susan sontag nueve

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- 243 - Susan Sontag. Riverside Drive, NY. Foto por Jill Krementz, 18/11/1974. SUSAN SONTAG E E l l C C a a r r t t e e l l : : p p u u b b l l i i c c i i d d a a d d , , a a r r t t e e , , i i n n s s t t r r u u m m e e n n t t o o p p o o l l í í t t i i c c o o , , m m e e r r c c a a n n c c í í a a [Estudio crítico de «El arte en la revolución: Cuba y Castro, 1959-1970»] os carteles no son simplemente avisos públicos. Un aviso público, por ampliamente que circule, puede ser un medio de llamar la atención a sólo una persona, alguien cuya identidad es desconocida al autor del aviso. (Uno de los primeros avisos públicos conocidos, encontrado en las ruinas de la antigua Tebas, es un papiro que anuncia una recompensa por la devolución de un esclavo fugitivo.) Más característicamente, la mayoría de las sociedades pre- modernas utilizaron los anuncios públicos para difundir la noticia sobre temas de interés general, tales como las diversiones, los tributos, y la muerte y el advenimiento de los gobernantes. No obstante, un aviso público no equivale a un cartel, aun cuando la información que contenga interese a muchos, en vez de a pocos o a uno sólo. Tanto el cartel como el aviso público se dirigen a la persona no como individuo, sino como miembro no identificado del cuerpo político. El cartel, a diferencia del aviso público, presupone el concepto moderno del público en el cual los miembros de la sociedad se definen principalmente como espectadores y consumidores. Un aviso público aspira a informar y a dirigir. Un cartel aspira a seducir, a exhortar, a vender, a educar, a convencer, a suplicar. Mientras que un aviso público proporciona información para ciudadanos interesados o alertas, un cartel trata de detener a los que, de otra manera, lo ignorarían. Un aviso público pegado a un muro es pasivo, y requiere que el espectador se detenga ante él para leer lo que lleva escrito. Un cartel reclama atencióna distancia. Es visualmente agresivo.

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Susan Sontag. Riverside Drive, NY. Foto por Jill Krementz, 18/11/1974.

SSUUSSAANN SSOONNTTAAGG

EEElll CCCaaarrrttteeelll::: pppuuubbbllliiiccciiidddaaaddd,,, aaarrrttteee,,,

iiinnnssstttrrruuummmeeennntttooo pppooolllííítttiiicccooo,,, mmmeeerrrcccaaannncccíííaaa [[EEssttuuddiioo ccrrííttiiccoo ddee ««EEll aarrttee eenn llaa rreevvoolluucciióónn:: CCuubbaa yy CCaassttrroo,, 11995599--11997700»»]]

os carteles no son simplemente avisos públicos. Un aviso público, por ampliamente que circule, puede

ser un medio de llamar la atención a sólo una persona, alguien cuya identidad es desconocida al autor del aviso.

(Uno de los primeros avisos públicos conocidos, encontrado en las ruinas de la antigua Tebas, es un papiro que

anuncia una recompensa por la devolución de un esclavo fugitivo.) Más característicamente, la mayoría de las

sociedades pre- modernas utilizaron los anuncios públicos para difundir la noticia sobre temas de interés

general, tales como las diversiones, los tributos, y la muerte y el advenimiento de los gobernantes. No obstante,

un aviso público no equivale a un cartel, aun cuando la información que contenga interese a muchos, en vez de

a pocos o a uno sólo. Tanto el cartel como el aviso público se dirigen a la persona no como individuo, sino como

miembro no identificado del cuerpo político. El cartel, a diferencia del aviso público, presupone el concepto

moderno del público —en el cual los miembros de la sociedad se definen principalmente como espectadores y

consumidores. Un aviso público aspira a informar y a dirigir. Un cartel aspira a seducir, a exhortar, a vender, a

educar, a convencer, a suplicar. Mientras que un aviso público proporciona información para ciudadanos

interesados o alertas, un cartel trata de detener a los que, de otra manera, lo ignorarían. Un aviso público

pegado a un muro es pasivo, y requiere que el espectador se detenga ante él para leer lo que lleva escrito. Un

cartel reclama atención—a distancia. Es visualmente agresivo.

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Los carteles son agresivos porque aparecen dentro del contexto de otros carteles. El aviso público es una declaración independiente, pero la forma del cartel depende del hecho de que existen muchos carteles —compitiendo (y a veces reforzándose) entre sí. Por lo tanto, los carteles presuponen el concepto moderno de espacio público— como un teatro de persuasión. Un anuncio público es un anuncio colocado en un espacio público. En la Roma de Julio César existían letreros por toda la ciudad, lugares reservados para los anuncios de importancia general; y éstos fueron introducidos en un espacio que de otra manera era verbalmente relativamente libre. Sin embargo, el cartel es un elemento integral del espacio público moderno. El cartel, a diferencia del anuncio público, implica la creación de un espacio público urbano como zona de letreros: las fachadas y superficies de las grandes ciudades modernas repletas de imágenes y palabras.

Las principales cualidades técnicas y artísticas del cartel se derivan de estas redefiniciones modernas del ciudadano y del espacio público. Así, pues, a diferencia de los anuncios públicos, es imposible concebir la existencia de los carteles antes de la invención de la imprenta. El advenimiento de la imprenta introdujo rápidamente la multiplicación de los anuncios públicos tanto como la de los libros; en Inglaterra, William Caxton hizo, en 1480, el primer anuncio público impreso. Pero la imprenta sola no dio lugar a la producción de carteles; para eso hubo que aguardar a la invención de un proceso más elaborado de impresión a colores—la litografía—, por Senefelder, a principios del siglo XIX; y el desarrollo de impresoras de alta velocidad que, para 1848, podían imprimir diez mil hojas por hora. A diferencia del anuncio público, el cartel depende esencialmente de un proceso eficaz y barato de reproducción para la distribución en masa. Otras características obvias de un cartel, fuera de su propósito de reproducción en grandes cantidades, son decoratividad, y su mezcla de medios pictóricos y lingüísticos, y son consecuencia del papel que desempeñan en el espacio público moderno. He aquí la definición de Harold F. Hutchison, al principio de su libro, The Poster, An Illustrated History from 1860 (El Cartel, Historia Ilustrada desde 1860, Londres 1968):

«Un cartel es esencialmente un gran anuncio, normalmente con un elemento pictórico, generalmente impreso sobre papel y habitualmente exhibido en un muro o una cartelera para el público general. Su propósito es llamar la atención hacia el mensaje que el anunciante está tratando de agenciar y de grabar en el transeúnte. El elemento pictó-rico o visual proporciona la atracción inicial, y debe ser lo suficientemente llamativo como para atraer a los transeúntes y contrarrestar los atractivos de los otros carteles y, por lo general, necesita de un mensaje verbal suplementario que complementa y amplifica el tema pictórico. El tamaño amplio de la mayoría de los carteles permite que el mensaje verbal se pueda leer de lejos.»

Un anuncio público, por lo general, se compone exclusivamente de palabras. Sus méritos son los de la "información": inteligibilidad, claridad, totalidad. En un cartel, dominan los elementos plásticos o visuales, y no el texto. Las palabras (sean muchas o pocas) forman parte de la composición visual total. Los méritos de un cartel son, primero, "atraer", y, segundo, informar. Las reglas de información están subordinadas a las que dotan a un mensaje, cualquier mensaje, de impacto: brevedad, énfasis asimétrico, condensación.

Carteles de Will Bradley, Louis Rhead, Edward Penfield, Maxfield Parrish y Eugéne Grasset.

A diferencia del anuncio público, que puede existir en cualquier sociedad poseedora de un lenguaje escrito, el cartel no podía haber existido antes de las condiciones específicas e históricas del capitalismo moderno. Sociológicamente, la llegada del cartel refleja la evolución de una economía industrializada cuya meta es el constante aumento del consumo en masa, y (posteriormente, cuando los carteles se volvieron apolíticos) también refleja el estado-nación moderno, secular y centralizado que trae consigo una concepción peculiar y difusa del consenso ideológico y una retórica de participación política en masa. La peculiar redefinición moderna del público en términos de actividades de consumo y de diversión ha surgido del capitalismo. El cartel, que aparece durante la segunda mitad del siglo XIX, es un síntoma característico de la creciente productividad capitalista, alcanzando a más consumidores y espectadores. Los primeros carteles famosos tuvieron una función específica: estimular a una proporción creciente de la población a gastar en productos textiles, en diversiones y en las artes. Los anuncios cartelísticos de las grandes empresas industriales, los bancos, y los productos de maquinaria aparecieron después. Una ilustración típica de la función original son los temas de Jules Chéret, el primero de los grandes cartelistas, que van desde cabarets, teatros de variedades, salones de baile y óperas hasta lámparas de petróleo, aperitivos y papel para cigarrillos. Chéret, nacido en 1836, diseñó más de mil carteles. Los primeros

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cartelistas importantes ingleses, los Beggarstaff —quienes se iniciaron a principios de la década de los 1890 y se derivaron atrevidamente de los cartelistas franceses—, también se dedicaron principalmente a anunciar productos textiles y obras de teatro. En los Estados Unidos, el primer trabajo cartelístico distinguido se hizo para las revistas. Will Bradley, Louis Rhead, Edward Penfield y Maxfield Parrish fueron empleados por revistas como HARPER'S, CENTURY, LIPPINCOTT'S y SCRIBNER'S, para diseñar una portada distinta para cada ejemplar; luego los diseños de las portadas se reproducían como carteles para vender las revistas a un público de lectores de la creciente clase media.

La mayoría de los libros acerca del tema suponen rotundamente que el contexto mercantil es esencial al cartel. (Hutchison, por ejemplo, es típico en la manera en que define el cartel por su función de venta.) Pero aunque los anuncios comerciales proporcionaban el supuesto contenido de los primeros carteles, Chéret, y luego Eugéne Grasset, rápidamente fueron reconocidos como "artistas". Ya en 1880, un influyente crítico francés declaró que encontraba mil veces más talento en un cartel de Chéret que en la mayoría de los cuadros que cubrían las paredes del Salón de París. Sin embargo, se requirió una segunda generación de cartelistas —algunos de los cuales ya tenían hecha su reputación en el mundo serio de la pintura "libre"— para establecer ante un público amplio que el cartel era una forma de arte y no de comercio. Esto sucedió entre 1890, cuando se le comisionó a Toulouse-Lautrec para producir una serie de carteles anunciando el Moulin Rouge, y 1894, cuando Alphonse Mucha diseñó el cartel para GISMONDA, el primero de su serie deslumbrante de carteles para las producciones de Sara Bernhardt en el Théátre de la Renaissance. Durante este período, las calles de París y Londres se convirtieron en una galería al aire libre, con la aparición casi diaria de nuevos carteles. Pero los carteles no tenían que anunciar la cultura, o presentar imágenes, exóticas y sofisticadas, o ser reconocidos como obras de arte en sí. Sus temas podían ser completamente "comunes". En 1894, obras con temas tan vulgarmente comerciales como el cartel de Steinlen anunciando leche esterilizada y el cartel de los Beggarstaff para la Cocoa Rowntree, fueron aclamados por sus cualidades de arte gráfico. Así, sólo dos décadas después de su primera aparición, los carteles fueron reconocidos como una forma artística. A mediados de la década de los 1890 hubo dos exposiciones públicas de arte en Londres dedicadas totalmente al cartel. En 1895 apareció el libro ILLUSTRATED HISTORY OF THE PLACARD

(HISTORIA ILUSTRADA DE LA PANCARTA) en Londres; entre 1896 y 1900 un editor parisino publicó en cinco volúmenes LES MAÍTRES DE L'AFFÍCHE (LOS MAESTROS

DEL CARTEL). Entre 1898 y 1900 apareció una publicación inglesa intitulada THE

POSTER (EL CARTEL). El acumular colecciones privadas de carteles se puso de moda a principios de la década de los 1890, y el libro de W. S. Roger, A BOOK OF

THE POSTER (LIBRO DEL CARTEL, 1901), estaba expresamente dirigido a ya considerable público de aficionados cartelísticos. Cartel de Alphonse Mucha

Los carteles lograron más rápidamente un reconocimiento como "arte" que las otras nuevas formas artísticas que surgieron a finales del siglo pasado. La razón, quizá, se debe al número de artistas distinguidos, como Toulouse-Lautrec, Mucha y Beardsley, que adoptaron rápidamente la forma cartelística. Sin esta infusión de talento y prestigio, los carteles hubieran tenido tal vez que aguardar tanto como el cine para ser reconocidos como obras de arte en sí. Una resistencia más larga al cartel como arte probablemente se hubiera fundado menos en su origen comercial "impuro" que en su dependencia vital respecto a los procesos de multiplicación tecnológica. Pero es precisamente esta dependencia la que hace del cartel una forma de arte específica y moderna. Cuando la pintura y la escultura, las formas tradicionales del arte visual, entraron dentro de la frase clásica de Walter Benjamín, «la edad de reproducción mecánica», sufrieron un cambio inevitable y profundo en su signifi-cado y atractivo. Pero el cartel (como la fotografía y la cinematografía) no tiene historia en el mundo pre-moder-no; sólo podría existir en la era de la reproducción mecánica. A diferencia de la pintura, un cartel nunca ha teni-do como propósito el de existir como objeto único. Por lo tanto, la reproducción de un cartel no produce un ob-jeto de segunda generación, estéticamente inferior al original o con una disminución de su valor social, moneta-rio o simbólico. Desde su concepción, el cartel está destinado a ser reproducido, a tener una múltiple existencia.

A los carteles nunca se les ha considerado, por supuesto, como una forma mayor de arte. La creación de carteles es por lo general clasificada como arte "aplicado"; el cartel se propone comunicar el valor de un producto o de una idea, en contraste, digamos, a la pintura o a la escultura, cuyo propósito es la libre expresión del individualismo del artista. De acuerdo con este punto de vista, el cartelista, una persona que presta sus habilidades artísticas, por un pago, a un vendedor, pertenece a una raza totalmente distinta a la del artista verdadero, quien crea objetos auto-justificables y de valor intrínseco. Así, pues, Hutchison escribe:

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«Un artista cartelístico (que no sea simplemente un artista cuyo trabajo se utilizó incidentalmente en un cartel) no pinta y dibuja exclusivamente para expresarse, o desatar sus propias emociones, o apaciguar su conciencia estética. Su arte es un arte aplicado, y lo es a la causa de la comunicación, dictada por las demandas de un servicio, de un mensaje, o de un producto con el cual no simpatice, pero ha aceptado ser provisionalmente su defensor, a cambio de una remuneración monetaria adecuada. »

Carteles de Toulouse-Lautrec; «Salomé» de Aubrey Beardsley; Pierre Puvis de Chavannes y Picasso.

Carteles de los estadounidenses Larry Rivers, Jasper Johns, Robert Rauschenberg y Roy Lichtenstein.

Pero definir el cartel, a diferencia de las "bellas" artes, por su primordial interés en una defensa —y al cartelista, como una ramera que trabaja por dinero y trata de agradar al cliente— sería dudoso y simplista. (Además sería anti-histórico. Sólo desde principios del siglo XIX se ha reconocido al artista como una persona que trabaja para expresarse o por su amor al "arte".) No se puede decir que los carteles, como los forros de los libros y las portadas de las revistas, sean un arte aplicado porque se dedican tenazmente a la "comunicación", o porque sus creadores estén mejor remunerados que la mayoría de los pintores y escultores. Los carteles son un arte aplicado porque, típicamente, aplican lo ya hecho en las otras artes. Estéticamente, el cartel siempre ha sido parásito de un trabajo anterior; Toulouse-Lautrec, Mucha y Beardsley simplemente traspusieron un estilo que ya habían articulado en sus propios dibujos y pinturas. El trabajo de estos pintores —desde Puvis de Chavannes hasta Picasso y Larry Rivers, Jasper Johns, Robert Rauschenberg y Roy Lichtenstein, quienes ocasionalmente se han dedicado a los carteles—, no sólo es innovador, sino que pone en un molde más accesible sus manierismos estilísticos más distintivos y familiares. Como forma artística, los carteles rara vez llevan la ventaja. Más bien resulta frecuentemente que sobreviven, durante mayor o menor tiempo, por haber popularizado convenciones artísticas elitistas ya maduras. Ciertamente, durante el último siglo, los carteles han sido uno de los instrumentos principales para popularizar el buen gusto visual dictado por los árbitros en el mundo de la pintura y la escultura. Una muestra representativa de carteles producidos durante un período dado consistiría principalmente en obras triviales y visualmente reaccionarias. Pero la mayoría de los considerados buenos carteles tienen alguna clara relación con lo que no es meramente popular, sino lo que es considerado visualmente elegante —elegante hasta cierto punto. El cartel nunca ha incorporado una moda verdaderamente nueva. El último alarido de la moda es, por definición, "feo" y chocante a primera vista; pero se convierte en la moda o la elegancia durante su etapa de asimilación a aceptación. Como ejemplo tenemos los famosos carteles de Cassandre para Dubonnet (1924) y el trasatlántico Normandie (1932); fueron influidos claramente por los cubistas y el estilo del Bauhaus y emplearon estos estilos cuando eran ya comunes y estaban ya digeridas en el mundo artístico.

La relación de los carteles con la moda visual es la de la "cita". Así, generalmente, el cartelista es un plagiario (de sí mismo o de otros), y el plagio es una de las características en la historia de la estética de carteles. Los primeros buenos cartelistas fuera de París eran ingleses, y adaptaron libremente el aspecto de la primera ola de

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carteles franceses. Los Beggarstaff (seudónimo de dos ingleses que habían estudiado arte en París estaban influidos fuertemente por Toulouse-Lautrec); Dudley Hardy, mejor recordado por sus carteles de las producciones de Gilbert y Sullivan en el Savoy Theatre, le debía mucho a Chéret y a Lautrec. Esta "dependencia" interna del arte cartelístico continúa sin mengua hasta el presente, en la medida en que el cartelista importante se alimenta de las escuelas anteriores de arte cartelístico. Uno de los ejemplos actuales más sobresalientes de este parasitismo funcional respecto al trabajo cartelístico previo es la brillante serie de carteles creados en San Francisco a mediados de la década de los 60 para los grandes salones de baile rock, el Fillmore y el Avalon, que plagiaban libremente a Mucha y demás maestros del Art Nouveau.

Carteles de Jules Chéret, Beggarstaff Brothers, Steinlen, Dudley Hardy, A.M. Cassandre y Bonnie MacLean.

La tendencia estilísticamente parásita de la historia del cartel es una manifestación más que confirma que el cartel es como una forma de arte. Los carteles, o por lo menos los buenos carteles, no pueden ser considerados principalmente como instrumentos de comunicación, algo cuya forma normativa es la "información". Precisamente es en este punto donde un cartel difiere genéricamente de un anuncio público y entra dentro del territorio del arte. A diferencia del anuncio público, cuya función es la de decir algo claramente, el cartel no se preocupa en última instancia por decir algo tan preciso e inequívoco. El propósito del cartel puede ser su "mensaje": el anuncio, el aviso, la frase hecha. Pero se reconoce la eficacia de un cartel cuando trasciende su utilidad al hacer entrega del mensaje. A diferencia del aviso público, el cartel (a pesar de sus orígenes francamente comerciales) no es meramente utilitario. El cartel eficaz —aún el que venda el producto casero más humilde— siempre exhibe esa dualidad que es la marca precisa del arte: la tensión entre el deseo de decir (lucidez, exactitud) y el deseo de permanecer en silencio (truncamiento, economía, condensación, evocación, misterio, exageración). El solo hecho de que los carteles fueron diseñados para tener impacto instantáneo, para ser "leídos" en un instante, porque tenían que competir con otros carteles, fortaleció el empuje estético de la forma cartelística.

No es casual que la primera generación de grandes cartelistas se haya formado en París, la capital artística pero no la económica del siglo XIX. El cartel nació del impulso estético. Se proponía hacer del comercio algo "bello". Más allá de ese propósito, existe la tendencia que se ha proseguido durante los últimos cien años de la historia del cartel. Cualesquiera que fueran sus orígenes para vender productos y diversiones específicas, los carteles siempre han tendido a desarrollar una existencia independiente como elemento principal en la decoración pública de las ciudades modernas (y de las carreteras, borrando la naturaleza que existe entre las ciudades). Aun cuando se nombre un producto, un servicio, una diversión o una institución, la función elemental del cartel puede ser puramente decorativa. Sólo una corta distancia separa los carteles en la década de los 50 para el London Transport, que eran más decorativos que publicitarios, de los carteles de Peter Max, a finales de la década de los 60, sobre los autobuses de Nueva York, que no anunciaban nada. La posible subversión de la forma cartelística en pro de su autonomía estética se confirma por el hecho de que ya desde finales del siglo XIX se empezaron a coleccionar carteles. Así un objeto diseñado para el espacio público externo, y ostensiblemente para el vistazo rápido de las muchedumbres, pasó a un espacio privado interno —la casa del coleccionista—, para convertirse en objeto de escrutinio cuidadoso (es decir, estético).

En un principio hasta la función comercial específica sirvió para fortalecer la base estética de la forma cartelística. Junto al hecho de que los carteles, originalmente fueron un artificio de la publicidad comercial, que reflejan la intensidad de un tenaz propósito didáctico (vender algo), existe el hecho de que el propósito inicial de los carteles fue el promover bienes y servicios económicamente marginales. El cartel nace del esfuerzo de una creciente productividad capitalista para vender bienes excedentes o no-esenciales o de lujo: artículos caseros, ali-mentos que no son de primera necesidad, digestivos alcohólicos y refrescos, diversiones públicas (cabarets, teatros de variedades, corridas de toros), "cultura" (revistas, obras teatrales, óperas), y viajes de placer. Por lo tanto, desde un principio los carteles tenían un tono de ligereza e ingenio; una de las tradiciones cartelísticas más importantes le da preferencia a lo desinteresado, lo divertido. En los primeros carteles existe un elemento notable de exageración, de ironía, de hacer "demasiado" por el tema. Aunque parezca especializado, el cartel tea-tral es quizá el género arquetípico del cartel del siglo XIX, empezando con los austeros carteles de Toulouse-

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Lautrec para Jane Avril e Yvette Guilbert, los de Chéret para la mundana Loie Fuller, y los de Mucha para la hierática Sarah Bernhardt. Durante toda su historia, el elemento teatral del cartel ha sido uno de sus valores recurrentes - el cartel como objeto podía mirarse como una especie de teatro callejero visual e instantáneo.

La exageración es uno de los encantos del arte cartelístico, cuando su propósito es comercial. Pero el aspecto teatral de la estética cartelística encontró su expresión comedida o juguetona, cuando los carteles se volvieron políticos. Nos sorprende el tiempo transcurrido entre el cartel como función publicitaria desde sus orígenes en 1879, y el cartel como función política. Los avisos públicos seguían desempeñando un papel político, como los llamamientos a las armas. Durante todo este período, floreció un precedente más cercano al cartel político durante todo el siglo XIX: la caricatura política, que en las revistas semanales y mensuales logró una expresión magistral en manos de Cruikshank y Gillray y, más tarde, Nast. A pesar de estos precedentes, el cartel, por lo general, se mantuvo inocente respecto a cualquier función política hasta 1914. Entonces, casi de la noche a la mañana, los recién beligerantes gobiernos europeos reconocieron la eficacia del medio publicitario para propósitos políticos. El tema principal de los primeros carteles políticos fue el patriotismo. En Francia, los carteles hacían un llamado a los ciudadanos para comprar bonos de guerra; en Inglaterra, exhortaban a los hombres a alistarse (desde 1914 hasta 1916, cuando se introdujo la conscripción); en Alemania, los carteles eran ampliamente ideológicos, despertando amor a la patria a base de hacer del enemigo un demonio. La mayoría de los carteles de la Primera Guerra Mundial eran gráficamente burdos. Emocionalmente, variaban de lo pomposo, como el cartel de Léete con Lord Kitchner y su dedo acusatorio, con la cita "Tu país te necesita a TI" (1914), a lo histérico, como el cartel anti-bolchevique de Bernhard. Con raras excepciones, como el cartel de Faivre (1916) que pedía contribuciones para los bonos de guerra franceses de ese año bajo el lema "On les aura", los carteles de la Primera Guerra Mundial tienen poco interés fuera de lo histórico.

Cartel de Peter Max (1968). S.XIX; caricaturas políticas de James Gillray, George Cruikshank, y Thomas Nast.

Carteles de Max Pechstein y Hans Richter; Vladimir Mayakovsky, El Lissitzky y Alexandr Rodtjenko.

El arte gráfico político serio nació inmediatamente después de 1918, cuando los nuevos movimientos revolucionarios que convulsionaban a Europa estimulaban una gran efusividad de exhortación cartelística especialmente en Alemania, Rusia y Hungría. La Primera Guerra Mundial trajo como consecuencia que el cartel político empezara a constituir una rama valiosa del arte cartelístico. No es asombroso ver que mucho del mejor trabajo en el campo del cartel revolucionario lo hayan hecho los cartelistas en forma colectiva. Dos de los primeros fueron el "Grupo de noviembre", formado en Berlín en 1918, entre cuyos miembros se encontraban Max Pechstein y Hans Richter; y ROSTA, un grupo constituido en Moscú en 1919, que tenía como artistas activos al poeta Mayakovsky, al artista constructivista El Lissitzky, y a Alejandro Rodtjenko. Ejemplos más recientes de la creación colectiva son los carteles republicanos y comunistas hechos en Madrid y Barcelona en 1936-39 y los carteles creados por los estudiantes revolucionarios de la Escuela de Bellas Artes de París durante la revolución de mayo en 1968. (Los "carteles de muro" chinos caen dentro de la categoría de avisos públicos, según los hemos definido aquí.) Desde luego, muchos artistas individuales han creado carteles radicales fuera de la disciplina de un grupo. Recientemente, en 1968, el cartel revolucionario fue el tema de una gran exposición retrospectiva en el Museo de Arte Moderno en Estocolmo.

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La llegada del cartel político podrá parecer una ruptura violenta con la función original de los carteles (alentar el consumo). Pero las condiciones históricas que dieron lugar a los carteles, primero como publicidad comercial y luego como propaganda política, están entrelazadas. Si el cartel comercial es producto de la economía capitalista, con su necesidad de acuciar a más gente a gastar más dinero en bienes no-esenciales y espectáculos, el cartel político refleja otro fenómeno que pertenece, característicamente, a los siglos XIX y XX. Primero fue articulado en la matriz del capitalismo: el moderno estado-nación, cuyas pretensiones al monopolio ideológico tienen como expresión mínima e indisputable la meta de la educación universal y el poder de la movilización en masa para la guerra.

A pesar del lazo histórico entre los carteles comerciales y políticos existe, no obstante, una importante diferencia de contexto. La presencia de carteles empleados como anuncios comerciales indica generalmente el grado en que una sociedad se define como estable, en búsqueda del status quo político y económico. En cambio, la presencia de carteles políticos generalmente indica que la sociedad se encuentra en estado de emergencia. Los carteles son ya instrumentos conocidos, durante períodos de crisis de la nación-estado para promulgar actitudes políticas en forma sumaria. En los países capitalistas más antiguos, con instituciones políticas burguesas-democráticas, su uso es restringido en tiempos de guerra. En los países más recientes, la mayoría de los cuales están experimentando (sin mucho éxito) una mezcla de capitalismo de estado y socialismo de estado y están sufriendo crisis económicas y políticas crónicas, los carteles son un instrumento común para forjar una nación. Es notable el grado en que se han utilizado los carteles para "ideologizar" sociedades del tercer mundo poco ideológicas. Existen dos ejemplos de este año político: primero, los carteles colocados por todo Egipto (la mayoría de ellos amplificaciones de caricaturas periodísticas), mientras prosigue la escalada de la guerra aérea en el Medio Oriente, identificando a los Estados Unidos como el enemigo que apoya a Israel; y, segundo, los carteles que aparecieron rápidamente en Phnom Penh (que previamente había tenido pocos carteles), en abril, después de la caída del Príncipe Sihanouk, inculcando el odio hacia los residentes vietnamitas e incitando a los camboyanos a la guerra en contra del "Viet Cong".

Carteles de Faustino Goico-Aguirre, Vietnam, Takashi Kono y OSPAAL.

Cartel egipcio antiisraelí. Carteles de Renato Gutusso, Sigvard Olsson y la COR.

Evidentemente, los carteles tienen un destino distinto cuando diseminan la perspectiva oficial en un país, como los carteles ingleses de reclutamiento de la Primera Guerra o los carteles cubanos para la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL) y el COR (Comisión de Orientación Revolucionaria) incluidos en este libro, que cuando hablan por una minoría adversa al régimen. A los carteles que expresan el punto de vista mayoritario de una sociedad (o situación) politizada, se les garantiza una distribución en masa. Su presencia es, característicamente, repetitiva. Los carteles que expresan valores insurgentes, en vez de establecidos, son menos ampliamente distribuidos. Por lo general, terminan siendo mutilados por los miembros enfurecidos de la minoría silenciosa o arrancados por la policía. Las oportunidades de longevidad y las perspectivas de distribución de los carteles insurgentes son, desde luego, mejoradas cuando lo patrocina un partido político organizado. El cartel en contra de la guerra de Vietnam, de Renato Guttuso

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(1966), hecho para el Partido Comunista Italiano, es un instrumento político menos frágil que los carteles en contra de la guerra de Vietnam hechos por disidentes independientes, como Takashi Kono, en Japón, y Sigvard Olsson, en Suecia. Pero por disímiles que sean su contexto y su destino, todos los carteles políticos comparten un propósito común: la movilización ideológica. Sólo varía la proporción de este propósito. La movilización hacia una meta es realísticamente factible cuando los carteles son el vehículo de una doctrina política vigente. Los carteles insurgentes o revolucionarios se dirigen, con más modestia, a una pequeña movilización de la opinión en contra de la política oficial prevaleciente.

Uno podría suponer que los carteles políticos producidos por una minoría disidente tendrían que ser, y frecuentemente lo son, más llamativos visualmente, más estridentes o simplistas ideológicamente, que aquellos producidos por el gobierno en el poder. Tienen que competir para ganar la atención de un público distraído, hostil o indiferente. De hecho, las diferencias de calidad estética e intelectual no siguen estos lineamientos. El trabajo patrocinado por el estado puede tener la viveza y la soltura de los carteles políticos cubanos o puede tener la trivialidad y el conformismo de los carteles de la Unión Soviética y Alemania Oriental. Existe una variación similar de calidad entre los carteles insurgentes políticos. Se hizo un trabajo cartelístico muy dis-tinguido para el Partido Comunista Alemán durante la década de los 20 por John Heartfield y Georg Grosz, entre otros. Durante el mismo período, se estaban haciendo ingenuos carteles de agitación-propaganda para el Partido Comunista Norteamericano, como el cartel de William Gropper pidiendo apoyo' para los obreros textiles en huelga en Passaic, Nueva Jersey, o el de Fred Ellis demandando justicia para Sacco y Vanzetti, ambos de 1927. El arte de la propaganda no necesariamente se ennoblece y se refina por la falta del poder, ni tampoco se vulgariza inevitablemente cuando lo respalda el poder o cuando está al servicio de las metas oficiales. El factor determinante para que se produzcan buenos carteles políticos en cierto país, más que el talento de los artistas y el bienestar de las otras artes visuales, es la política cultural del gobierno o partido o movimiento —si reconoce la calidad, si la estimula, o aun la exige. Contrariamente a la idea envidiosa que muchos tienen acerca de la propaganda en sí, no existe un límite inherente a la calidad estética o la integridad moral de los carteles políticos —es decir, ningún límite aparte de las convenciones que afectan (y quizá limitan) todo el afichismo, el de publicidad comercial tanto como el de propósitos de indoctrinación política.

La mayoría de los carteles políticos, como los comerciales, dependen de la imagen más que de la palabra. El propósito de un cartel publicitario eficaz es el estímulo y la simplificación de los gustos y apetitos; el propósito de un cartel político eficaz raramente es otra cosa que el estímulo (y la simplificación) de los sentimientos morales. Y la forma clásica de estimular y simplificar es a través de la metáfora visual. Una cosa o una idea está conectada a la imagen emblemática de una persona. En la publicidad comercial, el paradigma aparece desde Chéret. Diseñó la mayoría de sus carteles, fuera cual fuere el producto que vendían, alrededor de la imagen de una muchacha bonita —"la novia mecánica", como la denominó Marshall McLuhan veinte años después, en su agudo libro sobre versiones contemporáneas de esa imagen. El equivalente en la publicidad política es la figura heroica. Esta figura puede ser un dirigente o un mártir de la lucha, o un anónimo ciudadano representativo, como un soldado, un obrero, una madre o una víctima de la guerra. El propósito de la imagen en un cartel co-mercial es que sea atractiva, con atracción mayormente sexual. Así se identifica el deseo de adquisición material con el apetito sexual, y subliminalmente se refuerza el primero atrayendo al segundo. Un cartel político procede más directamente y atrae las emociones con más prestigio ético. No es suficiente que la imagen sea atractiva, o aun seductora, ya que lo ofrecido siempre se presenta como más que deseable; es imperativo. Las imágenes de los anuncios comerciales cultivan la capacidad de ser tentado, la posibilidad de satisfacer deseos y libertades privados. Las imágenes de los carteles políticos cultivan el sentido de la obligación, la voluntad de renunciar deseos y libertades privados.

Carteles de Alfred Leete, John Heartfield, Georg Grosz, William Gropper y Fred Ellis.

Para crear un sentimiento de obligación moral o síquica, los carteles políticos usan una variedad de atractivos estímulos emocionales. En los carteles de una sola figura, la imagen puede ser desgarradora, como el niño víctima de napalm en los carteles que protestan en contra de la guerra de Vietnam; o puede ser exhortatoria, como Lord Kitchner en el cartel de Léete; o inspiratoria, como el rostro del Che en muchos carteles hechos desde su muerte. Una variante del cartel que se centra en una persona ejemplar es el tipo que representa

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la lucha en sí y yuxtapone la figura heroica a la del enemigo deshumanizado o caricaturizado. El cuadro muestra generalmente al enemigo —el huno, el capitalista de levita, el bolchevique, LBJ— o atrapado o huyendo. Comparados con los carteles que sólo presentan figuras ejemplares, los carteles con imágenes de batalla generalmente atraen los sentimientos más crudos - como la venganza, el resentimiento y la complacencia moral. Pero al tomar en cuenta los posibles resultados de la lucha y la naturaleza de la sátira del enemigo, muchas veces se trata sencillamente de hacer que la gente se sienta más valiente.

Como en los anuncios comerciales, la imagen de los carteles políticos está generalmente respaldada con unas palabras, cuantas menos (según parece), mejor. Las palabras secundan a la imagen. Una atractiva excepción a esta regla es el cartel de Sigvard Olsson, en blanco y negro, representando a Hugo Blanco (1968), en el que se sobrepone una larga cita en letra gruesa sobre el rostro del encarcelado revolucionario peruano. Otra excepción, aún más llamativa, es el cartel cubano reproducido número 18, que hace caso omiso de la imagen y crea una composición casi abstracta y de fuerte colorido, con las palabras de un lema ideológicamente avanzado: "Comunismo no es crear conciencia con el dinero, sino crear riqueza con la conciencia."

II n la sociedad capitalista, los carteles son una parte omnipresente de la decoración del paisaje urbano. Los aficionados a nuevas formas de belleza pueden encontrar satisfacción visual en el improvisado "collage"

de carteles (y señales de neón) que decoran las ciudades. Se trata, por supuesto, de un aditivo, ya que son pocos los carteles exteriores actuales que, mirados uno por uno, procuran un placer estético. Peritos más especializados en la estética de la ingestación, en el aura libertino de los desperdicios y en las implicaciones li-bertarias de lo hecho a la buena de Dios, pueden, todos, encontrar placer en tal decoración. Pero lo que hace que se multipliquen los carteles en las áreas urbanas del mundo capitalista es su utilidad comercial para vender determinados productos y, ante todo, para perpetuar un clima social donde lo normativo es comprar. Ya que la salud económica depende de que se invadan fuertemente cualesquiera límites de los hábitos consumidores de la gente, no puede haber límite en el esfuerzo de saturar el espacio público con anuncios. Eladio Rivadulla,1959

Una sociedad comunista revolucionaria, que rechaza la sociedad de consumo, por fuerza tiene que volver a definir y, de este modo, limitar el arte del cartel. En tal contexto sólo tiene sentido un uso selectivo y controlado de los carteles. Este uso selectivo de carteles en ninguna parte resulta más auténtico que en Cuba, que ha repudiado, por aspiración revolucionaria (impulsada, aunque no todo se reduzca a ello, por las penurias económicas impuestas por el bloqueo americano), los valores mercantiles en una forma más radical que cualquier país comunista fuera de Asia. Es obvio que Cuba no tiene que recurrir al cartel para incitar a sus ciudadanos a comprar bienes de consumo: Pero queda un gran lugar todavía para el cartel: ya que cualquier sociedad moderna, comunista igual que capitalista, es una red de señales. El cartel sigue siendo, bajo el comunismo revolucionario, una clase principal de señal pública: decorando ideas compartidas e inflamando simpatías espirituales, más bien que excitando apetitos particulares.

Como cabe esperar, una gran parte de los carteles cubanos tienen temas políticos. Pero a diferencia de la mayoría de las obras de este género, el propósito del cartel político en Cuba no consiste simplemente en propósitos edificantes. Su propósito es levantar y complicar la conciencia, objetivo supremo de la misma revolución. Excluyendo a China, Cuba representa acaso el único ejemplo actual de una revolución comunista que persigue el objetivo ético como una explícita meta política. El uso cubano de los carteles políticos recuerda la visión de Mayakovsky a principios de los años 20, antes de que la opresión estalinista aplastara la independencia de los artistas revolucionarios y desechara la meta comunista-humanista de crear mejores tipos de seres humanos. El éxito de su revolución no se mide, para los cubanos, por su habilidad para preservarse a sí misma, irguiéndose frente a la hostilidad sin escrúpulos de los Estados Unidos y sus sátrapas latinoamericanos. Se mide por su propio progreso en la educación del "hombre nuevo". Estar armado para la autodefensa, seguir el lento y arduo camino hacia la conquista de la autosuficiencia agrícola, haber abolido virtualmente el analfabetismo, haber provisto a la mayoría popular de una dieta adecuada y de servicios médicos por primera vez en sus vidas, todas estas notables realizaciones son tan sólo preparaciones para la revolución de vanguardia que Cuba desea llevar a cabo. Dentro de esta revolución, una revolución de conciencia, los carteles constituyen un método importante —entre otros— de la educación pública.

Rara vez han proclamado los carteles la vanguardia de la conciencia política, y tampoco han sido una auténtica vanguardia estéticamente. Los primeros carteles revolucionarios ocupan generalmente las porciones medias y traseras de la conciencia política. Su labor consiste en confirmar, reforzar y, además, diseminar valores mantenidos por los estratos ideológicamente más avanzados de la población. Pero los carteles políticos de Cuba

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no son típicos. En la mayoría de ellos el nivel de exhortación no alcanza mayor amplitud que la de unas pocas palabras emotivas: una orden, un eslogan victorioso, una invectiva. Los carteles cubanos intentan transmitir complejas ideas espirituales: "Crear conciencia…", "Espíritu de trabajo".

A diferencia de la mayoría de los carteles políticos, los carteles cubanos expresan a veces un tema importante. Y, a veces, difícilmente dicen algo. Quizá el aspecto más avanzado de los carteles políticos cubanos sea su tino para el sobreentendimiento visual y verbal. No parece que se exija de los artistas del cartel el que sean siempre y explícitamen-te didácticos. Y cuando son didácticos, en feliz contraste con la prensa cubana, que parece infravalorar la inteligencia del pueblo, los carteles políticos cubanos casi nunca resultan estridentes o chillones o sobrecargados. (Sería difícil demostrar que allí no hay propia-mente lugar para groserías en el arte político, o que la estridencia traiciona siempre a la inteligencia. Uno de los más importantes sentidos del cambio de conciencia es llamar a las cosas por su nombre. Y nombrar puede, en determinadas situaciones históricas, significar que se digan por radiodifusión notables invectivas e insultos: así los carteles franceses en Mayo de 1968, que señalaban: "Cest lui, le chie-en-lit" y "CRS = SS", tuvieron un uso político perfectamente serio para desmistificar e ilegitimizar la autoridad represiva.)

No obstante, dentro del contexto cubano, tal estridencia o sobrecargamiento pudieran resultar equivocados, como reconocen a menudo los cartelistas. Los carteles mantienen un tono de sobriedad, emocionante, serio, pero jamás desapegado; están puestos para la, mayoría de los usos políticos que tienen convencionalmente los carteles en las sociedades revolucionarias activamente comprometidas en una auto-transformación ideológica. Los carteles definen importantes espacios públicos. Así, la amplia Plaza de la Revolución, que puede albergar a un millón de personas, está suficientemente delimitada por enormes carteles multicolores colocados a los lados de los altos edificios que bordean la plaza. Los carteles señalan también importantes eventos políticos. A cada año, a partir de la Revolución, se le da en enero un nombre (1969 era "El Año del Esfuerzo decisivo", refiriéndose a la cosecha del azúcar), y se difunde por toda la Isla un cartel. Los carteles sustituyen a toda una serie de comentarios visuales sobre los acontecimientos políticos principales a lo largo del año: ellos anuncian los días de solidaridad con las luchas extranjeras, reuniones y congresos internacionales; conmemoran aniversarios históricos, y así sucesivamente. Pero pese a la plétora de funciones que deben llenar, los carteles tienen una gracia digna de ser destacada. Al menos, algunos carteles políticos representan un pasmoso grado de existencia independiente como objetos decorativos. Tan a menudo como transmiten un mensaje determinado, otras tantas veces expresan simplemente —a través de ser hermosos— el placer de ciertas ideas, de ciertas actitudes morales, y ennoblecen las referencias históricas. Sólo como un ejemplo, véase el cartel número 15 titulado "Cien Años de Lucha: 1868-1968". La sobriedad y el rehusamiento a lanzar una declaración que observamos en ese cartel es bastante típico de lo que han hecho los cubanos. Por supuesto, también el breve texto de un cartel puede transmitir un análisis; no sólo un eslogan sino un auténtico fragmento de un análisis político, a la manera de los carteles parisinos de mayo previniendo a la gente contra los venenos ideológicos de la prensa, la radio y la televisión (un cartel mostraba el dibujo descarnado de un aparato de televisión y sobre el dibujo estaba escrito: "¡Intox!"). Los carteles cubanos son mucho menos analíticos que los carteles de la reciente revolución francesa. Ya se sabe que Cuba carece de una tradición de análisis intelectual comparable a la francesa. Aquéllos educan en forma indirecta, emocional, de un modo gráficamente sensorial. Son raros los carteles políticos cubanos que no impliquen alguna dosis de adulación moral para su público. Los carteles cubanos halagan los sentidos. Los carteles políticos cubanos resultan más majestuosos, más dignificados que los carteles franceses de mayo del 68, los cuales cultivaron, por razones de exigencias prácticas no menos que por motivos ideológicos, un aspecto áspero, ingenuo, improvisado y juvenil.

Que carteles con esta deliberada intención estética aparezcan con frecuencia en Cuba, hasta el hecho que se hagan, difícilmente podría ser dado por supuesto. La mira que buscan los carteles cubanos, y generalmente logran, requiere además de artistas bien dotados, un cuidadoso trabajo técnico, buen papel y otras conveniencias costosas. Acaso resulta incomprensible que un país bastante cargado de penurias económicas pueda gastar tanto tiempo y dinero, y su escaso papel, en hacer carteles políticos además de otras formas de gráficos políticos, como el formato de la revista TRI-CONTINENTAL, obra de Alfredo Rostgaard, quien hace la mayoría de los carteles de la OSPAAAL. Pero el importante papel educativo de los gráficos políticos en Cuba difícilmente explica por sí sólo el alto nivel, los medios dispendiosos de su arte cartelista. Porque el cartel cubano no es exclusivamente político, desde luego; pero ni siquiera lo es principalmente (como ocurre con la producción total de carteles en Vietnam). Muchos de ellos carecen totalmente de contenido político. Tal vez los carte- Elena Serrano, 1968

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les más caros y los más cuidadosamente elaborados están hechos para anunciar películas. Anunciar eventos culturales, es el objetivo de la mayoría de los carteles totalmente apolíticos. Apelando a imágenes y tipografía bromistas, esos carteles, a veces caprichosos y otras veces dramáticos, anuncian películas, obras de teatro, la visita del Ballet Bolshoi, el contexto de una canción nacional, una galería de arte y otras cosas semejantes. De este modo los carteles cubanos perpetúan, en apariencia, uno de los géneros de cartel más primitivos y perdurables: el cartel teatral. Pero con una importante diferencia. Los cubanos hacen carteles para anunciar cultura en una sociedad que busca no dar cultura como un conjunto de comodidades —acontecimientos y objetos diseñados, conscientemente o no, para la explotación comercial. De ahí que el verdadero proyecto de un anuncio cultural se convierte en algo paradójico, y aun acaso gratuito. Y en realidad, muchos de esos carteles no sirven a ninguna necesidad utilitaria. Por ejemplo, un hermoso cartel hecho para exhibir una película menor de Alain Jessua, de la cual cada representación se venderá de cualquier modo (porque los cines son uno de los pocos espectáculos de que se dispone), es un artículo de lujo, algo realizado a fin de cuentas por el propio gusto de hacerlo. Las más de las veces, un cartel de Tony Reboiro o Eduardo Bachs para la ICAIC equivale a la creación de un nuevo trabajo artístico, suplementario respecto a la película, más bien que para un anuncio cultural en el sentido corriente de esta expresión.

Carteles de Saúl Bass, Milton Glaser, Josef Flejšar, Zdeněk Chotěnovský. Imagen de Épinal.

El vigor y la suficiencia estética de los carteles cubanos nos llaman más la atención, si consideramos que en Cuba el cartel es una nueva forma de arte. Antes del triunfo de la Revolución, los únicos carteles que podían verse en Cuba eran del tipo más vulgar de las carteleras de anuncios. La verdad es que muchos de los carteles anteriores a 1959 llevaban en La Habana textos en inglés, dirigidos no a los cubanos sino directamente a los turistas norteamericanos, cuyos dólares representaban una fuente principal de las ganancias en Cuba, y a los residentes norteamericanos, la mayoría de los cuales eran hombres de negocios que controlaban y explotaban la economía cubana. Como la mayor parte de los otros países latinoamericanos —apenas con la excepción de México, Brasil y Argentina—, Cuba carecía de una tradición propia del cartel. Ahora, los mejores cartelistas que hay en toda Latinoamérica proceden de Cuba. (Sin embargo, el florecimiento del arte del cartel cubano durante estos años es muy poco conocido, a causa del aislamiento de Cuba respecto al mundo no comunista impuesto por la política norteamericana. Todavía escribiendo en 1969, Hutchison no exceptúa a Cuba cuando descarta a Latinoamérica como lugar donde hayan brotado carteles de alta calidad.) ¿A qué se debe esa extraordinaria explosión de talento y vigor en la forma particular de arte que venimos comentando? Resulta superfluo decir que se practican con gran dignidad otras artes además del cartel, en la actualidad en Cuba; especialmente prosa literaria, poesía, con prósperas tradiciones pre-revolucionarias, y cine, que carecía absolutamente de raíces lo mismo que la confección de carteles. Pero quizá el cartel nos ofrece, mejor que cualquier otra manifestación con-temporánea, un medio ideal para reconciliar (o al menos integrar) dos enfoques artísticos potencialmente anta-gónicos. Por una parte, el arte expresa y explora una sensibilidad individual. Por otra, el arte sirve a fines socio-políticos o éticos. Para el buen crédito de la revolución cubana, la antítesis de estos dos puntos de vista sobre el arte no ha sido resuelta. Y en el ínterim, la forma del cartel es una en que el choque no resulta tan agudo.

Carteles de Félix Beltrán, Umberto Peña, Alfredo Rostgaard, René Azcuy, Raúl Martínez y Eduardo Muñoz Bachs.

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Los carteles cubanos los ejecutan artistas individuales, la mayoría de ellos relativamente jóvenes (nacidos entre fines de 1930 y principios de 1940); varios de ellos (especialmente Raúl Martínez y Umberto Peña) fueron originalmente pintores. Parece no haber impulso para hacer carteles colectivos, tal como ocurre en China (entre otras formas artísticas, incluyendo la poesía), o como ocurrió entre los estudiantes revolucionarios de la Escuela de Bellas Artes de París durante mayo de 1968. Pero si bien los carteles, firmados o no firmados, responden al trabajo individual, en cambio la mayoría de esos artistas utilizan diversidad de estilos individuales. El eclecticismo estilístico constituye tal vez una salida del dilema latente, para el artista dentro de una sociedad revolucionaria y que necesite una firma individual. No resulta fácil identificar la obra de cada uno de los principales cartelistas cubanos: Beltrán, Peña, Rostgaard, Azcuy, Martínez y Bachs. Cuando un artista va y viene para diseñar esta semana un cartel político para la OSPAAAL y la semana siguiente un cartel cinematográfico para el ICAIC, su estilo puede cambiar repentinamente. Y es ese eclecticismo dentro de la obra individual de los artistas del cartel lo que caracteriza, aún más llamativamente, el conjunto de los carteles hechos en Cuba. Ellos muestran un amplio abanico de influencias, desde la influencia extranjera que toca incluso a los estilos fuertemente personales de los cartelistas norteamericanos, como Saúl Bass y Milton Glaser, hasta el estilo de los carteles cinematográficos checos de los 60, hechos por Josef Flejšar y Zdeněk Chotěnovský, pasando por el estilo ingenuo de las imágenes de Épinal, el neo-Art Nouveau popularizado por los carteles del Fillmore y el Avalon a mediados de 1960 y el estilo "Pop Art", parasitario a su vez de los estéticos carteles comerciales, de Andy Warhol, Roy Lichtenstein y Tom Wesselman.

Carteles de Bonnie MacLean, Stanley Mouse & Alton Kelley, Andy Warhol, Roy Lichtenstein y Tom Wesselman.

Los cartelistas gozan, por supuesto, de una situación más fácil que otros artistas en Cuba. Ellos no están sujetos a la carga heredada por la literatura, en que la búsqueda de la excelencia artística está parcialmente definida en términos de una restricción del público. Durante siglos, desde que dejó de ser un arte principalmente oral y en consecuencia público, la literatura fue incesantemente identificándose con S un acto solitario (leer), con una retirada al interior de sí mismo. La buena literatura puede, y así ocurre a veces, que sólo atraiga a una minoría educada. Los buenos carteles no pueden ser objeto de consumo para una élite. (Eso que llamamos propiamente un buen cartel implica cierto contexto de producción y distribución que excluye la obra, como en el caso de los seudo-carteles de Warhol, producidos directamente para el mercado de bellas artes.) El espacio dentro del cual se exhibe un cartel genuino no es elitista, sino un espacio público, comunitario. Tal como lo atestiguan en numerosas entrevistas, los artistas cubanos del cartel están muy conscientes de que el cartel es un arte público, dirigido a una indiferenciada masa de gente y en pro de algo público (trátese de una idea política o de un espectáculo cultural). Los artistas gráficos que viven dentro de una sociedad revolucionaria no tienen el problema del poeta, cuando el poeta usa la voz singular, el lírico "Yo": el problema de quién está hablando y hablando para quién.

Con todo, más allá de cierto punto, el lugar del artista dentro de una sociedad revolucionaria —no importa cuál sea su forma artística— es siempre problemático. El punto de vista moderno sobre el artista radica en la ideología de la burguesa sociedad capitalista, con su concepto altamente elaborado de la individualidad personal y su presunción de que existe un antagonismo esencial, último, entre el individuo y la sociedad. Y llevando lo más lejos posible la manipulación del concepto de individuo, se llega a la aguda polarización entre lo individual y lo social. El artista ha sido por más de una centuria justamente el caso extremo —ejemplar— del "individuo aislado". El artista es, conforme al mito moderno, espontáneo, libre, automotivado, y frecuentemente dado al papel de crítico, o foráneo, o un despegado no-participante. Así, ha parecido evidente en sí al liderazgo de cada gobierno o de cada movimiento revolucionario moderno que la definición del artista tenga que cambiarse en un orden social radicalmente reconstruido. Lo cierto es que muchos artistas dentro de la sociedad burguesa han de-nunciado el confinamiento del arte a una pequeña élite y el intimismo egoísta de la vida de muchos artistas (William Morris dijo: "No quiero arte para pocos, como tampoco educación para pocos o libertad para pocos"). El proyecto resulta fácil de concordar en principio, pero difícil de llevarlo a la práctica. Primeramente, la mayoría de los artistas serios están bastante apegados al papel "culturalmente revolucionario" que ellos representan dentro de las sociedades que caminan —así lo esperan ellos— hacia una situación revolucionaria, aunque no hayan entrado aún en ella. En una situación pre-revolucionaria, la revolución cultural

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consiste principalmente en crear modos de experiencia y sensibilidad negativas. Ello significa crear roturas, rechazos. Este papel es difícil de dejar una vez que alguien lo ha dominado. Otro aspecto particularmente intransigente de la identidad del artista es el grado en que el arte serio se ha apropiado para sí la retórica de la revolución. La obra que combate la frontera de la negatividad no sólo se ha definido, a través de la historia moderna de las artes, como válida, sino que necesaria. Se la ha definido también como revolucionaria, aunque contrariamente al patrón con el que se mide el mérito de los actos políticamente revolucionarios —su reclamo popular—, los actos de la vanguardia artística han tendido a confinar el público para el arte a los socialmente privilegiados, a los amaestrados consumidores de la cultura. Semejante co-opción de la idea de revolución por medio de las artes ha introducido ciertas confusiones peligrosas y alimentado esperanzas equivocadas.

Es natural que el artista —tan a menudo crítico de su sociedad— piense, cuando se ha puesto al paso del movimiento revolucionario en su país, que lo que él considera revolucionario en arte está ligado a la revolución política en marcha, y crea que él puede poner su arte al servicio de la revolución. Pero hasta ahora se ha dado, a lo sumo, una unión difícil entre las ideas artísticas revolucionarias y las ideas políticas revolucionarias. Prácticamente todos los líderes de las grandes revoluciones políticas han fallado en encontrar relación alguna, y realmente han sentido muy pronto el arte revolucionario (modernista) como una forma desagradable de actividad opositiva. La política revolucionaria de Lenin coexistió junto a un gusto literario claramente retrógrado. A él le gustaban Pushkin y Turgueniev. Detestó a los futuristas rusos y encontró en la vida bohemia y en la poesía experimental de Mayakovsky un agravio a los altos ideales morales de la revolución y al espíritu del- sacrificio colectivo. Incluso Trotsky, mucho más sofisticado acerca de las artes que Lenin, escribió (en 1923) que los futuristas perma- Héctor Villaverde, 1967 necían al margen de la revolución, si bien él creía que podían ser integrados. Como todo el mundo sabe, la carrera del arte revolucionario tuvo una vida extremadamente corta en la Unión Soviética. La última tentativa de la pintura "formalista" en la Rusia post-revolucionaria fue la exposición colectiva en Moscú " 5 x 5 = 25" (1921). El paso decisivo alejándose del arte no-representativo se dio aquel mismo año. A medida que avanzaba la década, la situación fue de mal en peor. El gobierno proscribió a los artistas futuristas. A unos pocos de la gran vanguardia genial de los 20 se les permitió seguir trabajando, pero en condiciones que propiciaron la vulgarización de sus talentos (como en el caso de Eisenstein y Djiga Vertov). Muchos fueron intimidados hasta el silencio; otros eligieron el suicidio o el exilio; algunos (como Mandelstam, Babel y Meyerhold) acabaron siendo enviados a la muerte en los campos de concentración.

En el contexto de todos estos problemas y desastrosos precedentes históricos, los cubanos han tomado una modesta dirección. El debate sobre el arte gráfico cubano que aparece en el número de julio de 1969 de CUBA

INTERNACIONAL (lo menciona en este libro Dugald Stermer) va más allá de problemas tradicionales surgidos de la tarea de reconsiderar el arte dentro de una sociedad revolucionaria, de determinar las legítimas libertades y responsabilidades del artista. Se condenan los posturas extremas: el puro utilitarismo no menos que el puro esteticismo, la frivolidad de las abstracciones auto-indulgentes tanto como la pobreza estética del realismo banal. Se expresan las condescendencias civilizadas: el deseo de evitar el propagandismo bruto, pero mantener lo relevante y comprensible. Es la misma vieja cuestión de siempre. (Para una discusión más amplia, y referida a todas las artes, véase la impresión No. 4, diciembre de 1967, de UNION, la revista que publica la Unión de Escritores y Artistas.) El análisis no resulta singular-mente original. Lo impresionante, y animoso, es la solución cubana: no llegar a ningu-na solución específica, no presionar mucho al artista. El debate prosigue, y ahí tenemos la alta calidad de los carteles cubanos. La comparación con el arte cartelero de la Unión Soviética a lo largo de cuarenta años —y en realidad con el arte propagandístico de to-dos los países del Este Europeo— evidencia casi con monótona luz favorable los logros del gobierno cubano al resistirse a un tratamiento ético y estéticamente filisteo de sus artistas. El trato cubano para con los artistas es pragmático y ampliamente respetuoso. Raúl Martínez, 1968

Ha de reconocerse que uno no puede tomar la relación relativamente feliz de los cartelistas con la revolución como uniformemente típica de la situación de los artistas en Cuba. Los cartelistas tienen, entre todos los artistas cubanos, una ventaja para integrar su identidad como artistas con las exigencias y reclamos de la revolución. Toda sociedad metida en las congojas revolucionarias pone una pesada exigencia sobre el arte para que tenga alguna conexión con los valores públicos. El cartelista no encuentra dificultades esenciales en atender a tal de-manda, siendo el cartel una forma de arte y también un medio absolutamente adecuado para crear valores. Después del cartel, la forma artística que parece casi tan cómodamente situada frente a esa demanda es el cine —como lo evidencia la notable obra de Santiago Álvarez y los jóvenes directores de películas de largo metraje. La situación es menos inequívoca tratándose de otras formas de arte. Tan relativamente permisiva como lo es la revolución cubana, más voces individuales (incluso entre los artistas cuyo compromiso con la revolución no ofrece dudas) han encontrado oposición. El año pasado se desataron presiones repugnantes a propósito de Hubert Padilla, probablemente el mejor de los poetas jóvenes. Debe señalarse que durante la penosa prueba de

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Padilla, que incluyó el ser atacado por la prensa, la pérdida temporal de su trabajo en el gobierno, y el que su libro, luego de haber recibido un premio de la Casa de las Américas, fuese editado con un prefacio que criticaba el que se le hubiese adjudicado el premio, nunca se planteó el caso de prohibir la impresión de su libro, ni de censurar su poesía —y menos de encarcelarlo a él—. Uno espera, y con buenas razones para creerlo, que el caso Padilla sea una excepción; aunque quizá deba preocuparnos el hecho de que Padilla no fue totalmente rei-vindicado, ni volvió a tener su trabajo, hasta que intervino personalmente Castro en el asunto. La poesía lírica, la más intima de las artes, / es acaso la más vulnerable dentro de una sociedad revolucionaria, así como el arte del cartel resulta ser el más adaptable. Pero es difícil afirmar que sólo los poetas pueden estar frustrados en Cuba. El conflicto entre lo estético y lo puramente utilitario ha provocado problemas prácticos, más aún que ideológicos, también en otras artes públicas, como la arquitectura. Lo probable es que Cuba no pueda proporcionar, simplemente, edificios como la Escuela de Bellas Artes en los suburbios de La Habana (hecha por Ricardo Porro en 1965), que es una de las más hermosas estructuras modernas del mundo. Por ejemplo, la prioridad concedida al diseño de casas pre-fabricadas de bajo costo (estéticamente banales) sobre la construcción de otros edificios (originales; llamativos y caros) no resulta nada incomprensible. Pero el conflicto de utilidad y "razonabilidad económica" versus belleza no parece haber afectado a la política hacia los carteles —quizá porque la producción de carteles representa mucho menor dispendio, y parece más obviamente útil; y porque la "individualidad" es, tradicionalmente, una norma menos importante en la estética del cartel que lo es en la literatura, el cine y la arquitectura modernos. Raúl Oliva, 1968

Con su belleza, su elegancia y su trascendencia tanto con respecto a lo meramente útil como a la pura propaganda, los carteles cubanos evidencian la presencia de una sociedad revolucionaria que no es ni represiva ni filistea. Los carteles demuestran que Cuba posee una cultura viva, internacional en su orientación y relativamente libre de esa clase de interferencia burocrática que ha frustrado las artes prácticamente en todos los países donde ha llegado al poder la revolución comunista. Ni siquiera puede uno interpretar automáticamente esos atractivos aspectos de la revolución cubana como una parte orgánica de la ideología y la práctica revolucionarias. Podría argüirse que el grado relativamente alto de libertad gozado por los artistas cubanos, aunque admirable, no forma parte de una redefinición revolucionaria del artista, sino que no hace más que perpetuar uno de los valores más altamente proclamados para el artista en la sociedad burguesa. Y, más en general, la vivacidad y apertura de la cultura cubana no significa que Cuba posea necesariamente una cultura revolucionaria.

Los carteles cubanos reflejan, por supuesto, la revolucionaria ética comunista de Cuba en un aspecto obvio. Cada sociedad revolucionaria trata de limitar el tipo, si no el contenido, de las señales públicas (aunque actualmente no asuma un control centralizado sobre ellas); una limitación que sigue lógicamente al rechazo de la sociedad de consumo, con su seudo-libre elección entre los bienes clamoreados para su adquisición y las diversiones que exigen ser probadas. Pero en un sentido más profundo ¿son "revolucionarios" los carteles cubanos? Como ya se habrá advertido, no son revolucionarios en la acepción de esta palabra dentro del movimiento moderno en las artes. Por buenos que sean los carteles cubanos no son artísticamente radicales o revolucionarios. Son demasiado eclécticos para eso. (Aunque quizá ningún cartel es revolucionario, dado el tradicional parasitismo que caracteriza a los carteles de cualquier género.) Ni siquiera pueden ser considerados como manifestaciones de un revolucionario concepto político del arte, fuera del hecho de que muchos de los carteles —aunque no todos— ilustran ideas, recuerdos políticos y esperanzas de la revolución. Alfredo Rostgaard, 1968

Cuba no ha resuelto el problema de crear un arte nuevo, revolucionario para una sociedad nueva, revolucionaria —supuesto que una sociedad revolucionaria necesite su propia clase de arte—. Algunos radicales piensan, por supuesto, que no es así; que resulta erróneo creer que una sociedad revolucionaria tenga necesidad de un arte revolucionario (a la manera que la sociedad burguesa ha tenido su arte burgués). Según este punto de vista, la revolución no lo necesita, ni debería rechazar la cultura burguesa en cuanto tal cultura, en las artes lo mismo que en las ciencias, ya que de hecho es la suprema forma de cultura. Todo lo que la revolución debería hacer con la cultura burguesa es democratizarla, haciéndola accesible a todos y no justamente a una minoría socialmente privilegiada. Se trata de un razonamiento atractivo, pero por desgracia demasiado anti-histórico para ser convincente. No hay duda de que existen muchos elementos culturales en la sociedad burguesa que podrían mantenerse e incorporarse dentro de una sociedad revolucionaria. Sólo que uno no puede ignorar las raíces sociológicas y la función ideológica de tal cultura. Conforme a una perspectiva histórica parece mucho más aceptable el que, precisamente porque la sociedad burguesa ha logrado su notable "hegemonía" a través de las espléndidas conquistas de la cultura burguesa, una sociedad revolucionaria debe establecer nuevas, no menos persuasivas, y complejas formas culturales. En verdad, y según el gran marxista italiano Antonio Gramsci (el más distinguido exponente de este enfoque), no debemos esperar el verdadero derrocamiento del estado

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burgués hasta que primero se dé una revolución no-violenta en la sociedad civil. La cultura, más aún que las instituciones estrictamente políticas y económicas del Estado, es el medio de esa necesaria revolución civil. Y ésta consiste, antes que nada, en un cambio en las percepciones de la gente acerca de sí misma; y este cambio lo realiza la cultura.

Para Gramsci es absolutamente obvio que la revolución exige una nueva cultura. Los cartelistas cubanos no encarnan nuevos valores radicales, conforme al sentido que concede Gramsci al cambio de cultura. Los valores representados en los carteles son el internacionalismo, el eclecticismo, la seriedad moral, el compromiso con la excelencia artística, la sensualidad —esencia positiva de Cuba— y el rechazo del filisteísmo o el burdo utilitarismo. Son éstos valores principalmente críticos, logrados mediante el rechazo de dos modelos opuestos: el vulgar comercialismo del arte del cartel americano (y sus imitaciones en las carteleras que pululan a través del Oeste Europeo y de Latinoamérica), por un lado; y por otro la monótona fealdad del realismo socialista de los soviéticos y la folklórica y agiográfíca ingenuidad de los grabados políticos chinos. Sin embargo, el hecho de que ésos sean valores críticos —los que corresponden a una sociedad en transición— no significa que no puedan ser, en un contexto más fuerte o especial, también valores revolucionarios. René Mederos, 1969

Hablar de los valores revolucionarios en abstracto, sin atenernos a especificaciones históricas, resulta superficial. En Cuba, uno de los valores revolucionarios más poderosos es el internacionalismo. La promoción de la conciencia internacionalista juega en Cuba un papel tan grande como la promoción de la conciencia nacionalista en la mayoría de las sociedades de izquierda revolucionaria (como Vietnam del Norte, Corea del Norte y China) y de movimientos insurgentes. La fuerza revolucionaria de Cuba está profundamente enraizada en no conformarse con los logros de una revolución nacional, sino en estar apasionadamente comprometida con la causa de la revolución a escala mundial. Así, Cuba probablemente es el único país comunista en todo el mundo donde la gente se preocupa realmente por Vietnam. Sus ciudadanos ordinarios, tanto como sus funcionarios públicos, acostumbran desdeñar un poco la dureza de su propia batalla y de sus penalidades, en comparación con las soportadas durante décadas por los vietnamitas. Entre los carteles gigantescos que dominan la gran Plaza de la Revolución en La Habana se concede igual prominencia al cartel del Che, al cartel en honor de la batalla del pueblo de Vietnam y al cartel en que se ensalza la meta de los diez millones de toneladas de azúcar para la zafra de 1970. Hasta los carteles que ilustran la propia historia revolucionaria de Cuba no intentan simplemente inspirar sentimientos patrióticos, sino que hacen ver el eslabón cubano dentro de la batalla internacional. En el calendario público se da la misma importancia a los días conmemorativos de los mártires de la propia historia cubana como a los días de solidaridad con otros pueblos, para cada uno de los cuales se ha diseñado un cartel. (En este libro tenemos ejemplos de carteles para los días de solidaridad con el pueblo de Zimbawe, con la población negra de Estados Unidos, con Latinoamérica y Vietnam.) En medida inversa a este tema de solidaridad, tenemos el hecho de que pocas veces los carteles políticos cubanos dividen al mundo en blanco y negro, en amigos y enemigos, a la manera del cartel y estandarte exhortando al "Amor por la patria" en Alemania Oriental, o las imágenes de los carteles vietnamitas sobre el "agresor pirata" norteamericano. Las imágenes de los carteles cubanos son casi siempre afirmativas, sin ser sentimentales. Prácticamente no hay carteles dedicados a la invec-tiva o la caricatura. Así como son pocos los que recurren a la exhortación demasiado obvia, no hay prácticamente ninguno sometido a una polarización ética maniqueísta. Jesús Forján, 1963

Así, incluso el gran eclecticismo de los artistas cubanos del cartel adquiere una dimensión política, en cuanto que reafirma vigorosamente su característico rechazo del chovinismo, nacional. La denuncia de la perspectiva nacionalista versus la perspectiva internacionalista constituye tal vez la nota dominante del arte cubano actual. En casi todas las artes existe una punzante división de criterios sobre ese extremo, que tiende a proseguir - como tantos conflictos contemporáneos - a lo largo de las líneas generacionales. La regla parece estar en que, sea cual fuere la forma artística, la generación más vieja tiende a ser nacionalista, es decir, folklórica, más "realista", mientras que la generación más joven se orienta hacia el internacionalismo, la vanguardia y la "abstracción". Por ejemplo, la grieta resulta particularmente tajante en la música. Los compositores más jóvenes se acercan a Boulez y Henze, mientras que los viejos compositores insisten en una música específicamente cubana, basada en los ritmos e instrumentación afro-cubanos y en el danzón tradicional. Pero apenas existe semejante brecha en el cartel, como tampoco en el cine; y este hecho puede haber ayudado a convertir a esas formas artísticas en algo particularmente distintivo de la actualidad cubana. No hay nadie de la vieja generación que esté haciendo películas, porque las únicas que se hacían antes de 1959 eran "exclusivas para hombres" (Cuba era el principal proveedor de los Estados Unidos). En menos de una década, la nueva industria del cine cubano ha producido ya un amplio número de películas, así como "cortos" y documentales impresionantes. Todas las películas cubanas reflejan diversas dosis de influencias extranjeras, tanto del arte cinematográfico europeo como del cine "subterráneo" norteamericano. También todo el arte cubano del cartel, igualmente falto de toda raíz anterior a la

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Revolución e igualmente libre de un conflicto entre los artistas de la vieja y nueva generación, denota una influencia internacional.

Contrariamente a lo que alegan los viejos artistas de Cuba, es el internacionalismo —no el nacionalismo— del arte lo que sirve mejor a la causa de la Revolución, incluso en su tarea secundaria de formar un sentido propio del orgullo nacional. Cuba padece profundamente de un complejo de subdesarrollo, tal como lo ha expresado el novelista Edmundo Desnoes. No es que se trate de una neurosis nacional, pero sí es un hecho histórico real. Uno no puede sobreestimar el daño infligido a Cuba por el imperialismo cultural norteamericano, no menos que por el económico. Ahora, aunque aislada y sitiada por los Estados Unidos, Cuba está abierta al mundo entero. El internacionalismo es la respuesta más efectiva y más liberadora al problema del retraso cul-tural cubano. El hecho de que los teatros cubanos representen a Albee tanto como a Brecht no es un signo de que los cubanos estén aun obsesionados por el arte burgués ni un síntoma de indulgencia revisionista (también existe una política aparentemente similar en el orden de la cultura en la no-militante Yugoslavia). Para Cuba se trata, en este momento histórico, de un acto revolucionario cuando continúa acomodando obras de la cultura burguesa universal y supera los estilos estéticos perfeccionados por la cultura burguesa. Tal acomodación no significa que los cubanos no deseen una revolución cultural; sólo que están persiguiendo esa meta con sus propias limitaciones y conforme a sus propias experiencias y necesidades. Puede que no sea una fórmula universal para la revolución cultural. Y al determinar lo que significaría una revolución cultural para un país concreto, uno debe tomar en cuenta especialmente los recursos aprovechables de su pasado nacional. La revolución cultural en China, con su espléndida cultura prolongándose por milenios de historia, tiene por fuerza que seguir normas diferentes que una revolución cultural en Cuba. Aparte de fuertes sobrevivencias de Yoruba y otras culturas tribales africanas, Cuba sólo posee los bastardeados remanentes culturales de los opresores —primero los españoles y luego los norteamericanos—. Cuba carece de una larga, orgullosa historia como para mirar hacia atrás, tal cual lo hacen los vietnamitas. La historia del país se reduce a la historia de cien años de batalla, desde Martí y Maceo a Fidel y el Che. Hacerse internacional es, pues, la senda cubana hacia la revolución cultural. René Mederos, 1964

Esta idea de la revolución cultural no es, por supuesto, la usual. Comúnmente el punto de vista que se asigna al arte, dentro de una sociedad revolucionaria es la de purificar, renovar y glorificar la cultura. Lo que se exige del arte en el programa de la mayoría de los regímenes fascistas, desde la Alemania y la Italia de los años 30 hasta los coroneles griegos de hoy en día, y también de la Rusia Soviética durante cuarenta años es un papel conocido. En su forma abiertamente fascista, semejante proyecto se concibe dentro de líneas fuertemente nacionalistas. Revolución cultural significa purificación nacional: elimi-nar lo inasimilable, lo disonante artístico del pasado cultural nacional y las corrupciones foráneas del lenguaje del país. Eso significa auto-renovación nacional, es decir, remodelar el pasado de la nación para que apoyen las nuevas metas propuestas por la revolución. Tal programa de revolución cultural critica siempre la vieja cultura burguesa de la sociedad pre-revolucionaria por haber sido minoritaria y esencialmente vacía, efímera o formalista. Semejante cultura debe ser purgada. Se convoca a una nueva cultura para sustituir a la otra; una cultura que todos los ciudadanos sean capaces de apreciar, cuya misión sea la de incrementar la identificación del individuo con la nación, simplificar la conciencia con la esperanza de reducir el despego íntimo (mediante la reducción de la discordancia de ideas, caracteres y estilos dentro del país) y promover la virtud cívica (1). Muñoz Bachs, 1967

Dicha noción de revolución cultural, acaso la más común, representa la política no sólo de las revoluciones fascistas, sino a menudo también la de las sociedades que han promovido revoluciones desde la izquierda. Pero las sociedades y movimientos revolucionarios de izquierda tienen, o deberían tener, una idea totalmente diferente de revolución cultural. La meta propia de una revolución cultural de izquierda no es incrementar el orgullo nacional, sino trascenderlo. Tal revolución buscaría, no revivir sistemáticamente las viejas formas culturales (ni practicar una censura selectiva del pasado), sino inventar nuevas formas. Su propósito no sería el de renovar o purificar la conciencia, sino cambiarla: elevar o educar a la gente para una nueva conciencia.

(1) Un ejemplo concreto, y poco conocido, de esta idea de revolución cultural es el discurso de Pirandello pronunciado en

Roma en octubre de 1935, en presencia de Mussolini y con motivo de la inauguración de la nueva temporada teatral en el

Teatro Argentina. Puede leerse en Tulane Drama Review pag. 44. Una forma menos enfáticamente nacionalista de esa

concepción derechista de la revolución cultural la utilizan los conservadores, como André Malraux durante su gerencia

como Ministro de Cultura bajo De Gaulle. Para un análisis devastador de cómo concibe Malraux el ofrecimiento de la

cultura minoritaria a las masas y sobre los propósitos ideológicos de la conservadora política cultural degolista, véase el

ensayo de Violette Morin, "La culture majuscule: André Malraux", en Communications pag. 14, 1969.

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Conforme al punto de vista de algunos radicales, las únicas formas auténticas del arte revolucionario son las producidas (o experimentadas) colectivamente; o al menos, según se piensa, las formas artísticas revolucionarias no deben provenir totalmente de la obra de un individuo singular. Según eso, la organización de espectáculos colectivos sería la forma quintaesenciada del arte revolucionario —desde los espectáculos celebrados para ensalzar a la Diosa Razón divinizada por Jacques-Louis David durante la Revolución Francesa, hasta el largo film épico de la China a comienzos de 1960, THE

EAST IS RED (El Oriente Es Rojo). Pero el ejemplo de Cuba, que tanto rechaza la organi-zación de espectáculos como una forma válida de actividad revolucionaria, permite poner en tela de juicio tal punto de vista. Los cubanos dan por sobreentendido que el espectáculo, esa forma de arte favorita de la mayoría de las sociedades revolucionarias, sean de derecha o de izquierda, es implícitamente represivo. Para sustituir a la función del espectáculo revolucionario está la fascinación por la escenificación de la acción revo- The East Is Red, 1965 lucionaria. Puede tratarse de la escenificación de un gran proyecto público, como la campaña contra el analfabetismo en 1960, la colonización de la Isla de los Pinos (obra de la juventud militante) o la meta actual de la zafra. (El conjunto de la población participa, en lo posible, en tales proyectos, pero no como en algo visto o en algo organizado para los ojos de un contemplador.) O puede ser la escenificación de la lucha ejemplar de un individuo, dentro de la historia de la liberación de Cuba, o bien de un movimiento extranjero con cuya batalla se identifican los cubanos y con cuya victoria se sienten moral-mente confortados. Lo que interesa a los cubanos, como fuente de inspiración para el arte político, es el aspecto dramáticamente ejemplar de la acción radical. Un espectáculo dramáticamente válido puede ser la vida y muerte del Che, o la lucha de los vietnamitas, o la penosa prueba de Bobby Seale. La acción radical puede acontecer en cualquier lado, por todas partes —y no precisamente dentro de Cuba—. Tal es el combustible fundamentalmente emocional que alimenta su interna-cionalismo.

En esta concepción política, el arte del cartel tiene un papel particularmente útil y compacto. Los carteles políticos cubanos ofrecen un lenguaje a escenificaciones importantes que están llevándose a cabo ahora: la lucha de los negros en Estados Unidos, el movimiento guerrillero en Mozambique, Vietnam y otros más, proporcionan una larga lista. Los temas retrospectivos de los carteles cubanos tienen una orientación no menos internacional. Un cartel pidiendo a la gente que recuerde a las víctimas de Hiroshima tiene esencialmente el mismo propósito que otro cartel recordando a los mártires del asalto al Moneada en 1956 (que inició la revolución cubana). Los carteles políticos cubanos actúan como amplificadores de la conciencia espiritual, como unifica-dores del sentido de responsabilidad moral ante un número creciente de motivos. Tamaña empresa puede ser juzgada como impráctica, gra-tuita, incluso quijotesca para una pequeña y agobiada isla de siete millones de personas que se las van arreglando duramente para subsistir bajo el asedio norteamericano. El mismo espíritu de gratuidad se manifiesta, dentro de un caso específico, en la decisión de confeccionar hermosos carteles anunciando eventos culturales que todos desean ver y a los que asistirán de cualquier modo. Uno sólo espera que pueda ser mantenido, que no disminuirá el genio cubano para las compensaciones limitadas, en apariencia arbitrarias e incluso extravagantes de los sentidos —desde los carteles hasta las "neverías Copelia". Justamente, tal gusto por lo gratuito da a la vida en Cuba su sentimiento de espaciosidad, pese a todas las severas restricciones interiores y exteriores; y otorga a la revolución cubana, más que a cualquier otra revolución comunista en activo, sus cualidades de inventiva, juventud, humor y extravagancia. René Mederos, 1969

III

i la misión de una revolución cultural y de una concepción del papel políticamente revolucionario aparece llena de dificultades y contradicciones dentro del contexto de una política revolucionaria en desarrollo, las perspectivas de una genuina revolución cultural más allá (o antes) I de una cultura

política resultan aun más problemáticas. Es poco alentadora la historia de prácticamente todos los movimientos ostensiblemente revolucionarios en el arte y la cultura que han surgido en las sociedades no revolucionarias o pre-revolucionarias. Más o menos, consiste simplemente en la historia de la co-opción. El hado del movimiento Bauhaus sólo constituye un ejemplo, entre otros, de cómo las formas culturales revolucionarias surgidas dentro de la sociedad burguesa son primeramente atacadas, luego neutralizadas y finalmente absorbidas por esa misma sociedad. El capitalismo transforma todos los objetos, incluyendo el arte, en comodidades. Y por cierto el cartel — incluyendo el cartel revolucionario— no está exento de esa férrea regla de la co-opción.

En nuestro tiempo, el arte del cartel está en período de renacimiento. Los carteles han venido a ser considerados como objetos culturales, misteriosos, cuya índole plana y literal sólo aumenta su resonancia. En años recientes la mirada de los productores de cine se ha dirigido más hacia los carteles. Aparecen como referencias misteriosas, parcialmente opacas; piénsese en el uso de los carteles como objetos claves en casi todas las películas de Goddard. A veces son usados como inagotables emblemas sociológicos; tenemos un ejemplo

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reciente en el recorrido de Antonioni por las fantasiosas carteleras de Los Angeles, en la primera parte de ZABRISKIE POINT. Este nuevo y enriquecido papel del cartel en la iconología del cine a partir de los 60 tiene muy poco que ver con el uso tradicional del cartel en el cinema narrativo —dicho brevemente, proporciona cierta inevitable información—, iniciado con el lanzamiento del cartel de "Irma Vep", interpretado por Musidora, en LES VAMPIRES (1915) de Feuillade. Pero la extensión de las imágenes de cartel y. su incorporación dentro de otras artes, sólo es un índice —medianamente específico— de su interés. Los carteles han venido aumentando incesantemente de interés, no sólo como puntos de referencia, sino como objetos en sí. Los carteles se han convertido en una de las clases más omnipresentes de objetos culturales, estimados en parte porque son baratos, sin pretensiones, un arte "popular". El renacimiento contemporáneo del arte del cartel deriva su fuerza menos en algún tipo más original de producción o en un uso público más intensivo de los carteles, que en el auge sorprendente del interés por coleccionar carteles, domesticándolos.

Este interés actual difiere en varios aspectos de aquella primera ola de coleccionistas de carteles que se produjo dos décadas después de que comenzaran a aparecer. En primer lugar porque, simplemente, se da en escala mucho mayor, cual conviene a un estado posterior y más avanzado en la era de la producción mecánica. Pudo haber sido cosa de moda coleccionar carteles en 1890; pero no fue, como lo es ahora, una afición masiva. En segundo lugar, se están coleccionando una cantidad mucho mayor de carteles. Las colecciones de 1890 tendían a ser del propio país. Hoy en día las colecciones tienden a ser ostentosamente internacionales. Y no es puro azar que el comienzo de la manía de coleccionar carteles, hacia mediados de 1950, coincida con la marea creciente del turismo norteamericano de la posguerra en Europa; turismo que ha convertido los cruceros a través del Atlántico en una prerrogativa de la clase media tan banal como lo fueron anteriormente las vacaciones en los balnearios americanos. Este arquetípico objeto público, primeramente coleccionado por sólo una pequeña banda de conocedores, ha venido ahora a ser un objeto estandarizado e íntimo en las salas de estar, en las recámaras, baños y cocinas de los jóvenes de la burguesía europea y norteamericana. En tales colecciones, el cartel ya no es simplemente —como lo fue una vez— una nueva y exótica especie de objeto artístico. Tiene una función más específica. Así como el arte del cartel es por sí mismo parasitario de otras formas artísticas, así también la nueva moda de coleccionar carteles constituye una meta-parasitismo —del mundo mismo, o una imagen altamente estilizada de él. Los carteles nos dan una visión portátil del mundo. Un cartel es como la miniatura de un acontecimiento: un trofeo cultural, una cita —de la vida, o del buen arte—. El moderno coleccionismo de carteles está relacionado con otro fenómeno sintomático de los años recientes: el turismo en masa. Tal como se colecciona actualmente, el cartel viene a ser el recuerdo de un acontecimiento. Pero hay una im-portante diferencia entre el cartel de El Cordobés o la gran retrospectiva de Rembrandt que cuelgan de la pared y las fotografías tomadas por un turista de la clase media durante su vacación veraniega en Italia y colocadas en un álbum. Alguien tuvo que estar allí para tomar las fotografías; nadie tuvo que ir a Sevilla o Ámsterdam para comprar el cartel. En los más de los casos, los poseedores de carteles nunca han visitado realmente la exposición artística, ni asistido a la corrida de toros anunciada en los carteles que tiene en la pared. Los carteles no pueden, frecuentemente, compararse con el record fotográfico personal del turista, en cuanto a experiencia se refiere. Ellos son, más bien, un sustituto de la experiencia. Como en el caso de las fotografías tomadas por un turista, la función del cartel es recordar un acontecimiento; pero en el caso de los carteles el acontecimiento ha tenido lugar en el pasado y el poseedor del cartel lo conoce al adquirirlo. Ya que los carteles ilustrados no forman parte de la historia personal del coleccionista, la colección viene a ser, en vez de eso, una serie de recuerdos de experiencias imaginarias.

Los espectáculos, acontecimientos y personas que uno elige para colgar en forma miniaturizada de una pared no representan meramente una fácil manera de hacer experiencia vicaria. Se trata, claramente, de una forma de homenaje. Por medio de carteles, cada quien puede seleccionar fácil y rápidamente un panteón personal; no importa que no pueda decir que él lo ha creado, ya que la mayoría de los compradores de carteles están obligados a elegir entre una variedad numéricamente limitada, incluso seleccionada entre los carteles masivamente producidos y ofrecidos en venta. Los carteles elegidos por la gente para clavarlos en su sala de estar indican, no menos claramente que la elección de un cuadro en el pasado, el gusto de los propietarios de un espacio privado. Se trata, a veces, de una forma de ostentación cultural: un ejemplo particularmente barato del uso al que tradicional-mente se ha sometido a la cultura en todas las clases sociales: indicar o afirmar o proclamar su derecho a un estado social determinado. A menudo el propósito es más indiferente, no es tan agresivo. Como trofeo cultural, la exhibición de un cartel dentro del espacio privado es, cuando menos, un medio claro de propia identificación para las visitas; un código (para uso de los interesados) por el que los varios miembros de un subgrupo cultural se anuncian unos a otros entre sí y se reconocen mutuamente. La exhibición de buen gusto en el viejo sentido burgués ha permitido la exhibición de una especie de mal gusto deliberado - que viene a ser un signo de buen gusto cuando va de acuerdo o un poco adelante de la moda-. No

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necesariamente uno presta su aprobación a los temas representados en los carteles que cuelgan de sus paredes. Basta con que se indique verbalmente una anuencia, con ciertas matizaciones, a tales temas. En este complejo sentido, los carteles se convierten, una vez coleccionados, en trofeo cultural. Lejos de denotar una pura aprobación o identificación con el tema, la variedad de los carteles exhibidos en el espacio privado de alguien puede significar únicamente una forma de lenguaje nostálgico o irónico.

Como es de esperar, también en la historia relativamente corta del moderno renacimiento de las colecciones de carteles la elección de una clase de carteles para colgar está sujeta a marcados cambios de moda. El cartel de una corrida de toros y los carteles de las exposiciones artísticas de París —casi omnipresentes hace una década—evidencian ahora un gusto de retaguardia. Hace algún tiempo ya fueron superados por los carteles de Mucha y por los viejos carteles cinematográficos (los mejores eran los más viejos; los carteles de Saúl Bass —1950— son muy recientes). Luego vino la boga de los carteles anunciadores de las exposiciones, no ya de los artistas europeos sino de los americanos (por ejemplo, los famosos carteles de Warhol, Johns, Rauschenberg y Lichtenstein). Más tarde vinieron los carteles de las salas de baile rock, a los cuales siguieron los carteles para ver mejor durante los "viajes". A partir de los últimos años de 1960, la mayoría de los coleccionistas interesados han cambiado a los carteles políticos radicales. Parece extraño, de momento, que el cartel político radical tenga usos aparentemente tan diversos. Atraen a las poblaciones de sociedades económicamente subdesarrolladas y ex-coloniales, muchas de las cuales apenas saben leer. Y atraen también a la mayoría de la juventud instruida en Estados Unidos, la nación industrialmente más avanzada, que ha desafiado la preeminencia discursiva en pro de formas de expresión más emotivas y no-verbales.

Es raro que, al correr de las modas referentes al cartel, un tipo de cartel desplace a otro. Más bien el interés por un nuevo tema de cartel se agrega al interés ya existente hacia los otros. Así el público va en aumento. Cada gran ciudad de América y la mayoría de las ciudades europeas tienen ahora numerosos lugares donde pueden comprarse carteles. Las tiendas "hippies" son un buen abastecedor en los Estados Unidos; su distintiva, aunque limitada, mezcla de artículos incluye —junto a los carteles— papel para cigarrillos, pipas, pinzas para colillas, luces sicodélicas, bisutería con símbolos de la paz, y "botones" con eslóganes satíricos, insolentes u obscenos. Ahora se venden carteles en las trastiendas de las librerías de descuento y en algunas droguerías metropolitanas. Tiendas como el "Posters Original Unlimited" de Nueva York sólo almacenan carteles para los coleccionistas más serios o, al menos, más acomodados; los carteles vienen de todo el mundo. Sin embargo, y pese a que sirven a la misma función, recientemente las impresiones masivas de grandes ampliaciones fotográficas han mermado un tanto el mercado del cartel. Estas fotografías tamaño cartel resultan todavía más baratas, y por lo tanto se venden más ampliamente que la serie de carteles impresos y reproducidos masivamente. Quizá la fotografía tamaño cartel es también de suyo más atractiva que un cartel, para muchos de los jóvenes —miembros de una generación marcada por sus profundas experiencias de estados síquicos no verbales, especialmente a través de la música y las drogas—, porque es una imagen pura: directa y frontal. Los carteles fotográficos son más neutrales, más apagados (simplemente por ser siempre en blanco y negro) que los carteles de color. Los carteles guardan aún ciertas huellas residuales de su origen —que es el cuadro— y sus influencias del buen arte. En cambio, la gran ampliación fotográfica de la gente famosa, que ahora está colgada de la pared y es el cartel de moda, es tan neutral e impersonal como pueda serlo cualquier imagen (aunque la imagen sea de una persona), y no denota el más mínimo estigma del arte.

No parece haber ningún riesgo de indigestión cultural en coleccionar carteles. Igual que en las repletas y abigarradas colocaciones del espacio público para el que fueron originalmente diseñados los carteles, en el casual espacio del coleccionista cada cartel nada tiene que ver con su vecino. La impresión de un cartel de la Revolución Rusa, comprada en una librería Marboro, puede colocarse junto al cartel anunciando la exposición de Magritte adquirido unos años antes en el Museo de Arte Moderno. El uso de las fotografías tamaño cartel denota el mismo eclecticismo, el mismo desdén hacia cualquier concepto de compatibilidad. Aquéllas son casi siempre fotografías de celebridades, una categoría dentro de la cual encaja Huey Newton tan fácilmente como Greta Garbo. Los líderes políticos radicales tienen el mismo estado que las estrellas cinematográficas. Aunque uno provenga del mundo político y otro del mundo de la diversión, ambos son celebridades; ambos son hermosos. Tal estándar, de popularidad o de fuerza seductora, por el que se seleccionan las fotografías para ser reproducidas en tamaño cartel y vendidas, se refleja también en su uso. El cartel es un - icono; así ocurre en Cuba, donde prácticamente cada casa y cada edificio tiene cuando menos un cartel del Che. Pero dentro del estilo contemporáneo de coleccionar carteles (y fotografías tamaño cartel) —casa uniforme a través del mundo capitalista—, los iconos representan muchas formas de admiración. Ciertas yuxtaposiciones, como cuando Ho Chi Min aparece en el baño y Bogart en el dormitorio, mientras que W. C. Fields cuelga junto a Marx sobre la mesa del comedor, producen una especie de vértigo espiritual. Semejantes 'collages', espiritualmente asombrosos, denotan una muy particular manera de ver el mundo, una manera ahora endémica entre la juventud burguesa de América y de Europa Occidental que es en parte sentimentalismo, en parte ironía y en parte despego.

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Según eso, el coleccionar carteles tiene que ver con el turismo en un aspecto diferente del mencionado. Puede describirse el turismo moderno como un medio de apropiarse simbólicamente de otras culturas, que se realiza en corto tiempo y conducido en un estado de enajenación funcional (o no-participación) respecto a la vida del país visitado. Los países son reducidos a lugares de 'interés' y estos lugares van poniéndose en la lista de los libros-guía y recibiendo una calificación. El procedimiento permite al turista, una vez que ha puesto el pie en los lugares principales, sentir que ha entablado contacto real con el país visitado. Este modo específicamente moderno (en realidad de la Segunda posguerra) de viajar que es el masivo turismo moderno es algo bastante diferente del viaje al extranjero tal como se entendía en los períodos iniciales de la cultura burguesa. A diferencia del viaje en sus formas tradicionales, el turismo moderno ha hecho del viajar más bien algo así como comprar. El viajero acumula países visitados como acumula bienes de consumo. El proceso no implica compromiso alguno, y una experiencia jamás contradice o excluye o modifica de verdad a la que se tuvo antes o se tendrá más tarde. Esta es exactamente la forma de la moderna avidez por los carteles. Coleccionar carteles es una especie de turismo emocional y espiritual. El gusto de ello excluye, o al menos contradice, un serio compromiso político. El coleccionar carteles es una manera de antologizar el mundo, de tal modo que una emoción o lealtad tiende a cancelar la otra. Sucesos y seres humanos representados en un cartel están miniaturizados o rebajados en un sentido más fuerte que el literal: el gráfico. El deseo de miniaturizar sucesos y gentes, deseo entrañado en la boga actual de coleccionar, por parte de la sociedad burguesa, es un deseo de rebajar el mundo mismo, singularmente lo que en él hay de seductor o de perturbador.

En el caso de los carteles políticos radicales, tal miniaturización de los sucesos o personas encarnados en la recolección de carteles representa una forma —sutil o no sutil— de co-opción. El cartel, originalmente un medio de vender una comodidad, se ha vuelto a su vez en una comodidad. El mismo proceso está teniendo lugar en la publicación de este libro, que implica una doble reproducción (y miniaturización) de los carteles cubanos. Primeramente, se hace una antología de los carteles cubanos disponibles. Luego, los que se han elegido son reproducidos en tamaño reducido. Este grupo de carteles se transforma después en un medio nuevo, un libro, que se prologa, se viste tipográficamente, se imprime, se distribuye y se vende. Este uso actual que se da a los carteles cubanos está, así, cuando menos algunos pasos más allá de su uso originario, e implica una tácita traición a tal uso. Porque, sean cuales fueren sus definitivos valores artísticos y políticos, los carteles cubanos nacen de la situación genuina de un pueblo que sufre un profundo cambio revolucionario. Quienes producen este libro, como la mayoría de la gente que lo comprará y leerá, viven en sociedades contrarrevolucionarias, sociedades con instinto de arrancar cualquier objeto fuera de contexto y de transformarlo en un objeto de consumo. Según eso, no sería totalmente justo alabar a quienes han producido este libro. Especialmente los amigos extranjeros de Cuba, así como quienes simplemente se inclinan hacia una mirada favorable para con la revolución cubana, no deberían sentirse del todo cómodos al mirar a su través. Este mismo libro es un buen ejemplo de cómo todas las cosas se vuelven comodidades en esta sociedad, en formas de espectáculo (generalmente) miniaturizado y en objetos de consumo. No es posible, por ejemplo, mirar los "contenidos" de este libro con simpatía, porque la idea de que son los carteles cubanos los que forman el contenido de este libro es realmente una idea espuria. Por tanto que los que han hecho este libro pueden querer pensar de él como presentar el arte del cartel cubano a un público más amplio aún que antes; el hecho sigue siendo que los carteles cubanos reproducidos en este libro han sido así convertidos en otra cosa de lo que son —o al menos de lo que quisieron ser. Han venido a ser un artículo más en los sobreabundantes banquetes culturales de la acomodada sociedad bur-guesa. Semejante festín ofusca eventualmente toda capacidad de un compromiso real, al mismo tiempo que la burguesía de izquierda-liberal de tales países se arrulla pensando que eso es aprender algo, que eso es tener sus amplios compromisos y simpatías.

No hay forma de escapar de la trampa, ya se sabe, mientras nosotros —con nuestros ilimitados recursos para el derroche, para la destrucción y para la reproducción mecánica— estemos aquí y los cubanos estén allá. No hay salida posible mientras nosotros seamos curiosos, mientras nosotros permanezcamos intoxicados con bienes culturales, mientras nosotros vivamos dentro de nuestras sensibilidades inquietas y negativas. La corrupción entrañada en este libro es sutil, muy poco singular, y en la suma total quizá insignificante. Pero no deja de ser una corrupción real. Caveat emptor. ¡Viva Fidel!

Susan Sontag New York, Mayo de 1970

—Publicado en «El arte en la revolución: Cuba y Castro, 1959-1970» por Dugald Stermer. Estudio Crítico de Susan Sontag (pp. 5-22) McGraw-Hill, New York, 1970 - 141 páginas.

Digitalizó e ilustró: http://www.arlequibre.blogspot.com

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El Hijo Pródigo

–ENSAYO SOBRE EL ENSAYO–

Por Susan Sontag

upongo que debo empezar por hacer una declaración de interés. Los ensayos ingresaron en mi vida de lectora precoz y

apasionada de una manera tan natural como lo hicieron los poemas, los cuentos y las novelas. Estaba Emerson al igual que Poe, los prefacios de Shaw al igual que sus obras teatrales, y un poco después los Ensayos de tres décadas de Thomas Mann, y “La tradición y el talento individual” de T.S. Eliot en paralelo con La tierra baldía y Los cuatro cuartetos, y los prefacios de Henry James al igual que sus novelas. Un ensayo podía ser un acontecimiento tan transformador como una novela o un poema. Uno terminaba de leer un ensayo de Lionel Trilling o de Harold Rosenberg o de Randall Jarrell o de Paul Goodman, para mencionar apenas unos cuantos nombres norteamericanos, y pensaba y se sentía diferente para siempre. Michel de Montaigne, escultura de Dominique Maggesi.

Ensayos con el alcance y la elocuencia de los que menciono son parte de la cultura literaria. Y una cultura literaria –esto es, una comunidad de lectores y escritores con una curiosidad y una pasión por la literatura del pasado– es justamente lo que no se puede dar por sentado en la actualidad. Hoy es más frecuente que un ensayista sea un ironista dotado o un tábano que un sabio.

El ensayo no es un artículo, ni una meditación, ni una reseña bibliográfica, ni unas memorias, ni una disquisición, ni una diatriba, ni un chiste malo pero largo, ni un monólogo, ni un relato de viajes, ni una seguidilla de aforismos, ni una elegía, ni un reportaje, ni...

No, un ensayo puede ser cualquiera o varios de los anteriores.

William Hazlitt, Søren Kierkegaard, Iván Turguénev, George Eliot, Friedrich Nietzsche y Georg Simmel.

Ningún poeta tiene problemas a la hora de decir: soy un poeta. Ningún escritor de ficción duda al decir: estoy escribiendo un cuento. El “poema” y el “cuento” son formas y géneros literarios todavía relativamente estables y de fácil identificación. El ensayo no es, en ese sentido, un género. Por el contrario, “ensayo” es apenas un nombre, el más sonoro de los nombres que se da a una amplia variedad de escritos. Los escritos y los editores suelen denominarlos “piezas”. No se trata solamente de la modestia o de la informalidad de los norteamericanos. Una cierta actitud defensiva rodea en la actualidad la noción de ensayo. Y muchos de los mejores ensayistas de hoy se apresuran a declarar que su mejor trabajo ha de encontrarse en otro lugar: en escritos que resultan más “creativos” (ficción, poesía) o más exigentes (erudición, teoría, filosofía).

Concebido con frecuencia como una suerte de precipitado a posteriori de otras formas de escritura, el ensayo se define mejor por lo que también es –o por lo que no es. El punto lo ilustra la existencia de esta antología, ahora en su séptimo año. Primero fueron Los mejores cuentos norteamericanos. Luego, alguien preguntó si no podríamos tener también Las mejores piezas cortas –¿de qué?– de no ficción. La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.

Y sin embargo se trata de una forma muy antigua –más antigua que el cuento, y más antigua, cabría sostenerlo, que cualquier narración de largo aliento que pueda llamarse en propiedad una novela. La escritura ensayística surgió en la cultura literaria de Roma como una combinación de las energías del orador y del escritor de cartas. No sólo Plutarco y Séneca, los primeros grandes ensayistas, escribieron lo que llegó a ser conocido como ensayos morales, con títulos como “Sobre el amor a la riqueza”, “Sobre la envidia y el odio”, “Sobre el carácter de los entrometidos”, “Sobre el control de la ira”, “Sobre los muchos amigos”, “So- Séneca

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bre cómo escuchar discursos” y “Sobre la educación de los niños” –esto es, prescripciones confiadas de lo que han de ser la conducta, los principios y la actitud–, sino que asimismo hubo ensayos, como el de Plutarco sobre las costumbres de los espartanos, que son puramente descriptivos. Y su “Sobre la malicia de Herodoto” es uno de los ejemplos más tempranos de un ensayo dedicado a la lectura cuidadosa del texto de un maestro: es decir, lo que llamamos crítica literaria.

El proyecto del ensayo exhibe una continuidad extraordinaria, que casi se prolonga hasta el día de hoy. Dieciocho siglos después de muerto Plutarco, William Hazlitt escribió ensayos con títulos como “Sobre el placer de odiar”, “Sobre los viajes emprendidos”, “Sobre el amor a la patria”, “Sobre el miedo a la muerte”, “Sobre lo profundo y lo superficial”, “La prosa de los poetas” –los tópicos perennes–, así como ensayos sobre temas sesgadamente triviales y reconsideraciones de grandes autores y sucesos históricos. El proyecto del ensayo inaugurado por los escritores romanos alcanzó su clímax en el siglo XIX. Virtualmente todos los novelistas y poetas decimonónicos prominentes escribieron ensayos, y algunos de los mejores escritores del siglo (Hazlitt, Emerson) fueron principalmente ensayistas. Fue también en el siglo XIX cuando una de las transposiciones más familiares de la es-critura ensayística –el ensayo disfrazado de reseña bibliográfica– obtuvo su lugar de pri- Plutarco vilegio. (La mayoría de los ensayos importantes de George Eliot fueron escritos como reseñas bibliográficas en el Westminster Review). Al tiempo que dos de las mejores mentes del siglo, Kierkegaard y Nietzsche, podrían considerarse practicantes del género –más conciso y discontinuo en el caso de Nietzsche; más repetitivo y verboso en el de Kierkegaard.

Por supuesto que calificar de ensayista a un filósofo es, desde el punto de vista de la filosofía, una degradación. La cultura regentada por las universidades siempre ha mirado el ensayo con sospecha, como un tipo de escritura demasiado subjetiva, demasiado accesible, a duras penas un ejercicio en las bellas letras. El ensayo, en tanto contrabandista en los solemnes mundos de la filosofía y de la polémica, introduce la digresión, la exageración, la travesura.

Ralph W. Emerson, Edgar Allan Poe, George Bernard Shaw, Thomas Mann, T.S. Eliot y Henry James.

Un ensayo puede tratar el tema que se quiera, en el mismo sentido en que una novela o un poema pueden hacerlo. Pero el carácter afirmativo de la voz ensayística, su ligazón directa con la opinión y con el debate de actualidad, hacen del ensayo una empresa literaria más perecedera. Con unas cuantas excepciones gloriosas, los ensayistas del pasado que sólo escribían ensayos no han sobrevivido. En su mayor parte, los ensayos de otros tiempos que todavía interesan al lector educado pertenecen a escritores que no importaban de antemano. Uno tiene la oportunidad de escribir que Turgueniev escribió un inolvidable ensayo-testimonio contra la pena capital, anticipándose a los que sobre el mismo tema escribieron Orwell y Camus porque tenía presente a Turguenev como novelista. De Gertrude Stein nos encantan “Qué son las obras maestras”, y sus Conferencias sobre América porque Stein es Stein es Stein.

No es sólo que un ensayo pueda tratar de cualquier cosa. Es que lo ha hecho con frecuencia. La buena salud del ensayo se debe a que los escritores siguen dispuestos a entrarle a temas excéntricos. En contraste con la poesía y la ficción, la naturaleza del ensayo reside en su diversidad –diversidad de nivel, de tema, de tono, de dicción. Todavía se escriben ensayos sobre la vejez o el enamoramiento o la naturaleza de la poesía. Pero también los hay sobre la cremallera de Rita Hayworth o sobre las orejas de Mickey Mouse.

A veces el ensayista es un escritor que se ocupa más que todo de otras cosas (poesía y ficción), que también escribe... polémicas, versiones de viajes, elegías, revaluaciones de predecesores o rivales, manifiestos de autopromoción. Sí. Ensayos.

A veces “ensayista” puede no ser más que un eufemismo solapado para “crítico”. Y, claro, algunos de los mejores ensayistas del siglo XX han sido críticos. La danza, por ejemplo, inspiró a André Levinson, a Edwin Denby y a Arlene Croce. El estudio de la literatura ha producido una vasta constelación de grandes ensayistas -y aún los produce, a pesar del acaparamiento que sobre los estudios literarios ha hecho la academia.

A veces el ensayista es un escritor difícil que ha condescendido, felizmente, a la forma del ensayo. Habría sido deseable que otros de los grandes filósofos, pensadores sociales y críticos culturales europeos de

comienzos del siglo XX hubieran imitado a Simmel, Ortega y Gasset, y Adorno, los cuales probablemente se leen hoy con placer apenas en sus ensayos.

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José Ortega y Gasset, Jacques Rivière, Walter Benjamin, T. W. Adorno, George Orwell, Albert Camus y Roland Barthes.

La palabra ensayo viene del francés essai, intento –y muchos ensayistas, incluido el más grande de todos, Montaigne, han insistido en que una seña distintiva del género es su carácter aproximativo, su suspicacia ante los mundos cerrados del pensamiento sistemático. No obstante, su rasgo más marcado es la tendencia a hacer afirmaciones de un tipo u otro.

Para leer un ensayo de la manera apropiada, uno debe entender no solamente lo que argumenta, sino contra qué o contra quién lo hace. Al leer ensayos escritos por nuestros contemporáneos, cualquiera aporta con facilidad el contexto, la polémica pública, el oponente explícito o implícito. Pero el paso de unas cuantas décadas puede dificultar en extremo este procedimiento.

Los ensayos van a parar a los libros, si bien suelen iniciar su vida en las revistas. (No es fácil imaginar un libro de ensayos recientes pero inéditos todos). Así, lo perenne se viste principalmente de lo típico y, en el corto plazo, ninguna forma literaria tiene un impacto de semejante fuerza e inmediatez sobre los lectores. Muchos ensayos se discuten, debaten y suscitan reacciones en un grado que a los poetas y escritores de ficción a duras penas les cabe envidiar.

Un ensayista influyente es alguien con un sentido agudizado de aquello que no se ha discutido (apropiada-mente) o de aquello que se debería discutir (de una manera diferente). Con todo, lo que hace perdurar un en-sayo no son tanto sus argumentos cuanto el despliegue de una mente compleja y una destacada voz prosística.

En tanto que la precisión y la claridad de los argumentos y la transparencia del estilo se consideran normas para la escritura del ensayo, a semejanza de las convenciones realistas, que se consideran normativas para la narración (y con la misma escasa justificación), el hecho es que la más duradera y persuasiva tradición de la escritura ensayística es la que encarna el discurso lírico.

Los grandes ensayos siempre vienen en primera persona. A lo mejor el autor no necesitará emplear el “yo”, toda vez que un estilo de prosa vívido y lleno de sabor, con suficientes apartes aforísticos, constituye de por sí una forma de escritura en primera persona: piénsese en los ensayos de Emerson, Henry James, Gertrude Stein, Elizabeth Hardwick, William Gass. Los escritores que menciono son todos norteamericanos, y sería fácil alargar la lista. La escritura de ensayos es una de las virtudes literarias de este país. Nuestro primer gran escritor, Emerson, se dedicó ante todo a los ensayos. Y éstos florecen en una variedad de vertientes en nuestra cultura polifónica y conflictiva: desde ensayos centrados en un argumento hasta digresiones meditativas y evocaciones.

Lionel Trilling, Harold Rosenberg, Randall Jarrel y Paul Goodman. André Levinson, Edwin Denby y Arlene Croce.

En vez de analizar los ensayos contemporáneos según sus temas –el ensayo de viajes, el de crítica literaria y otra crítica, el ensayo político, la crítica de la cultura, etcétera–, uno podría distinguirlos por sus tipos de energía y de lamento. El ensayo como jeremiada. El ensayo como ejercicio de nostalgia. El ensayo como exhibición de temperamento. Etcétera.

Del ensayo se obtiene todo lo que se obtiene de la inquieta voz humana. Enseñanza. Elocuencia feliz des-plegada porque sí. Corrección moral. Diversión. Profundización de los sentimientos. Modelos de inteligencia.

La inteligencia es una virtud literaria, no sólo una energía o una aptitud que se pone atavíos literarios. Es difícil imaginar un ensayo importante que no sea, primero que todo, un despliegue de inteligencia. Y

una inteligencia del más alto orden puede ante sí y de por sí constituir un gran ensayo. (Valga el ejemplo de Jacques Rivière sobre la novela, o Prismas y Mínima Moralia de Adorno, o los principales ensayos de Walter Benjamín y de Roland Barthes). Pero hay tantas variedades de ensayo como las hay de inteligencia.

Baudelaire quería titular una colección de ensayos sobre pintores, Los pintores que piensan.

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Es este punto de vista uno quintaesencial para el ensayista: convertir el mundo y todo lo que el mundo contiene en una suerte de pensamiento. En la imagen refleja de una idea, en una hipótesis –que el ensayista desplegará, defenderá o vilipendiará.

Las ideas sobre la literatura –al revés, digamos, de las ideas sobre el amor– casi nunca surgen si no es como respuesta a las de otras personas. Son ideas reactivas. Digo esto porque tengo la impresión de que usted –o la mayoría de la gente, o mucha gente– dice eso. Las ideas dan permiso. Y yo quiero dar permiso, por intermedio de lo que escribo, a un sentimiento, una evaluación o una práctica diferentes.

Esta es, en su expresión preeminente, la postura del ensayista. Yo digo esto, cuando usted está diciendo eso no sólo porque los escritores son adversarios profesionales; no

solo para enderezar la balanza o corregir el desequilibrio de una actividad que tiene el carácter de una institución (y la escritura es una institución), sino porque la práctica –y también quiero decir la naturaleza– de la literatura arraiga inherentemente en aspiraciones contradictorias. En literatura, el reverso de una verdad es tan cierto como esa verdad misma.

Cualquier poema o cuento o ensayo o novela que importe, que merezca el nombre de literatura, entraña una idea de singularidad, de voz singular. Pero la literatura –que es acumulación– entraña una idea de plu-ralidad, de multiplicidad, de promiscuidad. Todo escritor sabe que la práctica de la literatura exige un talento para la reclusión. Pero la literatura... la literatura es una fiesta. Una verbena, la mayor parte del tiempo. Pero una fiesta, así y todo. Incluso a título de diseminadores de indignación, los escritores son dadores de placer. Y uno se convierte en escritor no tanto porque tenga algo que decir cuanto porque ha experimentado el éxtasis como lector.

Charles Baudelaire, Édouard Manet, Gertrude Stein, Camilo José Cela, Elizabeth Hardwick y William Gass.

Ahí van dos citas que he estado rumiando últimamente. La primera, del escritor español Camilo José Cela: “La literatura es la denuncia del tiempo en que se vive”.

La otra es de Manet, quien en 1882 se dirigió a alguien que lo visitaba en su estudio de la siguiente manera: “Muévase siempre en el sentido de la concisión. Y luego cultive sus recuerdos; la naturaleza nunca le dará otra cosa que pistas –es como un riel que evita que uno se descarrile hacia la banalidad. Ha de permanecer usted siempre el amo y hacer lo que le plazca. ¡Tareas, nunca! ¡No, nunca hacer tareas!”.

– Prólogo a The Best American Essays, 1992. Trad.: Andrés Hoyos. El Malpensante No. 2, 1997, pp. 10-15. http://escriturasunivalle.blogspot.com/2009/02/el-hijo-prodigo-por-susan-sontag.html

Ilustró: http://www.arlequibre.blogspot.com

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ay entre los escritores, los críticos y los lectores de habla inglesa un curioso estado de opinión sobre la novela. Según este consenso la novela se entiende no tanto como obra de arte que como espejo de la realidad. Para la mayoría, el interés de la novela está en «de lo que trata», qué quiere decir la zona

de la vida real en que está situada la acción. Así, la primera medida aplicable a la novela es qué cantidad de precisión, de detalles hay en las noticias que ofrece sobre personajes y ambienten (tanto familiares como no familiares) y cuan sabia es la «posición» que adopta ante su materia. Si la novela tiene un propósito serio (algo más que mera diversión, entretenimiento o escape) se piensa que es esto: un responsable, inteligente dramatizar de problemas psicológicos, sociales y éticos, y un acopio de información. La mayoría de las novelas escritas hoy en Inglaterra y USA son de concepción reporteril (2).

El hecho es que no existe en inglés una continua tradición formalista de la novela —una tradición que provea una alternativa a la principal tradición del realismo. A pesar de muchos ejemplos de obras que son «experimentales», la novela en Inglaterra y en USA es conservadora en extremo. Los comienzos o embriones de una tradición formalista aparecen en la obra de Joyce, Virginia Woolf, Beckett, Gertrude Stein, Laura Riding, Nathanael West y John Dos Passos (a quien usualmente se agrupa junto a naturalistas como Farrell y Dreiser). En los años 20 y al principio de los años 30 parecía como si la práctica de ese largo retazo de ficción que segui-mos llamando «la novela» por falta de nombre mejor, había sido decisivamente renovada. Luego a finales de los años 30, el gusto regresó a lo que parecía haber sido declarado obsoleto por las innovaciones de estos escritores. Desde entonces la mayoría de las novelas críticamente respetables (no hablo de los best-sellers ordinarios) están escritas como si estos escritores nunca hubieran existido. La obra de los escritores experimentales de los primeros años del siglo, elevada ahora al status de clásicas y estudiadas respetuosamente en las aulas universitarias, recula hacia el pasado. Picasso es a duras penas un pintor «moderno»; toda una tradición lo siguió y esta tradición misma ha sido superada por variados y nuevos modernismos. Pero Joyce es todavía «moderno», todavía está a la vanguardia; y la tradición literaria seria derivada de la obra de Joyce o de cualquiera de los escritores que mencioné, no ha evolucionado. La novela inglesa y la norteamericana, en gran medida, han vuelto a las premisas estéticas del realismo del siglo XIX, según las cuales los artistas dan «forma» a un determinado «asunto». Según esta concepción, las demandas de la novela como forma de arte sólo pueden considerarse como un auxilio a la labor del novelista cuando dice la verdad.

(2) Este consenso no debe interpretarse estrechamente. No quiere ello decir naturalismo —ese confinamiento a las leyes de la

probabilidad y a las mundanas y prosaicas lascas de la experiencia cotidiana. De aquí que la reciente proliferación de la sátira y

del «humor negror» en la literatura norteamericana, no significa un genuino reto al consenso sobre la novela que ahora describo.

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Me gustaría explorar como criterio para la novela la preocupación por la forma solamente. Es obvio que por forma no quiero decir esa crasa opinión según la cual, digamos, se distingue la novela corriente contada en tercera persona de narraciones en primera persona como las novelas hechas con cartas o la novela a guisa de diario. Por forma quiero decir estructura, la obra literaria análoga, aunque no del todo igual, a los cálculos que tradicionalmente entran en la composición musical o en la composición de un cuadro. De seguro que parece difí-cil imaginar formas para la novela que sean totalmente cuantificables, abstractas —como ocurre en la música y en la pintura. El uso primario del lenguaje conecta con algo que se entiende que está más allá del lenguaje (la lla-mada «realidad»), y parece improbable que cualquier empleo del lenguaje en arte quiera desestimar totalmente esa conexión. Sin embargo, que las obras de literatura se refieran a la «realidad» en un sentido más crudo no es obstáculo para una aproximación formalista de la novela. Que las obras literarias tengan un «asunto» o cuenten «cuentos» puede tomarse como una de las convenciones formales más interesantes y decisivas del arte literario.

El descubrimiento de la forma, como tal, en la novela (que equivale al descubrimiento de la novela como un objeto estético) es definidamente moderno. Es, realmente, el jalón del modernismo en literatura en prosa. Joyce, en Ulises, fue quizá el primer escritor que vislumbró claramente un riguroso y extenso diseño formal en la novela. Proust debe ser citado por su noción de las estructuras «musicales» del recuerdo (la tarea de narrar igualada a la tarea de recordar). Pero, por supuesto, hay predecesores. Uno de ellos es Laclos en Les Liaisons Dangereuses (1782). Cito esta novela como la primera que conozco organizada según la aplicación y la exfoliación de una sola, dirigente metáfora —es decir, de la vida (y en particular las emociones, el erotismo) considerada como una guerra y un problema de táctica militar. Henry James es otro —y mejor conocido— predecesor, por su noción (desplegada en los famosos Prefacios) de la novela bien-formada según la unifica el punto de vista o la conciencia directora de un observador situado dentro de la historia.

La alineación de estos ejemplos se hace para indicar que la elección está todavía abierta y por desarrollar. Una idea discernible en muchos de los esfuerzos para articular formas complejas para la novela es la de hacer la forma, o estructura, visible. Esta tendencia de la novela es paralela a la que ha venido tomando lugar (mucho más rápidamente) en arquitectura, pintura, música, escultura y las otras artes —la voluntad de subrayar el artificio en el arte (3). Contra el viejo sentir de que la técnica de un artista debe ser invisible (o por lo menos inconspicua), muchos de los que presionan en favor de la «forma» en literatura insisten en dejar ver los andamios y parte de la carpintería. Por ejemplo, el escritor puede ofrecer «notas al pie», de un carácter erudito o meramente personal, idiosincrático, que quedan como apéndices de la obra. Ejemplos: Watt, de Beckett; el Cuarteto de Alejandría, de Durrell; Naked Lunch, de Burroughs. (Parece que fueron los poetas —el Eliot de La tierra baldía, Marianne Moore—los que ofrecieron el modelo moderno de este artificio.) Otra invención es presentar un texto en el que algunas palabras y frases han sido tachadas. Ejemplo: una reciente novela corta del poeta James Merrill, The (Diablos) Notebook.

Pero las nuevas formas del orden tienden, por supuesto, a parecer un desorden voluntario. Uno de los filones que se han mostrado más atractivos para los artistas contemporáneos es ese de abolir las jerarquías establecidas que han ordenado las artes. En el nuevo lenguaje de la música (los doce tonos, etc.), una nota es tan privilegiada como cualquier otra. Ciertos cuadros contemporáneos —por ejemplo, los lienzos a rayas de Frank Stella, las «banderas» de Jasper Johns— establecen bien claro que cada porción de la tela tiene el mismo trabajo, valor, inflexión, etc., que otra parte cualquiera. Análogamente, por lo menos una dirección para la literatura en prosa, tanto como para el cine, que ha estado mayormente confinado a la narración novelística (4) sería la de descartar la tradicional supremacía del «cuento» o «asunto». (3) Aquí se puede comparar el carácter conservador de la novela norteamericana contemporánea con el de las académicas

técnicas del cine enseñadas en USA —hasta hace poco. El principio básico era que la técnica cinemática (cámaras, etc.) debía

ser siempre tan inconspicua como fuera posible; la técnica sirve a la narración. Orson Welles en El Ciudadano [Kane] (1941)

fue el primer director en Hollywood, durante el período del cine hablado, en insistir en un modo de narrar la historia

deliberadamente artificial.

(4) Los cincuenta años de cine nos regalan algo así como una recapitulación abigarrada de los doscientos o más años de

historia de la novela. Por ejemplo, en Griffith, e| cine tiene a su Samuel Richardson. El director del Nacimiento de una nación

(1915), Intolerancia (1916) y cientos de otras películas, propagó los mismos conceptos morales y ocupó una posición apro-

ximadamente similar con respecto al desarrollo del arte del cine, que el autor de Pamela y Clarissa con respecto al desarrollo

de la novela.

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Otra nueva forma de orden procede por el cultivo del azar o los medios de composición casuales. El descubrimiento del azar como elemento válido de la composición literaria parece ir a contracorriente de toda noción establecida sobre el formalismo literario. Pero la estética del azar puede ser vista no como un movimiento hacia el desorden, sino como un medio hábil para lograr una mayor abstracción en el objeto artístico. Lo alea-torio puede alcanzar muchos de los objetivos estéticos más rígidamente planeados por los neo-matemáticos. El elemento añadido al azar es que la obra de arte se vuelve no sólo abstracta sino abierta a todos los fines. Aceptar el azar o las decisiones casuales al construir una obra de arte deriva, en verdad, de poner en cuestión la misma idea de la obra de arte limitada, completa, auto-suficiente. Fundamental a la estética modernista —que llega hasta los románticos— es la noción de que no puede haber una obra de arte completa.

A principios del siglo XIX, Novalis profetizó el advenimiento de una nueva obra de arte literaria que consistiría bien en un «libro total» o en una serie de fragmentos. Creyó que lo último sería más probable. El arte del fragmento, que incluye la solicitud de un «discurso» fragmentario, está concebido no para impedir la comunicación sino para hacerla absoluta. Explicando la profecía de Novalis, Maurice Blanchot ha escrito:

«Una forma discontinua es la única adecuada a la ironía romántica, ya que solamente ésta puede hacer coexistir el discurso y el silencio, tanto como el juego y lo serio, la necesidad de declaraciones, aun de lo profetice, y la indecisión de un pensamiento a la vez inestable y desunido; en fin, una mente obligada a la vez a ser sistemática y a sentir horror de los sistemas.»

Las palabras de Novalis fueron de veras proféticas porque el fragmento, a veces en proporciones enormes, es una importante forma literaria de nuestro tiempo. (Cf. El proceso y El castillo, de Kafka; El zafarrancho ese de Via Merulana, de Gadda; Notre Dame des Fleurs, de Genet; las narraciones de Burroughs).

Y sin embargo no sería correcto decir que sólo el fragmento, la obra trunca o el libro sin terminar vienen bien a la ironía que impregna nuestro tiempo romántico. Hay que mencionar otra estrategia característicamente moderna: el uso deliberado, en parte irónico y en parte serio, de las formas narrativas pasadas de moda. Muchos escritores contemporáneos buscando revivificar formas para uso de la novela, se han confinado precisamente en los tipos de narración más calcificados, familiares y «cerrados». (Lo que es trivial se vuelve aún más disponible para lo original.) Un ejemplo es el uso que da Burroughs a los cuentos de ciencia-ficción. Otro ejemplo: el uso de la «novela de espías» en V, de Thomas Pynchon, donde los moldes convencionales de suspense y extraña conducta, característicos del género, se completan con mistificaciones histórico-filosóficas. (Los directores de cine franceses han empleado el film de gangsters de Hollywood y el formato de las películas clase B de manera similar, como en Tirez sur le Pianiste, de Truffaut.)

No hay quizá un libro reciente que ejemplarice de manera central, como hizo el Ulises de Joyce, las nuevas posibilidades de alargar y complicar las formas de la prosa. Pero los escritos de Burroughs tienen prioridad. William Burroughs, que nació en 1914 en San Luis, Missouri, publicó una novela pseudónima y convencional, Junkie: Confessions of an Unredeemed Drug Addict, en 1953, que él no considera parte de su obra de escritor serio. Pero desde la publicación de Naked Lunch, en 1962, ha sido sin duda la más controversial y a la vez más interesante figura de las letras norteamericanas. (A Naked Lunch siguieron Nova Express, en 1964, y The Soft Machine, en 1966. Un cuarto libro, llamado The Ticket That Exploded, publicado ya por la Olympia Press en París, no ha salido todavía en USA).

Todos los libros de Burroughs son fragmentos, en más de un sentido. Burroughs escribe una serie de entregas de una obra gigantesca, interminable. (Hasta ahora la primera entrega, Naked Lunch, resulta la más poderosa y compleja.) Y cada uno de los libros está hecho de fragmentos, cuya longitud, desarrollo y orden no siguen una secuencia discernible. «Se puede entrar en Naked Lunch por cualquier

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intersección», escribe Burroughs en su «Prefacio atrofiado», que está al final del libro. En otra parte ha dicho: «La forma final de Naked Lunch y la yuxtaposición de las secciones se de-terminaron por el orden en que el material fue —al azar— a la imprenta». (Es de hacer notar quizá que The Soft Machine, originalmente publicada por Olympia Press, es más larga que el libro de ese mismo título que salió después en USA, y el material está ordenado de diferente forma.)

Es claro que uno no puede leer los libros de Burroughs en el sentido convencional. No hay «argumento» (aunque hay resmas de «cuentos»). Y no hay «personajes» (aunque hay «figuras»). De este aspecto de su obra ha escrito Burroughs en Naked Lunch, un tanto despistantemente:

«Hay una sola cosa de la que un escritor puede escribir: lo que está ante sus sentidos en el momento de escribir... Soy un instrumento grabador... No presumo de imponer «argumento», «cuentos», «continuidad»... En la medida en que tengo éxito en grabar directamente ciertas áreas del proceso psíquico, tengo una función limitada... No soy un entertainer...»

Llamo a esta relación despistante porque, aunque pueda describir lo que Burroughs siente al escribir, no describe lo que ha escrito. Cada libro de Burroughs es una empresa onírica. En Naked Lunch, una subestructura de narraciones, caracterización y descripción de lugares se funde en «rutinas» —exaltadas proyecciones de gentes, lugares y acciones, de una parte y eruditas notas sobre drogas, enfermedades y sabidurías de nación por otra parte. Pero el conjunto no es ni con mucho el caos que Burroughs quiere hacernos creer que es. Ausencia de argumento no quiere decir ausencia de narración. Buroughs ha dispuesto su narración bajo un principio no lineal —el de un infinito número de variaciones y repeticiones.

La mayor parte de los admiradores de Burroughs, la mayoría de los que no son rechazados por lo desagradable del «material» de Burroughs o por la mera dificultad de leer sus libros, lo vindican como «satírico» de la vida norteamericana y de la norteamericanización del mundo— de nuestra deshumanización por la tecnología, la represión sexual, el exceso policíaco y la amenaza de la Bomba. Una visión similar toma los temas recurrentes de Burroughs —metamorfosis, orgías instantáneas, invasiones interplanetarias— como ciencia-ficción demente y abigarrada. Mientras que ni las intenciones satíricas ni el recurso de las convenciones de la ciencia-ficción se pueden negar o deben ser olvidadas, me parece que tales lecturas apenas hacen justicia a los dones de Burroughs. El principal interés de la obra de Burroughs está en la nueva, inmensamente poderosa voz que posee. Hablando estrictamente, no es una sola voz, como en logros literarios anteriores, sino un flujo de voces fragmentadas, entrecortadas que derivan de los magazines baratos, la cháchara de los locutores, cintillos de los periódicos, las obscenidades callejeras, los reclamos sexuales, la ofuscación científica, jerga burocrática, los comics y los diálogos de películas de Hollywood. De The Soft Machine:

«Doblamos los escritores de todos los tiempos juntos y grabamos programas de radio, bandas sonoras de películas, sonidos de televisores y tocadiscos todas las palabras del mundo revueltas en una mezcladora de cemento y echando el mensaje de la resistencia llamando a todos los partidarios —Corten por la línea de palabras—Cambien linguales—Dejen la puerta libre—Vibren «turistas»— Palabra cayendo—Foto cayendo— Brecha en el Cuarto Gris.»

Y, sin embargo, al final, las voces vienen juntas para hacer sonar la más seria, urgente y original nota que se ha oído en las letras norteamericanas en mucho tiempo.

La obra de Burroughs no se puede leer como un ejemplo de «prosa espontánea». Burroughs es un artista consciente y extremadamente complejo que exhibe la confluencia de dos aparentemente opuestas posiciones que surgen durante la búsqueda de formas rigurosas apropiadas para la «novela». Una posición es que las obras extensas de prosa, imaginativa, se han constreñido a ser meramente «literarias» y es necesaria una infusión de las técnicas de otros medios (que conduzca a una eventual síntesis de las artes). La otra posición es que la tarea de la ficción es la de auto-purificarse y perfeccionar los medios de expresión estrictamente literarios, medios que son peculiares a la literatura (diferenciada del entretenimiento, la exhortación y la «comunicación»).

Con la primera tendencia estamos lidiando con un viejo mandato. El rompimiento de las distinciones rígidas de géneros es uno de los más ricos legados del Romanticismo. (Este es el «libro total» de Novalis y la idea de Wagner de la «obra de arte del futuro», que él llamó la Gesammtkunstwerk, la obra-de-arte-total.) En la novela, dejando a un lado las atracciones que la poesía ha ejercido de tiempo en tiempo, las formas de arte ajenas que se han probado más subyugantes son la pintura y el cine.

Fue el intento de reorganizar las formas de la ficción de acuerdo con las formas de la pintura lo que inspiró el arte de Gertrude Stein, como lo dice ella bien claro en sus Lectures in America (1935) y en The Autobiography of Alice B. Toklas.

La estética característica de la pintura moderna depende del énfasis de la pintura como objeto físico, como una superficie plana; esto constituye una nueva evaluación de la diferencia entre el espacio «pictórico» plano y el espacio «real». Gertrude Stein es quizá el único escritor que trabajó sistemáticamente para extender esta estética a la prosa literaria, su búsqueda de una «presentitud» en la narración es análoga a la acogida que hace el pintor moderno a lo plano, a la bidimensionalidad del lienzo. (Los intercambios posibles entre escritura y pintura han sido importantes también para ciertos poetas norteamericanos recientes, notablemente John Ashbery, Kenneth Koch y Frank O'Hara.)

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Pero más común como modelo para las nuevas nociones de la literatura que la pintura, es el cine. Escritores tan diferentes como Ronald Firbank, Djuna Barnes (en Nightwood), Horace McCoy (en They Shoot Horses, Don't They?) y Faulkner (tomemos, como solo ejemplo, su historia «Red Leaves») adaptan los principios de composición y el compás del cine a la narración literaria y a la descripción. Más reciente, Robbe-Grillet (y muchos de los más nuevos novelistas franceses, como Claude Ollier) ha intentado, como se ha anotado a menudo, una más radical emulación de los ritmos del cine y los movimientos de cámara en la ficción literaria.

Con Burroughs, también, la evidencia de los modelos cinemáticos está en todas partes. Por supuesto, Burroughs alude a una inspiración que viene de la pintura; habla de usar una «técnica de collage». Durante un tiempo, en asociación con el pintor Brion Gysin, ha escrito ensamblando tiras de palabras escogidas al azar de libros dispares, periódicos y textos de revistas. (Se puede trazar un paralelo entre este «método del recorte», como llama Burroughs al procedimiento, y el famoso juego y arte inventado por los surrealistas, le cadavre exquis.) Pero llamar a esta técnica «collage» es fracasar en hacer justicia a Burroughs y a su drástico compromiso con la dimensión de tiempo en la experiencia. En los libros de Burroughs viajar por el espacio aparece invaria-blemente descrito como viajar vertiginosamente en el tiempo. Una técnica cinematográfica, el montaje, provee una analogía más próxima a la técnica de Burroughs que cualquier analogía que se pueda derivar de la pintura.

Escribe en Naked Lunch: «...estrambóticos pasados y futuros cambian fotografías atravesando su espectral substancia vibrando en silentes vientos de tiempo acelerado... Coge una foto... Cualquier foto...» Desde Naked Lunch las preocupaciones cinematográficas se han reforzado, desarrollado. En una entrevista reciente en la Paris Revlew, Burroughs asimiló la experiencia a una serie de «fotografías de la realidad». Y «el cuarto gris», una imagen recurren-te en Nova Express, es el cuarto oscuro de la fotografía donde las fotos de la realidad se revelan. «Implícita en Nova Express», dice Burroughs, «aparece una teoría sobre que eso que llamamos realidad es verdaderamente una película. Es un film, lo que yo llamo un film biológico».

The Soft Machine, también puede ser descrita como una visión del mundo controlada por una metáfora de la realidad considerada como cine. El libro, cuyo título recuerda a H. G. Wells y a su Máquina del tiempo es un manual de lo que Burroughs describe como «entrenamiento básico para viajar por el tiempo». Describe una serie de viajes hechos por el hombre (la máquina blanda del título) a través de un mundo desorientado en el que uno ha «aprendido a hablar y a pensar al revés en todos los niveles. Esto se hace dándole para atrás a la película y a la banda sonora». Como en Naked Lunch y en Nova Express, muchas de las «acciones» de The Soft Machine son acciones vistas y experimentadas como en el cine. Ejemplo:

«Caminaron a través de una ciudad de películas en blanco y negro disolventes calles de caras de humo proyectadas mil veces. Figuras del mundo en cámara lenta se detienen en piedra de cantería catatónica. Manzanas enteras de casas corren desaparecen en un flash. Vestíbulos de 1920 se llenan de lenta gris fílmica lluvia activa...»

Los hechos ocurren en «estaciones de acción». Pueden llamarse San Luis o Ciudad México o Nueva York o Tánger, pero no importa; todo el espacio se ha convertido en tiempo. El principio del movimiento, o de la narración, es que el escritor puede «cortar» (como en las películas) de un lugar a otro a voluntad y sin transición. Como dice Burroughs en Naked Lunch:

«¿Para qué gastar tanto papel en llevar La Gente de un lugar a otro? ¿Quizá para dispensar al lector del tirón de súbitos cambios de espacio y tenerlo contento? Y así se compra un boleto, se llama un taxi, se aborda un avión...

«No soy el American Express... Si una de mis gentes es vista en Nueva York dando vueltas en ropas ciuda-danas y en la próxima oración un muchacho simulando Timbuktu habla con joven de ojos de gacela, debemos asumir que él (el no residente en Timbuktu) se transportó allá por los medios de comunicación usuales...»

No es necesario decir que al reconocer las metáforas cinematográficas en los libros de Burroughs no agotamos su interés. Pero sin entender esto (su persistencia y su variedad), es imposible aprehender lo que hace Burroughs.

Hay que hacer notar que aunque Burroughs escribe un libro interminable en fragmentos o entregas, cualquiera interesado en su lectura debe tomar el buen consejo de no empezar por sus últimos libros. Aunque parte del elenco (como «Kid Subliminal», Doc Benway, «Mr Bradley Mr Martin») como frases claves recurrentes (como «Palabra cayendo—Foto cayendo») continúan de un libro a otro, los libros de Burroughs son explícitos en grados bien diferentes. Naked Lunch y Nova Express son libros muy reflexivos. (Cf. las secciones en Nova Express que demandan «silencio» del lector, las de la idea de la «emergencia total», y la de las «unidades de palabras».)

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The Soft Machine y The Ticket That Exploded son considerablemente menos explícitos. Aquí Burroughs parece asumir una familiaridad con sus métodos y sus justificaciones. Así, a pesar de sus compromisos con una «forma abierta» basada en la libertad del soñar (incluyendo «sueños retroactivos») y en las discontinuidades de la narración fílmica, la obra de Burroughs es más gratificante cuando se la lee en su secuencia actual, por muy arbitraria que ésta sea.

Una pregunta final: si Burroughs es valioso como artista por sus logros en la esfera del arte y por los que estos sugieren sobre nuevas formas posibles para la novela, ¿significa esto que sería inapropiado para nosotros ocuparnos de lo que parece decirnos, con acentos de la mayor urgencia, sobre nuestro mundo?

De acuerdo con Robbe-Grillet, las demandas de las novelas como arte y las demandas hechas al arte para

que sea a la vez espejo y crítica de la realidad, se excluyen mutuamente. Robbe-Grillet cita a Heidegger, que dice: «La condición humana es estar ahí». Lo que sigue a esto es una concepción de la literatura que no apunta hacia nada que esté más allá de lo descrito, «nada de lo que tradicionalmente puede llamarse un mensaje». Para Robbe-Grillet, el hombre es un testigo; y la novela, como cualquier arte, es una creación pura, que no refiere a nada fuera dé sí. Por tanto, «el único compromiso posible del escritor es con la literatura». Es así que Robbe-Grillet se deshace de la espinosa relación entre el arte y la vida, entre el arte y la verdad. No hay ninguna. El arte no debe nada a la vida ni a la verdad.

Pero, ¿pueden ser las cosas tan simples? De ser así habría más credibilidad en la tesis opuesta: que la literatura no es un arte y que la responsabilidad del novelista es para con la vida y la verdad. Se puede argüir que son precisamente tales sobresimplificaciones del problema las responsables de la actitud impaciente u hostil hacia la novela, compartida hoy por mucha gente inteligente. Esta hostilidad y condescendencia hacia la novela no se disipará hasta que el viejo shibboleth de arte vs. vida descanse en paz. Quiero decir, específicamente, las acusaciones de que en tanto que la novela se dedica a perfeccionarse como arte, inevitablemente pierde contacto con la «realidad» y con el papel edificante que la literatura jugó en el pasado. Esencialmente, éste es el cargo levantado por H. G. Wells contra Henry James en 1915: ha sido regularmente esgrimido contra toda literatura «experimental» o de «vanguardia» desde entonces. Y se le ha dado nuevo curso por contra-declaraciones tales como la que Nabokov hizo acerca de su arte. Nabokov alardea regularmente de que sus libros están «benditos por una total ausencia de significación social». No contienen ningún «mensaje político»; están «también a prueba de mitos». La única función propia a la literatura, insiste Nabokov en el prefacio a Lolita, es procurar para el lector un «puro nirvana estético».

Sin embargo, pese a las limitaciones de Nabokov, pese al pronunciamiento de los ensayos de Robbe-Grillet de que el arte no puede servir a ninguna «verdad», el problema es más complicado de lo que tanto los amigos como los enemigos de la literatura moderna están dispuestos a admitir.

Esto me parece a mí que es el interés último de la obra de Burroughs. Burroughs no reconoce contradicción alguna entre los aspectos no-comunicativos (puramente expresivos)

de su prosa —en otras palabras, su autonomía como arte— y la función moral, veraz de la literatura. Si, para Robbe-Grillet, el hombre es un testigo, para Burroughs el hombre es un sufriente. El hombre está ahí, sufre, comparte su angustia con otros, trata de influir a esos otros. En la entrevista de París Review, Burroughs dice:

«Definitivamente quiero que tome literalmente lo que digo, sí, para hacer a la gente consciente de la verdadera criminalidad de nuestro tiempo... Toda mi obra está dirigida contra esos inclinados, por estupidez o designio propio, en hacer volar el planeta o volverlo inhabitable. Como los publicitarios... Me concierne la precisa manipulación de la palabra y de la imagen para crear una alteración en la conciencia del lector.»

La noción del arte como algo eficaz nadie quiere negarla —ni aun Robbe-Grillet, cuya teoría crítica declara que no le conciernen asuntos tales, pero cuyos deseos substantivos para la literatura implican que sí le conciernen. La propuesta de Robbe-Grillet de una nueva dirección para la literatura, una literatura que rechace la «inferioridad», que discuta el prestigio de la «experiencia trágica de la vida», claramente sugiere que los seres humanos estarían mejor sin estas concepciones. Y la propuesta en sí (tanto como el cuerpo de la obra de Robbe-Grillet) apunta a acercar un tal mejor estado de las cosas.

Pero lo que está implícito en el análisis de Robbe-Grillet debe hacerse explícito. Las persuasivas, didácticas y regenerativas funciones del arte serio no están separadas de la manera en que el arte funciona como distracción, como entretenimiento, como autónomo juego de la mente y los sentidos. Necesitamos más exactas vías de discutir cómo el arte altera la conciencia. —Publicado en «Mundo Nuevo» No. 23, , Paris, Mayo l968. pp. 27-33.

Digitalizó e ilustró: http://www.arlequibre.blogspot.com