tarkovsky andrei - esculpir en el tiempo

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espejo de emociones Tender hacia la sencillez supone tender a la profundidad de la vida representada. Pero encontrar el camino más breve entre lo que se quiere decir y lo realmente representado en la imagen finita es una de las metas más arduas en un proceso de creación. Andrei Tarkovski Esculpir en el tiempo - Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta descripción nunca le hará justicia. Una imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en un sentido racional. La idea de lo infinito no se puede expresar con palabras, ni siquiera se puede describir. ... - Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento, que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente, imagen que para él es una revelación. Pues el pensamiento es efímero, y la imagen, absoluta. Por eso se puede hablar de un paralelismo

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Page 1: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

espejo de emociones  

Tender hacia la sencillez supone tender a la profundidad de la

vida representada. Pero encontrar el camino más breve entre

lo que se quiere decir y lo realmente representado en la

imagen finita es una de las metas más arduas en un proceso

de creación.

Andrei Tarkovski

Esculpir en el tiempo

- Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta

descripción nunca le hará justicia. Una imagen se puede crear y

sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en un

sentido racional. La idea de lo infinito no se puede expresar con

palabras, ni siquiera se puede describir.

...

- Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento, que es

una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente, imagen

que para él es una revelación. Pues el pensamiento es efímero, y la imagen, absoluta.

Por eso se puede hablar de un paralelismo entre la impresión que recibe una persona

espiritualmente sensible y una experiencia exclusivamente religiosa. El arte incide sobre

todo en el alma de la persona y conforma su estructura espiritual.

El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su

impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las grandes ideas del

universo.

Es decir, no "describe" el mundo, el mundo es suyo.

...

Page 2: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

- En El espejo yo no quería hablar de mí mismo, sino de los sentimientos que tengo

frente a las personas que me son próximas, de mis relaciones con ellas, de mi perpetuo

sentimiento hacia ellas, pero también de mi fracaso y del sentimiento de culpa que por

ellas siento. Los acontecimientos que el protagonista recuerda -hasta su último detalle-

en el momento de su más grave crisis, esos acontecimientos le hacen sufrir, despiertan

en él nostalgia, inquietud.

Al leer una obra de teatro, se puede entender su sentido. Ese sentido, en cada una de las

puestas en escena, se puede interpretar de una manera diferente. La obra de teatro tiene,

desde el principio, un perfil propio. Por el contrario, de un guión no se desprende el

perfil de la futura película. El guión muere con la película; y aun cuando una película

extraiga sus diálogos de la literatura, el cine, en su esencia, no tiene una relación con la

literatura. Una obra de teatro se convierte en literatura, porque las ideas son caracteres

que expresan su esencia en diálogos. Y el diálogo es algo literario. En el cine, por el

contrario, el diálogo es sólo uno de los elementos de la estructura material.

Todo aquel que en un guión pretende hacer literatura, más tarde, en el proceso de

nacimiento de la película, por principio y de forma muy consecuente, tiene que

reelaborar su trabajo. La literatura ha de ser refundida hasta ser arte cinematográfico. Lo

que significa que deja de ser literatura una vez que la película está hecha. Cuando ésta

se ha rodado del todo, ya tan sólo queda lista para el montaje. Y a nadie se le ocurrirá

decir que eso es literatura. Se parece más, bien a la narración de lo que ha visto un

ciego.

...

- Uno de los problemas más serios de la representación en el cine es el de los colores.

En primer lugar, es absolutamente imprescindible reflexionar sobre la paradoja de que

el color dificulta considerablemente la reproducción fiel de sentimientos verdaderos. El

color en el cine es ante todo una exigencia comercial, no una categoría estética. Y por

eso progresivamente van apareciendo de nuevo películas en blanco y negro.

El fijar colores de una calidad determinada es un problema fisiológico y psicológico, y

el hombre normalmente no se fija mucho en ello. El carácter pictórico de una toma, que

a menudo es sólo consecuencia mecánica de la calidad de la copia, recarga la

Page 3: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

representación con una convencionalidad adicional, que hay que superar si se quiere

conseguir una adecuación a la vida.

Hay que esforzarse por neutralizar el color y evitar un efecto activo del color sobre el

espectador. Si el color como tal pasa a ser el aspecto dominante de la toma, entonces el

director y el director de fotografía están tomando prestados de la pintura métodos

eficaces para influir sobre el público. La recepción por parte del espectador de una

película corriente, profesionalmente digna, se parece mucho a la recepción de una

revista «profusamente ilustrada». Se está planteando el interrogante de las posibilidades

expresivas de una fotografía en color.

Quizá se debería neutralizar el efecto activo del color por medio de una combinación de

color con escenas monocromáticas, para reducir así el efecto de todo el espectro

cromático. Si la cámara, como se dice, fija sólo la vida real en el celuloide, ¿por qué,

casi siempre, le parece a uno que la película en colores es algo falso, escasamente

sincero? La explicación me parece que se halla en el hecho de que en el caso de una

reproducción mecánicamente exacta de los colores está ausente la posición del artista,

que éste ha perdido su papel configurador y, por ello, tiene que prescindir de la

posibilidad de elegir. La gama de colores tiene su propia lógica y el director ha perdido

la batuta si la ha dejado en manos del proceso técnico. Es prácticamente imposible

obtener una selección consciente que acentúe los elementos cromáticos del mundo real.

Y por muy extraño que nos parezca, aunque el mundo que nos rodea tiene color, la

película en blanco y negro reproduce su imagen con mayor cercanía a la verdad

psicológica, naturalista y poética, correspondiendo, por lo tanto, mejor a la naturaleza de

un arte que se basa en las características de la visión.

En el fondo, una película en color es el resultado de un debate que incluye la tecnología

de la película en color y el color en general.

...

Andrei Tarkovski

Esculpir en el tiempo, 1984 (Ediciones Rialp

Page 4: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

Justicia: a ocho años de la muerte del realizador soviético Andrei Tarkovski, la Filmoteca de la

Generalitat de Catalunya organizó a principios del mes de diciembre un ciclo retrospectivo que incluyó la

totalidad de su obra. Justicia, digo, porque, aun tratándose de uno de los corpus cinematográficos más

enigmáticos, cerrados y crípticos de la historia, éramos muchos quienes deseábamos ver restituida, en

toda su dimensión, la imagen de este creador que, por encima de clasificaciones (no es únicamente un

director «de culto»), despierta reacciones encontradas. A ello contribuyó un espléndido regalo: el estreno

absoluto en nuestro país del film La apisonadora y el violín, que es de hecho el trabajo de graduación de

Tarkosvki para la escuela V.G.I.K. de Moscú. En la sesión correspondiente a este estreno se contó con la

presencia de Larissa Tarkovski, quien contestó a las preguntas de los asistentes en un breve coloquio

previo a la proyección.

Antes de comentar sucintamente las películas expuestas, debo hacer mención de un hecho que me

sorprendió gratamente. Con respecto a reposiciones anteriores de fllms de Andrei Tarkovski, la afluencia

de público, y más concretamente de público joven (entre veinte y treinta años), sólo puede interpretarse

como un síntoma optimista de la salud de la cinefilia barcelonesa... a pesar de las dificultades para

cultivar esta afición en un entorno de sobras conocido por muchos lectores. Público, pues, de cine de

autor y dispuesto a soportar, en algún caso, largas colas para contemplar films rara vez accesibles.

Entremos en materia. Dejando aparte La apisonadora y el violín, en la

que, si bien ya se apuntan obsesiones recurrentes en los films de

Tarkovski, se aprecia fácilmente que el autor está todavía en estado de

«acomodación al medio», la filmografía de este director genial se

compone de siete obras, la primera de las cuales, La infancia de Iván

(1962), es sin duda la más asequible.

Detalla los últimos meses de la vida de un niño que sólo ha conocido

el horror de la guerra y que combate en las guerrillas contra la

invasión nazi a través de un estilo en el que ya se pueden considerar

asentados su facilidad y gusto para filmar el agua y la nieve, sus

soberbios y expresivos primeros planos y ese encuadre dominado por

una intuición pictórica inédita desde el Fausto de Murnau.

Cuatro años más tarde, Tarkovski asienta definitivamente su estilo

con el extenso fresco histórico Andrei Rublev, en rigor una road movie con un pintor de iconos por

protagonista. Los temas que el director desarrollaría a lo largo de toda su carrera (la meditación acerca de

Page 5: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

los valores espirituales en un mundo en descomposición, el papel regenerador del arte y su falsa promesa,

la necesidad de la existencia de un misterio que mueva a los hombres al conocimiento) están ya presentes,

y desarrollados mediante un cuidadoso estudio del tiempo narrativo y de su relación con el plano

secuencia.

Con Solaris (1973) consigue Tarkovski, desde mi punto de vista, alcanzar la cima de su estilo. Es una

inteligente y emocionante adaptación de la novela de Stanislaw Lem, de la que sabe captar perfectamente

su sentido alegórico. La trama de Solaris, encuadrada genéricamente en una ciencia-ficción (conciencia-

ficción, la han definido algunos acertadamente) muy lejana de cualquier tópico genérico, es en realidad la

aventura del hombre a través de su asunción de los límites del conocimiento, y de la necesidad de que

esos límites jamás puedan ser franqueados. La potencia expresiva de muchas secuencias de este film

irrepetible (la levitación en la biblioteca, el impresionante zoom retrospectivo final) sigue insuperada.

Sucede a este film El espejo (1974), la obra más críptica de su autor, en la que, dentro de un conjunto

difícil de sistematizar y dotar de sentido, destacan algunos movimientos de cámara de enorme impacto

(travelling alrededor de una mujer sentada en una- valla, o una cámara que desde el aire, sigue las

evoluciones de quienes circulan por un pasillo, en una idea deudora del Dreyer de La pasión de Juana de

Arco).

Con Stalker (1979), último film de Tarkovski

rodado en la Unión Soviética, vuelve el cineasta

al género de la ciencia-ficción. Stalker es quien

conduce a los interesados a través de «la zona»,

un lugar en el que se alteran las condiciones

habituales de percepción de los hombres. El

larguísimo, lentísimo discurso tarkovskiano es

una disección impresionante del papel de la

religión, sus transmisores y sus destinatarios, en

un mundo consumido por la vacuidad de los

falsos artistas y del destructivismo de una ciencia

peleada con la fisis que le dio justificación.

En Italia rodaría Tarkovski Nostalghia, dominada por una fotografía sublime, en la que de nuevo dos

personajes se enfrentan, inevitablemente, a causa de su modo radicalmente distinto de vivir «a través de»

Page 6: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

o «sin» la fe. La aparición de un determinante tercer personaje, un hombre que ha abolido ya las

distancias entre vida y fe que trata de romper el protagonista, en encarnada por el actor bergmaniano

Erland Josephson, que da vida a un psicópata absolutamente creíble. Lejos de recrearse en un estilo

autocomplaciente, el director ruso llega cada vez más lejos en profundización de su lenguaje, que

culmina, en esta muestra, con la sobrecogedora secuencia en la que el protagonista atraviesa un largo

desecado con una vela encendida, rodada en tiempo real.

Sacrificio (1986), su última obra, es la más ambiciosa proyección de Tarkovski, puesta en funcionamiento

con capital francés y sueco y una fotografía de Sven Nykvist que nadie que haya contemplado puede

olvidar. En este film depura Tarkovski aún más su estilo, permitiéndose acercar al público, sin transgredir

su arte, la fuerza de un discurso cada vez más necesitado de recepción. El director apenas pudo revisar las

últimas etapas del montaje, pues su enfermedad, un cáncer, acabó con él antes de que acabara el año.

Cómo no emocionarse ante la historia, vuelta en imágenes, del actor que se ofrece a sí mismo en

sacrificio para salvar al mundo, cuando se piensa en que el artífice de esa historia tenía noticia de su

propio destino. Sacrificio cierra elocuentemente el bucle discursivo de una filmografía que, con sus

particularidades y dificultades insoslayables, se erige, sin discusión, como una de las más interesantes y

perturbadoras jamás rodadas.

© Francesc Xavier Mir, 1995

Dirigido por Nº 232

Con Stalker (1979), último film

de Tarkovski rodado en la

Unión Soviética, vuelve el

cineasta al género de la ciencia-

ficción. Stalker es quien

conduce a los interesados a

través de «la zona», un lugar en

el que se alteran las condiciones

habituales de percepción de los

hombres. El larguísimo,

lentísimo discurso tarkovskiano

es una disección impresionante

Page 7: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

del papel de la religión, sus transmisores y sus destinatarios, en un mundo consumido

por la vacuidad de los falsos artistas y del destructivismo de una ciencia peleada con la

fisis que le dio justificación.

En Italia rodaría Tarkovski Nostalghia, dominada por una fotografía sublime, en la que

de nuevo dos personajes se enfrentan, inevitablemente, a causa de su modo radicalmente

distinto de vivir «a través de» o «sin» la fe. La aparición de un determinante tercer

personaje, un hombre que ha abolido ya las distancias entre vida y fe que trata de

romper el protagonista, en encarnada por el actor bergmaniano Erland Josephson, que

da vida a un psicópata absolutamente creíble. Lejos de recrearse en un estilo

autocomplaciente, el director ruso llega cada vez más lejos en profundización de su

lenguaje, que culmina, en esta muestra, con la sobrecogedora secuencia en la que el

protagonista atraviesa un largo desecado con una vela encendida, rodada en tiempo real.

Sacrificio (1986), su última obra, es la más ambiciosa proyección de Tarkovski, puesta

en funcionamiento con capital francés y sueco y una fotografía de Sven Nykvist que

nadie que haya contemplado puede olvidar. En este film depura Tarkovski aún más su

estilo, permitiéndose acercar al público, sin transgredir su arte, la fuerza de un discurso

cada vez más necesitado de recepción. El director apenas pudo revisar las últimas etapas

del montaje, pues su enfermedad, un cáncer, acabó con él antes de que acabara el año.

Cómo no emocionarse ante la historia, vuelta en imágenes, del actor que se ofrece a sí

mismo en sacrificio para salvar al mundo, cuando se piensa en que el artífice de esa

historia tenía noticia de su propio destino. Sacrificio cierra elocuentemente el bucle

discursivo de una filmografía que, con sus particularidades y dificultades insoslayables,

se erige, sin discusión, como una de las más interesantes y perturbadoras jamás rodadas.

© Francesc Xavier Mir, 1995

Dirigido por Nº 232

LARGOMETRAJES

 1962.- La infancia de Iván (Ivanovo Destno)

 1966.- Andrei Rublev

 1972.- Solaris

 1974.- El espejo (Zerkalo)

Page 8: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

 1979.- Stalker

 1983.- Nostalghia

 1986.- Sacrificio (Offret)

MEDIOMETRAJE

 1960.- La apisonadora y el violín

LIBROS

Stalker, de Andrei Tarkovski

Antonio Mengs

(Ediciones Rialp, 2004)

Esculpir en el tiempo, Andrei Tarkovski

(Ediciones Rialp, 1984)

Acerca de Andrei Tarkovski

Textos de:

Erland Josephson, Sven Nykvist, Krzysztof

Zanussi, Andrei Majailkov-Konchalovski, Marina

Tarkóvskaya…

(Ediciones Jaguar. Madrid, 2001)

Andrei Tarkovski: vida y obra (vols. I y II)

Rafael Llano Sánchez. Prólogo de Víctor Erice.

(Publicaciones de la Filmoteca. Colección

Documentos nº 11, 2003)

DOCUMENTAL

Esculpir en el tiempo, 1986. Documental que

emitió TVE2 en 1993 sobre Tarkovski y el rodaje

de El sacrificio

Andrei Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga  y murió en París el 29 de

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diciembre de 1986

 

1. La textura sensible del filme y la persuasión emocional de la obra de arte

Luis Buñuel fue uno de los realizadores preferidos de Tarkovski. era uno de los cineastas de los que se sentía más próximo. Y explicaba así por qué:

La fuerza dominante de sus películas es siempre el inconformismo. Su protesta -furiosa, sin compromisos y acerba- se expresa sobre todo en la textura sensible del filme, y es emocionalmente contagiosa. La protesta no es calculada, ni cerebral ni formulada intelectualmente. Buñuel tiene demasiado instinto artístico como para dejarse llevar por una inspiración política, la cual, desde mi punto de vista, es siempre espuria, si se expresa abiertamente en una obra de arte. La protesta social y política expuesta en sus películas sería, sin embargo, más que sufriente para un buen número de realizadores de menor estatura. Pero por encima de todo, Buñuel es el portador de una conciencia poética. Sabe que la estructura estética no necesita de manifiestos, que el poder del arte no radica ahí, sino en la persuasión emocional, en esa fuerza vital de la que alguna vez ha hablado Gógol, a propósito de la creación artística.

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50].

2. El cine y las tradiciones culturales nacionales

Ya en 1964, el joven ruso de 32 años que se preparaba para realizar Andréi Rublev, contaba a Buñuel entre sus maestros. Los siguientes extractos corresponden a una entrevista publicada en la revista Cine Cubano de ese año:

He de decir -explicaba en aquella ocasión- que, como problema general, me preocupa mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos como obra de arte ya realizada, desde luego; pero las fuentes, los orígenes del arte, se hallan siempre en un plano nacional. [...] Y al hablar ahora del problema de lo nacional en el arte en general y en la cinematografía en particular, me parece que se explica por qué considero a Kurosawa, a Buñuel y a Bergman, grandes artistas. Precisamente porque estos tres directores han logrado expresar en sus mejores filmes el carácter nacional, es decir, aquello que de particular y concreto caracteriza a una persona de una nacionalidad determinada, y que permite diferenciarlo de otros individuos de otras nacionalidades. Yo no creo que el arte sea cosmopolita. Y no lo creo, porque las mejores obras de arte cinematográfico en la actualidad están ligadas sin excepción a la expresión del espíritu nacional. Esto no es una declaración pseudomística, ni mucho menos. Al contrario, estoy convencido de que el artista sólo puede expresar magistralmente aquello que conoce bien, aquello que ha mamado desde su infancia[...]

Page 10: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

El desarrollo del arte español, por ejemplo, la línea que han seguido las tradiciones de España, ilustran muy bien la necesidad que tenemos en la actualidad de reelaborar las viejas tradiciones nacionales, de asimilarlas de una forma nueva, utilizando los problemas contemporáneos, actuales. Para mí, es indudable que el Greco, Cervantes y Goya son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin El Greco, sin Goya, sin Cervantes. Esto es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo, su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El protagonista de esta película es para mí un típico personaje de El Greco, incluso exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto oblicuos, el rostro alargado. Buñuel posee de Cervantes ese anhelo reflejado en Don Quijote, ,que en el filme Nazarín ha hallado una reflexión muy particular y determinada. Para mí, está completamente claro que Buñuel es asombrosamente tradicional y por lo tanto, asombrosamente popular, asombrosamente comprensible y lógico para los españoles y para todos los pueblos que poseen sangre hispana, es decir, que pertenezcan a esa tradición cultural.

[A. T., «La infancia dejada atrás», entrevista por E. Pineda Barnet, Cine Cubano (La Habana)]nº 22 (1964), pp. 31, 33-34.

3. Sobre la tradición artística española

La obra de Buñuel -continuaba Tarkovski- está profundamente arraigada en esta cultura clásica de España. Es sencillamente impensable sin una referencia apasionada a Cervantes y a El Greco, a Lorca y a Picasso, a Salvador Dalí y Arrabal. La obra de éstos, llena de pasiones airadas y tiernas, de tensión y de protesta, surge de un profundísimo amor por su tierra lo mismo que del odio que les domina por entero: odio a todo esquema enemigo de la vida, a todo intento frío y descorazonado de vaciar los cerebros. Ciegos de odio y de sospecha, ellos expulsarán de su campo de visión todo lo que no contenga una referencia vital al hombre, todo lo que no acoja esa chispa divina y ese sufrimiento hecho costumbre que la tierra española, rocosa y caliente hasta la ignición, ha tenido que beber durante siglos. La tensa fuerza rebelde de los paisajes de El Greco, por ejemplo, el devoto ascetismo de sus personajes, la dinámica de las alargadas proporciones internas de sus cuadros, y los colores salvajemente fríos, tan poco característicos de su tiempo, y familiar más bien a los admiradores del arte moderno, dio lugar a la leyenda de que el pintor era astigmático y que esto explicaría su tendencia a deformar las proporciones de los objetos y del espacio. Pero creo que sería una explicación demasiado simplista.

Por su parte, el Don Quijote de Cervantes se convirtió en un símbolo de nobleza, de generosidad, de abnegación y fidelidad; y Sancho Panza, del buen sentido común. Pero Cervantes mismo fue, si tal cosa fuera posible, aún más fiel a su héroe que éste a Dulcinea. En prisión, obnubilado de rabia porque un canalla había publicado sin licencia una segunda parte de las aventuras de Don Quijote, que era una afrenta para el puro y

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sincero afecto del autor por su vástago, escribió su propia segunda parte de la novela, matando a su héroe al final de ella, para que nadie pudiera en adelante mancillar la sagrada memoria del Caballero de la Triste Figura. Goya se enfrentó sin ayuda ninguna al cruel y endeble poder real y se opuso a la Inquisición. Sus siniestros Caprichos se convirtieron en la personificación de las fuerzas oscuras que odiaba con todo su corazón, y que le arrastraron al terror pánico, animal -que menospreciaba como algo vicioso y que le condujo la batalla quijotesca contra el oscurantismo y la locura-.

La fidelidad a su vocación artística, casi profética -concluía Tarkovski-, ha hecho grandes a estos españoles.

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]

4. A propósito de Nazarín

Y ello explicaba, como se ha dicho, el caso de Buñuel, una de cuyas obras analizó en particular Tarkovski en los términos que siguen.:

Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca -escribió Tarkovski en un libro-homenaje a Luis Buñuel, en 1979-, muchos de sus detalles pueden parecernos hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo, algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle de un fresco-. En cierta ocasión, un crítico de cine estableció la siguiente fórmula: «escena "n" = imagen n1 + n2 + n3 + ... + nn». Y en efecto, cualquier escena de una película la percibimos como una secuencias de imágenes en una determinada unidad de tiempo. Esa misma relación es de la que parte el director cinematográfico, cuando se pone a trabajar.

La que en mi opinión es la mejor película de Buñuel, Nazarín (México, 1958), destaca sobre todo por su sencillez. La estructura dramática de la película recuerda la de una parábola, y su protagonista principal, a don Quijote. Nazarín se desarrolla en México. El padre Nazarín, que cree en Dios desde la más profunda convicción religiosa, es una persona abnegada y buena, que sabe lo dura que es la vida en su pequeña ciudad natal, y que se muestra paciente y amigo del pueblo hasta el extremo. No es un sacerdote del miedo, sino que su infinito buen corazón le hace ser un pastor de la conciencia. Su intervención en la vida de los más pobres es un intento constante de ayudarles de todas las maneras posibles, pero a ojos de sus superiores eclesiásticos compromete con ello su dignidad sacerdotal. Alternativas muy simples de la vida, junto con la bondad de Nazarín, que va más allá de todo límite, conducen finalmente a que las autoridades -almas de escribas preocupadas solamente por hacer carrera-, le vean como una carga para la Iglesia y que le expulsen de la ciudad.

El padre Nazarín es bueno sin medida, casi como Cristo, como el príncipe Mishkin o como don Quijote. Y su bondad llega a ser un lugar común y la esperanza de todos aquellos que están «cansados y afligidos». Cuando sale de la pequeña ciudad se le

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pegan dos mujeres solitarias e infelices. Una -joven y bella- ha sido abandonada por su amante; a la otra -una prostituta digna de lástima- , don Nazarín la había ocultado de la policía. Más adelante, sin querer, Nazarín se convierte en esquirol y ocasión de un derramamiento de sangre. Otro día, él y sus acompañantes atienden en un pueblo a unos apestados, abandonados a su suerte por sus convecinos, arriesgándose sin miedo al contagio. Las gentes se agolpan alrededor de él y solicitan su ayuda llenas de esperanza. En otro pueblo se le pide que cure a un niño enfermo, porque las mujeres le tienen por un santo. Poco a poco se va asustando de que se le venere de esa manera. No es un santo, es sólo una buena persona. De modo totalmente forzoso, resulta cada vez más una víctima de aquellos que desean recibir su ayuda. Un capricho del destino le lleva a la cárcel, donde se ve rodeado de un grupo de presos que le hacen blanco de burlas. Hacia el final de la película, la situación ha llegado a tal punto que cada vez se exigen de Nazarín nuevos sacrificios y sufrimientos y que él, llevado de su modo de pensar consecuente y rectilíneo, considera naturales. Pero el padre Nazarín está cansado. No quiere sufrir más. No ve la interacción entre el bien y el mal, no quiere verla. Él ya no puede renunciar a su modo de vida, aunque tampoco su alma asimila esas contradicciones. La vida y los hombres le condenan al sufrimiento y a la soledad, pues él no admite componendas. Al final, se convierte en un mártir. Esta analogía va implícita en el simbólico final, y hace de la película una especie de parábola.

El autor da por supuesto que el espectador conoce el Evangelio. La escena final alude a aquel pasaje en el que Jesús dice tener sed: «Cuando Jesús supo que todo estaba consumado, para que se cumpliese la Escritura dijo: "tengo sed"».

Exhausto por el sol calcinante, hambriento y lacerado, Nazarín avanza a duras penas por una polvorienta carretera bajo la vigilancia de un carabinero. En ese momento viene a su encuentro una carreta de campesinos. Una mujer del pueblo lleva fruta al mercado. El carabinero compra unas manzanas o naranjas; Nazarín no tiene dinero para comprar él algunas, y se queda a un lado, con la mirada abatida. La mujer le pregunta al carabinero por él, y éste le contesta que es un presidiario. Entonces la mujer coge una piña de su carro y se la da a Nazarín. Don Nazarín se estremece y, profundamente conmovido, comprende la situación. En ese momento, ve representado sensiblemente el texto del Evangelio. Intenta negarse, pero la mujer insiste en entregarle la fruta. Después de haber aceptado este símbolo del sufrimiento hasta el último aliento, sigue su camino hacia su Gólgota por la polvorienta carretera, entre sordos golpes de tambor, con una mirada trágicamente transfigurada.

"El bien es pasivo, el mal activo", dice Buñuel. Y nada más natural que eso: la película se desarrolla en el México de un Porfirio Díaz. Si las experiencias personales del autor le fuerzan a un final de un dramatismo tan intenso, ello no se le puede reprochar al autor; porque son sus experiencias, una experiencias muy concretas y totalmente objetivas. No es infrecuente que nosotros [en los países socialistas] critiquemos a los artistas occidentales por su pesimismo. Pero ellos están en su derecho, y la importancia de su trabajo no se debe medir solamente con arreglo a cuáles son sus convicciones o su compromiso con la lucha [por el socialismo], sino que se debe ver también, y sobre todo, en su actitud de crítica social. Incurriría en un grave error quien pensase que, tras esa opinión del autor, no hay ninguna toma de posición; tanto más, cuanto que, en el caso de Buñuel, sus ideas anticlericales y antiburguesas son no poco activas y progresivas.

Page 13: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

La escena final de Nazarín es realmente estremecedora pero -y esto es especialmente importante- no por su simbolismo, que despierta asociaciones con el Evangelio, sino a causa de su gran poder emocional. Es un ejemplo magnífico de la fuerza dominante de la imagen artística sobre la necesaria limitación de su capacidad de enunciar un contenido. Sólo cuando se ha visto Nazarín por segunda o por tercera vez, se llega a percibir el significado racional que encierra.

Sin embargo, un simbolismo de este tipo es para Buñuel una excepción. En una entrevista, dijo una vez que no tenía una especial predilección por los símbolos, pero que en su trabajo creativo le gustaba mucho emplear lo que él denominaba «falsos símbolos». Se refería a esas imágenes de sus películas que, por más que tengan la forma llamativa del símbolo, en el fondo únicamente poseen un significado emocional.

En esta película que comentamos, hay una conversación entre don Nazarín y las mujeres que le acompañan, que es una de esas escenas en las que Buñuel emplea un falso símbolo. Los compañeros de camino están sentados junto al fuego y conversan entre sí. Nazarín ve delante de él un caracol, que va arrastrándose por el camino. Lo coge en la mano y lo contempla durante un rato. El guión y el director han concebido la escena de modo que la conversación se desarrolle paralelamente a la imagen del caracol, pero sin relación alguna con ella. Y sin embargo, Buñuel nos ofrece la posibilidad de contemplar con todo detalle una imagen ampliada del caracol. Este especial énfasis dirige el interés del espectador sobre todo al objeto, y hace que el objeto (o el curso de la acción) tome rasgos de un símbolo despojado de su significado.

Junto a otras muchas cosas, este especial tipo de mistificación activa tanto el interés como el pensamiento del espectador. Al igual que a esos complicados símbolos se les puede negar todo contenido de sentido, también se les puede atribuir, como es natural, un significado de infinita profundidad, cuyo núcleo permanece cerrado, porque existen infinitas posibilidades de interpretación. Esta inasibilidad es precisamente lo que constituye el atractivo de los falsos símbolos tan característicos de la forma de dirigir de Buñuel.

Dentro del modo de trabajar de Buñuel, vamos a fijar nuestra atención en los así llamados «medios prohibidos», de los cuales -se dice una y otra vez- el director abusaría. Nos encontramos ante una cuestión de sumo interés, también, y sobre todo, porque últimamente estos medios están sometidos a una fuerte discusión, y de ninguna manera es Buñuel el único que gusta de recurrir a ellos. En Nazarín tenemos la siguiente escena: la prostituta a la que Nazarín, llevado de su compasión, acoge, despierta en la cama que el protagonista le ha cedido. La mujer tiene fiebre. En una pelea callejera la hirieron con un cuchillo. La sed le atormenta, pero en esa habitación no hay nadie que pueda darle de beber. Entonces, la mujer se deja caer de la cama y se arrastra hasta un jarro, que descubre vacío. Atormentada por la sed, acaba bebiendo de la palangana en la que había sido lavada su herida.

Una posibilidad sería hacer un gesto de asco y rechazar despectivamente cualquier conversación sobre esta escena. Pero, por otra parte, medios estilísticos de este tipo, cercanos al naturalismo (puesto que el naturalismo no es una característica del estilo de determinados artistas, sino más bien una corriente literaria), se encuentran de modo más o menos claro en muchas películas y obras literarias, que todos aplaudimos. Basta pensar en las escenas de hospital de los magníficos Relatos de Sebastopol de León

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Tolstói; en las escaleras de Odessa de Acorazado Potemkin de Eisenstein, con el coche de niño que baja, golpeando en cada escalón, y el mutilado que cojea, las gafas hechas añicos de la maestra y el ojo desprendido; lo mismo que en aquella escena de la genial película Tierra de Dovzhenko, en la que una mujer, desesperada por la soledad en que se encuentra, corre desnuda por su casa; o en la famosa danza de Chapaiev en paños menores antes de morir; en las torturas que sufren los luchadores de la resistencia en Roma, ciudad abierta; en la escena de Tierras nuevas bajo el arado, de Solojov, en la que Polovzev mata a Choprov y a su mujer, etc.

El arte realista necesita una percepción intensificada de la realidad. Esto se aplica sobre todo a las obras en las que la tensión en el terreno de las ideas debe ser equilibrada por unos sucesos y una «sintaxis de los hechos» realista y detallada. No creo que tenga mucho sentido analizar medios estilísticos de diferentes obras con la sola finalidad de poner de manifiesto que Buñuel no tiene de ninguna manera el monopolio en lo que respecta a «crueldad»; aquí se trata de otra cosa. Es interesante reparar en que, con frecuencia, Buñuel emplea estos medios con arreglo a un principio enteramente original. La película Nazarín, con su estructura uniforme, está en efecto concebida de manera que la tensión va creciendo paulatinamente y no se resuelve más que inmediatamente antes del final. Hay muchas escenas dialogadas que se han grabado de modo extraordinariamente sencillo y, por así decir, como de pasada. También en lo que respecta a la escenificación no necesitan refinamiento ni acento alguno, ni destacar unos rasgos por encima de otros, etc. Este mínimo de medios expresivos por un lado, y la locuacidad por otro, podrían hacernos dudar incluso de la autenticidad del desarrollo de la acción, de una autenticidad a la que la película aspira por principio.

Precisamente en esos momentos es cuando Buñuel emplaza súbitamente su «artillería de grueso calibre», como en la escena en la que la mujer sacia su sed, que ya hemos comentado. Una escena así nos deja una impresión estremecedora, y sobre, todo fuerza al espectador a prestar absoluta fe a cuanto sucede antes y después de lo que ha visto. Este tipo de shocks mantiene al espectador en tensión, de modo que comienza lentamente a esperarlos y se entrega a ese fluido nervioso que el autor crea y conserva en movimiento mediante emociones cargadas negativamente. Sin esa tensión, que se halla en directa dependencia de una serie de impresiones negativas y positivas, no se puede llegar a un movimiento emocional, como sucede también en la pintura, en la que los sentimientos despertados por la composición cromática se basan en las relaciones entre los colores contrarios y complementarios.

El principio de la formación de contrastes no se debe borrar en modo alguno de la lista de los medios estilísticos con los que se puede expresar el movimiento. Elegir los medios de que se vale es un legítimo privilegio del artista, y las discusiones al respecto acaban siempre en juicios de gusto.

Las mejores películas de Buñuel, como Nazarín, Los olvidados (México, 1950) o Viridiana (España- México, 1961), dan buena muestra del valor cívico del artista y de que los problemas que trata son de gran relevancia.

[Texto original publicado en un libro colectivo aparecido en Moscú, en 1979, titulado Luis Bunuel (con ene). De esta traducción al castellano: ©José Mardomingo, 1999. Apareció por primera vez en Nueva Revista nº 61 (II/1999), pp. 158 y ss]

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5. A propósito de Tristana

Sin embargo, Tarkovski, él mismo un gran artista, no se casaba con nadie. La siguiente adaptación cinematográfica que Buñuel hiciera de una novela de Galdós le valió al cineasta ruso un juicio muy distinto, que dejó anotado en su diario (18 de septiembre de 1970), en los siguientes términos:

Hoy he visto una película muy mala de Buñuel -no recuerdo el nombre; ah, sí: Tristana-, acerca de una mujer a al que han amputado una pierna y que, de vez en cuando, sueña con una campana en la que la cabeza de su marido ocupa el lugar del badajo. Increíblemente vulgar. De vez en cuando, Buñuel se permite lapsos como éste.

Crítica y crítica: Andrei Tarkovski como acto puro y como presencia de la ausencia de la excepción.

Juan Jesús Rodríguez Fraile 

 1.- Crítica y crítica.

“Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de palabras? No me forcéis a ser crítico”[1] .

La crítica de cine, como cualquier otra crítica, ha de enfrentarse a una dificultad en la que se juega la vida: la crítica tiene que acabar cirticándose a sí misma, cosa que no puede hacer desde la crítica, sino desde otra parte, en este caso desde el cine. El crítico ha de acabar haciendo cine, pero entonces acabará siendo interpretado como un cineasta, no como un crítico, y será criticado como buen o mal cineasta, no como buen o mal crítico. Ahora bien, criticar una crítica con una crítica en lugar de con una obra de cine, sólo consigue criticar a un crítico, no criticar a la crítica misma. Criticar una crítica con una crítica es, sin embargo, lo que suele hacer un cineasta cuando critica. Cuando alguien no está de acuerdo con una crítica no está de acuerdo con un crítico, pero cuando alguien no está de acuerdo con la crítica, entonces es porque ese alguien es, en realidad, de alguna manera, un “auténtico crítico”. Ciertamente un crítico (un crítico que no sea un —digamos— “cineasta frustrado”, sino un auténtico crítico) es alguien que considera que la crítica es algo muy importante, tan importante como el cine, o incluso más; es alguien que cree, al menos, que es algo tan importante como para dedicarse uno a hacer críticas en lugar de a hacer películas. Para un cineasta, por el contrario, lo importante no es la crítica, sino el cine, la obra de cine, y tanto más cuanto más sea un auténtico cineasta. Si un auténtico cineasta hace una crítica será para decir que lo importante no es la crítica, sino el cine. De la misma manera, si un auténtico crítico hiciera una película sería para decir lo contrario, que lo importante no es la obra de cine, sino la crítica —pero, entiendasé bien: la “auténtica crítica”—. Así, cuando llega el momento en el que el auténtico cineasta no tiene más remedio que escribir una crítica para demostrarle al crítico que él no es más que un cineasta frustrado, el auténtico crítico no tiene más remedio que responder haciendo una película para demostrarle al

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auténtico cineasta —quien para él no es más que un crítico frustrado— que lo importante es la crítica. Pero para evitar que se le tome por un cineasta sin más, y se le critique, el auténtico crítico tendrá, enseguida, que publicar un manifiesto, donde expondrá —digamos— “dogmáticamente” [2] , los presupuestos de su crítica para que puedan ser reconocidos como eso —y no como mero cine— en su película. El auténtico cineasta, por su parte, cuando lo que haga sea escribir una crítica, lo único que podrá escribir, en realidad, será un manifiesto en el que se diga que lo importante es la obra y no la crítica, puesto que esa es la única manera de evitar que se le tome por un mero crítico, por un buen o mal crítico, en lugar de por un cineasta. El auténtico crítico hace así una crítica auténtica que consiste en la película más el manifiesto [3] . Y el auténtico cineasta hace una auténtica película, que consiste en el manifiesto más la película [4] . El manifiesto, sin la obra, es sólo crítica, pero la obra sin el manifiesto es sólo la obra. El problema es que si la obra es sólo la obra, entonces no es auténticamente la obra, porque es sólo un objeto para la crítica. Pero si la crítica es sólo la crítica, entonces tampoco es auténticamente la crítica, porque entonces no se la puede diferenciar de la obra de un cineasta frustrado. La auténtica crítica necesita que el manifiesto se manifieste en obras, pero la auténtica película necesita también que el manifiesto ponga de manifiesto por qué ella es una auténtica obra, por qué esa obra tiene que ser vista como una obra auténtica. Como suele ocurrir con la crítica, el auténtico crítico acaba siendo el auténtico cineasta, mientras que el auténtico cineasta acaba por ser el auténtico crítico, el único crítico auténtico, mientras que todos los demás son, en realidad cineastas frustrados que hacen críticas o bien, críticos frustrados que hacen películas. El crítico y el cineasta se encuentran, así, reunidos en uno de los infinitos giros del círculo hermenéutico, persiguiéndose el uno al otro por las pantallas y por los periódicos.

            Ahora bien, todo eterno problema tiene su eterna solución, y esta es, como no podía ser menos, un callejón sin salida, pero uno muy largo, muy largo, muy largo, tan largo que parece realmente un camino abierto, e incluso el único camino que queda abierto. Esta es, justamente, la forma de un problema filosófico. En este caso, el problema tomaría la forma de una pregunta por la autenticidad, es decir, justamente por el criterio que en el círculo crítico-cinenematográfico quedaba sin problematizar. Por ahí se escaparía de la órbita de ese giro. Así se pondría en marcha algo así como una crítica cinematográfica a un nivel superior, a un nivel superior y con herramientas propiamente filosóficas, para preguntar acerca de qué es eso de la autenticidad, y para responder que eso no puede ser otra cosa que la verdad, la bondad, la unidad (y en el peor de los casos, la belleza), ya sea como tales, o como meras máscaras de la ficción, la moral cristiano-burguesa, la diferencia (y, en el mejor de los casos, el gusto dominante). Dependiendo del criterio que se emplee para diferenciar lo auténticamente auténtico de la —digamos— autenticidad frustrada, acabaremos orbitando alrededor de la noción de sentido, de la noción de libertad, de la noción de sensibilidad (o dicho con otras palabras, de la noción de Dios, de la de alma, o de la de mundo). Si por el contrario renunciamos al uso de un criterio para identificar lo auténticamente auténtico de lo que no lo es, tendremos que considerarlo todo auténticamente auténtico, o todo como una u otra autenticidad frustrada. Pero entonces comenzaremos a girar en una órbita, todavía más alejada —la órbita, ya casi, de un cometa—, alrededor de la noción de sentido del sentido, de liberación de la libertad, o de mundaneidad del mundo (o dicho de otra manera: Ser, lenguaje, cuerpo)... etc.

            Ahora bien, todas estas esferas se mueven armónicamente unas en el interior de las otras, y todas ellas como atraídas por un primer motor. Ese primer motor que pone

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en marcha toda la actividad crítica y toda la filosófica y el universo hermenéutico entero a su alrededor se llama Andrei Tarkovski.

2. Andrei Tarkovski como motor inmóvil.

“Yo no dirigí ningún “mensaje” a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una catedral” [5] .

En efecto en Andrei Tarkovski no hay diferencia entre Ser, lenguaje, y cuerpo. Todo el mundo lo sabe. Tarkovski es, no existiendo, sino haciendo ser al lenguaje en unos cuerpos que no son cuerpos y que sin embargo son y son de tal manera que en ellos es el lenguaje el que es, y los cuerpos se dicen sin que ese decirlos sea un hacerlos ser sino un darse cuenta de su haber sido siempre ya como diciéndonoslo, como diciéndose. Por eso no hay ahí diferencia entre el significante, el significado, y el sentido, y no hay lugar para hablar de ningún “mensaje”, sino de la Revelación.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre el sentido y la sensibilidad, precisamente porque Andrei Tarkovski no es ningún sujeto. Pero tampoco, ciertamente, porque sea un objeto, sino porque en Él los objetos son, pero no como objetos sino como cosas en sí mismas, es decir, como fenómenos, es decir, como fenómenos en sí mismos, esto es, como bellos, o sea, como son —o algo así—.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre la verdad y la bondad, porque la unidad misma que constituye aquello que en Él es, procede de su ser ahí verdadera la bondad de las cosas y en el ser verdaderamente bueno su ser verdad aunque sólo sea por una vez, y todo esto, únicamente, porque sí, porque así es y porque así ha de ser y ha sido siempre.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre la autenticidad y la inautenticidad, porque en Él no hay distancia entre el auténtico crítico y el auténtico cineasta, ni tampoco identidad, puesto que Andrei Tarkovski no existe ni como lo uno ni como lo otro, sino que se limita a ser la obra de cine y la crítica siendo a la vez la distancia entre ambas, y por eso no hay necesidad de un manifiesto, porque Él no es ningún profeta, sino que sus obras son el cine en su manifestarse, y sus críticas son la crítica haciéndose manifiesta, como su verbo es su carne y su carne no es sino su verbo, y lo que une a ambas no es sino el Espíritu (pero el Espíritu Santo, entiendasé bien).

Andrei Tarkovski no puede ser interpretado ni como crítico ni como cineasta, porque no es ninguna de las dos cosas. Él es el cine siendo la crítica y es la crítica siendo el cine. Es la cinefanía crítica y la críticafanía cinematográfica. Andrei Tarkovski es un acto puro.

Por eso, sólo adoptando la perspectiva de Andrei Tarkovski (cosa que nosotros los hombres que no somos Andrei Tarkovski sólo podemos hacer de vez en cuando: viendo sus películas), nosotros —los seres afectados de potencia— reconocemos la primacía del acto sobre ella, la anterioridad del acto respecto de la potencia, pero también la necesidad de que la potencia secunde al acto, de que los planetas sigan girando alrededor de sus órbitas y los filósofos alrededor de las suyas.

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3. Andrei Tarkovski como la excepción que confirma las reglas (del juego). 

“¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho en términos muy generales: ¿cuál es en verdad el valor de una persona y con qué tipo de persona nos encontramos cuando está sufriendo la pérdida de su dignidad? Me permito recordar que la meta de las personas que  en esta película se encaminan hacia la zona es una habitación donde se cumplirán sus más secretas aspiraciones. Mientras atraviesan el curioso territorio de la zona, rumbo a esa habitación, Stalker narra al escritor y al sabio la historia, real o legendaria, de Dikoobras, que llegó a aquel lugar ansiado pidiendo que su hermano, de cuya muerte él era culpable, volviera a recobrar la vida. Pero cuando Dikoobras volvió de la «habitación», se encontró repentinamente enriquecido. La zona le había regalado su verdadero deseo íntimo, y no aquello que había pretendido desear. Por eso, Dikoobras se ahorcó” [6] .

Ahora bien, como suele suceder en estos casos, cuando se dicen estas cosas, no se puede evitar la sensación de haber puesto en el fondo de ese callejón sin salida muy, muy, muy largo, solamente una imagen hipertrofiada de aquello mismo que había en el punto de partida, de haber puesto al final de esa perspectiva una versión unidimensional del paisaje mismo que se retrata y que actúa de esa manera como punto de fuga de la misma, dando un volumen a lo que es sólo un único plano. Ese único plano que, a través de esas reconstrucciones trata de organizarse teleológicamente, y que constituye en realidad una única superficie en la que se organizan topológica y no teleológicamente los elementos, no puede denominarse, en todo caso, sino como Andrei Tarkovski.

En efecto, en el plano Andrei Tarkovski la crítica y la cinematografía constituyen una única superficie transitable en todas direcciones que lleva, desde sus escritos a sus películas y desde sus películas a sus escritos más o menos críticos. Andrei Tarkovski, cuya primera película se estrena en 1962 y la última en 1986 no evoluciona en absoluto en esos veinticuatro años [7] . Se niega a evolucionar porque no se critica a sí mismo, no trata de hacer, cada vez un cine más auténtico. En las películas de Andrei Tarkovski el problema que a partir de los años sesenta (y principalmente a partir de las reflexiones de los críticos asociados Nueva ola francesa) enfrenta a los cineastas con los críticos y convierte a los unos en una versión frustrada de los otros, se proyecta interiormente, dentro de sus películas, y queda atrapado en una zona dotada de un estatuto absolutamente excepcional que se denomina comúnmente Andrei Tarkovski. En la zona Andrei Tarkovski hay, ciertamente, una «habitación» en la cual se cumplen todos los deseos, una zona dentro de la zona, pero, Andrei Tarkovski consiste en dejar esa zona bien dentro de la zona, para que la zona pueda seguir estando fuera de la zona, es decir, fuera de la zona en la que los críticos tiran con bala que es, en aquel momentos (si es que no siempre) Cannes. El plano Andrei Tarkovski corta transversalmente el eje Cannes y establece una zona de estricta sincronía entre —pongamos— Dreyer y Lars von Triars, Renoir y Woody Allen; justamente aquel lugar en el que las cosas no pueden ser lo que queramos a fuerza de poder ser lo que queramos. Andrei Tarkovski es esa zona, la zona a cuya derecha se sitúa el cine y a cuya izquierda se pone la crítica. Andrei Tarkovski consiste en hacer posibles esas posiciones. Por eso sólo en Andrei Tarkovski se puede ver, por ejemplo, la contingencia (y a la vez la necesidad [8] ) de aquello que los manifiestos de la vanguardia rusa presentaban —dogmáticamente— como necesario

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[9] . Y a la vez, sólo en él aparece la necesidad (y no sólo la contingencia) de eso que en los Cuadernos de cine parecían ser, tan sólo, los apuntes tomados por los jóvenes directores europeos de las doctrinas para conseguir el éxito dictadas por los maestros americanos. Sólo en el lugar en el que se produce la oposición, el choque, de la Nueva ola y el viejo espigón de la vanguardia rusa, se puede reconocer el eterno problema: la búsqueda de la autenticidad de lo auténtico denunciando la inautenticidad producida por la frustración (la frustración de querer y no poder ser Alfred Hitchkock, o la de querer y no poder ser Sergei Eisenstein). Sólo en esa zona resulta visible la eterna cuestión de la verdad queriendo o no queriendo ser buena (ni siquiera después de darle Truffaut los Cuatrocientos golpes), o del bien queriendo o no queriendo ser verdadera (como en el “realismo socialista” impuesto, también a golpes —dicho sea de paso— en la URSS). Sólo allí se ve la unidad propia de aquello que sólo como diferencia —pero como diferencia, insistimos,  planteada en Andrei Tarkovski— se puede presentar. Quizás a eso le pudiésemos llamar también la belleza propia de sus obras. Sólo en Andrei Tarkovski la ficción puede verse como ficción (y no como esa verdad más verdadera que la verdad misma que pretendía André Bazin, ni como esa mentira más perversa que todas las mentiras que pretendía Andrei Zhdanov), y sólo en él, la moral cristiano-burguesa del nuevo régimen soviético puede verse claramente bajo la luz que arroja sobre ella el aspirante a gusto dominante puesto en curso por los nuevos revolucionarios de mayo del 68. En efecto, sólo en la zona Andrei Tarkovski, se produce el —digamos— “efecto Andrei Tarkovski”, que no surge del montaje en paralelo de dos planos, sino del constituirse él mismo en el único plano en el que todos los planos han de montarse —encajen o no encajen, se salten el eje o no se lo salten—, en el alma que une, unas con otras, las secuencias del mundo para seguir por una vía muy, muy larga, a través de un larguísimo travelling  —que nunca sigue la línea recta— el camino más corto hacia esa «habitación» donde está Dios.

Y, en definitiva, sólo en la zona Andrei Tarkovski el lenguaje es el lenguaje, y sirve para sentir las cosas —para sentir las cosas como son— y el cuerpo es cuerpo porque sirve para decirlas —y para decirlas tal y como son ellas—, y el Ser es también como tiene que ser, y como Dios manda.

Bien, todo eso es posible porque Andrei Tarkovski nació, creció —probablemente incluso se multiplico— y vivió entre nosotros (o entre otros más afortunados que nosotros). Porque hizo siete películas entre 1962 y 1986. Porque esas siete películas fueron consideradas por los hombres como otros tantos pecados, y por ellas hubo de sufrir el destierro y la injusticia, y, finalmente, la muerte —muerto de nostalgia por un reino que no era de este mundo, y ofreciendo su vida y sus obras (ya muy enfermo) como un sacrificio para intentar salvar a los hombres—. Todos estos hechos explican, ciertamente, porqué en sus películas hay estos y aquellos planos, tienen estos o aquellos títulos, y se ruedan en estos o en aquellos años (y ganan  o no un premio en el festival de Cannes en estas o aquellas ediciones). Pero ¿qué es lo que explica que, después de muerto, Andrei Tarkovski resucitase, y ascendiese a los cielos al tercer día, y se sentase allí a la derecha del Padre, rodeado de todos los demás, y que, todavía hoy nos siga enseñado el camino de la salvación y conduciéndonos, como un guía, a través de esa zona llena de peligros hasta las puertas mismas del cielo?

Quizás los cineastas y los críticos puedan a estas alturas no creer en Dios, pero no tienen más remedio —incluso los más insensatos de ellos— que creer en Andrei Tarkovski.

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Apéndice sobre la anfibología del concepto de locomotora.

¿Por qué los directores de cine hacen películas en lugar de construir locomotoras? ¿Por qué a ningún director de cine se le ha ocurrido construir una locomotora y arrollar con ella a todos sus espectadores, cuando realmente está tan claro que es eso lo que “originariamente” quiere? ¿Si de lo que se trata es de conseguir “un realismo integral, un cine identificado totalmente con lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma”, hasta el punto de que “se anula el doble” y “si seguimos hasta sus últimas consecuencias el principio de identidad de los indiscernibles”, no se podría llamar, entonces, a ese doble tan realista “locomotora de vapor”? ¿Hay algo más “integral”, más “identificado totalmente con lo real”, más “físico”, más “objetivo”, más “sensorial” y más “inmediato” que arrollar con una locomotora a los espectadores de una sala de cine? ¿Acaso no es la diferencia entre arrollar a los espectadores con una locomotora en una sala de cine y arrollar a los espectadores con una locomotora en una sala de cine “indiscernible”? ¿Por qué razón los vanguardistas rusos no fueron capaces de comprender esto y se complicaron la vida con teorías acerca del montaje y el movimiento en lugar de subirse en una locomotora y arrollar “inmediatamente”, “físicamente” y “objetivamente” a los burgueses con ella, llevando a cabo así un auténtico acto revolucionario en lugar de acabar haciendo esas cosas que no entendía nadie y que resultaban casi “indiscernibles” del arte burgués-anti-burgués de las vanguardias occidentales?

Quizás todas estas paradojas sólo se puedan explicar examinando el asunto desde el punto de vista del “espectador”, de la “historia del espectador”, como lo hace el artículo de Víctor Cadenas de Gea titulado «Identificación y especificidad. El cine de Andrei Tarkovski», de algunas de cuyas precisas expresiones nos hemos servido y nos seguiremos —si se nos permite— sirviendo —sin que esto signifique, desde luego, que queramos comprometer al autor de dicho artículo con el uso que hacemos aquí de ellas—.

 “El primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo que ve como imagen sino como cosa; no como representación de algo, sino como ese mismo algo”, y “este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia”. Pero son las limitaciones técnicas las que impiden que esa “emoción primigenia” sobreviva, las que impiden que ese “hecho esencial” se mantenga intacto, y que esa “identificación” física entre la representación y lo representado siga haciéndolos “indiscernibles”: “El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es, paradójicamente, en los Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había participado y los creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban su quehacer hacia otros derroteros (...) El cine fantástico nace motivado por una carencia técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del realismo integral al que estaba destinado en un primer momento el cine”.

Aquel “hecho esencial” se mantiene, no obstante “casi intacto” —el subrayado es nuestro—. Que el “hecho esencial” queda “casi intacto” quiere decir que ya no se produce como una identificación “física”, “objetiva” e “inmediata”, sino “psíquica”, “mediata” y “subjetiva”. La “inmensidad de este «casi»” es, ni más ni menos, que el abismo que separa el mundo de lo —digamos— “físico”, y el mundo de lo —digamos

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— “psíquico”. Ese abismo es abierto por una “carencia técnica”, por una “carencia técnica insalvable” (“insalvable” al menos para el cine): nuestra imposibilidad de crear representaciones que sean las cosas mismas. Debido a esa “carencia técnica” las representaciones cinematográficas quedan atrapadas en una de las orillas de ese abismo, en la de esa “casi” realidad —“casi” “física”, “casi” “objetiva” y “casi” “inmediata”— a que las reduce su condición de meras representaciones; esto es: quedan reducidas a esa “casi” realidad que denominamos “psicológica”. Pero el abismo se hace visible en toda su extensión cuando la subjetividad trata de surcarlo y se da cuenta de que sólo puede hacerlo “psicológicamente”, a través de mecanismos propiamente “psicológicos”, y se da cuenta así de su carácter verdaderamente “insalvable”. Como respuesta a esa “carencia técnica” se produce una “evolución de la identificación física a la identificación psíquica”. Pero esta “identificación psíquica” a su vez solo se puede entender como: “un deseo colectivo de querer aceptar la representación como realidad” (como un: “aplazamiento de la incredulidad que con variantes accidentales pero no esenciales nos sigue definiendo como espectadores”); es decir, como una “ficción”, como una “fantasía”. Esta “identificación psíquica” no sólo es, una versión aguada de la “identificación física” sino que la “identificación física” no es sino una versión neurótica de la “psíquica” que sólo puede entenderse como un “deseo colectivo” tan intenso, como un “aplazamiento de la incredulidad” tan radical que es causa de una “alucinación colectiva”: “Evidentemente, tanto lo que llamamos identificación física como identificación psíquica descansan en un proceso en último término psicológico, pues estamos hablando siempre de una recepción en el espectador. El terror ante el tren es también una vivencia psicológica. Pero en efecto, la diferencia entre ambas identificaciones es notable. En la primera, el “como si” actúa de un modo mucho más fuerte, tan fuerte que parece anularse como tal. Puede clarificarse esto si entendemos que la identificación física no sólo es la confusión de un objeto de la pantalla en la realidad, sino más precisamente un fenómeno muy similar a la alucinación del neurótico, que vivencialmente, no sabe distinguir ésta de la realidad. En cambio, en la identificación psíquica, la vivencia es mediata y la conciencia del “como si”, esto es, de la separación entre los dos niveles, funciona en todo momento, si bien como espectadores en el espectáculo jugamos al aplazamiento de la incredulidad”.

En resumen: no sólo los directores de cine quieren que las representaciones sean indiscernibles de las realidades sino también los espectadores. Los directores quieren arrollar a la gente con una locomotora, pero son técnicamente incapaces de hacerlo, mientras que los espectadores quieren ser arrollados por una locomotora, pero son psicológicamente incapaces de conseguirlo y no pueden conseguir que su neurosis sea tan aguda que consiga que la mera contemplación de una película les arrolle “físicamente”. No nos engañemos. Todos (cineastas y espectadores) queremos que nuestras representaciones sean las cosas mismas —como lo son para Dios, a cuya imagen, al fin y al cabo estamos hechos—, y realmente todos (espectadores y cineastas) creemos que el conseguirlo es sólo un problema técnico o psíquico. Pero como —aún— no somos ni técnica- ni psíquicamente capaces de conseguirlo, estamos dispuestos a “suspender nuestra incredulidad” y a tomar esa “casi” realidad que nos presentan nuestras representaciones “como si” fuese una auténtica realidad en lugar de tomarla por lo que “originariamente” es: por una mera “ficción”, por una “alucinación neurótica” más o menos grave —el subrayado de todas estas expresiones es nuestro—.

Los directores de cine no arrollan a sus espectadores con una locomotora, no porque no quieran, sino porque no pueden. Los espectadores, por su parte, no consiguen ser

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arrollados en una sala de cine por una locomotora por que no están lo bastante locos. Por eso no podemos realizar el “ideal mítico” de crear originales en lugar de copias (representaciones que sean las cosas mismas). Esto desemboca en el desarrollo de la “especificidad del cine”, en el desarrollo de un género de representación específicamente surgido de este conflicto que es el que caracteriza a la subjetividad moderna (tal y como el artículo de Víctor Cadenas de Gea ha sabido mostrar perfectamente) y que se hace manifiesta de manera paradigmática, precisamente en la relación de esta subjetividad con las artes, y en especial con la imagen cinematográfica (tal y como el famoso artículo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica mostraba también perfectamente). La “especificidad cinematográfica” consiste, en —tener que— desarrollar tácticas específicamente psicológicas para arrollar a los espectadores psicológicamente, de manera “ficticia” y “fantástica”. Consiste en —diríamos— diseñar una locomotora específicamente cinematográfica, como por ejemplo Octubre de Sergei Eisenstein: un artefacto técnico capaz de “conmocionar emocionalmente al espectador”, de arrastrarle mediante el movimiento irresistible del montaje de los planos hasta “una determinada idea colectiva adscrita a la revolución comunista” o hacia una determinada idea colectiva adscrita a la revolución nacional-socialista (pensemos en Él triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl), o a cualquier otra locura o “alucinación neurótica” (más o menos aguda) semejante; es decir, a cualquier “determinada idea colectiva adscrita a una revolución” cualquiera.

Esta locomotora afectivo-intelectual (“su finalidad es claramente intelectual y sus medios propiamente sentimentales, afectivos”) conseguiría así arrollar al burgués oculto en la psicología de todo espectador y “adoctrinarle” en una u otra “idea colectiva adscrita a una revolución”, sin necesidad de tener que atropellarlo “físicamente”, “integralmente”, “totalmente”. Ahora bien, para ello hay que “visionar” Octubre, no basta simplemente con verla, hay que “visionarla” bien “visionada”, hay que dejarse impresionar, aprisionar, apisonar por ella. Y para eso tiene uno que ser tan ignorante como un campesino ruso o tan sabio como un cinéfilo actual; es decir, todo menos un burgués normal y corriente, es decir, todo menos aquello mismo que la película pretende arrollar —“psíquicamente”—.

Este es justamente el obstáculo que Andrei Tarkovski habría logrado superar. Andrei Tarkovski habría desarrollado una “técnica” “psíquica” más refinada, capaz de arrollar tanto los prejuicios burgueses de sus espectadores como aquello que habría aún en ellos de “adoctrinable” y de acceder a la “espiritualidad del espectador”. La “libertad creativa” de Andrei Tarkovski habría resuelto de una manera —digamos— “libre”, o más correctamente: “íntima” (“íntima” en el sentido de no basarse en una determinada “técnica” —ni física (como la fabricación de locomotoras)  ni psicológica (como el montaje)— sino en ser “la intimidad que gobierna la evolución del metraje”, la que se dirige a “la intimidad del receptor”, habría salvado —decíamos— las aparentemente “insalvables” e “inmensas” dificultades técnicas, y habría logrado así realizar la aspiración a la totalidad del cine total de la manera más total posible (es decir, dentro de las limitaciones específicas de la especificidad cinematográfica); no ya a través de herramientas “psíquicas” sino “espirituales”: “Su estética entronca con algo anterior a la revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral”. Es decir: Andrei Tarkovski habría desarrollado una especie de locomotora filosófica o espiritual, en lugar de psíquica, capaz de transmitirnos una determinada —digamos— idea individual adscrita a la revolución del alma, a la revolución moral (a

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una determinada revolución moral, que en su caso es la cristiana, pero que podría ser cualquier otra).

Con ese artefacto Andrei Tarkovski podría arrollar todo lo arrollable hasta dejar, tan sólo la “temporalidad de la conciencia” representada —o más bien des-arrollada— en unas “imágenes-mónadas” cuya carencia de una segunda articulación sería capaz de mostrar efectivamente “el tiempo de la vida subjetiva”, y con ello “la vida del hombre”. Ciertamente, ¿qué es la vida del hombre desde el momento en que es técnicamente incapaz de crear el mundo y tan sólo puede representárselo mediante una ficción que sólo suspendiendo —neuróticamente— su incredulidad puede tomar por realidad, sino una sucesión de imágenes-mónada des-arrollandose en una conciencia e intentando constituirse en una determinada representación del todo sin conseguirlo sino confusamente, y convirtiéndose así en una mera perspectiva?

Y esto es lo que nos muestra perfectamente Andrei Tarkovski: que la vida humana no tiene ningún sentido. Y eso es lo que claramente se desprende del hecho de que sus películas no tengan ningún sentido, de que sus películas no sean sino un refinadísimo fracaso de su intento de arrollarnos con una locomotora, como resulta palmario a cualquiera que haya visto una de sus películas y haya podido seguir viviendo, como resulta evidente para cualquier “espectador” de sus películas; puesto que es eso, justamente, lo que diría cualquier “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski —en el supuesto caso de que pudieran tener alguno—. Es eso lo que tendría que decir cualquiera en tanto que “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski.

Otro problema distinto es lo que habría que decir de las películas de Andrei Tarkovski como crítico y no como “espectador” de las mismas. ¿Cómo podría explicar un crítico el hecho paradójico de que, en general, los directores de cine no fabriquen locomotoras, o más bien, el hecho de que sean un desastre fabricándolas y las acaben fabricando muy mal, que acaben fabricando unas locomotoras que no son capaces de arrollar nada y que incluso acaban des-arrollando aquello que querían arrollar?

Bien, ciertamente, un crítico —al menos si se atuviera a una noción de crítica más o menos tradicional como la desarrollada por Kant— tendría que partir de la consideración de que lo “originario” no es nuestro deseo de que nuestras representaciones sean las cosas mismas —ni siquiera en el caso de que eso sea “históricamente” lo primero, de que sea eso lo que nos ha “configurado históricamente” como unos “espectadores” [10] —  sino que lo originario estaría en esa separación, en ese abismo, en la distancia entre las cosas y las representaciones, entre las cosas mismas y los fenómenos, entre las sensaciones y los conceptos. Para un crítico esta diferencia (la que hay entre lo —digamos— físico y lo —digamos— psíquico, o entre lo sensible y lo inteligible) no sería una mera diferencia de grado (de —digamos— grado de neurosis), sino una diferencia irreductible. Habría entonces —por decirlo así— una anfibología fundamental en el concepto de “locomotora”, cuyo sentido sería distinto según la usásemos en el plano de la física (para referirnos, por ejemplo, a aquellas cosas que se mueven a mucha velocidad, que se mueven como locas,  y son capaces de arrollarnos físicamente, y que llamaríamos “locomotoras a vapor”) o en el terreno de lo psíquico (y usásemos el concepto para referirnos a aquellas otras cosas que también se mueven a mucha velocidad —24 fotogramas por segundo— pero que en todo caso sólo son capaces de arrollarnos “psíquicamente” —por muy pequeña que parezca la diferencia—; y a las cuales haríamos bien en llamar: “películas sobre locomotoras a

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vapor”—.  Pero para un crítico no sólo habría que reconocer necesariamente esa diferencia entre el plano de la representación y el plano de la realidad, y no sólo sería esa diferencia irreductible, sino que esa diferencia sería incluso buena... Pensemos que esto significaría que tendríamos que considerar deseable aquella “carencia técnica insalvable” que nos impide crear el mundo e incluso aquella incapacidad psicológica nuestra de acabar de creernos nuestras propias alucinaciones neuróticas y ser, al menos, unos paranoicos consecuentes. La —digamos— “inmensa” perversidad del crítico al querer sostener la bondad de estas cosas le llevaría a tener que recurrir a modelos de fundamentación de tipo teleológico o estructural e incluso hermenéutico (como los que se apuntaban en el texto que precede a este apéndice) cuya fragilidad teórica se mostraría en el carácter ridículo que no pueden dejar de presentar a nuestros ojos cuando se presentan esquemáticamente, y que requerirían un despliegue tan grande de matizaciones y explicaciones para que alguien pueda llegar a tomárselas en serio que uno simplemente se diluye en ellas, se muere de aburrimiento y de desidia antes de haber podido llegar a conseguir entender qué demonios era eso del Dasein, si era el “ser-ahí” o era el “ahí-ser”.

Pensemos, sobretodo, en el atroz contraste que presenta la inmensa dificultad teórica de este problema respecto de la extremada sencillez de su resolución práctica.

En efecto, las limitaciones técnicas que el cine puso en sus “orígenes” de manifiesto y que impidieron en su momento arrollar a los espectadores, o más bien, la ceguera de los propios cineastas que no supo dar con una fórmula efectiva para arrollar a los espectadores cómodamente mientras estaban sentados en sus butacas [11] , hizo necesario perseguirlos por toda Europa para intentar acabar con ellos, es decir, hizo necesario inventar ese medio artístico que sí consiguió culminar las expectativas de los pioneros del cinematógrafo de un “cine total” superando sus limitaciones “específicas”, y cumplir su “ideal mítico”:  la “Gran Guerra”. La Gran Guerra consiguió causar en los espectadores de una manera —esta vez sí— “física”, “objetiva” e “inmediata” —con una inversión técnica realmente grandiosa, pero relativamente rápida—, la sensación de ser arrollados por una locomotora. Así, desde 1916 la “Gran Berta” —un enorme cañón instalado sobre un vagón de ferrocarril— disparaba proyectiles de 100 Kg. sobre los espectadores Alemanes, pero carecía aún de la suficiente movilidad como para arrollarlos, sin embargo en 1918 los ingenieros ingleses desarrollaron los primeros tanques. Con ellos el problema técnico de producir la sensación de ser “físicamente”, “inmediatamente”, “indiscerniblemente” arrollado por una locomotora quedó resuelto.

En general, el desarrollo entre 1914 y 1945 de ese “gran” medio artístico que podríamos llamar la “Gran Guerra” consiguió arrollar de una manera mucho más efectiva que la manera específicamente cinematográfica, tanto los prejuicios de la psicología burguesa como, en general, cualquier resto de cualquier “idea colectiva adscrita a una revolución” cualquiera, e incluso cualquier resto de cualquier idea cualquiera. Lo que quedó es, justamente aquello que podemos ver en el film La infancia de Iván (de Andrei Tarkovski) : “Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más inocente y conmovedora víctima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo. Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas. Para ellos no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas

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nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar” [12] . Esto es lo único que ha quedado, lo que pasa es que, de ninguna manera podemos verlo como “espectadores”, de ninguna forma podemos “identificarnos” con ello; sólo podemos entenderlo como críticos, pero entonces ¿Qué diferencia era ésa que había entre “ahí-ser” y “ser-ahí”? 

* Juan Jesús Rodríguez Fraile es becario del Ministerio y está realizando la tesis en la Facultad de Filosofía UCM.[1] Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de “Nostalghia” en el Festival de Cannes, 1983.[2] Pongamos, por ejemplo, “Dogma 1995” de Lars von Triers.[3] Lars von Triers, por ejemplo, filma “Los idiotas” —significativo título para una crítica de la crítica—.[4] Woody Allen dirige, por ejemplo, ”Deconstruyendo a Harry”, y en uno de los círculos de su infierno sitúa al crítico.[5] Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. “France Culture”, 7-1-1986.[6] TARKOVSKI, A. Esculpir en el tiempo. Madrid, Rialp, 1991, p. 220.[7] Durante todos esos años Andrei Tarkovski dirige sólo siete películas: La infancia de Iván (1962), Andrei Rublev (1966). Solaris (1972). El espejo (1974), Stalker (1979), Nostalghia (1983), y Sacrificio (1986).[8] La necesidad relativa pero no por ello menos necesaria dadas unas ciertas condiciones como son las condiciones que denominamos habitualmente Andrei Tarkovski.[9] Y que precisamente por eso no podía aparecer sino como enteramente arbitrario.[10] O como “espectadores” de un determinado tipo o de otro; o bien como espectadores de un tipo de espectáculo o de otro, o incluso como espectadores de ese cierto tipo de espectáculo que podríamos llamar —con Kant— la metafísica.[11] ¿Por qué no se le ocurrió a nadie construir una cámara cinematográfica técnicamente más evolucionada que produjese locomotoras a vapor, una cámara de cine que fuese “indiscernible” de la fábrica de locomotoras que se encontraba en las afueras de París, y una sala de cine que fuera “indiscernible” de una estación de ferrocarril de Moscú? ¿Cómo no se le ocurrió eso (que no es, ni más ni menos, que inventar el cine) ni al “gran André Bazin”?[12] Jean-Paul Sartre, carta dirigida a Alicata (director del periódico italiano Unitá) acerca de un artículo publicado en ese periódico sobre la película de Andrei Tarkovski La infancia de Iván. La carta apareció después en ese mismo periódico el 9 de octubre de 1963, y posteriormente en Les Lettres Françaises (1 de enero de 1964). La traducción castellana (de J. Martínez Alinari) se encuentra en: Jean-Paul Sartre, Problemas del marxismo, Losada, Buenos Aires, 1964, y también en la Revista de Occidente nº 175 (diciembre 1995) p.p. 21-30.

Primera parte. Identificación.

Es impactante comprobar que, además de la novedad y la sorpresa, fácil de imaginar, que conmovió al espectador de fines de 1895, su principal y genuina reacción fuera la

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de estar viviendo una experiencia terrorífica. La Entrée du train en gare de la ciotat constituye el punto clave de la experiencia cinematográfica pura, refleja la vivencia más intensa del espectador de todos los tiempos y sobre todo, el talante primero de un medio de expresión figurativo como es el cinematógrafo. De entre todos los pioneros, sólo los hermanos Lumière lograron que el auditorio se levantara y escapara horrorizado ante la llegada de ese tren que literalmente amenazaba con arrollarlos.[1] El cine es un medio figurativo y como tal, imitador de lo real. Pero, si bien en la pintura tradicional, pongamos por caso, se tiene, y por muchos motivos, clara conciencia de la separación que media entre lo representado y lo real, o dicho de otro modo, entre el retrato y el modelo, en el origen del cine no fue así. El primer espectador siente que ese tren se abalanza amenazando con transgredir los márgenes de la tela blanca. Hay una identidad entre lo real y lo representado. En este sentido, creo que no es adecuado hablar en este caso de imitación sino más bien de íntegra identificación. En la imitación, algo imita a otro algo, siempre teniendo clara la separación entre la copia y aquello que se copia. Visto desde el punto de vista del espectador, el cine, en sus primeras sesiones, ofrece una imitación tan exacta, tan severa, que trata de aniquilarse como tal imitación, trata de confundirse con lo real, hacerse real. El primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo que ve como imagen sino como cosa; no como representación de algo, sino como ese mismo algo. Se reemplaza al mundo exterior por un doble tan exacto, que como tal resulta indiferenciado respecto de la misma realidad que duplica. En este sentido, se anula el doble, si seguimos hasta sus últimas consecuencias el principio de identidad de los indiscernibles. Se ofrece no un simulacro de la vida, sino la misma vida. El para nosotros ingenuo tren de los hermanos franceses desafía y hace peligrar el marco de la pantalla, cosa que no sucede con el marco pictórico; amenaza con salir fuera, con hacerse fuera.

Este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia. Explicar la inmensidad de este "casi" es una de las tareas de nuestra investigación. Si bien el tipo de identificación variará, como pronto demostraremos, la emoción primigenia del cine ya nos aparece clara ante nuestra mirada. Ese salir fuera del tren va conformando una experiencia perceptiva genuina, un efecto espacial que, aunque ajeno a la directa violencia avasalladora que acarrea en el caso del primer espectador, permanece "prácticamente" invariable hasta nuestros días. En efecto, la pantalla cinematográfica continúa manteniendo la apariencia de ser una ventana a un mundo completo del cual sólo podemos atisbar fragmentos.

Se nos muestra como un rectángulo que parece ocultarnos tal completud. No nos enseña más que una parte del acontecimiento. A diferencia del teatro o la pintura, la impresión que provoca el cine es la de la ausencia de un fuera de campo: todo continúa al otro lado, a izquierda y derecha de la tela blanca, aunque nosotros no veamos más que lo acotado por ésta.

En cualquier caso es, para nosotros, sorprendente la vivencia experimentada por los primeros espectadores ante la llegada del tren. Resulta difícil de creer y por varias razones. En primer lugar no era, ni mucho menos, la primera vez que se experimentaba la imagen en movimiento. Hay pioneros en este campo antes que los hermanos Lumière; piénsese por ejemplo en Marey o en las secuencias fotográficas de Muybridge. En segundo lugar, la cámara no está posicionada sobre las vías, lo cual incrementaría coherentemente el terror de creer que el tren arrasa la sala, sino que está situada tal y como cualquiera se coloca a la llegada de un ferrocarril en la estación, esto es, en el

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andén. En tercer lugar, lo rudimentario de la imagen que, aun cuando la contempláramos hoy sin los estragos que cien años han marcado sobre ella, es una imagen de blancos y negros, acelerada y altamente granulada, muy diferente de nuestra percepción habitual. Quizá, en esa primera sala de cine, palpitara un deseo colectivo de querer aceptar la representación como realidad; quizá dominara las mentes un superlativo aplazamiento de la incredulidad, aspecto éste que, con variantes accidentales pero no esenciales, nos sigue definiendo como espectadores.[2] Pero demos un paso más, pues tanto los pioneros como los espectadores tenían clara conciencia tanto de ese deseo de identificación como de esas tres objeciones. La técnica que se maneja refleja una carencia insalvable, algo que frenaba las aspiraciones perseguidas. Estas aspiraciones presiden buena parte de las técnicas de reproducción de lo real del pasado siglo, desde la fotografía al fonógrafo. En el caso del cine, se pretende una técnica capaz de lograr un realismo integral, un cine identificado totalmente con lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma.

Este anhelo de los creadores se suele conocer bajo la etiqueta de el mito del cine total y numerosos autores se alimentaron de ella (Marey, Poulaille, Nadar, etc.).

Pero este ideal había de enfrentarse con una técnica que en buena medida lo imposibilitaba. Lo científico-técnico en que descansa el cinematógrafo, lejos de permitir la realización de tal idea mítica, la impedía. Esto fue lo que llevó a decir al gran André Bazin, bastante tiempo después, que el cine, tal y como había sido gestado en la mente de sus creadores, no ha sido inventado todavía. Algo que, por otra parte, podríamos seguir suscribiendo hoy en día.

El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es, paradójicamente, en los Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había participado y los creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban su quehacer hacia otros derroteros. Este desplazamiento resulta en un primer momento intrigante pero es comprensible si seguimos hasta sus últimas consecuencias este desacompasamiento entre el ideal y la técnica. En efecto, si la pretensión genética era la de lograr un cine identificado físicamente con la vida, un cine fiel a lo real, resulta sorprendente ese pronto desplazamiento hacia el cine fantástico encarnado en la figura de Georges Méliès y su aluvión de trucajes, apariciones y desapariciones, sobreimpresiones y mundos imaginarios. No es en cambio sorprendente si nos fijamos en cómo el mago francés llegó al descubrimiento de tales técnicas de irrealismo. En un texto de 1907 Méliès expone el suceso que cambió radicalmente su concepción del cine.

Cierto día que yo estaba fotografiando de manera prosaica la Plaza de la Ópera, un bloqueo del aparato tomavistas que utilizaba al principio (aparato rudimentario, en el cual la película se rompía o se atascaba con frecuencia y se negaba a correr) produjo un efecto inesperado; necesité un minuto para desatascar la película y volver a poner el aparato en marcha. Durante el minuto, está claro que los transeúntes, los autobuses, los coches habían cambiado de lugar. Al proyectar la cinta, pegada en el punto en que se había producido la ruptura, observé de pronto que un autobús Madeleine-Bastille se convertía en coche fúnebre y los hombres en mujeres.[3] El involuntario descubrimiento de Méliès confirma la tesis. El cine fantástico nace motivado por una carencia técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del realismo

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integral al que estaba destinado en un primer momento el cine. Ese aparato rudimentario condena el ideal de los pioneros. El cine se desliza, por arte de magia, a la ficción. Sólo con una salvedad que luego discutiremos, se renuncia a la identificación física y se desemboca en la creación de lo ficticio y lo fantástico. Ya no se entenderá el cine como imagen de la vida, sino más bien como vida de la imagen. El trucaje por sustitución inaugura toda una serie de efectos especiales, fundidos, sobreimpresiones, ralentis, etc. que alejan al cine de su pretensión originaria al tiempo que lo involucran en otro modo de concebir el movimiento y la asimilación de la imagen.

Creo firmemente que debido a esta renuncia a la identificación física principalmente debida a una técnica rudimentaria, que se hace cada vez más meridiana en la concepción de los creadores, puede entenderse fácilmente la derivación de la identificación en el espectador, así como puede interpretarse de otro modo esa conocida y lapidaria aseveración de los Lumière, que designaba al cinematógrafo como un invento sin futuro. En efecto, suele entenderse esta frase de un modo muy simplista, que se resume en calificar a los hermanos franceses de pésimos profetas. Pero si hubiera sido así, no habrían dudado en aceptar la oferta de Méliès, que quiso comprar su patente, cosa que no aceptaron. Desde mi punto de vista, más bien se trata de una frase exacta, siempre comprendiendo que lo que menta es el poco porvenir que le queda al cine en tanto que realismo integral, en tanto que identificación sensible y presente de un tren arrollador. Del mismo modo, ese autobús transformándose en coche fúnebre indica metafóricamente el destino de tal identificación.

Del mismo modo que los pioneros, pero algo después, el espectador se da cuenta de tal sepelio. La imagen que contempla es claramente defectuosa, incapaz de lograr la tan deseada identificación inmediata. Los márgenes de la pantalla ya no se transgredirán físicamente nunca más; aparecen como límites infranqueables; la tela blanca ya nunca más desintegrada en ni confundida con la oscuridad de la sala.

Se toma clara conciencia de la separación lógica existente entre la sala y la pantalla, esto es, del objeto mediador que separa una y otra, la cámara que filma e inmortaliza un suceso pasado reactualizándolo. Se descubren los engranajes del asunto, lo ilusorio del artificio, el juego de feria. Una vez el espectador se da cuenta de todo esto, y sobre todo de la naturaleza del objeto mediador, los recursos para lograr que lo representado en pantalla vulnere sus lindes y avasalle la sala serán muy distintos. Asistimos, lentamente, al advenimiento de una identificación no ya física, sino psíquica.[4] De todos modos, aun cuando el paso que va de los Lumière a Méliès es considerable, no debe ser exagerado. En cierto modo, son más sus coincidencias que sus diferencias, si atendemos a lo que sobrevino después de ellos. La puesta en escena de Méliès sigue tratando de lograr una identificación física y sensible, aunque por medio de lo imaginario. En este sentido, lo fantástico está fuertemente ligado al realismo y al cine total. Se pretende un realismo global pero no por medio de contenidos realistas sino más bien fantasmagóricos, en todo caso transidos de fisicalidad. Así se explicaría el coloreado a mano de imágenes (no sólo en Méliès sino también en nuestro Segundo de Chomón) o la ausencia de elementos cinematográficos posteriores como el montaje en paralelo o los primeros planos.

Piénsese que tal intención de objetividad se revela en su casi constante utilización de la cámara inmóvil en plano general. Si bien los Lumière buscaban un cine objetivo por medio de lo verosímil, Méliès busca lo mismo por medio de lo inverosímil.

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El efecto que produjo en los espectadores fue sin lugar a dudas distinto. Sorpresa en ambos casos, pero la amenaza real del tren de los Lumière no se repitió en las fantasmagorías de Méliès. Su Voyage dans la Lune, o su Le voyage a travers l'imposible, con su teatralidad y su ansia de número circense provocaban la risa. La identificación, a nivel de lo imaginario, dió lugar a la comedia.

Todos estos acontecimientos darán lugar de manera progresiva a la gramática cinematográfica tal y como hoy la conocemos, y a las identificaciones emotivas del espectador que somos. Desde el punto de vista del espectador, hablamos de una evolución de la identificación física a la identificación psíquica. El modo común de entender tal desarrollo suele encontrar en Griffith su máximo exponente, si bien con este procedimiento suelen obviarse y minusvalorarse a pioneros franceses de igual importancia como Ferdinand Zecca, André Heuze o Louis Feuillade.

La utilización del montaje en paralelo, el primer plano, el travelling, etc., así como los contenidos de persecución y vida onírica, nos introducen en un modo diferente de concebir el realismo cinematográfico. El desarrollo de las potencialidades del aparato tomavistas se dirigen a un cine que tiende a la verosimilitud por medio de recursos profundamente irreales, alejados de la percepción cotidiana. En efecto, el montaje en paralelo da la sensación en el espectador de contemplador privilegiado.

Los cambios constantes de punto de vista, la movilidad sobrehumana de la cámara van perfilando en el espectador el don de una ubicuidad espacial, una omnipresencia como tal inverosímil, pero dirigida a una finalidad totalmente creíble.

Y del mismo modo, las primeras utilizaciones del flash-back y del sueño persiguen una ubicuidad temporal similar. El reflejo esencial de la vida que persigue a estas alturas el cinematógrafo no se logra por medio de un plano subjetivo continuo, sino más bien dotando al espectador de una movilidad espacial y temporal intensificada.

Segunda parte. Especificidad.

En vistas al propósito de nuestro trabajo, estudiaremos estas transformaciones acudiendo a otra tradición, a la vanguardia soviética que, de un modo paralelo pero a la vez propio respecto de la gran industria norteamericana y francesa, descubrió a su modo todos estos componentes de la identificación psicológica en la ardiente búsqueda de vislumbrar lo propio del cine, que encontró en las técnicas de montaje.

Hablábamos antes de una pérdida de la identificación física: el espectador ya no saldrá despavorido de la sala ante el tren amenazante y presente de los Lumière.

Su alucinación será buscada y condescendiente. Sin embargo, tal pérdida es gradual, o mejor dicho, sufre una serie de transformaciones y altibajos que a su vez señalan de un modo nuevo la autenticidad del cinematógrafo. Para clarificar esto, acudimos a un texto desde nuestro punto de vista esencial, firmado por Dziga Vertov, uno de los principales creadores del cine soviético, anclado todavía de un modo peculiar en la captación cinematográfica de la realidad inmediata. Su cine-ojo, también llamado cine-verdad, nos da la pista de una derivación para nosotros importantísima de la fisicidad, que nos servirá de puente para clarificar la posterior identificación psicológica. Así comienza uno de sus manifiestos:

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Pavlovskoie, una aldea próxima a Moscú. Una sesión de cine. La pequeña sala está llena de campesinos, de campesinas y de obreros de una fábrica cercana. El film Kino-pravda se proyecta en la pantalla sin acompañamiento musical.

Se oye el ruido del proyector. Un tren aparece en la pantalla. Y después una niña que camina hacia la cámara. De pronto, en la sala, suena un grito. Una mujer corre hacia la pantalla, hacia la niña. Llora. Tiende sus brazos. Llama a la niña por su nombre. Pero ésta desaparece. Y el tren desfila nuevamente por la pantalla. "¿Qué ha ocurrido?", pregunta el corresponsal obrero. Uno de los espectadores: "Es el cine-ojo. Filmaron a la niña cuando vivía. Hace poco enfermó y murió. La mujer que se ha lanzado hacia la pantalla es su madre.[5] Han pasado los años. Ya no es el tren el que produce terror. La identificación opera a otro nivel. Ya no es el terror físico y presente de un tren que nos amenaza aquí y ahora. Es más bien el horror y la pena que produce la revitalización del pasado por parte del cinematógrafo. La identificación cambia de temporalidad, pero aquí todavía no opera al nivel de la ficción, ni siquiera produce una experiencia colectiva.

La madre llora a su verdadera hija muerta, llora en ese renacer que supone el cinematógrafo. Si bien la fotografía conserva un pasado inmóvil, el cine presencializa ese pasado, lo reactualiza, lo lleva a la vida, lo resucita. Hablaríamos en este caso más bien de una identificación física y dolorosa a nivel de un pasado revitalizado, un pasado presente.[6] El peculiar documentalismo de Vertov, muy distinto del de un Flaherty o de un Vigo, nos muestra en este ejemplo su rostro más desgarrador. Se trata de un cine ambiguo que, por un lado sólo filma acontecimientos reales, organizándolos después por medio de técnicas totalmente irreales. A mi juicio esto se explica por la casi desesperada búsqueda de este gran creador de una especificidad cinematográfica, de una serie de recursos y elementos que no tuvieran su correlato en otros medios de expresión. Sus interesantísimos manifiestos (ABC de los kinoks, Nosotros, Manifiesto por un cine sin actores, etc.) así como su principal obra escrita Memorias de un cineasta bolchevique, nos perfilan más detalladamente esta misma idea: exclusión de todo lo narrativo-literario, de toda dramaturgia teatral, de toda composición pictórica, de todo acompañamiento musical. Se trata, en definitiva, de un cine que aboga por los hechos reales en contra de toda ficción, pero en vez de mostrárnoslos de un modo directo, natural, las técnicas de montaje se nos aparecen claramente artificiosas. Como en otro lugar escribe, se trata de ver los procesos de la vida en un orden temporal inaccesible al ojo humano, en una velocidad temporal inaccesible al ojo humano.

De nuevo la omnipresencia. Se filma la realidad pero trucándola con todos los medios estrictamente fílmicos, sin parangón con las otras artes. Podríamos decir que el fin buscado es el realismo, pero los medios empleados no lo son en absoluto. En su deseo de liberarse de todo lo teatral, verdadera carga insidiosa que lastraba al cinematógrafo casi desde su nacimiento, se apuesta por una metamorfosis excesiva del espacio y el tiempo. En su manifiesto más conocido, Nosotros, podemos leer:NOSOTROS protestamos contra la mezcla de las artes que muchos califican de síntesis. La mezcla de muchos colores, aunque idealmente elegidos entre los del espectro, nunca dará blanco, sino suciedad.[7] Parece claro que ese ataque a lo sintético hace clara mención al Manifiesto de las Siete Artes de 1914 de Riccioto Canudo, padre de la expresión "séptimo arte", para él entendido como una culminación, en el sentido de mezcla sintética, de las demás artes. Vertov niega tajantemente tal concepción, alegando que el cine posee una especificidad genuina que ha de buscarse en su propio ámbito.

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Pero he aquí que en esa negativa radical a todo lo que recuerde o remita a otros medios de expresión, el cine de Vertov casi parece sacrificar ese realismo documentalista e inmediato que en principio perseguía.

Creo que esto se debe principalmente a sus afinidades futuristas. En efecto, el cine de Vertov es una perpetua y heroicamente enfermiza obsesión por el movimiento.

Es bien sabido que el nombre de su apodo, Dziga, menciona el giro incesante de una peonza. Continuamente se glorifica la poesía de la máquina, en serio detrimento de una poesía de la vida, con un aluvión de mensajes que no pueden dejar de hacernos recordar a Marinetti, Ginna y Balla.[8] El efecto que produce Vertov cuando hoy en día se proyecta una de sus películas es bastante representativo. Se comprende fácilmente cuál era su interés principal: la voluntad lúdica de experimentación y la búsqueda y desarrollo de una especificidad cifrada principalmente en dos aspectos: por una parte la intensísima ubicuidad espacial, el movimiento y la velocidad vertiginosa de las imágenes, que a menudo producen una confusión perceptiva a mi juicio sin precedentes en la historia del cine. Cuando el gran Eisenstein ejemplificaba en Vertov el "montaje métrico", cuyo único y matemático criterio es la mayor o menor longitud extensional de los fragmentos a montar, decía que tal técnica no podía percibirse por impresión sino por mensura. Esto es absolutamente cierto. Ni el juego experimental que propone ni el contenido del mismo (poesía de la máquina) provoca una identificación afectiva, sino algo puramente formal: nos damos cuenta de que lo que andaba buscando era aquello que no existía en otros medios de expresión. Por otra parte, en la inversión paroxística y la transformación excesiva del tiempo, hasta literalmente romperlo, o "vencerlo", como a él le gustaba proclamar. En "El hombre de la cámara", los ralentíes dejan paso súbitamente a imágenes aceleradas, o a procesos de producción y movimiento que son proyectados al revés. Por ejemplo, de la barra de pan a la fábrica que la ha elaborado, del chapuzón en la piscina al trampolín desde el cual se ha saltado.

Toda la vanguardia soviética (probablemente la vanguardia cinematográfica más importante) está dominada por esta permanente exploración en el montaje y su metamorfosis espacio-temporal. Si bien en Vertov no hemos encontrado todavía una identificación psíquica sino más bien formal, en todo caso antesala de aquélla, debemos alcanzar sucesivos peldaños para encontrarla conscientemente desarrollada.[9] El primero de ellos viene excelentemente avanzado por el experimentador Lev Kuleschov y su conocido "efecto", que podemos describir esencialmente de la siguiente manera: un mismo rostro inexpresivo en primer plano, inmediatamente seguido de diversas imágenes (un entierro, una niña jugando, un plato de comida) convencía al espectador de que tal rostro reflejaba en cada caso tristeza, alegría y hambre. Es esencial que veamos la grandeza de este experimento, tan económico y crucial para la historia de las evoluciones anímicas del espectador. Es éste el que pone todo de su parte, pues el rostro del personaje es invariablemente el mismo. Es únicamente el espectador el que cree ver algo donde no lo hay, el que proyecta un determinado sentimiento adscribiéndolo al personaje de la pantalla. El primer plano en el que vemos al personaje funciona retrospectivamente como pura proyección: el espectador ve en ese rostro una expresividad (triste, alegre o hambrienta) donde objetivamente sólo hay austeridad.

En cambio el plano general parece funcionar como plano subjetivo: captamos aquello que el personaje está mirando, estamos en sus ojos, miramos lo que él mira. Pero a mi entender todavía no podemos hablar de identificación completa. El espectador

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solamente puede asegurar: "el personaje está triste", pero de ningún modo tal percepción introduce en ese espectador una vivencia de la tristeza. No se identifica con aquello que adscribe en el personaje.[10] El efecto Kuleschov nos convence por otra parte de esa permanente búsqueda de especificidad, de un modo menos ruidoso y estrafalario que en Vertov. El resultado que logra, aun cuando presente en otros medios de expresión, se consigue de un modo genuinamente cinematográfico. Lo realiza por medio de una sencillez asombrosa: no hay aquí ni rastro de la extravagancia vertoviana. No se vence al espacio y al tiempo por medio de la confusión generalizada. Espacialmente, se nos muestran solamente dos puntos de vista, un primer plano y un plano general.

Temporalmente, la puesta en escena es lineal o en todo caso, se realiza por medio de un montaje en paralelo que parece integrarse en la linealidad.

Podemos decir con seguridad que a partir de este momento el cine soviético vive su época dorada. Se presenta una cinematografía consciente de sus inmensas posibilidades, que trascienden el estricto marco espectacular para encardinarse en un impulso revolucionario. Vsevolod Pudovkin, Alezander Dovzhenko y Sergei Eisenstein son sus principales profetas.[11] La trayectoria de este último es ejemplar a la hora de estudiar en él las dos principales ideas que explora nuestro artículo: la identificación y la especificidad.

Eisenstein busca una experiencia colectiva en la recepción cinematográfica. Este es un punto esencial y que necesita ser recordado cuando estudiemos la cinematografía de Andrei Tarkovski, pues aclarará subrepticiamente la verdadera faz oculta de las críticas que éste esgrimirá en contra del maestro revolucionario. La época de Eisenstein, vinculada a la revolución comunista, precisa de una colectividad integrada por lazos férreos. Esta pretensión define a todos los pioneros soviéticos. Véase que, al inicio del texto presentado de Vertov, se designa la unidad de esta audiencia, unidad pretendida de campesinos y obreros, de hoz y martillo. En tiempos de la vanguardia soviética, la identificación afectiva[12], ya totalmente desarrollada en Eisenstein, es colectiva y no puede concebirse de otro modo sin ejercer una clara incomprensión e injusticia. Se busca que la sala frente a la pantalla se vea identificada globalmente en lo mostrado. A mi juicio, esto explica de manera harto convincente la ausencia de protagonistas individuales en las primeras películas de Eisenstein: tanto en Stachka (La huelga), como en Bronenosets Potemkin (El acorazado Potemkin) y Oktiabr (Octubre) o Staroie y novoie (Lo viejo y lo nuevo), el personaje protagonista es el pueblo, la sociedad unida por un objetivo común. Incluso es muy representativo que en "El acorazado Potemkin" el que parece ser el héroe individual en la primera mitad del film, Vakulinchuk, pronto sea asesinado y convertido en mártir. Como reza uno de los cárteles de la película: "Y el primero que llamó a la sublevación fue el primero en caer a manos del verdugo" El único protagonista individual que se asoma fugazmente en las primeras películas de Eisenstein es aquel que pronto fallece. El modo de entender la proyección-identificación en esta época de revolución es requiriendo una colectividad, una sala vinculada por lazos más fuertes e intensos que la mera coexistencia en una sala oscura. Lo que busca Eisenstein es que este auditorio se vea reflejado en ese aluvión móvil de huelguistas o de ciudadanos perseguidos por soldados zaristas en las escaleras de Odessa. Con el paso de los años tal identificación colectiva, de la fisicidad de los Lumiére a la intelectualidad de Eisenstein, sufrirá una evolución irremisible a la individualidad.

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Para Eisenstein, la especificidad cinematográfica está básicamente anclada en un interpelar al espectador y comunicarle visualmente, por medio del montaje, una determinada idea colectiva adscrita a la revolución comunista. Su finalidad es claramente intelectual y sus medios propiamente sentimentales, afectivos. La combinación de imágenes, que el maestro estudió prolijamente clasificando distintos tipos de montaje (métrico, rítmico, tonal, armónico, intelectual...), persiguen una finalidad ideológica de tendencias claramente adoctrinadoras. Se persigue conmocionar emocionalmente al espectador no por el mero espectáculo sino con el propósito principal de conducirle a una idea.

Tercera parte. Identificación y especificidad: el cine de Andrei Tarkovski.

Yo no dirigí ningún "mensaje" a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una catedral.

Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. "France Culture", 7-1-1986.

Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de palabras? No me forcéis a ser crítico.

Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de "Nostalghia" en el Festival de Cannes, 1983.

Si algo caracteriza al cine de Andrei Tarkovski es su separación respecto de las pretensiones de la vanguardia de sus predecesores. Su vida y su poesía, sus creencias y sus modos de trabajar parecen enfrentarnos a un cineasta que reniega de la tradición que le ha nutrido y le ha enseñado el cine. Pronto se ve que no es así de un modo injustificado, sino más bien fruto de una larga reflexión ubicada en un lugar muy distinto de la historia.

Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja ("Esculpir en el tiempo"), revelan como en una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma. Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo esencial cinematográfico.

Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja (“Esculpir en el tiempo”), revelan como en una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias

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propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma. Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo esencial cinematográfico. Tarkovski comprende bien las aspiraciones de sus antecesores, pero su época ya vislumbra las decepciones de un proyecto político corrompido. Nace en 1932, año de emisión de la más bien terrible doctrina estética del ingenuamente llamado “realismo socialista”. Dieciocho años más tarde se matricula en el Instituto Estatal de Cinematografía, la más antigua escuela de cine del mundo, donde Kuleschov y Eisenstein impartieron clase durante tanto tiempo. Su maestro y tutor es Mikhail Romm, que como no podía ser de otro modo, a su vez fue discípulo del maestro Eisenstein. Estos acontecimientos describen una línea de tradición que nuestro autor pronto se encargará primero de matizar, luego de negar. Su adolescencia se rodea de un cine nacional muy pobre, de un arte no sólo adecuado sino más bien sometido a directrices políticas que coartaban todo intento de sinceridad. La cinematografía rusa, hasta Tarkovski, está dominada por la política. Pero si bien bajo Lenin la experimentación no sólo era permitida sino aplaudida, bajo Stalin la estética se hace cada vez más conservadora, más estéril. En ambos casos la propaganda es obligada, pero la forma de ambos cines es antagónica. Para darse cuenta de esto sólo hay que visionar “Octubre”, políticamente correcta pero animada principalmente por una búsqueda de especificidad, y acto seguido “Chapaiev” de los hermanos Vasiliev, o alguna de las últimas películas de Pudovkin en la década de los cincuenta, que prescinden de toda indagación formal. El cine deja de ser revolucionario para conservar y perpetuar de modo petrificado las directrices stalinistas. Ya se ha olvidado el dinamismo y la transformación práxica, y lo reaccionario que transpiran estas películas lo asemeja profundamente a la estética burguesa que pretendían derrumbar. Para colmo del asunto, el primer congreso de escritores soviéticos de 1934 osa llamar al proyecto alumbrado “realismo”, abogando por una “representación verídica de la realidad surgida de su dinamismo revolucionario”. El desvarío y la mentira de estas palabras es absoluta: ni pizca de sinceridad en un cine que ha perdido toda capacidad de crítica. Incluso Andrei Zhdanov, mano derecha de Stalin, se atreve todavía a hablar de un “cine del proletariado”. No fue así, sino más bien de un cine para el proletariado, pero no realizado por él. Tampoco hay asomo de inteligencia. El pueblo tantas veces enarbolado es tomado por un niño con deficiencias mentales. El mismo Eisenstein deja incompleta una película maravillosa como es Bezhin lud (“El prado de Bezhin”), ya que el Estado considera que tal obra es incomprensible para el pueblo[13]. Lo mismo le sucede a un compositor tan genial como Dimitri Shostakovitch y a numerosos escritores. Tal senda de barbarie continúa presente incluso en tiempos de Tarkovski. Ya desde su primera película en 1962, Ivanovo Destno (“La infancia de Iván”), tiene más de un problema con el Comité Estatal de Cinematografía. Y los impedimentos de la censura de Goskino se amontonarán año tras año- “Andrei Rublev” es prohibida durante cinco- hasta obligarle, en contra de su voluntad, a realizar sus dos últimos films en el extranjero. Los títulos de éstos son bien representativos del estado emocional del creador: “Nostalghia” y Offret (“Sacrificio”). Tarkovski no abunda en todos estos acontecimientos, pero hay que tenerlos bien presentes para darnos cuenta de la necesidad de su concepción cinematográfica y de su desencanto.

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El primer aspecto que nos interesa destacar es su negativa a todo cine propagandístico y a todo “realismo socialista”. El cine de Tarkovski va mucho más lejos que la selección de aquellos contenidos que beneficien al régimen. Tampoco lucha en contra de éste: sus intereses son mucho más profundos. Su estética entronca con algo anterior a la revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral. Para él, el cine debe retratar la vida en su fluir cotidiano, sin proclamas ni manifiestos, sin órdenes ni censuras. A todos sus antecesores, quizá con la única excepción de su idolatrado Dovzhenko, les asignará una misma crítica general: su tratamiento del cine revela una violencia que él no está dispuesto a acatar. Creo que desde este marco general pueden entenderse muchas cosas en Tarkovski.

En primer lugar, la especificidad cinematográfica no está para él centrada en las técnicas de montaje, sino en el tiempo de la vida encarnado en cada plano. Todos los modos de montaje teorizados por Eisenstein violentan este devenir propio de la imagen. Revelan una suerte de narrador omnisciente, un sobre-tiempo impuesto por encima del tiempo de cada imagen, un narrador-Dios por encima de la vida y fluir anímico de los personajes en la pantalla.[14] Para Tarkovski el montaje sólo tiene una función secundaria, pues ante todo debe respetar el tiempo de cada plano, la “presión interna de la imagen”, la unidad de lo filmado en cada toma. Debe subordinarse a ese tiempo propio de cada imagen-mónada, obedecer la diversidad de esos tiempos, conciliarlos sin violentarlos.

En segundo lugar, la identificación que encontramos desarrollada en Tarkovski es también muy distinta. Si bien explora hasta sus últimas consecuencias la afectividad y espiritualidad del espectador, procede no de modo colectivo sino estrictamente individual. Podemos decir comparativamente que, si bien Eisenstein perseguía una identificación colectiva con la finalidad de comunicar un conocimiento intelectual, una idea política explicada de modo unívoco, en Tarkovski la identificación es individual, teleológicamente orientada no a una idea, sino a un ideal moral[15], sin explicar nada tajantemente, sino solamente interrogando y despertando múltiples lecturas, una para cada espectador. De ahí la existencia en todas sus películas de un personaje protagonista con el cual cada espectador debe orientarse. En este sentido, su cine potencia el anonimato de la sala oscura, la intimidad de cada receptor, en detrimento de la experiencia colectiva, sea física (Lumière), sea intelectual (Eisenstein).

Debemos abundar en este aspecto pues resulta esencial para entender la evolución de la identificación cinematográfica. La presencia del protagonista es fundamental en Tarkovski. La negativa a asumir un narrador omnisciente, su crítica de la linealidad narrativa, la huída de un montaje violentador, todos estos aspectos construyen la apariencia de películas contadas, desarrolladas y evolucionadas desde la psicología difusa de los protagonistas. Es su intimidad la que gobierna la evolución del metraje. Y este desarrollo no sólo rige la temporalidad, el decurso de lo filmado, sino también la misma espacialidad, el entorno de los personajes. Consideremos dos ejemplos paradigmáticos: en “Solaris”, se narra un viaje futurista en el cual un grupo de científicos estudian un extraño planeta, una especie de superficie gelatinosa que produce en ellos numerosas alucinaciones. Este “océano pensante” funciona narrativamente como un espejo de la psicología profunda de aquel que le visita, materializando los deseos e ideas del pasado, presente y futuro. Dependiendo del carácter de cada uno de ellos, así serán las “alucinaciones verdaderas” que padecen. En “Stalker”, su última película soviétiva, tres personajes, un guía, un escritor y un científico, se introducen en un extraño lugar llamado la “Zona”, en el cual según se cuenta, existe una habitación

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donde se cumplen los deseos. El viaje hacia esta habitación está repleto de trampas psicológicas, espejismos y alucinaciones. El trecho que les separa de la tan ansiada habitación es de pocos metros, pero se ven obligados a dar numerosos rodeos, pues en ese lugar “la línea recta no es la más corta”.[16] El extraño lugar se transforma espacio-temporalmente de modo continuo según sea la psicología de sus visitantes. En un momento dado, Stalker, el guía, advierte al profesor y al artista: “La Zona es como nosotros queramos que sea” y un poco más adelante: “Lo que aquí ocurre depende de nosotros”.

Es el personaje el que desarrolla el espacio y el tiempo del film. A su vez, es el espectador concreto el que debe asumir libremente y revitalizar tal desarrollo. El título de una de sus películas, Zerkalo (“El espejo”) define a mi entender la identificación espiritual que pretende el cine de Tarkovski. La pantalla ofrece un reflejo especular de aquello que íntimamente somos. Y tal espejo no afea ni embellece, nos muestra tal como somos. La reflexión se produce, (al menos eso es lo que se pretende), entre espectador y personaje. Se niega la violencia que supone la inclusión ex machina de un autor omnisciente. Es un asunto que, en principio, queda exclusivamente acotado entre la sala y la pantalla. Es idéntica la información que posee el personaje y el espectador.[17]

Condensemos lo dicho. Por un lado, la especificidad que nos propone Tarkovski no reside en algún elemento técnico tradicional. No es el movimiento, ni la proyección, ni el montaje, ni otros elementos procedentes de otras artes como la luz y la oscuridad que pretendían los expresionistas alemanes, ni la nueva teatralidad del free-cinema, sino el tiempo vital de cada plano. Por otro lado, la identificación que se propone es individual y encarnada en la lógica interna del pensamiento, en la psicología de los personajes-espectadores, no en una lógica narrativa externa de planteamiento, nudo y desenlace. Si unimos estos dos elementos, la vida psicológica por un lado y el tiempo por otro, podemos concluir lo siguiente: la especificidad del cine está en mostrar la temporalidad de la conciencia, el tiempo de la vida subjetiva. Tarkovski, casi sin darse cuenta, no opone la identificación y la especificidad, las integra, las condensa en una sola unidad. El cine debe mostrar con precisión pero con libertad, sin ejercer la tradicional violencia que acometía el autor contra el espectador, la vida del hombre.

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NOTAS [1] En beneficio de la exactitud, creo necesario constatar dos cuestiones esenciales sobre el nacimiento tanto del cinematógrafo como de la situación terrorífica que defendemos como intensa vivencia genética del espectador de cine. (volver al texto)

A) Es bien conocida la pugna entre franceses y americanos a la hora de atribuirse la paternidad del medio de expresión. La proyección de los Lumière a la que nos referimos se produce el 28 de Diciembre de 1895, pero la utilización del arrastre de película es de un año antes. Si bien es cierto que Edison tenía ya patentado con anterioridad un dispositivo de imagen fotográfica móvil, defendemos a los hermanos franceses como padres del invento, no por la mayor perfección técnica de éste respecto del de Edison, como a menudo suele esgrimirse, sino por una sencilla razón de una importancia capital desde nuestra hipótesis de trabajo. Las imágenes del norteamericano sólo podían visionarse individualmente, mientras que las de los Lumière exigían una presencia colectiva, aspecto éste que ayuda a entender los efectos anímicos del espectador.

B) La llegada del tren no es con precisión ni la primera película proyectada ni la más publicitada de las ocho que componían el cartel del Gran Café del “Boulevard des Capucines”. La primera fue La Sortie des Usines Lumière (La salida de los obreros de la fábrica) y la más publicitada Lárroseur Arrosé (El regador regado), primer intento, si bien muy imperfecto, de historia de ficción. No los considero en pie de igualdad con la Entrée du train en gare de la ciotat pues su efecto no fue ni mucho menos específico. El efecto cómico de la segunda fue, según se cuenta, débil, y en todo caso vinculado a la experiencia del teatro de variedades; y el primero, dejando de lado la evidente sorpresa producida por el movimiento, no provocó un intenso efecto anímico. En este sentido, la llegada del tren ocasionó algo muy diferente.

[2] Este fenómeno es, por otra parte, característico de toda recepción colectiva de una escenificación y su estudio detenido rebasaría con mucho los propósitos de este artículo, pues nos conduciría no sólo al teatro y a la tragedia griega sino a mi juicio más atrás aún, al ritual religioso. En cualquier caso, tal tendencia a la identificación tiene a finales de 1895 un ejemplo bastante gráfico y bastante compulsivo. Aquí vemos que tal inclinación a aceptar la ilusión “como si” fuera real se cobra en el acto una inmediata repulsión y huída. Se juega aquí con una ambivalencia anímica verdaderamente sorprendente, ambivalencia que vuelve a remitirnos a lo fascinante y horroroso de lo

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sacro. (volver al texto)

[3] Méliès, G., “Las vistas cinematográficas”, citado en Romaguera y Ramio, J.; Alsina Thevenet, H.; (Eds.), Textos y manifiestos del cine, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 394-395. (volver al texto)

[4] Evidentemente, tanto lo que llamamos identificación física como identificación psíquica descansan en un proceso en último término psicológico, pues estamos hablando siempre de una recepción en el espectador. El terror ante el tren es también una vivencia psicológica. Pero en efecto, la diferencia entre ambas identificaciones es notable. En la primera, el “como si” actúa de un modo mucho más fuerte, tan fuerte que parece anularse como tal. Puede clarificarse esto si entendemos que la identificación física no sólo es la confusión de un objeto de la pantalla en la realidad, sino más precisamente un fenómeno muy similar a la alucinación del neurótico, que vivencialmente, no sabe distinguir ésta de la realidad. En cambio, en la identificación psíquica, la vivencia es mediata y la conciencia del “como si”, esto es, de la separación entre los dos niveles, funciona en todo momento, si bien como espectadores en el espectáculo jugamos al aplazamiento de la incredulidad. Por otra parte, los intentos de transgredir los márgenes de la pantalla serán a partir de ese momento mucho más sutiles y propios de una elaborada gramática cinematográfica. Pensemos por ejemplo en dos de ellos: la cámara subjetiva y la mirada a la cámara. En el primero, que tiene un ejemplo paradigmático en la primera parte del Napoleón de Abel Gance, el espectador es incorporado a la pantalla en los ojos del protagonista, es conducido hacia dentro. En el segundo, la mirada a cámara de uno de los personajes interpela directamente al espectador, trata de salir afuera, a la sala que está frente a la pantalla. Pero en ambos casos, sea entrar dentro, sea salir fuera, la tentativa es mediada por una información subrepticia que a todas luces declara la existencia de un intermediario: la cámara de cine. Por debajo se tiene clara conciencia de estar en una sala, en un espacio irremediablemente diferente. En ambos casos la identificación es marcadamente psíquica. Repetimos: muy distinto fue el tren de los Lumière. (volver al texto)

[5] “ABC de los kinoks”, op.cit. pp. 30-31. (volver al texto)

[6] El ejemplo propuesto es importante por la carga filosófica que contiene y por la diferencia que marca entre cine y fotografía, pero en ningún caso puede ser equiparable a la globalidad del cine vertoviano, como los párrafos siguientes se ocupan de demostrar. (volver al texto)

[7] “Nosotros”, op. cit., p. 38. (volver al texto)

[8] A este respecto, sería muy interesante estudiar en otro trabajo las distintas implicaciones ideológicas que han promovido diferentes tendencias de raigambre futurista. Piénsese, por ejemplo, en el cine de Vertov vinculado a la revolución bolchevique; el texto “La Cinematografía” de Marinetti y Ginna adscrito a la revolución fascista; y el “Manifiesto del Excentricismo” firmado por el FEKS (Fábrica del Actor Excéntrico) de Kozintsev, Trauberg y Yutkevitch, seducido por la burguesía dadaísta francesa y la industria cinematográfica norteamericana. (volver al texto)

[9] Condensemos una vez más nuestra terminología. La identificación física menciona aquel proceso en el que el espectador sufre una alucinación intensa al desconocer el

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objeto mediador que le separa de la pantalla. La identificación psíquica cobra conciencia de tal intermediario, renunciando a la fisicidad, si bien se desglosa en varios niveles, de los cuales estudiaremos tres: la mera proyección, la identificación intelectual-coleciva y la identificación espiritual-individual, respectivamente ejemplificados en Lev Kuleschov, Sergei Eisenstein y Andrei Tarkovski. (volver al texto)

[10] Edgar Morin, en su gran obra Le cinema ou l’homme imaginaire, estudia la proyección-identificación como una participación afectiva de ida y vuelta, la que va del sujeto al objeto y viceversa. Pero siempre concibe este doble movimiento de manera inseparable. Nosotros en cambio nos atrevemos a separar ambos movimientos. Entendemos por proyección el proceso mediante el cual el sujeto, esto es, el espectador asigna una emoción o estado anímico al objeto, esto es, al personaje. Y entendemos por identificación aquel proceso mediante el cual el objeto interpela, de muy variados modos, al sujeto introduciendo en él la vivencia anímica que el objeto sufre. Aun cuando el cine pronto desarrollará estos procesos inseparablemente, el experimento de Kuleschov aísla solamente el primero. No hay identificación afectiva sino proyección afectiva. (volver al texto)

[11] La importancia excepcional de tales creadores me parece insuperable. Un análisis de “La madre” de Pudovkin o de “La tierra” de Dovzhenko muestran una manera de concebir el cine que revela más diferencias estilísticas y filosóficas que afinidades en lo estrictamente revolucionario. Ni que decir tiene que estudiar a Eisenstein ocuparía todo el contenido de una tesis, no sólo por la riqueza y exactitud de toda su filmografía, sino también y no de modo menos principal por su labor prolongada como maestro del Instituto Estatal de Cinematografía, que posibilitó alumbrar numerosos escritos e hizo de él uno de los principales teóricos cinematográficos. Yo. Memorias inmorales, Cinematismo, Teoría y técnica cinematográficas, Reflexiones de un cineasta, El sentido del cine, La forma en el cine y Anotaciones de un director de cine son sólo algunos ejemplos de su fertilidad teórica. Nos centraremos en algunos aspectos de su quehacer investigador, aquellos que conectan con lo vertebrado en nuestro esquema de trabajo, no sin reconocer lo necesariamente incompleto de nuestras disquisiciones. (volver al texto)

[12] Desde nuestra terminología no hay identificación afectiva sin previa proyección. Ésta es condición necesaria pero no suficiente. Para que sea posible la impregnación en el espectador de la vivencia anímica del personaje (identificación afectiva), es ineludible una anterior designación por parte del espectador de la vivencia que sufre el personaje (proyección). (volver al texto)

[13] Hay que tener en cuenta que la permisividad relativa de la que gozaron sus dos últimos proyectos, “Alezander Nevsky” y Ivan Grozny (“Iván el terrible”) , se explica únicamente por la importancia patriótica que el Estado atribuía a los dos protagonistas. (volver al texto)

[14] He de confesar que tal tratamiento “bélico” de la imagen está presente en toda la vanguardia soviética y puede estudiarse en todos los autores rusos que hemos estudiado. Aunque las críticas de Tarkovski se dirigen principalmente a Eisenstein, podemos por nuestra cuenta verificarlas en los demás:

A) En Dziga Vertov es bien claro. Su espacio y tiempo “vencidos” violentan al

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espectador robándole toda tentativa de identificación en lo visto. El movimiento y la poesía de la máquina funcionan del mismo modo.

B) En Lev Kuleschov la proyección estudiada imposibilita toda identificación libre, y el tratamiento de imágenes en “Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques” ratificarían la movilidad violentamente impuesta al espectador. No hay en el cine de Tarkovski presencia alguna de un montaje en paralelo al modo griffithiano, pues tal metamorfosis espacial suponía para él coartar la asunción libre por parte del espectador de lo mostrado en pantalla.

C) En Sergei Eisenstein, la violencia es conscientemente buscada. Ya desde su primera época teatral, desarrolla el “Montaje de atracciones”, definiendo el término “atracción” como “todo momento agresivo del espectáculo”. Y no sólo esto: en contienda con el cine-ojo de Vertov, llegó a definir su cine como cine-puño, revelando una metáfora bastante precisa.

D) Incluso en el documentalismo ruso de Aleksandr Ivanovitch Medvedkin, se concibe un cine siempre “vigilante”. En su artículo “El tren cinematográfico” de 1978, en el que confiesa sus experiencias cinematográficas de los años veinte, encontramos sentencias tan clarificadoras como éstas: “Nuestro cameraman empuñaba su cámara como una ametralladora” o “Cada film era como una bomba”. Citado en Textos y manifiestos del cine, pp.130-131. (volver al texto)

[15] Este anhelo de ideal moral mediante recursos puramente psicológicos está presente en numerosos autores de la época. Creo que Tarkovski ratificaría esa frase de Jean-Luc Godard que decía: “La ubicación de la cámara y la duración del plano no es una cuestión técnica sino moral”. Es sorprendente comprobar cómo estos dos autores, presentando una filmografía estilísticamente tan diferente, convergen en su concepción filósofica del cine. Por otra parte, los dos son declaradamente contradictorios, pues por un lado critican todo intelectualismo en el cine, para luego incurrir precisamente en eso que critican. Tarkovski dice: “Uno no debería esforzarse por plantearle al espectador una idea; ésta es una tarea ingrata y sin sentido. Es mejor mostrarle la vida y él ya sabrá qué hacer con ella”, “Esculpir en el tiempo”, pp. 182-183. Godard declara a propósito de su excelente película Le Mépris (“El desprecio”): “... en el cine, como en la vida, no hay nada secreto, nada que dilucidar, sólo hay que vivir, y filmar”, “Cahiers du cinéma”, nº 146, agosto 1963. Pero al mismo tiempo Tarkovski reconoce a su pesar un intelectualismo en algunas secuencias “literarias” y “simbólicas” de su cine, así como nos encontramos tal intelectualismo en los diálogos que profieren sus personajes, y más aún en sus exégetas. Y es bien sabido cómo en Godard, desde su etapa maoísta hasta Histoire(s) du cinéma y For Ever Mozart, el intelectualismo rebosa desmesuradamente. (volver al texto)

[16] Ejemplo metafórico de la crítica de Tarkovski a toda narración entendida causalmente como interconexión lineal y a todo modelo de la dramaturgia teatral clásica. (volver al texto)

[17] Este aspecto es muy importante, pues niega la técnica cómica y el suspense. Como es bien sabido, si en algo se define el suspense de un Alfred Hitchcock es precisamente en dar al espectador más información de la que posee el personaje, acentuando de este modo la risa o el temor que se produce al saber de antemano qué va a ocurrir. Tal

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concepción del cine como premonición es inexistente en Tarkovski. Aunque él no lo menciona, supondría una univocidad que coartaría la libertad del espectador para asumir libremente lo visto. (volver al texto)

Resumen de un capitulo:Capitulo :

Andrei Tarkovski: Esculpir el tiempo¿Qué es, pues, el cine? ¿Cuál es su peculiaridad, cuáles son sus posiblidades, procedimientos e imágenes, no sólo en sentido formal sino -- si se quiere -- también en sentido intelectual? ¿Qué materia trabaja el director de una película?

Aún hoy recordamos la genial película La llegada de un tren, presentada ya el siglo pasado y con la que comenzó todo. La tan conocida película de Auguste Lumière se rodó sólo porque en aquél entonces se había descubierto la cámara de cine, la película y el proyector. En aquella película, que no dura más de medio minuto, se ve un trozo de andén iluminado por el sol; personas que van y vienen y, finalmente, un tren que desde el fondo de la imagen se acerca directamente a la cámara. Cuando más se acercaba el tren, tanto más cundió entonces el pánico entre los espectadores: la gente se levantó y echó a correr, buscando la salida. En aquel momento nació el arte cinematográfico. Y no fue sólo cuestión de la técnica o de una nueva forma de reflejar el mundo visible. No: aquí había surgido un nuevo principio estético.

El principio consiste en que el hombre, por primera vez en la historia del arte y la cultura, había encontrado la posibilidad de fijar de modo inmediato el tiempo, pudiendo reproducirlo (o sea, volver a él) todas las veces que quisiera. Con ello el hombre consiguió una matriz del tiempo real. Así, el tiempo visto y fijado podía quedar conservado en latas metálicas durante un tiempo prolongado (en teoría, incluso eternamente).

Precisamente, en este sentido, las primeras películas de Lumière contenían ya el núcleo del nuevo principio estético. Pero ya inmediatamente después, el cinematógrafo, obligadamente, se lanzó por caminos fuera del arte, los más afines a los intereses y ventajas pequeño-burguesas. A lo largo de unos decenios se fue "vertiendo al celuloide" casi toda la literatura mundial y un gran número de temas teatrales. El cinematógrafo se utilizó como una forma sencilla y atractiva de fijación del teatro. El cine fue por caminos errados y deberíamos ser conscientes de que aún hoy cosechamos los tristes frutos de ese error. Ni siquiera quiero hablar de la desgracia de la

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mera ilustración: la mayor desgracia fue que se ignoró una aplicación artística de aquella posibilidad eminentemente inapreciable del cine: la posibilidad de fijar la realidad del tiempo en una cinta de celuloide.

¿De qué forma fija el cine el tiempo? La definiría como una forma táctica. El hecho puede ser un acontecimiento, un movimiento humano o cualquier objeto, que además puede ser presentado sin movimiento ni cambio (si es que también el flujo real del tiempo es inmóvil).

Y precisamente ahí está la esencia del arte cinematográfico. Quizá alguien argumente que el problema del tiempo en la música tiene una importancia asimismo fundamental. Pero allí se resuelve de una manera radicalmente diferente: la materialidad de la vida se encuentra al límite de su total disolución. La fuerza del cinematógrafo consiste precisamente en dejar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia de esa realidad que nos rodea cada día, o incluso cada hora.

La idea fundamental del cine como arte es el tiempo recogido en sus formas y fenómenos fácticos. Esta idea nos da que pensar sobre la riqueza de las posibilidades, aún inutilizadas, del cine, sobre su colosal futuro. Y precisamente sobre esta base desarrollo yo mis hipótesis de trabajo, las prácticas y las teóricas.

¿Por qué va la gente al cine? ¿Qué les lleva a una sala oscura donde durante dos horas pueden observar en la pantalla un juego de sombras? ¿Van buscando el entretenimiento, la distracción? ¿Es que necesitan una forma especial de narcótico? Es cierto que en todo el mundo existen consorcios y trust de entretenimiento, que explotan para sus fines el cine y la televisión lo mismo que muchas otras formas de arte. Pero éste no debería ser el punto de partida, sino que más bien habría que partir de la naturaleza del cine, que tiene algo que ver con la necesidad del hombre de apropiarse del mundo. Normalmente, el hombre va al cine por el tiempo perdido, fugado o aún no obtenido. Va al cine buscando experiencia de la vida, porque precisamente el cine amplía, enriquece y profundiza la experiencia fáctica del hombre mucho más que cualquier otro arte; es más, no sólo la enriquece, sino que la extiende considerablemente, por decirlo de algún modo. Aquí y no en las "estrellas", ni en los temas ya gastados ni en la distracción: aquí reside la verdadera fuerza del cine.

¿Y en qué reside la naturaleza de un arte fílmico propio de un autor? En cierto sentido, se podría decir que es el esculpir el tiempo. Del mismo modo que un escultor adivina en su interior los contornos de su futura escultura sacando más tarde todo el bloque de mármol, de acuerdo con ese modelo, también el artista cinematográfico aparta del enorme e informe complejo de los hechos vitales todo lo innecesario, conservando sólo lo que será un elemento de su futura película, un

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momento imprescindible de la imagen artística, la imagen total.

Esculpir en el tiempo. Como punto de referencia y norma que nos retará en este análisis citaré lo más fuerte, lo más exigente de esta reflexión: “La idea y el objetivo de una película deben ser claros para el director desde el inicio. Suceda lo que suceda o lo mucho que tenga que buscar el artista, desde el momento en que esta búsqueda queda fija sobre la película, es decir, desde el momento en que esta idea se ha vuelto una cosa con estatuto objetivo, uno tiene que aceptar que el artista encontró lo que quiso decir con su película”.

“La comunicación exige siempre un esfuerzo y un triunfo sobre el quedarse mudo, hasta pide un continuo esfuerzo sobrehumano. Sin ello, sin una entrega apasionada, no es ciertamente posible que una persona comprenda a otra”.

“La creación artística no es un mero modo de formular una afirmación que existe objetivamente; más bien no existe a menos de ser una visión personal y única del mundo. La obra de arte implica una unidad estética y filosófica integral, como un organismo vivo que se desarrolla según sus propios principios internos”.

Si toda la obra de Tarkovski (un organismo de siete películas que interactúan su sentido) tiene que estar en conformidad con esta norma, cada película en sí misma también tiene que estarlo, porque un organismo existe como tal en cuanto forma que da unidad a lo múltiple, en cuanto preside cada parte orgánica como forma de lo total. Entonces, la totalidad unitaria de la obra compuesta de siete miembros articulados preside también, como totalidad, cada elemento de la obra. De ese organismo de siete, tomaremos la película Solaris, uno de los miembros (Solaris y Stalker) que a primera vista se acercan más a un discurso filosófico explícito y que simétricamente están distribuidos en el tiempo entorno de El Espejo, eje central y singular de toda la obra de Tarkovski.

No hay nada más carente de sentido que relacionar términos como "búsqueda" o "experimento" con una obra de arte. Tras ellos se esconden falta de fuerzas, vacío interior, falta de conciencia realmente creativa y miserable vanidad.(...)

Un artista está obligado a mantener la tranquilidad. No tiene derecho a expresar de modo abierto su participación interior en lo que está filmando, a poner sobre la mesa de forma inequívoca sus propios y personales intereses. La participación interior es algo que hay que transformar en formas olímpicamente serenas. Sólo así, un artista puede narrar algo sobre las cosas que le conmueven.(...)

No entiendo cómo un artista puede hablar de absoluta libertad creativa. En mi opinión, se da todo lo contrario: quien se adentra por el camino de un quehacer creativo cae en los lazos de interminables ataduras que le sujetan a sus propias tareas, a su destino como artista.

Andrei Tarkovski hizo del cine una lenta carrera dentro

de lo profundo. En su arte fosforece el anhelo de lo

trascendente, la nostalgia por un absoluto vivo y

creador. El camino que eligió para golpear ventanas de

abismos fue la imagen; pero también la idea, el

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concepto. Tarkovski plasmó su pensamiento sobre el

arte, su sentido y misión, en Esculpir en el tiempo. Allí,

medita sobre la magia cinematográfica y sobre la

responsabilidad del artista. El "arte como ansia de lo

ideal" es uno de los capítulos esenciales de la obra.

Aquí les presentamos parte de estas reflexiones del

creador ruso para quien "la creación artística exige del

artista una verdadera entrega de sí mismo". El artista

le sirve al arte y no viceversa. Tarkovski continúa una

intuición ancestral que cintila en la Grecia antigua

como en la India o el México precolombino: el culto

impersonal de la creación. Lo importante es el

nacimiento de la nueva obra en el mundo, no la

realización personal del artista a través de aquella

obra. Y el arte siempre es "ansia de lo ideal"; es la

obsesión por la emanación de símbolos que, dentro del

"polvo de lo terreno", presenten la amplitud misteriosa

y divina de lo infinito. Aun en un tiempo de indiferencia

ante lo trascendente o profundo, el artista "no debe

permanecer sordo ante la llamada de la verdad". Debe

defender la trascendencia de lo bello y eterno, aun

desde el tembladeral de la carencia y el dolor, porque

"un artista sin fe es como un pintor que hubiera nacido

ciego".

   Andrei Rublev es una de las obras supremas de

Tarkovski. Rublev es un pintor de iconos ruso del siglo

XIV. Es un sacerdote. Que pierde su fe en transmitir

algo verdadero en el oscuro valle de la necedad

humana. Se sumerge así en el silencio. Un mutismo de

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protesta y frustración,  y de renuncia a la creación.

Sólo al encontrarse con un niño constructor de

campanas entenderá que dejó que su dolor personal  y

su soledad se antepusieran a su deber creador como

artista. Así regresó a los pinceles y, mediante sus

iconos, sus imágenes sagradas, se acercó a un Dios que

nunca se muestra plenamente.

  El Rublev de Tarkovski (obra que recomendamos con

entusiasmo) es encarnación singular del artista como

arquetipo universal. De este artista que ansía lo ideal

para expresar el germen profundo y enigmático del

tiempo.

Antes de entrar en problemas específicos del cine me parece importante

exponer mis ideas sobre el arte. ¿Para qué existe el arte? ¿A quién le hace

falta? ¿Hay alguien a quien le haga falta? Cuestiones que se plantea no sólo el

artista, sino también cualquier persona que recibe o "consume" el arte, como

se suele decir con una palabra que desgraciadamente desenmascara con

crueldad la relación arte-público en el siglo XX. 

  A cualquiera, pues, le afecta esta cuestión y cualquiera que tenga que ver con

el arte intenta darle una respuesta. Alexander Blok decía que "el poeta crea la

armonía partiendo del caos"... Pushkin atribuía al poeta dones proféticos...

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Cada artista está determinado por leyes

absolutamente propias, carentes de valor para otro artista.

En cualquier caso, para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte

que no quiera ser "consumido" como una mercancía consiste en explicar por sí

mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir:

explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro

planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante.

  Comencemos por lo más general: la función indiscutible del arte, en mi

opinión, está enlazada con la idea del conocimiento, de aquella forma de

efecto que se expresa como conmoción, como catarsis. Desde el momento en

que Eva comió la manzana del árbol de la ciencia, la humanidad está 

condenada a buscar perennemente la verdad.

iSugestiva imagen de Stalker, uno de los máximos films del director ruso; arriba, izquierda, Tarkovski.

   Es sabido que Adán y Eva en un principio se dieron cuenta de que estaban

desnudos y se avergonzaron. Se avergonzaron porque comprendieron y

Page 47: Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo

entonces entraron en el camino del conocimiento mutuo, placentero. Comenzó

así un camino que no tendría fin. Es comprensible la tragedia de quienes del

feliz desconocimiento fueron lanzados a los hostiles e inaprensibles campos

de lo mundano.

    "Ganarás el pan con el sudor de tu frente..."

   Así apareció el hombre, "cima de la creación", sobre la tierra y se hizo

dueño de ella. El camino que recorrió desde entonces se suele denominar

evolución. Un camino que a la vez es el tormentoso proceso de

autoconocimiento del hombre.

   En cierto sentido, el hombre va conociendo de forma siempre nueva la

naturaleza de la vida y de su propio ser, sus posibilidades y objetivos. Por

supuesto que para ello se sirve también de la suma de los conocimientos

humanos ya existentes. Pero aun así el autoconocimiento ético-moral sigue

siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que

hacer siempre de nuevo él solo. Una y otra vez, el hombre se pone en relación

con el mundo movido por el atormentador deseo de apropiarse de él, de

ponerlo en consonancia con ese su ideal que ha conocido de forma intuitiva.

El carácter utópico, irrealizable, de ese deseo es fuente perenne de

descontento del hombre y del sufrimiento por la insuficiencia del propio yo.

   El arte y la ciencia son, pues, formas de apropiarse del mundo, formas de

conocimiento del hombre en camino hacia la "verdad absoluta".

    Pero ahí se terminan los puntos que tienen en común esas dos expresiones

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del espíritu humano creador, insistiendo en que ese espíritu creador tiene que

ver no sólo con descubrir, sino efectivamente con crear. Aquí, en este

momento, lo que interesa es la diferencia radical entre la forma científica y la

forma estética de conocer.

     En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva. En

la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin, en la

que siempre hay conocimientos nuevos sobre el mundo que sustituyen a los

antiguos. Es, pues, un camino gradual con ideas que se van sustituyendo unas

a otras en secuencia lógica por los conocimientos objetivos más detallados.

Por el contrario, el conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada

vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la

verdad absoluta. Se presentan como una revelación, como un deseo del artista,

un deseo apasionado que refulge repentinamente, un deseo de acogida

intuitiva de todas las leyes del mundo, de su belleza y su fealdad, de su

humanidad y su crueldad, de su ser ilimitado y de sus límites. Todo esto, el

artista lo reproduce en la creación de una imagen que de forma independiente

recoge lo absoluto. Con ayuda de esta imagen se fija la vivencia de lo

interminable y se expresa por medio de la limitación: lo espiritual, por lo

material; lo infinito, por lo finito. Se podría decir que el arte es símbolo de

este mundo, unido a esa verdad absoluta, espiritual, escondida para nosotros

por la práctica positivista y pragmática.

   Si una persona quiere adherirse a un sistema científico determinado, tiene

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que activar su pensamiento lógico, tiene que

dominar un determinado sistema de formación y tiene que saber entender. El

arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante

todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea

aceptada. No quiere proponer inexorables argumentos racionales a las

personas, sino transmitirles una energía espiritual. Y en vez de una base de

formación, también en sentido positivista, lo que exige es una experiencia

espiritual.

     El arte surge y se desarrolla allí donde hay ese ansia eterna, incansable, de

lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al

arte. El arte moderno ha entrado por un camino errado, porque a nombre de la

mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. Así, la

llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que

buscan tan solo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad.

Pero en el arte no se confirma lo individualidad, sino que éste sirve a otra

idea, a una idea más general y más elevada. El artista es un vasallo que tiene

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que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un

milagro. Pero el hombre moderno no quiere sacrificarse, a pesar de que la

verdadera individualidad sólo se alcanza por medio del sacrificio. Nos

estamos olvidando de ello y así perdemos también  la sensibilidad para nuestra

determinación como hombres.

    Si hablamos de inclinarse hacia la belleza, de que la meta del arte, surgido

por el ansia de lo ideal, es precisamente ese ideal, no quiero decir con ello que

el arte debe evitar el "polvo" de lo terreno... Todo lo contrario: la imagen

artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por otra, lo mayor por

lo menor. Para poder informarse de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para

poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo finito. Un sustitutivo. Lo

infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen.

   Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible.

La vida está involucrada en esa contradicción, grandiosa hasta llegar al

absurdo, una contradicción que en el arte aparece como unidad armoniosa y

dramática a la vez. La imagen posibilita percibir esa unidad, en la que todo se

halla contiguo al resto, todo fluye y penetra en lo demás. Se puede hablar de la

idea de una imagen, expresar su esencia con palabras. Es posible verbalizar,

formular un pensamiento, pero esta descripción nunca le hará justicia. Una

imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede

comprender en un sentido racional. La idea de lo infinito no se puede expresar

con palabras, ni siquiera se puede describir. Pero el arte proporciona esa

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posibilidad, hace que lo infinito sea perceptible. A lo absoluto sólo se accede

por la fe y por la actividad creadora. Las condiciones imprescindibles para la

lucha del artista hasta llegar a su propio arte son la fe en sí mismo, la

disposición de servir y la falta de compromisos externos.

   La creación artística exige del artista una verdadera "entrega de sí mismo",

en el sentido más trágico de la palabra. Si el arte trabaja con los jeroglíficos de

la verdad absoluta, cada uno de éstos es una imagen del mundo, incluido de

una vez para siempre en la obra de arte. Y si el conocimiento científico y frío

de la realidad es como un ir avanzando por los peldaños de una escalera sin

fin, el conocer artístico recuerda un sistema infinito de esferas interiormente

perfectas, cerradas en sí mismas. Las esferas pueden complementarse o

contradecirse mutuamente, pero en ningún caso puede una sustituir a otra.

Todo lo contrario: se enriquecen mutuamente y forman en su totalidad una

esfera especial, más general, que crece hasta el infinito. Estas revelaciones

poéticas, de validez eterna, con fundamento en sí mismas, dan testimonio de

que el hombre es  capaz de conocer y de expresar de quién es imagen.

    Además, el arte tiene una función profundamente comunicativa, puesto que

la comunicación interpersonal es uno de los aspectos fundamentales de la

meta creativa. A diferencia de la ciencia, la obra de arte tampoco persigue un

fin práctico de importancia material. El arte es un metalenguaje, con cuya

ayuda las personas intentan avanzar la una en dirección a la otra,

estableciendo comunicaciones sobre sí mismas y adoptando las experiencias

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ajenas. Pero tampoco esto hace una ventaja práctica, sino por la idea del amor,

cuyo se da en una capacidad de sacrificio enteramente contrapuesta al

pragmatismo. Sencillamente, no puedo creer que un artista esté en condiciones

de crear sólo por motivos de "autorrealización». La autorrealización sin la

mutua comprensión carece de sentido. La autorrealización en nombre de una

unión espiritual con los demás es algo atormentador, que no aporta ningún

provecho y que en definitiva exige grandes sacrificios de uno mismo. ¿Pero es

que no compensa escuchar el propio eco?

   Pero quizá la intuición aproxime el arte y la ciencia, estas dos formas de

apropiación de la realidad a primera vista tan contradictorias. Es indudable

que la intuición en ambos casos juega un papel importante, aunque

naturalmente sea algo más propio dentro de la creación poética que de la

ciencia.

   También el concepto dc comprender designa en cada esfera algo totalmente

distinto. El comprender en sentido científico significa estar de acuerdo a nivel

lógico, de la razón, es un acto intelectual, emparentado con la demostración de

un teorema. El comprender una imagen artística significa, por el contrario,

recibir la belleza del arte a un nivel emocional, en algunos casos incluso

"supra"-emocional.

   La intuición del científico, por el contrario, es un sinónimo del desarrollo

lógico incluso en los casos en los que aparece como una luz, como una

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inspiración. Y esto es así porque las variantes lógicas, sobre la base de

informaciones dadas, no conectan continuamente con el principio, sino que se

perciben como un proceso natural, no como una nueva etapa. Esto quiere decir

que el salto consciente en el pensamiento lógico se basa en el conocimiento de

las leyes de un campo científico determinado. Y aunque parezca que el

descubrimiento científico es una consecuencia de la inspiración, la inspiración

del sabio nada tiene que ver con la del poeta. El nacimiento de una imagen

artística -una imagen única, cerrada, creada y existente a otro nivel, a un nivel

no intelectual- no puede ser explicado por medio de un proceso empírico de

conocimiento con ayuda del intelecto. Sencillamente, hay que ponerse de

acuerdo en la terminología.

    Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento,

que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada

emocionalmente, imagen que para él es una revelación. Pues el pensamiento

es efímero, y la imagen, absoluta. Por eso se puede hablar de un paralelismo

entre la impresión que recibe una persona espiritualmente sensible y una

experiencia exclusivamente religiosa. El arte incide sobre todo en el alma de

la persona y conforma su estructura espiritual.

   El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño.

Su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las

grandes ideas del universo. Es decir, no "describe" el mundo, el mundo es

suyo.

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  Condición imprescindible para la recepción de una obra de arte es el estar

dispuesto y ser capaz de tener confianza, fe, en un artista. Pero en ocasiones

resulta difícil superar el grado de incomprensión que nos separa de una

imagen poética perceptible  exclusivamente por el sentimiento. Lo mismo que

en el caso de la fe verdadera en Dios, también esta fe presupone una actitud

interior especial, un potencial específico, puro, espiritual.

   En este punto, a veces uno recuerda la conversad Stavrogin y Schatov en

Los demonios de Dostoievski:

  "Sólo quiero saber si usted mismo cree en Dios o no". Nikolai

Vsevolodovich le miró con severidad.

  "Yo creo en Rusia y en su ortodoxia... Yo creo en el Cuerpo de Cristo... Yo

creo que su retorno se dará en Rusia...Creo", tartamudeó Schatov fuera de sí.

   "Y, ¿en Dios? ¿En Dios?"

  "Yo... creeré en Dios". "

   ¿Qué se puede añadir? De forma absolutamente genial se ha recogido aquí

esa confusa situación anímica, ese empobrecimiento interior, esa incapacidad,

que cada vez se va convirtiendo en irremisible característica del hombre

moderno, al que se puede calificar de impotente en su interior.

  Lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad.

Precisamente el vacío interior de quien percibe el arte y lo juzga sin estar

dispuesto a reflexionar sobre el sentido y la finalidad de la existencia de éste,

ese vacío seduce la cuenta y lleva a una fórmula vulgar y simplista, al "¡No

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gusta!! o "¡No interesa!" Un argumento fuerte, pero es el argumento de quien

ha nacido ciego e intenta describir un arco iris. Queda absolutamente sordo al

padecimiento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad que

experimenta en ello.

  Pero, ¿qué es la verdad?

  Una de las características más tristes de nuestro

tiempo es, en mi opinión, el hecho de que hoy en día una persona corriente

queda definitivamente separada de todo aquello que hace referencia a una

reflexión sobre lo bello y lo eterno. La moderna cultura de masas-una

civilización de prótesis-, pensada para el "consumidor", mutila las almas,

cierra al hombre cada vez más el camino de las cuestiones fundamentales de

su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser

espiritual. Pero el artista no puede, no debe permanecer sordo ante la llamada

de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su voluntad

creadora. Sólo así se obtiene la capacidad de transmitir su fe también a otros.

Un artista sin esa fe es como un pintor que hubiera nacido ciego. 

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Arriba, izquierda, afiche de Andrei Rublev; arriba, derecha, Alexander Kaidanovski en el papel de Rublev; abajo derecha, Anatoli Solonitsin como Stalker. 

  Sería falso decir que  un artista "busca" su tema. El tema va madurando en él

como un fruto y le impulsa hacia la configuración. Es como un parto. El poeta

nada tiene de lo que pudiera estar orgulloso. No es dueño de la situación, sino

su vasallo, su servidor; la creatividad es para él la única forma de vida posible,

y cada una de sus obras supone un acto al que no se puede negar libremente.

La sensibilidad para la necesidad de ciertos pasos lógicos y para las leyes que

los rigen sólo aparece cuando existe la fe en un ideal; sólo la fe apoya el

sistema de las imágenes (o, lo que es lo mismo, el sistema de la vida).

   El sentido de la verdad religiosa se da en la esperanza. La filosofía busca la

verdad determinando los límites de la razón humana, el sentido del actuar y de

la vida humanos (y esto es válido incluso en el caso del filósofo que llega a la

conclusión de que el actuar y la existencia humanos carecen de sentido). 

  Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional del arte

no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La

finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte,

conmoverle en su interioridad más profunda.

   Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a escuchar

dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto con una obra de

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arte así, el observador experimenta una conmoción profunda, purificadora. En

aquella tensión específica que surge entre una obra maestra de arte y quien la

contempla, las personas toma conciencia de los mejores aspectos de su ser,

que ahora exigen liberarse. Nos reconocemos y descubrimos a nosotros

mismos: en ese momento, en la inagotabilidad de nuestros propios

sentimientos.

   Una obra maestra es un juicio -en su validez absoluta- perfecto y pleno

sobre la realidad, cuyo valor se mide por el grado en que consiga expresar la

individualidad humana en relación con lo espiritual.

   ¡Qué difícil es hablar de una gran obra! Sin duda, además de un sentimiento

muy general de armonía, existen otros criterios claros que nos permiten

descubrir una obra maestra dentro de la masa de otras obras. Además, el valor

de una obra maestra es relativo, en relación con el que lo recibe. Normalmente

se cree que la importancia de una obra de arte se puede medir por la reacción

de las personas frente a esta obra, por la relación que resulta entre ella y la

sociedad. En términos generales, esto es cierto. Pero lo paradójico es la obra

de arte, en ese caso, depende totalmente de quienes la reciben, de que esa

persona sea capaz o incapaz de descubrir, de percibir lo que une la obra con el

mundo en su totalidad y con una individualidad humana dada, que es el

resultado de sus propias relaciones con la realidad. Goethe tiene toda la razón

cuando dice que es tan difícil leer un libro como escribirlo. No puede existir

una pretensión de objetividad del propio juicio, de la propia opinión. Cada

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posibilidad, aunque sea sólo relativamente objetiva, de un juicio está

condicionada por una variedad de interpretaciones. Y si una obra de arte tiene

un valor jerárquico a los ojos de la masa, de la mayoría, esto suele ser el

resultado de circunstancias  casuales y resulta por ejemplo del hecho de que

aquella obra de arte tuvo suerte con quienes la interpretaron. Por otra parte, las

afinidades estéticas de una persona en muchos casos dicen mucho más sobre

la propia persona que sobre la obra de arte en sí.

   Quien interpreta una obra de arte, normalmente centra su atención en un

campo determinado para ilustrar en él su propia posición, pero en muy pocas

ocasiones parte de un contacto emocional, vivo, inmediato, con la obra de

arte. Para una recepción así, pura, haría falta una capacidad fuera de lo común

para llegar a un juicio original, independiente, "inocente" -por llamarlo de

algún modo-; pero el hombre normalmente busca confirmación de la propia

opinión en el contexto de ejemplos y fenómenos que ya conoce, por lo que

juzga las obras de arte por analogía con sus ideas subjetivas o con

experiencias personales. Por otro lado, la obra de arte cobra, gracias a la

multiplicidad de los juicios que sobre ella se emiten, una vida cambiante,

variopinta, se enriquece, y así llega a obtener una cierta plenitud de vida.    "...

Las obras de los grandes poetas aún no han sido leídas por la humanidad -sólo

los grandes poetas son capaces de leerlas-. Las masas, sin embargo, las leen

como si leyeran las estrellas...; si hay suerte, como astrólogos, pero no como

astrónomos. A la mayoría de las personas se les enseña a leer sólo para su

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propia comodidad, como si se les enseñara a contar para que puedan

comprobar las cuentas y no ser engañados. Pero del leer como noble ejercicio

intelectual no tienen idea; además, sólo hay una cosa que se pueda llamar leer

en el más alto sentido de la palabra: no aquello que nos adormece

narcotizando nuestros más altos sentimientos, sino aquello a lo que hay que

acercarse de puntillas, aquello a lo que dedicamos nuestras mejores horas de

vigilia". 

  Así decía Thoreau en una página de su maravilloso Walden. 

   Lo bello, lo pleno en el arte, la maestría se produce, en mi opinión, cuando

ni en las ideas ni en la estética se puede entresacar

o destacar algo sin que sufra la totalidad. En una obra maestra es imposible

preferir determinadas partes a otras. Es imposible "tomar de la mano" a su

creador a la hora de formular los objetivos y las funciones que van a tener

valor definitivo. En este sentido, Ovidio escribía que el arte consiste en que

uno no lo perciba, y Engels decía: "Cuanto más escondidas estén las

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intenciones del autor, tanto mejor para el arte..."

  De modo muy similar a cualquier organismo, también el arte vive y se

desarrolla en la pugna entre elementos contrapuestos. En este campo, las

partes contrarias se entremezclan y van perpetuando la idea casi hasta el

infinito. Esta idea, que hace de una obra arte, se esconde en el equilibrio de las

contradicciones que la constituyen. Por ello, una "victoria" definitiva sobre la

obra de arte, la claridad inequívoca de su sentido y sus funciones es imposible.

Por este motivo decía Goethe que una obra de arte es tanto más elevada

cuanto más inaccesible es a un juicio.

  Una obra de arte es un espacio cerrado, ni demasiado ni caliente en exceso.

Lo bello es el equilibrio entre las partes. Lo paradójico es que una creación de

esta clase desata asociaciones cuanto más perfecta es. Lo perfecto es algo

único. O está en condiciones de producir una cantidad prácticamente infinita

de asociaciones, lo que al fin y al cabo es lo mismo. (*)

El pensamiento es efímero la imagen absoluta. Esta idea vertebra la obra del cineasta Andrei Tarkovsky dejando sentadas las bases de su poética. La utilización de específicos recursos formales como los "travellings" lentos, la profundidad de campo, los extensos plano secuencia junto a su particular concepción del montaje (ritmo interno en el interior del cuadro) hacen posible la escenificación del estado interior del hombre. A través de la relación dialéctica entre forma y contenido, captura lo esencial de la existencia, ese universal concreto que sucede a cada instante. De esta forma, devuelve valor a los pequeños actos de la vida porque en ellos reconoce el verdadero sentido de ésta.

"El pensamiento es efímero, la imagen absoluta"Andrei TarkovskyDe estas palabras se desprende toda la fuerza creadora de Tarkovsky. Una religiosidad que encuentra su fundamento en lo humano, atraviesa la filmografía del cineasta ruso como una lanza dirigida al infinito. Mientras que en otros films la espiritualidad es parte del argumento, en Tarkovsky es el argumento.

Su concepción de la imagen, capaz de expresar la totalidad del universo, dispara esa misma imagen hacia una vertiginosa polisemia. Cada una de sus imágenes está destinada a materializar diversos mundos posibles existiendo en cada uno de ellos un espectador. Como dice Ivanov citado por el mismo Tarkovsky: "El símbolo, sólo es verdadero cuando su significado es inagotable e ilimitado, cuando en su lenguaje secreto expresa alusiones y sugerencias de algo inefable que no se puede expresar con palabras" (1984).

El cine de Tarkovsky no puede ser explicado, debe ser transitado como lo hacen sus personajes en un periplo inacabable solo abortado por la "muerte". Muerte simbólica, no real. La idea de viaje está presente en su filmografía. Algunas veces es un viaje concreto como en Nostalgia donde un poeta viaja a Italia para encontrar material sobre un músico o como en La Zona, lugar en el que se internan los tres personajes. En otros casos es un viaje interior como el del protagonista de El Sacrificio, y en otros es concreto e interior a la vez como en Solaris, donde el protagonista viaja a la estación espacial desde donde emprenderá otro "viaje", esta vez al interior de su psiquis. Pero en todos los casos se puede hablar de un viaje fundacional donde se sale al encuentro de la propia identidad, del autoconocimiento, de la libertad, poniendo así en juego la propia existencia del personaje, quienes experimentan crisis espirituales, crisis de fe en la existencia, en sí mismos.

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La tendencia de las obras de Tarkovsky hacia lo absoluto no implica fe en su encuentro; sin embargo, esta intensión se transforma en formalización estética, en actividad creadora, en constante movilización interior. "La entonación de lo inconfundible y único domina todos los momentos de la vida. Unica e inconfundible es también la vida que el artista intenta recoger y configurar una y otra vez, siempre de nuevo. En la esperanza frustrada, una y otra vez de dar con la imagen inagotable de la verdad de la vida" (Tarkovsky,1991: 128)

A pesar de no poder el hombre percibir el universo en su totalidad, es capaz de expresar su imagen, y a través de ella entramos su relación con lo infinito. Entiéndase verdad, Dios o Absoluto.

Capturar lo esencial de la existencia, ese universal concreto que sucede a cada momento, es para Tarkovsky la posibilidad que le da su arte de reproducir las sensaciones más vitales. De esta forma, devuelve valor a los pequeños actos de la vida porque en ellos reconoce el verdadero sentido de ésta.

Y si el artista no puede permanecer sordo ante la búsqueda de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su voluntad creadora, entonces el tiempo tampoco puede quedar ajeno a ella por ser condición vinculada a la existencia de nuestro yo.

Para el cineasta ruso el tiempo posee un peso específico ejercido en el interior del cuadro y por lo tanto en la interioridad de los personajes. En sus películas se produce un aflojamiento de los nexos sensoriomotores (que se prolongan en acción reacción) desapareciendo la imagen-acción y dando lugar a la imagen puramente visual. Esa imagen óptica y sonora pura, de la que habla Deleuze: "Una imagen entera y sin metáfora que hace surgir la cosa en sí misma en su exceso de horror o de belleza" (1983).

La cámara de Tarkovsky busca autonomía al no seguir los movimientos de los actores ni al trasladar a estos sus propios movimientos. De esta forma los reencuadres transmiten funciones del pensamiento develando un constante reflexionar, tanto sobre la propia imagen como sobre su contenido. Según Deleuze, la cámara no se contenta con seguir unas veces el movimiento de los personajes y otras con operar ella misma los movimientos en los cuales los personajes no son sino el objeto. La cámara subordina la descripción del espacio a funciones del pensamiento. La cámara posibilita relaciones mentales.

Esta estrategia manifiesta el concepto que el cineasta tenía del tiempo. Ritmo cinematográfico que surge en el montaje interno al cuadro. "El ritmo de una película surge mas bien en analogía con el tiempo que transcurre dentro del plano... Ritmo cinematográfico determinado no por la duración de los planos montados, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos" (Tarkovsky,1991). El montaje queda anticipado ya durante el rodaje y determina desde el principio lo que se va rodando. El ritmo interior de las imágenes es lo que guía el montaje posterior; actividad que tiene el simple objetivo de coordinar el tiempo fijado en cada una de las partes filmadas. De esta forma rechaza el "cine de montaje" como estrategia vertebradora con la cual se da forma a la película. El montaje significa para Tarkovsky no perturbar la relación orgánica de las escenas que ya se han premontado.

Su cine es un cine de imágenes puras porque sus "opsignos" y "sonsignos" se enlazan directamente a una imagen-tiempo que ha subordinado al movimiento. Las imágenes de sus films no están en relación con una imagen indirecta del tiempo dependiendo de un montaje externo. De esta forma, genera vínculos poéticos. El cine de Tarkovsky es un cine del tiempo donde escenifica el estado emocional del hombre.

De aquí se desprende el lugar activo del espectador. Debe leer la imagen no menos que mirarla. En la mayoría de sus películas, por no decir todas, trabaja un espacio y un tiempo no cotidiano. Espacio y tiempo ya no son los mismos, tienen otras reglas. Como en La Zona, lugar con sus propias reglas a las hay que respetar si se quiere transitar por ella. O como en Nostalgia, un pueblito italiano al cual el protagonista es totalmente ajeno. O Solaris; es en el espacio de la estación donde se experimentan vivencias que sólo allí tienen lugar.

¿Cuáles son los paradigmas que construyen el estilo Tarkovsky, su discurso, su sintagma? Los específicos recursos formales que atraviesan toda la obra del director ruso dejan sentadas las bases de su poética. Poética en donde forma y contenido son inseparables y funcionan en una relación dialéctica. La utilización de los largos planos secuencia, sumado a los sutiles, casi imperceptibles movimientos de cámara, es lo que hace que sus películas sean como pausas hipnóticas donde el espectador debe bajar toda resistencia y abandonarse a ese nuevo ritmo al cual no está acostumbrado. Travellings en plano detalles que nos muestran elementos significativos que pueblan la escena, como por ejemplo los juncos en Solaris o el sueño de Stalker en La Zona. Esta estrategia no describe los objetos sino que les otorga un valor simbólico. También emplea largos planos secuencia donde el espectador debe bucear dentro de la imagen buscado su propio recorrido. Se los podría considerar como "planos nuca", en donde encontramos un primer plano del personaje pero invertido porque no le vemos el rostro (sacrilegio para un cine comercial), movimientos de cámara en contrapunto con el movimiento del actor sacándolo de cuadro. De esta forma se pone un peso muy importante en el fuera de campo apoyado desde la banda sonora, diálogos en espacio off, ruido de agua en primer plano cuando ésta no se ve en cuadro. También el silencio juega un papel fundamental en sus películas. La utilización dramática y no descriptiva del plano general nos devuelve al hombre inserto en la naturaleza. Naturaleza por otra parte que tiene valor dramático casi de personaje. A través de estos recursos formales, Tarkovsky da expresión material a su intención y búsqueda creadora. Teniendo presente a Pareyson cuando habla de estilo como "modo de formar", podemos decir entonces que todos estos elementos cooperan en la organización del discurso Tarkovsky, tanto en el nivel del significado como del significante, del contenido como de la forma. Y este discurso vehiculiza una ideología, da cuenta de ella: "Si toda obra es un mundo y si su mundo incluye una concepción personal de la realidad, toda obra contiene en sí una determinada idea del arte y del lugar que ésta ocupa o merece ocupar en la relación entre los hombres y la vida espiritual"(1954). No se puede leer arte ni hacer arte sin una idea del arte y el lugar que esa obra ocupa en el cosmos entre el mensaje y el receptor. Y aquí Tarkovsky tiene una posición claramente tomada que se esparce a lo largo de su proceso artístico. El arte para él consiste en explicar por si mismo y a su entorno, el sentido de la vida y de la existencia humana o tan sólo enfrentarlo a ese interrogante. "El arte tiene una función comunicativa y es una de las formas, junto a la ciencia, de conocimiento del hombre en el camino hacia la verdad absoluta"(Tarkovsky, 1984). La filmografía de este gran director se construye como metalenguaje: reflexiona y autoreflexiona a la vez. Absoluto, por otra parte, al que se accede únicamente por la fe y la actividad creadora. Fe que supera toda religiosidad, fe en la existencia del hombre, en el amor como redención posible (temas recurrentes en sus films), en el sacrificio individual; y fe (como posibilidad de cambio) que se debe transmitir a otros.

La utilización del mismo primer plano (un travelling en ascenso por el tronco de un árbol) para comenzar su primer largo metraje, La Infancia de Iván, y para terminar su última película El Sacrificio, se convierte en un símbolo posible de contener toda la

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experiencia artística del poeta ruso. No es una clausura circular de su obra. Es una posibilidad poética que se eleva en este camino del universo fílmico. Depende de los nuevos cineasta continuarlo.

Tarkovski, quien demostró su gran heroísmo y pasión por el séptimo arte, entregándose a él por completo, dejando un testimonio de fe sobre sus convicciones y creencias. Estas reflexiones nos quedan más tangibles en su diario de trabajo, Esculpir en el tiempo; que el director fue haciendo a lo largo de su tarea, sobre los sucesos que tuvo que enfrentar, e ideas sobre las tomas, montaje, actores, guión , música, etc., que son un resultado de un diálogo real sobre los problemas reales, que le fueron ocurriendo al hacer sus filmes.

Por esta razón, sintetizaré algunas ideas escritas que aparecen en este libro , que encontré interesantes, para que todo público pueda entender de mejor forma, la obra de este destacado cineasta ruso.

“ Creo que sólo el arte puede definir y conocer lo absoluto”, esta búsqueda de lo absoluto se basa más en una exploración de ciertos valores éticos y espirituales que en una finalidad divina. Un humanismo , pues, que se adentra en un camino lleno de dudas donde lo único que se aparece como puro, auténtico y fértil es la expresión artística, a la vez meta y camino a seguir.

- La relación poética lleva a una mayor emotividad y estimula al espectador. Ella es precisamente la que le hace participar del conocimiento de la vida, por que no se apoya ni en conclusiones fijas partiendo del tema, ni en rígidas indicaciones del autor. A disposición del espectador, en libertad, está sólo aquello que ayuda a intuir el sentido profundo de las imágenes representadas. En ningún caso se debería querer encerrar con violencia un pensamiento complejo y una visión poética del mundo en el marco de una ilación excesivamente clara, pagando cualquier precio por ello. La lógica de la consecuencia directa, un sistema generalizado, recuerda sospechosamente a las demostraciones de teoremas de geometría. Pero para el arte , las posibilidades más ricas resultan indudablemente de aquellas relaciones asociativas en las que se funden las valoraciones racionales y emocionales de la vida. Y es una pena que el cine aproveche muy rara vez estas posibilidades , pues este camino promete mucho más. Contiene una fuerza interior capaz de romper, de hacer “explotar” el material del que esta hecha la imagen.

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Si no se dice todo sobre un objeto de una sola vez, siempre existe la posibilidad de añadir algo con las propias reflexiones. En caso contrario se presenta al espectador la conclusión sin que tenga que pensar. Y como se le sirve tan en bandeja, la conclusión no le sirve de nada.

¿ Es que un autor le puede decir algo al espectador cuando no comparte con él el esfuerzo y la alegría de la creación de una imagen ?

El único camino por el que el artista alza al espectador dentro del proceso de recepción a un mismo nivel, consiste en dejar que él mismo componga la unidad de la película partiendo de sus partes, pudiendo añadir en sus pensamientos elementos propios. También por motivos de respeto mutuo entre un artista y receptor, una relación de este tipo es la única comunicación adecuada.

Esos dias extraños:

Uno va por la calle y allí. Con los ojos, se encuentra con la mirada de una persona que pasa. Y esa mirada le llega al fondo . Despierta una sensación inquietante. Le influye a uno en el estado de ánimo, despierta un sentimiento determinado.

Si se quisiera reconstruir en cine con exactitud mécanica todas las circunstancias de ese encuentro, si se dota a los actores para recrear la escena, con una aguda precisión del lugar donde se van ha realizar las tomas, con esa toma seguro que no se despierta el sentimiento que se tuvo en el momento del encuentro. Porque en esa toma no se tiene en cuenta la condición psicológica que explica la propia situación anímica, por la cual se concedió una determinada importancia emocional a la mirada de un desconocido. Y si se quiere que la mirada de este desconocido afecte al espectador de la misma manera que le afectó a uno mismo, entonces- junto a todo lo demás- hay que despertar en el espectador un estado anímico análogo al de uno mismo en el momento del encuentro real, esto se logra con un esfuerzo por parte del director en la dirección, un material que complemente el guión, que tiene que ser captado por los actores y el director con su aguda sensibilidad, captar y trabajar la escena, hasta lograr el óptimo resultado.

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El arte como ansia de lo ideal:

Para Andrei, el objetivo del arte trata de que éste no sea “consumido” como una mercancía, sino en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cúal es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante.

El hombre va conociendo de forma siempre nueva la naturaleza de la vida y de su propio ser, sus posibilidades y objetivos. Por supuesto que para ello se sirve también de la suma de los conocimientos humanos ya existentes. Pero aun así el autoconocimiento ético-moral sigue siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que hacer siempre de nuevo él solo.

En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva. En la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin, en la que siempre hay conocimientos nuevos sobre el mundo que sustituyen a los antiguos. Por el contrario, el conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la verdad absoluta. Esta se presenta como una revelación , como un deceo del artista, apasionado que refulge repentinamente, un deceo de acogida intuitiva de todas las leyes del mundo, de su bellesa y su fealdad, de su humanidad y crueldad… todo esto se fija en una imagen que de forma independiente recoge lo absoluto, fijando la vivencia de lo indeterminable y se expresa por medio de la limitación: lo espiritual, por lo material; lo infinito, por lo finito.

El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea aceptada, transmitiendo una energía espiritual. El comprender una imagen artística, recibir su belleza, llegando en casos a producir un impacto “supra” emocional, llegando a incidir sobre todo en el alma de

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las personas y conformando su estructura espiritual.

La creación artística exige del artista una verdadera “entrega de sí mismo” y quien interpreta la obra de arte, normalmente centra su atención en un campo determinado para ilustrar en él su propia posición( puede ser por la historia donde se situo la obra, su importancia por el quiebre que produjo en la historia del arte, etc), pero en muy pocas ocasiones existe un contacto emocional, vivo, inmediato, con la obra de arte. Para una recepción así, pura, haría falta una capacidad fuera de lo común para llegar a un juicio original, independiente, “inocente”- por llamarlo de algún modo-; pero el hombre normalmente busca confirmación de la propia opinión en el contexto de ejemplos y fenómenos que ya conoce, por lo que juzga las obras de arte por analogía con sus ideas subjetivas o con experiencias personales. Por otro lado, la obra de arte cobra , gracias a la multiplicidad de los juicios que sobre ella se emiten, una vida cambiante, variopinta, se enriquece, y así llega a obtener una cierta plenitud de vida.

“ las obras de los grandes poetas aún no han sido leídas por la humanidad- sólo los grandes poetas son capaces de leerlas-. Las masas, sin embrago las leen como si leyeran las estrellas…; si hay suerte, como los astrólogos, pero no como astrónomos.

A la mayoría de las personas se les enseña a leer sólo para su propia comodidad, como si se les enseñara a contar para que puedan comprovar las cuentas y no los engañen, pero leer como un noble ejercicio intelectual no tienen idea; ya que para leer; hay que ser minucioso, hay que dedicar nuestras mejores horas de vigilia.”

Sobre el cine:

Se dice que el cine es un arte de la síntesis, que se basa en la interacción de muchas artes vecinas, como la literatura, el teatro, la pintura, la música, etc..

El principio consiste en que el hombre, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, había encontrado la posibilidad de fijar de modo inmediato el tiempo, pudiendo reproducirlo (o sea, volver a él)

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todas las veces que quisiera.

La fuerza del cinematógrafo consiste precisamente en dejar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia de esa realidad que nos rodea cada día, o incluso cada hora. Por ende la pregunta que nos deberíamos hacer es:

¿Por qué va la gente a cine? ¿Qué les lleva a una sala oscura, donde durante dos horas pueden observar en la pantalla un juego de sombras? ¿Van buscando en entretenimiento, la distracción? ¿Es que necesitan una forma especial de narcótico?

Normalmente, el hombre va al cine por el tiempo perdido, fugado o aún no obtenido. Va al cine buscando experiencia de la vida, porque precisamente el cine amplía, enriquece y profundiza la experiencia fáctica del hombre mucho más que cualquier otro arte; es más, no sólo la enriquece, sino que la extiende considerablemente, por decirlo de algún modo.

Un espectador compra una entrada para el cine con una meta: rellenar las lagunas de su propia experiencia; es como su fuera a la caza del “tiempo perdido”. Esto quiere decir que intenta rellenar e vacío espiritual que se ha formado en la vida moderna, llena de inquietud y falta de relaciones humanas.

Hoy hemos llegado a una situación en la que el público prefiere cualquier basura comercial a Fresas salvajes de Bergman o a El Eclipse de Antonioni. Ante esta situación, los expertos no hacen sino gestos de desesperación, pronosticando –casi siempre por medio de eruditos escritos- que películas así no encontrarán aceptación entre el público general, que amenudo gusta de películas que corrompen en forma imperdonable, porque le roban cualquier posibilidad de contacto con el arte verdadero. Por suerte, el cine ha tendido diferenciarse, entregando distintas alternativas para los espectadores, en las cuales, el público ha buscado su estilo más preferido llegando ha comportarse ante las películas de forma más diferenciada. Esto se debe a que ya no es el cine en sí, el cine como fenómeno nuevo, original, el que lleva las masas al entusiasmo, sino que se puede observar un aumento de muy diversos intereses intelectuales. El espectador va desarrollando simpatías y antipatías. Sus juicios en ese terreno a veces suelen oscilar de

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forma exagerada. Pero no hay en ello nada alocado ni peligroso. Por el contrario, la existencia de criterio estéticos propios es una muestra de una conciencia cada vez más definida.

La música en el cine:

La música puede jugar un papel funcional cuando el material visual tiene que experimentar una cierta deformación en la recepción por el espectador. Cuando se quiere que, en su percepción, resulte más pesado o liviano, más transparente y suave o más rudo y más sólido. Si un director utiliza una determinada música, obtiene así la posibilidad de dirigir los sentimientos de sus espectadores en la dirección que pretende conseguir, ampliando sus relaciones para con el objeto que se le presenta en forma visual. Con ello no modifica el sentido del objetivo, pero se le da una vivacidad suplementaria., por lo tanto, el arte de la música es tanto más importante cuanto más es capaz de conmover el alma, incidiendo sobre todo en las emociones de una persona y no tanto en su razón.

Sobre el artista:

El artista sólo hace un intento de presentar su visión del mundo para que las personas miren hacia el mundo con sus propios ojos, lo revivan con sus sentimientos, sus dudas y sus ideas (las del autor).

Me atrevo a afirmar que cada artista, en el fondo de su corazón, piensa en el encuentro con el espectador; que tiene la esperanza de que precisamente sea su obra la que toque el nervio de su tiempo y que por eso sea muy importante para el público, porque afecte dimensiones ocultas de su interior.

Matías Cardone