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EDGAR ALLAN POE Selección y nota introductoria de ANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE Traducción de JULIO CORTÁZAR UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL DIRECCIÓN DE LITERATURA MÉXICO 2010

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EDGAR ALLAN POE

Selección y nota introductoria deANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE

Traducción deJULIO CORTÁZAR

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO 2010

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ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA,

ANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE 3

LA CARTA ROBADA 7

WILLIAM WILSON 26

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NOTA INTRODUCTORIA

Edgar Allan Poe, poeta, ensayista, y narrador contro-vertido, cultivó siempre una estética, que es insepara-ble de su destino espiritual y de su experiencia huma-na; es decir, que sus vivencias más enaltecedoras ymás lastimosas se orientan hacia una belleza que es, ala vez, la expresión de un drama personal y el logroperfecto de un arte vigilado por un sentido estilístico.Así, en toda su obra se refleja su impulso de transfor-mar el sufrimiento, de exaltar los estados imaginativosque le conferían una reconciliación momentánea conla vida, de resolverse, al igual que Nerval, a “capturarel sueño y arrancarle su secreto (...) y comprender queentre el mundo externo y el mundo interno existe unvínculo”. De ahí que Baudelaire –un alma gemela– loretratara tan fielmente cuando dice que su tempera-mento le permitió pintar y explicar, de una formaimpecable, sobrecogedora, la excepción en el ordenmoral, y que ningún hombre ha contado tan mágica-mente las excepciones de la vida humana y de la natu-raleza. Porque, efectivamente, Poe analiza lo efímero yfugaz, explora lo imponderable y describe, en formaprecisa, concreta y deductiva, todo lo imaginable queseduce al ser nervioso y lo hunde.

Poe nace en Boston el 19 de enero de 1809, en unaépoca y ambiente que, a pesar de su disfraz de libertad,no permite el desarrollo de la individualidad, donde elculto a lo material aniquila a los espíritus que, como elde Edgar, creen tan sólo en lo inmutable, en lo etéreo,en lo eterno. Todo ello contribuyó para convertir a Poeen un hombre solitario, alcohólico, pero que poseía, aldecir de Baudelaire, ese “agudo buen sentido maquiavé-lico que como columna luminosa precede al sabio através del desierto de la historia”. Su lucidez y talentoprovocaron la envidia de escritores y críticos, algunostan implacables como Rufus Griswold, cuyos comen-tarios destructivos continuaron aun después de lamuerte del poeta. El aislamiento, las infinitas dificul-tades económicas y las experiencias apasionadas y

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alucinantes que marcaron su vida en forma incesante,se relacionan íntimamente con el terror y la extrañezaque caracterizan sus poemas y narraciones.

Desde niño Poe fue un lector ávido. Su entrega a lalabor periodística probablemente se originó cuandotuvo acceso a las revistas literarias trimestrales que supadre adoptivo, el señor Allan, recibía de Inglaterra yEscocia. En ellas se enfrentó al mundo erudito, críticoy pedante de las letras, donde el romanticismo de prin-cipios del XIX casi se fundía con ecos de Pope o deJohnson. La presencia de Byron impactó tan fuerte-mente a Poe que, años después, en diversas ocasioneshubo de imitarlo en algunos extravíos y gestos excéntri-cos. Así también dejaron una huella indeleble Coleridgey Wordsworth, y desde luego, todo cuento y novela deterror que cayera en sus manos. Aunado a estos descu-brimientos, se encuentra Swedenborg, que influyó deci-sivamente en la elucubración de sus conceptos litera-rios con la teoría de las correspondencias, según la cuallas fuerzas naturales y espirituales, lo humano y losobrenatural, la vida y la muerte, el microcosmos yel macrocosmos encuentran su equilibrio a través de lafusión gradual entre materia y espíritu: esto se percibeen su cuento “Revelación mesmérica”. Además delmesmerismo, en su obra Poe explora la frenología, laensoñación, la locura y otros estados mentales anóma-los y los transforma en elementos de su arte.

Poe representa, en forma casi aislada, al movimientoromántico de su país. Sus ideas poéticas son tan funda-mentales que prácticamente constituyen los lineamien-tos de la poesía moderna occidental, y han quedadoexpuestas en diversos ensayos, como “El principiopoético” y “La filosofía de la composición”. En estasobras muestra su profunda y constante preocupaciónpor la depuración formal, por un control rítmico, por laarmonía musical, por la adaptación de las ideas a unmolde exacto, por la obstinada búsqueda de la belleza.Esto se puede apreciar en poemas como “A Helena”,“Ulalume” o “El cuervo”, en donde, como nos diceDarío, se ven “desfilar la procesión de sus castas enamo-radas a través del polvo de plata de un místico ensueño”.

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Además, este último, de tema lúgubre y tono melancó-lico, se ciñe a las propuestas de Poe, al lograr una extra-ordinaria musicalidad. Desde luego sus versos hansido objeto de innumerables polémicas: para Whitmanlos excesos artesanales, aunque brillantes, producen unefecto mecánico; Tennyson y W.F.Yeats no dudaronde su genio; según Baudelaire, Mallarmé y Valéry, supenetración psicológica, sus descubrimientos litera-rios, su visión fantástica, convierten a “Edgarpo”, comolo llamaron, en una figura simbólica y decisiva de laliteratura moderna.

Sobre todo, Poe obtuvo su vastísimo reconocimientocon sus cuentos, porque en ellos, su mente lógica loincitó a crear un método con el fin de sorprender yhorrorizar al lector, al mismo tiempo que estimular suímpetu de elucidación. Poe mismo los dividió en trestipos: “grotescos”, como “William Wilson” donde elefecto se logra por medio de un humor irónico y sinies-tro; los “arabescos”, como “La caída de la Casa Usher” o“El gato negro”, donde el poder de la historia surge delterror u otra emoción violenta; y los “racionales” como“La carta robada” donde por primera vez encontramosa un detective, Auguste Dupin (antecedente de Sher-lock Holmes) con un agudo poder analítico. Sin em-bargo, esta distinción resulta, en la mayoría de los ca-sos, imprecisa debido a que unos y otros presentancaracterísticas y situaciones ambiguas o ambivalentes.En casi todos ellos encontramos la combinación de loinsólito con lo real, de lo ingrávido con lo insufrible,de lo terrorífico con lo racional. De hecho, en sus his-torias, “el oasis de la fatalidad” se permea a través desu peculiar ambientación: sitios extraños (una casona,abadía o castillo alejados, en ruinas, lúgubres), lasdecoraciones en rojos, grises y negros que se vislum-bran a través de una tenue luz o casi total oscuridad.Los eventos se desarrollan en la noche y los persona-jes, instruidos, aristocráticos –rara vez americanos–,tienen algún rasgo común que permite la identificacióndel lector. El argumento –dice Poe siguiendo los pre-ceptos clásicos– es aquél en el que ninguna parte pue-da omitirse sin arruinar su totalidad. Pero el elemento

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que les imparte un sello tan singular es la perversidad,como principio artístico y como una de las fuerzasintrínsecas y misteriosas que llevan al personaje a co-meter una acción vil, inexplicable, peligrosa, aterrado-ra, sin otra razón que la absoluta seguridad de que nodebía cometerla. Dice Poe que la perversidad natural,posee la atracción del abismo, cuya fuerza primitiva,irresistible, lleva al hombre a ser incesantementehomicida y suicida, asesino y verdugo.

Poe muere la madrugada del 7 de octubre de 1849en medio de terribles alucinaciones, pero ya en “Som-bra” nos había dejado este testimonio:

Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; peroyo, el que escribe, habré entrado hace mucho en laregión de las sombras. Pues en verdad ocurrirán mu-chas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasaránmuchos siglos antes de que los hombres vean esteescrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes nocrean en él, otros dudarán, mas unos pocos habrá queencuentren razones para meditar frente a los caracte-res aquí grabados con un estilo de hierro.

ANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE

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LA CARTA ROBADA

Nil sapientiae odiosius acumine nimio.Séneca

Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche,después de una tarde ventosa, gozaba del doble placerde la meditación y de una pipa de espuma de mar, encompañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pe-queña biblioteca o gabinete de estudios del num. 33,rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain.Llevábamos más de una hora en profundo silencio, ycualquier observador casual nos hubiera creído exclu-siva y profundamente dedicados a estudiar las ondula-das capas de humo que llenaban la atmósfera de lasala. Por mi parte, me había entregado a la discusiónmental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamosdepartido al comienzo de la velada; me refiero al casode la rue Morgue y al misterio del asesinato de MarieRogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia,cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestroviejo conocido G…, el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombrehabía tanto de despreciable como de divertido, yllevábamos varios años sin verlo. Como habíamosestado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó paraencender una lámpara, pero volvió a su asiento sinhacerlo cuando G… nos hizo saber que venía a consul-tarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigosobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grande-mente.

—Si se trata de algo que requiere reflexión –observóDupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha– serámejor examinarlo en la oscuridad.

—He aquí una de sus ideas raras –dijo el prefecto,para quien todo lo que excedía su comprensión era“raro”, por lo cual vivía rodeado de una verdaderalegión de “rarezas”.

—Muy cierto –repuso Dupin, entregando una pipa anuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.

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—¿Y cuál es la dificultad? –pregunté–. Espero queno sea otro asesinato.

—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asuntomuy sencillo y no dudo de que podremos resolverperfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modospensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles,puesto que es un caso muy raro.

—Sencillo y raro –dijo Dupin.—Justamente. Pero tampoco es completamente eso.

A decir verdad, todos estamos bastante confundidos,ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos dejaperplejos.

—Quizá lo que los induce a error sea precisamentela sencillez del asunto –observó mi amigo.

—¡Qué absurdos dice usted! –repuso el prefecto,riendo a carcajadas.

—Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo–dijo Dupin.

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir seme-jante idea?

—Un poco demasiado evidente.—¡Ja, ja! ¡Oh, oh! –reía el prefecto, divertido hasta

más no poder–. ¡Dupin, usted acabará por hacermemorir de risa!

—Veamos, ¿de qué se trata? –pregunté.—Pues bien, voy a decírselo –repuso el prefecto,

aspirando profundamente una bocanada de humo einstalándose en un sillón–. Puedo explicarlo en pocaspalabras, pero antes debo advertirles que el asuntoexige el mayor secreto, pues si se supiera que lo heconfiado a otras personas podría costarme mi actualposición.

—Hable usted –dije.—O no hable –dijo Dupin.—Está bien. He sido informado personalmente, por

alguien que ocupa un altísimo puesto, de que ciertodocumento de la mayor importancia ha sido robado enlas cámaras reales. Se sabe quién es la persona que loha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él.También se sabe que el documento continúa en supoder.

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—¿Cómo se sabe eso? –preguntó Dupin.—Se deduce claramente –repuso el prefecto– de la

naturaleza del documento y de qué no se hayan produ-cido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmedia-tamente después que aquél pasara a otras manos; valedecir, en caso de que fuera empleado en la forma enque el ladrón ha de pretender hacerlo al final.

—Sea un poco más explícito –dije.—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su

poseedor cierto poder en cierto lugar donde dichopoder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.—Pues sigo sin entender nada –dijo Dupin.—¿No? Veamos: la presentación del documento a

una tercera persona que no nombraremos pondría so-bre el tapete el honor de un personaje de las más altasesferas, y ello da al poseedor del documento un domi-nio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquili-dad se ven de tal modo amenazados.

—Pero ese dominio –interrumpí– dependerá de queel ladrón supiera que dicho personaje lo conoce comotal. ¿Y quién osaría…?

—El ladrón –dijo G…– es el ministro D…, que seatreve a todo, tanto en lo que es digno como lo quees indigno de un hombre. La forma en que cometió elrobo es tan ingeniosa como audaz. El documento encuestión –una carta, para ser francos– fue recibido porla persona robada mientras se hallaba a solas en elboudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamenteinterrumpida por la entrada de la otra eminente perso-na, a la cual la primera deseaba ocultar especialmentela carta. Después de una apresurada y vana tentativa deesconderla en un cajón, debió dejarla, abierta comoestaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito habíaquedado hacia arriba y no se veía el contenido, la cartapodía pasar sin ser vista. Pero en ese momento apareceel ministro D… Sus ojos de lince perciben inmediata-mente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito,observa la confusión de la persona en cuestión y adivinasu secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la formaexpedita que le es usual, extrae una carta parecida a la

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que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luegoexactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a depar-tir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto dehora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma lacarta que no le pertenece. La persona robada ve lamaniobra, pero no se atreve a llamarle la atención enpresencia de la tercera, que no se mueve de su lado. Elministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra cartasin importancia.

—Pues bien –dijo Dupin, dirigiéndose a mí–, ahítiene usted lo que se requería para que el dominio delladrón fuera completo: éste sabe que la persona robadalo conoce como el ladrón.

—En efecto –dijo el prefecto–, y el poder así obte-nido ha sido usado en estos últimos meses para finespolíticos, hasta un punto sumamente peligroso. Lapersona robada está cada vez más convencida de lanecesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, unacosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arras-trada por la desesperación, dicha persona me ha encar-gado de la tarea.

—Para la cual –dijo Dupin, envuelto en un perfectotorbellino de humo– no podía haberse deseado, o si-quiera imaginado, agente más sagaz.

—Me halaga usted –repuso el prefecto–, pero no esimposible que, en efecto, se tenga de mí tal opinión.

—Como hace usted notar –dije–, es evidente que lacarta sigue en posesión del ministro, pues lo que leconfiere su poder es dicha posesión y no su empleo.Apenas empleada la carta, el poder cesaría.

—Muy cierto –convino G…–. Mis pesquisas se basanen esa convicción. Lo primero que hice fue registrarcuidadosamente la mansión del ministro, aunque lamayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse.Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedirque sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muypeligroso.

—Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipode investigaciones –dije–. No es la primera vez que lapolicía parisiense las practica.

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—¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé de-masiado. Las costumbres del ministro me daban, además,una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuerade su casa. Los sirvientes no son muchos y duermenalejados de los aposentos de su amo; como casi todosson napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copio-samente. Bien saben ustedes que poseo llaves con lascuales puedo abrir cualquier habitación de París. Duran-te estos tres meses no ha pasado una noche sin que mededicara personalmente a registrar la casa de D… Mihonor está en juego y, para confiarles un gran secreto,la recompensa prometida es enorme. Por eso no aban-doné la búsqueda hasta no tener seguridad completa deque el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro dehaber mirado en cada rincón posible de la casa dondela carta podría haber sido escondida.

—¿No sería posible –pregunté– que si bien la cartase halla en posesión del ministro, como parece incues-tionable, éste la haya escondido en otra parte que en sucasa?

—Es muy poco probable –dijo Dupin–. El especialgiro de los asuntos actuales en la corte, y especialmen-te de las intrigas en las cuales se halla envuelto D…,exigen que el documento esté a mano y que pueda serexhibido en cualquier momento; esto último es tanimportante como el hecho mismo de su posesión.

—¿Que el documento pueda ser exhibido? –pregunté.—Si lo prefiere, que pueda ser destruido –dijo Dupin.—Pues bien –convine–, el papel tiene entonces que

estar en la casa. Supongo que podemos descartar todaidea de que el ministro lo lleve consigo.

—Por supuesto –dijo el prefecto–. He mandado de-tenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos yhe visto personalmente cómo le registraban.

—Pudo usted ahorrarse esa molestia –dijo Dupin–.Supongo que D… no es completamente loco y que hadebido prever esos falsos asaltos como una conse-cuencia lógica.

—No es completamente loco –dijo G…–, pero es unpoeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lomismo.

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—Cierto –dijo Dupin, después de aspirar una profun-da bocanada de su pipa de espuma de mar–, aunque,por mi parte, me confieso culpable de algunas malasrimas.

—¿Por qué no nos da detalles de su requisición? –pregunté.

—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesa-rio, buscamos en todas partes. Tengo una larga expe-riencia en estos casos. Revisé íntegramente la man-sión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de todauna semana a cada aposento. Primero examiné el mobla-je. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoranustedes que, para un agente de policía bien adiestrado,no hay cajón secreto que pueda escapársele. En unabúsqueda de esta especie, el hombre que deja sin verun cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! Encada mueble hay una cierta masa, un cierto espacioque debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muyprecisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima par-te de una línea.

Terminada la inspección de armarios pasamos a lassillas. Atravesamos los almohadones con esas largas yfinas agujas que me han visto ustedes emplear. Levan-tamos las tablas de las mesas.

—¿Por qué?—Con frecuencia, la persona que desea esconder al-

go levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar,hace un orificio en cada una de las patas, esconde elobjeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio.Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes delas camas.

—Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el so-nido? –pregunté.

—De ninguna manera si, luego de haberse deposita-do el objeto, se lo rodea con una capa de algodón.Además, en este caso estábamos forzados a procedersin hacer ruido.

—Pero es imposible que hayan ustedes revisado ydesarmado todos los muebles donde pudo ser escon-dida la carta en la forma que menciona. Una cartapuede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual

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en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esaforma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesa-ño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas lassillas?

—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor:examinamos los travesaños de todas las sillas de lacasa y las junturas de todos los muebles con ayuda deun poderoso microscopio. Si hubiera habido la menorseñal de un reciente cambio, no habríamos dejado deadvertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvoproducido por un barreno nos hubiera saltado a losojos como si fuera una manzana. La menor diferenciaen la encoladura, la más mínima apertura en los ensam-blajes, hubiera bastado para orientarnos.

—Supongo que miraron en los espejos, entre losmarcos y el cristal, y que examinaron las camas y laropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.

—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todoel moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a lacasa misma. Dividimos su superficie en compartimen-tos que numeramos, a fin de que no se nos escaparaninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada,incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayuda-dos por el microscopio.

—¿Las dos casas adyacentes? –exclamé–. ¡Habrántenido toda clase de dificultades!

—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No

nos dio demasiado trabajo comparativamente, puesexaminamos el musgo entre los ladrillos y lo encon-tramos intacto.

—¿Miraron entre los papeles de D…, naturalmente,y en los libros de la biblioteca?

—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sóloexaminamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidado-samente, sin conformarnos con una mera sacudida,como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medi-mos asimismo el espesor de cada encuadernación,escrutándola luego de la manera más detallada con elmicroscopio. Si se hubiera insertado un papel en una

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de esas encuadernaciones, resultaría imposible quepasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salíande manos del encuadernador fueron probados longitu-dinalmente con las agujas.

—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?—Sin duda. Levantamos todas las alfombras y exa-

minamos las planchas con el microscopio.—¿Y el papel de las paredes?—Lo mismo.—¿Miraron en los sótanos?—Miramos.—Pues entonces –declaré– se ha equivocado usted en

sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.—Me temo que tenga razón –dijo el prefecto–. Pues

bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?—Revisar de nuevo completamente la casa.—¡Pero es inútil! –replicó G…–. Tan seguro estoy

de que respiro como de que la carta no está en la casa.—No tengo mejor consejo que darle –dijo Dupin–.

Supongo que posee usted una descripción precisa de lacarta.

—¡Oh, sí!Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a

leernos una minuciosa descripción del aspecto interiorde la carta, y especialmente del exterior. Poco despuésde terminar su lectura se despidió de nosotros, desa-nimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos en-contró ocupados casi en la misma forma que la prime-ra vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y sepuso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato ledije:

—Veamos, G…, ¿qué pasó con la carta robada?Supongo que, por lo menos, se habrá convencido deque no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.

—¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa,como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempoperdido. Ya lo sabía yo de antemano.

—¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensaofrecida? –preguntó Dupin.

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—Pues… a mucho dinero… muchísimo. No quierodecir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que esta-ría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta milfrancos a cualquiera que me consiguiese esa carta. Elasunto va adquiriendo día a día más importancia, y larecompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aun-que ofrecieran tres veces esa suma, no podría hacermás de lo que he hecho.

—Pues… la verdad… –dijo Dupin, arrastrando laspalabras entre bocanadas de humo–, me parece a mí,G…, que usted no ha hecho… todo lo que podíahacerse. ¿No cree que… aún podría hacer algo más,¿eh?

—¿Cómo? ¿En qué sentido?—Pues… puf… podría usted... puf, puf… pedir

consejo en este asunto… puf, puf, puf... ¿Se acuerdade la historia que cuentan de Abernethy?

—No. ¡Al diablo con Abernethy!—De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase

una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratisel consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reu-nión y una conversación corrientes para explicar uncaso personal como si se tratara del de otra persona.“Supongamos que los síntomas del enfermo son tales ycuales –dijo–. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaríausted hacer?” “Lo que yo le aconsejaría —repusoAbernethy– es que consultara a un médico.”

—¡Vamos! –exclamó el prefecto, bastante descon-certado–. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejoy a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil fran-cos a quienquiera me ayudara en este asunto.

—En ese caso –replicó Dupin, abriendo un cajón ysacando una libreta de cheques–, bien puede ustedllenarme un cheque por la suma mencionada. Cuandolo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecíafulminado. Durante algunos minutos fue incapaz dehablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigocon ojos que parecían salírsele de las órbitas y con laboca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y,después de varias pausas y abstraídas contemplaciones,

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llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos,extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste loexaminó cuidadosamente y lo guardó en su cartera;luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregóal prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convul-sión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó unaojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilantehacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto yde la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde elmomento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintióen darme algunas explicaciones.

—La policía parisiense es sumamente hábil a sumanera –dijo–. Es perseverante, ingeniosa, astuta ymuy versada en los conocimientos que sus deberesexigen. Así, cuando G… nos explicó su manera deregistrar la mansión de D…, tuve plena confianza enque había cumplido una investigación satisfactoria,hasta donde podía alcanzar.

—¿Hasta donde podía alcanzar? –repetí.—Sí –dijo Dupin–. Las medidas adoptadas no sola-

mente eran las mejores en su género, sino que habíansido llevadas a la más absoluta perfección. Si la cartahubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, nocabe la menor duda de que los policías la hubieranencontrado.

Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy enserio.

—Las medidas –continuó– eran excelentes en sugénero, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía enque eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión.Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniososconstituyen para el prefecto una especie de lecho deProcusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus desig-nios. Continuamente se equivoca por ser demasiadoprofundo o demasiado superficial para el caso, y másde un colegial razonaría mejor que él. Conocí a unoque tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de“par e impar” atraían la admiración general. El juegoes muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los con-tendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas

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y pregunta al otro: “¿Par o impar?” Si éste adivinacorrectamente, gana una bolita; si se equivoca, pierdeuna. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas dela escuela. Naturalmente, tenía un método de adivina-ción que consistía en la simple observación y en elcálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamosque uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levan-tando la mano cerrada, le pregunta: “¿Par o impar?”Nuestro colegial responde: “Impar”, y pierde, pero a lasegunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo:“El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no vamás allá de preparar impares para la segunda vez. Porlo tanto, diré impar.” Lo dice, y gana. Ahora bien, si letoca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior,razonará en la siguiente forma: “Este muchacho sabeque la primera vez elegí impar, y en la segunda se leocurrirá como primer impulso pasar de par a impar,pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que lavariación es demasiado sencilla, y finalmente se deci-dirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lotanto, diré pares”. Así lo hace, y gana. Ahora bien, estamanera de razonar del colegial, a quien sus camaradasllaman “afortunado”, en ¿qué consiste si se la analizacon cuidado?

—Consiste –repuse– en la identificación del intelec-to del razonador con el de su oponente.

—Exactamente –dijo Dupin–. Cuando pregunté almuchacho de qué manera lograba esa total identifica-ción en la cual residían sus triunfos, me contestó: “Siquiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, obueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos enese momento, adapto lo más posible la expresión demi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver quépensamientos o sentimientos surgen en mi mente o enmi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara”.Esta respuesta del colegial está en la base de toda lafalsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, LaBruyère, Maquiavelo y Campanella.

—Si comprendo bien –dije– la identificación del inte-lecto del razonador con el de su oponente depende de laprecisión con que se mida la inteligencia de este último.

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—Depende de ello para sus resultados prácticos—replicó Dupin—, y el prefecto y sus cohortes fra-casan con tanta frecuencia, primero por no lograr di-cha identificación y segundo por medir mal –o, mejordicho, por no medir– el intelecto con el cual se miden.Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y,al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en losmétodos que ellos hubieran empleado para ocultarla.Tienen mucha razón en la medida en que su propioingenio es fiel representante del de la masa; pero,cuando la astucia del malhechor posee un carácterdistinto de la suya, aquél los derrota, como es natural.Esto ocurre siempre cuando se trata de una astuciasuperior a la suya y, muy frecuentemente, cuando estápor debajo. Los policías no admiten variación deprincipio en sus investigaciones; a lo sumo, si se venapurados por algún caso insólito, o movidos por unarecompensa extraordinaria, extienden o exageran susviejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los prin-cipios. Por ejemplo, en este asunto de D…, ¿qué se hahecho para modificar el principio de acción? ¿Qué sonesas perforaciones, esos escrutinios con el microsco-pio, esa división de la superficie del edificio en pulga-das cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino laaplicación exagerada del principio o la serie de prin-cipios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vezen una serie de nociones sobre el ingenio humano, alas cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolon-gada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G… dapor sentado que todo hombre esconde una carta, si noexactamente en un agujero practicado en la pata deuna silla, por lo menos en algún agujero o rincón suge-rido por la misma línea de pensamiento que inspira laidea de esconderla en un agujero hecho en la pata deuna silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebus-cados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sóloserán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias;vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabepresumir, en primer término, que se lo ha efectuadodentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimientono depende en absoluto de la perspicacia, sino del cui-

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dado, la paciencia y la obstinación de los buscadores;y si el caso es de importancia (o la recompensa magní-fica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de lospolicías), las cualidades aludidas no fracasan jamás.Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuandosostengo que si la carta robada hubiese estado escon-dida en cualquier parte dentro de los límites de la perqui-sición del prefecto (en otras palabras, si el principiorector de su ocultamiento hubiera estado comprendidodentro de los principios del prefecto) hubiera sido descu-bierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funciona-rio ha sido mistificado por completo, y la remota fuen-te de su derrota yace en su suposición de que elministro es un loco porque ha logrado renombre comopoeta. Todos los locos son poetas en el pensamientodel prefecto, de donde cabe considerarlo culpable deun non distributio medii por inferir de lo anterior quetodos los poetas son locos.

—¿Pero se trata realmente del poeta? –pregunté–.Sé que D… tiene un hermano, y que ambos han logra-do reputación en el campo de las letras. Creo que elministro ha escrito una obra; notable sobre el cálculodiferencial. Es un matemático y no un poeta.

—Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que esambas cosas. Como poeta y matemático es capaz derazonar bien, en tanto que como mero matemáticohubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a mer-ced del prefecto.

—Me sorprenden esas opiniones –dije–, que el con-senso universal contradice. Supongo que no pretendeusted aniquilar nociones que tienen siglos de existen-cia sancionada. La razón matemática fue consideradasiempre como la razón por excelencia.

—Il y a á parier –replicó Dupin, citando a Cham-fort– que toute idée publique, toute convention reçuéest une sottise, car elle a convenu au plus grand nom-bre. Le aseguro que los matemáticos han sido los pri-meros en difundir el error popular al cual alude usted,y que no por difundido deja de ser un error. Con artedigno de mejor causa han introducido, por ejemplo, eltérmino “análisis” en las operaciones algebraicas. Los

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franceses son los causantes de este engaño, pero si untérmino tiene alguna importancia, si las palabras deri-van su valor de su aplicación, entonces concedo que“análisis” abarca “álgebra”, tanto como en latín ambi-tus implica “ambición”; religio, “religión”, u homineshonesti, la clase de las gentes honorables.

—Me temo que se malquiste usted con algunos delos algebristas de París. Pero continúe.

—Niego la validez y, por tanto, los resultados deuna razón cultivada por cualquier procedimiento espe-cial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particu-lar, la razón extraída del estudio matemático. Las mate-máticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad;el razonamiento matemático es simplemente la lógicaaplicada a la observación de la forma y la cantidad. Elgran error está en suponer que incluso las verdades delo que se denominan álgebra pura constituyen verda-des abstractas o generales. Y este error es tan enormeque me asombra se lo haya aceptado universalmente.Los axiomas matemáticos no son axiomas de validezgeneral. Lo que es cierto de la relación (de la forma yla cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado,por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia sueleno ser cierto que el todo sea igual a la suma de las par-tes. También en química este axioma no se cumple. Enla consideración de los móviles falla igualmente, puesdos móviles de un valor dado no alcanzan necesaria-mente al sumarse un valor equivalente a la suma desus valores. Hay muchas otras verdades matemáticasque sólo son tales dentro de los límites de la relación.Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye,basándose en sus verdades finitas, como si tuvieranuna aplicación general, cosa que por lo demás la genteacepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude auna análoga fuente de error cuando señala que, “aun-que no se cree en las fábulas paganas, solemos olvi-darnos de ello y extraemos consecuencias como sifueran realidades existentes”. Pero, para los algebris-tas, que son realmente paganos, las “fábulas paganas”constituyen materia de credulidad, y las inferenciasque de ellas extraen no nacen de un descuido de la

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memoria sino de un inexplicable reblandecimientomental. Para resumir: Jamás he encontrado a un matemá-tico en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces ysus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe quex2 + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Porvía de experimento, diga a uno de esos caballeros que,en su opinión, podrían darse casos en que x2 + px nofuera absolutamente igual a q; pero, una vez que lehaya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase desu camino lo antes posible, porque es seguro que trataráde golpearlo.

—Lo que busco indicar –agregó Dupin, mientras yoreía de sus últimas observaciones– es que, si el minis-tro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no sehabría visto en la necesidad de extenderme este cheque.Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mismedidas se han adaptado a sus capacidades, teniendoen cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabíaque es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que unhombre semejante no dejaría de estar al tanto de losmétodos policiales ordinarios. Imposible que no anti-cipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asal-tos a que fue sometido. Reflexioné que igualmentehabría previsto las pesquisas secretas en su casa. Susfrecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto conside-raba una excelente ayuda para su triunfo, me parecie-ron simplemente astucias destinadas a brindar oportu-nidades a la pesquisa y convencer lo antes posible a lapolicía de que la carta no se hallaba en la casa, comoG… terminó finalmente por creer. Me pareció asimis-mo que toda la serie de pensamientos que con algúntrabajo acabo de exponerle y que se refieren al princi-pio invariable de la acción policial en sus búsquedasde objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele alministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a des-deñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné queese hombre no podía ser tan simple como para nocomprender que el rincón más remoto e inaccesible desu morada estaría tan abierto como el más vulgar delos armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y losmicroscopios del prefecto. Vi, por último, que D…

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terminaría necesariamente en la simplicidad, si es queno la adoptaba por una cuestión de gusto personal.Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefectocuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que aca-so el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

—Me acuerdo muy bien –respondí–. Por un momen-to pensé que iban a darle convulsiones.

—El mundo material –continuó Dupin– abunda enestrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de ver-dad el dogma retórico según el cual la metáfora o elsímil sirven tanto para reforzar un argumento comopara embellecer una descripción. El principio de la visinertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y enla metafísica. Si en la primera es cierto que resulta másdifícil poner en movimiento un cuerpo grande que unopequeño, y que el impulso o cantidad de movimientosubsecuente se hallará en relación con la dificultad, nomenos cierto es en metafísica que los intelectos demáxima capacidad, aunque más vigorosos, constantesy eficaces en sus avances que los de grado inferior,son más lentos en iniciar dicho avance y se muestranmás embarazados y vacilantes en los primeros pasos.Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre lasmuestras de las tiendas, cuáles atraen la atención enmayor grado?

—Jamás se me ocurrió pensarlo –dije.—“Hay un juego de adivinación –continuó Dupin–

que se juega con un mapa. Uno de los participantespide al otro que encuentre una palabra dada: el nombrede una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma,cualquier palabra que figure en la abigarrada y com-plicada superficie del mapa. Por lo regular, un novatoen el juego busca confundir a su oponente proponién-dole los nombres escritos con los caracteres más peque-ños mientras que el buen jugador escogerá aquellosque se extienden con grandes letras de una de una parte aotra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestrasy carteles excesivamente grandes, escapan a la aten-ción a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatenciónocular resulta análoga al descuido que lleva al intelec-to a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y

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palpablemente evidentes. De todos modos, es éste unasunto que se halla por encima o por debajo del enten-dimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como pro-bable o posible que el ministro hubiera dejado la cartadelante de las narices del mundo entero, a fin de impe-dir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

“Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y carac-terístico ingenio de D…, en que el documento debíahallarse siempre a mano si pretendía servirse de élpara sus fines, y en la absoluta seguridad proporciona-da por el prefecto de que el documento no se hallabaoculto dentro de los límites de las búsquedas ordina-rias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que,para esconder la carta, el ministro había acudido almás amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

“Compenetrado de estas ideas, me puse un par deanteojos verdes, y una hermosa mañana acudí comopor casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D…en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pre-tendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probable-mente se trataba del más activo y enérgico de los seresvivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

“Para no ser menos, me quejé del mal estado de mivista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuyaprotección pude observar cautelosa pero detalladamen-te el aposento, mientras en apariencia seguía con todaatención las palabras dé mi huésped.

“Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritoriojunto a la cual se sentaba D…, y en la que aparecíanmezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con unpar de instrumentos musicales y unos pocos libros.Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, novi nada que procurara mis sospechas.

“Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron porfin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortadoque colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de unapequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de lachimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en treso cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas devisitantes y una sola carta. Esta última parecía muyarrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad,

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como si a una primera intención de destruirla por inútilhubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro,con el monograma de D… muy visible, y el sobrescri-to, dirigido al mismo ministro revelaba una letra me-nuda y femenina. La carta había sido arrojada con des-cuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de loscompartimientos superiores del tarjetero.

“Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta deque era la que buscaba. Por cierto que su aparienciadifería completamente de la minuciosa descripción quenos había leído el prefecto. En este caso el sello eragrande y negro, con el monograma de D…; en el otro,era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familiaS… El sobrescrito de la presente carta mostraba unaletra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigidoa cierta persona real, había sido trazado con caracteresfirmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía.Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias queresultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado yroto en parte, tan inconciliables con los verdaderoshábitos metódicos de D…, y tan sugestivos de la inten-ción de engañar sobre el verdadero valor del documen-to; todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta,insolentemente colocada bajo los ojos de cualquiervisitante, y coincidente, por tanto, con las conclusionesa las que ya había arribado, corroboraron decidida-mente las sospechas de alguien que había ido allá conintenciones de sospechar…

“Prolongué lo más posible mi visita y, mientras dis-cutía animadamente con el ministro acerca de un temaque jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, man-tuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mimemoria los detalles de su apariencia exterior y de sucolocación en el tarjetero; pero terminé además pordescubrir algo que disipó las últimas dudas que podíahaber abrigado. Al mirar atentamente los bordes delpapel, noté que estaban más ajados de lo necesario.Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso queha sido doblado y aplastado con una plegadera, y queluego es vuelto en sentido contrario, usando los mismospliegues formados la primera vez. Este descubrimiento

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me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuel-ta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobres-crito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y memarché en seguida, dejando sobre la mesa una taba-quera de oro.

“A la mañana siguiente volví en busca de la taba-quera, y reanudamos placenteramente la conversacióndel día anterior. Pero, mientras departíamos, oyósejusto debajo de las ventanas un disparo como de pisto-la, seguido por una serie de gritos espantosos y lasvoces de una multitud aterrorizada. D… corrió a unaventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera.Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta,guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsí-mil (por lo menos en el aspecto exterior) que habíapreparado cuidadosamente en casa, imitando el mono-grama de D… con ayuda de un sello de miga de pan.

“La causa del alboroto callejero había sido la extra-vagante conducta de un hombre armado de un fusil,quien acababa de disparar el arma contra un grupo demujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que elarma no estaba cargada, y los presentes dejaron enlibertad al individuo considerándolo borracho o loco.Apenas se hubo alejado, D… se apartó de la ventana,donde me le había reunido inmediatamente después deapoderarme de la carta. Momentos después me despedíde él. Por cierto que el pretendido lunático había sidopagado por mí.”

—¿Pero qué intención tenía usted –pregunté– alreemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sidopreferible apoderarse abiertamente de ella en su prime-ra visita, y abandonar la casa?

—D… es un hombre resuelto a todo y lleno de cora-je –repuso Dupin–. En su casa no faltan servidoresdevotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo queusted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. Elbuen pueblo de París no hubiese oído hablar nuncamás de mí. Pero, además, llevaba una segunda inten-ción. Bien conoce usted mis preferencias políticas. Eneste asunto he actuado como partidario de la dama encuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo

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a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues,ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión,D… continuará presionando como si la tuviera. Esto lollevará inevitablemente a la ruina política. Su caída,además, será tan precipitada como ridícula. Está muybien hablar del facilis descensus Averni; pero, en mate-ria de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía delcanto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar.En el presente caso no tengo simpatía –o, por lo menos,compasión– hacia el que baja. D… es el monstrumhorrendum, el hombre de genio carente de principios.Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer suspensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla aquien el prefecto llama “cierta persona”, se vea forza-do a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.

—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en

blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena,D.... me jugó una mala pasada, y sin perder el buenhumor le dije que no la olvidaría. De modo que, comono dudo de que sentirá cierta curiosidad por saberquién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé queera una lástima no dejarle un indicio. Como conocemuy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de lapágina estas palabras:

...Un dessein si funeste,S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.

WILLIAM WILSON

¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de latorva CONCIENCIA, de ese espectroen mi camino?

Chamberlayne, Pharronida

Permitidme que, por el momento, me llame a mí mis-mo William Wilson. Esta blanca página no debe ser

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manchada con mi verdadero nombre. Demasiado hasido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de miestirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido enlas regiones más lejanas del globo su incomparableinfamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado delos proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿Noestás muerto para sus honras, sus flores, sus doradasambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no apa-rece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ili-mitada nube?

No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoyla crónica de estos últimos años de inexpresable desdi-cha e imperdonable crimen. Esa época –estos añosrecientes– ha llegado bruscamente al colmo de la depra-vación, pero ahora sólo me interesa señalar el origende esta última. Por lo regular, los hombres van cayen-do gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud sedesprendió bruscamente de mí como si fuera un man-to. De una perversidad relativamente trivial, pasé conpasos de gigante a enormidades más grandes que lasde un heliogábalo. Permitidme que os relate la oca-sión, el acontecimiento que hizo posible esto. La muertese acerca, y la sombra que la precede proyecta un influ-jo calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso eloscuro valle, anhelo la simpatía —casi iba a escribir lapiedad– de mis semejantes. Me gustaría que creyeranque, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias queexcedían el dominio humano. Me gustaría que busca-ran a favor mío, en los detalles que voy a dar, unpequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error.Me gustaría que reconocieran –como no han de dejarde hacerlo– que si alguna vez existieron tentacionesparecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamáscayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en estaforma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sue-ño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de lamás extraña de las visiones sublunares?

Desciendo de una raza cuyo temperamento imagina-tivo y fácilmente excitable la destacó en todo tiempo;desde la más tierna infancia di pruebas de haber here-dado plenamente el carácter de la familia. A medida

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que avanzaba en años, esa modalidad se desarrolló aúnmás, llegando a ser por muchas razones cusa de graveansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí.Crecí gobernándome por mi cuenta, entregado a loscaprichos más extravagantes y víctima de las pasionesmás incontrolables. Débiles, asaltados por defectosconstitucionales análogos a los míos, poco pudieronhacer mis padres para contener las malas tendenciasque me distinguían. Algunos menguados esfuerzos desu parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fraca-sos y, naturalmente, fueron triunfos para mí. Desdeentonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una edad enla que pocos niños han abandonado los andadores,quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hechoen el amo de todas mis acciones.

Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remon-tan a una vasta casa isabelina llena de recovecos, en unneblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innu-merables árboles gigantescos y nudosos, y donde todaslas casas eran antiquísimas. Aquel venerable puebloera como un lugar de ensueño, propio para la paz delespíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refres-cante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro lafragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nueva-mente, con indefinible delicia, al oír la profunda yhueca voz de la campana de la iglesia quebrando horatras hora con su hosco y repentino tañido el silencio dela fusca atmósfera, en la que el calado campanariogótico se sumía y reposaba.

Demorarme en los menudos recuerdos de la escuelay sus episodios me proporciona quizá el mayor placerque me es dado alcanzar en estos días. Anegado comoestoy por la desgracia –¡ay, demasiado real!–, se meperdonará que busque alivio, aunque sea tan leve comoefímero, en la complacencia de unos pocos detallesdivagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detallesasumen en mi imaginación una relativa importancia,pues se vinculan a un periodo y a un lugar en los cua-les reconozco la presencia de los primeros ambiguosavisos del destino que más tarde habría de envolvermeen sus sombras. Dejadme, entonces, recordar.

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Como he dicho, la casa era antigua y de trazadoirregular. Alzábase en un vasto terreno, y un elevado ysólido muro de ladrillos, coronado por una capa demortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad. Estamuralla, semejante a la de una prisión, constituía ellímite de nuestro dominio; más allá de él nuestras mira-das sólo pasaban tres veces por semana: la primera, lossábados por la tarde, cuando se nos permitía realizarbreves paseos en grupo, acompañados por dos precep-tores, a través de los campos vecinos; y las otras doslos domingos cuando concurríamos en la misma formaa los oficios matinales y vespertinos de la única iglesiadel pueblo. El director de la escuela era también elpastor. ¡Con qué asombro y perplejidad lo contempla-ba yo desde nuestros alejados bancos, cuando ascendíaal púlpito con lento y solemne paso! Este hombre reve-rente, de rostro sereno y benigno, de vestiduras satina-das que ondulaban clericalmente, de peluca cuidado-samente empolvada, tan rígida y enorme… ¿podía serel mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadasde rapé las ropas, administraba férula en mano lasdraconianas leyes de la escuela? ¡Oh inmensa parado-ja, demasiado monstruosa para tener solución!

En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puer-ta aún más espesa. Estaba remachada y asegurada conpasadores de hierro, y coronada de picas de hierro.¡Qué sensaciones de profundo temor inspiraba! Jamásse abría, salvo para las tres salidas y retornos mencio-nados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos goz-nes, encontrábamos la plenitud del misterio… unmundo de cosas para hacer solemnes observaciones, opara meditar profundamente.

El dilatado muro tenía una forma irregular, conmuchos espaciosos recesos. Tres o cuatro de los másgrandes constituían el campo de juegos. Su piso estabanivelado y cubierto de fina grava. Me acuerdo de queno tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Quedaba,claro está, en la parte posterior de la casa. En el frentehabía un pequeño cantero, donde crecían el boj y otrosarbustos; pero a través de esta sagrada división sólopasábamos en raras ocasiones, tales como el día del

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ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuandonuestros padres o un amigo venían a buscarnos y partía-mos alegremente a casa para pasar las vacaciones deNavidad o de verano.

¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio!¡Y para mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltasy revueltas no tenían fin, ni tampoco sus incomprensi-bles subdivisiones. En un momento dado era difícilsaber con certeza en cuál de los pisos se estaba. Entreun cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalonesque subían o bajaban. Las alas laterales, además, eraninnumerables –inconcebibles–, y volvían sobre símismas de tal manera que nuestras ideas más precisascon respecto a aquella casa no diferían mucho de lasque abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco,años de residencia, jamás pude establecer con preci-sión en qué remoto lugar hallábanse situados los peque-ños dormitorios que correspondían a los dieciocho oveinte colegiales que seguíamos los cursos.

El aula era la habitación más grande de la casa y –nopuedo dejar de pensarlo– del mundo entero. Era muylarga, angosta y lúgubremente baja, con ventanas dearco gótico y techo de roble. En un ángulo remoto, quenos inspiraba espanto, había una división cuadrada deunos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctumdestinado a las oraciones de nuestro director, el reve-rendo doctor Bransby. Era una sólida estructura, demaciza puerta; antes de abrirla en ausencia del “dómi-ne” hubiéramos preferido perecer voluntariamente porla peine forte et dure. En otros ángulos había dos recin-tos similares, mucho menos reverenciados por cierto,pero que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de elloscontenía la cátedra del preceptor “clásico”, y el otro lacorrespondiente a “inglés y matemáticas”. Dispersos enel salón, cruzándose y recruzándose en interminableirregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres,negros y viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertosde libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices deiniciales, nombres completos, figuras grotescas y otrosmúltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían, llega-do a perder lo poco que podía quedarles de su forma

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original en lejanos días. Un gran balde de agua aparecíaen un extremo del salón, y en el otro había un reloj deformidables dimensiones.

Encerrado por las macizas paredes de tan venerableacademia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercerlustro des mi vida. El fecundo cerebro de un niño nonecesita de los sucesos del mundo exterior para ocu-parlo o divertirlo; y la monotonía aparentemente lúgu-bre de la escuela estaba llena de excitaciones más inten-sas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mivirilidad del crimen. Sin embargo debo creer que elcomienzo de mi desarrollo mental salió ya de lo comúny tuvo incluso mucho de exagerado. En general, loshombres de edad madura no guardan un recuerdo defi-nido de los acontecimientos de la infancia. Todo escomo una sombra gris, una remembranza débil e irre-gular, una evocación indistinta de pequeños placeres yfantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no ocurreasí. En la infancia debo haber sentido con todas lasenergías de un hombre lo que ahora hallo estampado enmi memoria con imágenes tan vividas, tan profundas ytan duraderas como los exergos de las medallas carta-ginesas.

Y sin embargo, desde un punto de vista mundano,¡qué poco había allí para recordar! Despertarse por lamañana, volver a la cama por la noche; los estudios,las recitaciones, las vacaciones periódicas, los paseos;el campo de juegos, con sus querellas, sus pasatiem-pos, sus intrigas… Todo eso, por obra de un hechizomental totalmente olvidado más tarde, llegaba a conte-ner un mundo de sensaciones, de apasionantes inciden-tes, un universo de variada emoción, lleno de las másapasionadas e incitantes exitaciones. ¡Oh, le bontemps, que ce siècle de fer!

El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi natura-leza no tardaron en destacarme entre mis condiscípu-los, y por una suave pero natural gradación fui ganan-do ascendencia sobre todos los que no me superabandemasiado en edad; sobre todos…, con una sola excep-ción. Se trataba de un alumno que, sin ser parientemío, tenía mi mismo nombre y apellido; circunstancia

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poco notable, ya que, a pesar de mi ascendencia noble,mi apellido era uno de esos que, desde tiempos inmemo-riales, parecen ser propiedad común de la multitud: Eneste relato me he designado a mí mismo como WilliamWilson –nombre ficticio, pero no muy distinto delverdadero–. Sólo mi tocayo, entre los que formaban,según la fraseología escolar, “nuestro grupo”, osabacompetir conmigo en los estudios, en los deportes yquerellas del recreo, rehusando creer ciegamente misafirmaciones y someterse a mi voluntad; en una pala-bra, pretendía oponerse a mi arbitrario dominio entodos los sentidos. Y si existe en la tierra un supremo eilimitado despotismo, ése es el que ejerce un mucha-cho extraordinario sobre los espíritus de sus compañe-ros menos dotados.

La rebelión de Wilson constituía para mí una fuentede continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de lasbravatas que lanzaba en público acerca de él y de suspretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, yno podía dejar de pensar en la igualdad que tan fácil-mente mantenía con respecto a mí, y que era prueba desu verdadera superioridad, ya que no ser superado mecostaba una lucha perpetua. Empero, esta superioridad–incluso esta igualdad– sólo yo la reconocía; nuestroscamaradas, por una inexplicable ceguera, no parecíansospecharla siquiera. La verdad es que su competen-cia, su oposición y, sobre todo, su impertinente yobstinada interferencia en mis propósitos eran tanhirientes como poco visibles. Wilson parecía tan exen-to de la ambición que espolea como de la apasionadaenergía que me permitía brillar. Se hubiera dicho queen su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de contra-decirme, asombrarme y mortificarme; aunque a vecesyo no dejaba de observar –con una mezcla de asom-bro, humillación y resentimiento– que mi rival mezcla-ba en sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones ciertainapropiada e intempestiva afectuosidad. Sólo alcan-zaba a explicarme semejante conducta como el produc-to de una consumada suficiencia, que adoptaba el tonovulgar del patronazgo y la protección.

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Quizá fuera este último rasgo en la conducta deWilson, conjuntamente con la identidad de nuestrosnombres y la mera coincidencia de haber ingresado enla escuela el mismo día, lo que dio origen a la convic-ción de que éramos hermanos, cosa que creían todoslos alumnos de las clases superiores. Estos últimos nosuelen informarse en detalle de las cuestiones concer-nientes a los alumnos menores. Ya he dicho, o debídecir, que Wilson no estaba emparentado ni en el gradomás remoto con mi familia. Pero la verdad es que, dehaber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos, yaque después de salir de la academia del doctor Bransbysupe por casualidad que mi tocayo había nacido el 19de enero de 1813, y la coincidencia es bien notable,pues se trata precisamente del día de mi nacimiento.

Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua in-quietud que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, ysu intolerable espíritu de contradicción, me resultaraimposible odiarlo. Es cierto que casi diariamente tení-amos una querella, al fin de la cual, mientras me cedíapúblicamente la palma de la victoria, Wilson se lasarreglaba de alguna manera para darme a entender queera él quien la había merecido; pero, no obstante eso,mi orgullo y una gran dignidad de su parte nos manten-ía en lo que se da en llamar “buenas relaciones”, a lavez que diversas coincidencias en nuestros caracteresactuaban para despertar en mí un sentimiento quequizá sólo nuestra posición impedía convertir en amis-tad. Me es muy difícil definir, e incluso describir, misverdaderos sentimientos hacia Wilson. Constituían unamezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulanteanimosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aunmás de respeto, mucho miedo y un mundo de inquietacuriosidad. Casi resulta superfluo agregar, para elmoralista, que Wilson y yo éramos compañeros inse-parables.

No hay duda que lo anómalo de esta relación enca-minaba todos mis ataques (que eran muchos, francos oencubiertos) por las vías de la burla o de la broma pesa-da –que lastiman bajo la apariencia de una diversión–en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad.

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Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resulta-ban fructuosos, por más hábilmente que maquinaramis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mu-cho de esa modesta y tranquila austeridad que, mien-tras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofre-ce ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa deque alguien ría a costa suya. Sólo pude encontrarle unpunto vulnerable que, proveniente de una peculiaridadde su persona y originado acaso en una enfermedadconstitucional, hubiera sido relegado por cualquierotro antagonista menos exasperado que yo. Mi rivaltenía un defecto en los órganos vocales que le impedíaalzar la voz más allá de un susurro apenas perceptible.

Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajasque aquel defecto me acordaba.

Las represalias de Wilson eran muy variadas, perouna de las formas de su malicia me perturbaba másallá de lo natural. Jamás podré saber cómo su sagaci-dad llegó a descubrir que una cosa tan insignificanteme ofendía; el hecho es que, una vez descubierta, nodejó de insistir en ella. Siempre había yo experimenta-do aversión hacia mi poco elegante apellido y minombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellosnombres eran veneno en mi oído, y cuando, el día demi llegada, un segundo William Wilson ingresó en laacademia, lo detesté por llevar ese nombre, y me sentídoblemente disgustado por el hecho de ostentarlo undesconocido que sería causa de una constante repeti-ción, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyasactividades en la vida ordinaria de la escuela seríancon frecuencia confundidas con las mías, por culpa deaquella odiosa coincidencia.

Este sentimiento de ultraje así engendrado se fueacentuando con cada circunstancia que revelaba unasemejanza, moral o física, entre mi rival y yo. Enaquel tiempo no había descubierto el curioso hecho deque éramos de la misma edad, pero comprobé que tení-amos la misma estatura, y que incluso nos parecíamosmucho en las facciones y el aspecto físico. Tambiénme amargaba que los alumnos de los cursos superioresestuvieran convencidos de que existía un parentesco

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entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarmemás (aunque lo disimulaba cuidadosamente) que cual-quier alusión a una semejanza intelectual, personal ofamiliar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitíasuponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estassimilitudes fueran comentadas o tan sólo observadaspor nuestros condiscípulos. Qué él las observaba en todossus aspectos, y con tanta claridad como yo, me resul-taba evidente; pero sólo a su extraordinaria penetra-ción cabía atribuir el descubrimiento de que esas cir-cunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.

Su réplica, que consistía en perfeccionar una imita-ción de mi persona, se cumplía tanto en palabras comoen acciones, y Wilson desempeñaba admirablementesu papel. Copiar mi modo de vestir no le era difícil;mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a sersuyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucio-nal, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Nuncatrataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes,pero la tonalidad general de mi voz se repetía exacta-mente en la suya, y su extraño susurro llegó a conver-tirse en el eco mismo de la mía.

No me aventuraré a describir hasta qué punto esteminucioso retrato (pues no cabía considerarlo una cari-catura) llegó a exasperarme. Me quedaba el consuelode ser el único que reparaba en esa imitación y no te-ner que soportar más que las sonrisas de complicidad yde misterioso sarcasmo de mi tocayo. Satisfecho dehaber provocado en mí el penoso efecto que buscaba,parecía divertirse en secreto del aguijón que me habíaclavado, desdeñando sistemáticamente el aplauso gene-ral que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácil-mente. Durante muchos meses constituyó un enigmaindescifrable para mí el que mis compañeros no advir-tieran sus intenciones, comprobaran su cumplimientoy participaran de su mofa. Quizá la gradación de sucopia no la hizo tan perceptible; o quizá debía mi seguri-dad a la maestría de aquel fotocopista que, desdeñandolo literal (que es todo lo que los pobres de entendi-miento ven en una pintura sólo ofrecía el espíritu del

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original para que yo pudiera contemplarlo y atormen-tarme.

He aludido más de una vez al desagradable aire pro-tector que asumía Wilson conmigo y de sus frecuentesinterferencias en los caminos de mi voluntad. Estainterferencia solía adoptar la desagradable forma de unconsejo, antes insinuado que ofrecido abiertamente.Yo lo recibía con una repugnancia que los años fueronacentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejanode aquéllos, séame dado declarar con toda justicia queno recuerdo ocasión alguna en que las sugestiones demi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esaedad inexperta e inmadura; por lo menos su sentidomoral, si no su talento y su sensatez, era mucho másagudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombremejor y más feliz si hubiera rechazado con menosfrecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, yque en aquel entonces odiaba y despreciaba amarga-mente.

Así las cosas, acabé por impacientarme al máximofrente a esa desagradable vigilancia, y lo que conside-raba intolerable arrogancia de su parte me fue ofen-diendo más y más. He dicho ya que en los primerosaños de nuestra vinculación de condiscípulos mis sen-timientos hacia Wilson podrían haber derivado fácil-mente a la amistad; pero en los últimos meses de miresidencia en la academia, si bien la impertinencia desu comportamiento había disminuido mucho, mis sen-timientos se inclinaron, en proporción análoga, al másprofundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson loadvirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.

En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos unviolento altercado, durante el cual Wilson perdió lacalma en mayor medida que otras veces, actuando yhablando con una franqueza bastante insólita en sucarácter. Descubrí en ese momento (o me pareció des-cubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia ge-neral algo que empezó por sorprenderme, para llegar ainteresarme luego profundamente, ya que traía a mirecuerdo borrosas visiones de la primera infancia; vehe-mentes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo

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en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedodescribir la sensación que me oprimía diciendo que mecostó rechazar la certidumbre de que había estado vincu-lado con aquel ser en una época muy lejana, en unmomento de un pasado infinitamente remoto. La ilu-sión, sin embargo, desvanecióse con la misma rapidezcon que había surgido, y si la menciono es para preci-sar el día en que hablé por última vez en el colegio conmi extraño tocayo.

La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivi-siones, tenía varias grandes habitaciones contiguas,donde dormía la mayor parte de los estudiantes. Comoera natural en un edificio tan torpemente concebido,había además cantidad de recintos menores que consti-tuían las sobras de la estructura y que el ingenioeconómico del doctor Bransby había habilitado comodormitorios, aunque dado su tamaño sólo podían con-tener a un ocupante. Wilson poseía uno de esos peque-ños cuartos.

Una noche, hacia el final de mi quinto año de estu-dios en la escuela, e inmediatamente después del alter-cado a que he aludido, me levanté cuando todos sehubieron dormido y, tomando una lámpara, me aven-turé por infinitos pasadizos angostos en dirección aldormitorio de mi rival. Durante largo tiempo habíaestado planeando una de esas perversas bromas pesa-das con las cuales fracasara hasta entonces. Me sentíadispuesto a llevarla de inmediato a la práctica, paraque mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mimalicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé lalámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, yentré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos,oí su sereno respirar. Seguro de que estaba durmiendo,volví a tomar la lámpara y me aproximé al lecho. Esta-ba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumpli-miento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, has-ta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente,mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en surostro. Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, queun embotamiento me envolvía. Palpitaba mi corazón,temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se sentía

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presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadean-do, bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aque-lla cara. ¿Eran esos… esos, los rasgos de William Wil-son? Bien veía que eran los suyos, pero me estremecíacomo víctima de la calentura al imaginar que no loeran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para confun-dirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebrogiraba en multitud de incoherentes pensamientos. Noera ése su aspecto… no, así no era él en las activashoras de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura!¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su obsti-nada e incomprensible imitación de mi actitud, de mivoz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verda-deramente dentro de los límites de la posibilidadhumana que esto que ahora veía, fuese meramente elresultado de su continua imitación sarcástica? Espan-tado y temblando cada vez más, apagué la lámpara,salí en silencio del dormitorio y escapé sin perder unmomento de la vieja academia, a la que no habría devolver jamás.

Luego de un lapso de algunos meses que pasé encasa sumido en una total holgazanería, entré en el cole-gio de Eton. El breve intervalo había bastado paraapagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escue-la del doctor Bransby, o por lo menos para cambiar lanaturaleza de los sentimientos que aquellos sucesosme inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel dramano existían ya. Ahora me era posible dudar del testi-monio de mis sentidos; cada vez que recordaba el epi-sodio me asombraba de los extremos a que puedellegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en laextraordinaria imaginación que hereditariamente poseía.Este escepticismo estaba lejos de disminuir con elgénero de vida que empecé a llevar en Eton. El vórticede irreflexiva locura en que inmediata y temerariamen-te me sumergí barrió con todo y no dejó más que laespuma de mis pasadas horas, devorando las impresio-nes sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólolas trivialidades de mi existencia anterior.

No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero demi miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y

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eludía la vigilancia del colegio. Tres años de locura sesucedieron sin ningún beneficio, arraigando en mí losvicios y aumentando, de un modo insólito, mi desarro-llo corporal. Un día, después de una semana de estúpi-da disipación, invité a algunos de los estudiantes másdisolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nosreunimos estando ya la noche avanzada, pues nuestrolibertinaje habría de prolongarse hasta la mañana.Corría libremente el vino y no faltaban otras seduccio-nes todavía más peligrosas, al punto que la gris albo-rada apuntaba ya en el oriente cuando nuestras delibe-rantes extravagancias llegaban a su ápice. Excitadohasta la locura por las cartas y la embriaguez me dispo-nía a proponer un brindis especialmente blasfematorio,cuando la puerta de mi aposento se entreabrió conviolencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la vozde uno de los criados. Insistía en que una persona mereclamaba con toda urgencia en el vestíbulo.

Profundamente excitado por el vino, la inesperadainterrupción me alegró en vez de sorprenderme. Salítambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo.No había luz en aquel estrecho lugar, y sólo la pálidaclaridad del alba alcanzaba a abrirse paso por la venta-na semicircular. Al poner el pie en el umbral distinguíla figura de un joven de mi edad, vestido con una batade casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda eigual a la que llevaba yo puesta. La débil luz me per-mitió distinguir todo eso, pero no las facciones delvisitante. Al verme, vino precipitadamente a mi encuen-tro y, tomándome del brazo con un gesto de petulanteimpaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:

—¡William Wilson!Mi embriaguez se disipó instantáneamente.Había algo en los modales del desconocido y en el

temblor nervioso de su dedo levantado, suspenso entrela luz y mis ojos, que me colmó de indescriptibleasombro; pero no fue esto lo que me conmovió conmás violencia, sino la solemne admonición que contení-an aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, porsobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas,sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que

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me llegaban con mil turbulentos recuerdos de díaspasados, golpeando mi alma con el choque de una bate-ría galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso demis sentidos, el visitante había desaparecido.

Aunque este episodio no dejó de afectar vivamentemi desordenada imaginación, bien pronto se disipó suefecto. Durante algunas semanas me ocupé en hacertoda clase de averiguaciones, o me envolví en una nubede morbosas conjeturas. No intenté negarme a mí mismola identidad del singular personaje que se inmiscuía detal manera en mis asuntos o me exacerbaba con susinsinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson?¿De dónde venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fueimposible hallar respuesta a estas preguntas; sóloalcancé a averiguar que un súbito accidenté acontecidoen su familia lo había llevado a marcharse de la aca-demia del doctor Bransby la misma tarde del día enque emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para quedejara de pensar en todo esto, ya que mi atención esta-ba completamente absorbida por los proyectos de miingresó en Oxford. No tardé en trasladarme allá, y lairreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó unapensión anual que me permitiría abandonarme al lujoque tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarrocon los más altivos herederos de los más ricos conda-dos de Gran Bretaña.

Estimulado por estas posibilidades de fomentar misvicios, mi temperamento se manifestó con redobladoardor, y mancillé las más elementales reglas de decen-cia con la loca embriaguez de mis licencias. Seríaabsurdo detenerme en el detalle de mis extravagancias.Baste decir que excedí todos los límites y que, dandonombre a multitud de nuevas locuras, agregué uncopioso apéndice al largo catálogo de vicios usualesen aquella Universidad, la más disoluta de Europa.

Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más quehubiera mancillado mi condición de gentilhombre,habría de llegar a familiarizarme con las innobles artesdel jugador profesional, y que, convertido en adepto detan despreciable ciencia, la practicaría como un mediopara aumentar todavía más mis enormes rentas a

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expensas de mis camaradas de carácter más débil. Noobstante, ésa es la verdad. Lo monstruoso de estatransgresión de todos los sentimientos caballerescos yhonorables resultaba la principal, ya que no la únicarazón de la impunidad con que podía practicarla.¿Quién, entre mis más depravados camaradas, nohubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes desospechar culpable de semejantes actos al alegre, alfranco, al generoso William Wilson, el más noble yliberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decirde sus parásitos, no eran más que locuras de la juven-tud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichosinimitables, cuyos vicios más negros no pasaban deligeras y atrevidas extravagancias?

Llevaba ya dos años entregado con todo éxito aestas actividades cuando llegó a la Universidad unjoven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quienlos rumores daban por más rico que Herodes Ático sinque sus riquezas le hubieran costado más que a éste.Pronto me di cuenta de que era un simple, y, natural-mente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobreél mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo variasveces y, procediendo como todos los tahúres, le permitíganar considerables sumas a fin de envolverlo másefectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis pla-nes, me encontré con él (decidido a que esta partidafuera decisiva) en las habitaciones de un camaradallamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos,aunque no abrigaba la más remota sospecha de misintenciones. Para dar a todo esto un mejor color, mehabía arreglado para que fuéramos ocho o diez invita-dos, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invi-tación a jugar surgiera como por casualidad y que lamisma víctima la propusiera. Para abreviar tema tanvil, no omití ninguna de las bajas finezas propias deestos lances, que se repiten de tal manera en todas lasocasiones similares que cabe maravillarse de que toda-vía existen personas tan tontas como para caer en latrampa.

Era ya muy entrada la noche cuando efectué por finla maniobra que me dejó frente a Glendinning como

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único antagonista. El juego era mi favorito, el ecarte.Interesados por el desarrollo de la partida, los invita-dos habían abandonado las cartas y se congregaban anuestro alrededor. El parvenu, a quien había inducidocon anterioridad a beber abundantemente, cortaba lascartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que suembriaguez sólo podía explicar en parte. Muy prontose convirtió en deudor de una importante suma, y enton-ces, luego de beber un gran trago de Oporto, hizo loque yo esperaba fríamente: me propuso doblar lasapuestas, que eran ya extravagantemente elevadas.Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradasnegativas hubieron provocado en él algunas réplicascoléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácterdestemplado, acepté la propuesta. Como es natural, elresultado demostró hasta qué punto la presa había caí-do en mis redes; en menos de una hora su deuda sehabía cuadruplicado.

Desde hacía un momento, el rostro de Glendinningperdía la rubicundez que el vino le había prestado yme asombró advertir que se cubría de una palidez casimortal. Si digo que me asombró se debe a que misaveriguaciones anteriores presentaban a mi adversariocomo inmensamente rico, y, aunque las sumas perdi-das eran muy grandes, no podían preocuparlo seria-mente y mucho menos perturbarlo en la forma en quelo estaba viendo. La primera idea que se me ocurriófue que se trataba de los efectos de la bebida; bus-cando mantener mi reputación a ojos de los testigospresentes –y no por razones altruistas– me disponía aexigir perentoriamente la suspensión de la partida,cuando algunas frases que escuché a mi alrededor, asícomo una exclamación desesperada que profirió Glendin-ning, me dieron a entender que acababa de arruinarlopor completo, en circunstancias que lo llevaban a me-recer la piedad de todos, y que deberían haberlo prote-gido hasta de las tentativas de un demonio.

Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conductaen ese momento. La lamentable condición de mi adver-sario creaba una atmósfera de penoso embarazo. Huboun profundo silencio, durante el cual sentí que me ardían

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las mejillas bajo las miradas de desprecio o de repro-che que me lanzaban los menos pervertidos. Confiesoincluso que, al producirse una súbita y extraordinariainterrupción, mi pecho se alivió por un breve instantede la intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandesy pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe yde par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrolladorque bastó para apagar todas las bujías. La muriente luznos permitió, sin embargo, ver entrar a un desconoci-do, un hombre de mi talla, completamente embozadoen una capa. La oscuridad era ahora total, y solamentepodíamos sentir que aquel hombre estaba entre nosotros.Antes de que nadie pudiera recobrarse del profundoasombro que semejante conducta le había producido,oímos la voz del intruso.

—Señores –dijo, con una voz tan baja como clara,con un inolvidable susurro que me estremeció hasta lamédula de los huesos–. Señores, no me excusaré pormi conducta, ya que al obrar así no hago más quecumplir con un deber. Sin duda ignoran ustedes quiénes la persona que acaba de ganar una gran suma dedinero a Lord Glendinning. He de proponerles, portanto, una manera tan expedita como concluyente decerciorarse al respecto: bastará con que examinen elforro de su puño izquierdo y los pequeños paquetesque encontrarán en los bolsillos de su bata bordada.

Mientras hablaba, el silencio era tan profundo quese hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esaspalabras, partió tan bruscamente como había entrado.¿Puedo describir… describiré mis sensaciones? ¿Debodecir que sentí todos los horrores del condenado? Pocotiempo me quedó para reflexionar. Varias manos mesujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces.Inmediatamente me registraron. En el forro de mimanga encontraron todas las figuras esenciales en elécarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos debarajas idénticos a los que empleábamos en nuestraspartidas, salvo que las mías eran lo que técnicamentese denomina arrondées; vale decir que las cartas gana-doras tienen las extremidades ligeramente convexas,mientras las cartas de menor valor son levemente

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convexas a los lados. En esa forma, el incauto quecorta, como es normal, a lo largo del mazo, propor-cionará invariablemente una carta ganadora a su anta-gonista, mientras el tahúr, que cortará también toman-do el mazo por sus lados mayores, descubrirá una cartainferior.

Todo estallido de indignación ante semejante descu-brimiento me hubiera afectado menos que el silenciosodesprecio y la sarcástica compostura con que fue reci-bido.

—Señor Wilson –dijo nuestro anfitrión, inclinándo-se para levantar del suelo una lujosa capa de preciosaspieles–, esto es de su pertenencia. (Hacía frío y, al salirde mis habitaciones, me había echado la capa sobre mibata, retirándola luego al llegar a la sala de juego.)Supongo que no vale la pena buscar aquí –agregó,mientras observaba los pliegues del abrigo con amargasonrisa– otras pruebas de su habilidad. Ya hemos teni-do bastantes. Descuento que reconocerá la necesidadde abandonar Oxford, y, de todas maneras, de salirinmediatamente de mi habitación.

Humillado, envilecido hasta el máximo como lo esta-ba en ese momento, es probable que hubiera respondi-do a tan amargo lenguaje con un arrebato de violencia,de no hallarse mi atención completamente concentradaen un hecho por completo extraordinario. La capa queme había puesto para acudir a la reunión era de pielessumamente raras, a un punto tal que no hablaré de suprecio. Su corte, además, nacía de mi invención perso-nal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refina-miento absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó laque acababa de levantar del suelo cerca de la puertadel aposento, vi con asombro lindante en el terror queyo tenía mi propia capa colgada del brazo –donde lahabía dejado inconscientemente–, y que la que meofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno desus detalles. El extraño personaje que me había desen-mascarado estaba envuelto en una capa al entrar, yaparte de mí ningún otro invitado llevaba capa esanoche. Con lo que me quedaba de presencia de ánimo,tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía

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sin que nadie se diera cuenta. Salí así de las habi-taciones, desafiante el rostro, y a la mañana siguiente,antes del alba, empecé un presuroso viaje al continen-te, perdido en un abismo de espanto y de vergüenza.

Huía en vano. Mi aciago destinóme persiguió, exul-tante, mostrándome que su misterioso dominio no habíahecho más que empezar. Apenas hube llegado a París,tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilsonmostraba en mis asuntos. Corrieron los años, sin quepudiera hallar alivio. ¡El miserable…! ¡Con qué inopor-tuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Romaentre mí y mis ambiciones! También en Viena… enBerlín… en Moscú. A decir verdad, ¿dónde no teníayo amargas razones para maldecirlo de todo corazón?Huí al fin, de aquella inescrutable tiranía, aterradocomo si se tratara de la peste; huí hasta los confinesmismos de la tierra. Y en vano.

Una y otra vez, en la más secreta intimidad de miespíritu, me formulé las preguntas: “¿Quién es? ¿Dedónde viene? ¿Qué quiere?” Pero las respuestas nollegaban. Minuciosamente estudié las formas, losmétodos, los rasgos dominantes de aquella impertinen-te vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco parafundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sinembargo, que en las múltiples instancias en que sehabía cruzado en mi camino en los últimos tiempos,sólo lo había hecho para frustrar planes o malograractos que, de cumplirse, hubieran culminado en unagran maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, parauna autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobrecompensación para los derechos de un libre albedríotan insultantemente estorbado!

Me había visto obligado a notar asimismo que, enese largo periodo (durante el cual continuó con su capri-cho de mostrarse vestido exactamente como yo,lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentadorconsiguió que no pudiera ver jamás su rostro las muchasveces que se interpuso en el camino de mi voluntad.Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, erael colmo de la afectación y la insensatez. ¿Cómo podíahaber supuesto por un instante que en mi amonestador

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de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquelque malogró mi ambición en Roma, mi venganza enParís, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsa-mente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, miarchienemigo y genio maligno, dejaría yo de reconoceral William Wilson de mis días escolares, al tocayo, alcompañero, al rival, al odiado y temido rival de la escue-la del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémo-nos a llegar a la última escena del drama.

Hasta aquel momento yo me había sometido porcompleto a su imperiosa dominación. El sentimientode reverencia con que habitualmente contemplaba elelevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad yomnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terrorque ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia meinspiraban, habían llegado a convencerme de mi totaldebilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita,aunque amargamente resistida sumisión a su arbitrariavoluntad. Pero en los últimos tiempos acabé entregán-dome por completo a la bebida, y su terrible influenciasobre mi temperamento hereditario me hizo impacien-tarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé amurmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imagina-ción la que me inducía a creer que a medida que mifirmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría unadisminución proporcional? Sea como fuere, una ardien-te esperanza empezó a aguijonearme y fomentó en mismás secretos pensamientos la firme y desesperada reso-lución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.

Era en Roma, durante el carnaval del 18…, en unbaile de máscaras que ofrecía en su palazzo el duquenapolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar másque de costumbre por los excesos de la bebida, y lasofocante atmósfera de los atestados salones me irrita-ba sobremanera. Luchaba además por abrirme pasoentre los invitados cada vez más malhumorado, puesdeseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué in-digna razón) a la alegre y bellísima esposa del ancianoy caducó Di Broglio. Con una confianza por completodesprovista de escrúpulos, me había hecho saber ellacuál sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a

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la distancia, me esforzaba por llegar a su lado. Pero enese momento sentí que una mano se posaba ligeramen-te en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquelprofundo, inolvidable, maldito susurro.

Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, mevolví violentamente hacia el que acababa de interrum-pirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo había ima-ginado, su disfraz era exactamente igual al mío: capaespañola de terciopelo azul y cinturón rojo, del cualpendía una espada. Una máscara de seda negra oculta-ba por completo su rostro.

—¡Miserable! –grité con voz enronquecida por larabia, mientras cada sílaba que pronunciaba parecíaatizar mi furia–. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villa-no! ¡No me perseguirás… no, no me perseguirás hastala muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a lado aquímismo!

Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a unapequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.

Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia.Trastrabilló, mientras yo cerraba la puerta con un ju-ramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló ape-nas un instante; luego, con un ligero suspiro, desen-vainó la espada sin decir palabra y se aprestó adefenderse.

El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí deexcitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerzade toda una multitud. En pocos segundos lo fui llevan-do arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pa-red, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí variasveces la espada en el pecho con brutal ferocidad.

En aquel momento alguien movió el pestillo de lapuerta. Me apresuré a evitar una intrusión, volviendoinmediatamente hacia mi moribundo antagonista. ¿Peroqué lenguaje humano puede pintar esa estupefacción,ese horror que se posesionaron de mí frente al espectá-culo que me esperaba? El breve instante en que habíaapartado mis ojos parecía haber bastado para producirun cambio material en la disposición de aquel ángulodel aposento. Donde antes no había nada, alzábaseahora un gran espejo (o por lo menos me pareció así

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en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en elcolmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta desangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro tamba-leándose.

Tal me había parecido, lo repito, pero me equivoca-ba. Era mi antagonista, era Wilson, quien se erguíaante mí agonizante. Su máscara y su capa yacían en elsuelo, donde las había arrojado. No había una solahebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y singu-lares facciones de su rostro, que no fueran las mías,que no coincidieran en la más absoluta identidad.

Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, yhubiera podido creer que era yo mismo el que hablabacuando dijo:

—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estásmuerto desde ahora… muerto para el mundo, para elcielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y al ma-tarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te hasasesinado a ti mismo!

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Edgar Allan Poe, Material de Lectura,serie El Cuento Contemporáneo núm. 72

de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM

La edición estuvo al cuidado deSergio García y Teresa Solís