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TERCER COLOQUIO UNIVERSITARIO DE ANÁLISIS CINEMATOGRÁFICO
25, 26, 27 de septiembre de 2013
CIUDAD UNIVERSITARIA MÉXICO DF
La respuesta está en el aire: sobre la resignificación de los helicópteros en
El grito, México 1968.
Por: Juncia Avilés Cavasola
El movimiento estudiantil de 1968 y la masacre en la Plaza de las tres culturas están
vinculados indiscutiblemente a los habitantes del viento. Los pájaros, ya fueran de
carne y hueso, pintura o metal, permearon casi todos los acontecimientos de la
movilización. Por una parte, el diseño gráfico de la Olimpiada retomó a la paloma
como un símbolo de paz, gracias a lo cual su imagen quedó vinculada al dominio y el
control gubernamental; los universitarios respondieron con una sencilla y sugerente
forma de evidenciar la represión atravesando al ave con una bayoneta. En otro
sentido, el 2 de octubre la presencia de un helicóptero señaló el inicio de la matanza y
quedó enlazado indisolublemente a la memoria del 68 mexicano como el símbolo de
una amenaza convertida en realidad.
Han pasado 40 años y sólo recientemente, gracias a materiales fílmicos, se ha
aceptado que las luces fueron lanzadas desde el techo de la iglesia de Santiago
Tlatelolco. Sin embargo, la acción quedó vinculada de manera férrea con el paso del
helicóptero, en gran medida por los testimonios que quedan del inicio de la matanza.
Por ejemplo, en Parte de guerra Carlos Monsiváis y Julio Scherer señalaron: “A las
seis y diez de la tarde, se disparan desde un helicóptero dos luces verdes de bengala.
Casi de inmediato, sin otro aviso que el ruiderío de las botas, sin prevenir o intentar
un diálogo, entran miles de soldados [a la plaza]”.1 En la misma tónica, en 2008 Elena
Poniatowska escribió:
1 Julio Scherer y Carlos Monsiváis, Parte de guerra: p. 133.
Los testimonios coinciden en que la repentina aparición de un helicóptero que aventó luces de bengala verde en el cielo de la Plaza de las Tres Culturas de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, desencadenó la balacera que convirtió el mitin estudiantil del 2 de octubre en la tragedia de Tlatelolco.”2
La FEMOSPP señaló otro origen pero, en concordancia con su trabajo, fue
sumamente vaga al respecto:
La mayoría de la información dice que se escuchó una detonación, de fuente desconocida; poco tiempo después una bengala (algunas fuentes dicen que varias) apareció en el cielo. Algunos observadores pensaron que la bengala venía del helicóptero que sobrevolaba, otros pensaron que venía de alguna posición desde tierra. En cualquier caso, la batalla estaba en proceso.”3
Entre 1968 y 2010 la idea generalizada en las películas del 68 siguió la información
existente en 1969, cuando Leobardo López Arretche, estudiante del CUEC y
representante de su escuela elegido asamblea, inició la edición de El grito. Ahí el
helicóptero pasó de ser un símbolo de la vigilancia gubernamental al punto de partida
para la matanza. En ese entonces no se conocían más imágenes filmadas de Tlatelolco
que las realizadas por Óscar Menéndez, incluidas en la edición de Leobardo; a ellas se
sumó la dramatización del testimonio de la periodista italiana Oriana Fallaci –que
finalmente se convertiría en uno de los hilos conductores del documental– y la
detenida filmación de las fotografías que la revista Por qué? hizo de manifestaciones
anteriores y de los anfiteatros llenos de muertos. La primera parte de la secuencia
utilizó pietaje grabado por los propios estudiantes del CUEC en la manifestación que
en esa plaza se realizó el 6 de septiembre.
La edición de las imágenes funciona como una ilustración del discurso de Oriana,
quien cuenta que “apenas había acabado de hablar Sócrates cuando un helicóptero
empezó a volar por encima de la plaza. Un helicóptero verde, del ejército, en círculos
concéntricos cada vez más bajo, cada vez más bajo.” Un poco más adelante: 2 Elena Poniatowska, “El 68 abrió un porvenir”: p. 84 3 Informe FEMOSPP, p. 66.
“Mientras discutíamos sobre la presencia del helicóptero éste había lanzado dos bengalas verdes. Después de estar en el Vietnam yo se muy bien que siempre que un helicóptero o un avión lanza una bengala es porque quiere señalar el lugar donde hay que atacar.” “Ellos me dijeron, ey, tú ves las cosas como en Vietnam. No había acabado de hablar cuando se oyó un gran ruido, un ruido atronador de camiones y de carros blindados y la plaza fue literalmente rodeada por los cuatro lados”.
La premisa de la película es precisamente entender por qué se realizó la masacre;
dado que esta es una pregunta cuyas respuestas aún hoy en día son insatisfactorias, se
optó en la edición por la segunda mejor opción, es decir, describir con la mayor
fidelidad posible cómo ocurrió esta y qué claves podría darnos la historia
revisitándola. Armado del sonido que obtuvo en RadioUNAM (unas diez horas de
entrevistas y sonidos recopilados en las marchas) y de las 8 horas entre imágenes fijas
y en movimiento, Leobardo procedió a ensamblar el enorme rompecabezas con ayuda
del editor Ramón Aupart. Este recuerda: “Aún quitando el material inservible
aquello era una cantidad bárbara de película, en su mayoría repetitiva. La frase
de Leobardo era desapiádate, maestro, córtale.”4
En esas condiciones nació El grito, que a mi parecer se estructuró como una
relectura de los cuatro meses del movimiento pero que finalmente incluyó una suerte
de premonición de lo trágico: esto no es extraño, dado que se armó a sabiendas de lo
que a posteriori ocurriría, pero resulta llamativo en la medida en la cual la revisión
detallada del material permitió proponer que, incluso desde el inicio, la presencia
constante de los helicópteros había llamado la atención de las brigadas visuales. Las
imágenes fijas y en movimiento obtenidas por los estudiantes así lo evidencian. En
primera instancia, en una panorámica trazada en contrapicada/picada sobre la
manifestación del rector (1 de agosto). De igual forma, entre las imágenes que
4 Entrevista de Israel Rodríguez a Ramón Aupart: p. 140.
tomaron los estudiantes, y que no se incluyeron en la edición final, varias veces
quedaron registrados los helicópteros presentes en las manifestaciones y en torno a
CU. Aquí el significado es claro: se muestra a este elemento como un símbolo de
vigilancia constante desde el inicio del movimiento.
No se puede dejar de lado el hecho de que estos aparatos eran elementos
relativamente recientes dentro del sistema de control mexicano y que, por ende, su
presencia difícilmente podía pasar desapercibida entre los jóvenes manifestantes.
Sergio Aguayo ha señalado que “en 1968 había pocos helicópteros en México. De las
entidades directamente involucradas, la Fuerza Aérea Mexicana tenía tres, la
Procuraduría General de la República uno y la Presidencia de la República uno.”5 En
este sentido, toman importancia algunas anécdotas que señalan la especial relación y
la suerte de diálogo establecida entre vigilantes y vigilados. Cuenta Ramón Aupart:
“Me dice Leobardo un día: “fíjate que los muchachos detuvieron la marcha, se
tendieron en el piso y escribieron putos con sus cuerpos ahí tirados para que el
helicóptero los viera”.6
La diferencia de simbolismo entre la cobertura del evento y la edición de Leobardo
radica en que éste ya sabe cómo culminó el movimiento, por lo que señalar la
presencia de uno de los elementos que conformó la masacre con antelación no es un
hecho menor y no depende, en absoluto, del material que tuviera a su disposición.
Esto queda evidenciado con la importante dimensión sonora de la cinta, que busca
generar una suerte de ícono que permita al público reconocer la amenaza y entender
que ésta se cernía desde el inicio del movimiento sobre los estudiantes. El helicóptero
5 AGN, Fondo Gobernación, Sección DGIPS, Caja 2 882, en Sergio Aguayo, Los archivos de la violencia: p. 223 6 Israel Rodríguez, entrevista a Ramón Aupart, Ciudad de México, 21 de marzo de 2007, p. 150.
se convierte así en el símbolo del trauma y una forma de visualizar la amenaza. Lo
que resulta aún más llamativo es que las imágenes que se incluyen en la edición de la
cinta parten de este trauma para generar una narrativa en donde el código, ya
descifrado, evidencia que la amenaza siempre estuvo ahí. En ese sentido, la cinta
contrapone la alegría de las movilizaciones masivas del 13 y 27 de septiembre al
característico sonido mecánico y violento de las aspas a motor. Cuando el helicóptero
pasa, la manifestación pierde vida. Este motivo auditivo tendrá tal potencia que varias
de las cintas posteriormente sólo tendrán que incluirlo para que los personajes
reaccionen a él con miedo, como quien se agazapa frente a un peligro que no es
posible ver, pero que se reconoce.
Poco importa realmente que el helicóptero fuera quien dio la señal de “fuego” a la
masacre, sino la manera en que se convirtió en un símbolo de la misma: las películas
que representaron Tlatelolco en los siguientes años hicieron eco de esta configuración
mental. Más aún, lo que enfatizaba la ausencia de material específico era la necesidad
de que la sociedad no sólo no olvidara, sino que fuera capaz de señalar y enjuiciar a
los actores materiales de la masacre (cosa que desgraciadamente aún no se ha
efectuado). En la creación de esta iconografía, visual y sonora, se generó, en mi
opinión, un imaginario social que, repetido una y otra vez, ha servido como una forma
de difundir la memoria, incluso en generaciones que no vivieron los acontecimientos,
pero que pueden vincularse emocionalmente a ellos.
La presencia del fuera de campo que señalaba la culpabilidad de la aeronave fue
respetada, por ejemplo, en la famosa Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989). Ahí el
helicóptero está presente en la pantalla únicamente por la narración de los
acontecimientos que el niño Carlos está viendo por la ventana de su departamento en
el edificio Chihuahua. Gracias al personaje y al sonido entendemos que éste ha
lanzado una larga serie de bengalas. Rojo amanecer retoma la noción de que el
helicóptero es un elemento novedoso en la vida cotidiana de la ciudad y provoca que
el niño se asome a verlo. No obstante, al igual que los fuegos de artificio que poco
después aparecen, la máquina pasa de ser un atractivo a un distractor de lo que
realmente está por ocurrir en la plaza –y aunque en esta ocasión el espectador ha sido
avisado de los preparativos de la masacre, está obligado a “vivir” la tragedia desde el
punto de vista (que paradójicamente no puede ver) de los protagonistas, por lo que
queda completamente impotente al respecto.
No está de más señalar que la exclusión de una aeronave –o su inclusión únicamente
en una dimensión sonora– en general estaba vinculada a la extrema carencia de
presupuesto con que se contaba en las películas que trabajaban el 68. Sólo
producciones actuales como Borrar de la memoria (Alfredo Gurrola, 2010) y
Tlatelolco, verano del 68 (Carlos Bolado, 2012) pudieron darse el lujo de incluirlos a
cuadro. Valdría hacer notar que la cinta de Gurrola es la única de ficción en donde las
bengalas son lanzadas desde un edificio (aunque no se trata del lugar original).
La culpabilidad del helicóptero se mantuvo, por ejemplo, en Diaz Ordaz y el 68 (Luis
Lupone, 1998), primer documental que utilizaba el pietaje de El grito y fue exhibido
por televisión abierta. Llama la atención que, si bien reutiliza la secuencia de las
fotografías fijas para señalar la presencia del helicóptero y las bengalas, el simbolismo
se mantuvo, en la medida de lo posible, intacto. No se cuestiona otra posibilidad, y
para la memoria de quienes vivieron el acontecimiento, la mención bastó para
considerarla, al menos, un testimonio fiable del mismo.
Sin embargo, en esta cinta hay una modificación notoria: se utiliza de nuevo el
testimonio oral para darle significado a las imágenes. En este caso habla la Tita
Avendaño, representante del CNH por la carrera de Derecho, la cual sostiene que del
helicóptero salieron disparos; no solamente pone a la aeronave en el lugar central de
la tragedia, sino que lo convierte en el criminal, intelectual y fáctico. Y es
probablemente aquí en donde podemos encontrar de nuevo un vínculo: se trata
siempre de descubrir quién es el culpable.
El objetivo de la cinta seguía muy de cerca los dictados de su productor, Enrique
Krauze, quien usó su libro La presidencia imperial como base para la serie de
documentales sobre el poder ejecutivo en el siglo XX. En el texto, y en la película, el
productor hace hincapié en cómo los defectos físicos del presidente le producían
aversión a la belleza (y con ella a la juventud). Krauze señala las notorias
vinculaciones entre la imagen de Díaz Ordaz con un mandril, o un gorila, pese a lo
cual es revelador que los universitarios también lo identificaran con un ser volador
tenebroso: el murciélago. En todo caso, la lectura de Díaz Ordaz y el 68 se basa en
equilibrar, por un lado, los embates kármicos que el presidente sufrirá por sus
decisiones (una enfermedad gástrica que se agudizó ese año y finalmente le costó la
vida); en 1969, en su informe de gobierno, asumió “enteramente” la responsabilidad
de Tlatelolco. La película se cuestiona si esto sólo podía implicar que el presidente
estaba protegiendo el camino político de quien indudablemente estaba involucrado en
la masacre: su secretario de Gobernación y, poco después, sucesor, Luis Echeverría.
Aún hoy en día cuesta enunciar las respuestas existentes a esa pregunta que se hacía
Leobardo: ¿por qué ocurrió la masacre? Por todo lo que los estudiantes implicaban en
contra de la noción establecida de autoridad: las olimpiadas, la guerra fría, la
influencia estadounidense, el pánico a la conjura comunista. La respuesta, como en
esos tiempos cantaba Bob Dylan, estaba en el aire.