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MEMORIAS DE ULTRATUMBA

POR EL VIZCONDE DE CHATEAUBRIAND

TOMO V

TRADUCIDA AL CASTELLANO.

MADRID, 1850

CONDICIONES DE SUBSCRIPCIÓN.

Todos los días se publican dos pliegos, uno de cada una de las dos secciones en que está dividida la Biblioteca, y cada pliego cuesta dos cuartos en Madrid y diez maravedíes en provincia, siendo de cuenta de la empresa el porte hasta llegar los tomos a poder de sus corresponsales. Las remesas de provincias se hacen por tomos; en Madrid puede recibir el suscriptor las obras por pliegos o por tomos, a su voluntad. Para ser suscriptor en provincia basta tener depositados 12 rs. en poder del corresponsal.

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Los 12.000 francos de la señora duquesa de Berry.

«París, calle del Infierno, mayo de 1831.

La señora duquesa de Berry tiene su camarilla en París, como Carlos X la suya: en su nombre se recogían cortas sumas para socorrer a los realistas más pobres. Yo propuse distribuir a los coléricos la cantidad de 12,000 francos de parte de la madre de Enrique V. Se escribió a Massa, y la princesa no solo aprobó la distribución de los fondos, sino que hubiera deseado se repartiese una suma más considerable: su aprobación llegó el mismo día en que envié el dinero a las alcaldías. Así, pues, todo es rigurosamente cierto en mis explicaciones sobre el donativo de la desterrada. EL 11 de abril envié al prefecto del Sena la cantidad integra, para que la distribuyese a la clase indigente de París atacada del contagio. Mr. de Bondy no se hallaba en la casa de ayuntamiento cuando llegó mi carta. El secretario general la abrió y no se conceptuó autorizado para recibir el dinero. Trascurrieron tres días, y por último me contestó Mr. de Bondy, que no podía aceptar los 12,000 francos, porque bajo la apariencia de un acto benéfico, se vería una combinación política, contra la que toda la población parisiense protestaría con su negativa. Entonces mi secretario pasó a las doce alcaldías. De los cinco alcaldes presentes, cuatro aceptaron el donativo de 4,000 francos y uno no quiso admitirle. De los siete alcaldes ausentes, cinco callaron y dos le rehusaron. Al momento me vi asediado por una turba de indigentes: comisionados de las juntas de beneficencia y de caridad, obreros de todas clases, mujeres y niños. Polacos e italianos, proscriptos, literatos, artistas, militares, todos me escribieron, todos reclamaron una parte del beneficio. Si hubiese podido disponer de un millón, le habría distribuido en algunas horas. Mr. de Bondy había hecho muy mal en decir que todo, la población de París protestaría con su negativa: la población de París tomará siempre el dinero de todo el mundo. El temor del gobierno era digno de lástima y de desprecio: se hubiera dicho que aquel pérfido dinero legitimista iba a sublevar los coléricos, y a promover en los hospitales una insurrección de agonizantes para marchar al asalto de las Tullerías, con el féretro levantado, batiendo el fúnebre doble, y desplegado el sudario bajo el mando de la muerte. Mi correspondencia con los alcaldes se prolongó por la negativa del prefecto de París. Algunos me escribieron para devolverme mi dinero, o para pedirme sus recibos del donativo de la señora duquesa de Berry. Yo se los remití lealmente, y entregué este resguardo a la alcaldía del duodécimo distrito: «He recibido de la alcaldía del duodécimo distrito, la suma de mil francos, que había aceptado, y que me ha devuelto por orden del señor prefecto del Sena.»

París 22 de abril de 1832.

El alcalde del noveno distrito, Mr. Cronier, fue más intrépido; guardó los mil francos y fue destituido. Le escribí esta esquela:

«29 de abril de 1832.

«Caballero:

«He sabido con sumo disgusto la desgracia que os ha ocurrido, y de la cual ha

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sido causa, o por lo menos pretexto, el acto benéfico de la señora duquesa de Berry. Empero debe consolaros el haberos granjeado la estimación pública, el sentimiento de vuestra independencia y la felicidad de haberos sacrificado por la causa de los desgraciados. «Tengo el honor etc., etc.»

El alcalde del cuarto distrito es un hombre enteramente distinto, Mr. Cadet de Gassicourt, poeta farmacéutico, que hacía algunos versos y escribía en su tiempo el de la libertad y del imperio una agradable declaración clásica, contra mi prosa romántica, y contra la de Mad. de Staël, Mr. Cadet de Gassicourt, fue el heraldo que tomó por asalto la cruz de la portada San German, l'Auxerroij, y que en una alocución, con motivo del cólera, ha dado a entender que los picaros carlistas podrían muy bien ser los envenenadores del vino, a quienes el pueblo había hecho ya rigorosa justicia.

El ilustre campeón me escribió la carta siguiente:

«París, 18 de marzo de 1832.

«No me encontraba en el despacho de la alcaldía, cuando se presentó la persona que me enviasteis, y esto os explicará el retraso que ha sufrido mi respuesta.

«No habiendo aceptado el señor prefecto del Sena el dinero que teníais el encargo de ofrecerle, me parece que ha trazado la línea de conducta que deben seguir los individuos de la corporación municipal. Imitaré por mi parte el ejemplo del señor prefecto con tanto más gasto, cuanto que me parece participo enteramente de los sentimientos que han dado lugar i su negativa.

«Solo me ocuparé de paso del titulo de Alteza Real que dais con alguna afectación a la persona de quien sois representante: la nuera de Carlos X no es ya en Francia Alteza Real, como su suegro no es tampoco rey. No hay nadie, caballero, que no esté moralmente convencido de que esa señora obra con mucha actividad, y distribuye sumas mucho más considerables que la que os ha confiado, para promover turbulencias en nuestro país y hacer estallar la guerra civil. La limosna que pretende dar no es más que un medio para llamar la atención hacia sí y su partido, y conciliarse una benevolencia que sus intenciones están muy lejos de justificar. No debéis, pues, extrañar que un magistrado, firmemente adicto a la monarquía constitucional de Luis Felipe, rehúse unos socorros de semejante procedencia, y busque entre los verdaderos ciudadanos beneficios puros, dirigidos sinceramente a la humanidad y a la patria.

«Soy con la más distinguida consideración, caballero, etc.

«F. Cadet de Gassicourt.»

Esta rebelión de Mr. Cadet de Gassicourt contra una señora y su suegro es demasiado altiva: ¡cuánto han progresado las luces y la filosofía!... ¡Qué indomable independencia!... Mres. Fleurant y Purgon no se atrevían a mirar a las gentes cara a cara sino de rodillas: Mr. Cadet dice como el Cid:

…Entonces nos levantamos.

Su libertad es tanto más intrépida, cuanto ese suegro (por otro nombre hijo de San Luis) se halla proscripto. Mr. de Gassicourt se hace superior a todo eso: desprecia igualmente la nobleza y la desgracia. Con el mismo desdén trata mis preocupaciones aristocráticas, y cree haber hecho una conquista contra la hidalguía. ¿Pero no habría algunas rivalidades antiguas, algunas desavenencias históricas entre la casa de los Cadet y la de los Capetos? Enrique IV, abuelo de ese suegro, que ya no es rey, como esa señora M es Alteza Real, atravesaba un día la selva de San German: ocho señores se habían emboscado en ella para matar al Bearnais, pero fueron

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presos. Uno de ellos, dice l'Etoile, era un boticario que pidió hablar al rey: preguntole S. M. por su estado y profesión, y contestó que la de boticario. —¿Cómo, dijo el rey, se acostumbra a tener aquí por profesión el oficio de boticario? ¿Acecháis a los pasajeros para? Enrique IV era un soldado, el pudor no le embarazaba, y no retrocedía ante una palabra, como no volvía la espalda al enemigo.

Al ver esa ojeriza de Mr. de Gassicourt con el nieto de Enrique IV, sospecho si será nieto del farmacéutico conjurado. El alcalde del cuarto distrito me escribió sin duda con la esperanza de que yo esgrimiese mi acero con él, pero yo no quiero ninguna polémica con Mr. Cadet: que me perdone si le dejo aquí una pequeña muestra de recuerdo.

Después de aquellos días en que había visto pasar grandes revoluciones y grandes revolucionarios, todo se había endurecido. Los hombres que derribaron una encina, plantada demasiado vieja para que echase profundas raíces, se dirigieron a mí: me han pedido algún dinero de la viuda para comprar pan: la carta del comité de los condecorados de julio es un documento muy notable y útil para la instrucción del porvenir.

«París 20 de abril de 1832.

Respuesta s-v-p. a Mr. Gibert

Arnaud, secretario gerente del

comité, calle de San

Nicasio, n. 3.

«Señor vizconde:

«Los individuos de nuestro comité acuden a vos con confianza, suplicándoos os sirváis honrarlos con un donativo en favor de los condecorados de julio. Desgraciados padres de familia; en estos momentos de azote y de miseria, la beneficencia inspira la más sincera gratitud. Nos atrevemos a esperar que consentiréis figure vuestro ilustre nombre al lado del de el general Bertrand, el general Excelmans, el general Lamarque, el general La Fayette, y muchos embajadores, pares de Francia y diputados.

«Os rogamos os dignéis honrarnos con una contestación, y si contra nuestras esperanzas, nuestra súplica no obtuviese más resultado que una negativa, tened la bondad de devolvernos la presente.

«Con los más dulces sentimientos os rogamos, señor vizconde, recibáis el homenaje de nuestros respetuosos saludos.

«Los miembros activos del comité constitutivo de los condecorados de julio:

«El visitador, Faure.

«El comisario especial, Cipriano Desmarest.

«El secretario gerente, Gibert-Arnaud.

«Vocal adjunto Touret.»

Me importaba bien poco perder la ventaja que me daba sobre ella la revolución de julio. Si se hacia distracción de personas, llegaría a crearse una especie de, ilotas entre los desgraciados, que por ciertas opiniones políticas, no podrían ser nunca socorridos. Me apresuré, pues, a enviar cien francos a aquellos señores con esta carta:

«París, 22 de abril de 1832.

«Muy señores míos:

«Os doy infinitas gracias por haberos dirigido a mí para que socorra a algunos padres de familia desgraciados. Me apresuro a enviaros la suma de cien francos, y me es muy sensible el no poderos ofrecer un donativo más considerable.

«Tengo el honor de ser, etc.

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«Chateaubriand.»

Al momento me remitieron el recibo siguiente:

«Señor vizconde:

«Tengo el honor de daros las gracias, y de acusaros el recibo de la suma de cien francos, que os habéis dignado destinar para socorro de los desgraciados de julio.

«Salud y respeto.

«El secretario gerente del comité,

«Gibert-Arnaud.»

23 de abril.

Así es que la señora duquesa de Berry dio limosna a los que la habían expulsado. Las transacciones manifiestan las cosas en toda su desnudez. Creed, pues, en ninguna realidad en un país en donde nadie cuida de los inválidos de su partido, en donde los héroes de la víspera yacen abandonados al día siguiente, y en donde un poco de oro hace acudir a la multitud, como las palomas de una casa decampo revolotean alrededor de la mano que las arroja el grano.

Todavía me quedaban 4.000 francos de los 12.000 que se me habían entregado. Me dirigí a la religión, y el señor arzobispo de París me escribió esta noble carta:

«París, 26 de abril de 1832.

«Señor vizconde:

«La caridad es católica como la fe, extraña a las pasiones de los hombres, e independiente de sus movimientos: según San Pablo, uno de los principales caracteres que la distinguen es el no pensar mal; non cogitat malum. Bendice a la mano que da y a la que recibe, sin atribuir al generoso bienhechor más intención que la de hacer bien, y no exige al pobre necesitado más condición que la de su necesidad. Ella, pues, acepta con profundo y sensible reconocimiento el donativo que la augusta viuda os ha encargado la confiéis, para emplearlo en alivio de nuestros infelices hermanos, victimas del azote que aflige a la capital.,

«Hará con la más exacta fidelidad el repartimiento de los 4,000 francos que me habéis enviado, y de que mi carta os servirá de resguardo; pero además tendré el honor de remitiros un estado de la distribución, cuando se hayan cumplido las intenciones de la bienhechora.

«Tened la bondad, caballero vizconde, de dar a la señora duquesa de Berry las gracias de un pastor y de un padre, que cada día ofrece a Dios su vida por sus ovejas y por sus hijos, y que implora por todas partes socorros capaces de igualar a sus miserias. Su regio corazón ha encontrado ya sin duda en si mismo la recompensa del sacrificio que consagra a nuestros infortunios: la religión la asegura además el efecto de las divinas promesas consignadas en el libro de las bienaventuranzas para los que tienen misericordia.

«Inmediatamente se ha hecho la repartición entre los señores curaste las dore parroquias principales de París, a los cuales he dirigido la carta cuya copia acompaño.

«Recibid, señor vizconde, la seguridad, etc.

«Jacinto, arzobispo de París.»

Causa maravilla el ver hasta qué punto la religión realza el estilo, y da hasta a los lugares comunes una gravedad y conveniencia, que se conoce desde luego. Esto contrasta con el cúmulo de cartas anónimas que se han mezclado con las que acabo de citar. La ortografía de estas cartas anónimas es bastante correcta y la letra muy buena; son propiamente hablando, literarias como la revolución de julio. Son las envidias, los rencores, las vanidades de escritorzuelos,

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fomentadas por la inviolabilidad de una cobardía, que no mostrando la cara, no puede hacerse visible para recibir un bofetón.

Muestras.

«¿Nos querrás decir, viejo republiquinquista, el día que piensas dar unto a tus mocasinos? Nos será fácil proporcionarte sebo de chuanes, y si quieres sangre de tus amigos para escribir su historia, no falta en el todo de París su elemento.

«Viejo bandido, pregunta a tu malvado y digno amigo Fitt James, si le ha agradado la piedra que le ha tocado en la partida feudal. Atajo de canallas, os arrancaremos las tripas, etc.»

En otra carta se ve un patíbulo bastante bien dibujado, con estas palabras:

«Ponte de rodillas delante de un sacerdote, haz el acto de contrición, porque queremos tu cabeza para que concluyan tus traiciones.»

El cólera dura todavía: la respuesta que yo diese a un adversario conocido o desconocido, le llegada tal vez cuando estuviese tendido en el umbral de su puerta. Si por el contrario estaba destinado a vivir, ¿en dónde recibiría yo su contestación? Quizá en ese lugar de descanso, de que en el día nadie puede asustarse, especialmente los hombres que, como nosotros, hemos ido pasando nuestros años entre el terror y la peste, primero y último horizonte de nuestra vida. Tregua: dejemos desfilar los féretros.

Entierro del general Lamarque.

«París, calle del Infierno, 10 de junio, 1832.

«El entierro del general Lamarque ha producido dos jornadas sangrientas, y la victoria de la cuasi legitimidad sobre el partido republicano. Este partido dividido e incompleto, ha hecho una resistencia heroica.

«Se ha declarado a París en estado de sitio: esta es la censura en la mayor escala posible; la censura a la manera de la convención, con la diferencia de que una comisión militar reemplaza al tribunal revolucionario. En 1832 se manda fusilar a los hombres que consiguieron la victoria en julio de 1830: sacrifican a esa misma escuela politécnica, y a esa artillería de la guardia nacional: conquistaron el poder para los que ahora los ametrallan, los acriminan y los licencian. Los republicanos tienen seguramente en contra suya el haber preconizado medidas de anarquía y de desorden: más ¿por qué no empleasteis tan nobles brazos en nuestras fronteras? Ellos nos hubieran librado del ignominioso yugo extranjero. Cabezas generosas y exaltadas no hubieran permanecido en París para fermentar e inflamarse contra la humillación de nuestra política exterior, y contra la fementida dignidad del nuevo monarca. Habéis sido implacables, vosotros que, sin participar de los peligros de las tres jornadas, recogisteis su fruto. Id ahora con las madres a reconocer los cuerpos de esos condecorados de julio, de quienes habéis recibido los empleos, las riquezas y los honores. Jóvenes, ¿no tenéis todos igual suerte en la misma ribera? Tenéis un sepulcro bajo la columnata del Louvre, y un sitio en la morgue

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(sitio donde se exponen los cadáveres que se recogen en las calles): los unos por haber usurpado, y los otros por haber dado una corona. ¿Quién sabe vuestros nombres ignorados para siempre, sacrificadores y victimas de una revolución memorable? ¿Es acaso conocida la sangre con que se hallan cimentados los monumentos que admiran los hombres? Los obreros que construyeron la gran pirámide para el cadáver de un rey sin gloria yacen olvidados en la arena junto a las miserables raíces que les sirvieron de alimento durante su trabajo.»

La señora duquesa de Berry desembarca en Provenza, y llega a la Vendee.

París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.

La señora duquesa de Berry apenas aprobó el donativo de los 12,000 francos, se embarcó para su famosa expedición. La sublevación de Marsella se frustró y ya no quedaba más que hacer una tentativa en el Oeste; pero la gloria vandeana es una gloria aparte: vivirá en nuestros fastos, pero sin embargo, las tres cuartas partes y media de la Francia han elegido otra gloria, objeto de celos o de antipatía: la Vendée es un oriflama venerado y admirado en el tesoro de San Dionisio, bajo el cual ya no se colocarán ni la juventud ni el porvenir.

Al desembarcar la duquesa como Bonaparte en la costa de Provenza, no vio enarbolar en las torres la bandera blanca: defraudadas sus esperanzas, se encontró casi sola en tierra con Mr. de Bourmont. El mariscal quería que inmediatamente volviese a pasar la frontera: pidió se la permitiese pasar la noche para deliberar, y durmió muy bien entre los peñascos y con el ruido del mar: al despertar por la mañana su pensamiento la sugirió un noble sueño: «Pues que estoy, dijo, en el territorio de la Francia, no le abandonaré: partamos para la Vendée.» Mr. de***, avisado por un hombre fiel, la hizo subir en su carruaje como si fuese su esposa, atravesó con ella toda la Francia y la dejó en ***; permaneció algún tiempo en una casa de campo sin ser conocida de nadie, excepto del cura párroco de aquella feligresía: el mariscal Bourmont debía reunirse con ella en la Vendée por otro camino.

Sabedores de todo esto en París, nos era fácil prever el resaltado. La empresa tiene otro inconveniente para la causa realista, y es el de que va a poner en evidencia su debilidad, y a disipar las ilusiones. Si la señora duquesa no hubiese marchado a la Vendée, la Francia habría creído siempre que había en el Oeste un campamento realista en reposo, como yo le llamaba.,

Pero al fin, todavía quedaba un medio de salvará la señora y de cubrir con up velo la verdad: era indispensable que la princesa marchase sin la menor dilación; llegando rodeada de riesgos y peligros como un valiente general que va a pasar revista a su ejército, era conveniente templar su impaciencia y su ardimiento: debía declarar que había acudido a decir a sus soldados que todavía no se había presentado el momento favorable para obrar, y que volvería para ponerse a su cabeza cuando la ocasión lo exigiese. La duquesa habría al menos mostrado una vez un Borbón a los vandeanos, y las sombras de los Cathelineau, Elbée, Bouchamps, Larochejaquelein y Charelte se hubieran regocijado.

Reuniose nuestro comité, y mientras nos hallábamos discurriendo llegó de Nantes un capitán que nos descubrió el sitio en que habitaba la heroína. Este capitán es un hermoso joven, intrépido como un marino y original como un bretón. Desaprobaba la empresa, parecíale insensata, pero decía: «Sé Madama, no se marcha, solo se trata de morir; y luego, señores del consejo, hacer que ahorquen a Walter-Scott que es el verdadero culpable.» Fui de parecer que debíamos escribir nuestro sentimiento y opinión a la princesa. Mr. Berryer, que iba a defender un pleito a Quimper, se ofreció generosamente a llevar la carta y ver a la duquesa si le era posible. Cuando llegó el caso .de redactarla nadie se ocupó de eso, y yo lo tornea mi cargo.

Partió nuestro mensajero, y quedamos esperando el resultado. Bien pronto recibí la siguiente carta por el correo, que no venia cerrada y que probablemente habría visto la autoridad.

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«Angulema, 7 de junio.

«Señor vizconde.

«Ya había recibido y enviado a su destino vuestra carta del viernes último, cuando le domingo, el prefecto del Loira Inferior, me ha intimado que salga de Nantes. Me hallaba en camino y cerca de las puertas de Angulema, y fui conducido a presencia del prefecto, quien me notificó una orden de Mr. de Montalivet, en la que le prevenía dispusiese mi traslación a Nantes con la escolta correspondiente de gendarmería. Desde mi salida de Nantes, el departamento del Loira Inferior ha sido declarado en estado de sitio: con esta medida arbitraria me someten a una legislación excepcional. He escrito al ministro pidiéndole expida nueva orden para que me conduzcan a París. Parece que mi viaje a Nantes ha sido mal interpretado. Si no lo juzgáis inconveniente, os suplico habléis al ministro. Disimuladme esta molestia, pues no puedo dirigirme a nadie más que a vos.

«Recibid, señor vizconde, el testimonio de mi sincero afecto y profundo respeto.

«Vuestro seguro servidor

«Berryer, hijo.»

«P. S. Si os decidís a ver al ministro, es necesario no perder ni un momento. Salgo para Tours, y allí puedo todavía recibir órdenes et domingo: puede comunicármeles o por el telégrafo o por el correo...»

Participé a Mr. Berryer por medio de esta contestación, el partido que había adoptado:

« París, 10 de junio de 1832.

«He recibido vuestra carta fechada en Angulema el 7 de este mes. Era ya demasiado tarde para ver al ministro del Interior según deseáis; pero le he escrito inmediatamente incluyéndole vuestra carta en la mía. Espero que la equivocación que ha ocasionado vuestro arresto se reconozca pronto, y os restituyan la libertad para que volváis al seno de vuestros amigos, en cuyo número os suplico me contéis.

«Recibid mil recuerdos y la seguridad de mi completo y sincero afecto.

«Chateaubriand.»

He aquí mi carta al ministro del Interior:

« París, 9 de junio de 1832.

«Señor ministro del Interior:

«Acabo de recibir en este momento la adjunta carta. Como no era verosímil que pudiera veros tan pronto como lo desea Mr. Berryer, lie adoptado el partido de remitiros su carta. Su reclamación me parece justa: tan inocente aparecerá en París como en Nantes, y en Nantes como en París. La autoridad no podrá menos de reconocerlo así, y accediendo a la solicitud de Mr. Berryer, evitará el dar a la ley un efecto retroactivo. Así lo espero, señor conde, de vuestra imparcialidad.

«Tengo el honor de ser, etc., etc.

«Chateaubriand.»

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Mi prisión.

«París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.

«Uno de mis antiguos amigos, Mr. Frisell, inglés, acaba de perder en Passy a su hija única, de diez y siete años de edad. El 19 de junio fui al entierro de la pobre Elisa, cuyo retrato concluía la graciosa madama Delesser, cuando la muerte dio en él la última pincelada. Restituido a mi soledad, calle del Infierno, me acosté, llena mi imaginación de esos melancólicos pensamientos que excita la reunión de la juventud, la hermosura y el sepulcro. El 20 de junio a las cuatro de la mañana, Bautista, que me servía ya hacia largo tiempo, entró en mi alcoba, se acercó a mi cama y me dijo: «Señor, el patio esta lleno de hombres que han tomado todas las puertas, después de haber obligado a Desbrosses a que abriese la cochera, y ahí hay tres caballeros que quieren hablaros.» Al concluir estas palabras, entraron aquellos señores, y el jefe de ellos, acercándose políticamente a mi cama, me manifestó que tenía orden de prenderme y conducirme a la prefectura de policía. Le pregunté si había ya salido el sol como exigía la ley, y si era portador de una orden legal: no me contestó nada acerca del sol; pero me enseñó la orden siguiente:

«Copia:

«Prefectura de policía.

«Por el rey

«Nos el consejero de Estado, prefecto de policía:

«En vista de las instrucciones que se nos han comunicado:

«Con arreglo a lo dispuesto en el articulo 10 del código de procedimiento criminal:

«Requerimos al comisario de policía, o en caso de impedimento, a cualquiera otro, para que se constituya en casa del vizconde de Chateaubriand y donde fuere necesario, que se halla acusado de conspiración contra el Estado, y reconozca y ocupe todos los papeles, correspondencia y escritos, que contengan provocaciones a crímenes y delitos contra la paz pública, o que sean susceptibles de examen, como también las armas y demás objetos que puedan reputarse como sediciosos.»

Mientras yo leía la declaración de la gran conspiración contra la seguridad del Estado, de que se hallaba acusada mi insignificante persona, el capitán de los esbirros dijo a sus subordinados: «Señores, cumplan Vds. con su deber.» El deber de aquellos caballeros era abrir todos los armarios, baúles y cajones, registrar los bolsillos, apoderarse de todos los papeles, cartas y documentos, leerlos desde el principio hasta el fin, si era posible, y ver si encontraban armas, como se prevenía en el referido mandamiento.

Después de enterarme detenidamente de la orden, dirigiéndome al respetable jefe de aquellos raptores de hombres y de libertades: «Sabed, caballero, le dije, que no reconozco vuestro gobierno, y que protesto contra la violencia que me hacéis; pero como ni soy el más fuerte, ni tengo deseos de reñir con vos, voy a levantarme y a seguiros: hacedme el favor de tomar asiento.» Me vestí, y sin tomar nada, dije al venerable comisario: «Caballero, estoy a vuestras órdenes: ¿vamos a pie? —No señor, os he prevenido un coche. —Sois muy bondadoso, caballero: partamos; pero permitidme que me despida de Mad. de Chateaubriand. ¿Podré entrar solo en el aposento de mi esposa?— Os acompañaré hasta la puerta y aguardaré en ella.— Muy bien, caballero; y salimos.

Por todas partes encontré colocadas centinelas: habían puesto un vigilante montado en el baluarte junto a una puertecita situada en la extremidad de mi jardín. Entonces dije al jefe: «Esas

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precauciones eran inútiles, no tengo la más remota intención de huir.» Aquellos señores revolvieron todos mis papeles, pero no se llevaron ninguno. Mi gran sable de mameluco les llamó la atención, se hablaron al oído, y concluyeron por dejar el arma sobre un montón de libros en folio llenos de polvo, entre los cuales se encontraba con un crucifijo de madera amarilla que había traído de la Tierra Santa.

Aquella pantomima me hubiera excitado la risa, pero sufría mucho por Mad. de Chateaubriand. El que la conozca comprenderá también la ternura que me profesa, sus temores, la viveza de su imaginación y el mal estado de su salud: aquella invasión de la policía y mi detención podían hacerla mucho daño. Ya había oído algún ruido, y la encontré sentada en su cama escuchando con la mayor ansiedad: al verme entrar en su habitación a una hora tan intempestiva:

«¡Dios mío!... exclamó, ¿estáis malo?... Dios mío, ¿qué hay? ¿qué ocurre?...» y la dio una convulsión. La abracé, tuve que violentarme para contener las lágrimas, y la dije: «No es nada; vienen a buscarme para que preste una declaración como testigo en un negocio de imprenta: dentro de algunas horas habré concluido y vendré a almorzar con vos.»

El espión se había quedado a la puerta, que estaba abierta, y por consiguiente presenció aquella escena; al incorporarme con él le dije: «Ya veis, caballero, el efecto de vuestra visita un poco temprano.» Atravesé el patio con mis corchetes; tres de ellos subieron conmigo al coche y los demás nos seguían a pie: Así llegamos sin tropiezo alguno a la prefectura de policía.

El carcelero que debía de meterme en la ratonera no se había levantado, y le despertaron llamando a su puerta. Mientras estaba preparando mi nueva habitación, me paseaba por el patio acompañado del señor Leotaud que me custodiaba. Conversaba conmigo y me decía amistosamente, porque era honrado: «Señor vizconde, tengo el honor de acompañaros: os he presentado las armas muchas veces cuando erais ministro e ibais a la real cámara: servía en los guardias de Corps; pero ¡qué queréis!... tiene uno mujer e hijos, y es preciso vivir. —Tenéis razón Mr. Leotaud: ¿cuánto os produce este empleo?...— ¡Ah! señor vizconde, eso es según las capturas... Hay gratificaciones buenas unas veces, y malas otras como en la guerra.»

Durante mi paseo veía entrar a los espiones con diferentes disfraces, como máscaras en Carnaval: iban a dar cuenta de sus proezas y descubrimientos durante la noche. Unos iban vestidos de escaroleros, carboneros, mozos de cuerda, ropavejeros, traperos, y como los que tocan los organillos: otros llevaban pelucas por debajo de las cuales se veían cabellos de otro color, barbas, bigotes y patillas postizas: algunos iban arrastrando las piernas como inválidos respetables, y llevaban en el ojal una cinta encarnada. Métanse en un patio pequeño, y bien pronto volvían a salir con otros trajes, sin bigotes, sin barbas, sin patillas, sin pelucas, sin banastas sin piernas de madera, ni brazos con cabestrillo. Todos aquellos pájaros levantaban el vuelo al salir la aurora, e iban desapareciendo a medida que entraba el día. Preparada ya mi habitación, el carcelero nos avisó, y Mr. Leotaud, con el sombrero en la mano, me condujo hasta la puerta de mi nueva mansión, y me dijo al dejarme en poder del alcaide y de sus ayudantes: «Señor vizconde, tengo el honor de saludaros: hasta que pueda lograr el placer de volver a veros.» La puerta de entrada se volvió a cerrar detrás de mí. Precedido por el carcelero que llevaba las llaves, y acompañado de sus dos mozos que me seguían un poco detrás, sin duda para que no retrocediese, llegué por una escalera muy estrecha al piso segundo. Un corredorcillo muy negro me condujo hasta una puerta: la abrió el portero, y entré después de él. Me preguntó si necesitaba algo, y le contesté que me desayunaría dentro de una hora. Me advirtió que allí había un café y una especie de fonda que suministraban a los presos cuanto pedían, más por supuesto, por su dinero. Rogué a mi carcelero me hiciese subir té, agua caliente y fría y servilletas, y le di adelantados veinte francos. Retirose respetuosamente, y me prometió volver pronto.

En cuanto quedé solo principié a reconocer mi chiribitil: era un poco más largo que ancho, y su altura seria de siete a ocho pies. Las paredes estaban llenas de letreros en prosa y verso, y particularmente de los garabatos de una mujer que Decía muchas injurias al justo medio. Una mala cama con ropas muy sucias ocupaba la mitad de aquel cuartucho: una tabla sostenida por

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dos listoncillos de madera, colocados en la pared a dos pies más arriba de la cama, servía para armario de la ropa, botas y zapatos de los presos: una silla y un orinal componían el resto del mueblaje.

Mi fiel custodio me trajo las servilletas y el agua que le había pedido: le supliqué quitase la ropa sucia de la cama, y la manta amarillenta que la cubría, aquel mueble inmundo que me sofocaba, y que barriese y regase el calabozo. Quitadas todas las cosas del justo medio me puse a afeitar; me lavé bien y me mudé: Mad. de Chateaubriand me había enviado un pequeño repuesto, que coloqué en la tabla que estaba encima de la cama; cuando concluí esta operación, me sirvieron el desayuno, y tomé el té en una mesa limpia y con una servilleta muy blanca. Bien pronto vinieron a recoger los utensilios de mi banquete matutino, y me dejaron encerrado.

El calabozo no tenía más luz que la que entraba por una ventanilla con su correspondiente reja que estaba colocada muy alta: puse la mesa debajo de ella, y me subí encima para respirar y gozar de la luz. Por entre las barras de hierro de mi calabozo de bandido no veía más que un patio, o más bien un pasadizo sombrío y estrecho, y paredes ennegrecidas, en derredor de las cuales tiritaban los murciélagos. Oía el ruido de las llaves y de las cadenas, de los alguaciles y de los espías, los pasos de los soldados, el movimiento de las armas, los gritos, las risotadas, las canciones indecentes de los presos vecinos míos, y los aullidos de Benito condenado a muerte por asesino de su madre y de su obsceno amigo. Distinguía estas palabras que aquel criminal profería entre las confusas exclamaciones del miedo y del arrepentimiento: ¡Ay! ¡madre mía!.. ¡madre mía!.. Veía el reverso de la sociedad, las llagas de la humanidad, y las espantosas máquinas que hacen mover este mundo.

Doy gracias a los literatos, grandes partidarios de la libertad de imprenta, que en otro tiempo me habían elegido por su jefe y combatían bajo mis órdenes: sin ellos hubiera dejado la vida sin saber lo que era la prisión, y me habría faltado esta prueba. Reconozco en esta delicada atención el talento, la bondad, la generosidad, el honor, el valor de los escritores que se encuentran en el poder. Pero en resumen, ¿qué es esa corta prueba? El Taso pasó años enteros en un calabozo, ¿y podría yo quejarme? No, no tengo el necio orgullo de medir mis privaciones de algunas horas, con los prolongados sacrificios de las victimas inmortales, cuyos nombres ha conservado la historia.

Además, yo no era completamente desgraciado: el genio de mis pasadas grandezas y de mi gloria de treinta años de fecha no se me apareció; pero mi musa de otro tiempo, aunque pobre 6 ignorada, vino radiante a abrazarme por la ventana: estaba encantada de mi morada, y llena de inspiración: me volvía a encontrar como me había visto en mi miseria en Londres, cuando vagaban por mi mente los primeros sueños de René. ¿Qué íbamos a hacer la solitaria del Pindo y yo? ¿Una canción a imitación de ese pobre poeta Lovelace, que en las prisiones de los comunes ingleses, cantaba el rey Carlos I, su amo? No, la voz de un cautivo me habría parecido de muy mal agüero para mi pequeño rey Enrique V: desde el pie del altar es en donde deben entonarse himnos a la desgracia. No canté, pues, la corona que había caído de una frente inocente, me contenté con hablar de otra corona, blanca También, colocada sobre el féretro de una joven: me acordé de Elisa Frisell, a quien había visto enterrar el día antes en el cementerio de Passy. Comencé algunos versos elegiacos de un epitafio latino; pero me embarazó la cantidad de una palabra: de repente doy un salto desde la mesa en donde estaba encaramado, y soltando los hierros de la ventana que tenía agarrados, corro a dar grandes puñadas a mi puerta: las cavernas inmediatas retemblaron: el carcelero asustado subió acompañado de dos gendarmes, abrió el postigo y le grité como hubiera hecho Sauteuil: «¡Un Gradus!.. Un Gradus!.. «El carcelero abría los ojos cuanto podía; los gendarmes creían que revelaba el nombre de uno de mis cómplices: me hubieran atado con gusto los pulgares: me expliqué; di dinero para comprar el libro y fueron a pedir un Gradus a la policía asombrada.

Mientras hacían mi encargo, volví a trepar sobre la mesa, mudando de idea sobre aquel trípode, me puse a componer estrofas acerca de la muerte de Elisa: mas he aquí que en medio de mi inspiración, a eso de las tres, entran en mi prisión unos alguaciles y me aprehenden en las orillas del Permeso: condujéronme a presencia del juez que actuaba en un oscuro archivo enfrente de mi calabozo, al otro lado del palio. El magistrado, joven presumido, me hizo las preguntas de uso acerca de mi nombre, apellido, edad y domicilio. Me negué a contestar y a

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firmar nada, porque no reconocía la autoridad política de un gobierno, que no tenía en su favor ni el antiguo derecho hereditario, ni la elección del pueblo, puesto que ni había sido consultada la Francia, ni se había reunido ningún congreso nacional. Me volvieron a llevar a mi encierro.

A las seis me trajeron la comida y continué revolviendo en mi cabeza los versos de mis estancias, improvisando de cuando en cuando un aire o música que me parecía encantador. Mad. de Chateaubriand me envió un colchón, una almohada, sábanas, una colcha de algodón, velas y los libros que leía por la noche. Lo fui arreglando todo sin dejar de tararear:

Baja el féretro y las rosas sin mancha y se encontró concluida mi composición poética de la joven y la flor. Decía en ella peco más o menos lo siguiente:

Baja el féretro y las inmaculadas rosas

Que un padre colocara, cual tributo a su dolor,

Tú las contienes tierra, y ahora ocultas

Niña hermosa y tierna flor.

¡Ah! no las devuelvas jamás a este profano mundo,

A esto mundo de luto, angustia y de dolor;

El viento rompe y marchita, agosta y abrasa el sol

Niña hermosa y tierna flor.

¡Duerme, pobre Elisa, con tan pocos años!...,

No sientes ya del día el peso ni el calor

Han concluido las frescas madrugadas,

Niña hermosa y tierna flor.

Mas tu padre, Elisa, se inclina hacia tu tumba,

Tu pálida frente le ha quitado el valor:

¡Vieja encina!., el tiempo ha secado tus raíces,

Niña hermosa y tierna flor.

Paso desde mi calabozo de bandido al tocador de la señorita Gisquet.— Aquiles de Hurlay.

París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.

Principiaba a desnudarme, cuando hirió mis oídos el sonido de una voz: abriose mi puerta, y penetraron en el cuarto el prefecto de policía y Mr. Nay. Diome mil escusas por haberse prolongado mi detención en el depósito: me dijo que mis amigos el duque de Fitz-James y el barón Hyde de Neuville, habían sido presos como yo, y que con los muchos detenidos que había en la prefectura, no sabían en donde colocar a las personas que la justicia creía conveniente examinar. «Pero añadió, vais a venir a mi casa, señor vizconde, y elegiréis en mi habitación la pieza que más os agrade.»

Le di las gracias y le rogué me dejase en mi agujero, pues me había aficionado a él como un monje a su celda. El prefecto no quiso acceder a mis instancias, y me fue forzoso abandonar el nido. Volví a pisar los salones que no había visto desde el día en que el prefecto de policía de Bonaparte me llamó para intimarme saliese de París. Mr. Gisquet y su señora me franquearan todas sus habitaciones, rogándome señalase la que quería ocupar. Mr. Nay me propuso cederme la suya. Estaba confuso con tanta delicadeza y cortesanía. Acepté una piececita algo separada cuyas vistas daban al jardín, y que según creo, servía de tocador a la señorita Gisquet: permitiéronme que me asistiese mi criado, que se acostó en un colchón fuera de mi cuarto, a la

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entrada de una escalerita que iba a parar a la habitación de Mad. Gisquet. Otra escalera conducía al jardín, pero esta me fue prohibida, y todas las noches colocaban un centinela al pie de ella, junto a la verja que separa al jardín del malecón. Madama Gisquet es una excelente señora y su hija bastante agraciada e inteligente en la música. Debo a esos señores las más finas atenciones: se esmeraban a porfía en hacerme olvidar las doce horas de encierro. Al día siguiente de mi instalación en el gabinete de la señorita Gisquet, me levanté muy contento, acordándome de la canción de Anacreonte sobre el tocador de una joven griega: me asome a la ventana, y vi un jardincito bien cubierto de verde, con una gruesa tapia: a la derecha, y en el centro del jardín, estaban algunas dependencias de las oficinas de policía, cuyos empleados se descubrían entre las lilas cual si fuesen ninfas: a la izquierda, el malecón del Sena, el río y un rincón del París antiguo, parroquia de San Andrés de los Arcos. Los armoniosos sonidos del piano de la señorita Gisquet llegaban a mis oídos, mezclados con las voces de los polizontes que preguntaban por sus jefes para darles cuenta de las comisiones que les habían confiado.

¡Cómo cambia todo en este mundo!... Aquel romántico jardincito inglés de la prefectura era un trozo irregular del jardín francés, con sus setos cortados a tijera, del palacio del primer presidente de París. Aquel antiguo jardín ocupaba en 1580 el sitio de la manzana de casas, que limitan ahora la vista por la parte del Norte y del Occidente, y se extendía hasta las orillas del Sena. Allí fue donde después de la jornada de las barricadas, el duque de Guisa visitó a Aquiles de Harlay. «Encontró paseándose por su jardín al primer presidente, quien se sorprendió tan poco con su llegada, que no se dignó volver la cabeza ni suspender su comenzado paseo, hasta que al concluir una calle se volvió y vio al duque de Guisa que se dirigía hacia él: entonces aquel grave magistrado, alzando la voz, le dijo: Sensible es que el criado eche de su casa al amo: por lo demás, mi alma pertenece a Dios, mi corazón a mi rey, y mi cuerpo se halla a merced de los malvados; hagan, pues, lo que quieran. El Aquiles de Harlay, que se pasea ahora por este jardín, es Mr. Vidocq, y el duque de Guisa, Coco Lacour: hemos cambiado los grandes hombres por los grandes principios. ¿Cómo somos libres en la actualidad? Como yo lo era en mi ventana; testigo aquel buen gendarme que estaba de centinela al pie de mi escalera, pronto a tirarme al vuelo si yo hubiese tenido alas. No había ruiseñores en mí jardín, pero había gorriones vivarachos, atrevidos y pendencieros, que se encuentran por todas partes, en el campo, en la población, en los palacios y en las cárceles, y que tan alegremente se posan en un instrumento de muerte, como en un rosal: para el que puede volar, ¿qué importan los padecimientos de la tierra?...

Juez de instrucción Mr. Desmortiers.

Calle del Infierno, fin de julio de 1832.

Mad. de Chateaubriand obtuvo permiso para verme. En tiempo del terror había pasado trece meses en las cárceles de Rennes, con mis dos hermanas Lucila y Julia: su imaginación quedó desde entonces muy afectada y no podía soportar la idea de la prisión. Mi pobre esposa sufrió un violento ataque de nervios al entraren la prefectura, y esta es una obligación más de que soy deudor al justo medio. Al segundo día de mi detención se presentó el juez instructor, señor Desmortiers, acompañado de su escribano.

Mr. Guisote había hecho nombrar fiscal del tribunal de Rennes a un tal Mr. Hello, escritor, y por consiguiente envidioso e irascible, como todo el que emborrona papel, en un partido triunfante.

El protegido de Mr. Guizot, viendo mi nombre y el del duque de Fitz-James y Mr. Hyde de Neuville mezclados en el proceso que se seguía en Nantes contra Mr. Berryer, escribió al ministro de la Justicia, que si de él dependiese encontraría méritos para complicarnos en el proceso, dictar auto de prisión y presentarnos como piezas de convicción. Mr. de Montalivet creyó conveniente aprovechar las indicaciones de Mr. Hello: hubo un tiempo en que Mr. de Montalivet venía humildemente a mi casa a escuchar mis consejos y mis ideas sobre las elecciones y la libertad de imprenta. La restauración, que hizo par a Mr. de Montalivet, no pudo hacerle un hombre de

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talento, y he aquí sin duda por qué se ensaña en el día.

Mr. Desmortiers, juez de instrucción, entró, pues, en mi cuarto: cierto aire placentero se veía extendido como una capa de miel sobre su semblante contraído y violento.

Me llamo Leal, natural de Normanda,

Y soy portero de estrados, a despecho de la envidia.

Mr. Desmortiers pertenecía antiguamente a la congregación, era gran legitimista, defensor de los decretos, y después se convirtió en partidario acérrimo del justo medio. Rogué a aquel animal que se sentase, con toda la finura del antiguo régimen; le acerqué un sillón; puse delante de su escribano una mesita y un tintero con sus correspondientes plumas: me senté enfrente de Mr. Desmortiers, y éste con voz meliflua me leyó la acusación, que debidamente probada, me habría hecho saltar la cabeza de los hombros, después de lo cual pasó al interrogatorio.

Declaré nuevamente que no reconociendo el orden político existente, no tenía nada que contestar; que no firmaría nada; que todos aquellos procedimientos judiciales eran superfluos; que podía ahorrarse el trabajo de proseguirlos; pero que por lo demás, me era sumamente grato el tener el honor de recibir a monsieur Desmortiers.

Observé que aquel modo de conducirme enfurecía al santo varón, que habiendo participado de mis opiniones creía que yo satirizaba su conducta: a este resentimiento se agregaba el orgullo de magistrado que se reputaba ofendido en sus funciones. Quiso entrar en polémica conmigo, pero no le pude hacer comprender la diferencia que existe entre el orden social y el orden político. Le dije que me sometía al primero porque era de derecho natural; que obedecía las leyes civiles, militares, de hacienda, y los reglamentos de policía y orden público; pero que no debía obedecer al derecho político sino en cuanto dimanase de la autoridad real consagrada por los siglos, o se derivase de la soberanía del pueblo. Que yo no era tan simple ni tan falso para creer que el pueblo había sido convocado y consultado, y que el orden político establecido era el resultado del voto de la nación. Que si me procesasen por robo, asesinato, incendio u otro cualquier crimen de la clase de los sociales, respondería a la justicia; pero que con respecto a una causa política, no debía contestar nada a una autoridad que no tenía ningún poder legal, y que por consiguiente nada podía preguntarme.

Quince días trascurrieron de este modo. Mr. Desmortiers, cayo furor había yo sabido (y que trataba de comunicar a los jueces), se acercaba a mí con ademan halagüeño, y me decía: «¿No queréis manifestarme vuestro ilustre nombre?» En uno de los interrogatorios me leyó una carta de Carlos X al duque de Fitz-James, en la cual se encontraba una frase honorifica para mí. «Pues bien, caballero, le dije, ¿qué significa esa carta? es público que he permanecido fiel a mi rey y no he prestado juramento a Luis Felipe. Me conmueve mucho esa carta del monarca proscripto. En el curso de sus prosperidades no me ha dicho cosa semejante, y ésa frase recompensa todos mis servicios.»

Mi vida en casa de Mr. Gisquet.—Me ponen en libertad.

París, calle del Infierno, fin de julio de 1832.

Mad. Recamier a quien tantos hombres deben consuelos y su libertad, se hizo conducir a mi nueva morada, Mr. de Beranger vino desde Passy, en tiempo de sus amigos, a decirme en una canción lo que pasaba en las cárceles en el reinado de los míos: no podía, pues, echarme en cara la Restauración. Mi antiguo y grueso amigo Mr. Bertin, se presentó a administrarme los sacramentos ministeriales: una mujer entusiasta acudió desde Beauvais para admirar mi gloria: Mr. Villemain hizo un acto de valor: Mr. Dubois, Mr. Ampere y Mr. Lenormant, mis generosos, sabios y jóvenes amigos no me olvidaron: el abogado de los republicanos, Mr. Ledru no me dejaba: con la esperanza de un proceso, hubiera sacrificado todos sus honorarios por tener la dicha de defenderme.

Como ya he dicho, Mr. Gisquet me había ofrecido todas sus habitaciones, pero no abusé de

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su permiso. Solo una noche bajé a oír tocar al piano a la señorita Gisquet, y me senté entre él y su esposa. Su padre la regañó porque pretendía había ejecutado su sonata menos bien que lo que tenía de costumbre. Aquel pequeño concierto que mi patrón me daba en familia, era algún tanto singular porque no le oía nadie más que yo. Mientras pasaba esta escena en el interior del hogar doméstico, unos esbirros traían nuevos compañeros míos a culatazos y palos: ¡qué paz y qué armonía reinaba no obstante en el corazón de la policía.,..!

Tuve la dicha de lograr se concediese un favor igual al que yo disfrutaba a Mr. Ch. Philippon: condenado por su talento a algunos meses de prisión, los pasaba en una casa correccional de Chaillot: llamado a París para deponer como testigo en un proceso, se aprovechó de la ocasión y no volvió a su encierro; pero se arrepintió bien pronto: en el sitio en donde se encontraba oculto no podía ver a una niña a quien amaba: echaba de menos su prisión, y no sabiendo como volver a ella, me escribió la siguiente carta rogándome que arreglase aquel negocio con el prefecto:

«Muy señor mío.

«Os encontráis preso, y me comprenderíais aunque no fueseis Chateaubriand Soy también preso, lo estoy voluntariamente en casa de un amigo, pobre artista como yo, desde la declaración del estado de sitio. He tratado de huir de la persecución de los consejos de guerra por el secuestro de mi periódico del día 9 del corriente. Mas para ocultarme me ha sido preciso privarme de los abrazos de una niña a quien idolatro, de una hija adoptiva de edad de cinco años, mi felicidad y mi alegría. Esta privación es un suplicio que no puedo soportar más largo tiempo; es para mí la muerte. Si me presento me encerrarán en Santa Pelagia, en donde no veré a mi niña sino rara vez y en horas marcadas, si acaso me lo permiten: si no la veo todos los días temblaré por su salud y moriré de sobresalto.

«Me dirijo a vos, caballero, a vos legitimista, ya republicano de todo corazón, a vos, hombre grave y parlamentario, ye caricaturista y partidario de la más amarga personalidad política, a vos, de quien no soy en manera alguna conocido, y que os halláis preso como yo, para obtener del señor prefecto de policía se me permita volver a la casa adonde he sido destinado. Me obligo, bajo palabra de honor, a presentarme a la justicia cuantas veces fuere para ello requerido y renuncio a sustraerme de cualquier tribunal, sea el que fuere, si quieren dejarme con mi pobre niña.

«Podéis creerme, caballero, cuando hablo de honor y juro no fugarme, y estoy persuadido de que seréis mi intercesor, aunque los profundos políticos puedan ver en este paso una nueva prueba de alianza entre los legitimistas y republicanos, hombres cuyas opiniones se concilian tan bien.

«Si a semejante patrono, a tal abogado se rehusase lo que pido, sabré que ya no tengo que esperar nada, y me veré por espacio de nueve meses separado de mi pobre Emma.,

«Cualquiera que sea el resaltado de vuestra mediación, siempre, caballero, será eterno mi reconocimiento, porque nunca dudaré de la solicitud y tiernos cuidados que vuestro generoso y sensible corazón prodigará a mi triste situación.

«Recibid, caballero, la expresión de la más sincera admiración, y reconocedme como vuestro más humilde y afectísimo servidor.

«Ch. Philippon,

Propietario de la Caricatura (periódico)

condenado a trece meses de prisión.

París, 21 de junio de 1832.»,

Obtuve la gracia que Mr. Philippon pedía, y me dio las gracias en una segunda carta, que prueba, no la magnitud del servicio (reducido a que mi cliente fuese custodiado en Chaillot por un gendarme), sino esa alegría secreta de las pasiones, que no puede ser bien comprendida por los

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que no la han sentido verdaderamente.

«Muy señor mío:

«Parto para Chaillot con mi querida niña.

«Quisiera daros gracias, pero las palabras me parecen muy frías para explicaros mi profundo reconocimiento. No me equivoqué, caballero, al asegurar que vuestro corazón os sugeriría elocuentes instancias. Tampoco creo engañarme ahora creyendo que él os dirá que no soy ingrato, y que os pintará, mejor que yo pudiera hacerlo, la suma felicidad de que vuestra bondad me ha colmado.

«Recibid, caballero, mis más sinceras gracias, y dignaos admitirme como el más afectísimo de vuestros servidores.

«Ch. Philippon.»

A esta prueba singular de mi crédito, añadiré otro extraño testimonio de mi nombradía: un joven empleado en las oficinas de la prefectura me dirigió unos versos excelentes, que me entregó el mismo Mr. Gisquet; porque al fin, es necesario ser justos; si un gobierno literato me atacaba innoblemente, las musas me defendían con hidalguía: Mr. Villemain se pronunció con intrepidez en mi favor, y en el mismo diario de los Debates, mi amigo Bertin protestó contra mi prisión firmando el articulo. He aquí lo que me decía en sus versos el poeta que los suscribía de este modo: J. Chopin empleado en el gabinete.

AL SEÑOR DE CHATEAUBRIAND.

En la prefectura de policía.

«Admirando un día tu talento, me atreví a dedicarte unos versos, y como un hilo de agua se pierde en los mares, pague mi tributo al dios de la armonía. Ahora el infortunio ha pasado por tu frente, siempre serena en la borrasca.

«¿El presente fugaz qué es para el poeta? Tu gloria permanecerá pasarán nuestros odios. Enemigo generoso, tu voz varonil y vigorosa ha prestado su encanto al error; pero tu persuasiva elocuencia hace que el corazón absuelva siempre.

«En otro tiempo un rey ofendió tu noble independencia; fuiste grande delante de su rigor… cayó… fue desterrado de la Francia, y ya no existe más que su desgracia.

«¡Ah! ¡quién pudiera sondear tu adhesión fiel, y variar su curso a las aguas del torrente!... Pero aun cuando un solo partido aplaude tu celo, tu gloria nos pertenece a todos... vuelve, pues, a tomar tus pinceles.

«J. Chopin,

«empleado en el gabinete.»

La señorita Noemi (supongo que este era el nombre de la señorita Gisquet) se paseaba muchas veces sola por el jardincito con un libro en la mano. De cuando en cuando solía dirigir como al descuido alguna mirada a mi ventana. ¡Cuán dulce hubiera sido para mí el que me libertase de mis cadenas como a Cervantes, la hija de mi amo!... Mientras procuraba tomar un ademan romántico, el joven y hermoso Mr. Nay vino a sacarme de mis ilusiones. Le vi hablar con la señorita Gisquet, con un talante que no nos engaña a los que somos creadores de sílfides. Bajé más que de prisa de las nubes, cerré mi ventana, y abandoné la idea de dejar crecer mi bigote encanecido por el viento de la adversidad.

Después de quince días, un auto de sobreseimiento me restituyó la libertad el 30 de junio con gran contento de Mad. de Chateaubriand, que me parece habría perecido si mi prisión se hubiese prolongado por más tiempo. Vino a buscarme en un coche, en el cual coloqué mi corto equipaje con tanto presteza como había en otro tiempo salido del ministerio, y volví a la calle del Infierno,

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con no sé qué de perfecto que el infortunio da a la virtud.

Si Mr. Gisquet trataba de que la historia trasmitiese su nombre ala posteridad, tal vez llegaría en muy mal estado: deseo que lo que acabo de decir aquí acerca de él, sirva de contrapeso a una reputación enemiga. No tengo más que motivos de agradecimiento por sus atenciones y delicadeza: sin duda alguna, si hubiese sido condenado no me habría dejado escapar; pero en fin, él y su familia me han tratado con un esmero, tan buen gusto, y un sentimiento de mi posición, de lo que era y de lo que había sido, que no hubieran usado conmigo una administración literata, y unos legistas tanto más brutales, cuanto que obraban contra el débil a quien no tenían miedo alguno.

De todos los gobiernos que han ido sucediéndose en Francia en el espacio de cuarenta años, el de Luis Felipe ha sido el único que me ha encerrado en un calabozo como si fuese un criminal: ha puesto su mano sobre mi cabeza, sobre mi cabeza respetada hasta por un conquistador irritado: Napoleón levantó el brazo, pero no descargó el golpe. ¿Y por qué era esa cólera? Yo os lo diré: me atreví a protestar contra el hecho en favor del derecho, en un país en donde he pedido la libertad en tiempo del imperio, y la gloria en el de la restauración; en un país, en donde solitario, cuento no por hermanos, hermanas, hijos, alegrías y placeres, sino por sepulcros. Las últimas mudanzas políticas me han separado del resto de mis amigos: estos han seguido a la fortuna, y pasan manchados y gordos con su deshonor al lado de mi pobreza: aquellos han abandonado sus hogares, expuestos a los insultos. Las generaciones tan amigas de la independencia se han vendido: vulgares en su conducta, intolerables en su orgullo, medianas o necias en sus escritos, no espero de ellas más que el desprecio, y se le devuelvo: no pueden comprenderme: no saben lo que es la fe en la cosa jurada, el amor a las instituciones generosas, el respeto a sus propias opiniones, el menosprecio de las ventajas y del oro, la felicidad de los sacrificios, y el culto de la debilidad y de la desgracia.

Carta al señor ministro de la Justicia, y respuesta.

París a fines de julio de 1832.

Después del auto de sobreseimiento me quedaba un deber que cumplir. El delito de que había sido acusado, tenía intima relación con el que había dado lugar a procediese en Nantes contra Mr. Berryer. No había podido explicarme con el juez de instrucción, pues que no reconocía como competente al tribunal. Para reparar el daño que mi silencio pudiera haber cansado a Mr. Berryer, escribí al señor ministro de la Justicia la siguiente carta que publiqué en los periódicos.

«París, 3 de julio de 1832

«Señor ministro de la Justicia:

«Permitidme que cumpla con vos un deber de conciencia y de honor con respecto a un hombre que hace largo tiempo se halla privado de su libertad.

«Interrogado Mr. Berryer hijo, por el juez de instrucción en Nantes, el 18 del mes último, contestó: Que había visto a la señora duquesa de Berry: que con el respeto debido a su clase, a su valor y a su desgracia, la había expuesto su opinión personal y la de sus respetables amigos, sobre la situación actual de la Francia y sobre las consecuencias de la presencia de su alteza real en el Oeste.

«Desenvolviendo Mr. Berryer esta proposición talento acostumbrado, la reasumió de este modo: Toda guerra extranjera o civil, aun suponiendo que fuese coronada con el triunfo, no puede ni someter, ni amalgamar las opiniones.

«Preguntado quienes eran los respetables amigos de quienes acababa de hablar, Mr. Berryer ha contestado noblemente: Que habiéndole manifestado

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hombres graves una opinión conforme en un todo a la suya sobre las presentes circunstancias, había creído deber apoyar su consejo en su autoridad pero que no los nombraría sin obtener su consentimiento para ello.

«Yo soy, señor ministro, uno de esos hombres consultados por Mr. Berryer. No solo he aprobado su opinión, sino que he redactado una nota en el mismo sentido. Debía ser entregada a la señora duquesa de Berry, en el caso de que se encontrase en el territorio francés, lo cual no creía. No estando firmada esta primera nota, escribí otra, que suscribí, en la que suplicaba encarecidamente a la intrépida madre del nieto de Enrique IV, que abandonase una patria, despedazada por tantas discordias.

«Tal es la declaración que debía a Mr. Berryer. El verdadero culpable, si acaso hay alguno, lo soy yo. Espero que esta declaración servirá para la pronta libertad del preso de Nantes, y no dejará pesar más que sobre mi cabeza la inculpación de un hecho muy inocente, pero de que en último resultado acepto todas las consecuencias.

«Tengo el honor de ser etc.

«Chateaubriand.»

«Habiendo escrito al señor conde de Montalivet el 9 del mes último, para un asunto relativo a Mr. Berryer, el señor ministro del Interior ni aun tuvo por conveniente decirme que había recibido mi carta: como me interesa mucho saber la suerte de la que tengo el honor de escribir ahora al señor ministro de la Justicia, le agradeceré en extremo se sirva mandar acusarme el recibo.

«Ch.»

No se hizo aguardar mucho tiempo la contestación del señor ministro: hela aquí:

«París, 3 de julio.

«Señor vizconde.

«La carta que me habéis dirigido con noticias que pueden servir para la aclaración de los hechos y administración de justicia, la he remitido inmediatamente al fiscal de la audiencia de Nantes, para que se una a la causa que se sigue en aquel tribunal contra Mr. Berryer.

«Soy con el mayor respeto, etc.»

«El guarda sellos, Barthe.»

Con esta respuesta, Mr. Barthe se reservaba una nueva persecución contra mí. Me acuerdo de los magníficos desdenes de los grandes hombres del justo medio, cuando yo dejaba entrever la posibilidad de que cometiesen alguna violencia conmigo o con mis escritos. ¡Gran Dios! ¿por qué pensar en un peligro imaginario? ¿Quién se ocupaba de mis opiniones? ¿Quién trataba de tocarme ni a un solo cabello? Héroes intrépidos de la paz a toda costa, habéis tenido, sin embargo, vuestro terror de escritorio y de policía, vuestro estado de sitio de París, vuestras mil denuncias de imprenta y vuestras comisiones militares para condenar a muerte al autor de los Cancanes, me habéis encerrado en vuestros calabozos, y la pena que tratabais de imponer a mi crimen era nada menos que la capital, ¡con qué gusto os entregaría yo mi cabeza, si arrojada en la balanza de la justicia, la hiciese inclinarse hacia el lado del honor, de la gloria, y de la libertad de mi patria!

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Oferta de mi pensión de par por Carlos X y mi respuesta

París, calle del Infierno, fin de julio de 1832

Estaba más decidido que nunca a expatriarme: madama de Chateaubriand, asustada con la última ocurrencia, quisiera ya verme lejos; y solo se trató de elegir el sitio en donde debíamos levantar nuestras tiendas. La gran dificultad estaba en proveerse de algún dinero para vivir en país extranjero, y pagar una deuda, por cuya satisfacción me apremiaban y amenazaban con la ejecución.

El primer año de embajada arruina siempre a un embajador, y esto fue lo que me sucedió en Roma . Me retiré al advenimiento del ministerio Polignac, y emprendí mi marcha, añadiendo a mi penuria habitual una deuda de 60.000 mil francos. Acudí a todos los capitalistas realistas, pero ninguno me franqueó su bolsillo; entonces me aconsejaron me dirigiese a Mr. Lafitte. Este me anticipó 10.000 francos que entregué a los acreedores más impacientes: con el producto de mis folletos adquirí aquella suma, que le devolví, quedándole sumamente reconocido; pero me restaba pagar todavía 30.000 francos, además de otras deudas añejas, porque las tengo con barbas de puro antiguas, desgraciadamente estas barbas son de oro, y cada vez que se trata de afeitarlas, me arrancan las mías.

El señor duque de Levis, al regresar de un viaje a Escocia, me dijo de parle de Carlos X que aquel príncipe quería continuar pagándome la pensión de par, creí que no debía aceptar la oferta. El duque de Levis volvió a la carga cuando me vio salir de la cárcel reducido a los más crueles apuros, sin contar con nada y acosado por una nube de acreedores. El duque de Levis me trajo 20.000 francos, diciéndome noblemente que aquella cantidad no era perteneciente a los dos años de par que el rey reconocía me era en deber, y que mis deudas en Roma lo eran de la coronar Aquella suma me dejaba en libertad de obrar: la acepté como un préstamo momentáneo, y escribí al rey la carta siguiente 1:

«Señor.

«En medio de las calamidades con que plugo a Dios santificar vuestra vida, no habéis olvidado a los que padecen al pie del trono de San Luis. Hace algunos meses os dignasteis participarme vuestro generoso designio de continuar pagándome la pensión de par, que renuncié al negarme a prestar juramento de obediencia a un poder ilegitimo: pensé desde luego que vuestra majestad tiene servidores más pobres que yo, y más dignos de sus bondades. Pero los últimos escritos que he publicado me han producido perjuicios y originado persecuciones, y he tratado, aunque infructuosamente, de vender lo poco que poseo. Me veo, pues, obligado a aceptar, no la pensión anual que V. M. se propone pagarme aun en medio de su real indigencia, sino un socorro provisional, para desembarazarme de los obstáculos que me impiden dirigirme al asilo en donde pueda vivir con mi trabajo. Señor, debo encontrarme muy desgraciado para ser gravoso, aun por un momento, a una corona que he sostenido con todos mis esfuerzos, y a la que continuaré sirviendo el resto de mi vida.

«Soy, con el más profundo respeto, etc.»

«Chateaubriand.»

Carta de la señora duquesa de Berry.— Carta a Beranger,— Salida de París.—

1 En mi primer viaje a Praga, se verá la conversación que tuvo con Carlos X acerca de este

préstamo. (Nota de París, 1834.)

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diario desde París a Lugano.— Monsieur Agustin Thierry.

París, calle del Infierno, del 1° al 8 de agosto de 1832.

Mi sobrino el conde Luis de Chateaubriand me prestó también otros 20,000 francos. Vencidos de este modo los obstáculos materiales, hice los preparativos para mi segundo viaje . Pero me retenía una consideración de honor: la señora duquesa de Berry estaña aun en el territorio francés; podía correr algún riesgo, y en este caso debía volar a prestarla mi insignificante auxilio. Una carta que la princesa me dirigió desde el centro de la Vendée, acabó de dejarme enteramente libre.

«Iba a escribiros, señor vizconde, tocante a ese gobierno provisional, que creí debía formar cuando ignoraba si podría entrar en Francia, y del que me dijeron consentíais en tomar parte. No ha existido de hecho, pues que jamás se ha reunido, y algunos de sus miembros solo se han entendido para exponerme un declamen que no me es posible seguir. Con todo, se lo agradezco. Habéis juzgado, según la relación que os han hecho de mi posición y de la del país, los que tenían motivos para conocer mejor que yo los efectos de una fatal influencia en que no he querido creer, y estoy bien persuadida de que si Mr. de Chateaubriand se hubiese encontrado a mi lado, su corazón noble y generoso se habría igualmente negado. No por eso cuento menos con los buenos servicios individuales y los consejos de las personas que formaban parte del gobierno provisional, y para cuya elección había tenido muy presente su ilustración, su ardiente celo y su adhesión a la legitimidad, representada en la persona de Enrique V. Veo que tenéis ánimo de abandonar por segunda vez la Francia: lo sentiría en extremo si pudiera teneros a mi lado; pero poseéis unas armas que hieren desde lejos, y espero que no cesareis de combatir por Enrique V.

«Contad, señor vizconde, con toda mi estimación y amistad.

«M.C.R.»

Por medio de esta carta, la señora duquesa, ni aceptaba mis servicios ni los consejos que me había atrevido a darla en la nota de que había sido portador Mr. Berryer: hasta se explicaba como si estuviese un poco resentida, aun cuando reconocía que una fatal influencia la había extraviado.

Restituido de este modo a mi libertad, y desembarazado de todo, hoy 7 de agosto, no tengo que hacer nada más que partir; pero antes escribí una carta de despedida a Mr. de Beranger, que me había visitado en mi prisión.

«París, 7 de agosto de 1832.

«A Mr. de Beranger:

«Quisiera, caballero, poder ir a veros, deciros adiós, y daros gracias por vuestro recuerdo; pero me falta tiempo, y tengo que partir sin tener el placer de abrazaros. Ignoro cual será mi suerte: ¿hay en el día porvenir seguro para nadie? No nos encontramos en tiempo de una revolución, sino de una trasformación social; pues bien, las transformaciones se efectúan lentamente, y las generaciones que se encuentran en el periodo de la metamorfosis, perecen oscurecidas y miserables. Si la Europa se halla en la edad de la decrepitud (lo cual puede ser muy bien), ya es otra cosa: no producirá nada, e irá extinguiéndose en una impotente anarquía de pasiones, de costumbres y de doctrinas. En ese caso, caballero, habréis cantado sobre un sepulcro.

«He cumplido todos mis compromisos: he acudido a vuestra voz; he defendido lo que venia a defender; he padecido el cólera; ahora me vuelvo a la montaña. No

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rompáis vuestra lira como nos amenazáis: la debo uno de mis títulos más gloriosos a la memoria de los hombres. Haced todavía sonreír y llorar a la Francia; pues por medio de un secreto que vos solo conocéis; la letra de vuestras canciones populares es alegre y la música triste.

«Me recomiendo a vuestra amistad, y a vuestra musa.

«Chateaubriand. »

Debo emprender la marcha mañana: Mad. de Chateaubriand se reunirá conmigo en Lucerna.

Basilea, 12 de agosto de 1832.

Muchos hombres mueren sin haber perdido de vista la torre de su parroquia: yo no puedo encontrar la que debe verme morir. En busca de un asilo para concluir mis Memorias, camino nuevamente con un enorme equipaje, compuesto en su mayor parte de papeles, correspondencia diplomática, notas confidenciales, y cartas de ministros y de reyes: es la historia llevada a la grupa por la novela.

He visto en Vesoul a Mr. Agustin Thierry, retirado en casa de su hermano el prefecto. Cuando en otro tiempo me envió en París su Historia de la Conquista de los Normandos, fui a darle las gracias. Encontré a un joven en una habitación cuyas puertas de los balcones estaban medio cerradas; se encontraba casi ciego: procuró levantarse para recibirme, pero sus piernas ya no le sostenían y cayó en mis brazos. Se ruborizó cuando le manifesté mi admiración sincera: entonces me contestó que su obra era la mía, y que leyendo la batalla de los Francos en los Mártires, había concebido la idea de un nuevo modo de escribir la historia. Cuando me despedí de él, se esforzó en seguirme, y se arrastró hasta la puerta apoyándose en las paredes: salí de allí enternecido al ver tanto talento y tan grande desgracia.

En Vesoul, después de un largo destierro, se detuvo Carlos X, que ahora se dirige a la nueva emigración, que será para él la última.

He pasado la frontera sin accidente alguno: veremos si en las vertientes de los Alpes puedo gozar de la libertad de la Suiza y del sol de la Italia, que han llegado a ser una necesidad para mis opiniones y mis años.

A la entrada de Basilea he encontrado un suizo anciano, aduanero que me ha detenido algún tiempo: han bajado mi equipaje a un sótano: han puesto en movimiento yo no sé qué cosa que imitaba al ruido de un telar de medias: le han rociado con vinagre, y purificado de este modo del contagio de la Francia, el buen suizo me ha dejado continuar la marcha.

Ya he dicho en el Itinerario, hablando de las cigüeñas de Atenas: «Desde lo alto de sus nidos adonde no pueden llegar las revoluciones, han visto variarse la raza de los mortales: mientras que generaciones impías se han levantado sobre los sepulcros de generaciones religiosas, la joven cigüeña ha alimentado siempre a su padre,»

Volví a encontrar en Basilea el nido de cigüeña que había dejado allí seis años antes; pero el hospital en cuyo tejado ha construido su nido la cigüeña de Basilea no es el Partenón; el sol del Rin no es el sol del Cefiso; el concilio no es el areópago; Erasmo no es Pericles; pero sin embargo ya son algo, el Rin, la Selva Negra, y la Basilea romana y germánica. Luis XIV extendió los límites de la Francia hasta las puertas de esta ciudad, y tres monarcas enemigos la atravesaron en 1813 para ir a dormir en el lecho de Luis el Grande, defendido en vano por Napoleón. Vamos a ver las damas de la muerte de Holbein; ellas nos dirán lo que son las vanidades humanas.

El baile de la muerte (si es que acaso no era entonces tampoco más que una verdadera pintura) se verificó en París en 1424 en el cementerio de los Inocentes: esta costumbre nos vino de Inglaterra. Aquel espectáculo fue representado en unos cuadros que se colocaron en los

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cementerios de Dresde, Lubeck, Minden, la Chaise-Dieu, Estrasburgo, y de Blois en Francia: el pincel de Holbein, inmortalizó en Basilea estos regocijos de la tumba.

Esas danzas macabras del grande artista han sido arrebatadas a la vez por la muerte, que no perdona ni aun sus propias locuras: del trabajo de Holbein no han quedado en Basilea más que seis pedazos cortados de las piedras del claustro y colocados en la biblioteca de la universidad. Un dibujo iluminado ha conservado el conjunto de la obra.

Aquellas grotescas figuras en un fondo terrible participan del genio de Shakespeare, miscelánea del género cómico y trágico. Los personajes tienen una expresión muy viva: pobres y ricos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, papas, cardenales, sacerdotes, emperadores, reyes, reinas, príncipes, duques, nobles, magistrados y guerreros, todos se agitan y raciocinan con la muerte y en contra de ella: ninguno la recibe con gusto.

La muerte se encuentra variada hasta lo infinito, pero siempre burlona, lo mismo que la vida que no es más que una arlequinada. Aquella muerte del pintor satírico tiene una pierna menos, como el mendigo de la pierna de madera a quien se acerca, toca un instrumento de cuerdas por detrás de su espalda, como el músico a quien arrebata. No siempre es calva: algunos mechones de cabellos rubios, negros y canosos, caen sobre el cuello del esqueleto, y dándole más animación, le hacen más espantoso. En uno de los lienzos, la muerte parece que tiene carne, es joven casi como un hombre, y tiene asida a una joven que se mira en un espejo. La muerte tiene en su zurrón burlas de un estudiante truhan: corta con unas tijeras la cuerda de un perro que conduce a un ciego, cuando este se encuentra a dos pasos de un hoyo. En otra parte la muerte, con una capa muy corta, se acerca a una de sus victimas haciendo mil gestos. Holbein pudo tomar la idea de esta terrible alegría de la misma naturaleza: entrad en un relicario, y veréis que todas las calaveras parece que se ríen porque enseñan la caja de los dientes: aquella es la risa sin los labios que la rodean y que forman la sonrisa. ¿De qué se ríen? ¿De la nada o de la vida?

La catedral de Basilea, y especialmente sus antiguos claustros, me han gustado mucho. Al recorrer estos últimos, llenos de inscripciones fúnebres, leí los nombres de algunos reformadores. El protestantismo elige muy mal el sitio y pierde el tiempo cuando se coloca en los monumentos católicos: entonces se ve más bien lo que ha destruido, que lo que ha reformado. Aquellos pedantes que pensaban rehacer un cristianismo primitivo, en otro viejo, creador de la sociedad después de quince siglos, no han podido elevar un solo monumento. ¿A qué hubiera este correspondido? ¿Cómo podía hallarse en relación con las costumbres? En tiempo de Lutero y Calvino, los hombres no estaban hechos como ellos: lo estaban como León X, con el genio de Rafael, o como San Luis con el genio gótico: un corto número de ellos no creían nada, los más lo creían todo. Así que las iglesias del protestantismo son salas de escuelas, o no tiene más templos que las catedrales que ha asolado: allí ha establecido su desnudez. Jesucristo y sus apóstoles no se asemejaban sin duda a los griegos y a los romanos de su siglo, pero tampoco iban a reformar un culto antiguo: trataban de establecer una religión nueva y de reemplazar la pluralidad de los dioses con uno solo.

Lucerna, 14 de agosto de 1832.

El camino desde Basilea a Lucerna, por la Argovia, ofrece una serie de valles, algunos de los cuales se parecen al de Argelés, menos en el cielo español de los Pirineos. En Lucerna, las montañas diversamente agrupadas, elevadas, perfiladas y matizadas, terminan retirándose unas detrás de otras y confundiéndose en la perspectiva con las neveras inmediatas del San Gotardo. Si se suprimiesen el Righi y el Pilatos, y solo se conservasen las colinas con la superficie cubierta de yerba que rodean las orillas del lago de los Cuatro cantones, se reproduciría un lago de Italia.

Los arcos del claustro del cementerio que rodea la catedral son como los palcos, desde los que puede disfrutarse del espectáculo. Los monumentos de aquel cementerio tienen en la parte más elevada una cruz con un crucifijo dorado, Con la refracción de los rayos solares son

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numerosos los puntos luminosos que se desprenden de los sepulcros: de distancia en distancia hay pilas de agua bendita, en las cuales se moja un ramito, con el que se pueden bendecir cenizas amadas. Allí no tenía yo que llorar nada en particular, pero hice descender el rocío lustral, sobre la comunidad silenciosa de los cristianos y mis desgraciados hermanos. Un epitafio me dice: Hodie mihi eras tibi, hoy para mí mañana para ti: otro fuit homo, hubo un hombre: otro Siste viator: abi, viator. Detén el paso caminante, apártate, viaje ro. Y aguardo ese mañana, y habré sido hombre, y como viajero me detengo y me aparto. Apoyado en uno de los arcos de! claustro, he mirado largó tiempo el teatro de las aventuras de Guillermo Tell y de sus compañeros: teatro de la libertad helvética, tan bien cantado y descrito por Schiller y Juan de Muller. Mi vista buscaba en el inmenso cuadro la presencia de los muertos más ilustres, y mis pies hollaban las cenizas más ignoradas.

Al ver los Alpes hace cuatro o cinco años me preguntaba qué iba a buscar en ellos: ¿qué diré, pues, ahora? ¿Qué diré mañana? Desgraciado de mí que no puedo envejecer, y siempre estoy envejeciendo…

Lucerna, 15 de agosto de 1832.

Los capuchinos han ido esta mañana a bendecir las montunas, según acostumbran hacerlo el día de la Asunción. Estos frailes profesan la religión bajo cuya protección nació la independencia suiza, que todavía dura. ¡Qué llegará a ser nuestra moderna libertad maldecida con la bendición de los filósofos y de los verdugos! ... No cuenta todavía cuarenta años y ha sido vendida, revendida y cambiada en todas las esquinas de las calles. Más libertad hay en la capucha de un fraile que bendice los Alpes, que en toda la truhanería de los legisladores de la república, del imperio, de la restauración y de la usurpación de julio.

El viajero francés se enternece y contrista en Suiza, nuestra historia, por una fatalidad para los pueblos de esas regiones, se enlaza demasiado con la suya: la sangre de la Helvecia ha corrido por nosotros y para nosotros: hemos llevado el hierro y el fuego a la cabaña de Guillermo Tell, y hemos hecho tomar parte en nuestras discordias civiles al aldeano guerrero que custodiaba el trono de nuestros reyes. El genio de Thorvaldsen ha fijado el recuerdo del 10 de agosto en la puerta de Lucerna. El león helvético expira atravesado por una flecha, cubriendo con su lánguida cabeza y una de sus patas el escudo de Francia, del que no se descubre más que una de las Uses. ¡La capilla dedicada a las victimas, el bosquecillo de árboles verdes que acompaña al bajo relieve esculpido en la peña, el soldado que pudo escapar de la matanza del 10 de agosto, que enseña a los extranjeros el monumento, la orden escrita de Luis XVI para que los suizos depongan las armas, el frontal del altar ofrecido o regalado por la señora delfina a la capilla expiatoria, y sobre el cual aquel perfecto modelo de dolor bordó la imagen del divino cordero inmolado!... ¿Por qué inescrutable designio la Providencia, después de la última caída del trono de los Borbones, me envía a buscar un asilo junto a ese monumento? Al menos puedo contemplarle sin rubor, puedo poner mi mano débil, pero no perjura, sobre el escudo de Francia, como el león le aprieta con sus poderosas uñas, aunque ya aflojadas por la muerte.

Pues bien, un miembro de la dieta ha propuesto que se destruya ese monumento!... ¿Qué pide la Suiza? ¿La libertad? La goza hace cuatro siglos: ¿la igualdad? la tiene: ¿la república? esa es su forma de gobierno: ¿la rebaja de los impuestos? Apenas paga contribuciones: ¿pues qué es lo que quiere? desea variar: esta ley de los seres. Cuando un pueblo, trasformado por el tiempo, no puede permanecer va lo que ha sido,-el primer síntoma de su enfermedades el odio a lo pasado y a las virtudes de sus padres.

He vuelto desde el monumento del 10 de agosto por el gran puente cubierto, especie de galería de madera colgante sobre el lago. Doscientos treinta y ocho cuadros triangulares, colocados entre los cabrios del techo, adornan esta galería. Son una especie de fastos populares en que la Suiza aprendía la historia de su religión y de su libertad.

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He visto las pollas de agua domesticadas; aprecio mucho más las silvestres del estanque o laguna de Combourg.

En la ciudad me ha llamado la atención un coro de voces: salía de la capilla de la Virgen; entré en ella y me creí trasportado a los días de mi infancia. Delante de cuatro altares muy bien adornados, unas mujeres rezaban devotamente con el sacerdote el rosario y la letanía. ¡Era como la oración de la noche a la orilla del mar en mi pobre Bretaña, y yo estaba en las márgenes del lago de Lucerna!.. Una mano misteriosa anudaba de este modo los dos extremos de mi vida para hacerme sentir mejor lo que se había perdido en la cadena de mis años.

En el lago de Lucerna, 16 de agosto de 1832, a mediodía.

Alpes, abatid vuestras cimas, ya no soy digno de vosotros: joven, estaría solitario; viejo, me encuentro aislado: todavía podría pintar bien a la naturaleza, mas ¡para quién! ¿Haría acaso alguien el menor aprecio de mis cuadros? ¿Qué otros brazos más que los del tiempo estrecharían contra su seno, como una especie de recompensa, a mi genio de calva frente? ¿Quién repetiría mis cantos? ¿A qué musa inspiraría? Bajo la bóveda de mis años, como bajo la de los nevados montes que me rodean, ningún rayo del sol llegará a calentarme. ¡Qué lastima es en verdad, el tener que atravesar esos montes con vacilante y fatigado paso, sin que nadie quiera seguirme! ¡Qué desgracia, que no me encuentre libre para andar otra vez errante hasta el fin de mi vida!

A las dos.

Mi barca se ha detenido en una cala junto a una casa situada en la orilla derecha del lago, antes de entrar en el golfo de Uri. He penetrado en el huerto de aquella posada, y me he sentado debajo de dos nogales que resguardan un establo. Delante de mí, un poco a la derecha, en la orilla opuesta del lago, se despliega la aldea de Schwitz, entre jardines, y los planos inclinados de esos pastos llamados Alpes en el país: la domina un peñasco cortado por su parte superior en semicírculo, y cuyas dos puntas, el Mythen y el Haken (la mitra y el báculo) toman el nombre de su forma. Aquel capitel, de figura de media luna, descansa en los céspedes, como la corona de la independencia helvética en la cabeza de un pueblo de pastores. En derredor mío reina el silencio más profundo, interrumpido únicamente de cuando en cuando por el ruido de las campanillas de dos becerras que se han quedado en la una da inmediata: ese sonido parece anunciarme la gloria de la pastoril libertad que Schwitz ha dado juntamente con su nombre a todo un pueblo: un pequeño territorio inmediato a Nápoles, llamado Italia, ha comunicado también su nombre a la patria aunque con derechos menos sagrados.

A las tres.

Volvemos a emprender la marcha; y entramos en el golfo o lago de Uri. Las montañas van elevándose y oscureciéndose: he ahí la cima del Gruttli cubierta de yerba, y las tres fuentes en que Furst, Ander Halden y Stauffacher juraron dar la libertad a su país: he ahí al pie del Achsenberg, la capilla que señala el sitio en donde Tell, saltando de la barca de Gessler, la rechazó con el pie al medio de las olas.

Pero Tell y sus compañeros ¿han por ventura existido? ¿No pudieran ser personajes del Norte producidos por los cantos de los Scaldas, cuyas tradiciones heroicas vuelven a encontrarse en las playas de la Suecia? ¿Los suizos, son en el día lo que eran en la época de la conquista de su independencia? ¿Esos senderos de osos veían a Tell y sus compañeros saltar con el arco en la mano de abismo en abismo: yo mismo soy un viajero en armonía con estos lugares?

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Felizmente nos sorprende una tempestad. Fondeamos en un puertecillo a algunos pasos de la capilla de Tell: siempre es el mismo Dios el que desencadena los huracanes, y la misma confianza en ese Dios la que tranquiliza a los hombres. Como en otro tiempo, al atravesar el Océano, los lagos de la América y los mares de la Grecia y de la Siria, escribo en un papel mojado. Las nubes, las olas, los truenos se enlazan mejor con el recuerdo de la antigua libertad de los Alpes, que la voz de esa naturaleza afeminada y degenerada que mi siglo ha colocado a pesar mío en mi seno.

Altorf.

He desembarcado en Fluelen y llegado a Altorf, pero la falla de caballos va a detenerme una noche al pie del Bamberg. Aquí fue donde Guillermo Tell atravesó la manzana sobre la cabeza de su hijo: la distancia del tiro, era la que media entre estas dos fuentes. Creamos, a pesar de la historia referida por Saxon el Gramático, y que he citado en mi Ensayo sobre las revoluciones: tengamos fe en la religión y en la libertad, las dos únicas cosas grandes del hombre: la gloria y el poder son deslumbradores pero no grandes.

Mañana, desde lo alto de San Gotardo, saludaré de nuevo a esa Italia, que ya saludé desde la cima del Simplón y del monte Cenis. ¿Pero a qué conduce esa última mirada sobre las regiones del Mediodía y de la aurora? El pino de los ventisqueros no puede descender a colocarse entre los naranjos que ve por debajo de él en los floridos valles.

A las diez de la noche.

Vuelve a comenzar la tempestad: los relámpagos iluminan los peñascos, los ecos se aumentan y prolongan el estruendo de los truenos. Los mugidos del Schoechen y del Reuss reciben al bardo de la Armórica. Hace largo tiempo que no me he encontrado tan solo ni tan libre: no hay nada en la habitación en donde estoy encerrado: dos camas para un viajero que ni tiene amores con que halagar su pensamiento, ni sueños que le distraigan. Esas montañas, esa tempestad, y esa noche son tesoros perdidos para mí. Sin embargo, ¡Cuánta vida siento en el fondo de mi alma!.. Jamás, cuando la sangre más ardiente circulaba desde el corazón a mis venas, he hablado el lenguaje de las pasiones con tanta energía como podría hacerlo en este momento. Me parece que veo salir de las laderas de San Gotardo una sílfide de los bosques de Combourg. ¿Vuelves a buscarme, fantasma encantadora de mi juventud? ¿Te compadeces de mí? Ya lo ves, no he tenido más mudanza que en el rostro: siempre quimérico y devorado por un fuego sin causa y sin pábulo. Salgo del mundo, y entraba en él cuando te cree en un momento de éxtasis y de delirio. He aquí la hora en que yo te invocaba en mi torre: todavía puedo abrir mi ventana y dejarte entrar. Si no estás contenta con las gracias que te he prodigado, te adornaré con otras, cien veces más seductoras: mi paleta no se ha inutilizado; he visto mayor número de beldades y sé pintar mejor. Ven asentarte sobre mis rodillas: no te asusten mis caballos, acarícialos con tus dedos de hada o de sombra: que vuelvan a ennegrecerse con tus besos. ¡Esta cabeza, que la caída de sus cabellos no ha hecho más sabia, es tan loca como cuando yo te di el ser, hija primogénita de mis ilusiones, dulce fruto de mis misteriosos amores con mi primera soledad! ¡Ven, subiremos todavía juntos a nuestras nubes, surcaremos el aire con el rayo, iluminaremos y abrasaremos los precipicios, a donde pasaré mañana! ¡Ven! llévame como otras veces, pero no me vuelvas a traer.

Llaman a mi puerta: ¡no eres tú! ¡es el guía! Han llegado los caballos; es preciso partir. De este sueño no queda más que la lluvia, el viento y yo, sueño sin fin, tempestad eterna.

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17 de agosto de 1832. (Amsteg).

Desde Altorf a aquí solo hay un valle entre montañas muy unidas, como se ve por todas partes; por medio corre el Reuss. En la posada del Ciervo he encontrado un estudiante alemán que viene de los ventisqueros del Ródano, el cual me dijo: «¿Fous fenir di Altorf ce madin? ¡Allez fite! ¿Habéis salido de Altorf esta mañana? andad aprisa.» Creía que iba a pie como él, pero viendo después mi carruaje. «¡Oh! caballos, dijo, eso es otra cosa.» Si el estudiante quisiese cambiar sus juveniles piernas por mi carruaje y mi carro de gloria que es todavía mucho peor, ¡con qué placer tomaría su bastón, su blusa gris y su barba rubia! Me iría con ellas a los ventisqueros del Ródano; hablaría la lengua de Schiller a mi querida, y soñaría con la libertad germánica: él caminaría envejecido como el tiempo, fastidiado como un muerto, desengañado por la experiencia, colgándose al cuello, como si fuese un cencerro, un ruido, del que al cabo de un cuarto de hora se encontraría más cansado que del estrépito de las aguas del Reuss. No se efectuará el cambio; un acostumbro a hacer tratos ventajosos para mi. El estudiante prosigue su marcha, y me dice quitándose y volviéndose a poner su gorra teutónica con una pequeña inclinación de cabeza: «Permitidme.» He aquí otra sombra que se desvanece. El estudiante ignora mi nombre, me ha encontrado y no lo sabrá nunca: me complazco con esta idea; aspiro a la oscuridad con más ardor que en otro tiempo deseaba la luz; esta me incomoda porque ilumina mis miserias, o porque me manifiesta objetos de que ya no puedo gozar: me apresuro a entregar la antorcha a mi vecino.

Tres mozalbetes se divierten en tirar al blanco con la ballesta: Guillermo Tell y Gessler se encuentran por todas partes. Los pueblos libres conservan la memoria de los fundadores de su independencia. Preguntad a un pobre de Francia si ha lanzado la segur en memoria del rey Hlowigh, o Klodwig o Clodoveo.

Camino de San Gotardo.

Al salir de Amsteg, el nuevo camino del San Gotardo forma muchas revueltas por espacio de dos leguas, acercándose unas veces al Reuss, y apartándose otras cuando el torrente se ensancha. Sobre los relieves perpendiculares del paisaje se ven laderas rasas o cubiertas de hayas, picos que se elevan hasta las nubes, especies de cúpulas llenas de hielo, cimas peladas hoque conservan algunos trozos con nieve como si fuesen mechones de canas: en el valle puentes, columnas de madera ennegrecidas, nogueras y árboles frutales, que ganan en el lujo de sus ramas y su hojas lo que sus frutas pierden en suculencia. La naturaleza de los Alpes convierten en silvestres a aquellos árboles, la savia se abre paso a pesar de la púa del injerto: un carácter enérgico rompe los lazos de la civilización.

Un poco más arriba, en el borde derecho del Reuss, la escena cambia completamente: el río corre formando cascadas por un cauce pedregoso, por entre una doble y triple hilera de pinos, este es el valle del puente de España en Canterets. En los lienzos de las montañas vegetan los alerces en las puntas de la peña viva; asegurados con sus raíces resisten el furioso embate de las tempestades.

En el camino solo algunos pedazos de tierra sembrados de patatas manifiestan la presencia del hombre en aquellos sitios: es necesario que coma y que ande; este es el resumen de su historia. Los rebaños no se dejan ver, porque se hallan confinados a los pastos de las regiones superiores: no se encuentra ave alguna; no se trata de águilas: la grande águila cayó en el Océano al pasar por Santa Elena; no hay vuelo por elevado y fuerte que sea, que no se debilite en la inmensidad de los cielos. El aguilucho real acaba de morir: habíannos anunciado otras águilas de julio de 1830, pero sin duda han descendido de su elevada región para anidar con los pichones: jamás arrebatarán cabras monteses con sus garras: debilitada con el doméstico

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resplandor su temerosa mirada, jamás contemplará desde la cima del San Gotardo el libre y brillante sol de la gloria de la Francia.

Valle de Schoellenen.—Puente del Diablo.

Después de atravesar el puente del Salto del sacerdote, y de dar vuelta a la aldea de Wassen, se sigue otra vez por la orilla derecha del Reuss: por una y otra orilla salta la blanca espuma de las cascadas sobre los céspedes tendidos como una verde alfombra por el camino que atraviesa el viaje ro. Por un desfiladero se ve el ventisquero de Ranz, que se enlaza con los de la Furca. Por último, se entra en el valle de Schcellenen, en donde principia la primera subida del San Gotardo. Este valle tiene unos dos mil pies de profundidad y se halla encajonado en un peñasco granítico: sus gigantescas paredes parece van a desplomarse. Las montañas no presentan más que sus laderas y sus crestas ardientes y enrojecidas. El Reuss se precipita con estruendo por su alveo vertical lleno de piedras. Un pedazo de torreón atestigua otro tiempo, como la naturaleza revela aquí siglos de que no hay memoria. Sostenido en el aire por machones a lo largo de las masas graníticas, el camino, torrente inmóvil, circula paralelo al torrente movible del Reuss. Por acá y por allí, algunas bóvedas de fábrica preservan al viajero de los aludes o masas de nieve que se desprenden, se anda todavía un poco por un callejón tortuoso en forma de embudo, y de repente en una de las espirales de aquella especie de concha se presenta a la vista del viajero el puente del diablo.

Este puente corta en el día el moderno mucho más elevado, construido detrás de él, y que le domina enteramente: el puente antiguo, alterado de este modo, no parece ya más que un corto acueducto de dos cuerpos. El puente nuevo, cuando se llega por la parte de la Suiza oculta la calcada. Para gozar de los colores del iris y de los cambiantes que forma la cascada, es preciso colocarse sobre el puente; pero cuando se ha visto la catarata del Niágara, ya no hay saltos de agua. Mi memoria opone incesantemente mis viajes unos a otros, montañas a montañas, ríos a ríos, bosques a bosques, y mi vida destruye mi vida. Lo mismo me sucede con respecto a las sociedades y a los hombres.

Los caminos modernos de que es un modelo el del Simplón no producen el efecto pintoresco de los antiguos. Estos últimos, más atrevidos y más naturales, no superaban ninguna dificultad, no se apartaban del curso de los torrentes, subían y bajaban según el terreno, trepaban por los peñascos, se sumergían, por decirlo así, en los precipicios, pasaban por debajo de los ventisqueros, y no quitaban el placer de la imaginación ni la alegría de los peligros. El antiguo camino del San Gotardo, por ejemplo, era mucho más expuesto que el actual. El puente del diablo merecía muy bien su nombradla, cuando al llegar a él se veía por encima la cascada del Reuss, y trazaba un arco oscuro o más bien un sendero estrecho, al través del brillante vapor de la caída o golpe del agua. Después, al extremo del puente, el camino estaba cortado a pico para llegar a fe capilla cuyas ruinas se descubren todavía. Por lo menos los habitantes de Uri han tenido la piadosa idea de construir otra capilla junto a la cascada.

Por último, los que antiguamente atravesaban los Alpes no eran hombres como nosotros, eran hordas de bárbaros o legiones romanas. Eran caravanas de mercaderes, caballeros, condottieri, prácticos, peregrinos, prelados y monjes. Refiéranse aventuras extrañas: ¿quién había construido el puente del diablo? ¿quién había precipitado en la pradera de Wasen el peñasco del diablo? Por todas partes se elevaban castillejos, cruces, oratorios, monasterios y ermitas, que conservaban la memoria de una invasión, de un encuentro, de un milagro, o de una desgracia. Cada tribu montañesa conservaba también su lengua, su trago, sus costumbres y sus usos. No se encontraba, es cierto, una excelente posada en un desierto: no se bebía en ella vino de Champaña, ni se leía la gaceta, y si había más ladrones en el San Gotardo, abundaban menos los bribones en la sociedad. ¡Cuán hermosa es la civilización!... pues bien, yo abandono esa perla a cualquiera lapidario.

Suwaroff y sus soldados han sido los últimos viajeros que han atravesado este desfiladero, a

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la conclusión del cual encontraron a Massena.

El San Gotardo.

Después de atravesar el puente del Diablo y la galería de Urnerloch, se llega a los prados de Ursern, que terminan en ángulos entrantes y salientes en forma de estrella, como las piedras de un antiguo circo. El Reuss corre mansamente por medio de aquel terreno cubierto de verde yerba: él contraste es sorprendente: del mismo modo la sociedad aparece tranquila antes y después de las revoluciones: los hombres y los imperios duermen a dos pasos del abismo en donde van a caer.

En el pueblecito del Hospital comienza la segunda cuesta que llega hasta la cima del San Gotardo, invadida por masas de granito. Estas se hallan festoneadas en su cúspide por algunas guirnaldas de nieve, que se asemejan a las olas fijas y espumosas de un Océano de piedra, sobre las cuales el hombre ha dejado marcadas sus huellas.

Al pie del monte modula y entre cañas sin fin,

Altivo con sus aguas, tranquilo sale el Rin.

En la ladeada urna sus brazos apoyando

Duerme, mientras sus ondas se escapan susurrando.

Estos versos han sido sin duda inspirados por los ríos de mármol de Versalles: el Rin no nace entre cañaverales: sale de entre las nieves, su urna, o más bien sus urnas, son de hielo: su origen es el mismo que el de esos pueblos del Norte, de quienes llegó a ser el río adoptivo y el límite de sus expediciones guerreras. El Rin nace en el San Gotardo, en el cantón de los Grisones, y vierte sus aguas en el mar de Holanda, de la Noruega y de la Inglaterra: el Ródano, hijo también del San Gotardo, paga su tributo al Neptuno de la España, de la Italia y de la Grecia: nieves estériles forman los depósitos de la fecundidad del mundo antiguo y del moderno

Dos lagunas, que se encuentran en la meseta del San Gotardo, son los manantiales del Tessino y del Reuss. El del Reuss está menos elevado que el del Tessino, por manera, que abriendo un canal de algunos centenares de pasos se introduciría a este último río en Reuss. Si se repitiera la misma operación con los principales afluentes de estas aguas, se producirían metamorfosis en la parte baja de los Alpes. Un montañés puede tener el gusto de suprimir un río y de fertilizar o esterilizar un país: he aquí una cosa que debe abatir el orgullo del poder.

Es asombroso el ver al Reuss y al Tessino decirse un eterno adiós, y emprender caminos opuestos por las dos vertientes del San Gotardo: sus cunas casi se tocan: sus destinos se hallan separados: van a buscar tierras y un sol diferente; pero sus madres, siempre unidas, no cesan de alimentar desde su encumbrada soledad a sus desunidas hijos.

Antiguamente había en el San Gotardo una hospedería servida por capuchinos: ya solo se ven las ruinas: ya no queda más vestigio de la religión que una cruz de madera carcomida con su crucifijo: Dios permanece cuando los hombres se retiran.

En la desierta meseta del San Gotardo concluyo un mundo y comienza otro: los nombres italianos reemplazan a los germánicos. Dejo a mi compañero el Reuss, que remontándole me había conducido desde el lago de Lucerna, para bajar al lago de Lugano, con mi nuevo guía, el Tessino.

El San Gotardo es tan escarpado por la parte de Italia, como si le hubiesen cortado a pico: el camino que penetra en el Val-Tremola honra sobremanera al ingeniero que se vio obligado a delinearle en la garganta más estrecha. Mirado desde lo alto, este camino se asemeja a una cinta arrollada: mirado desde abajo, los machones que sostienen los terraplenes, hacen el mismo efecto que las obras de una fortaleza, o imitan a los diques que se levantan unos sobre otros para

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impedir la invasión de las aguas. Algunas veces También, en la doble fila de los guardarruedas colocados con regularidad en ¡os dos lados del camino, parece descubrirse una columna de soldados, que van bajando los Alpes para invadir otra vez la desgraciada Italia.

Sábado 18 de agosto de 1832. (Lugano).

He pasado de noche por Airolo, Bellinzona, y la Val-Levantina: no he visto el terreno, solo he oído los torrentes. En el cielo, las estrellas se elevaban sobre las cúpulas y agujas de las montañas. La luna no estaba aun en el horizonte, pero no tardó mucho en aparecer precedida de una suave claridad que fue disipándose por grados, como las glorias de que los pintores del siglo XIV rodeaban la cabeza de la Virgen: por último, se presentó reducida a la cuarta parle de su disco, por encima de la dentellada cumbre del Furca: sus puntas parecían alas; hubiérase creído que era una paloma blanca que había abandonado su nido colocado en las rocas: con su debilitada luz, que por lo mismo era más misteriosa, el astro de la noche me descubrió el lago Mayor al extremo de la Val-Levantina. Dos veces había visto ya aquel lago: una al dirigirme al congreso de Verona, y otra al ir de embajador a Roma. Entonces le contemplaba a la claridad del sol en el camino de las prosperidades: ahora por el contrario, le miraba de noche, desde la orilla opuesta, en el sendero del infortunio. Entre mis viajes, separados únicamente por algunos años, había por lo menos una monarquía de catorce siglos.

No se crea por esto que yo me opongo abiertamente a esas revoluciones políticas. Al restituirme la libertad, me han devuelto mi propia naturaleza. Todavía tengo bastante savia para reproducir mis sueños, y bastante fuego para anudar mis relaciones con la criatura imaginaria de mis deseos. El tiempo y el mundo que he atravesado no han sido para mí más que una doble soledad, en la que me he conservado tal como el cielo me había formado. ¿Por qué me he de quejar de la rapidez de los días, pues que he vivido en una hora tanto como otros en un año?

Descripción de Lugano.

Lugano es una pequeña población de aspecto italiano: en ella se ven pórticos como en Bolonia, pueblo que habita en la calle como en Nápoles, arquitectura el renacimiento, tejados sin cornisas, ventanas estrechas y largas, lisas o adornadas con un capitel y horadadas hasta en el arquitrabe. La ciudad está arrimada a un collado plantado de viñedos, al cual dominan dos planos de montañas, colocados uno sobre otro, de pastos el primero y de bosques el segundo; a sus pies se halla el lago.

En la cima más elevada de una montaña, al Este de Lugano, existe una aldea, cuyas mujeres corpulentas y blancas están reputadas como circasianas, a víspera de mi llegada era la fiesta de aquella aldea, y la mayor parte de los habitantes habían ido a aquella romería: sin duda alguna, esa tribu será un resto de la raza de los barbaros del Norte, que se ha conservado sin mezcla, sobre las poblaciones de la llanura.

Condujéronme a las diferentes casas que me indicaron podrían convenirme: encontré una muy bonita, pero el alquiler era demasiado caro.

Para ver mejor el lago, me embarqué en él. Uno de mis dos barqueros hablaba una jerga franco-italiana, mezclada con algunas palabras inglesas. Me iba nombrando las montañas y los pueblos: San Salvador, desde cuya cima se descubre la cúpula de la catedral de Milán: Castagnola, con sus olivos, de los que los extranjeros suelen cortar un ramito que colocan en su ojal: Gandria, limite del cantón del Tessino a orillas del lago: San Jorge, con su ermita: cada uno de estos sitios tenía su historia.

El Austria, que todo se lo apropia y no da nada, conserva al pie del monte Caprino un pueblecito enclavado en el territorio del Tessino. Enfrente, al otro lado, y al pie de San Salvador, posee también una especie de promontorio sobre el cual hay una capilla; pero ha prestado gratuitamente aquel terreno a los luganeses para que levanten en él horcas y ejecuten a los criminales. Algún día alegará aquellos actos de justicia, ejercidos con permiso suyo en su

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territorio, como una prueba de su soberanía en Lugano. Ahora no ahorcan ya a los delincuentes, los decapitan: París ha suministrado el instrumento: Viena el teatro del suplicio: regalos por cierto dignos de dos grandes monarquías.

Perseguíanme estas imágenes, cuando sobre la azulada ola, con el soplo de la brisa, perfumado con el ámbar de los pinos, pasaron las barcas de una cofradía que arrojaba ramilletes al lago, al sonido de oboes y otros instrumentos. Las golondrinas revoloteaban alrededor de mi barca. Entre esas viajeras, ¿no reconoceré a las que encontré una larde errantes por la antigua vía de Tibur y de la casa de Horacio? La Lidia del poeta no estaba entonces con esas golondrinas del campo de Tibur: pero sabía que en aquel mismo momento otra joven tomaba furtivamente una rosa colocada en el abandonado jardín de una villa, de Rafael, y no buscaba más que aquella flor en las ruinas de Roma.

Como las montañas que rodean el lago de Lugano no reúnen sus bases más que a nivel del lago.se asemejan a islas separadas por estrechos canales: me recordaron la gracia, la forma y el verdor del archipiélago de las Azores. Consumiría, pues, el destierro de mis últimos días bajo aquellos risueños pórticos en que la princesa de Belgiojoso ha dejado caer algunos días del destierro de su juventud? ¿Concluiría mis Memorias a la entrada de esa tierra clásica e histórica en donde cantaron Virgilio y el Tasso, y en donde se han efectuado tantas revoluciones? ¿Recordaré mi destino bretón a vista de esas montanas ausónicas? ¿Si levantasen su velo me descubrirían las llanuras de la Lombardía, Roma, Nápoles, la Sicilia, Grecia, la Siria, el Egipto, Cartago, riberas lejanas que he medido, yo que no poseo el espacio de tierra que huello con mí planta? ¿Pero he de morir, he de concluir aquí ? ¿No es eso lo que busco, lo que quiero? No sé nada.

Las montañas.— Correrías alrededor de Lucerna.— Clara Wendel.— Oraciones de los habitantes del país.

Lucerna, 20, 21 y 22 de agosto de 1832.

He dejado a Lugano sin pernoctar en él: he vuelto a pasar el San Gotardo, y a ver lo que había visto: no he tenido que rectificar nada en mis apuntes. En Altorf todo había cambiado en veinte y cuatro horas: ya no había tempestad ni aparición en mi habitación solitaria. He pasado la noche en la posada de Fluelen, después de recorrer dos veces el camino cuyas extremidades llegan hasta dos lagos, y en las que se encuentran dos pueblos enlazados por un mismo nudo político, pero separados bajo todos los demás conceptos. He atravesado el lago de Lucerna que ha perdido a mis ojos una parte de su mérito: es con respecto al lago de Lugano, lo que las ruinas de Roma, comparadas con las de Atenas, y los campos de la Sicilia con los jardines de Armida,

Además, aun cuando haga todos los esfuerzos imaginables para llegar a la exaltación alpina de los escritores de montaña, pierdo el tiempo y el trabajo.

En lo físico, ese aire puro y balsámico que debe reanimar mis fuerzas, dilatar mi sangre, despejar mi fatigada cabeza, darme un apetito insaciable, y un sueño tranquilo, no produce en mi ninguno de esos efectos. No respiro mejor, mi sangre no circula con más rapidez, y mi cabeza no está menos pesada bajo el cielo de los Alpes, que en París. Tanto apetito tengo en los Campos Elíseos como en Montauvers: tan bien duermo en la calle de Santo Domingo como en el monte San Gotardo.

En lo moral, en vano he escalado los peñascos, mi espíritu no se vuelve por eso más elevado, ni mi alma más pura: llevo conmigo los cuidados y penalidades de la tierra, y las torpezas humanas. La calma de la región sublunar de una marmota no se comunica a mis despiertos sentidos. Aunque soy un miserable por entre las nieblas que ruedan por debajo de mis pies descubro siempre la figura del mundo. Mil toesas subidas por el espacio no alteran en nada para mí a la vista del cielo: Dios me parece tan grande desde la cima de una montaña, como desde el fondo de un valle. Si para llegar a ser un hombre robusto, un santo, un talento superior

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no es necesario más que remontarse hasta las nubes, ¿porqué tantos enfermos, incrédulos e imbéciles, no se toman el trabajo de trepar por el Simplón? Seguramente deben encontrarse muy bien con sus enfermedades.

El paisaje le crea el sol; la luz es la que le forma. Un arenal de Cartago, un matorral de la ribera de Sorrento, y una hilera de cañas secas de la campiña de Roma, son más magníficos, iluminados por el crepúsculo de la tarde o de la aurora, que todos los Alpes de este lado de las Galias. Desde esos agujeros llamados valles, en donde apenas se ve al medio día: desde esas altas mamparas al áncora, llamadas montañas: desde esos sucios torrentes que braman con las vacas de sus orillas, ¿qué es lo que se saca en último resultado? un poco de heno.

Si las montañas de nuestros climas pueden justificar los elogios de sus admiradores, solo es cuando se hallan envueltas en las tinieblas de la noche cuyo caos aumentan: sus ángulos, sus resaltos, sus grandes líneas y sus sombras inmensas producen grande efecto con la claridad de la luna. Los astros las graban en el cielo representando pirámides, conos, obeliscos y otras figuras: unas veces las cubren con un velo de gasa, y las matizan con un colorido indeterminado en que domina siempre un ligero azul: otras las van esculpiendo una a una, separándolas con rasgos de suma corrección. Cada valle, cada garganta, con sus lagos, sus peñasecos y sus bosques, llega a ser un templo de silencio y de soledad. En invierno las montañas nos presentan la imagen de las zonas polares: en otoño, bajo un cielo encapotado, en sus diferentes matices de tinieblas, se asemejan a litografías cenicientas y negras: la tempestad las sienta bien, como igualmente los vapores, medio nieblas y medio nube?, que ruedan a sus pies, o se suspenden en sus faldas.

¿Pero las montañas no son favorables a las meditaciones, a la independencia y a la poesía? Unas soledades bellas y profundas, mezcladas con la vista del mar, ¿no reciben nada del alma, no añaden nada a su deleite? Una naturaleza sublime, ¿no nos hace susceptibles de pasión, y esta no nos hace comprender mejor la sublimidad de la naturaleza? Un amor íntimo, ¿no se aumenta con el amor vago de todas las bellezas de los sentidos y de la inteligencia que le rodean, como los principios semejantes se atraen y se confunden? El sentimiento de lo infinito, entrando por un inmenso espectáculo en un sentimiento limitado, ¿no le aumenta, no le extiende hasta los límites en donde comienza una eternidad de vida?

Reconozco todo esto; pero entendámonos: las montañas no existen entonces tales como creemos verlas: las montañas son como las pasiones: el talento y la poesía han trazado sus delineamientos, dado colorido a los cielos, las nieves, las crestas, las cascadas, la atmósfera y las sombras tiernas y ligeras: el paisaje está en la paleta de Claudio el Lorenés, y no en el Campo Vaccino. Hacedme amar, y veréis que un manzano aislado, azotado por el viento y derribado en medio de los sembrados de la Beauce; una flor de espadaña en una laguna; un arroyuelo en un camino; un musgo, un helecho, una capilar en la falda de una roca; un ciclo nebuloso; un paro en un jardín; una golondrina que vuela muy baja en un día lluvioso por los claustros de un convento o por el corralón de una casa de campo; y hasta un murciélago que reemplace a la golondrina en derredor de un campanario campestre agitando sus alas de gasa en los últimos resplandores del crepúsculo: todas estas cosas, unidas a algunos recuerdos, participarán del misterioso encanto de mi felicidad o de la tristeza de mis pesares. En definitiva, la juventud y las personas son las que hacen deliciosos algunos sitios. Los hielos de la bahía de Baffin pueden ser risueños con una compañía agradable al corazón, y las orillas del Ohio y del Ganges enojosas cuando no hay afecto. Un poeta ha dicho:

La patria se halla en los sitios en que el alma está encadenada. Lo mismo sucede exactamente con la belleza.

Ya hemos discurrido bastante acerca de las montañas: las amo como grandes soledades y como marco de un hermoso cuadro: las amo como baluarte y asilo de la libertad: las quiero porque añaden algo de lo infinito a las pasiones del alma; he aquí cuanto verdadera y equitativamente puede decirse en favor de ellas. Si no debo fijarme al otro lado del San Gotardo, mi viaje por los Alpes será un hecho sin enlace, una vista aislada en la pintura de mis Memorias: apagaré mi lámpara, y Lugano volverá a quedar en la oscuridad.

Apenas llegué a Lucerna, corrí con presteza otra vez a la catedral, a la Hofkirche, construida en el sitio que ocupaba una capilla dedicada a San Nicolás, patrón de los marineros: esta capilla

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primitiva servía también de faro, porque durante la noche se la veía iluminada de una manera sobrenatural. Misioneros irlandeses fueron los que predicaron el Evangelio en la región casi desierta de Lucerna, y llevaron a ella la libertad de que desgraciadamente no ha gozado su patria. Cuando volvía a la catedral un hombre estaba cavando una huesa; concluíanse los oficios en derredor de un féretro, y una joven hacia que bendijesen en un altar una gorra de niño: la colocó con una expresión visible de alegría en una cesta que llevaba en el brazo, y marchó cargada con su tesoro. Al día siguiente he encontrado tapado el hoyo en el cementerio, colocada una vasija con agua bendita sobre la humedecida tierra, y sembrado hinojo para los pajarillos: estaban ya solos junto a aquel muerto de una noche. He hecho algunas correrías alrededor de Lucerna por entre pinares magníficos. Las abejas, cuyas colmenas están colocadas sobre las puertas de las casas de campo, protegidas por unos techos prolongados, habitan con los aldeanos. He visto ir a misa a la famosa Clara Wendel, detrás de sus compañeras de cautiverio con su traje de presa. Su fisonomía es bastante común: la he encontrado el aire de esas necias de Francia, que presenciaban tantos asesinatos sin ser por eso más distinguidas que una bestia feroz, a pesar de que se quiera atribuirlas la teoría del crimen y la admiración de los degüellos. Un cazador armado con una carabina conduce aquí a los presidiarios a los trabajos, y los vuelve a llevar al presidio.

Esta tarde he dirigido mi paseo por la orilla del Reuss, hasta una capilla que se encuentra en el mismo camino. Súbese a ella por un pequeño pórtico italiano. Desde este pórtico veía a un sacerdote arrodillado haciendo oración en el interior del santuario, mientras los últimos rayos del sol doraban las cimas de las montañas. Al regresar a Lucerna he oído a las mujeres rezar el rosario en las cabañas: la voz de los niños respondía a la adoración maternal. Me he detenido a escuchar aquellas palabras dirigidas a Dios desde el fondo de una choza. La hermosa y elegante joven que me sirve en el Águila de Oro, suele rezar también al correr las cortinas de los balcones de mi cuarto. Al entrar le doy algunas flores que he recogido: me dice ruborizándose y llevándose suavemente la mano al pecho: «¿Para mí?» y yo la contesto: «Para vos.» nuestra conversación no pasa más adelante.

Mr. A. Dumas.— Mad. de Colbert.— Carta de Mr. de Beranger.

Lucerna, 26 de agosto de 1832.

Mad. de Chateaubriand no ha llegado aun: voy a hacer una excursión a Constanza. He aquí a monsieur A. Dumas; ya le había visto en casa de David, mientras vaciaban su molde en el taller del gran escultor. Mad. de Colbert, con su hija Mad. de Brancas, atraviesan también por Lucerna 2. En casa de Mad. Colbert, en Beauce, escribí hace cerca de veinte años en mis Memorias la historia de mi juventud en Combourg. Parece que los lugares viajan conmigo; son tan movibles y tan fugitivos como mi vida.

El correo de la mala me ha traído una carta de Mr. de Beranger, en contestación a la que le escribí al salir de París: esta carta ha sido impreca ya en una nota, con una carta de Mr. Carrel, en el Congreso de Verona.

Zúrich.— Constanza.— Mad. Recamier.

Yendo desde Lucerna a Constanza, se pasa por Zúrich y Winterthur. Nada me ha agradado en Zúrich, excepto la memoria de Lavater y de Gessner, los árboles de una explanada que

2 Una y otra ya no existen. (Nota de París de 1836.)

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domina los lagos, el curso del Limath, un cuervo y un olmo viejos: aprecio más esto que todo lo pasado histórico de Zúrich, y aun la misma batalla. Napoleón y sus capitanes de victoria en victoria han conducido a los rusos a París.

Winterthur es un pueblecillo nuevo e industrial, o más bien una calle larga y limpia. Constanza parece que no pertenece a nadie: se halla abierta a todo el mundo. He entrado en ella el 27 de agosto, sin encontrar un dependiente del resguardo, un soldado, ni nadie queme pidiese el pasaporte.

Mad. Recamier había llegado ya hacia dos días para visitar a la reina de Holanda. Esperaba a madama de Chateaubriand que venia a reunirse conmigo en Lucerna. Me proponia examinar si seria preferible lijarnos desde luego en Suavia, sin perjuicio de pasar después a Italia.

En la ciudad de Constanza teníamos una posada muy alegre: hacíanse en ella los preparativos para una boda. Al día siguiente de mi llegada, Mad. Recamier quiso librarse de la algazara de los patrones: nos embarcamos en el lago, y atravesando la cascada de donde sale el Rin para convertirse en ríos, llegamos a un parque.

Saltamos en tierra, atravesamos un vallado de sauces, y al otro lado encontramos una calle enarenada y entapizada de césped, con bosquecillos de arbustos y algunos grupos de árboles. En el centro de los jardines se elevaba un elegante pabellón, y una magnifica villa estaba situada junto a una árboleda. Observé en la yerba algunas señales siempre melancólicas para mi a causa de las reminiscencias de mis diversos y numerosos otoños. Nos paseamos a la ventura, y después nos sentamos en un banco a la orilla del agua. Del pabellón salieron unos armoniosos sonidos de arpa y otro instrumento, que cesaron cuando encantados comenzábamos a escucharlos: aquella escena se parecía a un cuento de hadas. No prosiguiendo las armonías, leí a Mad. Recamier mi descripción del San Gotardo; me rogó escribiese algo en su libro de memorias, ya medio llenas con los pormenores de la muerte de J J. Rousseau. Por debajo de estas últimas palabras del autor de Eloísa: «Esposa, abridme la ventana, que vea otra vez el sol,» escribí estas líneas con lápiz: Lo que quería en el lago de Lucerna, lo he encontrado en el de Constanza, el encanto y la inteligencia de la hermosura. No quiero morir como Rousseau: quiero ver todavía largo tiempo el sol, si he de concluir mi vida a vuestro lado, que espiren mis días a vuestros pies como esas olas, cuyo murmullo nos es tan agradable.— 28 de agosto d« 1832.

El azul del lago brillaba por detrás de las espesas hojas: en el horizonte de! Mediodía se agrupaban las tilmas de los Alpes de los Grisones: la brisa que atravesaba por entre los sauces guardaba una semejanza perfecta con el movimiento de las olas: no veíamos a nadie: no sabíamos en donde estábamos.

La señora duquesa de Saint-Leu.

Al volver a entrar en Constanza, hemos visto a la señora duquesa de Saint-Leu y su hijo Luis Napoleón, salían al encuentro de Mad. Recamier. En tiempo del imperio no había visto yo a la reina de Holanda. Sabía que se había mostrado muy generosa cuando hice mi dimisión de resultas de la muerte del duque de Enghien, y cuando procuré salvar a mi primo Armando. Hallándome de embajador en Roma, en tiempo de la restauración, no había tenido con la señora duquesa de Saint-Leu más relaciones que las que exige la buena educación: como yo no podía presentarme en su casa, permití a los secretarios y agregados que la visitasen cuando gustasen, y convidé al cardenal Fesch a una comida diplomática de cardenales. Después de la última caída de la restauración, la casualidad me había hecho cambiar algunas cartas con la reina Hortensia y el príncipe Luis. Estas cartas son un monumento bastante singular de las grandezas desvanecidas: helas aquí :

Mad. de Saint-Leu, después de leer la última carta de Mr. de Chateaubriand.

«Arenenberg, 15 de octubre de 1831.

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«Mr. de Chateaubriand tiene demasiado talento para que no deje de comprender toda la extensión da el del emperador Napoleón. Pero su brillante imaginación necesitaba algo más que la admiración: recuerdos de la juventud y una fortuna ilustre impresionaron su corazón, dedicó enteramente a ellos su persona y su talento, y como el poeta, que comunica a todo el sentimiento de que se halla animado, revistió lo que amaba de los rasgos que debía inflamar su entusiasmo. La ingratitud no le desalentó, porque la desgracia era la que merecía sus simpatías. Sin embargo, su entendimiento, su razón y sus sentimientos verdaderamente franceses, le han hecho, a pesar suyo, el antagonista de su partido. De los antiguos tiempos solo aprecia el honor que hace fieles a los hombres, la religión que los hace sabios, la gloria de su patria que constituye la fuerza, la libertad de las conciencias y de las opiniones que da un noble impulso a las facultades intelectuales, y la aristocracia del mérito que abre una carrera a todos. Es, pues, liberal, napoleonista y aun republicano, más bien que realista. Así es, que la nueva Francia, y sus nuevos o ilustres hijos sabrán apreciarle, mientras que jamás será comprendido de aquellos a quienes ha colocado en su corazón al lado de la divinidad; y si no tiene ya que cantar más que la desgracia, aun cuando sea la más interesante, los grandes infortunios han llegado a ser tan comunes en nuestro siglo, que su brillante imaginación, sin objeto y sin móvil real, se extinguirá por falta de alimento bastante elevado para inspira a su aventajado talento.

«Hortensia.»

Después de haber leído una nota con la firma de Hortensia.

«Mr. de Chateaubriand se halla en extremo complacido, y reconocido por los sentimientos de benevolencia expresados con tanta gracia en la primera parte de la nota: en la segunda, se encubre una seducción de mujer y de reina, que podría arrebatar a un amor propio, menos desengañado que el de Mr. de Chateaubriand.

«En el día, seguramente puede escogerse una ocasión de infidelidad, entre tan inmensos y numerosos infortunios; pero en la edad a que ha llegado Mr. de Chateaubriand, reveses que solo cuentan pocos años, despreciarían sus homenajes: forzoso le es permanecer apegado a su antigua desgracia, aun cuando se hallase inclinado a adversidades más recientes.

«París 6 de noviembre de 1831.

Chateaubriand

Areuenberg, 4 de mayo de 1832.

«Señor vizconde:

«Acabo de leer vuestro último folleto. ¡Cuán felices son los Borbones en tener para su apoyo un talento como el vuestro! Sacáis de la postración una causa con las mismas armas que han servido para abatirla: sabéis encontrar palabras que producen vibraciones muy fuertes en todos los corazones franceses. Cuanto es nacional encuentra acogida en vos: Así es, que cuando habláis del gran hombre que ilustró a la rancia, durante veinte años, la elevación del asunto os inspira, vuestro genio le abraza por entero, y vuestra alma, explayándose entonces naturalmente, circuye la gloria más elevada de los mayores pensamientos.

«Yo También, señor vizconde, me entusiasmo con todo lo que pertenece al honor de mi país; por eso, dejándome llevar de mi impulso, me atrevo a manifestaros las simpatías que experimento por el que muestra tanto patriotismo y amor a la libertad. Pero, permitidme que os lo diga, sois el único defensor temible de la antigua dinastía: la haríais nacional si pudiese creerse que pensaba como vos: así, pues, para hacer que prevalezca, no debéis declararos de su partido, sino

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probar que es del vuestro.

«Con todo, señor vizconde, si diferimos en opiniones, estamos al menos de acuerdo en los votos que formamos por la felicidad de la Francia.

«Recibid, os ruego, etc., etc.

«Luis Napoleón Bonaparte.»

París, 19 de mayo de 1822.

«Señor conde.

«Siempre se encuentra uno embarazado para .con testar a elogios; pero esto sube de punto, cuando el que los hace con tanto talento como delicadeza, se encuentra colocado en una posición social a que se encuentran unidos recuerdos que no tienen par. Por lo menos, caballero, nos encontramos con una común simpatía: vos queréis, con vuestra juventud, como yo con mis cansados años, el honor de la Francia. No nos faltaba ya más a uno y a otro, para morirnos de confusión o de risa, que vos al justo medio, bloqueado en Ancona por los soldados del papa. ¡Ah! caballero, ¿en dónde está vuestro tío? A otros que vos, les diría; ¿A dónde está el tutor de los reyes y el dueño de la Europa? Al defender la causa de la legitimidad no me formo ninguna ilusión; pero pienso que todo hombre que aspira a la estimación pública, debe ser fiel a sus juramentos: lord Falkland, amigo de la libertad y enemigo de la corte se dejó matar en Newburg en el ejército de Carlos I. Vivís, señor conde, para ver a vuestra patria libre y feliz: atravesareis ruinas en las cuales yo quedaré, porque formo parte de ellas.

«Me había lisonjeado un momento con la esperanza de poner este verano el homenaje de mi respeto a los pies de la señora duquesa de Saint-Leu; empero la fortuna acostumbrada a desconcertar mis proyectos, me ha engañado ahora También. Muy grató me hubiera sido el daros las gracias de viva voz, por vuestra atenta y apreciable carta: hubiéramos hablado de una gran gloria y del porvenir de la Francia, dos cosas, señor conde, que os tocan muy de cerca.

«Chateaubriand.»

Los Borbones ¿me han escrito alguna vez cartas semejantes a estas? ¿Han pensado jamás que yo era superior a algún coplista, o a un político de folletín?

Cuando era muchachillo, y andaba con los pastores por los matorrales de Combourg, ¿hubiera podido creer que llegaría un día en que marcharía entre los dos poderes más elevados de la tierra, poderes ya abatidos, dando el brazo por un lado a la familia de San Luis, y por otro a la de Napoleón? grandezas enemigas que se apoyan igualmente en la hora del infortunio, en el hombre débil, pero fiel, en el hombre desgraciado por la legitimidad.

Madama Recamier fue a establecerse en Wolberg, casa de campo habitada por Mr. Parquin en las inmediaciones de Areuenberg, residencia de la duquesa de Saint-Leu: yo permanecí dos días en Constanza. En este corto tiempo vi cuanto podía verse: la alhóndiga, que bautizan con el nombre de Sala del Concilio, la supuesta estatua de Huss, la plaza en donde se dice fueron quemados Jerónimo de Praga y Juan de Huss: en fin, todas las abominaciones ordinarias de la historia y de la sociedad.

El Rin, al salir el lago, se presenta majestuosamente; sin embargo, no ha podido defender a Constanza, que si no me engaño fue sitiada por Atila, sitiada por los húngaros, los suecos, y tomada dos veces por los franceses.

Constanza es el San German de la Alemania; las gentes de la antigua sociedad se han retirado a ella. Cuando llamaba a una puerta buscando habitación para Mad. de Chateaubriand, me encontraba con alguna canonesa: algún príncipe de raza antigua, elector a medio sueldo, lo cual se avenía muy bien con los campanarios abandonados y los conventos desiertos de la ciudad. El ejército de Conde combatió gloriosamente al pie de los muros de Constanza, y me

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parece que estableció su hospital en la población. Tuve la desgracia de encontrar un veterano emigrado: aseguraba que me había conocido en otro tiempo, tenía más días que cabellos: sus palabras no concluían, no se podía detener y dejaba que marchasen sus años.

Areuenberg.— Regreso a Ginebra.

El 29 de agosto fui a comer a Areuenberg. Esta población se halla situada en una especie de promontorio, en una cadena de colinas escarpadas. La reina de Holanda, que fue elevada al trono por la espada, y derribada de él por la misma, ha construido el palacio, o si se quiere pabellón de Areuenberg. Desde él se goza de una vista muy extensa, pero triste. Domina el lago inferior de Constanza, que no es más que una expansión del Rin por praderas inundadas. A la otra parte del lago se descubren bosques sombríos, restos de la Selva Negra: algunos pájaros blancos revolotean bajo un cielo de color ceniciento, o impelidos por un viento helado. Allí, después de haber estado sentada en un trono, y sido atrozmente calumniada, ha ido la reina Hortensia a encaramarse sobre una roca: más abajo está situada la isla del lago, en donde, según dicen, han encontrado el sepulcro de Carlos el Gordo, y en donde se mueren los canarios que buscan en vano el sol de las islas que llevan su nombre. La señora duquesa de Saint, Leu estaba mejor en Roma: sin embargo, no ha descendido con respecto a su nacimiento y a su vida primitiva; por el contrario, ha subido: su descenso es únicamente relativo a un accidente de su fortuna: esas caidas no son como la de la delfína, que ha caído desde la altura de los siglos.

Los compañeros de la señora duquesa de Saint-Leu eran su hijo, Mad. Salvage, y Mad. ***. Los extraños éramos Mad. Recamier, Mr. Vieillard y yo. La señora duquesa de Saint-Leu desempeñaba muy bien su difícil posición de reina y de señorita Beauharnais.

Después de comer, Mad. de Saint-Leu se puso al piano con Mr. Cottrau, pintor joven, con bigotes, sombrero.de paja, blusa, y en fin, un traje extravagante. Era despejado y hablador: cazaba, pintaba y cantaba.

El príncipe Luis habita un pabellón aparte, en el cual he visto armas, cartas topográficas y estratégicas, cosas que hacían pensar como por casualidad en la sangre del conquistador sin nombrarle: el príncipe Luis es un joven estudioso, instruido, pundonoroso y naturalmente grave.

La señora duquesa de Saint-Leu me ha leído algunos fragmentos de sus memorias: me ha enseñado un gabinete lleno de objetos pertenecientes a Napoleón. He procurado averiguar, aunque inútilmente, porqué aquellos vestidos me dejaban frio: porqué aquel sombrero, aquel cinturón, aquel uniforme que llevaba puesto en tal o cual batalla, no me hacían salir de mi habitual indiferencia: ¡mucho más me turbaba al referir la muerte de Napoleón en Santa Elena! La razón es porque Napoleón ha sido nuestro contemporáneo: todos le hemos visto y conocido: vive en nuestra memoria; pero el héroe está todavía muy cerca de su gloria. Dentro de mil años será otra cosa: solo los siglos han podido dar el perfume del ámbar al sudor de Alejandro: esperemos: de un conquistador no debe enseñarse más que la espada.

Regresé a Wolberg con Mad. Recamier, y partí, por la noche: el tiempo estaba lluvioso y oscuro, el viento silbaba entre los árboles, y las lechuzas dejaban oír su grito lastimero: verdadera escena de Germania.

Mad. de Chateaubriand llegó bien pronto a Lucerna: la humedad de la ciudad la asustó, y siendo Lugano demasiado caro, nos decidimos a marchar a Ginebra. Emprendimos el camino por Sampach: el lago hace recordar una batalla que aseguró la emancipación de los suizos, en una época en que las naciones de este lado de los Alpes habían perdido su libertad. Más allá de Sampach pasamos por delante de la abadía de San Urbano, ruinosa como todos los monumentos del cristianismo. Está situada en un terreno muy triste a orillas de un monte bajo que conduce a los bosques: si hubiese estado libre y solo, habría pedido a los monjes algún rincón de su recinto, para concluir en él mis Memorias al lado de un mochuelo: después hubiera ido a concluir mis días al hermoso sol de Nápoles o de Palermo: pero los países hermosos y de primavera se han

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convertido en desastres, injurias y pesares.

Al llegar a Berna, nos dijeron que había gran revolución en la ciudad: procuraba mirar cuanto mi vista me permitía, pero las calles estaban desiertas, reinaba el más profundo silencio, la revolución se llevaba a cabo sin hablar, con el pacifico humo de alguna pipa en el fondo de un café o de otra casa pública.

Mad. de Recamier no tardó en reunirse con nosotros en Ginebra.

Coppet.— Sepulcro de Mad. de Staël.— Paseo.

He comenzado a trabajar con seriedad: escribo por la mañana y me paseo por la tarde. Ayer estuve en Coppet: el palacio estaba cerrado, pero me abrieron las puertas, y anduve por las desiertas habitaciones. Mi compañera de peregrinación ha reconocido todos los sitios en donde creía ver todavía a su amiga, sentada al piano, entrando y saliendo, o conversando en la azotea: Mad. Recamier ha vuelto a ver el cuarto que había ocupado: los días trascurridos han pasado por encima de ella, si me es lícito expresarme así: aquello era como una repetición de la escena que había pintado en el René: «Recorrí las sonoras habitaciones en donde no se oía ya más ruido que el de mis pasos... Los salones estaban sin colgaduras, y las arañas tejían sus telas por encima de los abandonados lechos. {Cuan dulces, pero qué rápidos son los momentos que los hermanos y hermanas pasan en sus juveniles años reunidos bajo la protectora égida de sus ancianos padres! ¡La familia del hombre solo es de un día: el soplo de Dios la dispersa como el humo. Apenas el hijo conoce al padre, el padre al hijo, el hermano a la hermana, la hermana al hermano! La encina ve germinar sus bellotas en derredor suyo: no sucede Así con los hijos de los hombres.»

Recordaba también lo que he dicho en estas Memorias acerca de mi última visita a Combourg, cuando me disponía a emprender mi viaje a América. Dos mundos diversos, aunque enlazados, por una secreta simpatía, nos ocupaban a Mad. Recamier y a mí. ¡Ay! cada uno de nosotros lleva en si mismo esos mundos aislados: porque ¿en dónde están las personas que han estado largo tiempo unas al lado de otras para no tener recuerdos separados? Desde el palacio pasamos al parque, comenzaban los primeros días de otoño, y el viento derribaba algunas hojas: oíamos el ruido de un arroyuelo cuyas aguas daban movimiento a un molino. Mad. Recamier, después de pasear por las calles de árboles que acostumbraba a recorrer con Mad. de Staël quiso saludar sus cenizas. A alguna distancia del parque hay una especie de bosquecillo, en el que se ven algunos árboles más gruesos y frondosos que los demás, y el cual está cercado con una tapia húmeda y estropeada. Este bosquecillo se parece a los grupos de árboles que suele haber en las llanuras, y que los cazadores llaman sotillos: allí es adonde la muerte ha impelido su presa y encerrado sus victimas.

En aquel bosque se habrá labrado de antemano un sepulcro para colocar en él a Mr. y Mad. Necker, y a Mad. de Staël: cuando esta llegó al punto de reunión, tapiaron la puerta de la bóveda. El hijo de Augusto de Staël ha quedado fuera, y el mismo Augusto que murió antes que su hijo ha sido sepultado bajo una losa a los pies de sus padres. Sobre aquella piedra se hallan grabadas estas palabras sacadas de la Sagrada Escritura: ¿Por que buscáis entre los muertos al que está vivo en el cielo? Yo no he entrado en el bosquecillo, solo Mad. Recamier ha obtenido el permiso. Sentado en un banco arrimado a la pared, volvía la espalda a la Francia, y dirigía mis miradas unas veces al Monte Blanco, y otras al lago de Ginebra: unas nubes de color de oro cubrían el horizonte por detrás de la sombría línea del Jura: hubiérase creído que era una gloria que se elevaba sobre un largo féretro. Al otro lado del lago divisaba la casa de lord Byron, cuyo tejado iluminaba todavía un rayo del sol que llegaba ya a su ocaso. Rousseau no se encontraba allí para admirar aquel espectáculo, y Voltaire que también había desaparecido, jamás se había ocupado de él. Al pie del sepulcro de Mad. de Staël, se presentaban a mi memoria tantos personajes ausentes en una misma ribera: parecía que iban a buscar una sombra igual a la suya, para volar al cielo con ella, y acompañarla por la noche. En aquel momento salió del fúnebre bosquecillo

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Mad. Recamier, pálida y llorosa, cual si fuese también una sombra. Si alguna vez he sentido a un tiempo mismo la vanidad y la verdad de In gloria y de la vida, ha sido a la entrada bosque silencioso, os curo, desconocido, en donde yace la que tuvo tanto esplendor como renombre, al ver lo que es el verdadero cariño. Al día siguiente de mi visita a los muertos de Coppet, cansado de las orillas del lago, fui a buscar con Mad. Recamier paseos menos frecuentados. Siguiendo la corriente del Ródano, hemos descubierto una garganta muy estrecha, por donde el río lleva sus agitadas aguas por debajo de muchos molinos entre escarpadas orillas cortadas con praderas. Una de estas se extiende hasta el pie de una colina sobre la cual hay una casa rodeada de árboles.

Hemos subido y bajado muchas veces en conversación la estrecha faja de césped que separa al bullicioso río del silencioso collado: ¡cuantas personas hay que se fastidian de lo que han sido, y quisieran retroceder siguiendo la huella de sus días! Hemos hablado de esos tiempos penosos, y siempre sentidos en que las pasiones forman la felicidad y el martirio de la juventud. Ahora escribo esta página a media noche, mientras todo reposa en derredor mío, y a través de mi ventana veo brillar algunas estrellas sobre los Alpes.

Mad. Recamier va a dejarnos, volverá por la primavera, y yo voy a pasar el invierno evocando mis horas desvanecidas, y haciéndolas comparecer una a una en el tribunal de mi razón. No sé si seré escrupulosamente imparcial, y si el juez tendrá demasiada indulgencia con el culpable. Pasaré el verano próximo en la patria de Juan Jacobo; plegue a Dios que no contraiga la enfermedad del filósofo! ¡Y después cuando vuelva el otoño, iremos a Italia: Italiam! esta es mi pesadilla eterna.

Ginebra, octubre de 1832.

Carta al príncipe Luis Napoleón.

El príncipe Luis Napoleón me regaló su folleto titulado Pensamientos políticos, y yo le escribí la carta siguiente:

«Principe:

«He leído con detención el folleto que habéis tenido la bondad de remitirme. Como deseáis, he puesto por escrito algunas reflexiones naturalmente dimanadas de las vuestras, y que ya había sometido a vuestro juicio. Sabéis, príncipe, que mi joven rey se halla en Escocia, y que mientras viva no puede haber para mi otro monarca en Francia; pero si Dios, en sus impenetrables decretos ha desechado a la raza de San Luis, y si las costumbres de nuestra patria no hiciesen posible el gobierno republicano, no hay nombre que mas se enlace con la gloria de la Francia que el vuestro.

«Soy, etc., etc.

«Chateaubriand.»

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Cartas al ministro de la Justicia, al presidente del consejo, y a la señora duquesa de Berry.— Escribo mi Memoria sobre el cautiverio de la princesa.—

Circular a los redactores principales de los periódicos.

París, calle del Infierno, enero de 1833.

Había soñado mucho en el porvenir que me había forjado, y que creía ya tocar. Al caer la tarde iba a pasearme por los recodos del Árve por la parte de Saleve. Una noche vi entrar a Mr. Berryer; venia de Lausana, y me contó la prisión de la duquesa de Berry, pero no sabia los pormenores. Mis proyectos de reposo quedaron otra vez trastornados. Cuando la madre de Enrique V había creído conseguir un buen resultado me despidió: su desgracia hacía pedazos su última carta, y me llamaba en su defensa. Salí inmediatamente de Ginebra después de escribir a los ministros. Cuando llegué a mi casa, calle del Infierno, dirigí a los redactores principales de los periódicos la circular siguiente:

«Muy señor mío:

«El 17 de este mes he llegado a París; el 18 escribí al señor ministro de la Justicia, para informarme sí había recibido la carta que había tenido el honor de remitirle el 12 desde Ginebra, para la señora duquesa de Berry, y si había tenido la bondad de entregársela.

«Solicitaba al mismo tiempo del señor guarda-sellos la competente autorización para trasladarme a Blaye al lado de la princesa.

«El señor guarda-sellos se sirvió contestarme el 19, que había trasmitido mis cartas al presidente del consejo, y que a él era a quien debía dirigirme. En su consecuencia escribí el 20 al señor ministro de la Guerra. Hoy 22, he recibido su contestación con fecha del 21: me dice en ella que siente mucho participarme que el gobierno no cree oportuno acceder a mi petición. Este acuerdo pone término a mis gestiones con las autoridades.

«Jamás he tenido pretensiones, caballero, de creerme capaz de defender por mí solo la causa de la desgracia y de la Francia. Mi objeto, si se me hubiese permitido llegar hasta los pies de la augusta prisionera era proponerla la formación de un consejo de hombres más ilustrados que yo para que la dirigiesen en las críticas circunstancias en que se encuentra. Además de las personas distinguidas que ya se han presentado, me hubiera tomado la libertad de indicarla al señor marqués de Pastorel, a Mr. Laiué, Villele, etc. etc.

«Ahora, caballero, inhabilitado oficialmente, vuelvo a entrar en mi derecho privado. Mis Memorias sobre la vida y la muerte del señor duque de Berry, envueltas en los cabellos de la viuda, presa en la actualidad, descansan cerca del corazón que Louvel hizo semejante al de Enrique IV. No he olvidado ese insigne honor, de que el momento presente me pide cuenta, y me hace sentir toda la responsabilidad.

«Soy, caballero, etc.

«Chateaubriand.»

Mientras escribía esta circular a los periódicos, encontré medio para hacer que llegase a manos de la señora duquesa de Berry la siguiente carta:

«París, 23 de noviembre de 18.32.

«Señora:

«Con fecha de 12 de este mes, he tenido el honor de dirigiros otra carta desde

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Ginebra. Esta, en que os suplicaba me dispensaseis el honor de elegirme por uno de vuestros defensores, ha sido impresa en ¡os ¡periódicos.

«La causa de vuestra alteza real puede tratarse individualmente por todos los que, aun, sin estar autorizados para ello, tengan verdades útiles que dar a conocer; pero si deseáis que se haga en vuestro propio nombre, no es un solo individuo, sino una junta de hombres políticos y de legistas la que debe encargarse de tan arduo o importante asunto. En este caso, me atrevería a pediros, señora, os dignaseis asociarme, (además de las personas que vuestra alteza haya escogido) con el señor conde de Pastoret, Mres. Hyde de Neuville, Villele, Lainé, Royer-Collard, Pardessus, Mandaroux-Vertacuy, y Vanfreland.

«Había también pensado, señora, que podía llamarse a esta junta a algunos nombres de gran talento y de opinión contraria a la nuestra; pero esto, tal vez seria colocarlos en una posición falsa, obligarlos a hacer un sacrificio de honor y de principios, con lo que no se conforman los entendimientos elevados y las conciencias rectas.

«Chateaubriand.»

Como soldado viejo y disciplinado, corría, pues, a formar en las filas, y a marchar a las órdenes de mis capitanes. No esperaba por cierto el tener que acudir, desde el sepulcro del marido, a combatir cerca de la prisión de la viuda.

Aun suponiendo que hubiese de quedar solo, y que hubiera comprendido mal lo que convenía a la Francia, no por eso dejaba de encontrarme en el camino del honor. No es estéril para los hombros el que 'uno se sacrifique a su conciencia: bueno es que alguno consienta en perderse, por permanecer firme en principios de que tiene una intima convicción, y que pertenecen a lo más noble que hay en nuestra naturaleza: esos engañados son los contradictores necesarios del hecho brutal, las victimas encargadas de pronunciar el veto del oprimido contra el triunfo de la fuerza. Se alaba a los polacos; su decisión ¿es acaso más que un sacrificio? no ha salvado nada porque no podía salvarlo: aun en las ideas de mis adversarios, ¿la adhesión será improductiva para la raza humana?

Dicen que prefiero una familia a mi patria: no, yo prefiero al perjurio la fidelidad de mis juramentos, el mundo moral a la sociedad material: he aquí todo: .per lo que hace a la familia, no me consagro a ella sino en la persuasión de que era esencialmente útil a la Francia; confundo su prosperidad con la de la patria; y cuando deploro las desgracias de la una, siento también los desastres de la otra; vencido, me he impuesto deberes, como los vencedores se han creado intereses. Procuro retirarme del mundo con mi propia estimación: en la soledad, es necesario tener sumo cuidado en la elección de compañera.

«París, calle del Infierno.

Extracto de la Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry.

«En Francia, país de vanidad, en cuanto se presenta una ocasión de figurar, la aprovecha una multitud de gentes: unos obran por bondad de corazón, otros por la conciencia que tienen de su mérito. Tuve, pues, muchos opositores: solicitaron como yo de la señora duquesa de Berry, el honor de defenderla. Mi presunción en ofrecerme a la princesa, estaba al menos un poco justificada con antiguos servicios: si yo no arrojaba en la balanza la espada de Breno, ponía en ella mi nombre, que aunque insignificante había hecho conseguir algunas victorias a la monarquía. He dado principio a mi Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry, con una consideración de que estoy vivamente penetrado; la he reproducido varias veces, y es probable que la reproduzca todavía.

«No cesan, digo, de asombrarse de los acontecimientos: siempre se figuran que ha llegado el último, y siempre vuelve a comenzar la revolución. Los que hace cuarenta años marchan para llegar al término, sollozan: creían sentarse algunas horas al borde de su sepulcro: ¡vana esperanza! el tiempo golpea a esos jadeantes

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viajeros y los obliga avanzar. ¿Cuántas veces desde que emprendieron su camino ha caído a sus pies la antigua monarquía? apenas han escapado de esos hundimientos sucesivos, se han visto en la precisión de pasar por encima de los escombros y del polvo. ¡Qué siglo verá el fin del movimiento!

«La Providencia ha querido que las generaciones de paso, destinadas a días de que no hay memoria, fuesen pequeñas, para aminorar el daño. Así vemos que todo aborta, que todo se desmiente, que nadie es semejante a si mismo ni abraza su destino, y que ningún acontecimiento produce lo que contenía, o lo que debía producir. Los hombres superiores de la edad que expira, se extinguen: ¡tendrán sucesores? Las ruinas de Palmira vienen a parar en arena.»

Pasando de esta observación general a los hechos particulares, expongo en mi argumentación, que podía procederse contra la señora duquesa de Berry con medidas arbitrarias, considerándola como prisionera de policía, de guerra, de estado, o pidiendo a las cámaras autorización: que se la podía someter a las leyes, aplicándola la ley excepcional Briqueville, o la ley común del código, y que podía mirarse su persona como inviolable y sagrada.

Los ministros sostenían la primera opinión, los hombres de julio la segunda, y los realistas la tercera.

Recorro estas diversas suposiciones, y pruebo que si la señora duquesa de Berry había desembarcado en Francia, era únicamente porque creía que las opiniones exigían otro presente y reclamaban otro porvenir.

Infiel a su origen popular, la revolución producida por las jornadas de julio ha repudiado la gloria, y acogido con avidez la ignominia. Excepto en algunos corazones dignos de darla asilo, la libertad ha llegado a ser objeto de la burla, de los que tomándola por enseña después de escarnecerla y ahogarla con las leyes excepcionales, han trasformado la revolución de 1830 en una farsa asquerosa y repugnante. .

Para librarnos de mayores males llegó la duquesa de Berry. La fortuna la ha abandonado: un judío la ha vendido: un ministro la ha comprado. Si no se quiere obrar contra ella por medidas de policía, no resta ya más que entregarla al tribunal de los Assises. Lo supongo así, y he puesto en escena al defensor d& la princesa: después de hacer hablar al defensor, me dirijo al acusador.

«Abogados, levantaos:

«Estableced doctamente que Carolina Fernanda de Sicilia, viuda de Berry, sobrina de la difunta Marra Antonieta de Austria, viuda Capeto, es culpable de reclamación a un hombre reputado como tío y tutor de un huérfano llamado Enrique, cuyo tío y tutor, si hubiésemos de creer la calumniosa aserción de la acusada, seria detentador de la corona de su pupilo, el cual pretende descaradamente haber sido rey desde el día de la abdicación de Carlos X y del ex-delfín, hasta el de la elección del rey de los franceses.

«En apoyo de vuestro alegato, que los jueces hagan comparecer en el tribunal a Luis Felipe como testigo de cargo o de descargo, a no ser que se excuse como pariente. En seguida, que los jueces careen con la acusada al descendiente del gran traidor: que el Iscariote en quien ha entrado Satanás: intravit Satanas in Judam, diga cuanto dinero ha recibido por la venta, etc., etc.

«Luego, practicado el reconocimiento del sitio, se probará que la acusada ha estado por espacio de seis horas expuesta a la acción del fuego o del calor, en una habitación tan estrecha, que cuatro personas apenas podían respirar, por lo que a la torturada, se la hacia la guerra a lo San Lorenzo. Apretada Carolina Fernanda por sus cómplices contra la plancha candente, el fuego prendería dos veces en sus vestidos, y cada golpe que los gendarmes diesen por la parte exterior del encendido hogar, la conmoción se extendería al corazón de la delincuente, y la haría arrojar la sangre a borbotones.

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«Después, a presencia de la imagen de Jesucristo, se pondrá sobre la mesa la ropa quemada, como pieza de convicción, porque es preciso que haya siempre una vestidura en estos contratos de Judas.»

La señora duquesa de Berry ha sido puesta en libertad por un acto arbitrario del poder, cuando ya creía haberla cubierto de oprobio. La pintura del alegato que yo había trazado hizo conocer a Luis Felipe lo odioso y arriesgado de un juicio público, y le decidió a perdonar a la que pensaba haber conducido al suplicio: los paganos, en el reinado de Severo, arrojaron a las bestias feroces a una joven cristiana que acababa de ser puesta en libertad. Mi folleto, de que no quedan en el día más que algunas frases, ha producido un resultado histórico importante.

Todavía me enternezco al copiar el apostrofe con que termino mi escrito: convengo en que es demasiado sentimental, y que en él empleo con mucha profusión las lágrimas.

«Ilustre cautiva de Blaye, ¡señora! que vuestra heroica presencia en una tierra en que no es desconocido el heroísmo, decida a la Francia a repetiros lo que mi independencia política me ha adquirido el derecho de deciros: ¡Señora, vuestro hijo es mi rey! ¡Si la Providencia me castiga todavía algunas horas, veré vuestros triunfos después de haber tenido el honor de abrazar vuestras adversidades! ¡Recibiré esta recompensa de mi fe! En cuanto volvieseis feliz, iría con júbilo a acabar en el retiro unos días comenzados en el destierro, ¡Ay! ¡me desconsuela el no poder hacer nada por vuestro destino presente! Mis palabras se pierden inútilmente en derredor de las paredes de vuestra prisión: el ruido de los vientos, de las olas y de los hombres, no dejará llegar a vuestros oídos desde el pie de la solitaria fortaleza estos últimos acentos de una voz fiel.»

Mi proceso.

París, marzo de 1833.

Habiendo repetido algunos periódicos la frase de: Señora, vuestro hijo es mi rey, fueron denunciados y yo me encontré envuelto en los procedimientos. Esta vez no pude declinar la competencia de los jueces: debía procurar salvar con mi presencia a los hombres atacados por mí: era un punto de honor para mí el responder de mis obras.

Además, la víspera del día en que fui citado para comparecer en el tribunal, el Monitor había publicado la declaración de la señora duquesa de Berry: si me hubiese ausentando se habría creído que el partido realista retrocedía, que abandonaba al infortunio y se avergonzaba de defender a la princesa cuyo heroísmo había celebrado.

No faltaban consejeros tímidos que decían: «No acudáis al llamamiento, os vais a ver muy embarazado con vuestra frase, Señora vuestro hijo es mi rey.» La repetiré en voz alta, les contesté. Acudí al salón en donde en otro tiempo estuvo instalado el tribunal revolucionario en donde había comparecido María Antonieta, y en el que había sido condenado mi hermano: la revolución de julio ha hecho quitar el crucifijo, cuya presencia, al mismo tiempo que consuela a la inocencia, hace temblar al juez.

Mi comparecencia ante los jueces produjo muy buen efecto; contrabalanceó por un momento el de la declaración del Monitor, y sostuvo a la madre de Enrique V en el lugar en que su animosa resolución la había colocado: todos dudaron cuando vieron que el partido realista arrostraba los peligros y los acontecimientos, y no se confesaba vencido.

No quería valerme de abogado; pero Mr. Ledru, que me había cobrado afecto desde la época de mi arresto, se obstinó en hablar; se turbó y lo sentí mucho. Mr. Berryer que abogaba por la

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Cotidiana, tomó indirectamente mi defensa. Al fin de los debates he llamado al jurado Indignidad de par universal, lo que contribuyó en gran manera a nuestra absolución.

Nada notable ha señalado este proceso en el terrible salón en que había resonado la voz de Fouquier Tinville y de Danton; ni tampoco cosa divertida como no fuese el discurso de Mr. Persil. Para demostrar mi culpabilidad citaba esta frase de mi folleto, es difícil aplastar lo que se deshace debajo de los pies, y exclamaba: «Ya conoceréis, señores, cuán profundo desprecio se encierra en este párrafo, es difícil aplastar lo que se deshace debajo de los pies.» Y al mismo tiempo hacia el ademan de aplastar con su pies alguna cosa. Volvía a comenzar con aire de triunfo, y principiaban otra vez las risotadas del auditorio. Aquel buen sujeto no advertía la satisfacción que producía en el ánimo de los oyentes la repetición de la malhadada frase, ni el ridículo papel que representaba agitándose como si estuviese bailando, al mismo tiempo que tenía el semblante pálido de inspiración, y los ojos vagarosos a fuerza de elocuencia.

Cuando los jurados volvieron a entrar y pronunciaron la fórmula absolutoria de no culpable, todos prorrumpieron en estrepitosos aplausos: varios jóvenes, que para poder entrar se habían puesto la toga de abogados, me rodearon: entre ellos se hallaba monsieur Carrel.

La multitud se aumentó u mi salida: en el patio hubo un altercado entre los alguaciles y mi escolta. Por último, llegué a duras penas a mi casa en medio del gentío que seguía mi coche, gritando viva Chateaubriand.

En otro tiempo, semejante absolución hubiera sido muy significativa. Declarar que no era un crimen decir a la duquesa de Berry: Señora, vuestro hijo es mi rey: era condenar la revolución de julio; pero entonces aquella sentencia nada significaba, porque ni hay opinión ni cosa alguna duradera. Todo cambia en veinte y cuatro horas : mañana tal vez seré condenado por el mismo hecho de que hoy he sido absuelto.

Fui a dar las gracias a los jurados, y especialmente a Mr. Chevet, uno de los miembros de la dignidad de par universal.

Habíale sido menos costoso al honrado ciudadano encontrar en su conciencia un fallo en mi favor, que a mí el hallar en mi bolsillo el dinero necesario para añadir al gusto de pagar, el de tener una buena comida en casa de mi juez: Mr. Chevet ha omitido su dictamen sobre la legitimidad, la usurpación y el autor del Genio del Cristianismo, con más equidad que muchos publicistas y censores.

Popularidad.

París, abril de 1833.

La Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry me granjeó una popularidad inmensa en el partido realista. De todas partes me llegaban cartas y felicitaciones. Del Norte y del Mediodía de la Francia recibí exposiciones con muchos millares de firmas. Todas atribuyen a mi folleto la libertad de la duquesa de Berry. Quinientos jóvenes de París vinieron a cumplimentarme con grandes temores de la policía: he recibido una copa de plata sobredorada, con esta inscripción: A Chateaubriand los fieles habitantes de Villeneuve (Lot y Garona). Una ciudad del Mediodía me envió vino excelente para llenar aquella copa, pero yo no le bebo. Eu fin, la Francia legitimista ha lomado por divisa estas palabras: Señora, vuestro hijo es mi rey, y muchos periódicos las han adoptado por epígrafe: algunos las han grabado en collares y sortijas. Yo he sido el primero en decir cara a cara a la usurpación lo que ninguno se atrevía a proferir, y ¡cosa extraña!... Creo menos la vuelta de Enrique V que el más miserable partidario del justo medio, o el más violento republicano.

Por lo demás, no entiendo la palabra usurpación en el sentido estricto que la da el partido realista: mucho pudiera decirse sobre esta palabra como sobre la de legitimidad; pero verdaderamente hay usurpación, y de la peor especie, en el tutor que despoja al pupilo y proscribe al huérfano. Todas esas pomposas frases, como la de es necesario salvar la patria, son

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protestos que suministran a la ambición una política inmoral. ¿Debería mirarse seguramente vuestra cobarde usurpación como un esfuerzo de vuestra virtud..? ¿Seréis acaso Bruto, sacrificando su hijo al engrandecimiento de Roma?

Yo he podido comparar en mi vida la fama literaria a la popularidad: la primera me ha agradado algunas horas, pero ese anhelo de fama ha pasado pronto. En cuanto a la popularidad me ha encontrado indiferente, porque en la revolución he visto muchos hombres rodeados de las masas, que después de elevarlos sobre el pavés, los precipitaban en un sumidero. Demócrata por naturaleza, aristócrata por costumbre, abandonara con gusto al pueblo mi vida y mi fortuna, con tal que tuviese poco contacto con la multitud. Sin embargo, he sido muy sensible a las demostraciones de los jóvenes de julio que me llevaron en triunfo a la cámara de los pares: la razón es, porque no me llevaban como jefe, y porque yo pensaba como ellos: no hacían más que ser justos con un enemigo; reconocían en mí un hombre de honor con ideas de libertad, y su generosidad me conmovía. Pero esa otra popularidad que acabo de adquirir en mi propio partido, no me ha causado emoción alguna: entre los realistas y yo hay cierta frialdad: deseamos un mismo rey, pero fuera de esto, la mayor parte de nuestros votos son diametralmente opuestos.

Enfermería de María Teresa.— Carta de la señora duquesa de Berry desde la ciudadela de Blaye.

París, calle del Infierno 9 de mayo de 1833.

He conducido la serie de los hechos hasta este último día: ¿podré en fin volver a emprender mi trabajo? Consiste este en las diversas partes de las Memorias que aun no están concluidas. Algo dificultoso será el que no incurra en algún ex abrupto, porque tengo la cabeza preocupada con las cosas del momento: no me encuentro con la disposición conveniente para recoger mi pasado de la profunda calma en que duerme, aunque su agitación fue grande en el estado de vida. He tomado la pluma para escribir; ¿sobre qué, y acerca de qué? lo ignoro.

Al pasar la vista por el diario en que hace seis meses anoto cuanto hago y me ocurre, observo que la mayor parte de las páginas tienen la fecha en la calle del Infierno.

La habitación que ocupo cerca de la barrera podía valer unos 60,000 francos, pero en la época en que le compré estaban los solares muy caros, y aun no ha podido concluir de pagar: tratábase, pues, de salvar la enfermería de María Teresa fundada por los desvelos de Mad. de Chateaubriand, contigua al pabellón: una compañía de especuladores se proponía establecer en él un café y montañas rusas: bullicio que no conviene a la agonía.

¿No soy dichoso con mis sacrificios? sin duda: lo es uno cuando puede socorrer a los desgraciados: partiría con gusto con los necesitados lo poco que poseo; pero no sé si esta disposición benéfica se eleva en mí hasta ser una virtud. Soy bueno como un condenado que prodiga lo que no le servirá de nada dentro de una hora. En Londres, el paciente a quien van a ahorcar vende su pellejo para beber: yo no vendo el mío; lo entrego a los sepultureros.

Una vez comprada mi casa, lo mejor que podía hacer era habitarla: la he arreglado tal como se halla. Desde los balcones del salón se ve lo que los ingleses llaman pleasure-ground, terreno cubierto de césped y árboles. Más allá de aquel recinto por encima de una pared sobre la que hay una barrera de figura romboidal, se encuentra un campo cultivado de varios modos para alimento de los animales de la enfermería. Pasada esta cerca, hay otro terreno separado de ella por una pared con una puerta pintada de verde, y entrelazada con sauquillos y rosales de Bengala: esta parte de mis estados se compone de algunos árboles, un patio y una calle de álamos. Este rinconcillo está en extremo solitario, y no es risueño como el de Horacio, angulus ridel: por el contrario, he llorado en él muchas veces. El proverbio dice: es necesario que pase la juventud. El otoño de la vida tiene también sus calaveradas:

Las lágrimas y la piedad

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Especie de amor que tiene sus atractivos.

(La Fontaine.)

Mis árboles son de mil clases. He plantado veinte y tres cedros de Salomón y dos encinas de los druidas, que hacen a su dueño de muy corta duración; brevem dominum. Una calle de castaños conduce desde el jardín superior al inferior: el declive del terreno intermedio es bastante sensible.

Aquellos árboles no los he escogido como en el Valle de los Lobos en memoria de los sitios que he recorrido: quien se complace en recuerdos conserva esperanzas. Pero cuando no hay hijos, ni juventud, ni patria, ¿qué inclinación puede tenerse a unos árboles cuyas hojas, flores y frutos, no son ya las misteriosas cifras que servían para el cálculo en la época de la ilusión? En vano me dicen: «Os vais rejuveneciendo» ¿creen que tomaré mi muela del juicio por la primera que me salió? y aun aquella solo me sirve para comer un pan amargo bajo la dominación de la dignidad real del 7 de agosto. Mis árboles no se informan de si sirven de almanaque a mis placeres o de fe de defunción a mis años: crecen cada día, al paso que yo voy decayendo: se enlazan con los del jardín de los niños expósitos y con los del baluarte del Infierno, que están próximos a mi morada. No veo una casa: a doscientas leguas de París no estaría tan separado del mundo. Oigo balar a las cabras que crían a los niños abandonados. ¡Ah! ¡Si yo hubiese estado como ellos en los brazos de San Vicente de Paul! producto de una debilidad, oscuro y desconocido como ellos, sería ahora algún obrero sin nombre, no tendría que sostener altercados con los hombres, no sabiendo por qué ni cómo había venido a este mundo, ni por qué ni cómo había de salir de él.

La demolición de una pared me ha puesto en comunicación con la enfermería de María Teresa: me encuentro simultáneamente en un monasterio, una quinta, una huerta y un parque. Por la mañana me despierta el sonido de la campana que toca a la oración: desde mi cama oigo cantar a los sacerdotes en la capilla: desde mi ventana veo un calvario que se eleva entre una noguera y un sauco; vacas, gallinas, palomas, y abejas: hermanas de la caridad con su vestido negro y su toca blanca, mujeres convalecientes y eclesiásticos ancianos, paseándose entre las lilas, los rosales y demás plantas del jardín, y por entre las hortalizas de la huerta. Algunos de mis curas octogenarios han estado emigrados conmigo: después de haber mezclado mi miseria con la suya en las praderas de Kensington, he ofrecido a sus últimos y trémulos pasos los céspedes de mi hospicio: allí arrastran su ancianidad religiosa, como los pliegues del velo del santuario.

Tengo por compañero, un gato pardo con listas negras trasversales, que nació en el Vaticano en la habitación de Rafael: León XII le había criado y le solía tener encima de sus rodillas: allí le vi yo con envidia cuando el pontífice me concedía audiencias como embajador. Muerto el sucesor de San Pedro, heredé el gato sin dueño, como ya he dicho al hablar de mi embajada de Roma. Se llamaba Niceto, pero comúnmente le daban el nombre de gato del papa. Por esta circunstancia goza de gran consideración entre las almas piadosas. Procuro hacerle olvidar el destierro, la capilla Sixtina, y el sol de esa cúpula de Miguel Ángel, por la que se paseaba lejos de la tierra».

Mi casa, los diversos departamentos de la enfermería con su capilla y la sacristía gótica parecen una colonia o una aldea. En los días de ceremonia, la religión oculta en mi casa, y la antigua monarquía en mi hospital, se ponen en marcha. Procesiones compuestas de todos nuestros enfermos, precedidas de las jóvenes de la vecindad, pasan cantando por debajo de los árboles, con el Santísimo Sacramento, la cruz y el estandarte. Mad. de Chateaubriand los sigue con el rosario en la mano, envanecida con aquella grey, objeto de su cuidado. Los mirlos silban, las currucas gorjean, y los ruiseñores compiten con los himnos. Me creo trasportado a las rogativas cuya pompa campestre he descrito: de la teoría del cristianismo he pasado a la práctica.

Mi habitación cae al Occidente. Por la tarde, la copa de los árboles iluminados por detrás graba sus perfiles negros y dentellados en un horizonte de oro. Mi juventud vuelve a aparecer en aquella hora: resucita esos días trascurridos que el tiempo ha reducido a fantasmas. Cuando las constelaciones atraviesan por la azulada bóveda, me acuerdo del esplendente firmamento que admiraba desde los frondosos bosques de América, o desde en medio del Océano. La noche es más favorable que el día a las reminiscencias del viaje ro: le oculta los paisajes que le recordarían

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los lugares que habita: solo le deja ver los astros, que tienen igual aspecto en todas las latitudes de un mismo hemisferio. Entonces reconoce aquellas estrellas que miraba desde tal país, y en tal época: los pensamientos que tuvo, los sentimientos que experimentó en las diversas partes de la tierra se remontan y fijan en un mismo punto del cielo.

No oímos hablar del mundo en la enfermería más que en los días de cuestación pública, y un poco el domingo: aquellos días nuestro hospicio se convierte en una especie de parroquia. La superiora de las hermanas pretende que algunas hermosas damas vienen a misa con la esperanza de verme: administradora industriosa explota su curiosidad; prometiendo conducirlas adonde puedan verme, las atrae al laboratorio, y una vez ya en él, las regala por su dinero algunos dulces u otras cosas insignificantes. Me hace que sirva para la venta del chocolate elaborado para alivio y socorro de sus enfermos, como la Martiniere me asociaba al despacho de su agua de grosellas, que se bebía por el buen resultado de sus amores. La buena mujer suele tomar también algunas plumas del tintero de Mad. Chateaubriand, y las vende a los realistas de raza pura, afirmándoles que con ellas se ha escrito la magnífica Memoria sobre el cautiverio de la señora duquesa de Berry.

En materia de artes, poseemos algunos buenos cuadros de la escuela española e italiana, una Virgen de Guerin, y la Santa Teresa, última obra maestra del pintor de Corina: en cuanto a la historia bien pronto tendremos en el hospicio la hermana del marqués de Favras y la hija de Mad. Roland: la monarquía y la república me han encargado que espíe su ingratitud y mantenga a sus inválidos.

Todos desean ser admitidos en María Teresa, las mujeres pobres, obligadas a salir de la enfermería, buscan habitación en sus inmediaciones para volver a ella en caso de recaida. Nada hay aquí que repugne como en algunos hospitales: la judía, a la protestante, la católica, la extranjera y la francesa, reciben su asistencia con tan delicada caridad, que más bien parece un parentesco: cada una de las afligidas cree encontrarse al lado de su madre. He visto a una española, hermosa como Dorotea, la perla de Sevilla, morir a los diez y seis años de una enfermedad de pecho en el dormitorio común, felicitándose de su ventura, y mirando con la sonrisa en los labios y sus rasgados ojos negros medio apagados ya, a una figura pálida y flaca, la señora delfina, que la preguntaba como se encontraba, y la aseguraba que pronto sanaría. Expiró aquella misma noche lejos de la mezquita de Córdoba y de las orillas del Guadalquivir, su río natal: «¿De dónde eres? —Española. —¿Española y aquí?» (Lope de Vega.)

Tenemos entre las acogidas un gran número de viudas de caballeros de San Luis: llevan consigo lo único que les queda, los retratos de sus maridos con uniforme de capitanes de infantería. Están colocadas en las bohardillas. No puedo verlas sin reírme: si la antigua monarquía hubiese subsistido, aumentaría hoy día el número de aquellos retratos, y establecería en cualquier corredor abandonado un lugar de recreo para mis sobrinos. «Ese es vuestro tío Francisco, capitán del regimiento de Navarra. Tenía macho talento, escribió en el Mercurio el logogrifo que comienza con estas palabras: Cortadme la cabeza, y en el Almanac de las Musas el Grito del corazón.»

Cuando me canso de mis jardines, los reemplaza la llanura de Montrouge. He visto cambiar esta llanura, ¿qué es lo que yo he visto variar? Hace veinte y cinco años que yendo a Mereville y al valle de los Lobos, pasaba por la barrera del Maine: a derecha e izquierda de la calzada, no se veían más que unos molinos, las máquinas para extraer la piedra de las canteras, y el plantel de Cels, antiguo amigo de Rousseau. Desnoyers construyó sus salones para mesas de cien cubiertos, adonde acudían a beber los soldados de la guardia imperial, después de ganada una batalla, y de abatir un reino. Alrededor de los molinos había algunas tabernas, desde la barrera del Maine hasta la del monte Parnaso. Más arriba estaba el molino jansenista, y la casita de Lauzun. Junto a aquellos ligones plantaron varias acacias, sombra de los pobres, como el agua de Seltz es el vino de Champaña de los pordioseros. Un teatro fijó la población nómada de los bailes de candil, y se formó una aldea con una calle enlosada, con sus cancioneros y gendarmes, Anfiones y Crecops de la policía.

En tanto que los vivos iban estableciéndose, los muertos reclamaban también su lugar. Se construyó, no sin oposición de los beodos, un cementerio en cuyo recinto quedó comprendido un molino arruinado, como la torre de los apuros: allí es adonde la muerte lleva cada día el grano

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que ha recogido: una simple pared la separa de las danzas, de la música y de las camorras nocturnas; el bullicio de un momento y los matrimonios de una hora, la separan del silencio sin término, de las noches sin fin y de las nupcias eternas.

Recorro con frecuencia este cementerio menos viejo que yo, en donde los gusanos que roen los cadáveres, no han muerto todavía: leo los epitafios: ¡cuántas mujeres de diez y seis a treinta años han sido presa del sepulcro! ¡dichosas en no haber vivido más que en su juventud! La duquesa de Gevres, última gota de la sangre de los Du Guesclin, esqueleto de otra edad, reposa en medio de aquellos plebeyos durmientes.

En ese nuevo destierro tengo ya amigos antiguos: en él yace Mr. Lemoine, secretario de Mr. Montmorin, que me fue legado por Mad. de Beaumont. Cuando yo estaba en París iba a visitarme casi todas las Boches: su conversación me agradaba mucho, porque se hallaba unida a la bondad de corazón y a la firmeza de carácter. Mi espíritu fatigado y enfermizo, se explaya con otro sano y vigoroso. He dejado las cenizas dé la noble protectora de Mr. Lemoine en las orillas del Tíber.

Los baluartes que rodean a la enfermería, dividen mis paseos con el cementerio; ya no deliro en ellos; como no tengo porvenir, tampoco sueños. Extraño a las nuevas generaciones, las parezco un viandante despreciable y andrajoso: apenas me encuentro cubierto de un retazo de días que el tiempo va royendo, como el heraldo de armas cortaba el vestido de un caballero sin gloria: estoy muy contento con mi aislamiento. Me gusta habitar a un tiro de fusil de la barrera, a la orilla de un camino real, por el que siempre estoy pronto a partir. Desde el pie de la columna miliaria veo pasar el correo, que es mi imagen y la de la vida.

Cuando estaba en Roma en 1828, había formado el proyecto de construir en París al estreno de mi casa un invernadero y una casita para el jardinero, todo con los ahorros de mi embajada y los fragmentos de antigüedades encontradas en mis excavaciones de Torre Vergata: subió al ministerio Mr. de Polignac: hice a las libertades de mi país, el sacrificio de un destino que me agradaba: volví, pues, a mi habitual indigencia, y mi proyecto se desvaneció: fortuna vitrea est.

El que ha contraído la mala costumbre del papel y el tintero no puede estar sin hacer gurrapatos. He tomado la pluma sin saber lo que iba a escribir, y he formado esta descripción una tercera parte más larga de lo que debía; si tengo tiempo la abreviaré.

Suplico a mis amigos me perdonen la amargura de algunos pensamientos. No pasa mi sonrisa de los labios: me hallo acometido del spleen, tristeza física, verdadera enfermedad; el que haya leído estas Memorias, ya habrá visto cual ha sido raí suerte. Apenas me separé un corto trecho de mi madre, cuando comenzaron a asaltarme los tormentos: he andado errante de naufragio en naufragio: siento sobre mi vida una maldición; pero demasiado excesiva para esta choza de cañas. No crean aquellos a quienes amo que he renegado de ellos; disimúlenme, y dejen que pase el acceso de mi fiebre: mi corazón es enteramente suyo.

Me encontraba con estas páginas sueltas, colocadas confusamente sobre mi mesa, y agitadas por el viento que penetraba por el balcón que tenía abierto, cuando me entregaron la carta y nota siguientes de la señora duquesa de Berry: vamos, entremos otra vez en la segunda parte de mi doble vida, la parte positiva.

Ciudadela de Blaye, 7 de mayo de 1833.

«He sentido en estreno que el gobierno os haya negado el permiso devenir a mi lado, a pesar de las instancias que al efecto he hecho. De las innumerables vejaciones y disgustos que he experimentado, esta ha sido indudablemente la más penosa. ¡Tenia tantas cosas que deciros! ¡tantos consejos que reclamaros! más puesto que es necesario renunciar a veros, voy al menos a tantear el único medio que me resta para daros la comisión que pensaba confiaros, y que no dudo cumpliréis; porque cuento sin reserva con vuestra adhesión a mí y a mi hijo. Os encargo, pues, caballero, que marchéis a Praga, y digáis a mis parientes, que si hasta el 22 de febrero me he negado a declarar mi matrimonio secreto, ha sido únicamente para servir a la causa de mi hijo, y probar que una madre, una Borbón, no temía exponer su vida. Pensaba publicar mi enlace cuando mi hijo llegase a la

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mayor edad; pero las amenazas del gobierno, los tormentos morales, llevados hasta el último estreno, me han decidido a hacer esta declaración. Como ignoro la época en que me será restituida la libertad, después de tantas esperanzas frustradas, ya es tiempo de dar a mi familia y a la Europa entera una explicación que pueda prevenir suposiciones injuriosas. Hubiera deseado poder hacerlo antes; pero me lo ha impedido mi absoluta incomunicación, y la dificultad de poderme entender con nadie. Diréis a mi familia que estoy casada en Italia con el conde Héctor Lucchesi-Pallí, de la casa de los príncipes de Campo Franco.

«Os ruego, caballero Chateaubriand, que hagáis presente a mis hijos la expresión de la ternura que les profeso. Decid a Enrique que ahora más que nunca cuento con todos sus esfuerzos para hacerse cada vez más digno de la admiración y del amor de los franceses. Decid a Luisa que me conceptuaría feliz si pudiese abrazarla, y que sus cartas han sido mi único consuelo. Poned mis homenajes a las plantas del rey, y ofreced la seguridad de mi amistad a mi hermano y excelente hermana. Os pido me llevéis adonde quiera que me encuentre los votos de mis hijos y de mi familia. Encerrada en los muros de Blaye, es para mí un alivio el tener un intérprete como el señor vizconde de Chateaubriand, el cual puede contar siempre con mi sincero afecto.

«María Carolina»

Nota.

«Me es sumamente satisfactoria la buena inteligencia que reina entre vos y el señor marqués de Latour-Maubourg: la aprecio en mucho para los intereses de mi hijo.

«Podéis comunicar a la señora delfina la carta que os he escrito. Asegurad a mi hermana que en cuanto recobre mi libertad me apresuraré a enviarla todos los papeles relativos a los asuntos políticos. Hubiera deseado ardientemente trasladarme a Praga en cuanto me viese libre, pero los padecimientos de toda especie que he experimentado han destruido de tal modo mi salud, que me veré obligada a detenerme algún tiempo en Italia, para reponerme un poco, y no asustar con mi semblante desmejorado a mis pobres hijos. Estudiad el carácter de mi hijo, sus cualidades, sus inclinaciones, y hasta sus defectos: diréis al rey, a la señora delfina y a mí misma, lo que os parezca que merezca corregirse, variar o perfeccionar, y haréis conocer a la Francia lo que tiene que esperar de su joven rey.

«Por mis diversas relaciones con el emperador de Rusia sé que ha acogido favorablemente las proposiciones que le han hecho acerca del matrimonio de mi hijo con la princesa Olga. Mr. de Choulot os dará instrucciones más exactas sobre las personas que se encuentran en Praga.

«Deseosa de permanecer francesa antes que todo, os pido obtengáis del rey me conserve mi titulo de princesa y mi nombre. La madre del rey de Cerdeña se llama siempre la princesa de Carignan, a pesar de haberse casado con Mr. de Monlear, a quien ha dado el titulo de príncipe. María Luisa, duquesa de Parma, ha conservado su titulo de emperatriz al casarse con el conde de Nieperg, y ha conservado la tutela de su hijo: los otros se llaman Nieperg.

«Os ruego emprendáis lo más pronto posible vuestra marcha a Praga, pues deseo con más ahínco del que yo pudiera expresaros, que lleguéis a tiempo para que mi familia no sepa estos pormenores sino por vos.

«También quisiera que se ignore vuestro viaje, o al menos que sois portador de una carta mía, para que no se descubra mi único medio de correspondencia, que es tan precioso como extraordinario El señor conde de Lucchesi, mi marido, es descendiente de una de las cuatro familias más antiguas de Sicilia, las únicas que restan de los doce compañeros de Tancredo. Esta familia se ha distinguido siempre por su noble adhesión a la causa de sus reyes. El príncipe de Campo-Franco,

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padre de Lucchesi, era el primer gentilhombre de cámara de mi padre. El actual rey de Nápoles, teniendo grande confianza en él, le ha colocado al lado de su joven hermano el virrey de Sicilia: no os hablo de sus sentimientos; solo diré que son de todo punto conformes a los nuestros.

«Convencida de que la única manera de ser comprendida por los franceses es hablarles siempre el lenguaje del honor y presentarles la gloria, había tenido el pensamiento de señalar el principio del reinado de mi hijo con la reunión de la Bélgica a la Francia. Encargué al conde Lucchesi que hiciese las proposiciones preliminares sobre este particular al rey de Holanda y al príncipe de Orange: y contribuyó eficazmente a que fuesen bien recibidas No he sido bastante dichosa para concluir este tratado, objeto de todos mis votos: pero creo que todavía hay probabilidades de buen éxito: antes de salir de la Vandée, di al señor mariscal de Bourmont poderes para continuar este asunto. Nadie es más capaz que él para llevarle a cabo por la estimación de que goza en Holanda.

«Blaye, 7 de mayo de 1833.

«M. C.

«En la incertidumbre que me encuentro de poder escribir al señor marqués de Latour-Maubourg, haced por verle antes de vuestra partida. Podéis decirle cuanto juzguéis conveniente, pero con el secreto más absoluto. Convenid con él en la dirección que debe darse a los periódicos.»

Reflexiones y resolución.

Leí conmovido aquellos documentos. La hija de tantos reyes, aquella señora que había caído desde tanta elevación, después de haber cerrado los oídos a mis consejos, tenía el noble valor de dirigirse a mi, y perdonarme el haber previsto el mal éxito de su empresa: su confianza me llegaba al alma, y me honraba. La duquesa de Berry me había hecho justicia: la naturaleza misma de aquella empresa que la hacia perderlo todo, no me alejaba de ella. Jugar un trono, la gloria, el porvenir, el destino, no es una cosa vulgar: el mundo comprende que una princesa puede ser una madre heroica. Pero lo que es preciso condenar a la execración, lo que no tiene ejemplo en la historia, es el tormento impúdico impuesto a una pobre mujer, sola, privada de socorro, abrumada por todas las fumas de un gobierno conjurado contra ella, como si se tratase de vencer a una potencia formidable. Unos padres entregando por si mismos su hija a la burla de los lacayos, teniéndola por los cuatro miembros para que pariese en público: llamando a las autoridades del distrito, a los carceleros, a los espías, a los pasajeros, para ver salir al niño de las entrañas de su prisionera, de la misma manera que se había llamado a la Francia a ver nacer su rey ¡Y qué prisionera! ¡La nieta de Enrique IV! ¡Y qué madre! ¡La del huérfano cuyo trono se usurpaba! ¿Se encontrará acaso entre las familias más abyectas, una tan mal nacida, que haya tenido el pensamiento de marcar a su hija con semejante sello de ignominia? ¿No hubiera sido más noble matar a la señora duquesa de Berry, que hacerla sufrir la humillación más tiránica? La parte de indulgencia que ha habido en este negocio pertenece al siglo; lo que hay de infamante pertenece al gobierno.

La carta y la nota de la señora duquesa de Berry son notables por más de un concepto: la parte relativa a la reunión de la Bélgica y al matrimonio de Enrique V demuestra una cabeza capaz de cosas serias: la parte que concierne a la familia de Praga es muy sentimental. La princesa teme el verse obligada a detenerse en Italia para reponerse un poco y no presentarse tan desmejorada a sus hijos para que no se asustasen. ¿Hay cosa más triste y más dolorosa? después añade: «os pido, caballero Chateaubriand, que llevéis a mis queridos hijos la expresión de toda mi ternura, etc.»

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¡Oh, señora duquesa de Berry! ¡Qué puedo yo hacer por vos, miserable criatura Va medio despedazado! ¡Pero como se ha de rehusar nada h estas palabras! «Encerrada en los muros de Blaye sirve de lenitivo a mi dolor el tener un intérprete como el señor de Chateaubriand, que puede contar siempre con mi sincero afecto.»

Sí, partiré para la última y la más gloriosa de mis embajadas: iré de parte de la prisionera de Blaye a ver al prisionero del Temple: iré a negociar un nuevo pacto de familia, a llevar los abrazos de una madre cautiva a sus hijos proscriptos, y a presentar las cartas por medio de las cuales el valor y la desgracia me acreditan cerca de la inocencia y, de la virtud.

Salida de París.— Birlocho de Mr. de Talleyrand.— Basilea.— Diario de París a Praga, desde el 14 al 24 de mayo de 1833, escrito con lápiz en el carruaje, y

con tinta en las posadas.

A la carta que me habían dirigido acompañaba otra para la señora delfina, y una esquelita para los dos niños.

De mis pasadas grandezas me habían quedado un cabriolé, con el que brillaba en otro tiempo en la corte de Jorge IV, y un birlocho de camino, construido para uso del príncipe de Talleyrand. Hice componer este para habilitarle y que corriese contra su natural costumbre, pues por su origen no estaba muy dispuesto a correr detrás de los reyes destronados. El 14 de mayo, a las ocho y media de la noche, aniversario del asesinato de Enrique IV, partí en busca de Enrique V, niño huérfano y proscripto.

No dejaba de tener mis temores con respecto a mi pasaporte, expedido por la secretaría de Negocios extranjeros sin marcar el punto adonde me dirigía, y con once meses de fecha: se me había dado para Suiza e Italia, y me había servido para salir de Francia y volver a entrar en ella: varias refrendaciones atestiguaban aquellas circunstancias. No había querido renovarle ni sacar otro. Todos los agentes de policía hubieran sido avisados, y puestos en juego todos los telégrafos: en todas las aduanas habrían registrado mi carruaje, mi equipaje y aun mi persona. Si hubiesen ocupado mis papeles, ¡cuántos protestos de persecución, cuántas visitas domiciliarias, cuántas prisiones!.. ¡Qué prolongación del cautiverio real! porque quedaba probado que la princesa tenía medios de comunicación exterior. Érame, pues, imposible designar mi partida pidiendo un pasaporte y por lo tanto me confié a la suerte.

Evitando el camino demasiado concurrido de Fráncfort y el de Estrasburgo que pasa por la línea telegráfica, tomé, el de Basilea, acompañado de Jacinto Pilorge, mi secretario, y de Bautista mi ayuda de cámara cuando yo era señor, y convertido en simple criado a la caída de mi señoría. Mi cocinero el famoso Monmirail se retiró a mi salida del ministerio, declarando que no volvería a los negocios sino conmigo. Habíase decidido sabiamente por el introductor de embajadores en tiempo de la restauración, que todo embajador cesante volvía a la vida privada; Bautista volvió al servicio doméstico.

Al llegar a Altkirch, última parada de la frontera, se presentó un gendarme pidiéndome el pasaporte; y al leer mi nombre, me dijo que a las órdenes de mi sobrino Cristian, capitán de dragones de la guardia, había hecho la campaña de España en 1823. Entre Altkirch y San Luis encontré a un cura y sus feligreses que hacían una batida contra los abejorros, plaga que se había multiplicado mucho desde la revolución e julio. En San Luis los empleados de la aduana que me conocían me dejaron pasar sin ninguna formalidad. Llegué muy contento a la puerta de Basilea, donde me esperaba el viejo tambor mayor, que el mes de agosto anterior me había impuesto un bedit garaudaime l'un quart d'hire; pero ya no se hablaba del cólera y fui a apearme en los Tres reyes, a orillas del Rin; ocurría esto el 17 de mayo a las diez de la mañana.

El dueño de la fonda me proporcionó un criado llamado Schwartz, oriundo de Basilea, para que me sirviese de intérprete en Basilea. Al subir en mi carruaje me quedé admirado de ver al gendarme de Altkirch entre la multitud, y pensé si habría sido despachado en mi seguimiento;

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pero lo cierto era que solo había ido escoltando el correo de Francia. Le hablé algunas palabras para informarme del objeto de su viaje, y le di para que bebiese a la salud de su antiguo capitán.

Un estudiante se me acercó y me echó un papel con este sobrescrito: Al Virgilio del siglo XIX, en el cual se leía este paraje alterado de la Eneida: Macte animo, generose puer. El postillón agitó el látigo y partí en extremo contento de verme llamado niño, generose puer.

Orillas del Rin.— Cascada del Rin.— Moskirch.— Tempestad.

Atravesé el puente dejando a los moradores de Basilea en guerra en medio de su república, y desempeñando a su modo el papel que eran llamados a representar en la transformación general de la sociedad. Subí la margen derecha del Rin y miré con cierta tristeza las altas colinas del cantón de Basilea. El destierro que había venido a buscar en los Alpes el año anterior me parecía un término de la vida más feliz, una suerte más agradable que la de los negocios del imperio en que me había vuelto a engolfar. ¿Abrigaba yo la más pequeña esperanza favorable a la suerte de la duquesa de Berry y de su hijo? No: estaba además convencido de que, a pesar de mis recientes servicios, no hallaría amigos en Praga. Cualquiera que haya prestado juramento a Luis Felipe, con tal que alabe los decretos funestos, debe ser más agradable a Carlos X, que yo que no he sido perjuro. Es demasiado para con un rey tener dos veces razón, pues ellos prefieren más bien la traición que les adula, que una rígida y sincera adhesión. Iba yo, pues, a Praga como el soldado siciliano ahorcado en París, en tiempo de la liga iba al patíbulo: el confesor de los napolitanos trataba de convencerle a que hiciera de tripas corazón, y le decía por el camino: ¡Allegremente! ¡Allegremente! Así vagaban mis pensamientos mientras me arrastraban los caballos; pero cuando pensaba en las desdichas de la madre de Enrique V me echaba en cara mis dolorosos recuerdos.

Huyendo las orillas del Rin al paso que avanzaba mi carruaje, me distraían agradablemente: cuando se mira un paisaje por una ventana, aunque se piense en otra cosa, penetra, sin embargo, en la mente un reflejo de la imagen que se tiene a la vista. Atravesamos de este modo praderas esmaltadas por las flores de mayo, y los bosques, los vergeles y las calles de árboles ofrecían un verdor delicioso. Se veían en los campos con sus dueños, animales y aves de todas clases. El guerrero Rin parecía complacerse en medio de esta escena pastoril, como un viejo militar que se aloja de paso en casa de unos labradores.

El día siguiente por la mañana, 18 de mayo, antes de llegar a Schaffouse, me hice conducir a la cascada del Rin, y dejé de pensar algunos momentos en la caída de los reinos para instruirme a su imagen. Con mucho gusto hubiera terminado mis días en el castillejo que domina la cascada. Si yo hubiese colocado en el Niágara el sueño de Atala, no realizado aun; si hubiese encontrado en Tívoli otro sueño pasado ya en la tierra, ¡quién sabe si en el castillejo de la cascada del Rin no habría hallado una visión más bella, errante en otro tiempo a sus orillas, y que me hubiera consolado de todas las sombras que había perdido!

Desde Schaffouse continué mi camino por Ulma. En el país se ven muchas lagunas cuyas orillas se hallan cultivadas, y en las que bañan sus pies montecillos cubiertos de árboles y separados los unos de los otros. En este bosque, que se aprovechaba entonces, se distinguían muchas encinas, derribadas unas, de pie otras; las primeras descortezadas en tierra, y sus troncos y sus ramas desnudos como el esqueleto de un animal extraño; las segundas cargadas de bellotas sus ramas, y llena de una pelusa negra la verde fresca verdura de la primavera: ellas reunían lo que no se ve jamás en el hombre, la doble belleza de la vejez y de la juventud.

En los plantíos de la llanura, los troncos arrancados dejaban hoyos vacios, y el suelo se había convertido en pradera. Estos campos de césped en medio de los bosques sombríos, tienen algo de severo y risueño, y recuerdan las sábanas del Nuevo Mundo. Las chozas tienen aun algo del carácter suizo, y las cabañas y las posadas se distinguen por esa agradable limpieza que no se conoce en nuestro país.

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Habiéndome detenido a comer en Moskirch entre seis y siete de la tarde, me asomé a la ventana de mi posada y vi a los rebaños que bebían en una fuente, y a una ternerita que saltaba y brincaba como un cabritillo. Donde quiera que se trata con dulzura a los animales, son alegres y se manifiestan contentos con el hombre. En Alemania y en Inglaterra no se pega a los caballos ni se les maltrata con palabras; ellos mismos se colocan en la varas, parten y se detienen a la menor voz o al más leve movimiento de la brida. Los franceses son los más inhumanos con los animales; los postillones, para enganchar los caballos, les dan patadas en las ancas y en los ijares, les golpean con el mango del látigo en la cabeza, y les destrozan la boca con el freno para hacerles recular, acompañando todo esto con juramentos, gritos e insultos a las pobres bestias. A las de carga las hacen arrastrar pesos superiores a sus fuerzas, y para obligarlas a andar se les martiriza a latigazos; hemos heredado la ferocidad de los galos, aunque oculta bajo la seda de nuestras medias y de nuestras corbatas.

No era yo el único que contemplaba la naturaleza; las mujeres hacían otro tanto en las ventanas de sus casas. Al atravesar aldeas desconocidas me he preguntado con frecuencia: «¿Querrías vivir aquí ?» y siempre me he contestado a mí mismo: «¿Por qué no?» Nadie hay que durante las locas horas de la juventud no haya dicho con el trovador Pedro Vidal:

Don n'ai mais d'un paue cordo

Que Na Raymbauda me de

Quel reys Richartz ab Peitieus

Ni ad Tors ni ab Angieus 3.

Motivos para sueños hay en todas partes; las mujeres de Moskirch que miraban el cielo o mi silla de posta, que me miraban a mí o no miraban a nada, ¿no tenían alegrías y pesares, intereses de corazón, o de fortuna o de familia, lo mismo que las de París? Macho más hubiera yo profundizado en la historia de mis vecinas si la comida no se hubiese anunciado poéticamente al estampido de un trueno: mucho ruido era aquel para tan poca cosa.

El Danubio.— Ulma.

19 de mayo de 1833.

Subí de nuevo al carruaje a las diez de la noche y me dormí al ruido que hacia la lluvia sobre la cubierta de la carretela. El sonido de la trompeta de mi postillón me despertó, y oí el murmullo de un río que no veía. Nos hallábamos detenidos a la puerta de una ciudad; abriose aquella, examinaron mi pasaporte, equipajes, y entramos en el vasto imperio de S. M. wurtembergesa. Saludé mentalmente a la gran duquesa Elena, flor graciosa y delicada encerrada hoy en las estufas del Volga. No concebí más que un solo día el valor de una posición elevada y de la fortuna, que fue en la fiesta que di a la joven princesa de Rusia en los jardines de la villa de Médicis. Allí conocí cuanto podían embriagar la magia del cielo, el encanto de los sitios, el prestigio de la belleza y del poderío: creíme a la vez Torcuato Tasso y Alfonso de Este; valía yo más que el príncipe y menos que el poeta; Elena era más hermosa que Leonor. Representante yo del heredero de Francisco I y de Luis XIV, tuve el sueño de un rey de Francia.

No me registraron; bien es verdad que nada llevaba contra los derechos de los soberanos, yo que reconocía los de un joven monarca cuando los mismos soberanos habían dejado de reconocerlos. Lo vulgar y lo reciente de la aduana y del pasaporte formaban contraste con la tempestad, con la puerta gótica, con el sonido de la trompeta y con el ruido del torrente.

3 Yo soy más rico con una cinta que me dé la más bella Raimunda, que el rey Ricardo con

Poitiers, Tours y; Angers.

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En vez de la castellana oprimida que me preparaba a libertar encontré al salir de la ciudad a un pobre anciano, el cual me pidió seis cruches, levantando con la mano izquierda una linterna a la altura de su cabeza gris, alargando la mano derecha a Schwartz que iba sentado en el pescante, y abriendo su boca como un sollo cogido en el anzuelo: Bautista, enfermo y mojado como estaba, no pudo contener la risa

¿Y cuál era el torrente que yo acababa de pasar? Hícele esta pregunta al postillón y me respondió: «Donau (el Danubio).» Otro famoso río que acababa de pasar sin apercibirme de ello, del mismo modo que había bajado al lecho de adelfas del Eurutas sin conocerlo, ¿De qué me ha servido beber en las aguas del Meschacebé, del Eridan, del Tíber, del Censo, del Hermus, del Jordán, del Nilo, del Betis, del Tajo, del Ebro, del Rin, del Spree, del Sena y de otros cien ríos más o menos célebres? Los ignorados no me han dado su tranquilidad; los ilustres no me han comunicado su gloria: solo podrán decir que me han visto pasar como sus orillas ven pasar sus ondas.

El domingo 19 de mayo llegué temprano a Sema, después de haber recorrido el teatro de las campañas de Moreau y de Bonaparte.

Jacinto, miembro de Legión de Honor, llevaba la cinta, y esta condecoración nos atraía increíbles respetos. Como yo no llevaba en el ojal más que una florecita, según mi costumbre, pasaba antes de que conociesen mi nombre por un ser misterioso: en el Cairo querían mis mamelucos que yo fuese de grado o por fuerza un general de Napoleón, disfrazado de falso sabio, y no desistían de su empeño, aguardando a cada instante verme poner al Egipto en el cinturón de mi caftán.

No obstante, estos sentimientos existen entre los pueblos cuyas aldeas hemos quemado y cuyas cosechas hemos destruido. Yo gozaba de esa gloria; pero si no hubiéramos hecho más que bien a la Alemania, ¿nos echarían tanto de menos? ¡Inexplicable naturaleza humana!

Los males de la guerra se han olvidado; en el suelo de nuestras conquistas hemos dejado el fuego de la vida. Aquella masa fuerte puesta en movimiento continúa fermentando porque principia en ella la inteligencia. Cuando se viaja en el día adviértese que los pueblos velan con la mochila a la espalda, y que dispuestos a marchar, parecen aguardarnos para ponernos al frente de la columna. A. cualquier francés se le cree siempre el ayudante de campo que lleva la orden de marchar.

Ulma es una pequeña ciudad aseada, sin carácter particular: sus fortificaciones destruidas se han convertido en huertas y paseos, cosa que sucede al fin con todas ellas. Su suerte tiene alguna analogía con la de los militares; el soldado sirve en su juventud, y cuando queda inválido se dedica a jardinero.

Fui a ver la catedral, nave gótica de elevada flecha. Los costados bajos se dividen en dos bóvedas estrechas sostenidas por una sola hilera de pilares, de modo que el edificio interior participa a la vez de la catedral y de la basílica.

El púlpito tiene por tornavoz un elegante campanario en punta como una mitra; el interior de ese campanario se compone de un espigón, alrededor del cual da vueltas una bóveda en forma de hélice de filigrana de piedra. Unas agujas simétricas que salen a la parte de afuera parecían haber sido destinadas para tener velas, las cuales iluminaban aquella tiara cuando el pontífice predicaba en los días festivos. En vez de sacerdotes que oficiasen, vi solo algunos pajarillos que revoloteaban en aquel ramaje de granito, celebrando la palabra que les dio voz y alas el quinto día de la creación.

La nave estaba desierta: a la cabecera de la iglesia escuchaban instrucciones dos grupos separados de mozos y mozas.

La reforma, como ya he dicho antes, hace mal en mostrarse en los monumentos católicos que ha invadido, porque aparece en ellos mezquina y vergonzosa. Aquellos elevados pórticos requieren un clero numeroso, la pompa de las solemnidades, los cánticos, los cuadros, los ornamentos, los velos de seda, las colgaduras, los encajes, la plata, el oro, las lámparas, las flores y el incienso de los altares. Por más que diga el protestantismo que ha vuelto al cristianismo primitivo, las iglesias góticas le responden que ha renegado de sus padres: los cristianos, arquitectos de aquellas maravillas, no eran por cierto los hijos de Lutero y de Calvino.

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Blenheim.— Luis XIV.— Selva Hercyniana — Los bárbaros.— Nacimiento del Danubio.

19 de mayo de 1833.

Salí de Ulma el 19 de mayo a medio día. En Dillingen faltaron caballos, y permanecí una hora en la calle Real, recreando mi vista en un nido de cigüeña situado sobre una chimenea como sobre un minarete de Atenas; una multitud de jilgueros habían hecho insolentemente sus nidos en el lecho de la pacifica reina del cuello largo. Debajo de la cigüeña, una dama que habitaba en el piso principal, miraba a los transeúntes detrás de una celosía medio levantada, y debajo de la dama había un santo de madera colocado en un nicho. El santo caerá precipitadamente al suelo desde su nicho, y la dama bajará a la tumba desde su ventana: ¿y la cigüeña? volará de allí: de este modo desaparecerán los tres pisos»

Entre Dillingen y Donawerth se atraviesa el campo de batalla de Blenheim. Las pisadas de los ejércitos de Moreau no han borrado las de los ejércitos de Luis XIV: la derrota del gran rey domina en la comarca los triunfos del grande emperador.

El postillón que me conducía era de Blenheim; cuando llegó cerca de su pueblo tocó la trompeta: quizá anunciaba su paso a la aldeana a quien amaba, y está se estremecía de placer en los mismos campos en que fueron hechos prisioneros veinte y siete batallones y doce escuadrones franceses, y en donde el regimiento de Navarra, cuyo uniforme tuve el honor de vestir, enterró sus estandartes al lúgubre sonido de las trompetas: estos son los lugares comunes de la sucesión de los tiempos. En 1793 la república arrancó de la iglesia de Blenheim los estandartes quitados a la monarquía en 1704: Así vengaba al reino e inmolaba al rey; echaba abajo la cabeza de Luis XIV, pero solo permitía a la Francia desgarrar la bandera blanca.

Nada hace conocer mejor la grandeza de Luis XIV, que hallar su memoria hasta en los barrancos formados por el torrente de las victorias napoleónicas. Las conquistas de este monarca dejaron a nuestro país fronteras que nos guardan aun. El alumno de Brienne, a quien la legitimidad dio una espada, encerró por un momento la Europa en su antecámara; pero muy pronto se le escapó de las manos: el nieto de Enrique IV puso esa misma Europa a los pies de la Francia, y así ha permanecido. Esto no quiere decir que compare yo a Napoleón con Luis XIV; hombres ambos de diversos destinos, pertenecen a distintos siglos, a diferentes naciones; el uno terminó una era, el otro inauguró un mundo. Puede decirse de Napoleón lo que dice Montaigne de César: «Perdonó a la victoria el no haber podido desenredarse de él.»

Las indignas colgaduras del palacio de Blenheim que vi con Pelletier, representan al mariscal de Tallort quitándose el sombrero ante el duque de Marlborough, el cual se halla en la actitud de un fanfarrón. No por eso Tallort dejó de ser el favorito del anciano león; prisionero en Londres, venció en el ánimo de la reina Ana a Marlborough, que le había derrotado en Blenheim, y murió siendo individuo de la academia francesa. Era, según Saint-Simon, hombre de mediana estatura, con ojos un tanto envidiosos dotado de mucho fuego y talento, pero atormentado siempre por su ambición.

Voy escribiendo historia en carruaje, ¿y por qué no? César la escribía en su litera, y si él ganaba las batallas que narraba, yo no he perdido la de que hablo.

Todo el camino desde Dillingen a Donawerth es una rica llanura de desigual nivel, en donde están mezclados los campos de trigo con las praderas, y se acerca uno o se aleja del Danubio, según los recodos del camino y las vueltas del ríos. A esta altura, las aguas del Danubio son aun amarillas como las del Tíber.

Apenas se sale de una aldea cuando ya se divisa otra; aquellos pueblos son todos muy curiosos y risueños, y con frecuencia se ven algunos frescos en las paredes de las casas. Conforme se va uno aproximando al Austria se pronuncia cada vez más un cierto carácter italiano, el habitante del Danubio no es ya el aldeano del Danubio.

Son menton nourrissait une barbe touffue:

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Toute sa personne velue

Ropresentait un ours, mais un ours mal léché 4.

Pero se echa aquí de menos el cielo de Italia; el sol está bajo y blanco; aquellas aldeas sembradas con tal profusión, no son esos pueblos de la Romania que protegen las obras maestras de las artes ocultas debajo de ellos; con solo arañar la tierra, esta labor hace brotar como una espiga de trigo, alguna maravilla del cincel antiguo.

Sentí al estar en Donawerth el haber llegado demasiado tarde para gozar de una espesa perspectiva del Danubio. El lunes 21 igual aspecto presentaba el paisaje; pero el suelo no es tan bueno y los aldeanos parecen más pobres. Empiézanse a ver montes de pinos y colinas. La selva Hercyniana llegaba hasta aquí, y los árboles, cuya singular descripción nos dejó Plinio, fueron destruidos por generaciones sepultadas ahora por seculares encinas.

Cuando Trajano echó un puente sobre el Danubio, la Italia oyó por la vez primera el nombre tan fatal al mundo antiguo, el nombre de los godos. Abriose el camino a hordas de salvajes que marcharon al saqueo de Roma. Los hunos y su Atila construyeron sus palacios de madera enfrente del Coliseo, a orillas del río rival del Rin, y como el enemigo del Tíber. Las hordas de Alarico atravesaron el Danubio en 376 para derribar el imperio griego civilizado, por el mismo sitio que le pasaron los rusos en 1828 con el designio de derribar el imperio bárbaro asentado sobre los restos de la Grecia. ¿Habría adivinado Trajano que llegaría un día en que se estableciese una civilización de nueva especie allende los Alpes, en los confines del río que él había casi descubierto? El Danubio, que nace en la selva, va a morir en el mar Negro. ¿En dónde se halla su principal manantial? en el patio de un barón alemán, el cual emplea la náyade en lavar su ropa blanca. Habiendo tratado un geógrafo de negar el hecho le puso pleito el noble propietario alemán; habiéndose resuelto por sentencia del tribunal que el manantial del Danubio se hallaba en el palacio del referido barón, y no podía estar en otra parte. ¡Cuántos siglos han sido necesarios para llegar desde los errores de Ptolomeo a esta importante verdad! Tácito hace descender el Danubio del monte Abnoba, montis Abnoke. Pero los barones hermonduros, cheruscos, marcomanos y quados, que son las autoridades en que se apoya el historiador romano, no eran tan entendidos como nuestro barón alemán. Eudorono sabía tanto cuando le hacia yo viajar en las embocaduras del Ister, adonde el Euxino, según Racine, debía llevar a Mitridatos en dos días. «Habiendo pasado el Ister junto a su embocadura, descubrí un sepulcro de piedra, sobre el cual crecía un laurel. Arranqué la yerba que cubría algunas letras latinas, y pronto pude leer este primer verso de las elegías de un infortunado poeta.

«Mon livre, vousirez a Rome, et vousirez a Rome ans moi 5».

Al perder el Danubio su soledad, ha visto reproducirse en sus riberas los males inseparables de la sociedad: pestes, hambres, incendios, saqueos de ciudades, guerras y esas divisiones que renacen a cada paso de las pasiones o de los errores humanos.

Déja nous avous vu le Danube insconstante,

Qui tautòt catholique et tautòt protestante,

Sert Rome et Luther de sou onde,

Et qui, comptant aprés pour rien

Lo Romain et le Lutherien,

Fiuit sa course vaguboude

Par n'etre pas méme créthien 6.

4 Una barba cerrada cubría su rostro, y su velludo cuerpo representaba un oso, pero un oso

mal formado. 5 Libro mío irás a Roma, e irás a Roma sin mí. (Mártires.)

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Ratisbona.— Fábrica de emperadores.— Disminución de la vida social a medida que se aleja uno de Francia.— Sentimientos religiosos de los

alemanes.

Después de Donawerth se encuentra a Burtkheim y a Neubourg. En Ingolstadt me sirvieron corzo para almorzar, y ciertamente que da lástima comer un animal tan hermoso. Siempre he leído con horror el relato de la fiesta de la instalación de Jorge Neville, arzobispo de York en 1466: asáronse en ella cuatrocientos cisnes que cantaban en coro su himno fúnebre. También se habla en este banquete de doscientos cuatro gansos y lo creo muy bien.

Regensburg, que nosotros llamamos Ratisbona, presenta al llegar desde Donawerlh un aspecto agradable. Eran las dos del día 21, cuando me detuve delante de la casa de postas. Mientras que enganchaban, operación siempre larga en Alemania, entré en una iglesia inmediata llamada la Capilla Vieja, blanqueada y dorada de nuevo. Ocho ancianos sacerdotes negros, de cabellos blancos, cantaban las vísperas; en otro tiempo había yo orado en una capilla de Tívoli por un nombre que oraba asimismo a mi lado: en una de las cisternas de Cartago había yo ofrecido también oraciones a San Luis, muerto no lejos de Utica, más filósofo que Catón, más sincero que Aníbal, más piadoso que Eneas: en la capilla de Ratisbona tuve la idea de encomendar al cielo al joven rey a quien iba a buscar; empero temía demasiado la cólera de Dios para solicitar una corona, y supliqué al que dispensa todas las gracias, que concediese al huérfano la dicha, y le Inspirase el desprecio del poder.

Pasé desde la Capilla Vieja a la catedral, la que, aun cuando más pequeña que la de Ulma, es más religiosa y de mejor estilo. Sus vidrieras de colores la cubren de esa oscuridad que tanto se presta al recogimiento. La capilla blanca convenía mejor a mis votos por el inocente Enrique; la sombría basílica me conmovió sobremanera por mi antiguo rey Carlos.

Poco me importaba el edificio donde se elegían en otro tiempo los emperadores, lo cual prueba a lo menos que había soberanos electivos, y hasta soberanos a quienes se juzgaba. El articulo 18 del testamento de Carlo-Magno dice: «Si alguno de nuestros nietos nacidos o por nacer son acusados, mandamos que no se les rape la cabeza, que no se les saque los ojos, que no se les corte miembro alguno de su cuerpo, ni se les condene a muerte sin buena discusión ni examen.» No recuerdo qué emperador de Alemania depuesto reclamó solo la soberanía de un viñedo que merecía su predilección.

En Ratisbona, fábrica en otro tiempo de soberanos, se acuñaban emperadores a veces de baja ley; se ha perdido este comercio: una batalla de Bonaparte y el príncipe primado, servil cortesano de nuestro gendarme universal, no han resucitado la moribunda ciudad. Los regensburgeses, vestidos y rollizos como el pueblo de París, carecen de fisonomía particular. La ciudad, por falta de un número bastante crecido de habitantes, es melancólica; la yerba y el cardo ocupan sus barrios, y no tardarán en levantar sus plumas y sus lanzas sobre sus torreones. Kepler, que hizo girar a la tierra lo mismo que Copérnico, descansa para siempre en Ratisbona.

Salimos por el puente del camino de Praga, puente muy celebrado, y por cierto bastante feo. Al dejar el lecho del Danubio se principia a subir sitios escarpados. Kirn, primera parada, está situada sobre una escabrosa cuesta, desde cuya cima y al través de acuosas nubes, descubrí melancólicas colinas y pálidos valles. Cambia la fisonomía de los aldeanos; los muchachos amarillos y abotagados tienen el aire enfermizo.

Desde Krin a Waldmünchen aumenta la miseria de la naturaleza; apenas se ven ya aldeas, y

6 Hemos visto ya el voluble Danubio, que ora católico, ora protestante, sirve a Roma y a

Lutero con sus aguas, y que teniendo luego en nada al romano y al luterano, concluye su errante curso no siendo ni cristiano siquiera.

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solo se encuentran chozas hechas de troncos de árboles unidos con una argamasa de tierra como en las gargantas más estériles de los Alpes.

La Francia es el corazón de la Europa; a medida que uno se aleja de ella disminuye la vida social, y puede juzgarse de la distancia a que se halla uno de París por la mayor o menor languidez del país a donde se retira. En España e Italia, la disminución del movimiento y la progresión de muerte son menos sensibles; en el primer país llaman la atención otro pueblo, otro mundo, los árabes cristianos; en el segundo el encanto del clima y de las artes, la seducción de los amores y de las ruinas no dejan tiempo para aburrirse. Pero en Inglaterra, a pesar de la perfección de la sociedad física, y en Alemania a pesar de la moralidad de los habitantes, se siente uno desfallecer. En Austria y en Prusia pesa el yugo militar sobre vuestras ideas como un cielo oscuro sobre vuestra cabeza; hay cierta cosa que advierte que no se puede escribir, hablar ni pensar con independencia; que es preciso segregar de la existencia toda la parte noble y dejar viciosa la primera facultad del hombre como un don inútil de la divinidad. Como las artes y la hermosura de la naturaleza no vienen a engañar vuestras horas, solo queda el recurso de sumergirse en una torpe disipación o entregarse a esas verdades especulativas con que se contentan los alemanes. Para un francés, o a lo menos para mí, tal modo de existir es imposible; sin dignidad no comprendo la vida, que hasta es difícil comprender con todas la seducciones de la libertad, de la gloria y de la juventud.

Una cosa, sin embargo, me encanta entre los alemanes; el sentimiento religioso. Si no estuviese tan fatigado, dejaría la posada de Nittenau, donde tomo los apuntes de este diario, e iría a la oración vespertina con esos hombres, esas mujeres y esos niños a quienes llama a la iglesia el patético tañer de una campana. Aquella multitud, viéndome de rodillas entre ella, me acogería en virtud de la unión de una fe común. Cuándo llegará el día en que unos filósofos en su templo bendigan a un filósofo que llegue en posta, y ofrezcan con ese extranjero una oración semejante a un Dios acerca del cual están discordes todos los filósofos! Lo más seguro es el rosario del cura y a él me atengo.

Llegada a Waldmünchen.— Aduana austríaca.— Prohibición de entrar en Bohemia.— Permanencia en Waldmünchen.— Cartas del conde de Choteck.—

Inquietudes.— El Viático.

21 de mayo.

Waldmünchen adonde llegué el martes 21 de mayo por la mañana, es el último pueblo de Baviera por este lado de Bohemia. Me felicitaba de hallarme en disposición de cumplir prontamente mi misión; estaba solo a cincuenta leguas de Praga. Me sumergí en el agua helada, e hice mi tocado mirándome en una fuente, como un embajador que se prepara a una entrada triunfal, partí y a una media legua de Waldmünchen me acerqué con la mayor seguridad a la aduana austriaca. Una barrera en cuesta terminaba el camino y por allí bajé con Jacinto cuyo pecho se veía adornado con la cinta encarnada. Un joven aduanero armado con un fusil nos condujo al piso bajo de una casa y a un salón abovedado. Hallábase allí sentado en su bufete como en un tribunal, un grueso y anciano jefe de aduaneros alemanes: sus cabellos eran rojos lo mismo que sus bigotes, sus cejas espesas formaban sesgo sobre dos ojos verduzcos medio abiertos, en fin el conjunto maligno de este hombre tenía una mezcla del espía polizonte de Viena y del contrabandista de Bohemia.

Sin hablar una palabra tomó nuestros pasaportes y el joven aduanero me acercó tímidamente una silla, mientras que el jefe ante el cual parecía temblar, los examinaba. No quise sentarme, me acerqué a ver unas pistolas colgadas en la pared y una carabina que había en un rincón de la sala, la cual me recordó la escopeta con que el agá del istmo de Corinto disparó contra el aldeano griego. Después de un corto silencio el austriaco ladró dos o tres palabras que mi basileo tradujo así:

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—No pasaréis.

—¿Cómo, no pasaré, y por qué?

Comienza la explicación.

—Vuestras señas no están en el pasaporte.

—Mi pasaporte está expedido por el ministerio de Estado.

—Vuestro pasaporte está ya vencido.

—Mi pasaporte es válido, pues aun no tiene un año.

—No está refrendado por la embajada austríaca en París.

—Os equivocáis, si lo está.

—No tiene el timbre seco.

—Será un olvido de la embajada; además ahí está el visto bueno de las demás legaciones extranjeras.

Acabo de atravesar el cantón de Basilea, el gran ducado de Baden, el reino de Wurtemberg, toda la Batiera y nadie me ha puesto el menor obstáculo. con solo decir mi nombre ni siquiera han desdoblado mi pasaporte.

—¿Tenéis algún carácter público?

—He sido ministro en Francia, embajador de su majestad cristianísima en Berlín, en Londres y en Roma. Soy amigo personal de vuestro rey y del príncipe de Metternich.

—A pesar de todo no pasaréis.

—¿Queréis que dé una fianza? ¿Queréis que me acompañe una persona que responderá de mí?

—Os digo que no pasareis.

—¿Y si envío un propio al gobierno de Bohemia.

—Haced lo que gustéis.

Se me acabó la paciencia y empecé a dar a todos los diablos aquel pesado aduanero. Embajador de un rey sobre un trono, poco me habría importado perder algún tiempo, pero embajador de una princesa aprisionada, me creía infiel con la desgracia, traidor con mi soberana cautiva.

El hombre escribía y el basileo no traducía mi monólogo, pero hay palabras francesas que nuestros soldados han enseñado a! Austria y que esta no ha olvidado. «Explícale, dije al intérprete, que me dirijo a Praga para ofrecer mis homenajes al rey de Francia.» El aduanero sin interrumpir su escritura, contestó: «Carlos X no es para el Austria el rey de Francia.» Entonces contesté yo. «Pues para mí si lo es.» Estas palabras que lancé a aquel cancerbero parecieron causarle algún efecto y me miró oblicuamente y por lo bajo. Creí que su larga apuntación seria a! fin un favorable refrendo; él por su parte después de hacer algunos signos en el pasaporte de Jacinto lo pasó todo al intérprete. Sucedió, pues, que el visto bueno era una explicación de los motivos que le impedían dejarme continuar mi camino, por manera que no solo me era imposible ir a Praga, sino que mi pasaporte estaba tachado de falso para los demás puntos en donde pudiera presentarme con él. En su consecuencia me volví al carruaje y dije al postillón: «A Waldmünchen.»

Mi regreso no sorprendió al dueño de la posada, el cual hablaba algo el francés, y me refirió que lo mismo había sucedido a otros extranjeros, los cuales se habían visto obligados a detenerse en Waldmünchen y enviar sus pasaportes, para ser refrendados en Múnich por la legación austríaca. Mi posadero que era un excelente sujeto y administrador de correos, se encargó de enviar al Gran Burgrave de Bohemia la carta, cuya copia dice así:

«Waldmünchen, 21 de mayo de 1833.

«Señor gobernador:

«Teniendo el honor de ser conocido personalmente de S. M. el emperador de Austria y del príncipe de Metternich, había creído poder viajar en los estados

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austríacos con un pasaporte que no contando aun un año de fecha era todavía válido legamente, y se hallaba además visado por el embajador de Austria en París, para Suiza e Italia. En efecto, señor conde, he atravesado la Alemania, y solo mi nombre bastaba para que me dejasen pasar. Esta mañana únicamente, el jefe de la aduana austríaca de Haselbach no se ha creído autorizado para concederme el pase, por los motivos expuestos en su anotación en mi pasaporte que va adjunto, y en el de Mr. Pilorge, mi secretario, lo cual me ha obligado con gran pesar mío a retroceder a Waldmünchen, en donde aguardo vuestras órdenes. Me atrevo a esperar, señor conde, que tendréis a bien remover la pequeña dificultad que me detiene, enviándome con el mismo propio que tengo el honor de expediros, el permiso necesario para ir a Praga, y desde allí a Viena.

«Soy con la mayor consideración, señor gobernador, vuestro muy humilde y obediente servidor.»

«Chateaubriand.»

«Dispensadme señor conde, la libertad que me tomo de incluir adjunto una esquela abierta para el duque de Blacas.»

Traslúcese en esta carta algo de orgullo; sentiame herido, y me creía tan humillado como Cicerón, que cuando al volver en triunfo de su gobierno de Asia, le preguntaron sus amigos si llegaba de Baias o de su casa de Tusculano. ¡Era posible! mi nombre que volaba de uno a otro polo, ¿no había llegado a oídos de un aduanero en las montañas de Haselbach? cosa tanto más cruel, cuanto que se conocían en Basilea mis triunfos. En Baviera me saludaron siempre con el titulo de monseñor, o de excelencia; un oficial bávaro en Waldmünchen decía en alta voz en la posada que mi nombre no necesitaba del visto bueno de un embajador de Austria. Confieso que estos consuelos eran grandes, pero al fin quedaba siempre una triste verdad, la de que existía en la tierra un hombre que jamás había oído hablar de mí.

¿Quién sabe, sin embargo, si el aduanero de Haselbach me conocía? ¡La policía de todos los países se halla tan íntimamente enlazada! Un político que no aprueba ni admira los tratados de Viena, un francés que ama el honor y la libertad de la Francia, que permanece fiel al poder caído, pudiera muy bien hallarse inscrito en el registro de Viena. ¡Qué noble venganza la de tratar a Mr. de Chateaubriand como a uno de esos comisionistas tan sospechosos para los espías! ¡Qué dulce satisfacción la de tratar como a un vagabundo cuyos papeles no están en regla a un encargado de llevar subrepticiamente a un hijo proscripto los adioses de una madre cautiva!

El propio partió de Waldmünchen el 21 a las once de la mañana; calculaba yo que podría estar de vuelta el 23 por la tarde, y durante este tiempo no descansó mi imaginación un solo instante. ¿Qué resultado tendría mi mensaje? Si el gobernador es un hombre de carácter y sabe vivir, me enviará el permiso, pero si al contrario es un hombre pusilánime, me contestará que mi petición no se halla al alcance de sus atribuciones y que se ha apresurado a consultar al gobierno de Viena lo que debe hacer. Este leve incidente puede agradar y desagradar al mismo tiempo al príncipe de Metternich. Conozco cuanto teme a los periódicos; yo le he visto en Verona abandonar los asuntos más importantes y encerrarse todo azorado con Mr. de Gentz para redactar un artículo contestando al Constitucional y al diario de los Debates. ¡Cuántos días trascurrirán hasta que expida sus órdenes el ministro imperial!

¿Por otra parte, se alegrará Mr. de Blacas de verme en Praga? ¿No creerá Mr. de Damas que voy a destronarle? ¿No causará mi viaje algún recelo al cardenal de Latir? ¿No se aprovechará el Triunvirato del descontento para cerrarme las puertas en vez de hacérmelas abrir? Nada más fácil, pues bastará para ello una sola palabra dicha en secreto al gobernador, la cual ignoraré toda mi vida. ¿Cuán inquietos no estarán mis amigos de París? ¿Cuánto no hablarán los periódicos, cuando se sepa esta aventura? ¿Cuántas noticias no circularán a consecuencia de ella? ¿Y si el Gran Burgrave no tiene por conveniente contestarme? ¿Y si se halla ausente y nadie se atreve a hacer sus veces? ¿Qué haré yo sin pasaporte? ¿Dónde podré darme a conocer? ¿En Múnich? ¿En Viena? ¿Qué maestro de postas querrá facilitarme caballos? Estaré preso de hecho en Waldmünchen.

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Figurábame que los dragones me iban a fusilar, y pensaba en mi alejamiento de todo cuanto me era querido: me queda muy poco tiempo de vida para que me resigne a perderla. Horacio dijo: Carpe diem, «aprovechado el día.» Consejo del placer a los veinte años, de la razón a mi edad.

Cansado de revolver en mi imaginación todas las contingencias, oí el ruido de una multitud en lo exterior de mi posada que se hallaba en la plaza del pueblo. Me asomé al balcón y vi a un sacerdote que llevaba el Viático a un moribundo. ¿Qué le importaban a ese moribundo los negocios de los reyes, de sus servidores y del mundo entero? Todos abandonando su trabajo seguían al sacerdote: mozas y viejas, niños y madres con las crías en sus brazos repetían las oraciones de los agonizantes. Al llegar a la puerta del enfermo el cura dio la bendición con el Santo Viático y los asistentes se arrodillaron haciendo la señal de la cruz e inclinando la cabeza. El pasaporte para la eternidad no será desconocido por el que distribuye el pan y da albergue al viajero.

Capilla.— Mi cuarto en la posada.— Descripción de Waldmünchen.

Aunque había estado siete días sin acostarme, y a pesar de no ser más que la una, no pude quedarme en casa: salí del pueblo por el lado de Ratisbona, vi a la derecha en medio de un campo de trigo una capilla blanca, y dirigí hacia ella mis pasos. Estaba cerrada la puerta, y a través de una ventana sesgada divisé un altar con una cruz. La fecha de la creación de este santuario (1830) se hallaba escrita sobre el arquitrabe: en esta época se derribaba una monarquía en París, y se construía una capilla en Waldmünchen. Las tres generaciones proscriptas debían ir a habitar un destierro a cincuenta leguas del nuevo asilo consagrado al rey crucificado. Consúmanse a un mismo tiempo millones de acontecimientos: ¿qué le importa al negro dormido bajo una palmera en las orillas del Níger, el blanco que en aquel mismo instante sucumbe herido del puñal en las orillas del Tíber? ¿Qué le importa al que llora en Asia el que ríe en Europa? ¿Qué le importaba al albañil que edificaba aquella capilla y al sacerdote bávaro que exaltaba aquel crucifijo en 1830, el demoledor de Saint-Germain-l'Auxerrois, y al destructor de cruces en 1834? Los sucesos solo interesan a los que sufren con ellos o a los que de ellos se aprovechan; nada absolutamente interesan para los que los ignoran, o para aquellos a quienes no alcanzan. Pastores de los Abruzos ha habido que han visto pasar sin bajar de la montaña a los cartagineses, a los romanos, a los godos, a las generaciones de la edad media y a los hombres de la época actual. Y esa raza de pastores no se ha mezclado a los habitantes sucesivos del valle, habiendo solo subido hasta ella la religión.

De vuelta en la posada me arrojé sobre dos sillas con la esperanza de quedarme dormido, pero en vano; el movimiento de mi imaginación era mayor que mi cansancio. Me acordaba sin cesar del propio que había enviado, y ni la comida consiguió distraerme. Me acosté en medio del rumor de los rebaños que volvían del campo. A las diez sentí un nuevo ruido; el sereno acababa de cantar la hora; ladraron mas de cincuenta perros, después de lo cual se fueron a la perrera como si el sereno los hubiera mandado callar: reconoci entonces la disciplina alemana.

La civilización ha progresado en la Alemania desde mi viaje a Berlín; las camas son ya casi bastante largas para un hombre de una estatura regular; pero la sábana de encima está siempre cosida a la colcha, y la de debajo sumamente estrecha, acaba por arrollarse produciendo grane incomodidad: y ya que me encuentro en el país de Augusto Lafontaine, imitaré su genio, instruyendo a la última posteridad de lo que existía en mi tiempo en el cuarto de mi posada en Waldmünchen. Sabed, pues, descendientes míos, que este cuarto era una habitación a la italiana, con sus paredes desnudas encaladas de blanco, sin molduras ni tapicerías de ningún género, con un ancho friso de color por bajo, tres fajas alrededor del techo; la cornisa pintada de rosetones azules con una guirnalda de hojas de laurel, color de chocolate, y debajo de la cornisa, en la pared, dibujos encarnados sobre un fondo verde americano; de trecho en trecho algunos cuadritos con grabados franceses e ingleses. Dos ventanas con cortinas de algodón blanco: entre las dos ventanas un espejo. En medio del cuarto una mesa para doce cubiertos cuando menos,

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cubierta de hule pintado de rosas y otras flores. Seis sillas con sus almohadones cubiertos de tela encarnada con cuadros escoceses. Una cómoda, tres confidentes alrededor del cuarto, en un rincón cerca de la puerta una estufa de loza barnizada de negro, cuyos lados ofrecían en relieve las armas de Baviera, terminando por arriba en un recipiente en forma de corona gótica. La puerta estaba provista de una complicada máquina de hierro, capaz de cerrar las puertas de un calabozo y de burlar las ganzúas de amantes y ladrones. Indico a los viajeros el excelente cuarto en que escribo este inventario, y el cual puede competir con el del Avaro; se le recomiendo a los legitimistas futuros que pudieran ser detenidos por los herederos del tigre de Haselbach. Esta página de mis Memorias agradará sobremanera a la escuela literaria moderna.

Después de haber contado a la luz de mi lamparilla los astrágalos del techo, y examinado las estampas de la joven milanesa, la joven helveciana, la joven francesa, la joven rusa, el difunto rey de Baviera, la difunta reina de Baviera, muy parecida a una señora a quien yo conozco, pero cuyo nombre no puedo recordar, logré conciliar el sueño por algunos minutos.

Levanteme el 22 a las siete, y habiéndome quitado un baño lo que me quedaba de cansancio, me ocupé solo de mi aldea, como el capitán Cook de un islote descubierto por él en el Océano Pacifico.

Waldmünchen está situado sobre la pendiente de una colina, y se asemeja bastante a una aldea derruida de los Estados romanos; algunas fachadas pintadas al fresco, un arco a la entrada y a la salida de la calle principal, punto de tiendas ostensibles, una fuente seca en la plaza, un empedrado detestable mezclado de losas grandes y de pequeños guijarros, como el que se ve solo en las cercanías de Quimper-Corentin.

El pueblo, cuya apariencia es rústica, no viste traje particular. Las mujeres van con la cabeza al aire o envuelta en un pañuelo, a la manera de las lecheras de París; sus vestidos son cortos, y andan con las piernas y pies desnudos como los niños. Los hombres van vestidos, parte como los habitantes del pueblo de nuestras ciudades, y parte como nuestros antiguos aldeanos. A Dios gracias, solo llevan sombreros, y les son desconocidos los infames gorros de algodón de nuestros compatriotas.

Todos los días hay (ut mos) espectáculos en Waldmünchen, y yo asistí a presenciarlos. A las seis de la mañana, un pastor anciano, alto y delgado, recorre la aldea en diferentes paradas, y toma una trompa recta, de seis pies de largo, que de lejos podría tomarse por una bocina o un cayado de pastor. Primero despide tres sonidos metálicos bastante armoniosos, y luego hace oír el aire precipitado de una especie de galop o canto de los boyeros de Suiza, imitando los gruñidos de los cerdos. La tocata concluye con una nota sostenida y que sube hasta el falsete.

Súbitamente salen por todas las puertas vacas, becerras, terneras, toros, e invaden mugiendo la plaza de la aldea; suben o bajan de todas las calles circunvecinas, y formados en columna toman el camino acostumbrado para ir a pacer. Sigue después caracoleando el escuadrón de puercos, que se asemejan a jabalíes y van gruñendo. Los carneros y corderos, colocados a la cola, forman balando la tercera parte del concierto; los gansos componen la reserva, y en un cuarto de hora todo desaparece.

Por la tarde a las siete se oye de nuevo la trompa, y es señal de que vuelve el ganado. El orden de la tropa es distinto: los puercos forman la vanguardia, siempre con la misma música, los unos a manera de exploradores, corren a la aventura o se detienen en todas las esquinas: los carneros desfilan, las vacas con sus hijos, hijas y maridos, cierran la marcha: los gansos van ondeando por los costados. Todos esos animales vuelven a su techado y ninguno equivoca la puerta de su albergue; pero hay cosacos que van al merodeo, aturdidos que juegan y no quieren entrar, jóvenes toros que se obstinan en quedarse con una compañera que no es de su establo. Entonces vienen las mujeres y los niños con sus varas y obligan a los descarriados a reunirse a los suyos y a los refractarios a someterse a la regla. Gozábame yo en aquel espectáculo, como en otro tiempo Enrique IV en Chauny se divertía con el vaquero llamado Toul-le-Monde, que reunía sus ganados al son de la trompeta.

Hace bastantes años que estando en el palacio de Fervaques, en Normadla, en casa de Mad. de Custines, ocupaba yo la habitación de ese Enrique IV: mi cama era enorme, lo cual probaba que el Bearnés no habría dormido solo en ella: allí gané el realismo; pues naturalmente no lo tenía. El palacio se halla rodeado de fosos llenos de agua. Las vistas de mi ventana se extendían

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sobre praderas que cruza el pequeño río de Fervaques. En aquellas praderas vi una mañana una elegante marrana de extraordinaria blancura, que parecía ser la madre del príncipe cochinillo. Hallábase echada al pie de un sauce sobre la fresca yerba, en el rocío; un joven verraco cogió un poco de musgo fino, y masticándolo con sus colmillos de marfil, fue a esparcirlo sobre la que dormía: por tantas veces renovó esta operación, que la blanca marrana concluyó por quedar enteramente oculta, no se veían más que unas patas negras que salían entre la capa de verde que la cubría.

Sea dicho esto en honor de un animal de mala fama, del que me avergonzaría de haber hablado tanto, si Homero no lo hubiese cantado. Echo de ver, en efecto, que esta parte de mis Memorias no es sino una Odisea. Waldmünchen es Ítaca, el pastor es el fiel Eumeo con sus puercos, y yo soy el hijo de Laertes, de vuelta de recorrer la tierra y los mares. Quizá hubiera hecho mejor en embriagarme con el néctar de Evantheo, en comer la flor de la planta moli, en afeminarme en el país de los lotófagos, en permanecer en casa de Circe, o en obedecer al cántico de las sirenas, que me decían: «Acércate, ven con nosotras.»

22 de mayo de 1833.

Si tuviese veinte años, buscaría algunas aventuras en Waldmünchen como medio de abreviar las horas; pero a mi edad no tiene uno más escala de seda que recuerdos, ni escala paredes más que con sombras. En otro tiempo estaba yo unido con mi cuerpo, y le aconsejaba que viviese cuerdamente, a fin de que apareciese esbelto y robusto por unos cuarenta años. Él se burlaba de los juramentos de mi alma; se obstinaba en divertirse, y no habría dado dos blancas por ser un solo día lo que se llama un hombre bien conservado.—¡Vaya al diablo! decía: ¿qué he de ganar con escatimar de mi primavera las dulzuras de la vida, cuando nadie querrá compartirlas conmigo! Y se entregaba a los placeres hasta saciarse.

Me hallo, pues, obligado a tomarlo tal como se halla en la actualidad. El 22 le llevé a pasear al Sudeste de la aldea, y seguimos entre las canteras un arroyo que ponía en movimiento unas fábricas. En Waldmünchen hay fábricas de telas, cuyas piezas estaban extendidas sobre los prados; las muchachas encargadas de mojarlas, corrían con los pies desnudos sobre las zonas blancas precedidas de los chorros de agua que brotaban de sus regaderas, como los jardineros riegan un cuadro de flores. A lo largo del arroyo iba yo pensando en mis amigos; me enternecía a su recuerdo, y me preguntaba luego qué dirían de mí en París:—¿Habrá llegado? ¿Habrá visto a la familia real? ¿Volverá pronto? Y reflexionaba si enviaría a Jacinto a buscar manteca fresca y pan moreno para comer berros a orillas de una fuente, bajo un grupo de chopos. Mi vida no tenía más ambición que esa. ¿Por qué la fortuna ha unido los faldones de mi ropilla con el paño del manto de los reyes?

Al volver a la aldea pasé junto a la iglesia: a la muralla hay unidos dos santuarios: el uno presenta a San Pedro Advincula con un cepillo para los presos, y eché en él unos cuantos kreutzer en memoria de la prisión de Pellico y de mi celda en la prefectura de policía. El otro santuario representa la escena del monte de los Olivos, escena tan tierna y sublime, que ni aun allí aparecía destruida por lo grotesco de los personajes.

Apresuré mi comida, y corrí a la oración de la tarde, a que oía tocar. Al volver la esquina de la angosta calle de la iglesia, se me ofreció a la vista una perspectiva de colinas lejanas: un resto de claridad respiraba aun en el horizonte, y esa claridad moribunda venía del lado de Francia. Me traspasó el corazón un sentimiento profundo. ¡Cuándo acabará mi peregrinación! Yo atravesé las tierras germánicas, bien miserable cuando volvía del ejército de los príncipes, y en gran triunfo cuando me dirigía a Berlín, siendo embajador de Luis XVIII: después de tantos y tan diversos años, penetraba de oculto en el interior de esa misma Alemania para buscar al rey de Francia, desterrado de nuevo.

Entré en la iglesia, la cual estaba enteramente oscura, no había siquiera en ella una lámpara encendida. A través de las tinieblas no podía reconocer el santuario bajo una bóveda gótica sino por su oscuridad más densa. Las paredes, los altares, los pilares, me parecían cargados de adornos y de cuadros llenos de molduras: la nave estaba ocupada por bancos juntos y paralelos.

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Una mujer anciana rezaba en alta voz los Padre nuestros del rosario, y otras mujeres jóvenes y ancianas a quienes no veía, contestaban las Ave marías. La anciana articulaba bien; su voz era clara; su acento grave y patético, y se hallaba dos bancos más allá que yo: su cabeza se inclinaba lentamente en la sombra cada vez que pronunciaba la palabra Cristo, añadiendo alguna oración al Padre nuestro. Al rosario siguió la letanía de la Virgen, y los ora pro nobis salmodiados en alemán por las invisibles devotas, resonaban en mi oído como la palabra repetida: ¡Esperanza, esperanza, esperanza! Salimos de allí en tropel, y me fui a acostar con la esperanza. Mucho tiempo hacia que la había estrechado en mis brazos, pero nunca envejece, y se la quiere siempre; a pesar de sus infidelidades.

Según Tácito, los germanos creen la noche más antigua que el día. Nox ducere diem videtur. Yo no obstante, he contado noches jóvenes y días sempiternos. Los poetas nos dicen también que el sueño es hermano de la muerte, no lo sé, pero seguramente la vejez es su pariente más cercano.

23 de mayo de 1833.

El 23 por la mañana mezcló el cielo algunas dulzuras a mis males: Bautista me notició que el hombre de más consideración en el pueblo, el cervecero, tenía tres hijas, y poseía mis obras, colocadas entre sus toneles. Cuando salí, el señor y dos hijas suyas me miraban pasar: ¿qué hacía la tercera hija? En otro tiempo vino a mis manos una carta del Perú, escrita de mano de una dama prima del sol, la cual admiraba a Atala; pero ser conocido en Waldmünchen, en las barbas mismas del tigre de Haselbach, era cosa mil veces más gloriosa: verdad es que esto pasaba en Baviera, a una legua de Austria, ludibrio de mi fama. ¿Quiere saberse lo que habría sucedido si mi excursión a Bohemia hubiese sido emprendida por mí solo? (Pero ¿qué hubiera ido a hacer por mí solo en Bohemia?) Detenido en la frontera hubiera vuelto a París. Un hombre había pensado hacer un viaje a Pekín: viole un amigo suyo en el Puente real en París, y le dice:— ¿Cómo es eso? Yo os creía en la China.—He vuelto: esos chinos me han puesto dificultades en Cantón, y los dejé plantados allí.

Conforme estaba Bautista refiriéndome mis triunfos, el clamoreo de un entierro me hizo asomar a la ventana. Pasa el cura precedido de la cruz, y afluyen hombres y mujeres, aquellos con capas y estas con vestidos y tocas negras. El cuerpo sacado a tres puertas de la mía, fue conducido al cementerio; media hora después volvieron los acompañantes sin el acompañado. Dos muchachas tenían sus pañuelos sobre los ojos, y una de ellas lanzaba gritos: ambas lloraban a su padre: el difunto era el que recibió el Viático el día de mi llegada.

Si mis Memorias llegan a Waldmünchen; cuando yo mismo haya dejado de existir, la familia hoy de luto hallará en ellas la fecha de su dolor pasado. Quizá el agonizante haya oído desde el fondo de su lecho el ruido de mi carruaje: este es el único rumor que habrá llegado de mí a sus oídos en la tierra.

Dispersada la multitud, tomé el camino que había visto seguir al convoy en la dirección de Levante de invierno. Hallé primero una laguna de agua estancada, a cuya orilla corría rápidamente un arroyo como la vida a orillas de la tumba. Las cruces a la vuelta de un montecillo me indicaron el cementerio. Subí un camino practicado en una hondonada, y la brecha de una pared me introdujo en el santo recinto.

Surcos de arcilla representaban los cuerpos sobre la tierra, en diferentes puntos se elevaban cruces que marcaban los boquetes por donde los viajeros habían entrado en el nuevo mundo, como las boyas indican en la embocadura de un río los pasos abiertos a los barcos. Un pobre anciano cavaba la sepultura de un niño: todo sudoroso y con la cabeza descubierta, no cantaba ni bromeaba, a semejanza de los clowns de Hamlet. más lejos había otra fosa, junto a la cual se veía un banquillo, una palanca y una cuerda para descender a la eternidad.

Fui directamente a aquella fosa, que parecía decirme: «¡He aquí una buena ocasión!» En el fondo del hoyo yacía el reciente ataúd cubierto de una poca tierra, aguardando la demás. Una pieza de lienzo blanqueaba sobre el césped: los muertos tenían cuidado de su sudario.

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El cristiano alejado de su país, tiene siempre el medio de trasportarse a él súbitamente, visitando alrededor de las iglesias el último asilo del hombre: el cementerio es el campo de familia y la religión la patria universal.

Eran las doce del día cuando volví: según todo cálculo, el propio no podía estar de vuelta antes de las tres; pero con todo, cada pisada de caballo me hacía asomarme a la ventana: conforme se iba acercando la hora me convencía de que no llegaría el permiso.

Para devorar el tiempo pedí la cuenta de mi gasto, y me puse a contar las gallinas que había comido: otros más ilustres que yo no han desdeñado ese cuidado. Enrique Tudor, séptimo de este nombre, en quien terminaron las discordias de la Rosa blanca y de la Rosa encarnada, como voy yo a unir la escarapela blanca a la escarapela tricolor, Enrique VII, fue anotando página por página un cuaderno de cuentas que yo he visto: «A una mujer por tres manzanas, doce sueldos; por haber descubierto tres liebres, seis chelines y ocho sueldos; a Bernardo, el poeta ciego, cien chelines (era mejor que Homero); a un hombre pequeño little man, en Shafstesbury, veinte chelines.» Muchos hombres pequeños tenemos hoy, pero cuestan más de veinte chelines.

A las tres, hora en que el propio podía ya estar de vuelta, fui con Jacinto al camino de Haselbach. Hacía viento, y el cielo estaba sembrado de nubes que pasaban por delante del sol, arrojando su sombra a los campos y a las arboledas. Íbamos precedidos de un rebaño de la aldea, que levantaba en su marcha el noble polvo del ejército del gran duque de Quirocia, tan valerosamente combatido por el hidalgo de la Mancha. En lo alto de una de las cuestas del camino se elevaba un calvario desde el cual se descuban una larga faja de la calzada. Sentado en un barranco preguntaba a Jacinto: «Hermana Ana ¿no ves venir nada?» Algunos carruajillos de aldea, vistos a lo lejos, nos hacían latir el corazón; al acercarse aparecían vacios, como todo cuanto lleva ensueños. Tuve que volverme a casa y comí bien tristemente. todavía quedaba una tabla después del naufragio; a las seis debía pasar una diligencia: ¿Y no podía esta traer la respuesta del gobernador? Dan las seis y la diligencia no llega. A las seis y cuarto entra Bautista en mi habitación: «Acaba de llegar de Praga el correo ordinario, y nada trae para vos.» Extinguiose el último rayo de esperanza.»

Cartas del conde de Chotek.— La aldeana.— Salida de Waldmünchen.— Aduana austriaca.— Entrada en Bohemia.— Pinar.— Conversación con la

luna.— Pilsen.— Caminos reales del Norte.— Vista de Praga.

Apenas Bautista había salido de mi cuarto, cuando apareció Schwartz agitando en el aire una abultada carta con un sello nada pequeño, y gritando: «Aquí está la respuesta.» Me arrojo sobre el despacho, rompo el sobre y me encuentro, junto con una carta del gobernador, el permiso y una esquela de Mr.de Blacas. He aquí la carta del conde de Chotek:

«Praga, 23 de mayo de 1833.

«Señor vizconde: Siento mucho que a vuestra entrada en Bohemia hayáis experimentado dificultades y retrasos en vuestro viaje. Pero atendiendo a las órdenes severas que hay en nuestras fronteras para todos los viajeros que vienen de Francia, órdenes que hallaréis vos mismo muy naturales en las circunstancias presentes, no puedo menos de aprobar la conducta del jefe de la aduana de Haselbach. A pesar de la celebridad europea de vuestro nombre, tendréis a bien disculpar a ese empleado, que no tiene el honor de conoceros personalmente, si ha concebido dudas sobre la identidad de la persona, con tanto más motivo, cuanto que vuestro pasaporte no estaba visado más que para Lombardía y no para todos los estados austriacos. En cuanto a vuestro proyecto de viaje a Viena, escribo hoy sobre el particular al príncipe de Metternich, y me apresuraré a comunicaros su respuesta cuando lleguéis a Praga.

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«Tengo el honor de enviaros adjunta la respuesta del duque de Blacas, y os ruego tengáis a bien recibir las seguridades de la alta consideración con que tengo el honor de ser

«el Conde he Chotek.»

Esta respuesta era cortés y digna: el gobernador no podía abandonarme la autoridad inferior, que en último resultado no había hecho más que su deber. Yo mismo había previsto en París las objeciones de que podía ser objeto mi antiguo pasaporte. En cuanto a Viena, había hablado de ella con un objeto político, a fin de tranquilizar al conde de Chotek y demostrarle que no huía del príncipe de Metternich.

El jueves 24 a las ocho de la noche subí al carruaje. ¿Quién lo había de creer? Dejé a Waldmünchen con cierta especie de pesar. Habíame acostumbrado ya a mis patrones y estos a mí: conocía todos los semblantes en las ventanas y en las puertas; cuando me paseaba me recibían con aire de benevolencia. La vecindad acudió a ver rodar mi carruaje, desquiciado como la monarquía de Hugo Capeto. Los hombres se quitaban sus sombreros; las mujeres me hacían una pequeña señal de congratulación. Mi aventura era objeto de las conversaciones de la aldea, y todos tomaban mi partido: los bávaros y los austriacos se detestan: los primeros estaban orgullosos de haberme dejado pasar.

Varias veces había yo visto en el umbral de su cabaña a una joven waldmunchana, de rostro a manera de las primeras vírgenes de Rafael: su padre, aldeano, de honrado continente, me saludaba hasta el suelo con el sombrero de alas anchas, y me hacía en alemán un saludo, que yo le devolvía cordialmente en francés: su hija, colocada detrás de él, se ruborizaba mirándome por encima del hombro del anciano. Volví a hallar a mi virgen; pero estaba sola. Hícele un ademan de despedida, y ella permaneció inmóvil como admirada. Yo quería creer que pensaba en no sé qué vago pesar, y la dejé como una flor silvestre encontrada en un foso a orillas de un camino, y que ha embalsamado el paso. Atravesé los rebaños de Eumeo, y éste se descubrió la cabeza, encanecida en el servicio de los carneros. Había terminado su día, y regresaba para dormir con sus ovejas, mientras que Ulises iba a continuar sus destino».

Habíame yo dicho antes de recibir el permiso: «Si le obtengo, confundiré a mi perseguidor.» Cuando llegué a Haselbach me sucedió, como a Jorge Dandin, que mi maldita bondad volvió a levantar su cabeza; no tengo corazón para el triunfo. Como un verdadero cobarde me hundí en el rincón de mi carruaje, y Schwartz presentó la orden del gobernador: habría yo sufrido mucho con la confusión del aduanero. Él, por su parte, no se presentó, ni aun hizo siquiera registrar mi equipaje. ¡Quédese en paz! ¡Perdóneme las injurias que le he dicho y que por un resto de rencor no borraré de mis Memorias!

Al salir de Baviera por este lado, sirve de pórtico a Bohemia un oscuro y vasto monte de abetos. Vagaban vapores en las arboledas, declinaba el día, y el cielo al Oeste presentaba un color de flor de melocotonero: los horizontes bajaban hasta tocar casi la tierra. Falta la luz en aquella latitud, y con la luz la vida: todo está apagado, frio, pálido, parece que el invierno encarga al verano que le guarde la escarcha hasta su próxima vuelta. Un pequeño trozo de luna que se veía brillar me causó placer; no estaba perdido todo, puesto que hallaba un rostro conocido. Este parecía decirme: ¿Tú aquí ? ¿Recuerdas que te he visto en otros montes? ¿Recuerdas las ternezas que me decías cuando eras joven? Ciertamente que no hablabas mal de mi. ¿De qué proviene ahora tu silencio? ¿A dónde vas solo y tan tarde? ¿Con que nunca cesas de emprender de nuevo tu carrera?

¡Oh luna! tienes razón; pero si hablaba bien de tus encantos, tú sabes los servicios que me prestabas: tú iluminabas mis pasos cuando me paseaba con mi fantasma de amor. ¡Hoy mi cabeza está plateada, a semejanza de tu rostro, v tú extrañas de hallarme solitario, y me desdeñas! Y sin embargo, he pasado noches enteras envuelto en tus velos. ¿Te atreverás a negar nuestras citas en los céspedes y a lo largo de los mares? ¡Cuántas veces miraste mis ojos fijos en los tuyos! Astro ingrato y burlón. ¿Me preguntas adónde, voy tan tarde? Es una dureza echarme en cara la continuación de mis viajes. ¡Ay! Si camino tanto como tú, no me rejuvenezco a semejanza tuya, que vuelves a entrar a cada mes bajo el círculo brillante de tu cuna. Yo no cuento lunas nuevas; mi descuento no tiene otro término que mi completa desaparición, y cuando

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quede extinguido, no volveré a encender mi antorcha como enciendes tú la tuya.

Caminé toda la noche, atravesando a Teinitz Stankau y Staab. El 25 por la mañana pasé por Plisen, el hermoso cuartel, en estilo homérico. La ciudad presenta el aire de tristeza que reina en este país. En Pilsen esperó Wallenstein coger un cetro; también estaba yo allí en busca de una corona, pero no para mí.

El campo está cortado y sembrado de eminencias llamadas montañas de Bohemia, pechos cuyo extremo se halla marcado por pinos, y cuyo contorno se halla delineado por el verdor de los sembrados.

Las aldeas son escasas. Algunas fortalezas hambrientas de prisioneros se encaraman sobre las rocas como los viejos buitres. De Zditz a Beraun, los montes a la derecha aparecen calvos; se cruza una aldea, los caminos son espaciosos, y las postas están bien montadas: todo anuncia una monarquía que imita a la antigua Francia.

Juan el Ciego, en tiempo de Felipe de Valois, y los embajadores de Jorge, en el de Luis XI, ¿por qué veredas pasaron? ¿A qué vienen los caminos de Alemania? Permanecerán desiertos, porque ni la historia, ni las artes, ni el clima llaman a los extranjeros a su calzada solitaria. Para el comercio es inútil que los caminos públicos sean tan anchos y costosos de sostener, el tráfico más rico de la tierra, el de la India y la Persia se verifica a lomo de mulas, asnos y caballos por estrechos senderos apenas trazados a través de las cordilleras de montañas, o de las zonas de arena. Los caminos reales de hoy en países poco frecuentados solo servirán para la guerra; voluntarios al servicio de nuevos bárbaros, que saliendo del Norte con el inmenso tren de armas de fuego, vendrán a inundar regiones favorecidas por la inteligencia y el sol.

Por Beraun pasé el pequeño río del mismo nombre, bastante maligno como todos los gozquecillos. En 1784 llegó al nivel trazado sobre las paredes de la casa de correos. Pasado Beraun se encuentran algunas colinas, rodeadas de gargantas que se ensanchan a la entrada de una llanura. Desde esa llanura entra el camino en un valle de líneas vagas, cuyo regazo ocupa una aldea. Allí toma origen una larga cuesta que conduce a Duschnick, última parada de postas. Muy luego, bajando hacia un promontorio opuesto, en cuya cima se eleva una cruz, se descubre a Praga en las dos orillas del Moldau. En esta ciudad es donde los dos hijos primogénitos de San Luis concluyen una vida de destierro; donde el heredero de una raza principia una vida de proscripción, mientras que su madre languidece en una fortaleza sobre el suelo de donde fue expulsada. ¡Franceses! la hija de Luis XVI y de María Antonieta, aquella a quien vuestros padres abrieron las puertas del Temple, la habéis enviado a Praga, no habiendo querido conservar entra vosotros este monumento único de grandeza y de virtud! ¡Vos, a quien me complazco, porque estais caído, en llamar mi señor! ¡Oh, joven infante, a quien yo el primero he proclamado rey! ¿Qué voy a deciros? ¡Cómo me atreveré a presentarme ante vosotros; yo, que no estoy desterrado y me hallo en libertad de volver a Francia, de exhalar mi último suspiro en la atmósfera que inflamó mi pecho cuando respiré por la vez primera; yo, cuyos huesos pueden descansar sobre la tierra natal! ¡Cautiva de Blaye, voy a ver a vuestros hijos!

Palacio de los reyes de Bohemia.— Primera entrevista con Carlos X.

Praga, 24 de mayo de 1833.

Entré en Praga el 24 de mayo a las siete de la tarde, y me apeé en la fonda de los Baños, en la ciudad antigua construida sobre la orilla izquierda del Moldava. Escribí una esquela al duque de Blacas para avisarle mi llegada, y recibí la respuesta siguiente:

«Si no estáis muy cansado, señor vizconde, tendrá el rey sumo placer en recibiros esta misma noche a las diez menos cuarto; pero si deseáis descansar, S.M. os vería con gran satisfacción mañana por la mañana a las once y media.

«Recibid, os ruego, mis más solícitos afectos.

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«Viernes, 24 de mayo a las siete.

«Blacas De Aulps.»

No creí deberme aprovechar de la alternativa que se me presentaba: a las nueve y media de la noche me puse en camino, acompañado por un hombre de la fonda, que sabía algunas palabras de francés. Subí calles silenciosas, sombrías y sin faroles, hasta el pie de la elevada colina que corona el inmenso palacio de los reyes de Bohemia. El edificio destacaba su negra mole sobre el cielo: ninguna luz salía de sus ventanas, y advertíase allí algo de la soledad, del aspecto y de la grandeza del Vaticano o del templo de Jerusalén, visto desde el valle de Josafat. No se oía más que el ruido de mis pasos y el de los de mi guía, viéndome obligado a detenerme por intervalos en las plataformas del empedrado escalonado, pues tan pendiente era la cuesta.

A medida que subía iba descubriendo la ciudad por bajo. Los encadenamientos de la historia, la suerte de los hombres, la destrucción de los imperios, los designios de la Providencia, se presentaban a mi memoria, identificándose con los recuerdos de mi propio destino: después de haber explorado ruinas muertas, me veía llamado a presenciar ruinas vivas.

Luego que llegamos a la explanada sobre que está construido Hradschin, atravesamos un puesto de infantería, cuyo cuerpo de guardia estaba vecino al postigo exterior. Penetramos por este en un patio cuadrado, rodeado de edificios uniformes y desiertos. Enfilamos por la derecha en el piso bajo, un largo corredor, iluminado de trecho en trecho por faroles de vidrio colgados en la pared como en un cuartel o en un convento. Al fin de aquel corredor arrancaba una escalera, al pie de la cual se paseaban dos centinelas. Al subir el segundo piso encontré a Mr. de Blacas que bajaba. Entré con él en las habitaciones de Carlos X, en donde había también dos granaderos de centinela. Aquella guardia extranjera, aquellos uniformes blancos a la puerta del rey de Francia, me causaban una impresión penosa. Ocurriome la idea de una prisión antes que la de un palacio.

Pasamos tres salones oscuros y casi desamueblados, y parecíame vagar todavía por el imponente monasterio del Escorial. Mr. de Blacas me dejó en el tercer salón para ir a avisar al rey con la misma etiqueta que en las Tullerías. Volvió a buscarme, me introdujo en el despacho de S. M. y se retiró.

Carlos X se acercó a mi, y me tendió la mano cordialmente, diciéndome: «Buenas noches, buenas noches, Mr. de Chateaubriand; mucho me alegro de veros; os aguardaba. No hubierais debido venir esta noche, porque estaréis muy cansado. No estéis de pie: sentémonos. ¿Cómo está vuestra esposa?»

Nada quebranta tanto el corazón como la sencillez de las palabras en las posiciones elevadas de la sociedad y en las grandes catástrofes de la vida. Echeme a llorar como un niño, y apenas podía sofocar con mi pañuelo el ruido de mis lágrimas. Todas las cosas osadas que había hecho propósito de decir; toda la vana e inflexible filosofía de que pensaba armar mis discursos, todo me faltó. ¡Yo convertirme en pedagogo de la desgracia! ¡Yo atreverme a hacer observaciones a mi rey, a mi rey de cabellos blancos, a mi rey proscripto, desterrado, próximo a dejar en tierra extranjera sus restos mortales! Mi anciano príncipe me tomó de nuevo de la mano al ver la turbación de ese implacable enemigo, de ese duro combatiente de las ornanzas de julio. Sus ojos estaban humedecidos; hízome sentar al lado de una mesita de madera, sobre la que había dos velas: sentose al lado de la misma mesa, inclinando hacia mí su oído bueno para oír mejor, advirtiéndome así de sus años, que venían a mezclar sus achaques comunes a las calamidades extraordinarias de su vida.

Érame imposible volver a hallar la voz al ver en la morada de los emperadores de Austria al sexagésimo octavo rey de Francia, encorvado bajo el peso de aquellos reinados y de setenta y seis años: de estos años, veinte y cuatro habían trascurrido en el destierro y cinco sobre un trono vacilante: el monarca acababa sus últimos días en un último destierro con el nieto cuyo padre había sido asesinado y cuya madre se hallaba prisionera. Carlos X con el fin de interrumpir este silencio, me dirigió algunas preguntas. Entonces le expliqué brevemente el objeto de mi viaje; me anuncié como portador de una carta de la duquesa de Berry, dirigida a la delfina, en la que la prisionera de Blaye confiaba el cuidado de sus hijos a la prisionera del Temple, como práctica en la desgracia. Añadí que traía también una carta para los hijos. El rey me respondió:«No se la

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entreguéis: ellos ignoran en parte lo que ha sucedido a su madre: dadme esa carta. Además hablaremos de todo esto mañana a las dos: idos a acostar. Veréis a mi hijo y a los niños a las once, y comeréis con nosotros.» El rey se levantó, me dio las buenas noches, y se retiró.

Salí y me reuní con Mr. de Blacas en el salón de entrada: el guía me esperaba en la escalera. Volví a mi habitación, bajando las calles sobre un empedrado escurridizo con tanta rapidez como lentitud había empleado en subirlas.

El Delfín.— Los infantes de Francia.— Los duques de Guiche.— Triunvirato; la infanta.

El día siguiente 25 de mayo recibí la visita del conde de Cosse, alojado en mi posada, y me refirió las disidencias del palacio relativamente a la educación del duque de Burdeos. A las diez y media subí a Hradschin: el duque de Guiche me introdujo en la habitación del delfín, y le encontró delgado y envejecido. Iba vestido con un frac muy raído abrochado hasta la barba, y que por lo largo que le venía parecía comprado en prendería: el pobre príncipe me causó extremada compasión.

El delfín tiene valor, su obediencia a Carlos X era lo único que le había impedido mostrarse en Saint-Cloud y en Rambouillet como se había mostrado en Chiclana: su carácter se ha hecho más agreste, y le causa repugnancia la vista de un semblante nuevo. Muchas veces suele, decir al duque de Guiche: «¿Por qué estáis aquí ? No necesito de nadie: no hay ratonera bastante pequeña para ocultarme.»

Con frecuencia se le oía decir: «Que no hablen de mi; que no se ocupen de mi; nada soy, ni quiero ser nada. Tengo 20,000 francos de renta, y es más de Jo que necesito. No debo pensar más que en mi salvación, y en tener un buen fin » también ha dicho. «Si mi sobrino necesitase de mí, le serviría con mi espada; pero he firmado contra mi gusto mi abdicación por obedecer a mi padre: no la renovaré ni firmaré ya nada: que me dejen en paz. Mi palabra basta, pues yo nunca miento.»

Y así es la verdad: su boca no ha dicho jamás mentira alguna; lee mucho y es bastante instruido, aun en idiomas: su correspondencia con Mr. de Villele durante la guerra de España tiene su mérito, y su correspondencia con la delfina, interceptada e inserta en el Monitor, hace que se le ame. Su probidad es incorruptible; Su religión profunda; su piedad filial se eleva hasta la virtud; pero una timidez invencible quita al delfín el uso de sus facultades.

A fin de que estuviese más a su placer, evité hablarle de política, y me limité a informarme de la salud de su padre, asunto sobre el cual nunca sabe acabar de hablar. La diferencia de clima de Edimburgo y Praga, la gota continua del rey, los baños de Toeplitz que éste iba a tomar, lo bien que le sentarían: tal fue el asunto de nuestra conversación. El delfín vela sobre Carlos X como pudiera hacerlo sobre un niño: le besa la mano cuando se acerca a él; se informa de cómo ha pasado la noche; alza su pañuelo; habla alto para que le oiga; le impide comer lo que puede hacerle daño; le hace poner o quitar una levita, según el grado de calor o de frio; le acompaña a paseo, y le trae a su casa. No hablé de otra cosa: ni una palabra de las jornadas de julio, ni de la caída de un imperio, ni del porvenir de la monarquía. «Son ya las once, me dijo, y vais a ver a los infantes: a la hora de comer, nos veremos de nuevo.»

Condujéronme al cuarto del gobernador; abriéronse las puertas, y vi al barón de Damas con su alumno, a Mad. de Gontaut con la infanta, a Mr. de Barande, a Mr. de Lavilatte, y algunos otros leales servidores de pie todos. El joven príncipe, asustado, me miraba de lado y miraba a su gobernador como para preguntarle qué debía hacer; de qué modo había de proceder en tal peligro, o como para obtener el permiso de hablarme. La infanta medio se sonreía, de una manera tímida e independiente, y parecía prestar atención a los actos y ademanes de su hermano. Madama de Gontaut se mostraba orgullosa de la educación que le había dado. después de saludar a los dos príncipes, me dirigí al huérfano y le dije: «¿Me permite Enrique V

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que ponga a sus pies el homenaje de mis respetos? Cuando vuelva a ocupar el trono, quizá se acuerde de que tuve el honor de decir a su madre: Señora, vuestro hijo es mi rey. De consiguiente yo he sido el primero en proclamar Enrique V rey de Francia, y un jurado francés absolviéndome, ha dejado subsistente mi proclamación. ¡Viva el rey!»

Aturdido el príncipe de oírse llamar rey, y de oír hablar de su madre, de quien nunca le hablaban, retrocedió hasta donde estaba el barón de Damas, pronunciando algunas palabras, acentuadas, pero casi en voz baja, dije a Mr. de Damas:

«Señor barón, parece que mis palabras admiran al rey; veo que nada sabe de su animosa madre, y que ignora lo que sus servidores tienen a veces la dicha de hacer por la causado la monarquía legitima.»

El gobernador me contestó: «Se hace saber a monseñor lo que fieles súbditos como vos, señor vizconde»

«....Mr. de Damas no acabó su frase, y se apresuró a declarar que había llegado la hora del estudio. Invitome para la lección de equitación a las cuatro.

Fui a hacer una visita a la duquesa de Guiche, alojada bastante lejos de allí, en otra parte del palacio: necesitábanse cerca de diez minutos para cruzar hasta allí de corredor en corredor. Estando de embajador en Londres, di una pequeña fiesta en honor de Mad. de Guiche, en todo el brillo a la sazón de su juventud, y seguida de una turba de adoradores; en Praga la encontré cambiada; pero me agradaba más la expresión de su rostro; su peinado le sentaba muy bien: sus cabellos, cogidos en pequeñas trenzas, como los de una odalisca o los de una medalla de Sabina, caían ondulantes por los lados de su frente. La duquesa y el duque de Guiche representaban en Praga la belleza encadenada a la adversidad.

Mad. de Guiche había sido informada de lo que yo había dicho al duque de Burdeos, y me notició que se quería alejar a Mr. de Baraude; que se trataba de llamar jesuitas, y que Mr. de Damas había suspendido, pero no abandonado sus designios.

Existía un triunvirato compuesto del duque de Blacas, del barón de Damas y del cardenal Latil, que aspiraba a apoderarse del reinado futuro, aislando al joven rey, y educándole en principios y por hombres antipáticos a la Francia. El resto de los habitantes del palacio intrigaba contra el triunvirato; los mismos infantes estaban al frente de la oposición. Esta, sin embargo, tenía diferentes matices; el partido Gotaut no era enteramente el partido Guiche; la marquesa de Bouille, trásfuga del partido Berry, se ponía del lado del triunvirato con el abate Moligni. La delfina, colocada a la cabeza de los imparciales, no era precisamente favorable al partido de la joven Francia representado por Mr. de Baraude; pero como mimaba al duque de Burdeos, se inclinaba con frecuencia hacia su lado, y le sostenía contra su gobernador.

Mad. de Agoult, adicta en cuerpo y alma al triunvirato, no tenía otro crédito con la delfina que el de la presencia y el de la inoportunidad.

Después de haber cumplido con Mad. de Guiche, me fui a ver con Mad. de Gontaut, la cual me esperaba con la princesa Luisa.

La infanta hace recordar un tanto a su padre, sus cabellos son rubios, sus ojos azules tienen una expresión de finura; pequeña para su edad, no está tan formada como la representan sus retratos. Toda su persona es una mezcla de niña, joven y princesa: mira con los ojos bajos, y sonríe con una sencilla coquetería que no carece de arte: no sabe uno si debe referirle cuentos de hadas, hacerle una declaración, o hablarle con respeto como a una reina. La princesa Luisa une a las habilidades de adorno mucha instrucción; habla inglés, y principia a saber bien el alemán: hasta tiene un poco de acento extranjero, y empieza ya a marcarse el destierro en su lenguaje.

Mad. de Gontaut me presentó a la hermana de mi pequeño rey: inocentes fugitivos, parecían dos gacelas ocultas entre ruinas. Presentose la señorita de Vachon, aya segunda, joven excelente y distinguida. Sentámonos, y Mad. de Gontaut me dijo:

—Podemos hablar; la infanta lo sabe todo, y deplora con nosotros lo que vemos.

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La infanta me contestó al punto:

—¡Qué necio ha estado Enrique esta mañana! El abuelo nos había dicho: —A ver si adivináis a quien vais a ver mañana. —Es una potencia de la tierra. —Nosotros le dijimos: —Será el emperador. —No, nos dijo el abuelo. Entonces nos pusimos a pensar, pero no acertamos.—Es al vizconde de Chateaubriand, nos dijo el abuelo; y me di con el puño en la frente por no haberlo adivinado. Y la princesa se golpeaba la frente, ruborizándose como una rosa, y sonriendo graciosamente con sus bellos ojos, dulces y húmedos! Yo ardía en respetuosos deseos de besar su pequeña y blanca mano. Enseguida continuó:

—¿No oísteis lo que os dijo Enrique cuando le recomendasteis que se acordara de vos? Pues dijo: —¡Oh, si, siempre! ¡Pero en voz tan baja! tenía miedo a vos y a su gobernador. Yo le hacía señas, ¿lo visteis? Esta noche quedaréis más contento, pues hablará: ya lo veréis.

Esta solicitud de la joven princesa hacia su hermano era encantadora, y yo me hacía reo casi de lesa majestad. La infanta lo conocía, y esto le daba cierto aire de conquista que le sentaba admirablemente bien. Apresurome a tranquilizarla sobre la impresión que me había dejado Enrique.

—Tenía gran placer, me dijo, en oíros hablar de mamá delante de Mr. de Damas. ¿Saldrá pronto de la prisión?

Sabido es que yo traía una carta de la duquesa de Berry para los infantes; pero no les hablé de ella, porque ignoraban las circunstancias posteriores del cautiverio. El rey me había pedido esa carta; pero creí que no debía dársela, y sí llevarla a la delfina, a quien, venía yo enviado, y que estaba tomando a la sazón los baños de Carlsbad.

Mad. de Gontaut me repitió lo que me había dicho Mr. de Cossé y Mad. de Guiche. La infanta se lamentaba con una formalidad de niña. Habiendo hablado su aya de la separación de Mr. de Baraude y de la llegada probable de un jesuita, la princesa Luisa se cruzó de manos, y dijo suspirando:

—¡Eso sería muy impopular!

Yo no pude menos de reírme; y la princesa hizo lo mismo, ruborizándose siempre.

Quedábanme algunos instantes antes de la audiencia del rey. Subí al carruaje, y fui a ver al gran burgrave, el conde de Choteck. Habitaba este una casa de campo, a media legua de la ciudad, por el lado del palacio. Le encontré en casa, y le di las gracias por su carta. El conde me invitó a comer para el lunes 27 de mayo.

Conversación con el rey.

Habiendo vuelto a palacio a las dos, fui introducido como el día antes a presencia del rey por Mr. de Blacas. Carlos X me recibió con su bondad acostumbrada y ese elegante desembarazo que los años hacen en él cada vez más sensible. Hízome sentar de nuevo junto a su pequeña mesa. Véase cual fue nuestra conversación: —Señor, la señora duquesa de Berry me ha mandado que venga a veros y a presentar una carta a la delfina. Ignoro lo que contiene esa carta, no obstante hallarse abierta: está escrita con limón, igualmente que la carta para los infantes. Pero en mis dos credenciales, la una ostensible, y la otra confidencial, me explica María Carolina su pensamiento. Como dije ayer a V. M., pone durante su cautiverio a sus hijos bajo la protección particular de la señora delfina. .

«La duquesa de Berry me encarga además que la dé cuenta de la educación de Enrique V, llamado aquí el duque de Burdeos. Finalmente, la duquesa de Berry declara que ha contraído matrimonio secreto con el conde Héctor Luchessi-Palli, de familia ilustre. Estos matrimonios secretos de princesas, de que hay muchos ejemplos, no las privan de sus derechos. La duquesa de Berry pide que se la conserve en su condición de princesa francesa, la regencia y la tutela. Cuando recobre su libertad se propone ir a Praga a abrazar a sus hijos y a poner sus respetos a

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los pies de V. M.

El rey me contestó severamente, y yo saqué mi réplica lo mejor que pude de una recriminación.

—Perdóneme V. M., pero se me figura que le han inspirado prevenciones: Mr. de Blacas debe ser enemigo de mi augusta cliente.

Carlos X me interrumpió: —No; pero ella le ha tratado mal, porque la impedía hacer necedades y meterse en empresas locas. No le es dado a todo el mundo hacer necedades de esta especie: Enrique IV se había como la duquesa de Berry, y lo mismo que ésta, no siempre tenía bastante fuerza.

—Señor, continué: aun cuando no queráis que madama de Berry sea princesa de Francia, lo será a pesar vuestro: el mundo entero la llamará siempre la duquesa de Berry, la heroica madre de Enrique V: su intrepidez y sus padecimientos lo dominan todo: vos no podéis colocaros en el bando de sus enemigos; vos no podéis a imitación del duque de Orleans, mancillar con un mismo golpe a los hijos y a la madre: ¿tan difícil os es perdonar a la gloria de una madre?

—Pues bien, señor embajador, dijo el rey con un énfasis lleno de benevolencia: que la duquesa de Berry vaya a Palermo y viva allí maritalmente con Mr. Luchessi, a la vista de todo el mundo, y entonces se dirá a los infantes que su madre está casada, y que vendrá a abrazarlos.

Conocí que había llevado ya el asunto demasiado lejos: los puntos principales estaban obtenidos en sus tres cuartas partes: la conservación del titulo y la admisión en Praga para una época más o menos remota. Seguro de conseguir el fin de mi empresa con la delfina, mudé de conversación. Los ánimos obstinados se rebelan contra la insistencia, y con ellos so «stropea todo, queriendo ganarlo todo a viva fuerza.

Pasé a la educación del príncipe, en interés del porvenir, y sobre este punto fui poco comprendido. La religión ha hecho de Carlos X un solitario, y las ideas de este son del claustro. Deslicé algunas palabras sobre la capacidad de Mr. de Baraude y la incapacidad de Mr. de Damas. El rey me dijo:

—Mr. de Baraude es hombre muy instruido; pero tiene mucho que hacer: Habíasele elegido para enseñar al duque de Burdeos las ciencias exactas, y le enseña todo: historia, geografía y latín. Yo había llamado al abate Maccarthy, a fin de que compartiese el trabajo con Mr. de Baraude; pero ha muerto, y he puesto los ojos en otro maestro que no tardará en legar.

Estas palabras me hicieron estremecer, porque el nuevo maestro no podía ser otro que un jesuita para reemplazar a otro jesuita. El hecho de que en el estado actual de la sociedad en Francia le ocurriese a Carlos X la idea de poner al lado de Enrique V a un discípulo de Loyola, era para hacer desesperar de la raza.

Luego que volví de mi asombro, le dije:

—¿Y no teme el rey el efecto que puede causar en la opinión la elección de un maestro sacado de las filas de una sociedad célebre, pero calumniada?

El rey exclamó:

—¡Bah! ¿Todavía andáis a vueltas con los jesuitas? Hablé al rey de las elecciones y del deseo que tenían los realistas de conocer su voluntad. El rey me respondió:

—Yo no puedo decir a un hombre: «Prestad juramento contra vuestra conciencia.» Los que creen deber prestarlo obran sin duda con buena intención. Yo, querido amigo, no tengo prevención ninguna contra los hombres, y me importa poco su vida para cuando quieren servir sinceramente a la Francia y a la legitimidad. Los republicanos me escribieron a Edimburgo, y acepté, en cuanto a su persona, todo cuanto me pedían; pero quisieron imponerme condiciones de gobierno, y las deseché. Nunca cederé en cuanto a los principios: quiero dejar a mi nieto un trono más sólido que el mío. ¿Son hoy los franceses más felices y libres de lo que eran conmigo? ¿Pagan menos contribuciones? ¡Valiente vaca es esa Francia! ¡Si me hubiese yo permitido la cuarta parte de las cosas que se ha permitido hacer el duque de Orleáns, cuantos gritos. Y cuantas maldiciones! Ellos conspiraban contra mí; lo han confesado, y yo quise defenderme...

El rey se detuvo como embarazado por la multitud de sus pensamientos, y el temor de decir alguna cosa que me lastimase.

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Todo eso estaba bien; pero ¿qué entendía Carlos X por los principios? ¿Había reflexionado sobre la causa de las conspiraciones, verdaderas o falsas, urdidas contra su gobierno? El rey continuó, después de un momento de silencio:

—¿Cómo están vuestros amigos los Bertni? Ya sabéis que no tienen por qué quejarse de mí: son harto severos con un hombre desterrado, que no les ha hecho mal alguno, al menos que yo sepa. Pero, querido, yo no echo la culpa a nadie: cada cual se conduce como le parece mejor.

Aquella dulzura de temperamento, aquella mansedumbre cristiana de un rey expulsado y calumniado me hizo asomar lágrimas a los ojos. Quise decir unas cuantas palabras acerca de Luis Felipe.

—¡Ah! respondió el rey: el duque de Orleáns... ha creído... ¡qué queréis! los hombres son así.

Ni una palabra amarga, ni una queja salió de la boca del anciano tres veces desterrado. Y sin embargo, manos francesas habían echado abajo la cabeza de su hermano y atravesado el corazón de su hijo. ¡Tan rencorosas e implacables habían sido para él esas manos!

Elogié al rey con todo mi corazón y con voz conmovida. Preguntele si no entraba en sus intenciones hacer cesar todas sus correspondencias secretas y despedir a todos esos comisionados que hacia cuarenta años estaban engañando a la legitimidad. El rey me aseguró que estaba resuelto a poner un término a sus impotentes intrigas: díjome que había designado ya algunas personas graves, en cuyo número me contaba para componer en Francia una especie de consejo propio para informarle de la verdad, y que Mr. de Blacas me lo explicaría todo. Supliqué a Carlos X que reuniese a sus servidores y me oyese; pero me remitió a Mr. de Blacas.

Llamé la atención del rey hacia la época de la mayoría de Enrique V, y le hablé de hacer una declaración como cosa útil. El rey, que interiormente no quería semejante declaración, me invitó a presentarle el modelo. Respondí con respeto, pero con firmeza, que jamás formularía una acusación al pie de la cual no se hallara mi nombre por bajo del de el rey. La razón era que no quería yo tomar bajo mi responsabilidad los cambios eventuales introducidos en un acta cualquiera por el príncipe de Metternich y por Mr. de Blacas.

Hice presente al rey que estaba demasiado lejos de Francia, y que había tiempo de hacer dos o tres revoluciones en París antes de que él lo supiese en Praga. El rey replicó que el emperador le había dejado en libertad de elegir el punto de su residencia en todos los estados austríacos a excepción del reino de Lombardía.—Pero añadió S. M., las ciudades habitables en Austria están todas, sobre poco más o menos, a igual distancia de Francia: en Praga me hallo alojado por nada, y mi posición me obligad este cálculo.

Noble cálculo por cierto para un príncipe que había gozado por espacio de cinco años de una dotación, de 70.000.000 anuales, sin contar las residencias reales; para un príncipe que había dejado a la Francia la colonia de Argel y el antiguo patrimonio de los Borbones, evaluado en una renta de 25 ó 30.000.000.

—Señor, le dije; vuestros fieles súbditos han pensado muchas veces que vuestra real indigencia podía tener necesidades, y están dispuestos a contribuir cada cual según su fortuna, a fin de libraros de la dependencia del extranjero.

—Creo, mi querido Chateaubriand, me dijo riendo el rey, que no estáis más rico que yo. ¿Cómo habéis pagado vuestro viaje ?

—Señor, me habría sido imposible llegar a vuestra presencia, si la duquesa de Berry no hubiera dado orden a su banquero Mr. Jauge, para que me entregase 6,000 francos.

—¡Bien poco es! exclamó el rey, ¿necesitáis algún suplemento?

—No, señor, antes bien debería, dándome buena maña, volver algo a la pobre prisionera; pero no sé hacer lucir el dinero.

—¿En Roma, vivisteis con grande esplendidez?

—Siempre he comido a conciencia lo que el rey me ha dado: no me ha quedado de ello ni dos sueldos.

—Ya sabéis que tengo siempre a vuestra disposición vuestra dotación de par: no la habéis querido.

—No, señor, porque tenéis otros servidores más desgraciados que yo. Ya me habéis sacado

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de apuro, en cuanto a los 20.000 francos que me quedaban de deudas del tiempo de mi embajada en Roma, después de los otros diez mil que tomé prestados a vuestro grande amigo Mr. Lafitte.

—Yo os los debía, dijo el rey, y no era siquiera la mitad de lo que perdisteis con dar vuestra dimisión de embajador, que entre paréntesis, me hizo bastante mal.

—Como quiera que sea, señor, debido o no, V. M. acudiendo en mi auxilio, me hizo un favor oportunamente, y yo lo devolveré el dinero cuando pueda, pero no ahora, porque estoy pobre como un ratón: mi casa de la calle del Infierno está aun por pagar. Vivo revuelto con los pobres de Mad. de Chateaubriand, aguardando el alojamiento que ya visité con motivo de V. M. en casa de Mr. Gisquet. Cuando paso por una ciudad, me informo primero de si hay hospital; si lo hay, duermo a pierna suelta: habitación y comida, ¿qué necesidad hay de más?

—¡Oh! eso no puede acabar así; vamos, Chateaubriand, ¿cuánto necesitaríais para ser rico?

—Señor, perderíais en ello el tiempo: si me dieseis 4.000,060 hoy por la mañana, no tendría ya una blanca por la noche.

El rey medió un golpecito en el hombro, diciéndome:

—¡Sea enhorabuena! Pero ¿en qué diablos gastáis vuestro dinero?

—A fe mía, señor, que no lo sé, porque ni tengo caprichos, ni hago gasto alguno: ¡esto es incomprensible! Soy tan necio, que al entrar en el ministerio de Negocios extranjeros no quise tomar los 25.000 francos de gastos de instalación, y al salir desdeñé escamotear los fondos secretos. Me habláis de mi fortuna para evitar hablar de la vuestra.

—Es verdad, dijo el rey, ved aquí ahora mi confesión: comiéndome mis capitales por partes iguales de año en año, he calculado que según la edad que tengo, podría vivir hasta mi último día, sin necesitar de nadie. Si me hallase en la miseria, preferiría acudir, como me proponéis, a franceses antes que a extranjeros. Me han ofrecido abrir empréstitos, entre otros, uno de 30.000.000 que habría quedado cubierto en. Holanda; pero he sabido que este empréstito cotizado en las principales bolsas de Europa haría bajar los fondos franceses, y eso me ha impedido adoptar el proyecto: nada que afectase la fortuna pública en Francia, podía convenirme. ¡Sentimiento digno de un rey!

En esta conversación se notará la generosidad de carácter, la dulzura de costumbres y el recto juicio de Carlos X. Para un filósofo, hubiera sido un espectáculo curioso el del súbdito y el rey, interrogándose acerca de su fortuna, y haciéndose mutua confesión de su miseria en el interior de un palacio debido a los soberanos de Bohemia.

Enrique V.

Praga, 25 y 26 de mayo de 1833.

Al salir de la anterior entrevista, asistí a la lección de equitación de Enrique. Montó este dos caballos, el primero sin estribos, al trote largo, y el segundo con ellos, ejecutando vueltas, sin llevar la brida, y con una varita entre sus brazos y cuerpo. El niño era atrevido, y estaba elegante con su pantalón blanco, su vaquero, su cuellecito y su gorra. El instructor, Mr. O'Hegerty, padre, gritaba:

—¿Qué pierna es esa? ¡Parece un palo! ¡Dejadla en libertad! ¡Bien! ¡Muy mal! ¿Qué tenéis hoy? etc., etc.

Terminada la lección, se detuvo el niño rey a caballo, en medio del picadero, y quitándose bruscamente su gorra para saludarme en la tribuna donde estaba yo con el barón de Damas y algunos franceses;, saltó a tierra, ligero y gracioso como el pequeño Jehan de Saintri.

Enrique es delgado, ágil, bien formado, rubio: tiene los ojos azules, con cierto modo de mirar en el izquierdo, que recuerda la mirada de su madre. Sus movimientos son bruscos, y aborda a uno con franqueza, es curioso y amigo de preguntar, no tiene nada de esa pedantería que le

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atribuyen los periódicos; es un verdadero muchacho, como todos los muchachos de doce años. Cumplimentábale yo acerca de su buena figura a caballo.

—Eso no es nada, me dijo: me habéis de ver sobre mi caballo negro: es malo como un diablo, tira coces, me arroja a tierra, vuelvo a montar y saltamos la barrera. El otro día se pegó contra la pared: tiene una pierna así de gruesa. ¿No es verdad que es bonito el último caballo que he montado? Pero yo no estaba para ello.

Enrique detesta al barón de Damas, cuya presencia, carácter e ideas le son antipáticos, y se enfurece frecuentemente contra él. A consecuencia de esos arrebatos es preciso castigar al príncipe, y se le condena a veces a permanecer en la cama: torpe castigo. Preséntase el abate Moligni, que confiesa al rebelde, y procura infundirle miedo con el diablo. El obstinado no escucha nada, y se niega a comer. Entonces la delfina da la razón a Enrique, el cual come y se burla del barón. La educación recorre este círculo vicioso.

Lo que necesitaba el duque de Burdeos es una mano ligera que le condujese, sin hacerle sentir el freno un gobernador que fuese más bien su amigo que su amo.

Si la familia de San Luis fuese, como la de los Estuardos, una especie de familia particular expulsada por una revolución circunscrita en una isla, los destinos de los Borbones serian en breve extraños a las generaciones nuevas. Nuestro antiguo poder real no es esto: ese poder representa la antigua monarquía: el pasado político, moral y religioso de los pueblos ha nacido de ese poder y se agrupa en rededor suyo. La suerte de una raza tan entrelazada con el orden social que fue, tan emparentado con el orden social que será, no puede ser nunca indiferente a los hombres. Pero no obstante hallarse esa raza destinada a vivir, la condición de los individuos que la forman, y con los que una suerte enemiga no hubiese hecho tregua, seria deplorable. Esos individuos caminarían olvidados en una perpetua desgracia sobre una línea paralela, a la par de la gloriosa memoria de su familia.

No hay cosa más triste que la existencia de los reyes caídos: sus días no son más que un tejido de realidades y ficciones: permaneciendo soberanos en su hogar entre sus criados y sus recuerdos, apenas salvan el umbral de su casa, hallan a la puerta la irónica verdad, y Jacobo II, o Eduardo VII, Carlos X o Luis XIX, a puerta cerrada, se convierten a puerta abierta en Jacobo o Eduardo, Carlos o Luis, sin numeración alguna, como los míseros mortales vecinos suyos: ellos tienen el doblo, inconveniente de la vida de corte y de la vida privada, los aduladores, los favoritos, las intrigas, las ambiciones de la cuna, las afrentas, la miseria, los chismes de la otra: es una mascarada continua de criados y ministros que cambian de trajes. El carácter se exaspera con esta situación, las esperanzas se debilitan, los pesares se aumentan; se recuerda lo pasado, se suceden las recriminaciones, y se dirigen conversaciones tanto más amargas, cuanto que la expresión de ellas deja de quedar encerrada en el buen gusto de un distinguido nacimiento, y en las holguras de una fortuna superior: los padecimientos vulgares hacen al hombre vulgar: los cuidados de un trono perdido degeneran en enredos de familia: los papas Clemente XIV y Pio VI jamás lograron restablecer la paz en la casa del pretendiente. Esos extranjeros destronados permanecen vigilados en medio del mundo, rechazados por los príncipes como infestados de infortunio y sospechosos a los pueblos como si temiesen estos que aun les quedara algún poder.

Comida y reunión en Hradschin.

Fui a vestirme: Habíanme avisado que podía conservar en la mesa del rey mi levita y mis botas; pero la desgracia es de condición demasiado elevada para acercarse a ella con familiaridad. Llegué al palacio a las seis menos cuarto, y la mesa estaba puesta en uno de los salones de entrada. Encontré en él al cardenal Latil, a quien no había vuelto a ver desde que comimos juntos en Roma en el palacio de la embajada, cuando la reunión del cónclave, después de la muerte de Leon XII. ¡Qué cambio de destino para mí y para el mundo entre aquellas dos fechas!

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Era aquel siempre el cleriguillo barrigudo, de nariz picuda y pálido semblante, tal como le había visto montado en cólera en la cámara de los pares con un cuchillo de marfil en la mano. Asegurábase que no tenía la menor influencia, y que se le mantenía en un rincón sufriendo mil sofiones: podría ser; pero hay valimientos de muchas clases, y el del cardenal no era menos seguro aunque oculto, y lo sacaba de los largos años pasados al lado del rey y del carácter de sacerdote. El abate Latil ha sido un confidente íntimo: el recuerdo de Mad. de Pollaston va unido a la sobrepelliz del confesor: el encanto de las últimas debilidades humanas, y la dulzura de los primeros sentimientos religiosos se prolongan en recuerdos en el corazón del anciano monarca.

Sucesivamente fueron llegando Mr. de Blacas, Mr. A. de Damas, hermano del barón Mr. O'Hegerty, padre, y los señores de Cossé. A las seis en punto se presentó el rey seguido de su hijo, y todos acudimos a la mesa. EL rey me colocó a su izquierda, poniendo al delfín a su derecha; Mr. de Blacas se sentó frente al rey, entre el cardenal y Mad. Cossé: los demás convidados fueron colocados indistintamente. Los infantes no comen con su abuelo más que los domingos, lo cual es privarse de la única felicidad que queda en el destierro: la intimidad y la vida de familia.

La comida era escasa y bastante mala. El rey me eligió un pescado del Moldava que nada valía absolutamente. Cuatro o cinco ayudas de cámara vestidos de negro andaban de un lado a otro como los legos en un refectorio: no había mayordomo alguno. Cada cual tomaba de la fuente y ofrecía al inmediato. El rey comía bien, y pedía y servía él mismo lo que se le pedía. Estaba de buen humor, habiéndosele pasado el miedo que yo le había inspirado. La conversación vagaba en un círculo de lugares comunes acerca del clima de Bohemia, de la salud de la delfina, de mi viaje, de las ceremonias de Pentecostés que debían tener lugar al día siguiente: ni una palabra de política. El delfín, con la nariz metida en su plato, salía a veces de su silencio, y dirigiéndose al cardenal Latil:

—Príncipe de la iglesia, le decía, ¿el Evangelio de hoy era según San Mateo?

—No, monseñor; según San Marcos.

—¿Cómo San Marcos?

Gran disputa entre San Marcos y San Mateo, y el cardenal quedaba derrotado.

La comida duró cerca de una hora: levantose el rey, y le seguimos hasta el salón. Estaban los diarios sobre la mesa, y sentose cada cual a leer como en un café.

Entraron los infantes, el duque de Burdeos conducido por su ayo, y su hermana por el aya, y corrieron a abrazar a su abuelo, precipitándose enseguida hacia mí. Colocámonos en el hueco de una ventana que daba a la ciudad y tenía magnificas vistas, y renové mis elogios sobre la lección de equitación. La infanta se apresuró a repetirme lo que me había dicho su hermano; que nada había yo visto, y que no se podía formar idea de nada estando cojo el caballo negro. Madama de Gontaut, vino a sentarse a nuestro lado, y Mr. de Damas algo más lejos, aguzando el oído en un estado divertido de inquietud, como si fuese yo a comerme su pupilo, a soltar alguna frase en elogio de la libertad de la prensa o en favor de la duquesa de Berry. Hubiérame reído de los temores que le causaba, si desde Mr. de Polignac pudiera todavía reírme de un pobre hombre. De repente me dijo Enrique:

—¿Habéis visto serpientes adivinas?

—Monseñor, querrá hablar de la boa: no las hay ni en Egipto ni en Túnez, únicos puntos de África que he visitado, pero he visto muchas culebras en América.

—¡Oh, si! dijo la princesa Luisa; la culebra de cascabel, en el Genio del Cristianismo.

Yo me incliné para dar gracias a la princesa.

—Pero habréis visto muchas más culebras, continuó Enrique. ¿Son malignas?

—Algunas, monseñor, son muy peligrosas: otras no tienen veneno, y se les hace bailar.

Los dos niños se acercaron a mí con placer, teniendo sus ojos bellos y resplandecientes, fijos sobre los míos.

—Hay además la culebra de vidrio, continué, que es hermosa, no hace daño ninguno; tiene la trasparencia y la fragilidad del vidrio, y en cuanto se la toca se rompe.

—¿Y no pueden volverse a unir los pedazos? dijo el príncipe.

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—Hombre, no, respondió por mí la princesa.

—¿Habéis visitado la catarata del Niágara? continuó Enrique. ¡Hace un ruido espantoso! ¿se puede bajar por ella en barco?

—Monseñor, un americano se entretuvo en arrojar por ella un barco grande: dícese que otro americano se arrojó él mismo en la catarata y no pereció la vez primera; pero quiso repetir el experimento y pereció la segunda vez que lo intentó.

Los dos niños levantaron sus manos al cielo escamando: «¡Oh!»

Mad. de Gontaut tomó la palabra.

—Mr. de Chateaubriand ha ido a Egipto y a Jerusalén.

La princesa dio una palmada y se acercó más a mí. —Mr. de Chateaubriand, me dijo, describid a mi hermano las pirámides y el sepulcro de Nuestro Señor.

Yo hice lo mejor que pude una pintura de las pirámides, del Santo Sepulcro, del Jordán y de la Tierra Santa. La atención de los niños era extremada: la princesa apoyaba en sus manos su lindo rostro, descansando casi sus codos sobre mis rodillas, y Enrique, encaramado en un sillón mecía sus piernas, colgantes.

Después de esta bella conversación de culebras, de cataratas y del Santo Sepulcro, dijo la princesa:

—¿Queréis hacerme alguna pregunta sobre historia?

—Si, preguntadme acerca de un año, sobre el año más oscuro de toda la historia de Francia, a excepción de los siglos XVII y XVIII, que no hemos principiado aun.

—¡Oh! Yo, repuso Enrique, quiero mejor un año célebre; preguntadme algo acerca de un año célebre.

Este estaba menos seguro de salir bien que su hermana.

Principié por obedecer a la princesa, y dije: —Pues bien, ¿queréis decirme lo que sucedió y quien reinaba en Francia en 1001?

Ambos hermanos se pusieron a reflexionar, Enrique cogiéndose el pelo, y la princesa haciendo sombra a su rostro con sus dos manos, acción que le es familiar. Luego descubrió súbitamente su semblante joven y alegre, su risueña boca y sus ojos perspicaces, y dijo a princesa:

—Roberto era quien reinaba, Gregorio V era papa, Basilio III emperador de Oriente

—Y Otón III emperador de Occidente, exclamó Enrique, apresurándose para no quedar atrás de su hermana, y añadió en seguida.

—Veremundo II en España

La princesa, atajándole la palabra, dijo:

—Etelredo en Inglaterra.

—No, dijo su hermano: era Eduardo, Costilla de hierro.

La princesa tenía razón: Enrique se engañaba en unos cuantos años en favor de Costilla de hierro, que le había encantado; pero no por eso era aquello menos prodigioso.

—¿Y mi año célebre? preguntó Enrique medio enojado.

—Tenéis razón, monseñor: ¿qué sucedió en el año 1593?

—¡Bah! exclamó el joven príncipe: la abjuración de Enrique IV.

La princesa se puso encarnada por no haber podido contestar la primera.

Dieron las ocho y la voz del barón de Damas corló nuestra conversación como cuando el martillo del reloj, al dar las diez, suspendía los pasos de mi padre en el gran salón de Combourg.

¡Amables niños! El anciano cruzado os ha contado sus aventuras de la Palestina; pero no en el hogar de la reina Blanca. Para hallaros ha tenido que llevar su palo de palmera y sus sandalias empolvadas bajo el sol helado del extranjero. Blondel cantó en vano al pie de la torre de los duques de Austria, y su voz no pudo volver a abriros los caminos de la patria. ¡Jóvenes proscriptos! El viajero en lejanas tierras, os ha ocultado una parte de su historia: no os ha dicho

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que poeta o profeta ha arrastrado en los bosques de la Florida y en las montañas de la Judea tanta falta de esperanzas, alegría e inocencia; que hubo un día en que, como Juliano, arrojó su sangre hacia el cielo, sangre de la que el Dios de misericordia le reservó algunas gotas para rescatar las que había entregado al dios de maldición.

El príncipe, llevado por su ayo, me invitó a su lección de historia, fijada para el lunes siguiente a las once de la mañana: Mad. de Gontaut se retiró con la princesa.

Entonces principió una escena de otra clase: la monarquía futura en la persona de un niño acababa de hacerme participar de sus juegos: la monarquía pasada, en la persona de un anciano, me hizo asistir a los suyos. Diose principio a una partida de whist, iluminada por dos velas en un rincón de la sala oscura, entre el rey y el delfín, el duque de Blacas y el cardenal Latil. Yo era el único testigo de ella con el picador O'Hegerty. A través de las ventanas, cuyas hojas no estaban cerradas, mezclaba el crepúsculo su palidez a la de las velas: la monarquía se extinguía entre aquellos dos resplandores moribundos. Profundo silencio, a excepción del roce de las cartas y de algunos gritos del rey, que se incomodaba. Las cartas fueron renovadas por los Latinos a fin de aliviar la adversidad de Carlos VI; pero no hay ya Ogier ni Lahire que puedan dar su nombre, bajo Carlos X, a aquellas distracciones de la desgracia.

Terminada la partida de juego, me dio el rey las buenas noches. Atravesé los salones desiertos y sombríos que había cruzado el día antes, las mismas escaleras, los mismos patios, por delante de los mismos centinelas, y después de bajar las cuestas de la colina, volví a mi posada, perdiéndome en las calles y en las tinieblas. Carlos X permanecía encerrado en las masas negras que acababa de dejar: nada puede pintar la tristeza de su abandono y de sus años.

Visitas.

Praga, 27 de mayo de 1833

Tenía mucha necesidad de descansar; pero el barón Capelle, que había llegado de Holanda, habitaba un cuarto vecino al mío y vino a verme al punto.

Cuando el torrente cae de alto, el abismo que socava y en que se sumerge, atrae las miradas y embarga el uso de la palabra; pero no tengo paciencia ni compasión para los ministros, cuya débil mano dejó caer en la sima la corona de San Luis, como si las olas debieran hacerla subir de nuevo. Aquellos ministros que pretenden haberse opuesto a las ordenanzas son los más culpables; los que dicen haber sido más moderados, son los menos inocentes; si tan claro veían, ¿por qué no se retiraban? «No han querido abandonar al rey, el delfín los ha tratado de cobardes.» Mala derrota: no pudieron desprenderse de sus carteras. Digan lo que quieran, no hay otra cosa en el fondo de esa catástrofe. ¡Y qué admirable sangre fría después del suceso! Uno escribe sobre la historia de Inglaterra después de haber arreglado tan bien la historia de Francia: otro lamenta la vida y la muerte del duque de Reischtadt después de haber enviado a Praga al duque de Burdeos.

Yo conocía a Mr. Capelle; es justo recordar que había quedado pobre; sus pretensiones no sobrepujaban su valor, y de buen grado habría dicho como Luciano: «Si venís a escucharme en la esperanza de respirar el ámbar y oír el canto del cisne, pongo por testigo a los dioses de que jamás he hablado de mí en términos tan magníficos.» En los tiempos actuales la modestia es una cualidad rara, y la única falta de Mr. Capelle es haberse dejado nombrar ministro.

Recibí la visita del barón de Damas: las virtudes de este valiente oficial se le habían subido a la cabeza, y su cerebro se hallaba atacado de una congestión religiosa. Hay asociaciones fatales; el duque de Riviere recomendó al morir a Mr. de Damas para ayo del duque de Burdeos. El príncipe de Polignac era miembro de aquella pandilla. La incapacidad es una francmasonería, cuyas logias están en todos los países, y esta carbonería tiene calabozos, cuyas trampas abre, y en las que hace desaparecer los estados.

El sistema doméstico estaba de tal suerte en la corte, que al elegir Mr. de Damas a Mr. de

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Lavilatte, nunca quiso concederle otro titulo que el de primer ayuda de cámara de monseñor duque de Burdeos. Aficioneme desde luego a ese militar de bigotes grises retorcidos, alano fiel encargado de ladrar alrededor de su cordero. Pertenecía a aquellos leales porta-granadas, a quienes tanto apreciaba el terrible mariscal Montluce, y de quienes decía: «No hay en ellos trastienda.» Mr. de Lavilatte será despedido por su sinceridad, no por su aspereza: pronto se hace uno a la aspereza de cuartel. A veces la adulación en el campamento suele tomar la máscara de independencia; pero en el valiente veterano de quien hablo todo era franqueza, y habría retirado con honor su bigote si hubiese tomado a préstamo más de 30,000 duros, como Juan de Castro. Su semblante avinagrado no era más que la expresión de la libertad: solamente advertía por su aire que estaba pronto. Los florentinos, antes de preparar su ejército en campaña, avisaban al enemigo por el sonido de la campana Martinella.

Misa.— El general Czernicki.— Comida en casa del gran burgrave.

Praga, 27 de mayo de 1833.

Había yo formado el proyecto de oír misa en la catedral en el barrio de los Palacios; pero detenido por los que vinieron a verme, no tuve tiempo más que para ir a la basílica de los antiguos jesuitas. Estaban cantando a la sazón con acompañamiento de órgano. Una mujer colocada a mi lado, tenía una voz cuyo acento me hizo volver la cabeza. En el momento de la comunión se cubrió el rostro con las dos manos y no fue a la santa mesa.

¡Ay! Muchas iglesias he explorado en las cuatro partes de la tierra, sin haberme podido despojar, ni aun en el sepulcro del Salvador, del áspero cilicio de mis pensamientos. He descrito a Aben-Hamet vagando en la mezquita de Córdoba. «Al pie de una columna vio una figura inmóvil que tomó en un principio por una estatua sobre un sepulcro.»

El original de esa figura que veía Aben-Hamet era un monje a quien yo había encontrado en el Escorial y tuya fe había envidiado. ¡Quién sabe, no obstante, las borrascas que podía haber en el fondo de aquella altura tan recogida, y las súplicas que dirigía, al pontífice santo e inocente! Salía yo de admirar en la sacristía desierta del Escorial una de las vírgenes más hermosas de Murillo; iba con una mujer, y fue quien me hizo reparar en el religioso, sordo al ruido de las pasiones que atravesaban junto a él en el formidable silencio del santuario.

Después de la misa en Praga fui a buscar un birlocho, y tomé el camino trazado en las antiguas fortificaciones, y por el que suben los carruajes al palacio. Estaban trazando jardines en aquellos baluartes: la eufonía del bosque reemplazará allí el estruendo de la Batalla de Praga. El conjunto estará hermoso dentro de unos cuarenta años, ¡Dios quiera que Enrique no permanezca aquí bastante tiempo para gozar de la sombra de una hoja que no ha nacido todavía!

Debiendo ir a comer al día siguiente a casa del gobernador, juzgué conveniente ir a ver a Mad. de Choteck: habríala encontrado amable y hermosa, aun cuando no me hubiese citado de memoria pasajes de mis obras.

Subí por la noche a la reunión de Mad. de Guiche, y encontré en ella al general Czernicki, y a su esposa. Aquel me refirió la insurrección de la Polonia y la batalla de Ostrolenka.

Cuando me levanté para marcharme me pidió permiso el general para estrechar mi venerable mano y abrazar al patriarca de la libertad de la prensa: su mujer quiso abrazar en mí al autor del Genio del Cristianismo: la monarquía recibió con la mayor cordialidad el beso fraternal de la república. Sentía yo una satisfacción de hombre honrado y me tenía por feliz en despertar por diferentes títulos nobles simpatías en corazones extranjeros, en ser estrechado sucesivamente contra el seno del marido y de la mujer por la libertad y la religión.

El lunes 27 por la mañana vino a decirme la oposición que no vería al joven príncipe. Mr. de Damas había cansado a su alumno llevándole de iglesia en iglesia para rezar las estaciones del jubileo. Aquel cansancio servía de protesto para una licencia, y motivaba una excursión al campo, queríanme ocultar al niño.

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Empleé la mañana en correr la ciudad. A. las cinco fui a comer a casa del conde de Choteck.

Comida en casa del conde de Choteck.

La casa del conde de Choteck, construida por su padre (que fue también gran burgrave de Bohemia) presenta por fuera la forma de una capilla gótica: nada es hoy original; todo es copia. Desde el salón se ven los jardines, los cuales bajan en cuesta a un valle: siempre la misma luz pálida, el mismo suelo ceniciento, como en las hondonadas angulosas de las montañas del Norte, en donde la naturaleza descarnada lleva el cilicio.

Estaba puesta la mesa en el pleasure ground (sitio de placer) bajo los árboles. Comimos con la cabeza descubierta: mi cabeza, a quien tantas tempestades habían insultado, llevándose los cabellos, era sensible al soplo del viento. Por más que procuraba estar atento a la comida, no podía menos de mirar las aves, y las nubes, que volaban por encima del festín: pasajeros embarcados en las brisas, y que tienen relaciones secretas con mis destinos; viajeros, objeto de mi envidia, y cuya aérea carrera no pueden seguir mis ojos sin una especie de enternecimiento. Hallábame más en sociedad con aquellos parásitos que vagaban por el cielo, que con los comensales sentados a mi lado en la tierra. ¡Felices anacoretas los que teníais por dapifert un cuervo!

No puedo hablar de la sociedad de Praga, porque no la vi más que en aquella comida. Había en ella una mujer muy a la moda en Viena, y según decían, de mucha agudeza: pareciome áspera y necia, aunque conservaba algunos restos de juventud, como aquellos árboles que conservan en el verano los ramos secos de la flor que ostentaron en la primavera.

No sé pues, de las costumbres de este país más que lo que dice Bassompierre de ellas en el siglo XVI; él amó a Ana Esther, de edad de diez y ocho años, y viuda hacia seis meses; pasó cinco días y cinco noches disfrazado y oculto en un cuarto al lado de su querida; jugó a la pelota en Hradschin con Wallenstein. Yo, que no era Wallenstein ni Bassompierre, no aspiraba al imperio ni al amor: las Esther modernas quieren Asueros, que por muy disfrazados que estén puedan quitarse por la noche su dominó: no se desprende uno de la máscara de los años.

Pentecostés.— El duque de Blacas.

Praga, 27 de mayo de 1833.

Al salir, después de la comida, a las siete, me dirigí a casa del rey, y encontré allí a las personas del día anterior, a excepción del duque de Burdeos, el cual decían se hallaba indispuesto de resultas de las estaciones del domingo. El rey estaba medio recostado sobre un canapé, y la infanta sentada en una silla, junto a las rodillas de Carlos X, que acariciaba el brazo de su nieta, mientras le contaba diferentes historias. La joven princesa escuchaba con atención; cuando yo me presenté me miró con la sonrisa de una persona sensata que me hubiera querido decir: —Preciso es que yo divierta a mi abuelo.

—Chateaubriand, exclamó el rey: ¿cómo es que no os he visto ayer?

—Señor, me avisaron demasiado tarde de que V. M. me había hecho el honor de convidarme a su mesa; y luego era domingo de Pentecostés, día en que no es permitido ver a V. M.

—¿Cómo es eso? dijo el rey.

—Señor, el día de Pentecostés hizo nueve años que presentándome para haceros la corte, me negaron la entrada.

Carlos X pareció conmoverse.

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—No os arrojarán, dijo, del palacio de Praga.

—No señor, porque no veo aquí aquellos buenos servidores que me condujeron al día de la prosperidad.

Principió el whist, y terminó el día.

Después de la partida pagué al duque de Blacas la visita que me había hecho. —El rey me ha dicho que teníamos que hablar.

Yo le contesté que no habiendo el rey juzgado conveniente convocar su consejo, en el cual hubiera podido yo desenvolver mis ideas acerca del porvenir de Francia y de la mayoría del duque de Burdeos, nada más tenia que decir.

—S. M. no tiene consejo, repuso Mr. de Blacas, riéndose con malicia y con ojos de satisfacción; no tiene más que a mí, a nadie más que a mí.

El guardarropa mayor tiene la más alta idea de sí mismo: achaque francés. A. juzgar por lo que dice, todo lo hace y todo lo puede: él casó a la duquesa de Berry, dispone de los reyes, lleva a Metternich como por la mano, tiene cogido por el cuello a Nesselrode, reina en Italia, ha grabado su nombre en un obelisco en Roma, tiene en su bolsillo las llaves de los cónclaves, los tres últimos papas le deben su exaltación, conoce tan perfectamente la opinión y ajusta de tal suerte su ambición, que acompañando a la duquesa de Berry se había hecho dar un diploma que le nombraba jefe del consejo de regencia, primer ministro, y ministro de Negocios extranjeros. Véase como esas pobres gentes comprenden la Francia y el siglo.

Sin embargo, Mr. de Blacas es el más inteligente y el más moderado de la pandilla. En conversación es sensato, siempre es de la opinión del que le habla. ¿Eso pensáis? Es cabalmente lo que decía yo ayer. Tenemos las mismas ideas. Laméntase de su esclavitud; se halla cansado de los negocios; querría vivir en algún rincón ignorado de la tierra para morir allí en paz lejos del mundo. En cuanto a su influencia sobre Carlos X no hay que hablarle: dicen que domina a Carlos X; es un error, nada puede con el rey; este no le escucha; rehúsa por la mañana una cosa, y por la noche concede esa misma cosa sin que se sepa por qué ha cambiado de parecer, etc. Cuando Mr. de Blacas refiere todos estos embolismos, dice verdad, porque nunca contraría al rey; pero no es sincero, porque solo inspira a Carlos X decisiones conformes a los deseos del príncipe.

Por lo demás, Mr. de Blacas tiene valor y honor; no carece de generosidad, y es adicto y fiel. Con el roce con la alta aristocracia y con las riquezas, ha adquirido su barniz. Es de buena cuna, pues procede cuna casa pobre, pero antigua, conocida en la poesía y en las armas. Lo estirado de sus maneras, su aplomo y su rigorismo de etiqueta conservan a sus años una nobleza que se pierde fácilmente en la adversidad; a lo menos en el museo de Praga, la inflexibilidad de la armadura sostiene en pie un cuerpo que de lo contrario se caería. Mr. de Blacas no carece e cierta actividad; despacha con rapidez los asuntos comunes, y es arreglado y metódico. Bastante inteligente en ciertos ramos de arqueología; amante de las artes sin imaginación, y libertino a sangre fría, ni siquiera se conmueve por sus pasiones; su sangre fría sería una cualidad de hombre de estado si no fuese otra cosa que su confianza en su genio, y su genio hace traición a su confianza; traslúcese en él al gran señor abortado, como en su compatriota La Valette, duque de Epernon.

O habrá o no restauración; si la hay, Mr. de Blacas volverá con sus puestos y honores; si no la hay, la fortuna del guardarropa mayor está casi toda fuera de Francia; Carlos X y Luis XIX habrán muerto. Mr. de Blacas será ya muy anciano, y sus hijos permanecerán compañeros del príncipe desterrado; de ilustres extranjeros en cortes extranjeras: ¡bendito sea Dios!

De este modo la revolución que elevó y hundió a Bonaparte habrá enriquecido a Mr. de Blacas: váyase lo uno por lo otro. Mr. de Blacas, con su figura carilarga y descolorida, es el empresario de las pompas fúnebres de la monarquía: la enterró en Hatwell, la enterró en Gante, la volvió a enterrar en Edimburgo, y la volverá a enterrar en Praga o en cualquiera otra parte, velando siempre por los restos de los altos y poderosos difuntos, como aquellos aldeanos de las costas que recogen los objetos arrojados por el naufragio a las orillas del mar.

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EPISODIOS.

Descripción de Praga—Thycho-Brahe.—Perdita.

Praga, 28 y 29, mayo de 1833.

El martes 28 de mayo, no teniendo efecto la lección de historia a que debía asistir a las once, me hallé en libertad de recorrer, o más bien de ver de nuevo la ciudad que ya había visto, yendo y viniendo de un lado a otro.

No sé por qué me había figurado que Praga estaba metida en un hueco de montañas, que esparcían sus negras sombras sobre un grupo de casas a modo de calderas: Praga es una ciudad risueña, en que sobresalen de veinte y cinco a treinta torres y campanarios elegantes: su arquitectura recuerda una ciudad del renacimiento. La larga dominación de los emperadores sobre los países cisalpinos pobló la Alemania de artistas de estos países: las aldeas austríacas son aldeas de la Lombardía, de la Toscana o de la tierra firme de Venecia: creeríase uno en casa de algún aldeano italiano si en las haciendas de salones desnudos no reemplazase un poeta al sol.

La vista de que se goza desde las ventanas del palacio es agradable; por un lado se ven los vergeles de un fresco valle, de verde pendiente, cercado por las murallas dentadas de la ciudad, que bajan hasta el Moldava, a la manera que los muros de Roma bajan del Vaticano al Tíber: por otro lado se descubre la ciudad cruzada por el ríos, el cual se embellece con una isla situada en la parte superior, y abraza por la inferior otra isla, separándose del barrio del Norte. El Moldava desemboca en el Elba. Un barco que me tomase en el puente de Praga, pudiera desembarcarme en el puente Real de París. Yo no soy la obra de los siglos ni de los reyes, no tengo el peso ni la duración del obelisco que el Nilo envía ahora al Sena: para remolcar mi galera bastaría el cinturón del Vístula y del Tíber.

El puente del Moldava, construido de madera en 795 por Mnata, fue en diferentes épocas reedificado en piedra. Mientras que medía yo con mis pasos aquel puente, caminaba Carlos X por la era: llevaba un paraguas debajo del brazo, y le acompañaba su hijo como un cicerone de alquiler. Había yo dicho en El Conservador que se asomaría uno a la ventana para ver pasar a la monarquía: yo la estaba viendo pasar sobre el puente de Praga.

En las construcciones de que está formado Hradschin, se ven salones históricos, museos entapizados con los retratos restaurados, y las limpias armas los duques y los reyes de Bohemia. No lejos de las masas informes se destaca sobre el cielo un lindo edificio adornado con uno de los elegantes pórticos del cinquecento: esta arquitectura tiene el inconveniente de no estar en armonía con el clima. ¡Si se pudiese al menos, durante los inviernos de Bohemia, poner estos palacios en invernadero con sus palmeras! No podía apartar de mí la idea del frio que debía tener por las noches.

Praga, sitiada muchas veces, tomada y reconquistada, nos es conocida militarmente por la batalla de su nombre, y por la retirada en que se halló Vaswenargues. Los baluartes de la ciudad se hallan demolidos. Los fosos del palacio por el lado de la llanura, forman un estrecho y profundo barranco, poblado hoy de álamos. En la época de la guerra de los treinta años esos fosos estaban llenos de agua. Habiendo penetrado los protestantes en el palacio el 23 de mayo de 1628, arrojaron por la ventana a dos señores católicos con el secretario de Estado: los tres se salvaron. El secretario, como hombre bien nacido, pidió perdón a uno de los señores por haber caído sobre él. En este mes de mayo de 1833 no se gastan los mismos cumplimientos: no sé muy bien lo que yo hubiera dicho en semejante caso, y eso que he sido secretario de Estado.

Tycho-Brahé murió en Praga: ¿querría alguien por toda su ciencia tener como él una nariz postiza de cera o de plata? Tycho se consolaba en Bohemia, como Carlos X, contemplando el

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cielo: el astrónomo admiraba la obra; el rey adora al obrero. La estrella que apareció en 1572 (extinguida en 1574), y que pasó sucesivamente del blanco brillante al amarillo encendido de Marte, y al blanco plomizo de Saturno, ofreció a las observaciones de Tycho el espectáculo del incendio de un mundo. ¿Qué es la revolución cuyo soplo ha empujado al hermano de Luis XVI a la tumba del Newton danés, comparada con la destrucción de un globo consumada en menos de dos años? El general Moreau vino a Praga a concertar con el emperador de Rusia, una restauración que aquel no debía ver.

Si Praga estuviese a orillas del mar, no habría cosa más encantadora: Así es que Shakespeare toca a la Bohemia con su varita, y hace de ella un país marítimo.

«¿Estás seguro, dice Antígono a un marinero en el Cuento de invierno, de que nuestro buque ha tocado en los desiertos de Bohemia?

Antígono baja a tierra encargado de exponer a una niña, a la cual dirige estas palabras:

«¡Flor! prospera aquí... La tempestad principia... Trazas tiene de ser mecida bien ásperamente.»

¿No parece que Shakespeare ha contado de antemano la historia de la princesa Luisa, de esa joven flor, de esa nueva Perdita, trasportada a los desiertos de Bohemia:

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CONTINUACIÓN DE LOS EPISODIOS.

De la Bohemia.— Literatura eslava y neo-latina.

Praga, 28 y 29 de mayo de 1833.

Confusión, sangre, catástrofes, tal es la historia de Bohemia, sus duques y sus reyes en medio de guerras civiles y extranjeras, luchan con sus súbditos o lidian a brazo partido con los duques o los reyes de Silesia, Sajonia, Polonia, Moravia, Hungría, Austria y Baviera.

Durante el reinado de Wenceslao VI, que ponía en el asador a su cocinero cuando no había asado bien una liebre, se levantó Juan de Huss, el cual habiendo estudiado en Oxford, trajo de allí la doctrina de Wiclef. Los protestantes, que buscaban por todas partes antepasados sin poder hallarlos, refieren que desde lo alto de su pira profetizó Juan la venida de Lutero.

«El mundo lleno de acritud, dijo Bossuet, engendró a Lutero y a Calvino, que acantonan a la. cristiandad.»

De las luchas cristianas y paganas, de las herejías precoces de la Bohemia, de las importaciones de intereses extranjeros y costumbres extranjeras, resultó una confusión favorable al engaño. Bohemia pasó por el país de los hechiceros.

Son célebres unas poesías antiguas descubiertas en 1819 por Mr. Hanka, bibliotecario del museo de Praga, en los archivos de la iglesia de Koniginhof. Un joven a quien me complazco en citar, hijo de un sabio ilustre, Mr. Ampere, ha dado a conocer el espíritu de aquellos cantos. Celakowsky ha difundido canciones populares en idioma eslavo.

Los polacos encuentran el dialecto bohemio afeminado: es la cuestión del dórico y del jónico. El bajo-breton de Vannes trata de bárbaro al bajo-bretón de Treguier. El eslavo, lo mismo que el magiar, se presta a todas las traducciones; a mi pobre Atala le han endosado un vestido de punto de Hungría: también lleva un dulimán armenio y un velo árabe.

Otra literatura ha florecido en Bohemia, la literatura moderna latina. El príncipe de esta literatura, Bobuslas Hassenstein, barón de Lobkowitz, nacido en 1462, se embarcó en 1490 en Venecia, y visitó la Grecia, la Siria, la Arabia y el Egipto. Lobkowitz se anticipó a mí trescientos veinte y seis años en aquellos sitios celebres, y como lord Byron, cantó su peregrinación. ¡Con qué diferencia de ánimo, de corazón, de pensamientos, de costumbres, hemos meditado con más de tres siglos de intervalo sobre las mismas ruinas y bajo el mismo sol, Lobkowitz bohemio, lord Byron inglés, y yo, hijo de Francia.

En la época del viaje de Lobkowitz se hallaban en, pie admirables monumentos destruidos después. Debía ser un espectáculo asombroso el de la barbarie en toda su energía, teniendo a sus pies la civilización derribada, los jenízaros de Mahomet II, embriagados de opio, victorias y mujeres, con la cimitarra en la mano y la frente rodeada con el turbante sangriento, escalonados para el asalto sobre los escombros de Egipto y de Grecia; y yo he visto a la misma barbarie entre las mismas ruinas agitarse a los pies de la civilización.

Recorriendo la ciudad y los barrios de Praga, presentábanseme a la memoria las cosas que acabo de decir, como los cuadros de una óptica sobre un lienzo. Poro desde cualquier rincón en que me hallase veía a Hradschin y al rey de Francia apoyado sobre las ventanas de palacio como un fantasma que dominaba todas aquellas sombras.

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Me despido del rey.— Adioses.— Carta de los infantes a su madre.— Un judío.— La criada sajona.

Praga, 29 de mayo de 1833.

Pasada ya mi revista de Praga, fui el 29 de mayo a comer a palacio a las seis. Carlos X estaba muy contento. Después de levantarse de la mesa me dijo sentándose en el canapé del salón:

—Chateaubriand, ¿sabéis que el Nacional que se ha recibido esta mañana declara que tenía yo derecho para dar mis ordenanzas?

—Señor, le contesté, V. M. arroja piedras a mi jardín.

El rey vacilaba indeciso, más tomando luego su partido, añadió:

—Tengo algo sobre el corazón: me habéis maltratado terriblemente en la primera parte de vuestro discurso en la cámara de los pares.

Y acto continuo, exclamó el rey sin dejarme tiempo para contestar:

—¡Oh! ¡El fin, el fin! ¡El sepulcro vacío en San Dionisio! ¡Es admirable! ¡Muy bien, muy bien! ¡No hablemos más de ello; no he querido guardar eso! basta ya... está acabado...

Y se disculpaba de haberse atrevido a aventurar estas pocas palabras.

Yo besé con un piadoso respeto la mano real.

—¿Qué queréis que os diga? continuó Carlos X: quizá hice mal en no defenderme en Rambouillet: todavía tenía grandes recursos; pero no quise que corriese sangre por mí, y me retiré.

No traté de combatir aquella noble escusa, y contesté:

—Señor, Bonaparte se retiró dos veces como V. M., a fin de no prolongar los males de la Francia.

Así ponía la debilidad de mi anciano rey al abrigo de la gloria de Napoleón.

Luego que llegaron los infantes nos acercamos a ellos. El rey habló de la edad de la princesa.

—¡Hola niñita! ¿Con qué tenéis ya catorce años?

—¡Oh! ¡cuándo tendré quince! dijo la princesa.

—¿Qué haréis? dijo el rey.

La princesa no replicó.

Carlos X refirió un suceso.

—No me acuerdo de eso, dijo el duque de Burdeos.

—Yo lo creo, repuso el rey; eso ocurría el día mismo de vuestro nacimiento.

—¡Oh! replicó Enrique: ¡según eso hace tanto tiempo!

La princesa, inclinando un tanto su cabeza sobre su hombro, y levantando su rostro hacia su hermano, mientras que sus miradas caían oblicuamente sobre mí, dijo con cierto airecillo irónico:

—¿Conque hace tanto tiempo que habéis nacido?

Retiráronse los infantes, y yo saludé al huérfano, debiendo marchar aquella noche. Díjele adiós en francés, en inglés y en alemán. ¡Cuántas lenguas aprenderá Enrique para referir sus míseras aventuras, para pedir pan y un asilo en el extranjero!

Cuando principió la partida de whist tomé las órdenes de S. M.

—Vais a ver a la delfina en Carlsbad, dijo Carlos X. Buen viaje, mi querido Chateaubriand. Ya oiremos hablar de vos en los diarios.

Fui de puerta en puerta ofreciendo mis últimos respetos a los habitantes de palacio. Volví a ver a la joven princesa en el cuarto de Mad. de Gontaut, y me entregó para su madre una carta, al pie de la cual había algunas palabras de Enrique.

Debía yo marchar el 30 a las cinco de la mañana, y el conde de Choteck había tenido la

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atención de mandar caballos al camino. Un incidente me detuvo hasta el medio día.

Llevaba yo una carta de crédito de dos mil francos, pagadera en Praga, y me presenté en casa de un judío rechoncho y pequeño, que al verme empezó a dar gritos de admiración. Llamó a su mujer en su auxilio, y acudió esta o más bien rodó hasta mis pies.

Sentose con toda su gordura y su negro color en frente de mí, con dos brazos como aletas, y se puso a mirarme con sus redondos ojos: aun cuando el Mesías hubiese entrado por la ventana no habría mostrado mayor gozo aquella Raquel: creíame yo amenazado de un aleluya. El agente de cambio me ofreció su fortuna, cartas de crédito para toda la extensión en que anda errante la comunión israelita, y añadió que me enviaría a mi casa los 2,000 francos.

La suma no estaba aun entregada el 29 por la noche: en la mañana del 30, cuando los caballos estaban ya enganchados, llegó un dependiente con un paquete de asignados, papel de diferente origen, que pierde más o menos en la plaza, y no tiene curso fuera de los estados austríacos. Mi carta contenía una nota, que decía: en buena moneda. Quedeme desconcertado.

«¿Qué queréis que haga con eso? dije al dependiente. ¿Cómo he de pagar con ese papel la posta y los gastos de la posada?

El dependiente corrió a buscar explicaciones: vino otro dependiente, y me estuvo haciendo cuentas interminables. Despedí al segundo dependiente, y otro tercero me trajo escudos de Brabante. Marché prevenido para lo sucesivo contra la ternura que pudiese inspirar a las hijas de Jerusalén.

Mi birlocho se hallaba rodeado a la puerta de los criados de la casa, entre quienes se mostraba más solicita una linda criada sajona, que corría a un piano cada vez que podía pillar algún momento libre entre dos campanillazos: ¡pedid a Leonarda del Limosín o a Jauchon de Picardía que os toque o cante al piano tanti palpiti o la plegaria de Moisés!

Lo que dejo en Praga.—El duque de Burdeos.

Praga y camino, 29 y 30 de mayo de 1833.

Había yo entrado en Praga con grandes recelos. Decía entre mí: para perdernos, basta a Dios muchas veces ponernos en las manos nuestros destinos: Dios hace milagros en favor de los hombres, pero les abandona la conducta, sin lo cual sería él quien gobernaría en persona: ahora bien, los hombres son los que hacen abortar los frutos de esos milagros. El crimen, no se halla castigado siempre en este mundo: las faltas lo son siempre. El crimen es de la naturaleza infinita y general del hombre, y solo el cielo conoce el fondo de él y se reserva a veces su castigo. Las faltas de una naturaleza limitada y accidental, son de la competencia de la justicia estrecha de la tierra; por eso es muy posible que las últimas faltas de la monarquía sean severamente castigadas por los hombres.

Decía también entre mí: se ha visto a familias reales incurrir en irreparables errores, infatuándose con una falsa idea de su naturaleza: unas veces se consideran como familias divinas y excepcionales; otras como familias mortales y privadas, y según las circunstancias, se colocan encima de la ley común o en los límites de esa ley. Si infringen las constituciones políticas, gritan que tienen derecho para hacerlo, que son la fuente de la ley, que no pueden ser juzgadas por las reglas ordinarias. Si quieren cometer una falta doméstica, dar, por ejemplo, una educación peligrosa al heredero del trono, responden a las reclamaciones; «¿Con que un particular puede proceder con sus hijos como le parece y nosotros no podríamos hacerlo?»

No, no podéis; no sois una familia divina, ni una familia privada, sois una familia pública, y pertenecéis a la sociedad. Los errores del trono, no atacan solo al trono, sino que son perjudiciales para la nación entera. Un rey da un tropiezo, y se va; ¿pero se va acaso la nación? ¿No sufre ningún mal? Los que permanecen leales al rey ausente, víctimas de su honor, ¿no se hallan cortados en su carrera, perseguidos en sus parientes, embarazados en su vida, en su libertad, amenazados? Lo repito: el trono no es una propiedad privada; es un bien común, indiviso

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y hay terceras personas comprometidas en la suerte del trono. Yo temía que en los trastornos insuperables de la desgracia no hubiese conocido el trono estas verdades, y no hubiese hecho nada para volver a ellas, cuando aún era tiempo.

Por otra parte, reconociendo las ventajas inmensas de la ley sálica, no se me ocultaba que la duración de raza tiene algunos graves inconvenientes para los pueblos y para los reyes: para los pueblos porque mezcla demasiado sus destinos con los de los reyes; para los reyes, porque el poder permanente los embriaga, pierden las ideas de la tierra, y todo lo que no está en sus altares, súplicas respetuosas, votos humildes, acatamientos profundos, es impiedad. La desgracia no les enseña nada: la adversidad no es más que una plebeya grosera que les falla al respeto, y las catástrofes no son para ellos más que insolencias

Afortunadamente me había engañado, y no encontré a Carlos X imbuido en esos altos errores que nacen en la cima de la sociedad: le hallé simplemente con las ilusiones comunes de un suceso inesperado y que son más explicables. Todo contribuye a consolar el amor propio del hermano de Luis XVIII: ve al mundo político destruirse, y lo atribuye, no sin alguna razón, a su época, no a su persona. ¿No pereció Luis XVI? ¿No cayó la república? ¿No se vio obligado Bonaparte a abandonar por dos veces el teatro de su gloria, y a ir a morir cautivo sobre un escollo? ¿No se hallan amenazados los tronos de Europa? ¿Y qué más podía Carlos X que aquellos poderosos derribados? Quiso defenderse contra enemigos: estaba avisado del peligro por su política y por síntomas públicos; tomó la iniciativa, y atacó por no ser atacado. ¿Los héroes de los tres motines no han confesado que conspiraban y que habían estado representando una comedia por espacio de quince años? Pues bien; Carlos creyó que era deber suyo hacer un esfuerzo; trató de salvar la legitimidad europea; dio la batalla y la perdió, inmolose por la salvación de las monarquías, y eso es todo: Napoleón tuvo su Waterloo, Carlos X sus jornadas de julio.

Así se le representaban las cosas al infortunado monarca que permanece inmutable, asediado por los sucesos que abruman y sujetan su espíritu. A fuerza de inmovilidad adquiere cierta grandeza; como hombre de imaginación, escucha, no se enfada de las ideas de otro, parece que entra en ellas, y es de lo que está más lejos. Hay axiomas generales que uno coloca delante de sí y parapetado detrás de ellos hace fuego sobre las inteligencias que marchan.

El error de muchos es persuadirse, en vista de los sucesos repetidos en la historia, de que el género humano está siempre en su lugar primitivo. Esos confunden las pasiones y las ideas; las primeras son las mismas en todos los siglos: las segundas cambian con la sucesión de los tiempos. Si los efectos materiales de algunos actos son semejantes en épocas diversas, las causas que los producen son diferentes.

Carlos X se considera como un principio, y en efecto, hay hombres que a fuerza de haber vivido en ideas fijas, de generaciones en generaciones semejantes, no son más que monumentos. Ciertos individuos, por el trascurso del tiempo y por su preponderancia, llegan a ser cosas transformadas en persona: estos individuos perecen cuando perece esa cosa. Bruto y Catón eran la encarnación de la república romana, y no podían sobrevivir a ella como el corazón no puede vivir cuando se retira la sangre.

En otro tiempo tracé el siguiente retrato de Carlos X.

«¡Ya habéis visto durante diez años a ese súbdito fiel, a ese hermano respetuoso, a ese tierno padre, tan afligido por uno de sus hijos, tan consolado por el otro! ¡Ya conocéis a ese Borbón que vino el primero después de nuestra desgracia a arrojarse, como digno heraldo de la antigua Francia, entre vosotros y la Europa con un ramo de lirio en la mano! ¡Vuestros ojos se fijan con amor y complacencia en ese príncipe, que en la edad madura ha conservado el encanto y la noble elegancia de la juventud, y que adornado ahora con la diadema, es solo un francés más en medio de nosotros! Con emoción repetís tantas frases hermosas de la boca de este nuevo monarca que aspira en la lealtad de su corazón la gracia del decir!

«¡Quién habría entre nosotros que no le confiara su vida, su fortuna, su honor!

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Ese hombre, a quien todos quisiéramos tener por amigo, lo tenemos hoy por rey. ¡Ah! tratemos de hacerle olvidar los sacrificios de su vida. ¡Qué levemente pesa la corona sobre la cabeza encanecida de ese caballero cristiano! Piadoso como San Luis, afable, compasivo y justiciero como Luis XI, cortés como Francisco I, franco como Enrique IV, ¡sea feliz con toda la dicha que le ha fallado por tantos años! Que el trono en que tantos monarcas han encontrado borrascas, sea para él un lugar de descanso.»

En otra parte he celebrado también al mismo príncipe: el modelo ha envejecido; pero se le conoce en los toques jóvenes del retrato; la edad nos marchita robándonos una cierta verdad de poesía que forma el cutis y el color de nuestro rostro, y sin embargo, uno ama a pesar suyo el rostro que se ha ajado al mismo tiempo que el nuestro. He cantado himnos a la raza de Enrique IV, y volvería a cantarlos otra vez con gusto combatiendo de nuevo los errores de la legitimidad y atrayéndome de nuevo su desgracia si esto viese destinada a renacer. La razón es, que la monarquía legitima constitucional me ha parecido siempre el camino más suave y seguro para la libertad completa. He creído y creería todavía cumplir como buen ciudadano, exagerando las ventajas de esa monarquía a fin de darle, si de mí dependiese, la duración necesaria para la conservación de la trasformación gradual de la sociedad y de las costumbres.

Hago un servicio a la memoria de Carlos X, oponiendo la verdad pura y sencilla a lo que se dirá de él en el futuro. La enemistad de los partidos, le representará como un hombre infiel a sus juramentos, y que ha violado las libertades públicas; nada de eso es cierto. Al atacar la Carta, procedió de buena fe; no se creyó ni se debía creer perjuro: tenía la firme intención de restablecer esa Carta después de haberla salvado a su manera, y como él lo comprendía. Carlos X es tal como le he descrito: dulce aunque propenso a la cólera; bueno y tierno con sus familiares, amable, ligero, sin hiel; con todas las dotes de un caballero, la devoción, la nobleza, la cortesanía elegante, pero mezclado todo de debilidad, lo cual no excluye el valor pasivo y la gloria de morir bien; incapaz de seguir hasta el fin una resolución, sea buena o mala, amurallado con las preocupaciones de un siglo y de su condición; en una época ordinaria, conveniente; en otra extraordinaria, hombre de perdición, no de desgracia.

El duque de Burdeos.

Por lo que toca al duque de Burdeos, querían hacer de él en Hradschin un rey siempre a caballo, que estuviese dando siempre grandes estocadas. Necesario es, sin duda, que sea valiente: pero es un error figurarse que en estos tiempos sería reconocido el derecho de conquista, y que bastará solo ser Enrique IV para subir al trono. Sin valor no se puede reinar; con el valor solo, no se reina ya. Bonaparte mató la autoridad de la victoria.

Quizá podría Enrique V concebir un papel extraordinario. Supóngase que a los veinte años conozca su posición, y diga entre si: «No puedo permanecer inmóvil; tengo deberes de nacimiento que cumplir con lo pasado; pero ¿he de verme obligado a turbar la Francia solo por mi causa? ¿Deberé pesar sobre los siglos futuros con todo el peso de los siglos pasados? Cortemos la cuestión: inspiremos remordimientos a los que proscribieron injustamente mi infancia, y mostrémosles lo que yo podía ser. Solo de mí depende ofrecerme a mi país, consagrando de nuevo, cualquiera que sea el éxito del combate, el principio de las monarquías hereditarias.»

Entonces el hijo de San Luis abordará la Francia en la doble idea de gloria y de sacrificio, y entraría en ella con la misma resolución de quedar allí con la corona en sus sienes o una bala en el corazón: en el último caso su herencia iría a Felipe. La vida triunfante o la muerte sublime de Enrique restablecería la legitimidad, despojada únicamente de lo que no comprende ya el siglo, y de lo que no conviene ya a la época. Por lo demás, aun suponiendo el sacrificio de mi joven príncipe, no lo haría para mí: después de muerto. Enrique V sin hijos, no reconocería jamás

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monarca en Francia.

Me he dejado llevar de quimeras: lo que supongo, relativo al partido que podría tomar Enrique, no es posible: razón ando de esta manera, me he colocado, con el pensamiento en un orden de cosas superior a nosotros: orden que, siendo natural en una época de elevación y magnanimidad, no aparecería hoy más que una exaltación de novela: es como si al presente opinase yo por volver a las cruzadas, cuando nos hallamos en la triste realidad de una naturaleza humana degenerada. Tal es la disposición de los ánimos que Enrique V encontraría en la apatía de la Francia interiormente, y en las monarquías de fuera obstáculos invencibles. Preciso será, pues, que se someta y consienta en aguardar los sucesos, a menos que se decida por un papel que no se dejaría de criticar con el epíteto de aventurero. Será necesario que vuelva a la serie de los hechos medianos, y vea sin dejarse abatir las dificultades que le rodean.

Los Borbones se sostuvieron después del imperio, porque sucedían a la arbitrariedad. ¿Se concibe a Enrique trasladado desde Praga al Louvre; después del uso de la más completa libertad? La nación francesa no quiere en el fondo esa libertad; pero adora la igualdad; no admite lo absoluto sino para ella y por ella, y su vanidad le ordena no obedecer sino a lo que se impone ella misma. En vano trató la Carta de hacer vivir bajo una misma ley a dos naciones que se hicieron extranjeras una a otra; la Francia antigua y la Francia moderna. ¿Cómo es posible hacer que se comprenda una Francia a otra, cuando se han acrecentado las prevenciones? No se atraerían los ánimos con presentar a su vista verdades incontestables.

Si oímos a la pasión y a la ignorancia, los Borbones son los autores de todos nuestros males: la restauración de la rama primogénita sería el restablecimiento de la dominación del palacio: los Borbones son los fautores y cómplices de esos tratados opresores de que con razón nunca he cesado de lamentarme; y sin embargo, nada hay más absurdo que esas acusaciones en que las fechas quedan olvidadas y los hechos son groseramente alterados. La restauración no ejerció influencia alguna en los actos diplomáticos sino en la época de la primera invasión. Es notorio que no se quería esa restauración, cuando se negociaba con Bonaparte en Chatillon, que si éste hubiese querido, habría permanecido emperador de los franceses. En vista de la obstinación de su carácter, y a falta de otra cosa mejor, se echó mano de los Borbones que estaban allí. Monsieur, lugarteniente del reino, tuvo entonces alguna parte en las transacciones del día; ya se ha visto en la vida de Alejandro lo que nos había dejado el tratado de París de 1814.

En 1815 no se trató ya de los Borbones, y para nada entraron en los contratos expoliadores de la segunda invasión: esos contratos fueron resultado del rompimiento del destierro de la isla de Elba. En Viena declararon los aliados que no se reunían más que contra un solo hombre; que no pretendían imponer ninguna especie de amo, ni especie ninguna de gobierno a la Francia. Hasta Alejandro había pedido al congreso otro rey que no fuese Luis XVIII. Si éste al venir a sentarse a las Tullerías no se hubiese apresurado a robar su trono, no habría reinado nunca. Los tratados de 1815 fueron abominables, precisamente porque no se quiso oír la voz paternal de la legitimidad, y para hacer quemar esos tratados, fue por lo que quise reconstituir nuestro poder en España.

El único momento en que se halla el espirita de la restauración, es en el congreso de Aquisgrán: los aliados se habían convenido en arrebatarnos nuestras provincias del Norte y del Este; Mr. de Richelieu intervino. Sensible el zar a nuestra desgracia, y llevado de sus inclinaciones equitativas, entregó al duque de Richelieu el mapa de Francia, sobre el que estaba trazada la fatal línea. Yo mismo he visto ese mapa de la Estigia en manos de Mad. de Montcalm, hermana del noble negociador.

Ocupada como estaba la Francia, y con guarniciones extranjeras en nuestras plazas fuertes, ¿podíamos hacer resistencia? Privados que fuésemos de nuestros departamentos militares, ¡cuánto tiempo habríamos gemido bajo la conquista! Si hubiéramos tenido un soberano de una familia nueva, un príncipe al acaso, nadie le habría respetado. Entre los aliados, unos cedieron a la ilusión de una gran estirpe; otros creyeron que bajo un poder gastado perdería el reino su energía y dejaría de ser objeto de alarma; el mismo Cobbet conviene en esto en su carta. Es por lo tanto una monstruosa ingratitud no ver que si somos todavía la antigua Galia, lo debemos a la sangre que más hemos maldecido. Esa sangre que desde hace ocho siglos circulaba en las venas mismas de la Francia; esa sangre, que la había hecho lo que es, la salvó de nuevo. ¿Por qué obstinarse en negar eternamente los hechos? Se abusó contra nosotros de la victoria como

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habíamos abusado nosotros de ella contra la Europa. Nuestros soldados habían ido a Rusia, y trajeron en pos de sus pasos a los soldados que huían ante ellos. Después de la acción, la reacción: tal es la ley. Esto en nada toca a la gloria de Bonaparte, gloria aislada y que permanece entera; ni a nuestra gloria nacional, cubierta con el polvo de la Europa, cuyas torres han barrido nuestras banderas. Era, pues, inútil, por un despecho si se quiere sobrado justo, ir a buscar a nuestros males otra causa que la verdadera. Lejos de ser los Borbones esa causa, compartían por lo menos nuestros reveses.

Examinemos ahora las calumnias de que ha sido objeto la restauración; consúltense los archivos de las relaciones estertores, y resultará el convencimiento de la independencia del lenguaje usado con las potencias bajo el reinado de Luis XVIII y Carlos X. Nuestro soberano tenía la conciencia de la dignidad nacional; fueron sobre todo reyes en el extranjero, el cual no quiso nunca con franqueza el restablecimiento, y no vio sino con pesar la resurrección de la monarquía primogénita. El lenguaje diplomático de la Francia en la época a que me refiero, preciso es decirlo, es particular a la aristocracia: la democracia, llena de grandes y fecundas virtudes, es arrogante cuando llega a dominar; pródiga en extremo cuando hay que hacer sacrificios inmensos, no acierta en los detalles, y rara vez es elevada, especialmente en las desgracias largas. Una parte del odio de las cortes de Inglaterra y Austria contra la legitimidad procede de la firmeza del gabinete de los Borbones.

Lejos de precipitar esa legitimidad, con mejor acuerdo se hubieran apuntalado sus ruinas; al abrigo, en el interior, se habría levantado el nuevo edificio, como se construye un buque que debe arrostrar el Océano en una dársena cubierta tallada en la roca: Así se ha formado la libertad inglesa, en el seno de la legislación normanda. No había que repudiar la sombra monárquica: este fantasma centenario de la edad media, tenía, como Dandolo, hermosos ojos en la cabeza y no veía gota: anciano que podía guiar a los jóvenes cruzados, y que adornado con sus cabellos blancos imprimía aun sobre la nieve sus pisadas indelebles.

Se concibe que en nuestros temores prolongados, nos cieguen preocupaciones y vergüenzas vanidosas; pero la remota posteridad reconocerá que la restauración ha sido, hablando históricamente, una de las fases más felices de nuestro ciclo revolucionario. Los partidos, cuyo calor no se ha extinguido aun, pueden exclamar ahora. «Fuimos libres bajo el imperio; esclavos bajo la monarquía de la Carta.» Las generaciones futuras, sin pararse en esa contraverdad, risible sí no fuese un sofisma, dirán que los Borbones llamados evitaron la desmembración de la Francia, fundaron, entre nosotros el gobierno representativo, hicieron prosperar la hacienda, pagaron deudas que no habían contraído, y satisficieron religiosamente hasta la pensión de la hermana de Robespierre. En fin, para reemplazar nuestras colonias perdidas nos dejaron en África una de las provincias más ricas del imperio romano.

Tres cosas señalan la monarquía restaurada: haber entrado en Cádiz; haber dado en Navarino independencia a la Grecia; haber emancipado a la cristiandad apoderándose de Argel: empresas contra las que se estrellaron Bonaparte, la Rusia, Carlos V y la Europa. Desígnenme un poder de algunos días (y un poder tan disputado) que haya hecho cosas semejantes.

Creo con la mano sobre mi conciencia, no haber exagerado nada, ni haber expuesto más que hechos en lo que acabo de decir acerca de la legitimidad. Es seguro que los Borbones no querrían ni podrían restablecer una monarquía de palacio, y acantonarse en una tribu de nobles y de curas; es cierto que no han sido traídos por los aliados, y han sido el accidente, no la causa, de nuestros desastres, causa que evidentemente procede de Napoleón. Pero es seguro también que la vuelta de la tercera raza ha coincidido desgraciadamente con los triunfos de las armas extranjeras. Los cosacos se presentaron en París en el momento en que se volvía a ver allí a Luis XVIII: desde entonces para la Francia humillada, para los intereses particulares, para todas las pasiones conmovidas, la restauración y la invasión son dos cosas idénticas: los Borbones han venido a ser la victima de una confusión de hechos, de una calumnia cambiada como tantas otras en una verdad-mentira. ¡Ay! es difícil escapar de esas calamidades que la naturaleza y el tiempo producen por más que se las combate, el buen derecho no lleva siempre la victoria. Los psyllos, nación de la antigua África, habían tomado las armas contra el viento del Mediodía; levantose un torbellino, y sumergió a aquellos valientes. «Los nosamonios, dice Heródoto, se apoderaron de su país abandonado.»

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Hablando de la última calamidad de los Borbones, se me viene a la memoria su principio: yo no sé qué agüero de su tumba se hizo oír en su cuna. Apenas se vio Enrique IV dueño de París, se apoderó de él un funesto presentimiento. Las tentativas de asesinato que se renovaban, sin alarmar su valor, influían sobre su alegría natural. En la procesión del Espíritu Santo, 5 de enero de 1593, se presentó vestido de negro, con un emplasto en el labio superior sobre la herida que le había hecho Juan Chatel en la boca, queriéndote atravesar el corazón. Tenía el semblante triste, y preguntándole el motivo Mad. de Balagni: —¿Cómo, le respondió, puedo estar contento al ver un pueblo tan ingrato, que haciendo todos los días lo que puedo por él, y por cuyo bienestar querría sacrificar mil vidas si Dios me las hubiese dado, comete todos los días nuevos atentados, porque desde que estoy aquí no oigo hablar de otra cosa?

Sin embargo, ese pueblo gritaba ¡viva el rey!— Señor, dijo un individuo de la corte: ved como todo vuestro pueblo se alegra de veros. Enrique dijo meneando la cabeza. «Es un pueblo. Si mi mayor enemigo estuviese donde yo estoy y le viese pasar, le haría lo mismo que a mí, y gritaría, si cabe más. »

Un partidario de la liga, viendo al rey abismado en el fondo del carruaje, dijo: «Vedle ahí como si fuese en la carreta.» ¿No parece que aquel partidario de la liga hablaba de Luis XVI caminando del Temple al cadalso?

El viernes 14 de mayo de 1510, volviendo el rey de los fuldenses con Bassompierre y el duque de Guisa, les dijo: «Vosotros no me conocéis aun, y cuando me hayáis perdido conoceréis entonces la diferencia que va de mí a los demás hombres. —¡Dios mío, señor! replicó Basompierre: ¿no acabareis de afligirnos con vuestros agüeros de morir pronto?» Y entonces el mariscal pinta a Enrique su gloria, su prosperidad, su buena salud, que prolongaba su juventud. Amigo mío, le dijo el rey, es preciso abandonar todo eso.» Ravaillac estaba a la puerta del Louvre.

Bassompierre se retiró, y no vio ya al rey más que en su despacho.

«Estaba tendido, dice, en su lecho, y Mr. de Vic sentado en el mismo lecho que él, había puesto la cruz de su orden en su boca, y le hacia acordarse de Dios. Mr. Legrand que llegó, se puso de rodillas entre la cama y la pared, y tenía asida una mano que besaba. Yo me hallaba arrojado a sus pies, y los estrechaba llorando amargamente.»

Tal es el relato de Bassompierre.

Perseguido por estos tristes recuerdos, me parecía que había visto en los largos salones de Hradschin a los últimos Borbones que pasaban tristes y melancólicos como el primer Borbón en la galería del Louvre: yo había ido a besar los pies del trono junto a su muerte. Que muera para siempre o resucite, tendrá mis últimos juramentos: al día siguiente de la desaparición final principiará para mí la república. En caso de que las Parcas, que deben dar a luz mis Memorias, no las publiquen inmediatamente, se sabrá, cuando aquellas aparezcan, luego que se haya leído y meditado todo, hasta qué punto me he engañado en mis presagios y en mis conjeturas. Respetando la desgracia, respetando a lo que he servido y continuaré sirviendo a costa de la tranquilidad de mis últimos días, trazo mis palabras, verdaderas o infundadas, al descenso de mis horas hojas secas y ligeras que el soplo de la eternidad habrá dispersado bien pronto.

Si las altas estirpes estuviesen próximas a su término (hecho abstracción de las posibilidades de lo futuro, y de las vivas esperanzas que retoñan sin cesar en lo íntimo del corazón humano), ¿no sería mejor que, poniendo un término digno de su grandeza, se retirasen a la noche de lo pasado con los siglos? Prolongar sus días más allá de una brillante carrera, nada vale: el mundo se cansa de ellas y de su ruido, y les echa la culpa de estar siempre así. Alejandro, César, Napoleón, han desaparecido según las reglas de la fama. Para que uno muera bello, es preciso que muera joven: no hagáis decir a los hijos de la primavera: «¡Cómo! ¿Es ese genio, esa persona, esa raza a quien el mundo prodigaba aplausos, y de la que se habría pagado un cabello, una sonrisa, una mirada con el sacrificio de la vida? ¡Qué triste es ver al anciano Luis XIV no hallar al lado suyo para hablar de su siglo, más que al anciano duque de Villeroi! Una última victoria fue para el gran Condé la de haber encontrado a Bossuet al borde de una fosa: el orador animó las mudas aguas de Chantilly; con la infancia del anciano, reasumió la adolescencia del joven, y volvió a ennegrecer los cabellos sobre la frente del vencedor, de Rocroi, diciendo un adiós inmortal a sus cabellos blancos, los que amáis la gloria, cuidad de vuestra tumba, recostaos

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bien en ella; procurad hacer buena figura, porque en esa quedaréis.

La señora delfina.

El camino desde Praga a Carlsbad se prolonga por las llanuras que ensangrentó la guerra de los treinta años. Al atravesar por la noche aquellos campos de batalla, me humillo ante el Dios de los ejércitos, que tiene el cielo en su brazo como si fuese un escudo. Desde bastante lejos se descubren los montecillos cubiertos de arbustos, a cuyo pie se encuentran las aguas. Los médicos de Carlsbad, comparan el camino a la serpiente de Esculapio, que bajando por la colina, va a beber en la copa de Hygia.

Desde lo alto de la torre de la ciudad, Stadtthurm, torre coronada con un campanario, los centinelas tocan una trompeta en cuanto divisan algún viajero. Saludáronme graciosamente como a un moribundo, y cada uno decía para sí con júbilo: «He ahí un artrítico, un hipocondriaco, un miope.» ¡Ay! yo era algo mas que todo eso, era un incurable.

El 31 a las siete de la mañana estaba ya establecido en el Escudo de Oro, posada perteneciente al conde de Bolzona, noble que había quedado arruinado. En aquella fonda habitaban también el conde y la condesa de Cossé, (que habían llegado antes que yo), y mi compatriota el general Trogroff, en otro tiempo gobernador del castillo de Saint-Cloud, natural de Laudivisian, y aunque rechoncho, capitan de granaderos austriacos en Praga, durante la revolución. Venia de visitar a su señor desterrado, sucesor de San Clodoaldo, monje de su tiempo en Saint-Cloud. Trogroff, concluida su peregrinación se volvía a la Baja Bretaña. Llevaba dos ruiseñores, uno de Hungría y otro de Bohemia, que tanto se quejaban de la crueldad de Tereo, que no dejaban dormir a nadie en la casa. Trogoff los hartaba de corazón de buey picado, sin que por eso consiguiese mitigar su dolor:

Et maestis late loca questibus implet.

Trogroff y yo nos abrazamos como dos bretones. El general, pequeño y cuadrado como un celta de la Cornouaille, tiene cierto artificio con apariencia de franqueza, y sus ademanes cuando habla son algo cómicos. Agradaba bastante a la señora delfina, y como sabe el alemán, se paseaba con él. Sabedora de mi llegada por Mad. de Cossé, me mandó un recado para que fuese a verla a las nueve y media o al medio día, en cuya hora ya estaba en su casa.

Ocupaba un edificio aislado en un extremo del pueblo en la orilla derecha del Téple, riachuelo que se desprende de la montaña, y atraviesa a Carlsbad en toda su longitud. Al subir la escalera de la habitación de la princesa estaba turbado: ¡ha a ver casi por primera vez, a aquel modelo perfecto de padecimientos humanos, a aquella Antígona de la cristiandad. En mi vida había conversado diez minutos con la señora delfina: en el rápido curso de sus prosperidades, apenas me había dirigido dos o tres palabras: siempre se había manifestado reservada conmigo. Aunque jamás había escrito ni hablado de ella sino con una admiración profunda, la señora delfina tenía necesariamente que participar con respecto a mí, de las preocupaciones de aquel enjambre de cortesanos de antesala, en medio del cual vivía: la familia real vegetaba aislada en aquella ciudadela de la necedad y de la envidia, que sitiaban, sin poder penetrar en ella, las generaciones nuevas.

Un criado me abrió la puerta: vi a la señora delfina sentada en un sofá, bordando un pedazo de tapicería, entre dos ventanas del salón. Entré tan conmovido, que no sabía si podría llegar hasta la princesa.

Levantó la cabeza que tenía inclinada sobre su labor, como para ocultar también su emoción, y dirigiéndome la palabra, me dijo: «Me conceptúo dichosa al veros, caballero Chateaubriand: el rey me había participado vuestra venida. ¿Cómo habéis pasado la noche? debéis estar cansado.»

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La presenté respetuosamente las cartas de la señora duquesa de Berry; las tomó, las puso a su lado en el canapé, y me dijo: «Tomad asiento, sentaos.» después volvió a comenzar su labor con un movimiento rápido, maquinal, y convulsivo.

Yo guardaba el más profundo silencio y lo mismo la señora delfina: oíase el ruido que hacia la aguja, y el de la lana que la princesa pasaba bruscamente por el cañamazo, sobre el cual vi caer algunas lágrimas. La ilustre desgraciada se las enjugó con la mano, y sin levantar la cabeza me dijo: «¿Cómo está mi hermana? Es muy infortunada, muy desdichada: ¡me causa mucho sentimiento! ¡mucho sentimiento!» Estas palabras breves y repetidas, procuraban en vano anudar una conversación para que faltaban expresiones a ambos interlocutores. El color encendido de los ojos de la delfina producido por la costumbre de las lágrimas, la daba una hermosura que la hacia asemejarse a la virgen de Spasimo.

«Señora, contesté yo por fin, la señora duquesa de Berry es muy desgraciada sin duda alguna. —Me ha encargado que venga a poner sus hijos bajo vuestra protección, mientras dura su cautiverio. En medio de sus penas, le sirve de gran consuelo el pensar que Enrique V encontrará en V. M. una segunda madre.»

Pascal tuvo mucha razón en mezclar la grandeza y la miseria del hombre: ¿quién podía creer que la señora delfina apreciase en algo esos títulos de reina y de majestad que le eran tan naturales, y cuya vanidad había conocido? Pues bien, la palabra majestad, fue no obstante una palabra mágica: brilló un momento en la frente de la princesa, de la cual disipó las nubes, que volvieron a colocarse en ella como una diadema.

«¡Oh! no, no, caballero Chateaubriand, me dijo la princesa mirándome y suspendiendo su labor, ya no soy reina. —Lo sois señora, !o sois por las leyes del reino: monseñor el delfín no ha podido abdicar sino porque ha sido rey. La Francia os mira como su reina y seréis la madre de Enrique V.»

La delfina ya no disputó; aquella pequeña debilidad volviéndola a la condición de mujer, obscurecía el brillo de tan diversas grandezas, las daba una especie de atractivo, y las ponía más en relación con la condición humana.

Leí en alta voz mi credencial en la que la señora duquesa de Berry me explicaba su matrimonio, me mandaba dirigirme a Praga, pedía la conservasen su titulo de princesa francesa, y ponía a sus hijos bajo la salvaguardia de su hermana.

La princesa, que había vuelto a emprender su bordado, me dijo después de la lectura. «La señora duquesa de Berry hace muy bien en contar conmigo. Está perfectamente, caballero Chateaubriand, muy bien: siento mucho la situación de mi hermana, decídselo así.»

Aquella insistencia de la señora delfina en decir que compadecía a su hermana la duquesa de Berry, sin ir más lejos me hacia ver cuán poca simpatía había entre aquellas desalmas, por lo menos en el fondo. Parecíame también que un movimiento involuntario había agitado a la princesa. ¡Rivalidad de desgracia! La hija de María Antonieta no tenía sin embargo nada que temer en aquella lucha: hubiera obtenido la palma.

—Si quisieseis señora, la contesté, leer la carta que os escribe la señora duquesa de Berry, y la que dirige a sus hijos, tal vez encontraríais en ella nuevas aclaraciones. Espero señora me daréis una carta para Blaye.

Las cartas estaban escritas con limón: «No entiendo nada de esto, dijo la princesa, ¿qué vamos hacer?» Propuse el medio que me pareció conveniente: la señora tiró del cordón de la campanilla que caía sobre el sofá. Acudió un ayuda de cámara, recibió las órdenes convenientes, y preparó lo necesario a la puerta del salón: la señora se levantó y nos dirigimos a donde estaba el braserillo que colocamos sobre una mesita. Tomé una de las dos cartas y la puse paralelamente al fuego. La delfina me miraba y se sonreía, porque yo nada adelantaba y me dijo: «Dádmela, dádmela, voy a probar:» pasó la carta por encima de la llama, y apareció la redonda letra de la señora duquesa de Berry. La misma operación se practicó con la segunda. Felicité a la señora por su buen éxito. ¡Extraña escena! La hija de Luis XVI descifrando conmigo en un descansillo de una escalera en Carlsbad, los misteriosos caracteres que la cautiva de Blaye enviaba a la prisionera del Temple.

Volvimos a sentarnos en el salón. La delfina leyó la carta que iba dirigida a la misma. La

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señora duquesa de Berry daba gracias a su hermana por la parte que había tomado en su infortunio, le recomendaba sus hijos, y colocaba particularmente a su hijo bajo la tutela de las virtudes de su tía. La carta a los niños contenía algunas palabras de ternura. La duquesa de Berry invitaba a Enrique a que se hiciese digno de la Francia.

La señora delfina me dijo: «Mi hermana me hace justicia: he tomado mucha parte en sus penas: ha debido sufrir mucho, muchísimo: la diréis que cuidaré del señor duque de Burdeos. La amo mucho: ¿cómo la habéis encontrado? ¿Está bueno, no es verdad? Es fuerte aunque un poco nerviosa.»

Pasé dos horas con la señora, honor que rara vez se ha obtenido: al parecer estaba contenta. No habiéndome conocido nunca más que por informes desfavorables, me creía sin duda un hombre violento, y engreído con mi mérito: me hacia el favor de atribuirme figura humana, y de ser un buen hombre. Me dijo con cordialidad: «Voy a pasearme por la región de las aguas, comeremos a las tres, y vendréis, sino estáis muy cansado y necesitáis acostaros: deseo veros siempre que esto no os incomode.»

No sé a qué debía tan buen éxito: pero ciertamente la frialdad había desaparecido, y la prevención se había disipado: aquellas miradas que se habían fijado en el Temple, en los ojos de Luis XVI y de María Antonieta, se dirigían entonces con benevolencia a un insignificante servidor.

Sin embargo, si había logrado que la delfina quedase complacida, yo estaba en extremo disgustado: el temor de pasar ciertos limites, me quitaba la libertad de varias cosas comunes, que tenía al lado de Carlos X. Sea que yo no poseyese el secreto de sacar del alma de aquella señora cuanto sublime encerraba, sea que mi respeto cerrase el camino a la comunicación el pensamiento, sentía una esterilidad desconsoladora que provenía de mí.

A las tres volví a casa de la señora delfina, y encontré allí a la condesa de Esterhazy y su hija, a la señora de Agoult, y a los caballeros O'IIegerly, hijo, y Trogroff, que tenían la honra de comer con la princesa. La condesa de Esterhazy, en otro tiempo hermosa, todavía parecía bien: se casó en Roma con el duque de Blacas. Se asegura que se mezclaba en la política, y que participó a Metternich todo cuanto sabía. Cuando al salir del Temple, la señora fue enviada a Viena, encontró a la condesa de Esterhazy, que llegó a ser su amiga. Yo observaba que escuchaba con mucha atención mis palabras: al día siguiente tuvo la franqueza de decir delante de mí, que había pasado la noche escribiendo. Se disponía a partir para Praga, porque había convenido en una entrevista secreta con el duque de Blacas, y desde allí se dirigiría a Viena. Antigua adhesión rejuvenecida por el espionaje. ¡Qué negocios y qué placeres! La señorita Esterhazy no es bonita, pero tiene el aspecto muy vivo y algo picaresco.

La vizcondesa de Agoult, en el día devota, es una persona importante de esas que suelen encontrarse en los gabinetes de las princesas: ha elevado a su familia cuanto ha podido, dirigiéndose a todo el mundo, y particularmente a mí, que tuve la satisfacción de colocar a sus sobrinos: tenía tantos como el difunto archicanciller Cambaceres.

La comida fue tan mala y tan mezquina, que yo no pude satisfacer el hambre: la sirvieron en el mismo salón de la señora delfina porque no tenía comedor. Levantada la mesa la princesa volvió a sentarse en el sofá, tomó su labor y nosotros hicimos círculo en derredor suyo. Trogroff contó historias que gustan mucho a la señora. Se ocupa con preferencia de las mujeres: tratose de la duquesa de Guiche y la delfina, con gran sorpresa mía, dijo, «Sus trenzas no la caen bien.»

Desde su sofá la señora veía a través del balcón lo que pasaba por el exterior, y nombraba a los paseantes de ambos sexos. Llegaron dos caballitos con dos jockeys vestidos a la escocesa: la señora dejó de trabajar, miró mucho y dijo: «Es madama...¡(he olvidado el nombre) que va a la montaña con sus hijos.» María Teresa curiosa y enterándose de las costumbres de sus vecinos, la princesa de los tronos y de los cadalsos rebajándose al nivel de las demás mujeres, me interesaba extraordinariamente, la miraba con una especie de enternecimiento filosófico.

A las cinco la delfina salió a paseo en carruaje: a las siete volví a la tertulia. Se observaba en ella el mismo orden que anteriormente: la princesa estaba sentada en el sofá, los que habían asistido a la comida ocupaban sus respectivos puestos, y cinco o seis jóvenes y viejas aumentaban el círculo: la delfina hacia esfuerzos visibles para parecer graciosa. Dirigia una palabra a cada uno, me habló muchas veces nombrándome para darme a conocer; pero a cada

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frase incurria en una distracción. Multiplicaba los movimientos de su aguja, y acercaba su rostro al bordado: yo veía a la princesa de perfil, y me chocó una semejanza siniestra. La señora ha tomado todo el aire de su padre: cuando la miraba con la cabeza baja como si tuviese sobre ella la cuchilla del dolor, creía ver la de Luis XVI, esperando el golpe fatal.

A las ocho y media concluyó la velada, y me acosté abrumado de sueño y de cansancio.

El viernes 1° de junio ya estaba en pie a las cinco de la mañana, y a las seis me dirigí a Muhlembad (baño del molino): los bebedores y bebedoras se apiñaban en derredor de la fuente: se paseaban por la galería de madera con columnas, o por el jardín contiguo a ella. La señora delfina llegó vestida con un mezquino traje de seda de color de ceniza: llevaba en los hombros un chal viejo, y en la cabeza un sombrero muy usado. Parecía que había compuesto su vestido como su madre en la Conserjería. El caballero O'Hegerty, su escudero, la daba el brazo. Se mezcló entre la multitud, y presentó su taza a las mujeres que sacan el agua del manantial. Nadie fijaba la atención en la condesa de Marne. Su abuela María Teresa mandó construir en 1762 la casa llamada de Muhlembad: también entregó a Carlsbad las campanas que debían llamar a su nieto al pie de la cruz.

Cuando la señora entró en el jardín me adelanté hacia ella, y pareció sorprenderla aquella galantería de cortesano. Rara vez me había levantado tan temprano por las personas reales, ni aun quizá el 13 de febrero de 1820, cuando fui a buscar al duque de Berry al teatro de la Opera. La princesa me permitió que diese a su lado cinco o seis vueltas por el jardín, me habló con amabilidad, me dijo que me recibiría a las dos y me daría una carta. Me separé de ella por discreción, me desayuné a la ligera, y empleé el tiempo que me quedaba en recorrer el valle.

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INCIDENCIAS.

Manantiales.— Aguas minerales.— Recuerdos históricos.

Carlsbad 1° de junio de 1833.

Como francés, no encontré en Carlsbad más que recuerdos penosos. Esta ciudad toma su nombre de Carlos IV, rey de Bohemia, que fue a curarse allí tres heridas recibidas en Crecy batiéndose al lado de su padre Juan. Lobkowitz pretende que Juan fue muerto por un escocés, circunstancia ignorada de los historiadores.

Sed cum Gallorum fines et amica luetur

Arru, Caledonia cuspide fossus obit.

«Mientras que defiende los confines de las Galias y los amigos campos, muere atravesado por una lanza calcedonense.»

El poeta no habría puesto Caledonia por la cantidad. En 1346 Eduardo se hallaba en guerra con Roberto Bruce, y los escoceses eran aliados de Felipe.

La muerte de Juan de Bohemia, el Ciego, en Crecy, es una de las aventuras más heroicas y patéticas de la caballería. Juan quería socorrer a su hijo Carlos, y dijo a sus compañeros: «Señores, vosotros sois mis amigos: os requiero que me conduzcáis a donde pueda dar una estocada con mi espada: y contestaron que lo harían con mucho gusto. El rey de Bohemia se metió tanto entre sus enemigos que consiguió dar muchas cuchilladas, y combatió vigorosamente: otro tanto hicieron los de su comitiva, y con tan gran encarnizamiento persiguieron a los ingleses, que todos quedaron en el campo de batalla, y al día siguiente fueron encontrados en derredor de su señor los caballos atados unos con otros.»

No se sabe que Juan de Bohemia fue enterrado en Montargis, en la iglesia de dominicos, y que se leía sobre su sepulcro este resto de inscripción ya borrada: «Murió a la cabeza de su gente, recomendándola a Dios padre. Rogad a Dios por este buen rey.»

Sirva este recuerdo de un francés para espiar la ingratitud de la Francia, cuando en los días de nuestras calamidades asombramos al cielo con nuestros sacrilegios, y arrojamos de su tumba a un príncipe que moría por nosotros en los días de nuestras antiguas desgracias.

Las crónicas de Carlsbad refieren que Carlos IV, hijo del rey Juan, hallándose de caza, uno de los perros que seguía a un ciervo cayó desde lo alto de una colina en un estanque de agua caliente. Sus ladridos hicieron acudir a los cazadores, que descubrieron la fuente de Sprudel. Un cerdo que se escaldó en las aguas de Toeplitz, se las dio a conocer a los pastores.

Tales son las tradiciones germánicas. Yo he pasado por Corinto: las ruinas del templo de las Cortesanas se hallaban diseminadas sobre las cenizas de Glycera; pero la fuente Pirene, que nació de las lágrimas de una ninfa, corría todavía entre los laureles por donde en tiempo de las Musas volaba el caballo Pegaso. Las olas de un puerto sin buques bañaba las columnas caídas, cuyos capiteles estaban dentro del mar como la cabeza de las jóvenes ahogadas tendidas sobre la arena; el mirto había brotado en su cabellera, y reemplazaba a la hoja de acanto: he aquí las tradiciones de la Grecia.

En Carlsbad se cuentan ocho fuentes: la más célebre es la Sprudel, descubierta por el sabueso. Esta fuente sale de la tierra entre la iglesia y el Téple, con un ruido cóncavo y un vapor blanco: salta irregularmente hasta la altura de seis o siete pies: Solo los manantiales de la Islandia son superiores a la Sprudel; pero nadie va a buscar la salud en los desiertos del Hecla, en donde se acaba la vida, y el día de estío no tiene ni Occidente ni aurora, y en donde la noche

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del invierno, renaciendo de la misma noche, carece de alba y de crepúsculo.

El agua de la Sprudel cuece los huevos y sirve para fregar los platos: este fenómeno sorprendente ha sido utilizado por las criadas de Carlsbad: imagen del talento que se degrada, prestando su poderío a obras viles.

Alejandro Dumas ha hecho una traducción libre de la oda latina de Lobkowitz, sobre la Sprudel:

Fons beliconianum, etc.

Fuente consagrada a los himnos del poeta, ¿cuál es el foco de la secreto calor? ¿De dónde proviene tu lecho abrasador con el azufre y la cal? Las llamaradas que el Etna ha dejado de arrojar hasta las nubes, se abren hasta ti caminos subterráneos. ¡En dónde, vecina de la Estigia, haces hervir tus aguas?

Carlsbad es por lo común el punto de reunión de los soberanos: allí deberían curarse bien de la corona, por ellos y por nosotros.

Todos los días se publica una lista de los que visitan el Sprudel: en las más antiguas se leen los nombres de los poetas y literatos más ilustres del Norte: Gurowsky, Dunker, Weisse, Herder y Goethe: hubiera querido hallar allí también el de Schiller, objeto de mi preferencia. En la lista del día y entre la multitud de personas oscuras que llegan continuamente se veía el nombre de la condesa de Marne.

En 1830, y en el mismo momento de la caída de la familia real en Saint-Cloud, la viuda e hijas de Cristóbal tomaban las aguas de Carlsbad. SS. MM. haitianas se retiraron a Toscana, al lado de las majestades napoleónicas. La hija más joven del rey Cristóbal, muy instruida y bonita, murió en Pisa. Su belleza de ébano descansa en libertad bajo los pórticos del campo santo, lejos del campo de las cañas, a cuya sombra había nacido esclava.

En 1826 se vio en Carlsbad una inglesa de Calcuta que había pasado desde la higuera baniana al olivo de Bohemia, y desde el sol del Ganges al del Téple: se iba extinguiendo como un rayo del cielo de la India, extraviado entre el frío y la noche. El espectáculo de los cementerios en los sitios consagrados a la salud, es muy melancólico: allí duermen jóvenes extrañas unas a otras: sobre su sepulcro se hallan grabados el número de sus días, y la indicación de su patria: le parece a uno que recorre un invernadero en donde se cultivan flores de todos los climas, cuyos nombres se hallan escritos en unos rótulos colocados al pie de ellas.

La ley indígena ha prevenido las necesidades de la muerte exótica: previniendo el fallecimiento de los viajeros lejos de su país, ha permitido de antemano las exhumaciones. Yo hubiera, pues, podido dormir en el cementerio de San Andrés una decena de años, y nada habría puesto trabas a las disposiciones testamentarias de estas Memorias. ¡Si la señora delfina muriese aquí, las leyes francesas permitirían que regresasen sus cenizas! Este seria un punto delicado de controversia entre los sorboniqueros de la doctrina, y los casuistas de proscripción.

Las aguas de Carlsbad, según aseguran, son buenas para el hígado y malas para los dientes. En cuanto al hígado no sé nada; pero he visto muchas personas sin dientes en Carlsbad: los años más bien quizá que las aguas serán la causa: el tiempo que todo lo devora, hace caer también los dientes.

¿No os parece que vuelvo a comenzar la obra maestra de un desconocido? Una palabra me conduce a otra: desde Islandia paso a las Indias.

He ahí los Apeninos, he ahí el Cáucaso.

Y sin embargo todavía no he salido del valle del Téple.

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CONTINUACIÓN DE LAS INCIDENCIAS.

El valle del Téple.— Su flora.

Para ver de una ojeada el valle del Téple, tuve que trepar por una colina, atravesando para ello un bosque de pinos: las hileras de aquellos árboles formaban un ángulo agudo sobre un plano inclinado: mirados desde abajo, las cimas de aquellos árboles tocaban a los pies de unos, otras al tronco a la tercera y cuarta parte de los demás que estaban más altos.

Siempre me agradarán los bosques: la flora de Carlsbad, cuyo céfiro festoneaba los céspedes bajo mis pies me parecía encantadora: encontré allí la calice digitada, la belladona vulgar, la salicaria común, el hipericon, el lirio vivaz y el sauce: dos asuntos de mis primeras antologías.

Mi juventud suspende sus reminiscencias en los tallos de esas plantas que reconozco al paso. ¿Os acordáis de mis estudios botánicos entre los seminolas, de mis cenotheros, de mi nymfeas con que preparaba mis floridianas, de las guirnaldas de clemátidas con que enlazaban la tortuga, de nuestro sueño en la isla a la orilla del lago y de la lluvia de rosas de magnolia que caía sobre nuestras cabezas? No me atrevo a calcular la edad que tendría ahora mi veleidosa joven pintada: ¿qué recogería en el día sobre su frente? las arrugas que hoy cubren la mía. ¡Duerme sin duda en la eternidad, bajo las raíces de los cipreses del Alabama, y yo que llevo en mi memoria esos recuerdos lejanos, solitarios e ignorados, vivo todavía! Estoy en Bohemia y no con Atala y Celuta, al lado de la delfina que va a darme una carta para la señora duquesa de Berry.

Ultima conversación con la delfina.— Marcha.

A la una estaba ya a las órdenes de la señora delfina.

—¿Queréis marchar hoy, caballero Chateaubriand?

—Si V. M. me lo permite, procuraré reunirme en Francia con la señora duquesa de Berry: de otro modo me veré obligado a hacer un viaje a Sicilia, y S. A. R. carecería por mucho tiempo de la respuesta que aguarda.

—He aquí una carta para ella. He evitado pronunciar en ella vuestro nombre para no comprometeros. Leed.

Leí la carta escrita enteramente de mano de la señora delfina: la he copiado exactamente.

Carlsbad, 31 de mayo de 1833.

«He tenido una satisfacción, querida hermana, en recibir por fin directamente noticias vuestras. Os compadezco con toda mi alma. Contad siempre con mi interés constante por vos, y sobre todo por vuestros queridos hijos, que me son más preciosos que nunca. Mientras dure mi existencia se la consagraré. Todavía no he podido hacer vuestros encargos a vuestra familia, por que mi salud ha exigido que venga a tomar las aguas. Pero lo cumpliré en cuanto regrese, y creed, que tanto ellos como yo no tendremos jamás más que unos mismos sentimientos.

«Adiós, mi querida hermana, os compadezco de todo corazón, y os abrazo tiernamente.

«M. T.»

Me chocó mucho la reserva de aquella carta, algunas expresiones vagas de cariño, cubrían muy mal la sequedad del fondo. Hice la observación con respeto, y abogué de nuevo la causa de la desgraciada prisionera. La delfina me contestó que el rey decidiría. Me prometió interesarse por su hermana; pero ni en su tono ni en su voz había nada cordial, antes bien se descubría en ella

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una irritación contenida. Me parecía, pues, perdida la partida, en cuanto a la persona de mi cliente. Entonces me ocupé de Enrique V.

Creí deber a la princesa la sinceridad que siempre había usado, aun a costa de peligros, para ilustrar a los Borbones, y la hablé sin rodeos ni lisonja de la educación del señor duque de Burdeos.

—Sé, señora, que habéis leído con benevolencia un folleto, en cuyo final manifestaba algunas ideas con respecto a la educación de Enrique V. Temo que los que rodean a ese niño perjudiquen su causa: Mres. de Damas, Blacas y Latil, no son populares.

La señora convino en ello, y aun abandonó completamente a Mr. de Damas, diciendo dos o tres palabras en honor de su valor, de su probidad y de su religión.

—En el mes de septiembre, Enrique será mayor de edad: ¿no creéis, señora, que seria muy útil formar a su lado un consejo, compuesto de hombres que la Francia mire con menos prevención?

—Caballero de Chateaubriand, multiplicando los consejeros se multiplican los pareceres: Además, ¿a quién propondríais para que eligiese el rey?

—A Mr. de Villele.

La señora que estaba bordando, detuvo su aguja y me miró con asombro: a su vez me admiró también por una critica bastante juiciosa del carácter y del talento de Mr. de Villele. No le conceptuaba más que un administrador habil.

—Señora, le dije, sois demasiado severa. Mr. de Villele es un hombre de orden, de contabilidad, de moderación, de sangre fría y cuyos recursos son infinitos: sino hubiera tenido la ambición de ocupar el primer puesto para el cual no es suficiente, habría sido un ministro que debería conservarse perpetuamente en el consejo del rey: jamás se le reemplazará. Su presencia al lado de Enrique V, sería del mejor efecto.

—Yo creía que no queríais a Mr. de Villele.

—Me rebajaría, señora, si después de la caída del trono, continuase alimentando ningún sentimiento de mezquina rivalidad. Nuestras divisiones nos han hecho ya demasiado mal: las abjuro de todo corazón, y estoy pronto a pedir perdón a los que me han ofendido. Suplico a V. M. crea que esto no es ostentación de falsa generosidad, ni una piedra colocada con previsión para una fortuna futura. ¿Qué podría yo pedir a Carlos X en el destierro? ¿Si llegase la restauración, no estaría yo en el fondo de mi tumba?

La delfina me miró con afabilidad, y tuvo la bondad de alabarme diciéndome:

—Está muy bien, caballero Chateaubriand. Parecía sorprendida de encontrar un Chateaubriand tan diferente del que le habían pintado.

—Hay otra persona, señora, continué, a quien también podría llamarse: mi noble amigo Mr. Leiné: éramos tres hombres en Francia, que no debíamos prestar juramento a Felipe: yo, Mr. Lainé y Mr. Royer Collard: fuera del gobierno y en posiciones diversas, habríamos formado un triunvirato de algún valor. Mr. Leiné ha prestado su juramento por debilidad, Mr. Royer Collard por orgullo: el primero morirá por ella, y el segundo vivirá, porque vive de todo cuanto hace, y no puede hacer nada que no sea admirable.

—¿Os ha gustado el señor duque de Burdeos?

—Le he encontrado encantador: aseguran que V. M. le ha echado a perder un poco.

—¡Ah! no, no. Y su salud, ¿qué os ha parecido?

—Muy bien; está delicado y un poco pálido.

—Acostumbra a tener muy buen color: pero es bastante nervioso. Al señor delfín le aprecian mucho en el ejército, ¿no es verdad? Se acuerdan mucho de él, ¿no es así?

Esta intempestiva pregunta, sin enlace alguno con lo que acabábamos de hablar, me descubrió una herida secreta que las jornadas de Saint-Cloud y de Rambouillet habían dejado en el corazón de la delfina. Recordaba el nombre de su esposo para tranquilizarse: yo me anticipé al pensamiento de la princesa y de la esposa: aseguré, y con razón, que el ejército se acordaba siempre de la imparcialidad, de las virtudes y del valor de su generalísimo.

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Viendo que se aproximaba la hora del paseo:

—Vuestra majestad, dije, ¿tiene algunas órdenes que comunicarme? temo ser importuno.

—Decid a nuestros amigos cuanto amo a la Francia, que sepan que soy francesa. Os lo encargo muy particularmente: me complaceréis en decírselo así: echo mucho de menos a la Francia: no se aparta de mi memoria,

—¡Ah señora! ¿qué os ha hecho, pues, esa Francia? Vos, que habéis sufrido tanto, ¿cómo padecéis aun el mal del país?

—No, no, caballero Chateaubriand, no lo olvidéis: repetid a todos que soy francesa: soy francesa....

La señora me dejó, y me vi obligado a detenerme en la escalera antes de salir: no me hubiera atrevido a presentarme en la calle: las lágrimas humedecen todavía mis párpados al recordar aquella escena.

En cuanto llegué a mi posada, me puse el vestido de viaje. Mientras preparaban el carruaje, Trogroff me decía que la señora delfina estaba muy satisfecha de mí, que no lo ocultaba, y que se lo contaba al que quería escucharla.

—¡Vuestro viaje es una cosa inmensa! gritaba Trogroff procurando dominar el canto de sus compañeros. «Ya veréis la consecuencia de esto.» Yo no esperaba ninguna consecuencia.

Yo tenía razón, la misma noche aguardaban al señor duque de Burdeos. Aunque todo el mundo sabía su llegada, formaban de ella un misterio. Me guardé muy bien de manifestarme instruido del secreto.

A las seis de la tarde iba ya caminando hacia París. Sea cual fuere la inmensidad del infortunio en Praga, la miserable vida del príncipe, reducida a sí misma, era muy amarga: para apurar hasta la última gota era preciso quemarse el paladar y hallarse poseído de una fe ardiente. ¡Ay! nuevo Simmaco, lloro el abandono de los altares: levanto las manos hacia el Capitolio, e invoco la majestad de Roma. ¡Pero si el dios se había convertido en un ídolo de madera, y Roma de se movía ya de sus cenizas!....

Cinthia.— Egra.— Wallenstein.

Diario desde Carlsbad a París.

4 de junio por la noche, 1833.

El camino desde Carlsbad hasta Ellbogen, siguiendo el curso del Egra, es muy agradable. El castillo de esta pequeña ciudad es del siglo XII, y se halla situado como una centinela sobre un peñasco, a la entrada de la garganta de un valle. El Egra, que forma allí un recodo, baña el pie del peñasco cubierto de árboles: de allí ha tomado su nombre el castillo y la población, porque Ellbogen quiere decir recodo. Cuando vi el castillo desde el camino, le iluminaban los últimos rayos del sol. Por encima de los bosques y de las montañas se divisaba la densa nube de humo de una fundición.

A las nueve y media salí de Lwoda, y seguí el camino por donde pasó Vauvenargues cuando la retirada de Praga: joven a quien Voltaire en el elogio fúnebre de los oficiales que murieron en 1741, dirige estas palabras: «Ya no existes, ¡oh dulce esperanza del resto de mis días! ¡Siempre has sido el más desgraciado y tranquilo de los hombres!»

Desde mi berlina veía ir saliendo las estrellas.

«No tengáis miedo, Cinthia, no es más que el ruido de las cañas que se inclinan a nuestro paso en su movible selva. Tengo un puñal para los envidiosos, y sangre para ti. No os asuste ese sepulcro: es de una mujer tan amada en otro tiempo como vos: ahí descansaba Cecilia Metela.

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«¡Cuán admirable es una noche en la campiña romana! La luna va alzándose por detrás de la Sabina para mirar al mar: hace salir de las tinieblas las cenicientas cimas de Albano, y las líneas más lejanas y menos grabadas del Soracta. El largo canal de los antiguos acueductos, deja escapar algunos glóbulos de sus ondas por entre los musgos, los alelíes y otras plantas, y une las montañas a las murallas de la ciudad. Colocados unos sobre otros los aéreos pórticos que arrancan desde el cielo, pasean por los aires el torrente de las edades y el curso de los arroyuelos. Legisladora del mundo, Roma sentada sobre la piedra de su sepulcro, con su manto de los siglos, proyecta los irregulares lineamientos de su gran figura en la lactea soledad.

«Sentémonos: este pino, como el cabrero de los Abruzos, despliega su quitasol entre las ruinas. La luna esparce su blanca luz sobre la corona gótica del sepulcro de Metela, y sobre los festones de mármol encadenados en los cuernos de los bucranes, pompa elegante que nos convida a gozar de la vida que trascurre tan velozmente.

«¡Escuchad! la ninfa Egeria canta a orillas de su fuente: el ruiseñor se deja oír en la viña del hipogeo de los Escipiones: la brisa lánguida de la Siria nos trae indolentemente el perfume de las tuberosas campestres. La palmera de la abandonada villa se balancea sumergida, por decirlo así, en la amatista y azul de la claridad febea. Pero tú, empalidecida por los reflejos del candor de Diana, oh Cinthia, tú eres mil veces más graciosa que esa palmera. Los manes de Delia, de Lidia y de Lesbia, colocados sobre las desportilladas cornisas, balbucean en derredor tuyo palabras misteriosas. Tus miradas se cruzan con las de las estrellas, y se mezclan con sus rayos.

«Pero, Cinthia, no hay verdadero más que la felicidad que tú puedes gozar. Esas constelaciones que tanto brillan sobre tu cabeza, no se armonizan con tu felicidad sino por la ilusión de una perspectiva engañosa. ¡Joven italiana, el tiempo vuela! tus compañeras han pasado ya por esos tapices de flores.

«Fórmase un vapor que sube y envuelve el ojo de la noche con una retina plateada: grita el pelícano y se vuelve a las arenosas playas, y la becada o chochaperdiz baja y se posa sobre la yerba de los diamantinos manantiales: resuena la campana en la cúpula de San Pedro. El canto llano nocturno, voz de la edad media, entristece al aislado monasterio de Santa Cruz: el monje canta laudes arrodillado sobre las calcinadas columnas de San Pablo: las vestales se prosternan, sobre la helada losa que cierra sus bóvedas: el pifferaro enciende su luz ante la solitaria Madona, en la puerta condenada de una catacumba: ¡Hora de la melancolía! ¡la religión se despierta y el amor se adormece!

«Cinthia, tu voz se debilita: el refrán que te enseñó el pescador napolitano en su barca, o el remero veneciano en su ligera góndola, expira en tus labios. Ve a descansar, yo protegeré tu sueño. La noche con que tus párpados cubren tus ojos, compite en suavidad con la que la aletargada y perfumada Italia esparce sobre tu frente. Cuando resuene en la campiña el relincho de nuestros caballos, cuando la estrella de la mañana anuncie el alba, el pastor de Frascati bajará con sus cabras, y cesaré de mecerte y de entonar mi canción en voz baja.

«Un manojo de jazmines y de narcisos, una Hebé de alabastro, recientemente extraída de la cueva en una excavación, o caída del frontón de un templo, yace sobre ese lecho de anémonas: no, Musa, os engañáis. El jazmín y la Hebé de alabastro, es una mágica de Roma, que nació hace diez y seis abriles al sonido de la lira y al salir la aurora en un campo de rosas de Paestum.

«Viento de los naranjos de Palermo que soplas sobre la isla de Circe; brisa que pasas por el sepulcro del Taso, que acaricias a las ninfas y los amores de la Farnesina: vosotros, que jugueteáis en el Vaticano entre las vírgenes de Rafael y las estatuas de las Musas: vosotros, que mojáis vuestras alas en las cascadas de Tívoli: genios de las artes, que vivís con las obras maestras y revoloteáis con los

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recuerdos, venid: a vosotros permito únicamente que inspiréis el sueño de Cinthia.

«Y vosotras, hijas majestuosas de Pitágoras, Parcas con vuestro traje de lino, hermanas inevitables sentadas en el eje de las esferas, envolved en vuestros husos de oro el hilo del destino de Cinthia: haced que baje de vuestros dedos y vuelva a subir a vuestra mano con una inefable armonía: hilanderas inmortales, abrid las puertas de marfil a esos sueños que reposan sobre un pecho de mujer sin oprimirle. Yo te cantaré, o canéfora de las solemnidades romanas, joven caridad alimentada con ambrosía en el regazo de Venus, sonrisa enviada del Oriente, para deslizarte en mi vida, violeta olvidada en el jardín de Horacio…

«Main herr? diex kreutzer bour la partiere.»

¡Maldito seas con tus cantares! ¡Había yo mudado de cielo! ¡Estaba tan preparado! ¡la musa no volverá! ese maldito Egra, adonde llegamos, es la causa de mi desgracia.

En Egra son funestas las noches. Schiller nos presenta a Wallenstein, vendido por sus cómplices, avanzando hacia la ventana de una sala de la fortaleza de Egra. «El cielo está tempestuoso y revuelto, dice, y el viento agita el estandarte colocado sobre la torre: las nubes atraviesan con rapidez por delante del disco de la luna, que esparce a través de la noche, una luz vacilante e incierta.»

Wallenstein, en el acto de ser asesinado, se enterneció por la muerte de Max. Piccolomini, amante de Tecla. «Ha desaparecido la flor de mi vida, estaba a mi lado como la imagen de la juventud. Me convertía la realidad en un hermoso sueño.»

Wallenstein se retira al lugar de su descanso: «la noche está muy adelantada, y ya no se oye el menor movimiento en el castillo: vamos, que me alumbren, y tened cuidado de que no me despierten muy tarde: creo que voy a dormir mucho porque las pruebas de este día han sido muy duras.»

El puñal de los asesinos arranca a Wallenstein de sus ambiciosos sueños, como la voz del encargado de la barrera, ha puesto fin a mi amoroso sueño. Y Schiller, y Benjamín Constant (que dio pruebas de un nuevo talento imitando al' trágico alemán) han ido a reunirse con Wallenstein, en tanto que yo recuerdo a las puertas de Egra su triple nombradla.

Weisscestadt.— La viajera.— Berneck y recuerdos.— Baireuth.—Voltaire.— Hollfeld.— Iglesia.— La niña en la banasta.— El mesonero y su criada.

2 de junio de 1833.

Atravesé el Egra, y el sábado 2 de junio al amanecer entré en Baviera: una muchacha alta, con el pelo rojo, y sin nada en la cabeza ni en los pies, vino a abrirme la barrera, como si fuese la personificación del Austria. Continúa el frio, la yerba de los fosos se halla cubierta de escarcha: las zorras con su piel humedecida se retiran a sus guaridas, y cruzan el cielo nubes grises o cenicientas semejantes en su forma a las alas de las águilas.

Llegué a Weissenstadt a las nueve de la mañana, al mismo tiempo que una especie de calesín conducía a una joven muy bien peinada, que aparentaba ser lo que probablemente era: alegría, amoríos, el hospital, y después de todo la huesa común. ¡Placer errante que el cielo no sea demasiado severo con tus escenarios!... hay muchos actores peores que tú.

Antes de entrar en la población, tuve que atravesar unos wastes, palabra que pertenecía a la antigua lengua franca, y pinta mejor el aspecto de un país desolado, que la palabra landa que significa tierra.

Todavía me acuerdo de la canción que oí entonar al atravesar las landas o páramos:

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Caballero de las landas

Desgraciado caballero!..

Cuando estuvo en el erial

Oyó los monos tocar.

Pasado Weissenstadt se llega a Berneck. En cuanto se sale de esta población, el camino tiene por ambos lados álamos blancos cuya vista me causa no sé qué sentimiento mezclado de placer y de tristeza. Recorriendo mi memoria, me acordó que se asemejaban a la alameda que había antiguamente en el camino real de París, a la entrada de Villeneuve-sur-Yonne. Mad. de Beaumont, y Mr. de Joubert ya no están allí, los álamos han desaparecido, y después de la cuarta caída de la monarquía, paso yo por los álamos de Berneck. «Dadme, dice San Agustín, un hombre que ame, y comprenderá lo que digo.»

La juventud se ríe de estos cálculos, es encantadora y feliz: en vano la anunciáis que llegará un momento en que tendrá que sufrir las mismas amarguras: os toca con sus ligeras alas y vuela a los placeres: si muere con ellos tiene razón .

He ahí a Baireuth, reminiscencia de otra especie. Esta ciudad se halla situada en medio de una llanura, mezclada de cereales y de yerba: sus calles son anchas, las casas bajas y el vecindario corto. En tiempo de Voltaire y de Federico II, era muy celebre el margrave de Baireuth: su muerte inspiró al cantor de Ferney la única oda en que ha manifestado algún talento lirico.

No cantarás ya mas, solitario Silvandro

en ese palacio de las artes, en donde los sonidos de tu voz

se atrevían a hacerse oír contra las preocupaciones

y a hacer que hablasen los derechos de la humanidad.

El poeta se alabaría aquí con justicia, sino fuese porque no había en el mundo nada menos solitario que Voltaire-Sylvandro. El poeta dirigiéndose al margrave añade:

Desde las tranquilas alturas de la filosofía

contemplaba tu piedad con ojos serenos,

las fantasmas variables del sueño de la vida

los sueños disipados y los proyectos desvauecidos.

Desde los balcones de un palacio es facil contemplar con ojos serenos a los pobres diablos que pasan por la calle; pero esos versos no dejan de tener mucha razón ¿Quién lo conocerá mejor que yo? ¡He visto desfilar tantos fantasmas por entre los sueños de la vida! ¿En este mismo momento no acabo de contemplar las tres larvas reales del palacio de Praga, y la hija de María Antonieta en Carlsbad? En 1733 hace justamente un siglo ¿en que se ocupaban? ¿aquí tenían la menor idea de lo que pasa hoy día? Cuando Federico se casaba en 1733, bajo la pesada tutela de su padre, había visto en Mateo Laensberg a Mr. de Tournon, intendente de Baireuth, dejar su empleo por la prefectura de Roma! En 1933, el viajero que pase por Franconia, preguntará a mi sombra, si hubiera podido yo adivinar los hechos de que él será testigo presencial.

Mientras me desayunaba, he leído las lecciones que una señorita alemana, necesariamente joven y bonita, escribía dictándola su maestro.

«El que está contento es rico: vos y yo no tenemos dinero pero estamos contentos. Así es, que en mi concepto somos más ricos que el que tiene mucho oro y no está satisfecho.»

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Es verdad, señorita, vos y yo tenemos poco dinero: según parece estáis contenta y os burláis de una talega de oro; mas si por casualidad yo no estuviese contento, convendréis en que una talega de oro, podría serme agradable.

La salida de Baireuth está en cuesta. Pinos muy delgados y con pocas ramas me representaban las columnas de la mezquita del Cairo, o de la catedral de Córdoba, pero ennegrecidas como un paisaje reproducido en la cámara oscura. El camino continúa por collados y valles: los collados son anchos y con arbolado en sus cumbres: los valles son estrechos y cubiertos de yerba, pero poco regados. En el punto más bajo de aquellos valles se ve una aldea indicada por el campanario de una iglesia muy pequeña. Toda la civilización cristiana se ha formado de esta manera; el misionero convertido en cura se ha detenido, y los bárbaros se han agrupado en derredor suyo, como los rebaños se reúnen en derredor del pastor. En otro tiempo aquellas mezquinas habitaciones me hubieran producido varias especies de sueños, pero ahora, ni sueño nada, ni estoy bien en ninguna parte.

Bautista que se hallaba muy cansado, me obligó a detenerme en Hohlfeld. Mientras preparaban la cena, subí a un peñasco que domina una parte de la aldea. Sobre el peñasco hay una torre cuadrada, y los vencejos gritaban revoloteando por el tejado y las paredes de aquella atalaya. Desde mi infancia en Combourg no había visto reproducirse aquella escena compuesta de algunos pájaros y de una torre muy antigua, y se me oprimió el corazón. Bajé a la iglesia por una cuesta muy pendiente al lado del Oeste: tenía inmediato el cementerio abandonado por los nuevos difuntos: los muertos antiguos no habían hecho más que trazar en él algunos surcos, como una prueba de que habían labrado su campo. El sol que se estaba poniendo, pálido y confundido en el horizonte por un bosque de abetos, iluminaba el solitario asilo en donde no había en pie ningún hombre más que yo. ¿Cuándo me tocará a mí acostarme? Seres de la nada y de las tinieblas, nuestra impotencia y nuestro poder están fuertemente caracterizados: no podemos proporcionarnos a nuestra voluntad la luz ni la vida, pero la naturaleza al darnos párpados y una mano ha puesto a nuestra disposición la noche y la muerte.

Entré en la iglesia cuya puerta encontré entreabierta, y me arrodillé con intención de rezar un Padre Nuestro y una Ave María por el alma de mi madre: servidumbres de inmortalidad impuestas a las almas cristianas en su mutua ternura. De repente me pareció oír que abrían la rejilla de un confesonario, y me pareció que en vez de un sacerdote iba a presentarse la muerte en el sitio destinado a la penitencia. Al momento el sacristán fue a cerrar la puerta y tuve que salir.

Cuando volví a la posada me encontré una jovencita con una espuerta, iba descalza, el vestido era muy corto y el jubón estaba hecho pedazos: marchaba con el cuerpo un poco inclinado y los brazos cruzados. Subíamos por un sendero muy escarpado, y de cuando en cuando volvía hacia mí su rostro tostado por el sol y el aire; su linda y desgreñada cabeza tropezaba con la espuerta. Sus ojos eran negros, su boca se entreabría para respirar, y bajo su cargada espalda se conocía que su joven pecho no había sentido todavía más peso que el de los despojos de los árboles frutales. Daba deseos de decirla ternezas.

Púseme a sacar el horóscopo de la adolescente vendimiadora: ¿envejecerá acaso en el lagar madre de familia oscurecida y feliz? ¿La llevará a los campamentos algún sargento? ¿O llegará a ser presa de algún don Juan? La aldeana arrebatada ama a su raptor tanto por asombro como por cariño: la trasporta a un palacio de mármol a orillas del estrecho de Mesina bajo una palmera situada junto a una fuente enfrente del mar que despliega sus azuladas olas, y del Etna que arroja llamas.

Aquí llegaba de mi historia, cuando mi compañera volviendo hacia la izquierda por una plazuela, se dirigió a unas habitaciones aisladas. Al tiempo de desaparecer se detuvo y miró por última vez al extranjero: luego inclinando la cabeza para entrar con su espuerta por una puertecilla muy baja penetró en la choza como un gato montés se desliza en una atroje por entre las gavillas de mies. Vamos a volverla ver en su encierro a su alteza real la señora duquesa de Berry.

Yo la seguí y lloré

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porque no podía seguir más que a ella.

Mi patrón de Hoblfeld es un hombre singular: tanto él como su criada son unos posaderos que tienen horror a los viajeros. Cuando descubren a lo lejos un carruaje van a esconderse maldiciendo a esos vagabundos que nada tienen que hacer y recorren los caminos, bellacos que incomodan a un honrado tabernero, y le impiden beberse el vino que se ve obligado a venderles. La criada conoce muy bien que su amo se arruina, pero espera el auxilio de la Providencia: dirá como Sancho: «Señor, aceptad ese hermoso reino de Micomicón, que os viene a las manos como llovido del cielo.»

Pasado el primer movimiento del mal humor, la pareja fluctuante entre dos vinos, pone por fin buen semblante. La mesonera desollaba un poco el francés, bizqueaba los ojos y parecía que decía: «Yo he visto otros más jaques que vos en los ejércitos de Napoleón.» Creía que la pipa y el aguardiente eran la gloria del vivac: me echaba unas miradas cariñosas y malignas: ¡cuán dulce es el verse amado en el momento que menos se esperaba! Pero Javotte, acudís demasiado tarde a mis tentaciones quebrantadas y mortificadas, como Decía un francés antiguo: mi sentencia está ya pronunciada. «Viejo armonioso, descansa,» me ha dicho Mr. Lherminier. Ya lo veis, benévola extranjera, me esta prohibido el escuchar vuestra canción:

Vivandera de regimiento.

soy y me llaman Javotte

vendo, doy y bebo alegremente

mis licores y aguardiente.

Tengo el pie ligero y la vista hosca

tin, tin, tin. Rin, tin, tin.

Por eso justamente resisto a vuestras seducciones: sois muy lista y me engañaríais. Volad pues, señora Javotte de Baviera, como vuestra antepasada Isabela.

Bamberg.— Una corcovada.— Wurtzbourg y sus canónigos.— Un beodo.— La golondrina.

2 de junio de 1833.

Salí de Hohlfeld y atravesé de noche a Bamberg. Todos dormían y no vi más que el débil resplandor de una luz que salía del fondo de una habitación. ¿Quién vela allí? ¿el placer o el dolor? ¿el amor o la muerte?

En Bamberg en 1815, Berthier, príncipe de Neuchatel, cayó desde un balcón a la calle; su amo iba a caer desde más alto.

Domingo 2 de junio.

En Dettelbach vuelven a verse viñedos. Cuatro vegetales marcan el límite de las cuatro naturalezas y de los cuatro climas: el abedul, la viña, la palmera y el olivo.

Desde Dettelbach hasta Wurtzbourg, mudé dos veces tiro, y una corcovada venia sentada detrás de mi carruaje: era la Adriana de Terencio: inopia egregia forma aetate integra. El postillón la quería hacer bajar, pero me opuse a ello por dos razones: primera porque temía que aquella hada me hiciese alguna mala pasada; y segunda, porque habiendo leído en una de mis biografías que soy jorobado, todas las corcovadas son mis hermanas. ¿Quién puede asegurar que no es jorobado? Quien os dirá jamás que lo sois. Si os miráis al espejo, jamás veréis nada, porque nadie ve lo que efectivamente es. Encontrareis en vuestro talle una flexibilidad que os sienta maravillosamente. Todos los jorobados son altaneros y felices: la canción nos manifiesta las

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ventajas del corcovado. Al llegar a un sendero, mi jorobada echó pie a tierra majestuosamente, cargada con su fardo como todos los mortales. Se metió por un campo de trigo y desapareció entre las espigas que eran más altas que ella.

Al medio día del 2 de junio llegué a la cima de una colina, desde donde se descubría a Wurtzbourg. La ciudadela está situada sobre una altura, y la ciudad debajo con su palacio, sus campanas y sus torrecillas. El palacio, aunque un poco macizo, pudiera parecer hermoso hasta en Florencia: en caso de lluvia, el príncipe podría poner a cubierto todos sus súbditos en el palacio sin tener que ceder su habitación.

El obispo de Wurtzbourg era en otro tiempo soberano por nombramiento del cabildo de los canónigos. Después de elegido le hacían que se desnudase hasta la cintura y colocados sus compañeros en dos filas, pasaba por en medio recibiendo latigazos. Esperaban conseguir por aquel medio que indignados los príncipes con semejante consagración, renunciarían a colocarse entre las filas. En el día nada se conseguiría, porque no hay descendiente de Carlo-Magno que no se dejase vapulear tres días consecutivos por obtenerla corona de Ivetot.

He visto al hermano del emperador de Austria, duque de Wurtzbourg: cantaba con mucha gracia en Fontainebleau, en la galería de Francisco I, en los conciertos de la emperatriz Josefina.

En Schwartz me detuvieron dos horas en el despacho de pasaportes. Desengancharon el tiro de mi carruaje junto a una iglesia, y entré en ella: hice oración con los fieles cristianos que representan la antigua sociedad en medio de la nueva. Salió una procesión y dio vuelta al templo, ¡que no fuese yo monje en Roma! Los tiempos a que pertenezco se cumplirían en mí.

Cuando germinaron en mi alma las primeras semillas de la religión se dilataba mi ánimo como una tierra virgen que libre de las malas yerbas y abrojos, produce el primer fruto. Sobrevino una brisa seca y fría, y la tierra se esterilizó. El cielo se compadeció y la volvió su templado rocío: luego comenzó a soplar otra vez el cierzo. Esa alternativa de dudas y de fe ha producido en mi vida una mezcla de desesperación y delicias inefables. Madre mía, rogad por mi a Jesucristo; vuestro hijo necesita ser rescatado quizá más que otro hombre.

Dejé a Wurtzbourg a las cuatro y seguí el camino de Mannheim. Al entrar en el ducado de Baden un beodo me alargó la mano en una aldea gritando ¡viva el emperador! Cuanto ha pasado después de la caída de Napoleón, se reputa en Alemania como si no hubiese sucedido. Esos hombres que se levantaron para arrancar su independencia a la ambición de Bonaparte, solo sueñan con él; tanto ha exaltado la imaginación de los pueblos desde las tiendas de los beduinos hasta los teutones.

A medida que me iba acercando hacia Francia, los muchachos de las aldeas eran más bulliciosos y los postillones iban más aprisa: volvía a renacer la vida,

En Bischofsheim, cuando estaba comiendo, se presentó una bonita curiosa: una golondrina, verdadera Progne, con su pecho pardusco, se colocó sobre mi ventana que estaba abierta, o por mejor decir, sobre la barra de hierro que sostenía la muestra del Sol de oro: después comenzó a gorjear con la mayor dulzura, mirándome con cierta especie de familiaridad, y sin manifestar miedo alguno. Jamás me he quejado de que me haya despertado la hija de Pandion, ni la he llamado charlatana como Anacreonte: por el contrario siempre he saludado su regreso con la canción de los jóvenes de la isla de Rodas: «Llega, llega golondrina, tráenos el buen tiempo y los hermosos años!... Abrid, no despreciéis a la golondrina.»

«Francisco, me dijo mi convidada de Bischofsheim, mi tercera abuela habitaba en Combourg, debajo de las vigas del tejado de tu torrecilla: todos los años por el otoño, la hacías compañía en el cañaveral del estanque cuando soñabas por la noche con tu sílfide. Llegó a tu roca natal el mismo día que te embarcabas para América, y siguió algún tiempo tu vela. Mi abuela anidaba en la ventana de Carlota: ocho años después llegó a Jaffa contigo: tú lo has anotado en el Itinerario. Mi madre, saludando un día la venida de la aurora, cayó en tu despacho de Negocios extranjeros y la abriste la ventana porque no acertaba a salir por la chimenea por donde entró. Mi madre ha tenido muchos hijos: yo, que te hablo, pertenezco a su último nido: ya te he encontrado en el antiguo camino de Tívoli en la campaña de Roma; ¿te acuerdas? ¡Mis plumas eran tan negras y lustrosas! Me miraste tristemente, ¿quieres que volemos juntos?»

—¡Ay! mi querida golondrina, tú que tan bien sabes mi historia, eres demasiado gentil y

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hermosa; pero yo soy un pobre pájaro en muda, que ya no echaré pluma nueva, y no puedo volar contigo. Los pesares y los años aumentan mi pesadez y no podrías llevarme. ¿Y además, a donde iríamos? La primavera y los climas deliciosos no son ya mi estación. Para ti el aire y los amores, para mí la tierra y el aislamiento. ¡Partes!... ¡Que el rocío refresque tus alas! ¡Qué una verga hospitalaria se presente a tu cansado vuelo cuando atravieses el mar de Jonia! ¡Que un octubre sereno te salve del naufragio! Saluda por mí a los olivos de Atenas y a las palmeras de Roseta: si ya no existo cuando vuelvan a traerte las flores, te convido a mi banquete fúnebre: ven al ponerse el sol a perseguir mosquitos sobre mi sepulcro; como tú he amado la libertad y he vivido con poco.

Posada de Wiesenbach.— Un alemán y su mujer.— Mi ancianidad.— Heidelberg.—Peregrinos.— Ruinas.— Mannheim.

3 y 4 de junio de 1833

En cuanto la golondrina emprendió su aéreo viaje continué yo el mío por tierra. La noche estaba nublada, y la luna, con luz muy débil, se paseaba entre nubes: al mirarla se cerraban mis ojos medio adormecidos: «Me parecía que espiraba con la misteriosa luz que iluminaba las sombras, y experimentaba cierta suavidad precursora del último reposo.» (Manzoni.)

Me detuve en Wiesenbach: posada solitaria, estrecho valle cultivado entre dos colinas cubiertas de árboles. Un alemán de Brunswick, viajero como yo, oyó pronunciar mi nombre y vino a verme. Me estrechó la mano y habló de mis obras. Me dijo que su mujer aprendía a leer el francés en el Genio del Cristianismo: le asombraba mi juventud. «Pero, añadió, sin duda es defecto de mi juicio; por vuestras últimas obras debía creeros joven como me parecéis.»

Mi vida se halla mezclada con tantos acontecimientos, que mis lectores deben presumirme tan antiguo como aquellos. Hablo con frecuencia de mi cabeza encanecida; pero es un cálculo de mi amor propio, para que cuando me vean exclamen ¡ah, no es tan viejo! Con canas se está muy bien; puede uno vanagloriarse de ellas: tener el cabello negro seria de muy mal gusto. Es un gran triunfo ser como nuestra madre nos ha hecho; pero ser como el tiempo, la desgracia y la sabiduría os ha puesto, ¡eso es muy hermoso! Mi astucia me ha salido bien algunas veces. Un sacerdote deseaba conocerme: al verme enmudeció, pero recobrando luego el uso de la palabra exclamó: «¡Ah, caballero, todavía podéis combatir largo tiempo por la fe!

Pasando un día por Lyon, me escribió una señora, rogándome concediese un sitio a su hija en mi carruaje y la condujese a París. La proposición me pareció muy extraña; pero al fin, reconociendo por la firma que era una señora muy respetable, contesté con mucha urbanidad. La madre se presentó con su hija, que era una divinidad de diez y seis años. Apenas me vio aquella señora, cuando se puso encarnada como la grana, y la abandonó su confianza. «Perdonad, caballero, me dijo balbuceando, no por eso os estoy menos agradecida Pero ya comprendéis las consideraciones... Me he engañado... Estoy tan sorprendida...» Yo insistí, y miré a mi futura compañera que parecía reírse de aquel debate: deshacíame en cumplimientos y protestas de que cuidaría mucho a la joven, y la madre por su parte me dirigía mil escusas y reverencias. Las dos señoras se retiraron, y yo estaba muy envanecido de haberlas causado tanto miedo. Durante algunas horas creí que me había rejuvenecido la aurora. La señora se figuraba que el autor del Genio del Cristianismo era el venerable abate de Chateaubriand, viejo, alto y seco, que tomaba sin cesar tabaco en polvo en una caja de hoja de lata, y que podía encargarse muy bien de conducir una inocente colegiala al Sagrado Corazón.

Hace dos o tres lustros que contaban en Viena, que vivía solo en cierto valle, llamado el Valle de los Lobos. Mi casa estaba construida en una isla, y cuando querían verme era necesario tocar la trompeta de caza desde la otra orilla del río (el de Chatenay). Que entonces miraba por un agujero, y si no me gustaba la compañía (cosa que no solía suceder) iba yo mismo a buscarla en una barquilla, y si no, no. Que por la noche sacaba a tierra mi esquife, y ya no se entraba en mi

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isla. Efectivamente, debería haber vivido así, y ese cuento de Viena me ha agradado siempre mucho: indudablemente no le ha inventado Mr. de Metternich, porque no es tan amigo mío para eso.

Ignoro lo que el viajero alemán diría acerca de mí a su mujer, y si se apresuraría a desengañarla acerca de mi caducidad. Temo los inconvenientes de los cabellos negros y de los blancos, y no ser ni bastante joven, ni bastante sabio. Por lo demás, Weisenbach no se prestaba mucho a la galantería: un viento Norte muy fresco susurraba tristemente por las puertas y corredores de la posada: cuando sopla el viento no pienso más que en él.

Desde Wiesenbach a Heidelberg se sigue el curso del Necker, que va encajonado entre unas colinas que producen árboles en un terreno arenisco. ¡Cuántos ríos he visto correr! Encontré a los peregrinos de Walthuren: formaban dos hileras paralelas por los dos lados del camino, y por medio iban los carruajes. Las mujeres iban descalzas, con el rosario en la mano, y un lío de ropa blanca en la cabeza: los hombres iban con la cabeza descubierta y el rosario también en la mano. Estaba lloviendo: en algunos parajes las nubes tocaban en las laderas de las colinas. Bajaban por el río barcos cargados de madera, y otros subían con vela o tirados desde la orilla por animales. En los huecos que formaban las colinas, en los campos, y entre las huertas adornadas con floridos arbustos y rosas de Bengala, se veían aldeas y caseríos. Peregrinos, rogad por mi pobre y joven rey: está desterrado y es inocente: comienza su peregrinación cuando vosotros y yo concluimos la nuestra. Si no debe reinar, siempre tendré al menos la gloria de haber atado los restos de tan gran fortuna a una barca de salvación. Dios solo es el que da el buen viento y abre el puerto.

Al acercarse a Heidelberg, el albeo del Necker, sembrado de peñascos, se va ensanchando. Se ve el puerto y la ciudad que presentan muy buen aspecto. Termina el fondo del cuadro un extenso horizonte terrestre que parece juntarse con el ríos.

Un arco de triunfo de piedras rojizas anuncia la entrada de Heidelberg. A la izquierda, sobre una colina, se elevan las ruinas de un castillo de la edad media. A excepción de su pintoresco efecto y de algunas tradiciones populares, los restos de las obras góticas no interesan más que a los pueblos a que pertenecen. Un francés se disgusta con los señores palatinos y princesas palatinas, por gruesas y blancas que hayan sido, y aunque tuviesen los ojos azules. Las olvida a todas por Santa Genoveva de Brabante. En esos recientes restos, no hay nada de común con los pueblos modernos, sino la fisonomía cristiana y el carácter feudal.

No sucede así con los monumentos de la Grecia y de Italia: pertenecen a todas las naciones: son el principio de su historia y sus inscripciones están escritas en lenguas que conocen todos los hombres civilizados. Hasta las ruinas de la Italia renovada tienen un interés general, porque tienen impreso el sello de las artes, y estas son patrimonio público de la sociedad. Si se borra un fresco del Dominiquino o de Tiziano, o se hunde un palacio de Miguel Ángel o de Paladio, esparcen el desconsuelo en el genio de todos los siglos.

En Heidelberg enseñan una cuba desmesurada, Coliseo ruinoso de los beodos: por lo menos ningún cristiano ha perdido la vida en ese anfiteatro de los Vespasianos del Rin; pero verdaderamente no es ninguna gran perdida.

En el desfiladero de Heidelberg, las colinas situadas a derecha e izquierda del Necker, se abren y se entra en una llanura. Entre los cerezos maltratados por el viento, y nogueras insultadas con frecuencia por los pasajeros, se ve una calzada tortuosa, elevada algunos pies sobre el nivel de los trigos.

A la entrada de Mannheim se atraviesan varios terrenos sembrados de lúpulo, cuyas largas estacas no se hallaban adornadas más que hasta la mitad de su altura por la trepadora enredadera. Juliano el Apóstata hizo contra la cerveza un buen epigrama: el abate de la Bletterie le ha imitado con bastante elegancia.

No eres más que un falso Baco...

y te pruebo la verdad...

Que el galo acosado por una sed eterna

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haya recurrido a tus espigas a falta de racimos

¡Oh Ceres, pues alaba a tu hijo!

¡Viva el hijo de Semele!

Algunos huertos y paseos con frondosos álamos, forman el verdegueante arrabal de Mannheim. Las casas de la ciudad, no suelen tener más que un piso. La calle principal es ancha y con árboles: es población que ha decaído mucho. No me gusta el oropel, y por eso no quiero oro de Mannheim: pero tengo seguramente oro de Tolosa, si he de juzgar por los desastres de mi vida: ¿quién, sin embargo, ha respetado más que yo el templo de Apolo?

El Rin.— El Palatinado.— Ejército aristocrático: ejército plebeyo.— Convento y castillo.— Mont-Tonnerre.— Albergue o posada solitaria.— Kaiserslantern.—

Sueño.— Aves.— Saarbruck.

3 y 4 de junio de 1833.

Atravesé el Rin a las dos de la tarde: cuando yo pasaba subía por el río un barco de vapor. ¿Qué hubiera dicho César si hubiese encontrado una máquina semejante, cuando construía el puente?

Al otro lado del Rin y en frente de Mannheim, vuelve a encontrarse la Baviera, por una serie odiosa de divisiones o desmembraciones hechas por los tratados de París, Viena y Aix-la-ChapeIle. Cada uno ha cortado su pedazo como con unas tijeras, sin consideración a la razón, a la humanidad y a la justicia, y sin cuidado ni aprensión alguna, por la parte de población que sacrificaba a la ambición real.

Al recorrer el Palatinado cis-reniano, pensaba que aquel país formaba en otro tiempo un departamento de la Francia, y que la blanca Galia estaba circuida por el Rin, banda azul de la Germania. Napoleón, y la república antes que él, habían realizado el sueño de muchos de nuestros reyes, y especialmente de Luis XIV. Mientras no tengamos más fronteras que las naturales, habrá guerra en Europa, porque el interés de su conservación impele a la Francia a apoderarse de los limites necesarios para su independencia nacional. Hemos plantado aquí trofeos para reclamar en tiempo y lugar oportuno.

La llanura entre el Rin y los montes Tonnerre es muy triste: el terreno y los hombres parece que indican que no se halla fijada su suerte, y que no pertenecen a ningún pueblo: al parecer aguardan nuevas invasiones de ejércitos, como las inundaciones del ríos. Los germanos de Tácito asolaban grandes espacios en sus fronteras, y las dejaban vacías entre ellos y sus enemigos. ¡Desgraciadas las poblaciones limítrofes que cultivan los campos de batalla en que deben encontrarse las naciones!

Al acercarme a... vi una cosa melancólica: un bosque de pinos de cinco a seis pies cortados y atadas en haces. Ya he hablado del cementerio de Lucerna, en donde las sepulturas de los niños se hallan colocadas aparte. Jamás he sentido más vivamente la necesidad de concluir mis correrías, de morir bajo la protección de una mano amiga, aplicada sobre mi corazón para que pueda decir, «ya no palpita.» Desde la orilla de mi tumba quisiera dirigir una mirada sobre mis pasados años, como el pontífice que llegando al santuario, bendice a la larga hilera de levitas que le han servido de acompañamiento.

Louvois incendió el Palatinado: desgraciadamente la mano que empuñaba la antorcha era la de Turena. La revolución ha asustado el mismo país, testigo y victima alternativamente de nuestras victorias aristocráticas y plebeyas. Basta pronunciar los nombres de los guerreros, para conocer la diferencia de los tiempos: por un lado Condé, Turena, Crequi, Luxembourg, La Force y Villars: por otro Kellermann, Hoche, Pichegrú y Moreau. No reneguemos de ninguno de nuestros triunfos: las glorias militares no han conocido más enemigos que los de la Francia, y no han

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tenido más que una opinión: en el campo de batalla, el honor y el peligro nivelan los rangos. Nuestros padres llamaban a la sangre de una herida que no era mortal un sarpullido: palabra característica de ese desprecio a la muerte, tan natural en los franceses de todos los siglos. Las instituciones no pueden alterar en nada el carácter nacional. Los soldados que después de la muerte de Turena decían: «Que suelten la Pía y acamparemos en donde se detenga:» valían por lo menos tanto como los granaderos de Napoleón.

En las alturas de Dunkeim, primer baluarte de las Galias por aquella parte, se descubren señales de campamentos y posiciones militares desguarnecidas en el día: francos, hunos, suevos, godos, oleadas del diluvio de los bárbaros han asaltado aquellas alturas alternativamente.

No lejos de Dunkeim se ven las ruinas de un monasterio: los frailes encerrados en aquel recinto vieron pasar muchos ejércitos, y dieron hospitalidad a gran número de guerreros: allí concluyó su vida algún cruzado, trocando su yelmo por la cogulla: allí hubo pasiones que llamaron al silencio y al reposo, antes del último reposo y silencio. ¿Encontraron lo que buscaban? estas ruinas no lo dirán.

Después de los restos del santuario de la paz vienen los escombros de la guarida de la guerra, los bastiones, parapetos, cortinas y torreoncillos demolidos de una fortaleza. Las fortificaciones se hunden también como los claustros. El castillo estaba situado en un sendero escabroso, para hacerle inexpugnable al enemigo; pero no ha podido impedir que el tiempo y la muerte pasen por encima de él.

Desde Dunkeim a Frankenstein, el camino se va introduciendo en un valle tan estrecho, que apenas cabe un carruaje: los árboles que hay a los dos lados de aquella quebrada juntan sus ramas. Entre la Mesenia y la Arcadia he visto otros valles semejantes. Pan no entendía nada de puentes ni calzadas. Retamas en flor, y un grajo, me han recordado la Bretaña: me acuerdo del placer que me causó el graznido de aquella ave en las montañas de Judea. Mi memoria es un panorama: allí se encuentran pintados como en un mismo lienzo, los sitios y cielos más diversos, con su sol ardiente, y su horizonte brumoso.

La posada de Frankenstein; está situada en una pradera entre montañas, regada por un arroyuelo. El maestro de postas hablaba el francés, y su hermana, mujer o hija, es encantadora. Sentía ser bávaro, y se dedica a la especulación de maderas: se me figuraba un plantador americano.

En Kaiserslantern, adonde llegué de noche como a Bamberg, atravesé por la región de los sueños. ¿qué era lo que veían todos aquellos habitantes dormidos? Si hubiera tenido tiempo, habría hecho la historia de sus sueños: nada me hubiese recordado la tierra, si dos codornices no hubiesen cantado contestándose desde una jaula a otra. En los campos de Alemania desde Praga hasta Mannheim, no se encuentran más que cornejas, gorriones y alondras; pero en las ciudades abundan los ruiseñores, currucas, tordos y codornices, prisioneros que os saludan lastimeramente cuando pasáis por delante de los yerros de su prisión. Las ventanas están adornadas con claveles, geranios, rosales y jazmines. Los pueblos del Norte tienen el gusto de otro cielo: son muy aficionados a las artes y la música: los germanos fueron a buscar vides a Italia, y sus hijos repetirían con mucho gusto la invasión para conquistar en los mismos sitios, pájaros y flores.

La mudanza de vestido del postillón, me advirtió el martes 4 de junio en Saarbruck, que entraba en Prusia. Desde la ventana de mi posada vi desfilar un escuadrón de húsares; tenían un continente marcial: yo estaba tan animado como ellos, y hubiera ayudado con mucho gusto a dar una felpa a aquellos caballeros, aunque un vivo sentimiento de respeto me adhiere a la familia real de Prusia, y aun cuando los excesos de los prusianos en París, no fuesen más que represalias de las brutalidades de Napoleón en Berlín: pero si la historia tiene tiempo para ocuparse de esas frías compensaciones, que hacen derivar las consecuencias de los principios, el hombre testigo de los hechos palpitantes, se ve arrastrado por ellos, sin ir a buscar en lo pasado las causas que los han producido y que los excusan. Mi patria me ha hecho mucho mal; pero ¿con qué placer derramaría por ella mi sangre? ¡Oh! las cabezas bien organizadas, los políticos consumados, y sobre todo, los buenos franceses, ¿no fueron los negociadores de los tratados de 1815?

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Dentro de algunas horas volveré a pisar mi país natal. ¿Cuántas cosas voy a saber? Hace tres semanas que ignoro lo que han hecho y dicho mis amigos. ¡Tres semanas! ¡largo espacio para el hombre a quien arrebata un momento, y para los imperios que derrocan tres días! Y mi prisionera de Blaye, ¿qué se ha hecho? ¿Podré entregarla la contestación que espera? Si la persona de embajador alguno debe ser sagrada, es la mía: mi carrera diplomática llegó a ser santa al lado del jefe de la iglesia, y acaba de santificarse cerca de la persona de un monarca desgraciado: he negociado un nuevo pacto de familia entre los hijos de Bearnés: he traído y llevado las actas desde la prisión al destierro y del destierro a la prisión.

4 y 5 de junio.

Al pasar el limite que separa el territorio de Saarbruck, del de Forbach no se me ha presentado la Francia de una manera brillante: primero un tullido, luego un hombre que se arrastraba con las manos y las rodillas, con las piernas colgando como dos culebras enroscadas o dos colas, y por último, en una carreta, dos viejas negras y arrugadas, vanguardia de las mujeres francesas. Todo esto era suficiente para hacer retroceder al ejército prusiano.

Mas después encontré un soldado muy bien parecido, a pie, con una joven: el soldado impelía el carretón de la muchacha, y esta llevaba la pipa y el sable de aquel. Más adelante otra joven empuñaba la esteva de un arado, y un labrador anciano picaba a los bueyes: más lejos, un mendigo viejo, pedía limosna con un niño ciego, y poco más allá una cruz. En una aldea se veían las cabezas de una docena de niños, asomados a la ventana de una casa sin concluir, que se asemejaban al grupo de ángeles de una gloria. He ahí una niña de cinco a seis años, sentada en el umbral de la puerta de una choza: no tenía nada en la cabeza, sus cabellos eran rubios, tenia el rostro tiznado, y hacia gestos por la frialdad del viento; por entre su vestido hecho pedazos, asomaban sus hombros de extremada blancura: los brazos los había cruzado por debajo de las rodillas que tenía elevadas y pegadas al pecho, mirando cuanto pasaba en derredor suyo con la curiosidad de un pájaro: Rafael la hubiera copiado; yo tenía deseos de robársela a su madre.

A la entrada de Forbach se presentó una compañía de perros sabios: los dos mayores iban tirando del carretoncillo del vestuario: otros cinco o seis de diferentes colas, hocico y piel, seguían al bagaje, y cada uno llevaba un pedazo de pan en la boca. Dos instructores muy graves, uno con un tambor y otro sin nada, guiaban la banda. Andad, amigos míos, dad vuelta a la tierra como yo, para aprender a conocer los pueblos. También ocupáis un lugar en el mundo, y valéis tanto como los perros de mi especie. Presentad la pata a Diana, a Mirza, a Pax, con el sombrero inclinado sobre la oreja, la espada al costado, y la cola enroscada como una trompeta entre los pliegues de vuestro vestido: bailad por un hueso o por un puntillón, como hacemos los hombres, pero no vayáis a engañaros saltando por el rey.

Lectores, disimuladme estos arabescos: la mano que los ha dibujado jamás os hará otro mal: ya se ha secado. Cuando los veáis, acordaos de que no son más que las caprichosas líneas trazadas por un pintor en la bóveda de su tumba.

En la aduana un antiguo dependiente del resguardo hizo ademan de registrar mi carruaje. Ya tenía preparada una moneda: la veía en mi mano, pero no se atrevía a tomarla porque estaban allí los jefes. Se quitó su chacó bajo protesto de registrar mejor, y le puso en el suelo, diciéndome por lo bajo: «Echadla ahí si os agrada.» Esa expresión encierra la historia del género humano: cuantas veces la libertad, la fidelidad, la adhesión, la amistad y el amor, han dicho: «Echadla en mi chacó si gustáis.» Yo regalaría esta expresión a Beranger para que la colocase en una canción.

Al entrar en Metz, me chocó una cosa en que no había fijado la atención en 1821: las fortificaciones a lo moderno, envuelven las fortificaciones a lo gótico: Guisa y Vauban son dos nombres muy bien asociados.

Nuestros años y nuestros recuerdos han ido extendiéndose en capas regulares y paralelas en las diferentes profundidades de nuestra vida, depositados por las oleadas del tiempo que pasan sucesivamente por encima de nosotros. De Metz salió en 1792, la columna que en Thionville se batió con nuestro pequeño cuerpo de emigrados. Vuelvo de mi peregrinación a la retirada del príncipe proscripto, a quien servía en su primer destierro. Entonces le di un poco de mi sangre, ahora vengo de llorar a su lado: a mi edad ya no quedan más que lágrimas.

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En 1821 Mr. de Tocqueville 7 cuñado de mi hermano, era prefecto de la Mosela. Los arbolitos que plantó en 1820 a la puerta de Metz, ya daban sombra, le ahí una escala para medir nuestros días, pero el hombre no es como el vino que se mejora con los años. Los antiguos ponían rosas en infusión en el Falerno: cuando se destapaba un ánfora de un consulado secular embalsamaba el sitio del festín. A tan envejecidos años se mezclaría una inteligencia tan pura, que nadie caería en la tentación de embriagarse.

Aun no hacía un cuarto de hora que estaba en la posada de Metz cuando vi llegar a Bautista muy agitado, el cual sacó misteriosamente de su bolsillo un papel blanco en que llevaba envuelto un sello que le habían entregado los señores duque y duquesa de Burdeos, recomendándole mucho que no me le diese hasta que estuviera en territorio de Francia. La noche anterior a mi partida habían estado muy desasosegados porque temían que el artista encargado de hacerlo no tuviese tiempo para concluirle.

El sello tenía tres caras: en la primera había grabada un áncora: en la segunda las dos palabras que Enrique me dijo en nuestra primera entrevista: Si, siempre, y en la tercera la fecha de mi llegada a Praga. Los dos hermanos me rogaban que llevase el sello por amor suyo. Lo misterioso de aquel regalo, la orden de los niños desterrados de no entregarme aquella prueba de aprecio más que en territorio francés, llenaron mis ojos de lágrimas: jamás abandonaré ese sello y le usaré como un recuerdo de Luisa y de Enrique.

Hubiera deseado ver en Metz la casa de Fabert, soldado que llegó a ser mariscal de Francia, y que no quiso admitir el collar de las órdenes, porque su nobleza no era más antigua que su espada.

Los bárbaros, nuestros padres, degollaron en Metz a los romanos que sorprendieron en una orgia: nuestros soldados han pasado en el monasterio de Alcobaça, con el esqueleto de Inés de Castro: desgracias y placeres, crímenes y locuras, catorce siglos os separan, y unos y otros habéis desaparecido completamente. La eternidad que comienza en este instante, es tan antigua como la que data desde la primera muerte, desde el homicidio de Abel. Sin embargo, los hombres, durante su efímera aparición en este globo, se persuaden que dejan en él alguna huella: ¡Si, gran Dios! cada mosca tiene su sombra.

Salí de Metz y atravesé por Verdún, en donde fui tan desgraciado y en donde habita en el día la amiga solitaria de Carrel. He pasado por el pie de las alturas de Valmy, y no quiero hablar tampoco de Jemmapes por temor de encontrar allí una corona.

Chalons me ha recordado una gran debilidad de Bonaparte: desterró allí a la hermosura. Paz a Chalons que me dice que todavía tengo amigos.

En Chateau-Thierry he encontrado mi dios, a La Fontaine. Era la hora de la salvación: la mujer de Juan ya no existía, y este se había vuelto a casa de Mad. de la Sabliere.

Al pasar por las paredes de la catedral de Meaux, he repetido a Bossuet estas palabras. «El hombre llega al sepulcro arrastrando en pos de si la larga cadena de sus fallidas esperanzas.»

En París he pasado por los barrios en que siendo joven habité con mis hermanos: en seguida visité el palacio de justicia, que me recordaba mi juicio; luego a prefectura de policía que me sirvió de cárcel. Por fin, volví a entrar en mi hospicio enredando de este modo el hilo de mis días. El frágil insecto de los apriscos baja por una seda hasta el suelo, en donde va a deshacerle la pata de una oveja.

Consejo de Carlos X en Francia.— Mis ideas sobre Enrique IV: mi carta a la señora delfina.— Lo que había hecho la señora duquesa de Berry.

París, calle del Infierno 6 de junio 1833.

7 Padre de Alejo de Tocqueville.

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En cuanto bajé del carruaje y antes de acostarme, escribí una carta a la señora duquesa de Berry, dándola cuenta de mi comisión. Mi regreso puso en conmoción a la policía; el telégrafo le anunció al prefecto de Burdeos y al comandante de la fortaleza de Blaye: expidiéronse órdenes para redoblar la vigilancia, y aun parece que hicieron embarcar a Madama, antes del día prefijado para su partida. Mi carta no pudo llegar a manos de su A. R., por haberse retrasado algunas horas, y se la llevaron a Italia. Si la Señora no hubiera hecho declaración alguna, si aun después de prestada hubiese negado los hechos, y si después de llegará Sicilia, hubiera protestado por el papel que se había visto obligada a representar para librarse de sus carceleros, la Francia y la Europa habrían creído su aserción, porque el gobierno de Luis Felipe se había hecho muy sospechoso. Todos los Jadas habrían sufrido el castigo del espectáculo que habían dado al mundo en el fumadero de Blaye. Pero Madama no había querido conservar un carácter político negando su matrimonio: la reputación de habilidad que se gana por medio de la mentira, hace que se pierda mucho en consideración: apenas puede defenderos la sinceridad con que siempre hayáis procedido.

Que se envilezca un hombre apreciado del público, y ya no estará a cubierto con su nombre sino detrás de él. La Señora, con su confesión, escapó de las tinieblas de su prisión: el águila hembra necesita, como el macho, libertad y sol.

El señor duque de Blacas me anunció en Praga la formación de un consejo de que yo debía ser el jefe con el señor canciller y Mr. de Latour-Maubourg: (según el señor duque) yo iba a ser el único consejero de Carlos X que se hallaba ausente por algunos negocios. Enseñáronme un plan: la máquina era muy complicada: el trabajo del señor duque de Blacas conservaba algunas disposiciones dadas por la señora duquesa de Berry, cuando pretendió organizar el Estado, yendo temeraria, pero intrépidamente a colocarse a la cabeza de su reino in partibus. Las ideas de aquella mujer aventurera no carecían de buen sentido: había dividido la Francia en cuatro grandes gobiernos militares, designado los jefes, nombrado los oficiales, regimentado los soldados, y sin cuidarse de si toda su gente se hallaba en las filas y bajo su bandera, corrió ella misma a llevar su plan, no dudando encontrar en los campos la capa pluvial de San Martin o el oriflama de Galaor o Bayardo. Hachazos, fuego de fusilería, retirada a los bosques, peligros en los hogares de algunos amigos fieles, cavernas, casas de campo, chozas, asaltos, en todo esto pensaba y se complacía Madama. Hay en su carácter algo de extravagante, original y atractivo que la hará vivir: el porvenir será risueño a despecho de las personas correctas y de los cobardes prudentes.

Si me hubiesen llamado habría llevado a los Borbones la popularidad de que gozaba por mi doble titulo de escritor y de hombre de estado. Me era imposible dudar de aquella popularidad, porque hombres de todas opiniones me habían hablado confidencialmente. No se habían limitado a generalidades: cada uno me había manifestado lo que desearía en caso de un cambio: muchos me habían confesado su talento y hecho que señalase con el dedo el puesto para que eran eminentemente a propósito. Todo el mundo, (amigos y enemigos), me enviaba al lado del duque de Burdeos. Por las diferentes combinaciones de mis opiniones y mi varia fortuna, y por los destrozos de la muerte que sucesivamente había ido arrebatando los hombres de mi generación, parecía que había quedado yo únicamente para elección de la familia real.

El papel que me señalaban podía lisonjear mi vanidad, al pensar que yo, servidor desconocido y despreciado de los Borbones, era el apoyo de su raza, y que podía alargar la mano en sus sepulcros a Felipe Augusto, San Luis, Carlos V, Luis XII, Francisco I, Enrique IV, y Luis XIV; y proteger con mi humilde nombradía la sangre, la corona y las sombras de tantos grandes hombres, contra la Francia infiel, y la Europa envilecida.

Mas para llegar a ese punto ¿qué era necesario hacer? lo que hubiera hecho el entendimiento más vulgar; acariciará la corte de Praga, vencer su antipatía, y ocultarla mis ideas hasta que me hallase en disposición de desenvolverlas.

Y ciertamente aquellas ideas iban muy lejos: si yo hubiese sido ayo del joven príncipe, me hubiera esforzado en ganar su confianza. Si hubiese recobrado su corona no le habría aconsejado que la ciñese sino para dejarla cuando llegase el tiempo oportuno. Hubiera deseado ver a los Capetos desaparecer de una manera digna y decorosa. ¡Qué bello, qué glorioso día aquel en que después de haber ensalzado y dado esplendor a la religión, perfeccionado la

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constitución del estado, ampliado los derechos de los ciudadanos, roto las últimas trabas de la prensa, emancipado los comunes, destruido el monopolio, equilibrado equitativamente el salario con el trabajo, asegurado la propiedad poniendo coto a sus abusos, reanimado la industria, disminuido los impuestos, restablecido nuestro honor entre los pueblos, y asegurado nuestra independencia contra el extranjero con fronteras apartadas, qué día más hermoso, repito, podía presentarse, que aquel en que hechas todas estas cosas, dijese mi alumno a la nación solemnemente convocada?

«Franceses: vuestra educación ha concluido con la mía. Mi primer abuelo, Roberto el Fuerte, murió por vosotros, y mi padre ha solicitado el perdón para el hombre que le arrancó la vida. Mis antepasados han elevado y formado la Francia a través de la barbarie: en la actualidad la marcha de los siglos y el progreso, de la civilización no permiten que tengáis ya un tutor. Yo desciendo del trono y confirmo todos los beneficios de mis padres, absolviéndoos vuestros juramentos a la monarquía.» Decid si esta terminación no hubiera sobrepujado a lo más maravilloso de aquella raza. Decid si podrá elevarse jamás A su memoria un templo más magnifico. Comparad este fin, con el que tendrían los decrépitos hijos de Enrique IV, asidos con obstinación a un trono sumergido en la democracia, procurando conservar el poder con el apoyo de la policía, medios de violencia y de corrupción, y arrastrando por algunos instantes una existencia degradada. «Que hagan rey a mi hermano, decía Luis XIII siendo niño, después de la muerte de Enrique IV, yo no quiero ser rey.» Enrique V, no tiene más hermano que su pueblo: que le haga rey.

Para llegar a esta resolución, por más quimérica, que parezca, era preciso conocer la grandeza de su raza, no porque proceda de antigua alcurnia, sino por ser el heredero de hombres, por quienes la Francia fue poderosa, ilustrada y civilizada.

Pues bien, como acabo de decir ahora mismo, el medio de ser llamado a poner manos a la obra en aquel plan hubiera sido contemporizar con las debilidades de Praga, educar otros niños en el regio vástago, y adular a Concini. Yo había comenzado muy bien en Carlsbad, poro enterrarme vivo en Praga, no era en verdad muy fácil, porque no solo tema que vencer la repugnancia de la familia real, sino el odio del extranjero. Mis ideas son odiosas a los gabinetes, saben que aborrezco los tratados de Viena, y que haría la guerra a toda costa para dar a la Francia fronteras necesarias, y para restablecer en Europa el equilibrio de las potencias.

Sin embargo, con muestras de arrepentimiento, con llanto, espiando mis pecados de honor nacional, con golpes de pecho, y admirando por penitencia el talento de los necios que gobiernan el mundo, hubiera podido llegar a rastras hasta un puesto elevado, y enderezándome de repente tirar en seguida mis maletas.

¡Pero ay! donde están mi ambición, mi felicidad para disimular, mi arte de soportar la contradicción y el disgusto, y los medios de dar importancia a cualquier cosa. Tomé dos o tres veces la pluma y comencé otros tantos borradores por obedecer a la señora delfina que me había mandado escribirla. Bien pronto, rebelándome contra mí mismo escribí de seguida, según mi costumbre, la carta que debía romperme el cuello. Lo sabia muy bien, conocía perfectamente los resultados, pero me importaba muy poco. Aun ahora que ya está hecho, me complazco en haberlo enviado todo a los demonios y arrojádolo por tan espacioso balcón. Pero me dirán: «¿No podíais manifestar las mismas verdades, sin hacerlo con tanta armonía?» Si, si, desfigurándolas, dulcificándolas y adulterándolas.

Sus penitentes ojos lloran agua bendita.

Yo no sé eso.

He aquí la carta, (aunque abreviada en casi la mitad), que erizará los cabellos a nuestros diplomáticos de salón. El duque de Choiseul participaba un poco de mi humor, Así es que pasó el fin de su vida en Chanteloup.

Carta a la sonora delfina.

París, calle del Infierno 30 de junio de 1833.

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«Señora:

«Los momentos más preciosos de mi larga carrera, son los que la señora delfina me ha permitido pasar a su lado. En una oscura casa de Carlsbad una princesa, objeto de la veneración universal, se ha dignado hablarme con confianza. El cielo ha colocado en el fondo de su alma un tesoro de magnanimidad y de religión, que las prodigalidades de la desgracia no han podido agotar. Tenía delante de mí a la hija de Luis XVI, nuevamente desterrada: aquella huérfana del Temple, a quien el rey mártir había estrechado contra su corazón autos de ir a recoger la palma. Dios es el único nombre que puede pronunciarse, cuando nos llegamos a abismar en la contemplación de los impenetrables consejos de su Providencia.

«Los elogios son sospechosos cuando se dirigen a la prosperidad; con la delfina, la admiración está en su lugar. Ya lo he dicho, señora, vuestras desgracias han subido hasta un punto tan alto, que han llegado a ser una de las glorias de la revolución ¿Habré, pues, encontrado una vez en mi vida destinos bastante superiores, bastante aparte, para decirles sin temor de ofenderles o de no ser comprendido, lo que pienso acerca del estado futuro de la sociedad? Con vos se puede conversar de la suerte de los imperios, vos que veríais pasar sin echarlos de menos, por los pies de vuestra virtud, todos esos reinos de la tierra, de que muchos han sido pisados ya por las plantas de los individuos de vuestra raza.

Las catástrofes que os hicieron su más ilustre testigo y su más sublime victima, por más grandes que parezcan, no son, sin embargo, más que accidentes particulares de la trasformación general que se efectúa en la especie humana: el reinado de Napoleón, que ha trastornado el mundo, no es más que un eslabón de la cadena revolucionaria. Es necesario partir de esta verdad, para comprender lo que hay de posible en una tercera restauración, y que medio hay para colocarla en el plan de la mudanza social. Si no entrase en él como un elemento homogéneo, sería inevitablemente arrojada de un orden de cosas contrario a su naturaleza.

«Así, señora, si os dijese que la legitimidad tiene probabilidades de triunfar por la aristocracia, la nobleza y el clero con sus privilegios, por la corte con sus distinciones y por la dignidad real con su prestigio, os engañaría. La legitimidad en Francia no es ya un sentimiento: es un principio en cuanto garantiza las propiedades y los intereses, los derechos y la libertad; pero si se llegase a probar que no quería defender o que era impotente para proteger aquellas propiedades e intereses, aquellos derechos y libertades, cesaría hasta de ser un principio. Cuando se asegura que forzosamente ha de volver la legitimidad, que no puede pasarse sin ella, y que no hay más que esperar que la Francia venga a pedir perdón de rodillas, se afirma un error. La restauración puede no reaparecer jamás o no durar más que un momento, si la legitimidad busca su fuerza en donde ya no existe.

«Sí, señora, lo digo con sentimiento, Enrique V podría quedarse príncipe extranjero y proscripto: reciente y nueva ruina de un edificio caído, pero que al fin no es más que una ruina. Nosotros, los antiguos servidores de la legitimidad, consumiremos bien pronto el pequeño fondo de años que nos queda, y reposaremos en nuestra tumba, dormidos con nuestras envejecidas ideas, como los antiguos caballeros con sus armaduras, que el moho y el tiempo han corroído, que ya no se ajustan al talle, ni se adaptan a las costumbres de los vivos.

«Cuanto militaba en 1789 en favor del antiguo régimen, religión, leyes, costumbres, usos, propiedades, clases privilegiadas y corporaciones, ya no existe. Manifiéstase una fermentación general: la Europa no está ya menos segura que nosotros: ninguna sociedad está enteramente destruida ni fundada: todo está en ella gastado o nuevo, decrépito o sin raíces: todo tiene la debilidad de la vejez o de la infancia. Los reinos que han salido del circulo territorial trazado por los últimos tratados, son de ayer: la adhesión a la patria ha perdido su fuerza, porque no hay patria cierta y estable para poblaciones vendidas al pregón, como muebles de

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lance, agregadas unas veces a pueblos enemigos, y entregadas otras a dueños desconocidos. De este modo, el terreno se halla desmontado, arado y preparado para recibir la semilla democrática, que han madurado las jornadas de julio.

«Los reyes creen que haciendo centinela en derredor de su trono, detendrán el movimiento de la inteligencia: se imaginan que señalando o tomando nota de ciertos principios, los harán detenerse en la frontera: se persuaden que multiplicando las aduanas, los gendarmes, los espiones de la policía, y las comisiones militares, los impedirán circular. Pero esas ideas no caminan a pie, están en el aire, vuelan y se respiran. Los gobiernos absolutos, que establecen telégrafos, caminos de hierro, barcos de vapor, y que al mismo tiempo quieren contener los ánimos al nivel de los dogmas políticos del siglo XIV, son inconsecuentes: progresistas y retrógrados simultáneamente se pierden en la confusión que resulta de una teoría y de una práctica contradictorias. No puede separarse el principio industrial del principio de libertad, y es forzoso, o sofocarlos ambos, o admitirlos. Dondequiera que se entiende la lengua francesa, llegan la ideas con los pasaportes del siglo.

«Ya veis, señora, cuan esencial es escoger bien el punto de partida. Tenéis bajo vuestra custodia al niño de la esperanza, a la inocencia refugiada bajo vuestras virtudes y desgracias como en un dosel real, y por mi parte no conozco espectáculo más imponente: si hay alguna probabilidad de buen éxito para la legitimidad, se encuentra ahí enteramente. La Francia futura podrá inclinarse sin rebajarse, ante la gloria de su pasado; detenerse conmovida en esa grande aparición de su historia representada por la hija de Luis XVI, conduciendo de la mano al último de los Enriques. Reina protectora del joven príncipe; ejerceréis sobre una nación la influencia de los inmensos recuerdos, que se confunden en vuestra persona augusta. ¿Quién no sentirá renacer una confianza desusada, cuando la huérfana del Temple vela por la educación del hijo de San Luis?

«De desear es, señora, que esa educación, dirigida por hombres cuyos nombres sean populares en Francia sea pública hasta cierto punto. Luis XIV, que por otra parte justifica el orgullo de su divisa, ha hecho un gran mal a su raza, aislando a los príncipes franceses con las barreras de una educación oriental.

«El joven príncipe me parece que está dotado de una inteligencia viva. Deberá concluir sus estudios viajando por el Antiguo y Nuevo Continente, para conocer la política de los pueblos y no asustarse ni de las instituciones ni de las doctrinas. Si puede servir como soldado en alguna guerra lejana y extranjera, no debe temerse exponerle. Tiene un aire de mucha resolución, y parece que circula por su corazón la sangre de su padre y de su madre; pero si en los peligros pudiese experimentar otro sentimiento que el de la gloria, que abdicase: sin valor no hay corona en Francia.

«Al verme, señora, extender a un largo porvenir el pensamiento de la educación de Enrique V, supondréis naturalmente que no le creo destinado a subir tan pronto al trono. Voy a procurar aducir con imparcialidad las razones opuestas de esperanza y de temor.

«La restauración puede tener lugar ahora, mañana. En el carácter francés hay un no sé qué de brusco e inconstante, que siempre existen probabilidades de un cambio: en Francia, puede apostarse ciento contra uno, a que no durará alguna cosa: cuando el gobierno parece más consolidado, es cuando precisamente se hunde. Hemos visto a la nación adorar y aborrecer a Bonaparte, volverle a tomar, abandonarle después, olvidarle en su destierro, erigirle altares después de su muerte, y perder luego su entusiasmo. Esla nación veleidosa que jamás ha amado la libertad sino a intervalos, pero que ansía constantemente la igualdad; esa nación multiforme, fue fanática en tiempo de Enrique IV, facciosa en el de Luis XIII, grave en el reinado de Luis XIV, y revolucionaria en el de Luis XVI: sombría en tiempo de la república, guerrera con Bonaparte, y constitucional con la restauración: hoy día

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prostituye sus libertades a la monarquía llamada republicana, variando perpetuamente de naturaleza según el espíritu de sus guías. Su movilidad se ha aumentado desde que se ha emancipado de las costumbres del hogar, y del yugo de la religión. Así, pues, una casualidad puede producir la caída del gobierno del 9 de agosto; pero esta casualidad puede también hacerse esperar mucho tiempo: ha nacido un aborto, pero la Francia es una madre robusta, y con su nutritiva leche, puede corregir los vicios de una paternidad depravada.

«Aunque la actual dignidad real, no parece viable temo que viva más tiempo del que puede prefijársela. Hace cuarenta años que todos los gobiernos de Francia han perecido por sus faltas. Luis XVI pudo salvar veinte veces su corona y su vida: la república solo sucumbió al exceso de sus furores. Bonaparte pudo consolidar su dinastía, y se precipitó desde la cumbre de su gloria: sin los decretos de julio todavía subsistiría el trono legítimo. El jefe del gobierno actual, no cometerá ninguna de esas faltas que matan: su poder jamás se suicidará, toda su habilidad se emplea exclusivamente en su conservación; es demasiado inteligente para morir por una necedad, y solo puede hacerse culpable de los descuidos del talento, o de las debilidades del honor y de la virtud. Ha conocido que podría hacerle perecer la guerra, y no la hará: poco le importa que la Francia se degrade en el concepto de los extranjeros: los publicistas probarán que le bajeza es industria, y la ignominia crédito.

«La cuasi-legitimidad quiere todo lo que la legitimidad quiere, el orden, y con la arbitrariedad puede conseguirlo mejor que la legitimidad. Lo que se propone es obrar despóticamente con palabras de libertad, y aparentes instituciones realistas: cada hecho consumado produce un derecho que combate otro derecho antiguo, y cada hora comienza una legitimidad.

«El tiempo tiene dos poderes, con el uno destruye, y con el otro edifica: en fin, el tiempo obra en los ánimos solamente con marchar: sepárense violentamente del poder, le atacan, y le derriban; pero bien pronto sobreviene el cansancio, el éxito reconcilia su causa, y solo quedan por de fuera, algunas almas elevadas, cuya perseverancia incomoda a los que han prevaricado.

«Señora, esta larga exposición, me obliga a dar algunas explicaciones a V. A. R.

«Si yo no hubiese dejado oír una voz libre el día de la prosperidad, no me hallada con valor para decir la verdad en tiempo de la desgracia. Yo no he ido a Praga por impulso propio, y no me hubiera atrevido a importunaros con mi presencia: los peligros de la fidelidad no están al lado de vuestra augusta persona: están en Francia, y allí los he buscado. Desde las jornadas de julio no he cesado de combatir por la causa legítima. He sido el primero que se ha atrevido a proclamar los derechos de Enrique V a la corona. Al absolverme un jurado francés, ha dejado subsistente mi proclama. Solo aspiro al descanso, necesidad apremiante de mis años: sin embargo, no he titubeado en sacrificarle cuando los decretos han extendido y renovado la proscripción de la familia real. Me han hecho ofertas para que preste mi adhesión al gobierno de Luis Felipe: no tenía méritos para semejante benevolencia, y he manifestado que era incompatible con mi carácter, reclamando lo que pudiera tocarme de la adversidad de mi anciano rey. ¡Ay! yo no había causado esas desgracias, y había tratado de prevenirlas. No recuerdo estas circunstancias para darme importancia, ni crearme un mérito que no tengo: no he hecho más que cumplir con mi deber, y únicamente me explico así, para que se me excuse la libertad de mi lenguaje. Perdonad, señora, la franqueza de un hombre, que aceptaría con placer un cadalso por devolveros un trono.

«Cuando me presenté de ante de V. M. en Carlsbad, puedo decir que no tenía el honor de ser conocido. Apenas os habíais dignado dirigirme algunas palabras durante mi vida. V. M. ha podido ver en las conversaciones de la soledad, que no era quizá el hombre que os habían pintado: que mi independencia en nada se

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oponía a la moderación de mi carácter, y que sobre todo, no rompía las cadenas de mi admiración y de mi respeto hacia la ilustre hija de mis reyes,

«Suplico además a V. M. tenga en consideración que el orden de verdades desenvueltas en esta carta: o más bien en esta memoria, es lo que constituye mi fuerza, si acaso tengo alguna: por eso me dirijo a los hombres de los diversos partidos y los vuelvo a traer a la causa realista. Si hubiese repudiado las opiniones del siglo, no habría aprovechado mi tiempo. Procuro agrupar en derredor del antiguo trono, esas ideas modernas, que de enemigas, se convierten en amigas pasando por mi fidelidad. Si las opiniones liberales que van cundiendo no se convirtiesen en provecho de la monarquía legítima reconstruida, perecería la Europa monárquica. El combate entre los dos principios monárquico y republicano es a muerte, si quedan separados: la reedificación de un edificio nuevo con los diversos materiales de ambos, os pertenecería a vos, señora, que habéis sido admitida en la más alta y misteriosa de las iniciaciones, la desgracia no merecida; a vos, que estáis marcada con la sangre de las victimas en el altar; a vos, que en el recogimiento de una santa austeridad, abriríais con una mano pura y bendita las puertas del nuevo templo.

«Vuestras luces, señora, y vuestra superior ilustración, aclararán y rectificarán cuanto pueda haber dudoso y erróneo en mis sentimientos tocante al estado presente de la Francia.

«Mi emoción al concluir esta carta, excedo a cuanto yo pudiera expresar.

«El palacio de los soberanos de Bohemia, ¿es, pues, el Louvre de Carlos X y de su piadoso hijo? ¿Hradschin es el palacio de Pau del joven Enrique? ¿y vos, señora, qué Versalles habitáis? ¿a qué puede compararse vuestra religión, vuestras grandezas y vuestros padecimientos como no sea con las mujeres de la casa de David, que lloraban al pie de la cruz? ¡Plegue a Dios que V. M. vea salir radiante de la tumba la dignidad real de San Luis! Pueda yo exclamar al recordar el siglo que lleva el nombre de vuestro glorioso abuelo: señora, nada os pertenece ni os es contemporáneo más que lo grandioso y sagrado:

¡Oh día feliz para mí!

¡Con qué ardor iría a reconocer a mi rey!

«Soy, señora, con el respeto más profundo de vuestra majestad, humilde y obediente servidor.

«Chateaubriand.»

Después de escribir esta carta volví a mi método de vida habitual: volví a ver mis antiguos sacerdotes, el solitario rincón de mi jardín que me pareció mucho más hermoso que el del conde de Choteck, mi baluarte del Infierno, mi cementerio del Oeste, mis Memorias, recuerdo de mis pasados días, y sobre todo la reducida, pero escogida sociedad de la Abadía de los Bosques. La amistad hace que abunden los pensamientos: algunos momentos del trato del alma son suficientes para mí: en seguida reparo este gasto de inteligencia con veinte y dos horas de sueño y de ocio.

Carta de la señora duquesa de Berry.

París, calle del Infierno, 25 de agosto de 1833.

Cuando comenzaba a respirar, vi entrar una mañana en mi casa al viajero que había llevado

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de mi parte un pliego a Palermo para la señora duquesa de Berry: me traía esta respuesta de la princesa.

«Nápoles, 10 de agosto de 1833.

«Os he escrito una palabra caballero vizconde, para acusaros el recibo de vuestra carta, deseando una ocasión segura para hablaros de mi reconocimiento por lo que habéis visto y hecho en Praga. Me parece que os han dejado ver poco, más bastante, sin embargo, para juzgar que a pesar de los medios empleados, el resultado por lo que concierne a mi querido hijo, no es tal como podíamos temer. Me complazco en recibir de vos esta seguridad; pero me dicen de París que Mad. de Baraude se ha ausentado: ¿qué va a suceder? ¡cuánta impaciencia tengo por hallarme en mi puesto!

«En cuanto a las peticiones que os rogué hicieseis (y que no han sido bien recibidas), han probado que no estaban mejor informados que yo; porque ninguna necesidad tenía de lo que pedía, porque no había perdido mis derechos.

«Voy a pediros consejo para contestar a las solicitudes que de todas partes me dirigen. De lo que sigue, haréis el uso que os dicten vuestra sabiduría y prudencia. La Francia realista, las personas adictas a Enrique V esperan de su madre ya en libertad una proclama.

«He dejado en Blaye algunas líneas que ya deben ser conocidas, pero aguardan de mí algo mas: quieren, saber la causa de mi prisión durante siete meses en esa impenetrable bastilla, y la triste historia de mi cautiverio. Es preciso dar pormenores y que sepa la causa de tantas lágrimas y pesares como han despedazado mi corazón. Allí se verán los tormentos morales que he debido sufrir. Debe hacerse justicia al que la tenga: mas también es necesario descorrer el velo a las atroces medidas adoptadas contra una mujer sin defensa, pues que siempre la han negado un consejo, por un gobierno a cuyo frente se halla un pariente suyo, para arrancarme un secreto, que en todo caso nada tenía que ver con la política, y cuyo descubrimiento no debía variar mi situación si yo era temible para el gobierno francés, que podía retenerme, aun sin derecho, mientras no se abriese un juicio que varias veces he reclamado.

«Pero mi pariente, marido de mi tía, jefe de una familia, a la que, a pesar de la opinión tan general y justamente esparcida contra ella, había dejado esperar la mano de mi hija, Luis Felipe en fin, creyéndome encinta y no casada, (lo cual hubiera decidido a cualquiera otra familia a abrirme las puertas de mi prisión), me ha hecho sufrir todos los tormentos morales para obligarme a dar pasos con los que ha creído poder consignar la deshonra de su sobrina. Por lo demás, si es preciso que me esplique de una manera positiva acerca de mis declaraciones y de lo que las a ha motivado, sin entrar en pormenores sobre interioridades de que no debo dar cuenta a nadie, diré con toda verdad que me han sido arrancadas por las vejaciones, los tormentos morales y la esperanza de recobrar la libertad.

«El portador os dará detalles y os hablará de la incertidumbre forzada acerca del momento de mi viaje y de su dirección, lo cual se ha opuesto al deseo que ya tenía de aprovechar vuestra apreciable oferta, invitandoos a que os reuniéseis conmigo antes de llegar a Praga, pues tenía mucha necesidad de vuestros consejos. Ahora sería ya demasiado tarde, pues ansío ver a mis hijos cuanto antes. Mas como nada hay seguro en este mundo, y estoy acostumbrada a las contrariedades, si contra mi voluntad se retardase mi llegada a Praga, cuento con veros en el punto en donde tenga que detenerme, desde donde os escribiré: si por el contrario, llego al lado de mi hijo cuando deseo, sabéis mejor que yo si debéis o no ir. Os aseguro que en cualquier tiempo y lugar tendré sumo placer en veros.»

«María Carolina.»

Nápoles, 19 de agosto de 1833.

«No habiendo podido marchar aun nuestro amigo, 'he recibido noticias de Praga, que son de tal naturaleza que no disminuyen mi deseo de marchar a ella; pero que también me hacen muy urgente la necesidad de vuestros consejos. Si podéis ir a Venecia sin demora, me encontrareis allí, os dejaré cartas que os dirán en donde podéis reuniros conmigo. Tendré por compañeros de viaje, a unas personas a quienes profeso mucha amistad y reconocimiento,

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Mr. y Mad. de Baufremout. Hablamos a menudo de vos: su adhesión a mí y a nuestro Enrique, les hace desear vuestra llegada; Mr. de Mesnard, participa también del mismo deseo.»

Mad. de Berry recuerda en su carta un manifiesto publicado a su salida de Blaye que no valía gran cosa, porque no decía ni si, ni no. La carta es curiosa como documento histórico, porque revela los sentimientos de la princesa para con sus parientes opresores, e indica los padecimientos que había sufrido. Las reflexiones de María Carolina son exactas, y las expresa con energía y altivez. Es muy interesante ver a esta madre animosa y tierna, encadenada o libre, preocupada constantemente con los intereses de su hijo. Por lo menos en ese corazón se advierte juventud y vida. Me era muy costoso volverá emprender un largo viaje, pero me conmovía demasiado la confianza de aquella pobre princesa, para negarme a sus deseos, y dejarla caminar sola. Mr. Jauge acudió en auxilio de mi miseria como la vez primera.

Me volvía a poner en campaña con una docena da volúmenes, y mientras yo peregrinaba en el birlocho del príncipe de Benevento, comía él en Londres a dos carrillos con su quinto amo esperando el accidente que le enviase a dormir en Westminster, con los santos, los reyes, y los sabios: sepulcro justamente adquirido por su religión, su fidelidad y sus virtudes.

Jura.— Los Alpes.— Milán.— Verona.— Lista de los muertos. —El Brenta.

De el 7 al 40 de septiembre de 1833, en el camino.

Diario Desde París a Venecia.

Salí de París el 3 de septiembre de 1833, tomando el camino del Simplón por Pontarlier. Salins incendiado había sido reedificado: me gustaba más con su fealdad y caducidad españolas. El abate de Olivet nació a orillas de la Furiosa. Este primer maestro de Voltaire que recibió su discípulo en la Academia, no tenía nada de su arroyuelo paternal.

La gran tempestad que causó tantos naufragios en el canal de la Mancha, me sorprendió en el Jura: llegué de noche a la parada de Levier. Aquella casa construida con tablas, muy iluminada, y llena de viajeros que se habían refugiado en ella, se asemejaba a la celebración de una fiesta: no quise detenerme y trajeron los caballos. Cuando se trató de cerrar la portezuela y cristales del carruaje, costó mucha dificultad: la dueña del parador, joven y en extremo linda, nos ayudó sonriéndose. Tenía buen cuidado de arrimar la luz metida en un tubo de vidrio a su rostro, para que la viese bien.

En Pontarlier, mi antiguo patrón que era muy legitimista, había ya muerto. Cené en la posada del Nacional, buen agüero para el periódico de este nombre. Armando Carreles el jefe de esos hombres que no han mentido en las jornadas de julio.

El castillo de Jony defiende las avenidas de Pontarlier: en sus torreoncillos ha visto sucederse dos hombres, cuya memoria conservará la revolución, Mirabeau y Toussaint-Louverture, el Napoleón negro, imitado y muerto por el Napoleón blanco. «Toussaint, dice Mad. de Staël, fue conducido a una prisión de Francia, en donde pereció de la manera más miserable. Tal vez Bonaparte no se acordará de este atentado, porque se le han censurado menos que los demás.

El huracán arreciaba, y experimenté su mayor violencia entre Pontarlier y Orbes. Hacia sonar las campanas en las aldeas, ahogaba el ruido de los torrentes con el estruendo del trueno, y se precipitaba bramando sobre mi carruaje, como un grano negro sobre la vela de un buque. Cuando los relámpagos iluminaban los matorrales, se veían rebaños de carneros inmóviles, con la cabeza metida entre las manos, y presentando su cola comprimida, y las ancas cubiertas de espesa lana al agua y granizo conducidos con violencia por el viento. La voz del hombre que anunciaba el tiempo desde una torre, parecía el grito de la última hora.

En Lausana todo se había vuelto risueño: varias veces había visitado ya esa ciudad, pero no

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conocía en ella a nadie.

En Bex, mientras ponían en mi carruaje los caballos que tal vez habían conducido el féretro de madama de Custine, yo estaba apoyado en la pared de la casa en que había muerto mi patrona de Fervaques. Había sido célebre en el tribunal revolucionario por su larga cabellera. En Roma he visto unos hermosos cabellos rubios sacados de un sepulcro.

En el valle del Ródano encontré una muchachilla casi desnuda, que bailaba con una cabra: pedía limosna a un joven rico que pasaba en posta, con un correo delante, y dos lacayos sentados detrás de la brillante carroza. ¿Y os figuráis que semejante distribución puede existir? ¿Pensáis que no justifica las sublevaciones populares?

Sion me recordaba una época de mi vida: de secretario de embajada que era en Roma, el primer cónsul me ascendió a ministro plenipotenciario en el Valais.

En Brig dejé a los jesuitas afanándose en levantar lo que no puede serlo: establecidos inútilmente a los pies de los tiempos, han sido destrozados bajo su masa, como su monasterio bajo el peso de las montañas.

Era la décima vez que pasaba por los Alpes, y ya les había dicho cuanto tenía que decirles en los diferentes años y diversas circunstancias de mi vida. Siempre sintiendo lo que ha perdido, extraviado siempre en los recuerdos, y marchando constantemente hacia el sepulcro, llorando y aislándose, tal es el hombre.

Las imágenes tomadas de los terrenos montuosos tienen relaciones muy sensibles con nuestras fortunas: esta pasa en silencio como un manantial, aquella hace ruido como un torrente, y la otra manifiesta su existencia como una catarata que espanta y desaparece.

El Simplón tiene ya cierto aire de abandono, como la vida de Napoleón, y lo mismo que esa vida carece ya de gloria: es una obra demasiado grande para pertenecer a los pequeños estados a que ha sido entregada. El genio no tiene familia: su herencia pertenece por derecho del fisco a la plebe, que le roe, y planta una col en donde antes había un cedro.

La última vez que atravesé el Simplón iba de embajada a Roma: yo he caído, y los pastores que dejé en lo alto de la montaña todavía están allí: nieves, nubes, peñascos, pinares, cascadas rodean incesantemente a los amenazados aludes. El ser que hay con más vida en aquellas escabrosidades es la cabra. ¿Por qué se muere? ya lo sé. ¿Por qué se nace? lo ignoro, ¡sin embargo, reconoced que los primeros padecimientos, los morales, los tormentos del ánimo, son menores entre los habitantes de la región de las gamuzas y de las águilas. Cuando iba al congreso de Verona en 1822, tenía la casa de postas del pico del Simplón una francesa: en medio de una noche muy fría y borrascosa que me impedía verla, me habló de la Scala de Milán: esperaba unas cintas de París: su voz, que era lo único que yo conocía de aquella mujer, era muy dulce entre las tinieblas y el silbido del viento.

La bajada para Domo d'Ossola, cada vez me ha parecido más maravillosa; cierto juego de luces y sombras aumentaba el encanto. Corría un vientecillo, que en lengua antigua se llamaba aura, especie de brisa precursora de la mañana, bañada y perfumada con el rocío. Volví a encontrar el lago Mayor, en donde estuve tan triste en 1828, y que vi desde el valle de Bellinzona en 1832. En Sesto-Calenda, se anuncia a la Italia: un Paganini ciego, toca el violín y canta la orilla del lago al pasar el Tessino. Al entrar en Milán, volví a ver la magnifica calle de Tulipiferos de que nadie habla: sin duda los viajeros los toman por plátanos. Reclamo contra este silencio en memoria de mis salvajes; importa poco que la América proporcione sombra a la Italia. Podrían también plantarse en Génova magnolias mezcladas con palmeras y naranjos. ¿Pero quién piensa en eso? ¿quién trata de hermosear el terreno? se deja ese cuidado a Dios. Los gobiernos se ocupan en su caída, y se prefiere un árbol de cartón en un teatro de figuras, a la magnolia, cuyas rosas perfumarían la cuna de Cristóbal Colon.

En Milán la vejación de los pasaportes es tan estúpida como brutal. No pude atravesar por Verona sin emoción, allí fue donde realmente comenzó mi carrera política activa. Presentábase a mi imaginación, lo que hubiera podido llegar a ser el mundo, si aquella carrera no hubiese sido interrumpida por una mezquina envidia.

Verona, tan animada en 1822 por la presencia de los soberanos de Europa, había vuelto a recobrar su silencio en 1833, el congreso había pisado por las mismas calles solitarias que la

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corte de los Scaligeros y el senado de los romanos. Las arenas o circos, cuyas gradas se habían ofrecido a mis miradas cubiertas de cien mil espectadores, estaban desiertas: los edificios que yo había admirado con su iluminación, se ocultaban parduscos y desnudos en una atmósfera lluviosa.

¿Cuántas ambiciónes se agitaban entre los actores de Verona? ¿Cuántos destinos de pueblos examinados discutidos y pesados? Formemos la lista de esos perseguidores de sueños, y abramos el libro del día de la cólera: liber scriptus proferetur: ¡monarcas! ¡príncipes! ¡ministros! ved aquí a vuestro embajador, a vuestro colega que ha vuelto a su puesto; ¿en dónde estáis? contestad.

El emperador de Rusia Alejandro.—Muerto.

El emperador de Austria Francisco II.—Muerto.

El rey de Francia Luis XVIII.—Muerto.

El rey de Francia Carlos X.—Muerto.

El rey de Inglaterra Jorge IV.—Muerto.

El rey de Nápoles Fernando I.—Muerto.

El duque de Toscana.—Muerto.

El papa Pio VII.—Muerto.

El rey de Cerdeña Carlos Félix.—Muerto.

El duque de Montmorency, ministro de Negocios Extranjeros de Francia.—Muerto.

Mr. Canning, ministro de Negocios Extranjeros de Inglaterra.—Muerto.

Mr. de Bernstorff, ministro de Negocios Extranjeros de Prusia.—Muerto.

Mr. de Gentz de la cancillería de Austria.—Muerto.

El cardenal Gonsalvi, secretario de estado de su santidad.—Muerto.

Mr. de Serre, mi colega en el congreso —Muerto.

Mr. de Aspremont, mi secretario de embajada.— Muerto.

El conde de Nieperg, marido de la viuda de Napoleón.—Muerto.

La condesa Tolstoi.—Muerta.

Su joven hijo.—Muerto.

Mi patrón del palacio Lorenzi.—Muerto.

Si tantos hombres anotados conmigo en el registro del congreso han sido inscriptos en el de defunciones; si han perecido pueblos y dinastías reales; si ha sucumbido la Polonia; si la España ha sido nuevamente anonadada; si yo he ido a Praga a informarme de los restos fugitivos de la gran raza de que era representante en Verona, ¿qué son las cosas de la tierra? Nadie se acuerda de los discursos que pronunciábamos en derredor de la mesa de Metternich; pero ¡oh poderío del genio! ningún viajero oirá jamás cantar a la alondra en los campos de Verona sin acordarse de Shakespeare. Cada uno de nosotros, al reconocer las diversas profundidades de su memoria, encontrará otra capa de muertos, otros sentimientos extinguidos, otras quimeras que inútilmente alimenta, como las de Herculano, con la mamila de la Esperanza. Al salir de Verona, me vi obligado a cambiar de medida para calcular el tiempo pasado: retrogradé veinte y siete años, porque no había andado el camino de Verona a Venecia desde 1806. En Brescia, Vicenza y Padua, atravesé las murallas de Palladio, Scamozzi, Franceschini, Nicolás de Pisa, y Fray Juan.

Las orillas del Brenta defraudaron mi esperanza: eran mucho más risueñas en mi imaginación: los diques construidos a lo largo del canal, dejan muy escondidas las lagunas. Muchas villas han sido demolidas, pero aun quedan algunas muy elegantes. Allí reside tal vez el Signor Procurante a quien disgustaban las señoras, comenzaban a cansar las dos lindas jóvenes, a quien fatigaba la música al cabo de un cuarto de hora, que encontraba a Homero sumamente pesado, que aborrecía al piadoso Eneas, al pequeño Ascanio, al imbécil rey Latino, a la labradora

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Amata, y a la insípida Lavinia: que declaraba que no quería leer jamás a Cicerón, y mucho menos a Millón, bárbaro que había echado a perder el infierno, y el diablo del Tasso. «¡Ay! Decía por lo bajo Cándido a Martin, temo que ese hombre desprecie soberanamente a nuestros poetas alemanes.»

A pesar de verme contrariado, me encantaban sin embargo, los naranjos, higueras y otros árboles, y la suavidad del aire, porque poco tiempo antes caminaba por los bosques de la Germania, y los montes de los checos, en donde el sol tiene muy mala cara.

El 10 de septiembre al amanecer llegué a Fusina, que Felipe de Comines y Montaigne llaman Chaffusina. A las diez y media ya había desembarcado en Venecia. Mi primer diligencia fue enviar al correo, y no había ninguna carta con sobre directo para mi, ni con el indirecto de Pablo: no tenía, pues, ninguna noticia de la señora duquesa de Berry. Escribí al conde Guiffi, ministro de Nápoles en Florencia, suplicándole me participase la salida de su A. R.

No teniendo ningún antecedente, me decidí a aguardar con paciencia a la princesa: Satanás me envió una tentación. Por sus sugestiones diabólicas deseé permanecer solo quince días en la fonda de Europa, con grave detrimento de la monarquía legitima. Deseaba entorpecimientos en su camino a la augusta viajera, sin pensar que mi restauración del rey Enrique V podía retardarse medio mes: Como Danton, pido perdón a Dios, y a los hombres.

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INCIDENCIAS.

Venecia, fonda de la Europa.

10 de septiembre de 1833.

Venecia.

Salve italum regina....

Nec tu semper eris. (Sannazaro).

O d'Italia dolente .,

Eterno lume.

Venezia! (Chiabreda).

En Venecia cualquiera puede creer que se encuentra en el combés o cubierta de una magnifica galera al ancla, en el Bucentauro, en donde se celebra un festín, y desde cuyo bordo veis en derredor cosas admirables. Mi posada, la fonda de Europa, está situada a la entrada del gran canal, en frente de la aduana marítima, de la Giudeca, y de San Jorge el Mayor. Cuando se sube por el gran canal, entre las dos filas de sus palacios, tan marcados por sus siglos, de tan variada arquitectura, cuando se traslada uno a la plaza grande y pequeña, cuando se examina la basílica y sus cúpulas, el palacio de los duxes, la procurazie nuove, la Zecca, las torres del Reloj y de San Marcos, y la columna del León, todo eso mezclado con las velas y los mástiles de los buques, el movimiento de las, gentes y de las góndolas, el azul del cielo y del mar, no puede imaginarse nada más fantástico, aun en los caprichos de un sueño o de un cuento oriental. Si alguna vez Ciceri pinta y reúne en un lienzo para la decoración de un teatro monumentos de todas las formas, de todos los tiempos, de todos los países y de todos los climas, pinta a Venecia.

Aquellos edificios sobredorados, embellecidos con profusión por Giorgione, Tiziano, Pablo Veronés, Tintoreto, Juan Bellini y los dos Palma están llenos de bronces, mármoles, granitos, pórfidos, antigüedades preciosas y manuscritos raros: su magia interior iguala a la exterior; y cuando a la suave claridad que los ilumina, se descubren los nombres ilustres y los nobles recuerdos inherentes a sus bóvedas, no puede uno menos de exclamar con Felipe de Comines. «Es la ciudad más triunfante que jamás he visto.»

Y sin embargo, no es la Venecia del ministro de Luis XI, la Venecia esposa del Adriático y dominadora de los mares: la Venecia que daba emperadores a Constantinopla, reyes a Chipre, príncipes a la Dalmacia, al Peloponeso y a Creta: la Venecia que humillaba a los Césares de la Germania, y recibía en sus inviolables hogares a los papas suplicantes: la Venecia de que los monarcas tenían a mucha honra ser ciudadanos, a quien Petrarca Plethon, Bessarion, legaban los restos de las letras griegas y latinas que habían podido salvar del naufragio de la barbarie: la Venecia, que república en medio de la Europa feudal, servía de escudo a la cristiandad: la Venecia plantel de los leones, que ponía a sus pies las murallas de Tolemaida, Ascalón y Tiro, y que abatía la media luna en Lepanto: la Venecia cuyos duxes eran sabios, y los comerciantes caballeros: la Venecia que humillaba al Oriente, o le compraba sus perfumes, y que traía de la Grecia obras maestras: la Venecia que salía victoriosa de la ingrata liga de Cambray: la Venecia que triunfaba con sus fiestas, sus cortesanas y sus artes, como con sus armas y grandes hombres: la Venecia simultáneamente Corinto, Atenas y Cartago, y que adornaba su cabeza con coronas navales, y diademas de flores.

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Ya no es la misma ciudad que atravesé cuando iba a visitar las riberas testigos de su gloria: pero merced a sus brisas voluptuosas y sus graciosas olas, conserva su encanto: los países que van en decadencia, son los que necesitan un clima más hermoso. En Venecia hay bastante civilización, para que la existencia encuentre en ella sus delicias. La seducción del cielo, hace innecesaria más dignidad humana: de aquellos vestigios de grandeza, de aquellas huellas de las artes de que uno se ve rodeado, se exhala una virtud atractiva. Los restos de una antigua sociedad que produjo tales cosas, al mismo tiempo que os disgustan de la sociedad moderna, no os dejan ningún deseo para el porvenir. Parece que sentís cierta complacencia en morir con todo lo que muere en derredor vuestro, y no procuráis más que adornar los restos de vuestra vida a medida que se va despojando. La naturaleza, dispuesta a colocar nuevas generaciones sobre ruinas Y a tapizarlas de flores, conserva en las razas más debilitadas el uso de las pasiones, y el encanto de los placeres.

Venecia no conoció la idolatría: creció cristiana en la isla en donde fue criada, lejos de la brutalidad de Atila. Los descendientes de les Escipiones, de las Paulas y Eustoquias, escaparon en la gruta de Belem a la violencia de Alarico. Separada de las demás ciudades, hija primogénita de la civilización antigua sin haber sido deshonrada por la conquista, Venecia no encierra ni escombros romanos, ni monumentos de los bárbaros. No se ve en ella lo que en el Norte y en el Occidente de Europa, en medio de los adelantos de la industria; es decir, esas construcciones nuevas, esas calles formadas a la ligera, y cuyas casas o no están concluidas o se hallan vacías ¿Qué podría edificarse allí? Mezquinas chozas que manifestarían la pobreza de ingenio de los hijos, con respecto a la magnificencia de sus padres: cabañas blanqueadas que no llegarían a los cimientos de las gigantescas mansiones de los Foscari y los Pesaro. Cuando se ve la argamasa y yeso que una reparación urgente ha hecho aplicar a un capitel de mármol, causa grande sorpresa. Más valen las apolilladas tablas que cierran las ventanas griegas o moriscas, los andrajos puestos a secar en elegantes balcones, que la marca o el sello de la miserable mano de nuestro siglo.

¡Qué no pueda yo encerrarme en esta ciudad tan en armonía con mi destino, en esta ciudad de los poetas en donde vivieron Dante, Petrarca y Byron.! ¡Qué no pueda acabar de escribir mis memorias al resplandor del sol que ilumina estas páginas! todavía quema el astro en este momento mis sábanas de la Florida, y se pone aquí en la extremidad del gran canal. Ya no le veo, pero a través de una claraboya de este solitario palacio, sus rayos refractan en la aduana, las entenas de las barcas, las vergas de los navíos, y la portada del convento de San Jorge el Mayor. La torre del monasterio, convertida en columna de rosa, refleja en las olas: la blanca fachada de la iglesia está tan iluminada, que distingo hasta las más pequeñas rayas del cincel. Los almacenes de la Giudeca tienen una luz, tiziana, y las góndolas del canal y del puerto nadan en la misma luz. Venecia está allí sentada a la orilla del mar, como una mujer hermosa que va a extinguirse con el día: el viento de la noche levanta sus cabellos embalsamados, y muere saludada por todas las gracias y todas las sonrisas de la naturaleza.

Arquitectura veneciana.— Antonio.— El abate Betio y monsieur Gamba.—Salones del palacio de los duxes.— Cárceles.

Venecia, septiembre de 1833.

En 1806 había en Venecia un joven señor Armani, traductor italiano, o amigo de traducciones del Genio del Cristianismo. Su hermana, como él decía, era monja monaca. Había también un judío que iba a la comedia del gran Sanedrín de Napoleón, y que miraba con avidez a mi bolsa: además un Mr. Lagarde, jefe de los espías franceses, que me convidó a comer: mi traductor, su hermana y el judío del Sanedrín, o han muerto, o ya no habitan en Venecia. En aquella época vivía yo en la fonda del León Blanco, cerca de Rialto: aquel establecimiento ha mudado de sitio.

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Casi en frente de mi antigua posada so halla el palacio Foscari que se está hundiendo. Con todas estas chocheces de mi vida, me volveré loco a fuerza de ruinas: hablemos de lo presente.

He tratado de pintar el efecto general de la arquitectura de Venecia; para dar a conocer todos los pormenores, he subido, bajado y vuelto a subir por el gran canal, y visitado varias veces la plaza de San Marcos.

Serían necesarios gruesos volúmenes para apurar este asunto. Le fabbriche piu cospicue di Venezia del conde Cicognara suministran el tipo de los monumentos, pero las exposiciones no son claras. Me contentaré con señalar dos o tres de los adornos más repetidos.

Desde el capitel de una columna corintia se describe un semicírculo bajo sobre el capitel de otra columna corintia: justamente en medio de esos estilos se eleva otra tercera de las mismas dimensiones y orden; desde el capitel de esta columna central parte a derecha e izquierda dos epiciclos, cuyas extremidades van a apoyarse en los capiteles de otras columnas. De aquí resulta, que cortándose los arcos, producen ojivas en el punto de su intersección 8, por manera que se forma una mezcla muy agradable de las dos arquitecturas, el arco romano, y la ojiva árabe o gótica oriental. Sigo aquí la opinión del día, suponiendo a la ojiva árabe gótica, u originaria de la edad media: pero es cierto que existe en los monumentos llamados ciclópeos: yo la he visto muy pura en los sepulcros de Argos 9.

El palacio del dux, presenta entrelazados que se ven reproducidos en otros palacios, particularmente en el de Foscari: las columnas sostienen arcos ojivos, y estos arcos dejan entre sí huecos, y entre estos huecos el arquitecto ha colocado rosetones. El rosetón deprime la extremidad de las dos elipses. Estos llorones, que se tocan por un punto de su circunferencia, en la fachada del edificio, llegan a ser una especie de conos alineados sobre los cuales resalta el resto del edificio.

En toda su construcción, la base es por lo regular fuerte, y el monumento va disminuyendo en grueso a medida que adquiere elevación. El palacio ducal es justamente un edificio en que se observa lo contrario de esta arquitectura natural: la base perforada con unos ligeros pórticos sobre los que corre una galería de arabescos, sostiene una masa cuadrada casi desnuda: diríase que era una fortaleza construida .sobre columnas, o más bien un edificio vuelto del revés colocado sobre su ligera comisa, y con los cimientos en su parte superior.

Los mascarones y las cabezas arquitectónicas son muy notables en los monumentos de Venecia. En el palacio Posaro, el cornisamento del primer piso, está adornado con cabezas de gigantes: el orden jónico del segundo, tiene cabezas de caballeros que salen horizontalmente de la pared, con la cara vuelta hacia el agua: unas están cubiertas con un baberol o tapaboca, y las otras tienen medio calada la visera: todas tienen cascos, cuyos penachos encorvados forman adornos en la cornisa. En fin, en e! tercer piso, de orden corintio, hay cabezas de estatuas femeninas, con el cabello atado de diversos modos.

En San Marcos, lleno de cúpulas, incrustado de mosaicos, cargado de incoherentes despojos del Oriente, me creí simultáneamente en San Vidal de Rávena, Santa Sofía de Constantinopla, San Salvador de Jerusalén, y en esas iglesias más pequeñas de la Morea, Chío y Malla: San Marcos, monumento de arquitectura bizantina, orden compuesto de victoria y de conquista elevado a la cruz, es un trofeo como Venecia entera. El efecto más notable de su arquitectura, es su oscuridad bajo un cielo brillante: pero hoy, 10 de septiembre, la luz exterior, debilitada, armonizaba con la sombría basílica. Acababan de celebrarse las cuarenta horas para conseguir buen tiempo. El fervor de los fieles orando para que cesase la lluvia, era muy grande: un cielo pardo y nebuloso parecía anunciar más agua aun a los venecianos.

Nuestros votos, sin embargo, fueron escuchados; presentose la tarde deliciosa y me paseé por el muelle durante la noche. El mar estaba tranquilo, el débil resplandor de las estrellas se

8 Para mi es muy claro que la ojiva, cuyo origen se ha supuesto misterioso y ha ido a

buscarse tan lejos, ha provenido gratuitamente de la intersección de los dos circulos del arco de bóveda: Así es, que se encuentra por todas partes. Los arquitectos no han hecho después más que sacarla de los dibujos en que figuraba.

9 Véase la nota anterior.

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mezclaba con los fuegos de las barcas y de los buques anclados acá y acullá. Los cafés estaban llenos, pero no se veían en ellos titiriteros ni griegos ni berberiscos: todo estaba terminado. Una virgen muy iluminada en el paso de un puente atraía la multitud; varias jóvenes arrodilladas rezaban con devoción; mientras que con la mano derecha hacían la señal de la cruz, con la izquierda detenían a los transeúntes. De vuelta en mi posada me acosté y quedé dormido oyendo el canto de los gondoleros estacionados debajo de mis ventanas.

Tengo por guía a Antonio que es el más viejo y el más instruido de los ciceroni del pais, el cual conoce perfectamente todos los palacios, todas las estáluas y hasta el cuadro más insignificante.

El 11 de septiembre visité a los bibliotecarios el abate Betio y a Mr. Gamba, quienes me recibieron con suma finura, a pesar de que no llevaba ninguna carta de recomendación para ellos.

Recorriendo las habitaciónes del palacio ducal se camina de maravilla en maravilla. Allí se halla descrita la historia entera de Venecia pintada por los maestros más afamados.

Entre las antigüedades he notado, como todos los viajeros, el grupo del Cisne y de Leda y el Ganimedes llamado de Praxíteles. Es prodigiosa la precisión y voluptuosidad del Cisne, Así como la complacencia de Leda. El águila del Ganimedes no es un águila verdadera, pues su aire, es el de la mejor ave de la tierra. Contento Ganimedes de verse arrebatado, habla el águila que le contesta.

Estas antigüedades están colocadas en los dos extremos de las magnificas salas de la biblioteca. He contemplado con el santo respeto del poeta un manuscrito de Dante, y mirado con la avidez del viajero el mapamundi de Fra-Mauro (1460). El África, sin embargo, no me parece que está tan correctamente trazada como se dice. Sobre todo seria necesario explorar en Venecia los archivos, pues en ellos se hallarían documentos muy preciosos.

Desde los pintados y dorados salones pasé a las prisiones y los calabozos; el mismo edificio ofrece el microcosmos de la sociedad, alegría y dolor. Las prisiones bajo las techumbres, las mazmorras al nivel del agua del canal y en doble piso. Reitérense mil historias de estrangulamientos y decapitaciones secretas; pero en cambio se cuenta que un preso salió gordo y de buen, color de aquellos calabozos al cabo de diez y ocho años de prisión, habiendo vivido como un sapo en la concavidad de una piedra. ¡Honor a la especie humanal

Muchas sentencias filantrópicas embadurnan las bóvedas y las paredes de los subterráneos, desde que nuestra revolución, tan enemiga de sangre, ha hecho penetrar el día en aquel espantoso albergue a fuerza de hachazos. En Francia se poblaban las cárceles de victimas destinadas a la guillotina, pero en las prisiones de Venecia se ha dado libertad a las sombras de aquellos que nunca estuvieran en ellas: los verdugos que degollaban a los niños y a los viejos, los benignos espectadores que asistían a la ejecución de las mujeres, se enternecían considerando los progresos de la humanidad, tan demostrados en la apertura de los calabozos venecianos. Yo tengo seco el corazón y no me parezco a estos héroes de sensibilidad. No se han presentado a mi vista en los palacios de los dux, caducas larvas sin cabeza; solo me ha parecido ver en las mazmorras de la aristocracia lo que vieron los cristianos cuando se destruyeron los ídolos, esto es, crías de ratones saliendo de la cabeza de los dioses. Lo propio sucede a todo poder disecado y expuesto a la luz; de él brotan los gusanos que habían conseguido adoración.

El puente de los Suspiros une el palacio ducal a las prisiones de la ciudad, y está dividido a lo largo de dos partes: por una entraban los presos comunes, por la otra los presos de estado pasaban al tribunal de los inquisidores o al de los Diez. Este puente es elegante en su exterior; y se admira en lo general la fachada de la cárcel; en Venecia no puede prescindirse de la belleza aun para la tiranía y la desgracia. Los pichones anidan en las ventanas de la cárcel; las tiernas palomas cubiertas de plumón agitan sus alas y gimen en los hierros esperando a sus madres. En otro tiempo se encerraban criaturas inocentes casi al salir de la cuna, y sus padres solo podían verlas a través de las barras del locutorio, o del ventanillo de la puerta.

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Prisión de Silvio-Pellica.

Venecia, septiembre de 1833.

Puede conocerse fácilmente que en Venecia por necesidad me habría de ocupar de Silvio Pellico. Habíame dicho Mr. Gamba que al abad Betio era el dueño del palacio y que dirigiéndome a él podría emprender mis investigaciones. El digno bibliotecario a quien acudí una mañana tomó un gran manojo de llaves, y me condujo atravesando varios corredores y subiendo diferentes escaleras a las bohardillas del autor de Mie Prigioni.

Mr. Silvio Pellico se equivocó solo en una cosa, pues ha hablado de su cárcel como de esas famosas prisiones, calabozos suspendidos en el aire, designados por sus tejados solto i piombi. Estas prisiones son, o mejor dicho, eran cinco en la parte del palacio ducal inmediato al puente Della Pallice, y al canal del puente de los Suspiros. Pellico no habitaba allí, estaba preso en el otro estreno del palacio del lado del puente de los Canónigos en una parte de edificio adherente al palacio; parte de edificio convertida en prisión en 1820 para los detenidos políticos. Por lo demás estaba también bajo del tejado porque una plancha plomo formaba el techo de su encierro.

La descripción que hace el preso de su primero y segundo aposento es completamente exacta. Desde la ventana del primer cuarto se dominan las cúspides de San Marcos; se ve el pozo del patio interior del palacio, un extremo de la plaza mayor, los diferentes campanarios de la ciudad, y al otro lado de las lagunas en la extensión del horizonte, las montañas que hay en la dirección de Padua; reconócese el segundo aposento en su gran ventana y en otra pequeña más alta: por la grande veía Pellico a sus compañeros de infortunio en una habitación situada en frente, y a la izquierda más arriba a sus amables niños que le hablaban desde la ventana de su madre.

Hoy todas estas habitaciónes están abandonadas porque los hombres no se fijan en parte alguna, ni aun en las prisiones; las rejas de las ventanas han desaparecido, y paredes y techos han sido revocados. El afable y sabio abate Betio que habita en esta parte desierta del palacio, es su pacífico y solitario guarda.

Las habitaciones que inmortaliza el cautiverio de Pellico, no carecen de altura, están bien ventiladas y tienen vistas magníficas, son prisiones de poeta, y nada desfavorable puede decirse de ellas, admitidlas la tiranía y el absurdo; ¡pero imponer la pena capital por una opinión especulativa! ¡los calabozos berberiscos! ¡diez años de vida, de juventud y de talento! ¡los mosquitos, en fin, que también me devoran en la fonda de Europa, a pesar de lo endurecido que estoy por el tiempo y los insectos de las Floridas! Por lo demás, muchas veces he estado peor alojado que Pellico en su azotea del palacio ducal, especialmente en la prefectura de los dux de la policía francesa; en ella me veía también precisado a subir a una mesa para disfrutar de la luz.

El autor de Francisca de Rímini pensaba en Zanze en su calabozo, yo cantaba en el mío una joven a quien acababa de ver morir. Mucho deseaba saber el paradero de la interesante carcelera de Pellico, y para averiguarlo comisioné a varias personas; si alguna noticia adquiero sobre el particular, se la participaré a mis lectores.

Los Frari.— Academia de bellas artes.— La Asunción del Tiziano.— Metopas del Partenón.— Dibujos originales de Leonardo de Vinci, de Miguel Ángel y de

Rafael.— Iglesia de San Juan y San Pablo.

Venecia, septiembre 1833.

Una góndola me desembarcó en los Frari, donde los franceses, acostumbrados al exterior

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griego o gótico de nuestras iglesias, miran con indiferencia las fachadas de ladrillo de las basílicas, desagradables y vulgares a la vista; pero en el interior, la armonía de las líneas, y la disposición de las masas producen una sencillez y un aplomo de composición que embelesan.

Los sepulcros de los Frari colocados en las paredes laterales, adornan el edificio sin sobrecargarle. Resalta por de quiera la magnificencia de los mármoles, y encantadores follajes atestiguan el perfecto concluido de la antigua escultura veneciana. Sobre una de las losas del pavimento de la nave se leen estas palabras: «Aquí descansa el Tiziano, émulo de Zeuxis y de Apeles.» Esta piedra hace frente a una de las obras maestras del pintor.

Canova tiene su lujoso sepulcro no lejos de la losa del Tiziano: este sepulcro es la repetición del monumento que el escultor había imaginado para el mismo Tiziano, y que ejecutó después para la archiduquesa María Cristina. Los restos del autor de la Hebé y de la magdalena, no se hallan todos reunidos en esta obra; así Canova habita la representación de un sepulcro construido por él, mas no para él, por lo que dicho Sepulcro no es sino su medio cenotafio.

Desde los Frari me dirigí a la galería Manfrini. El retrato del Ariosto está vivo; el Tiziano ha pintado a su madre, anciana matrona del pueblo, obesa y fea; el orgullo del artista se deja conocer en la exageración de los años y de las miserias de esta mujer.

En la Academia de Bellas Artes, me apresuré a ver el cuadro de la Asunción, descubrimiento del conde de Cicognara; al pie del cuadro aparecen diez grandes figuras de hombres, y llama la atención a la izquierda el hombre que estático contempla a María. La Virgen, descollando sobre este grupo, elévase en el centro de un semicírculo de querubines; hay multitud de rostros admirables en esta gloria; una cabeza de mujer a la derecha, a la extremidad del semicírculo, de indecible hermosura; dos o tres espíritus divinos reclinados horizontalmente en el cielo, según el estilo pintoresco y atrevido del Tintoreto. Sospecho que un ángel que está de pie experimenta cierto sentimiento de amor sobrado mundano. Están bien pronunciadas las proporción es de la Virgen, la cual se halla envuelta en un manto encarnado, su banda azul flota a merced del viento, y su mirada se dirige al Padre Eterno que aparece en el punto más culminante. Cuatro colores fuertes, el oscuro, el verde, el encarnado y el azul, forman el conjunto, cuyo aspecto es sombrío, y el carácter poco ideal, pero encierra una verdad y una fuerza de naturalidad incomparables; sin embargo de todo, prefiero aun a este cuadro el de la Presentación de la Virgen en el templo, obra del mismo pintor que se ve en la misma sala.

En frente de la Asunción, iluminada con mucho artificio, está el Milagro de San Marcos, del Tintoreto, composición vigorosa que parece haber sido estampada en el lienzo más bien con el cincel y el mazo que con los pinceles.

Pasé a examinar las metopas de yeso del Partenón, que ofrecían a mis ojos un triple interés, porque había visto en Atenas los vacíos que dejaron las depredaciones de lord Elgien, y en Londres los mármoles robados, cuyos moldes hallaba en Venecia El destino, errante de estas obras maestras se enlazaba con el mío y no obstante Fidias no ha modelado mi barro.

No podía separarme de los dibujos originales de Leonardo de Vinci, de Miguel Ángel y de Rafael. Nada es más seductor que estos desahogos del genio entregado solo a sus estudios y a sus caprichos; nos admite entonces a su trato íntimo, nos inicia en sus secretos, nos enseña por qué grados y por qué esfuerzos ha llegado a la perfección: nos complace ver cómo se había equivocado, cómo advirtió su error y cómo lo enmendó. Esos rasgos de lápiz trazados en la esquina de una mesa sobre un mal pedazo de papel, encierran una naturalidad y una sencillez maravillosas. Cuando se reflexiona que la mano de Rafael se ha paseado sobre aquellos trapos inmortales, se aborrece el cristal que impide acercar los labios a aquellas santas reliquias.

Descansé de mi admiración en la Academia de Bellas Artes, por una admiración de otra especie en San Juan y San Pablo, del mismo modo que se refresca la imaginación cambiando de lectura.

Esta iglesia, cuyo arquitecto desconocido ha seguido las huellas de Nicolo Pesano, es rica y espaciosa. El testero donde se encierra el altar mayor forma una especie de concha sostenida en pie; otros dos altares acompañan lateralmente a esta concha: son altos, estrechos, de bóvedas de muchos centros y separadas del testero por tabiques intermedios.

Allí reposan las cenizas de los dux Mocénigo, Morosini, Vendramin y de otros varios jefes de

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la república. Allí está también la piel de Antonio Bragadin defensor de Famagusta, y a la cual puede aplicarse la expresión de Tertuliano: una piel viva. Estos despojos ilustres inspiran un elevado y angustioso sentimiento: Venecia misma, magnifico catafalco de sus magistrados belicosos, doble sepulcro de sus cenizas, no es ya otra cosa que una piel viva.

Los vidrios de colores y las encarnadas tapicerías de San Juan y San Pablo debilitan la luz, al paso que aumentan el efecto religioso. Las innumerables columnas traídas de Oriente y de la Grecia, han sido plantadas en la basílica como alamedas de árboles exóticos.

Mientras yo recorría la iglesia estalló una tempestad: ¿cuándo sonará la trompeta que debe despertará todos estos muertos? Las mismas palabras pronunciaba debajo de Jerusalén en el valle de Josafat.

Verificadas estas excursiones, volví a la fonda de Europa y di gracias a Dios por haberme trasladado desde los cerdos de Waldmünchen a los cuadros de Venecia.

El arsenal.— Enrique IV.— Fragata que se hacia a la vela para América

Venecia, septiembre de 1833.

Después de haber conocido las prisiones en donde la material Austria intenta sofocar las inteligencias italianas, me dirigí al arsenal. Ninguna monarquía, por grande que sea o haya sido su poder, ofrece igual resumen náutico.

Un espacio inmenso cercado de murallas almenadas, contiene cuatro dársenas para los buques de alto bordo; gradas para construir estos buques, establecimientos para cuanto concierne a la marina de guerra y mercante, desde las fabricas de cordaje hasta las fundiciones de artillería, desde el obrador donde se talla el remo de la góndola hasta el taller donde se trabaja la quilla de un navío de setenta y cuatro cañones, desde las salas destinadas a conservar las armas antiguas conquistadas en Constantinopla, en Chipre, en la Morea y en Lepanto, hasta los salones en que están expuestas las armas modernas; todo mezclado con galerías de columnas y bellezas arquitectónicas dibujadas por los maestros de primer orden.

En los arsenales de marina de España, Inglaterra, Francia y Holanda, se ve únicamente todo aquello que tiene relación con los objetos de estos arsenales; pero en Venecia las artes se unen a la industria. El monumento del almirante Emo, erigido por Canova, os sorprende al lado del casco de un buque; largas filas de cañones se extienden en pórticos dilatados; los dos colosales leones del Pireo guardan la puerta de la dársena de donde va a salir una fragata para dirigirse a un mundo que no conoció Atenas, y que fue descubierto por el genio de la Italia moderna. A pesar de estos soberbios despojos de Neptuno, el arsenal no recuerda ya aquellos versos del Dante:

Qual nell'arzaná de'veneziani

Bolle l'inverno la sonace pece,

A rimpalmar li legni lor non sani.

Che navicar non ponno; e'n quella vece;

Chi fa suo legno nuovo, e chi ristoppa

Lo coste á quel che piu viaggi fece.

Chi ribatte da prodo, e chi da poppa;

Altri fa remi, ed altri volge sarte,

Chi terzerolo ed artimou rintoppa.

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Concluyó todo este movimiento; el vacío de las tres cuartas partes y media del arsenal, los hornos apagados, las calderas corroídas por el orín, las cordelerías sin ruedas, y los astilleros sin constructores, patentiza que allí reina la misma muerte que ha herido a los palacios. En vez de aquella multitud de carpinteros, de veleros, de marineros, de calafates y de grumetes, solo se ven algunos galeotes que arrastran sus grilletes: dos de estos estaban comiendo sobre la recámara de un cañón; en esta mesa de hierro podían a lo menos soñar en la libertad.

Cuando en otro tiempo remaban estos galeotes a bordo del Bucentauro, se les echaba sobre los hombros una túnica de púrpura para asemejarles a los reyes que hendían las olas con dorados canaletes; celebraban su trabajo al compás del ruido de sus cadenas, a la manera que en Bengala, en la fiesta de Dourga, las bayaderas, vestidas de gasa de oro, acompañaban sus danzas al son de los anillos que adornan sus cuellos, sus brazos y sus piernas, los forzados venecianos casaban al dux con la mar, y renovaban su unión indisoluble con su propia esclavitud.

De aquellas numerosas flotas que transportaban los cruzados a las playas de la Palestina, y prohibían a todo buque extranjero desplegar sus velas en el Adriático, queda un Bucentauro en miniatura, la canoa de Napoleón, una piragua de salvajes, y algunos dibujos de bajeles, trazados con el lápiz en la pizarra de los colegiales guardias marinas.

Un francés que al llegar de Praga espera en Venecia a la madre de Enrique V, debía alegrarse al ver en el arsenal de esta ciudad la armadura de Enrique IV. La espada que ceñía el Bearnés en la batalla de Ivry formaba parte de esta armadura, pero ha sido sustraída.

Por un decreto del gran consejo de Venecia del 3 de abril de 1600: Enrico di Borbone IV, ré di Francia é di Navarra, con li figliuoli é discendenti suoi, sio annumerato tra i nobili di questo nostro maggior consiglio.

Carlos X, Luis XIX y Enrique V descendientes di Enrico di Borbone, son por lo tanto nobles de la república de Venecia, que no existe, como son reyes de Francia en Bohemia, y canónigos de San Juan de Letrán en Roma, siempre en virtud de Enrique IV; yo les he representado en esta última cualidad: ellos han perdido su epítoga y su muceta, y yo he perdido mi embajada. ¡Me hallaba yo, sin embargo, tan perfectamente en mi silla de coro en San Juan de Letrán! ¡qué magnifica iglesia! ¡qué cielo tan hermoso! ¡qué música tan admirable! Aquellos cánticos han durado más que mis grandezas y las de mi rey-canónigo.

Mi gloria, me incomodó mucho en el arsenal sin saberlo yo mismo: el feld mariscal Palluci, almirante y comandante general de la marina, me reconoció y se apresuró al momento a enseñarme él mismo diferentes curiosidades; en seguida, excusándose por no poder seguir acompañándome por tener que presidir un consejo, me recomendó de un modo eficaz a un oficial superior.

Encontramos al capitán de la fragata que iba a darse a la vela, el cual se acercó a mí sin cumplimiento, y me dijo con esa franqueza propia de los marinos, y que me agrada sobremanera: «Señor vizconde (como si me hubiese conocido toda su vida), ¿se os ofrece algo para América? —No capitán: hacedle presente mis recuerdos; mucho tiempo ha que no la he visto!

No puedo mirar un barco sin experimentar deseos vehementes de partir; si estuviese libre, sería muy probable que me embarcase con el primer buque que saliese para las Indias. ¡Cuánto sentí no haber podido acompañar al capitán Parry en su viaje a las regiones polares! Mi vida no se espacia sino en medio de las nubes y de los mares: abrigo siempre la esperanza de que desaparecerá bajo la flotante lona. Los pesados años que arrojamos en las olas del tiempo no son anclas que bastan a detener nuestra veloz carrera.

Cementerio de San Cristóbal.

Venecia, septiembre de 1833.

En el arsenal no me hallaba muy distante de la isla de San Cristóbal, que sirve hoy de cementerio. Esta isla encerraba un convento de capuchinos, que ha sido destruido, y el sitio que

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ocupaba no es actualmente otra cosa que un recinto de forma cuadrada. Las sepulturas no son muy numerosas, o a lo menos no se elevan del suelo nivelado y cubierto de césped. Junto a la tapia que mira al Oeste hay cinco o seis monumentos de piedra, muchas crucecitas de madera negra con la inscripción blanca se ven esparcidas por todas partes: de este modo se entierra hoy a los venecianos, cuyos antepasados descansan en los mausoleos de los Frari y de San Juan y San Pablo. La sociedad al extenderse se ha rebajado; la democracia ha ganado la muerte.

Inmediatas al cementerio, hacia la parte del Este, se ven las sepulturas de los griegos cismáticos y las de los protestantes, las que están separadas entre si por una tapia, y de los enterramientos católicos por otra; tristes disidencias, cuya memoria se perpetua en el asilo donde terminan todas las querellas. Contigua al cementerio griego hay otra separación que contiene un agujero por donde se arrojan al limbo los niños que nacen muertos. ¡Dichosas criaturas! Habéis pasado desde la noche de las entrañas maternas a la noche eterna, sin haber atravesado la luz..

Cerca de este agujero yacen los huesos revueltos en el suelo y extendidos por la pala a medida que se van abriendo nuevas sepulturas; unos, los más antiguos, están blancos y secos; otros, los recientemente exhumados, están amarillos y húmedos. Los lagartos corren entre estos despojos, se deslizan entre los dientes, a través de las concavidades de los ojos y los agujeros de la nariz, y salen por la boca y las orejas, convirtiendo las cabezas en sus albergues o nidos. Tres o cuatro mariposas revoloteaban sobre las flores de las malvas entrelazadas con los huesos, imagen del alma bajo este cielo que participa de aquel en que se inventó la historia de Psyché. Un cráneo tenía aun algunos cabellos del color de los míos. ¡Pobre viejo gondolero! ¡Has conducido a lo menos tu barca con más acierto que yo he conducido la mía!

Una huesa común está abierta constantemente y en ella acababa de ser enterrado un médico al lado de sus antiguos parroquianos. Su ataúd negro solo estaba cubierto de tierra por encima, y sus costados al aire, esperaban el lado de otro difunto que les diese calor. Antonio había sepultado allí a su mujer quince días antes y el médico difunto la había despachado, por lo que Antonio daba gracias a su Dios, remunerador y justiciero, y soportaba con paciencia su desgracia. Los féretros de los particulares son conducidos a este lúgubre bazar en góndolas especiales, seguidas de un sacerdote en otra góndola; como la forma de estas tiene alguna semejanza con un ataúd, se adaptan bien a tales usos. Una barca mayor, verdadero ómnibus del Cocyto hace el servicio de los hospitales. De este modo se renuevan los entierros del Egipto, y las fábulas de Caronte y su barca.

En la parte del cementerio que da a Venecia, se eleva una capilla octógona consagrada a San Cristóbal. Este santo, al conducir sobre sus hombros un niño, al vadear un río, creyó pesada su carga; pero el niño era el hijo de María, que sostiene en su mano el mundo. El cuadro del altar representa esta interesante aventura.

También yo he querido conducir un niño rey, sin advertir que dormía en su cuna con diez siglos; carga harto pesada para mis brazos.

En la capilla vi un candelero de madera (la vela estaba apagada), una pila de agua bendita, destinada a bendecir las sepulturas, y un librito titulado: Pars rituais romani pro usu ad exequianda corpora defundorum; cuando ya el mundo nos olvida, la religión, pariente inmortal e infatigable, nos llora y nos sigue, exequar fugam. Una caja contenía un eslabón; Dios solo dispone de la chispa que da la vida. Dos cuartetas escritas en papel ordinario estaban fijas interiormente sobre las hojas de dos de las tres puertas del edificio:

Quivi dell'nom le frali spoglie ascose

Pallida morto, o passeggier, t'addita, etc.

El único sepulcro algo notable del cementerio fue erigido de antemano por una mujer que tardó diez y ocho años en morir; el epitafio menciona esta circunstancia; esta mujer esperó en vano bajar a su sepulcro por espacio de diez y ocho años. ¿Qué pena alimentó en ella tan larga esperanza?

Sobre una cruz pequeña, de madera negra, se lee este otro epitafio: Virginia Acerbi, d'anni 72, 1824. Morta nel bacio del Signore. Los años son duros para una bella veneciana.

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Antonio me decía: «Cuando se llene este cementerio se le dejará descansar y los muertos serán enterrados en la isla de San Miguel de Murano.» La frase de podía ser más exacta; hecha la siega se deja a la tierra en barbecho y se abren en otra parte nuevos surcos.

San Miguel de Murano.— Murano.— La mujer y el niño.— Gondoleros.

Venecia, septiembre de 1833.

Fuimos a ver este otro campo que espera al gran labrador. San Miguel de Murano es un risueño monasterio con una iglesia elegante, bellos pórticos y un claustro blanco. Desde las ventanas del convento descúbrense las lagunas y Venecia. Un jardín tapizado de flores se une a la yerba cuyo abono se prepara en la fresca tez de una joven hermosa. Este delicioso retiro pertenece a los franciscanos, pero convendría más a monjas que cantasen como las tiernas alumnas de las Scuole de Rousseau: «¡Dichosas aquellas, dice Manzoni, que han tomado el velo santo antes de haber detenido sus miradas en la frente de un hombre.

Os suplico que me deis una de esas celdas para terminar mis Memorias.

Fra Pablo está enterrado a la entrada de la iglesia; este amante del bullicio debe estar en extremo furioso del silencio que nos rodea.

Pellico, condenado a muerte, fue depositado en San Miguel, antes de que le trasladaran a la fortaleza de Spielberg. El presidente del tribunal ante quien compareció Pellico, reemplaza al poeta de San Miguel, pues está enterrado en el claustro; jamás saldrá él tampoco de esta prisión.

No lejos de la tumba del magistrado está la de una extranjera, casada a los 22 años de edad, en el mes de enero; esta infeliz murió en febrero siguiente; no quiso pasar de la luna de miel, he aquí su epitafio: Ci revedremo. ¡Si esto fuese cierto!

Fuera la duda, fuera la idea de que ningún dolor desgarra la nada. ¡Ateo! cuando la muerte hunda sus garras en vuestro corazón, ¿quién sabe si en el último instante de conocimiento, antes de la destrucción del yo, no experimentaréis una intensidad de dolor capaz de llenar la eternidad, una inmensidad de sufrimientos que el ser humano no puede concebir en los reducidos límites del tiempo? ¡Ah! si, ¡Ci revedremol

Hallábame muy cerca de la isla y de la ciudad de Murano, para dejar de visitar las fábricas desde donde fueron a Combourg los espejos de la habitación de mi madre. No he visto esas fábricas cerradas en la actualidad; pero se hiló a mi vista, como el tiempo hila nuestra frágil vida, un delgado cordón de cristal; de este cristal estaba formada la perla que pendía de la nariz de la joven iroquesa de la catarata del Niágara; la mano de una veneciana había perfeccionado el adorno de una salvaje.

Encontré cosas mejores que Mila. Una mujer llevaba un niño en mantillas; la suavidad del cutis y el encanto de las miradas de aquella muranesa se han idealizado en mi memoria. Su aspecto era triste y meditabundo, y si yo hubiera sido lord Byron, la ocasión era favorable para intentar seducir a la miseria, porque aquí basta poco dinero para ir muy lejos. Después hubiera hecho el papel de desesperado y el del solitario a orilla de las olas, lleno de satisfacción por mi triunfo y mi talento. El amor me parece otra cosa muy distinta; he perdido de vista a René hace muchos años, pero ignoro si buscaba en sus placeres el secreto de su tedio.

Cada día después de mis excursiones enviaba al correo y nadie me escribía. El conde de Griffi no me contestaba desde Florencia; los periódicos permitidos en este país independiente no se hubieran atrevido a publicar que un viajero se había hospedado en el León Blanco. Venecia, en donde tuvieron su cuna las gacetas, se ve reducida hoy a leer el anuncio que publica en el mismo cartel el titulo de la ópera del día y las cuarenta horas. Los Aldes no saldrán de sus sepulcros para abrazar en mi persona al defensor de la libertad de imprenta. Érame, pues, forzoso esperar. De vuelta en mi posada comí distrayéndome con la vista de los gondoleros estacionados, como he dicho, bajo de mi ventana a la entrada del gran canal.

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La alegría de estos hijos de Nereo es inalterable; curtidos por el sol, la mar los alimenta, y no están siempre tendidos o mano sobre mano como los lazzaroni en Nápoles: constantemente en movimiento son como marineros que no tienen buque ni trabajo, pero que harían todavía el comercio del mundo y coadyuvarían de nuevo a las glorias de Lepanto si el tiempo de la libertad y de la grandeza veneciana no hubiesen pasado.

A. las seis de la mañana entran en sus góndolas amarradas proa a tierra en unos postes. Entonces empiezan a raspar y lavar sus barchette en los tragnetti, lo mismo que los dragones almohazan, bruzan y lavan sus caballos en el potro. La cosquillosa yegua marina se agita, se impacienta con los movimientos de su jinete, que saca agua con un balde y la arroja por los costados y en el interior de su barquilla. Renuevan muchas veces estas aspersiones, teniendo cuidado de alejar el agua de la superficie del mar para tomar de abajo otra más pura. Después friegan los remos, limpian los cobres y los espejos del castillito negro, sacuden los cojines y las alfombras y bruñen el tajamar. Estas operaciones no se practican sin dirigir algunas palabras de enojo o de cariño, en el hermoso dialecto veneciano, a la góndola caprichosa o dócil.

Terminado el atavío de la góndola, el gondolero se ocupa del suyo; se peina, limpia su vestido y su gorro azul, encarnado o pardo; se lava el rostro, los pies y las manos. Su mujer, su hija o su querida, le lleva en una cazuela cierta mezcla de legumbres, pan, y carne. Hecho su almuerzo cada gondolero espera cantando, la fortuna: la tiene delante de si con un pió en el aire, con su ondeante banda y sirviendo de veleta en lo alto del edificio de la aduana de mar. ¿Ha hecho la señal? Entonces el gondolero favorecido levanta el remo y vuela a la popa de su barquilla con la misma ligereza que aquí les daba vueltas en otro tiempo o con la que un picador galopa hoy sobre la grupa de su corcel. La góndola en forma de patin, se desliza sobre el agua como este sobre el hielo. ¡Sia statti! ¡Sta longo! he aquí trabajo para todo el día. Llega después la noche, y la calle verá a mi gondolero cantar y beber con la zitella el medio cequí que le doy al marcharme, sin duda alguna, a sentar en el trono a Enrique V.

Los Borbones y los venecianos.— Almuerzo en el muelle de los Esclavones.— Las señoras en Trieste.

Venecia, septiembre de 1833.

Preguntábame al despertar por qué amaba tanto a Venecia, cuando de repente me acordé que estaba en Bretaña: la voz de la sangre hablaba en mí. ¿No había en la Armórica en tiempo de César un país de los vénetos, civitas venetum, civita venetica? ¿No dice Estrabón que se aseguraba que los vénetos eran descendientes de los vénetos gaulas?

Se ha sostenido contradictoriamente que los pescadores del Morbihan eran una colonia de los pescatiori de Palestrina; en cuyo caso Venecia seria la madre y no lo hija de Vannes. Pueden conciliarse estos pareceres (cosa por otra parte muy probable) suponiendo que Vannes y Venecia han nacido recíprocamente la una de la otra. Considero, pues, a los venecianos como unos bretones; los gondoleros y yo somos primos y oriundos del cuerno de la Galia, cornu Galliae.

Regocijado con esta idea fui a almorzar en un café situado en el muelle de los Esclavones. El pan era tierno, el té perfumado, la crema como en Bretaña, y la manteca como en el Prevalais; porque la manteca, merced al progreso de las luces, se ha mejorado en todas partes; en Granada la he comido excelente. Siempre me encanta el movimiento de un puerto; los patrones de barco bebían alegremente; los vendedores de frutas y flores me ofrecían cidras, uvas y ramilletes; los pescadores preparaban sus tartanas; los guardias marinas se encaminaban en una lancha a las diarias lecciones de maniobra que tenían a bordo del navío almirante, y las góndolas conducían pasajeros al vapor de Trieste. Por cierto que fue Trieste quien pensó hacerme pedazos en los escalones de las Tullerías por Bonaparte, como me amenazó lo haría cuando en 1807 me ocurrió escribir en el Mercurio:

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«Nos estaba reservado hallar en el fondo del Adriático el sepulcro de dos hijas de reyes, cuya oración fúnebre Habíamos oído pronunciar en un granero en Londres. ¡Ah! a lo menos la tumba que encierra esas nobles señoras habrá visto una vez interrumpir su silencio; el ruido de los pasos habrá hecho conmoverse en su sepulcro a dos francesas. Los respetos de un pobre noble nada hubieran significado en Versalles para unas princesas, pero la oración de un cristiano en tierra extranjera, habrá tal vez sido grata a unas santas.»

Hace algunos años, me parece, que sirvo a los Borbones; estos han iluminado mi fidelidad; pero no la cansarán. Almuerzo en el muelle de los Esclavones, aguardando a la desterrada.

Rousseau y Byron.

Venecia, y septiembre 1833.

Desde mi humilde mesa vagaba mi vista sobre todas las radas; una leve brisa refresca el aire; la marea sube, entra una fragata. Hacia una parte el Lido, el palacio del dux al otro lado y las lagunas en medio; ¡he aquí el cuadro! De este puerto salieron, tantas flotas gloriosas; de él partió el anciano Dandolo con toda la pompa de la caballería de los mares, de que Villehardouin, que empezó nuestra lengua y nuestras memorias, nos ha dejado la descripción.

«Y cuando las naves estuvieron cargadas de armas, de víveres, de caballeros y escuderos, y los escudos se tendieron a lo largo de los costados y obenques de las naves, se desplegaron las banderas, entre las que había muchas muy bonitas. Jamás salieron de puerto alguno flotas más hermosas,»

Mi escena de la mañana en Venecia me recuerda la tan bien referida historia del capitán Olivet y de Zulietta.

«Atraca la góndola, dice Rousseau, y veo salir una joven encantadora, vestida con suma coquetería y tan ligera, que en tres saltos se trasladó a la habitación, y la vi a mi lado antes de poder advertir que se había puesto un cubierto. Era tan hermosa como viva, una morenita de veinte años a lo más. No hablaba más que italiano, y su acento solo hubiera bastado para trastornarme la cabeza. Comiendo y hablando, me mira un momento y exclamando de repente: «¡Virgen santa! ¡Ah! mi querido Bremond, cuanto tiempo hace que no te he visto!» Se arroja a mis brazos; me besa y me estrecha entre los suyos. Sus grandes ojos negros orientales abrasaban mi corazón, y aunque al pronto me distrajo la sorpresa, la voluptuosidad se apoderó de mí muy luego.

Nos dijo me parecía mucho a monsieur Bremond, director de las aduanas de Toscana; que había amado a este sujeto y que todavía le amaba, pero que le había abandonado porque era una necia y que llamaba a reemplazarle; que quería amarme porque así la convenía, y que por la misma razón era preciso que yo la amase mientras que así la conviniera, y que cuando me dejara plantado, tendría que conformarme lo mismo que había hecho su querido Bremond. Fue dicho y hecho.

Por la noche la acompañamos a su casa. Estábamos hablando cuando vi un par de pistolas sobre su tocador. ¡Ah! ¡ah! la dije tomando una de ellas, he aquí una cajita de lunares de nueva invención; ¿puede saberse cuál es su uso?

A esto nos contestó con una sencillez altiva que la hacía aun más interesante: Cuando concedo mis favores a personas a quienes no amo, les hago pagar el fastidio que me causan; nada más justo, pero al sufrir sus caricias, no quiero sufrir sus insultos, y no perdonaré al primero que me falte.

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«Al separarme recibí su cita para el día siguiente; no la hice esperar. La hallé in vestito di confidenza, en ese desaliño más que galante, que solo es conocido en los países meridionales y que no me entretendré en describir aunque lo recuerdo perfectamente.

Ninguna idea tenía de los placeres que me esperaban. He hablado de Mad. de L...e, en los transportes que sus recuerdos me causan todavía algunas veces; pero ¡cuán vieja, fea y helada era comparada con mi Zulietta! No intentéis adivinar las gracias y los atractivos de esta joven encantadora, porque distaréis mucho de la verdad; las tiernas vírgenes de los claustros son menos frescas, las bellezas del serrallo y las houríes del paraíso menos excitadoras.»

Esta aventura termina con una extravagancia de Rousseau y el dicho de Zulietta: Lascia le donne é studia la matematica.

Lord Byron entregaba también su vida a las venus mercenarias; llenó el palacio de Mocénigo de esas bellezas venecianas refugiadas, según él decía, bajo los fazzioli. Confundido algunas veces por su vergüenza, huía y pasaba la noche sobre las aguas en su góndola. Tenía por sultana privilegiada a Margarita Cogni, apellidada a consecuencia del estado de su marido la Fornarina: «Morena, alta, (habla lord Byron) cabeza veneciana, hermosos ojos negros y veinte y dos años. Yendo al Lido un día de otoño… nos vimos sorprendidos por una borrasca… A la vuelta, después de una lucha terrible encontré a Margarita a la intemperie en los escalones del palacio Mocénigo a orillas del gran canal: sus ojos negros brillaban a través de sus lágrimas, su larga cabellera de azabache, destejida y empapada por la lluvia, cubría sus cejas y su pecho. Expuesta al furor de la tormenta, el viento que azotaba sus vestidos los arrollaba y ceñía a su esbelto talle; el relámpago brillaba en torbellinos sobre su cabeza, y las olas bramaban a sus pies; tenía todo el aspecto de una Medea que había bajado de su carro, o de una sibila conjurando la tempestad que mugía en su derredor: ella era el único objeto vivo al alcance de la voz en aquellos momentos, exceptuando nosotros mismos. Al verme sano y salvo, no me esperó para darme la bienvenida, sino que gritando desde lejos me dijo: ¡Ah, can de la Madonna! ¡dunque sta il tempo per andar del Lido! 10»

En estas dos relaciones de Rousseau y de Byron; se conoce la diferencia de la posición social, de la educación y del carácter de estos dos hombres, a través de las galas de estilo del autor de las Confesiones se trasluce cierta vulgaridad, cierto cinismo, mal tono y no mejor gusto; la obscenidad del lenguaje peculiar a aquella ennegrece el cuadro. Zulietta es superior a su amante en elevación de sentimientos y en elegancia de maneras; es casi una gran señora apasionada del inferior secretario de un embajador mezquino. La misma inferioridad vuelve a hallarse cuando Rousseau se conviene para robar a escote con su amigo Carrio, una niña de once años, cuyos favores, o más bien cuyas lágrimas debían compartir.

Lord Byron es de otra índole: en él se traslucen las costumbres y la fatuidad de la aristocracia; par de la Gran Bretaña, se burla de la mujer que ha seducido y la eleva hasta él por medio de sus caricias y la magia de su talento. Byron llegó rico y afamado a Venecia; Rousseau desembarcó en ella pobre y desconocido; todos señalan el palacio que divulgó los errores del noble heredero del célebre comodoro inglés; ningún cicerone podría indicar el lugar en que ocultó sus placeres el hijo plebeyo del oscuro relojero de Ginebra. Rousseau ni siquiera habla de Venecia; parece haberla habitado sin haberla visto: Byron la ha cantado admirablemente.

Ya habéis visto en estas Memorias lo que he dicho acerca de las analogías de imaginación y de destino que al parecer han existido entre el historiador de René y el poeta de Child-Harold. Quiero indicar ahora otra de esas semejanzas tan halagüeñas a mi amor propio. ¿La morena Fornarina de lord Byron, no tiene un aire de familia con la rubia Velleda de los Mártires, su hermana mayor?

«Oculto entre las rocas, esperé algún tiempo sin ver cosa alguna. De repente hirieron mi oído los sonidos que el viento me trajo de en medio del lago. Escucho y distingo los acentos de una voz humana, y al mismo tiempo descubro un esquife suspendido en la cima de una ola; húndese, y desaparece entre dos y vuelve a mostrarse en la cúspide de otra; acércase al fin a la playa. Una mujer lo conducía; cantando y luchando contra la tormenta parecía solazarse en medio de los vientos, y hubiera podido creerse, al verla desafiarlos de aquel modo, que se hallaban bajo su

10 ¡Ah, perro de la Virgen! ¿es este el tiempo a propósito para ir al Lido?

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dominio. Veíala yo arrojar sucesivamente en las aguas del lago piezas de tela, vellones de oveja, panes de cera y pedacitos de oro y plata.

«Pronto llega a la ribera y salta a tierra, ata su esquife al tronco de un sauce y se oculta en el bosque apoyándose en el remo de álamo que llevaba en su mano. Pasó cerca de mí sin verme. Su estatura era alta; una túnica negra, corta y sin mangas servía de escaso velo a su desnudez ; llevaba una hoz de oro suspendida de otra de bronce y ornaba su frente una rama de encina. La blancura de sus brazos y de su tez, sus ojos azules, sus labios de rosa, sus largos cabellos rubios que flotaban sueltos, anunciaban la hija de los gaulas, y contrastaban por su dulzura con su aspecto altivo y salvaje. Cantaba con acento melodioso palabras terribles, y su pecho descubierto subía y bajaba como la espuma de las olas.»

Me avergonzaría de mostrarme entre Byron y Juan Jacobo, ignorando lo que seré en la posteridad si estas Memorias debiesen ver la luz viviendo yo; pero cuando se publiquen, yo habré pasado para siempre, como mis ilustres antecesores, sobre la playa extranjera; mi sombra será entregada al soplo de la opinión, vano y ligero como lo poco que quedará de mis cenizas.

Rousseau y Byron han ofrecido en Venecia un rasgo de semejanza: ni uno ni otro han gozado los placeres de las artes. Rousseau dotado maravillosamente para la música, parece ignorar que al lado de Zulietta hay cuadros, estatuas y soberbios monumentos; y no obstante, con encanto se enlazan esas obras maestras al amor cuyo objeto divinizan, y cuya llama aumentan. En cuanto a lord Byron, aborrece el brillo infernal de los colores de Rubens; escupe todos los asuntos de santos que se hacinan en los templos; jamás ha hallado un cuadro o una estatua que se acerque una legua a su pensamiento. Prefiere a estas artes impostoras la belleza de algunas montañas, de algunos mares, de algunos caballos, de cierto león de la Morea y de un tigre que vio cenar en Exeter-Changue. ¿No habrá en todo esto algo de manía?

¡Cuánta afectación y charlatanismo!

Genios inspirados por Venecia.— Antiguas y modernas cortesanas.— Rousseau y Byron nacidos en la desgracia.

Venecia, septiembre de 1833.

¿Pero qué ciudad es esta en que se han juntado los talentos más distinguidos? Los unos la han visitado en persona, los otros han enviado a ella sus musas. Hubiera faltado alguna cosa a la inmortalidad de aquellos talentos sino hubiesen suspendido sus cuadros en este templo de la voluptuosidad y de la gloria. Sin citar aun los grandes poetas de la Italia, los genios de la Europa entera colocaron allí sus creaciones: allí respira aquella Desdémona de Shakespeare, bien distinta de la Zulietta de Rousseau y de la Margarita de Byron, esa púdica veneciana que declara su ternura a Otelo: «Si tenéis un amigo que me ame, enseñadle a contar vuestra historia; esto me inspirará amor hacia él.» También allí aparece aquella Belvidera de Otwai que dice a Jaffier:

¡Oh! smile, as when our lowes were in their spring.

……….

¡Oh! lead me to some deseart wide et wild,

Barren as our mis fortunes, where my soul

May have its vent, where I may tell about

To the high heavens, and ev'ry list'ning planets.

Whith what a houndless stock my bosom's fraught;

Wheres may throw my eager arms about thee,

Give loose lo love, with kisses kindling joy,

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And lest off all the fire that's in my heart 11.

Goethe, contemporáneo nuestro, celebró a Venecia, y el gentil Marot, el primero que hizo oír su voz al despertar las musas francesas, se refugió a los hogares del Tiziano. Montesquieu escribía: «Pueden haberse visto todas las ciudades del mundo y quedar sorprendido al entrar en Venecia.»

Cuando en un cuadro demasiado desnudo, el autor de las Cartas Persas representa a una musulmana abandonada en el paraíso a dos hombres divinos, ¿no parece haber pintado la cortesana de las Confesiones de Rousseau y la de las Memorias de Byron? No estaba yo entre mis dos Floridianas como Anaïs entre sus dos ángeles? Pero las hijas pintadas y yo no somos inmortales.

Madama de Staël entrega a Venecia a la inspiración de Corina: esta escucha el estampido del cañón que anuncia el oscuro sacrificio de una joven.

Aviso solemne «que una mujer resignada da a las mujeres que luchan aun contra el destino » Corina sube a la cúspide de la torre de San Marcos, contempla la ciudad y las olas, vuelve la vista hacia las nubes del lado de la Grecia: «Por la noche solo ve el reflejo de los faroles que alumbran las góndolas: diríase que eran sombras deslizándose sobre el agua, guiadas por una pequeña estrella.» Oswald parte: Corina se arroja para detenerle. «Empezaba a caer una lluvia horrible; escuchábase el viento más furioso.» Corina baja a la orilla del canal. «La noche era tan oscura que no había ni una sola barca; Corina llamaba a la ventura a los barqueros, quienes tomaban sus gritos por los de la agonía de los desgraciados que se ahogaban durante la tempestad, y sin embargo, nadie se atrevía a acercarse; tan temibles eran las agitadas olas del gran canal.»

He aquí aun la Margarita de lord Byron.

Experimento un placer indecible al volver a considerar las obras maestras de esos célebres autores en el mismo sitio para que fueron ejecutadas. Respiro a mis anchas en medio de la turba inmortal, como un humilde viajero admitido en los hogares hospitalarios de una rica y escálenle familia.

Llegada de Mad. de Beauffreraont a Venecia.—El Catajo.— El duque de Módena.— Sepulcro de Petrarca en Argua.— País de los poetas.

Desde Venecia a Ferrara, 16 al 17 de septiembre de 1833.

El espacio que mediaba entre estas ilusiones y las verdades en que volvía a entrar al presentarme en casa de la princesa de Beauffremont, era inmenso, necesitaba pasar desde 1806, cuyo recuerdo acababa de ocuparme, hasta 1833 en que me encontraba en realidad. Marco Polo volvió desde la China a Venecia, precisamente después de una ausencia de veinte y siete años.

Madama de Beauffremont ofrece a las mil maravillas en su rostro y en su porte el nombre de Montmorency; hubiera podido muy bien como aquella Carlota, madre del gran Condé y de la duquesa de Longueville, ser amada de Enrique IV. La princesa me dijo que la duquesa de Berry me había escrito una carta desde Pisa que yo no había recibido. S. A. R. llegaba a Ferrara donde iba a esperarme.

11 ¡Oh! sonrieme como cuando nuestros amores estaban on su primavera

……….

Condúceme a algún desierto inmenso, salvaje, estéril como nuestras desgracias, donde mi alma pueda respirar, donde pueda decir a gritos a los cielos y a los atentos astros, de qué ilimitadas riquezas está cargado mi seno; en donde pueda tender mis impacientes brazos alrededor de ti, dar paso al amor con besos que aviven la alegría y den salida a todo el fuego que hay en mi corazón.

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Mucho trabajo me costaba abandonar mi retiro; necesitaba aun ocho días para mi revista, y sentía sobre todo no poder terminar la aventura de Zanze; pero mi tiempo pertenecía a la madre de Enrique V, y siempre cuando me propongo seguir un camino, sufro algún vaivén que me arroja a otro camino.

Partí dejando mi equipaje en la fonda de la Europa, contando volver con la señora.

Hallé de nuevo mi coche en Fusina, que le sacaron de una antigua cochera como una joya del guardamuebles de la corona. Dejé el río que toma su nombre del rey de los mares: Fuscina.

Habiendo entrado en Padua, dije al postillón: «camino de Ferrara.» Este camino es delicioso hasta Montelice; le rodean colinas de extremada elegancia, vergeles de higueras, de moreras y de sauces festonados de viñas, praderas alegres y ruinosos castillos. Pasé delante del Catajo, erizado todo de soldados: el abale Lenglet, muy instruido por otra parte, ha tomado este castillo por de la China. El Catajo no pertenece a Angélica, sino al duque de Módena. Encontreme con S. A. en el camino real a donde se dignaba salir de paseo a pie algunas veces. Este duque es un vástago de la raza de los príncipes inventados por Maquiavelo, y tiene el orgullo de no reconocer a Luis Felipe.

El pueblo de Argua ostenta el sepulcro del Petrarca cantado junto con su lugar por lord Byron:

¿Che fai, che pensi? che pur dietro guardi

Nel tempo, che tornar non pote omni,

Anima sconsolata? 12.

Todo este país en un radio de cuarenta leguas es la patria de los escritores y de los poetas. Tito Licio, Virgilio, Catulo, Ariosto, Guarini, los Strozzi, los tres Bentivoglio, Rembo, Bartoli, Bojardo, Piudemonte, Varano, Monti y otra multitud de hombres célebres nacieron en esta tierra de las musas. El mismo Tasso era natural de Bérgamo. Yo no he conocido de los últimos poetas italianos sino a uno de los dos Piudemonte. No conocí ni a Cesarotti ni a Monti; hubiérame alegrado sobre todo encontrar a Pellico y a Manzoni, últimos destellos de la gloria italiana. Los montes Euganianos que atravesé se doraban con la luz del Poniente con una agradable variedad de formas y una gran limpieza de contornos: uno de estos montes se parecía a la gran pirámide de Sakara, cuando al ponerse el sol se destaca su sombra sobre el horizonte de la Libia.

Durante la noche continué mi viaje por Rovigo; una capa de niebla cubría la tierra. No vi al Pó sino al pasar por Lagoscuro. Detúvose el coche, y el postillón llamó con su trompa al barquero. El silencio era completo; solamente al otro lado del río, el ladrido de un perro y las lejanas cascadas de triple eco respondían a los rudos sonidos de su cuerno: esto era el prólogo del imperio elíseo del Tasso en el cual íbamos a entrar.

Un rumor que se sintió sobre el agua a través de la niebla y de las sombras, anunció la barca que se deslizaba a lo largo de la cuerda sostenida en lanchas ancladas. Entre cuatro y cinco de la mañana llegué el día 16 a Ferrara, y me apeé en la fonda de las Tres Coronas, donde esperaban a la Señora.

Miércoles 17.

No habiendo llegado aun S. A. R., visité la iglesia de San Pablo, y no vi en ella más que sepulcros; por lo demás ni un alma, excepto las de los difuntos y la mía, que no vive ya. En el interior del coro se veía un cuadro de Guerchin. La catedral es engañosa; nótase en ella un frontispicio y unos costados donde se incrustan bajorrelieves de asuntos sagrados y profanos. Sobre este exterior se encuentran otros adornos, colocados generalmente en el interior de los

12 ¿Qué haces, qué piensas? ¿Para qué volver la vista a un tiempo que no puede volver

jamás, alma desconsolada?

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edificios góticos, como pilastras, medallones árabes, galerías de columnas, arcos ojivos, y otros adornos arreglados en el espesor de los muros.

Al entrar queda el viajero sorprendido al ver una iglesia nueva con bóvedas esféricas y macizos pilares. En Francia existen muchos disparates por este estilo, tanto en lo físico como en lo moral; en nuestros antiguos palacios se edifican gabinetes modernos, muchos cuartuchos, alcobas y guardarropas. Penetrad en el alma de muchos de estos hombres engalanados con apellidos históricos; ¿qué encontraréis en ella? humillaciones de antesala.

Me sorprendió infinito la vista de esta catedral; parecía estar trastornada como un vestido vuelto al revés: campesina del tiempo de Luis XV, disfrazada en castellana del siglo XII.

Ferrara, en otro tiempo tan agitada, con sus mujeres, con sus pasatiempos y con sus poetas, está casi deshabitada; sus largas calles están desiertas, y las ovejas podrían pacer cómodamente en ellas; las casas ordenadas no tienen animación como en Venecia, por la arquitectura, los barcos, el mar y la sencilla alegría del país. La situada puerta de la Romania, tan desgraciada para Ferrara bajo el yugo de una guarnición austriaca, presenta el aspecto de un perseguido, parece llevar el eterno luto del Tasso, y dispuesta a caer, se encorva como una vieja. Por único monumento del día se eleva a mitad de tierra un tribunal criminal con prisiones no acabadas. ¿Quién ocupará estos recientes calabozos? La joven Italia. Estas nuevas cárceles, terminadas en grutas y rodeadas de andamios como los palacios de la ciudad de Dido, están inmediatas al antiguo calabozo del cantor de La Jerusalén.

El Tasso.

Ferrara, 18 de septiembre de 1833

Si hay alguna vida que deba hacer desesperar de la dicha a los hombres de talento, esta es la de! Tasso. El hermoso cielo que contemplaban sus ojos al romper el día, fue un cielo engañoso.

«Mis adversidades, dice, empezaron con mi vida. La cruel fortuna me arrancó de los brazos de mi madre. Me acuerdo de sus besos humedecidos por las lágrimas, y de sus oraciones que los vientos disiparon. No debía ya comprimir mi rostro con el suyo. Con paso inseguro como Ascagne o la joven Camila, seguía a mi padre errante y proscripto. He crecido en la pobreza y en el destierro.»

Torcuato Tasso perdió en Ostill a Bernardo Tasso. Torcuato mató a Bernardo como poeta; como padre le ha hecho vivir.

Habiendo salido de la oscuridad por la publicación de Reinaldo, Tasso fue llamado a Ferrara. Su primera salida se celebró en medio de las fiestas del casamiento de Alfonso II con la archiduquesa Barba. En ellas encontró a Leonor, hermana de Alfonso; el amor y la desgracia acabaron de dar a su genio toda su belleza. «Vi, cuenta el poeta describiendo en la Aminta la primera corte de Ferrara, vi diosas y ninfas encantadoras, sin velo, sin sombra, me sentí inspirado de una nueva virtud, de una divinidad nueva, y canté la guerra y los héroes...»

El Tasso leía a las hermanas de Alfonso, Lucrecia y Leonor, las estrofas de La Jerusalén a medida que las componía. Le enviaron cerca del cardenal Hipólito de Este, residente en la corte de Francia: puso en venta sus vestidos y muebles para hacer este viaje, mientras que el cardenal, a quien honraba con su presencia, hacia a Carlos IX el ostentoso presente de cien caballos con sus escuderos árabes, soberbiamente vestidos. Después de haberlos dejado en las cuadras, el Tasso fue presentado al rey poeta, amigo de Ronsard. En una carta que nos ha dejado juzga a los franceses con dureza. Compuso algunos versos de su Jerusalén en una abadía de hombres en Francia, que el cardenal Hipólito había provisto; Chales estaba cerca de Ermenonville, donde debía meditar y morir J. J. Rousseau.

El Dante también había pasado oscurecido en París.

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El Tasso volvió a Italia en 1571, y no vio la matanza de San Bartolomé. Marchose directamente a Roma, desde donde volvió a Ferrara. La Aminta fue representada con gran éxito. Habiendo llegado a ser el rival de Ariosto, el autor de Reinaldo, admiraba de tal modo al autor de Rolando, que rehusaba los homenajes del sobrino de este poeta.

«Esta aureola que me ofrecéis, le escribía, el juicio de los sabios, el de las gentes del mundo, y aun el mío, la han depositado sobre la cabeza del hombre a quienes os une la sangre.

«Prosternado delante de su imagen, le doy los títulos más honrosos que pueden dictarme el afecto y el respeto. Le proclamaré públicamente mi padre, mi señor y mi maestro.»

Esta modestia desconocida en nuestros tiempos, no aplacó la envidia: Torcuato había visto las fiestas que Venecia ofreció a Enrique III a su vuelta de Polonia, cuando se imprimió furtivamente ira manuscrito de La Jerusalén; las minuciosas críticas de los amigos, cuya opinión consultaba Tasso, vinieron a alarmarle. Quizá se mostró demasiado sensible a ellas, pero tal vez había fundado en la esperanza de su gloria el éxito feliz de sus amores. Creyose rodeado de lazos y de traiciones, y se vio precisado a defender su vida. La mansión de Belriguardo, donde Goethe invoca su sombra, no pudo calmarle: «Del mismo modo que el ruiseñor (dice el gran poeta alemán, haciendo hablar at gran poeta italiano), exhalaba de su seno enfermo de amor la armonía de sus lamentos, sus cautos deliciosos, su sagrada tristeza, cautivaban el oído y el corazón... ¿Quién tiene más derecho a atravesar misteriosamente los siglos, que el secreto de un noble amor, confiado al secreto de un canto sublime?... ¡Cuán encantador es, (dice siempre Goethe, intérprete de los sentimientos de Leonor) recrearse en el bello talento de este hombre, tenerle a su lado en el esplendor de esta vida y avanzar con él con paso difícil hasta el porvenir! Desde entonces el tiempo no pasará sobre ti, Leonor; existiendo en los cantos del poeta, serás siempre joven, siempre feliz, aun cuando los años te hayan arrebatado en su curso.»

El cantor de Herminia ruega a Leonor (siempre en los versos del poeta de la Germania) le destierre a una de sus quintas más solitarias: «Sufrid, le dice, que yo sea vuestro esclavo. ¡Cómo cuidaría vuestros árboles! ¡Con qué precaución en el otoño cubriría vuestros limoneros de plantas ligeras! Dentro de los vidrios del invernadero criaría magnificas flores.»

La relación de los amores del Tasso, se había perdido y Goethe la ha encontrado.

Los disgustos de las musas y los escrúpulos de la religión, principiaron a alterar la razón del Tasso. Se le hizo sufrir una detención pasajera, pero se escapó casi desnudo; errante por las montañas pidió prestados los harapos de un pastor, y disfrazado así llegó a casa de su hermana Cornelia. Las caricias de esta hermana y el atractivo del país natal endulzaron algún tanto sus sufrimientos. «Quería, decía, retirarme a Sorrento, como puerto tranquilo, quasi in porto diquiele.» Pero no pudo permanecer donde había nacido. Un encanto secreto le llamaba a Ferrara: el amor y la patria.

Recibido con frialdad por el duque Alfonso, se retiró de nuevo y anduvo errante en las pequeñas cortes de Mantua, de Urbino y de Turín, cantando para pagar la hospitalidad. Decía del Metauro, tío nativo de Rafael: «Débil pero glorioso hijo del Apenino, viajero vagabundo, vengo a buscar en tus riberas la seguridad y mi reposo.»

Armida había pasado a la cuna de Rafael; ella debía presidir los encantos de la Farnesina,

Sorprendido por una tempestad en los alrededores de Verceil, el Tasso celebró la noche que había pasado en casa de un noble, en el hermoso diálogo del Padre de Familia. En Turín se le prohibió la entrada atendido su miserable estado. Supo que Alfonso iba a contraer un nuevo matrimonio, y tomó otra vez el camino de Ferrara. Un espíritu divino uníase a los pasos de este dios oculto bajo el vestido de los pastores de Admeto; creía ver este espíritu y oírlo: un día, sentado junto al fuego, y viendo el resplandor del sol sobre una ventana: «Écco l'amico spirito che cortesemente e venuto a favellarmi. He aquí el espíritu amigo que ha venido cortésmente a hablarme.» Y Torcuato hablaba con un rayo del sol. Entró en la ciudad fatal como el pájaro fascinado se arroja en la boca de la serpiente; desconocido y rechazado de los cortesanos, ultrajado por los criados, prorrumpió en quejas y Alfonso hizo encerrarle en una casa de locos en el hospital de Santa Ana.

Entonces el poeta escribió a uno de sus amigos:

«Bajo el peso de mis desdichas he renunciado a todo pensamiento de gloria; me creería

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dichoso si pudiera únicamente apagar la sed que me devora... La idea de una cautividad sin fin y la indignación de los malos tratamientos que sufro aumentan mi desesperación. La suciedad de mi barba, la de mis cabellos y vestidos me hacen un objeto de disgusto a mis propios ojos.»

El prisionero imploraba a toda la tierra y hasta a su despiadado perseguidor; hacia producirá su lira acentos que hubieran podido hacer caer los muros que rodeaban sus miserias.

Piango il morir, non piango il morir sole,

Ma il modo…

Mi saria di conforto aver la tomba,

Ch'altra mole innalzar la credea co'carmi 13.

Lord Byron compuso un poema de las Lamentaciones del Tasso; pero no pudo prescindir de sí mismo y se sustituye en todas partes a los personajes que pone en escena; como su genio carece de ternura, sus Lamentaciones no son sino imprecaciones.

El Tasso dirigió al consejo de los antiguos de Bérgamo, la siguiente súplica:

«Torcuato Tasso, bergamesco, no solo por origen, sino por afecto, que ha perdido la herencia de su padre y la dote de su madre..., y que, (a pesar del cautiverio de tantos años y los trabajos de largo tiempo), jamás ha perdido en medio de tantas miserias la fe que tiene en esta ciudad (Bérgamo), se atreve a pedirle su protección para que ruegue al duque de Ferrara, en otro tiempo mi protector y mi bienhechor, me devuelva a mi patria, a mis parientes y a mí mismo. El infortunado Tasso suplica a vuestras señorías (los magistrados de Bérgamo), envíen a monseñor Lacini, u otro cualquiera, para negociar mi libertad. El recuerdo de este beneficio no concluirá sino con mi vida. Di VV. SS. affezionatisimo servidore; Torcuatto Tasso, prigione et infermo nell ospedal di Sant'Anna in Ferrara.»

Prohibieron al Tasso tintero, plumas y papel. Había cantado al magnánimo Alphonso, y el magnánimo Alfonso sumergía en el fondo de un hospital de dementes a aquel que esparció sobre su cabeza ingrata un brillo imperecedero. En un soneto lleno de gracia el prisionero suplica a una gata le preste la brillantez de sus ojos para reemplazar la luz de que le han privado: chanza inofensiva que prueba la mansedumbre del poeta y el exceso de su miseria.

«Como sobre el Océano que infesta y oscurece la tempestad… el piloto fatigado levanta la cabeza durante la noche hacia las estrellas con que el polo resplandezca; así hago yo ¡oh bella gata! en mi adversa fortuna. Tus ojos me parecen dos estrellas que brillan delante de mí

¡Oh gata, lámpara de mis vigilias! ¡Oh gata querida. Si Dios te preserva de una paliza, si el cielo le alimenta coto carne y leche, dame luz para escribir estos versos:

«Fatemi luce a scriver queste carmi.»

Por la noche el Tasso se figuraba oír ruidos estrafios, sonidos de campanas fúnebres y espectros q.ue le atormentaban. «¡No puedo mas, escíámaba.yomuero!» Atacado de una grave enfermedad creyó ver a la Virgen salvándole por milagro.

Egro io languiva, e d'alto sonno awinto

Giacea con guancia di pallor dipento,

Quando di luce incoronata.

13 Lloro el morir, no lloro solo el morir sino la manera como muero…

Será un consuelo bajar al sepulcro para aquel que creía elevar otro3 monumentos con sus versos.

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María pronta scendeste al mío dolore 14

Montagne visitó al Tasso reducido a este estreno de desgracias, y no le manifestó compasión alguna. En la misma época, Camoens terminaba su vida en un hospicio de Lisboa: ¿quién le consolaba muriendo en un miserable lecho? Los versos del prisionero de Ferrara. El autor cautivo de La Jerusalén, admirando al autor pordiosero de Las Luisiadas, Decía a Vasco de Gama. «Regocíjate de ser cantado por el poeta que tanto desplegó su vuelo glorioso, que tus veleras naves no le alcanzarán:

Tant'oltre stende il glorioso volo

Che i tuoi spalmatti legni andar men lungo.»

De esta manera resonaba la voz del Eridano en las orillas del Tajo; así a través de los mares se felicitaban de un hospital a otro para oprobio de la especie humana, dos ilustres perseguidos del mismo talento y del mismo destino.

¡Cuántos reyes, grandes y necios, hoy reunido en el olvido, creyéndose al fin del siglo XVI personajes dignos de memoria, ignoraban hasta los nombres del Tasso y de Camoens! «En 1751 se leyó por primera vez el nombre de Washington en la narración de un oscuro combate empeñado en los bosques entre una tropa de franceses, ingleses y salvajes: ¿qué dependiente de Versalles, o qué proveedor del Parque de los Ciervos, qué cortesano, sobre todo, o académico, hubiera querido cambiar su nombre en esta época por el de aquel plantador americano? 15»

Ferrara, 18 de septiembre de 1833.

La envidia se había apresurado a esparcir su veneno sobre las llagas abiertas. La academia de la Crusca declaró: «Que la Jerusalén libertada era una pesada fría recopilación, de un estilo oscuro y desigual, licua de versos ridículos, de palabras atroces, no supliendo con ninguna belleza sus innumerables defectos.» El fanatismo en favor del Ariosto había dictado este fallo: pero el grito de la admiración popular ahogó las blasfemias académicas, y no le fue posible al duque Alfonso prolongar la cautividad de un hombre que no tenía más delito que el de haberle cantado. El papa reclamó la libertad del honor de la Italia.

Fuera de la prisión el Tasso no fue ya feliz. Leonor había muerto. Viajó errante de ciudad en ciudad acompañado de sus pesares. En Loreto, próximo a morir de hambre, se vio en el duro trance, dice uno de sus biógrafos, «de alargar como mendigo la mano que había construido el palacio de Armida.» En Nápoles experimentó algunos dulces sentimientos de patria. «He aquí, decía, los lugares de donde salí niño. Después de tantos años vuelvo encanecido y enfermo a mi playa natal.»

E donde…

Partii fauciullo, or dopo tanti lustri

Torno…

Canuto ed egro alle native sponde.

14 Hallábame enfermo y me postraba rendido por el sueño... Yacia con la palidez esparcida

por mis mejillas, cuando de resplandor coronada... María, bajaste rápidamente a consolar mi dolor.

15 Mis Estudios Históricos.

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Prefirió a suntuosas habitaciónes una celda en el convento de Montoliveto. En un viaje que hizo a Roma, y habiéndole acometido la fiebre, un hospital fue otra vez su refugio.

De Roma y de Florencia volvió a Nápoles quejándose de sus males en su poema inmortal que retocó y echó a perder. Empezó sus cantos delle sette giornate del mondo creato, asunto tratado por Du Bartas. El Tasso hace salir a Eva del seno de Adán, mientras que Dios adormecía con apacible sueño los miembros de nuestro primer padre.

Ed irrigó di placida quiete

Tutte le membra al sonnachioso.....

El poeta suavizó la imagen bíblica, y en las dulces creaciones de su lira, la mujer no es sino el primer ensueño del hombre. El sentimiento de dejar sin concluir un trabajo piadoso que miraba como un himno expiatorio, determino al Tasso moribundo a destruir sus cantos profanos.

Menos respetado de la sociedad que de los ladrones, el poeta recibió de Marco Sciarra, famoso jefe de condottieri, la oferta de una escolta para conducirle a Roma. Presentado en el Vaticano, el papa le dirigió estas palabras: «Torcuato, vos honraréis esta corona que honró a los que la han llevado antes que vos.» Elogio que la posteridad ha confirmado. El Tasso contestaba a los elogios repitiendo este verso de Séneca:

Magnifica verba mors prope admota excutit 16.

Atacado de una enfermedad que presentía, iba a curar todas las demás, se retiró al convento de San Onofre el 1,° de abril de 1595. Subió a su postrer asilo durante una tempestad de viento y de lluvia. Los frailes le recibieron a la puerta en donde hoy desaparecen borrados los frescos del Dominicano. Saludó a los padres diciéndoles: Vengo a morir entre vosotros.» ¡Claustros hospitalarios, desiertos de religión y de poesía, vosotros habéis prestado vuestra soledad a Dante proscripto y al Tasso moribundo!

Todos los socorros fueron inútiles. En la sétima mañana de la fiebre, el medico del papa declaró al enfermo que tenía poca esperanza de salvarle. El Tasso le abrazó y le dio gracias por haberle anunciado tan fausta nueva. Luego miró al cielo y henchido de ternura dio gracias al Dios de las misericordias.

Aumentándose su debilidad, quiso recibir la Eucaristía en la iglesia del monasterio; dirigiose a ella apoyado en los religiosos, y volvió conducido en sus brazos. Luego que se hubo acostado, el prior le interrogó acerca de su última voluntad.

—Me he cuidado poco de los bienes de fortuna durante mi vida, y mucho menos en la muerte; por consiguiente, no tengo testamento que hacer.

—¿Que sitio elegís para vuestra sepultura?

—Vuestra iglesia, si os dignáis honrar tanto mis despojos.

—¿Queréis vos mismo dictar vuestro epitafio? Volviéndose en seguida hacia su confesor.

—Padre mío, escribid: «Entrego mi alma a Dios, que me la dio y mi cuerpo a la tierra de que se formó. Lego a este monasterio la. imagen sagrada de mi Redentor.

Tomó en sus manos un crucifijo que había recibido del papa, y le llevó a sus labios.

Siete días trascurrieron aun. El cristiano experimentado, habiendo pedido la gracia de la Extremaunción, llegó de repente el cardenal Cintio, portador de la bendición del soberano pontífice. El moribundo mostró grande alegría. «He aquí, dijo, la corona que había venido a buscar a Roma; espero triunfar mañana con ella.»

Virgilio suplicó a Augusto arrojase al fuego la Eneida; el Tasso también suplicó a Cintio

16 Pronto la muerte desvanecerá esas magnificas palabras.

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quemase La Jerusalén. Luego deseó permanecer solo únicamente con su crucifijo.

El cardenal apenas habla cerrado la puerta, cuando sus lágrimas detenidas con violencia corrieron abundantemente, la campana sonó la agonía, y los religiosos salmodiando las oraciones de difuntos lloraban y se lamentaban en los claustros. Torcuato al oír este ruido dijo a los caritativos monjes (creía verlos vagar como sombras a su alrededor): «Amigos míos, creéis perderme y no hago más que precederos.»

Desde entonces no tuvo conversación sino con su confesor y algunos otros padres sabios. Poco antes de exhalar el último suspiro, se recogió de su boca esta sentencia, fruto de la experiencia de su vida. «Si la muerte no llegase, no habría en el mundo ser más miserable que el hombre.» El 25 de abril de 1595, hacia el mediodía, el poeta esclamó: «In rnanus tuas domine... Lo demás del versículo apenas se oyó, como pronunciado por un viajero que se aleja,

El autor de la Herniada expira en la fonda de Villette sobre un muelle del Sena, y rechaza, los socorros de la iglesia; el cantor de la Jerusalén expira como cristiano en San Onofre: ¡comparad y ved de cuanta belleza reviste la fe de la muerte!

Todo lo que se cuenta del triunfo póstumo del Tasso me parece incierto: su mala fortuna fue todavía más contraria de lo que se ha supuesto. No murió a la hora designada de su triunfo, pues sobrevivió veinte y cinco días a este triunfo proyectado. No mintió en su destino, no fue nunca coronado ni aun después de su muerte; no se presentaron sus restos en el Capitolio en traje de senador, en medio del concurso y de las lágrimas del pueblo, sino que fue enterrado como lo había prescrito en la iglesia de San Onofre. La piedra que cubrió su sepultura (siempre conforme a su deseo), no ofrecía ni fecha ni nombre: cien años después, Manso, marqués de la villa, último amigo del Tasso y huésped de Milton, compuso este admirable epitafio: «Hic iace Torcuatus Tassus.» Manso llegó a conseguir con dificultad hacerlo grabar, porque los frailes, observadores religiosos de las voluntades testamentarias, se oponían a toda inscripción; y sin embargo, sin el hic iacet o las palabras Torquati Tassi ossa, las cenizas del Tasso se hubieran extraviado en la ermita del Janículo, como lo fueron las del Poussin en San Lorenzo in Lucina,

El cardenal Cintio formó el designio de erigir un mausoleo al cantor del Santo Sepulcro; designio abortado. El cardenal Bevilacqua compuso un pomposo epitafio destinado a otro mausoleo futuro, y la cosa permaneció en tal estado. Dos siglos después, el hermano de Napoleón se ocupó de levantar un monumento en Sorrento, pero José cambió bien pronto la cuna del Tasso por la tumba del Cid.

Finalmente, en nuestros días comenzose un gran monumento fúnebre en memoria del Homero italiano, en otro tiempo pobre y errante como el Homero griego: ¿concluirase la obra? Por lo que a mi respecta, prefiero al túmulo de mármol la pequeña piedra de la capilla de que hablé en el Itinerario: «Busqué (en Venecia, 1806), en una iglesia desierta, el sepulcro de este último pintor (el Tiziano), y me costó algún trabajo encontrarle, sucediéndome lo mismo en Roma (en 1803), con el sepulcro del Tasso. Por lo demás, las cenizas de un poeta religioso e infortunado no están muy mal colocadas en una ermita. El cantor de La Jerusalén parece haberse refugiado en esta sepultura ignorada como para huir de las persecuciones de los hombres; llenó al mundo con su fama y reposa aun desconocido bajo el naranjo 17 de San Onofre.»

La comisión italiana encargada de los trabajos necrólitos, me suplicó que entrase en Francia y distribuyese las indulgencias de las musas a cada fiel que contribuyese con alguna suma para el monumento del poeta. Julio de 1830 llegó, mi fortuna y mi crédito tienen algo del destino de las cenizas del Tasso. Estas cenizas parecen poseer una virtud que rechaza toda opulencia, repele todo esplendor y se oculta a todos los honores; son precisos grandes sepulcros para hombres grandes.

El Dios que se ríe de todos mis pensamientos, precipitándome desde el Janículo con los antiguos senadores romanos, me ha conducido de otra manera al lado del Tasso. aquí puedo juzgar mejor del poeta cuyas tres hijas han nacido en Ferrara: Armida, Herminia y Clorinda.

¿Qué es hoy la casa de éste? ¿quién piensa en los Obizzo, en los Nicolás, en los Hércules?

17 He tenido razón en decir naranjo: es un naranjo que hay en los patios interiores de San

Onofre. (Nota de París de 1840.)

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¿Qué nombre queda en estos palacios? El nombre de Leonor.

¿Qué busca el viajero en Ferrara? ¿la habitación de Alfonso? no; la prisión del Tasso. ¿\ dónde va en procesión de siglo en siglo? ¿al sepulcro del perseguidor? no; al calabozo del perseguido.

El Tasso alcanza en estos lugares una victoria más memorable, pues hace olvidar al Ariosto; el extranjero deja los huesos del cantor de Rolando en el Museo y corre a buscar el aposento del cantor de Reinaldo en Santa Ana. Lo grave conviene al sepulcro: se abandona al hombre que ha reído por el hombre que ha llorado. Durante la vida la felicidad puede tener su mérito más después de la muerte pierde su precio: a los ojos del porvenir, solo son bellas las existencias desgraciadas. A estos mártires de la inteligencia, desapiadadamente sacrificados en la tierra, las adversidades son contadas en aumento de su gloria, duermen en el sepulcro con sus inmortales sufrimientos, como los reyes con su corona. Nosotros, autores comunes infortunados, somos poca cosa, para que nuestras penas lleguen a ser en la posteridad el adorno de nuestra vida. Despojado de todo al concluir mi carrera, mi sepulcro no será un templo, sino un lugar de descanso; no tendré la suerte del Tasso, engañaré las tiernas y armoniosas predicciones de la amistad.

Le Tasse errant de vílle en ville,

Un jour accablé de ses maux,

S'assit pres du laurier fertile

Qui sur la tombe de Virgile

Etend toujours ses veris rameaux, etc. 18

Me apresuro a rendir mis homenajes a este hijo de las musas tan consolado por sus hermanos; rico embajador, me suscribí para su monumento en Roma; indigente peregrino, a consecuencia del destierro, fui a arrodillarme a su prisión de Ferrara. Sé que existen dudas bastante fundadas sobre la identidad de los lugares; pero como todos los verdaderos creyentes, me río de la historia; esta bóveda, por más que se diga en contrario, es el mismo sitio en que el pazzo per amore, habitó siete años completos; pasaba necesariamente por estos claustros, llegando a esta cárcel donde la luz deslizábase al través de las barras de hierro de una mezquina ventana, y donde la bóveda reducida que hiela vuestra cabeza, destila un agua salitrosa sobre un suelo húmedo que paraliza vuestros pies.

En el exterior de los muros de la prisión, y alrededor del postigo, se leen los nombres de los adoradores del dios; la estatua de Memnon estremeciéndose de armonía al contacto de la Aurora, estaba cubierta de las declaraciones de los diversos testigos del prodigio. No he estampado mi exvoto, pero me he ocultado entre la muchedumbre cuyas súplicas secretas deben ser en razón de su misma humildad, más agradables al cielo.

Los edificios en los cuales se encierra hoy la prisión del Tasso, dependen de un hospital abierto a todos los achaques; se les ha colocado bajo la protección de los santos: Sancto Torcuato sacrum. A alguna distancia del lugar bendecido hay un patio derrumbado en medio del cual el conserje cultiva un cuadro rodeado de un seto de malvas; la empalizada de un verde jardín estaba llena de hermosas flores. Cogí una de esas rosas color de duelo de los reyes, y que me parecía crecer al pie de su calvario. El genio es un Cristo, desconocido, perseguido, azotado, coronado de espinas, crucificado por y para los hombres, muere dejándoles la luz, y resucita adorado.

18 Errante el Tasso de ciudad en ciudad, abrumado un día por sus males, sentose cerca del

frondoso laurel cuyas verdes ramas cubren siempre la tumba de Virgilio, etc.

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Llegada de Mad. la duquesa de Berry.

Ferrara, 18 de septiembre de 1833.

Habiendo salido el 18 por la mañana para volver a las Tres Coronas, encontré la calle obstruida de gente, y los vecinos asomados a las ventanas, un piquete de cien hombres de tropas austriacas y pontificias, ocupaban el alojamiento. La oficialidad de la guarnición, los magistrados de la ciudad, los generales y el prolegado esperaban a Madama, cuya llegada había anunciado un correo con las armas de Francia. La escalera y los salones estaban adornados de flores, jamás se hizo a una desterrada tan hermoso recibimiento.

Al avistar los coches, sonó un redoble de tambor, rompieron las músicas de los regimientos y los soldados presentaron las armas. La princesa, entre el gentío, apenas pudo bajar de su coche detenido en la puerta de la fonda; yo había acudido ya, y me reconoció en medio de la confusión. Por entre las autoridades constituidas y los mendigos que se acercaban a ella, me tendió la mano diciéndome: «Mi hijo es vuestro rey: ayudadme, pues, a pasar.» No la encontré muy cambiada, aunque algo flaca; tenía algo de una niña vivaracha.

Yo marché delante, la princesa daba el brazo a Mr. Luchessi y Mad. de Podenas la seguía. Subimos las escaleras y entramos en las habitaciónes entre dos filas de granaderos, en medio del estruendo de las armas, del ruido de los clarines y de los vivas de los espectadores. Creyéronme el mayordomo, y dirigíanse a mi para ser presentados a la madre de Enrique V. Mi nombre se unía a estos nombres en el concepto de la muchedumbre.

Es preciso saber que Madama, desde Palermo hasta Ferrara, fue recibida con los mismos respetos, a pesar de las notas de los encargados de Luis Felipe. Mr. de Broglié, habiendo tenido el valor de pedir al papa la entrega de la Proscripta, el cardenal Bernetti contestó: «Roma ha sido siempre el asilo de las grandezas caídas. Si en estos últimos tiempos la familia de Bonaparte encontró un refugio cerca del padre de los fieles, con mayor motivo la misma hospitalidad debe ejercerse con la familia de los reyes cristianisimos.»

Creo poco en este despacho, pero me chocaba vivamente un contraste: en Francia el gobierno prodiga insultos a una mujer a quien tiene miedo; en Italia solo se recuerda el nombre del valor y de las desgracias de Mad. La duquesa de Berry.

Me vi en la precisión de aceptar mi empleo improvisado de primer gentil-hombre de cámara. La princesa estaba en extremo graciosa; llevaba un vestido de tela gris, muy ajustado a la cintura, y adornaba su cabeza un sombrero de viuda, como un capillo de niño o de colegial castigado: saltaba aquí y acullá como una mariposa, andaba como una aturdida con pie firme en medio de los curiosos, con la misma ligereza que lo hacia en los bosques de la Vendée. Ni miraba ni reconocía a nadie; tuve que detenerla irrespetuosamente por su vestido o estorbarle el paso diciéndola: «Señora, he aquí al comandante austriaco, al oficial vestido de blanco: señora aquel es el comandante las tropas pontificias, el del vestido azul: Señora, aquel otro es el prolegado, el alto y joven abate vestido de negro.» Entonces se detenía, decía algunas palabras en italiano o en francés no muy exactas, sin rodeos, francamente, con gracia, y que en medio de sus disgustos no desagradaban: su aspecto no se parecía a nada conocido. Casi me sentía turbado, y sin embargo, no experimentaba ninguna inquietud acerca del efecto producido por la que había huido de las llamas y de la cárcel.

Una confusión cómica sobrevino en seguida. Debo decir una cosa con toda reserva de la modestia; el vano ruido de mi vida aumenta a medida que el silencio real de esta vida se acrecienta. No puedo bajar hoy a una posada de Francia o del extranjero sin que me vea asediado inmediatamente. Para la antigua Italia soy el defensor de la religión; para la joven el defensor de la libertad; para las autoridades tengo el honor de ser la Sua Eccellenza gia ambiasciadore di Francia en Verona y en Roma. Algunas damas, todas sin duda de rara belleza, prestaron el lenguaje de Angelico y de Aquilano el Negro, a la floridiana Atala, y al moro Aben-Hamet. Veo, pues, llegar estudiantes, ancianos, sacerdotes con anchas casullas, y mujeres a quienes engrandezco las tradiciones y las gracias, luego mendigos demasiado bien instruidos para creer que el hombre que ha sido poco antes embajador es tan pobre como ellos.

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Así, pues, mis admiradores se dirigieron a la fonda de las Tres Coronas con la muchedumbre atraída por la duquesa de Berry, me estrechaban en el ángulo de una ventana y me principiaban una arenga que terminaban en María Carolina. Tan atolondrados estaban que las dos tropas se engañaban algunas veces de patrón y de patrona: yo fui saludado con el titulo de vuestra alteza real y Madama me refirió luego que la habían felicitado por el Genio del Cristianismo: así cambiábamos nuestros renombres. La princesa se complacía en haber compuesto una obra en cuatro tomos y yo estaba orgulloso de que me hubieran tomado por la hija de los reyes.

De repente desapareció la princesa; habíase dirigido a pie con el conde de Luchessi a visitar la morada del Tasso. Era inteligente en materia de prisiones; la madre del huérfano desterrado, del niño heredero de San Luis, María Carolina, saliendo de la fortaleza de Blaye y no buscando en la ciudad de Renée de Francia sino el calabozo de un poeta, es una cosa sin ejemplo en la historia de la fortuna y de la gloria humana. Los venerables de Praga hubieran pasado cien veces por Ferrara sin que les ocurriese semejante idea; pero Mad. de Berry es napolitana y compatriota del Tasso que decía: He desiderio di Napoli, come l'anime ben disposte, del paradiso 19.

Hallábame yo en la oposición y en desgracia; los decretos se introducían clandestinamente en el castillo y descansaban aun en alegría y en secreto en el fondo de los corazones. Un día la duquesa de Berry vio un grabado que representaba al cantor de la Jerusalén en las rejas de su mansión: «Espero, dijo, que veremos muy pronto así a Chateaubriand.» Palabras de prosperidad que es preciso no tomar en cuenta sino como una ocurrencia hija del buen humor. Debía yo reunirme con Madama en la prisión del Tasso después de haber sufrido por ella las prisiones de la policía. ¡Qué sentimientos tan elevados descuellan en la noble princesa! ¡qué prueba tan grande de estimación me ha dado dirigiéndose a mí en la hora de su infortunio, después del deseo que había formado! Si su primer deseo elevaba mis talentos a demasiada altura, su confianza se equivocaba menos respecto de mi carácter.

La señorita Lebeschu.— El conde Luchessi-Palli.— Discusión.— Comida.— Bugeaud el carcelero.— Mad. de Saint-Priest.— Mad. de Podenas.— Nuestra

tropa.— Mi negativa de ir a Praga.— Cedo sobre una palabra.

Ferrara, 18 de septiembre de 1833.

Mr. de Saint-Priest, Mad. de Saint-Priest y monsieur A. Sala llegaron bien pronto. Este había sido oficial de la guardia real y ha sustituido en mis negocios de librería a Mr. Delloye, mayor de la misma guardia. Dos horas después de la llegada de Madama vi a la señorita Lebeschu, compatriota mía, lo que se apresuró a decirme las esperanzas que se fundaban en mí. La señorita Lebeschu figura en el proceso del Carlo Alberto.

A la vuelta de su poética visita me hizo llamar la duquesa de Berry, pues me esperaba con el conde Luchessi y Mad de Podenas.

El conde Luchessi-Palli es alto y moreno: Madama le nombra Tancredo para las mujeres. Sus modales para con la princesa son en extremo delicados; ni humildes ni arrogantes; descúbrese en ellos la noble autoridad del marido y la respetuosa obediencia del súbdito.

Madama me habló desde luego de negocios, y me dio gracias por haber correspondido a su invitación; me dijo que iba a Praga, no solo para reunirse a su familia, sino para conseguir el acta de la mayoría de su hijo, y me declaró que deseaba llevarme en su compañía.

Esta declaración que yo no esperaba por cierto, me llenó de consternación; ¡volver a Praga! A una proposición semejante hice las objeciones que me ocurrieron.

19 Deseo a Nápoles como las almas bien dispuestas desean el Paraíso.

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Si yo iba a Praga con Madama y caso de que obtuviese lo que deseaba, el honor de la victoria no pertenecería exclusivamente a la madre de Enrique V, y esto era un mal. Si Carlos X se obstinase en rehusar el acta de mayoría (yo estaba persuadido de ello) hallándome presente se hundiría mi crédito. Me parecía por lo tanto mejor quedarme de reserva para el caso de que Madama no saliera bien de su negociación.

Su A. R. impugnó estas razones y sostuvo que no tendría fuerza alguna en Praga si yo no la acompañaba; que yo era temible a sus excelsos parientes y que consentía en cederme el lauro de la victoria y el honor de unir mi nombre al advenimiento de su hijo.

Mr. y Mad. de Saint-Priest que entraron cuando nos hallábamos en esta discusión, insistieron apoyando los deseos de la princesa, pero yo continué en mi negativa. En esto avisaron para comer.

Madama estuvo muy alegre: refiriome sus disputas en Blaye con el general Bugeaud del modo más divertido. Bugeaud la atacaba con la política y se enfadaba; Madama se enfadaba más que él, ambos gritaban a más no poder y la duquesa le hacia salir de su cuarto. S. A. R. omitió ciertos pormenores que me hubiera comunicado a haber estado solos. No dejó marchar a Bugeaud y le estrechaba con astucia: «¿Sabéis, me dijo, que os he llamado cuatro veces? Bugeaud hizo pasar mis instancias a D'Argout. Este respondió a Bugeaud que era un estúpido, porque hubiera debido desde luego rehusar vuestra admisión sobre la etiqueta del saco: ese Mr. D'Argout tiene muy buen gusto.» Madama recalcó estas dos palabras con su acento italiano.

A pesar de todo, el rumor de mi negativa que se esparció al momento, alarmó a los nuestros. La señorita Lebeschu vino a hablarme a mi aposento después de la comida; Mr. de Saint-Priest, nombre de talento y razonable, me envió a Mr. Sala y después le reemplazó instándome a su vez. «Habíase hecho partir para Hradschin a Mr. de La Ferronays a fin de vencer las primeras dificultades, y en esto llegó Mr. de Montbel, encargado de ir a Roma para sacar una copia del contrato matrimonial, redactado en buena y debida forma, que obraba en poder del cardenal Zurla.»

«Suponiendo, continuó Mr. de Saint-Priest, que Carlos X se niegue a expedir el acta de mayoría, ¿no seria conveniente que Madama obtuviese una declaración de su hijo? ¿Cuál debía ser esta declaración? Una nota muy lacónica, respondí yo, en que Enrique V protestase contra la usurpación de Felipe.»

Mr. de Saint-Priest repitió mis palabras a la duquesa, y mi resistencia continuaba ocupando a las personas que la rodeaban. Madama de Saint-Priest por la nobleza de sus sentimientos, parecía la más viva en su pesar. Mad. de Podenas no había perdido la costumbre de sonreír apaciblemente, y su tranquilidad era más notable en medio de nuestra agitación.

Nos parecíamos algo a una compañía de cómicos franceses que ejecutaba en Ferrara, con el correspondiente permiso de las autoridades de la ciudad, la Princesa fugitiva, o la Madre perseguida. El teatro representaba a la derecha la prisión del Tasso; a la izquierda la casa del Ariosto, y en el fondo el palacio en que se celebraron las fiestas de Leonor y de Alfonso. Esta majestad sin reino, esta zozobra de una corte encerrada en dos coches errantes, y que de noche tenía por palacio la fonda de las Tres Coronas; esos consejos de estado celebrados en el cuarto de una posada, todo completaba la diversidad de las escenas de mi fortuna. Abandonaba yo entre bastidores mi traje de caballero, y volvía a tomar de nuevo mi sombrero de paja; viajaba con la monarquía de derecho arrollada en mi maleta, mientras que la monarquía de hecho ostentaba sus oropeles en las Tullerías. Voltaire convida a todos los monarcas a pasar el carnaval en Venecia con Achmet III, a Iván emperador de todas las Rusias, a Carlos Eduardo rey de Inglaterra, a Teodoro rey de Córcega, y a cuatro altezas serenísimas. «Señor, el coche de V. M. está en Padua y la barca nos espera. Señor V. M. partirá cuando guste. A fe mía, señor, no quieren hacer ya caso de V. M. ni de mí tampoco, y pudiera muy bien suceder que esta noche durmiéramos en la cárcel».

En cuanto a mí, diré como Cándido: «Señores, ¿por qué sois todos reyes? Os confieso que ni yo ni Martín lo somos.»

Eran las once de la noche, y esperaba haber ganado mi pleito, y obtenido mi pase de la duquesa. ¡Cuánto me engañaba! Madama no cede tan pronto de su voluntad; no me había

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preguntado la menor cosa acerca de la Francia, porque preocupada con mi resistencia a sus proyectos, esta era su cuestión del momento. Mr. de Saint-Priest entró en mi habitación y me entregó el borrador de una carta que su alteza real se proponía escribir a Carlos X. «¿Cómo, exclamé, Madama insiste en su resolución? ¿Quiere que lleve esta carta? pero a pesar de todo me será hasta materialmente imposible atravesar la Alemania, porque mi pase no sirve sino para la Suiza y la Italia.»

—Nos acompañaréis hasta la frontera de Austria, repuso Mr. de Saint-Priest, la duquesa os llevará en su carruaje, y una vez salvada la frontera, entrareis de nuevo en el vuestro y llegareis a Praga treinta y seis horas antes que nosotros.

Corrí a ver a la princesa; renové mis instancias, pero me contestó: «No me abandonéis.» Estas palabras pusieron fin a la lucha y cedí, con lo que la duquesa se mostró llena de alegría. ¡Pobre señora, había llorado tanto! ¿Cómo hubiera yo podido resistir al valor, a la adversidad y a la grandeza decaída, reducidos a ocultarse bajo mi protección? Otra princesa, madama la Delfina, me había asimismo dado gracias por mis inútiles servicios: Carlsbad y Ferrara eran dos destierros de diferentes soles, y en ellos recogí los más nobles honores de mi vida.

Madama partió el 19 muy temprano para Padua, en donde me dio cita, debiendo detenerse en Cartajo, en casa del duque de Módena. Tenía yo mil cosas que ver en Ferrara, palacios, cuadros, manuscritos, y tuve que contentarme con ver la prisión del Tasso, porque me puse en camino pocas horas después que su alteza real. Llegué de noche a Padua. Envié a Jacinto a Venecia para que me trajese mi reducido equipaje de estudiante alemán, y me acosté tristemente en la Estrella de oro, que por cierto jamás ha sido la mía.

Padua.— Sepulcros.— Manuscrito de Zanze.

Padua, 20 de septiembre de 1833

El viernes 20 de septiembre pasé una parte de la mañana escribiendo a mis amigos mi cambio de destino. Poco después fueron llegando sucesivamente las personas de la comitiva de la princesa.

No teniendo otra cosa que hacer, salí con un cicerone y visitamos las iglesias de Santa Justina y de San Antonio de Padua. La primera, obra de Gerónimo de Brescia, es muy majestuosa; desde la parte baja de la nave, no so ve ni una sola ventana de las practicadas a gran altura, de modo, que la iglesia está iluminada, sin que se sepa por donde entra la luz. Este templo encierra excelentes cuadros de Pablo el Veronés, de Liberi, de Palma, etc.

San Antonio de Padua (il Santo) presenta un monumento gótico-greco, estilo particular de las antiguas iglesias del país veneciano. La capilla de San Antonio es de Jacobo Sansovino y de Francisco, su hijo, lo que se advierte desde luego; los ornamentos y la forma son del gusto de la loggetta del campanario de San Marcos.

Una signora de vestido verde y sombrero de paja cubierto con un velo, oraba delante de la capilla del santo, y un criado con librea oraba también a su espalda; supuse que haría algún voto para el alivio de algún mal moral o físico, y no me equivoqué, pues viéndola en la calle, advertí que tenía unos cuarenta años; pálida, flaca, y de aspecto enfermizo, yo había adivinado su amor o su parálisis. Había salido de la iglesia con esperanzas, pero en el espacio de tiempo que ofrecía al cielo su ferviente oración, ¿no olvidaba su dolor, no estaba realmente curada?

Il Santo abunda en mausoleos, entre los que es célebre el de Bembo. En el claustro se ve la sepultura del joven de Orbesan, que murió en 1595.

¡Gallus, eram, putavi, morior, spes una parentum!

El epitafio francés de Orbesan termina en un verso que envidiaría un gran poeta:

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Car il n'est si beau jour qui n'amene sa nuit 20.

Carlos Guy-Patin está enterrado en la catedral; su padre no pudo salvarle, aunque había tratado un niño siete años, que fue sangrado trece veces, y recobró la salud en quince días como por milagro.

Los antiguos sobresalían en las inscripciones fúnebres: «Aquí descansa Epitecto, decía su cipo, esclavo, contrahecho, pobre como Iro, y no obstante el favorito de los dioses.»

Camoens, entre los modernos, ha compuesto el más magnifico de los epitafios, el de Juan III de Portugal: «¿Quién yace en este soberbio sepulcro? ¿quién es el designado por los ilustres cuarteles de este macizo escudo? ¡Nada! porque este es el fin de cuanto existe… ¡Séale ahora tan ligera la tierra, cuanto fue pesada en otro tiempo a los moros!»

Mi cicerone paduano era muy hablador, no poco diferente de mi Antonio de Venecia, me hablaba sin cesar de aquel gran tirano Angelo, y en las calles me anunciaba todas las tiendas y cafés; en el Santo, quería a todo trance enseñarme la lengua bien conservada del predicador del Adriático. ¿No procederá la tradición de estos sermones de esos cantares que en la edad media, los pescadores (á ejemplo de los antiguos griegos) cantaban a los peces para adormecerlos? todavía se conservan algunas de estas baladas pelagianas en idioma anglo-sajón.

Ninguna noticia adquirí de Tito Livio; en vida de este autor, hubiera hecho con el placer, como el habitante de Cádiz, un viaje a Roma para verlo; hubiera como Panormita vendido mi campo para comprar algunos fragmentos de la Historia romana, o como Enrique IV prometido una provincia por una Década. Un longista de Saumur no opinaba así, pues hizo cubrir unas palas de jugar a la pelota con un manuscrito de Tito Livio que le había sido vendido como papel viejo por el boticario del convento de la abadía de Fontevrault.

Cuando volví a la Estrella de oro, Jacinto había regresado de Venecia, y le encargué fuese a casa de Zanze, y le hiciese presente mis escusas por haber partido sin visitarla. Encontró a la madre y a la hija muy coléricas, pues esta acababa de leer Le mie prigioni. La madre decía que Silvio era un malvado porque había escrito que Brollo le había impelido por una pierna, hallándose sobre una mesa. La hija decía a su vez: «Pellico es un calumniador y un ingrato. Después del los servicios que le he prestado, pretende deshonrarme.» Amenazaba haría recoger la obra, denunciando ante los tribunales al autor, y había empezado a escribir una refutación del libro, pues Zanze no es solo una artista, sino también una literata.

Jacinto le pidió me diese la refutación aun no terminada; Zanze vaciló, pero al fin le entregó el manuscrito, pálida y cansada de su trabajo. La vieja carcelera se obstinaba en vender los bordados de su hija, y la obra en mosaico. Si vuelvo a Venecia, cumpliré mejor con Mad. Brollo que con Abou-Gosch, caudillo de los árabes de las montañas de Jerusalén, a quien prometí un canasto de arroz de Damieta y no se le envié.

He aqui el comentario de Zanze.

«La veneziana maravigliandosi che contro di essa vi sieno persona che abbia avutto ardire di scrivero pezze di un romanzo formatto ed empitto di impic falsita, si lagna fortementc contro l'auttore mentre potteva servirsi di altra persona onde dar sfogo al suo talento, ma non prendersi spasso di una giovine onesta di educazione e religione, e questa stimattaed amatta e conosciutta a fondo da lutti.

«Comme Silvio puó dire che nclla etá mia di 13 aani (che talli erano, alorquando lui dice di avermi conoscinta), comme puó dire che io fossi giornarieramentc stattn a visitarlo nella sua abitazione? ¿se io giuro di essere sfatta se uon pochissime volte, e sempre accompagnata o dal padre, o madre, o frattello? Commi; può egli dire che io le abbia confidano un amore, che io era sempre alle mie scuulle, eche appena oominciavo a conoscere, anzi non ancor poteva ne

20 Porque no hay día, por hermoso que sea, que no traiga su noche.

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conosceva mondo, ma solo dedicatta alti doveri dì religione, a quelli di doverosa figlia, c sempre occupata a,miei lavori, che questi erano il mio sollo piacere? lo giuro che uon ho mai parlatto con lui, ne di amore, ne di altra qual siAsí cosa. Sollo se qualche volte io lo vedeva, lo guardava con ochio di pietà, poiché il mìo cuore era per ogni mio simille, pieno di compazione; anzi io odiava il luogo che per sola combinazione mio padre si ritrovava: perchè altro impiego lo aveva sempre occupano; ma dopo essere stato un bravo soldato, avendo bene servito la repubblica e poi il suo sovrano fu slatto ammesso contro sua volontà, non che di quella di sua famiglia, in quell'impiego. Falsissimo è che io abbia mai preso una mano del sopradetto Silvio, ne comine padre, ne comme frattello; prima, perchè abenchè giovinetta e priva di esperienza, avevo abastanza avutta educazione onde conoscere il mio dovere. Comme può egli dire di esser statto da me abbracialto, che io non avrei fatto questo con un frattello nemeno; talli erano li scrupoli che aveva il mio euore, stante l'educazione avutta nelli conventi, ove il mio padre mi aveva sempre mantenuta.

«Bensì vero sarà che lui a fondo mi conoscita più di quello che io possa conoscer lui, mentre mi sentiva giornariei amente in compagnia di miei fratlelli, in una stanza a luì vissina: che questa era il luogo óve dormiva e studiava li miei sopradetti frnttcll», c comine talli mi era lecitto di stare cou loro? comme può egli dire che io ciarlassi con lui degli affari di mia famiglia, che sfogava il mio cuore contro il riguore di nìa madre e benevolenza del padre, che io non aveva motivo alcuno di lagnarmi di essa, ma fú da me sempre ammatta?

«E comme può egli dire di avermi sgridatta avendogli portato un cativo caffè? Che io non so se alcuna persona posia dire di aver avutto ardire di sgridarmi anzi di avermi per solla sua bontà tutti stimata.

«Mi formo mille maraviglie die un vomo di spirito et di tallenti abbia ardire di vantarsi di simile cose ingiuste contro una giovine onesta, onde farle perdere quella stima que tutti proffessa per essa, nonche l'amore di un rispetozo consorte, la sua pace e tranquilla in mezzo il bracio di sua famiglia e figlia.

«lo mi trovo oltremodo sdegnatta contro questo aattore, per avermi esposta in questo modo in un publico libro, di più di tanto prendersi spaso del nominare ogni momento il mio nome.

«Ha pure avutto riguardo nel mettere il nome di Tremerello in cambio di quello di Mandricardo; elio tale era il nome del servo che così bene le portava ambaciatte. E questo io potrei farle certo, perchè sapeva quanto infedclle lui era ed interessato: che pur per mangiare e bevere avrebe sacrificano qualunque persona; lui era un perfido contro tutti coloro che per sua disgrazia capitavano poveri e non poteva mangiarlo quanto voleva; trattava questi infelici pegio di bestie» Ma quando io vedeva, lo sgridava e lo diceva a mio padre, non potendo il mio cuore vedere simili traiti verso il suo simile. Lui ero buono solamente con chi le donava una buona mancia e bene le dava a mangiare.—¡II cielo le perdoni! Ma avrà da render conto delle sue cattive opere verso suoi simili, e per l'odio che a me professava e per le eorrcssioni che io le faceva. Per tale cativo sogetto Silvio a avutto riguardo, Cper me che non meritava di essere esposta, nonna avutto il minimo riguardo.

«Ma io ben saprò ricorere, ove mi verane fatta una vera giustizia, mentre non intendo ne voglio esser, ne per bene ne malie, nominatta in publico.

«Io sono felice in bracio a un marito, che tanto mi ama, e che veramente e virtuozamente corisposto, ben conoscendo il mio sentimento, non che vedendo il mio operare: e dovrò a cagione di un vuomo che si è presso un punto sopra di me, oude dar forza al li suoi mal fondati scritti, essendo questi posti in falso!

«Silvio perdonerà il mio furore; ma doveva lai bene asppetarselo quando al chiaro io era dal suo opcratto.

«Questa è la ricompensa di quanto ha fatto la mia famiglia, avendolo trattalto

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con quella umanità, che merita ogni creatura cadutta in talli disgrazie, e, non trattata come era liordini!

«Io intanto faccio qualunque giuramento, che tutto quello che fù detto a mio riguardo, dà falso. Forse Silvio sarà statto malie informato di me; ma non può egli dire con verità talli cose non essendo vere, ma sollo per avere un più forte motivo onde fondare il suo romanzo.

«Vorci dire di più; ma le occupazioni di mia famiglia non mi pormette di perdere di più tempo. Solfo ringraziarò intanto il signor Silvio col suo operare e di avermi senza colpa veruna posto in seno una continua inquietudine e forse una perpetua infelicità.»

TRADUCCIÓN

«La veneciana se admira de que un hombre haya tenido el valor de escribir contra ella dos escenas de una novela llena de impías falsedades. Laméntase vivamente del autor que podía servirse de otra persona para prestar asunto a su talento, y no tomar por juguete a una joven honrada, de educación y religiosa, estimada, querida y conocida perfectamente de todos.

«¿Cómo puede decir Silvio que a los trece años (esta era mi edad cuando dice me conoció), cómo puede decir que yo iba a visitarle diariamente a su encierro, si juro no haber ido a este sino muy pocas veces, y siempre acompañada de mi padre o de mi madre o de un hermano? ¿Cómo puede decir que le confié mi amor, yo que estaba siempre en mis escuelas, yo empezando apenas a adquirir algunas ideas no podía conocer ni el amor ni el mundo; consagrada únicamente a los deberes religiosos, a los de una hija obediente, y constantemente ocupada en mis labores, mis únicos deleites?

«Juro que jamás le he hablado (a Pellico) ni de amor ni de cosa relativa a esta pasión, pero si algunas veces le veía, le miraba con compasión porque mi corazón compadecía a mis semejantes desgraciados. Por esto aborrecía el destino que mi padre desempeñaba, pues había ocupado siempre otro cargo; pero después de haber sido un valiente soldado, y de haber servido fielmente a la república y luego a su soberano, fue colocado contra su voluntad y la de su familia en este empleo.

«Es muy falso (falsísimo) que yo haya tomado una vez siquiera la mano del citado Silvio, ni como la de mi padre ni como la de mi hermano; porque aunque joven y privada de experiencia, había recibido bastante educación para conocer mis deberes.

«¿Cómo puede decir que le abracé, cuando no lo hubiera hecho ni con un hermano, tales eran los escrúpulos que había impreso en mi corazón la educación recibida en los conventos en que mi padre me había mantenido siempre?

«¡Seguramente sucederá que he sido más conocida de él (Pellico), de lo que él podía serlo de mi! Yo estaba todo el día junta con mis hermanos, en un cuarto contiguo en que estos dormían y estudiaban, por consiguiente viviendo siempre con ellos, ¿cómo puede decir que hablaba con él de asuntos de mi familia, que consolaba mi corazón discurriendo sobre el rigor de mi madre y la bondad de mi padre? Lejos de tener motivos de quejarme de ella, siempre la he amado tiernamente.

«¿Cómo puede decir que gritó contra mí por haberle llevado mal café? No conozco persona alguna que pueda decir haya tenido el atrevimiento de gritar contra mí, habiéndome apreciado todos por solo su bondad.

«Me sorprende en alto grado que un hombre de razón y de talento haya tenido el valor de jactarse injustamente de tales cosas contra una joven honrada, que pudieran hacerle perder la estimación que todos le profesan, el amor de un

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respetable marido, y la paz y su tranquilidad en los brazos de su familia y de su hija.

«Siento una inexplicable indignación contra ese autor por haberme expuesto de tal modo en un libro publicado, y por haber tenido la insolente libertad de citar mi nombre a cada paso.

«Y no obstante, ha tenido la atención de sustituir con el nombre supuesto de Tremerello el de Mandricardo, que así se llamaba el que le traía correspondencias. Puedo dar a conocer con exactitud este hombre porque me constaba cuán infiel e interesado, le era; por beber y comer hubiera sacrificado al universo; era pérfido con todos aquellos que por su desgracia le llegaban pobres, y que no podían gratificarle tanto como deseaba, y trataba a estos infelices peor que a irracionales; pero cuando yo le veía, le reconvenía y lo participaba a mi padre, porque mi corazón no podía soportar tales tratamientos hacia mis semejantes. Mandricardo era bueno únicamente con aquellas que le daban la buonamancia, y saciaban su voracidad; ¡perdónele el cielo! pero habrá tenido que dar cuenta de sus malas acciones para con sus semejantes, y del odio que me profesaba a causa de las reprensiones que le daba. ¡Silvio ha tenido deferencias y consideraciones con hombre tan villano, y respecto de mí, que no merecía verme divulgada, no ha usado la más pequeña atención!

«Pero sabré recurrir a donde se me dispensará cumplida justicia; nada escucho ya, porque no quiero ser ni en bien ni en mal nombrada en público.

«Soy feliz en los brazos de un marido que tanto me ama y que es real y virtuosamente correspondido; él conoce no solo mi conducta sino también mis sentimientos. ¿Y debería yo, a causa de un hombre que considera oportuno explotar mi nombre en interés de sus escritos inexactos y llenos de falsedades…

Silvio me perdonará mi cólera, pero debió esperarla cuando yo hubiera llegado a conocer su conducta hacia mí.»

«He aquí la recompensa de todo lo que ha hecho mi familia habiéndole tratado con esa humanidad que merece cualquiera a quien abruma igual desgracia, y no según las órdenes.

«Yo sin embargo, juro que todo lo que ha dicho de mí es falso. Acaso Silvio habrá sido mal informado respecto de mi conducta, pero no puede decir con verdad cosas que no siendo verdaderas le sirven únicamente de un motivo más poderoso para componer su novela.

«Quisiera decir más, pero mis ocupaciones domésticas no me permiten perder más tiempo. Me limito a dar gracias al señor Silvio por su obra, y por haberme ocasionado, aunque pura de la menor falta, una continua inquietud y acaso una continua infelicidad.»

Esta traducción literal dista mucho de trasladar la vehemencia femenina, la gracia extranjera y la animada sencillez del texto; el dialecto de que Zanze se sirve, exhala un perfume propio de su suelo que no puede conservarse en otra lengua. La Apología con sus frases incorrectas y nebulosas, como las vagas extremidades de un grupo de Albano; el manuscrito con su ortografía defectuosa o veneciana, es un monumento propio de mujer griega, pero de esas mujeres de la época en que los obispos de Tesalia cantaban los amores de Theágenes y de Charidea. Prefiero las dos páginas de la joven carcelera a todos los diálogos de Isota, que no obstante ha abogado por Eva contra Adán, como Zanze aboga por sí misma contra Pellico. Mis hermanos compatriotas provenzales de otros tiempos se parecen mucho a la hija de Venecia por el idioma de estas generaciones intermedias, en quienes la lengua del vencido no está aun enteramente muerta, y la del vencedor no aun enteramente formada.

¿Quién tiene razón, Pellico o Zanze? ¿de qué se trata en este debate? de una simple confidencia, de un abrazo dudoso, el cual en el fondo no se dirige tal vez a quien lo recibe. La viva casada no quiere reconocerse en la deliciosa adolescente representada por el cautivo, pero

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contesta el hecho con tanto atractivo que lo prueba negándolo. El retrato de Zanze en la memoria del demandadero es tan parecido que se presenta en la réplica de la defensora; descúbrense en esta los mismos sentimientos religiosos y humanitarios, la misma reserva, el mismo tono de misterio y la misma desenvoltura insinuante y tierna.

Zanze se muestra llena de poder cuando con apasionado candor asegura que no se hubiera atrevido a abrazar a su propio hermano, y por lo tanto mucho menos a Pellico. La piedad filial de Zanze es en extremo interesante cuando trasforma a Brollo en un veterano de la república, reducido a la triste condición de carcelero per sola combinazione.

Zanze es admirable en esta justa observación: Pellico ha ocultado el nombre de un perverso y no ha temido revelar el de una joven inocente y compasiva con los infelices presos.

Zanze no se deja seducir por la idea egoísta de verse inmortalizada en una obra inmortal; ni siquiera le ocurre esta idea y solo la hiere la indiscreción de un hombre, que si hemos de dar asenso a la ofendida, sacrifica la reputación de una mujer a los juegos de su talento, sin cuidarse del mal de que pueda ser causa, y atiende únicamente a componer una novela en provecho de su fama. Un visible temor domina a Zanze; ¿no pueden despertar los celos de un esposo las revelaciones de un preso?

El rasgo que termina la Apología es patético y elocuente.

«Doy gracias al señor Silvio por su obra y por haberme ocasionado, aunque pura de la menor falta, una continua inquietud y acaso una continua infidelidad:» una continua inquietudine é forse una perpetua infelicitá.

Sobre estos últimos renglones, escritos con mano fatigada, se describe la señal de algunas lágrimas.

Yo, extraño al litigio, nada quiero perder. Creo, pues, que la Zanze de Míe Prigioni, es la Zanze según la historia. Borro la pequeña falta de estatura que había creído ver en la hija del veterano de la república; me he equivocado: Angélica de la prisión de Silvio, es ligera como el tallo de un junco o como el astil de una palmera. Le declaro que en mis Memorias ningún personaje me gusta tanto como ella, sin exceptuar mi Sílfide.

Entre Pellico y la misma Zanze, merced a un manuscrito de que soy depositario, es indudable que la veneciana pasará a la posteridad. ¡Sí, Zanze! tu ocuparás un lugar entre las sombras de las mujeres que nacen en torno del poeta, cuando ensueña al son de lira! Esas sombras delicadas, huérfanas de una armonía que ya no existe y de una ilusión desvanecida, permanecen vivas entre la tierra y el cielo y habitan a la vez su doble patria. «El bello paraíso no tendrá completas sus gracias si tú no le habitases,» decía un trovador a su amada ausente por la muerte.

Noticia inesperada.— El gobernador del reino Lombardo-Véneto.

Padua, 20 de septiembre de 1833.

La historia volvió de nuevo a estrangular la novela. No bien acababa de leer en la Estrella de Oro la defensa de Zanze, cuando Mr. de Saint-Priest entró en mi cuarto diciendo: «hay novedades.» He aquí una carta de S. A. R. que nos dice que el gobernador del reino Lombardo-Véneto se ha personado en Catajo anunciando a la princesa la imposibilidad en que estaba de dejarla proseguir su viaje, y que esta deseaba mi inmediata partida.

En este momento llama a mi puerta un ayudante de campo del gobernador y me pregunta si gusto recibir a su general; por toda contestación me dirigí a la habitación de S. E. que como yo, se había alojado en la Estrella de Oro.

El gobernador era un bello sujeto.

—Sabed, señor vizconde, me dijo, que mis órdenes contra la señora duquesa de Berry, son del 28 de agosto: S. A. R. me había hecho decir que tenía pasaportes de fecha posterior y una

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carta de mi emperador. Pero el 16 de este mes de septiembre, recibo un correo a media noche; un despacho fechado el 15 en Viena me manda cumplir las primeras órdenes del 28 de agosto, y no permitir que la señora duquesa pase de Udine o de Trieste. ¡Ved querido e ilustre vizconde, que desgracia tan grande para mí! ¡detener una princesa que admiro y respeto, si no quiere conformarse con el deseo de mi soberano! La princesa no me ha recibido bien y me ha contestado que haría lo que mejor le pareciese. Querido vizconde, si podéis alcanzar de S A. R. que permanezca en Venecia o en Trieste, mientras recibo nuevas instrucciones de mi corte, visaré vuestro pasaporte para Praga, a cuya capital os dirigiréis al punto, sin experimentar el más leve tropiezo, y arreglaréis todo esto, porque en realidad mi corte no ha hecho sino ceder a exigencias. Os ruego me dispenséis este servicio.

La buena fe del noble militar me cautivó; confrontando luego la fecha del 15 de septiembre con la de mi salida de París el 3 del mismo mes, me asaltó una idea: mi entrevista con la princesa y la coincidencia de la mayoría de Enrique V, podían haber alarmado al gobierno de Felipe. Un despacho del duque de Broglié trasmitido por una nota del conde de Saint-Aulaire, había tal vez determinado a la cancillería de Viena a renovar la prohibición del 28 de agosto. Es posible que yo vaticine mal, y que el hecho que imagino no haya tenido lugar; pero dos nobles, ambos pares de Francia de Luis XVIII, y ambos perjuros eran ciertamente muy dignos de ser contra una mujer, madre de su rey legitimo, los instrumentos de tan generosa política. ¿Deberá sorprendernos que la Francia actual se confirme cada vez más en la ventajosa opinión que tiene formada de los antiguos palaciegos?

Procuré ocultar el fondo de mi pensamiento, porque la persecución había cambiado mis disposiciones relativamente al viaje de Praga; hallábame a la sazón tan deseoso de emprenderlo solo, en interés de mi soberana, que me había opuesto a verificarlo con ella cuando los caminos le estaban abiertos. Disimulé mis verdaderos sentimientos, y queriendo mantener al gobernador en la favorable voluntad de darme un pasaporte, aumenté su noble inquietud, diciéndole:

—Señor gobernador, me proponéis una cosa difícil; conocéis a la señora duquesa de Berry, y que no es mujer a quien se maneja como se quiere; si ha tomado su resolución, nada bastará a disuadirla. ¿Quién sabe? tal vez le convenga ser detenida por el emperador de Austria, su tío, Así como ha sido encarcelada por Luis Felipe, su tío. Los reyes legítimos y los reyes, ilegítimos obrarán de la misma manera: Luis Felipe habrá destronado al hijo de Enrique IV, y Francisco II impedirá la reunión de la madre y del hijo; el príncipe de Metternich relevará en su puesto al general Bugnand, y todos marcharán en admirable acuerdo.

El gobernador estaba atónito y exclamó: ¡Ah, vizconde, cuánta razón tenéis! ¡La propaganda lo ha invadido todo! ¡La juventud no nos escucha ya; ni en los Estados venecianos, ni en la Lombardía y el Piamonte! —¿Y la Romanía? repuse; ¿y Nápoles? y Sicilia? ¿y las orillas del Rin? ¿y el mundo entero?

—¡Ah! ah! ah! exclamaba el gobernador, no podemos subsistir así, siempre con la mano en la espada y con un ejército sobre las armas, sin batirnos. Entre tanto la Francia y la Inglaterra sirven de ejemplo a nuestros pueblos! ¡Se ha formado una joven Italia después de los carbonarios! ¡la joven Italia! ¿quién ha oído en tiempo alguno hablar de tal cosa?

—Señor, le dije, emplearé todos mis esfuerzos para determinar a la princesa a que os conceda algunos días; tendréis la bondad de proporcionarme un pasaporte, y solo esta condescendencia impedirá tal vez que S. A. R. siga su primera resolución.

—Tomaré a mi cargo, dijo el gobernador ya tranquilo, el permitir a la señora duquesa que pase por Venecia con dirección a Trieste; si retrasa un poco su viaje, llegará a esta ciudad al mismo tiempo que las órdenes que vais a buscar y habremos salido del compromiso. El delegado de Padua os pondrá el refrendo para Praga, y vos le dejaréis una carta, anunciándole a resolución de S. A. R. de no pasar de Trieste. ¡Qué tiempo! ¡qué tiempo! Me felicito de ser viejo, querido e ilustre vizconde, para no ver lo que sucederá.

Al insistir en la demanda de pasaporte, me acusaba interiormente de abusar quizá algo de la intachable honradez del gobernador, quien podría aparecer más culpable aun por haberme dejado ir a Bohemia que por haber cedido a la duquesa de Berry. Todo mi temor era que algún agente de la policía italiana pusiese obstáculos al refrendo. Cuando el delegado de Padua vino a mi casa, descubrí en él un semblante de secretaría, un aspecto de protocolo y un aire de

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prefectura cual pudiera tenerlo un hombre educado en las administraciones francesas. Esta capacidad burocrática me horripiló; no bien me aseguró había sido comisario del ejército de los aliados en el departamento de las Bocas del Ródano, sentí renacer mi esperanza, y ataqué a mi enemigo por el flanco de su amor propio. Le declaré que había sido muy elogiada la severa disciplina del ejército acantonado en la Provenza; nada acerca del particular había llegado a mi noticia, pero el delegado respondiéndome con una descarga de admiraciones, se apresuró a despachar mi negocio, y no bien obtuve mi refrendo, no volví a acordarme de su persona.

Carta de la princesa a Carlos X y a Enrique V.—Mr. de Montbel.— Mi carta al gobernador.—Mi partida a Praga.

Padua, 20 de septiembre de 1833.

La duquesa de Berry volvió de Catajo a las nueve de la noche, v parecía hallarse muy animada; por lo que respecta a mí, cuanto más pacífico me había mostrado, con más ahínco quería que se aceptase el combate: se nos atacaba, y nos era indispensable defendernos. Propuse sonriéndome a S. A. R. que fuese disfrazada a Praga, y que los dos robásemos a Enrique V. Solo se trataba de saber donde deberíamos depositar nuestro hurto. La Italia no nos convenía por la debilidad de los príncipes; las grandes monarquías absolutas debían ser abandonadas por mil razones; quedaban únicamente la Holanda y la Inglaterra, de las que yo prefería la primera, porque había en ella con un gobierno constitucional un rey sabio.

Aplazamos estos partidos extremos y nos detuvimos en el más razonable, que hacía recaer sobre mí todo el peso del negocio. Reducíase este a que yo partiese solo, con una carta de la princesa, y pidiese la declaración de la mayor edad, y en vista de la respuesta de los augustos parientes, enviase un correo a S. A. R. que esperaría mis despachos en Trieste. La princesa unió a su carta al anciano monarca, otra para Enrique, la que debía entregar a este con arreglo a las circunstancias. El contenido de esta carta era únicamente una protesta contra las siniestras intenciones de Praga. He aquí entrambas cartas:

Ferrara, 19 de septiembre de 1833.

«Mi querido padre, en momentos tan decisivos como los presentes para el porvenir de Enrique, permitidme me dirija a vos con toda confianza. No me he entregado a mis propias inspiraciones acerca de tan importante asunto; he querido, por el contrario, consultar en tan graves circunstancias, a los hombres que me han mostrado más adhesión y lealtad. Al frente de estos se hallaba naturalmente Mr. de Chateaubriand.

«El me ha confirmado lo que yo sabia de antemano, esto es, que todos los realistas franceses consideran indispensable para el 29 de septiembre, la publicación de un acta que consigne terminantemente los derechos y la mayoría de Enrique. Si el leal M.*** se halla en la actualidad a vuestro lado, invoco su testimonio, pues me consta es favorable a lo que aseguro.

«Mr. de Chateaubriand explanará al rey sus ideas acerca de esta acta, dice, con razón a mi entender, que es preciso consignar meramente la mayoría de Enrique y no redactar un manifiesto; creo aprobaréis esta opinión. En fin, mi querido padre, me remito a él para que llame vuestra atención, y alcance una decision sobre este punto indispensable. De esto me ocupo, os lo aseguro, mucho más de lo que me concierne, y el interés de mi Enrique, que es el de la Francia, se antepone al mío. Le he probado, a lo que creo, que sé exponerme por él a todos los peligros, y que no retrocedo ante ningún sacrificio; siempre me encontrará la misma.

«Mr. de Montbel me ha entregado a su llegada la carta que he leído con vivo

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reconocimiento: volver a veros, volver a hallar a mis hijos, será siempre el más ferviente de mis deseos. Mr. de Montbel os habrá escrito que he hecho todo lo que pedíais; espero os habrá complacido mi celo por agradaros y probaros mi respeto y cariño. Solo abrigo en la actualidad un deseo: el de hallarme en Praga el 29 de septiembre, y aunque mi salud está harto quebrantada, espero que llegaré. De todos modos, Mr. de Chateaubriand me precederá. Suplico al rey le acoja benévolo y escuche todo lo que le dirá en mi nombre. Confiad, querido padre, en todos los sentimientos, etc.

«P. D. Padua, 20 de septiembre.—Estaba ya escrita mi carta; cuando se me comunica la orden de que no prosiga mi viaje: mi sorpresa iguala a mi dolor. No puedo imaginar que semejante orden proceda del corazón del rey, porque únicamente mis enemigos han podido dictarlo. ¿Qué dirá la Francia? ¡Que triunfo para Luis Felipe! Debo acelerar la marcha del vizconde de Chateaubriand, y encargarle que diga al rey lo que me seria muy penoso escribirle en este momento.»

A. S. M. Enrique V, mi muy querido hijo. Praga.

«Padua, 29 de septiembre de 1833.

«Estaba próxima a llegar a Praga y a abrazarte, mi querido Enrique, cuando un obstáculo imprevisto viene a impedir mi viaje .

«Envió a Mr. de Chateaubriand en mi lugar, para conferenciar acerca de tus asuntos y los míos. Ten confianza, mi querido amigo, en lo que te dirá de mi parte, y no dudes de mi tierno afecto. Abrazándote con la hermana, soy

«Tu cariñosa madre y amiga

«Carolina.»

Mr. de Montbel vino desde Roma a Padua en medio de nuestras quejas. La pequeña corte de Padua lo incomodó, pues se refería a Mr. de Blacas por las órdenes de Viena. Mr. de Montbel, hombre muy moderado, no tuvo otro recurso que refugiarse cerca de mí, aunque me temía: al ver este colega de Mr. de Polignac, comprendí como había escrito, sin advertirlo, la historia del duque de Reichstadt y admirado a los archiduques a sesenta leguas de Praga destierro del duque de Burdeos. Si Mr. de Montbel había sido a propósito para hundir la monarquía de San Luis y todas las monarquías de este mundo, este fue un pequeño accidente en que no había pensado. Me mostré afable con el conde de Montbel y le hablé del Coliseo. Volvía a Viena a ponerse a la disposición del príncipe de Metternich, y a servir de intermedio en la correspondencia de Mr. de Blacas. A las once escribí al gobernador la carta convenida, no olvidando la dignidad de la princesa, no comprometiéndola en lo más mínimo y reservándole toda su libertad de acción.

«Padua, 20 de septiembre de 1833.

«Señor gobernador:

«S. A. R. la señora duquesa de Berry, accede por el momento a conformarse con las órdenes que os han sido trasmitidas. Su proyecto es ir a Venecia dirigiéndose a Trieste, y en esta ciudad, según los datos que tendré el honor de dirigirle, adoptará una resolución definitiva.

«Os ruego aceptéis mis más sinceras gracias, y la consideración con que soy, señor gobernador, vuestro más atento servidor,

«Chateaubriand.»

El delegado al leer esta carta se alegró mucho, pues saliendo la princesa de la Lombardía veneciana, él y el gobernador dejaban de ser responsables; las acciones y las tentativas de la duquesa de Berry en Trieste, eran ya de la competencia de las autoridades de la Istria o del

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Frioul; cada cual procuraba a todo trance eximirse de la desgracia: hay un juego en el que todos se apresuran a entregar al que está más inmediato un pedazo de papel ardiendo.

A las diez me despedí de la princesa, que me confiaba su suerte y la de su hijo; me hacía rey de una Francia imaginada por ella. En una aldea de Bélgica tuve cuatro votos para ocupar el trono en que se sienta el yerno de Felipe. Dije a la princesa: «Me someto a la voluntad de V. A.. R., pero temo desvanecer sus esperanzas. Nada conseguiré en Praga » A esto me respondió conduciéndome hacia la puerta y diciendo: «Partid, podéis todo.»

A las once subí al coche, la noche estaba lluviosa, y me parecía que regresaba a Venecia, porque seguía el camino de Mestre, a decir verdad, deseaba más ver de nuevo a Zanze que a Carlos X.

Diario de Padua a Praga, desde el 20 al 26 de septiembre, de 1833.— Conegliano.—Traducción del último Abencerraje.— Udine.— La condesa de

Samoyloff.— Mr. De la Ferronays.— Un sacerdote.— La Carintia.— El Drave.— Un paisanito.— Forjas.— Almuerzo en la aldea de San Miguel.

Muy sensible me fue, al pasar a Mestre hacia el fin de la noche, no poder ir al río; acaso un fanal lejano de las últimas lagunas me habría mostrado la más bella de las islas del mundo antiguo, a la manera que una débil luz descubrió a Colon la primera isla del Nuevo Mundo. En Mestre desembarqué de Venecia en mi primer viaje en 1806: fugit aetas.

Almorcé en Conegliano, donde fui obsequiado por los amigos de una señora traductora del Abencerraje, y que sin duda se parecía a Blanca: «Vio salir a una joven vestida como una de esas reinas góticas, esculpidas sobre los monumentos de nuestras antiguas abadías: una mantilla negra cubría su cabeza, y sostenía con la mano izquierda esta mantilla cruzada y cerrada como un griñón debajo de su barba, de suerte que solo se descubrían de todo su rostro sus rasgados ojos y su boca de rosa.» Pago mi deuda a la traductora de mis inspiraciones españolas, reproduciendo aquí su retrato.

Cuando subí al coche, un cura me felicitó por el Genio del Cristianismo. Atravesé en seguida el teatro de las victorias que impulsaron a Bonaparte a invadir nuestras libertades.

Udine es una hermosa ciudad; en ella vi un pórtico imitado al del palacio de los dux. Comí en la posada en el aposento que acababan de ocupar la señora condesa de Samoyloffo. Esta sobrina de la princesa de Bagration, otra injuria de los años ¿es tan bella como lo era en Roma en 1829 cuando cantaba con tanta maestría en mis conciertos? ¿Qué brisa trae de nuevo esta flor a mi camino? ¿Qué viento impele esta nube? ¡Hija del Norte! Tú gozas de la vida; ¡apresúrate! las armonías que te encamaban han cesado ya; tus días no tienen la duración del día polar.

En el registro de la fonda estaba escrito el nombre de mi noble amigo, el conde de Ferronays, que iba de Praga a Nápoles, como yo iba de Padua a Praga. El conde de la Ferronays, mi compatriota por doble titulo, puesto que es bretón y malvino, ha confundido sus destinos políticos con los míos; era embajador en San Petersburgo cuando yo era en París ministro de Negocios extranjeros; ocupó después este último destino y yo fui embajador a sus órdenes. Enviado a Roma, presenté mi dimisión al advenimiento del ministerio Polignac, y Mr. La Ferronays heredó mi embajada. Cuñado de Mr. de Blacas, es tan pobre como este es rico, ha abandonado la dignidad de par y la carrera diplomática al estallar la revolución de julio; todos le aprecian, nadie le aborrece porque su carácter es ingenuo y tolerante. En su última negociación en Praga se dejó sorprender por Carlos X, que camina a sus últimos lustros. Los viejos se complacen en hablar de bagatelas, pues nada tienen que decir que valga un ardite. Exceptuando a mi anciano rey, quisiera que se arrojase al río a todo el que no es joven; siendo yo el primero con una docena de mis amigos.

En Udine tomé el camino de Vallach y me dirigí a Bohemia por Salzburgo y Linz. Antes de

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subir los Alpes llegó a mis oídos el tañido de campanas y vi en la llanura un cimborrio iluminado. Hice preguntar la causa al postillón por conducto de un alemán de Estrasburgo, cicerone italiano en Venecia, que Jacinto me trajo para intérprete eslavo en Praga. Aquel regocijo tenía lugar porque un sacerdote que acababa de recibir las sagradas órdenes, debía celebrar su primera misa el día siguiente. ¡Cuántas veces esas campanas que proclaman hoy la unión indisoluble de un hombre con Dios, llamarán al santuario a este hombre, y a qué hora sonarán sobre su ataúd!

22 de septiembre.

Dormí casi toda la noche al ruido de los torrentes y me desperté el 22 entre las montañas. Los valles de la Carintia son agradables, pero nada ofrecen de característico; los paisanos no usan traje particular; algunas mujeres usan pieles como las húngaras; otras llevan cofias blancas en la parte posterior de la cabeza o gorros de lana azul abultados de cordones sus bordes, y que son una especie de turbantes figura de botón.

Mudé caballos en Villach, y al salir de esta parada seguí un ancho valle a orillas del Drave, que yo conocía de otro tiempo; a fuerza de pasar los ríos encontraré al fin mi último río. Lander acaba de descubrir la embocadura del Níger; el atrevido viajero ha entrado en la eternidad en el momento que nos decía que el río misterioso de África desemboca en el Océano.

A la entrada de la noche faltó poco para que fuésemos presos en la aldea de San Palermón; tratábase de arreglar el coche: un paisano colocó el tornillo a una de las ruedas en sentido opuesto y con tanta fuerza, que era imposible quitarla. Todos los peritos de la aldea y el albéitar a la cabeza, nada lograron. Un muchacho de catorce a quince años, abandona la comitiva y vuelve con un par de tenazas, separa a los trabajadores, abraza la rosca con un hilo de arenal, lo retuerce con sus tenazas, y haciendo esfuerzos en el sentido del tornillo, arranca la matriz sin el menor esfuerzo, con lo que resonó un viva general. ¿Seria algún Arquímedes? La reina de una tribu de esquimales, aquella mujer que trazaba al capitán Parry una carta de los mares polares, miraba con atención a los marineros que soltaban en la fragua pedazos de hierro y sobrepujaba en talento a toda su raza.

En la noche del 22 al 23 atravesé una masa espesa de montañas que se extendieron a mi vista hasta Salzburgo, y no obstante, estas murallas no han defendido el imperio romano. El autor de los Ensayos, hablando del Tirol, dice con su habitual viveza de imaginación; «estas montañas son un vestido que solo vemos doblado, pero que si se viese desdoblado formaría un dilatado país. Los montes que recorría parecían un acrecentamiento de las cadenas superiores, que cubriendo un vasto terreno había formado pequeños Alpes con los diferentes accidentes de los grandes.,

Grandes cascadas bajaban por todas partes, saltando sobre capas de piedra como las rocas de los Pirineos. El camino pasaba por desfiladeros apenas accesibles al carruaje. En las inmediaciones de Gemund, muchos hornos hidráulicos mezclaban el estruendo de sus morteros al del agua; de sus chimeneas salían columnas de chispas a través de la noche, y los negros bosques de abetos; a cada golpe del fuelle, los techos descubiertos de la fábrica, se iluminaban repentinamente como la cúpula de San Pedro de Roma en un día solemne. Al cruzar la cadena del Karch, fue preciso añadir tres pares de bueyes a nuestros caballos; este largo tiro, atravesando las aguas de los torrentes y las raveras inundadas parecía un puente vivo; la cordillera opuesta del Tavern estaba sepultada bajo la nieve.

El 23 a las nueve de la mañana me detuve en la linda aldea de San Miguel, situada en el fondo de un valle. Robustas muchachas austriacas me sirvieron el almuerzo en un cuarto cuyas dos ventanas miraban a las campiñas y a la iglesia de la aldea. El cementerio que rodea la iglesia, estaba separado de mí por un corral. Las cruces de madera inscritas en un semicírculo, y de las que pendían pilas de agua bendita, elevábamos sobre la yerba de las sepulturas antiguas; cinco tumbas sin yerba todavía, anunciaban cinco recientes descansos. Algunas de estas, a la manera de surco de huerta, estaban adornadas de caléndulas en flor, y las aguzanieves tras las langostas en este jardín de los muertos. Una vieja jorobada, apoyada en una muleta, atravesaba el cementerio, y se llevaba una cruz derribada; acaso la ley le permitía apropiarse aquella cruz

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para su sepultura; el leño seco en los bosques, pertenece al que lo recoge.

La dormont ignores des poetes sans gloire,

Des orateurs sans voix, des héros sans victoire 21.

¿No dormiría mejor aquí el hijo de Praga sin corona, que en la habitación del Louvre donde fue expuesto su padre?

Mi solitario almuerzo, en compañía de los viajeros acostados bajo mi ventana, hubiera sido muy agradable para mí si una muerte muy reciente no me hubiese afligido, había oído cacarear el polluelo que me fue servido. ¡Pobre pollo! ¡era tan dichoso cinco minutos antes! paseábase entre las yerbas, las legumbres y las flores; corría entre los rebaños de cabras que bajaban de las montañas; y esta noche hubiérase acostado con el sol, pues era todavía bastante pequeño para dormir bajo las alas de su madre.

Enganchado el coche, subí rodeado de las mujeres y muchachos de la posada, que parecían alegrarse de haberme visto, aunque no me conocían, y jamás volverían a verme; ¡me dirigían tantas bendiciones! No me cansa esta cordialidad alemana; no se encuentra en este país quien no salude al transeúnte, y no le desee cien cosas favorables; en Francia solo se saluda a la muerte; la insolencia es considerada como libertad e igualdad; no se manifiesta ninguna simpatía de un hombre a otro; envidiar al que viaja con un poco de deshago; ponerse en jarras, pronto a chocar con todo el que lleva gabán nuevo o camisa blanca: he aquí las señales características de la independencia nacional, sin que por esto dejemos de pasar los días en las antesalas, sufriendo las groserías de un rústico favorito de la fortuna. Esto no nos quita nuestra alta inteligencia, ni nos impide vencer con las armas en la mano, pero no se forman costumbres a priori hemos sido durante ocho siglos una gran nación militar, y el espacio de cincuenta años no ha podido cambiarnos; no hemos podido adquirir el amor verdadero de la libertad. No bien disfrutamos un momento de tranquilidad bajo un gobierno transitorio, la vieja monarquía brota con vigor, reaparece el antiguo carácter francés: somos cortesanos y soldados nada más.

Garganta de Tavern.— Cementerio.— Atala: ¡cuán cambiada! — La aurora.— Salzburgo.—Revista militar.— Felicidad de los aldeanos.— Woknabruck.—

Plancouet y mi abuela.— Noche.— Ciudades de Alemania y ciudades de Italia.— Linz.

23 y 24 de septiembre de 1833.

La última serie de montañas que limita la provincia de Salzburgo tiene una inmensa altura. El Tavern tiene ventisqueros: sus mesas se parecen a todas las de los Alpes; pero especialmente a las del San Gotardo. En estos parajes, cubiertos de un musgo verdoso y helado, elévase un calvario, con suelo siempre pronto: refugio eterno de los desgraciados. Alrededor de este calvario yacen las victimas de las nieves.

¿Cuáles eran las esperanzas de los viajeros que como yo pasaban, por este lugar, cuando les sorprendió la tormenta? ¿quiénes son? ¿quién les ha llorado? ¿Cómo descansan allí tan lejas de su familia, de su patria, escuchando todos los inviernos el mugido de las tempestades, cuyos huracanes les arrebataron de la tierra? Pero duermen al pie de la cruz; Jesucristo, su compañero solitario, su único amigo, pendiente del madero sagrado, se inclina hacia ellos, se cubre de las mismas escarchas que blanquean sus sepulcros, y en la mansión celestial los presentará a su padre y los calentará en su seno.

La bajada del Tavern es larga, áspera y peligrosa, lo que me complacía mucho, porque

21 Allí duermen ignorados poetas sin gloria, oradores sin elocuencia, y héroes sin victoria.

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recuerda unas veces por sus cascadas y puentes de madera, otras por sus deliciosas angosturas el valle del puente de España en Ganterets o la vertiente del Simplón en Domo d'Ossola; pero no conduce a Granada ni a Nápoles. No se encuentra en la parte inferior ni lagos magníficos ni naranjos; es harto inútil tomarse tanta molestia para llegar a campos sembrados de patatas. En el descanso, a la mitad de la pendiente, me encontré en familia en el cuarto de la posada, cuyas paredes adornaban las aventuras de Atala en seis láminas. Mi hija no sospechaba que yo pasaría por allí, ni yo esperaba hallar un objeto tan querido al borde de un torrente, llamado según creo, el Dragón. ¡Cuán vieja, cuán fea y mudada estaba la pobre Atala! Descollaban sobre su cabeza grandes plumas y cubría su talle un jubón mezquino y ridículo, a semejanza de las señoras salvajes del teatro de la Gaité. La vanidad todo lo convierte en moneda; yo me enorgullecía detente de mis obras en la Carintia como el cardenal Mazarín delante de los cuadros de su galería. Tentado me sentía de decir a mi huésped: «¡Yo he hecho todo esto!» Me fue preciso separarme de mi primogénita, aunque con menos trabajo que en la isla del Ohio.

Hasta Wesfen nada atrajo mi atención, a no ser el método usado para secar el heno; clávanse en el suelo unas estacas de quince a veinte pies de altura; rodean estas de heno sin apretarlo demasiado, y de esta manera se seca ennegreciéndose. Estas columnas parecen a cierta distancia cipreses o trofeos plantados en memoria de las flores segadas en estos valles.

Martes, 24 de septiembre.

La Alemania ha querido vengarse de mi mal humor contra ella. En la llanura del Salzburgo, el 24 el sol salió al Este de las montañas que dejaba a mi espalda: las cimas de algunos peñascos se doraban en sus primeros resplandores en extremo suaves, y las sombras se mecían aun en las llanuras, medio verdes, medio labradas, de las que se levantaba un humo parecido al vapor del sudor humano. El castillo de Salzburgo, aumentando la cúspide del montecillo que domina la ciudad, dibujaba en el cielo azul sus blancos relieves. Con la ascensión del sol, salían del seno de la fresca exhalación del rocío las alamedas, los bosques, las casas fabricadas de ladrillo, las cabañas blancas, las torres de la edad media, derruidas y maltratadas, viejos campeones de los pasados tiempos, heridos en la cabeza y en el pecho, que permanecen aislados en el campo de batalla de los siglos. La luz de otoño de este cuadro tenía el color violeta de las antigüedades que esparcía en esta estación, y de que estaban cubiertos los prados a lo largo del Saltz. Las bandadas de cuervos que dejaban las yedras y los agujeros de las ruinas, bajaban a los barbechos, y sus alas reflejaban los albores de la mañana.

Celebrábase la fiesta de San Ruperto, tutelar de Salzburgo. Las aldeanas iban al mercado vestidas a la usanza de su aldea; su rubia cabellera y su nevada frente se ocultaban bajo una especie de cascos de oro, adorno que agraciaba a las germanas. Cuando atravesé la ciudad, limpia y hermosa, vi en un campo dos o tres mil hombres de infantería, a quienes pasaba revista un general con su estado mayor. Aquellas filas blancas que surcaban un musgo verde, y el resplandor de las armas del sol naciente, formaban una pompa digna de estos pueblos pintados, o por mejor decir, cantados por Tácito. Marte el Teutón ofrecía un sacrificio a la Aurora. ¿Qué hacían en este tiempo mis gondoleros de Venecia? Regocijábanse como las golondrinas después de la noche a la naciente aurora, y se preparaban a hender la superficie del agua: y en la noche se entregarán a la alegría, a las barcarolas y a los amores. Cada pueblo tiene su peculiar patrimonio, los unos brillan por la fuerza, los otros por los placeres; los Alpes hacen el repartimiento.

Desde Salzburgo hasta Linz, el campo es abundante, y el horizonte se muestra a la derecha erizado de montañas. Las cercas de pinos y de hayas, oasis agrestes y parecidos, ostentan un cultivo bien entendido y variado. Rebaños de diferentes especies, aldeas, iglesias, oratorios y cruces pueblan y animan el paisaje.

Después de haber pasado el radio en que se celebraba la fiesta de San Ruperto, (las fiestas entre los hombres duran poco, y no abarcan mucho terreno) encontramos a las gentes en los campos ocupadas en las sementeras de otoño y en la cosecha de las patatas. Estas poblaciones rústicas mejor vestidas, eran más cultas y parecían más felices que las nuestras. No alteremos el

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orden, la paz y las virtudes sencillas de que gozan bajo el pretexto de sustituir los bienes políticos, que ni son concebidos ni experimentados del mismo modo por todos. La humanidad entera comprende la alegría del hogar, las afecciones de familia, la abundancia de la vida y la sencillez del corazón y la religión.

El francés, tan amante de las mujeres, prescinde de ellas en multitud de cuidados y trabajos; pero el alemán no puede vivir sin su compañera, la emplea y lleva consigo a todas parles; a la guerra como a las faenas del campo, al festín como al duelo.

En Alemania, hasta los brutos participan del carácter templado de sus razonables dueños. Cuando se viaja, es curioso observar el aspecto de los animales. Puede juzgarse de antemano de las costumbres y pasiones de los habitantes de un país, por la blandura o la malicia, por el aspecto manso o feroz, por el aire de alegría o de tristeza de esta parte animada de la creación que Dios ha sometido a nuestro imperio.

Un contratiempo ocurrido a mi coche me obligó a detenerme en Wottnabrück. Recorriendo la posada, una puerta trasera me descubrió la entrada de un canal, más allá del cual se extendían praderas cubiertas de largas piezas de tela cruda. Un río, que regaba el pie de vastas colinas, servía de ceñidor a estos prados. No sé que oculta sensación me recordó la aldea de Plancouet, donde en mi niñez me había sonreído la felicidad. ¡Sombras de mis ancianos padres, no os esperaba en estas orillas! os acercáis a mí porque me acerco al sepulcro vuestro asilo; pronto nos encontraremos. Mi buena tía, ¿cantáis todavía en las márgenes del Leteo vuestra canción del Gavilán y la Golondrina. Habéis hallado en la mansión de los muertos al versátil Tremigón, como Dido vio a Eneas en la región de los Manes?

Cuando salí de Woknabrück espiraba el día; el sol me entregó a su hermana, y matizaba los cielos una luz de un colorido y suavidad indefinibles. Pronto la luna reinó sola; deseaba tal vez reanudar nuestra conversación de los bosques de Haselbach., pero me era indiferente en aquellos momentos. Prefería a Venus que se dejó ver a las dos de la madrugada del 25, tan hermosa como entre las auroras en que la con templaba implorándola en los mares de la Grecia.

Dejando a derecha e izquierda muchos misteriosos bosquecillos, riachuelos y valles, atravesé a Lambac, Wells y Neubau, pequeñas ciudades nuevas con casas sin techo a la italiana. En una de estas casas se oía una música Agradable, y las jóvenes se asomaban a las ventanas; en tiempo de los marabeduos no sucedía así.

En Las ciudades alemanas las calles son anchas y alineadas como las tiendas de un campamento o las filas de un batallón; los mercados son espaciosos y las plazas de armas dilatadas; necesítase de sol y todo se practica en público.

En las ciudades italianas las calles son estrechas y tortuosas, los mercados pequeños y las plazas de armas reducidas; necesítase de sombra y todo se practica en secreto.

En Linz, mi pasaporte fue refrendado sin dificultad.

El Danubio.— Waldmunchen.— Bosques.— Combourg.— Lucila.— Viajeros.— Praga.

24 y 25 de septiembre de 1833.

Atravesé el Danubio a las tres de la mañana; en verano le dije lo que no podía decirle ya en otoño, porque ni él estaba en sus mismas aguas, ni yo en mis mismas horas. Dejé lejos a mi izquierda mi buena aldea de Waldmunchen, con sus piaras de cerdos, el pastor Eumeo y la joven paisana que me miraba detrás de su padre; la sepultura del cementerio estará ocupada ya, y el difunto habrá sido devorado por algunos millares de gusanos, por haber tenido el honor de ser hombre.

Mr. y Mad. de Bauffremont llegaron a Linz anticipándose a mí algunas horas, y a su vez

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habían sido precedidos de muchos realistas; mensajeros de paz, creían que la princesa caminaba tranquilamente a su espalda, mientras yo seguía a todos como la discordia, con nuevas de guerra.

La princesa de Bauffremont, nacida en Montmorency, iba a Butschirad a cumplimentar a los reyes de Francia, Borbones: nada más natural.

El 25 al cerrar la noche, entré en los bosques. Las cornejas chillaban en el aire, arremolinándose sobre los árboles cuyas copas se preparaban a coronar. Heme aquí rejuvenecido: vuelvo a ver las cornejas del mayo de Combourg, y creo volver a mi vida de familia en el antiguo castillo: ¡oh recuerdos! atravesáis el corazón con un cuchillo; ¡oh mi Lucila! ¡cuántos años nos han separado! La muchedumbre de mis días ha pasado ya, y al disiparse me permite ver mejor su imagen.

Hallábame de noche en Thabor, cuya plaza rodeada de arcadas, me pareció inmensa, pero la luz de la luna es falaz.

El 26 por la mañana, una niebla nos envolvió en su soledad sin límites; a las diez me pareció que pasaba entre dos lagos: hallábame a pocas leguas de. Praga.

La niebla desapareció. Las cercanías de esta capital son más animadas por el camino de Linz que por el de Ratisbona, y se descubren aldeas y castillos con cercados y estanques. Encontré una mujer de semblante piadoso y resignado, abrumada bajo el peso de un enorme cestón; dos viejas vendían algunas manzanas al borde de un foso: una joven y un joven sentados sobre la yerba, este fumando, aquella alegre, pasando el día al lado de su amigo, y la noche en sus brazos; unos niños a la puerta de una cabaña que jugaban con sus gatos, o conducían ánades; unos pavos enjaulados que iban a Praga, como yo, para la mayoría de Enrique V, y finalmente, un pastor que tocaba su trompeta, mientras Jacinto, Bautista, el cicerone de Venecia y mi excelencia nos mecíamos en nuestro coche recompuesto; he aquí los destinos de la vida; no daría un bledo por lo mejor.

La Bohemia no me ofrecía ya nada nuevo; mis ideas estaban fijas en Praga.

Praga, 29 de septiembre de 1833.

El día subsiguiente de mi llegada a Praga, envié a Jacinto a llevar una carta a la señora duquesa de Berry, a quien, según mis cálculos, debía encontrar en Trieste. Esta carta decía a la princesa «que yo había encontrado la familia real en camino para Leoben; que muchos jóvenes franceses habían llegado para la época de la mayoría de Enrique, y que el rey les evitaba; que había visto a la señora delfina, que me había invitado a dirigirme inmediatamente a Butschirad, donde todavía se hallaba Carlos X; que no había visto a la señorita, porque estaba un poco indispuesta, pero que me habían hecho entrar en su cuarto, cuyas vidrieras estaban cerradas; que me había alargado en la oscuridad su mano ardiente rogándome salvase a todos.

«Que me había encaminado a Butschirad; que había visto a Mr. de Blacas y hablado con él acerca de la declaración de la mayoría de Enrique V: que introducido en la regia cámara había hallado dormido al rey, y que habiéndole en seguida presentado la carta de la señora duquesa de Berry, me había parecido muy contrario a mi augusta cliente, y que por lo demás, la pequeña acta redactada por mí acerca de la mayoría parecía haberle agradado.»

La carta terminaba con el siguiente párrafo:

«Ahora señora, no debo ocultaros que hay mucho mal en todo esto. Nuestros enemigos se reirán con razón si nos viesen disputarnos un trono sin reina, un cetro

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que no es sino el báculo en que apoyábamos nuestros pasos en nuestra peregrinación, larga tal vez, de nuestro destierro. Todos los inconvenientes están en la educación de vuestro hijo, y no veo probabilidad alguna de que mejore. Regreso, pues, al seno pobre que Mad. de Chateaubriand mantiene: allí estaré siempre a vuestras órdenes. Si algún día sois dueña absoluta de Enrique, si persistís en la creencia de que este precioso depósito puede serme entregado, me consideraré tan feliz como honrado, consagrándole mis últimos días: pero no puedo encargarme de tan abrumadora responsabilidad sino a condición de ser, bajo vuestros consejos, enteramente libre en mis elecciones e ideas, colocándome en un país independiente, fuera del círculo de las monarquías absolutas.»

En la carta incluía esta copia de mi proyecto de declaración de la mayoría:

«Nos, Enrique V, habiendo llegado a la edad en que las leyes del reino fijan la mayoría del heredero del trono, queremos que el primer acto de esta mayoría sea una protesta solemne contra la usurpación de Luis Felipe, duque de Orleans. En su consecuencia, y por acuerdo de nuestro consejo, publicamos la presente acta para el sostén de nuestros derechos y los de los franceses. Dado a los treinta días de septiembre del año de gracia de mil ochocientos treinta y tres.»

Mad. de Gontaut.— Jóvenes franceses.— Mad. la delfina.— Excursión a Butscbirad.

Praga, 30 de septiembre de 1833.

Mi carta a Mad. la duquesa de Berry indicaba los hechos generales, sin entrar en sus detalles.

Al ver a Mad. de Gontaut entre las maletas medio hechas y las vacas abiertas, se arrojó a mi cuello sollozando: «¡Salvadme! ¡Salvadnos!, decía. «¿Y de qué he de salvaros, señora? Llego ahora y no sé absolutamente nada.» Hradschin estaba desierta; parecía se habían producido las jornadas de julio y el abandono de las Tullerías, como si las revoluciones saliesen al encuentro de la raza proscripta.

Algunos jóvenes vinieron a felicitar a Enrique en el día de su mayoría; muchos de ellos estaban sentenciados a muerte, otros heridos en la Vendée, y casi todos pobres se vieron precisados a escotar entre sí a fin de traer a Praga la expresión de su fidelidad. Al momento una orden les cierra las fronteras de la Bohemia. Aquellos que consiguieron llegar a Butschirad, no fueron recibidos sino después de grandes esfuerzos, pues la etiqueta les cerró el paso, como los señores gentiles hombres de cámara defendían en Saint-Cloud la puerta del gabinete de Carlos X, mientras que la revolución entraba por las ventanas. Declaran a estos jóvenes que el rey va a marcharse y que no estará en Praga el 29. Los caballos están encargados, y la familia real emprende su marcha. Si los viajeros obtienen al fin el permiso de pronunciar con celeridad un cumplimiento, se les escucha con temor. No se ofrece ni un vaso de agua a la escasa tropa fiel, no se la convida a la mesa del huérfano a quien ha venido a buscar desde tan lejos, y se ve reducida a beber en una taberna a la salud de Enrique. Húyese delante de un puñado de vendeanos como se dispersaron delante de un centenar de héroes de julio.

¿Y cuál es el precepto de este sálvese el que pueda? Se sale al encuentro de la duquesa de Berry, se cita a la princesa en un camino real para mostrarla a escondidas a su hija y a su hijo. ¿No es harto culpable? Ella se obstina en reclamar para Enrique un título vano. Para salir de la posición más sencilla, se ostenta a los ojos del Austria y de la Francia (si es que la Francia

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conoce estas miserias) un espectáculo que convertiría a la legitimidad ya demasiado abatida, en la desolación de sus amigos, y en blanco de las calumnias de sus enemigos.

Mad. la delfina conoce los inconvenientes de la educación de Enrique V, y sus virtudes se desahogan en lágrimas como el cielo envía por la noche el rocío. El corto momento de audiencia que me concedió no le permitió hablarme de mi carta de París del 30 de junio: al verme pareció conmoverse.

En los rigores de la Providencia, parecía ocultarse en medio de la salvación; la expatriación separa al huérfano de lo que amenazaba perderle en las Tullerías; en la escuela de la adversidad hubiera podido ser educado por algunos hombres del orden social, aptos para instruirle en la nueva soberanía. En lugar de tomar estos maestros del momento lejos de mejorar la educación de Enrique V, se empeora más por la intimidad que produce la vida reducida de familia: en las noches de invierno, los viejos revolviendo los siglos en el rincón del fuego, enseñan al niño aquellos días cuyo sol no volverá a amanecer y le transforman la crónica de San Dionisio en cuentos de nodriza: los dos primeros barones de la edad moderna, la libertad y la igualdad podrían muy bien obligar a Enrique sin tierra a otorgar una gran carta.

La delfina me había encargado hiciese el viaje a Butschirad: los señores Dufougerais y Nugeaut me llevaron en comisión cerca de Carlos X, la misma tarde de mi llegada a Praga. A la cabeza de la diputación de los jóvenes, marchaba a ajustar las negociaciones entabladas con motivo de la presentación. El primero complicado un mi proceso ante el tribunal d'Assises, había defendido su causa ron mucho talento; el segundo acababa de sufrir un arresto de ocho meses por delito de prensa realista. El autor del Genio del Cristianismo tuvo, pues el honor de volver al lado del rey cristianísimo en un coche espacioso entre el autor de la Mode y el autor del Revenant.

Butschirad.—Sueño de Carlos X.—Enrique V.—Recibimiento de los jóvenes.

Praga, 30 de septiembre de 1833.

Butschirad es una gran ciudad del ducado de Toscana, a seis leguas de Praga en el camino de Carlsbad. Los príncipes austriacos tienen sus bienes patrimoniales en su país, y no son al otro lado de los Alpes sino poseedores vitalicios que tienen la Italia en arriendo: se llega a Butschirad por un triple paseo de manzanos. La ciudad no anuncia cosa notable. Se asemeja con sus campos a una hermosa quinta, y domina en medio de una llanura desnuda, un lugarejo rodeado de árboles verdes y una torre. El interior de la habitación es al contrario de Italia bajo el 50º de latitud, grandes salones sin chimeneas y sin estufas. Las habitación es están pobremente adornadas con los despojos de Holy Rood. El palacio de Jacobo II, que amuebló de nuevo Carlos X, proporcionó en Butschirad los sillones y tapices.

El rey tenía calentura y estaba acostado cuando llegué a Butschirad, el 27 a las ocho de la noche, monsieur de Blacas me hizo entrar en la cámara de Carlos X, según dije a la duquesa de Berry. Una lamparilla alumbraba sobre la chimenea, y no oía en el silencio de las tinieblas más que la respiración fuerte del trigésimo quinto sucesor de Hugo Capeto. ¡Oh mi anciano rey! vuestro sueño es penoso; el tiempo y las desgracias, graves pesadillas se han apoderado de vuestro pecho. Un joven se acercaría a la cama de su esposa con menos amor que yo siento respeto, al acercarme a vuestro lecho solitario con leve paso. ¡Al menos yo no era un mal sueño como aquel que os despertó para ir a ver espirar a vuestro hijo! Os dirigía interiormente estas palabras que no hubiera podido pronunciar tan alto sin derramar lágrimas. «¡El cielo os guarde de todo mal venidero! ¡Dormid en paz estas noches inmediatas a vuestro último sueño! Bastante tiempo vuestras vigilias han sido las del dolor. Que este lecho del destierro pierda su dureza aguardando la visita de Dios, pues él únicamente puede hacer ligera a vuestros huesos la tierra extranjera.

Sí, hubiera dado con placer toda mi sangre para hacer posible la legitimidad en Francia. Me

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había figurado que sucedería con la antigua soberanía lo que con la vara seca de Aarón, arrebatada del templo de Jerusalén, que reverdeció y dio las flores del almendro, símbolo de la renovación de la alianza. No me detengo en ahogar mis pesares, en contener las lágrimas con las que quisiera borrar la última huella de los reales dolores. Las conmociones que experimento en diverso sentido y por las mismas personas, manifiestan la sinceridad con que están escritas estas Memorias. Carlos X como hombre me enternece, como monarca me ofende; me dejo Nevar de estas dos impresiones a medida que se suceden, sin, cuidarme de conciliarias.

El 28 de septiembre después que Carlos X me recibió por la mañana en su lecho, Enrique V, me mandó llamar aunque no había pedido audiencia para verle. Le dije algunas palabras respetuosas sobre su mayoría y sobre aquellos leales franceses cuyo entusiasmo le había ofrecido unas espuelas de oro.

Además de esto es imposible ser mejor tratado que lo fui en esta ocasión. Mi llegada no había esparcido la alarma, y se temía la vuelta de mi viaje a París. Para mí fueron todas las atenciones, lo, demás, se olvidé. Mis compañeros dispersos murieron de hambre y de sed, vagaban en los corredores, las escaleras, los pasillos del palacio en medio del espanto de los amos de la casa y de los preparativos para su evasión. Se oían juramentos y risotadas.

La guardia austriaca admirándose de estos individuos con bigotes y traje de aldeanos, sospechaba fuesen soldados franceses disfrazados, dispuestos a hacerse dueños de la Bohemia por sorpresa.

Durante esta tempestad exterior, Carlos X me decía dentro: «Me he ocupado de corregir el acta de mi gobierno en París. Tendréis por colega a Mr. de Villele, como lo habéis pedido, al marqués de Latour-Maubourg y al canciller.»

Di gracias al rey por sus bondades admirando las ilusiones de este mundo. Cuando la sociedad se desploma, cuando las monarquías se hunden, cuando la faz de la tierra se renueva, Carlos establece en Praga un gobierno para Francia, oído el parecer de su consejo. No nos burlemos demasiado; ¿quién de nosotros no abriga sus ilusiones? ¿quién de nosotros no da cebo a nacientes esperanzas? ¿quién de nosotros no tiene su gobierno in petto oído el parecer de sus pasiones? La ironía no me sienta bien, a mi hombre de ensueños. Estas Memorias que emborrono aceleradamente ¿no son también mi gobierno oído el parecer de mi vanidad? ¿No creo hablar muy formalmente al porvenir, tan poco a mi disposición como la Francia lo está a las órdenes de Carlos X?

El cardenal LatiI, no queriendo encontrarse en la zarracina, había ido a pasar algunos días a casa del duque de Rohan. Mr. de Foresta pasaba misteriosamente con una cartera debajo del brazo; Mad. de Bouillé me hacia profundas cortesías como una persona de partido con los ojos bajos que creían ver al través de sus párpados. Mad. la Villate esperaba recibir su licencia, se trataba ya de Mr. de Baraude, quien se lisonjeaba en vano de volver a entrar en el favor y vivir arrinconado en Praga.

Fui a presentar mis respetos al delfín. Nuestra conversación fue breve.

—¿Cómo se encuentra monseñor en Butschirad?

—Envejeciendo.

—Como todo el mundo, monseñor.

—¿Y vuestra esposa?

—Monseñor, tiene dolor de muelas.

—¿Es ilusión?

—No, monseñor; el tiempo.

—¿Coméis con el rey? Nos volveremos a ver.»

Y nos separamos.

La escalera y la paisana.— Comida en Butschirad.— Madama de Narbona.— Enrique V.— Partida de whist.— Carlos X. — Mi incredulidad sobre la

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declaración de mayoría.— Lectura de periódicos.—Escena de jóvenes en Praga.— Salgo para Francia.— Paso en Butschirad la noche.

Praga, 28 y 29 de septiembre de 1833.

A las tres de la tarde estaba ya libre, y se comía a las seis. No sabiendo que hacer hasta esa hora, me paseé por las calles de manzanos dignos de la Normandía. La cosecha del fruto de estas falsas naranjas, asciende en los buenos años a la suma de diez y ocho mil francos. Las camuesas se exportan para Inglaterra. No hacen de ellas cidra, pues el monopolio de la cerveza en Bohemia se opone a ello. Según Tácito, los germanos usaban palabras para significar la primavera, el verano y el invierno y no tenían para explicar el otoño, cuyo nombre y existencia ignoraban: nomen ac bona ignorantur. Desde los tiempos de Tácito les ha sobrevenido una Pomona.

Rendido de fatiga me senté en el peldaño de una escalera apoyado en el tronco de un manzano. Pensaba entonces en la claraboya del palacio de Butschirad o en la balaustrada de la cámara del consejo. Mirando el techo que cubría la triple generación de mis reyes, me acordaba de aquellas lamentaciones del árabe Macual: «Aquí hemos visto desaparecer bajo el horizonte, las estrellas que nos era grato ver levantarse en el cielo de nuestra patria.»

Abrumado con estas tristes ideas me dormí. Una voz dulce me despertó. Una lugareña bohemia venía a recoger manzanas; la cual adelantando el pecho y levantando la cabeza me hacía un saludo eslavo con una sonrisa de reina; vuelto de mi sueño, la dije en francés: «¡Sois muy hermosa, os doy gracias!» Noté en su rostro que me había comprendido; las manzanas; sirven siempre para algo en mis encuentros con las bohemias. Bajé de mi escalera como uno de esos condenados de los tiempos feudales libertado por la presencia de una joven. Pensando en la Normandía, en Dieppe, en Fervaques y en la mar, volví a tomar el camino del Trianón de la vejez de Carlos X.

Nos sentamos a la mesa: el príncipe y la princesa de Bauffremont, el duque y la duquesa de Narbona, Mr. de Blacas, Mr. de Damas, Mr. O'Hegerty, yo, el delfín y Enrique V, hubiera deseado más ver en ella a las jóvenes que a mí. Carlos X, no comió, preparábase para marchar al día siguiente. El banquete fue animado, gracias a la conversación del joven príncipe que no cesó de hablar de su paseo a caballo, de las calaveradas de su caballo sobre el césped, de los relinchos de su caballo en las tierras labradas. Esta conversación era muy natural, y sin embargo me afligia, preferia nuestra antigua conversación acerca de viajes e historia.

El rey se acercó y habló conmigo dándome repetidas gracias por la nota de la mayoría; le agradaba porque dejando a un lado las abdicaciónes como cosa consumada, no exigia otra firma que la de Enrique, la cual no reavivaba ninguna herida. según Carlos X, la declaración se mandaria a Viena a Mr. Pastoret antes de mi vuelta a Francia, a esto me incliné con una sonrisa de incredulidad. S. M. después de haberme tocado a la espalda como tenía de costumbre: «¿Chateaubriand, adónde vais ahora?

—A. París, neciamente, señor. No, neciamente replicó el rey buscando con una especie de inquietud el objeto de mi pensamiento.

Trajeron los periódicos, y el delfín apoderose de las gacetas inglesas: de repente, en medio de un profundo silenció tradujo en alta voz este fragmento del Times: «aquí está el barón de *** cuatro pies de estatura, de setenta y cinco años de edad y tan fuerte como hace cincuenta años.» Y en seguida calló.

El rey se retiró, y Mr. de Blacas me dijo: «Deberíais venir con nosotros a Leoben.» La proposición no era importante. Por otra parte, yo no tenía el menor deseo de asistir a escenas de familia; no quería ni ver a los parientes ni mezclarme en reconciliaciones peligrosas. Cuando divisé la probabilidad de llegar a ser el favorito de uno de los dos poderes, me estremecí; la posta no me parecía bastante veloz para alejarme de mis honores posibles. La sombra de la fortuna me hace temblar, como la sombra del caballo de Richard hacia temblar a los filisteos.

El siguiente día .28 me encerré en la fonda de los Baños y escribí mi despacho a Madama, y

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en la misma tarde Jacinto había marchado a llevarlo.

El 29 fui a ver al conde y la condesa de Chotek, a quienes encontré confundidos con el laberinto de la corte de Carlos X. El gran burgrave enviaba muchos correos para que se levantasen las consignas que retenían los jóvenes en las fronteras. Además a aquellos que se les veía en las calles de Praga, no habían perdido nada de su carácter francés; un legitimista y un republicano, prescindiendo de la política son los mismos hombres: aquello era un barullo; una burla, una común alegría. Los viajeros venían a mi casa a contarme sus aventuras. Mr.*** recorrió a Fráncfort con un cicerone alemán muy contento de los franceses. Mr.*** le preguntó la causa, el cicerone le respondió en mal francés. «Los franceses huyeron a Frankfort, bebían el vino y hacían el amor a las mujeres hermosas persiguiéndolas.» El general Archercau impuso cuarenta y un millones de contribución a Frankfort.

He aquí las razón es porque aman tanto a los franceses en Frankfort.

Un gran almuerzo se sirvió en mi posada; los ricos pagaron el escote de los pobres. A orillas del Moldan se bebió vino de Champagne a la salud de Enrique V, que a la sazón viajaba con su abuelo, temeroso de oír los brindis dirigidos a su corona. A las ocho, concluidos mis negocios, subí a mi coche protestando no volver en mi vida a Bohemia.

Se ha dicho que Carlos X, había tenido intención de retirarse a un convento, había casos de esta determinación en su familia. Richer, fraile de Senones, y Geoffroy de Beaulieu, confesor de San Luis, cuentan, que este hombre grande había pensado encerrarse en un claustro, cuando su hijo tuviese la edad para reemplazarle en el trono. Cristino de Pisau, dice que Carlos V: «El sabio rey interiormente había deliberado que si vivía para cuando su hijo el delfín tuviese edad de ceñir la corona le cedería el reino y se haría cura.» Si semejantes príncipes hubiesen abandonado el cetro, hubieran faltado como tutores a sus hijos, y sin embargo, permaneciendo reyes, ¿han sido sus sucesores dignos de ellos?¿Qué fue Felipe el Atrevido al lado de San Luis? Toda la sabiduria de Carlos V, se convirtió en necedad en su heredero.

A las diez de la noche pasé delante de Bustchirad, en el silencioso campo alumbrado por la luna. Diviso la mole confusa de la ciudad, de la aldea, y del ruinoso edificio que habita el delfín, el resto de la familia real viaja. Tan profundo aislamiento me pasma; este hombre (lo he dicho ya) posee virtudes: moderado en política, alimenta pocas preocupaciones; no tiene en las venas sino una gota de sangre de San Luis, pero la tiene; su probidad es sin igual, y su palabra inviolable como la de Dios. Naturalmente animoso su propiedad filial le perdió en Rambouillet. Valiente y generoso en España, tuvo la gloria de devolver un trono a su pariente y no pudo conservar el suyo. Luis Antonio, después de las jornadas de julio, pensó pedir un asilo en Andalucía, pero Fernando sin duda se le hubiera rehusado. El marido de la hija de Luis XVI murió en un pueblo de Bohemia; un perro cuyo ladrido oigo, es el único guarda del príncipe: el cerbero también ladra en las sombras, en las regiones de la muerte, del silencio y de la noche.

Nunca he podido volver a ver en mi larga vida mis hogares paternos; no he podido fijarme en Roma donde deseaba tanto morir; las ochocientas leguas que acabo de andar, comprendiendo en ellas mi primer viaje a Bohemia me hubieran conducido a las más bellas ciudades de la Grecia, de Italia y de España. He devorado ese camino y he disipado mis últimos días para volver a esta tierra fría y oscura: ¿en qué he ofendido al cielo?

Entré en Praga el 26 a las cuatro de la tarde y me apeé en la fonda de los Baños. No vi a la joven criada sajona, pues había vuelto a Dresde a consolar con sus cantos italianos los cuadros desterrados de Rafael.

Encuentro en Schlau.— Carlsbad abandonada.— Hollfeld. — Bamberg: el bibliotecario y la joven.— Mis diferentes San Franciscos.— Prueba de

religión.— La Francia.

Desde el 29 de septiembre hasta 6 de octubre de 1833.

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En Schlau, a media noche, delante de la fonda de Posta, un coche cambiaba de caballos. Habiendo oído hablar francés, me asomé ala ventanilla de mi carruaje y dije: «Señores, ¿vais a Praga? Ya no encontrareis allí a Carlos X, pues ha marchado con Enrique V:» y dije mi nombre.—¡Cómo! ¿ha marchado? exclamaron muchas voces a la vez. ¡Adelante, postillón! adelante.»

Mis ocho compatriotas detenidos al pronto en Egra, obtuvieron el permiso de continuar su camino, pero acompañados de un oficial de policía. Fue curioso mi encuentro en 1833 con el convoy de servidores del trono y del altar expedido por la legitimidad francesa escoltados por un municipal. En 1822 había visto pasar en Verona cuerdas de carbonarios acompañados de gendarmes. ¿Qué quieren pues los soberanos? ¿A, quién reconocen por amigos? ¿Temen acaso la excesiva muchedumbre de sus partidarios? En lugar de estar reconocidos a la fidelidad, tratan a hombres adictos a su trono como a propagandistas y revolucionarios.,

El maestro de posta de Schlau acababa de inventar el acordeón, y me vendió uno. Toda la noche hice trabajar al fuelle cuyo sonido me recordaba el mundo 22.

Carlsbad (lo atravesé el 30 de septiembre) estaba desierto como un teatro concluida la función. En Egra volví a encontrar el recaudador que me hizo caer de la locura en que estaba en el mes de junio con una dama de la compañía romana.

En Hollfeld no había ni picapedreros ni jóvenes esportilleros, por lo que me entristecí. Tal es mi naturaleza: idealizo los personajes reales y personifico los pensamientos separando la materia y la inteligencia, una joven y un pájaro componen hoy el conjunto de seres de mi creación; de que mi imaginación está poblada como esos insectillos que se gozan en un rayo de sol. Perdonad, hablo de mí y lo noto demasiado tarde.

He aquí a Bamberg. Padua me hizo recordar a Tito Livio; en Bamberg, el padre Horrion volvió a encontrar la primera parte de la tercera, y de la trigésima entrega de la historia romana. Mientras cenaba en la patria de Joaquín Camerario y de Gavio, el bibliotecario de la ciudad vino a saludarme a causa de mi fama, la primera del mundo, según él, lo que me regocijó mucho, y poco después se presentó un general bávaro. En la puerta de la fonda, la muchedumbre me rodeó al tiempo de montar en mi coche. Una joven se había colocado sobre un guarda cantón como la Santa Viuda para ver pasar al duque de Guisa. Estaba riéndose: «¿Os burláis de mi?» le dije.—«No, me respondió en francés con acento alemán, ¡me río porque estoy tan contenta!»

Desde 1º hasta el 4 de octubre vi de nuevo los lugares que había visto tres meses antes. El 4 pasé la frontera de Francia. El día de San Francisco es todos los años para mí un día de examen de conciencia, me pregunto dónde estaba, qué hacia cada aniversario anterior. Este año de 1833

22 Recibí de Perigueux el 14 de noviembre la carta siguiente: prescindiendo de mi elogio, ella

justifica los hechos que he relaciónado.

Perigeaux, 10 noviembre de 1833.

«Señor Vizconde:

«No puedo resistir al deseo de manifestar todo el presar que experimenté el luues 28 de octubre cuando me anunciaron vuestra ausencia. Me presentó en vuestra casa solo por tenerel honor de rendiros mis homenages y conversar algunos momentos a quien he consagrado toda mi admiración. Precisado a volver a marchar de París, adonde quizá no debo volver mas, hubiera sido muy dulce para mí veros de nuevo. Cuando a pesar de la medianía de la fortuna de, mi familia emprondí el viaje de Praga, contaba en el número de mis esperanzas la de touer el honor de hacerme conocer de vos. Y sin embargo, señor vizconde, esa esperanza se me frustró, pues no pude varos: yo era uno de los ocho jóvenes que encontrásteis a media noche en Schlau, cerca de Praga. Llegábamos después de haber sido por espacio de cinco boras mortales, victimas de la intriga que después nos revelaron. Aquel encuentro, ensomejante lugar y a tal hora tiene algo de estraño, y no se borrará jamás de mi memoria, ni menos las imágenes de aquel a quien la Francia realista debe los mayores servicios.

«Soy con la mayor consideración etc..

«P. G. Joles Determes.»

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sometido a mis vagabundos destinos, el día de San Francisco me encuentro errante. Diviso a orillas del camino una cruz; elévase en un montecito de árboles que dejan caer en silencio sobre el hombre Dios crucificado algunas hojas secas. Veinte y siete años antes había pasado el día de San Francisco al pie del verdadero Gólgota.

Mi patrón también visitó el Santo Sepulcro. Francisco de Asís, fundador de las órdenes mendicantes, consiguió adelantar un paso considerable hacia el Evangelio, en virtud de esta institución que no se ha notado bastante: acabó de introducir el pueblo en la religión, y vistiendo al pobre con hábito de monje, obligó al mundo a ejercer la caridad. Realzó al pobre a los ojos del rico, y en una milicia cristiana proletaria, estableció el modelo de aquella de fraternidad de hombres que Jesús había predicho, fraternidad que será el cumplimiento de esa parte política del cristianismo todavía sin desarrollar, y sin la cual no habrá nunca libertad y justicia completas sobre la tierra.

Mi patrón hacia extensiva esta ternura paternal hasta los mismos animales, sobre los cuales parecía haber reconquistado por su inocencia, el poder que el hombre ejercía sobre ellos antes de su caída, hablándoles como si le comprendiesen, y dándoles el nombre de hermanos y de hermanas. Pasando por cerca de Baveno, una multitud de pájaros se reunió a su alrededor; él los saludó diciéndoles: «Hermanos míos alados, amad y alabad a Dios, porque os ha vestido de plumas y os ha dado el poder de volar al cielo». Los pájaros del lago de Rieti le seguían. Grande era su alegría cuando encontraba algunos rebaños de carneros, y tenía de ellos gran compasión: «Hermanos míos, les decía, acercaos a mí». Rescataba algunas veces con sus hábitos una oveja que conducían al matadero; pues se acordaba del dulcísimo cordero, illius memor agni mitissimi, inmolado para la redención de los hombres. Una cigarra habitaba una rama de higuera cerca de su puerta en la Porciuncula; la llamaba, el insecto venía a colocarse en su mano y la decía: «Hermana cigarra, canta al Dios tu criador». Lo mismo decía a un ruiseñor, y fue vencido en los conciertos por el pájaro que bendijo, y que voló después de su victoria. Veíase precisado a llevar a lo lejos en los bosques los pequeños animales silvestres que acudían a él y buscaban un abrigo en su seno. Cuando por la mañana quería orar, imponía silencio a las golondrinas y callaban. Un joven iba a vender a Sienne tórtolas: el servidor de Dios le suplicó se las diese a fin de que no se matasen estas palomas, que en la Escritura son el símbolo de la inocencia y del candor. El santo las llevó a su convento de Ravacciario, hincó su bastón en la puerta del monasterio, y el bastón se convirtió en una gran encina verde, el santo dejó volar las tórtolas y les mandó fabricar allí su nido, lo que efectuaron por espacio de muchos años.

Francisco al morir quiso salir del mundo desnudo como había entrado en él; pidió que su cuerpo desnudo fuese enterrado en el sitio donde se ejecutaba a los criminales, a imitación del Cristo a quien tomaba por modelo. Dictó un testamento enteramente espiritual, porque no tenía que legar a sus hermanos sino la pobreza y la paz: una santa mujer le colocó en la sepultura.

Recibí de mi patrón la pobreza, el amor de los pequeños y de los humildes, y la compasión a los animales; pero mi bastón estéril no se cambiará en encina verde para protegerles.

Debía considerarme feliz por haber pisado el suelo de Francia el día de mi santo, pero ¿tengo yo patria? En esta patria, ¿he gozado alguna vez un momento de reposo? El 6 de octubre por la mañana volví a entrar en mi enfermería. El viento recio del día de San Francisco soplaba todavía. Mis árboles, refugios nacientes de las miserias recogidas por mi esposa, se encorvaban bajo la cólera de mi patrón. Por la noche, al través de los olmos frondosos de mi jardín, distinguía agitarse los reverberos, cuyas luces medio apagadas, vacilaban como la pequeña lámpara de mi vida.

Política general del momento.— Luis Felipe.

Revisado en junio de 1847.

París, calle del Infierno, 1837

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Si pasando de la política de la legitimidad a la política general, vuelvo a ver lo que he publicado sobre esta política en los años de 1831, 1832:, y 1833 mis previsiones han sido bastante exactas.

Luis Felipe es un hombre de talento, cuya lengua se mueve a impulsos de un torrente de lugares comunes. Complace a Europa que nos acusa de que no conocemos su valor; la Inglaterra se lisonjea de que a su imitación, hayamos destronado un rey; los demás soberanos abandonan la legitimidad que no hallaron sumisa. Felipe ha dominado los hombres que se han acercado a él; se ha burlado de sus ministros, a quienes ha aceptado, despedido, vuelto a aceptar y despedir de nuevo, después de haberles comprometido, si es que algo compromete en la actualidad.

La superioridad de Felipe es real, pero solo es relativa; colocadle en una sociedad que tenga todavía alguna vida, y quedará descubierta su medianía. Dos pasiones dominantes desvirtúan sus cualidades; e! amor exclusivo de sus hijos, y la insaciable codicia con que procura el acrecentamiento de su fortuna: sobre uno u otro de estos dos puntos se entregará sin cesar a locas ilusiones.

Felipe, no tiene la conciencia del honor de la Francia, como la tenían los primogénitos de los Borbones; para nada necesita el honor, pues solo teme las conmociones populares, como las temían los parientes más cercanos de Luis XVI. Se halla al abrigo bajo el crimen de su padre, y el odio al bien no pesa sobre él; es un cómplice y no una victima.

Habiendo conocido el cansancio de los tiempos y la vileza de las almas, Felipe ha advertido sus ventajas. Las leyes de intimidación han suprimido las libertades, como lo anuncié en mi discurso de despedida en la cámara de los pares, y nadie se ha movido, se ha apelado a la arbitrariedad, se ha degollado en la calle de Trasnonain, metrallado en Lyon y entablado numerosos juicios contra la imprenta; han sido presos muchos ciudadanos y se les ha retenido meses y años enteros en la cárcel por medida preventiva y todo este ha merecido aplausos.

El país abatido que nada oye, lo sufre todo. Apenas hay un hombre que no pueda ser opuesto a sí mismo. De años en años, de meses en meses, hemos escrito, dicho y hecho todo lo contrario de lo que hemos escrito, dicho y hecho. En virtud de lo mucho de que debemos avergonzarnos, ya nada nos avergüenza: nuestras contradicciones se esconden a nuestra memoria. ¡Tan excesivo es su número! Para decirlo de una vez, tomamos el partido de asegurar que nunca hemos variado, o que solo hemos variado por la transformación progresiva de nuestras ideas, y por nuestra comprensión iluminada por el trascurso del tiempo. Los acontecimientos tan rápidos nos han envejecido con tanta rapidez, que cuando se nos recuerda nuestra anterior conducta nos parece que se nos habla de otro hombre y además de esto, el haber variado de opiniones es haber obrado como todos los demás, y estos nos parece una poderosa disculpa.

Felipe no ha creído, como la rama restaurada, que le era preciso para reinar dominar en todas las poblaciones, ha juzgado le bastaba ser dueño de París, y si pudiese algún día convertir la capital en la plaza de guerra con un alistamiento anual de sesenta mil pretorianos, se creería en seguridad. La Europa le dejaría hacer, porque persuadiría a los soberanos de que obraba con la mira de ahogar la revolución en su antigua cuna, depositando por prenda en manos de los extranjeros las libertades, la independencia y el honor de la Francia.

Felipe es un guardia municipal: la Europa le escupe el rostro, mas él se limpia, le da gracias y exhibe ufano su patente de rey. Por otra parte, es el único príncipe que los franceses son capaces de sufrir en la actualidad. La degradación del jefe elegido constituye su fuerza; encontramos momentáneamente en su persona lo que basta a nuestras costumbres monárquicas y a nuestras tendencias democráticas; obedecemos un poder que nos creemos autorizados a insultar; esta es toda la libertad que necesitamos: la Francia arrodillada abofetea a su dueño, restableciendo de esta suerte el privilegio a sus pies y la igualdad en sus mejillas. Sagaz y astuto, Luis XI conduce hábilmente su barca sobre un cieno líquido. La rama primogénita de los Borbones está seca, exceptuando un retoño, pero la rama segunda está del todo podrida. El jefe proclamando en el ayuntamiento, nunca ha pensado sino en sí mismo, y sacrifica a los franceses a lo que conceptúa su seguridad. Cuando se discurre acerca de lo que convendría a la grandeza de la patria, se olvida la índole del actual monarca, que se halla persuadido de que perecería por los medios que salvarían la Francia: en su concepto lo que daría vida a la monarquía, mataría al rey. Por lo

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demás, nadie tiene el derecho de despreciarle, porque todos están al nivel del mismo desprecio. Pero sean cuales fueren las prosperidades que en último resultado sonrían a su ambición, o él o sus hijos no prosperarán, porque abandona los pueblos de quienes ha recibido todo. Además los reyes legítimos que abandonan a los reyes legítimos, caerán abismados, porque nadie reniega impunemente del principio en que se apoya. Si las revoluciones han sido por un instante desviadas de su curso, no por ello dejarán de engrosar en su día el torrente que socaba el antiguo edificio; nadie ha representado su verdadero papel; nadie, pues se salvará del cataclismo!

Toda vez que entre nosotros ningún poder es inviolable; toda vez que el cetro hereditario ha venido a tierra cuatro veces en el espacio de treinta y ocho años; toda vez que la diadema real que le ciñera la victoria, se rompió dos veces en la frente de Napoleón; toda vez, en fin que la monarquía de julio ha sido asaltada sin cesar, debemos inferir que no es la república lo imposible, sino la monarquía.

La Francia se agita bajo la dominación de una idea hostil al trono; una corona cuya autoridad no se reconoce primero, que poco después se pisotea, y que luego vuelve a tomarse para ser de nuevo pisoteada, es únicamente una vana tentación y un símbolo de desorden. Impónese un dueño a unos hombres que al parecer le llaman por sus recuerdos, y que no le sufren ya por sus costumbres; impónesele a unas generaciones que habiendo perdido la medida y el decoro social, solo saben insultar la persona real o reemplazar el respeto con el servilismo/„,

Felipe tiene en sí recursos y recursos para retardar el destino, pero no los tiene para detenerle. Solo el partido democrático está en progreso, porque marcha con el mundo futuro. Los que no quieren admitir las causas generales de destrucción para los principios monárquicos, esperan en vano la emancipación del yugo actual de un movimiento de las cámaras; estas no accederán a la reforma porque la reforma seria su muerte.

Por su parte, la oposición, que se ha hecho industrial, no destronará jamás al rey de su fábrica como destronó a Carlos X; agítase deseosa de empleos, se queja y se muestra descontenta; pero cuando se encuentra frente a frente con Luis Felipe, retrocede, porque si aspira a obtener la dirección de los negocios, no quiere derribar lo que ha creado y aquello en cuya virtud vive. Graves temores la detienen; y el temor del regreso de la legitimidad, y el temor del reinado popular; por esto adhiere a Felipe a quien no ama, pero a quien considera un preservativo. Abrumada de empleos y riquezas y abdicando su voluntad, la oposición obedece a lo que reputa funesto y se duerme en el lodo; este es el almohadón inventado por la industria del siglo, y que si no es tan agradable como el antiguo, es más barato.

A pesar de todo esto, una dinastía de algunos meses, y aun si se quiere de algunos años, no cambiará el irrevocable porvenir. Casi no hay ya una sola persona que no confiese en el día que la legitimidad es preferible a la usurpación, así para la seguridad, la libertad y la propiedad, como para las relaciones internacionales, porque el principio de nuestra actual monarquía es hostil al principio de las monarquías europeas. Supuesto que le complacía recibir la investidura del trono con el beneplácito y asentimiento de la democracia, Felipe ha equivocado su punto de partida: debió haber montado a caballo y galopar hasta el Rin, o más bien debió resistir al movimiento que le impelía sin condición alguna hacia una corona, pues de esta resistencia hubieran nacido instituciones más duraderas y provechosas.

Se ha dicho: «El duque de Orleáns no hubiera podido rechazar la corona sin sumirnos en terribles disturbios: ¡Tal es el raciocinio de los cobardes, de los ilusos y de los malvados! Ciertamente hubieran sobrevenido conflictos, pero a estos hubiera seguido el pronto restablecimiento del orden. ¿Qué ha hecho Luis Felipe en beneficio del país? ¿Hubiérase acaso derramado mas sangre a consecuencia de su negativa a admitir el cetro, de la que se derramó por haberlo aceptado en París, Lyon, Amberes y en la Vendée, sin contar los ríos de sangre que inundaron, merced a nuestra monarquía electiva, la Polonia, la Italia, la España y el Portugal? Y en compensación de tan inmensas catástrofes, ¿nos ha dado Luis Felipe la libertad? ¿nos traído la gloria? Muy lejos de esto, ha invertido su tiempo en mendigar su reconocimiento entre los potentados; en degradar la Francia conviertiéndola en satélite de la Inglaterra, y entregándola en rehenes; se ha esforzado en asimilar el siglo a su persona y en hacerlo envejecer con su raza, no queriendo rejuvenecerse con el siglo.

¿Por qué no casó su hijo mayor con cualquiera hermosa plebeya de su patria? Esto hubiera

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sido casar la Francia; pero este matrimonio del pueblo con la monarquía hubiera hecho arrepentir a los reyes, porque estos reyes que tanto han abusado ya de la baja sumisión de Felipe, no se contentarán con lo que han obtenido; el poder popular que se trasparenta a través de nuestra monarquía municipal les aterra. El potentado de las barricadas, para hacerse enteramente acepto a los potentados absolutos, debería sobre todo destruir la libertad de imprenta y abolir nuestras instituciones constitucionales, que en el fondo de su alma aborrece tanto como ellos, pero se ve precisado a salvar ciertas exterioridades. Esta lentitud disgusta a los soberanos, y solo se consigue infundirles paciencia sacrificándolo todo en el exterior, para acostumbrarnos a hacerlos en el interior los humildes feudatarios de Felipe, empezamos por ser los abyectos vasallos de la Europa.

He dicho cien veces y lo repetiré de nuevo, que la antigua sociedad expira. No soy bastante candoroso, ni bastante charlatán, ni bastante pobre de esperanzas para tomas el más leve interés en lo existente. La Francia, la más madura de las naciones moderas, desaparecerá probablemente la primera. Es verosímil que la rama primogénita de los Borbones, a quienes moriré fiel, no hallarían ni aun hoy un abrigo duradero en la antigua monarquía. Nunca los sucesores de un monarca sacrificado han llevado mucho tiempo después de él su manto desgarrado, porque reina una recíproca desconfianza: el príncipe no se atreve a descansar en la nación, y esta no cree que la familia instalada en el trono pueda perdonarla. El cadalso que se levanta entre un pueblo y un monarca les impide verse: ¡hay sepulcros que nunca se cierran! La cabeza de Capeto estaba tan alta, que los pigmeos verdugos se vieron precisados a derribarla para coger su corona, así como los caribes cortaban la palmera para coger el fruto. El tallo de los Borbones se había propagado en los diferentes troncos que al encorvarse se arraigaban y volvían a elevarse manera de soberbios sarmientos: esta familia, después de haber sido el orgullo de las demás razas reales, parece ha llegado a ser su fatalidad.

Empero, ¿sería por esto más razonable creer que los descendientes de Felipe tienen más probabilidades de reinar que el joven heredero de Enrique IV? En vano se combinan de diferente modo las ideas políticas, porque las verdades morales subsisten inmutables. Hay reacciones inevitables, instructivas, vengadoras. El monarca que nos unció en la libertad, Luis XVI, se vio precisado a espiar en su persona el despotismo de Luis XIV y la corrupción de Luis XV; ¿y puede admitirse que Luis Felipe, él o su descendencia, no pagarán al fin la deuda de la depravación de la regencia? ¿Esta deuda no ha sido contraída de nuevo por Igualdad en el cadalso de Luis XVI, y Felipe, su hijo, no ha aumentado el contrato paterno cuando, tutor infiel, ha destronado a su pupilo? Igualdad nada rescató al perder la vida, pues las lágrimas que acompañan el último suspiro a nadie rescatan; mojan tan solo el pecho en su carrera y no caen sobre la conciencia. Si la rama de Orleans pudiese reinar por derecho de los vicios y de los crímenes de sus antepasados, ¿dónde estaría la Providencia divina? ¡Nunca hubiera hecho vacilar al hombre de bien tentación más espantosa! Lo que constituye nuestra ilusión es que medimos los destinos eternos sobre la mezquina escala de nuestra breve vida. Pasamos con harta rapidez para que el castigo de Dios pueda colocarse siempre en el fugaz momento de nuestra existencia: el castigo baja a la hora prefijada; no encuentra ya al primer culpable, pero en su lugar encuentra a su propia raza que deja espacio suficiente para que aquel obre.

Elevándonos al orden universal, el reinado de Luis Felipe, sea cual fuere su duración, no será otra cosa que una anomalía, una infracción momentánea de las leyes permanentes de la justicia: estas leyes están violadas en un sentido limitado y relativo, y lo están también consideradas en sentido ilimitado y general. De una enormidad en apariencia consentida por el cielo, es preciso inferir una más elevada consecuencia: es preciso deducir la prueba cristiana en la abolición de la monarquía. Esta abolición no es un castigo individual, convertido en expiación de la muerte de Luis XVI; nadie será admitido después de este justo a ceñir la diadema, y de esta verdad son testigos Napoleón el Grande y Carlos X el Piadoso. Para acabar de hacer odiosa la corona, hubiera permitido el cielo al hijo del regicida reclinarse un momento, como rey de farsa, en el ensangrentado lecho del mártir.

Por lo demás, por exactos que sean estos raciocinios, no alterarán en tiempo alguno mi fidelidad a mi joven rey; aunque solo yo debiese quedarle en Francia, siempre cifraría mi orgullo en haber sido el último súbdito de aquel que debía ser el último rey.

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Mr. Thiers.

La revolución de julio ha encontrado su rey, ¿pero ha encontrado su representante? He pintado en diferentes épocas los hombres que desde 1789 hasta el día han figurado en la escena política. Estos hombres se ligaban más o menos a la antigua especie humana: poseíamos una escala de proporción para medirles. Pero hemos llegado a generaciones que no pertenecen a lo pasado; examinadas al microscopio, parecen incapaces de vida, por lo que se combinan con los elementos en que se mueven, y encuentran respirable un aire que no se puede respirar. El porvenir inventará tal vez fórmulas para calcar las leyes de la existencia de estos seres, pero el presente carece de medios para apreciarlos.

Sin poder, por lo tanto, explicar la nueva especie, adviertense aquí y acullá diseminados algunos individuos que es posible conocer, porque sus defectos peculiares y sus cualidades particulares les hacen descollar entre la muchedumbre. Mr. Thiers, por ejemplo, es el único hombre producido por la revolución de julio; él ha fundado la escuela admiradora del Terror, escuela a la que pertenece. Si los hombres del terror, esos regeneradores y renegados de Dios, fueron grandes hombres, la autoridad de su juicio debería tener mucha fuerza; pero estos hombres al despedazarse mutuamente, declaran que el partido que degüellan es un partido de malvados. Leed lo que madama de Roland dice de Condorcet; lo que Barbarous, protagonista del 10 de agosto, opina de Marat, y lo que Camilo Desmoulins escribe contra Saint-Just ¿Deberemos juzgar a Danton por la opinión de Robespierre, o a este por la opinión de Danton? Cuando los convencionales forman tan miserable concepto unos de otros, ¿cómo, sin faltar al respeto que se les debe, se atreverá un hombre a profesar una opinión diferente de la suya?

En su espíritu material, el jacobinismo no admite que el terror ha fracasado por no ser poderoso a llenar las condiciones de su existencia. No ha podido conseguir su objeto porque no ha podido derribar bastantes cabezas; hubiérale sido preciso cortar cuatrocientas o quinientas mil más, pero el tiempo faltó a la ejecución de esta larga carnicería, y no ha dejado sino crímenes incompletos cuyo fruto no ha podido recoger, porque no pudo madurarlo el último sol de la tempestad.

El secreto de las contradicciones de los hombres del día está en la privación del sentido moral, en la ausencia de un principio fijo, y en el astro que rinden a la fuerza; todo el que sucumbe es culpable y no tiene mérito, al menos ese mérito que se asimila a los acontecimientos. Detrás de la fraseología liberal de los adictos al terror, solo debe verse lo que se oculta: esto es, el éxito divinizado. No adoréis la Convención sino como se adora un tirano; derrocada la Convención, pasaos con vuestro bagaje de libertades al Directorio y después a Bonaparte, y todo esto sin advertir vuestra metamorfosis, sin sospechar que os habéis cambiado. Dramaturgos jurados, al paso que miréis a los girondinos como unos mentecatos porque fueron vencidos, no por ello dejéis de componer un cuadro fantástico de muerte: pintadlos como unos jóvenes que caminan al sacrificio coronados de flores. Los girondinos, facción cobarde que peroró en favor de Luis XVI y votó su muerte, han hecho, es verdad, prodigios en el cadalso, pero ¿quién no arrostraba entonces la muerte con los ojos cerrados? Las mujeres se distinguieron por su heroísmo; las jóvenes de Verdún subieron al altar como Ifigenia; los artesanos acerca de los cuales se calla por prudencia, esos plebeyos en quienes la Convención hizo una mortandad tan horrorosa, desaliaban la cuchilla del verdugo con tanta resolución como nuestros granaderos la espada del enemigo. Para cada sacerdote y cada noble, la Convención inmoló millares de obreros en las clases ínfimas del pueblo: he aquí lo que a todo trance se procura olvidar.

¿Mr. Thiers es consecuente con sus principios? Nadie es más voluble que él: ha predicado la matanza, y predicaría la humanidad de una manera igualmente edificante; vendiose un tiempo por fanático de la libertad, y ha oprimido a Lyon, fusilado en la calle de Trasnonain, y abogado en favor y en contra de todas las leyes de septiembre; si algún día lee estas líneas las tomará por un elogio.

Presidente del consejo y ministro de Negocios Extranjeros, Mr. Thiers se entusiasma con las intrigas diplomáticas de la escuela de Talleyrand, y se expone a que todos le juzguen un vil

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payaso, merced a su falta de aplomo, de gravedad y de reserva. Puede despreciarse la formalidad y la grandeza de alma, pero esto debe callarse antes de haber obligado al mundo sometido a sentarse en las orgias de Grand-Vaux.

Por lo demás, Mr. Thiers une a costumbres inferiores un instinto elevado; mientras los sobrevivientes feudales se han vuelto avaros y convertido en administradores de sus tierras, Mr. Thiers, gran señor advenedizo, viaja como un nuevo Ático, compra en los caminos objetos artísticos, y resucita la prodigalidad de la antigua aristocracia; es una notabilidad; pero si siembra con tanta facilidad como recoge, debería precaverse más de la sociedad de su antiguo género de vida, porque la consideración es uno de los ingredientes del hombre público.

Agitado por su naturaleza de azogue, Mr. Thiers ha pretendido matar en Madrid la anarquía que yo vencí en 1823; proyecto tanto más atrevido, cuanto que luchaba con las opiniones de Luis Felipe. Puede suponerse un Bonaparte; puede creer que su cortaplumas es una prolongación de la espada napoleónica; puede imaginarse un consumado general; puede soñar con la conquista de Europa, por la única razón de que se ha constituido su historiador y hace revivir con sobrada imprudencia las cenizas de Napoleón. Accedo a todas estas pretensiones; pero diré solamente por lo que respecta a España, que en el momento en que Mr. Thiers pensaba invadirla, le engañaban sus cálculos; hubiera perdido a su rey en 1836 y yo salvé el mío en 1823. Lo esencial es hacer en tiempo oportuno lo que se desea hacer, porque existen dos fuerzas: la de los hombres y la de las cosas, y cuando la primera está en oposición con la segunda nada puede llevarse a cabo. En la actualidad, Mirabeau no conmovería a nadie aunque tampoco le perjudicaría su corrupción, pues en el día nadie se desacredita por sus vicios, sino por sus virtudes.

Mr. Thiers debe adoptar uno de estos tres partidos: declararse representante del porvenir republicano, encaramarse sobre la contrahecha monarquía de julio como un mono sobre un camello, o reanimar el orden imperial. Este último partido complacería a Mr. Thiers, pero ¿es posible el imperio sin emperador? Es más natural creer que el autor de la Historia de la revolución se dejará absorber por una ambición vulgar; querrá permanecer u ocupar de nuevo el poder, y para conservar o asaltar otra vez su puesto, cantará todas las palinodias posibles en el momento que lo exija su interés; para desnudarse a vista del público se necesita mucha audacia; pero ¿Mr. Thiers es bastante joven para que su hermosura le sirva de velo?

Exceptuando a Deutz y a Judas, reconozco a Mr. Thiers un carácter astuto, vivo, sagaz, acomodaticio, heredero quizá del porvenir, que comprende todo, menos la grandeza que procede del orden moral; sin envidia y sin preocupaciones, se destaca sobre el fondo empañado y oscuro de las medianías contemporáneas. Mr. Thiers tiene recursos y dotes felices: impórtanle poco las diferencias de opinión, no conserva rencor, no teme comprometerse; hace justicia a un hombre no por su probidad o por lo que piensa, sino por lo que vale, lo que no le impedirá hacernos degollar a todos si así le conviniera. Mr. Thiers no es lo que puede ser; los años le modificarán, a no ser que un desmedido amor propio se oponga a ello. Si su cerebro se conserva sano y no es arrebatado por un acceso de locura, los negocios revelarán en él superioridades desconocidas. Debe en breve crecer o disminuir. Hay probabilidades de que Mr. Thiers sea un gran ministro, o no pase jamás de un despreciable enredador.

Mr. Thiers ha carecido ya de resolución cuando tuvo en sus mano la suerte del mundo: si hubiera mandado atacar la escuadra inglesa, siendo nosotros a la sazón superiores en fuerzas en el Mediterráneo, nuestro triunfo estaba asegurado; las escuadras turca y egipcia, reunidas en el puerto de Alejandría, hubieran reforzado la nuestra, y una victoria sobre la Inglaterra hubiera electrizado a la Francia. Hubiéranse hallado al instante 150.000 hombres para penetrar en la Baviera, o para lanzarse a cualquier punto de Italia, donde ningún ataque se preveía; el mundo entero podía otra vez haber mudado de aspecto. ¿Nuestra agresión hubiera sido justa? Esta es otra cuestión; pero hubiéramos podido preguntar a nuestra vez a la Europa si había obrado lealmente respecto de nosotros, al forzar unos tratados en que abusando de la victoria la Rusia y la Alemania se había extendido desmesuradamente, mientras la Francia quedó reducida a sus antiguas fronteras cercenadas. Como quiera que sea, Mr. Thiers no se atrevió a jugar su última carta; examinando su vida, no se creyó bastante apoyado, y no obstante, atendiendo a que nada aventuraba en el juego, hubiera podido juzgarlo todo. Caímos a las plantas de Europa, y no se

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presentará acaso en mucho tiempo una ocasión tan oportuna de levantarnos.

En último resultado, Mr. Thiers para salvar su sistema, ha reducido a la Francia a un espacio de quince leguas, que ha hecho erizar de fortalezas; veremos si la Europa se ríe con razón de las puerilidades del famoso pensador. Y ved aquí como arrastrado por mi pluma, he consagrado más páginas a un hombre cuyo porvenir es incierto, que las que he dedicado a personajes cuya memoria está asegurada. Es una desgracia el vivir demasiado: he llegado a una época de esterilidad en que la Francia ve agitarse generaciones raquíticas. Lupa carca nella sua magrezza. Estas Memorias disminuyen de interés con los días que le suceden; disminuyen de la importancia que podía prestarles la magnitud de los acontecimientos, y temo terminen como las hijas de Achelóo. El imperio romano, magníficamente anunciado por Tito Livio, se reduce y apaga oscuro en las narraciones de Casiodoro. ¡Vosotros erais más felices, Tucídides y Plutarco, Salustio y Tácito, cuando describíais los partidos que dividían a Atenas y Roma! ¡Teníais al menos la seguridad de animarlos, no solo por vuestro genio, sino también por la brillantez de la lengua griega y la gravedad de la lengua latina! mas ¿qué pudiéramos contar de nuestra decrépita sociedad, nosotros Weleos, en nuestra jerigonza confinada a limites estrechos y bárbaros? Si estas últimas páginas reprodujesen nuestros plagios de tribuna, esas eternas definiciones de nuestros estrechos pugilatos de cartera, ¿serían acaso dentro de cincuenta años otra cosa que las ininteligibles columnas de una gaceta vieja? ¿Entre mil y una conjeturas, sería verdadera una sola? ¿Quién prevé los singulares arranques y los caprichos de la movilidad del carácter francés? ¿Quién puede comprender cómo caminan sin causa conocida sus execraciones y sus preocupaciones, sus maldiciones y bendiciones? ¿Quién acertará a explicar como adora y aborrece alternativamente; cómo deriva de un sistema político; cómo con la liberad en los labios y la esclavitud en el corazón, cree por la mañana una verdad, y por la tarde está persuadido de la verdad contraria? Arrojadnos un puñado de polvo, y como las abejas de Virgilio, terminaremos nuestra contienda.

Mr. de La Fayette.

Si por casualidad se agita todavía alguna cosa grande en este mundo, nuestra patria permanecerá en la inercia. Infecundo es el seno de una sociedad que se descompone; los mismos crímenes que engendra son crímenes abortados, porque les alcanza la esterilidad de su principio. La época en que entramos es el camino por el que las generaciones fatalmente condenadas arrastran el antiguo mundo hacia el mundo desconocido.

En este año de 1831, acaba de morir Mr. de La Fayette. Yo hubiera sido injusto si en otro tiempo hubiese hablado de él, pues le hubiera presentado como una especie de necio de dos caras y dos reputaciones: héroe en la opuesta costa del Atlántico, y Gille en la de este lado. Han sido necesarios más de cuarenta años para que el mundo reconociese en Mr. de La Fayette las cualidades que tenazmente le habían sido negadas. En la tribuna se explica con facilidad y delicadeza. En su vida no se descubre mancha alguna; era afable, expresivo y generoso. En tiempo del imperio fue noble y vivió aislado; bajo la restauración, no se mostró igualmente digno, pues descendió hasta dejarse apellidar el Venerable de las ventas del carbonarismo y el jefe de las pequeñas conspiraciones, y tuvo la felicidad de sustraerse en Befort a la justicia, como un aventurero vulgar. Al principio de la revolución, no se mezcló con los degolladores, los combatió a mano armada y quiso salvar a Luis XVI; pero al paso que aborrecía las matanzas, y a pesar de que se vio precisado a huir de ellas, elogió las escenas en que se paseaban algunas cabezas en la extremidad de las picas.

Mr. de La Fayette se encumbró porque ha vivido mucho; hay una fama que brota espontáneamente de los talentos, y cuyo brillo aumenta la muerte, y otra, mero producto de la edad, hija tardía del tiempo, y que no siendo grande de por sí misma, lo es por las revoluciones en medio de que la ha colocado la casualidad. El hombre que goza de esta fama, a fuerza de existir mucho, se mezcla en todo, su nombre es la divisa o bandera de todo. Mr. de La Fayette

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será eternamente la guardia nacional. Por un efecto extraordinario, el resultado de sus acciones aparecía con frecuencia en contradicción con sus ideas: realista, derrocó en 1789 una monarquía de ocho siglos; republicano, creó en 1830 la monarquía de las barricadas, y dio a Luis Felipe la corona que arrebatara a Luis XVI. Amasado con los elementos, cuando los aluviones de nuestras desgracias se hayan consolidado, se encontrará su imagen incrustada en la masa revolucionaria.

Su ovación en los Estados Unidos le ha realzado extraordinariamente: un pueblo que se levanta para saludarle, lo cubre con el brillo de su gratitud. Everetl termina con este apostrofe el discurso que con este motivo pronunció en 1824:

«¡Bien venido seas a nuestras playas, amigo de nuestros padres! goza de un triunfo de que jamás gozó ningún monarca, ningún conquistador de la tierra! ¡Ah! Washington, el amigo de tu juventud, aquel que fue más que el amigo de su país, reposa tranquilo en el seno de la tierra libertada por él. Descansa en la paz y en la gloria en las márgenes del Potomac. Volverás a ver las sombras hospitalarias del Monte-Vernon, pero no hallarás ya en el umbral de su puerta aquel a quien tributaste veneración. En su lugar y en su nombre, los hijos reconocidos de la América te saludan. ¡Sé tres veces bien venido a nuestras playas! En cualquier punto de este continente a que dirijas tus pasos, todo cuanto pueda escuchar el acento de tu voz te bendecirá.»

En el Nuevo Mundo, Mr. de La Fayette contribuyó a la formación de una sociedad nueva; en el antiguo mundo a la destrucción de una sociedad antigua; la libertadlo invoca en Washington, y la anarquía en París.

Mr. de La Fayette solo tenía una idea, y afortunadamente para él ésta era la del siglo; la fijeza de esa idea constituyó su imperio, le sirvió de anteojo y le impidió mirar a derecha e izquierda; marchaba con paso firme sobre una sola línea, y avanzaba sin caer en los precipicios, no porque los viese, sino porque no los veía; la ceguedad suplía en él el talento: todo lo que es fijo es fatal, y todo lo que es fatal es poderoso.

Veo todavía a Mr. de La Fayette a la cabeza de la guardia nacional pasar en 1790 por los bulevares, dirigiéndose al arrabal de San Antonio; el 24 de mayo de 1834, le vi tendido en su ataúd seguir los mismos bulevares. Entre la comitiva fúnebre se veía un grupo de americanos, de los que cada uno llevaba una flor amarilla en el ojal. Mr. La Fayette había hecho venir de los Estados Unidos la porción de tierra que bastaba a cubrir su sepulcro, pero no se realizó su deseo.

Et vous demanderez pour la sainte relique

Quelques urnes de terre au sol de l'Amerique,

Et vous rapporterez ce sublime oreiller,

A fin qu'apres la mort, sa depouille chéri

Puisse du moins avoir six pieds dans sa patrie

De terre libre oú sommeiller 23.

Pero en el momento fatal, olvidando a la vez sus ilusiones políticas y las novelas de su vida, quiso descansar en Piques al lado de su virtuosa consorte; la muerte hace entrar todo en el orden.

En Picpus están enterradas las victimas de esa revolución empezada por Mr. de La Fayette, y allí se levanta una capilla donde se rezan oraciones perpetuas en memoria de estas victimas. En Picpus acompañé al duque Mathieu de Montmorency, colega de Mr. La Fayette en la Asamblea

23 Y pediréis para la santa reliquia algunas urnas de tierra al suelo americano, y traeréis esta

magnifica almohada para que después de su muerte sus restos queridos puedan tener a lo menos en su patria seis pies de tierra libre en donde reposar.

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constituyente; en el fondo de la sepultura, la cuerda volcó el atajad de este cristiano sobre un costado, como si se hubiese levantado para orar otra vez.

Hallábame confundido con la muchedumbre en la entrada de la calle Grange-Bateliere, cuando desfiló el convoy de Mr. de La Fayette; en la subida del baluarte se detuvo la carroza fúnebre, y entonces lo vi, dorado por un rayo fugitivo de sol, brillar sobre los cascos y las armas; pocos momentos después volvió la sombra y desapareció.

Dispersose la muchedumbre; las vendedoras de chucherías pregonaron su género; los vendedores de juguetes llevaban por todas partes molinetes de papel que giraban al mismo viento que había agitado las plumas de la carroza fúnebre.

En la sesión de la cámara de diputados del 20 de mayo de 1834, el presidente dijo:

«El nombre del general La Fayette será célebre en nuestra historia... Al expresaros los sentimientos de dolor de la cámara, agrego a ellos, señor y querido colega (Jorge La Fayette) la seguridad particular de mi estimación.» después de estas palabras, el redactor de la sesión pone entre paréntesis: (muestras de aprobación.)

He aquí a lo que se reduce una de las existencias más formales. ¿Qué queda de la muerte de los hombres más eminentes? Una capa parda y una cruz de paja como sobre el cadáver del duque de Guisa asesinado en Blois.

Cerca del vocinglero que vendía por un cuarto, en las rejas del palacio de las Tullerías, la noticia de la muerte de Napoleón, oí a dos charlatanes pregonar al son de su trompeta sus contravenenos, y en el Monitor del 21 de enero de 1793 leí estas palabras al pie de la descripción de la ejecución de Luis XVI:

«Dos horas después de la ejecución, nada anunciaba que aquel que poco antes era el jefe de la nación acababa de sufrir el sangriento castigo de los criminales.»

A continuación de estas palabras se leía este anuncio: «Ambrosio, ópera cómica.»

Ultimo actor del drama representado hace cincuenta años, Mr. de La Fayette había permanecido en la escena; el coro final de la tragedia griega pronuncia la moral de la pieza:

«Aprended, ¡Oh ciegos mortales! a volver la vista al último día de la vida.»

Y yo, espectador sentado en un teatro vacío, rodeado de palcos desiertos y alumbrado por una luz moribunda quedo solo de mi tiempo delante del telón corrido, con el silencio y la noche.

Armando Carrel.

Armando Carrel amenazaba el porvenir de Luis Felipe, a la manera que el general La Fayette perseguía su pasado. Sabido es como conocí a Mr. Carrel; desde 1832 no he dejado de tener relaciones con él, hasta el día en que le acompañé al cementerio de Saint-Mandé.

Armando Carrel estaba triste porque empezaba a temer que los franceses no fuesen capaces de un sentimiento razonable de libertad; tenía cierto presentimiento de la brevedad de su vida, y como si esta fuese cosa con la cual no contaba y a la que no daba precio alguno, estaba siempre pronto a aventurarla. Si hubiera sucumbido en su desafío con el joven Laborie, a causa de Enrique V, su muerte hubiera tenido al menos una gran causa y un gran teatro; probablemente sus funerales hubiesen sido honrados con juegos sangrientos; pero nos ha abandonado por una

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miserable disputa que no valía un cabello de su cabeza.

Hallábase en uno de sus accesos naturales de melancolía, cuando refiriéndose a mí, publicó en el Nacional un artículo a que contesté con la siguiente carta:

París, 5 de marzo de 1834.

«Vuestro articulo, caballero, revela ese conocimiento profundo de las situaciones y de las circunstancias, que os eleva sobre todos los escritores políticos del día. No os hablo de vuestro no vulgar talento; ya sabéis que antes de haber tenido el honor de conoceros, le he tributado plena justicia. No os doy gracias por vuestros elogios, pues me complazco en deberlos a lo que miro actualmente como una antigua amistad. Os eleváis, caballero, a mucha altura, y empezáis a aislaros como todos los hombres destinados a una gran reputación; la multitud que no puede seguirles, les abandona poco a poco; y se les ve tanto mejor cuanto más solos se encuentran.

«Chateaubriand.»

Procuré consolarle con otra carta del 31 de agosto de 1834, cuando fue condenado por un delito de imprenta, y recibí de él la siguiente contestación que manifiesta sus opiniones, sus disgustos y esperanzas.

Al señor vizconde de Chateaubriand.

«Caballero:

«Vuestra carta del 31 de agosto no me fue entregada hasta que llegué a París. Iría desde luego a daros personalmente las gracias si no me viese precisado a consagrar a algunos preparativos de entrada en la cárcel, el poco tiempo que tal vez me dejará la policía, informada de mi regreso. Si, señor vizconde, he sido condenado a seis meses de prisión por la magistratura, por un delito imaginario y en virtud de una legislación igualmente imaginaria, porque el jurado me ha declarado a sabiendas impune, relativamente a la acusación más fundada y después de la defensa que lejos de atenuar mi crimen de verdad, dirigida a la persona de Luis Felipe, había agravado este crimen, erigiéndola en derecho adquirido para toda la prensa de la oposición. Me alegro de que las dificultades de una tesis tan atrevida para los tiempos que corren, os hayan parecido casi superadas en la defensa que habéis leído, y en la que me ha sido tan ventajoso poder invocar la autoridad del libro en que instruíais hace diez y ocho años a vuestro propio partido en los principios de la responsabilidad constitucional.

«Me pregunto algunas veces con tristeza de que habrán servido escritos del mérito de los vuestros y los de los hombres más eminentes de la opinión a qué pertenezco, si de este acuerdo de las más altas inteligencias del país en la constante defensa de los derechos de discusión, no hubiese resultado en definitiva para la generalidad de los espíritus en Francia, un partido resuelto en lo sucesivo a exigir bajo todos los sistemas y banderas victoriosas, sean cuales fueren, la libertad de pensar y de escribir, como la primera condición de toda autoridad legítimamente ejercida. ¿No es verdad, señor vizconde, que cuando pedíais bajo el último gobierno la más alta libertad de discusión, no lo hacíais por el momentáneo provecho que vuestros amigos políticos podían reportar de ella en la oposición contra unos adversarios dueños del poder por la intriga? Algunos se sirvieron con este objeto de la prensa que más tarde lo probaron completamente: pero vos reclamáis la libertad de discusión para el bien común, como el arma y la protección general de todas las ideas antiguas o nuevas, y esto es lo que os ha merecido, señor vizconde, la gratitud y el respeto de las opiniones a que la revolución de julio ha abierto un nuevo palenque. Por esta razón nuestra historia se enlaza con la vuestra, y cuando citamos vuestros escritos lo hacemos no tanto como

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admiradores del talento incomparable que los ha producido, cuanto como deseosos de continuar desde lejos la misma tarea, jóvenes soldados de una causa de que sois el más glorioso veterano.

«Lo que pretendisteis hace treinta años, y lo que yo querría, si me es lícito nombrarme después de vos, es asegurar los intereses que se disputan en nuestra hermosa Francia, una ley más humana de combate, más civilizada, más fraternal, más decisiva que la guerra civil. ¿Cuándo lograremos sustituir las ideas a los partidos, y los intereses legítimos y aceptables a los disfraces, al egoísmo, y a su codicia? ¿Cuándo veremos operarse por la persuasión y la palabra esas inevitables transacciones que el rencor de los partidos y la efusión de sangre entablan también por extenuación, pero demasiado tarde para los muertos de ambos campamentos, y con sobrada frecuencia sin provecho alguno para los heridos y los que sobreviven? Parece, como decís con dolor, que muchas enseñanzas han sido perdidas y que se ha olvidado ya en Francia cuánto cuesta el refugiarse a la sombra de un despotismo que ofrece únicamente silencio y reposo. Empero no menos debemos por ello continuar hablando, escribiendo, imprimiendo, porque algunas veces surgen recursos inesperados de la constancia. Por esto de tantos bellos ejemplos como habéis dado, señor vizconde, el que más continuamente tengo a la vista está comprendido en una palabra: ¡Perseverancia!

«Aceptad, caballero, el inalterable afecto con que me es grato repetirme vuestro más atento servidor.

«A. Carrel.

Puteaux, cerca de Neuilly, 4 de octubre de 1834.»

Mr. Carrel fue encerrado en Santa Pelagia; yo iba a verle dos o tres veces todas las semanas, y le hallaba de pie detrás de la reja de su ventana; me recordaba su vecino, un joven león africano en el jardín de las Plantas; inmóvil dentro de su jaula el hijo del desierto recorría con miradas inciertas y tristes los objetos exteriores, y se advertía que no viviría mucho. Luego bajábamos, y el servidor de Enrique V se paseaba con el enemigo de los reyes en un patio húmedo, oscuro, reducido y rodeado de altas paredes a manera de un pozo. Otros republicanos paseaban también este patio, aquellos jóvenes y fogosos revolucionarios con sus bigotes y espesas barbas, sus largos cabellos, su gorro teutón o griego, de rostro escuálido, de torvas miradas y aspecto amenazador, parecían esas almas preexistentes en el Tártaro antes de entrar en el reino de la luz; disponíanse a verificar una irrupción en la vida. Su traje se les adaptaba como el uniforme al soldado, como la camisa sangrienta de Neso a Hércules, aquel era un mundo vengador que hacía estremecer oculto detrás de la sociedad actual.

Reuníanse por la noche en el cuarto de su jefe, Armando Carrel, en donde hablaban de lo que debían ejecutar a su advenimiento al poder, y de la necesidad de derramar sangre. Suscitábanse vivas discusiones acerca de los grandes ciudadanos del Terror; unos, partidarios de Marat, eran ateos y materialistas; admiradores de Robespierre adoraban este Cristo. ¿No había dicho San Robespierre, en su discurso sobre el Ser Supremo, que la creencia en Dios daba la fuerza de arrostrar la desgracia, y que la inocencia en el cadalso hacía palidecer al Urano en su carro triunfal? ¡Chocarrería propia de un verdugo que habla con efusión de Dios, de desgracia, de tiranía, y de cadalso, para persuadir a los hombres que solo sacrifica culpables, impelido por la virtud! ¡previsión propia de los malhechores, que al ver acercarse el castigo, blasonan de Sócrates que el juez y procuran intimidar la cuchilla de la ley amenazándo la inocencia!

La mansión en Santa Pelagia perjudicó a Carrel: encerrado con hombres, impetuosos, sus ideas, les respondía, les rechazaba, rehusando noblemente reproducir el 21 de enero; pero al mismo tiempo se irritaba con los padecimientos y los sofismas de los asesinatos que resonaban en sus oídos y trastornaban su razón.

Las madres, las hermanas y las esposas de estos jóvenes iban a consolarles por la mañana y a arreglar sus habitaciones. Atravesando un día el corredor negro que conducía al cuarto de Carrel, oí una voz muy dulce en un aposento contiguo: una mujer hermosa, sin sombrero, con el

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cabello suelto y sentada en la orilla de una cama, remendaba el destrozado vestido de un preso arrodillado, que parecía no el cautivo de Felipe, sino de la mujer a cuyos pies estaba encadenado.

Libre ya de su prisión, Mr. Carrel venia a visitarme a su vez. Algunos días antes de su hora postrera vino a traerme el número del Nacional en el que se había tomado la molestia de insertar un artículo relativo a mis Ensayos sobre la literatura inglesa, y en que citaba con demasiados elogios las páginas que terminaban estos Ensayos. Después de su muerte me fue entregado el citado artículo, escrito todo de su mano, y le conservo hoy como una prenda de amistad. ¡Después de su muerte! ¡qué palabras acabo de estampar indeliberadamente!

Aun cuando fuese el duelo un suplemento obligado a las leyes que no conocen las ofensas hechas al honor, el duelo es horroroso, sobre todo cuando destruye una vida llena de esperanzas y priva a la sociedad de uno de esos hombres extraordinarios que no aparecen sino después del trabajo de un siglo, en la cadena de ciertas ideas y de ciertos acontecimientos.

Carrel cayó en el bosque que vio caer al duque d'Enghien; la sombra del nieto del gran Condé sirvió de testigo al ilustre plebeyo y lo, llevó consigo. Este bosque fatal me ha hecho llorar dos veces; al menos no me acrimino de haber fallado en estas dos catástrofes a lo que debía a mis simpatías y a mi dolor.

Carrel que en otros desafíos no había pensado en la muerte, pensó en ella antes de este, pues empleó la noche en escribir sus últimas resoluciones, como si le hubiesen notificado el éxito del combate. A las ocho de la mañana del 28 de julio de 1835, encaminose vivo y ligero a las espesuras en que la cabra montés trisca a la misma hora.

Colocado a la distancia convenida, avanza con rapidez, dispara sin inmutarse según su costumbre; parecía que no existían peligros para él. Herido de muerte y apoyado en los brazos de sus amigos, al pasar delante de su contrario, herido también, le preguntó:

«¿Sufrís mucho, caballero?»

Armando Carrel era tan afable como intrépido.

El 22 supe demasiado tarde el funesto lance; en la mañana del 23 me dirigí a Saint-Mandé, donde los amigos de Carrel se hallaban en la más terrible angustia. Quise entrar, pero el cirujano me dijo que mi presencia podría causar al herido una emoción demasiado viva y desvanecer la débil esperanza que aun había de salvarle; al oír estas palabras me retiré consternado.

Al día siguiente 24, me disponía a volver a Saint-Mandé; Jacinto a quien había mandado delante de mí, vino a decirme que el infortunado joven había fallecido a las cinco y media después de haber experimentado dolores atroces: la vida en toda su fuerza, había dado un combate desesperado a la muerte.

El martes 26 se celebraron los funerales. El padre y el hermano de Mr. Carrel habían llegado de Rouen y los hallé encerrados en un pequeño cuarto con tres o cuatro de los más íntimos amigos del hombre cuya pérdida lloramos. Todos me abrazaron tiernamente, y el padre de Mr. Carrel me dijo:

«Armando hubiera sido cristiano como su padre, su madre, sus hermanos: la aguja solo hubiera tenido que recorrer algunas horas para llegar al mismo punto del cuadrante.»

Deploraré eternamente no haber podido ver a Carrel en su lecho de muerte, porque confío que en el momento supremo hubiera hecho recorrer a la aguja el espacio en cuyo término se habría detenido en la hora del cristiano.

Armando Carrel no era tan antirreligioso como se ha supuesto; dudaba, es cierto; pero cuando desde la tenaz incredulidad se pasa a la indecisión, el alma se halla muy próxima a la incertidumbre. Pocos días antes de su muerte decía:

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«Daría toda esta vida por creer en la otra.»

Al dar cuenta del suicidio de Mr. Santelet, escribió esta vehemente página:

«He podido conducir por el pensamiento mi vida hasta aquel instante, rápido como el relámpago, en que la vista de los objetos, el movimiento, la voz y el sentimiento me abandonarán, y que las últimas fuerzas de mi espíritu se reunirán para formar esta idea: ¡muero! pero el minuto, el segundo que seguirá inmediatamente, me ha inspirado siempre un horror indefinible; mi imaginación se ha negado siempre a adivinar algo sobre el particular. Es mil veces menos espantoso medir las profundidades del infierno que esta universal incertidumbre.

To die, to sleep,

To sleep! perchance to dream!

«He observado en todos los hombres, sea cual fuere la fuerza de su carácter o de sus creencias, esta misma imposibilidad de llegar más allá de su última impresión terrestre; he visto desvanecerse su cabeza como si al llegar este término se hallasen colocados sobre el borde de un precipicio de diez mil pies de profundidad. Rechazamos esta vista aterradora, para ir a un duelo, para saltar un reducto o desafiar una mar borrascosa; parece que hasta despreciamos la vida y presentamos un semblante resuelto, alegre, tranquilo, pero esto consiste en que la imaginación nos ofrece la victoria como más probable que la muerte; esto consiste en que el alma se ocupa mucho menos de los peligros que de los medios de evitarlos.»

Estas palabras son notables en boca de un hombre que debía morir en un desafío.

Cuando en 1800 volví a Francia, ignoraba que en la costa en que desembarcaba me nacía un amigo. He visto en 1836 bajar este amigo al sepulcro sin esos consuelos religiosos cuyo recuerdo traía a mi patria el primer año del siglo.

Seguí el ataúd desde la casa mortuoria hasta el cementerio y logar de la sepultura; marchaba al lado del padre de Mr. Carrel y daba el brazo a Mr. Arago; Mr. Arago ha medido el cielo que yo he cantado.

Al llegar a la puerta del pequeño campo santo, la comitiva se detuvo y se pronunciaron algunos discursos. La ausencia de la cruz me decía que las señales de mi aflicción debían permanecer en el fondo de mi alma.

Seis años hacía que en las jornadas de julio, al pasar delante de la columna del Louvre, cerca de una sepultura abierta, encontré algunos jóvenes que me llevaron al Luxemburgo, donde iba a protestar en favor de una monarquía que acababan de derribar: después de seis años, volvía, en el aniversario de las fiestas de julio, a asociarme al dolor de aquellos jóvenes republicanos, como ellos se habían asociadla mi fidelidad.

¡Singular destino! Armando Carrel ha exhalado el último suspiro en casa de un oficial de la guardia real que no ha prestado juramento a Felipe; realista y cristiano, yo he tenido el honor de llevar una punta del velo que cubre ilustres cenizas, pero que no las ocultará.

Muchos reyes, príncipes, ministros y hombres que se creían poderosos, han desfilado delante de mí sin que me haya dignado descubrir mi cabeza ante sus féretros, ni consagrar una palabra a su memoria. He hallado más que estudiar y pintar en las clases intermedias de la sociedad, que en aquellos que hacen llevar a los demás su librea. Una casaca bordada de oro no vale tanto como el pedazo de franela que la bala hundió en el vientre de Carrel.

¡Carrel! ¿quién se acuerda de ti? Las medianías y los cobardes a quienes tu muerte ha librado de tu superioridad y de su miedo, y yo que no profesaba tus doctrinas ¿quién piensa en ti? ¿quién te recuerda? Yo te felicito porque has terminado de un solo paso un viaje que llega a ser tan repugnante y desierto porque has fijado el término de tu carrera al alcance de una pistola; distancia que te ha parecido distante todavía, y que redujiste corriendo, a la longitud de una

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espada.

Envidio a los que han partido antes que yo; imitación de los soldados de César en Brindes, tiendo mi vista desde lo alto de las rocas de la playa sobre la alta mar, hacia el Epiro, deseoso de ver volver los bajeles que han pasado las primeras legiones para que me pasasen a mi vez.

Después de haber leído esto de nuevo en 1836, añadiré que habiendo visitado en 1837 la sepultura de Mr. Carrel, la encontré muy descuidada, pero vi una cruz de madera negra que allí había plantado su hermana Natalia. Pagué a Vaudran, sepulturero, diez y ocho francos que se le adeudaban por las empalizadas; le encargué cuidase la sepultura, que sembrase en derredor céspedes y cultivase flores.

Al principio de cada estación voy a Saint-Mandé a pagar mi censo y a cerciorarme de que mis intenciones han sido fielmente cumplidas 24.

24 Recibo del sepulturero.

«He recibido de Mr. Chateaubriand la cantidad de diez y ocho francos que se debían por la empalizada que rodea la sepultura de Mr. Armando Carrel.—Saint-Mandé, 21 de julio de 1839.

Recibí: «Vaudran»

«He recibido de Mr. De Chateaubriand la cantidad de veinte francos para el sostenimiento de la sepultura de monsieur Carrel, en Saint-Mandé.— París 28 de septiembre de 1839.

Recibí: «Vaudran»

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DE ALGUNAS MUJERES

La luisianesa

Próximo a terminar mis recopilaciones, y dirigiendo la vista en mi derredor veo algunas mujeres que he olvidado involuntariamente: ángeles agrupados al pie de mi cuadro, apoyándose en el marco para mirar el fin de mi vida.

He encontrado en otro tiempo algunas mujeres diferentemente conocidas o célebres. Las mujeres han cambiado hoy de condiciones; ¿valen más o menos? es muy natural que me incline a lo pasado; pero lo pasado está envuelto en un vapor en el que los objetos toman un tinte agradable y por lo regular engañoso. Mi juventud, a la que no puedo volver, me parece mi abuela; me acuerdo apenas de ella y me alegraría verla otra vez.

Una luisianesa me llegó del Meschacebé; he creído reconocer en ella la virgen de los últimos amores. Celestina me ha escrito muchas cartas que podrían tener la fecha de la Luna de las flores; me ha mostrado además varios fragmentos de memorias compuestas por ella en las sábanas de la Alabama. Algún tiempo después, Celestina me escribió que estaba ocupada en un traje para su presentación en la corte de Felipe; yo me vestí de nuevo mi piel de oso. Celestina se ha cambiado en cocodrilo del pozo de las Floridas: el cielo le conceda paz y amores todo el tiempo que estas cosas pueden durar.

Madama Tastu.

Hay personas que interponiéndose entre nosotros y lo pasado, impiden que los recuerdos lleguen a nuestra memoria, y hay otras que se mezclan desde luego a todo lo que hemos sido. Mad. Tastu produce este último efecto. Su estilo es natural, y ha abandonado la jerigonza gaula a los que creen se rejuvenecen ocultándose en las casacas de nuestros abuelos. Favorino decía a un romano que imitaba el latín de las Doce Tablas:

«¿Quieres hablar con la madre de Evandro?»

Toda vez que acabo de mencionar la antigüedad, diré algunas palabras acerca de las mujeres de sus pueblos, descendiendo en la escala hasta nuestros días.

Las mujeres griegas han celebrado algunas veces la filosofía, pero con mayor frecuencia han seguido otra divinidad: Safo es la inmortal sibila de Gnido. Ignórase lo que hizo Corina después de haber vencido a Píndaro. Aspasia enseño a amar a Sócrates.

«Sócrates, sé dócil a mis lecciones. Llénate del entusiasmo poético, pues con su poderoso encanto lograrás atraerte el objeto que amas; con el sonido de la lira lo encadenarás, llevando hasta su corazón por medio de su oído la perfecta imagen de la pasión.»

El soplo de las musas, pasando sobre las mujeres romanas sin inspirarlas, vino a reanimar la nación de Clovis, todavía en su infancia. La lengua de oyl tuvo a María de Francia; la lengua de oc a la dama de Die, que en su castillo de Vaucluse se quejaba de un amigo cruel.

«Quisiera saber, mi gentil y hermoso amigo, por qué me eres tan cruel y tan agreste.»

Per que m'etz vos tan fers, ni tan salvatge.

La edad media trasmitió estos cantos al renacimiento. Luisa Labé decía:

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Oh! si j'etois en ce beau sein ravie

De ceiui-la pour lequel vais mourant! 25.

Clemencia de Bourges, denominada la Perla oriental, que fue enterrada con el rostro descubierto y la cabeza coronada de flores, por su hermosura, las dos Margaritas y María Estuardo, las tres reinas han expresado sencillas debilidades en un lenguaje sencillo.

He tenido una tía, casi perteneciente a esta época de nuestro Parnaso: Mad. Claudia de Chateaubriand; pero me cuesta más hablar de Mad. Claudia que de la señorita Boisteilleul. Mad. Claudia disfrazándose con el nombre de El Amante, dirige sus setenta sonetos a su amada. Lector, perdona los veinte y dos años de mi tía Claudia: parcendum teneris. Si mi tía de Boisteilleul era más discreta, esto consiste en que tenía quince lustros y medio cuando cantaba, y el traidor Tremigón 26 se presentaba a su antiguo pensamiento de paloma, como un verdadero gavilán. Como quiera que sea, he aquí algunos versos de Mad. Claudia, los cuales la colocan entre las antiguas poetisas.

Soneto LXVI

Oh! qu'enl'amour de suis etrangement traité

Puisque de mes desiers le vrai je n'ose peindre,

Et que je n'ose á toi de la rigueur me plaindre

Ni demandar cela que j'ai tant souhaité!

Mon oeil donc meshuy me servira de laugue

Pour plus assurément exprimé ma haraugue.

Oi, si tu peux, par l'oeil ce que par l'oeil je dy.

Gentille invention, si l'on pouvait apprendre

De dire par les yeux et par les yeux eutendre .

Le mot que l'on n'est pas de prononcer hardy! 27

Cuando se fijó el idioma, se redujo la libertad de sentir y de pensar. Nadie recuerda en e! reinado de Luis XIV, sino a Mad. Deshoulieres, alternativamente demasiado ensalzada y demasiado despreciada. La elegía se prolongó por la melancolía de las mujeres bajo el reinado de Luis XV hasta el de Luis XVI en que empiezan las grandes elegías del pueblo; la antigua escuela muere con Mad. de Bourdier, poco conocida actualmente, y que no obstante, ha dejado una preciosa oda al silencio.

La nueva escuela ha llevado sus pensamientos a otro mundo; Mad. Tastu camina en medio del coro moderno de las poetisas, en prosa o verso, las Allart, las Waldor, las Valmore, las Ségalas, las Revoil, las Mercoeur, etc., etc., etc. Castalidum turba. Deberemos lamentar que a

25 ¡Oh! si me viese estrechada en el bello seno de aquel por quien muero. ., '. 26 Véase el tomo I 27 Oh! ¡de qué extraño modo soy tratado en materia de amores, puesto que no me atrevo a

pintar la verdad de mis deseos, ni a quejarme a ti de tu propio rigor, ni a pedir lo que tanto he deseado!

Mis ojos, de hoy más, me servirán de lengua para explicarme con más seguridad. Oye, si puedes, con los ojos, lo que con los ojos te digo.

Donosa invención, si se pudiera aprender a hablar con los ojos y con ellos oír la palabra que no nos atrevemos a pronunciar.

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ejemplo de las Aonidas no haya celebrado esa pasión, que según la antigüedad, desarruga la frente del Cocyto y le hace sonreír a los suspiros de Orfeo. En los cantos de Mad. Tastu, el amor solo repite himnos copiados de voces extranjeras. Esto recuerda lo que se refiere de Mad. Malibran, que cuando quería dar a conocer un ave cuyo nombre había olvidado, remedaba su canto.

Mad. Sand.

Jorge Sand, por otro nombre Mad. de Dudevant, habló de René en la Revista de los Dos Mundos, por lo que le di gracias, pero no me respondió. Algún tiempo después me envió su Lelia, y no le respondí, lo cual dio margen entre nosotros a una breve explicación.

«Me atrevo a esperar me perdonaréis que no haya respondido a la afectuosa carta que habéis tenido la bondad de escribirme cuando he hablado de René con motivo de Oberman. No sabía como daros gracias por todas las frases benévolas de que os habíais valido al hablar de mis libros.

«Os he enviado a Lelia, y deseo vivamente obtenga de vos la misma protección. El más hermoso privilegio de una gloria universalmente aceptada como la vuestra, es el acoger y estimar en sus primeros pasos a los escritores inexpertos para quienes no hay triunfo duradero sin vuestra protección,

«Admitid la seguridad de mi admiración, y creedme, caballero, uno de vuestros más fieles creyentes.

«Jorge Sand.»

A fines de octubre, Mad. Sand me envió su nueva novela intitulada: Santiago, y acepté gustoso este obsequio.

30 de octubre de 1831.

«Me apresuro, señora, a daros mis sinceras gracias. Voy a leer a Santiago en el bosque de Fontainebleau o en las orillas del mar. Más joven, sería menos valiente; pero los años me defenderán de la soledad sin disminuir en nada la apasionada admiración que profeso a vuestro talento y que a nadie oculto. Habéis añadido, señora, un nuevo prestigio a esa ciudad de ensueños poéticos, de donde partí en otro tiempo para la Grecia con un mundo de ilusiones; vuelto al punto de partida, René ha vagado recientemente en Lido sus pesares y sus recuerdos entre Childe Harold que se había retirado, y Lelia próxima a perecer,

«Chateaubriand.»

Mad. Sand posee un talento de primer orden; sus descripciones tienen la verdad de las de Rousseau y de Bernardino de Saint-Pierre en sus Estudios. Su estilo natural no está deslucido con ninguno de los defectos del día. Lelia, de penosa lectura, y que no presenta algunas de las escenas deliciosas de Indiana y de Valentina es no obstante una obra maestra en su género; participando de la índole de la orgía, carece de pasión, y turba como una pasión, el alma está ausente de ella, y sin embargo, pesa sobre el corazón; la depravación de las máximas, el insulto a la rectitud de la vida no pueden ir más lejos; pero el autor hace bajar su talento hasta este abismo. En el valle de Gomorra, el rocío cae durante la noche en el mar Muerto.

Las obras de Mad. Sand, estas novelas, poesías de la materia, son producto de la época. A pesar de su superioridad, es de temer que el autor haya limitado el círculo de sus lectores por la

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naturaleza de sus escritos.

Jorge Sand nunca pertenecerá a todas las edades. De dos hombres dotados de igual talento, de los cuales el uno predique el orden y el otro el desorden, él primero atraerá mayor número de oyentes: el género humano rehúsa aplausos unánimes a lo que lastima la moral, almohada sobre que descansan la debilidad y la justicia; no asociamos a todos los recuerdos de nuestra vida los libros que han despertado nuestro primer rubor, y cuyas páginas hemos aprendido de memoria al bajar de la cuna; libros que solo hemos leído a hurtadillas que no han sido nuestros compañeros confesados y queridos, que no se han mezclado al candor de nuestros sentimientos ni a la integridad de nuestra inocencia. La Providencia divina ha encerrado en estrechos límites los triunfos que no tienen su origen en el bien y ha concedido la gloria universal para estímulo de la virtud.

Discurro así, no lo ignoro, como hombre cuya vista limitada no abraza el dilatado horizonte humanitario; como un hombre retrógrado, partidario de una moral que excita la risa; moral caduca de tiempos que fueron, y oportuna a lo más para espíritus sin luz, en la infancia de la sociedad. Va a nacer incesantemente un nuevo evangelio, muy superior a los lugares comunes de esta sabiduría convencional que detiene los progresos de la especie humana y la rehabilitación de este pobre cuerpo tan calumniado por el alma. Cuando las mujeres recorran sin freno las calles, cuando baste para casarse abrir una ventana y llamar a Dios a las bodas como testigo, sacerdote y convidado, entonces quedará destruido todo sentimiento de decoro, pulularán los casamientos, y la especie humana se levantará como las palomas, a la altura de la naturaleza; Mi critica del género de las obras de madama Sand, no tiene algún valor sino en el árdea vulgar de las cosas pasadas, por lo que espero no se juzgará ofendida; la admiración que le tributo debe hacerla excusar unas reflexiones que tienen su origen en la infelicidad de mis años. En otro tiempo me hubiese dejado arrastrar más por las musas; estas hijas del cielo eran antiguamente mis bellas queridas, empero hoy solo son mis antiguas amigas; me acompañan por la noche en el rincón de mi chimenea, pero me dejan pronto, porque me acuesto temprano, y marchan a velar en el hogar de Mad. Sand.

Esta probará así sin duda su omnipotencia intelectual, y no obstante agradará, menos porque será menos original; creerá aumentar su poder penetrando en la profundidad de esos delirios bajo el que sepulta al despreciable vulgo, y se equivocará, porque se halla, a mucha altura de ese vacío, de ese vago y orgulloso galimatías. Al mismo tiempo que es preciso poner una facultad no común, pero demasiado flexible en guardia contra necedades superiores, es preciso prevenirla también que los escritos de fantasía, las pinturas intimas (como ahora se dice) son limitadas, que su manantial está en la juventud, que cada instante seca algunas gotas, y que al cabo de cierto número de producciones se concluye por incurrir en pálidas repeticiones.

¿Puede asegurarse que Mad. Sand hallará siempre el mismo encanto a lo que hoy compone? ¿El mérito y la vehemencia de las pasiones de veinte años no se rebajarán en su concepto, como las obras de mis primeros años se han rebajado en el mío? Tan solo los trabajos de la musa antigua son imperecederos, porque están sostenidos por la nobleza de las costumbres, por la hermosura de la lengua y por la majestad de esos sentimientos, patrimonio de la especie humana. El cuarto libro de la Eneida permanecerá eternamente, expuesto a la admiración de los hombres, porque está suspendido del cielo. La flota que conduce al fundador del imperio romano, Dido, fundadora de Cartago, dándose la muerte después de haber anunciado a Aníbal:

Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor,

el amor haciendo nacer de su antorcha la rivalidad de Roma y Cartago, y encendiendo la pira fúnebre cuyas llamas descubre sobre las olas al fugitivo Eneas: esto es muy superior al paseo de un solitario en un bosque, o a la desaparición de un libertino que se ahoga en una balsa. Mad. Sand asociará un día, así lo espero, su talento a asuntos tan duraderos como su genio.

Mad. Sand no puede convertirse sino por la predicación de ese misionero de cabeza calva y barba blanca llamado el tiempo. Una voz menos austera encadena en la actualidad el oído

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cautivo del poeta. Estoy persuadido de que el talento de Mad. Sand tiene alguna raíz en la corrupción; se vulgarizaría si se hiciese timorata. Muy diferente hubiera sido el resultado si hubiese permanecido siempre en el santuario vedado a los hombres; la fuerza de su amor contenida y oculta bajo el velo virginal, hubiera hecho brotar de su seno esas púdicas melodías, propias a la vez de la mujer y del ángel. Como quiera que sea, la osadía de las doctrinas y la voluptuosidad de las costumbres son un terreno que no había sido desmontado todavía por una hija de Adán, y que entregado a un cultivo femenino ha producido una cosecha de flores desconocidas. Dejemos a Mad. Sand crear peligrosas maravillas hasta la proximidad del invierno; cesará de cantar cuando llegue el cierzo. Entretanto, llevemos en paciencia que, menos imprevisora que la cigarra, haga provisión de gloria para el tiempo en que habrá escasez de placeres. La madre de Musarion le repetía: «No tendrás siempre diez y seis años. Chaercas recordará siempre sus juramentos, sus lágrimas y sus besos? 28»

Por lo demás, muchas mujeres han sido seducidas y como arrebatadas por su juventud; pero devueltas al hogar materno por los días del otoño, han añadido a su citara la cuerda grave o lastimera sobre la que se expresan la religión o la desgracia. La vejez es una viajera nocturna, la tierra se oculta a sus ojos y solo descubre el firmamento brillante sobre su cabeza.

No he visto a Mad. Sand vestida de hombre o llevando la blusa o el bastón ferrado del montañés; no la he visto beber en la copa de las bacantes y fumar sentada indolentemente en un sofá a manera de una sultana: singularidades naturales o afectadas que nada añaden en mi concepto a sus atractivos o a su talento.

¿Se siente más inspirada cuando hace salir de su boca una nube de humo alrededor de sus cabellos? ¿Ha nacido Lelia del cerebro de su madre a través de una humarada ardiente como el pecado, según dice Milton, salió de la cabeza de un hermoso arcángel culpable en medio de un torbellino de humo?

Ignoro lo que pasa en las sagradas mansiones; pero acá abajo Nesimedes, Fila, Lais, la espiritual Gnathenes, Fryna, desesperación del pincel de Apeles y de la tijera de Praxíteles, Leena, amada por Harmodio, las dos hermanas llamadas Afias, porque eran delgadas y tenían grandes ojos. Dorica, cuya cabellera y embalsamado vestido fueron consagrados al templo de Venus. Todas estas mujeres encantadoras no conocieron sino los perfumes de la Arabia. Madama Sand, tiene en su favor, es cierto, la autoridad de las odaliscas y de las jóvenes mejicanas que bailan con el cigarro en los labios.

¿Qué efecto ha producido en mi la vista de madama Sand, comparada con algunas mujeres superiores y con tantas mujeres seductoras que he hallado a mi paso; con esas hijas de la tierra que decían con Safo como Mad. Sand:

«Desciende a nuestros deliciosos banquetes, madre del Amor, a llenar nuestras copas del néctar de las rosas?»

Colocándome alternativamente en la ficción y en la realidad, el autor de Valentina me ha causado dos impresiones muy diversas.

No hablaré de la ficción, porque no debo entender ya su lenguaje. Respecto de la realidad, hombre de edad avanzada, dotado de las nociones de la honestidad, y concediendo como cristiano el más alto precio a las virtudes tímidas de la mujer, no puedo explicar hasta qué punto me era doloroso ver tantas brillantes cualidades abandonadas a esas horas pródigas e infieles que gastan y huyen.

28 Luciano, Diálogos de las cortesanas, VII.

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MR. DE TALLEYRAND.

París, 1838.

En la primavera de este año 1838, me ocupé del Congreso de Verona, que por mis compromisos literarios me veía precisado a publicar; he hablado de él en oportuno lugar de estas Memorias. Un hombre se ha ausentado; este guarda de la aristocracia escolta a los poderosos plebeyos que han partido.

Cuando Mr. de Talleyrand apareció por primera vez en mi carrera política, dije algunas palabras acerca de él. Hoy me es conocida toda su existencia por su última hora, según la hermosa frase de un antiguo.

He mantenido relaciones con Mr. de Talleyrand, le he sido fiel a fuer de hombre de honor, como ha podido verse especialmente en el enojo de Mons, cuando tan gratuitamente me perdí por él. Demasiado cándido, tomé parte en lo que le acontecía desagradablemente, y le compadecí cuando Maubrueil le dio un bofetón.

Hubo un tiempo en que me buscaba con la mayor afabilidad, me escribió a Gante como se ha visto, que yo era un hombre fuerte; cuando me hallaba en la fonda de la calle de Capuchinos, me envió muy obsequioso un sello del ministerio de Negocios extranjeros, talismán grabado sin duda en su constelación. Quizá porque no abusé de su confianza, se declaró mi enemigo sin provocación alguna por parte mía, a no ser algunos triunfos que alcancé y que no eran obra suya. Sus dichos circulaban de boca en boca y no me ofendían, porque Mr. de Talleyrand a nadie podía ofender; no obstante, la destemplanza de su lenguaje ha roto nuestros vínculos, y puesto que no ha dudado juzgarme, me ha devuelto la libertad de usar del mismo derecho respecto de su persona.

La vanidad de Mr. de Talleyrand, le engañó miserablemente, tomó su papel por su talento, se creyó profeta equivocándose en todo; su autoridad no tenía valor alguno en lo tocante al porvenir; nada veía adelante, y solo veía lo pasado. Sin la fuerza del golpe de vista y sin la luz de la conciencia, nada descubría como la inteligencia superior, nada apreciaba como la conciencia. Sacaba buen partido de los accidentes de la fortuna, cuando estos accidentes, que jamás alcanzó a prever, llegaban a realizarse, pero únicamente en su propio provecho. Desconocía esa magnitud de ambición que abrazaba los intereses de la gloria pública como el tesoro más beneficioso y de más provecho a los intereses privados.

Mr. de Talleyrand no pertenece, por lo tanto, a la clase de los seres propios para llegar a ser una de esas creaciones fantásticas, miradas siempre con simpática ilusión por las opiniones falseadas o abatidas,. Sin embargo, es cierto que muchos sentimientos, de acuerdo entre sí por diferentes razones, han concurrido a formar un Talleyrand imaginado.

Primero los reyes, los gabinetes, los antiguos ministros extranjeros y los embajadores, engañados en otro tiempo por este hombre, e incapaces de penetrarle, pretenden probar que solo obedecieron a una superioridad real; esta gente hubiérase quitado el sombrero ante el cocinero de Bonaparte.

Más tarde, los miembros de la antigua aristocracia francesa, unidos a Mr. de Talleyrand, se enorgullecen al contar en sus filas a un hombre que tenía la bondad de asegurarles su grandeza.

Por último, los revolucionarios y las generaciones inmorales, al desatarse contra ciertos nombres, abrigan una oculta inclinación a la aristocracia: estos singulares neófitos buscan involuntariamente el bautismo, e imaginan que con él adquirirán los escogidos modales.

La doble apostasía del príncipe halaga al mismo tiempo otro lado del amor propio de los jóvenes demócratas, porque de ella infieren que su causa es buena y que un noble y un sacerdote son harto despreciables.

Sea como quiera de estos obstáculos a la luz, Mr. de Talleyrand no tiene el talento necesario para crear una ilusión duradera; no tiene en sí mismo bastantes facultades de incremento para convertir las mentiras en aumentos de estatura. Ha sido visto demasiado cerca, y no pasará a la

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posteridad, porque su vida no se enlaza ni a una idea nacional que le haya sobrevivido, ni a una acción memorable, ni a un talento simpar, ni a un descubrimiento útil, ni a una concepción que forme época. La existencia por la virtud le está prohibida; los peligros no se han dignado siquiera honrar sus días; pasó el reinado del terror lejos de su patria, y solo regresó a ella cuando el foro se había transformado en antesala.

Los monumentos diplomáticos prueban la medianía relativa de Mr. de Talleyrand; no se puede citar un hecho de alguna consideración que le pertenezca. En tiempo de Bonaparte, ninguna negociación importante es obra suya; cuando ha tenido la libertad de obrar por sí mismo, ha dejado huir las más favorables ocasiones y echado a perder lo que tocaba. Es cosa evidenciada que fue causa de la muerte del duque de Enghien; esta mancha de sangre no puede borrarse; lejos de acriminar al ministro al dar cuenta de la muerte del príncipe, he contemporizado demasiado con él.

En sus aseveraciones contrarias a la verdad, monsieur de Talleyrand mostraba una asombrosa desfachatez. No he hablado en el Congreso de Verona, del discurso que leyó en la cámara de los pares, relativo a la guerra de España; este discurso empezaba con estas solemnes palabras.

«Cúmplense hoy diez y seis años que llamado por el que entonces gobernaba el mundo, para que declarase mi parecer sobre la guerra que iba a empeñarse con el pueblo español, tuve la desgracia de disgustarle descubriéndole el porvenir y revelándole todos los peligros que iban a surgir en tropel de una agresión no menos injusta que temeraria. La desgracia fue el fruto de mi sinceridad. ¡Extraño destino, por cierto, es el que me conduce después de tan largo espacio de tiempo, a renovar cerca del soberano legitimo los mismos esfuerzos, los mismos consejos!»

Hay faltas de memoria, o por mejor decir, hay mentiras que asustan; abrimos los oídos y nos frotamos los ojos no sabiendo si nos engaña la vigilia o el sueño. Cuando el sustentador de estas imperturbables aserciones, baja de la tribuna, y va a sentarse con faz impasible en su puesto, se le sigue con la vista, suspensa la mente entre una especie de espanto y de admiración, y llega a concebirse la sospecha de que aquel hombre ha recibido de la naturaleza tan inmensa autoridad que tiene el poder de rehacer o de aniquilar la verdad.

Nada respondí: me parecía que la sombra de Bonaparte iba a pedir la palabra para repetir el terrible mentís que en otro tiempo diera a Mr. de Talleyrand. Muchos testigos de aquella escena estaban sentados todavía entre los pares, entre otros el conde de Montesquieu; el virtuoso duque de Doudeauville me la ha referido, pues tenía conocimiento de ella por el mismo Mr. de Montesquieu su cuñado; Mr. el conde de Cessac, testigo ocular del lance, lo repite al que quiere oírlo; creía que al salir del gabinete el gran elector seria arrestado. Napoleón gritaba en su cólera increpando a su pálido ministro:

«¡Bien os sienta por cierto hablar contra la guerra de España después de habérmelo aconsejado, y cuando tengo en mi poder un legajo de cartas en las que os esforzáis en probarme que esta guerra era tan necesaria como política!»

Estas cartas desaparecieron en la sustracción de los archivos de las Tullerías en 1814.

Mr. de Talleyrand declaraba en su discurso que había tenido la desgracia de desagradar a Bonaparte descubriéndole todos los peligros que iban a surgir de una agresión no menos injusta que temeraria. Consuélese Mr. de Talleyrand en su sepulcro, pues no ha tenido tal desgracia, y no debe añadir esta calamidad a todas las aflicciones de su vida.

La falta principal de este personaje hacia la legitimidad, consiste en haber desviado a Luis XVIII del matrimonio que debía celebrarse entre el duque de Berry y una princesa de Rusia; su falta imperdonable hacia la Francia consiste en haber aceptado los irritantes tratados de Viena.

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Resulta de las negociaciones de Mr. de Talleyrand, que nos hemos quedado sin fronteras: una batalla perdida en Mons o en Coblenza, traerían en ocho días la caballería enemiga bajo las murallas de París. En la antigua monarquía, la Francia no solo estaba resguardada por un círculo de fortalezas, sino que estaba defendida sobre el Rin por los estados independientes de la Alemania. Era preciso invadir los Electorados o negociar con ellos para llegar hasta nosotros. En otra frontera, la Suiza era un país neutral y libre; no tenía caminos: nadie violaba su territorio. Los Pirineos eran inaccesibles guardados por los Borbones de España. He aquí lo que Mr. de Talleyrand no ha comprendido, tales son las faltas que le condenarán para siempre como hombre político; faltas que nos han arrebatado en un solo día los trabajos de Luis XIV y las victorias de Napoleón.

Se ha pretendido probar que su política había sido superior a la de Napoleón; pero es preciso persuadirse desde luego de que solo se es un mero secretario cuando se tiene la cartera de un conquistador, que todas las mañanas deposita en ella el boletín de una victoria y cambia la geografía de los estados. Cuando Napoleón se desvaneció, incurrió en faltas enormes que a nadie se ocultaron; Mr. de Talleyrand las conoció probablemente como todo el mundo; pero esto no revela una vista de lince. Comprometiose terriblemente en la catástrofe del duque de Enghien; equivocose sobre la guerra de España de 1807, aunque más tarde quiso negar sus consejos y retractar sus palabras..,

Sin embargo, un actor no tiene prestigio si carece totalmente de medios que fascinen al público; por esta causa, la vida del príncipe ha sido una perpetua defección. Sabiendo lo que le faltaba, ocultábase a todo el que podía conocerle; su estudio constante era no dejarse medir: se encastillaba oportunamente en el silencio, y se escondía en las tres horas mudas que dedicaba al whist. Maravillábanse muchos de que tal capacidad pudiese descender a pasatiempos propios del vulgo; más ¿quién sabe si esa capacidad repartía imperios al arreglar con su mano las cuatro sotas? En estos momentos de escamoteo, redactaba interiormente una frase de efecto, cuya inspiración había recibido en un folleto de la mañana o en una conversación de la noche. Si tomaba alguno a parte para entretenerle con su conversación, su método principal de seducirle se reducía a llenarlo de elogios, a llamarle la esperanza del porvenir, a predecirle brillantes destinos, a darle una letra de cambio de gran hombre, librada sobre él y pagadera a la vista, pero si encontraba en su interlocutor su fe en él un poco sospechosa o advertía que no admiraba bastante algunas frases breves con pretensiones de profundidad, tras de las cuales nada absolutamente había, alejábase entonces temiendo llegar pronto el término de su ingenio.,

Cuando hablaba con desembarazo consistía en que sus chanzonetas recaían sobre algún subalterno o sobre algún necio de quienes se burlaba sin peligro, o sobre alguna victima adicta a su persona y blanco de sus chocarrerías. No podía seguir una conversación formal, pues al abrir por tercera vez los labios, expiraban sus ideas.

Los antiguos grabados del abate de Perdigar representaban un hombre muy gallardo; Mr. de Talleyrand al envejecer, adquirió el aspecto de un cadáver; sus ojos se apagaron de manera que apenas podía leerse en ellos, lo que le servía admirablemente; como había sido objeto de mucho desprecio; habíase empapado de él y lo colocó por decirlo así, en los ángulos pendientes de su boca.

Una gran consideración que profesaba a su nacimiento, una observancia rigorosa de las exterioridades y un aire frio y desdeñoso contribuían a aumentar la ilusión que rodeaba al príncipe de Benevento. Sus modales ejercían cierta influencia sobre los hombres de la baja condición y los de la nueva sociedad que desconocían la sociedad antigua. En otro tiempo se hallaban a cada paso personas cuyas maneras su parecían a las de Mr. de Talleyrand, y nadie lo advertía; pero habiendo quedado casi solo en medio, de las costumbres democráticas, pasaba por un fenómeno; para sufrir el yugo de sus formas, convenía a su amor propio achacar al talento del ministro el ascendiente que ejercía su educación.

Cuando un nombre que ocupa un elevado destino se encuentra mezclado a revoluciones prodigiosas, estas le dan una importancia de eventualidad que el vulgo toma por su mérito personal; perdido en los rayos de la gloria de Bonaparte, Mr. de Talleyrand ha brillado bajo la restauración con el resplandor robado a una fortuna que no era la suya. La posición accidental del príncipe de Benevento le ha permitido atribuirse el poder de haber derribado a Napoleón y el

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honor de haber restablecido a Luis XVIII; ¡yo mismo como todos los necios, he sido bastante imbécil para creer esta fábula! pero mejor informado, he conocido que Mr. de Talleyrand, no era un Warwich político; faltaba a su brazo la fuerza que hunde y restaura los tronos.

Las gentes imparciales dicen:

«Convenimos en que era un hombre muy inmoral; ¡pero qué habilidad la suya!»

¡Ah! ¡no es así! Es preciso perder también esta esperanza tan consoladora para sus apologistas y tan deseada por la memoria del príncipe; la esperanza de hacer de Mr. de Talleyrand un demonio.

Exceptuando ciertas negociaciones vulgares en cuyo fondo tenía la astucia de colocar en primer término su interés personal, nada debía pedirse a Mr. de Talleyrand.

Este se dirigía por algunas costumbres y máximas del gusto de los sicofantas y de los hombres perversos de su íntima amistad. Su traje público, copiado del de un ministro de Viena, era el triunfo de su diplomacia. Jactábase de no haberse molestado nunca; decía que el tiempo es nuestro enemigo y que es preciso matarlo, y se fundaba en esto para no ocuparse sino algunos instantes.

Pero como en último resultado Mr. de Talleyrand no ha podido trasformar su habitual ociosidad en obras maestras, es probable que se engañase al hablar de la necesidad de deshacerse del tiempo; porque no se triunfa de este sino creando cosas inmortales: por medio de trabajos sin porvenir y de frívolas distracciones no se mata el tiempo; tan solo se malgasta.

Habiendo entrado en el ministerio tan solo por recomendación de Mad. de Staël que alcanzó su nombramiento de Chenier, Mr. de Talleyrand, a la sazón miserable, rehízo cinco o seis veces su fortuna por el millón que recibió de Portugal, pues esperaba este país firmar una paz con el directorio, paz que no llegó a firmarse; por la compra de los bonos de la Bélgica en la paz de Amiens, de que Mr. de Talleyrand tuvo noticia antes que el público; por la fundación del reino pasajero de Etruria; por la secularización de las propiedades eclesiásticas en Alemania, y por la venta de sus opiniones en el congreso de Viena. Ni aun los papeles viejos de nuestros archivos ha dejado de ceder al Austria; juguete esta vez de Mr. de Metternich, este remitió religiosamente los originales después de haber hecho sacar copia de ellos.

Incapaz de escribir una sola frase, Mr. de Talleyrand hacía trabajar mucho a sus subalternos; cuando a fuerza de tachar y variar su secretario llegaba a redactar los despachos a su gusto, él los copiaba de su puño. He oído leer en sus comenzadas Memorias, algunos pormenores agradables sobre su juventud. Como variaba en sus inclinaciones, y detestaba al día siguiente lo que había amado la víspera, si estas Memorias subsisten integras, lo que dudo, y si en ellas ha conservado las versiones opuestas, es probable que sus juicios sobre un mismo hecho, y sobre todo sobre un mismo hombre se contradecirán escandalosamente. No creo en el depósito de sus manuscritos en Inglaterra; la pretendida orden de no publicarlos hasta después de cuarenta años, me parece una truhanería póstuma.

Indolente y sin instrucción, frívolo y disipado, el príncipe de Benevento se glorificaba de lo que debía humillar su orgullo, esto es, de quedar en pie después de la caída de los imperios. Los talentos de primer orden que hacen las revoluciones desaparecen, al paso que los talentos de segundo orden que se aprovechan de ellas permanecen. Estos personajes de día siguiente y de industria, asisten al desfile de las generaciones; están encargados de refrendar los pasaportes y de ratificar la sentencia. Mr. de Talleyrand pertenecía a esta ínfima clase: firmaba los acontecimientos pero no los producía.

Sobrevivir a los gobiernos, fijarse cuando un poder se hunde, declararse en permanencia, blasonar de no pertenecer sino al país, de ser el hombre de las cosas, no el hombre de los individuos, es la fatuidad del egoísmo mal simulado, que se esfuerza en ocultar su propia elevación detrás de la altura de las palabras. Cuéntanse hoy muchos caracteres de esta no envidiable especie, muchos ciudadanos del suelo; no obstante, para que haya grandeza en envejecer como la ermita en las ruinas del Coliseo, es preciso guardarlos con una cruz; Mr. de

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Talleyrand ha pisado la suya.

Nuestra especie se divide en dos partes desiguales, los hombres de la muerte y amados de ella, rebaño escogido que renace, y los nombres de la vida y olvidados de ella, multitud de nada que no renace. La existencia efímera de estos, consiste únicamente en el nombre, el crédito, el puesto, la fortuna, su ruido, su autoridad y su poder se desvanecen con su persona; ciérranse sus salones y su ataúd, y cerrado queda su destino. Esto ha sucedido con Mr. de Talleyrand: su momia, antes de bajar a la bóveda sepulcral, estuvo expuesta al público algunos momentos en Londres, como representante de la monarquía cadáver que nos rige.

Mr. de Talleyrand ha hecho traición a todos los gobiernos, y lo repito, no ha derribado ni encumbrado a ninguno. Carecía de superioridad real, en la genuina acepción de estas dos palabras. Una morralla, vil residuo de esas prosperidades estrepitosas, tan frecuentes en la vida aristocrática, no conduce dos pies más allá de la huesa. El mal que no obra con una explotación terrible; el mal lentamente empleado por el esclavo en provecho de su amo, no es otra cosa que una torpe bajeza. El vicio que contemporiza con el crimen, entra en la domesticidad. Suponed a Mr. de Talleyrand plebeyo, pobre y oscuro, no teniendo con su inmoralidad su indisputable talento de salón y ciertamente nadie hubiera oído hablar de él. Suprimid a Mr. de Talleyrand, el gran señor envilecido, el sacerdote casado, el obispo degradado; ¿qué le queda? Su reputación y su celebridad han consistido en estas tres iniquidades.

La comedia, en cuya representación ha invertido el prelado sus ochenta y dos años, es una cosa deplorable; primero para hacer prueba de su esfuerzo, fue a pronunciar al Instituto el elogio común de un pobre diablo alemán de quien se burlaba. A. pesar de las repetidas farsas que hemos presenciado, agrúpanse todos para ver salir al gran hombre; después ha venido a morir a su casa como Diocleciano, mostrándose a todo el mundo. La muchedumbre se quedó atónita al ver la hora suprema de este príncipe, podrido en sus tres cuartas partes, con una abertura gangrenosa en su costado, con la cabeza cayendo sobre su pecho, a pesar de la venda que la sostenía, disputando minuto a minuto su reconciliación con el cielo; representando su sobrina a su lado un papel ensayado de antemano entre un sacerdote equivocado y una joven engañada: firmó, (ó quizá no firmó) cuando su voz iba a extinguirse, la retractación de su primera adhesión a la iglesia constitucional, pero sin dar ninguna señal de arrepentimiento, sin llenar los últimos deberes del cristiano, sin retractar los escándalos y las inmoralidades de su vida. Nunca el orgullo se mostró tan miserable, la admiración tan estúpida, la piedad tan engañosa: Roma, siempre prudente, no ha hecho pública y con harto fundamento, la retractación.

Mr. de Talleyrand, llamado mucho tiempo hacia el tribunal divino, se mostraba contumaz ; la muerte le buscaba de parte de Dios y le halló al fin. Para analizar minuciosamente una vida tan disipada, cuanto la de Mr. de La Fayette ha sido sana, sería preciso arrostrar obstáculos que soy incapaz de superar. Los hombres cancerados por el vicio, parécense a los cadáveres de las prostitutas; las úlceras los han carcomido de tal suerte, que no pueden servir a la disección. La revolución francesa es una vasta destrucción política colocada en medio del antiguo mundo: temamos, empero, que se establezca una destrucción mucho más funesta; temamos una destrucción moral por el mal lado de esta revolución. ¿Qué será de la especie humana, si se consigue rehabilitar costumbres justamente condenadas, si se pretende ofrecer a nuestro entusiasmo odiosos ejemplos, y presentarnos los progresos del siglo, el establecimiento de la libertad y la profundidad del talento, en naturalezas abyectas o en acciones atroces? El que no se atreve a ensalzar el mal bajo su propio nombre, le sofistica; guardaos de tomar este monstruo por un espíritu de tinieblas; ¡creedle un ángel de luz! Toda fealdad es hermosura, todo oprobio honorifico, toda enormidad sublime ; todo vicio tiene su admiración que le espera. Hemos vuelto a aquella sociedad material del paganismo en que cada depravación tenía sus propios altares. ¡Huyan esos elogios cobardes, falaces y criminales, que falsean la conciencia pública, que corrompen la juventud, que desaniman a los hombres probos, que son un ultraje a la virtud, y la sacrílega saliva del soldado romano en el rostro de Jesucristo!

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MUERTE DE CARLOS X.

Estando en Praga en 1833, me dijo Carlos X: «¿Vive todavía ese viejo Talleyrand?» Y Carlos X dejó de existir dos años antes que Mr. de Talleyrand: la muerte privada y cristiana del monarca contrasta con la muerte pública del obispo apóstata, compareciendo rebelde a los pies de la incorruptibilidad divina.

El 3 de octubre de 1836 había escrito a Mad. la duquesa de Berry la siguiente carta, añadiendo en ella una posdata el 15 de noviembre del mismo año.

«Señora:

«Mr. Walsh me ha entregado la carta con la que habéis tenido a bien honrarme. Estaría pronto a obedecer a V. A. R. si los escritos tuviesen hoy alguna fuerza, pero la opinión ha caído en tal apatía que los más grandes sucesos apenas podrían levantarla. Me habéis permitido, señora, hablaros con una franqueza que solo mi adhesión podría excusarla: V. A. R. lo sabe; me he opuesto a casi todo lo que se ha hecho y aun me atreví a no ser del parecer respecto de vuestro viaje a Praga. Enrique V sale ahora de la infancia, para entrar en seguida en el mundo con una educación que no se conforma al siglo en que vivimos. ¿Quién será su guía? ¿Quién le enseñará las cortes y los hombres? ¿Quién le dará a conocer y cómo aparecerá de lejos a la Francia? Cuestiones importantes que verosímil y desgraciadamente serán resueltas en sentido que no lo fueron las demás. Como quiera que sea, el resto de mi vida pertenece a mi joven rey y a su augusta madre. Mis previsiones sobre el porvenir no me harán jamás infiel a mis deberes.

«Mad. de Chateaubriand pide el permiso de ponerse a los pies de V. A. R. Ofrezco al cielo todas mis súplicas por la gloria y prosperidad de la madre de Enrique V, y soy con el más profundo respeto y adhesión.

Señora,

«De V. A. R. el más humilde y más obediente servidor

«Chateaubriand.»

«P. S. Esta carta aguardaba hace un mes ocasión favorable de llegar a vuestras manos. Acabo de saber la muerte del augusto abuelo de Enrique. ¿Esta triste noticia traerá algún cambio en el destino de V. A. R? Me atrevería señora a suplicaros me permitieseis participar de los sentimientos de dolor que debéis experimentar, y ofrecer el tributo respetuoso de mi dolor al señor delfín y a su esposa.

«Chateaubriand.»

15 de noviembre.

Carlos X no existe ya.

Soixante ans de malheurs ont paré la victime! 29

¡Treinta años de destierro; la muerte a los sesenta y nueve años en país extranjero! A fin de que no quedase duda de la desgraciada misión que el cielo había encomendado a este príncipe en la tierra, vino a buscarle una plaga.

Carlos X ha encontrado en su última hora la calma y la igualdad de alma que le faltó algunas veces durante su larga vida. Cuando supo el peligro que le amenazaba se contentó con decir:

29 Sesenta años de desgracias han adornado a la victima!

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«No creía que esta enfermedad fuese tan corta.»

Cuando Luis XVI marchó al cadalso, el oficial de guardia se negó a recibir el testamento del condenado, porque el tiempo le faltaba y debía emplearle en conducir al rey al suplicio: entonces el rey respondió:

«Tenéis razón.»

Si Carlos X, en otros días peligrosos, hubiese tratado su vida con esta indiferencia, ¡de cuantas miserias se hubiera ahorrado! Se concibe que los Borbones posean una religión que tan nobles los hace en los últimos momentos. Luis IX, amante de su descendencia, envía el valor del santo que les aguarda al borde del sepulcro. Esta raza sabe morir admirablemente; verdad es que hace más de ochocientos años que conocen la muerte.

Carlos X ha muerto persuadido de que no se había engañado; si esperó en la misericordia divina, fue en razón del sacrificio que creyó hacer de su corona a lo que pensaba fuese el deber de su conciencia y el bien de su pueblo: las convicciones son muy escasas para no tenerlas en cuenta. Carlos X pudo persuadirse de que el reinado de sus dos hermanos y el suyo no habían pasado sin libertad y sin gloria: bajo el rey mártir, la exención de la América y la emancipación de la Francia: bajo Luis XVIII, el gobierno representativo dado a nuestra patria, el restablecimiento de la dignidad real creada en España, la independencia de la Grecia reconquistada en Navarino; bajo Carlos X el África adquirida para nosotros en compensación del territorio perdido con las conquistas de la república y del imperio: estos resultados, que pertenecen a nuestros fastos a despecho de las necias envidias y de las vanas enemistades, estos resultados resaltaran más a medida que se trate de ocultarlos en las humillaciones del reinado de julio. Pero es de temer que estas preciosas joyas de valor no redunden en provecho de la posteridad, como la corona de flores sobre la cabeza de Homero arrojada con gran respeto de la república de Platón. La legitimidad parece hoy no tener intención de ir más lejos, sino que parece aceptar su caída.

La muerte de Carlos X no podría ser un suceso efectivo si no poniendo término a una deplorable contienda de cetro, y dando una dirección nueva a la educación de Enrique V: ahora bien, es de temer que la corona ausente sea siempre disputada, y que la educación concluya sin haber sido virtualmente cambiada. Quizá no tomándose la pena de sacar partido, descuidáronse en costumbres gratas a la debilidad, dulces a la vida de familias, cómodas para el cansancio que sucede a largos sufrimientos. La desgracia que se perpetua produce en el alma el mismo efecto que la vejez en el cuerpo; no puede yo sostenerse y se cae. La desgracia se parece mucho al ejecutor de las altas justicias del cielo: despoja a los condenados, arranca al rey su corona, al militar su espada, quita la calidad al noble, el corazón al soldado y los degrada ante el vulgo.

Por otra parte se extraen de la juventud extremadas razones de acomodamiento cuando se tiene mucho tiempo de que disponer, persuádese que se puede aguardar y que se presentan años de gozo ante los sucesos: «Llegarán hasta nosotros, exclaman, sin que tomemos parte en ellos, todo madurará, el día del trono llegará por sí mismo. Dentro de veinte años las previsiones habranse borrado.» Este cálculo podría tener exactitud si las generaciones no trascurriesen o no viniesen a ser indiferentes, pero semejante cosa puede parecer una necesidad en cierta época y no ser sentida en otra.

¡Ay! con qué rapidez se desvanecen las cosas. ¿Dónde están los tres hermanos a quienes sucesivamente he visto reinar? Luis XVIII habita en San Dionisio con el cuerpo degollado de Luis XVI, y Carlos X acaba de ser depositado en Goritz en un féretro cerrado con tres llaves.

Los restos de este rey, cayendo desde lo alto han conmovido a sus abuelos, quienes agitándose en su sepulcro dijeron al estrecharse:

«Hagamos lugar: este es el último de los nuestros. Bonaparte no hizo tanto ruido al morir: los antiguos muertos no dejaron el sueño por el emperador de los nuevos muertos; aquellos no le conocían. La monarquía francesa une el mundo

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antiguo al mundo moderno. Augústulo deja la corona en 476. Cinco años después, en 481, Clodoveo, primera raza de nuestros reyes reina en las Galias.

Al asociar Carlo-Magno al trono a Luis el Piadoso le dijo: «Hijo querido de Dios, mi edad avanza, hasta huye mi vejez, y la hora de mi muerte se acerca. El país de los francos me vio nacer, pues Jesucristo me concedió este honor: yo obtuve el primero entre los francos el nombre de César y trasmitido el imperio de los francos el primero de la raza de Rómulo.»

En tiempo de Hugo, con la tercera raza la monarquía electiva viene a ser hereditaria. La infancia engendra la legitimidad o la permanencia, o la duración.

Entre las fuentes bautismales de Clodoveo y el patíbulo de Luis XVI, es preciso colocar el imperio cristiano de los franceses. La misma religión sostenía las dos barreras: «Dulce sicambro, inclina la cabeza, adora lo que has quemado, y quema lo que has adorado,» dijo el sacerdote que administraba a Clodoveo el agua del bautismo. «Hijo de San Luis, subid al cielo.» dijo el sacerdote que asistió a Luis XVI al bautismo de sangre.

Aun cuando no hubiese en Francia sino esa antigua casa de Francia, derribada por el tiempo y cuya majestad asombra, podríamos en punto a cosas ilustres enseñarlas a todas las naciones. Los Capetos reinaban cuando todos los soberanos de Europa eran aun vasallos. Los súbditos de los reyes llegaron a ser reyes. Estos soberanos nos han trasmitido sus nombres con títulos que la posteridad ha reconocido como exactos; los unos fueron llamados augusto, santo, anciano, grande, cortés, atrevido, prudente, virtuoso, muy amado, los otros, padre del pueblo, padre de las letras. «Como está escrito por vituperio, dice un antiguo historiador, que todos los buenos reyes serbios cabrían con facilidad en una argolla, los malos reyes de Francia podrían caber mucho mejor, atendiendo al número tan corto de ellos.»

En tiempo de la familia real, las tinieblas de la barbarie se disipan, la lengua se forma, las letras y las artes producen sus obras maestras, nuestras ciudades se adornan, nuestros monumentos se levantan, ábrense nuestros caminos, nuestros puertos se construyen, asombran nuestros ejércitos a Europa y Asia, y nuestras escuadras cubren los dos mares.

Nuestro orgullo se encoleriza a la sola consideración de estos magníficos tapices del Louvre. Desconocidos esta mañana y aun más esta tarde no nos precedió. Y sin embargo, al marchar cada minuto nos pregunta: ¿quién eres? y no sabemos que contestar. Carlos X ha contestado, se ha marchado con una era entera del mundo; el polvo de mil generaciones mezclose al suyo; la historia lo saluda, los siglos se arrodillan ante su tumba; todos han conocido su raza, ella no les ha faltado, al contrario, ellos fueron los que faltaron.

Rey desterrado, los hombres han podido proscribiros; pero no seréis expulsado del tiempo; dormís vuestro penoso sueño en un monasterio, sobre la última tabla destinada en otro tiempo a algún franciscano. No asistían a vuestros funerales heraldos de armas, y si solo un puñado de vejeces encanecidas; no hay grandes que arrojen en la bóveda las insignias de su dignidad; pues han hecho homenaje de ella en otros lugares. Las edades mudadas se han colocado en la punta de vuestro féretro, y una larga procesión de días pasados con los ojos cerrados, lleva en silencio el luto alrededor de vuestro ataúd.

A vuestro lado reposan vuestro corazón y vuestras entrañas arrancados de vuestro seno y costados, como se coloca al lado de una madre difunta el fruto abortivo que le costó la vida. En cada aniversario, monarca cristianísimo, cenobita después de la muerte, algún hermano os rezará las oraciones de cabo de año: no atraeréis a vuestro aquí yace eterno más que a vuestros hijos desterrados con vos: porque aun en Trieste el monumento de las princesas está vacío; sus restos sagrados han vuelto a ver su patria, y vos habéis pagado al destierro con vuestro destierro la deuda de aquellas nobles damas.

¡Ay! ¿por qué no se reúnen hoy tantos restos dispersos como se reúnen antigüedades exhumadas de diferentes excavaciones? El arco de Triunfo llevaría por coronamento el sarcófago de Napoleón, o la columna de bronce elevaría sobre restos inmortales victorias inmóviles. Y sin embargo, la piedra labrada por orden de Sesostris sepulta desde hoy el patíbulo de Luis XVI bajo los pies de los siglos. Llegará la hora en que el obelisco del desierto volverá a encontrar sobre la plaza de los asesinados el silencio y la soledad de Luxor.

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CONCLUSIÓN.

Antecedentes históricos desde la regencia hasta 1793.

25 de septiembre de 1841.

Empecé a escribir estas Memorias en el Valle de los Lobos el día 4 de octubre de 1811, y acabó de leerlas de nuevo y corregirlas el 25 de septiembre de 1841; hace, pues, treinta años, once meses y veinte y un días que manejo en secreto la pluma componiendo mis libros públicos en medio de todas las revoluciones y vicisitudes de mi existencia. Mi mano está cansada; ¡ojalá no haya descansado sobre mis ideas que no se han desviado y que siento tan vivas como al principio de mi carrera! Abrigaba el proyecto de añadir a mi trabajo de treinta años una conclusión general; me proponia decir, como repetidas veces he indicado, cual era el estado del mundo al entrar en él, y cual es al abandonarle. Pero el desierto se dilata a mi vista; descubro la mano que los marinos creían en otro tiempo ver salir de las olas en la hora del naufragio; esa mano me hace señas para que abrevie, por lo que voy a reducir la escala del cuadro incluyendo todo lo esencial.

Luis XIV dejó de existir. El duque de Orleans fue regente durante la minoría de Luis XV. Estalló una guerra en España, a consecuencia de la conspiración de Cellamare, y se restableció la paz por la caída de Alberoni. Luis XV entraba en su mayoría el 15 de febrero de 1723, y el regente sucumbió diez meses después. Este hombre había comunicado su gangrena a la Francia, pues sentó a Dubios en la silla episcopal de Fenelon, y elevó a Law. El duque de Borbón fue nombrado primer ministro de Luis XV, y tuvo por sucesor al cardenal Fleury, cuyo talento consistía en sus años. En 1734 estalló la guerra en que mi padre fue herido delante de Dantzick. En 1745 se dio la batalla de Fontenoy: uno de los menos guerreros de nuestros reyes nos hizo triunfar en la única gran batalla campal que hemos ganado a los ingleses, y el vencedor del mundo añadió en Waterloo un nuevo desastre a los de Crecy, Poitiers y Azincourt. La iglesia de Waterloo está adornada con el nombre de los oficiales ingleses que fallecieron en 1815, mientras que en la iglesia de Fontenoy: solo se ve una lápida con estas palabras: «Aquí descansa el cuerpo de Felipe de Vitry, que a la florida edad de veinte y siete años fue muerto en la batalla de Fontenoy el 11 de mayo de 1745.» Ningún monumento señala el lugar de la acción, pero se extraen de la tierra esqueletos con las balas aplastadas en el cráneo. Los franceses llevan escritas en la frente sus victorias.

Más tarde, el conde de Guisors, hijo del mariscal de Belle-Isle, sucumbió en Crevelt, y en él se extinguieron el apellido y la descendencia directa de Fouquet; habíase pasado de la señorita de la Valiere a Mad. de Chateauroux. Es harto triste el ver los apellidos llegar a su fin, de siglos en siglos, de bellezas en bellezas y de gloria en gloria.

En el mes de junio de 1745, el segundo pretendiente de los Estuardos dio principio a sus empresas; infortunios en que me mecí, esperando que Enrique V reemplazase en el destierro al pretendiente inglés.

El término de estas guerras anunció nuestras calamidades en nuestras colonias. La Bourdonnais vengó el pabellón francés en Asia, pero sus desavenencias con Dupleix después de la toma de Madrás echaron a perder todo. La paz de 1748 suspendió estas desgracias; en 1755 se renovaron las hostilidades, inauguradas por el terremoto de Lisboa, en que pereció el nieto de Racine. Bajo el pretexto que había algunos terrenos en litigio en la frontera de la Acadia, la Inglaterra se apoderó sin declaración de guerra de trescientos de nuestros buques mercantes, y además perdimos el Canadá, hechos de inmensas consecuencias, sobre los que descuellan la muerte de Wolf y la de Montcalm. Despojados de nuestras posesiones en África y en la India, lord Clive entabló la conquista de Bengala. Por este tiempo tenían lugar las disputas del jansenismo; Damiens había excomulgado a Luis XV; la Polonia había sido repartida, llevose a cabo la expulsión de los jesuitas y la corte se trasladó al Parque de los Ciervos. El autor del Pacto de

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familia se retira a Chanteloup, mientras la revolución intelectual se consuma bajo el influjo de Voltaire; instalose el pleno tribunal de Maupeou; Luis XV lega el patíbulo a la favorita que lo había degradado, después de haber enviado a Garat y a Sanson a Luis XVI, al uno para que leyese, y al otro para que ejecutase la sentencia.

Este último monarca se casó el 16 de mayo de 1770 con la hija de María Teresa de Austria, cuyo fin nadie ignora. Pasaron los ministros Machautt, el anciano Maurepas, Turgot el economista, Malesherbes, hombre de virtudes antiguas y de opiniones nuevas, Saint Germain, que destruyó la casa del rey y publicó una ordenanza funesta, y por último, Calonne y Necker.

Luis XV convocó los parlamentos, abolió la esclavitud personal, derogó el tormento antes de la publicación de la sentencia y devolvió los derechos civiles a los protestantes, reconociendo su matrimonio legal. La guerra de América en 1779, impolítica para la Francia, juguete siempre de su generosidad, fue útil a la especie humana, y restableció en todo el mundo el aprecio de nuestras armas y el honor de nuestro pabellón.

La revolución se levantó pronta a dar a luz la generación guerrera que ocho siglos de heroísmo habían engendrado en su seno. Los méritos de Luis XVI no satisficieron las faltas que sus antepasados le habían dejado en expiación; pero los golpes de la Providencia caen siempre sobre el mal, nunca sobre el hombre: Dios abrevia los días de la virtud en la tierra para prolongarlos en el cielo. Bajo la constelación de 1793, se rompieron las fuentes del gran abismo, todas nuestras antiguas glorias se reunieron, e hicieron su última explosión en Bonaparte, el que nos las envía desde su féretro.

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PROSIGUE LA CONCLUSIÓN.

Lo pasado.—El antiguo orden europeo expira.

Nací durante la realización de estos hechos. Dos nuevos imperios, la Prusia y la Rusia, apenas se han anticipado a mí sobre la tierra medio siglo. La Córcega se hizo francesa en el instante en que naci, pues vine al mundo veinte días después que Bonaparte, quien me llevaba consigo. Iba a entrar en la marina en 1783, cuando la flota de Luis XVI dio fondo en Brest; esta flota traía las actas del estado civil de una nación formada bajo las alas de la Francia. Mi nacimiento se enlaza con el nacimiento de un hombre y de un pueblo; yo era el pálido reflejo de una luz inmensa.

Si se fija la consideración en el mundo actual, le veremos estremecerse, a consecuencia del movimiento impreso por una gran revolución, desde el Oriente hasta la China, que parecía cerrada para siempre; de esta suerte nuestros trastornos pasados nada son, y el estruendo del nombre de Napoleón apenas se percibe en el sentido más lato de los pueblos, a la manera que Napoleón ha apagado todo el estruendo de nuestro antiguo globo.

El emperador nos ha dejado en una agitación profética. Nosotros que constituimos el estado más maduro y adelantado, presentamos numerosos síntomas de decadencia. A imitación de un enfermo en peligro de muerte, se angustia a la idea de lo que hallará en su sepultura: una nación que se siente desfallecer, se inquieta al entrever su porvenir. De aquí proceden las herejías políticas que se suceden. El antiguo orden europeo expira, y nuestros actuales debates parecerán a la posteridad luchas pueriles. Nada existe ya; la autoridad de la experiencia y de la edad, el nacimiento o el genio, el talento o la virtud se niegan sin distinción; algunos individuos se encaraman personalmente en la cima de las ruinas, se proclaman gigantes, y ruedan despeñados cual miserables pigmeos. Exceptuando una veintena de hombres que sobrevivirán y que estaban destinados a llevar la antorcha a través de los tenebrosos arenales en que se entra: exceptuando, repito, esos pocos hombres, una generación que abrigaba en sí misma un espíritu fecundo, grandes conocimientos adquiridos, gérmenes de victorias de todas clases, los ha ahogado en una inquietud tan improductiva, cuanto estéril es su orgullo. Multitud sin nombre, que se agita sin saber por qué, como las asociaciones populares de la edad media; rebaño famélico que no reconoce pastor, que corre de la llanura a la montaña y de la montaña a la llanura, desdeñando la experiencia de los postores avezados al viento y al sol. En la vida de la ciudad todo es transitorio; la religión y la moral dejan de ser admitidas, o cada cual las interpreta a su capricho. Entre las cosas de naturaleza inferior, aun en poder de convicción y de existencia, una reputación brillante apenas vive una hora; un libro envejece en un día; los escritores se suicidan por llamar la atención; otra vanidad, puesto que ni siquiera se oye su último suspiro.

De esta predisposición de los espíritus resulta que no se excogitan otros medios de conmover que escenas patibularias y costumbres vergonzosas; olvídase que las verdaderas lágrimas son las que hace derramar una hermosa poesía; lágrimas en las que se mezcla tanta admiración como dolor: pero ahora que los talentos se nutren de la regencia y del terror, ¿qué asuntos necesitamos para nuestras lenguas destinadas a morir tan pronto? Ya no brotará del genio humano alguno de esos pensamientos que llegan a ser patrimonio del universo.

He aquí lo que todos dicen y lo que todos deploran, y, sin embargo, las ilusiones superabundan, y cuanto más cercanos nos hallamos a la tumba, más nos lisonjeamos vivir. Vemos monarcas que se figuran ser monarcas; ministros que piensan ser ministros; diputados que juzgan una cosa muy formal sus discursos; propietarios que poseyendo esta mañana, se persuaden de que poseerán esta noche. Los intereses particulares, las ambiciones personales, ocultan al vulgo la gravedad del momento; y no obstante, las oscilaciones de los negocios del día, no son sino una arruga en la superficie del abismo que no disminuye la profundidad de las olas. Al

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lado de frívolos juegos contingentes, la especie humana aventura la gran partida; los reyes tienen aun los naipes y los tienen por las naciones, ¿valdrán estas más que los monarcas? Esta es una cuestión aislada que no altera el hecho principal. ¿Qué importancia tienen los juguetes infantiles y las sombras que se deslizan sobre la blancura de un lienzo? ¡La invasión de las ideas ha sucedido a la invasión de los bárbaros; la civilización actual, descompuesta, se pierde en sí misma, el vaso que la contiene no ha derramado su licor en otro; el vaso mismo se ha roto!

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PROSIGUE LA CONCLUSIÓN.

Desigualdad de las fortunas.— Peligros de la expansión de la naturaleza inteligente y de la naturaleza material.

¿En qué época desaparecerá la sociedad? ¿qué accidentes podrán suspender su movimiento? En Roma, el reinado del hombre sustituyó al reinado de la ley, se pasó de la república al imperio: nuestra revolución se consuma en sentido contrario; nos inclinamos a pasar de la monarquía a la república, o para especificar ninguna forma a la democracia; pero esto no se realizará sin grandes dificultades.

Para citar únicamente un punto entre mil, ¿la propiedad, por ejemplo, quedará distribuido cual hoy lo está? La monarquía que nació en Reims habrá podido hacer marchar esa propiedad, templando su rigor por medio de las leyes morales, lo mismo que había cambiado la humanidad en caridad. Un estado político, donde hay individuos que cuentan con millones de renta mientras que otros individuos perecen, ¿puede subsistir cuando la religión no esté allí con sus esperanzas fuera de este mundo para explicar el sacrificio? Hay niños a quienes sus madres amamantan a sus pechos secos, a falta de un bocado de pan para alimentar a sus moribundos hijos; hay familias cuyos miembros se ven reducidos a hacinarse juntos durante la noche por falta de abrigo para calentarse. Aquel ve madurar sus dilatados campos, mientras éste no posee sino los seis pies de tierra prestados a su sepultura por su país natal. Ahora bien; ¿cuántas espigas de trigo pueden prestar a un difunto seis pies de tierra?

A medida que la instrucción desciende a las clases inferiores, estas descubren la llaga secreta que roe el orden social y religioso. La excesiva desproporción de las condiciones y de las fortunas ha podido soportarse en tanto que ha estado oculta; mas no bien esta desproporción ha sido generalmente conocida, se ha dado el golpe mortal. Recomponed, si podéis, las ficciones aristocráticas, tratad de persuadir al pobre cuando sepa leer, y ya no creerá cuando posea la misma instrucción que vosotros; tratad, repito, de persuadirle de que debe someterse a todas las privaciones, en tanto que su vecino posee mil veces lo superfluo: en último recurso os será preciso matarle.

Cuando el vapor se haya perfeccionado, cuando unido al telégrafo y a los caminos de hierro haya hecho desaparecer las distancias, no serán ya solamente las mercancías las que viajarán, sino también las ideas conducidas sobre sus alas. Cuando las fronteras políticas e industriales hayan dejado de existir entre los diversos estados, como ya sucede respecto de las provincias de un mismo estado; cuando los diferentes países, en sus diarias relaciones, tiendan a la unidad de los pueblos ¿cómo resucitareis el antiguo régimen de separación?

La sociedad, por otra parte, no se ve menos amenazada por la expansión de la inteligencia de lo que lo está por el desarrollo de la naturaleza bruta. Suponed los brazos condenados al ocio, en razón de la multitud y de la variedad de las máquinas; admitid que un mercenario único y general, la materia, reemplace a los mercenarios del suelo o de la domesticidad, ¿qué haréis del género humano desocupado? ¿qué de las pasiones ociosas al mismo tiempo que de la inteligencia? El vigor corporal se sostiene por medio de la ocupación física; cesando el trabajo, la fuerza desaparece; seríamos en tal caso semejantes a esas naciones de Asia, presas del primer invasor, y que no pueden defenderse contra una mano que maneja el hierro. Así la libertad no se conserva sino por el trabajo; porque el trabajo produce la fuerza: retirad la maldición pronunciada contra los hijos de Adán, y morirán en la esclavitud. In sudore vultus tui, vesceris pane. La maldición divina entra, pues, en el misterio de nuestra suerte; el hombre no es tanto el esclavo de sus sudores como de sus pensamientos: he aquí como después de haber recorrido la sociedad, después de haber pasado por sus diferentes civilizaciones, y después de haber supuesto en ella perfecciones desconocidas, nos hallamos en el punto de partida en presencia de las verdades de

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la Escritura.

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PROSIGUE LA CONCLUSIÓN.

Caída de las monarquías.— Desfallecimiento de la sociedad y progreso del individuo.

La Europa, en tiempo de nuestra monarquía de ocho siglos, tuvo en Francia el centro de su inteligencia, de su perpetuidad y de su reposo; privada empero de esta monarquía, la Europa se inclinó inmediatamente a la democracia. El género humano, por su dicha o por su desgracia, se halla en una situación ambigua; los príncipes han tenido la guardia noble, y las naciones, entradas ya en su mayoría, pretenden no necesitar ya de tutores. Desde David hasta nuestros tiempos, los reyes han sido llamados; empieza, pues, la vocación de los pueblos.

Las cortas y pequeñas excepciones de las repúblicas griegas, cartaginesa y romana con esclavitud, no impedían en la antigüedad que el estado monárquico fuese el estado normal en todo el globo. Toda la sociedad moderna, desde que no existe la bandera de los reyes franceses, abandona la monarquía. Dios, para acelerar la degradación del poder real, ha entregado los cetros en diferentes países, a reyes inválidos, a niñas en mantillas o en vísperas de su casamiento; y estos leones sin quijadas, estas leonas sin uñas, estas débiles niñas de pecho o distraídas en sus amores, son quienes deben guiar a hombres formados en esta era de incredulidad.

Los principios más atrevidos son proclamados a la faz de los monarcas, que se creen aun seguros detrás de la triple fila de una guardia sospechosa. La democracia les escala, y sube de piso en piso desde el cuarto bajo hasta el tejado de sus palacios, de donde se arrojarán al fin a nado por las buhardillas.

Advertid en medio de esto una contradicción fenomenal: el estado material se mejora, el progreso intelectual se desarrolla cada vez mas, y las naciones en vez de adelantar atrasan: ¿de dónde dimana esta contradicción?

Proviene de que hemos perdido en el orden moral. En todos tiempos ha habido crímenes, pero no se perpetraban a sangre fría como sucede en nuestra época, por efecto de la pérdida del sentimiento religioso; actualmente no alarman, pues solo parecen una consecuencia de la marcha del tiempo: si antes se les juzgaba de distinta manera, esto consiste, como en general se asegura, en que no estábamos bastante adelantados en el conocimiento del hombre; en la actualidad se les analiza y somete al crisol para ver qué utilidad puede reportarse de ellos, a la manera que la química encuentra ingredientes en los muladares. Las corrupciones del espíritu, mucho más destructoras que las de los sentidos, se aceptan como resultados necesarios; no pertenecen ya a algunos individuos perversos sino que han caído en el dominio público. Se creerían humillados semejantes hombres si se les probase que tienen un alma, y que después de esta vida hallarán otra; se juzgarían faltos de firmeza, de fuerza y de genio, si no se hiciesen superiores a la pusilanimidad de nuestros padres; adoptan la nada, o si se quiere la duda, como un hecho acaso desagradable, pero como una verdad que no puede negarse. ¡Admirad la estupidez de nuestro orgullo!

He aquí como se explica el desfallecimiento de la sociedad y el progreso del individuo. Si el sentido moral se desarrollase en razón directa del progreso de la inteligencia habría un contrapeso y la humanidad avanzaría sin peligro alguno; pero desgraciadamente sucede todo lo contrario: la percepción del bien y del mal se oscurece a medida que la inteligencia se ilumina, y la conciencia se contrae a medida que las ideas se ensanchan. Sí, la sociedad perecerá; la libertad que podía salvar al mundo no marchará porque no se apoya en la religión; el orden que podía mantener la regularidad, no se establecerá sólidamente porque lo combate la anarquía de las ideas.

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La púrpura que comunicaba en otros tiempos el poder servirá tan solo en lo sucesivo de cubierta a la desgracia; no se salvará sino aquel que, como Jesucristo, haya nacido sobre la paja. Cuando los monarcas fueron desenterrados en San Dionisio en el momento que la trompeta comunicó la resurrección popular; cuando exhumados de sus destrozados sepulcros esperaban la sepultura plebeya, los traperos acudieron a este último juicio de los siglos: examinaron a la luz de sus faroles en la noche eterna y registraron los restos que se libraron de la primera rapiña. Los reyes no existían ya; pero el poder real subsistía allí aun; los traperos le arrancaron de las entrañas del tiempo, y lo arrojaron al cesto de los harapos.

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PROSIGUE LA CONCLUSIÓN.

El porvenir.— Dificultad de comprenderlo.

He aquí por qué respecto de la vieja Europa jamás resucitará. ¿Ofrece la joven Europa mejores probabilidades? El mundo actual, el mundo sin autoridad consagrada, parece colocado entre dos imposibilidades: la imposibilidad de lo pasado y la imposibilidad del porvenir. Y no se crea, como algunos imaginan, que si nos hallamos actualmente mal, el bien renacerá de este mal; la naturaleza humana desorganizada en su origen, no camina tan regularmente. Por ejemplo, los excesos de la libertad conducen al despotismo; pero los excesos de la tiranía, solo conducen a la tiranía; esta al degradarnos nos hace incapaces de independencia : Tiberio no hizo llegar a Roma hasta la república, sino que dejó por sucesor a Calígula.

Para evitarse explicaciones, basta declarar que los tiempos pueden ocultar en su seno una constitución política que no vemos hoy. La antigüedad entera, los más esclarecidos genios de esta antigüedad, ¿comprendían la sociedad sin esclavos? Nosotros, sin embargo, la vemos subsistir. Afírmase que en esta futura civilización se engrandecerá la especie, y yo mismo he sustentado esta proposición; sin embargo, ¿no es de temer que el individuo se rebaje? Podremos ser abejas laboriosas ocupadas en comer nuestra miel. En el mundo material los hombres se asocian para el trabajo, una multitud llega más pronto y por diferentes caminos al objeto al que se dirige; las masas de individuos levantarán las pirámides, y estudiando cada uno por su parte, estos individuos encontrarán descubrimientos en las ciencias y explorarán todos los arcanos de la creación física. ¿Pero sucede lo propio en el mundo moral? En vano se coaligarán mil cerebros, porque jamás compondrán la obra maestra que produce la cabeza de un Homero.

Se ha dicho que una ciudad cuyos individuos gozasen de una igual repartición de bienes y de enseñanza presentaría a los ojos de la Divinidad un espectáculo superior al espectáculo de la ciudad de nuestros padres. La locura del momento es llegar a la unidad de los pueblos y convertir en un solo hombre la especia entera, sea en buena hora, pero al adquirir facultades generales, ¿no perecerá toda una serie de sentimientos privados? Desaparecerían entonces las dulzuras del hogar doméstico y los encantos de la familia: entre todos esos seres blancos, amarillos y negros, reputados como vuestros compatriotas, no podríais arrojaros en los brazos de un hermano. ¿No habrá nada en la vida antigua, nada en ese limitado espacio que descubríais desde vuestra ventana rodeada de yedra? Más allá de vuestro horizonte sospechabais la existencia de países desconocidos de que apenas os hablaba el ave de paso, único viajero que veíais en el otoño.

Era delicioso imaginar que las colinas que os rodeaban no desaparecerían a vuestra vista, que encerrarían siempre vuestras amistades y vuestros amores; que el gemido de la noche alrededor de vuestro asilo, sería el único rumor con que os dormiríais; que nunca sería turbada la paz de vuestra alma, que allí encontraríais constantemente los pensamientos que os esperaban para entablar de nuevo con vosotros su conversación familiar. Sabíais donde nacisteis, sabíais donde estaba vuestra sepultura, y al penetrar en el bosque podríais decir:

Beaux arbres qui m' avez vu naitre,

Bientót vous me verrez mourir 30.

30 Árboles bellos que nacer me visteis,

Dentro de poco me veréis morir.

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El hombre no necesita viajar para engrandecerse porque lleva consigo la inmensidad. Tal acento que se escapa de vuestro seno, no puede medirse y encuentra eco en millares de almas: el que no posee esta melodía en vano la pedirá al universo. Sentaos en el tronco de un árbol derribado en el fondo de los bosques; si en el profundo olvido de vosotros mismos, si en vuestro silencio no halláis lo infinito, inútil es que os extraviéis en las orillas del Ganges.

¿Qué sería una sociedad universal que no tuviese país particular, que no fuese francesa, inglesa, alemana, española, portuguesa, italiana, rusa, tártara, turca, persa, india, china, ni americana, o más bien que fuera a la vez todas estas sociedades? ¿Qué resultaría de esto para sus costumbres, sus ciencias, sus artes y su poesía? ¿Cómo se expresarían las pasiones sentidas a la vez según la naturaleza de los diferentes pueblos en los distintos climas? ¿Cómo se acomodaría al lenguaje esa confusión de necesidades y de imágenes producidas por los diversos soles que habrían alumbrado una juventud, una virilidad y una vejez comunes? ¿Y cuál seria este lenguaje? ¿De la fusión de las sociedades resultaría un idioma universal o se inventaría un dialecto de transacción destinado al uso diario, mientras que cada nación hablarían su propia lengua, o bien las diferentes lenguas serian entendidas por todos? ¿Bajo qué regla semejante, bajo qué ley única existiría esta sociedad? ¿Cómo hallar sitio en una tierra dilatada por el poder de la ubiquidad y reducida a las mezquinas proporciones de un globo minado por todas partes?

Solo quedaría el recurso de pedir a la ciencia el medio de cambiar de planeta.

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PROSIGUE LA CONCLUSIÓN.

San simonianos.— Falausterianos.— Fourrieristas.— Owenistas.— Socialistas.— Comunistas.— Unionistas.— Partidarios de la igualdad.

Cansados de la propiedad particular ¿os proponéis hacer del gobierno un propietario único que distribuye a la comunidad convertida en pordiosero una parte medida sobre el mérito de cada individuo?¿Y quién ha de juzgar de los méritos? ¿quién tendrá fuerza y autoridad suficientes para hacer ejecutar vuestras determinaciones? ¿Quién regirá y hará valer esa banca de inmuebles vivientes?

¿Buscáis la asociación del trabajo? ¿Qué traerán el débil, el enfermo y el imbécil a la comunidad recargada con el peso de su imposibilidad de trabajar?

Otra combinación: reemplazando el salario, se podrían formar unas especies de sociedades anónimas o en comandita entre los fabricantes y los trabajadores, entre la inteligencia y la materia, donde unos aportaran su capital y sus ideas y otros su industria y su trabajo, dividiéndose luego en común los beneficios reportados. Esto sería la perfección completa establecida entre los hombres; muy bueno si desaparecieran las rencillas, la avaricia y la envidia; pero si un solo asociado reclama, el edificio se desploma y empiezan las disidencias y los pleitos. Este medio algo más posible en teoría, es del todo imposible en la práctica.

¿Buscaréis por medio de una opinión mitigada la edificación de una ciudad en la que cada hombre posea un hogar, fuego, vestidos, y alimento suficiente? Cuando hayáis conseguido dotar a cada ciudadano, las cualidades y los defectos particulares destruirán vuestra repartición o la harán injusta; este necesita mayor cantidad de alimento que aquel; uno no puede trabajar tanto como otro; los hombres económicos y laboriosos llegarán a ser ricos; los derrochadores, los perezosos, los enfermos, caerán de nuevo en la miseria, porque no podéis dar a todos igual temperamento: la desigualdad natural volverá a aparecer a despecho de todos vuestros esfuerzos.

Y no creáis que nos dejamos arredrar por las precauciones legales y complicadas que ha exigido la organización de la familia, derechos matrimoniales, tutelas, etc., etc. El matrimonio es evidentemente una opresión absurda y lo declaramos abolido. Si el hijo mata al padre, no es el hijo, como se prueba muy bien, el que comete un parricidio, sino el padre que viviendo sacrifica al hijo No vayamos, pues, a cansar la imaginación extraviándonos en los laberintos de un edificio poco elevado; es inútil detenerse en estas bagatelas caducas de nuestros abuelos.

A pesar de esto, entre los modernos sectarios hay algunos que vislumbrando las imposibilidades de sus doctrinas, mezclan a ellas, para hacerlas tolerables. Las palabras de moral y religión; creen que esperando cosas mejores, nos podrían conducir desde luego a la ideal medianía de los americanos; cierran los ojos, y se obstinan en olvidar que los americanos son propietarios, y propietarios ardientes, lo cual hace variar algo la cuestión.

Otros más corteses aun y que admiten una especie de elegancia de civilización se contentarían en transformarnos en chinos constitucionales, casi ateos, viejos ilustrados y libres, sentados con trajes amarillos por los siglos en nuestros semilleros de flores, pasando nuestros días en comodidades compradas a la muchedumbre, habiendo inventado todo y descubierto todo, vegetando tranquilamente en medio de nuestros adelantos realizados, y colocándonos en un camino de hierro como un fardo, para ir desde Cantón a la gran muralla a ver un pantano que debe secarse, o un canal que debe abrirse, acompañados de otro industrial del Celeste Imperio. En una u otra suposición, americano o chino, me juzgaré dichoso si dejo de existir antes de que llegue tal felicidad.

Faltaría por último una solución: podría suceder que en razón de una degradación completa

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del carácter humano, se arreglasen los pueblos con lo que tienen: perderían el amor a la independencia reemplazado por el amor al dinero, al mismo tiempo que los reyes perderían el amor al poder, trocado por el amor al presupuesto de la real casa. De esto resultaría un conflicto entre el monarca y los súbditos satisfechos de arrastrarse confundidos en un orden político bastardo; ostentarían a su placer sus enfermedades los unos delante de otros, como en los antiguos hospitales de leprosos, o como en el cieno en que hoy se sumergen los enfermos para encontrar alivio, nadarían todos en un fango indiviso en el estado de reptiles pacíficos.

Es, sin embargo malgastar el tiempo, pretender en el estado actual de nuestra sociedad, reemplazar los placeres de la naturaleza intelectual, por los placeres de la naturaleza física. Estos, como se concibe muy bien, podían ocupar la vida de los antiguos pueblos aristocráticos; dueños del mundo, poseían palacios y rebaños de esclavos y contaban en sus propiedades particulares regiones enteras del África.

¿Pero bajo qué pórticos pasearéis hoy vuestros pobres ocios? ¿En qué espaciosos y adornados baños encerraréis los perfumes, las flores, las tocadoras de flauta, las cortesanas de la Jonia? ¿No es Heliogábalo el que quiere serlo. ¿De dónde sacareis las riquezas indispensables para estas delicias materiales? El alma es económica; pero el cuerpo es pródigo.

Digamos ahora algunas palabras más formales acerca de la igualdad absoluta; esta igualdad traería consigo no solo la esclavitud de los cuerpos, sino también la de las almas; se trataría nada menos que de destruir la desigualdad moral y física del individuo. Nuestra voluntad puesta en administración bajo la vigilancia de todos, vería caer en desuso nuestras facultades. Lo infinito, por ejemplo, entra en nuestra naturaleza, prohibid a nuestra inteligencia, o siquiera a nuestras pasiones, que piensen en bienes sin término y reduciréis al hombre a la vida del caracol, le convertiréis en máquina. Porque, no os hagáis ilusiones: sin la posibilidad de llegar a todo, sin la idea de vivir eternamente, se toca por dondequiera la nada; sin la propiedad individual nadie es libre, el que carece de propiedad no puede ser independiente y se convierte en proletario o asalariado, ora viva en la condición actual de las propiedades aisladas, o en medio de una propiedad común. La propiedad común haría a la sociedad parecerse a uno de esos monasterios a cuya puerta los ecónomos reparten el pan. La propiedad hereditaria o inviolable es nuestra defensa personal; la propiedad no es otra cosa que la libertad. La igualdad absoluta que presupone la sumisión completa en esta igualdad, reproduciría la más dura esclavitud, haría del individuo humano una acémila sometida a la acción que la impulsase y obligada a marchar sin fin por el mismo sendero.

Mientras yo discurría de esta suerte, Mr. de Lamennais, atacaba detrás de los cerrojos de su encierro, los mismos sistemas con su potente lógica que se ilumina con el esplendor del poeta. Un fragmento de su folleto titulado: Del pasado y del porvenir del pueblo, completará mis reflexiones; escuchadle, pues, ahora es él quien habla.

«Respecto de aquellos que se proponen este objeto de rigurosa y absoluta igualdad, los más consecuentes, acaban estableciéndola y manteniéndola por medio de la fuerza, del despotismo y de la dictadura, bajo una u otra forma.

«Los partidarios de la igualdad absoluta, se ven obligados desde luego a atacar las desigualdades naturales a fin de atenuarlas y destruirlas si es posible. No pudiendo nada sobre las condiciones de organización y desarrollo, su obra empieza en el instante que el hombre nace o el niño sale del seno de su madre. El estado entonces se apodera de él: hele ya dueño absoluto del ser espiritual lo mismo que del ser orgánico. La inteligencia y la conciencia, todo depende de él, todo le está sometido. Deja desde entonces de subsistir la familia y desaparecer la paternidad y el matrimonio; queda tan solo un varón, una hembra, unos hijos que maneja el Estado, y de los que hace cuanto quiere moral y físicamente, y además una servidumbre universal, tan profunda que nada se sustrae a ella, que penetra hasta el fondo del alma.

«En cuanto a las cosas materiales, la igualdad no puede establecerse de un modo poco duradero por la repartición. Si se tratase de la tierra sola, se concibe que puede ser dividida en tantas porciones como individuos; pero el número de

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estos varía incesantemente, y sería preciso cambiar a cada paso esta división primitiva. Habiendo sido abolida toda propiedad individual, de derecho no existe otro poseedor que el Estado. Este método de posesión, si es voluntario, es el del fraile obligado por sus votos a la pobreza y a la obediencia; si no es voluntario, es el del esclavo en quien nada modifica el rigor de su condición. Todos los vínculos de la humanidad, las relaciones simpáticas, el amor recíproco y el cambio de los servicios, el libre don de sí mismo, todo lo que constituye el encanto y grandeza de la vida; todo, todo ha desaparecido para no volver.

«Los medios propuestos hasta el día para resolver el problema del porvenir del pueblo, se reducen a la negación de todas las condiciones indispensables de la existencia; destruyen directa o implícitamente el deber, el derecho, la familia, y solo producirían, si pudiesen ser aplicadas a la sociedad, en vez de la libertad en que se reasume todo progreso real, una esclavitud con la cual, por alto que subamos en la historia, no ofrece nada a que se pueda comparar.»

Nada resta añadir a esta lógica.

No voy, como Tartufo, a visitar a los presos para distribuirles limosnas, sino para enriquecer mi inteligencia, tratando con hombres que valen más que yo. Cuando sus opiniones difieren de las mías, nada temo: cristiano constante, todos los ingenios de la tierra no harían vacilar mi fe, les compadezco, y mi caridad me preserva de la seducción. Si peco por exceso, ellos pecan por falta; comprendo lo que ellos comprenden, y ellos no comprenden lo que yo comprendo. En la misma prisión donde en otro tiempo visité al noble y desgraciado Carrel, visito hoy al abate Lamennais. La revolución de julio ha relegado a las tinieblas de un calabozo al resto de los hombres superiores cuyo mérito y brillo no puede juzgar ni sostener. En el último cuarto subiendo, bajo un techo tan poco elevado que se puede tocar con la mano, nosotros, imbéciles creyentes de libertad, Francisco de Lamennais y Francisco de Chateaubriand, hablamos de asuntos graves. En vano se debate, sus ideas se han vaciado en el molde religioso, la forma permanece cristiana cuando el fondo se aleja más del dogma; su palabra conserva el ruido del cielo.

Fiel profesando la herejía, el autor del Ensayo sobre la indiferencia, habla mi idioma con ideas que no son las mías, Si después de haber abrazado la divisa evangélica popular, hubiese permanecido fiel al sacerdocio, hubiera conservado la autoridad que se destruye con las variaciones. Los curas, los nuevos miembros del clero (y los más distinguidos de entre estos levitas), se dirigían a él; los obispos se hubieran comprometido a su favor si se hubiese adherido a las libertades galicanas, aunque venerando al sucesor de San Pedro y defendiendo la unidad.

En Francia la juventud habría rodeado al misionero en quien encontraba las ideas que ama y los progresos a que aspira; en Europa los disidentes atentos no hubieran opuesto obstáculo alguno; los grandes pueblos católicos, los polacos, los irlandeses y los españoles hubieran bendecido al suscitado predicador. La misma Roma hubiese acabado por apercibirse que el nuevo evangelista hacia renacer el dominio de la iglesia, y suministrado al oprimido pontífice el medio de resistir a la influencia de los reyes absolutos. ¡Qué poder de vida! La inteligencia, la religión y la libertad representadas en un sacerdote.

Dios no lo ha querido; la luz ha faltado de repente a aquel que era la luz; el guía, al desaparecer, ha dejado al rebaño sumido en la oscuridad. A mi compatriota, cuya carrera pública ha quedado interrumpida, le quedará siempre la superioridad privada y la preeminencia de los dones naturales. En el orden de los tiempos debe sobrevivirme, yo le aplazo para mi lecho de muerte a fin de suscitar de nuevo nuestras grandes controversias en el umbral de aquellas puertas que no vuelven a pasarse jamás. Unas mismas olas nos han mecido al nacer; sea, pues, concedido a mi ardiente fe y a mi sincera admiración el esperar que aun encontraré a mi amigo reconciliado en las mismas playas de la eternidad.

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CONCLUSIÓN. (CONTINUACIÓN).

La idea cristiana es el porvenir del mundo.

Por último, mis investigaciones me han dado por resultado, que la antigua sociedad se hunde bajo sí misma, que es imposible a todo aquel que no sea cristiano comprender la sociedad futura prosiguiendo su curso, y satisfaciendo a la vez o a la idea simplemente republicana o a la idea monárquica modificada. En todas las hipótesis, las mejoras que se desean no pueden hallarse sino en el Evangelio.

En el fondo de las combinaciones de los actuales sectarios, no se encuentra jamás otra cosa que el plagio, la parodia del Evangelio, el principio apostólico: este principio está tan radicado entre nosotros, que usamos de él como de cosa propia; nos le figuramos natural, aun cuando no nos lo sea, nos ha provenido de nuestra antigua fe, tomando esta de dos o tres generaciones anteriores a la nuestra. Este espíritu independiente que se ocupa de la perfección de sus semejantes, jamás habría pensado en ello, si el derecho de los pueblos no se hubiese establecido por el Hijo del hombre. Todo acto de filantropía a que nos entregamos, todo sistema que imaginamos en interés de la humanidad, no es otra cosa que la idea cristiana cambiada de nombre y desfigurada con frecuencia: es siempre el Verbo que se hace carne.

¿Queréis que la idea cristiana no sea sino la idea humana en progresión? Consiento en ello; pero abrid las diferentes cosmogonías, y sabréis que un cristianismo tradicional ha precedido en la tierra al cristianismo revelado. Si el Mesías no hubiera venido y no hubiera hablado, como lo dice él mismo, la idea no se hubiera desprendido, las verdades permanecerían oscuras, tal como se las descubre en los escritos de los antiguos. De cualquier modo que se interprete, del Revelador o de Jesucristo es de quien todo se obtiene; es preciso partir siempre del Salvador, Salvato del Consolador, Paracletus, de él es de quien se han recibido los gérmenes de la civilización y de la filosofía.

Se ve, pues, que no hallo al porvenir otra solución que en el cristianismo, y en el cristianismo católico; la religión del Verbo es la manifestación de la verdad, como la creación es la visibilidad de Dios. No pretendo que se verifique absolutamente una renovación general, porque admito que pueblos enteros se hallan condenados a la destrucción; admito también que la fe se apaga en ciertos países; pero si queda un solo grano de ella, si cae sobre un poco de tierra, aun cuando no sea más que en los pedazos de una vasija, este grano germinará, y una segunda encarnación del espíritu católico reanimará la sociedad.

El cristianismo es la apreciación más filosófica y más racional de Dios y de la creación; él encierra las tres grandes leyes del universo: la ley divina, la ley moral, y la ley política: la ley divina, unidad de Dios entres personas; la ley moral, caridad; la ley política, es decir, libertad, igualdad, fraternidad.

Los dos primeros principios se hallan desarrollados; el tercero, la ley política, no ha recibido su complemento, porque no podía florecer mientras que la creencia intelectual del ser infinito y la moral universal no estuvieran sólidamente establecidas. Ahora bien, el cristianismo tuvo desde luego que depurar los absurdos y las abominaciones de que la idolatría y la esclavitud habían infestado el género humano.

Personas ilustradas no comprenden que un católico como yo se obstine en sentarse a la sombra de lo que ellos llaman ruinas; según esas personas, esto es una resolución tomada definitivamente. Pero que se me diga por piedad, ¿cómo encontraré yo una familia y un Dios en la sociedad individual y filosófica que se me propone? Dígaseme y lo adoptaré, si no, no toméis a mal que me acueste en la tumba de Jesucristo, único amparo que me han dejado al abandonarme.

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No, no es que haya tomado por mí una resolución definitiva, hablo sinceramente, he aquí lo que me ha pasado: de mis proyectos, de mis estudios, de mis experimentos, solo me queda un desengaño completo de todas las cosas de este mundo. Al engrandecerse mi convicción religiosa, ha ahogado mis demás convicciones: no hay en la tierra cristiano más creyente, ni hombre más incrédulo que yo. Lejos de tocar a su término, la religión del Salvador, apenas acaba de entrar en su tercer período, en el periodo político, libertad, igualdad, fraternidad.

El Evangelio, sentencia de absolución, aun no ha sido leído a todos; todavía estamos en las maldiciones pronunciadas por Jesucristo: «¡desgraciados de vosotros que cargáis a los hombres con peso que no pueden soportar, y que no quisierais haberlos tocado con la punta del dedo!»

El cristianismo, estable en sus dogmas, es movible en sus luces; su transformación envuelve la trasformación universal. Cuando haya llegado a su apogeo las tinieblas acabarán de disiparse; la libertad crucificada en el Calvario con el Mesías, descenderá con él, y entregará a las naciones ese nuevo testamento escrito en su favor, y hasta ahora embarazado en sus cláusulas. Los gobiernos pasarán, el mal moral desaparecerá, la rehabilitación anunciará la consumación de los siglos de muerte y de opresión nacidos de la caída.

¿Cuándo llegará ese anhelado día? ¿Cuándo se reconstituirá la sociedad con arreglo a los medios secretos del principio regenerador? Nadie puede decirlo; no podrían calcularse las resistencias de las pasiones.

Más de una vez la muerte aletargará razas, derramará el silencio sobre los sucesos, como la nieve que cae durante la noche hace cesar el ruido de los carruajes. Las naciones no crecen tan rápidamente como los individuos de que se componen, y no desaparecen, tan pronto. ¡Cuánto tiempo no es necesario para llegar a una sola cosa que se desea! La agonía del Bajo Imperio, pensó no acabar; la era cristiana tan extendida ya, no ha bastado para abolir la esclavitud; no ignoro que estos cálculos no se avienen con el temperamento francés; en nuestras revoluciones jamás hemos admitido el elemento del tiempo; por eso nos desvanecen siempre los resultados contrarios a nuestra impaciencia. Los jóvenes se precipitan llenos de un generoso valor, avanzan con la frente inclinada hacia una elevada región que vislumbran, y se esfuerzan por conseguirla: nada hay más digno de admiración; pero gastarán su vida en esos esfuerzos, y llegados al término, de error en error, consignarán el peso de los años fenecidos a otras generaciones engañadas que lo llevarán hasta las vecinas tumbas, y así sucesivamente. Ha vuelto el tiempo del desierto; el cristianismo empieza en la esterilidad de la Tebaida, en medio de una temible idolatría, la del hombre hacia sí mismo.

Existen dos consecuencias en la historia, la una inmediata, y que se conoce al momento, la otra lejana, que no se apercibe tan pronto. Estas consecuencias se contradicen frecuentemente; las unas provienen de nuestro escaso saber, las otras de la sabiduría perdurable. El acontecimiento providencial aparece después del acontecimiento humano. Dios se levanta detrás de los hombres. Negad cuanto queráis el supremo consejo, no consintáis su acción, disputad sobre las palabras, llamad fuerza de las cosas o razón a lo que el vulgo llama Providencia, mirad al fin de un hecho consumado, y veréis que ha producido siempre lo contrario de lo que se esperaba, cuando no se ha establecido desde el principio sobre la moral y la justicia.

Si el cielo no ha pronunciado su última sentencia: si un porvenir debe ser generoso y libre, este porvenir está lejos aun, muy lejos, más allí del horizonte visible, y no podría llegarse a él sin la ayuda de esa esperanza cristiana, cuyas alas crecen a medida que todo parece hacerla traición; esperanza más larga que el tiempo y más fuerte que la desgracia.

Recapitulación de mi vida.

La obra inspirada por mis cenizas y destinada a mis cenizas, ¿subsistirá después de mí? Posible es que mi trabajo sea malo; posible es que al ver la luz estas Memorias desaparezcan: a lo menos las cosas a que me habré referido, habrán servido para entretener el fastidio de estas últimas horas, de las que nadie quiere ni sabe qué hacer. Al fin de la vida hay una edad amarga; nada agrada porque no se merece cosa alguna; no es buena para nadie, sirve de carga a todos, y cerca de su último lecho, no hay sino un paso que dar para llegar a ella: ¿de qué servirá soñar en una playa desierta? ¿qué amables sombras se divisarían en el porvenir? ¡Fuera esas nubes que vuelan en este momento sobre mi cabeza!

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Una idea me ocurre y me trastorna: mi conciencia no está tranquila acerca de la inocencia de mis vigilias; temo mi ceguedad y la complacencia del hombre por sus faltas. ¿Lo que yo escribo, está, conforme a justicia? ¿He observado estrictamente la moral y la caridad? ¿He tenido el derecho de hablar a los demás? ¿De qué me serviría el arrepentimiento, si estas Memorias causasen algún mal? ¡Ignorados y ocultos de la tierra, vosotros, cuya vida grata a los altares hace milagros, salud a vuestras secretas virtudes!

Este pobre, falto de ciencia, y de quien nadie se ocupará más, ha ejercido por única doctrina de sus costumbres, sobre sus compañeros de desgracia, la influencia divina emanada de las virtudes de Jesucristo. El libro más hermoso de la tierra, no vale tanto como un acto desconocido de esos mártires sin nombre, cuya sangre había Heródoto mezclado a sus sacrificios.

Vosotros me habéis visto nacer; habéis visto mi infancia, la idolatría de mi singular creación en el palacio de Combourg, mi presentación en Versalles, mi asistencia en París al primer espectáculo de la revolución. Encuentro a Washington en el Nuevo Mundo; me interno en los bosques; el naufragio me conduce a las costas de mi Bretaña. Llegan mis padecimientos como militar, mis miserias como emigrado. Vuelto a Francia compongo el Genio del Cristianismo. En una sociedad cambiada cuento y pierdo amigos. Bonaparte me detiene, y se arroja con el cuerpo ensangrentado del duque de Enghien ante mis pies; detengo yo a mi vez y conduzco al gran hombre desde su cuna en Córcega, hasta su tumba de Santa Elena. Tomo parte en la restauración y la veo concluir.

Así he conocido la vida pública y privada. Cuatro veces he atravesado los mares; he seguido al sol en Oriente y tocado las ruinas de Menfis, de Cartago, de Esparta y de Atenas; he orado en el sepulcro de San Pedro y adorado en el Gólgota. Pobre y rico, poderoso y débil, feliz y desdichado, hombre de acción, hombre pensador, he colocado mi mano en el siglo, y mi inteligencia en el desierto: la existencia efectiva se ha presentado a mi vista en medio de las ilusiones, del mismo modo que la tierra se presenta a los marineros entre las nubes. Si estos hechos esparcidos en mis sueños como el barniz que preserva las pinturas frágiles, no desaparecen porque señalarán el sitio por donde ha pasado mi vida.

En cada una de mis tres carreras, me propuse un objeto importante: viajero, he aspirado al descubrimiento del mundo polar; literato, he intentado restablecer el culto sobre sus ruinas; hombre de gobierno, me he esforzado por dar a los pueblos el sistema de la monarquía equilibrada, por volver a colocar a la Francia en el lugar que debía tener en Europa, y devolverla la fuerza que los tratados de Viena la hicieron perder: a lo menos he contribuido a conquistar aquella de nuestras libertades que vale por todas, la libertad de la prensa. En el orden divino, religión y libertad; en el orden humano, honor y gloria (que son la generación humana de la religión y de la libertad); he aquí lo que he deseado para mi patria.

De los autores franceses de mi tiempo, yo soy casi el único que se parece a sus obras: viajero, soldado, publicista, ministro, en los bosques he cantado los bosques, sobre los buques he pintado el Océano, en los campamentos he hablado de las armas, en el destierro es donde he conocido el destierro, en las asambleas, en fin, he estudiado los príncipes, la política y las leyes.

Los oradores de la Grecia y de Roma se mezclaron a la cosa y participaron de su suerte: en la Italia y la España del fin de la edad media y del renacimiento, los primeros genios de las letras y de las artes participaron del movimiento social. ¡Qué vidas tan borrascosas y bellas fueron las del Dante, del Tasso, de Camoens, de Ercilla y de Cervantes! Antiguamente en Francia, nuestros cantos y nuestras historias nos provenían de nuestras peregrinaciones y de nuestros combates; pero desde el reinado de Luis XIV, nuestros escritores fueron con mucha frecuencia hombres aislados cuyos talentos podían ser la expresión del espíritu no de los hechos de su época.

Yo, por fortuna o por desgracia, después de haber acampado bajo la choza del iroqués y bajo la tienda del árabe; después de haber vestido la túnica del salvaje y el caftán del mameluco, me he sentado a la mesa de los reyes para venir a parar en la indigencia. Me he mezclado en asuntos de paz y de guerra; he firmado tratados y protocolos; he asistido a sitios, a congresos y a cónclaves; a la reedificación y a la demolición de tronos; yo he formado parte de la historia y podía escribirla: y mi vida solitaria y silenciosa marchaba al través del tumulto y del bullicio con las hijas de mi imaginación, Atala, Amelia, Blanca y Velleda, sin hablar de lo que podría llamar las realidades de mis ideas si no fuesen ellas mismas la seducción de las quimeras. Tiemblo haber

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tenido un alma de la especie de aquella que un filósofo antiguo llamaba una enfermedad secreta.

Me he encontrado entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos; me he sumergido en sus turbias aguas, alejándome con pena de la antigua ribera donde nací nadando con esperanzas hacia una ribera desconocida.

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RESUMEN DE LOS CAMBIOS ACAECIDOS EN EL GLOBO DURANTE MI VIDA.

La geografía entera ha cambiado, desde que, según la expresión de nuestras antiguas costumbres, he podido mirar el cielo de mi cama. Si comparo dos globos terráqueos, el uno del principio y el otro del fin de mi vida ya no los reconozco. Una quinta parte de tierra, la Australia, ha sido descubierta y se ha poblado: un sexto continente acaba de ser divisado por buques franceses en los hielos del polo Antártico, y los Parry, los Ross, los Franklin han recorrido en nuestro polo las costas que marcan el limite de la América al Septentrión; el África ha abierto sus misteriosas soledades; últimamente, no hay un rincón de nuestra morada que se ignore en la actualidad. Sin la menor duda, pronto se verá a los buques atravesar el istmo de Panamá, y quizá también el de Suez.

La historia ha hecho paralelamente descubrimientos en el fondo del tiempo; las lenguas sagradas han permitido leer su vocabulario perdido; hasta sobre los granitos de Mezraim, Champollión ha descifrado esos jeroglíficos que parecían ser un sello colocado sobre los labios del desierto, y que respondía de su eterna discreción 31. Si las modernas revoluciones han borrado del mapa a la Polonia, la Holanda, Génova y Venecia, otras repúblicas ocupan una parte de las orillas del Gran Océano y del Atlántico. En estos países, la civilización perfeccionada podría prestar auxilios a una naturaleza enérgica: los barcos de vapor subirían esos ríos destinados a servir de fáciles comunicaciones, después de haber sido obstáculos invencibles; las márgenes de estos ríos se cubrirían de ciudades y aldeas, Así como hemos visto salir de los desiertos del Kentucky nuevos estados americanos. En aquellos bosques, tenidos por impenetrables, volarían esos carruajes sin caballos trasportando cargas enormes y millares de viajeros. Por aquellos ríos y por aquellos caminos, bajarían juntamente con las maderas para la construcción de navíos, las riquezas de las minas que servirían para costearlos; y el istmo de Panamá rompería su muralla para dejar pasar a estos navíos en ambos mares.

La marina, que debe al fuego su movimiento, no se limita a la navegación de los ríos, si no que atraviesa el Océano; las distancias se acortan; ya no hay corrientes, ni monzones, ni vientos contrarios, ni bloqueos ni puertos cerrados. Mucha distancia hay de estos sucesos industriales a la aldea de Plancouet: en aquella época las damas se divertían en su hogar con los juegos de otros tiempos; las lugareñas hilaban el cáñamo de sus vestidos; la delgada y resinosa tea alumbraba sus veladas de aldea; la química aun no había obrado sus prodigios; las máquinas tampoco habían puesto en movimiento todas las aguas y todos los hierros que hoy tejen las lanas o bordan las sedas; el gas, en fin, que estaba todavía en los meteoros, no suministraba aun la luz a nuestros teatros y a nuestras calles.

Estas transformaciones no se han limitado al elemento en que habitamos: por el instinto de su inmortalidad, el hombre ha enviado arriba su inteligencia; en cada paso que ha dado en el firmamento ha reconocido milagros del poder indecible. La estrella que parecía sencilla a nuestros padres, es doble y triple a nuestra vista; los soles interpuestos delante de los soles, se hacen sombra y carecen de espacio para su multitud. En el centro de lo infinito, Dios ve desfilar en derredor suyo esas magnificas teorías, pruebas añadidas a las pruebas del Ser Supremo.

Representémonos según lo que adelanta la ciencia, a nuestro miserable planeta nadando sobre un Océano cuyas olas son soles, en esa vía láctea, materia bruta de luz, metal en fusión de mundos que formara la mano del Creador. La distancia de ciertas estrellas es tan prodigiosa, que su resplandor no podrá llegar nunca a la vista del que las mira, sino cuando hayan dejado de brillar; el foco antes que el rayo. ¡Cuán pequeño es el hombre sobre el átomo en que se mueve! ¡Pero qué grande es al mismo tiempo como inteligencia! Él conoce cuando la faz de los astros debe llenarse de sombra, a qué hora vuelven los cometas al cabo de millares de años, ¡el hombre que solo vive un instante! Insecto microscópico oculto en un pliegue del vestido del cielo, los

31 Mr. Ch. Lenormant, sabio compañero de viaje de Champollión, ha conservado la gramática

de los obeliscos que Mr. Ampére ha ido a estudiar actualmente en las ruinas da Tebas y de Menfis.

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globos no le pueden ocultar uno solo de sus pasos en la profundidad de los espacios. ¿Esos astros nuevos para nosotros, qué destinos alumbrarán? ¿A qué nueva fase de la humanidad está unida la revelación de esos astros? Vosotros lo sabréis, razas venideras; yo lo ignoro y me retiro.

Merced a la exorbitancia de mis años, mi monumento está concluido. Esto me sirve de gran consuelo; sentía que alguien me empujaba: el patrón de la barca en que está tomado mi pasaje, me advertía que solo me restaba un momento para subir a bordo. Si yo hubiera sido el dueño de Roma, diría como Sila, que he terminado mis Memorias la misma víspera de m muerte; más yo no acabaré mi relato con estas palabras, con que él terminó el suyo: «He visto en sueños a uno de mis hijos que me enseñaba a Metella, su madre, y me exhortaba a ir a gozar del reposo en el seno de la felicidad eterna.» Si yo hubiese sido Sila, la gloria jamás me habría podido dar el reposo y la felicidad.

Nuevas borrascas van a formarse; créese presentir calamidades que dejarán atrás las aflicciones de que nos hemos visto abrumados, y ya se piensa en poner nuevas vendas a las antiguas heridas, para volver al campo de batalla. No pienso, sin embargo, que sobrevengan próximas calamidades; pueblos y reyes están igualmente cansados; no caerán ya sobre Francia catástrofes imprevistas: lo que sucederá después de mí no será más que el efecto de la transformación general. Se tocarán sin duda alguna, situaciones penosas; pero el mundo no podrá cambiar de faz sin mucho dolor. Lo repito, no acontecerán revoluciones aisladas, sino en todo caso la gran revolución marchando a su fin. No me atañen a mi las escenas de mañana; llaman a otros pintores: a vosotros os toca, señores.,

Al trazar estas últimas palabras, hoy 16 de noviembre de 1841, está abierto mi balcón que cae al Oeste sobre los jardines de las Misiones Extranjeras; son las seis de la mañana; diviso la luna pálida y dilatada que desciende sobre la veleta de los Inválidos, alumbrada apenas por el primer rayo dorado del Oriente: diríase que acaba el antiguo mundo y empieza el nuevo. Veo los reflejos de una aurora cuyo sol no veré salir. Solo me resta sentarme en el borde de mi tumba, después de lo cual bajaré resueltamente a la eternidad con el crucifijo entre las manos.

FIN DEL TOMO QUINTO Y DE LAS MEMORIAS.