todavía no llegó el cocinero } ruta5

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textos del catálogo Juan Bautista Duizeide Josefina Garzillo Jerónimo Pinedo curador invitado Dani Badenes todavía no llegó el cocinero

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catálgo de la muestra

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Page 1: todavía no llegó el cocinero } Ruta5

textos del catálogo

Juan Bautista DuizeideJosefina GarzilloJerónimo Pinedo

curador invitadoDani Badenes

todavíano llegó

el cocinero

Page 2: todavía no llegó el cocinero } Ruta5

Ruta 5 es un restaurante

de La Plata ubicado en

calle 5 entre 50 y 51

donde desde hace años

se producen cruces,

rejuntes e intercambios.

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No llegó el cocinero. Y no importa.Hay lo que tiene que haber para que las cosas funcio-nen. Sillas de todo tipo, mesas de pizzería de antaño, adornos desalineados, una tele que escupe series, partidos o carreras, y el frente vidriado que funde el bar con la ciudad.Alguien adivinó la receta, y ahí está: el último lugar donde morir, donde conviven burreros, escritores, chorros, ratis, leyendas, frituras, estudiantes de sociolo-gía, tacheros; zapatos, zapatillas y pies descalzos. Nadie es agua en el aceite. El bar les permite ser y coexistir. No los pacifica ni los unifica: suspende el conflicto, encubre los prejuicios, posterga el tiroteo.Y todos son. Ninguno borra su identidad para estar ahí, aunque el universitario no saque su libro de la mochila (nadie saca un arma, tampoco). Están ahí, reunidos con un vino de tres cuartos o una cerveza medio caliente, y comparten un código.

Hay cultura, dice Síntoma. Y no piensa en la cultura gastronómica de microondas, sándwiches y frituras que prescinde de un cocinero, sino en aquel código de convivencia -o de supervivencia- que hace posible/se hace posible en ese rejunte de ingredientes. Ruta 5 es la continuidad de la ciudad por otros medios.

No es un señalamiento. Es una invitación a la lectura, con el formato de una “muestra” (¡en la misma manzana del Museo Provincial!). Hay un grupo de curadores, una intención, un diálogo con otras muestras -incluso las de los propios organizadores-. Es una exposición de lo que hay, lo que sucede, “lo-allí-existente”. Ruta 5, la ciudad, nosotros.

Es una provocación. Podría decirse se hace porque otros están haciendo, porque hay debates que alentar. Provoca discusiones faltantes o discusiones farsantes (esas que más de una vez se simulan tener, y se sostienen a medias). Juega con la crudeza. Y como todo desafío, corre riesgos.

No hay artista. O sí. El artista es Ruta 5, como “espacio nodal de la cultura platense”. Y lo que quieren decirnos es que no se trata de llevar la cultura a un lugar, de bajarla al pueblo, sino de reconocer que también está ahí. Hay que mirar. Hay que mirarse. Hay que cerrar este cuadernillo y abrir los ojos.

La muestra tiene un catálogo. Haberlo llamado así puede ser un error o bien otra provocación. Este catálogo no es un “registro” ni una “relación ordenada” que incluye y describe objetos vinculados entre sí. Es apenas un disparador. Tres plumas. Tres generaciones –todas cruzadas, alguna vez, por Ruta 5-. Posiciones políticas plurales. Tres registros distintos. Tres experien-cias y sus recuerdos: nostálgicos, asqueados, imagina-dos. Tres miradas entre mil posibles. Ni las más válidas ni las mejores. Tres invitados para invitar a más.

No hay más explicaciones. Ni más elementos. No hay y hay todo. Bienvenidos a esta muestra permanen-te, a estas preguntas, a esta excusa para hablar de la ciudad, de nosotros y la ciudad.

Dani Badenes

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DaniBadenes

nació en Quilmes en 1982. Pasó por varios colectivos artísticos/cultura-les/políticos de La Plata. Es periodis-ta, bicho de la gráfica y hace varios años forma parte de La Pulseada. Vive de dar clases y otros trabajos universita-rios. Actualmente dirige la carrera de Comunicación Social de la UNQ.

Ruta 5

nació en La Plata en 2000. Lo fundó un ex supermerca-dista conocido por la venta nocturna, que supo ser proveedor de los cabarets y las fiestas de centros de estudiantes. Su especialidad son las empanadas, los sándwiches de mila y estar abierto. Nadie recuerda la dirección exacta, pero todos llegan. Nadie lo conoce por su nombre.

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Juan Bautista Duizeide

nació en Mar del Plata en 1964. Egresó de la Escuela Nacional de Náutica como piloto de ultramar y navegó buques mercantes de todo tipo. Publicó las novelas Kanaka y Lejos del mar, el libro de cuentos Contra la corriente, las Crónicas con fondo de agua y la antología Cuentos de navegantes.

Jerónimo Pinedo

nació en La Plata en 1978. Es sociólogo y magíster en Ciencias Sociales. Da clases de “Análisis de la Sociedad Argentina” en la Facultad de Humanidades de la UNLP, donde se desempeña como prosecretario de Extensión. Es coautor de La criminalización de la protesta social, entre otros textos.

Josefina Garzillo

nació en Junín en 1987. Estudió periodismo; escribe poesía y crónicas. Es coautora del trabajo foto-perio-dístico Norte Profundo, integra el colectivo de comunicación socioambiental Tinta Verde y forma parte del grupo que sostiene y hace caminar al espacio cultural autogestio-nado En Eso Estamos.

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A cien por el ripio

*Josefina Garzillo

*De Shaman Herrera, hombre orquesta del folk platense. Si el texto fuera digno de música, quisiera que sea esta: http://mandarinasrecords.com.ar/discos/shaman-y-los-hombres-en-llamas-diadema/

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No lo conozco del todo. No sé cuántas noches ni vidas tiene encima, menos aún la centena de historias que habrán rodado entre esas mesas jubiladas.-¿Importa?-No -Me dijeron. -Es hasta más interesante.

Sé que su existencia le ganó a su nombre, cosa que les pasa a pocos.De los muchos que lo frecuentaron, y siguen haciéndolo, deben ser contados los que podrían indicar dónde queda Ruta 5. La experiencia le ganó al rótulo.

“No hace falta saber con exactitud”

I

1° round.Derechazo triunfal al filo de la cintura

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De todos los mundos que habitan la ciudad, varios, alguna vez, recalaron por acá.Es verdad: los que paran a chupar o comer no saben el nombre, olvidan si queda entre 49 y 50, entre 50 y 51, sobre 4 o 5.“No hace falta.... Se llega igual”.Cada uno tiene un arsenal de historias para contar sobre el mítico desnombrado y renombra-do. Si se juntaran, harían una tremenda historia de La Plata hasta ahora poco explorada más allá de lo anecdótico.(Supongo que algo de esto enganchó a Síntoma a correr al arte de la burbuja del arte para mostrarle que hay mucho mundo de pincelada intensa)

Ruta 5, por si te hicieran falta, a vos, estos textos nuestros.

Ni se inquieta por la muestra y la acepta. ¿Qué te vamos a contar, que viviste las vidas que pocos quisieran andar?

¿Qué recuerdo yo y mis recordantes? Sentarse ahí y que “no pase nada” es una contradicción.

En la cantina baja de la mitad de la cuadra hay una silla para nuestras tristes miserias.¿Quién se banca un roto de domingo a las 6 de la mañana pidiendo otra cerveza? Una negra, rubia, caliente, la que haya; no importa.

Nombrame lector otros ahí tan en el centro, tan mano del paso, que te hayan abierto las puertas para ser palita de tus restos.

III

II

2° round.Victoria demoledora en 2 minutos. Cross cruzado directo al mentón

3° round. Actitud defensiva / Se pone peleada la cosa.

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Conocí Ruta 5 una noche que en que ya no quedaban lugares para morir.

Marzo de 2005. En La Plata había pocos espacios para que toquen las bandas chicas. Habían pasado apenas tres meses de Cromañon y el subsuelo del Viejo Varieté era un crisol de música desaforada por tener un huequito donde sonar. Arriba: un escenario improvisado, ambiente de luz tenue, casi negra, aire viciado, una barra al fondo y detrás, un pasillo de baños: el edén de la transa.

Abajo: subsuelo por escalera empinada, cuadrado ciego, más viciado. Una joyita nocturna: 3 bandas x $5. Si insistías un poco, por nada y los $5 quedaban para quemarlos en la barra del fondo. Cuando invitaban a rajar porque el de la puerta quería dormir o la cosa se enturbiaba, muchos la seguíamos en un bar a la vuelta.

Gurises (casi) todos, recién llegados a la ciudad, entramos al local de 5 con el estereoti-po borracho: “Cualquier birra, no importa”. Un asco de gente. Antes de que la botella llegara, pensé que soportarnos debería ser mucho más caro que una Palermo. Al momento entendí el trato y chito por la hora no dejamos ni una gota: fue la cerveza más caliente de la vida.

A veces una es pedante y cree que hay cosas que sólo "Me Pa San A Mí. Esa cerveza horrible fue para que no hincháramos las pelotas".

y ahí nomás entendí mi pequeñez en el mundo. Lo de Aníbal era eso para muchos: el último lugar donde morir cuando ya no quedan en la noche lugares para morir.Y ser el único tiene unas expensas que corren a cuenta de los que buscan.

Nube de humo que avanza como tromba de la vereda/fatay/ vino peludo sin hielo/ grasa brillante de fatay entre los dedos con gula/

la birra caliente de la ciudad con sueño/

decenas de codos en caída libre por la barra/ un televisor que grita series de tiros / de machos bien machos montados a unos autos que no podríamos comprar

ni haciendo una vaquita entre las mesas durante 5 años.

Pista para suicidar la noche

y estamos tan borrachos que ni para furia nos alcanza

Del 4° roundse hace cargo la que escribe

IV

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* Admito en este punto: cualquier intento de descripción viene con fracaso incluido de antemano. Si quiere saltear: pase de página, saltee de párrafo o abaníquese con el catálogo

Más que bar ese es una mamushka de mundosun lugar para que coma la familia por dos chirolasMila completa + coca: $22o desafiar al pibe cheto que conociste en la facultad

una carpa de circo cuando terminó la funciónla calle cortada del barriouna contención que te devuelve con resacael amigo lumpen, la piba tóxica de la adolescencia

un reducto del aguante,a veces,lo mejor de lo peor

Pasaron 7 años. En el medio -mientras mi viejo me bancaba un alquiler- me creí hippie y tiré paño en la plaza. Después arranqué a trabajar. Una vuelta, limpiando un baño ajeno entendí las puteadas a la clase media. Al tiempo conseguí algo mejor, volví a comprarme los sahumerios, pero con mi plata, y rodé por centros culturales. La rotura de la adolescencia y Ruta 5 se me fueron olvidando. Me hice ecologista, amiga de la comida casera y de pronto apareció Síntoma con tremenda propuesta. Apenas me contaron pensé: ¿Qué voy a hacer? ¿Un óleo de borracha? La invitación fue rotun-damente “libre”. Y volví 7 (las vidas del gato) años después; por primera vez antes de la noche y me pedí una cerveza a ver si el sentido del gusto me devolvía alguna imagen borro-sa, a comprobar lo mal que recordaba la disposición de los cuadritos. Porque del boliche no desconfiaba, con mi memoria era el asunto.

Encontré uno enmarcado en rojo: afiche decolorado de A todo Motor, con auto de carrera y chivo de Marlboro en grande, otro apaisado que después de mirarlo y mirarlo, juro no detecté si el material es pintado, pegado o plástico con relieve y un tercero que me llamó la atención, recorte de diario éste: "Raúl Calittielo, 30 años enseñando fútbol"

Adentro del cubito: todo amarillo, rojo y blanco y ese techo bajiiito. Tiene 12 años y parece que nació viejo, colgado del tiempo.

5° round.Dos golpes fuertes: uno por cada

contrincante

6° round. Jadeos cruzados ¡Al fin cayó el referee! 10''de aire.

Conteo de protección.

VIV*

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Las 8 de la tarde es la escena de los cincuentones que comen solos. Entre las mesas con dibujitos salteados: cardón, florcita, cardón, un hombre se sienta de espaldas a la televisión con sánguche completo en mano y cogotea toda la cena para ver la película de acción. Me pregunto por qué habrá elegido la incomodidad.Muerde, devuelve la mila al plato y una tira de queso cremoso se estira heroica en el aire uniendo la mesa con la boca que está bastante más arriba masticando lo que entró.

Duró segundos así y costó cortarlo. Parecía un hilo sujetando vida.

Al dueño no lo conocía. Mientras sonríe quién sabe por qué, dice que va a cerrar, que se cansó del rubro y No le creo. Que tiene un montón de historias para contar, que los redon-dos le hicieron un tema y se engolosina explicando. Esa anécdota huele a guarida de animal cansado.La verdad es que al dueño no lo conozco. Es que en bar del aguante no importa quién abra la puerta sino que se abra sin esfuerzo, a las 6 de la mañana cuando nadie te vende birra ni te acepta quebrado.Hacer una defensa de la cultura del aguante es haber perdido la caja de argumentos, la sensibilidad, la brújula. Como un escritor bravucón, cuando se le acaba la labia con la que pegó un éxito fugaz.

7° round.Reflexivo contra las cuerdas

8° round.Los contrincantes tiemblan

y no es por los golpes. Hoy se debutan los puñosen un ring profesional

“¿Cómo termina esto?¿Uno erguido, otro lamiendo lona?”

El público se excita, pide másy los rivales se cansan del rol

Ganar por nockout no tiene sentidoni para el que sigue de pie

VII

VIII

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Diana Juan Bautista Duizeidedescalza

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Sus pasos llevan el movimiento salvaje de las olas. Con ellos entra el horizonte. Con ellos crece un perfume a Rosa de los Vientos. Nadie en todo el bar hay que no los mire. Nadie que no apague sus palabras para que este silencio cante. Algo acecha. Algo más que ese baile de agua en su andar. Algo más que la vestimenta fuera de época de los cuatro. Brillan de sol, ráfagas, derivas. Y algo más todavía. Algo que no se ve y tal vez se intuya. Algo sin nombre posible para quienes llenan el bar en esta noche de sábado, mientras se precipita la primavera del hemisferio sur hacia el verano.

Un grupo que miraba por televisión las repeticiones de los goles del año se aprieta en torno a una mesa para dejarles lugar. Diana va adelante, descalza. El pelo dorado que el viento ensor-tijó roza a cada paso sus hombros ardidos. Los cuatro se sientan y Aníbal en persona se acerca a atenderlos. Al principio, mientras Diana se mantiene absorta, los hombres se tropiezan con las palabras como si fueran escollos plantados en sus bocas. Hasta

que Eneas logra al fin hacer el pedido. El mismo Aníbal se encar-ga de alcanzarlo. Buen rato se quedan mirando la botella, los vasos, la bandeja. El primero en atreverse con la comida es Acates. Libera una carcajada después de probar en sus dientes, en su lengua, en su garganta el queso derretido. Diana escancia esa bebida oscura y espumosa que desconoce pero la tienta. Parpadea al sentir, al aceptar, al entender la dulzura de lo amargo. Tras ella todos se animan. Beben comen y celebran por cada milla recorrida.

Hablan poco. Quizás para no ser descubiertos. El silencio de los que miran los rodea. Viejos que hasta hace unos momentos discutían de finales con bandera verde, chicos de gorra y bermu-das inmensos que llevan sus teléfonos como talismanes, hombres de brazos desnudos con tatuajes que dicen madre, rita, yony, lobo, mujeres muy pintadas que ya a esta hora comienzan a despintarse, jóvenes con libros que no han abierto desde que entraron al bar. Eneas sonríe y se mesa los largos bucles. Muy serio, observa Palinuro lo que hace el viento, afuera, entre árboles que nunca había visto, lo que hace el viento con la noche, tras una tarde que pareció eterna cuando el viento era adverso. Y más arriba, las nubes que borran y descubren constelaciones de dibujos nuevos incluso para él, que creía conocer el derrotero de cada estrella. La ropa de Palinuro, todavía mojada, huele a ese prodigioso río sin orillas que no aparece en ninguna de sus carto-grafías, huele a barro, a arena, a salitre, a algas, a maderas corta-das con luna menguante de invierno. La mirada de Palinuro va de esas ramas curvadas por el viento a esos pájaros extraños que la tormenta desvela, a flotas de nubes, a puertos de sombra por el

cielo. Algo queda del tumulto entre las olas en esa mirada. Es él quien primero ve los carros con luces rojas de donde

bajan hombres de pelo corto vestidos de azul y otros con chale-cos naranja. En el bar los recibe un murmullo. Van metiéndose entre las mesas. Patean las sillas. Empujan. Alzan la voz hasta el desprecio. Exigen documentos a todos. A todos menos a los cuatro que ocupan esa mesa. Como si algo impidiera acercarse a ellos. Algo como sol o ráfaga o deriva. Aníbal sortea el mostra-dor y encara a los recién venidos.

- Me gusta Aníbal -le dice Diana a sus compañerosÉste es un Aníbal con el pelo como las primeras nieves sobre

el monte Cintho. Con los ojos azules como el grito de los que se ahogan en las Sirtes. Con una cara de estatua admirada hace miles y miles de olas en algún lugar allá por donde zarparon.

- Hay cuatro menores -le reprocha a Aníbal uno de los hombres de chaleco naranja.

- Comen, miran televisión, no molestan a nadie y nadie los molesta -dice Aníbal.

- Son menores. Vamos a tener que levantar un acta -sigue el hombre de chaleco naranja con la inscripción CONTROL URBANO.

Acates se para y va a enfrentarse a los incursores. Tomándolo del brazo, lo contiene Diana, de un tirón lo obliga a volver a su lugar con una fuerza que nadie en el bar habría sospechado. Se limita a observar lo que pasa, Eneas, con la mirada de quien ya ganó su batalla.

Los hombres de chaleco naranja van empujando a todo el mundo afuera. A todos menos a los cuatro de esa mesa. Por sobre

los vidrios del bar extienden unas fajas de papel que dicen CLAUSURADO CLAUSURADO CLAUSURADO. Los cuatro de esa mesa continúan en lo suyo. Aníbal parece el único en darse cuenta de quiénes son. Los mira sin enojo ni perplejidad aparen-tes, los mira quizás como a enemigos que el tiempo ha alejado sin vencer ni gastar. Cuando se van parando, los despide con un gesto fugaz de complicidad.

Se van en fila. Palinuro deja un rastro de agua como si se estuviese derritiendo. Eneas y Acates pisan con más fuerza aún que los hombres de esta tierra bárbara. Pisan con pasos de escalar murallas, pisan con pasos de romper fronteras, pisan con pasos de bajar a la morada de los muertos. Diana los precede. Abre camino por esta vereda de calle cinco entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, en la ciudad de La Plata, Argentina, Sudamérica. Apenas acaricia el suelo con sus pies descalzos más desnudos que la aurora.

Mientras los ve irse, uno de los hombres de chaleco naranja le comenta a otro:

- Por acá, viejo, cae gente cada vez más rara.

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Diana descalza

Sus pasos llevan el movimiento salvaje de las olas. Con ellos entra el horizonte. Con ellos crece un perfume a Rosa de los Vientos. Nadie en todo el bar hay que no los mire. Nadie que no apague sus palabras para que este silencio cante. Algo acecha. Algo más que ese baile de agua en su andar. Algo más que la vestimenta fuera de época de los cuatro. Brillan de sol, ráfagas, derivas. Y algo más todavía. Algo que no se ve y tal vez se intuya. Algo sin nombre posible para quienes llenan el bar en esta noche de sábado, mientras se precipita la primavera del hemisferio sur hacia el verano.

Un grupo que miraba por televisión las repeticiones de los goles del año se aprieta en torno a una mesa para dejarles lugar. Diana va adelante, descalza. El pelo dorado que el viento ensor-tijó roza a cada paso sus hombros ardidos. Los cuatro se sientan y Aníbal en persona se acerca a atenderlos. Al principio, mientras Diana se mantiene absorta, los hombres se tropiezan con las palabras como si fueran escollos plantados en sus bocas. Hasta

que Eneas logra al fin hacer el pedido. El mismo Aníbal se encar-ga de alcanzarlo. Buen rato se quedan mirando la botella, los vasos, la bandeja. El primero en atreverse con la comida es Acates. Libera una carcajada después de probar en sus dientes, en su lengua, en su garganta el queso derretido. Diana escancia esa bebida oscura y espumosa que desconoce pero la tienta. Parpadea al sentir, al aceptar, al entender la dulzura de lo amargo. Tras ella todos se animan. Beben comen y celebran por cada milla recorrida.

Hablan poco. Quizás para no ser descubiertos. El silencio de los que miran los rodea. Viejos que hasta hace unos momentos discutían de finales con bandera verde, chicos de gorra y bermu-das inmensos que llevan sus teléfonos como talismanes, hombres de brazos desnudos con tatuajes que dicen madre, rita, yony, lobo, mujeres muy pintadas que ya a esta hora comienzan a despintarse, jóvenes con libros que no han abierto desde que entraron al bar. Eneas sonríe y se mesa los largos bucles. Muy serio, observa Palinuro lo que hace el viento, afuera, entre árboles que nunca había visto, lo que hace el viento con la noche, tras una tarde que pareció eterna cuando el viento era adverso. Y más arriba, las nubes que borran y descubren constelaciones de dibujos nuevos incluso para él, que creía conocer el derrotero de cada estrella. La ropa de Palinuro, todavía mojada, huele a ese prodigioso río sin orillas que no aparece en ninguna de sus carto-grafías, huele a barro, a arena, a salitre, a algas, a maderas corta-das con luna menguante de invierno. La mirada de Palinuro va de esas ramas curvadas por el viento a esos pájaros extraños que la tormenta desvela, a flotas de nubes, a puertos de sombra por el

cielo. Algo queda del tumulto entre las olas en esa mirada. Es él quien primero ve los carros con luces rojas de donde

bajan hombres de pelo corto vestidos de azul y otros con chale-cos naranja. En el bar los recibe un murmullo. Van metiéndose entre las mesas. Patean las sillas. Empujan. Alzan la voz hasta el desprecio. Exigen documentos a todos. A todos menos a los cuatro que ocupan esa mesa. Como si algo impidiera acercarse a ellos. Algo como sol o ráfaga o deriva. Aníbal sortea el mostra-dor y encara a los recién venidos.

- Me gusta Aníbal -le dice Diana a sus compañerosÉste es un Aníbal con el pelo como las primeras nieves sobre

el monte Cintho. Con los ojos azules como el grito de los que se ahogan en las Sirtes. Con una cara de estatua admirada hace miles y miles de olas en algún lugar allá por donde zarparon.

- Hay cuatro menores -le reprocha a Aníbal uno de los hombres de chaleco naranja.

- Comen, miran televisión, no molestan a nadie y nadie los molesta -dice Aníbal.

- Son menores. Vamos a tener que levantar un acta -sigue el hombre de chaleco naranja con la inscripción CONTROL URBANO.

Acates se para y va a enfrentarse a los incursores. Tomándolo del brazo, lo contiene Diana, de un tirón lo obliga a volver a su lugar con una fuerza que nadie en el bar habría sospechado. Se limita a observar lo que pasa, Eneas, con la mirada de quien ya ganó su batalla.

Los hombres de chaleco naranja van empujando a todo el mundo afuera. A todos menos a los cuatro de esa mesa. Por sobre

los vidrios del bar extienden unas fajas de papel que dicen CLAUSURADO CLAUSURADO CLAUSURADO. Los cuatro de esa mesa continúan en lo suyo. Aníbal parece el único en darse cuenta de quiénes son. Los mira sin enojo ni perplejidad aparen-tes, los mira quizás como a enemigos que el tiempo ha alejado sin vencer ni gastar. Cuando se van parando, los despide con un gesto fugaz de complicidad.

Se van en fila. Palinuro deja un rastro de agua como si se estuviese derritiendo. Eneas y Acates pisan con más fuerza aún que los hombres de esta tierra bárbara. Pisan con pasos de escalar murallas, pisan con pasos de romper fronteras, pisan con pasos de bajar a la morada de los muertos. Diana los precede. Abre camino por esta vereda de calle cinco entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, en la ciudad de La Plata, Argentina, Sudamérica. Apenas acaricia el suelo con sus pies descalzos más desnudos que la aurora.

Mientras los ve irse, uno de los hombres de chaleco naranja le comenta a otro:

- Por acá, viejo, cae gente cada vez más rara.

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Sus pasos llevan el movimiento salvaje de las olas. Con ellos entra el horizonte. Con ellos crece un perfume a Rosa de los Vientos. Nadie en todo el bar hay que no los mire. Nadie que no apague sus palabras para que este silencio cante. Algo acecha. Algo más que ese baile de agua en su andar. Algo más que la vestimenta fuera de época de los cuatro. Brillan de sol, ráfagas, derivas. Y algo más todavía. Algo que no se ve y tal vez se intuya. Algo sin nombre posible para quienes llenan el bar en esta noche de sábado, mientras se precipita la primavera del hemisferio sur hacia el verano.

Un grupo que miraba por televisión las repeticiones de los goles del año se aprieta en torno a una mesa para dejarles lugar. Diana va adelante, descalza. El pelo dorado que el viento ensor-tijó roza a cada paso sus hombros ardidos. Los cuatro se sientan y Aníbal en persona se acerca a atenderlos. Al principio, mientras Diana se mantiene absorta, los hombres se tropiezan con las palabras como si fueran escollos plantados en sus bocas. Hasta

que Eneas logra al fin hacer el pedido. El mismo Aníbal se encar-ga de alcanzarlo. Buen rato se quedan mirando la botella, los vasos, la bandeja. El primero en atreverse con la comida es Acates. Libera una carcajada después de probar en sus dientes, en su lengua, en su garganta el queso derretido. Diana escancia esa bebida oscura y espumosa que desconoce pero la tienta. Parpadea al sentir, al aceptar, al entender la dulzura de lo amargo. Tras ella todos se animan. Beben comen y celebran por cada milla recorrida.

Hablan poco. Quizás para no ser descubiertos. El silencio de los que miran los rodea. Viejos que hasta hace unos momentos discutían de finales con bandera verde, chicos de gorra y bermu-das inmensos que llevan sus teléfonos como talismanes, hombres de brazos desnudos con tatuajes que dicen madre, rita, yony, lobo, mujeres muy pintadas que ya a esta hora comienzan a despintarse, jóvenes con libros que no han abierto desde que entraron al bar. Eneas sonríe y se mesa los largos bucles. Muy serio, observa Palinuro lo que hace el viento, afuera, entre árboles que nunca había visto, lo que hace el viento con la noche, tras una tarde que pareció eterna cuando el viento era adverso. Y más arriba, las nubes que borran y descubren constelaciones de dibujos nuevos incluso para él, que creía conocer el derrotero de cada estrella. La ropa de Palinuro, todavía mojada, huele a ese prodigioso río sin orillas que no aparece en ninguna de sus carto-grafías, huele a barro, a arena, a salitre, a algas, a maderas corta-das con luna menguante de invierno. La mirada de Palinuro va de esas ramas curvadas por el viento a esos pájaros extraños que la tormenta desvela, a flotas de nubes, a puertos de sombra por el

cielo. Algo queda del tumulto entre las olas en esa mirada. Es él quien primero ve los carros con luces rojas de donde

bajan hombres de pelo corto vestidos de azul y otros con chale-cos naranja. En el bar los recibe un murmullo. Van metiéndose entre las mesas. Patean las sillas. Empujan. Alzan la voz hasta el desprecio. Exigen documentos a todos. A todos menos a los cuatro que ocupan esa mesa. Como si algo impidiera acercarse a ellos. Algo como sol o ráfaga o deriva. Aníbal sortea el mostra-dor y encara a los recién venidos.

- Me gusta Aníbal -le dice Diana a sus compañerosÉste es un Aníbal con el pelo como las primeras nieves sobre

el monte Cintho. Con los ojos azules como el grito de los que se ahogan en las Sirtes. Con una cara de estatua admirada hace miles y miles de olas en algún lugar allá por donde zarparon.

- Hay cuatro menores -le reprocha a Aníbal uno de los hombres de chaleco naranja.

- Comen, miran televisión, no molestan a nadie y nadie los molesta -dice Aníbal.

- Son menores. Vamos a tener que levantar un acta -sigue el hombre de chaleco naranja con la inscripción CONTROL URBANO.

Acates se para y va a enfrentarse a los incursores. Tomándolo del brazo, lo contiene Diana, de un tirón lo obliga a volver a su lugar con una fuerza que nadie en el bar habría sospechado. Se limita a observar lo que pasa, Eneas, con la mirada de quien ya ganó su batalla.

Los hombres de chaleco naranja van empujando a todo el mundo afuera. A todos menos a los cuatro de esa mesa. Por sobre

los vidrios del bar extienden unas fajas de papel que dicen CLAUSURADO CLAUSURADO CLAUSURADO. Los cuatro de esa mesa continúan en lo suyo. Aníbal parece el único en darse cuenta de quiénes son. Los mira sin enojo ni perplejidad aparen-tes, los mira quizás como a enemigos que el tiempo ha alejado sin vencer ni gastar. Cuando se van parando, los despide con un gesto fugaz de complicidad.

Se van en fila. Palinuro deja un rastro de agua como si se estuviese derritiendo. Eneas y Acates pisan con más fuerza aún que los hombres de esta tierra bárbara. Pisan con pasos de escalar murallas, pisan con pasos de romper fronteras, pisan con pasos de bajar a la morada de los muertos. Diana los precede. Abre camino por esta vereda de calle cinco entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, en la ciudad de La Plata, Argentina, Sudamérica. Apenas acaricia el suelo con sus pies descalzos más desnudos que la aurora.

Mientras los ve irse, uno de los hombres de chaleco naranja le comenta a otro:

- Por acá, viejo, cae gente cada vez más rara.

Juan Bautista Duizeide

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Sus pasos llevan el movimiento salvaje de las olas. Con ellos entra el horizonte. Con ellos crece un perfume a Rosa de los Vientos. Nadie en todo el bar hay que no los mire. Nadie que no apague sus palabras para que este silencio cante. Algo acecha. Algo más que ese baile de agua en su andar. Algo más que la vestimenta fuera de época de los cuatro. Brillan de sol, ráfagas, derivas. Y algo más todavía. Algo que no se ve y tal vez se intuya. Algo sin nombre posible para quienes llenan el bar en esta noche de sábado, mientras se precipita la primavera del hemisferio sur hacia el verano.

Un grupo que miraba por televisión las repeticiones de los goles del año se aprieta en torno a una mesa para dejarles lugar. Diana va adelante, descalza. El pelo dorado que el viento ensor-tijó roza a cada paso sus hombros ardidos. Los cuatro se sientan y Aníbal en persona se acerca a atenderlos. Al principio, mientras Diana se mantiene absorta, los hombres se tropiezan con las palabras como si fueran escollos plantados en sus bocas. Hasta

que Eneas logra al fin hacer el pedido. El mismo Aníbal se encar-ga de alcanzarlo. Buen rato se quedan mirando la botella, los vasos, la bandeja. El primero en atreverse con la comida es Acates. Libera una carcajada después de probar en sus dientes, en su lengua, en su garganta el queso derretido. Diana escancia esa bebida oscura y espumosa que desconoce pero la tienta. Parpadea al sentir, al aceptar, al entender la dulzura de lo amargo. Tras ella todos se animan. Beben comen y celebran por cada milla recorrida.

Hablan poco. Quizás para no ser descubiertos. El silencio de los que miran los rodea. Viejos que hasta hace unos momentos discutían de finales con bandera verde, chicos de gorra y bermu-das inmensos que llevan sus teléfonos como talismanes, hombres de brazos desnudos con tatuajes que dicen madre, rita, yony, lobo, mujeres muy pintadas que ya a esta hora comienzan a despintarse, jóvenes con libros que no han abierto desde que entraron al bar. Eneas sonríe y se mesa los largos bucles. Muy serio, observa Palinuro lo que hace el viento, afuera, entre árboles que nunca había visto, lo que hace el viento con la noche, tras una tarde que pareció eterna cuando el viento era adverso. Y más arriba, las nubes que borran y descubren constelaciones de dibujos nuevos incluso para él, que creía conocer el derrotero de cada estrella. La ropa de Palinuro, todavía mojada, huele a ese prodigioso río sin orillas que no aparece en ninguna de sus carto-grafías, huele a barro, a arena, a salitre, a algas, a maderas corta-das con luna menguante de invierno. La mirada de Palinuro va de esas ramas curvadas por el viento a esos pájaros extraños que la tormenta desvela, a flotas de nubes, a puertos de sombra por el

cielo. Algo queda del tumulto entre las olas en esa mirada. Es él quien primero ve los carros con luces rojas de donde

bajan hombres de pelo corto vestidos de azul y otros con chale-cos naranja. En el bar los recibe un murmullo. Van metiéndose entre las mesas. Patean las sillas. Empujan. Alzan la voz hasta el desprecio. Exigen documentos a todos. A todos menos a los cuatro que ocupan esa mesa. Como si algo impidiera acercarse a ellos. Algo como sol o ráfaga o deriva. Aníbal sortea el mostra-dor y encara a los recién venidos.

- Me gusta Aníbal -le dice Diana a sus compañerosÉste es un Aníbal con el pelo como las primeras nieves sobre

el monte Cintho. Con los ojos azules como el grito de los que se ahogan en las Sirtes. Con una cara de estatua admirada hace miles y miles de olas en algún lugar allá por donde zarparon.

- Hay cuatro menores -le reprocha a Aníbal uno de los hombres de chaleco naranja.

- Comen, miran televisión, no molestan a nadie y nadie los molesta -dice Aníbal.

- Son menores. Vamos a tener que levantar un acta -sigue el hombre de chaleco naranja con la inscripción CONTROL URBANO.

Acates se para y va a enfrentarse a los incursores. Tomándolo del brazo, lo contiene Diana, de un tirón lo obliga a volver a su lugar con una fuerza que nadie en el bar habría sospechado. Se limita a observar lo que pasa, Eneas, con la mirada de quien ya ganó su batalla.

Los hombres de chaleco naranja van empujando a todo el mundo afuera. A todos menos a los cuatro de esa mesa. Por sobre

los vidrios del bar extienden unas fajas de papel que dicen CLAUSURADO CLAUSURADO CLAUSURADO. Los cuatro de esa mesa continúan en lo suyo. Aníbal parece el único en darse cuenta de quiénes son. Los mira sin enojo ni perplejidad aparen-tes, los mira quizás como a enemigos que el tiempo ha alejado sin vencer ni gastar. Cuando se van parando, los despide con un gesto fugaz de complicidad.

Se van en fila. Palinuro deja un rastro de agua como si se estuviese derritiendo. Eneas y Acates pisan con más fuerza aún que los hombres de esta tierra bárbara. Pisan con pasos de escalar murallas, pisan con pasos de romper fronteras, pisan con pasos de bajar a la morada de los muertos. Diana los precede. Abre camino por esta vereda de calle cinco entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, en la ciudad de La Plata, Argentina, Sudamérica. Apenas acaricia el suelo con sus pies descalzos más desnudos que la aurora.

Mientras los ve irse, uno de los hombres de chaleco naranja le comenta a otro:

- Por acá, viejo, cae gente cada vez más rara.

Diana descalza

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Sus pasos llevan el movimiento salvaje de las olas. Con ellos entra el horizonte. Con ellos crece un perfume a Rosa de los Vientos. Nadie en todo el bar hay que no los mire. Nadie que no apague sus palabras para que este silencio cante. Algo acecha. Algo más que ese baile de agua en su andar. Algo más que la vestimenta fuera de época de los cuatro. Brillan de sol, ráfagas, derivas. Y algo más todavía. Algo que no se ve y tal vez se intuya. Algo sin nombre posible para quienes llenan el bar en esta noche de sábado, mientras se precipita la primavera del hemisferio sur hacia el verano.

Un grupo que miraba por televisión las repeticiones de los goles del año se aprieta en torno a una mesa para dejarles lugar. Diana va adelante, descalza. El pelo dorado que el viento ensor-tijó roza a cada paso sus hombros ardidos. Los cuatro se sientan y Aníbal en persona se acerca a atenderlos. Al principio, mientras Diana se mantiene absorta, los hombres se tropiezan con las palabras como si fueran escollos plantados en sus bocas. Hasta

que Eneas logra al fin hacer el pedido. El mismo Aníbal se encar-ga de alcanzarlo. Buen rato se quedan mirando la botella, los vasos, la bandeja. El primero en atreverse con la comida es Acates. Libera una carcajada después de probar en sus dientes, en su lengua, en su garganta el queso derretido. Diana escancia esa bebida oscura y espumosa que desconoce pero la tienta. Parpadea al sentir, al aceptar, al entender la dulzura de lo amargo. Tras ella todos se animan. Beben comen y celebran por cada milla recorrida.

Hablan poco. Quizás para no ser descubiertos. El silencio de los que miran los rodea. Viejos que hasta hace unos momentos discutían de finales con bandera verde, chicos de gorra y bermu-das inmensos que llevan sus teléfonos como talismanes, hombres de brazos desnudos con tatuajes que dicen madre, rita, yony, lobo, mujeres muy pintadas que ya a esta hora comienzan a despintarse, jóvenes con libros que no han abierto desde que entraron al bar. Eneas sonríe y se mesa los largos bucles. Muy serio, observa Palinuro lo que hace el viento, afuera, entre árboles que nunca había visto, lo que hace el viento con la noche, tras una tarde que pareció eterna cuando el viento era adverso. Y más arriba, las nubes que borran y descubren constelaciones de dibujos nuevos incluso para él, que creía conocer el derrotero de cada estrella. La ropa de Palinuro, todavía mojada, huele a ese prodigioso río sin orillas que no aparece en ninguna de sus carto-grafías, huele a barro, a arena, a salitre, a algas, a maderas corta-das con luna menguante de invierno. La mirada de Palinuro va de esas ramas curvadas por el viento a esos pájaros extraños que la tormenta desvela, a flotas de nubes, a puertos de sombra por el

cielo. Algo queda del tumulto entre las olas en esa mirada. Es él quien primero ve los carros con luces rojas de donde

bajan hombres de pelo corto vestidos de azul y otros con chale-cos naranja. En el bar los recibe un murmullo. Van metiéndose entre las mesas. Patean las sillas. Empujan. Alzan la voz hasta el desprecio. Exigen documentos a todos. A todos menos a los cuatro que ocupan esa mesa. Como si algo impidiera acercarse a ellos. Algo como sol o ráfaga o deriva. Aníbal sortea el mostra-dor y encara a los recién venidos.

- Me gusta Aníbal -le dice Diana a sus compañerosÉste es un Aníbal con el pelo como las primeras nieves sobre

el monte Cintho. Con los ojos azules como el grito de los que se ahogan en las Sirtes. Con una cara de estatua admirada hace miles y miles de olas en algún lugar allá por donde zarparon.

- Hay cuatro menores -le reprocha a Aníbal uno de los hombres de chaleco naranja.

- Comen, miran televisión, no molestan a nadie y nadie los molesta -dice Aníbal.

- Son menores. Vamos a tener que levantar un acta -sigue el hombre de chaleco naranja con la inscripción CONTROL URBANO.

Acates se para y va a enfrentarse a los incursores. Tomándolo del brazo, lo contiene Diana, de un tirón lo obliga a volver a su lugar con una fuerza que nadie en el bar habría sospechado. Se limita a observar lo que pasa, Eneas, con la mirada de quien ya ganó su batalla.

Los hombres de chaleco naranja van empujando a todo el mundo afuera. A todos menos a los cuatro de esa mesa. Por sobre

los vidrios del bar extienden unas fajas de papel que dicen CLAUSURADO CLAUSURADO CLAUSURADO. Los cuatro de esa mesa continúan en lo suyo. Aníbal parece el único en darse cuenta de quiénes son. Los mira sin enojo ni perplejidad aparen-tes, los mira quizás como a enemigos que el tiempo ha alejado sin vencer ni gastar. Cuando se van parando, los despide con un gesto fugaz de complicidad.

Se van en fila. Palinuro deja un rastro de agua como si se estuviese derritiendo. Eneas y Acates pisan con más fuerza aún que los hombres de esta tierra bárbara. Pisan con pasos de escalar murallas, pisan con pasos de romper fronteras, pisan con pasos de bajar a la morada de los muertos. Diana los precede. Abre camino por esta vereda de calle cinco entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, en la ciudad de La Plata, Argentina, Sudamérica. Apenas acaricia el suelo con sus pies descalzos más desnudos que la aurora.

Mientras los ve irse, uno de los hombres de chaleco naranja le comenta a otro:

- Por acá, viejo, cae gente cada vez más rara.

Juan Bautista Duizeide

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Sus pasos llevan el movimiento salvaje de las olas. Con ellos entra el horizonte. Con ellos crece un perfume a Rosa de los Vientos. Nadie en todo el bar hay que no los mire. Nadie que no apague sus palabras para que este silencio cante. Algo acecha. Algo más que ese baile de agua en su andar. Algo más que la vestimenta fuera de época de los cuatro. Brillan de sol, ráfagas, derivas. Y algo más todavía. Algo que no se ve y tal vez se intuya. Algo sin nombre posible para quienes llenan el bar en esta noche de sábado, mientras se precipita la primavera del hemisferio sur hacia el verano.

Un grupo que miraba por televisión las repeticiones de los goles del año se aprieta en torno a una mesa para dejarles lugar. Diana va adelante, descalza. El pelo dorado que el viento ensor-tijó roza a cada paso sus hombros ardidos. Los cuatro se sientan y Aníbal en persona se acerca a atenderlos. Al principio, mientras Diana se mantiene absorta, los hombres se tropiezan con las palabras como si fueran escollos plantados en sus bocas. Hasta

que Eneas logra al fin hacer el pedido. El mismo Aníbal se encar-ga de alcanzarlo. Buen rato se quedan mirando la botella, los vasos, la bandeja. El primero en atreverse con la comida es Acates. Libera una carcajada después de probar en sus dientes, en su lengua, en su garganta el queso derretido. Diana escancia esa bebida oscura y espumosa que desconoce pero la tienta. Parpadea al sentir, al aceptar, al entender la dulzura de lo amargo. Tras ella todos se animan. Beben comen y celebran por cada milla recorrida.

Hablan poco. Quizás para no ser descubiertos. El silencio de los que miran los rodea. Viejos que hasta hace unos momentos discutían de finales con bandera verde, chicos de gorra y bermu-das inmensos que llevan sus teléfonos como talismanes, hombres de brazos desnudos con tatuajes que dicen madre, rita, yony, lobo, mujeres muy pintadas que ya a esta hora comienzan a despintarse, jóvenes con libros que no han abierto desde que entraron al bar. Eneas sonríe y se mesa los largos bucles. Muy serio, observa Palinuro lo que hace el viento, afuera, entre árboles que nunca había visto, lo que hace el viento con la noche, tras una tarde que pareció eterna cuando el viento era adverso. Y más arriba, las nubes que borran y descubren constelaciones de dibujos nuevos incluso para él, que creía conocer el derrotero de cada estrella. La ropa de Palinuro, todavía mojada, huele a ese prodigioso río sin orillas que no aparece en ninguna de sus carto-grafías, huele a barro, a arena, a salitre, a algas, a maderas corta-das con luna menguante de invierno. La mirada de Palinuro va de esas ramas curvadas por el viento a esos pájaros extraños que la tormenta desvela, a flotas de nubes, a puertos de sombra por el

cielo. Algo queda del tumulto entre las olas en esa mirada. Es él quien primero ve los carros con luces rojas de donde

bajan hombres de pelo corto vestidos de azul y otros con chale-cos naranja. En el bar los recibe un murmullo. Van metiéndose entre las mesas. Patean las sillas. Empujan. Alzan la voz hasta el desprecio. Exigen documentos a todos. A todos menos a los cuatro que ocupan esa mesa. Como si algo impidiera acercarse a ellos. Algo como sol o ráfaga o deriva. Aníbal sortea el mostra-dor y encara a los recién venidos.

- Me gusta Aníbal -le dice Diana a sus compañerosÉste es un Aníbal con el pelo como las primeras nieves sobre

el monte Cintho. Con los ojos azules como el grito de los que se ahogan en las Sirtes. Con una cara de estatua admirada hace miles y miles de olas en algún lugar allá por donde zarparon.

- Hay cuatro menores -le reprocha a Aníbal uno de los hombres de chaleco naranja.

- Comen, miran televisión, no molestan a nadie y nadie los molesta -dice Aníbal.

- Son menores. Vamos a tener que levantar un acta -sigue el hombre de chaleco naranja con la inscripción CONTROL URBANO.

Acates se para y va a enfrentarse a los incursores. Tomándolo del brazo, lo contiene Diana, de un tirón lo obliga a volver a su lugar con una fuerza que nadie en el bar habría sospechado. Se limita a observar lo que pasa, Eneas, con la mirada de quien ya ganó su batalla.

Los hombres de chaleco naranja van empujando a todo el mundo afuera. A todos menos a los cuatro de esa mesa. Por sobre

los vidrios del bar extienden unas fajas de papel que dicen CLAUSURADO CLAUSURADO CLAUSURADO. Los cuatro de esa mesa continúan en lo suyo. Aníbal parece el único en darse cuenta de quiénes son. Los mira sin enojo ni perplejidad aparen-tes, los mira quizás como a enemigos que el tiempo ha alejado sin vencer ni gastar. Cuando se van parando, los despide con un gesto fugaz de complicidad.

Se van en fila. Palinuro deja un rastro de agua como si se estuviese derritiendo. Eneas y Acates pisan con más fuerza aún que los hombres de esta tierra bárbara. Pisan con pasos de escalar murallas, pisan con pasos de romper fronteras, pisan con pasos de bajar a la morada de los muertos. Diana los precede. Abre camino por esta vereda de calle cinco entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, en la ciudad de La Plata, Argentina, Sudamérica. Apenas acaricia el suelo con sus pies descalzos más desnudos que la aurora.

Mientras los ve irse, uno de los hombres de chaleco naranja le comenta a otro:

- Por acá, viejo, cae gente cada vez más rara.

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Cuando yoera un perro

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Contexto de lectura elegido

Cualquier actividad humana está mediada por una negociación entre lo-real-allí-existente y nuestra intelección simbólica: lo-que-vemos-allí. Cualquier mirada encierra así una selección desde la que construye realidad, sea en una galería, en una escuela, en una senda peatonal, o al contemplar el horizonte.

Una muestra es una particular propuesta de lectura de un entramado significante: es explicitar lo-que-ve-mos-allí.

Al observar la ciudad, un sujeto recurre a una serie de mantos simbólicos que se superponen, se excluyen o simplemente pasan desapercibidos. El deseo de quien mira su entorno urbano genera, en algunas ubicaciones particulares, nodos densos de significaciones. Lugares donde se cruzan las tramas de sentido que funcionan como anclas para guiarse en el propio contexto cultural. Puede ser un monumento, un bar, una casa o el nombre de una calle. Siempre hay lugares que condensan sentidos.

Entre una mirada sobre la ciudad y una muestra de una propuesta de lectura de un espacio urbano, media además un dispositivo de enunciación. Una galería enuncia (con el color de sus paredes, con su ubicación geográfica, con el tipo de circulación que propone) a las obras que allí se exponen, y así

produce sentidos. Un texto adquiere diferentes connotaciones plasmado en un libro enmohecido o en una edición estucada.

Entonces, presentar una lectura de un espacio urbano siempre e inevitable-mente es cumplir un rol propositivo: disponer para la lectura. Pero en esta disposición no trata de demarcar lo Bello de lo Feo, ni lo Bueno de lo Malo, ni buscar una expresión depurada de la realidad. Se propone en cambio acercarse a lo que acontece (lo-real-allí-producido) desde lo que se cruza, las zonas intermedias y las fricciones, a través de una apuesta curatorial construida ad-hoc como dispositivo de enunciación.

Ruta 5

Ruta 5, más conocido como lo de Aníbal, es un restaurante en pleno centro de la ciudad de La Plata, ubicado a una cuadra de la Goberna-ción bonaerense. En él se provocan encuentros entre personas con distintas procedencias, identificacio-nes, oficios y formas de vida. Y se cruzan recorridos desde el barrio, del propio centro, de la plaza, desde la estación de micros o de trenes entre otros.

Una de las producciones simbólica más relevantes de Ruta 5 puede ser el constituirse, en el tiempo y geográfica-mente, como uno de esos puntos donde se cruzan y tironean muchos de

los lazos propios de la ciudad. Donde emergen las tensiones que caracteri-zan un vector de la producción simbólica de La Plata: la tensa convivencia, lo intermedio, la mediana envergadura, el rejunte, uno de los modos de ser de esta ciudad.

Montaje

La propuesta de montaje es presentar lo-que-allí-vemos en el mismo restaurante “Ruta 5” a través de la señalización del espacio (con vinilo y tabique con el texto curatorial). De este modo se busca explicitar el lugar de la enunciación. No se está invitando al restaurante sino a una propuesta de lectura de ese espacio como nodo de producción simbólica.

Como segundo elemento de la muestra se ofrece un dossier con tres miradas sobre el lugar, realizadas previamente a la inauguración, que abarcan distintos registros y distintas experiencias de los sujetos-que-miran. Para el dossier se cuenta con un curador/editor invitado: Dani Badenes.

Por último se invita a quienes visiten la muestra a concurrir después de la misma a Ruta 5, para confrontar las lecturas propuestas en el material, con nuevas lecturas personales.

Proyecto Exposición “Ruta 5”

SINTOMA

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Síntoma Curadores es un

grupo de La Plata,

Provincia de Buenos

Aires, Argentina.

Desarrolla intervenciones

curatoriales desde

mediados de 2012

www.sintomacuradores.com.ar

fb/sintomacuradores

Síntoma Curadores es un

grupo de La Plata,

Provincia de Buenos

Aires, Argentina.

Desarrolla intervenciones

curatoriales desde

mediados de 2012

www.sintomacuradores.com.ar

fb/sintomacuradores

Page 36: todavía no llegó el cocinero } Ruta5

Es un punto de la ciudad cargado de

producción cultural. Condensa símbolos

que expresan una frontera porosa entre

diferentes culturas, la tensa convivencia

de distintas identidades, el cruce de

prácticas contradictorias y el rejunte

como modo de ser en la ciudad.

Exponer Ruta 5 no es invitar a un

restaurante sino proponer una posibili-

dad: la de repensar los espacios cultur-

ales nodales para La Plata.

La propuesta no consiste en demarcar y

distinguir lo Bello de lo Feo, ni lo Bueno

de lo Malo. Se trata de señalar el lugar

para volver a él con otros ojos y construir

una mirada más compleja, densa y

comprensiva de la cultura platense.

diciembre // 2012

el cocinero

Es un punto de la ciudad cargado de

producción cultural. Condensa símbolos

que expresan una frontera porosa entre

diferentes culturas, la tensa convivencia

de distintas identidades, el cruce de

prácticas contradictorias y el rejunte

como modo de ser en la ciudad.

Exponer Ruta 5 no es invitar a un

restaurante sino proponer una posibili-

dad: la de repensar los espacios cultur-

ales nodales para La Plata.

La propuesta no consiste en demarcar y

distinguir lo Bello de lo Feo, ni lo Bueno

de lo Malo. Se trata de señalar el lugar

para volver a él con otros ojos y construir

una mirada más compleja, densa y

comprensiva de la cultura platense.

diciembre // 2012