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TEORÍA Y PRAXIS EMMANUEL KANT

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  • T E O R Í A Y P R A X I S

    E M M A N U E L K A N T

    Diego Ruiz

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    TEORÍA Y PRAXIS

    Se llama teoría a un conjunto de reglas, inclusode las prácticas, cuando estas reglas, como princi-pios, son pensadas con cierta universalidad y, ade-más, cuando son abstraídas del gran número decondiciones que sin embargo influyen necesaria-mente en su aplicación. En cambio, no se llamapráctica a cualquier manejo, sino sólo a esa efectua-ción de un fin que es pensada como cumplimientode ciertos principios de procedimiento representa-dos en general.

    Aunque la teoría puede ser todo lo completa quese quiera, se exige también entre la teoría y la prácti-ca un miembro intermediario que haga el enlace y elpasaje de la una a la otra; pues al concepto del en-tendimiento que contiene la regla se tiene que añadir

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    un acto de la facultad de juzgar por el que el prácti-co diferencie si el caso cae o no bajo la regla. Y co-mo a la vez a la facultad de juzgar no siempre se lepueden proporcionar reglas por las que ella tuvieraque guiarse en la subsunción (pues esto iría al infi-nito), podrá haber teóricos que jamás devenganprácticos en su vida porque carecen de la facultadde juzgar: por ejemplo médicos o juristas que hanhecho buenos estudios, pero que no saben cómodeben conducirse cuando tienen que dar un con-sejo.

    Pero incluso si existe esa disposición natural,puede ocurrir que haya un defecto en las premisas.Es decir, es posible que la teoría sea incompleta yque sólo se complete mediante ensayos y experien-cias todavía por hacer, por lo que el médico al salirde la escuela, el agricultor o e1financiero pueden Ydeben abstraer nuevas reglas a partir de esos ensa-yos y experiencias y completar su teoría. En este ca-so no es culpa de la teoría si ésta es poca cosa parala práctica, sino de que hay poca teoría, la teoría queel hombre habría debido aprender a partir de la ex-periencia, y que es la verdadera teoría, aunque aquélno fuese capaz de dársela por sí mismo ni de expo-nerla sistemáticamente como un maestro, y que, por

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    tanto, na a puede reclamar en nombre de médicoteórico, de agricultor teórico, etcétera.

    En consecuencia, nadie puede decirse práctica-mente versado en una ciencia y a la vez despreciar lateoría, pues así mostraría simplemente que es un ig-norante en su oficio, en cuanto cree poder avanzarmás de lo que le permitiría la teoría mediante ensa-yos y experiencias hechos a tientas, sin reunir ciertosprincipios (que propiamente constituyen lo que sellama teoría) y sin haber pensado su tarea como untodo (el cual, cuando se procede metódicamente, sellama sistema).

    Sin embargo es más tolerable ver que un igno-rante considera que en su presunta práctica la teoríaes inútil y superflua, que ver que un razonador con-cede que la teoría es buena para la escuela (más omenos para ejercitar la inteligencia) pero que en lapráctica ocurre algo enteramente distinto, que cuan-do se pasa de la escuela al mundo uno advierte queha perseguido ideales vacíos y sueños filosóficos; enuna palabra: que lo que es plausible en la teoría notiene validez alguna para la práctica. (Con frecuenciase expresa también esto así: esta o aquella proposi-ción vale in thesi, pero no in hypothesi).

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    Ahora bien, uno no haría más que reírse de unmecánico empírico o de un artillero que negaran eluno la mecánica general y el otro la teoría matemáti-ca del lanzamiento de bombas, al sostener uno yotro que esas teorías son por cierto sutiles pero queno son válidas en la práctica porque, en la apli-cación, la experiencia da otros resultados que los dela teoría. (En efecto, si a la primera se le añade lateoría de la acción y a la segunda la de la resistenciadel aire, entonces en general: más teoría todavía, unay otra concordarían muy bien con la experiencia).Sin embargo el caso es totalmente distinto según setrate de una teoría que concierne a los objetos de laintuición o de una teoría en la que estos objetos sonrepresentados sólo por conceptos (con objetos de lamatemática, y con objetos de la filosofía): es posibleque estos últimos objetos sean pensados perfecta-mente y sin reproche (por parte de la razón); peroquizá no puedan ser dados, sino que pueden ser me-ras ideas vacías, de las que no se podría hacer usoalguno en la práctica, o sólo un uso perjudicial. Entales casos el refrán estaría justificado.

    Pero en una teoría fundada sobre el concepto dedeber se anula el recelo causado por la vacía idealidadde este concepto. Pues no sería un deber intentar

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    cierto efecto de nuestra voluntad, si ese efecto nofuera también posible en la experiencia (sea eseefecto pensado como consumado, o como aproxi-mándose constantemente a su consumación); y en elpresente tratado sólo hablamos de esta especie deteoría. Pues a propósito de esta última se ha alegadofrecuentemente, para escándalo de la filosofía, quelo que puede ser correcto en ella es sin embargo sinvalor para la práctica; y esto proferido en un tonoaltivo, desdeñoso y pleno de arrogancia con la in-tención de reformar mediante la experiencia, a la ra-zón misma en lo que ésta pone su honor supremo, yde poder ver más lejos y con más seguridad, en unaseudosabiduría, con ojos de topo clavados en la ex-periencia, que con los ojos propios de un ser hechopara estar erguido y contemplar el cielo.

    Esa máxima, que en nuestra época rica en pro-verbios y vacía en acción se ha vuelto muy común,ocasiona el mayor daño cuando le refiere a algo mo-ral (deber de virtud o de derecho). Pues aquí se tratadel canon de la razón (en lo práctico), donde el va-lor de la práctica reposa enteramente en su ade-cuación a la teoría que le sirve de base, y todo estáperdido si las condiciones empíricas y, por tanto,contingentes de la ejecución de la ley se convierten

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    en condiciones de la ley misma, y si, en consecuen-cia, una práctica calculada sobre un resultado pro-bable según la experiencia sucedida hasta ahora re-sulta autorizada a dominar la teoría subsistente porsí misma.

    Divido este tratado según los tres diversospuntos de vista desde los que suele evaluar su ob-jeto el hombre de bien que resuelve tan atrevida-mente acerca de teorías y sistemas; entonces segúnuna triple cualidad: 1) como hombre privado, perosin embargo hombre práctico [Geschäftsmanhl]; 2)como hombre político [Staatsmanni]; 3) como hombre demundo [WeItmann] (o ciudadano del mundo[Weltbürger] en general). Ahora bien, estas tres per-sonas están de acuerdo en arremeter contra el hombrede escuela [Schulmann] que elabora teorías para ellas ypara mejorarlas: imaginándose que entienden elasunto mejor que él, lo reconducen a su escuela (illase jactet in aula)a,a como a un pedante que, perdidopara la práctica, no hace más que cerrar el paso a laexperimentada sabiduría de las tres.

    Presentaremos entonces la relación de la teoríacon la práctica en tres partes: primeramente en la moral

    a Virgilio, Eneida, I, 140.

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    en general (con respecto al bien [Wohl] de cadahombre), en segundo lugar en la política (relativamenteal bien de los Estados), en tercer lugar desde el puntode vista cosmopolita (con respecto al bien del génerohumano en su totalidad, y en cuanto este género hu-mano está comprendido en el progreso a ese bienen la serie de las generaciones de todos los tiemposfuturos). Pero por razones que surgen del tratadomismo los títulos de las partes serán expresados porla relación de la teoría con la práctica en la moral, enel derecho político y en el derecho internacional.

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    I

    DE LA RELACIÓN DE LA TEORÍA CONLA

    PRÁCTICA EN LA MORAL ENGENERAL

    (En respuesta a algunas objeciones del señor profesorGarve)*.

    * Versuche über verschiedne Gegenstánde aus der Moral undLiteratur (Ensayos sobre diversos objetos de la moral v de laliteraturaj, po'r Ch. Garve, Primera parte, pp. 111-1 l¿ Llamoobjeciones a las discusiones que este digno hombre meplantea, con el fin (espero) de entenderse conmigo; y no ata-ques, que como afirmaciones despectivas incitarían una de-fensa para la cual éste no es el lugar ni entra en misinclinaciones

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    Antes de llegar al punto que está propiamenteen litigio, acerca de aquello que en el uso de uno y elmismo concepto puede valer solamente para la teo-ría o para la práctica, debo comparar mi teoría talcomo la he expuesto en otra parte, con la represen-tación que da el señor Garve de ella, para ver si nosentendemos.

    A. De un modo provisional, y en tanto intro-ducción, he definido la moral como una ciencia queenseña no cómo debemos ser felices, sino cómodebemos ser dignos de la felicidad**. En esto no heomitido señalar que no por ello el hombre debiera,en lo que concierne al cumplimiento del deber, re-nunciar a su fin natural: la felicidad. Pues el hombreno puede hacer esto, como tampoco lo puede hacerun ser finito racional en general; pero sí tiene que

    ** La dignidad de ser feliz es esa cualidad de una persona quedescansa en el propio querer del sujeto, conforme con la cualuna razón universalmente legisladora (de la naturaleza tantocomo de la libre voluntad) concordaría con todos los finesde esa persona. Esa dignidad es por tanto enteramente dife-rente de la habilidad de procurarse felicidad. Pues no es dig-no de esa habilidad y del talento que la naturaleza le haconcedido para ello quien tiene una voluntad que no coinci-de con la única voluntad correspondiente a una legislaciónuniversal de la razón y en la que no puede estar contenida (esdecir, que contradice a la moralidad).

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    hacer entera abstracción de esa consideración cuandosobreviene la orden del deber; de ningún modo tie-ne que hacer de esa consideración una condición delcumplimiento de la ley prescripta por la razón; in-clusive, en cuanto le sea posible, tiene que procurarconscientemente que en la determinación del deberno se mezclen inadvertidamente móviles surgidosde esa consideración. Y esto se logra en la medidaen que se representa el deber ligado más bien conlos sacrificios que cuesta su observación (la virtud)que con las ventajas que nos reporta; y esto para re-presentarse la orden del deber en toda su autoridad,que requiere obediencia incondicionada, autosu-ficiente y no necesitada de ningún otro influjo.

    a. Ahora bien, esa mi tesis es expresada así porel señor Garve: "yo habría afirmado que la observa-ción de la ley moral, sin referencia alguna a la felici-dad, es el único fin final del hombre, que tiene que serconsiderada como el único fin del Creador". (Segúnmi teoría ni la moralidad del hombre por sí sola, nila felicidad por sí sola, sino el supremo bien posibleen el mundo, que consiste en la reunión y concor-dancia de ambas, es el único fin del Creador).

    b. Además yo había señalado que ese conceptode deber no necesita poner como fundamento fin

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    particular alguno, sino que más bien suscita otro finpara la voluntad humana, a saber: el de contribuircon todo su poder al bien supremo posible en el mun-do (la felicidad universal en el universo enlazadacon la más pura moralidad y adecuada a esta última):lo cual, puesto que está en nuestro. Poder de un sololado y no de ambos, impone a la razón, desde el puntode vista práctico, la creencia en un amo moral delmundo y en una vida futura. No es que por la supo-sición de ambas cosas el concepto de deber obtengaen primer lugar "firmeza y solidez", esto es, un fun-damento seguro y la fuerza propia de un móvil, sinoque sólo en ese ideal de la razón pura ese conceptoobtiene un objeto.*

    * La exigencia de admitir corno fin final de todas las cosas, yposible mediante nuestra colaboración, un bien supremo enel mundo, no es una exigencia que proviene de la carencia demóviles morales, sino de la carencia de condiciones externasen las que, únicamente, y conforme a esos móviles, se puedeproducir un objeto como fin en sí mismo (como fin finalmoral). Pues sin ningún fin no puede haber voluntad algunaaunque haya que hacer abstracción del fin cuando se tratasimplemente de la coacción legal de las acciones y sólo la leyconstituye el fundamento de determinación del fin. Pero notodo fin es moral (por ejemplo, no lo es el de la propia felici-dad), sino que este fin tiene que ser desinteresado; y la exi-gencia de un fin final propuesto por la razón pura y queabarca al conjunto de todos los fines bajo un principio (un

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    Pues en sí mismo el deber no es otra cosa que lalimitación de la voluntad a la condición de una legis-lación universal hecha posible mediante una máxi-ma admitida, cualquiera sea el objeto o el fin de esa

    mundo como el bien supremo posible también mediantenuestra colaboración) es una exigencia de la voluntad desin-teresada que se extiende más allá de la observación de la leyformal hasta la producción de un objeto (el bien supremo).Esto es una determinación de la voluntad de especie parti-cular, a saber: por la idea del conjunto de todos los fines,donde se pone como principio que si estamos en ciertas rela-ciones morales con las cosas del mundo, tenemos que obe-decer siempre a la ley moral; y a esto se añade el deber deactuar con todo nuestro poder para que exista semejante rela-ción (un mundo adecuado a los fines morales supremos). Enlo cual el hombre se piensa en analogía con la vi divinidad, lacual, aunque subjetivamente no necesite nada externo, nopuede ser pensada como cerrada en sí misma, sino que inclu-so por la conciencia de su suficiencia está determinada a pro-ducir fuera de sí el bien supremo: necesidad (en el hombre esdeber) que nosotros no podemos representar en el ser su-premo sino como exigencia moral. Por esto, en el hombre, elmóvil que yace en la idea del supremo bien posible en elmundo mediante su colaboración no es la propia felicidadintentada en ello, sino sólo esa idea como fin en sí mismo,por consiguiente su persecución como deber. Pues esta ideano contiene simplemente la perspectiva de la felicidad, sinosólo la de una proporción entre la felicidad y la dignidad delsujeto, cualquiera sea éste. Pero una determinación de la vo-luntad, que se limita a sí misma y limita su intención a esacondición de pertenecer a semejante todo, no es interesada.

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    voluntad (por tanto también la felicidad); pero deese objeto e incluso de todo fin que se puede tenerse hace en esto completa abstracción. Así, en lacuestión del principio de la moral se puede omitir to-talmente y dejar a un lado (como episódica) la doc-trina del bien supremo como fin final de una voluntaddeterminada por la moral y conforme a sus leyes;como también se muestra en la continuación: cuan-do se trata el punto propiamente litigioso no se con-sidera esa cuestión, sino sólo la referida a la moraluniversal.

    b. El señor Garve expresa esas tesis del si-guiente modo: "el virtuoso jamás puede ni debe de-satender ese punto de vista (el de la propiafelicidad), pues de lo contrario perdería completa-mente el camino que lleva al mundo invisible y a laconvicción de la existencia de Dios y de la inmorta-lidad, convicción sin embargo absolutamente nece-saria, según esa teoría, para dar al sistema moralfirmeza y solidez"; y para compendiar la suma de lasafirmaciones que me atribuye concluye así: "A con-secuencia de esos principios el virtuoso se esfuerzaincesantemente por ser digno de la felicidad, pero encuanto es verdaderamente virtuoso jamás se esfuerzapor ser feliz". (La expresión en cuanto (in so fern) in-

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    troduce aquí una ambigüedad que primero hay quecancelar. Puede significar en el acto en que el hombrecomo virtuoso se somete a su deber; y aquí estaproposición concuerda perfectamente con mi teoría.O bien: si el hombre es en general sólo virtuoso, yentonces incluso cuando no se trata del deber y nohay lugar de transgredirlo, no debe de ningún modoreferirse a la felicidad; lo que contradice completa-mente mis afirmaciones).

    Estas objeciones no son pues sino malen-tendidos (pues no puedo tenerlas por inter-pretaciones tendenciosas), cuya posibilidad tendríaque extrañar si la propensión humana de seguir elpropio pensamiento habitual en el enjuiciamiento delos pensamientos ajenos, y de introducir aquél enestos, no explicara suficientemente tal fenómeno

    Ahora bien, a ese tratamiento polémico delmencionado principio moral le sigue una afirmacióndogmática de lo contrario. En efecto, el señor Garveargumenta analíticamente así: "En el orden de losconceptos es necesario que la percepción y la diferen-ciación de los estados, por lo cual se le da a uno lapreferencia sobre el otro, precedan a la elección deuno entre ellos y, por consiguiente, a la predetermi-nación de cierto fin. Pero un estado que un ser do-

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    tado de la conciencia de sí y de su estado prefiere aotra manera de ser en el momento en que ese estadoestá presente y él lo percibe, es un buen estado; y unaserie de tales buenos estados es el concepto más ge-neral que expresa la palabra felicidad". - Además:"Una ley supone motivos, pero los motivos supo-nen una previa diferencia percibida entre un estadomejor y uno peor. Esta diferencia percibida es elelemento del concepto, -de felicidad, etc." Además:"De la felicidad, en el sentido más general de la pala-bra, surgen los motivos de todo esfuerzo; por consiguientetambién del cumplimiento de la ley moral. Primerotengo que saber de manera general que algo es bue-no antes de poder preguntar si el cumplimiento delos deberes morales cae bajo la rúbrica del bien; elhombre tiene que tener un móvi1 que lo ponga enmovimiento antes de que se le pueda proponer unobjetivo al cual ese movimiento debe tender".*

    * Esto es precisamente en lo que insisto. El móvil que elhombre puede tener de antemano, antes de que se le pro-ponga un objetivo (fin), no puede ser manifiestamente otroque la ley misma por el respeto que ésta inspira - (sin deter-minar cuáles fines se pueden tener y alcanzar por el cumpli-miento de la ley). En efecto, la ley con respecto a lo formaldel arbitrio es lo único que queda cuando he eliminado la

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    Este argumento no es más que un juego con laambigüedad de la palabra: el bien (das Gute): sea quese lo oponga, en tanto bueno en sí e incondiciona-damente, al mal en sí (Böse), sea que se lo compare,en tanto bueno que siempre lo es sólo condiciona-damente, con el bien peor o mejor, puesto que elestado que resulta de la elección del último es sóloun estado comparativamente mejor, pero que en símismo puede ser malo. La máxima que prescribe laobservación incondicionada, sin referencia a fin al-guno puesto como fundamento, de una ley del librearbitrio que manda categóricamente (esto es, del de-ber) se diferencia esencialmente, esto es, según la espe-cie, de la máxima de perseguir el fin (que en generalse llama felicidad) que la naturaleza misma nos asig-na como motivo de cierta manera de obrar. Pues laprimera máxima es buena en sí misma, la segundano lo es en modo alguno; puede, en caso de colisióncon el deber, ser muy mala. En cambio, cuandocierto fin es puesto como fundamento, por tantocuando ninguna ley manda incondicionadamente(sino sólo bajo la condición de ese fin), dos accio-nes opuestas pueden ser ambas buenas de modo materia del arbitrio -, (el objetivo, como la llama el señor

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    condicionado, una puede ser sólo mejor que la otra(y ésta entonces podría ser llamada comparativa-mente mala).

    Y lo mismo ocurre con todas las acciones cuyomotivo no es la ley racional incondicionada (deber),sino un fin puesto arbitrariamente por nosotroscomo fundamento, pues éste pertenece a la suma detodos los fines cuyo logro es llamado felicidad; yuna acción puede aportar más, otra menos, a mi di-cha, y en consecuencia puede ser mejor o peor queotra. Pero la preferencia de un estado de la determina-ción de la voluntad a otro es meramente un acto dela libertad (res merae facultatis, como dicen los juris-tas), en el que de ningún modo se toma en conside-ración la cuestión de saber si esa determinación dela voluntad es en sí buena o mala, siendo entoncesindiferente a una u otra determinación.

    Un estado que consiste en estar ligado conciertofin dado, que prefiero a cualquier otro de la misma espe-cie, es un estado comparativamente mejor, a saber,en el campo de la felicidad (a la que la razón jamásreconoce como bien sino de manera solamente con-dicionada: en la medida en que uno es digno de

    Garve).

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    ella). Pero aquel estado en que, en caso de colisiónde ciertos de mis fines con la ley moral del deber,soy consciente de preferir este último (el deber), noes meramente un estado mejor, sino el único que esbueno en sí: es un bien de un campo por entero di-verso, en el que no se consideran en modo algunofines que se me puedan ofrecer (por tanto tampocose considera la suma de los mismos, la felicidad), yen el que lo que constituye el fundamento de deter-minación del arbitrio no es la materia del arbitrio(un objeto que le es dado como fundamento),sino lasimple forma de la legislación universal de su má-xima. Por consiguiente no se puede decir en modoalguno que todo estado que prefiero a cualquier otromodo de ser sea atribuido por mí a la felicidad. Puesprimero tengo que estar seguro de que no obracontra mi deber; sólo después me es permitido mi-rar por la felicidad, en cuanto pueda conciliarla conese estado moralmente (y no físicamente) bueno quees el mío.*

    * La felicidad contiene todo (y también nada más que) lo quela naturaleza puede procurarnos, pero la virtud contiene loque nadie sino el hombre mismo puede darse o quitarse. Sicontra esto se dice que al separarse de la virtud el hombrepuede por lo menos acarrearse reproches Y una pura censura

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    Por cierto, la voluntad ha de tener motivos; peroestos no son ciertos objetos referidos al sentimientofísico, propuestos como fines, sino nada más que laley incondicionada misma; y la disposición de lavoluntad a encontrarse bajo la ley, como coacciónincondicionada, se llama sentimiento moral; el cual noes entonces causa sino efecto de la determinación dela voluntad, y del cual no tendríamos en nosotros lamenor percepción si esa coacción no lo precediera.Por esto la vieja cantilena que dice que ese senti-miento, por tanto un placer que nos damos comofin, constituye la causa primera de la determinaciónde la voluntad, que por tanto la felicidad (a la queese placer pertenece como elemento) constituye elfundamento de toda necesidad objetiva de lograr,por tanto de toda obligación -esa cantilena formaparte de las frivolidades sutiles: cuando no se puede moral de sí mismo, por tanto insatisfacción y en consecuen-cia puede volverse infeliz: todo esto podemos acaso conce-derlo. Pero de esa pura insatisfacción moral (que resulta node consecuencias de la acción desventajosas para el hombre,sino de la ilegalidad de la misma) solo es capaz el virtuoso, oel que está en camino de serio. Por consiguiente la insatisfac-ción no es la causa, sino el efecto de que él es virtuoso; y elmotivo de ser virtuoso no podría ser sacado de esa infelici-dad (si se quiere llamar así al dolor que brota de una malaacción).

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    dejar de preguntar por la asignación de una causa adeterminado efecto, se termina por hacer del efectola causa de sí mismo.

    Llego ahora al punto que nos concierne, pro-piamente aquí, a saber: establecer y probar medianteejemplos el presunto interés contradictorio entre lateoría y la práctica en filosofía. La mejor prueba deello la da el señor Garve en su mencionado Tratado.Dice primeramente (al hablar de la diferencia que yoencuentro entre una doctrina que nos enseña cómollegar a ser felices y la que nos enseña cómo llegar aser dignos de la felicidad): “Confieso por mi parte quecomprendo muy bien esa división de las ideas en micabeza, pero que no encuentro en mi corazón esa divi-sión de los deseos y de los esfuerzos; incluso nocomprendo cómo un hombre puede tener concien-cia de haber apartado absolutamente su anhelo defelicidad y de haber ejercido así el deber de modototalmente desinteresado".

    Respondo primeramente al último punto: con-cedo de buena gana que ningún hombre puede tenerconciencia con certeza de haber ejercido su deber demodo totalmente desinteresado, pues esto pertenecea la experiencia interna, y para tener conciencia delestado de la propia alma habría que tener una repre-

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    sentación perfectamente clara de todas las repre-sentaciones accesorias y de todas las consideracio-nes que la imaginación, el hábito y la inclinaciónasocian al concepto de deber; pero en ningún casoesta representación puede ser exigida; además lainexistencia de algo (por tanto también la de unaventaja pensada en secreto) no puede ser en generalobjeto de experiencia. Pero que un hombre debe ejer-cer su deber de manera completamente desinteresaday que tiene que separar totalmente su anhelo de felici-dad del concepto de deber, para tenerlo así total-mente puro: de esto es muy claramente consciente;o, si cree no serlo, se le puede exigir que lo sea en lamedida en que está en su poder serlo: pues es jus-tamente en esa pureza donde se ha de encontrar elverdadero valor de la moralidad, y el hombre tieneigualmente que poderlo. Quizá jamás un hombrehaya podido ejercer de manera completamente de-sinteresada (sin mezcla de otros móviles) su deberreconocido y honrado por él; quizá jamás haya unoque lo logre incluso con el mayor esfuerzo. Pero, enla medida en que puede percibirse a sí mismo por elmás cuidadoso autoexamen, devenir consciente nosólo de la ausencia de tales motivos concurrentes,sino más bien de su abnegación con respecto a mu-

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    chos motivos que se contraponen a la idea de deber,por tanto a la máxima de tender a aquella pureza: deesto es capaz; y esto es también suficiente para suobservación del deber. En cambio, hacerse una má-xima de favorecer el influjo de tales motivos, con elpretexto de que la naturaleza humana no permitesemejante pureza (lo que sin embargo el hombre nopuede afirmar con certeza) es la muerte de toda mo-ralidad.

    En lo que se refiere ahora a la breve confesiónprecedente del señor Garve de no encontrar en sucorazón aquella división (propiamente: separación),no tengo escrúpulo alguno en contradecirlo resuel-tamente en su autoacusación y en defender a su co-razón contra su cabeza. Hombre probo, siempreencontró realmente esa división en su corazón (enlas determinaciones, de su voluntad), sólo que estadivisión no quería concordar en su cabeza con losprincipios habituales de las explicaciones psicológi-cas (que se fundan enteramente en el mecanismo dela necesidad natural), en beneficio de la espe-culación y para comprender lo que es in-

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    comprensible (inexplicable): la posibilidad de impe-rativos categóricos (tales como los del deber).*

    Pero cuando el señor Garve dice finalmente:"Tales sutiles diferencias de las ideas se oscurecen yacuando reflexionamos sobre los objetos particulares;pero se pierden totalmente cuando se trata de la acción yse debe aplicarlas a los deseos y a las intenciones.Cuando más simple, rápido y despojado de claras repre-sentaciones es el paso -por el que vamos de la conside-ración de los motivos a la acción real, menosposible es conocer de manera exacta y segura el pe-so determinado añadido por cada motivo para diri-

    * El señor profesor Garve (en sus notas sobre el libro de Ci-cerón sobre los deberes, p. 69 de la ed. de 1783) hace estaconfesión notable y digna de su perspicacia: "Según su con-vicción más profunda la libertad permanecerá siempre inso-luble y jamás será explicada". No se puede absolutamenteencontrar una prueba de su realidad, ni en una evidencia in-mediata ni en una experiencia mediata; y no obstante sinprueba alguna no se la puede admitir. Ahora bien, como unaprueba de la libertad no puede ser extraída de fundamentossimplemente teóricos (pues habría que buscarlos en la expe-riencia) y entonces tiene que extraerse de proposiciones ra-cionales simplemente prácticas, pero no técnico-prácticas(pues estas exigirían a su vez fundamentos empíricos), sinosólo moralmente prácticas, uno tiene que preguntarse porqué el señor Garve no recurrió al concepto de libertad parasalvar al menos la posibilidad de tales imperativos.

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    gir ese paso de tal modo y no de otro" -tengo quecontradecirlo con alta y fervorosa voz.

    El concepto de deber en toda su pureza no sóloes sin comparación más simple, más claro, másaprehensible y más natural para cada uno para eluso práctico que cualquier otro motivo tomado de lafelicidad, o mezclado con ella y referido a ella (loque requiere siempre mucho arte y reflexión), sinoque también en el juicio de la razón humana máscomún, si ese concepto se refiere sólo a la misma y ala voluntad humana separándola e incluso oponién-dola a ese motivo de la felicidad, es un motivo máspoderoso, más penetrante y más prometedor de éxitoque todos los que salen del precedente principiointeresado.

    Sea por ejemplo el siguiente caso: alguien retieneun bien que otro le ha confiado (depositum); el pro-pietario ha muerto y sus herederos no saben ni pue-den saber nada del asunto. Supongamos que lepresentamos este caso a un niño de ocho o nueveaños, agregando que el poseedor de ese depósitoexperimenta en la misma época (sin su culpa) la rui-na completa de su bienestar, que se ve rodeado poruna familia, mujer e hijos, afligida, agobiada por lamiseria, y que puede salir al momento de esa indi-

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    gencia apropiándose de ese depósito que además esfilántropo y caritativo, mientras que los herederosen cuestión son ricos, egoístas y en esto extremada-mente exuberantes y despilfarradores, hasta talpunto que más valdría arrojar al mar ese suplementoa su fortuna. Y preguntemos ahora si en esas cir-cunstancias sería lícito usar ese depósito en prove-cho propio. No es dudoso que el niño interrogadorespondería: ¡no!, y en vez de cualesquiera razonesdirá simplemente: es injusto, es decir, es contrario aldeber.

    Nada más claro que esto, pero verdaderamenteno en el sentido de que la restitución del depósitofavorecería la propia felicidad. Pues si nuestro hom-bre esperara la determinación de su decisión de unaintención de felicidad, podría razonar así: "Si es-pontáneamente devuelves ese bien ajeno a sus ver-daderos propietarios, probablemente terecompensarán por tu honradez; o, si eso no ocurre,ganarás una extensa y buena fama que te puede sermuy provechosa. Pero todo esto es muy incierto. Encambio, muchas reflexiones surgen también: si qui-sieras quedarte con lo que te ha sido confiado parasalirte en seguida de esa estrecha situación, te volve-rías sospechoso al hacer un uso rápido de ese dine-

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    ro: los demás se preguntarían cómo y por qué cami-no as podido mejorar tan pronto tu situación; perosi quisieras hacer un uso lento del depósito, tu mise-ria crecería, sin embargo, hasta ser ya irremediable".Por consiguiente la voluntad que se rige por la má-xima de la felicidad oscila entre móviles acerca de loque debe decidir; pues apunta al éxito y éste es muyincierto; hay que tener una buena cabeza para zafar-se de la presión de las razones en pro y en contra yno engañarse en el balance. Por el contrario, cuandola voluntad se pregunta cuál es en este caso el deber,de ningún modo se turba acerca de la respuesta queha de darse a sí misma, sino que en el acto está se-gura de lo que tiene que hacer. Aún más, si el con-cepto de deber tiene para ella algún valor,experimenta incluso un disgusto ante el solo aventu-rarse en el cálculo de las ventajas que podría procu-rarle su transgresión, exactamente lo mismo que sien este caso tuviera aún la elección.

    Por tanto, que estas diferencias (que, como seacaba de mostrarlo, no son tan sutiles como lo pre-tende el señor Garve, sino que están inscritas en elalma del hombre con los trazos más gruesos y legi-bles) se pierdan totalmente, como él dice, cuando se tratade la acción: he aquí lo que está contradicho por la

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    experiencia de cada uno. No, por cierto, la experien-cia que presenta a la historia de las máximas extraídasde tal o cual principio, pues esa historia prueba,desgraciadamente, que la mayoría de esas máximasprovienen del egoísmo; sino la experiencia, que sólopuede ser interna, de que ninguna idea eleva más alánimo humano y lo activa hasta la exaltación, quejustamente la de una pura disposición moral quevenera el deber sobre todas las cosas, lucha con losinnumerables males de la vida e incluso con sus másseductoras tentaciones y sin embargo triunfa sobreellos (como con derecho admitimos que el hombrees capaz de ello). Que el hombre es consciente deque él puede esto porque él lo debe: esto revela en élun fondo de disposiciones divinas que le hacen ex-perimentar una especie de escalofrío sagrado ante lagrandeza y sublimidad de su verdadera destinación.

    Y si el hombre atendiera a ello con más frecuen-cia, si se lo acostumbrara a despojar enteramente ala virtud de toda la riqueza de su botín de ventajasprocuradas por la observación del deber, y a repre-sentársela en su total pureza; si el uso constante deella se volviera un principio en la enseñanza privaday pública (un método de inculcar deberes que casisiempre ha sido desdeñado), la moralidad de los

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    hombres pronto tendría que mejorar. Que hastaahora la experiencia histórica no haya querido toda-vía probar el buen éxito de la teoría de la virtud esculpa precisamente del falso supuesto que dice queel móvil extraído de la idea del deber en sí mismo esdemasiado sutil para el concepto común, mientrasque al contrario la idea más grosera, sacada de cier-tas ventajas por esperar en este mundo e inclusotambién en el mundo futuro, del cumplimiento de laley (sin atender a esta misma como móvil) tendríamás fuerza sobre el ánimo; y que al conceder a laaspiración a la felicidad la preferencia sobre el he-cho de merecer ser feliz del que la razón hace lacondición suprema, se ha hecho hasta ahora de esaaspiración el principio de la educación y de las pre-dicaciones del púlpito.

    Pues los preceptos que indican a cada uno cómopuede volverse feliz o al menos preservarse del da-ño, no son en modo alguno mandamientos, no obligana nadie; y cada uno puede, una vez que ha sido ad-vertido, elegir lo que le parece bueno, si consienteen padecer lo que le toque. En cuanto a los malesque podría acarrearle el despreciar los consejos quele han sido dados, no tiene razones para tenerlospor castigos: pues estos no alcanzan más que a la

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    voluntad libre, pero contraria a la ley; pero la natu-raleza y la inclinación no pueden dar leyes a la li-bertad. Muy otra cosa ocurre con la idea de deber,cuya transgresión, incluso sin considerar las des-ventajas que resultan de ello, actúa inmediatamentesobre el ánimo y vuelve al hombre condenable ypunible ante sus propios ojos.

    Hay aquí entonces una clara prt4eba de que to-do lo que en la moral es correcto para la teoría tam-bién tiene que valer para la práctica. En su cualidadde hombre, en tanto ser sometido a ciertos deberespor su propia razón, cada uno es entonces un hombrepráctico; y puesto que, en tanto hombre, jamás seemancipa de la escuela de la sabiduría, no puede,como si estuviese mejor instruido por la experienciaacerca de lo que es un hombre y de lo que se puedeexigir de él, remitir a la escuela con soberbio des-precio al partidario de la teoría. Pues toda esa ex-periencia de nada le sirve para sustraerse a la pres-cripción de la teoría; a lo sumo esta experienciapuede enseñarle cómo realizar mejor y más univer-salmente la teoría, si se la ha admitido en sus princi-pios; pero aquí sólo consideramos éstos y no talhabilidad pragmática.

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    II

    DE LA RELACIÓN DE LA TEORÍA CON LAPRÁCTICA EN EL DERECHO POLÍTICO

    (Contra Hobbes)

    Entre todos los contratos, por lo que una mul-titud de hombres se unen en una sociedad (pactumsociale), el que establece una constitución civil entre ellos(pactum unionis civilis) es de una especie tan particularque, aunque desde el punto de vista de la ejecucióntenga mucho en común con los demás (que se diri-gen precisamente a un fin cualquiera que ha de serobtenido en común), se diferencia esencialmente sinembargo de todos los demás en el principio de suinstitución (constitutionis civilis). La unión de muchos

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    hombres en vista de algún fin (común, que todostienen) se encuentra en todos los contratos sociales;pero la unión de esos mismos hombres, que es en símisma un fin (que cada uno debe tener), por consi-guiente la unión en toda relación externa de loshombres en general que no pueden menos que caeren influjo recíproco, es un deber incondicionado yprimero: semejante unión no puede encontrarse si-no en una sociedad que se halle en estado civil, estoes, que constituya una cornunidad. Ahora bien, elfin, que en tal relación externa es en sí mismo debere incluso la suprema condición formal (conditio sinequa non) de todos los restantes deberes externos, esel derecho de los hombres bajo leyes públicas de coacción,mediante las cuales se puede asignar a cada uno losuyo y asegurarlo contra toda usurpación del otro.

    Pero el concepto de un derecho externo en ge-neral procede totalmente del concepto de libertad enla relación externa de los hombres entre sí; y no tie-ne nada que ver con el fin que todos los hombrestienen de manera natural (la intención de alcanzarfelicidad), ni con la prescripción de los medios paralograrlo; de modo que por esa razón ese fin no tieneen absoluto que mezclarse con aquella ley, comofundamento de determinación de ésta. El derecho es

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    la limitación de la libertad de cada uno a la condi-ción de que esta libertad concuerde con la libertadde todos, en tanto esa concordancia es posible se-gún una ley universal; y el derecho público es el con-junto de leyes externas que hacen posible talconcordancia universal. Ahora bien, como toda li-mitación de la libertad por el arbitrio de otro se lla-ma coacción, resulta que la constitución civil es unarelación de hombres libres, que (sin perjuicio de sulibertad en el todo de su unión con otros) están sinembargo bajo, leyes de coacción: y esto porque larazón misma lo quiere así, y ciertamente la razónpura, legisladora a priori, que no considera fin empí-rico alguno (todos los fines empíricos se hallanabarcados por el nombre general de felicidad);cuando se colocan en el punto de vista de ese fin yde lo que cada uno quiere poner en ello, los hom-bres piensan de modos muy diversos, de maneraque su voluntad no puede ser puesta bajo un princi-pio común, ni tampoco entonces bajo una ley exter-na que concuerde con la libertad de los demás

    Así el estado civil, considerado meramente co-mo estado jurídico, se funda en los siguientes prin-cipios a priori:

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    1. La libertad de cada miembro de la sociedad,como hombre.

    2. La igualdad de cada miembro con cualquierotro, como súbdito.

    3. La independencia de cada miembro de una co-munidad, como ciudadano.

    Estos principios son menos leyes que da el Es-tado ya establecido que leyes sólo según las cuales esposible el establecimiento de un Estado, conforme alos puros principios racionales del derecho humanoexterno en general. Así:

    1. La libertad en tanto hombre, cuyo principiopara la constitución de una comunidad expreso enla fórmula: Nadie me puede obligar a ser feliz a sumanera (tal como él se figura el bienestar de losotros hombres), sino que cada uno tiene derecho abuscar su felicidad por el camino que le parezcabueno, con tal que al aspirar a semejante fin noperjudique la libertad de los demás que puede coe-xistir con la libertad de cada uno según una ley uni-versal posible (esto es, con tal que no perjudique esederecho del otro). Un gobierno fundado en el prin-cipio de la benevolencia para con el pueblo, tal co-mo el de un padre para con los hijos, es decir, ungobierno paternal (imperium paternale) en el que entonces,

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    los súbditos, como niños menores de edad incapa-ces de diferenciar lo que les es verdaderamente útilo dañino, están obligados a comportarse de un mo-do meramente pasivo a fin de esperar únicamentedel juicio del jefe de Estado la manera en que debenser felices, y sólo de su bondad el que él lo quieraigualmente, -un gobierno así es el mayor despotismopensable (constitución que suprime toda libertad delos súbditos que, por tanto, no tienen derecho algu-no). El único gobierno pensable para hombres ca-paces de derechos a la vez en relación con labenevolencia del soberano no es un gobierno pa-ternal, sino uno patriótico (imperium non paternale, sedpatrioticum). En efecto, la manera de pensar es patrió-tica cuando cada uno, dentro del Estado (sin excep-tuar a su jefe) considera a la comunidad como elregazo materno, o al país como el suelo paterno delcual y en el cual ha salido él mismo, y al que tieneque legar como una costosa prenda con el solo finde preservar los derechos del país mediante leyes dela voluntad común, sin atribuirse la facultad de usarel país según su capricho incondicionado. Este de-recho de la libertad le corresponde al miembro de lacomunidad en tanto hombre, a saber, en la medida

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    en que éste es un ser que en general es capaz de de-rechos.

    2. La igualdad en tanto súbdito se puede formularasí: cada miembro de la comunidad tiene, con res-pecto a los demás, derechos de coacción, con la solaexcepción del jefe de la misma (porque éste no esmiembro de ella, sino su creador o conservador)que, el único, tiene la facultad de coaccionar, sin es-tar sometido él mismo a una ley de coacción. Perocualquiera que en un Estado se halle bajo leyes essúbdito, por tanto sometido al derecho de coaccióncomo los demás miembros de la comunidad; unosolo está exceptuado (en su persona física o moral),el jefe de Estado, que, él solo, puede ejercer la coac-ción jurídica de todos. Pues si también éste pudieseser coaccionado, no sería el jefe de Estado, y la serieascendente de la subordinación iría al infinito. Perosi hubiese dos (dos personas libres de coacción),ninguna de las dos estaría bajo leyes de coacción, yninguna podría hacerle injusticia a la otra, lo que esimposible.

    Esa igualdad universal de los hombres en unEstado, como súbditos de éste, es sin embargo per-fectamente compatible con la mayor desigualdad, encantidad o en grados, de su propiedad, ya sea supe-

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    rioridad física o espiritual sobre los demás, ya seanbienes de fortuna que les son externos y derechosen general (de los que puede haber muchos) en susrelaciones con los demás, de manera que el bienes-tar de uno depende mucho de la voluntad del otro(el del pobre depende de la del rico), o que uno tie-ne que obedecer (como el hijo a los padres, o la mu-jer al marido) y el otro lo manda, o que uno sirve(como el jornalero) y el otro retribuye, etc. Pero se-gún el derecho (que como decisión de la voluntad ge-neral sólo puede ser uno y que concierne a la formadel derecho, no a la materia o al objeto sobre el quetengo un derecho) todos son, en cuanto súbditos,iguales entre sí, puesto que ninguno puede coaccio-nar a otro sino mediante la ley pública (y medianteel ejecutor de la misma, el jefe de Estado), perotambién mediante ésta cada uno se le resiste en igualmedida, y nadie puede perder esta facultad de coac-cionar (por consiguiente la facultad de tener un de-recho contra otros) sino por el hecho de su propiocrimen, y tampoco nadie puede renunciar por símismo a ese derecho, es decir, por un contrato, porconsiguiente nadie puede hacer, mediante un actojurídico, que no haya derechos, sino sólo deberes,pues de ese modo se privaría a sí mismo del dere-

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    cho de hacer un contrato y éste por tanto se supri-miría a sí mismo.

    Ahora bien, de esta idea de la igualdad de loshombres en la comunidad como súbditos se derivaigualmente la fórmula siguiente: Todo miembro dela comunidad tiene que poder lograr cada grado decondición en la comunidad (grado adecuado a unsúbdito) al que lo pueden llevar su talento, su aplica-ción y su suerte; y sus co-súbditos no pueden impe-dírselo en virtud de una prerrogativa hereditaria (co-mo privilegiados que gozan de cierta condición) queles permitiría mantenerlo eternamente, a él, y a susdescendientes, bajo esa prerrogativa.

    Pues como todo derecho consiste meramente enla limitación de la libertad de los otros a la condi-ción de que ella pueda coexistir con la mía segúnuna ley universal, y como el derecho público (en unacomunidad) es simplemente el estado de una legis-lación real, conforme a ese principio y apoyada porla fuerza, en virtud de la cual todos aquellos que,como súbditos, pertenecen a un pueblo se encuen-tran en estado jurídico (status iuridicum) en general, esdecir en un estado de igualdad de acción y de reac-ción de un libre arbitrio que limita a otro conformecon la ley universal de libertad (este estado se llama

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    estado civil), de esto resulta que el derecho innato decada uno en ese estado (es decir previo a todo actojurídico de su parte) con respecto a la facultad decoaccionar a cualquier otro a permanecer siempredentro de los límites del acuerdo entre el uso de sulibertad y el mío, es el mismo para todos. Ahora bien,como el nacimiento no es ningún acto de quien hanacido y, por tanto, no puede implicar ninguna de-sigualdad del estado jurídico, ni ninguna sumisión aleyes de coacción, salvo la que le es común con to-dos los demás en tanto súbditos del único poderlegislativo supremo, resulta que no puede haberningún privilegio innato de un miembro de la co-munidad, en tanto co-súbdito, sobre otro; y nadiepuede legar el privilegio del rango que tiene en lacomunidad a sus descendientes; por tanto tampocopuede, como si su nacimiento lo calificara para lacondición señorial, impedir coactivamente a otrosque lleguen por mérito propio a los grados superio-res de la subordinación (de lo superior y de lo inferior,sin que uno sea imperans y el otro subjectus). Puede le-gar todo lo demás que es cosa (lo no concerniente ala personalidad) y puede ser adquirido como pro-piedad y también enajenado por él, y así puede pro-ducir en una serie de descendientes una

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    considerable desigualdad de los medios de fortunaentre los miembros de una comunidad (mercenarioy locatario, propietario rural y peones agrícolas,etc.); sólo que no debe impedir que estas personastengan la facultad, si su talento, su aplicación y susuerte lo hacen posible, de ascender a circunstanciasiguales. Pues de otro modo podría coaccionar sinser a su vez coaccionado por la reacción de losotros, y se elevaría por encima del grado deco-súbdito.

    Ningún hombre que vive en un estado jurídicopuede perder esa igualdad, a no ser por su propiocrimen, pero jamás por contrato o por violencia deguerra (occupatio bellica); pues no puede por acto jurí-dico alguno (ni el propio ni el ajeno) dejar de serdueño de sí mismo, y entrar en la clase de los ani-males domésticos, que se usan para todo servicio,como se quiera, y a los que se mantiene en ese esta-do sin su consentimiento, tanto tiempo como sequiera, aunque con la limitación de no estropearloso matarlos (limitación que a veces es sancionada porla religión, como ocurre entre los indios). Se puedeconsiderar feliz a un hombre de cualquier condicióncon tal de que sea consciente de que sólo dependede sí mismo (de su poder o de su voluntad formal),

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    o de circunstancias de las que no puede culpar aotro, y que no depende de la voluntad irresistible deotro, el hecho de que no se eleve al mismo rango delos demás, quienes, en tanto sus co-súbditos, no tie-nen, en cuestión de derecho, ventaja alguna sobre él.

    3. La independencia (sibisufficientia) de un miembrode la comunidad como ciudadano, esto es, como co-legislador. En cuanto a la legislación misma, todoslos que son libres e iguales bajo leyes públicas yaexistentes, no deben sin embargo ser consideradoscomo iguales en lo referente al derecho de dar esasleyes. Quienes no son capaces de ese derecho estánsin embargo, en tanto miembros de la comunidad,sometidos a la obediencia de esas leyes y de estemodo participan en la protección que ellas aseguran;sólo que no como ciudadanos, sino como protegidos.Ocurre que todo derecho depende de leyes. Perouna ley pública que determina para todos lo que de-be serles jurídicamente permitido o prohibido es elacto de una voluntad pública, de la que surge tododerecho y que, por consiguiente, no tiene que co-meter injusticia contra nadie. Pero esta voluntad nopuede ser otra sino la del pueblo todo (todos deci-diendo sobre todos, y por consiguiente cada unosobre sí mismos; pues sólo con respecto a sí mismo

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    nadie puede ser injusto. Pero si es un otro que unomismo, la simple voluntad de un individuo diferenteno puede decidir acerca de él nada que podría noser injusto; por tanto su ley exigiría aún otra ley quelimitara su legislación, por lo que ninguna voluntadparticular puede legislar para una comunidad. (Pro-piamente concurren, para constituir ese concepto,los conceptos de libertad externa, de igualdad, y deunidad de la voluntad de todos, siendo la independen-cia la condición de esta unidad, puesto que el votoes requerido cuando libertad e igualdad están reuni-das). Se llama esta ley fundamental que sólo puedesurgir de la voluntad general (unida) del pueblo, elcontrato originario.

    Ahora bien, el que tiene derecho de voto en esalegislación se llama ciudadano (citoyen, esto es, ciuda-dano del Estado (Staatsbürger) y no ciudadano de laciudad [Stadtbürger], bourgeois). La cualidad que seexige para ello, fuera de la cualidad natural (no ser niniño ni mujer), es esta única: que el hombre sea supropio señor (sui iuris), por tanto que tenga algunapropiedad (abarcando bajo este término cualquier ha-bilidad, oficio o talento artístico o ciencia) que lomantenga; es decir, que en los casos en que es otroquien le permite ganarse la vida, sea necesario que la

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    gane sólo por enajenación de lo que es suyo*, y no con-sintiendo que hagan uso de sus fuerzas, y por tantoes necesario que no esté al servicio (en el sentido pro-pio de la palabra) de ningún otro que no sea la co-munidad. Ahora bien, en esto los gremios y losgrandes (o pequeños) propietarios son todos igualesentre sí, en el sentido de que cada uno no tiene de-recho más que a un voto. Pues con respecto a estosúltimos, sin plantear incluso la cuestión de sabercómo ha podido ocurrir con derecho que alguien

    * El que fabrica una obra (Opus) puede entregarla a otro porenajenación como si fuera su propiedad. Pero la praestatio operaeno es una enajenación. El doméstico, el dependiente de co-mercio, el jornalero, incluso el peluquero son meramente ope-rarii, no artifices (en el sentido más amplio de la palabra), y noson miembros del Estado, por lo que no están calificadospara ser ciudadanos. Aunque aquel a quien encargo renovarmi leña, y el sastre, a quien le doy mi paño para que me hagacon él un traje, parecen encontrarse para conmigo en relacio-nes completamente semejantes, sin embargo el primero sediferencia del segundo como el peluquero del fabricante depelucas (a quien he podido igualmente darle el cabello paraque haga con él una peluca), por tanto como el jornalero sediferencia del artista o del artesano, que hace una obra que lepertenece mientras no le sea pagada. Este último, en tantofabricante, cambia su propiedad con otro (opus), el primerocambia el uso de sus fuerzas que concede a otro (opera). Con-fieso que es difícil determinar los requisitos para poder pre-tender la condición de hombre que es su propio señor.

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    llegara a apropiarse de más tierra de la que podíautilizar con sus propias manos (pues la adquisiciónpor conquista guerrera no es en modo alguno ad-quisición primera) y cómo ha podido ocurrir' quemuchos hombres que, de otro modo, habrían podi-do en conjunto adquirir un estado estable de pro-piedad se han visto reducidos por ello a servir alprecedente para poder vivir, sería ya contradecir elprecedente principio de igualdad el que una ley lesacordara el privilegio que permitiría a sus descen-dientes sea permanecer siempre grandes propie-tarios (de feudos), sin que les fuese permitido ven-der o dividir sus bienes por transmisión hereditariapara que más gente del pueblo aprovechara de ellos,sea que nadie pudiera adquirir parte alguna de esosbienes, en el caso en que la división estuviese per-mitida, a menos de pertenecer a cierta clase dehombres arbitrariamente constituida con ese fin. Loque significa que el gran propietario suprime otrostantos propietarios más pequeños con sus votos,que podrían tomar su lugar; así no vota en nombrede estos otros y por tanto no tiene más que un voto.Por consiguiente, como sólo de la capacidad, de lahabilidad y de la suerte de cada miembro de la co-munidad hay que hacer depender la posibilidad para

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    todos del adquirir el todo y para cada uno la de ad-quirir una parte, pero como también esta diferenciano puede ser tomada en cuenta en la legislación ge-neral, resulta que hay que juzgar la cantidad de vo-tantes destinados a legislar según la cantidad deposeedores, y no según la importancia de las pose-siones.

    Pero es necesario también que todos los que tie-nen ese derecho de voto hagan concordar sus votoscon esa ley de justicia pública, pues de lo contrarioocurriría un conflicto de derecho entre los que nohacen concordar sus votos y los precedentes, con-flicto que exigiría un principio de derecho superiorpara ser resuelto. Si, entonces, no se puede esperaresa unanimidad por parte de un pueblo entero, y sipor tanto no se puede esperar alcanzar más que unamayoría de votos, provenientes por cierto no devotantes directos (en el caso de un pueblo grande),sino sólo de delegados a título de representantes delpueblo, será el principio mismo que radica en con-tentarse con esa mayoría, en tanto principio admiti-do con el acuerdo general, por tanto mediante uncontrato, el que tendrá que ser el principio supremodel establecimiento de una institución civil.

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    CONCLUSIÓN

    Hay aquí entonces un contrato originario sólo so-bre el cual se puede fundar entre los hombres unaconstitución civil, por tanto enteramente legítima, yconstituir una comunidad. Pero ese contrato (llama-do contractus originarius o pactum sociale), en tanto coali-ción de cada voluntad particular y privada, en unpueblo, en una voluntad general y pública (con el finde una legislación únicamente jurídica), no ha de sersupuesto como un hecho (e incluso no es posible su-ponerlo como tal) como si ante todo hubiese quecomenzar por probar por la historia que un pueblo,en cuyos derechos y obligaciones hemos entrado atítulo de descendientes, hubo de ejecutar realmenteun día tal acto y dejarnos acerca de él, oralmente opor escrito, un informe seguro o un documento, pa-

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    ra considerarse obligado a una constitución civil Yaexistente. Se trata, al contrario, de una simple idea dela razón, pero que tiene una realidad (Realität)(práctica) indudable en cuanto obliga a cada legisla-dor a que dé sus leyes como sí éstas pudieran haberemanado de la voluntad colectiva de todo un puebloy a que considere a cada súbdito, en tanto éste quie-ra ser ciudadano, como si hubiese contribuido aformar con su voto una voluntad semejante. Puesésta es la piedra de toque de la legitimidad de todaley pública. En efecto, si la ley estuviera constituidade tal modo que fuera imposible que todo un pueblopudiese prestarle acuerdo (si, por ejemplo, una ley de-cretara que cierta clase de súbditos debe poseer here-ditariamente el privilegio de la nobleza), no seríajusta; pero si es sólo posible que un pueblo le presteacuerdo, es entonces un deber tener la ley por justa,incluso suponiendo que el pueblo se halle en el pre-sente en una situación o en una disposición de sumanera de pensar tales que, si se lo interrogara a eserespecto, rehusaría probablemente su asentimiento.*

    * Si, por ejemplo, se impusiera una contribución de guerraproporcional a todos los súbditos, éstos no podrían decir,porque esa contribución es gravosa, que es injusta, por opi-nar que esa guerra es innecesaria, pues no están facultados

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    Pero es manifiesto que esa limitación vale sólopara el juicio del legislador, no para el del súbdito.Si, entonces, un pueblo que se halla bajo cierta le-gislación actualmente en vigor juzgara que es muyprobable que pierda su felicidad, ¿qué ha de hacer?,¿debe acaso resistir? La respuesta sólo puede ser: notiene nada que hacer sino obedecer. Pues aquí no setrata de la felicidad que el súbdito puede esperar deuna institución o del gobierno de la comunidad, si-no ante todo únicamente del derecho que se le debeasegurar a cada uno por ese medio: éste es el princi-pio supremo del que tienen que derivar todas lasmáximas referidas a una comunidad, y no puede serlimitado por ningún otro. Respecto a lo primero (ala felicidad), ningún principio universalmente válidopuede ser dado como ley. En efecto, tanto las cir-cunstancias como también la ilusión plena de con- para juzgar esto; en cambio, puesto que permanece siempreposible que la guerra sea inevitable y el impuesto indispensa-ble, es necesario que éste sea tenido por legítimo según eljuicio de los súbditos. Pero si, en esa guerra, se importunara aciertos propietarios con requisiciones y se perdonase a otrosde igual condición, es fácil de ver que el conjunto del pueblono podría concordar con semejante ley y está autorizado aactuar contra la misma, al menos mediante representaciones,porque no puede tener por justo ese reparto desigual de lascargas.

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    tradicciones y además siempre cambiante en las queel individuo pone su felicidad (pero nadie puedeprescribirle donde puede poner la felicidad) hacenque todo principio firme sea imposible y en sí mis-mo inútil para fundar una legislación. La proposi-ción: Salus publica suprema civitatis lex est mantieneintactos su valor y autoridad; pero la salud públicaque se ha de considerar en primer lugar es precisamen-te esa constitución legal que asegura la libertad decada uno mediante leyes: en lo cual cada uno es muydueño de buscar su felicidad en el modo que le pa-rezca mejor, con tal solamente que no dañe la liber-tad legal general, es decir, el derecho de los demásco-súbditos.

    Si el poder supremo da leyes dirigidas directa-mente a la felicidad (al bienestar de los ciudadanos,a la población, etc.) no lo hace con el fin del estable-cimiento de una constitución civil, sino simplementecomo medio de asegurar el estado jurídico, princi-palmente contra los enemigos externos del pueblo.En esto el jefe de Estado tiene que estar facultadopara juzgar él mismo, y sólo él, si tales medidas sonnecesarias para la prosperidad de la comunidad,prosperidad que es indispensable para asegurar lapotencia y solidez de la comunidad tanto en lo inte-

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    rior como contra los enemigos externos; pero noestá facultado para hacer que el pueblo, por así de-cirlo, sea feliz contra su voluntad, sino únicamentepara hacer que el pueblo exista como comunidad.*

    Cuando se trata de juzgar si se ha sido prudente ono al tomar tal medida, es verdad que el legisladorpuede equivocarse, pero éste no es el caso cuandose pregunta a sí mismo si la ley concuerda o no conel principio del derecho, pues aquí dispone, e in-cluso a priori, a manera de pauta infalible, de esa ideadel contrato originario (y no necesita, como en elcaso del principio de la felicidad, esperar experien-cias que le enseñen ante todo si sus medidas soneficaces). Pues con tal que no haya contradicción en,que todo un pueblo conceda unánimente su voto auna ley semejante, por penoso que le sea aceptarla,esa ley es conforme al derecho. Pero si una ley pú-blica es conforme al derecho, por tanto irreprocha-ble desde este punto de vista (irreprensible), se une

    * Entre esas medidas se encuentran ciertas prohibiciones deimportar que favorecen la producción en beneficio de losintereses de los súbditos, y no en provecho de los extranje-ros, y estimulan la aplicación de los demás, pues sin el bie-nestar del pueblo el Estado no dispondría de fuerzassuficientes para oponerse a los enemigos externos o paraconservarse a sí mismo como comunidad.

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    con ella la facultad de coaccionar, así como, por otraparte, la prohibición de oponerse a la voluntad dellegislador, incluso si no es por actos; es decir, que elpoder en el Estado que da a la ley su efecto es talque no se puede resistirlo (es irresistible), y no haycomunidad que tenga existencia de derecho sin unpoder semejante, tal que suprima toda resistenciainterior, pues esta resistencia se inspiraría en unamáxima que, si fuese universalizada, aniquilaría todaconstitución civil v exterminaría el único estado enque los hombres pueden estar en posesión de dere-chos en general.

    De aquí se sigue que toda oposición al poderlegislativo supremo, toda sublevación que permitatraducir en actos el descontento de los súbditos,todo levantamiento que estalle en rebelión es, enuna comunidad, el crimen más grave y condenable,pues arruina el fundamento mismo de lacomunidad. Y esta prohibición es incondicionada,hasta tal punto que cuando incluso ese poder o suagente, el jefe de Estado, han violado hasta elcontrato originario y de ese modo se handesposeído, a los ojos del súbdito, del derecho deser legisladores, puesto que autorizan al gobierno aproceder de manera absolutamente violenta

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    (tiránica), sin embargo al súbdito no le estápermitida resistencia alguna en tantocontraviolencia. Esta es la razón: porque en unaconstitución civil ya subsistente el pueblo no tienemás el derecho de determinar un juicio estableacerca del modo en que esa constitución debe sergobernada. Pues supongamos que tenga esederecho, y precisamente el derecho de oponerse a ladecisión del jefe real de Estado, ¿quién debe decidirde qué lado está el derecho? No puede hacerloninguno de los dos, pues sería juez en su propiacausa. Se necesitaría entonces que hubiera un jefepor encima del jefe para decidir entre éste y elpueblo, lo que es contradictorio. Tampoco se puedehacer que intervenga aquí un derecho de necesidad(ius in casus necessitatis), que por lo demás en calidadde presunto derecho de cometer injusticia en la extremanecesidad (física) es un absurdo,* ni que suministre

    * No hay otro casus necessitatis que el caso en que entran deberesen conflicto mutuo: a saber, un deber incondicionado y otro (porimportante que pueda ser) condicionado; por ejemplo, si se trata deprevenir un desastre del Estado por medio de la traición de unhombre que mantiene con otro una relación semejante a la delpadre con el hijo. Prevenir el mal que amenaza al Estado es undeber incondicionado, pero prevenir el que amenaza a un hom-bre no es más que un deber bajo condición (la de que ese hom-bre no sea culpable de un crimen contra el Estado). Si el hijo

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    la clave que permitiría levantar la barrera que limitael poder propio del pueblo. Pues el jefe de Estadopuede justificar su duro proceder para con lossúbditos por la rebeldía de éstos, así como lossúbditos pueden justificar su rebelión contra el jefede Estado quejándose de una pena inmerecida, ¿yquién decidirá en este caso? El que se encuentre enposesión de la administración pública suprema de lajusticia, y es precisamente el jefe de Estado el únicoen poder hacerlo; y por tanto nadie, dentro de lacomunidad, puede tener el derecho de disputarle esaposesión.

    Encuentro sin embargo a hombres respetablesque afirman ese derecho del súbdito a oponerse por

    denunciara el intento del padre a la autoridad, lo haría quizá conla mayor repugnancia, pero constreñido por la necesidad (moral).Pero si se dijera de un hombre que arrebata el tablón a otro náu-frago para salvar su propia vida, que la necesidad (física) le da elderecho de hacerlo, esto sería totalmente falso. Pues conservarmi vida es sólo un deber bajo condición (la de que ello puedahacerse sin crimen); pero es un deber incondicionado no quitarlela vida a otro que no me hiere y que no me pone en Peligro deperder la mía. Sin embargo los profesores de derecho civil gene-ral proceden de modo enteramente consecuente al concederautorización jurídica a ese auxilio de necesidad [Nothülfe]. Pues laautoridad no puede unir castigo alguno con la prohibición, puestoque ese castigo tendría que ser la muerte. Pero sería una ley ab-surda la de amenazar de muerte a alguien que en situaciones peli-grosas no se entregaría voluntariamente a la muerte.

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    la fuerza a su jefe en ciertas circunstancias, entre loscuales sólo quiero mencionar aquí al muy prudente,preciso y modesto Achenwall en sus lecciones dederecho natural.* Dice: "Si el peligro que amenaza ala comunidad proveniente del hecho de que se so-porta desde hace mucho tiempo la injusticia del so-berano es más importante que el peligro que sería detemer en caso de tomar las armas contra él, enton-ces el pueblo se le puede resistir, infringir su con-trato de sumisión en favor de ese derecho y destro-narlo como tirano". Y concluye asi: "De tal modo(con relación a su anterior soberano) el pueblo re-torna al estado de naturaleza".

    Creo sinceramente que ni Achenwall ni ningunode los honrados hombres que razonadamente con-cuerdan con él sobre esa cuestión hubiesen aconse-jado o aprobado, llegado el caso, empresas tanpeligrosas; además, apenas es dudoso que si hubie-sen fracasado esos levantamientos por los que Sui-za, los Países Bajos o incluso Gran Bretañaalcanzaron sus actuales constituciones, reputadascomo tan felices, los lectores de la historia de esoslevantamientos no verían en la ejecución de sus au-

    * Ius Naturae. Editio Sta. Pars. posterior, §§ 203-206

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    tores, ahora tan ensalzados, sino el merecido castigode los grandes criminales nacionales. Pues el resul-tado se entremete habitualmente en nuestra aprecia-ción de los fundamentos del derecho, aunque eseresultado sea incierto, mientras que los fundamentosson ciertos. Pero es claro que en lo concerniente aestos últimos -incluso si se admite que mediante tallevantamiento no se comete injusticia alguna contrael soberano del país (quien eventualmente habríaviolado una joyeuse entrée considerada como un pactofundamental real con el pueblo)- el pueblo, con esemodo de tratar de hacer justicia a esos principios,habría cometido injusticia en altísimo grado, puesese modo (si se lo admite como máxima) vuelve in-segura toda constitución jurídica e introduce el esta-do de una completa ausencia de ley (status naturalis)en el que todo derecho cesa por lo menos de tenerefecto. Sólo quiero advertir acerca de esa propen-sión que lleva a muchos autores bien pensantes ahablar en favor del pueblo (para su perdición) que lamisma proviene en parte de la ilusión habitual queconsiste en hacer intervenir en sus juicios el princi-pio de la felicidad cuando se trata del principio delderecho; en parte también del hecho de que, por nohaber encontrado un contrato realmente propuesto

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    a la comunidad, aceptado por su soberano y sancio-nado por ambos, toman la idea de un contrato ori-ginario, idea que siempre se encuentra comofundamento en la razón, por algo que tiene que ocu-rrir realmente, y de esta manera piensan conservarpara el pueblo la facultad de abandonarlo a discre-ción en el caso de una violación grosera, por lo me-nos según la propia apreciación del pueblo.*

    Se ve aquí claramente cuánto mal ocasiona, in-cluso en el derecho político, el principio de la felici-dad (que propiamente no es principio algunodeterminado); ocasión a tanto mal como en la mo-

    * Cualquiera fuere la violación del contrato real entre el pue-blo y el soberano, en tal caso el pueblo no puede reaccionaren el acto como comunidad, sino sólo por facción. Pues comola constitución en vigor hasta entonces ha sido destruida porel pueblo, es necesario ante todo organizar una nueva comu-nidad. Aquí ocurre ahora el estado de anarquía con todos sushorrores, que al menos son posibles por ese estado; y la in-justicia que ocurre allí es entonces la que cada partido cometecontra otro en el seno del pueblo, como surge claramente enel ejemplo citado en que los súbditos sublevados de ese Es-tado quisieron finalmente imponer por la fuerza a los otrosuna constitución que habría sido mucho más opresiva que laque acababan de abandonar, pues habrían sido devoradospor los clérigos y los aristócratas, mientras que bajo un sobe-rano que reinara sobre todos habrían podido esperar unamayor igualdad en el reparto de las cargas del Estado.

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    ral, incluso entendiéndolo en la opinión más favo-rable de quien lo enseña., El soberano quiere hacerfeliz al pueblo según su particular concepto, y sevuelve déspota; el pueblo no quiere desistir de lageneral pretensión humana ala felicidad, y se vuelverebelde. Si se hubiese preguntado ante todo qué co-rresponde al derecho, (donde los principios estánestablecidos a priori y donde el empirista no puedechapucear), la idea de contrato social habría conser-vado su indiscutible autoridad; pero no como hecho(como lo quiere Danton, que, a falta de tal contrato,declara nulos y sin valor todos los derechos que seencuentran en la constitución civil realmente exis-tente así como toda propiedad) sino únicamentecomo principio racional de la apreciación de todaconstitución jurídica pública en general. Y se dis-cerniría que, antes de que exista la voluntad general,el pueblo no posee ningún derecho de coaccióncontra su soberano, puesto que sólo por medio deeste último el pueblo puede coaccionar jurídica-mente; pero sí esa voluntad existe, tampoco el pue-blo podría ejercer coacción contra el soberano, puesen este caso sería el pueblo el soberano supremo;por tanto, el pueblo jamás dispone de un derecho

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    de coacción contra el jefe del Estado (un derecho deresistencia en palabras o en actos).

    Vemos también que esta teoría se confirma sufi-cientemente en la práctica. En la constitución deGran Bretaña, en la que el pueblo interviene mucho,como 'si fuera el modelo para el mundo entero, ob-servamos sin embargo que nada se dice acerca de lafacultad que pertenece al pueblo en caso de que elmonarca violara el contrato de 1688; por tanto, si elmonarca quisiera violarlo, queda reservada secreta-mente una rebelión contra él, pues no hay ley algunaal respecto. Pues que la constitución contenga unaley que contemple este caso, que autorice el derro-camiento de la constitución subsistente, de dondederivan todas las leyes particulares (suponiendotambién que el contrato fuera violado), es una claracontradicción, pues la constitución tendría entoncesque contener también un poder opuesto públicamenteconstituido,* se necesitaría por tanto que hubiera toda-

    * Dentro del Estado ningún derecho puede ser silenciadopérfidamente, por así decirlo, mediante una, restricción se-creta, y menos aún el derecho que el pueblo se arroga entanto perteneciente a su constitución, puesto que hay quepensar todas sus leyes como emanadas de una voluntad pú-blica. Sería necesario entonces, si la constitución autorizara la

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    vía un segundo jefe de Estado que asegurara los de-rechos del pueblo contra el primero, pero haría faltaentonces todavía un tercero para decidir de parte decuál de los dos está el derecho

    También esos conductores del, pueblo (esostutores, si se quiere) han temido una acusación deese tipo si por ventura su empresa fracasaba: al mo-narca expulsado por el miedo que tenía de ellos hanpreferido atribuirle falsamente una renuncia voluntariaal gobierno antes que arrogarse el derecho de depo-nerlo, pues en este último caso habrían puesto laconstitución en manifiesta contradicción con ellamisma.

    Estoy seguro de que no se les hará a mis afirma-ciones la objeción de que adulo demasiado a losmonarcas atribuyéndoles esa inviolabilidad; esperotambién que se me ahorrará la objeción de que favo-rezco demasiado al pueblo si digo que éste poseeigualmente sus derechos imprescriptibles frente aljefe de Estado, aunque los mismos no puedan serderechos de coacción.

    Hobbes es de la opinión contraria. Según él (DeCive, cap. 7,§ 14) el jefe de Estado de ningún modo rebelión, que esa constitución proclamara públicamente el

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    está ligado por contrato con el pueblo y no puedecometer injusticia contra ningún ciudadano (puededisponer como quiera de ese ciudadano). Esta tesissería enteramente exacta si por injusticia se entiendeesa lesión que concede al lesionado un derecho de coac-ción contra el que lo ha tratado injustamente; pero,tomada así en general , la tesis es terrible.

    El súbdito que no está en rebelión tiene que po-der admitir que su soberano no quiere ser injusto conél. Por consiguiente, como cada miembro tiene susderechos inalienables, a los que no puede renunciaraunque quisiera, y acerca de los cuales él mismo estáfacultado para juzgar, y como por otro lado la in-justicia de la que, según su opinión, es víctima nopuede, en esa hipótesis, producirse sino por error opor ignorancia por parte del poder soberano deciertos efectos de las leyes, es necesario conceder alciudadano, y esto con permiso del soberano mismo,la facultad de hacer conocer públicamente su opi-nión acerca de lo que en las disposiciones de esesoberano le parece ser una injusticia para con lacomunidad. Pues admitir que el soberano no puedeincluso equivocarse o ignorar alguna cosa, sería re-

    derecho a la rebelión y el modo de usar ese derecho.

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    presentarlo como un ser agraciado con ins-piraciones divinas y superior a la humanidad. Así, lalibertad de escribir -mantenida en los límites del res-peto y del amor por la constitución en que se vive,mediante el modo de pensar liberal de los súbditosque inspira además esa constitución (y en esto losescritores mismos se limitan mutuamente, a fin deno perder su libertad) -, es la única salvaguardia delos derechos del pueblo. Pues querer negarle igual-mente esa libertad no es sólo quitarle toda preten-sión al derecho con respecto al soberano (como lopretende Hobbes), sino también quitarle a este últi-mo -cuya voluntad, por el mero hecho de que repre-senta la voluntad general del pueblo, da órdenes alos súbditos como ciudadanos -, todo conocimientode aquello que él mismo modificaría si lo supiera, yes ponerlo en contradicción consigo mismo. Peroinspirar al soberano el recelo de que el pensar por símismo y el declarar el propio pensamiento podríanprovocar disturbios en el Estado significa tanto co-mo despertarle desconfianza para con su propiopoder o incluso odio contra su pueblo.

    Pero el principio general por el que un pueblotiene que juzgar negativamente acerca de su derecho, esdecir, únicamente acerca de lo que podría ser consi-

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    derado por la legislación suprema como no ordenadocon la mejor voluntad, está contenido en esta pro-posición: Lo que un pueblo no puede decidir acerca de símismo, el legislador tampoco puede decidirlo acerca del pueblo.

    Por ejemplo, si se pregunta si una ley que orde-na considerar como definitiva una vez establecidauna constitución eclesiástica determinada, puede serconsiderada como surgida de la voluntad propia dellegislador (según su intención), hay que comenzarpor preguntar si un pueblo tiene derecho a darse a símismo una ley por la que ciertos artículos de fe yciertas formas de la religión externa deben perma-necer para siempre una vez establecidos, por tantosi tiene derecho a prohibirse a sí mismo en su poste-rioridad el progreso ulterior en materia de intelec-ciones religiosas o la corrección de eventuales erro-res antiguos. Se verá entonces claramente que uncontrato originario del pueblo que produjese seme-jante ley sería en sí mismo nulo y sin valor por con-trariar la destinación y los fines de la humanidad;por consiguiente una ley dada en ese sentido no hade ser considerada como la voluntad propia delmonarca y se le pueden oponer representacionescontrarias. Pero en todos los casos, cualquiera sea ladecisión de la legislación superior, la misma puede

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    ser ciertamente objeto de juicios generales y públi-cos, pero jamás se puede emplear contra ella resis-tencia en palabras o en actos.

    En toda comunidad tiene que haber una obedien-cia, bajo el mecanismo de la constitución estatal se-gún leyes de coacción (referidas al todo), pero almismo tiempo un espíritu de libertad, puesto que cadauno, en lo concerniente al deber universal de loshombres, aspira a ser convencido por la razón deque esa coacción es conforme al derecho, a fin deno caer en contradicción consigo misma. La obe-diencia sin el espíritu de libertad es la causa ocasio-nal de todas las sociedades secretas. Pues es unavocación natural de la humanidad el comunicarsemutuamente, sobre todo en lo que concierne alhombre en general; por lo que esas sociedades sesuprimirían si se favoreciera esta libertad. ¿Y porcuál otro medio podría el gobierno adquirir los co-nocimientos que favorezcan su propia intenciónesencial sino dejando que se manifieste el espíritu delibertad tan digno en su origen y en sus efectos?

    * * *

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    En ninguna parte una práctica que deja a un la-do todos los principios puros de la razón niega lateoría con más arrogancia que en la cuestión de losrequerimientos de una buena constitución estatal. Lacausa es ésta: una constitución legal que existe desdehace tiempo acostumbra al pueblo a juzgar regu-larmente acerca de su felicidad y de sus derechossegún el estado en el que todo hasta el presente haseguido tranquilamente su curso; pero no lo acos-tumbra, en cambio, a estimar ese estado según losconceptos de felicidad y de derechos que le procurala razón; más bien lo acostumbra a preferir inclusoese estado pasivo a la peligrosa disposición de bus-car un estado mejor (en lo que vale lo que Hipócra-tes da a considerar a los médicos: iudicium anceps,experimentum periculosum). Ahora bien, como todas lasconstituciones que existen desde hace tiempo, cua-lesquiera sean sus defectos y todas las diversidadesque las separan en ese punto, desembocan en elmismo resultado, a saber: estar satisfecho con lo quese tiene, entonces no hay propiamente teoría quevalga cuando se trata de la prosperidad del pueblo, sinoque todo descansa en una práctica dócil a la expe-riencia.

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    Pero si hay en la razón algo que se puede expre-sar con -la palabra derecho político; y si, para hombresa quienes su libertad pone en situación de antago-nismo, ese concepto tiene fuerza obligatoria, portanto realidad objetiva (práctica), sin que esté toda-vía permitido inquietarse por el bienestar o el mal-estar que pueda resultar para ellos de ese concepto(lo cual sólo se conoce por experiencia), entoncesese derecho se funda en principios a priori (pues laexperiencia no puede enseñar qué es el derecho), yhay una teoría del derecho político, con la que lapráctica debe coincidir para ser válida.

    Ahora bien, contra eso sólo se puede alegar es-to: los hombres pueden tener por cierto en la cabezalos derechos que les pertenecen, pero la dureza desus corazones hace que no puedan ni merezcan sertratados en consecuencia y por tanto sólo un podersupremo que proceda según reglas de prudenciapodría y debería mantenerlos en orden. Pero estesalto desesperado (salto mortale) es de una especie talque, en cuanto no se trate del derecho sino única-mente de la fuerza, el pueblo también podría ensa-yar la fuerza propia y así volver insegura todaconstitución legal. Si no hay nada: que por la razónimponga un respeto inmediato (como el derecho de

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    los hombres), entonces todos los influjos sobre elarbitrio de los hombres son impotentes para refre-nar la libertad de los mismos. Pero cuando, junto ala benevolencia, el derecho habla alto, la naturalezahumana no se muestra tan corrompida como parano oír con respeto la voz del mismo. (Tum pietate gra-vem meristisque si forte virum quem Conspexere, silent arrec-tisque auribus adstant. Virgilio).a

    a Eneida, I, v. 151-152.

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    III

    DE LA RELACIÓN DE LA TEORIA CON LAPRÁCTICA EN EL DERECHO

    INTERNACIONAL, CONSIDERADADESDE EL PUNTO DE VISTA

    FILANTRÓPICO UNIVERSAL, ESTO ES,COSMOPOLITA*

    (Contra Moses Mende1ssohn)

    * No se ve de inmediato de manera evidente cómo un su-puesto universalmente filantrópico remite a una constitucióncosmopolita y cómo ésta funda un derecho internacional, entanto único estado en el que las disposiciones de la humani-dad, que hacen a nuestra especie digna de ser amada, puedenser convenientemente desarrolladas. La conclusión de estatercera parte mostrará esa conexión.

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    ¿Hay que amar a la especie humana en su totali-dad, o ésta es un objeto que se tiene que considerarcon indignación, al que se desea por cierto (para novolverse misántropo) todo el bien posible, pero sinesperarlo jamás de él, y del cual por tanto, más bienhay que apartar la mirada? La respuesta a esta pre-gunta depende de la que se dará a otra pregunta:¿Hay en la naturaleza humana disposiciones desdelas cuales se pueda comprobar que la especie nodejará de progresar hacia lo mejor y que el mal delpresente y del pasado desaparecerá en el bien delfuturo? Pues entonces podemos amar a la especie, almenos en su incesante aproximación al bien, mien-tras que de otro modo tendríamos que odiarla odespreciarla, diga lo que quiera en contra de ello laafectación de un amor universal al hombre (que se-ría entonces a lo sumo un amor de benevolencia, node complacencia). Pues lo que es y sigue siendomalo, sobre todo en la violación mutua premeditadade los derechos más sagrados del hombre, no sepuede seguramente evitar odiarlo, incluso esfor-zándose al extremo en hacer brotar en sí el amor: noprecisamente para hacer mal a los hombres, peropara tener el menor trato posible con ellos.

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    Moses Mendelssohn era de esta última opinión(Jerusalem, segunda sección, pp. 44-47), que él oponea la hipótesis de su amigo Lessing acerca de unaeducación divina del género humano. Para él es unaquimera “que el todo, la humanidad aquí abajo, de-ba en el curso de los tiempos ir siempre adelante yperfeccionarse". "Vemos, dice, que el género huma-no en conjunto hace pequeñas oscilaciones; y jamásdio algunos pasos hacia adelante sin retroceder po-co después con redoblada velocidad a su estadoanterior" (Esto es justamente la roca de Sísifo; y deeste modo se toma la Tierra, como los indios, porlugar de expiación de antiguos y ahora ya no recor-dados pecados). "El hombre va más lejos, pero lahumanidad oscila constantemente entre límites fijos,sube y baja; pero, considerada en conjunto, conser-va en todas las épocas aproximadamente el mismogrado de moralidad, la misma proporción de reli-gión e irreligión, -de virtud y vicio, de felicidad (?) ymiseria". Introduce (p. 46) estas afirmaciones di-ciendo: "¿Queréis adivinar qué intenciones tiene laprovidencia para con la humanidad? No forjéis hi-pótesis" (antes las había llamado teorías); "sólo mi-rad en tomo de vosotros lo que realmente sucede, y,si podéis abrazar de una ojeada la historia de todos

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    los tiempos, mirad lo que ha pasado siempre. Estees el hecho; esto es lo que ha tenido que formarparte de la intención, que ha tenido que ser recibido,o al menos admitido, en el plan de la sabiduría".

    Mi opinión es otra. Si es un espectáculo dignode una