cabeza y recobrase el interés. Los primeros meses resultaron desesperantes.

Mi madre acogió a mi hermana y a su nieta en casa. María parecía completamente ida; ni la pequeña lograba arrancarle una sonrisa. La niña preguntaba a veces por papá sin mayor insistencia, aunque por las noches tenía pesadillas y se despertaba buscando a su madre, que permanecía casi en la misma posición día y noche. La situación consumía a mamá; su hija parecía muerta, no articulaba palabra, y apenas comía salvo algunos caldos energéticos que mamá preparaba para evitar una anemia.

Nosotras nos encargábamos de ducharla y lavarle el pelo, de asearla, de darle de comer cuando lo admitía, y hacerle compañía contándole cosas de la pequeña. Nada funcionaba.

Todas las tardes, después de cerrar la clínica, pasaba a verla una de las enfermeras, Manuela, compañera de estudios de María y su marido. Manuela era guapa, tenía un hablar suave y desechaba

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cualquier polémica. La base de su amistad residía en que María lograba imponer siempre sus razones, sin que Manuela le discutiera y ahora Manuela estaba allí, al lado de su amiga, todas las tardes. Venía a casa, hablaba mientras tomaba un café y luego se dirigía a la habitación junto a María quien ni siquiera la miraba; a Manuela parecía no importarle. Con paciencia de hierro, todas las semanas traía un ramillete de flores que cambiaba en el jarrón para que adornara la habitación.

Cuando Manuela no sabía de qué hablar a la enferma y puesto que a la larga resultaba un monólogo, se ponía a leer. Le encantaban las novelas; siempre llevaba una en el bolso, y como buena lectora, con su agradable y acorde voz, leía durante una hora o algo más.

Las dejábamos a solas porque pensábamos que esa compañía tranquila no le vendría mal. Saturadas y agobiadas de verla así, a veces mamá perdía la paciencia y salía de la habitación dando un portazo. Había perdido la esperanza de que María pudiera recuperarse.

Los antiguos compañeros de trabajo fueron espaciando sus visitas. Venían a ver a quien no quería ser vista. No sabían de qué hablar ni qué decirnos. Entretanto sacaban la clínica adelante; le cambiaron el nombre y pusieron el de mi cuñado; puntualmente, mi hermana María recibía su nómina y arreglaron todos los papeles para que cobrara la pensión de viuda y la de orfandad. Los ángeles existen, pese a las atrocidades que todos los días ocurren en el mundo.

Ángela se llevó la pequeña a su casa. “Dónde hay dos pueden haber tres. Y será mejor para la niña estar con sus primas”. Para mi madre fue un desahogo, así disponía de menos carga. Ángela acudía todos los días y dejaba un rato a la pequeña quien iba junto a su madre, a tumbarse a su lado en la cama, a darle besos y sonreírle, hasta que se cansaba de sentirse ignorada.

No se veía final a la locura de mi hermana.

Cogimos mucho cariño a Manuela. Cuando volvimos a las comidas de los miércoles, a pesar de la ausencia de María, incorporamos a esta nueva amiga.

Fue sorprendente como se acopló a nuestro mundo y más sorpresivo comprobar lo bien que cocinaba. Le encantaba la repostería, y pidió a mi madre que le dejase preparar algún dulce, lo

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que no le hizo ninguna gracia. Se sentía amenazada como reina indiscutida de la cocina. Ángela la convenció; a Manuela le convendría y ayudaría a integrarla en el grupo. Y así fue, sin darnos cuenta, mientras María vegetaba, Manuela entró en nuestras vidas como algo más que una amiga. Otra hermana en nuestro reino solidario de mujeres.

Seis meses después, María se levantó de la cama por propia voluntad. Mamá salió a comprar, Sofía y yo estábamos en el instituto, Manuela en el trabajo y Ángela no había llegado todavía. Como nunca se movía, quizá de forma excesivamente confiada, la dejábamos sola en más de una ocasión.

Apenas levantada, tomó un buen café cargado, comió fruta y se metió en la ducha, desprendiéndose con el agua tibia de su pasado. Una vez vestida, se maquilló y se fue directa a la peluquería. Antes dejó una nota sobre la mesa de la cocina: “volveré a la hora de comer. No os preocupéis. Estaré como siempre para la comida de los miércoles”. Era nuestro día, por eso mamá había salido a comprar esas cosas que siempre le faltaban para el menú.

En la peluquería pidió que le cortaran y tintaran el pelo, buscaba un look juvenil; después, contra su costumbre, pidió una depilación y manicura. De allí se fue al trabajo. Cuando la vieron entrar en la clínica, creyeron ver una aparecida. La besaron, la abrazaron, la felicitaron por su aspecto; lloraron, la llevaron al despacho de su marido, exactamente igual como lo dejó, incluso las fotos de ella y la pequeña seguían sobre la mesa. Aquello suponía una recuperación imprevisible. Habían pensado que con su amigo moría también ella, perdiendo a los dos. Pero María estaba allí, dispuesta a incorporarse al trabajo y con una imagen impecable. Un milagro.

–Por favor, no quiero que mencionéis el nombre de mi marido. He de hacerme a la idea de que ha muerto y que mi vida continúa, pero aún no estoy preparada para escuchar su nombre sin temblar –dijo. Miró a su alrededor y preguntó– ¿Dónde está Manuela?

–Ha salido. No tardará en llegar. ¿Tienes tiempo para esperarla?

María asintió.

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Cuando Manuela entró en la clínica y encontró a María hablando amigablemente con todos, despachando papeles, organizando su despacho, primero esbozó una enorme sonrisa, luego se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Cualquiera diría que no te alegras de verme, –dijo mi hermana abriendo los brazos para abrazarla–. Anda, ven aquí.

Manuela corrió hacia ella.

–Jamás podré agradecerte todo lo que has hecho por mí. Te veía, te oía y te quería dar las gracias pero no podía articular palabra. Ahora sí: gracias, gracias, gracias.

Entre besos, caricias, y abrazos, mi hermana María agradeció a su mejor amiga que hubiera estado a su lado durante su calvario.

Al final de aquella mañana y antes de comer, María, con sonrisa franca y sincera, fue a la casa de Ángela, quien ya tenía preparada la maleta con la ropa de la pequeña; sabía que venía a recogerla.

–La niña está en la guardería. ¿Por qué no vas a recogerla?

Cuando la pequeña vio a su madre, se arrojó en sus brazos.

–¿Ya no estás malita? –le preguntó.

–No, tesoro, nunca más estaré malita, y nunca más me separaré de ti, ¿de acuerdo?

Ese miércoles fue especialísimo. Habíamos recuperado a María. Mamá le pidió a mi padre que comiera con nosotras. “No te acostumbres, es una excepción. Pero hoy es un día especial”. Estábamos exultantes. Una vez sentados a la mesa, María preguntó: “¿Y Manuela?”. Ninguna había caído en la cuenta de que Manuela no estaba, ni habíamos contado a María su incorporación a nuestras comidas. Pero lo sabía. María lo sabía todo, y fue la única que se dio cuenta de su ausencia.

Manuela pensó que sería mejor dejar a la familia a solas para celebrar el reencuentro. Discretamente, no quiso aparecer; es más, tenía intención de no volver más a las comidas de los miércoles. Pero

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al día siguiente, cuando María se incorporó al trabajo, lo primero que le dijo fue: “Espero que tengas una buena excusa para no venir la próxima vez. De no ser así, no puedes faltar, ¿entendido?”. Manuela había comprendido que ahora ya era una más de las mujeres de mi familia.

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EL LUNAR DE SOFÍA

De pronto, a María le desapareció el lunar. Mi madre nos lo había comentado, “el lunar desaparece cuando una ha encontrado ya su camino definitivo; no se trata de alcanzar la felicidad, sino de encontrarse a una misma. ¡Pensar que el dolor ha borrado el lunar de María!” Quizás no fuese el lunar, sino el drástico cambio que en su vida se había producido.

Aquel fin de semana acudimos todas en comitiva a limpiar el apartamento de María, cerrado durante aquellos meses. Temíamos que se derrumbara al comprobar la ausencia de su marido. Al entrar respiró hondo, cerró los ojos y apretó la mano de Manuela que no la dejaba sola ni un instante. La pequeña había entrado corriendo, “mira, mami, mis juguetes”, y su alegría natural nos hizo sonreír. La niña era el mejor antídoto contra la depresión.

Mientras nosotras limpiábamos, María quiso recoger la ropa de su marido. “No, dejadme a mí; he de saber cerrar este capítulo de mi vida como corresponde. Ni siquiera fui a su funeral. Lo menos que puedo hacer es despedirme de sus cosas. No os preocupéis, estoy bien. He de aprender a ser fuerte.”

Luego nos fuimos juntas a comer, y cuando terminamos nuestras pizzas, María se levantó y dijo “ésta invito yo. Me voy a casa”. Todas la miramos con una sonrisa de inquietud. “Tranquilas, Manuela vendrá conmigo, ¿verdad?” En ese instante vimos todas la felicidad personificada en su rostro. Manuela fue a vivir con mi hermana y mi sobrina porque María no quería estar sola y Manuela deseaba estar a su lado. Comenzó una nueva etapa. Como la desaparición del lunar había indicado.

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Aunque la larga recuperación de María nos llenó de incertidumbre y angustia durante meses, nuestras vidas transcurrían según su propio curso.

Raquel volvió a amar con la misma pasión a que nos tenía acostumbradas.

Sofía y yo caminábamos todavía por vías paralelas. Sofía estaba en el último curso del instituto y yo en primero. Ella tenía claro que no quería prepararse para el acceso a la universidad. Al contrario que María y Raquel, carecía de curiosidad intelectual, prácticamente no tenía curiosidad por nada.

Comenzó a salir con un chico que trabajaba en una empresa de automóviles. Al poco, ya lo había presentado como novio formal en casa; fue una sorpresa, porque siempre iba con las amigas del instituto o del barrio. Nos sorprendió tanta prisa. Dado su pragmatismo, había llegado la hora de tener novio.

Habría jurado que Sofía no estaba enamorada, pero nada más incierto, pues desde que lo conoció a los diecisiete años hasta hoy, no ha existido nadie más. Pronto buscó trabajo de auxiliar administrativo, “a mí lo que me gusta es estar en una oficina”, decía. Todo muy convencional. Los fines de semana los dedicaban a buscar piso; sin prisa en casarse, lo harían “como Dios manda”. Y así fue. Modélica –así lo pensaba mi madre– después de las opciones tan “desordenadas” de mis hermanas mayores. Yo también fui ejemplar en mi casamiento, pero ya no tuvo tanta importancia, Sofía había marcado la pauta.

Cuatro años durante los cuales no hablaba de otra cosa que del piso, la boda, los niños. Era su único tema de conversación. Su novio hacía todo aquello que Sofía deseaba; no he visto a nadie seguir de manera tan disciplinada y obediente los designios de alguien. Mi hermana, muy a menudo, solía ser algo tirana.

Se casaron por la iglesia, de blanco y con una ceremonia por todo lo alto; un convite con más de trescientos invitados y con todos los detalles de la boda más clásica. Fui la única que consintió ser dama de honor, y tuve que vestir de azul celeste con un vestido alejado de mis gustos; mis otras tres hermanas estallaron en una enorme carcajada cuando Sofía se lo propuso, ¡damas de honor! A María le cayeron las lágrimas entre carcajadas. Sofía se sintió ofendida porque

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hubieran rechazado tal honor. Se le pasó el enfado cuando estuvo ocupada en buscar mi horrendo vestido.

Tras la boda, se fueron de viaje de novios a París. Demasiada ciudad para mi hermana. Cuando regresó del viaje, sólo se le oía renegar: que era muy grande, se había cansado mucho, demasiados museos, estaba gris y no hacía sol, colas interminables… ¡Siempre he pensado que a París solo le falta el mar para ser la ciudad perfecta! Me perdería entre sus calles, entraría en cada uno de sus edificios, adoro su nombre mágico y enamoradizo. Sólo saldría de allí para regresar como las golondrinas, a nacer en el mismo nido, a buscar el sol tibio del invierno, y la luz clara de mi Mediterráneo. Si no fuera porque en lugar de sangre tengo salitre, y porque en lugar de energía tengo sol en el cuerpo, me habría escapado hace años a París.

Mi primer viaje a esta ciudad mítica fue con mi marido. Luego, he vuelto muchas veces, pero siempre acabamos hablando de la primera vez: la habitación en un hotel céntrico pero modesto, con una buhardilla tan pequeña que apenas cabía la cama, pero por la ventana se salía al tejado y, desde allí, veíamos el Sena y la Torre Eiffel. Cenar en el tejado. En verano. Una noche maravillosa. Queso, paté y vino francés. No se podía pedir más. La única compañía que podía molestarnos era algún gato curioso.

Sofía prefiere la comodidad, estar en casa. No le gustan las cosas que no controla. Estuvieron algo más de tres años sin tener hijos, “es demasiado pronto, queremos disfrutar un poco”, decía, aunque yo no sabía lo que significaba disfrutar para ella. Cuando consideró que había llegado el momento, decidió que habían de tener hijos. Y así empezaron sus sucesivos embarazos.

Contra todo pronóstico en la familia, primero tuvo un niño. Cada niño suponía una fiesta. No sólo por la alegría, sino por la rareza. Sofía estaba encantada. Dejó el trabajo, no lo dudó ni un solo instante. Todas le aconsejamos que no lo hiciera, era importante para su autoestima, su autosuficiencia, sus ingresos, y para ella misma. Pero tenía las cosas muy claras. Deseaba ser madre. Desde el primer embarazo, Sofía supo que había nacido para criar. Era feliz así.

Tuvo un segundo embarazo; esta vez gemelas, dos niñas. Luego, una tercera niña. Se plantó en 32 años con cuatro hijos. “Ya está bien, ¿no? Ya he cumplido. No necesito complicarme mi existencia”. Nunca la vi discutir con sus hijos, ni castigarles. Los

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llevaba con una disciplina férrea, milimétrica; no perdonaba horarios, cenas, ni baños, los deberes del colegio, las palabras malsonantes. Por supuesto, tampoco los caprichos ni los berrinches infantiles. Tenía el don de saber imponer orden con solo una mirada.

Doce años después de su última hija, Sofía vuelve a estar embarazada. De un embarazo que no esperaba, pero que, según ella, le ha hecho rejuvenecer. “Es extraordinario estar de nuevo embarazada. Ay, mi hermanita, cómo desearía que pudieras. No es justo que yo haya tenido tanto y tú no. Me duele mucho que te pierdas algo tan fantástico”.

He tenido amigas que han debido hacer reposo, otras que vomitaban continuamente, se les hinchaban las piernas, creían morir en el parto, pero Sofía no. Embarazada, estaba guapísima. Aunque fuera pequeña, nunca engordaba en exceso. Su cara se volvía más tersa, y su cuerpo ganaba en sensualidad, dulce como una fresa.

Tenía ante mí, gratuitamente, lo que la naturaleza me negaba.

El lunar de Sofía fue desapareciendo, discretamente. No una desaparición radical como en María, que, cuando finalizaron sus meses de encierro, ya no lo tenía. Ni como Raquel, que fue precoz perdiéndolo. El de Sofía se iba difuminando, cada vez se le notaba menos, tan sólo tenía un pequeño hoyuelo, casi imperceptible, en el centro del labio. Caminaba con su propia sabiduría, con pasos firmes y serenos, siempre pragmática. Era tal cual había sido, por eso, el lunar se iba borrando poco a poco, hasta dejar sólo una huella.

Quedábamos Ángela, la mayor y en cierto modo madre, sanadora de almas y cuerpos, y yo, la pequeña Wendy que había vencido su timidez pero sólo quería pasar discretamente por la vida por miedo a ser demasiado visible.

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WENDY O ALEJANDRA

El año que entré en el instituto dejé un montón de complejos detrás. Los doce y trece años habían sido un suplicio. Larguirucha, más bien flaca, desgarbada, la cara llena de granos, destacaban mis ojos que tuve que encerrar tras unas horribles gafas de concha, enormes y antiestéticas. Para colmo de males, me provocaron una alergia en la piel y dos profundas heridas que llegaban hasta casi entradas las mejillas. Pasé medio curso con esparadrapos y tiritas en la cara, soportando aquellas gafas que me causaban un complejo enorme. Ojos grandes, del color de la tierra, expresivos, que casi no utilizaba por vergüenza. Más tarde, entendí el poder de una mirada y me supe capaz de transmitir con ellos cuanto no me atrevía a decir; capaz de ver más allá, de entrar en la mente de quien tuviera enfrente, de hipnotizarle mirándolo fijamente. Con un simple pestañeo lograba cambiar la intensidad de la mirada.

En aquella prematura adolescencia, yo no me quería. Atractivos eran los ojos azules, verdes o negros, pero no un vulgar color que no sabía identificar. Más tarde, también aprendí a quererme.

Cuando mi vecino, aquél que yo espiaba desde el balcón, me dijo lo guapa que era: “me mola tu cara, niña, y el color tierra de tus ojos”. Sirvió para que echara a correr hacia el espejo y estuviera una hora mirándome, reconociéndome, reencontrándome. Entonces, prometí que ya no los encerraría nunca tras unas gafas: que pasara lo que pasara, nunca más los ocultaría. Y ahí están, aguantando el viento, el sol y el frío. Sin gafas.

En ese primer curso del instituto, yo sólo deseaba ser un chico; pensaba que ellos tenían la fortuna de su lado. ¿Por qué había nacido

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en una familia con mayoría de mujeres, y una madre que añoraba un varón? Eso debía haber sido yo. Nací equivocada y por eso era la única de las hermanas que no tenía magia.

Llevaba el pelo corto, usaba zapatillas, vaqueros descoloridos y grandes, camisas o jerseys más propios de un chico. Quería ser invisible. Pasar inadvertida. Como ya dije, llevaba a cuestas esos complejos que aún no había arrojado a la basura.

El día que terminé la primaria en el colegio de las monjas, abandoné sólo recuerdos incoloros. Por eso, cuando todas las amigas lloraban a moco tendido, cantando canciones de despedida, yo no lo hice, y eso que yo era la más llorona de mis hermanas. Dejaba allí mi infancia, ñoña e insípida. Si no se producía un cambio, estaba dispuesta a provocarlo. Si no tenía magia, me las apañaría sin ella.

Me puse lentillas. Comencé a maquillarme. Sofía me ayudó a renovar mi vestuario. Dejé los jerseys grandes y compré camisetas ajustadas, compré sujetadores con aro que realzaban mi pecho, zapatos de tacón. Medir uno setenta no estaba mal; como no era desgarbada, aprendía a descubrir las ventajas de mi cuerpo: cintura estrechísima, pechos pequeños, largas piernas. Dejé que me creciera el pelo. Desaparecieron los granos de la cara y las horrendas heridas de las gafas. El rimmel fue decisivo para mis ojos color de tierra.

Era una chica guapa, atractiva, y me gustaba serlo, sentirlo, gustar a la gente.

Sofía fue la maestra encargada de enseñarme lo más conveniente a mi propósito. Fue nuestro único y último verano de intimidad, pues conoció a su marido.

En el instituto ya no quise ser Wendy, sino Alejandra. Cuando mis hermanas me llamaban así, yo me enfadaba: “Ya está bien, ése es un nombre infantil. He crecido, ahora soy Alejandra ¿de acuerdo?” Ellas se miraban. Quisiera yo o no, para todas, seguiría siendo siempre la pequeña Wendy que no sabía volar y creía en los cuentos de hadas. En cierto modo así era.

Decidí apuntarme a teatro; me encantaba y pensé que sería bueno para vencer mi timidez. Además, mi vecino se había inscrito también, así que el aliciente era doble. Comenzó el ensayo de una obra. Yo memorizaba casi todos los papeles; tenía una facilidad

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pasmosa para recordar los textos. Por eso, cuando tocó el reparto, el profesor pensó que yo sería la mejor apuntadora: lo sabía todo, no olvidaba nada. “Pues qué bien, –pensé yo– para esto me apunto a teatro, para quedarme chivando por lo bajito, mientras otros salen a escena”. Rabiosa y malhumorada, estuve a punto de dejarlo, pero aquel chico me gustaba demasiado como para tirar la toalla. Lo peor no había llegado. Como carecía de papel y mi cometido era ayudar a repasar el suyo a todos los actores, el profesor pensó que también sería ideal para cubrir un puesto que no tenía persona asignada. Se trataba de estar media obra en el escenario. ¡Pero muerta!

Hasta aquí habíamos llegado. Mi vecino me gustaba mucho, sí pero no iba a hacer de muerta ni aunque me ataran al ataúd, así que dejé el teatro. Otras formas encontraría para vencer la timidez. Y las encontré.

Había un compañero de clase, no mi vecino, quien resultó ser un completo imbécil. Disfrutaría como… una quinceañera, lo que era. Nos mandábamos notitas de amor en clase; nos citábamos a la entrada de los baños; nos buscábamos en las escaleras de clase y nos besábamos en cualquier rincón. Duró aquello un curso completo, lo necesario para descubrir secretos elementales de una mujer.

Sacaba buenas notas. Me divertía. Coqueteaba. Encontré afinidades, la poesía y la política no se si conciliables me conquistaron.

Hubo un taller de poesía que más tarde se convirtió en grupo estable; dábamos recitales, publicábamos nuestros poemas, organizábamos un programa de radio. Soñábamos en ser grandes escritores. Sirvió para que hoy tenga un armario de mi despacho lleno de poemas –nunca tiré ninguno por malo que fueran–, cuentos que nunca vieron la luz, dos novelas. Aquella actividad se convirtió más que en un entretenimiento; una pasión que fue languideciendo. No sé si fue algo progresivo o repentino, dejé de escribir. Hoy me siento incapaz de juntar tres palabras que transmitan algo y, mucho menos de emocionar a nadie.

La política. Ya en ella viví el golpe de estado del año 81, acontecimiento que me marcó en un instituto con profesorado marcadamente de izquierdas; una de las profesoras, la de Historia, Mercedes, nos impartió la clase más importante que habríamos de recibir.

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Y me apunté a las Juventudes Socialistas con la intención de participar, de ayudar a construir un futuro. Y poco a poco, fui derivando hacia otras formas de organización política y social, las ONGs, otra forma de hacer política más próxima a mi carácter. Ahora, como tantas cosas, también casi olvidada en un cajón. Sin fuerza ni interés de seguir adelante, cambié la inquietud por el cansancio.

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INQUIETUDES

La pasión oculta de escribir novelas, donde se mezclara la investigación con lo imaginario me llevó a estudiar Historia. Pero no resultó el sueño que yo buscaba, y entre cosas sirvió para acabar dando clases en institutos y finalmente en la facultad, donde cada año hay menos alumnado. Parece que cultivar lo que no vende es tanto como plantar en pleno invierno.

Emprendí después Derecho. Pensé que resultaría más interesante y práctico, pero terminé igual, dudando ante dificultades, pues me faltó la determinación de montar un despacho y preferí volver a la enseñanza. Difícil es pretender que todo el mundo trabaje en lo que estudia, pues estudiar se ha convertido en un cultivo del intelecto más que un sustento del bolsillo. Tímida y sin grandes ambiciones, no sé que hubiera hecho en un bufet, una empresa o un banco, qué hubiera hecho dando codazos para ascender. No buscaba reconocimiento social.

Tener curiosidad permanente por todo era mi máxima regla, una norma de las que una dicta para sí. Conflicto que existía, allí estaba yo curioseando. Viajar. Viajar para ver. Viajar es el escape de nuestro siglo. Todos queremos escapar donde sea. De incógnito, sola o en compañía.

Y eso hice.

Necesitaba ingresos. Así que busqué mil trabajos precarios pero sustanciosos. Daba clases a niños, pasaba trabajos a máquina, azafata en congresos, vendedora ocasional en grandes almacenes, de

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libros a domicilio; mil pequeños asuntos que me costearon el recorrido por Europa.

Era divertido desaparecer, llamar a casa únicamente para decir “he llegado y estoy bien”, y luego pasar quince días sin que supieran de mí. Libre, vulnerable y valiente, así me sentía. Un cocktail donde se combinaba la timidez y la osadía.

Titubeos, miedo; cuando llegué al aeropuerto de Manises dispuesta a embarcar a Leningrado, entonces todavía era Leningrado, pensé que me había equivocado. Me había apuntado a un viaje organizado, la única manera de ir a la ex Unión Soviética; sola hasta Madrid, allí me uniría con el grupo de la agencia de viajes. Tenía 21 años y todo el mundo por delante, todo el tiempo para consumir. Comía los sueños a cucharadas, aun sin digerirlos era imposible que me sentaran mal.

Deseaba pasear por las calles sin que me molestaran, ver las cosas sin comentarlas, mezclarme con la gente sin entender. Quería extrañarme en un país extraño. Cada día que pasaba me encontraba más cómoda, más segura, aunque rara entre grupos de parejas jóvenes que entraban en contacto fácilmente; había uno formado por tres chicos y otro de dos chicas que acabaron saliendo juntos. Si me invitaban, yo sonreía, ponía excusas. No tenía ninguna intención de intimar. Pero siempre, a cualquier sitio que fuera el grupo al completo: excursiones, teatro, ballet, cenas… todo parecía programado para acabar emparejados. Así que al final, intimé, claro.

Aquellas dos chicas encontraron buen acomodo en el grupo de tres; sobraba uno. Yo le hacía gracia, él a mí ninguna. Reía demasiado fuerte, era bromista, y le encantaba llamar la atención; daba igual que fuera con un chiste que con una risotada. Había quedado desemparejado y parecía empeñado en llevarme a la cama.

Otro, un ingeniero; sonreía a todo con sarcasmo y sólo hablaba para decir algo irónico. No se le veía especialmente entusiasmado con la pareja que le había tocado en el sorteo, parte del divertimento del viaje. Y ahora sí, acabamos en la cama. Un trueque de parejas acabó en boda.

Fue todo muy rápido. Él que trabajaba en Madrid, después de aquel viaje, buscó el traslado a Valencia. Al cabo de tres meses ya estaba aquí. Lo único sensato que se nos ocurrió fue convivir antes de

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algo más serio, por si descubríamos que la rutina no era como estar en Leningrado. Mi madre no uso reparos.

Recogí mis cosas con ayuda de Sofía; ya casada, pero siempre próxima, me acompañó en su coche a mi nueva casa. Allí estaba él, esperando.

Mis hermanas me animaban a disfrutar, ellas ya habían superado sus etapas enamoradizas, o eso creían. Ángela tuvo palabras oportunas: “Te irá bien. Él es tu chico. No te equivocas. Te hará feliz”.

Y formamos una pareja muy bien avenida, siendo tan felices como cabía pensar. Sabemos lo que cada uno quiere, piensa o necesita sin necesidad de preguntarnos, lo que hasta cierto punto es lo ideal. Aún más, somos tan iguales que a veces no nos damos cuenta de que el otro está allí, y hemos progresado en nuestros trabajos, y nos hemos cambiado de casa, y lo que es más importante, hemos recorrido medio mundo juntos: de Europa a Guatemala, de China a Kenia, Irán, India … tantos …

Todo fue bueno, todo formidable. Hasta el día en que la cabeza empieza a dar vueltas y pienso que es el momento de ser madre, que una mujer no alcanza su plenitud hasta que…

Tres abortos fueron como tres cruces en el alma, y hay quien dice que abortar es fácil. No hay mujer a quien no le deje secuelas. Ojalá cada una, todas, pudiéramos elegir con libertad el momento en que estamos preparadas.

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PARTE DE MÍ

Aún tengo la primera muñeca que me regalaron cuando nací, una muñequita francesa, preciosa, con una carita dulce y unos ojos marrones, del mismo tono que la tierra. Mis hermanas dicen que se parece mucho a mí cuando era pequeña. Mi madre no recuerda ni quien me la regaló, alguna amiga suya o algún familiar. Nunca jugué con ella, ni siquiera de niña, siempre la tuve guardada en alguna estantería de mi habitación. No era apropiada para un bebé, no era un peluche, no se podía abrazar ni apretar; es una muñeca rígida. Demasiado bonita para peinarla o ensuciarla. De pequeña, la veía, la miraba, la acariciaba pero no dejaba que nadie la tocase. Era un talismán. Siempre ha estado conmigo, siempre cerca de mis cosas. Intacta como el primer día que me la regalaron. Y tampoco entiendo bien por qué la he guardado durante cuarenta años. Pero cuando la miro, nunca me deja indiferente.

Tampoco la guardo para dársela a mi hija, de haberla tenido, pues esa muñeca es mía, es lo único que conservo de cuando era niña y no la guardo por nostalgia, nunca regresaría atrás. La muñeca, yo y mi hija, formamos una ecuación cuya incógnita está pendiente de despejar.

La crisis. Ha llegado la crisis. La edad del arrepentimiento. No quiero volver atrás, tampoco una nube de indefinición y niebla. No quiero seguir con una rutina que me lleva a envejecer sin remedio. No quiero.

Miedo. ¿Miedo a qué? No lo sé.

Mis hermanas dicen que es consecuencia de la edad. “Malos son los cuarenta. Una piensa cosas raras. Se nos va un poco la cabeza”. Pero yo no he visto así a ninguna de ellas. ¿Qué razones tengo para la melancolía? Ellas no vivieron esta inquietud. Todas son sabias y con magia, cada una a su manera, pero ninguna tenía el lunar en el labio

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con cuarenta años. Cuando Ángela cumplió esa edad, era sonriente, redonda; feliz con sus tres hijos y su tienda propia, donde más que vender, hablaba con los demás. María llevaba una vida apacible, la clínica funcionaba de maravilla, su hija era una delicia, y tenía a Manuela. Raquel convivía ya con sus dos amantes; quería a ambos y no podía prescindir de ninguno. Y mi querida Sofía era feliz entre sus hijos: su primer varón, sus dos gemelas y su última niña.

Celebrar cumpleaños: cuarenta, cincuenta, sesenta, como si fueran una fiesta irrepetible, como si haber llegado a esa edad fuera una gran proeza. Para mí representa algo muy simple: cumplir años, acumular experiencias.

No quise “fiesta sorpresa” ¡Qué horror! Ni lo hubiera resistido mi timidez ni mi autoestima. Hubiera echado a correr. Así que lo celebré con una magnífica fiesta culinaria un miércoles, en casa de mi madre, donde abundaron los sabores picantes. Me encanta la comida picante. Y luego, mi marido me regaló un fin de semana en el parador de Tortosa, en una habitación preciosa de la que apenas salimos.

Estaba tan ilusionada con el embarazo de Sofía que pude sobrellevar lo que me parecía aterrador: cuarenta años. Me duele el estómago, razón y corazón. Sabor de fracaso calado hasta mis huesos.

Una tarde, en medio de la nostalgia, saqué del armario todos los poemas y escritos acumulados durante años, desde pequeña hasta los poemas de adulta. Entre ellos alguno, medio despistado que hice en un retal de papel, un desahogo, una búsqueda entre letras, intento de no sé qué disuelto en nada, iba a pasar la tarde completa conmigo a solas. Nunca había hecho un alto para tomarme un respiro y reconsiderar. Tiempo para el balance. Así que me preparé una enorme copa de baileys y dejé que me acariciase la música. Años y años acumulados en las carpetas, tan míos como mi muñeca. Diferentes sentimientos, diferentes estados de ánimo. Una parte oscura de mí, ignorada, triste como la canción que escuchaba en ese instante. Recuerdos encerrados cerca de mí, para no perder nunca las letras que junté, intentando que sonaran a algo parecido a poesía, buscando desentrañar “algo”.

Aquella tarde celebré mi peculiar fiesta de cumpleaños.

A través de los poemas, los cuentos, fui recomponiendo el desfile de gentes que habían proporcionado algo importante:

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hermanas, marido, amigas o novios, profesores o mitos. Todos ellos congelados en mis poemas formaban el puzzle de mi propia vida, a la que le faltaba una pieza.

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DIFERENTES

Una tormenta, masas de nubes, pensamientos que chocan entre chispas eléctricas. Discusión entre María y Sofía. Era habitual que ambas discutieran, de hecho, sólo se producían discusiones entre ellas. Ángela era incapaz de enfadarse con nadie, su autoridad moral estaba reconocida y asumida por todas y nadie ponía en cuestión lo que dijese.

Con Raquel nadie discutía porque para discutir hacen falta dos. Conmigo tampoco, porque seguía siendo la pequeña Wendy, y su disposición hacia mí era más de protección que de igualdad.

Sofía se alteraba en cualquier discusión, y siempre María entraba al trapo con ganas de hacerla claudicar y restregarle sus valores antiguos. Sofía nunca se achantaba, y acababa con algún improperio o insulto del que pronto se arrepentía.

El giro que tomaron las existencias de María y Raquel habían alterado lo que entenderíamos por “relaciones en una familia convencional”, por algo tan simple como el hecho de amar. Fuera de los papeles firmados, y fuera de las miradas aprobatorias.

Sofía vivía pegada a las apariencias, empeñada en demostrar lo que hay y lo que no hay; nunca aceptaba lo diferente. Había ideado la perfección familiar.

No recuerdo si fue antes o después de esta tormenta –la guerra entre Sofía y María–, el altercado con Raquel y “su forma de vida desordenada”.

Raquel había llegado a sus actuales cuarenta y pico años con un esplendor rabioso. El físico le había acompañado siempre; apenas necesitaba gimnasio, ni rayos uva, ni siquiera una mera limpieza de

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cutis. Cuando hacía algo de ejercicio, era por puro placer y disfrute, por pasar el tiempo. Diosa rubia que se podía permitir estar bella incluso recién levantada y con el pelo deshecho, aunque jamás la vimos así; su coquetería no se lo hubiera perdonado nunca.

Poseía un ático precioso en el que vivía sola y no porque le faltaran maridos; siempre había algún hombre en él. Ríe cuando le preguntamos cuántas noches en su vida ha dormido sola. Y me atrevería a decir que las puede contar con los dedos de una mano. Su vida era semejante a la de una mujer casada en el sentido más convencional, en el sentido de que cenaba, dormía, se levantaba y desayunaba acompañada, pero cada vez con alguien diferente. Ni siquiera nos molestábamos en aprender sus nombres, ninguno duraba más de un año.

–¿Para qué? Si no os acordaréis de él. Yo sí me acuerdo de todos, de cada uno de los que me han regalado parte de su tiempo. He tenido suerte. Los quiero a todos.

La facilidad con que se desprendía de ellos resultaba sorprendente. Nunca discutió con ninguno. Acabó abandonándolos, pidiéndoles que se fueran de casa, ayudándoles a recoger sus camisas, sus cepillos de dientes y sus objetos personales. Se iban llorando, claudicando, sin entender qué se había roto en aquella relación, sin un ápice de rencor o dolor. ¿Cómo lo hacía? Nadie lo supo.

Ángel de amor, a todos los despedía con un beso, diciéndoles que nunca les olvidaría, que formaban parte de ella, y les deseaba una mujer de verdad. Pulsaba luego el botón del ascensor, los metía dentro, y volvía a su apartamento. Si quedaba algún objeto personal lo guardaba en algún armario, y sonreía sin ninguna maldad.

Pronto llegaba un nuevo novio. Apenas tenía tiempo de cambiar las sábanas y ya vivía un amor más fuerte que el anterior, “como nunca lo he sentido”, comentaba. Sabíamos que duraría lo que a Raquel le durara la pasión, y en cuanto se convirtiera en rutina, volvería a despacharlo.

Tenía una antigua mesa de despacho de la que se encaprichó en un anticuario. La situó en su habitación, debajo de la ventana; allí escribía su diario, que nunca leímos, y allí guardaba las fotos. El escritorio tenía un fuelle que cerraba con llave; lo único que permanecía cerrado en aquella casa. A todos sus novios entregaba la

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llave de su apartamento. Y cuando se iban, les dejaba una copia para que se la llevaran, “por si algún día necesitas volver”, decía. Ninguno de ellos osaría volver al apartamento, sin llamar antes; nadie lo intentó nunca.

¿Cuántas llaves de ese apartamento circularán por la ciudad? Nunca se ha molestado en cambiar la cerradura. “¿Por qué?, decía con una mezcla de confianza y de ingenuidad: “A quién voy a temer. Todos son hombres fantásticos y lo único malo que han hecho es quererme. Bueno, malo tampoco, que yo les he recompensado”. Llaves que se entregan y no se usan, llaves que cierran a cal y canto para quien no posee el derecho. La única llave que nadie tiene es la de la mesa de ese escritorio antiguo, que se abre como un fuelle, donde mi hermana guarda lo que llama “mi vida entera”. Cierto que cualquiera hubiera podido abrir sin más presión que un empujón o unas tijeras, pero nadie lo intentó jamás. Ni siquiera por curiosidad, a pesar de que permanecía siempre a la vista de cualquiera; encima de la mesita de noche, junto a la radio despertador. Nunca sé si mi hermana se labró su buena suerte o había nacido con una estrella en el trasero.

¿Qué guardaba en aquella mesa? Pues los álbumes de fotos de sus novios. Un álbum por cada uno de ellos. Debidamente etiquetados por fechas. Dentro de cada álbum, cada foto tenía fecha y comentario. Allí estaban todos; hubieran durado un año o una semana. Porque, pese a la larga serie de novios, nunca se acostó con alguien por puro placer, ni siquiera en una loca noche de fiesta. Quien entró en su apartamento fue para quedarse a vivir, aunque nunca supiera por cuánto tiempo. Un romance tenía para ella tiempo incierto. Con fecha abierta para el reposo antes de otra búsqueda.

Pero hace unos seis años, la situación cambió. Encontró lo que llamaríamos ¡el hombre ideal! Todo un éxito. Suele argumentar que está sorprendida, que nunca hasta entonces había sentido la necesidad de estabilizarse; nunca de una manera tan “serena”.

Un pequeño problema. Mi hermana Sofía no acababa de aceptar que la estabilidad se la garanticen dos hombres por separado. Es decir, con dos novios al mismo tiempo.

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COSA DE TRES

Existe una fórmula basada en la libertad de elección al margen de que lo acepten o no algunas tradiciones, culturas o religiones. En casa, no queda más remedio que dejar a cada cual que busque la felicidad a su manera. En este caso, el acuerdo es de los tres, de mi hermana Raquel y sus dos novios.

Los conoció prácticamente al mismo tiempo, cuando acababa de salir de otra relación y ya había empaquetado al último novio en el ascensor con destino hacia abajo. Nunca hasta entonces le había sucedido esto de enamorarse de dos hombres al mismo tiempo, pero sucedió.

Eran totalmente distintos. Uno, intelectual, paciente y culto, poco aventurero pero buen viajero, de placeres caros, ajeno a modas, le gustaba el cine y la música clásica, iban a conciertos muy a menudo y a cenar a restaurantes exquisitos. Ordenado hasta el exceso, limpio y cuidadoso rayando en el perfeccionismo, le encantaba levantarse primero que Raquel, y hasta le preparaba un zumo de naranja recién exprimido con un café con leche sin azúcar que le llevaba a la cama. ¡Dios mío, qué envidia!

Además era guapo, apuesto, elegante y tenía pasta. Vamos, que ni James Bond le podía hacer sombra. Y por el rostro resplandeciente de mi hermana después de estar con él, también muy recomendable en la cama. Calificación: 10. Perfecto.

Y es que contra gustos no hay nada escrito. Porque su otro novio era un maniático de las motos, las carreras y el ruido, le gustaba la música jazz (creo que de los pocos aciertos que yo le encontraba), y

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su mayor pasión consistía en trasnochar yendo de garito en garito tomando copas. Nunca colgaba la ropa, dejándola tirada en cualquier rincón del apartamento; las películas que le gustaban solían ser las americanadas de turno, y su restaurante favorito, algo similar a un Foster Hollywood. Y en la cama, no sabría calificarlo, porque la expresión de Raquel siempre fue hermética respecto a ello. Pero mi hermana se reía tanto cuando estaban juntos que le dolían las mandíbulas. Como si encontrara un yo escondido cada vez que él aparecía, se transformaba en una niña alocada y divertida. Con éste colgaba sus trajes chaqueta, y se ponía los vaqueros con alguna camiseta ajustada, aunque eso sí, con tacones de diez centímetros. Subía a la moto y, apretada contra su espalda, le decía “vamos al fin del mundo”.

Si quería una vida perfecta, la tenía con James Bond, pero para locura y pasión, tenía que llamar al motorista. Chica con suerte. Difícil contar cómo se las ha arreglado para vivir con los dos, sin engañarlos.

James Bond viaja mucho por motivos de trabajo. No son largas temporadas, pero dos o tres días a la semana suele estar fuera de la ciudad, lo que le facilita la convivencia con el motorista. Éste suele permanecer siempre en un sitio fijo, pues su trabajo está en un taller de reparación y venta de motos; cuando sale y tiene actividad fuera suele ser los fines de semana que se reúne con su grupo de moteros.

Al principio, los días que James Bond no estaba, Raquel se apresuraba a recogerlo todo para dejar espacio al motero. Así le dejaba el armario del baño y el de la habitación, pero luego se dio cuenta de que no hacía falta. Las cosas de James Bond permanecían en el sitio que las dejaba, pues no era necesario retirarlas, ya que el motero llegaba con su mochilón que tiraba nada más entrar al apartamento, en el mismo recibidor, y de ahí iba cogiendo lo que necesitaba. ¿Armarios?, creo que este chico no sabía lo que eran. Eso sí, siempre fue extremadamente cuidadoso en no tocar nada que perteneciera a James Bond, bueno, salvo su chica, mi hermana.

Raquel convivió seis meses con los dos sin que ambos lo supieran. Como digo, recogiendo cosas de uno y otro, y cambiando sábanas cada pocos días. Pero, el problema se complicó cuando ellos, sin conocerse mutuamente, quisieron romper los tiempos establecidos. “¿Por qué he de ir a tu casa de martes a jueves, y no cualquier otro día?”, le preguntaba el motero, “¿y por qué no te puedes

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venir en moto conmigo el fin de semana, qué tienes que hacer que sea tan importante?”

Raquel se hallaba metida en un buen lío. Nosotras no sabíamos nada de esta doble convivencia, esta compartimentación. Hasta que nos lo confesó uno de los miércoles, sin dar crédito a lo que oíamos. “Pero, ¿tú estás loca?”. Por primera vez, la vi angustiada tratando de explicarse.

–Los quiero a los dos. ¿Tan malo es eso? Decidme, ¿por qué debo prescindir de alguno de ellos si necesito a ambos?

–No te has preguntado ni por un momento cómo se sentirán. ¿Alguno intuye que estás con otro tío a la vez? –Raquel negó con la cabeza.

–Deberías hacer algo. No me parece nada ética la relación que mantienes –dijo María.

–Por una vez vamos a estar de acuerdo –intervino Sofía–. Lo que haces es desalmado, cruel, no tiene nombre. ¿En qué te has convertido Raquel? Parece que no existan reglas para ti. Te burlas de todos y todo.

–No es verdad. No me burlo de nada. He llevado mi vida como he querido, pero no he hecho daño a nadie –se justificaba.

–Por favor, no digas memeces, –dijo Sofía indignada, con la rabia a flor de los labios–. Eres perversa y sin escrúpulos. Te has pasado.

Otras permanecíamos calladas, buscando las palabras más adecuadas, algo que a Sofía no le preocupaba.

–Tendrás que hablar con ellos, –dijo por fin Ángela, la juiciosa–. No hay otro remedio. Tienen que saber qué ocurre y tomar la decisión que consideren.

–Pero… ¿y si me dejan? –Raquel tenía los ojos humedecidos.

–¡Está sí que es buena! Ahora te preocupas de si tus novios se enfadan y te dejan –gritó indignada Sofía.

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–Oye, no te pases, ¿vale? –María no podía nunca reprimirse cuando Sofía chillaba; le alteraba los nervios.

–¿No te da vergüenza el numerito de tu hermana?

–Callaos las dos –terció Ángela–. Raquel, tienes que tomar la decisión correcta. No hay otra, que hablar con ellos.

–¿A la vez?

–No creo que sea necesario –sonrió Ángela ante la ingenuidad que afloraba en el rostro descompuesto de Raquel–. Tú los conoces mejor, inténtalo por separado.

Raquel habló primero con el motero y le explicó por qué no podía ir los fines de semana con él. Le habló de James Bond y de su relación con él; lloró y lloró, mientras explicaba cómo les quería a ambos y no podía separarse de ninguno. Le contó lo mucho que con él se reía, y el espacio que había ocupado en su vida.

El motero no lo entendió, claro. Cogió su bolsa, metió sus trastos de cualquier forma, y se marchó dando un portazo.

A los dos días llegó James Bond. Raquel lo esperaba con los ojos aún hinchados. Con un nudo en el estómago, enferma, repitió la historia. Así puso a su querido Bond al corriente de lo que era sin ninguna duda la aventura más peligrosa a la que se habría enfrentado. Este se sirvió un whisky y se derrumbó en el sofá. Ella se sentó a su lado. “No, por favor, déjame solo”, arguyó. Se sirvió otro whisky y otro y otro. Pasó la noche en vela allí, prácticamente en la misma posición en que Raquel le había dejado. Al día siguiente, mi hermana le preguntó si quería un café. No contestó. Ella preparó, no obstante, una cafetera bien cargada y como no aguantaba la tensión que había en su propia casa, se arregló de cualquier forma y fue a casa de mamá, donde pasó todo el día tumbada en el diván con dos cajas de pañuelos.

A la hora de cenar, aún tumbada en el sofá, recibió un mensaje de móvil, su James Bond avisaba de que ya había recogido sus cosas y dejaba las llaves del apartamento en el recibidor. No pudo volver a su casa hasta tres días después. Cuando abrió la puerta, volvió a echarse a llorar. Nunca antes nadie le había hecho derramar ni una sola lágrima. ¡Enamorarse de dos hombres a la vez y no saber elegir!

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No acabó todo ahí. En menos de un mes, su motorista la llamó. La invitó a salir en moto y pasar un día juntos. Raquel aceptó inmediatamente. Estaba algo más delgada pero tan guapa como siempre. Con aquella llamada había recuperado de golpe la luz que tienen las enamoradas. Salieron juntos ese día y otros más, y volvieron sin darse cuenta a la rutina de antes.

James Bond también apareció. Se encontraron en una exposición de pintura de forma nada casual; él sabía que estaría allí, pues exponía una amiga de Raquel. ¡Estaba guapísimo y encantador! La invitó a cenar, tomaron unas copas. Se les iban los ojos, las manos, los labios, y subieron al coche ardiendo y, antes de llegar a casa, pararon, se comieron a besos, e hicieron el amor.

Raquel le contó que estaba saliendo con el motorista. “Ya lo sé”, dijo “os he visto y te he seguido en varias ocasiones”. La cara de mi hermana expresó una gran sorpresa:

–Entonces, ¿por qué has venido a verme?

–Quiero volver contigo.

–Pero estoy con él.

–Prefiero compartirte a dejarte.

Cuando mi hermana nos lo contó, ninguna creyó a tal estupidez. Lo de los hombres no tiene arreglo. Siempre han dicho que son las mujeres las que todo lo soportan, pero lo mejor estaba por llegar. Raquel habló también con el motorista, y le contó que se había acostado con James Bond. A éste le costó algo más de asimilar, pero aceptó.

Fijaron condiciones. No saber nada el uno del otro. Como si no existieran. Ella tampoco daría explicaciones.

¡Han pasado casi siete años, y la convivencia entre quienes no se ven ha funcionado! Tomen nota, señoras y señores

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ESCAPAR

Vuelvo a casa con la radio puesta. Conducir se ha convertido en algo mecánico y relajante. Me encanta la carretera.

El programa de la tarde que escucho es una tertulia entre novelistas. Hay una llamada de cierta oyente realmente curiosa. Quiere saber qué tiempo hará el domingo en Valencia; casi nunca llama nadie de esta ciudad; presto atención. Resulta divertido ver la seguridad con que el hombre del tiempo realiza los pronósticos. Luego no comprobamos nunca si acierta o no, pero él asegura si hará sol, viento, lluvia o niebla, aquí o allá, en la otra punta del mundo. Seguridad hasta para el ocio.

Otra.

Se trata de una chica que va a navegar por primera vez. Ella y su novio han comprado un velero. Se enamoraron hace tres años. Su novio la ha convencido de que el mar es algo fantástico; apreciación que comparto totalmente. Pero lo sorprendente no es que vaya a navegar por primera vez en su vida, sino que haya vendido todo, su casa incluida, con el fin de comprar el velero e irse hasta donde les dé la gana. Saldrán el domingo, pero no a dar un paseo, sino para no volver por un largo tiempo. Cuenta, ante el estupor –supongo– de los tertulianos y de la propia presentadora, que empezarán a recorrer el Mediterráneo y luego a donde el mar les arrastre. “¿De qué vais a vivir?”, le preguntan. “No lo sé, supongo que tendremos que trabajar en invierno y quizás compartir el barco en alquiler, ya veremos, algo irá saliendo para ganarnos la vida”.

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Lo más curioso no es que haya vendido su casa, o que decida vivir a un velero, dejar toda su vida “ordenada” atrás; la preocupación de la mujer era saber si el mar estaría bueno o malo, pues ¡nunca había subido en un barco! ¿Locura, amor, ansias de aventura? ¿Cuáles eran los sentimientos que habían empujado a aquella chica a tal decisión? ¿El hecho de estar enamorada era suficiente como para tirarlo todo por la borda?

–Bueno, -–dijo un tertuliano– siempre podrás, ¿se dice aparcar?, no, amarrar el barco en un puerto y vivir allí.

–Pues sí –afirmó ella con toda tranquilidad– es que me da miedo marearme.

¡Le da miedo marearse! Pero, si aquello era peor que ponerse boca abajo en un precipicio con una cuerda a punto de romperse.

Siento envidia. ¿Quizás quiero hacer lo mismo pero no me atrevo? ¿Irme en un barco? ¿Irme a recorrer el mundo? ¿Irme en una caravana?

Estoy deseando dar un puñetazo en mi ordenada y perfecta vida, y cambiarla de golpe, como quien pega en medio del tablero de ajedrez modificando todas las piezas de su posición. ¿Sería capaz de hacer tal locura?

Sé que no. Pienso en las locuras que me hubiera gustado hacer y no hice nunca por sentido de la responsabilidad. ¡Maldito sentido de la responsabilidad!

En el momento que despiden a la oyente y le animan a que llame cada viernes para saber cómo irá su aventura, llego a casa. Aparco el coche y subo a la habitación a cambiarme de ropa. Tengo la tarde libre y quiero dedicarla a la última novela que estoy leyendo.

Pero no aparto de mi pensamiento la sincera y contagiosa inconsciencia de aquella oyente; su cambio radical de vida, la valentía o locura con la que se estaba enfrentando a una nueva etapa de su vida. No paro de buscar entre mis recuerdos quinceañeros. ¿Por qué aquella época? ¿Quizás mi vecino de enfrente? ¿O los chicos con los que no me atreví a salir?

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Empiezo a quitarme las medias negras como si estuviera en un escaparate y yo fuera un pastel a punto de ser comprado. Las retiro con cuidado, con ceremonia apasionada que ha logrado excitarme. Me tumbo en la cama, y cierro los ojos mientras humedezco mis labios y me froto las piernas. Mis manos han empezado a recorrer mi cuerpo, y cuando han llegado a mis pechos, sueño con las caras que han pasado por mi vida, los besos que he dado y los que no recibí. Mis dedos han comenzado a jugar, y mientras los de una mano se introducen por mi vagina, tan húmeda que a mí misma me sorprende, los de la otra, se turnan entre mi boca y mis pechos. Correrme a solas ha sido también algo olvidado para mí.

No sé qué me excitó de aquella aventura radiofónica. Necesitaba calma. Preparar un café. La tranquilidad que en ese instante disfrutaba, no sólo era física, sino también anímica. Todavía en la cama, recibí un mensaje de móvil. Era Sofía, “¿estás?”. Fui a llamarla, pero no pude marcar la tecla de respuesta, pues me entró risa. De pronto, imaginé a mi hermana masturbándose, ¿lo habría hecho alguna vez la casta Sofía? Supongo, pero para ella hablar de sexualidad es tabú, o esto nos hacía entender. ¿Quería hacernos creer que llegó virgen al matrimonio?

Me ahogaba de risa. Sola también empecé a hacer repaso. ¿A cuál de mis hermanas podría imaginar en parecida situación? Supongo que a todas; seguro que lo han hecho más de una vez, aunque no nos lo contemos.

Pese a la confianza entre nosotras, la sexualidad no está nunca presente en las mesas culinarias de los miércoles, y no entiendo bien por qué, pues nuestras vidas giran en torno a nuestras relaciones amorosas. Me parece que no las conozco bien.

Me levanté de la cama antes de llamar a Sofía. “Dime, guapa, ¿cómo lo llevas?”, pregunté. Quería saber si podía acompañarla al ginecólogo. Tocaba revisión y le harían otra ecografía. Estaba deseando ver cómo crecía mi sobrinita.

Parece que la imaginación y la sensualidad estaban dispuestas a gastarme alguna otra travesura esa tarde. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien, tan guapa, tan sexy, con tanto color en las mejillas y tanta luz en la mirada. Me apetece hacer algo divertido. Queda una hora y media para que llegue mi marido. Tiempo suficiente para preparar una buena cena, darme una ducha, vestirme y maquillarme

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de forma especial. Le gusta mucho mi vestido negro ajustado de tirantes que tiene una enorme cremallera larga. Le excita la ropa interior roja. Así que me pongo manos a la obra. Cuando llegue, todo estará preparado para una de esas veladas románticas, con velas repartidas por el comedor, botella de champán para la cena, que acaba aplazándose pues la impaciencia hace que no pasemos más allá de la mesa de la cocina o de la alfombra del salón. Sinceramente, prefiero la mesa de la cocina.

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ELLAS SE QUIEREN

Nunca preguntamos a Manuela cuál era su tendencia sexual, son preguntas que no se hacen, mi madre la recibía mejor que a una hija; Manuela fue quién había sacado a María de su encierro.

Ahora sabemos que Manuela es homosexual y ha estado enamorada de mi hermana desde que la conoció. Fue su mejor amiga, y nada más, mientras María estuvo casada. Nunca le insinuó ni dejó entrever que la amaba. Tampoco lo hizo cuando se fue a vivir con ella. Por decisión de mi hermana, se quedó con ella y su hija. Ambas compartirían casa, se harían compañía, y se cuidarían mutuamente. Pero la línea entre la amistad y el amor, a veces, es muy fina.

Manuela nunca dijo a María cuánto y cómo la amaba, hasta que mi hermana no dio el primer paso. Se produjo de forma natural y sencilla. Cada día que pasaba, María dependía más de la fortaleza y la serenidad de Manuela, de sus consejos, su orden y su cariño silencioso. Por otra parte, la niña adoraba a Manuela, que era normalmente la encargada de recogerla del colegio todas las tardes; empleaba una paciencia infinita con la pequeña, que no tenía el carácter impetuoso de mi hermana. Manuela le contaba cuentos por las noches o le hablaba de cómo había sido su padre; le contaba cosas de mi cuñado que mi hermana no podía sin que se le hiciera un nudo en la garganta.

Los miércoles venían siempre a comer juntas. Se llevaba muy bien con Ángela, probablemente por su carácter sereno, apacible y tranquilo. Manuela era reservada pero no tímida; serena pero firme;

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tranquila pero convincente. Ecuánime en todas sus decisiones. En cierto modo, Manuela se había convertido en una balanza de mesura para mi hermana.

María buscó los labios de Manuela; luego su cuerpo. Y aunque Manuela le dijo que debía estar muy segura del paso que estaba dando, bajó la guardia ante las caricias insistentes. Pasaron a convertirse en un matrimonio modélico. Se querían y eran felices. A ojos de todos, podría parecer la relación de dos amigas, o de dos amantes, o de un matrimonio, ¡qué más da!

En casa no fue fácil de entender y generó cierta tensión.

Uno de nuestros miércoles, María y Manuela se presentaron con una tarta de chocolate negro y rellena de naranja; Manuela tiene manos de ángel para la repostería. Es una de nuestras favoritas por esa amarga combinación de sabores. La tarta vino acompañada por un buen champán. ¿Motivo?

–Nos casamos –gritó mi hermana María.

–¿Cómo? ¿quiénes? –preguntó mi madre, sin estar segura del charco que estaba pisando.

–Nosotras, Manuela y yo.

–¿Con quiénes? –volvió a preguntar mi madre.

Entre nosotras. Venga, mamá, no te harás la inocente ahora, con tantos años de convivencia y sin tener novio a mi lado - rió con una fuerte carcajada María.

Guardamos silencio. Fue Ángela la primera en darles un par de sonoros besos en las mejillas a ambas junto con un “¡enhorabuena!”, absolutamente sincero. Raquel, impetuosa, cogió la botella de champán y dijo “¡esto hay que celebrarlo”; yo sonreía contenta de que mi hermana estuviera feliz, lo demás no importaba. Mi madre no sabía bien qué hacer; quería mucho a Manuela y nunca se planteó cuál era la relación entre ella y su hija, al menos, nunca necesitó saberlo; pero esto era distinto, iban a dar el paso, a decirle a todo el mundo que se acostaban juntas. ¿Eso estaba bien? ¿Qué diría la gente?

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–Mamá –dijo María– ¿Por qué te va a importar ahora? ¿Acaso es peor que lo sepan de verdad a que lo imaginen, lo cotilleen, o critiquen? Además, mi hija ya hace su vida, y se ha criado viéndonos juntas sin que nada que le escandalizara. Ella ha sido la primera en alegrarse, en felicitarnos. Nos quiere como a dos madres. Ya es hora de que Manuela esté en el sitio que le corresponde.

Fue Sofía, cómo no, quien no lo entendió, o no quiso entenderlo. Suponía cuestionarse muchas cosas acerca de su propia vida, y nunca pensaba, sólo actuaba. Aquella situación rompía el orden que consideraba lógico.

Por eso, estalló en un NO rotundo, y dando un puñetazo sobre la mesa, dijo “es indigno y descabellado”. Sabía que durante años su hermana y Manuela habían dado mucho que hablar con su convivencia, pero mientras no se demostrara otra cosa, ambas eran amigas, buenas amigas, solamente amigas. Ahora no, ahora las dos tenían que demostrar ante no se sabe quién que eran algo más:

–¿Qué os acostáis juntas? Pues me parece mal, pero que además queráis hacerlo público, es una desvergüenza. Estáis perdiendo la decencia. Y a vuestra edad, ¿qué tenéis que demostrar ahora que la gente no haya dicho?”

–Pues eso, hermanita, no tenemos que demostrar nada nuevo. Si todo el mundo lo sabe, ¿para qué ocultarlo?

–Es antinatural. No os podéis casar. ¿Cómo dos tías van a ser un matrimonio? No tiene ni pies ni cabeza. Tú has estado casada, no puede ser que seas homosexual.

–No lo soy. ¿Y si lo fuera? ¿Qué prejuicios tienes ahora?

–No son prejuicios. No puedes venir aquí alegremente a decirnos que te casas con una mujer. Haz lo que quieras, pero no hace falta que lo pregones.

–¿Me pides que sea hipócrita y cínica? ¿Cómo tú?

María estaba fuera de sus casillas. Conocía perfectamente a Sofía, pero conseguía ponerla siempre furiosa. Sofía no esperaba que las acusaciones fueran a volverse en su contra. Porque María, ante tanto reproche, desempolvó unas de las cajas oscuras que ninguna

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tiene permitido abrir si la dueña no da permiso. Todas tenemos nuestros secretos, pero sólo se comparten aquellos que nos atrevemos a contar.

–¿Quieres que haga lo mismo que tú? ¿Inventarme una vida y no ver la mentira sobre la que me instalo?

–No tienes ningún derecho a hablarme así –le reprochó Sofía.

–Ni tú a mí tampoco. Parece que la única perfecta eres tú. Y no lo eres.

–Yo soy normal. Y tengo una vida normal y un matrimonio decente.

–¿Normal? –dijo María con furia en los ojos– ¿Qué es normal para ti? ¿Es normal tener un marido con amantes porque su mujer pasa de él desde el mismo día que se casó?”

–¿Cómo te atreves? Más vale que retires lo que has dicho.

–Tú sabes que es verdad. Tú no quieres a tu marido, y probablemente nunca lo has querido. Te has valido de él. Nada más.

A Sofía le brillaban los ojos, le temblaba la barbilla. Estaba a punto de derrumbarse. María le había atacado en su punto más débil.

Pongo en antecedentes.

Desde que fueron novios parecían un matrimonio acomodado, aburrido. Nunca se les vio darse un beso, ni una mirada furtiva y apasionada, una caricia fuera de lugar, risas, vinieran o no a cuento. Él hacía, decía y pensaba cuanto ella quería. Siempre se mostró despegada, sin atención ni cuidado de mimar la relación.

Es de suponer que Sofía nunca estuvo enamorada ni de su marido ni de nadie. Que fue incapaz de enamorarse de un hombre, o no tuvo ni buscó la ocasión de conocerlo. Sofía contenía una enorme capacidad de amar, así lo demostraba con sus hijos. Pero sólo como madre.

Él se buscó un lío, ni siquiera una amante, ya que no le interesaba lo más mínimo. Perseguía que Sofía se pusiera celosa. Hizo lo posible para que se enterara de una forma casual. Pero ella ignoró la

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situación, no la comentó, ni le dio importancia, no quiso saber nada. Tras esa primera aventura, vinieron otras. Ya no buscaba amantes con el fin de darle celos a mi hermana; ni buscaba siquiera. Estaba tan ansioso de amor, de afecto, de cariño, que casi cualquier mujer le parecía una delicia. Quería con locura a Sofía, pero necesitaba calor. Algo que no estaba dispuesta a darle.

Sofía encontró manchas de carmín en una camisa y un regalo en el bolsillo de la chaqueta. Se dirigió a él, no para pedirle explicaciones ni para montarle un numerito, sino para rogarle que fuera discreto, que no le importaba lo que hiciera o con quien se acostara, “al fin y al cabo, todos los hombres hacéis lo mismo”.

Él lloró como un crío, luego gritó, la insultó, le habló del daño que le estaba haciendo. Hubiera preferido que tuviera celos, que rompiera platos, muebles, que le pegara; hubiera preferido que le montara una escena, al menos, así sabría que ella sentía algo. Su indiferencia fue un golpe durísimo.

–Te quiero –le dijo– claro que te quiero, eres el padre de mis hijos.

–¿El padre de tus hijos?

–¿Te parece poco?

–Para ti, eso es menos que nada. Creo que te da igual quien sea el padre de tus hijos

–No digas tonterías. Jamás tendría unos hijos bastardos. Llevan tu apellido.

–¿Te casaste conmigo por un simple apellido?

–Eso del amor para siempre sólo está en los cuentos y en las películas. La realidad es otra.

–Nunca me has querido –le reprochó él.

–No seas teatrero, por favor, no lo aguanto. A los hombres os gusta conquistar, ligar, pero luego siempre volvéis a casa.

–¿Y si no vuelvo?

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Sofía no se alarmó lo más mínimo. Había construido su matrimonio a la medida de lo que necesitaba. Nunca deseó un amor profundo ni por su marido ni por nadie. Lo más importante eran sus hijos. Y punto.

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EL SECRETO DE ÁNGELA

Si Sofía no se enamoró nunca, Ángela sí perdió la cabeza una vez. Incluso para ella fue una sorpresa.

Desde su discutida boda por discreta, la vida de Ángela había entrado en un rumbo muy ordenado. Seguía trabajando en la panadería, tenía sus dos hijas, y vivía aparentemente feliz con su marido, al que mamá le había tomado afecto por “honesto y trabajador”. Tampoco sabíamos mucho más; su discreción mantenía al margen a todo el mundo, incluyendo a nosotras.

Todos los miércoles hablábamos, confesábamos nuestras intimidades, y Ángela sonreía. Ella estaba por encima, como si supiera siempre qué hay que hacer. Lo cierto es que escuchaba y consolaba, pero ¡qué poco sabíamos de ella!

De la misma manera que había dicho que se casaba, de forma tan cotidiana y natural como comprar una barra de pan, nos dijo un día que se separaba, tras diez años de matrimonio, cuando sus hijas contaban ocho y cinco años; de mutuo acuerdo, aunque quien planteó la decisión fue el marido. Había conocido a otra mujer, pero a Ángela pareció no afectarle demasiado o ésa fue la impresión que nos dio. Nos informó de que se separaban, que no había enfados, que ya no sentían lo mismo el uno por el otro. Amor, sí, pero amor tranquilo y pacífico, sin sobresaltos, en orden. Y de la misma forma, habían tomado la decisión de terminar con su matrimonio. Las niñas estarían bien, al fin y al cabo, era ella quien se encargaba de su cuidado. “No creo que lo echen mucho de menos”, dijo Ángela con naturalidad, “además podrá verlas todos los domingos que quiera. Me vendrá bien descansar algún día”.

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La separación pareció liberarla de una carga o una atadura. La vimos más sonriente, más parlanchina, más dicharachera, y al mismo tiempo más nerviosa e inquieta. Nos hablaba de proyectos, de que quería abrir una tienda propia, no sabía bien de qué; algo que le divirtiera, para trabajar sin más ya estaba en la panadería. La vimos emocionalmente más inestable, igual reía que nos parecía que fuera a llorar; sentía nostalgia de cosas que no había vivido; soñaba con sueños extraños que la obsesionaban. No sabíamos bien que clase de cambio estaba experimentando Ángela. Se frotaba mucho el labio superior, en el centro, donde el lunar negro, y decía, “aún está ahí, y eso es porque todavía no lo he vivido”. Pero ¿el qué? –preguntábamos –, y ni ella misma sabía contestar. “Algo, hay algo ahí fuera que me espera, que es para mí, y no sé qué es, pero no voy a dejar que pase sin darme cuenta”.

Un año después de su separación, la nueva Ángela decidió matricularse por la tarde para sacarse el bachillerato. Ángela nunca había tenido interés en estudiar, y a todas nos parecía un error, no porque no tuviera derecho a ampliar sus conocimientos, sino porque nos daba la impresión de que no sabía bien qué buscaba. Pero ahora quería estudiar, así que me ofrecí a quedarme con sus hijas los dos días de la semana que iba a clase, y luego le dije también, y muy sinceramente, que le ayudaría con el repaso. Ángela estaba desconocida; por primera vez se la veía ilusionada.

Y ocurrió. Ángela se enamoró de su profesor. Otro profesor en nuestras vidas.

Mantenían la distancia normal que corresponde en este tipo de enseñanza. Ella entregaba los ejercicios, recogía los resultados, nunca preguntaba y mantenía una actitud discreta; tampoco mostraba ningún interés en congeniar ni hablar con el resto de alumnos; se limitaba a ir, estudiar y volver a casa, eso sí, con un entusiasmo inusual. Él realizaba su tarea con ilusión; le gustaba lo que hacía, aunque algo cohibido, pues era más joven que la mayoría de sus alumnos y en cierto modo le acomplejaba.

Ninguno de los dos se había fijado en la existencia del otro y probablemente no hubieran coincidido nunca si no se produjera a veces ese efecto mariposa, del cual yo siempre me he reído, pero que trae consecuencias imprevistas.

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Un día de finales de noviembre cayó una tormenta impresionante. Cuesta que llueva en Valencia, pero cuando lo hace, suelta el agua con ganas. Como no estamos acostumbrados, no sabemos ni circular ni caminar; los coches se agolpan, se congestionan, y se llena la ciudad del ruido del claxon, de enfados de conductores, y del malhumor de los peatones. Todo el mundo llega tarde a su sitio y parece que la ciudad llana no sabe tragarse el agua que le cae a raudales del cielo.

Ángela no quería perder ni un solo día de clase. Necesitaba ir, continuar con el ritmo que había establecido en su vida. Así que cogió su paraguas y sus libros, me dio un beso, y otro a las niñas, y se fue dispuesta a coger el autobús.

El autobús llegó tarde y lleno, el tráfico colapsaba cualquier calle, parecía una carrera de obstáculos, Ángela se impacientaba y miraba el reloj. Y cuando por fin llegó, se encontró con los primeros contratiempos, la mayoría de alumnos había decidido no ir, y además, como el piso donde se daban las clases era tremendamente viejo, el último del edificio, se había llenado de goteras. Resultaba desolador. Quedó consternada cuando vio que allí no había nadie. Recogían el agua con mochos, pues filtraba desde el techo hasta por las rendijas de esas grandes y viejas ventanas. Ángela miraba hacia la puerta.

–Hola –dijo su profesor– no ha venido casi nadie. Sólo Paula y Martín, pero han decidido irse. Les había propuesto hacer algo de repaso, ya que hoy será imposible dar materia nueva.

–Quizás tenía que haber llamado antes por teléfono, pero no pensé que estaría todo así… tan caótico.

–Si quieres repasamos nosotros. ¿Te parece?

–No creo que sea buena idea. No vas a perder tu tiempo sólo con una alumna.

–No pierdo el tiempo.

–No quiero abusar.

–¿Y un café?

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COMO UN TANGO

Pasaron dos horas sin que ninguno de los dos se diera cuenta de la velocidad con que corría el reloj. No buscaban profundizar sino una simple charla. Así, supo que él había estudiado Económicas, no era de Valencia y que llevaba sólo medio año en la ciudad. Estuvo trabajando en una empresa como jefe de administración hasta que se enamoró de una valenciana, por lo que decidió buscar otro empleo aquí. Llevaba casado poco más de un año.

Ángela le contó muy superficialmente su situación. Tampoco encontraba nada especial que contar, salvo sus hijas. Cuando hablaba de sus hijas, se le iluminaba la sonrisa y se detenía en los más pequeños detalles.

¡–Qué guapa eres cuando sonríes! Ha sido una pena por mi parte no haber tendido más puentes.

–¿Por qué?

–No sé, pero el esfuerzo de la gente que después de trabajar gasta buena parte de su tiempo libre en aprender, me parece muy meritorio. Por eso, no he querido dejar las clases.

–Me parece muy amable por tu parte.

–¡Oye! ¿Tienes un lunar en el labio?

Mi hermana sonrió.

Sus ojos grises como los de un lobo la atravesaban. No eran fieros, sino profundos y tiernos; provocadores, cuando también él sonreía.

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Su intuición no fallaba. Siempre le había buscado, esperado, como en un folletín, una telenovela.

Fue el primer café de una serie de citas que se convirtieron en cotidianas, siempre una media hora antes de entrar en clase. Si en la segunda cita estuvo muy nerviosa al llevarse la taza a los labios; en la tercero, ocurrió lo contrario. No quería resistirse ya a mirarle, quería descubrir su personalidad, si pensaba realmente lo que ella creía que pensaba. Durante el tiempo que duró la cuarta cita, se rozaron las manos en un descuido; se acariciaron con la mirada, se besaron sin tocarse.

Así que, por miedo, dejaron de tomar café. Ella dijo que no podría acudir al día siguiente, y él dijo ¡pues yo tampoco! Mejor no verse.

Ángela se apagó.

–¿De verdad quieres seguir yendo a clase? No hace falta que te esfuerces tanto, a lo mejor acabas muy cansada.

Como un imán, él la atraía sin dejarle un segundo de tranquilidad, imaginando qué haría o dónde estaría.

Siguieron viéndose en clase, sin cruzarse palabra, evitándose.

Empezaron las pruebas trimestrales. Cuando repartió las hojas de los exámenes a cada alumno, en la hoja de Ángela, al final del examen, había un mensaje escrito a lápiz: “Te echo mucho de menos. ¿Podemos tomar café?”. Ángela intentó concentrarse en su examen; durante la hora que duró aquel suplicio estuvo debatiéndose. Cuando recogió las hojas, Ángela aún no había contestado su pregunta, pero cuando le pidió el examen, reparó en sus ojos, ojos de lobo, su ternura infinita, y dijo “Sí”.

Al día siguiente, se vieron en la cafetería de siempre, media hora antes de comenzar las clases, también como siempre. No se cogían las manos pero se miraban fijamente.

–Te he echado mucho de menos –dijo él.

–Y yo a ti.

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–Quiero descubrir cómo duermes, qué haces cuando te levantas, cuándo y por qué sonríes, qué ha sido de ti durante estos años.

–Esto es una locura. Si quisieras hacerme daño, no sería capaz de protegerme.

–No digas eso nunca. Jamás te haré daño. He soñado contigo cada día y cada noche, conozco cada palmo de tu cuerpo sin haberlo visto nunca. He hecho cien veces el amor contigo.

–¿A qué saben tus besos? –preguntó Ángela sonriéndole.

Era la puerta abierta que él necesitaba para entrar. Hubo un breve silencio. Ángela no le dejaba tregua, le miraba provocadora. Le estaba diciendo que se atreviera, que estaba ahí, esperándole.

–A tango, a vida y a barrio. Dependerá del lugar de la piel donde te bese.

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Y LUEGO, YA VEREMOS

Durante algo más de tres meses, Ángela vivió el amor, estaba radiante. ¿Enamorada Ángela? No, no podía ser, pensábamos. Había sido siempre capaz de controlar sus sentimientos, la imaginábamos etérea, sin debilidades ni pasiones. Pero nos equivocamos.

Se volcaron en su relación sin preguntarse nunca qué pasaría mañana; sólo decían “luego ya veremos”. Sabían que aquello no tenía futuro. Ángela no quería pensar en nada, sólo vivir.

Un día la sorprendí llorando en el cuarto de baño, ella nunca lloraba.

–¿Qué pasa, Ángela? –pregunté temblándome la voz– ¿Hay alguien enfermo?

–No, cariño, nadie está enfermo. Puede ser horrible o maravilloso, todavía no lo sé.

–No lo entiendo.

–No te lo puedo explicar. Necesito unas horas. En realidad, sé lo que voy a hacer y lo que va a pasar, pero me resisto a aceptarlo.

–¿Te puedo ayudar? –pregunté.

–Sí, cariño –me respondió con una sonrisa– déjame llorar un buen rato a solas, y luego ayúdame a maquillarme.

–¿Vas a salir hoy?

–Voy a salir hoy por última vez.

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Siguió una hora más encerrada en el baño. Cuando salió estaba pálida como la cera, más pequeña que nunca, delgada como si apenas tuviera carne en el cuerpo, sólo unos ojos azules muy grandes y muy tristes.

Se arregló con mucho cuidado, la ayudé a maquillarse como pidió, se cambió de blusa tres veces, no acertaba el color, no sabía qué ponerse. Eligió un color azul cielo como sus ojos. Tenía un aspecto, pues eso, mágico…

Pero no nos apartemos del guión. Cuando llegó, él ya estaba esperándola; si ella estaba pálida, él más blanco que la pared, con sonrisa forzada, a punto de echarse a llorar. Se sentaron frente a frente

–Lo siento –dijo él.

Ángela le cogió las manos.

–Comamos algo. Quiero alargar este rato. Tenemos todavía dos horas, a no ser que quieras irte ya –dijo Ángela.

–No. ¿Sabes que te quiero, verdad? Te quiero con toda el alma. Tienes que ayudarme.

–Te voy a ayudar. Te pondré las cosas fáciles. De amor no se muere.

Comían para espaciar el tiempo y hacer interminables esas horas. Las ensaladas sirvieron más para jugar con el tenedor que para comer. Varias copas de vino blanco; dos cafés, largos, eternos. Apenas se hablaron, de cuando en cuando, volvían a acariciarse y recordaban.

Él suspiró hondo y tragó saliva.

–No hace falta que digas nada. Lo imagino –dijo Ángela.

–Mi mujer…

–Está embarazada –acabó la frase Ángela.

Se quedó mirándola aturdido, como quien se quita una losa de encima y asintió.

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–¿Qué voy a hacer? ¿Qué vamos a hacer, cariño?

–Nada.

–Ni siquiera hemos tenido tiempo de hacer planes, de futuro, de…

–Nunca hemos tenido futuro.

–No me rindo.

–Tienes mucho que vivir. Tendrás más hijos, más trabajos, más años. Una mujer te espera. Eres afortunado.

–Creía que nos atreveríamos a tomar nuestras decisiones, vivir juntos.

–No te engañes ni me engañes. Ángela le puso un dedo sobre el labio para que callase–. No mientas, no digas lo que no es, no me hagas sentirme culpable.

–¿Engañarte? No entiendo nada. Me he dejado llevar, ni siquiera puedo justificarte el embarazo de mi mujer, no lo he buscado, no lo he querido.

–No te he pedido ninguna explicación –dijo Ángela.

–Me tendrás siempre. Habrá días en que te llamaré con urgencia y me despertaré contigo aunque no estés a mi lado; habrá días en los que te buscaré para morirme junto a ti aunque no me veas; habrá días en que no te dejaré libre porque pensarás en mí. No te voy a olvidar nunca.

–Ángela le abrazó con todas sus fuerzas.

–No te voy a olvidar –repitió él.

Ángela estaba embarazada. Pero nunca se lo dijo. Y desapareció el chico como vino, aunque ello no supone el fin de la película.

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UN HIJO EN LA FAMILIA

Llegó transfigurada y pidió que me llevara a sus hijas a casa de mamá a dormir. Ya iría a buscarlas, necesitaba permanecer sola.

Cuando nos fuimos, Ángela empezó a quitar el papel pintado de las paredes amontonándolo en medio de la habitación. Vació muebles que fue rompiendo con todas las fuerzas que pudo, sillas, mesitas, cuadros, lámparas. Todo lo iba apilando como si fuera a hacer con todo ello una hoguera. No sé cuántas horas estuvo así, ni qué pasaba por su cabeza, pero dejó la casa completamente destrozada. Le conté a mamá lo poco que sabía, que la había visto muy nerviosa, que estaba preocupada. Llamamos a su casa pero no cogió el teléfono. A medida que pasaban las horas nos íbamos impacientando. Finalmente, mi padre, que tenía juego de llaves de su apartamento, decidió ir a ver qué pasaba. Eran cerca de las dos de la mañana.

Al abrir la puerta y encender las luces, mi padre no dio crédito a tanto estropicio. El papel de las paredes rasgado, los pequeños muebles rotos, montones de madera acumulados, y Ángela durmiendo encima de un colchón en el suelo. ¿Dormía?

–Ángela, cariño –dijo acariciándola.

Ángela despertó, acurrucada sobre el colchón, helada de frío y agotada por el esfuerzo.

–Me alegro mucho de verte. ¿Has venido solo? –papá asintió. Mejor así, no tendré que dar explicaciones de ningún tipo.

–¿Te encuentras bien?

–Mejor, necesitaba agotarme, reventar de cansancio, soltar toda la furia y la rabia.

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–¿Quieres hablar? ¿Nos vamos a casa? Allí dormirás mejor –y ayudó a mi hermana a levantarse.

–Estoy embarazada -papá sonrió y le acarició la cabeza.

–Me encantará tener otra nietecita –dijo.

–Será un chico. Estoy convencida. Este bebé será un chico.

Cambió la casa de arriba abajo, variaron los colores de las habitaciones, los muebles elegidos fueron más funcionales y prácticos, más modernos y escasos.

Luego empezó a modificar su aspecto. El embarazo le confirió un aspecto de bondad, pero engordó tantos kilos que perdió su delgada silueta. Tras dar a luz, ya no quiso preocuparse de perder peso, al contrario, parecía que le agradaba su aspecto bonachón y profundamente maternal que le proporcionaban esos kilos de más. Se dejó el pelo largo, casi siempre recogido en un moño alto o en una coleta.

Más drásticos resultaron los cambios en el trabajo. Dejó la panadería; alquiló un bajo y montó una tienda. Todas pensamos que se le había ido un poco la cabeza, no era normal que alguien montara una tienda tan extraña, pero funcionó. Y muy bien.

Montó una lencería con todo tipo de ropa interior, de todos los colores y gustos, para todo tipo de mujer, desde mayores, amas de casa, sofisticadas, jóvenes desenvueltas, o el primer sujetador de una adolescente. Una tienda tan encantadora que resultaba imposible no entrar y acabar comprando algo; cosa mágica, por supuesto. Además, cuidó mucho que el precio estuviera acorde al nivel del barrio donde vivíamos, por lo que pronto hizo buena clientela. Las vecinas la querían mucho, había sido buena consejera mientras vendía pan.

Pero lo más curioso fue la sección dedicada al chocolate. Había toda una vitrina con los más diversos chocolates, por entonces una completa novedad, pues prácticamente no se conocían más que los tradicionales y unas pocas marcas. Mi hermana se encargó de convencer a la panadería donde había estado trabajando para que cocinaran chocolates de distintos sabores, e incluso olores. Ella misma proponía combinaciones, naranja y chocolate, con menta, con hierbabuena, con gotitas de jazmín, puro al 85 por ciento, blanco y

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negro, con pistachos, con fresas… Existía una enorme variedad de chocolates en aquella vitrina, una tentación. Y siempre tenía preparada jarras de chocolate caliente que bajaba de casa, y ofrecía gratuitamente a las mujeres mientras revisaban la lencería. ¡Una verdadera combinación de placeres!

Y aún más…

Entrar en la tienda de mi hermana se convirtió en un lugar emblemático en el barrio. Siempre había alguna tertulia en torno al chocolate. Sin darnos cuenta, aquello fue derivando en otra actividad bien diferente. Desde que se quedó embarazada, sus sentidos se desarrollaron extraordinariamente. Era capaz de percibir cualquier estado de ánimo, e incluso ir más allá, podía intuir si existía algo anormal en la mirada de la gente. Puede sonar extraño, pero Ángela diagnosticaba si el mal que alguien padecía era físico, psíquico o dolor del alma.

Algunas cosas de las que pronosticaba:

“Ve al médico. El color de tus pupilas no me gusta”.

“¿Va bien las cosas por casa? Quizás estáis necesitando tu marido y tú un fin de semana de reencuentro, a veces la rutina es demasiado insoportable”

“Querida, creo que te falta alguna vitamina, quizás por eso estás tan cansada, toma este chocolate, te vendrá bien, pero ve al ginecólogo, creo que debería revisarte”.

“Ese hijo tuyo te da muchos problemas, lo sé, ya sé que es demasiado rebelde, no le fuerces a estudiar, eso le frustra y crea ansiedad, él no va a llegar a buenas notas, y la presión le acompleja, por eso reacciona de forma tan violenta. ¿Por qué no le animas a que trabaje en algo? A él le gustan las motos, quizás el mecánico necesite a algún aprendiz en el taller”.

Consejos, pronósticos que ayudaban en la desorientación, la infelicidad, la enfermedad o la depresión. No era una bruja, como hay quien dice, ni una pitonisa, ni tampoco una enfermera, ni cuidadora, no sé cómo describirla. Maga.

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No quiso nunca darnos detalles aunque la interrogamos a conciencia en nuestras comidas de los miércoles. Sólo sonreía.

Cuando nació su hijo, el único chico de la familia junto con el de Sofía, el lunar de mi hermana se borró definitivamente.

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UN DRAMA

Me encantan los días de invierno en los que luce un sol de primavera. En Valencia resulta difícil encontrar largas temporadas de días grises; algo llueve, pero menos de los que necesitaríamos en esta tierra de sol. Cuando el día amanece gris, estoy mimosa, ronroneo como los gatos, no quiero salir de casa, y al mínimo contratiempo, me echo a llorar. Ya sé que a muchos puede parecerle exagerado, sobre todo, a quienes viven en el norte de España, que el manto verde de sus tierras se debe a la lluvia constante, y que no ven ningún problema en calzarse botas de agua, chubasquero y paraguas, pero yo no sé: el paraguas me molesta, visto de oscuro porque no sé qué ropa de color se puede llevar si no hay sol, mi pelo se eriza. Siento nostalgia.

Un día de invierno de sol radiante. Ropa alegre, casi de verano, ganas de estar en la calle, o con una cervecita en la playa. Muchas veces, hemos improvisado fines de semana fuera de la ciudad. La libertad de no tener obligaciones familiares hace que nos levantemos un sábado y pongamos rumbo con el coche a algún pueblecito. Me gusta dormir fuera de casa. Me gustan los hoteles.

Este fin de semana hemos decidido ir a Barcelona. Mi marido suele viajar allí bastante, le encanta. Cada vez que va un par de días, encuentra tiempo para perderse por sus barrios, y siempre encuentra la ciudad diferente y encantadora. Yo la he visitado bastante menos. En Barcelona todo cabe: lo antiguo y clásico, lo moderno y rompedor. Parece como si sus ciudadanos no se escandalizaran por nada; no hay nada que perturbe la tranquilidad de los barceloneses. Me apetecía mucho ir allí pues estaba acabando de leer una apasionante novela sobre “La clave Gaudí”, órdenes religiosas y caballeros Morias, que ocultan el secreto de la cristiandad.

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Me gusta fotografiar a la gente, observar sus expresiones, cuáles son sus prisas, la risa o tristeza que albergan; normalmente, nadie está pendiente de si alguien lo observa, por eso resulta tan fácil y tentador quedarse a vigilar, como un espía, los movimientos ajenos. No juzgo, ni saco valoraciones, no me burlo, ni ironizo. Simplemente miro, y me sorprendo cada día.

Así que, no pude evitar la tentación de fotografiar a aquellas dos mujeres, tan distintas, sin ningún parecido, pero estaban compartiendo el mismo banco. En un parque, a los pies de la Sagrada Familia, estaban las dos sentadas. Una mayor de más de setenta años, enjuta, pequeña, y cara de pocos amigos. Los ojos, demasiado pintados para su edad, de un azul más fuerte que el cielo, con un vestido de flores, y collares llamativos, y un puro en la boca. Parecía una madame de época venida a menos, ya jubilada. Se la veía desafiante y provocadora, pasando de todo y todos, dando caladas a su puro para hacer aros de humo. Una abuela fumadora de habanos en un parque de la Sagrada Familia.

A su lado, una joven extranjera. Unos dieciocho años, probablemente estudiante de Erasmus, del algún país del Norte de Europa, enamorada del idioma y de España, su folklore y su comida, o más bien, de sus fiestas y sus noches; con esa piel blanca que acaba con la nariz colorada al mínimo rayo de sol; rubia, de pelo más que liso, tieso, sujeto en una coleta medio deshecha, las gafas pequeñas de pasta de color rojo. Me llamó la atención que estuviera comiendo un pimiento verde crudo a bocado limpio. Nunca lo había visto. El pimiento verde me encanta, guisado o cortadito en pequeñito para ensaladas; pero ¡a bocados!, sin aceite ni sal ni condimentos, como si fuera una manzana. Aquella chica lo tenía agarrado por el rabo y lo mordía con deleite, como un manjar exquisito.

La foto, lo que entraña, ¿qué había detrás de aquellas dos mujeres? Supongo que la joven me hubiera contado más bien poco, de dónde venía, que le gustaba mucho Barcelona, qué estudiaba y cuántas horas de fiesta le permitía su Erasmus, y, sobre todo, a qué sabía el pimiento verde comido así. La vieja, seguro que era rica en vivencias, en sufrimientos y amores. Llevaba mucha vida a cuestas y parecía pesarle, no había dulzura en su mirada ni en su cuerpo, aunque merecía la pena contemplarla. Me hubiera gustado preguntarle qué hacía, cómo fue su vida; lo más probable es que me hubiera mandado a la mierda, y hubiera seguido dando caladas a su habano.

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Y de pronto, allí…

–Espera –dije a mi marido–. Es Ángela. Hola, dime guapa, ¿qué tal? Sí, estamos bien… en Barcelona… ¿Pasa algo?… ¿Cómo?… No lo entiendo, todo iba bien… ¿es grave?…. ¿cómo está ella?… ¿y la niña se salvará?

Sofía había sido ingresada de urgencias. Una complicación con su embarazo. Tuvimos que regresar inmediatamente. Un tumor crecía al mismo tiempo que su vientre, y no podían extirparlo por correr riesgo tanto el feto como ella. Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde, el feto estaba muy avanzado y el tumor también, demasiado grande para que su operación no conllevara graves riesgos.

Sofía estaba en coma. El tumor le había afectado la columna. El feto no corría peligro pues estaba ya muy desarrollado; querían mantenerlo al menos una semana más para que entrara ya en el último mes de embarazo. Ella permanecía entubada e inconsciente.

Transcurrieron dos semanas de verdadera angustia para todos. Mi madre se encargaba de la casa de Sofía; su marido y yo estábamos permanentemente en el hospital. El no salió ni un solo día ni una sola noche. Comía y dormía en la habitación de Sofía, en el sillón que estaba junto a su cama. Yo pasaba allí largas horas, acompañándole o ayudando a mover a mi hermana para que no le salieran llagas en el cuerpo, lavándola y peinándola, contándole las cosas del día. Pero ni ella oía, ni había ninguna esperanza.

–¿Te acuerdas? –dijo Ángela– ¿cuando siendo niñas Sofía y tú os dije que teníais las líneas de la mano continuas? –afirmé, mientras Ángela cogía mi mano y acariciaba la palma–. Donde acaba la línea de ella, comienza la tuya con más fuerza, ¿la ves?, está mucho más marcada, y es muy larga, larga vida, cariño. Pues éste es el momento, Sofía se va. Por eso te dije que estuvieras cerca de ella, por si ocurría algo, por si le fallaban las fuerzas. Tienes que continuar con lo que ella deja.

Cómo era posible que no me hubiera enterado de lo que estaba ocurriendo, cómo era posible que mi hermana se estuviera muriendo. ¿Qué iba a ocurrir con la niña que iba a nacer? Sofía tenía cuatro hijos, pero ya eran mayores. El primogénito con casi veinte años, parecía un chico inteligente; las gemelas de catorce iban ya al instituto; la más

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pequeña tenía doce. Todos vivían del sueldo del marido, un salario medio que no da para grandes alegrías.

Sofía murió dos días después de que provocaran su parto mediante cesárea. La niña nació sin problemas. Un nacimiento amargo. Tanto su marido como yo hubiéramos cambiado la vida de esa niña por la de mi hermana. No conocíamos a aquella pequeña, yo no le tenía gran simpatía. Para mi cuñado, sólo sería una carga.

Cuando sacaron a la niña de la incubadora, Sofía ya había sido incinerada. Fuimos a recoger a la recién nacida Ángela, mi cuñado y yo. Me resistí. La muerte de Sofía me había afectado mucho. Ángela cogió en brazos a la pequeña y la besó en la frente, luego se la pasó a su padre quien se echó a llorar.

Cuando él se serenó, mi hermana le preguntó:

–¿Estás seguro?

Contestó con rotundidad:

–Sí, es la mejor decisión. Sofía lo quería así.

Ángela me tendió a la niña. No me atrevía a cogerla. Ella insistió y yo no extendí los brazos.

–Cógela. La decisión de Sofía es que tú cuides de esta niña. Ahora es tu hija.

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LABERINTO

La muerte de Sofía fue un mazazo para todas, pero para mi madre un golpe del que no pudo recuperarse. Dicen que no hay nada más dolorosa para una mujer que perder a un hijo; para una madre es como morir por dentro. Hacía tan sólo seis meses habíamos perdido a mi padre, un cáncer. Se lo diagnosticaron dos años antes. Resistió más de lo que los médicos preveían, y muchísimo menos de lo que mi madre hubiera deseado. Se quedó en los huesos, tan delgado que estaba casi irreconocible cuando murió, aunque su expresión era la de siempre: paz, inalterable a pesar del dolor; al menos, en apariencia, porque sabíamos que había sufrido mucho cuando le aplicaban la quimioterapia.

Mi madre estuvo todo el tiempo junto a él, cuidándolo y mimándolo, acompañándolo en los malos momentos, con sonrisa dulce, mucho más amable que nunca, sin quejarse, como si hubiera estado preparándose toda su vida para aquellos años de sufrimiento. No sé de dónde sacó tanta resistencia. Adelgazaba a la misma velocidad que mi padre; dejaba de dormir las mismas horas que él, sufría en su cuerpo la quimioterapia.

En su funeral no lloró porque había llorado tanto a escondidas que ya no le quedaban fuerzas. Famélica y cansada, sólo pudo ir a casa, encerrarse en su habitación y dormir acurrucada en la parte de su cama durante varios días seguidos.

Cuando se levantó, empezó a recoger la ropa. Primero, la de mi padre, la doblaba cuidadosamente y la ponía en bolsas para llevarla a la Casa de la Caridad; luego, recogió la suya de color y empezó a rasgarla con las tijeras, a romperla dejándola inutilizada para no caer en la tentación de ponérsela de nuevo. Guardó solo las prendas oscuras: negras, marrones y azul marino. Empezaba un duelo por

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dentro y por fuera que no iba a terminar ya pues lo continuó la muerte de Sofía.

Su única preocupación consistió en arreglar lo relativo a la funeraria para que su nicho fuera el mismo. Y luego, su mortaja. Mi madre preparó la ropa que llevaría en su entierro, absolutamente austera, de color negro; desde los zapatos y las medias al vestido. Yo que recordaba con tanta felicidad la ropa blanca que mi abuela escogió para “ir en busca de su marido”, como ella decía, la actitud de mi madre me generaba una profunda tristeza. Era como si ya hubiera muerto y no creyera en nada. Su vida, la de mi madre, estaba junto al hombre que había querido más que a nadie. Un amor muy especial, relación única, de aquéllas que parecen existir sólo en el cine. Nunca les vi darse un beso, y las caricias entre ellos eran escasas, las palabras contadas; sin embargo, habían sido dos amantes excepcionales. Marido y mujer desde el principio al final.

Muerta también Sofía, mi madre no había tenido tiempo para recuperarse. El impacto fue muy hondo. Envejeció muchos años de golpe. El dolor se reflejaba en cada arruga, convirtiendo su expresión en una mueca.

Yo no aceptaba por las buenas a mi sobrina, la hija de Sofía. Mi hermana había muerto y yo le arrebata lo que más amaba: su hija. Ángela intentó explicármelo ofreciéndome las razones de por qué sería bueno que yo criara a esa pequeña; mi cuñado estaba destrozado y bastantes problemas tenía ya sacando adelante a cuatro hijos. Claro, que quería a esa pequeña, pero estaba convencido de que si estaba conmigo, con la hermana querida de su mujer, con la mejor amiga de Sofía, con parte de su parte, estaría bien cuidada. Yo necesitaba una hija, pero no la hija de Sofía.

He sufrido tres abortos, ya lo dije. En los veinte años que llevo de matrimonio, lo he intentado todo: desde rezar, a someterme a cualquier prueba médica, desde las posturas sexuales más proclives hasta ir de curanderas. Me consume. Me encantaría ser madre. Mi marido lleva muchos años insistiendo en la adopción, y siempre me he negado pensando que al final ocurriría un milagro.

Me encerré en mí misma, huraña y agresiva. No quería atender razones, todas me parecián una aberración. ¿Por qué me proponían tal barbaridad?

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Una semana después, vino mi madre a casa. No la esperaba. Cuando abrí la puerta, la encontré allí vestida de luto riguroso y con una caja vieja de cartón en las manos.

–¿Puedo pasar?

–Claro, mamá, –dije abriendo la puerta de la entrada– no te esperaba.

–¿Por qué no has ido a trabajar hoy?

–No me encuentro bien.

–Me ha llamado tu marido.

–Ya –exclamé en un tono poco amable–. Sé que estaba preocupado pero yo sólo quería que me dejaran todos en paz.

–Está preocupado. Lo sabes. Todas lo estamos. –Mi madre se sentó en el sofá.

–¿Quieres un café?

–Sí. Tenemos que hablar un buen rato. Pero yo lo prepararé. Tú, mientras, quítate el pijama, lávate la cara y péinate. El dolor no tiene que ver con la dejadez. Ya sabes que hubiera dicho tu abuela si te ve así.

–No creo que tú estés para darme consejos. Parece que hayas decidido ser una sombra de lo que fuiste.

–Y lo soy, hija. Yo no tengo ya nada que hacer aquí. Pero tú sí, aunque no quieras.

–No empecemos. Mamá, por favor, no quiero hablar de eso.

Mi madre se dirigió a la cocina, recuperando su ordeno y mando característico de sus mejores tiempos. Le hice caso y cuando volví, me esperaba junto a la mesa de la cocina con dos cafés con leche como a mí me gusta, muy cargado y sin azúcar. Había dejado la caja de cartón sobre la mesa.

–Hay algunas cosas que te debo explicar –dijo mi madre abriéndola.

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La caja estaba llena de fotografías antiguas, que fue esparciendo encima de la mesa. Las sacaba con cuidado; eran en blanco y negro, apenas reconocibles, algunas caras borrosas, rostros diminutos. Rostros del pasado que nunca había visto. En casi todas aparecían dos hombres jóvenes, y en algunas estaban junto a una chica. ¿Quiénes eran?

–Alejandra, en todas las familias hay secretos: yo tengo el mío.

Levanté los hombros sin entender. ¿Qué me iba a decir? La comunicación entre mi madre y yo siempre había sido muy escasa.

–Lo que te voy a contar sólo lo sabe Ángela, ninguna de tus hermanas tiene idea. Espero que ahora no te enfades ni ofendas, que intentes comprender. Si te lo cuento es porque creo que necesitas saberlo. Necesitas saber que a veces se ama sin saber bien a quién y por qué, que las cosas vienen así. Ángela lo conoce porque ella lo sabe todo, lo intuye todo. Nunca me lo preguntó, se lo contó tu padre.

–Es verdad, papá y ella tenían muy buena relación.

–Tu padre y ella se querían mucho, se respetaban y comprendían. Aunque realmente no era su padre.

–¿Cómo? –exclamé.

–Sí –asintió–. Ángela y María son hijas del mismo padre. Raquel, Sofía y tú sois hijas de “tu” padre –y recalcó ese “tu” dándole énfasis.

¿Era una broma o una prueba?

Puso entonces una fotografía encima de la mesa. La que mejor se veía. Aparecían los dos jóvenes juntos. Indiscutiblemente eran hermanos, más bien gemelos, idénticos. Resultaba imposible distinguirlos.

–Éste –señaló al joven de la izquierda– es tu padre. Y este otro su hermano: mi marido y padre de Ángela y María.

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UN PASADO DE GUERRAS

Apenas hemos tenido contacto con nuestra familia paterna. No sé por qué nunca me hice preguntas en torno a una relación tan fría y distante. Había crecido en ese ambiente. Mi entorno familiar, mi familia, era la de mi madre: mi abuela, mi madre y mis hermanas. Lo demás era accesorio, complementario pero perfectamente prescindible. Tampoco mi padre contaba nada de su familia, ni iba a visitar a sus padres, salvo las dos veces al año en que mi madre nos arreglaba para ir a verlos.

Mi abuelo murió antes que mi abuela. Ella vivió hasta hace poco. Es decir, que he tenido larga vida para preguntar si ocurrió algo grave para que nunca vinieran a casa a comer o no me hablaran de ellos. Cuando me hice mayor y ya no tuve la obligación de ir a verlos esas dos veces al año, las visitas se espaciaron tan sólo a las Navidades, por puro compromiso, y por esos remordimientos que entran en época sensiblera de buenos propósitos y anuncios publicitarios que te remueven la conciencia. Luego, un par de llamadas telefónicas para saber cómo estaban, muy escuetas porque no hay nada que contar, “¿cómo estáis? El trabajo bien, cuidaos mucho”.

Pero allí estaba mi madre mostrándome una fotografía de dos gemelos idénticos: mi padre y mi tío, al mismo tiempo, maridos de mi madre. Allí estaba ella dispuesta a revelar un secreto que había llevado en silencio, fingiendo delante de todo el mundo, y que se hubiera llevado con ella a la tumba si no fuera porque Sofía había muerto y me dejaba en herencia una hija.

Un novelón, sí, pero así era.

Mi madre se casó muy joven con quien ahora es mi tío. Hombre trabajador, honesto, y pacífico, poco amante de juergas, amigachos y

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líos. Su padre era guardia civil y había combatido en el ejército de Franco; estaba orgulloso de estar entre los vencedores y haber contribuido al hundimiento de la República Española. Después de la guerra civil, mi abuelo paterno progresó convenientemente por su fidelidad y lealtad al régimen. No les fue nada mal económicamente. Mi abuela se permitió tener siempre chacha, como se llamaba en aquella época, que hacía todas las tareas de la casa, y así podía jugar a las cartas y al dominó por las tardes con las amigas. Siempre bien peinada, bien enjoyada, muy maquillada y con la frente muy alta cada vez que pisaba la calle, orgullo de estar protegida por la mano del franquismo.

Tuvieron dos hijos gemelos. Físicamente tan iguales que de pequeños se burlaban de profesores y amigos con gamberradas típicas de niños. Hasta su padre, mi abuelo, los confundía en más de una ocasión; lógicamente, sólo mi abuela era capaz de distinguirlos; daba igual que estuvieran de frente, perfil o espaldas. Lo único que les diferenciaba era el carácter. Mientras el marido de mi madre era más bien apocado y tímido, mi padre era inquieto, rebelde y gamberro, con una imaginación desbordante. Siempre que hacían alguna trastada, los castigaban a los dos, por si acaso, “porque en el castigo os unís como hermanos o aprendéis a decir quién ha sido”, pero nunca se delataron, se cubrían uno al otro con verdadera devoción y confianza, aunque mi abuela sabía perfectamente que sólo a mi padre se le podían ocurrir aquellas travesuras. Ella sí hablaba con ellos aparte, cuando estaban castigados, para reñir severamente a mi padre y consolar a mi tío, pero nunca consiguió una sola fisura entre ellos. Porque mi padre era leal y quería a su hermano más que a nadie, y lo protegía de cualquier temor o problema, defendiéndole con uñas y dientes de los chicos de la calle; y porque mi tío adoraba a su hermano, lo envidiaba sanamente, admiraba su valentía y coraje, su capacidad de enfrentarse a todos y a todo, mientras que a él le daba miedo o vergüenza. Si físicamente eran iguales, sus caracteres eran como las dos caras de una moneda.

Nunca esperó mi abuelo que, mientras él defendía la Dictadura y al régimen franquista, su hijo se aliara con los republicanos; las discusiones en aquella casa eran airadas y casi siempre acababan con amenazas y un portazo de mi padre marchándose de casa. Mi abuela intentaba calmar los ánimos de su marido, pero nunca defendió a mi padre; no entendía aquellas ideas democráticas y socialistas que llevaba en la cabeza. Mi tío bajaba la cabeza.

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Cuando la guerra acabó, ni perdonó a su hijo ni ejerció su influencia para ayudarlo. Todo lo contrario. Renegó de él públicamente y se encargó de difundir bien su nombre y su retrato por todo el pueblo, ofreciendo una recompensa si alguien daba con su paradero. Le había deshonrado, se había enfrentado a él y a todo en lo que creía, era un traidor al régimen. Debería pagar como todos con la cárcel o la muerte de ser apresado. Quería limpiar bien su nombre. No sé que le hirió más, que su hijo hubiera luchado en su contra o no poder presumir de un hijo héroe en el bando fascista. No superó tal deshonra.

Mi padre se marchó a las montañas, alistándose en las guerrillas de la resistencia; se convirtió en un maqui. Hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial y pasó a combatir contra el fascismo europeo. De una guerra a otra, estuvo varios años en Francia luchando contra los nazis. Consiguió escapar con vida, de no ser así, hubiera muerto en alguna cuneta, o fusilado no importa en qué guerra. Cosechó un sinfín de heridas físicas y todos los horrores que sus ojos pudieron ver.

Cuando mi madre se casó, con quien hoy sé que es mi tío, vinieron a vivir a Valencia. Aunque no había luchado en ningún bando y mantenido la actitud discreta de “no querer líos”, no soportaba ver su retrato (o más bien el de mi padre pero que resultaba idéntico a él) colgado por las tiendas del pueblo como si se tratara de un criminal; ni soportaba a mi abuelo y sus proclamas al régimen, o el silencio cómplice de su madre.

Mi abuelo no había visto con buenos ojos la boda con mi madre. Pertenecía al bando perdedor. Una familia mayoritariamente de mujeres, demasiado modernas para la época, con un apodo indecoroso como el de “magas”, e ideas socialistas y republicanas. Intentó prohibir que su hijo se casara, pero tampoco quería romper con él, ya que era el único hijo que le quedaba. De poco sirvió que aceptara o no el matrimonio.

Mi tío y mi padre siempre mantuvieron contacto. Cuando estuvo en las montañas, mi tío y la familia de mi madre eran sus principales ayudas, tanto para él como para los compañeros que con él estaban. Luego, mantuvieron a través de cartas y mensajes que llegaban de la forma más variopinta. Resultó más fácil la correspondencia en Valencia que en el pueblo, pues la vigilancia resultaba menos estrecha y podían burlarla mejor. Mi madre y mi tío sabían de las penalidades que atravesaba mi padre.

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Europa, quizás demasiado maltrecha, dejó que el régimen de Franco fuera implacable dentro y de aparentes buenas formas hacia el exterior. Mi padre quería regresar, pero no encontraba ocasión para ello. En el momento que pisara el país, sería encarcelado o fusilado. Así que decidió quedarse en Francia.

Allí conoció a una joven de Lyon con la que trabajaba en la Resistencia Francesa. Tuvieron un hijo. Ambos esperaban que la guerra acabara para poder comenzar, de una vez por todas, una existencia en paz. Recuperar dignidad y sueños. Semanas antes de que se firmara el final de la guerra, en uno de los bombardeos habituales, su mujer y su hijo de apenas un año murieron bajo los escombros de un edificio. Aquello fue peor que la guerra o la muerte. No tenía nada.

Acabada la guerra, comenzó a trabajar en la reconstrucción del país. Fue un superviviente más acogido por los franceses. Pero no había nada allí que lo retuviera. Así que empezó a organizar su vuelta a España, a dónde y para qué, le planteaban todos sus amigos. Le advertían que lo fusilarían o iría a un campo de concentración, que en España era un doble traidor, y debía quedarse en Europa, donde comenzaba la libertad, la posibilidad de empezar de nuevo.

Estaría tan solo allí como aquí, y tampoco era libre ni en un sitio ni en otro.

Le organizaron la vuelta con pasaporte falso y consiguió llegar a Valencia. Como un autómata, sin saber la razón, se presentó en casa de su hermano y su cuñada.

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REFUGIADO

Año 1953.

Hacía tres años que mi madre vivía en Valencia con su marido, diez años mayor que ella. Mi padre, a través de las cartas que recibía de su hermano, estaba al tanto de las noticias de la familia y pensó que ahora podía volver y refugiarse en su casa. Comenzada su mala fortuna con 18 años, cuando se alistó en la Guerra Civil; a los 35, tenía la sensación de que toda su vida estaba acabada.

Cuando mi madre abrió la puerta de casa y lo vio allí parado, casi se desmaya. Su cuñado se apresuró a soltar la maleta y cogerla del brazo antes de que cayera al suelo.

–No he tenido ninguna posibilidad de avisar. ¿Está mi hermano?

Mamá le ofreció pasar, muy pálida, hubo de sentarse en el sofá y él mismo le acercó un vaso de agua. Se conocían de cuando eran pequeños; en un pueblo se conoce todo el mundo; pero se llevaban demasiada edad para haber jugado juntos. Hacía años y años que no lo había visto. Probablemente nunca cruzaron una sola palabra. Era evidente que no hacían falta las presentaciones; el parecido físico entre los dos hermanos seguía siendo extraordinario.

Cuando se recuperó del susto, mi madre le habló del trabajo de su hermano, el marido de mi madre, y de cómo les iban las cosas.

–Y ya ves –dijo mi madre acariciando su embarazo de seis meses– esperamos nuestro primer bebé.

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El encuentro entre los dos hermanos fue un momento muy emotivo, el más emotivo que recuerda mi madre. Un abrazo largo, silencioso, fuerte, sin palabras.

Toda la noche hablaron y hablaron. Cuando mamá se levantó, los encontró desayunando huevos fritos, jamón y café.

Cuando mi tío se fue a trabajar, mi padre se quedó en casa ayudando a mi madre. Tenía buena maña con la limpieza, así que, con todo el día por delante, se dedicó a vaciar armarios, limpiar la cocina y las lámparas. Así fue durante una semana más; por las noches, hablaban incansablemente, recuperando en horas las largas ausencias de tantos años, y por el día, mi padre pintaba las paredes, arreglaba muebles y se entretenía ayudando en todos los menesteres a mi madre, quien sentía vergüenza de ver a un hombre limpiar la casa. Necesitaba mantenerse ocupado porque no podía salir al exterior.

No sabían cómo afrontarlo. Resultaba peligroso que apareciera mi padre como el hermano gemelo que ha vuelto de Francia. En el momento en que alguien supiera que estaba escondido allí, mi abuelo se enteraría, y también la guardia civil. No podía permanecer en casa de su hermano toda la vida o hasta que acabara aquella dictadura a la que no se veía fin. Cada vez que el timbre sonaba, se miraban asustados, y mi padre se escondía dentro de la bañera con un cuchillo en la mano por si sucedía lo peor; mi madre abría la puerta temblando para atender a una vecina o recibir al cartero. Le quedaban menos de tres meses para el parto. En cuanto Ángela naciera, todo se complicaría, pues vendrían las visitas, las vecinas, la familia, y no podría estar escondido permanentemente en el baño. ¿Qué iban a hacer?

La solución la dio mi abuela materna.

Se presentó un día en casa. Cogió el tren desde el pueblo y se vino al barrio de Ruzafa a ver cómo seguía su hija. Tenía la impresión de que su única hija estaba muy lejos de ella, en la ciudad, sin nadie que la cuidara si necesitaba algo. Mi madre no necesitaba nada, era fuerte, pero nunca se alegró tanto de ver a su madre como aquel día.

Cuando se encontró con mi abuela en el descansillo de la puerta, ésta supo inmediatamente que algo pasaba. Mi padre estaba, como de costumbre, escondido en la bañera. Mi madre entró para decirle que podía salir.

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-Ay, hijo, cuánto habrás sufrido. Eres un héroe, un valiente, gracias a ti muchos todavía creemos que merece la pena seguir adelante. Pobre hijo, pobre hijo mío - repetía mi abuela mientras lo abrazaba y lo besuqueaba como a un niño. Hacía muchos años que mi padre no recibía un abrazo así, tan maternal, de los brazos de una mujer protectora, como si ambos fueran de verdad madre e hijo.

Mi padre le contó a mi abuela toda la historia desde que se fue a Francia. Ella le dejaba hablar mientras le cogía las manos y las acariciaba. Aquella noche fue la primera en la que mi padre durmió de una sola vez y sin despertarse con pesadillas.

Estaban los cuatro desayunando en la cocina, cuando mi abuela dio la noticia:

–Ya está claro lo que vamos a hacer –los tres la miraron intrigados–. Tú –dijo señalando a mi padre– te vienes conmigo al pueblo.

–¿Al pueblo? Allí no puedo volver, en cuanto mi padre me vea, me matará. Además no quiero ir allí.

–No te verá. Vivirás en nuestra casa, es grande y tiene un desván que podemos amueblar para que sea tu habitación. Tendrás que permanecer escondido durante el día. Evidentemente, no podrás dejarte ver. Pero será mejor que estar aquí. Allí te podré cuidar. Y tendrás más espacio para moverte.

–No creo que sea buena idea –dijo mi tío–, no puede estar siempre encerrado.

–Aquí no puedes quedarte. Este piso es pequeño y tarde o temprano te descubrirán. Además, mi hija está embarazada. Es un riesgo para vosotros dos –dijo a su yerno–. Nadie sospechará que estás en el pueblo, ¿cómo lo van a imaginar? En aquella casa, estarás a salvo, por eso es la casa de las magas, ¿no?

–Representaría un problema para usted –dijo mi padre.

–No, hijo, no. Tú no eres un problema. Serás una buena compañía. Estaré orgullosa de ayudar a quien ha entregado tanto. De tu padre, no te preocupes, sé mantenerlo a raya…

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Fue siempre testaruda; no iban a discutir. Había tomado una decisión y no iba a ceder. Era la mejor decisión que podían tomar.

Y así transcurrió la vida de mi padre durante los siguientes tres años. Encerrado durante el día en un inmenso desván, amueblado cómodamente, en lo alto de la casa, donde todo el pueblo pensaba que sólo se guardaba grano y trastos viejos. Leía, hacía gimnasia, estudiaba, y escribía. Escribió poemas, cuentos y una larga novela que mi madre guarda entre sus cosas, y que ha leído una infinidad de veces hasta casi saberla de memoria. Por la tarde, cuando mi abuela cerraba bien la puerta de entrada y las ventanas que daban a la calle, él salía a pasear por la inmensa casona. Uno u otro preparaban la cena. Como buena cocinera, aquellos años se esmeró para cuidar el paladar y el estómago de su refugiado.

Fines de semana y veranos, mi madre y su marido iban al pueblo. Había nacido Ángela y era lógico que fueran. Mi padre se encariñó con la niña desde el primer momento. Fue él quien le puso el nombre. Cuando le dijeron que había nacido, él sólo dijo “mi hijo se llamaba Ángel”. Y la abuela decidió que aquella niña sería también parte del futuro de mi padre, y propuso el nombre: Ángela.

Cuando Ángela comenzó a hablar, mi tío y mi madre tenían miedo de que delatara sin querer al refugiado. Pasaban horas jugando en el desván. Hacía calor, y el desván era un lugar fresco donde apenas entraba el sol.

Mi padre intuyó, aunque Ángela fuera una niña, que tenía un instinto especial.

–Nunca digas que estoy aquí, ¿vale? Yo soy como Peter Pan, el amigo de los niños. Nadie debe saberlo. Porque si vienen, tendré que irme a otro lugar. Esta habitación es el País de Nunca Jamás. Sólo puedes venir tú a jugar conmigo. Éste será nuestro secreto.

Fue el secreto de Ángela durante muchos años, tantos como mi madre permaneció en silencio.

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EL AZAR

Toda la familia se había acostumbrado a una vida anómala, hasta mi padre. El simple hecho de leer durante el día, oír la radio, comer y cenar, hacer gimnasia para mantenerse en forma, resultaba suficiente, incluso para compensar la terrible sensación de encierro, por muy grande que fuera la casa, sin pisar nunca la calle. Nunca se quejó.

Pero las circunstancias obligan a tomar decisiones de forma precipitada.

El verano de 1956 nació María. Mi madre se fue al pueblo con las dos niñas pues allí tenía la compañía de mi abuela y la ayuda de mi padre para poder recuperarse de un parto largo y complicado. Mientras ella hacía reposo, mi padre se entretenía cuidando con buena maña a las dos pequeñas, y mi abuela revivía con tanta actividad para hacer. Los fines de semana acudía mi tío. Hasta que llegó el verano y las escasas vacaciones estivales que decidieron pasar en la gran casa del pueblo.

En agradecimiento a mi abuela por sus cuidados, algo que ella hacía con verdadero placer, mi tío decidió blanquear toda la terraza de la casa. Tenía enormes desconchados. Toda la faena debía llevarla a cabo mi tío, pues mi padre no podía dejarse ver a la luz del día; si alguien veía a otro hombre en casa preguntaría quién era.

Cuando ya llevaba muy avanzado el blanqueo, decidió subirse al tejado para arreglar unas tejas rotas, en las que habían anidado unas golondrinas. Mi abuela insistió en que las dejara; no le molestaba que estuvieran rotas y mucho menos que hubieran nidos. Le gustaba

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ver cómo cada primavera aparecían las golondrinas. Pero mi tío alegó que en invierno el agua se filtraría por las tejas rotas; entonces repararlo sería mucho más difícil. Además, las golondrinas podrían buscar otro sitio más cómodo en la misma casa.

El destino.

La mala fortuna hizo que resbalara y cayera desde el tejado al suelo de la terraza. Una caída aparatosa que no hubiera conllevado riesgos si la mala suerte no hubiera planeado que se clavara en un costado, atravesándole uno de los pulmones, aquel hierro oxidado que pertenecía a un viejo toldo que mi abuela había tirado hacía ya tiempo.

Cuando mi abuela oyó la caída llamó a mi madre y las dos subieron corriendo. Mi abuela esperaba encontrarle magullado pero nada más. No había peligro aparente en aquellas blanquecinas terrazas llenas de enormes macetas con geranios que se alimentan del sol. El grito fue espantoso. Mi tío se encontraba en el suelo desangrándose, el rostro desencajado por el dolor, y un hierro de casi un metro atravesando su cuerpo.

Mi madre se arrodilló. Lloraba a gritos con un llanto histérico, sin saber qué hacer. Mi abuela le secó la frente y se acercó a sus labios. El moribundo señalaba la escalera y sólo susurraba “mi hermano, mi hermano”. Mi abuela bajó todo lo rápido que pudo a buscar a mi padre. Dejaron a las niñas encerradas en la habitación. María era un bebé que estaba en la cuna, pero Ángela podía escaparse sola. Aunque ella intuía bien que algo grave pasaba; se sentó en una silla de la habitación con la intención de calmar los ánimos de los mayores, diciéndoles que se portaría bien.

Mientras subían a la terraza, mi abuela puso al corriente a mi padre. Cuando vio al herido, dijo que había que llamar al médico inmediatamente, estaban perdiendo un tiempo precioso. Empezaba a ahogarse aferrado con fuerza a las manos de mis padres y mi madre. Mi abuela quiso salir en busca del médico, estaba a dos calles. Pero el moribundo movía la cabeza y negaba una y otra vez. Todo pasaba a una velocidad vertiginosa, de segundos, pero suficientes para ver correr una vida.

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Cuando consiguieron mantener el silencio, escucharon como, entre quejidos de dolor, les decía que ya no había arreglo, que no llamaran al médico. Era inútil. Tenía otra idea.

–Tú, tú, tú –susurraba a mi padre– tú te quedas. Tú serás yo. Quédate con él, cariño –le dijo a su mujer.

Ambos se miraron sin entender nada pensando que estaba loco, como si sus palabras fueran consecuencia de la fiebre de un moribundo. Seguían con las manos de él entre las suyas, y sus ojos clavados en los de un muerto.

–Quiere decir que ocupes su sitio. Que salgas de tu encierro. Si él ha muerto, que sirva para algo. Vosotros decidís, pero su última voluntad es la de salvarte, aunque sea suplantando su nombre y familia. Hija, tú tendrás que decir algo. Yo estoy de acuerdo –dijo mi abuela.

Enterraron a mi tío, mi presunto padre, bajo los naranjos del huerto de la casa. Transcurrió el verano sin que apenas se hablaran. Si mi madre no salía de su encierro dándole vueltas a lo ocurrido, él no salía tampoco de su encierro en el desván, tan acostumbrado estaba a vivir allí durante el día.

Llegó el momento de regresar a Valencia, y mi abuela los sentó ante la mesa de la cocina.

–Tenemos que hablar. ¿Ya sabéis lo que vais a hacer? –preguntó.

–Es una locura –respondió mi madre–. No quiero, no puedo y me parece un engaño inmoral.

–Quizá te lo parezca ahora. Pero ya me dirás si él –dijo señalándole– no vuelve contigo y se hace pasar por tu marido ¿qué vas a explicar a la gente? ¿Cómo y dónde dices que has enterrado a tu marido?

–Ese no es el problema. En Valencia diré que está en el cementerio de aquí, y aquí diremos que murió allí. A mentiras, mentiras. Ese no es el problema.

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–Puede ser, hija, puede ser. Tu hermano acaba de regalarte la libertad. ¿Qué dices tú?

–Ella tiene razón. Sería una locura. Pero es verdad que yo no puedo seguir así. Un ruido, una sombra, un cotilleo, y todo se irá al traste. Les pongo a todos en peligro. Mañana mismo me iré.

Mi padre se levantó y marchó al desván. no dijo nada más. Mi madre miraba sus manos con las que jugueteaba nerviosa.

–¿Nada que decir?

–Nada.

Mamá se dirigió a su habitación.

Lo que luego hablaron, quedó protegido por el silencio de la noche.

Al día siguiente, aparecieron los dos a desayunar, con todas las cosas recogidas y preparados para marcharse.

–Tú ganas, madre –dijo a mi abuela–. Nos vamos juntos a Valencia. Una vez allí, y en un tiempo breve, un par de semanas, él se irá. Hará su vida. Y será libre con el nombre de su hermano.

–Habéis decidido bien –contestó ella abrazándola.

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LA VIDA ENTERA

Entonces empezó una vida entera, vida al completo para ambos.

Compartían recuerdos, hablaban o sencillamente se hacían compañía mientras cenaban, leían o escuchaban la radio. Dejaron que pasaran semanas, sin decisión premeditada, incapaces de reaccionar.

Bastante tenían con superar cada día, sin que nadie percibiera la sustitución de los hermanos. Mi madre le explicaba durante horas qué había hecho su marido, qué le gustaba, quienes eran sus amigos, cómo ejercía su trabajo. Un sinfín de cosas que no conocía y podían delatarlo. Afortunadamente, en Valencia, nadie sabía que mi tío tuviera un hermano gemelo, lo que simplificaba las cosas. Pero había de sustituirle, no sólo físicamente, sino con sus gestos, expresiones y comentarios.

Pregunté cómo habían hecho para no levantar sospechas, ella sonrió y me dijo “cuando estás en apuros en los que te juegas la vida, se te agudiza el ingenio, hija”.

Atravesaron momentos difíciles, sobre todo, porque mi padre era una persona bastante culta, gran lector y muy inquieto intelectualmente, cualidades que lo diferenciaban completamente de su hermano. Los tres primeros meses fueron duros; cuando superaron esa fase sin levantar sospechas, todo vino rodado. Ni los compañeros de trabajo observaron nada extraño.

Mi padre había tenido la habilidad de ir introduciendo cambios en su carácter y en su actividad, de forma tan paulatina que apenas resultaron perceptibles. Al final, mi padre potencial consiguió ser mi padre en la realidad.

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En Navidades, mi abuela vino a Valencia. Habían transcurrido cuatro meses desde el fallecimiento de mi tío. Mis padres se habían ido acoplando a la convivencia casi sin percibirlo. La abuela fue allí con la curiosidad de saber qué encontraría, y tras convivir un día con ellos, supo que jamás se separarían. Como buena “maga”, tenía una intuición a flor de piel, y bien sabía que si mi padre no se había ido de casa en aquellos cuatro meses, ya no iba a encontrar motivos para irse.

Durante el primer año, ni se rozaban. Nunca quiso mi madre contarme bien cómo ocurrió.

Ella se enamoró perdidamente de un hombre de aspecto idéntico a otro que había querido. La personalidad del que llegaba abrió un mundo nuevo a aquella mujer, nuevas formas de entender el compromiso, otro horizonte, otros valores. Persona de profundas convicciones, satisfecho con cada cosa que poseía; nunca un enfado ni una mala cara, como si se nutriera de sueños paladeando su contenido. Con él, mi madre aprendió a vivir, plenos de color, cada uno de los días.

Al verano siguiente, mis padres y mis dos hermanas volvieron al pueblo a pasar las vacaciones. Lógicamente, nadie sospechaba nada, nadie intuía nada. Pero tuvieron que ir a visitar a mis abuelos. Cuando mi abuela paterna los vio, se echó las manos a la boca en un gesto de horrorizada sorpresa. Reconoció de inmediato a su hijo, sus ojos, la expresión firme y segura; la mirada de reproche en los ojos de mi padre lo delató. Callaron. Mi padre dio media vuelta y se fue. Allí quedó parada mi madre con las dos niñas, esperando que su suegra dijera algo; no sabía qué explicar ni qué justificar.

–Mi hijo, mi hijo, ¿dónde está? –preguntaba mi abuela.

Mamá no sabía por cual preguntaba; si por el que había salido huyendo de aquella casa a la que tanto temía volver, o por el que estaba enterrado en el huerto. En tan solo un segundo, la farsa se había venido abajo, así que salió corriendo de allí.

Afortunadamente mi abuelo no estaba. Y no pudo enterarse de lo ocurrido. Nuevamente fue mi abuela materna quien lo solucionó todo. En cuanto supo lo sucedido fue a casa de mi otra abuela. Lo que hablaron, le dijo y explicó quedó entre ellas.

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–La verdad, le he contado la verdad. Y le he dicho que como madre elija, si quiere seguir teniendo un hijo, o ninguno. Y tu madre te quiere, hijo mío, y no quiere volver a perderte.

Probablemente así fue. Mi abuela se enteró de que su hijo había vivido escondido para luego usurpar el nombre del muerto. No sé si mi abuela apostó por ser práctica o realmente quería superar heridas y conservar al único hijo que le quedaba.

–Les he invitado el domingo a comer.

Efectivamente, el domingo vinieron a comer a casa de las magas por primera vez. Nunca supimos cómo lo consiguió mi abuela, pero fue el primer domingo familiar para mi padre. Al ver a su hijo, la abuela le besó emocionada, le acarició el rostro y lloró. Mi abuelo actuó con tanta naturalidad, que no se supo nunca si fingía o no se había enterado del engaño.

Así, año tras año, verano y Navidad, sin hablar de lo ocurrido.

Con el tiempo, se sacudieron el luto, las culpas y los miedos; desaparecieron los fantasmas del pasado, las vergüenzas y los remordimientos y decidieron formar una familia de verdad, pues ya eran parte el uno del otro. Como un matrimonio.

Cinco años después nació Raquel, luego, Sofía, y por último, yo, Alejandra, la pequeña Wendy, que su madre deseó que fuera chico, y está ahora descubriendo quién fue su padre.

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MATERNIDAD

No sabía bien qué buscaba mi madre, pero sí que lo descubierto no me ayudaba. Seguía hundida, desorientada. Quieren convencerme de que tengo una hija, y es mi sobrina. La hija de mi hermana, de Sofía.

Estaba deprimida. ¿No podía estarlo? Mi marido se empeñaba en hacerme sonreír, en quitar importancia a mis preocupaciones, en contarme desgracias ajenas: el amigo enfermo, el matrimonio separado, problemas económicos. Todo debía servirme, según él, para sentirme mejor. Las desgracias me enfurecían. Quiero ser infeliz.

Piensan que desvarío, que soy caprichosa. No hacen el mínimo esfuerzo para comprenderme. Necesito estar sola.

Tras descubrir la verdad sobre mi padre, necesitaba irme de allí, así que recogí algo de ropa y llamé por teléfono a mi marido. Me iba una semana, tan sólo una. A pensar y estar sola. ¿Dónde?

–No voy a hacer ninguna locura.

Para que se tranquilizara, acepté ir a la costa del Mar Menor. A un hotel que conocíamos. Siempre insistía en sitios que me hicieran recordar lo que habíamos vivido. Como si mi problema fuera un alzheimer repentino. Hubiera preferido un sitio neutro, sin recuerdos, pero acepté.

–Te llamaré en cuanto llegue.

Según él, irme era la decisión más fácil. ¿Huía de él? ¿Había otro hombre? Si existe amor, hay que compartir miedos y angustias,

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abrirse como un libro por la hoja en que se aparcó la lectura. ¿Por qué estar sola?

Primero desconcertado, luego furioso, después condescendiente y hasta suplicante, finalmente aceptó.

Cuando llegué al hotel, pensé que realmente estaba loca y hubiera cogido el coche otra vez para volver a mi casa, pero no podía admitir tanto fracaso, tenía la sensación de que todo me salía mal. Ni podía volver ni quería quedarme.

Llamé a casa y, a las preguntas de mi marido, sólo respondí con monosílabos.

–Sí, sí… estoy bien… Mañana hablamos.

Lloré desconsolada un buen rato, tan largo que se me pasó la hora de cenar en el restaurante. Sentía como si mi felicidad hubiera ido aparcando en un baúl todos los llantos que ahora salían desbordando el recipiente. Lloraba por todo y nada, sin saber por qué.

Dormí de un tirón, sin pesadillas, sin despertarme cada dos horas. Nueve horas seguidas, y me desperté relajada y tranquila. Cuando salí al balcón de la habitación y vi el mar, mi mar Mediterráneo, me pareció un bálsamo para cualquier dolor. El cielo restallaba de luz, sin una sola nube. Respiré hondo y sonreí, me sentía feliz.

Ese día lo aprovecharía para mí, pasearía, tomaría el sol, leería, dormiría una siesta en la arena, y comería en un restaurante frente a una copa de vino blanco de aperitivo. Todo aquello que hacía siempre acompañada y que aquel día, mi único día, haría sola.

Poco después, transcurridos dos días, comenzó la nostalgia. ¡Qué sensación más agradable! ¡Hacía tanto que no la sentía¡

Ya de regreso, pasé en primer lugar por el trabajo de mi marido. No me esperaba, y al verme, no supo si abrazarme o no. ¿Qué querría yo?, debía preguntarse. Mi sonrisa lo decía todo.

Luego fui a casa de Ángela, y allí estaba la niña.

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Ángela cogió a la pequeña de la cuna y la puso en mis brazos. Era la primera vez que la tocaba, y supe que nunca más me separaría de ella.

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NUESTRA CASA

Desde la muerte de Sofía no nos habíamos reunido los miércoles. A raíz de morir papá, fue Ángela quien se hizo cargo de organizarlas. Mamá ya no solía asistir; alguna vez, pero en raras ocasiones. Madurábamos, ya no había enfrentamientos, discusiones ni reproches.

Hacía quince días que tenía a la pequeña a mi lado y me había acostumbrado a compaginar maternidad y trabajo. Ya no éramos dos, sino tres y ahora me sentía responsable. No podía seguir siendo Wendy. Ahora era yo y mis nuevas circunstancias, yo y mi pequeña. Alejandra.

Hablé con Ángela antes de convocar la próxima comida.

–¿Quieres que la organice yo? –me preguntó.

–Prefiero hacerlo yo si no te importa, no es una convocatoria cualquiera.

–Perfecto.

Llamé a mis hermanas. La comida sería en mi casa. Celebraríamos el nacimiento de la pequeña, aunque fuera tarde. Después telefoneé a mi madre y le expliqué mi propuesta, que aceptó sin ningún problema. Me sorprendió que no pusiera reparos, según ella, era una gran idea.

–Me alegro de que cuides a la niña. Te necesita. A veces los cariños nos vienen como menos lo esperamos.

Estuve nerviosa con los preparativos de la comida, tanto por el menú como por saber qué pensarían de mi propuesta. Y llegó el

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miércoles, repleto de tensión al principio, pues había dos novedades: era la primera vez que se hacía en mi casa y, lo más doloroso, faltaba Sofía.

Ángela llegó la primera, antes de hora; quería estar cerca para ayudarme. Mamá llegó la última; ya me advirtió que fuéramos tomando un aperitivo. La comida resultó un éxito. Me había esmerado mucho. Preparé una gran mesa con distintos platos como entradas, y luego, dorada a la sal ya que el pescado nos gustaba a todas. El postre lo trajo Ángela de su tienda: chocolate negro puro al 80 por ciento batido con unas gotas de bayleys.

–Ahora os diré algo mientras tomamos café –llamé la atención–. Os he convocado con un propósito muy especial. Sólo lo sabe mamá –ella asintió.

–Tú dirás –me animó Ángela.

–Quiero compraros la casa del pueblo –callé unos segundos–. Sé que es la herencia de mamá. Lleva cerrada mucho tiempo, y no parece que ninguna tenga intención de ir a vivir allí.

–Yo no, desde luego –interrumpió Raquel.

–¿Vas a ir a vivir allí? –preguntó María.

–No. Al menos de momento. Quiero mantenerla en pie y montar una fundación para adopción de niños.

–Parece una idea estupenda, pero complicada –dijo Raquel.

–Llevaría adelante el proyecto de adopciones con otra abogada compañera de universidad. Mi idea sería convertirla también en una escuela infantil en el pueblo.

–No entiendes nada de eso –dijo María.

–Contrataré profesionales. Será mucha inversión y gasto, pero me apetece mucho intentarlo.

–¿Tú qué dices mamá? –preguntó Raquel.

–Es decisión vuestra. Yo hago la división de la casa en cinco partes, incluida la de Sofía, y vosotras decidís.

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–He pensado que una inmobiliaria valore la casa. Aunque no podría pagaros hasta dentro de un año. No puedo hipotecarme más.

Mis hermanas se miraron. Una propuesta extraña, nadie pensaba en la casa ni en la herencia.

Serví el café, ellas guardaban silencio.

–Me parece una idea estupenda. La casa acabará perdiéndose. Ninguna la quiere. Y la venderíamos. Mejor que se quede en la familia y Alejandra sea su dueña. Yo acepto –dijo Ángela.

–Contigo seguiría siendo la casa de las magas –recalcó María.

Raquel estaba pensativa.

–Si no te importa, me gustaría ayudarte. Podría llevar la parte administrativa y contable.

–¡Sería fantástico! –contesté emocionada.

–La casa necesita una buena inyección económica. No sólo pintarla, sino remodelarla para despachos y salas de niños. Va a ser un gasto tremendo –siguió Raquel.

–Lo sé, lo sé, por eso os pido tiempo para daros mi parte.

–Hagamos otro pacto. Haz tu negocio en la casa, y que siga siendo propiedad de todas. ¿Qué pensáis?

–¡Bien¡ La casa seguirá siendo de todas. Seguirá unida, indivisible –dijo María.

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WENDY

Aquí estamos pequeña. Ante la puerta de la casa en la que pasé tantos veranos de mi infancia junto a mis hermanas. A punto de abrir la enorme puerta metálica que da al corral; por ahí, llegaremos a la vieja cocina; luego a las habitaciones; hasta dar con el portalón de madera que sale a la calle San Pedro, unas de las principales del pueblo. En esa calle tengo una foto con mis hermanas un mes de agosto, en plenas fiestas; llevamos unos vestidos blancos, de flores azules, pequeñitas, que lo salpican por entero, y mangas de farol por entonces de moda. Las cinco iguales, el mismo peinado de trenzas largas cayendo por los hombros.

Contigo en brazos. Sola para enfrentarme a este momento. Para saber qué se siente abriendo la puerta de una casa grande y fría, que reconozco como propia, la casa de las mujeres de mi familia.

No te puedo explicar bien qué hacemos aquí.

No llores ahora, cariño. He prometido cuidarte y quererte siempre. No llores ahora o también me pondré a llorar.

Cálmate, así, cariño. Necesito tu silencio y tu sonrisa. Necesito el calor de tu cuerpo pequeño. Me hace sentirme bien. Te necesito, pequeña, más que tú a mí. Ahora lo sé.

Vamos dentro. Te voy a explicar algunas cosas que nos salen al paso. Allí está la terraza, la enorme terraza que otra vez hará falta encalar, donde murió mi tío. Arriba, el desván. Allí pondremos nuestra habitación, fresca y tranquila. La sala más alejada del bullicio de la casa, donde vivió mi padre, escondido tantos años.

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Instalaremos baños, haremos habitaciones grandes. Una cocina nueva, un pequeño despacho. El corral será el patio de los niños. Compraremos columpios y juguetes. Muchos juguetes…

Qué llave más grande. Habrá que cambiar las puertas. Mira, hasta el exterior necesita pintarse. La persiana del segundo balcón está a punto de caer. ¡Cuánta faena tenemos, pequeña!

Hoy sólo miraremos. Recorreremos despacio cada estancia. Oiremos a través de los muros las viejas historias. Y buscaremos un nombre para la guardería. Un nombre. ¿Qué te parece “Las magas”?. Sí, creo que es el adecuado. Escuela Infantil “Las magas”.

Por cierto, tú aún no tienes nombre. Ángela me dijo que no tuviera prisa, que ya se me ocurriría el más adecuado para ti. Me hubiera gustado saber cuál quería Sofía, nunca me lo dijo. Recuerdo, sí, que me encargó a mí que lo fuera pensando. A veces creo que supo desde el principio lo que iba a ocurrir. No debo llamarte como tu madre; Sofía es ella: mi hermana, tu madre.

Te mereces tu propio nombre, pero me gustaría que fuera algo mío y también de todas. Al fin y al cabo, eres la hija que más pertenece a esta familia.

Ya lo sé. Te llamaré como muchas niñas hubieran querido llamarse. Yo tuve ese nombre, aunque no era para mí. Un nombre que nos haga recordar a todas.

Wendy.

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