siervo de dios. federico salvador ramón

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SIERVO DE DIOS

DON FEDERICO SALVADOR RAMÓN

POR

AGUSTÍN SERRANO DE HARO

Censura eclesiástica

NIHIL OBSTAT:Rafael Sanz NietoMadrid, 9 de septiembre de 1974

IMPRIMASE:Doctor José Mª Martín Patiño,Provicario General.

Primera edición: Madrid, 1974Segunda edición: Granada, 2011

I S B N : 84-400-0871-6Depósito legal: M. 32.379-1974

Imprime: Imprenta Porcel

Impreso en España Printed in Spain

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PRESENTACIÓN

El día 8 de octubre de 2011, después de casi 100 años, en la capilla de la Casa Madre de la Congre-gación -Calle Madero nº 2, Tlalpan, D. F., Méxi-co- cuatro jóvenes reciben la medalla de aspiran-tes para reiniciar el acariciado sueño de Nuestros Padres Fundadores: los Esclavos de la Inmaculada Niña.

Y es precisamente en esta fecha cuando aparece la segunda edición de este pequeño pero valioso li-bro, escrito por Don Agustín Serrano de Haro, gran admirador de nuestro Padre Fundador, el Siervo de Dios Federico Salvador Ramón, y profundo segui-dor de su doctrina, conforme a su condición de cris-tiano laico dentro de la Iglesia. Nos hará bien leerlo y profundizarlo.

Antes de cualquier otro proyecto o consejo, San Pablo recomienda a su discípulo, colaborador y ami-go Timoteo: reaviva, es decir, reenciende y reactiva la gracia que llevas dentro, la fe que has recibido en el Bautismo. Lo tienes todo, reenciende el fuego del Espíritu. (Cfr. 2 Tim 1,6)

Fieles a la doctrina de la Iglesia y al deseo de nuestros Padres Fundadores, ayudamos a los Se-glares Esclavos de la Inmaculada Niña (SEIN) para que se formen según el espíritu y carisma de nuestra

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Congregación religiosa y acogemos su cooperación apostólica. (Cfr. Directorio, nº 155).

La organización de los Esclavos de la Inmacu-lada Niña constituyó la máxima preocupación del Padre Federico. “Necesito esclavos, esclavos, escla-vos,… y nada más que esclavos… Esclavos deseo y no cesaré hasta que los haga o muera”. Con estas palabras del Padre Federico invitamos a nuestros lectores a animarse y reencender el fuego del Espí-ritu, en cualquier lugar donde se encuentren y donde el mundo los necesite.

Flor María Magdaleno GonzálezSuperiora General

México, 8 de octubre de 2011

A la Superiora General y a todas y cada una de las Religiosas Esclavas de la Inma-

culada Niña, las cuales tienen en la vida de su Fundador un ejemplo maravilloso de virtudes y en sus escritos luces espléndidas para caminar sin vacilaciones por los sen-

deros de su vocación y de su vida.

EL AUTOR

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Índice

PRESENTACIÓN ................................................5 PRÓLOGO ........................................................11

Capítulo IApuntes biográficos ...........................................17

Capítulo IIEl hombre ..........................................................55

Capítulo III El sacerdote ........................................................63

Capítulo IV El escritor ...........................................................75

Capítulo V El orador .............................................................95

Capítulo VIAnécdotas .........................................................105

Capítulo VIIEl compañero inseparable de su vida ...............117

Capítulo VIIIUn tríptico soberano .........................................129

Capítulo IX El fundador .......................................................157

Capítulo XD. Federico Salvador, figura de actualidad ......171

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PRÓLOGO

Entre las muchas gracias, muchísimas, que tengo que agradecer a Dios, una de las más grandes y transcendentales en mi vida es la de haberme puesto en contacto con figuras egregias del mundo de la fe, que dejaron en mi alma huellas indelebles.

A muchos he pagado ya el tributo, modestísimo pero entrañable, de mi recuerdo y de mi veneración, de mi cariño y de mi gratitud.1

Había que pagarlo también a don Federico Salvador Ramón, un hombre de Dios, dotado excepcionalmente por la Providencia con facultades y virtudes que puso sin restricciones ni regateos al servicio de los ideales más puros y netos con que puede soñar un alma cristiana.

Vamos a acometer, sin pretensiones que ni tengo ni podría tener, el intento de penetrar en el misterio

1V. La estela de un apóstol. Páginas divulgadoras de la vida y la obra de don Pedro Poveda –Publicaciones de la Institución Teresiana. Madr id, 1942.Una mujer para una obra (María Josefa Segovia). Ediciones Paraninfo. Madrid, 1962.Un obispo español doctor en Pedagogía (D. Francisco Blanco Nájera). Edit. Escuela Española. Madrid, 1967.El Magistral Domínguez, gloria de Guadix. Notas para la histo-ria eclesiástica y literaria de Guadix durante el primer tercio del siglo XX. Gráficas Isla. Madrid, 1971.D. Juan de Dios Ponce, sacerdote ejemplar. Madrid, 1972.Una figura del pensamiento español. Don Pedro Poveda Cas-troverde. Edit. Escuela Española, 1974.

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de una vida y un alma, empresa siempre arriesgada y difícil, pero mucho más cuando se trata de personas extraordinarias, de vidas que dejaron tras sí amplias estelas en los mares inmensos del pensamiento y del trabajo.

Tal es la de don Federico, hombre admirable por sus virtudes sobrenaturales y humanas.

Yo creo sinceramente que en la vida de hombres de esta categoría, lo mejor se queda por decir, porque lo mejor, precisamente por serlo, es íntimo, y ellos, precisamente por ser quienes son, no lo cuentan.

Lo que sabemos y decimos es algo así como la brasa que se adivina por el calor, como la rosa de cuya presencia estamos seguros por la fragancia inconfundible que respiramos.

Acerquémonos cuanto nos sea posible a la figura venerable y sugestiva de aquel hombre excepcional y, por torpemente que se muevan el pensamiento y la pluma, algo podremos percibir y transmitir de lo que él fue, de lo que trabajó, de sus ilusiones, de sus enseñanzas, de sus virtudes.

Vive, por fortuna –y por mucho tiempo sea– un buen sacerdote que conoció mucho a don Federico, que vivió tres años junto a él, que fue depositario de muchos de sus secretos, que ha conservado memoria fidelísima de sus dichos y de sus hechos.

Y en nuestras manos tenemos abultados manuscritos que cuentan unos y otros, que son testimonio vivo de muchos afanes y de muchas virtudes.

El sacerdote es don José Sirvent Marín, párroco jubilado de la diócesis de Almería.

Estuvo también a nuestra disposición el fiel y jugoso archivo de la Congregación de Religiosas

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Esclavas de la Inmaculada Niña, fundada por él con la denominación de Esclavas de la Divina Infantita. Y muchas de estas buenas religiosas, vivas aún, nos han contado cosas de su Fundador; y otras dejaron relaciones en cuyo texto se percibe tanto como la verdad de lo que dicen el cariño filial y la veneración. Unidas tan preciosas referencias a otras recogidas en los pueblos en que vivió (Almería, Instinción, Guadix, Cantoria, México); a las colecciones de la revista «Esclava y Reina». Y del Boletín Oficial del Obispado de Guadix, y a números yrecortes de otras publicaciones y a libros escritos por el padre Federico y por su hermano don Francisco, bien puede completar todo ello los propios inolvidables recuerdos del autor de este diseño biográfico, que conoció y trató mucho al padre Federico durante el largo período de tiempo que mediara entre su llegada a Guadix y el último viaje de su vida a tierras americanas, en las que murió.

Por exigente que sea un crítico de la Historia, no parece que pueda recusar los testimonios de que nos hemos valido.

Y no queda agotada la materia. Acuda a las mismas fuentes quien encontrase pálido y desvaído y superficial el estudio que le ofrecemos.

Va éste dedicado de modo especial a las religiosas de su Congregación.

Todo lo desgasta el tiempo. Y no es raro encontrar religiosos y religiosas que no conocen los escritos de su Fundador, que no tienen de él más noticias de las que, de modo incompleto, ha ido transmitiendo la tradición. Y esto no es suficiente para quien ha entregado su vida entera a unos ideales y unas obras que el Fundador sintió, vivió y cuyo tesoro encomendó a estos mismos religiosos.

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Ese ideal subsiste y precisamente a sostenerlo a través de tiempos y espacios se han consagrado en alma y cuerpo.

Pero, ¿cómo podrán hacerlo, si no conocen muy bien conocidas las ideas del Fundador, si no sienten en sí el empuje que puede y debe imprimirles el ejemplo de su vida?

No en vano el Concilio Vaticano II, en su Decreto sobre renovación de la vida religiosa, ha dicho textualmente:

“Cede en bien mismo de la Iglesia que los institutos tengan su carácter y función particular. Por tanto, reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada instituto.”

No deben, en efecto, las Instituciones y Congregaciones religiosas olvidar sus orígenes, sus constituciones primitivas, la vida, los ideales, los móviles supremos de sus Fundadores.

Los tiempos cambian, pero la naturaleza humana permanece idéntica. Lo que antes se llamó de una manera, hoy se llamará, quizá, de otra, pero es posible que no haya entre lo uno y lo otro tantas diferencias como creen apreciar los ojos que miran superficies. El padre Granada dijo que las comedias de Plauto son siempre las mismas, lo que cambia es la máscara de los que las representan.

De cualquier modo, aunque medie mucho tiempo entre el del Fundador y el de las horas presentes; aunque hayan variado circunstancias históricas, ambientales, culturales y apostólicas; conocida bien la mente del Fundador, amada su concepción del trabajo apostólico, no será difícil a quienes se

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acogieron a la égida de su doctrina y de sus normas de vida aplicar unas y otras a las exigencias del momento. Y eso no será traicionar, sino respetar y cumplir la mente del Fundador.

Por mucho que se alargue y crezca, nunca debe olvidarse el río de la fuente que le dio principio.

No necesitaba yo más estímulos para acometer este trabajo, pero también me ha movido el deseo de continuar aportando datos para la historia eclesiástica y cultural de Guadix.

Las biografías dedicadas a don José Domínguez, a don Juan de Dios Ponce y a don Pedro Poveda ya contienen muchos, hasta el punto de que a la primera de ellas pude dar el subtítulo de «Notas para la historia eclesiástica y literaria de Guadix durante el primer tercio del siglo XX».

Fue, efectivamente, aquel tercio una especie de edad de oro de la vieja ciudad, que tiene como blasón supremo este trozo soberano de historia «Acci prima Christi fidem in Hispania recepit».

Y don Federico Salvador y su hermano, y el valer y el trabajo de ambos, y las obras que allí hicieron y propagaron, forman uno de los capítulos más llenos de cuantos puedan escribirse sobre Guadix.

La historia de los pueblos es a la historia de las naciones como los ríos afluentes son a las corrientes gigantescas de agua. Ellos las nutren, las sostienen, les dan majestad y grandeza.

Bien lo saben esto los investigadores más sagaces y más honrados, cuando acuden a los humildes archivos parroquiales de las aldeas, a los protocolos notariales de viejas ciudades decadentes, a los auténticos eruditos que, sin salir de los pueblos, mantienen encendidas lámparas que alumbran

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muchos espacios de la Patria. Y acuden buscando el dato preciso, la noticia segura, el apoyo firme de una teoría, la confirmación de un presentimiento.

Queden, pues, levemente reseñados aquí, con la esperanza de que algún día haya una pluma docta y sagaz que los incorpore a la historia grande de la ciudad bien amada.

Creemos, por fin, que el mundo de los creyentes sigue necesitando –y quizás ahora más que nunca– volver los ojos a las claras lumbres que lo iluminaron durante siglos y nutrirse de la doctrina de los hombres de Dios, que durante siglos también adoctrinaron al pueblo cristiano y fueron construyendo, piedra a piedra, este edificio portentoso que es lo mejor de las civilizaciones pasadas y presentes.

Tales y tantos motivos bien merecen el modesto trabajo que yo he realizado y el que pueda suponer para los lectores posar sobre su texto los ojos y la mente.

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Capítulo I

APUNTES BIOGRÁFICOS

No suele haber biografía, breve o extensa, divulgadora o erudita, que no comience anotando los datos de lugar y tiempo.

Pues sigamos la costumbre, que por algo será:Nombre: Federico Salvador Ramón.Lugar de nacimiento: Almería. Calle: Regocijos,

en casa ya derruida.Fecha: 9 de marzo de 1867.Iglesia en que fue bautizado: San Sebastián.Fecha del bautismo: 12 de marzo de 1867.Ministro del Sacramento: don Juan Cañizares

Góngora.Padrinos: Francisco Rodríguez Núñez y su

esposa Francisca Ramón.Nombre del padre: Federico Salvador Alex.Nombre de la madre: Francisca Ramón Visiedo.Número de hijos, dos: Federico y Francisco.Ambiente familiar: de honradez, trabajo y fe.Situación económica: modesta.Infundamos algo de espíritu en la escueta

sequedad de los datos oficiales.La situación familiar, hemos dicho, era modesta.

Y tanto, que el buen padre no era otra cosa que un sencillo obrero.

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Pero si bajo mala capa puede ocultarse buen bebedor, también bajo las humildes apariencias hay –¡y tantos como hay!– hombres de auténtica categoría espiritual. Lo era el señor Salvador Alex.

Cuantos apuntes biográficos hemos consultado lo presentan como trabajador, abnegado, generoso, sin un solo vicio que señalarle, respetable y respetado, sufrido, agudo de ingenio y de palabra.

De él escribieron sus hijos:«Como león rugía, airado ante toda injusticia y,

si le era posible, acometía lo mismo ante un pueblo entero que ante el más elevado de los hombres, que ante un pequeño de siete años.»

Y continúan: «… es imposible que nadie diga que recibió de él perjuicio. Siempre estuvieron sus manos abiertas para los pobres y para todos sus prójimos; por eso es difícil haber vivido a su lado un solo día sin recibir alguna prueba de la grandeza de su corazón»2.

Vivió los últimos años de su vida en la casa de sus hijos en Instinción, donde el “oratorio era su habitación particular. Comulgaba todos los días y visitaba al Rey incesantemente”.

Los rasgos del diseño no pueden ser más expresivos.

Como lo son los de la intensa piedad, el amor abnegado, la ternura vigilante y la preocupación educativa de la buena doña Francisca Ramón, cuya personalidad, al decir de algún biógrafo, «dejó una

2 “Esclava y Reina”, núm. 2. Instinción (Almería), 28 de febrero de 1917.

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impronta firme y duradera en el alma ardiente del niño y en su temperamento vigoroso y decidido».

Tanto la amaba este hijo suyo que, pasados años de su muerte y cuando a él sonreía la juventud, hubo de decir a su hermano Francisco, en sencillo romance:

«¿Ves cuál nos seduceaquí en la ribera

mirar las barquillasque cruzan ligeras,y en ellas zagalasgraciosas y bellasvestidas de grana,corales y perlas?

Pues más me seduce,digas lo que quieras,el beso que madreal venir nos diera.»

Y también han quedado para memoria de amores e intimidades de madre e hijo estas estrofas de Federico, consagradas a la Virgen:

«Mi madre me guiabahasta su santo templo;ella rezaba mucho y a su ejemplo,dicen que, sin cansarme, yo rezaba.¡Con qué santo embelesorecuerdo todavía cuando al salir del templo, madre mía,en mi frente estampabas dulce beso!”Tras digresión tan obligada volvamos a

Federico.El chiquitín salió despabiladillo. Despabiladillo

y bueno. Y fuerte. Y piadoso.

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Y con nobles ambiciones metidas en el corazón. Le parecían pequeños los más altos edificios. Él los quería más elevados, de solidez más firme y más gentil silueta.

Presentía, sin saberlo, la obra de la Esclavitud en la que se cumpliera el pensamiento agustiniano: Si quieres alturas de santidad, cava cimientos bien hondos de humildad.

Formación cultural: Primera enseñanza, sucesivamente, en las Escuelas de don Enrique Cabeza y don Felipe Navarro; Bachillerato; estudios de telégrafos, con el calígrafo don Manuel Arnés. Pero a éste no le gusta el camino pensado: el muchacho sirve para mucho más.

Perdona un momento, lector. Antes de seguir, tengo que contar una anécdota, algo que revela el carácter de don Federico cuando ni siquiera había apuntado la adolescencia, algo que contribuyó a modelarlo en crisoles de humildad, de trabajo, de abnegación.

Como él veía en su casa apurillos propios de los que hoy llamamos familias económicamente débiles, se propuso, sin más ni más, aligerar con su propio trabajo la carga de los buenos padres. Y se puso a «buscar colocación».

Y la encontró. La encontró en la tienda de un villanuelo, cuya dureza para con el niño me ha hecho recordar la del malandrín Juan Haldudo, el de Quintanar, con el niño mal liberado por Don Quijote.

A Federico sí lo liberó bien su padre, apenas sorprendió, no obstante los silencios de su hijo, los

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malos tratos que venía sufriendo. Valga la anécdota para dejar asomar, a través de ella, la decisión, la fortaleza, el empuje y, al mismo tiempo, la abnegación del futuro hombre de Dios.

Anotemos también que hizo los estudios de Bachillerato en el Instituto de Almería durante los cinco años 1880–1885, obteniendo en todas las asignaturas y en todos los cursos y en la reválida de notas de sobresaliente y matrículas de honor. De ello hay fiel constancia en su expediente académico. De él se dijo entonces que era «el número uno de los alumnos del Instituto».

Nuevas vacilaciones respecto a la carrera a elegir, el porvenir que labrar.

En estas vacilaciones se hizo presente el Director del Instituto, admirador de las virtudes del muchacho.

Pero quien estaba actuando y marcando rutas era el mismo Dios. Y así ocurrió algo totalmente imprevisto. Al Director del Instituto no se le ocurrió otra cosa que decir a don Federico (padre):

– Vayan ustedes a ver al señor Obispo.Lo era entonces de Almería don José Orberá, que

debía ser un hombre sencillo, muy afable, lleno de virtudes, que calaba hondo en el conocimiento del alma humana y muy especialmente de los jóvenes. Nos confirma en esta creencia todo lo que sabemos de él.

Al ver al joven Federico y escuchar las demandas de consejo, le dijo de golpe nada menos que esto:

– No te vas a ninguna parte. Te quedas aquí en el Seminario.

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Y añadió, donoso y humano:– Y si quieres fumarte un cigarrillo, te vas a tu

cuarto, te lo fumas y, ¡en paz!Pues no le cayó bien al joven la salida del

Obispo. ¿Cómo le iba a caer, si ya andaba tras una linda rapaza y haciendo, a base de ella, castillos en el aire?...

Y tanto no le cayó bien, que, apenas se apartaban de él los ojos del Prelado, daba a su padre con el codo, invitándole, impaciente, a poner fin a la aventura apenas iniciada.

Pero, ¡sí, sí!... La aventura lo fue para toda su vida, sin restarle ni la porción más pequeña de entrega y de amor. Y así, cuando salían del palacio episcopal, espetó a su buen padre:

– ¿Sabes que voy a ser cura?...Entonces fue el sorprendido padre el que puso

el reparo: – No, hijo, no. ¿Por qué has de serlo, si no tienes

vocación?Pero, ¡ah!, es que la vocación se la había clavado

de golpe en las entrañas el mismo Dios.«No me elegisteis vosotros a Mí, sino Yo a

vosotros».Pues al Seminario.Y ¡adios, Pepita!Y en el Seminario, a fundir, día tras día, en una

personalidad bien definida y cada vez más acusada, las luces de su inteligencia y los fervores de su corazón.

Los «Meritissimus» a porrillo, durante el curso de adaptación del Bachillerato y los seis de Sagrada Teología. Y, por añadidura, y puesto que tenía muy buena preparación en matemáticas, el desempeño de

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esta clase. Así se podría pagar su pensión y ayudar a su hermano, ya seminarista también.

Y todo ello sin impedirle la cordial dedicación a las catequesis de Pescadería y cuevas de San Roque, ni ayudar en las faenas domésticas durante las vacaciones.

Florecía por entonces el alumnado del Seminario de Almería en una pléyade singular de alumnos valiosísimos: el después Magistral de Guadix y perla de la oratoria española, don José Domínguez Rodríguez; don Joaquín Peralta, luego Penitenciario de Almería y poeta consagrado; don Juan Alonso Vela, que fue Canónigo del Sacromonte de Granada y escritor muy original de cuentos y versos; don Diego Ventaja, que, precisamente rigiendo la diócesis almeriense, fue sacrificado en el año 1936; don Emilio Jiménez, obispo de Barbastro; don Juan Cuenca, que murió en Granada siendo Arcipreste de su Catedral.

Huelga decir cómo se regocijaría el espíritu de Federico Salvador en aquel ambiente saturado de juventud, optimismo y alegría, de estudio, de cultura y de aficiones artísticas. Sabemos que, durante las vacaciones, pasaba buenos ratos con Pepe Domínguez3 leyendo obras literarias, declamando y también escribiendo.

Precisamente de aquellos años queda un precioso recuerdo literario del padre Federico.

Murió su madre el año siguiente a su ingreso en el Seminario. Murió santamente, feliz, viendo a su

3 V. nuestra obra “El Magistral Domínguez, gloria de Guadix”.

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hijo camino del sacerdocio, encomendándole que velara por Francisco, el hermano menor.

Vuelto al Seminario, con el corazón deshecho de pena, Federico escribió estas quintillas:

Ayer eras, madre mía,la delicia de tu hogar;hoy, ya tras la losa fría

llevaron a sepultarcon tu cuerpo, mi alegría.

Sólo me queda un consueloque viene a calmar mi llanto,

y es que tu muerte fue un vuelopara llegar al Dios Santo

y rogar por mí en el Cielo.

Las penas se mitigaron echándolas en el regazo de la Virgen María:

Murió mi madre, ya murió; y en llanto trocarse ¡ay! debiera mi alegría; mas, la pena trocóse –dulce encanto– en brazos de María al cobijarme con su hermoso manto.

El 20 de diciembre de 1890 es ordenado sacerdote. Y el 28 celebra su primera misa en la misma iglesia en que había sido bautizado.

Después va a donde lo mandan y sigue estudiando para obtener, como obtuvo, la Licenciatura en Teología, con la nota –casi no habría que decirlo– de «Nemine discrepante».

La fecha más señalada de los primeros años de su sacerdocio es, sin duda, la del 20 de septiembre de 1891, en que es nombrado capellán de las religiosas (vulgarmente llamadas «Las Puras») del convento de la Concepción, de Almería. Allí propiamente

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vino a consumarse su entrega ardiente y definitiva a la Madre de Dios. Allí empieza a sentirse y llamarse «esclavo de la Inmaculada».

Y hay una anécdota muy sencilla, pero muy elocuente.

Precisamente el día de la Inmaculada, su sagrado misterio lo tenía tan ocupado que durante unas horas no había podido fumar. Cumplidos hasta la saciedad los deberes, se derretía de gusto saboreando ya casi el cigarrillo que sus dedos nerviosos se disponían a encender.

Y en ese preciso momento, una monja:– ¿Y no lo dejaría usted por la Santísima Vir-

gen?– ¡Por Ella, todo!Y se acabó el tabaco para siempre. Como se acabó

para siempre ir a la playa, desde el mismo día en que lo estimó conveniente, para sacrificar el placer de los sentidos y los peligros de la concupiscencia.

Se prestaba bien el cargo de capellán de aquellas monjas para el cultivo intenso de la más pura espiritualidad: unas religiosas ejemplares, un templo recoleto, una casita pobre y sencilla.

Allí siguieron aumentado los fervores eucarísticos y marianos, bien adobados con humildad y penitencia (vivía en el cuarto de la portería, compartía su comida con necesitados), hasta llegar a un hecho sorprendente:

Era el día último de mayo de 1895, buena fecha para poner en haz ante la Virgen el puñado de propósitos y fervores del mes mariano por excelencia.

Predica en el recoleto templo concepcionista el padre Federico Salvador.

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Siempre enardecida su oratoria, hoy es más ardiente, más impetuosa, más brillante, como una recia catarata de amor y de dolor. En medio de la magistral pieza oratoria y ante la enorme sorpresa de un auditorio estupefacto, la palabra cálida prorrumpe, incontenida y dolorida, en una confesión pública de pecados, tan directa, tan contrita, tan ruda y acusadora que, según testimonio de la religiosa concepcionista sor María de Jesús, una muy distinguida señora almeriense, que se encontraba entre el sorprendido público, defendió allí mismo y en alta voz la inocencia de vida del humilde sacerdote.

Pero él sigue, llora, se avergüenza, atribuye a la Virgen aquella su actual «conversión».

«He vilipendiado la ley de Dios» y quiere reparar sus miserias.

Don Federico alude muy directamente en unas notas íntimas, posteriores a aquel momento, de lo que él insiste en llamar su conversión. Y sus palabras y sus frases no son menos expresivas que las que pronunciara en el púlpito. En esas notas íntimas da gracias a Dios con expresiones tales como «Curaste mis heridas y corrompidas llagas y lavaste cariñoso las múltiples miserias de mi corazón… Aún recuerdo los repugnantes fantasmas de mis iniquidades, horribles injurias para Ti y tiránicos señores de mi vergonzosa esclavitud».

Para quienes conocimos a don Federico como hombre y como orador, no nos ofrece duda que aquella tan vehemente confesión pública no estaba preparada como recurso oratorio, sino que brotó, como torrente irreprimible, espontáneo y vigoroso, de su corazón, contrito y humillado como el del profeta.

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No creemos que hubiera insinceridad o exageración en sus arrebatos de penitencia. No había sido, seguramente, un gran pecador, pero sintió el aguijón hiriente de sus flaquezas en el momento en que predicaba y el recio empujón de la gracia para salir de la medianía y entrar de lleno en los arcanos de la vida espiritual. Es anécdota que se repite frecuentemente en la vida de los santos.

A partir de aquella etapa, se multiplican recogimientos y vencimientos, oraciones y penitencias, juntamente con el estudio de la «Suma» de Santo Tomás y la regalada lectura de los versos y los libros de San Juan de la Cruz. Así debió comprobarlo fray Miguel Garbero, que vivía muy cerca del convento de las Puras y que es el que lo contó. Y comienzan como a cuajar en su alma los que fueron grandes ideales de su vida.

Extendía su mirada sobre el ancho campo del padre de familias y, doliéndose por la falta de viñadores, se quedó clavada en los pastores inmediatos de la grey, los párrocos, y sintió en las extrañas la necesidad de incorporarse a ellos y de ayudarles en su misión, acaso la llamada a producir los frutos más inmediatos en las almas.

Mas, para que esa colaboración fuese suave, eficiente, incondicional, sin los roces habituales en toda obra humana conjunta, le vino a las mientes la idea, rara, sorprendente, nueva totalmente en las empresas apostólicas, de hacer voto de obediencia a los párrocos y, por supuesto, a los obispos, sus rectores.

Y allí queda, en el fondo de su alma, viva y sugerente y formando cuerpo con estas dos ideas y estos dos amores de su vida: la humildad más

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completa y la entrega incondicional al servicio de la Virgen María. Y así fue naciendo y creciendo el apelativo de «Esclavo de la Inmaculada».

Pero él sabía –buen psicólogo– que es muy difícil que la nave llegue a puerto si no lleva buen patrón; y, considerándose incapaz de serlo para sí mismo, llegó a esta conclusión:

«Yo necesito un hombre que me quiera mandar. Yo seré de este modo el primer esclavo»4.

Y creyó encontrar este hombre en el Fundador de la Congregación de los Operarios Diocesanos, el venerado don Manuel Domingo y Sol, llegando a exclamar:

¡He aquí mi hombre!Tras las naturales visitas y conversaciones –poco

complicadas, por cierto–, fue rápidamente admitido entre los operarios diocesanos el 12 de abril de 1896.

Y aquel mismo año, en agosto, se le envió a Roma, como vice–rector y director espiritual del Colegio Español.

Allí, que sepamos, ejerció las saludables influencias de ambos cargos sobre dos sacerdotes con los que, pasados los años, había de venir a encontrarse en Guadix: don Juan de Dios Ponce y Pozo, sacrificado por la fe, en Elche, el año 1936,

4 Esta frase me trae a la memoria otra que, pasados los años, le escuché yo mismo y dicha muy donosamente: “Si los hombres se dieran cuenta de lo cómodo que es obedecer, sería dificilísi-mo encontrar quien se prestara a desempeñar los grandes cargos directivos”.

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siendo Administrador apostólico de la diócesis de Orihuela5, y don Ambrosio Martínez Sánchez, que fue penitenciario de la catedral de Guadix; y sobre el que sería después figura preclara de la Iglesia y de la cultura de España, el Patriarca–Obispo de Madrid–Alcalá y Académico de la Lengua, don Leopoldo Eijo Garay6.

Dos años estuvo en el Colegio Español de Roma. De ellos escribió don Juan de Dios Ponce:

«¿Quién de los alumnos de aquel tiempo olvidará los dos años que tuvo a su cargo la dirección espiritual de aquel escogido centro? Su palabra ardiente, su vida austera y fervorosa, unidas a su carácter joven y atrayente, formaron a una generación de sacerdotes que bien resplandeció en muchas regiones de España por su buen espíritu».

Bueno será consignar que sus trabajos en el acreditado centro, al que acudía la selección de todos los Seminarios españoles, no distrajeron de su espíritu los dos ideales fundamentales de su vida: esclavitud, pero bajo el amparo y por el amor de la Virgen María.

5 Véase “Don Juan de Dios Ponce, sacerdote ejemplar”, por Agustín Serrano de Haro.

6 Valga esta sencilla anécdota. Cuando, allá por los años veinte, don Federico llega a Madrid tras la resolución de los problemas anejos a la fundación, en la capital de España, de una casa de Esclavas de la Divina Infantita, consideró conveniente entrevis-tarse con el doctor Eijo Garay. Llamó por teléfono para pedir audiencia y, al preguntarle su nombre contestó: “Un antiguo servidor de Su Excelencia.” Huelga decir que el obispo lo reci-bió con los brazos abiertos.

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Y otra providencial sorpresa. Daba el P. Federico clase semanal de español en el Colegio Pío Latino-americano, donde, naturalmente, contrajo amista-des y conocimientos con personas y problemas de México.

Refiriéndose a aquellos mismos días, confiesa:«De harto contentamiento fue para mí la llegada

a México. Los dos años de mi permanecía en Roma, habían sido un continuo deseo de venir a México». «Aún recuerdo mis idas al Colegio Pío Latinoamericano, adonde iba cada ocho días, para dar clase de español a los alumnos de las Américas españolas, en su mayoría mexicanos».

«Cuando iba al Colegio, rogaba al Señor porque me trajera a México; cuando estaba entre aquellos alumnos, mi corazón sentíase feliz».

Llegó al Colegio el obispo de Chilapa –después arzobispo de Puebla– en demanda y gestión de llevarse operarios diocesanos a aquellas tierras. Y allá que fue el padre Federico Salvador, en las postrimerías del año 98; allá, donde, sin él saberlo, lo esperaba el gran amor, el ya definitivo y cabal amor de su vida: la Divina Infantita.

Llegó a México el día de Navidad de 1898, «encontrando –dice él– el fruto cierto de sus esperanzas».

Los primeros años de su estancia en tierras mexicanas fueron de una actividad apostólica enardecida y constante: restablecimiento del culto en San Felipe de Jesús, de la capital, misiones en Chilapa y Olinalá, confesionario, dirección espiritual, retiros, predicación, tandas de ejercicios, adoración nocturna en San Felipe con ocho horas diurnas y ocho horas nocturnas mensuales de velación.

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Y toda esta relación, que podría extenderse de modo ilimitado, no ha incluido una serie, tan larga como ella, de sufrimientos, incomprensiones y calumnias, en la cual no consideramos necesario detenernos. Es, además, ello inherente a las grandes obras que se emprenden por Dios.

Y siempre con el mismo empeño de la humillación y la obediencia, cuyo voto formula ante el párroco de Olinalá y el obispo de Cuernavaca.

Fue el año 1900 el de su «encuentro» con la Divina Infantita, el celo de cuyo amor y cuya gloria se infundió tan profundamente en su corazón que ya dejó marcado, de modo definitivo, su destino en la tierra y, sin duda alguna, en el cielo.

Mejor que mancillar con nuestra prosa lo que son acaso los recuerdos más entrañables de su vida y más amados por las religiosas de la Congregación que él fundara, será que él mismo nos lo cuente.

«En el mes de marzo del mismo año, vi por primera vez a la señorita Rosario Arrevillaga, me habló de su imagen y me invitó para que fuera a visitar la Divina Infantita. Transcurrió hasta el día 2 de mayo sin que nos volviéramos a ver. Este día nos encontramos en la calle y aquella misma tarde fui a visitar por vez primera a la milagrosa imagen. ¡Qué pobre era aquella vivienda que albergaba a la Divina Infantita! Esto no obstante, en la pieza que ocupaba la graciosa imagen se notaban algunos rasgos de la grandeza que el Apóstol de la Divina Infantita quería dar a tan excelsa Reina. Frente al altar que era sencillo, había un rico ropero que guardaba los preciosos trajes que la piedad de los devotos mexicanos había ofrecido a esta Reina. Una serie de ricos biombos bordados formaban un corredor que

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daba acceso a una recámara; en este corredor estaba colocado el histórico piano de la Pordiosera de la Divina Infantita.

Mientras yo de rodillas oraba ante aquella rica imagen, cargada de exvotos fabricados de perlas y diamantes, la entonces señorita Arrevillaga tocaba el piano.

Cuando terminé mi oración y me acerqué a la dueña de la imagen, dice ella que le dije:

– Ruegue usted para que los Operarios se encarguen de la Divina Infantita.

Aquel mes de mayo celebró la señorita Arrevillaga una función a la Divina Infantita.

Quince señoritas –representación de los 15 misterios del Santo Rosario– colocaron a las plantas de la Divina Infantita otros tantos corazones.

Nadie hubiera podido pensar que aquella fiesta era como el adiós que daba la señorita Arrevillaga a todos los elementos mundanos que hasta entonces la habían acompañado en todos o en algunos de los trabajos empeñados para extender y consolidar el culto de la Divina Infantita.

Desde este día la Apóstol de la Infancia de María debía pensar en la formación de una familia religiosa consagrada a honrar a María Niña.

Una inesperada circunstancia vino a estrechar los lazos de nuestra santa unión.

La señorita Arrevillaga había fundado en la Casa de las Reparadoras, una asociación denominada «Corte de la Divina Infantita». Las niñas de la más selecta sociedad de México se inscribieron en esta Asociación.

No sé cuál sería la causa verdadera, pero lo cierto es que un sacerdote, porque tenía reales o

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aparentes motivos de desagrado con las religiosas Reparadoras, se atrevió a manifestar su descontento predicando en contra de la Divina Infantita. Esto dio ocasión a que las religiosas se quejasen al ilustrísimo señor Ruiz, que era por entonces el Director de la Comunidad; y, al manifestarlo dicho señor al ilustrísimo señor arzobispo, dio por resultado que el señor Ruiz me fuese a proponer, de parte del ilustrísimo señor arzobispo, si me quería encargar de la dirección de la Corte de la Divina Infantita. Manifestando al director diocesano el deseo del señor arzobispo, accedí a la demanda que hacía y desde entonces quedé esperando la próxima reunión para presentar mi primer servicio a la Corte de la Divina Infantita.

Cuando yo caminaba a la casa de las Reparadoras por primera vez para el fin ya dicho, mi alma reconocía que aquél era el principio de mis luchas por la Inmaculada: ¡Tú quieres, Reina mía, que yo empiece a trabajar por Ti en lo ínfimo, me gozo en el principio y te pido que no me niegues tu bendición!

Así transcurrió el tiempo hasta la Novena de la Natividad de María de aquel mismo año 1900, celebrada en la parroquia de San José de México, y para cuya fiesta fue invitado el padre Director diocesano, don Sebastián Bover, para que cantara la misa y yo para predicar.

En aquel sermón fue cuando dije que no había inconveniente en que existiera una familia religiosa que honrara la niñez de María, cuando la había para tantos otros misterios de la Señora. Esta fue cual la voz de ejecución que Dios nos dio, tanto a la señorita Arrevillaga como a mí, para empezar la Obra de la Esclavitud.

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Después de las consultas e indecisiones propias del que, deseando hacer maravillas, apenas puede decir que quiere hacer lo más pequeño, contando con la negativa del antiguo director de la señorita Arrevillaga y con la aquiescencia del actual obispo de León, el día 15 de noviembre de 1900, recibimos en aquella pobrísima casa número 7 de la calle Verde, la primera niña del incipiente Asilo de la Divina Infantita, y el día 21 del mismo mes, recibió la escogida para Madre de la Esclavitud a la primera joven que había de ser la primera hija de la santa Madre.

Todavía se conservan estas dos personas a nuestro lado, la una como la primera niña del Asilo; la Divina Infantita la ha querido conservar tan inocente, que a todos los que la conocen les encanta por la angelical sencillez de su alma. La otra es la primera de las profesas y esperamos en el Señor que nunca ha de ser infiel a la Divina Infantita.

Tres meses más tarde, la señorita Arrevillaga encontrábase ya con fuerzas para celebrar de manera solemne la instalación del Asilo y Esclavitud de la Divina Infantita.

A esta función invitó la señorita Arrevillaga familias de lo más selecto de la sociedad mexicana. Era de admirar cómo tan distinguidas señoritas llenaban aquella pieza que pudiéramos llamar el primer oratorio de la Divina Infantita, muchas veces sin tener lugar, ni silla en que sentarse; pero en esta ocasión era más admirable aún que aquellas señoritas pudieran ver en cuatro niñas para un asilo, y en dos postulantes para Esclavas, los gérmenes de la futura Obra de la Esclavitud, por cuyo motivo recibió la señorita Arrevillaga mil plácemes y los

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más lisonjeros pronósticos. Pero no ha de extrañar que tal pensaran aquellas personas que ya conocían a la que se gloría de ser llamada Pordiosera de la Divina Infantita por sus obras, y que sabían que, a la sazón, había invertido veinte mil pesos en el espacio de un año en la construcción del templo de la Divina Infantita.

En acta que se levantó el día de la inauguración del Asilo y que tengo a la vista, entre otros párrafos tiene los que siguen:

Hoy 23 de febrero de 1901, festividad de San Pedro Damiano, quedan consagradas al santo servicio y alabanza de la Divina Infantita las almas aquí reunidas para este fin.

Acepta, graciosa Princesita de la gloria, estas cuatro niñas pequeñitas e inocentes, que son las primicias de la pequeña Corte de la Divina Infantita, y bendícelas para que nunca te ofendan y te amen siempre.

Recibe también, Inmaculada Niña, estas tus siervas que se ofrecen a honrarte haciendo bien a las almas de sus prójimos y formando la nueva familia denominada Esclavas de la Divina Infantita”.

A fines del mes de abril del mismo año, ya había muerto un hermano soltero de la señorita Arrevillaga que vivió con ella, y desde entonces con más libertad pudimos disponer de las tres piezas que formaban la vivienda. Pero no fue esto sólo; también entonces quedó desocupada la casa numero 6 de la calle Verde, contigua a la que habitaba la Divina Infantita y que fácilmente podía ponerse en comunicación. Arrendamos esta casa y la comunicamos con la primitiva vivienda. Con el aumento de la casa, fue consiguiente el de las asiladas y de las pretendientes de la Esclavitud.

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Y todo aumentó en efecto. Las niñas llegaron hasta once y las postulantes hasta cuatro.”

A partir de entonces, todo fue coser y cantar, en lenguaje religioso trabajar y gozarse al ir creciendo el culto de la Divina Infantita y las obras ya colocadas a su sombra.

Hubo contrariedades muy serias, incomprensio-nes, hasta calumnias, pero bien vale la pena toda esa ganga humana tan pegada a las obras transcendenta-les. Sigamos nuestra narración.

No era fácil que don Federico pudiera simultanear su condición de «Operario», sujeto a obediencia inmediata, con la de Fundador de una congregación y de unas obras tan distintas de las habituales en los Operarios.

Por eso decidió –y con él su hermano, también ya trabajando en México– trasladarse a España y visitar al Fundador de los Operarios, exponiéndole la nueva situación e inclusive pidiendo su beneplácito para desligarse de ellos y poder así entregarse en cuerpo y alma, sin ningún otro compromiso ni dificultad, al servicio de la nueva empresa evangélica, sobre la que se percibía ya el soplo del Espíritu.

Lejos de oponer dificultades, don Manuel Domingo Sol los dejó en completa libertad e, inclusive, escribió a los Operarios de México «que no se opusieran en nada a la Obra del padre Federico, porque le había de dar mucha gloria a Dios».

A partir de entonces y sin menguar en sus fervores apostólicos, la gran preocupación fue la de infundir en otras almas el amor de la Divina Infantita y la de buscarle Esclavos y Esclavas, en México y en España, soportando los larguísimos viajes y las dificultades que en estos casos tanto menudean.

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Y nada menos que levantar el templo de la Divina Infantita.

No se resignaba el padre Federico a las calmas y dilaciones que suelen padecer las construcciones de gran envergadura. Por eso, sin prescindir de las convenientes colaboraciones técnicas, él mismo se puso a llevar la dirección inmediata de las obras.

Y su ancho pecho reventaba de gozo cuando, el día 30 de agosto de 1903, la imagen de la Divina Infantita fue trasladada, desde el Asilo de Tacubaya, a su templo propio, del que su «arquitecto» fue nombrado capellán.

En aquel «pedacito de cielo» el santo sacerdote se encontraba a sus anchas: culto y adoración de la Eucaristía, devoción ardiente de la Divina Infantita, confesionario y dirección espiritual, predicación, retiros, salidas a misiones en varias «haciendas» y a otros Estados y otras poblaciones a predicar y a misionar, etc., etc.

Y en estos etcéteras va incluido todo lo que naturalmente se puede presumir de un sacerdote joven, fuerte, fervorosísimo y que ha encontrado su camino real. Algo así como lo que dijo el profeta: «Corrí por el camino de tus mandamientos cuando tú dilataste mi corazón».

En medio de todo esto, una gran ilusión; más todavía: un ansia incontenible de ver crecer la dulce empresa, de encontrar almas, hombres y mujeres, que se entregaran a ella de todo corazón.

Por eso, en uno de sus viajes a España –año 1902– y tras cinco días de ejercicios espirituales en Vélez-Rubio (Almería), escribe la primera Regla y las primeras constituciones para Esclavos de la Divina Infantita.

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Y sigue activo el afán. Pero sellado a fuego con el signo de la cruz, el cual llegó a tales extremos que un Decreto de la Sagrada Congregación de Religiosos, de 21 de marzo de 1910, disolvió la Asociación de Esclavas de la Divina Infantita.

Debió serle el golpe más doloroso y más duro que el que pudiera asestarle un hacha en su cuello, pero lo aceptó humildemente, lo amasó con tantas ilusiones como venía a apagarle y de la singular amalgama brotó un rayo de especial confianza de Dios. Inclusive, le acariciaban el corazón pensamientos confortantes: «No es la primera vez que esto ocurre. Quizá no haya obra apostólica transcendental que no haya pasado por pruebas semejantes. Si un Decreto prohíbe, nada se opone, en principio, a que otro Decreto apruebe».

Pues, ¡a acatar la orden humildemente, a seguir trabajando en la viña del Padre de Familias y a confiar en la segura intervención de la Divina infantita!

Mientras tanto, no se dispersó el rebaño porque hubiera sido herido el pastor; las que habían acudido a su silbo siguieron trabajando, con espíritu de humildad y pobreza, en los Asilos ya abiertos y propagando la devoción de la Divina Infantita, ya aprobada anteriormente por el Papa.

El citado Decreto fue, desde luego, un golpe seco en el mismo corazón de don Federico, pero él sacó fuerzas de flaqueza. Y ese mismo año de 1910 ya lo tenemos al frente de «La Independencia», diario católico de Almería, almena la más adecuada para defender las mejores causas y fustigar, como él hizo, los más funestos errores.

Convivió con él, entonces, el periodista almeriense Fructuoso Pérez Márquez, que luego fue

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también director del mismo periódico, y suyas son estas palabras:

«Tuve la suerte de conocerle en este aspecto de su vida fecunda y apostólica, y perdurará mientras viva en mi memoria el recuerdo de aquel hombre de celo inagotable que, aun a costa de su salud quebrantada, después de las actividades del día, pasaba las noches con quienes entonces trabajábamos en «La Independencia», periódico al que consagró, durante un largo período, toda clase de esfuerzos y de sacrificios. En franca camaradería con muchachos que hacíamos en aquella época nuestras primeras armas en el periodismo, don Federico se nos manifestó como escritor fácil y ameno, polemista formidable, de fina sátira, que jamás rebasaba los límites de la caridad. Diluidos en la colección de «La Independencia» están centenares de sus trabajos hechos a vuelapluma, jamás firmados, como dándonos a entender que el periodista católico ha de practicar el anónimo para que sus trabajos sean más meritorios ante Dios.

Una editorial católica era otro de los grandes pensamientos de don Federico. Y llegó a establecerla en Almería, y divulgó muchas lecturas sanas, y propagó millares de hojas y folletos, y fundó esta revista ya benemérita…

No es posible condensar en unas cuartillas su biografía de periodista, ni es tarea para mis fuerzas desmedradas. Otros se encargarán de hacerlo”.

Sería ocioso decir que en ningún momento sintió mengua o quebranto su devoción a la Virgen, acudiendo el año 1912, en representación de la diócesis de Almería, al Congreso Mariano Internacional de Tréveris, en el que presentó una

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«memoria» que mereció ser traducida a la lengua francesa.

La proximidad de Instinción, pueblo natal de su padre, con dulces recuerdos de infancia para él, le sugirió el deseo de hacerle un gran bien. Y allí creó un Colegio internado de Segunda Enseñanza, al frente del cual figuró oficialmente su hermano.

También es de esta época la publicación de la revista mariana «Esclava y Reina», cuyo primer número apareció en enero del año 1917, imprimiéndose primeramente en Institución y después en Guadix.

Estamos en Guadix. Finales del año 1917.Don Francisco Salvador Ramón, el hermano de

don Federico, ha hecho en aquella catedral unos ejercicios de oposición de Canonjía tan estupendos, tan sorprendentes, tan fuera de lo habitual, tan desconcertantes para su coopositores, que no quedarían éstos con ganas de volverse a enfrentar con él en lídes semejantes, aunque les fuera en ello la vida.

Pero es que vaca otra Canonjía y empieza a rumorearse, entre el clero y el no clero, que se presenta a ella el otro hermano, don Federico Salvador. Y hablaban de su valía, los sacerdotes accitanos, que lo conocieron en Roma. Y alguien ha oído decir, alguna vez, a don Francisco: «Mi hermano vale muchísimo más que yo».

Pues ni una palabra más. Huida general de presuntos aspirantes. Y don Federico, solo en la oposición.

Permíteme, lector, que antes de seguir la crónica te diga que no es fácil explicar cómo se le ocurrió a este hombre tan asiduamente entregado a obras

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de celo, tan dinámico, con tantos y tan singulares proyectos en la cabeza y en el corazón, con tantos afanes hechos carne y sangre de su vida; cómo se le ocurrió, digo, aspirar a un cargo, el de Canónigo, tan vacío habitualmente en sí de grandes inquietudes apostólicas, por lo menos en un orden dinámico y con carácter oficial.

¿Fue por complacer a su hermano, al que nunca disgustaba, como tampoco su hermano a él? ¿Fue porque en el obispo de Guadix, don Timoteo Hernández Mulas, adivinaba o tenía ya seguro un protector de la Esclavitud de la Divina Infantita? ¿O porque, juntos ambos hermanos, establecidos en Guadix un Colegio de Segunda Enseñanza y una editorial y una congregación religiosa, había una excelente rampa de lanzamiento de grandes empresas apostólicas?

El minucioso cronista de la vida de don Federico, señor Sirvent, asegura que fue el propio señor obispo el que le pidió que hiciera las oposiciones a fin de retenerlo en su diócesis.

Sea por lo que fuere, lo cierto es que las hizo. Y –¡qué cosas, Dios mío…!– las oposiciones, en su primera parte, tesis y argumentación, fueron un desastre.

Es el caso que ni don Federico había echado por los derroteros de la erudición filosófica, con apretados carriles de silogismos y distinciones; ni, procedente en sus comienzos del Bachillerato, había cultivado el latín con el dominio y la soltura con que lo hablaba su hermano.

Inclusive me atrevo a creer –y conste que sigo en el terreno de las suposiciones–, que don Francisco se empeñó en ayudarle a preparar la tesis y los

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argumentos que le tocaron en suerte, con lo que, sin quererlo, le cortó las alas con que volar por su propia cuenta, para lo cual no le faltaba gallardía.

El tema de su disertación fue la siguiente proposición, sacada a suerte del libro IV del Maestro de las Sentencias: Sine confessione oris et satifactione operis nemo a peccato mundari potest, si tempus faciendi habuerit.

La humillación fue de tomo y lomo.¡Qué insondables y tremendos son los designios

de Dios! Aquel coloso de las ciencias eclesiásticas, aquel erudito, aquel escritor, aquel teólogo, aquel hombre que se había ganado a pulso un gran prestigio en medios internacionales de una cultura con la que ni siquiera podía pensar en compararse la de los hombres de Guadix, se vio durante dos horas humillado ante un público que no servía para desatarle el cordón de su zapato.

Yo estoy seguro de que su alma dio gracias a Dios, con el texto sagrado Bonum, quia humilliasti me.

Y Dios, que se inclina sobre los humildes, hizo que en el siguiente ejercicio, la homilía, todos quedaran asombrados, auténticamente asombrados, porque latinista excepcional no sería, pero orador y teólogo y humanista de auténtica categoría sí que demostró serlo.

Sucedió en la Canonjía al santo varón D. Juan de Dios Ponce Pozo, promovido a la Canonjía lectoral de la misma Santa Iglesia. Fueron a Guadix, a actuar como testigos, en su toma de posesión sus amigos del alma los Canónigos de Almería don Joaquín Peralta Valdivia y don Rafael Ortega Barrios. Y lo asistieron en la ceremonia los capitulares de

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la catedral de Guadix don Antonio Peláez y don Francisco Lao.

Era el día 3 de marzo de 1918.Ya es Canónigo de la catedral de Guadix don

Federico Salvador, pero sin demasiadas ilusiones, sin excesivo apego a los espléndidos hábitos morados y rojos que ostentan los prebendados de la diócesis más antigua de España.

«Algún día tiro estos hábitos y me voy a trabajar como simple sacerdote», dijo una vez a un confidente suyo.

De cualquier modo que sea, ya tenemos a nuestro flamante Canónigo en acción.

En acción, sí, porque ni un solo minuto estuvo parado. Eso lo sé yo bien, porque entonces lo traté continuamente.

Era la asistencia a “coro”, tras la mañana en el confesonario, siempre con “cola” de quienes buscaban la absolución de sus pecados y la recta orientación de su vida.

Era la dirección del Colegio de Segunda Enseñanza de la Divina Infantita7.

Era la dirección espiritual de los seminaristas.Era la amadísima revista «Esclava Y Reina»,

entonces en todo su apogeo y editándose en imprenta propia montada en Guadix.

7 Tanto en esta dirección como en la de la revista “Esclava y Reina”, fue conjunta y armónica la acción de los dos herma-nos, aunque la moderación, la prudencia y el sentido directivo de don Federico era la mejor garantía de las obras al frente de cuya rectoría él siempre procuró que figurarse el nombre de su hermano.

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Eran los afanes de la «Esclavitud», que se repartían entre la formación de sus monjitas, la apertura de casas y los “papeles” de curias episcopales y romanas.

Porque no hemos dicho –y el dato es de la máxima categoría– que el día 22 de junio de 1921 el Papa Benedicto XV aprobó la Congregación de Esclavas de la Divina Infantita.

Era actuar de capellán de la ermita nueva, cuya ancha barriada, florecía bajo las sandalias de don Pedro Poveda, siempre estuvo necesitada de abnegaciones sacerdotales. Don Federico y su hermano y don Manuel Campillo dieron en ella una misión ya en el mismo año 1918.

Era el ofrecimiento de suplir y ayudar, en casos necesarios, a los sacerdotes de su parroquia, la del Sagrario.

Fue la dirección del semanario Guadix y Baza directamente tutelado por el obispo de la diócesis8.

8 Este semanario sucedió a “Pedro Lagarto”, primero (éste no de la Mitra, naturalmente); a “Patria Chica”, después. Ambos, e inclusive “Guadix y Baza” en su etapa primera, habían sido dirigidos por el gran periodista, poeta y singular relojero don Manuel Fernández Morera, una de las figuras más eminentes de la cultura accitana durante el primer tercio del siglo XX.

Cuando don Federico renunció a la Canonjía y se fue de Guadix, se encargó de la dirección del semanario el castizo escritor accitano don Manuel Pezán. Y, finalmente y hasta la desaparición del semanario, en 1931, don Francisco Jiménez García, el cual le dio un carácter predominante de tipo social.

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Fue lo que se llama “no parar”9. Y, permíteme, lector, un paréntesis para consignar

la gloria de aquellos años de la ciudad de Guadix.Sobre la suya histórica y natural, los hermanos

Salvador le aportaron florones insospechados y espléndidos: un gran colegio de primera y segunda enseñanza, vieja aspiración de la ciudad; una congregación religiosa naciente; una revista mariana que salía de allí para llegar hasta los cabos del mundo; unos libros de Teología, de Filosofía, de Mística, que eran pedidos y consultados por estudiosos, por espíritus ansiosos de Dios, por hombres doctos en las ciencias sagradas.

Días como aquellos quizá no los habría tenido nunca ni haya vuelto a tenerlos la ciudad milenaria que Dios eligió un día para ser la primera que confesara a Cristo en España.

Pero volvamos a nuestro hombre, al que yo recuerdo, como si estuviera viendo, en aquel cuarto del colegio, cuarto que no podía recibir el nombre enfático de despacho; sin calefacción, y eso que los inviernos en Guadix son largos y duros, y aquel caserón del colegio estaba bien abierto a los aires del norte; solamente cubriendo con una manta los pies, siempre con montones de papeles y cartas sobre la mesa.

Más que mil recuerdos valen la multitud de anécdotas que recogió el bonísimo don José Sirvent,

9 De las actividades apostólicas de ambos hermanos, de la pu-blicación de sus libros, del éxito de sus trabajos, hay amplias y fervorosas referencias en la colección del Boletín Oficial del Obispado, del que era director entonces el meritísimo don Juan de Dios Ponce y Pozo.

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confidente y compañero constante suyo durante tres años seguidos.

Muchas de ellas irán en capítulo especial10 .Durante su estancia en Guadix –como anteriormente,

en cualquiera de sus residencias– no dejó de acudir solícito a donde se le llamaba para predicar la palabra divina y excitar al seguimiento de Dios.

De algunos de estos lugares visitados por él tenemos en la mano testimonios directos.

En Instinción organizó una misión el año 1910 en unión de su hermano y de don Manuel Campillo, cuyos frutos visibles fueron espléndidos; allí se estableció el primer colegio de la Divina Infantita, luego trasladado a Guadix; allí estuvo el primer noviciado de Esclavas, haciendo en él su profesión las primeras mexicanas y las primeras españolas11.

Noticias semejantes tenemos de Cantoria, donde fundó también colegio y convento.

Y yo mismo lo invité a predicar en Albuñán el sermón de la soledad, que era allí el más famoso del año. El pueblo entero llenaba el templo, sobrecogidos todos ante la reciedumbre con que fustigó los malos hábitos arraigados entonces en aquellos ambientes.

10 Véase capítulo VI de este libro.

11 El pueblo de Instinción no fue indiferente ante el bien que se les llevaba. Con varias aportaciones de dinero y de trabajo con-tribuyeron todos, ricos y pobres, a la construcción del edificio del Colegio. Ambos hermanos fueron declarados “hijos adopti-vos” de la villa y aún subsisten las placas que dan el nombre de don Federico a la plaza del Ayuntamiento, y de don Francisco a la de la Iglesia.

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Así y todo, trabajando tanto y en tantas cosas, no acababa de sentirse a gusto como Canónigo. Y efectivamente, apenas fallecido su buen hermano, don Federico renunció a la Canonjía en marzo de 1926, pidiendo la excardinación de la diócesis de Guadix, al par que era recibido en la de Granada, de la que era arzobispo don Vicente Casanova y Marzol, que había sido obispo de Almería y conocía de modo personal y directo todo lo que valía don Federico.

La primera estación, misionar y catequizar en el típico barrio del Albaicín granadino.

La segunda, continuar los mismos trabajos en El Ejido (Campo de Dalías, entonces de la diócesis de Granada, ahora de la de Almería). Aquí el surco caló hondo y todavía están allí religiosas Esclavas dando buen testimonio de ello.

Cree entonces llegado un momento en que soñó siempre: llevar su Obra a África, intentar la incorporación a Cristo de los pueblos mahometanos. Y allá se fue, en octubre de 1929, y allá quedó también algo más que el recuerdo de su paso: las casas de Melilla, Alhucemas y Nador.

Pero la llamada de México repiqueteaba fuertemente en sus oídos y en su corazón. Y no sólo por motivos afectivos y románticos recuerdos de la mejor ley, sino porque allí estaban las primeras purísimas fuentes de la Esclavitud, que había quedado, humanamente, huérfana, al morir el año 1925, la Madre María del Rosario de Jesús Arrevillaga, cofundadora y primera Superiora General de la Esclavitud de la Divina Infantita.

También –y como hermosa contrapartida de tantos dolores– el Papa Benedicto XV había aprobado y erigido canónicamente la Esclavitud.

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Y como es de suponer, había que hacer mucho, aquí y allí, pero, por el momento, más allí que aquí.

Le falló su primer intento del año 1928, pero, nombrado arzobispo de México don Pascual Díaz y Barreto, se llenó de gozo al conocer que don Federico estaba dispuesto para el viaje. Y, efectivamente, el 12 de julio de 1930 puso su planta, de nuevo, en la hermosa capital, yéndose derecho al cementerio en que yacían los restos de su fidelísima colaboradora la madre María del Rosario, para celebrar allí la santa misa.

De México a Tacubaya, donde es recibido con extraordinario alborozo por grandes y chicos.

Y ocurrió aquí una escena singular y aleccionadora.

La madre María del Alma, sucesora de la madre María del Rosario, preparó para el santo sacerdote una habitación en la que volcó todo su cariño y todo su esmero, hasta el punto de ser nuevo el mobiliario y multiplicarse los más delicados detalles de ornamentación.

A tal habitación así dispuesta, lo llevaron a descansar tras el almuerzo.

Entró don Federico, miró y remiró tanto y tan fino regalo y, cuando esperaban una exclamación exultante de admiración, se dirigió a la madre María del Alma con palabras teñidas de tristeza:

– Hija mía, ¿es ésta la habitación de un esclavo?Al día siguiente volvían allí los muebles pobres

y sencillos.Aceptó, en cambio, con manifiesta satisfacción y

alegría, una veladilla teatral, que le recordaría tantas y tan nobles ilusiones por el arte dramático.

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Había que ir en seguida, naturalmente, a presentarse al señor arzobispo. Y aquí sí que comprendió y aceptó que se le comprara ropa y zapatos. Los que llevaba puestos no servían para el caso, para ningún caso!...

El arzobispo, para más y mejor complacerlo, lo nombró capellán de su propia casa de Tacubaya.

Y allí, en aquel amado templo, irrumpieron, vehementes como siempre, sus actividades apostólicas: retiros espirituales para seglares y para religiosas, confesonario, dirección espiritual, predicación.

Y desde allí, escapadas a donde había espigas que cosechar. Y todos los martes a México (capital), a visitar a los niños del Asilo, escogiendo de entre ellos y cultivando esmeradamente a ocho que se presentaban como candidatos a la Esclavitud.

¡Varones Esclavos de la Divina Infantita: uno de los sueños más acariciados de su vida!

El sueño se iba haciendo realidad, con la colaboración eficacísima del padre Leal –leal como su apellido–, al que dijo don Federico, como presintiendo su muerte:

– A su cuidado encomiendo la semilla de la Es-clavitud de hombres. ¡Cultívela!

Y a su cultivo se consagró el padre Leal que, al morir, dejaba hasta ochenta seminaristas, cinco de ellos ya profesos, estudiando Teología.

Los tiempos eran de dura persecución religiosa en México. No obstante, la Esclavitud seguía extendiéndose y arraigando.

Y se acerca el último tramo providencial, como todos, de la vida del Fundador.

Un sacerdote celoso anda buscando religiosas que

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se establezcan en Tijuana, «donde había poquísima religión y muchísimos vicios».

Saberlo don Federico y aceptarlo de un salto, fue todo uno. ¿Qué mejor campo para trabajar? Y para trabajar en medio de dificultades no sólo de orden religioso, social y moral, sino también de dificultades materiales.

– Dicen que en Tijuana las casas son de made-ra, como perreras, sobre ruedas, y que el viento las mueve y hasta las arrastra– apuntó tímidamente una religiosa designada para ir allá.

– Así es mejor, hija –replicó el Fundador–.Así, cuando tu madre vaya a visitarte, sales a

recibirla sobre ruedas.Llega a Tijuana el propio don Federico, y le sale

al encuentro una gran oportunidad: la de acabar su vida obedeciendo y sirviendo a un párroco.

El de Nuestra Señora de Guadalupe, de Tijuana, tenía la ilusión –quizá necesidad– de ir a México, y le pidió que le sustituyera durante su ausencia. Don Federico aceptó al punto, y previa autorización del Prelado, se hizo cargo de la parroquia, con su templo desmantelado y oscuro, con sus bancos desvencijados; con una «casa parroquial», detrás de la sacristía, consistente en una habitación en la que apenas cabían el pequeño lecho, una mesita–escritorio y una silla vieja…

¿Alimentación? La más inadecuada a la diabetes que padecía.

¡Qué maravilla!... esto es vivir, sin metáforas, lo que se ha predicado sin tregua.

Y allí, nadando en pobreza y en trabajos apostólicos, vino a visitarlo la enfermedad encargada

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de llevarlo ante Dios: un carbunco implacable y doloroso.

Con él estaba, sufriendo y trabajando, cuando volvió el párroco, que, al verlo en tal estado, llamó a un médico que diagnosticó la enfermedad, considerando grave el estado del paciente.

El párroco dispuso rápidamente lo necesario para ingresarlo en un sanatorio, en San Diego de California.

Allí se le atendió con esmero y con cariño, pero la enfermedad fue más poderosa que los hombres. Y así, el viernes día 13 de marzo de 1931, tras recibir los Santos Sacramentos de manos de un religioso agustino, capellán del sanatorio, entregó su vida a Dios, a las 10 de la noche, el que tantas veces y tan ardientemente se la había ofrecido.

Antes de expirar, mandó a sus religiosas un recado, síntesis de todas sus enseñanzas: que fuesen siempre humildes. ¡No es mal testamento, si se sabe desentrañar!

Todo lo que ocurrió después: la dolorosa consternación de las Esclavas, las apresuradas diligencias de la madre Alma para ir a velar y trasladar el cadáver, el embalsamamiento de éste, la pretensión, lícitamente otorgada, de que se le sacase el corazón para conservarlo como reliquia y testamento; la oración fúnebre que, allí en Tijuana, pronunció un padre agustino destacando «su profunda humildad, su amor a los pobres y espíritu de pobreza y sacrificio»; su traslado y llegada a México, con las muestras de veneración y de dolor de las monjas, de los niños y niñas de los Asilos por él fundados y de grandes masas de fieles, su sepelio en el panteón español… todo esto pueden

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imaginárselo los lectores con más viveza de la que mi pluma pusiera en el relato.

Actualmente, los amados restos esperan la resurrección en la capilla de la Virgen de la Soledad, de la cripta de la catedral de México.

Había querido obedecer a los párrocos y, más que en obediencia, en pródigo obsequio de ayuda, reverencia y amor a un párroco, vino a buscarlo la muerte.

¡Estupenda consumación de los afanes de su vida y testimonio evidente de que habían sido aceptados por Dios!

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Capítulo II

EL HOMBRE

El primer secreto para ser santo es ser hombre.En la naturaleza que Dios nos ha dado hemos

de injertar los renuevos de la gracia. Cuanto más sana, más fuerte, más jugosa y vigorosa sea aquélla, tanto mejor prenderán y fructificarán los retoños de la vida sobrenatural.

Pues bien, don Federico era un hombre, todo un hombre, en la más amplia y noble acepción de la palabra. Y en él la gracia realzó a la naturaleza.

No había más que verlo.Fuerte de cuerpo, con una fortaleza que dejaba

transcender la fortaleza del espíritu; de mirada clara y sutil; de sonrisa ancha y generosa; de palabra fácil, precisa, siempre cordial, nunca avinagrada o hiriente.

Su sola presencia imponía respeto. He aquí una anécdota que lo confirma.

Viajaba en tercera clase –como siempre–, de Almería a Guadix, en compañía de don José Sirvent que nos lo ha contado.

Había en aquellos tiempos bastante menos educación social que en los nuestros. Y en los coches de tercera no solían viajar personas demasiado bien educadas.

En el de don Federico iba aquel día un grupo de bellacos, a los que acompañaba una mujer joven entregada a los vicios.

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El encuentro con los sacerdotes estaba a punto de disparar mayores procacidades, aunque no eran pocas ni chicas las ya oídas. Pero don Federico los miró con severidad, con una severidad que contuvo sus bocas maldicientes y dijo al señor Sirvent:

– José, vamos a rezar el santo rosario para que el diablo se vaya de aquí.

Y ante el estupor y el total silencio de tan singulares compañeros de viaje se fueron desgranando piadosamente las alabanzas de la Señora.

Llegado el final, don Federico les hizo unas elementales y vivas consideraciones acerca del pecado y de la virtud y de la dignidad humana, con tal tino y tanta gracia, que allí mismo la pobre muchacha se manifestó dolida de sus extravíos y propicia a la conversión.

El comentario posterior de don Federico fue sencillísimo:

– Creo que hemos cumplido con nuestro deber sin respetos humanos, en pro de la salvación de las almas y de la gloria de Dios.

¡Estupendo! Su presencia, su valentía, hicieron enmudecer a aquel grupo insolente y desvergonzado.

Si hubiera sido un sacerdote tímido y apocado, ante él se habrían crecido los jayanes y el escarnio y el ludibrio se habrían enseñoreado de la escena, pero se encontraron ante un hombre y todo acabó como acaban las cosas de los hombres de verdad.

Sencillo, sencillísimo, pero correcta y limpiamente vestido. «Nunca vi una mancha en las sotanas de don Federico», dice un contemporáneo suyo, que lo trató a lo largo de muchos años.

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Austero, sin permitirse complacencias con las naturales y lícitas exigencias de su cuerpo ni en la comida, ni en la bebida, ni en las comodidades ordinarias.

Neto, entero, hasta aparentemente rudo, hombre de «al pan, pan, y al vino, vino», en el fondo de sus actos y de sus palabras y hasta de sus miradas había siempre un ambiente cálido de humanidad.

Iba un día por la calle de la Concepción de Guadix, con un joven, al que quería mucho, que acababa de obtener unos éxitos literarios de cierta categoría. Se encontraron a un Canónigo que, dirigiéndose al joven, le dijo gozoso:

– Eres el tío de la suerte.– El tío del talento y del trabajo –replicó en re-

dondo don Federico Salvador–.En sus relaciones sociales tenía empaque de gran

señor.Recuerdo a este propósito la comida con que nos

obsequió a los que colaborábamos en el periódico, que ya dirigía él, «Guadix y Baza». Todos los comensales quedaron prendados. Como lo quedaron el Inspector de Enseñanza Primaria, don Fernando Sainz –después, diputado socialista– y su esposa, doña María Teresa Martínez de Bujanda, al ser cumplidamente atendidos y obsequiados cuando, en cumplimiento de su misión oficial, visitaron el colegio.

Recuerdo perfectamente que, al acabar la comida a que primeramente me he referido, quienes participamos en ella pedimos la presencia de la «cocinera», que era una religiosa mexicana que nos había ofrecido suculentas muestras de la cocina de su tierra. La pobrecita se resistía a presentarse. Ante

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la orden de su padre Fundador, compareció llena de rubor y de humildad, recibió un aplauso calurosísimo y, sin decir palabra, se retiró más ruborosa aún que se había presentado.

Solía haber, ordinariamente en sus relaciones sociales, unas pizcas de buen humor, sin chispa de chabacanería. Se mantenía y manifestaba jovial, sin dejar traslucir las graves preocupaciones y las amarguras que llevaba en su corazón.

No se me ha olvidado nunca una escena habida con él.

Estábamos mi mujer y yo en esa etapa de preludios amorosos en que ya se ha dicho todo sin haber dicho todavía nada. Ambos nos íbamos sintiendo ya próximos a umbrales luminosos y queríamos el consejo firme y seguro antes de dar el paso que comprometiera para siempre nuestras vidas.

¿A quién ir, sino a él?Mi mujer acudió a don Federico por la mañana.

Yo no lo sabía: ¿cómo lo había de saber?...Recibió un placet fervoroso y rotundo.Yo fui por la noche.Llegué al Colegio y levanté la cortina verde

que velaba la puerta de su cuarto –y no digo de su despacho, de puro humilde que era la habitación– al par que decía:

– ¿Se puede pasar?Don Federico no contestó a mi demanda, levantó

los ojos del papel en que los posaba, me miró sugestivo y fijo, y me dijo con muchísima gracia:

– De «ese asunto» sé yo más que usted.Huelga decir cómo espoleó mi curiosidad ansiosa

e inquieta y cómo jugueteó con ella. Huelga decir con cuánto regocijo vio y aprobó aquellos amores

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de los que saldría una familia que él siempre tuvo por suya.

Tanto, que sencillamente a estar con nosotros se fue un buen día a Albuñán, cuando, recién casados, residimos unos meses en el pequeño pueblo de los contornos accitanos.

Tanto que a mis hijos –tres ya cuando él murió– los llamaba «mis nietecitos». Tanto que sólo a bautizar a uno de ellos –a Antonio– se trasladó a nuestra casa en Guadalajara. Tanto que sólo para entronizar en ella la figura adorable de Jesús, como dueño y rey, pasó horas felices entre nosotros. Tanto que una de las últimas misivas de su pluma fue una cariñosísima estampa –carta que nos mandó a Murcia, desde México, muy poco tiempo antes de morir.

Ante los impulsos de su carácter, naturalmente enérgico y fuerte, decía: «yo no debo ser combativo, sino compasivo».

«Sé fuerte», dice, en una carta íntima, a una monjita suya. Él lo era; él transfundía y enseñaba fortaleza, contra debilidades y vacilaciones.

«Acuérdate que ya no debes beber la leche suave de los niños, sino el pan, más o menos duro, de los fuertes.»

Virtud de todo hombre que se tenga por tal, la sinceridad.

Él era sincero. He aquí un ejemplo, entre mil: «No envidiamos –escribe– a nación alguna. Las glorias de todos nos alegran. Aunque no hemos de negar que las desearíamos para nuestra España». Eso, que él escribió, es sinceridad.

Repudiaba la hipocresía. «Todo ficción», tituló uno de sus buenos artículos. Y en él fustiga «el estado de falsedad intelectual, moral, social y

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religiosa, en que viven las naciones». Y descubre y anota valientemente cuánta falsía se oculta bajo sociedades que lucen etiquetas atrayentes.

Era valiente cuando en palabras y escritos oponía los contenidos de la fe a las doctrinas más o menos solapadas que pretendían minar sus cimientos; y a los Gobiernos del mundo que, más o menos disfrazados, tenían siempre a mano el martillo demoledor de la vida cristiana.

Sus enérgicos apóstrofes salían atenuados por el espíritu de caridad.

«Esto no obsta para que nosotros sigamos amando»…, dijo alguna vez después de condenar enérgicamente acciones vituperables.

Y así escribe:«No nos espantan las bajas amenazas ni las listas

de éste o aquel bando.»Todo periodista tiene que ser polemista. Y el ser

polemista siempre implica riesgos. Don Federico, hombre firme en sus actitudes, no los teme.

Hasta en detalles que parecen ajenos a los efectos de su corazón, entran éstos con efluvios inconfundibles y transcendentales.

Así, por ejemplo, quizá la más perfecta pieza oratoria suya, entre las que conocemos, sea el sermón de Misa nueva que predicó en la de su dilecto amigo Jesús Medialdea.

Todo él es una efusión de afectos, hacia el nuevo sacerdote y sus familiares. Estos afectos sin duda alguna influyeron en la obra entera, que resultó perfecta.

Y es que era mucho lo que don Federico quería al misacantano y a su familia.

«Ni engreírse ni abatirse» es frase suya, que hace recordar una escena memorable habida entre

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San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, en referencia de Pemán. Y en esa frase está el equilibrio de la conducta, el equilibrio de la vida.

Amigo de sus amigos hasta el extremo, los colmaba de finezas hasta el extremo también. Algunas de las muchas que tuvo conmigo, me resisto a referirlas porque me honran demasiado.

Espíritu amplio y elevado, no había nacido para cosas mezquinas, sino para empresas grandes y hasta difíciles. Se conserva hecho por él y lo demuestra el diseño de un plano de un soñado complejo de edificios que, dentro de un extenso perímetro, habría de encerrar basílica, noviciado, casa de estudios, imprenta, hospedería… No sé cuántas cosas más.

Los grandes hombres son soñadores. No importa que no se hagan luego realidad tangible todos sus sueños; pero mucho de ellos sí que lo es. Y, de cualquier modo, menguadas empresas acometerá en su vida el que no sabe «soñar», crearlas y acariciarlas en la dorada ilusión de sus ensoñaciones.

Tras lo escrito, no es de extrañar que quienes más íntimamente lo conocieron resalten, como puestos de acuerdo, esta su franca y neta virilidad.

«Varón fuerte de alma y de cuerpo…» Al mismo tiempo «suavidad y la ternura», le llama un apologista suyo.

«Fuerte y bravo» era para su íntimo amigo don Juan Cuenca.

Ortega admira en él «una capacidad inmensa para el trabajo y una voluntad indomable que superaba todo obstáculo en sus empresas».

Don José Sirvent dice, en síntesis definitiva: «Era muy hombre».

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Capítulo III

EL SACERDOTE

¡Y qué bien, igualmente, el injerto del sacerdocio, en un hombre de cuerpo entero, y de alma entera!

Con un criterio apriorístico y, por supuesto humano, aunque quizá no muy lejano del divino, debería elegirse para el sacerdocio la flor y nata de la humanidad.

¡Ahí es nada ser portador del mensaje divino, encarnar y vivir y repartir los tesoros inefables que Cristo trajo al mundo, llevar sobre sí y dentro de sí aquel encargo soberano, el más grande, el más noble, el más hermoso y transcendental de todos los encargos posibles: «Como el Padre me envió a Mí, así os envío Yo a vosotros.»

Menos mal que Él mismo «conoce bien nuestro barro» y es bastante menos exigente que nosotros; y, previniendo farisaicos escándalos y exigencias desmedidas, eligió para ser los primeros sacerdotes a hombres en los que se daban cita defectos múltiples de ignorancia y presunción.

De cualquier modo, es un consuelo y un gozo que el sacerdote sea un modelo digno de admiración, de imitación y de respeto por su inteligencia, por su cultura, por su carácter, hasta por los más sencillos detalles de la convivencia y la cortesía.

Don Federico era todo esto, gracias a Dios. Ya lo hemos visto.

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Pero todo en él era convergente al honor y el servicio de su estado sacerdotal.

Fue inesperada y providencial su vocación, como es providencial e inesperada toda llamada de Dios. Lo importante es responder a ella.

Don Federico Salvador respondió. Y respondió como se responde a Dios: entregándose amorosísimamente, integérrimamente, sin reservas ni restricciones.

Así lo sentía, con arreglo a tales pensamientos y sentimientos actuaba, así lo escribía.

En su libro El discípulo amado y el Amor dedica las meditaciones veinticuatro y siguientes a ponderar la altísima dignidad del sacerdote y la prueba de amor de Jesucristo al elegirlo y mandarlo al mundo, para ser continuador de su misión divina, prueba de amor a la que el sacerdote debe corresponder con el suyo, con su humildad, con su celo, con su entrega total.

Y adoctrina el autor al sacerdote para que esta correspondencia a su elección sea fiel y constante hasta la muerte.

De modo semejante aprovecha toda ocasión adecuada para ponderar las gracias que recibe el sacerdote, la predilección de Jesucristo sobre él, la eficacia de su palabra y de su ejemplo, de su santidad, en suma.

Idéntico recuerdo merece su «sermón de Misa nueva» predicado en la de don Jesús Medialdea, el día 24 de junio de 1920.

Todo él –espléndida pieza oratoria, que habría que transcribir íntegramente–, todo él es una exaltación del sacerdocio.

«¿Cómo no estremecerse –decía– ante la majestad del sacerdote, más elevado que los santos,

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más regalado que los ángeles y más poderoso que la misma Madre de Dios y de los hombres? ¿Qué lengua se atreverá a expresar, sin zozobra, las sublimes hazañas de los apóstoles, la trémula o serena, pero siempre invicta sonrisa de los mártires, o las dulces nostalgias y blandos deliquios de los santos confesores, en sus constantes anhelos de vivir en la Patria? Si este joven hubiera de ser como San Francisco Javier o como San Pablo, como San Luis Gonzaga o como San Francisco de Asís, como todos los santos juntos, yo me espantaría; que hombres son todos los santos ayudados de la gracia de Dios. Pero ¿cómo no queréis que flaqueen todas mis fuerzas al considerar que un hombre débil, por el hecho de serlo, que un vaso de barro venga a ser Alter Christus? ¡Asombraos, cielos! Y, nosotros hombres, contemplemos absortos esta divina maravilla, y con más admiración que los judíos en el desierto, al ver por primera vez llover el maná, exclamemos con ellos: Quid est hoc?

¡El hombre convertido en Cristo! Las tinieblas trocadas en luz; el mentiroso y variable, como la luna, se torna columna y fundamento de la verdad; el nacido en pecado, se cambia en inocente, en impoluto; el que sólo siente, como nacido de la concupiscencia, las ansias de los placeres visibles, es segregado de entre los pecadores; el que nació hijo de ira, hélo ahí, en este momento mismo, hecho uno con el divino Sacrificador, que va a ofrecer al Eterno Padre la víctima propiciatoria por los pecados del mundo».

Pero ¡cuidado!, que a tan alto honor corresponde tremenda responsabilidad. También la recuerda el orador en enérgicos apóstrofes:

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«Si tenemos en cuenta las palabras de San Bernardo:

Sic populus sic sacerdos, ¿decidme si no es para temblar por la responsabilidad que a mí me alcance, como sacerdote, delante de Dios, por la corrupción desenfrenada de los pueblos en estos mismo momentos? Y ojalá que nunca se nos olvidaran estas palabras de San Juan Crisóstomo que parecen escritas ayer y para nosotros los sacerdotes del siglo XX: «Cuando veas un pueblo indisciplinado e irreligioso, ten por cierto que el sacerdocio de ese pueblo no está sano». Ni Dios ni amo ha dicho el mundo; luego, el sacerdocio de Cristo no está a la altura que su oficio del Salvador le impone en nuestros tiempos, si el pueblo es irreligioso e indisciplinado».

Son tales testimonios como para hacer temblar a los sacerdotes, primero por el honor, después por el peso de la responsabilidad.

En semejantes pensamientos insistía mucho: «Cristo Jesús nos convirtió en sacerdotes suyos y como tales debemos proceder siempre».

Y concreta, en algún momento, ese proceder en esta frase densa y no falta de gracejo: «¡Qué bien vive el sacerdote, cuando a boca llena puede decir: “ni tengo dinero ni pecado”!»

Dinero no tuvo él demasiado: dos sotanas solamente, una de invierno y otra de verano. Pero limpísimas siempre, eso sí.

¿Cargos sacerdotales que desempeñó?Bastantes: capellán, director espiritual de

monjas, párroco, vicerrector del Colegio Español de Roma, misionero de verbo torrencial y ardiente en grandes ciudades y pequeños pueblos de España y de América, Canónigo…

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Pero no se limitó el celo de don Federico a asistir a coro y darse después un paseo por la plaza soleada o la vega rebosante de alamedas, trigales y ruiseñores.

Su Canonjía tenía el cargo y la carga –para él harto ligera– de auxiliar al penitenciario en el especial servicio de confesiones.

¡Y qué confesionario el suyo! Colas de penitentes solía haber siempre ante él. Y su ternura paterna se extendía a detalles como éste:

Era «dirigida» suya una joven12 harto cargada, desde los comienzos de su adolescencia, de filiales y fraternas obligaciones. Por eso no podía invertir demasiado tiempo en la espera y, a veces, tenía que irse sin confesar.

Don Federico se dio cuenta y le dijo:– No tienes que irte. Cuando vengas a confesar

no te pongas en la fila que aguarda; ponte donde yo te vea y después vete a la capilla del Colegio. Yo me levantaré del confesionario, diré que vuelvo en seguida, iré a la capilla, te confesaré y así podrás irte sin pérdida de tiempo a cumplir tus obligaciones.

No cabe duda: era una fineza apostólica, humana y social.

En Guadix supo llenar su vida de acción sacerdotal concreta, con oficios y trabajos apostólicos muy humildes pero muy metidos en lo hondo de las almas.

Fue director espiritual del Seminario y de las religiosas Clarisas. Tuvo predilección por la Ermita

12 Mi mujer después. ¿Por qué no decirlo?

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Nueva, en cuya amplia barriada dio misiones acompañado de su hermano y de don Manuel Campillo; y actuó muchas veces de capellán de aquella modestísima iglesia, casi catacumba, que conservaba aún y todavía conserva el olor de suavidad de las virtudes de don Pedro Poveda.

Dio ejercicios espirituales a las madres de familia en la iglesia de Santiago.

Se ofreció a la parroquia del Sagrario, que era suya, para ayudar y suplir especialmente en la asistencia a los enfermos.

Por cierto que un testigo presencial se asombra de la unción y de la reverencia con que lo vio administrar el Viático a un moribundo del hospital, tanto que llegó a decir: «Cada vez que lo veo asistir a un moribundo, me pongo en lugar de éste».

Escena aún más emotiva es ésta, ocurrida en Ragor (Almería) cuando sustituía al párroco ausente. Tras administrar a un enfermo el Viático y la Santa Unción, se arrodilla ante él y le besa manos y pies recién ungidos. El asombro, el pasmo de los presentes no se puede describir. Él, ensimismado y apretando sobre el pecho el divino tesoro, vuelve al templo recitando el Te Deum Laudamus.

Otra estremecedora anécdota.Predicaba un novenario en Cantoria, el verano

de 1904. Y oyó comentar que había allí un anciano, enfermo de gravedad, que se negaba a recibir los últimos Sacramentos.

Un día, movido por recio impulso interior, dice don Federico:

– Dame los ornamentos. Vamos a dar el Viático a este pobrecito.

El párroco:

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– Es una temeridad.Don Federico insiste. Y sólo añade, lleno de

humildad:– ¿Usted me da permiso?– Sí, desde luego; pero me temo un serio contra-

tiempo.Y todo se preparó, toda la imponente procesión

que tan rápida como reverencialmente se organizaba en nuestros pueblos para acompañar a Jesús Sacramentado en momentos tan hermosos y tan terribles a la vez.

Fue muy mal recibido:– ¿Quién ha llamado a ustedes aquí?– Dios nos ha llamado.Y Dios lo hizo.Se confesó el enfermo, lloró él, lloró la familia,

lloró de emoción mucha gente.– ¡Qué a gusto me quedo en gracia de Dios! –dijo

al final el anciano, besando a don Federico.Su acendrado espíritu sacerdotal no se restringe

a los límites naturalmente estrechos, de su propia vida, sino que se lanza, con humildad –esto siempre– pero con ardimiento, a infundirlo en sus hermanos de sacerdocio. Ya hemos transcrito muy elocuentes pruebas de ello.

«¡Oye, Sacerdote…!», invita en una meditación en la que recuerda los castigos de Dios a quienes tratan las cosas santas sin la debida reverencia.

Fue siempre cariñoso y respetuoso con todos los sacerdotes, aunque alguno de ellos no lo fuese tanto con él, si bien hemos encontrado multiplicados los testimonios de la auténtica reverencia, más que admiración, que le profesaban los más piadosos

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y eminentes sacerdotes que lo conocieron y le trataron.

En México, muchos sacerdotes se confesaban con él, llegando algunos desde muy largas distancias.

Sintió especial predilección por dar ejercicios a sacerdotes. En El Cabezo tuvo como ejercitante al obispo de Almería, después arzobispo de Granada, cardenal Casanova y Marzol.

La predicación constituyó una de sus dedicaciones favoritas. El Señor le había dotado de especiales facultades para ella y él no quiso, no debía esconder la luz bajo el celemín.

Y siempre que pudo fue «misionero». Vamos a leer unas notas suyas, que recogen, si bien a la ligera, con viveza y expresividad muy personales, la primera de las mil «correrías» misioneras de que está llena su vida.

“El día 8 de junio de aquel mismo año, salí acompañando al señor obispo para Iguala, donde debía dar mi primera misión con carácter de misionero. Todavía recuerdo, con especial suavidad para mi alma, las dos jornadas y media que hicimos a caballo. Media jornada hicimos hasta Apango, en donde yo prediqué en la tarde y el señor obispo confesó. Al otro día hicimos noche en Mexcala. No recuerdo haber sufrido dolor de cabeza más fuerte que el de aquella noche. ¡Qué grato me es el recuerdo de aquella camita de campaña, del señor obispo, en que pasé la noche! Al día siguiente, a las seis de la tarde llegábamos a Iguala después de haber dado el señor obispo testimonio de que es llamado con razón el apóstol de la Cruz, defendiéndonos toda la tarde, con tan santo signo, de una nube que amenazaba descargar sobre nosotros. Tuve por prodigioso que

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no cayera sobre nosotros ni una sola gota de agua de aquella nube.

Las calles por donde había de pasar con el señor obispo estaban adornadas y las campanas anunciaban con sus alegres repiques la llegada de su ilustre huésped.

Gran número de sacerdotes esperaban la llegada del señor obispo. Una vez que lo saludaron, nos marchamos para la iglesia y comencé aquella primera misión de mi vida, que según todos, no debía dar frutos o darlos escasos, y que al fin nos regaló el Señor llenando la red, hasta hacernos temer que se rompiera, así recrea el Señor a los que empiezan.

Terminada esta misión, pasamos a Tepecoacuilco, donde no fue menos abundante el fruto.”

No soslayaba ocasión de velar por la gloria de Dios, como sacerdote suyo. Ante los blasfemos –que eran mucho, entonces– no se encolerizaba, siguiendo su natural impulso, sino que, con humildad, les hacía ver lo improcedente de su conducta y conocemos algún caso de escena de esta índole que acabó en acto de arrepentimiento y reparación.

Le dolían en el alma los viejos templos abandonados o dedicados a servicios profanos. Y ante ellos sentía el afán ardiente de restablecer el culto, bajo el amparo y la advocación de la Virgen Niña, símbolo supremo de pureza.

Magnificencias para el culto, pobreza y humildad para sus ministros era pensamiento suyo.

Todos los días, al vestirse, besaba la sotana, como testimonio de gratitud a Cristo que lo había honrado con tan gloriosa librea.

Su vida de piedad era muy intensa. Oraba mucho: sobre el rezo litúrgico obligado, el rosario completo,

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la meditación antes de la misa, la lectura espiritual.Y una de sus plegarias más frecuentes era por los

pecadores «pobres hermanos míos».Sus goces más entrañables, los goces

sacerdotales. «He confesado a una mujer y a su hijo de veintidós años, de primera confesión, y les he dado la comunión», escribe en una carta de carácter familiar, rebosante de alegría.

Yo creo que el servicio más noble y el gozo más intenso de un sacerdote de Cristo están centrados en la Eucaristía. De un sacerdote y hasta de un simple cristiano. Pues bien, en la Eucaristía se centraban los de don Federico Salvador.

También de esto son múltiples, fueron constantes las pruebas. Pero he encontrado una insignificante en apariencia, profundamente expresiva en la realidad.

Está en un pueblo, no se dice en cuál.Es por la mañana. Le han avisado para que lleve

el Viático a un cortijo. El cortijo está lejos. Tendrá que pasarse el día a lomo de mulo o de borrico. Otro protestaría. Él se derrite de gusto: ¡Qué rato tan grande con nuestro Señor!... ¡Qué hermoso día! ¡Si todos fueran como éste!»

Tras esta leve reseña que apenas si levanta el velo en las intimidades de un alma rebosante de espíritu sacerdotal, no es extraño que don Fede-rico Salvador dejara en pos de sí, haya dejado para siempre, una estela de santidad; que éste de «santo» sea el calificativo que más frecuentemen-te se le haya aplicado, siendo los primeros y más asiduos en emplearlo sus hermanos en el sacer-docio.

«Don Federico es un santo», dijo el contempo-ráneo suyo don José Muñoz.

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Don Andrés Vilches, deán de Guadix: «Sacerdote… al que todos tenemos que imitar.”

Don Juan de Dios Ponce: «Director de espíritus ideal».

Don Modesto López Iriarte, Magistral de Granada: «Don Federico es digno no sólo de una Canonjía en Guadix, sino de una mitra, pues los obispos deben ser santos, como él. ¡Y hasta de ser cardenal!»

Don Rafael Ortega, que lo conoció y lo trató desde que éste era seminarista: «Apóstol en el púlpito, en el confesionario, en el periódico; apóstol incansable, perseverante, tenaz… En nuestros tiempos no ha habido en estos alrededores sacerdote más santo».

Por fin, remachando y confirmando todos los textos, el cardenal Casanova, con la misma frase terminante, sintética, definitiva: «Don Federico es un santo.»

¡Bendito sea Dios!

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Capítulo IV

EL ESCRITOR

Era, además, un artista de la palabra don Federico Salvador.

Su amor a las bellas letras fluía espontáneamente y se escapaba por todos los resquicios de sus actividades.

Y esto, casi desde niño. Ya lo dejamos consigna-do en nuestra biografía del magistral Domínguez, cuyo “gran recreo de vacaciones era juntarse con Federico Salvador y otros compañeros y leer y reci-tar hasta representar buenas obras clásicas”.

Repitamos, de paso, que debía de ser muy elevado el nivel literario y cultural del Seminario almeriense en aquella época, a juzgar por los alumnos cuyos nombres figuran, con bien ganado prestigio, en el campo de las letras: además de Domínguez y los hermanos Salvador Ramón, don Juan Alonso Vela, don Joaquín Peralta, don Juan Cuenca, don Emilio Jiménez.

Insistiendo y ampliando, anotemos lo que de don Federico dijo el señor Alonso Vela, refiriéndose a su juventud: «Lo mismo en el Seminario de Almería que en el Colegio Español, en Roma, era el alma de todo festival religioso o profano, propio de estos Centros».

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Los años, los continuos ajetreos de trabajos sin cuento, los afanes de complejísimas empresas, el estudio de temas densos o sutiles, no entibiaron aquella primera vocación. Casi ocurrió lo contrario. Tenía fe en la fuerza apostólica de las formas poéticas y así vinieron a fundirse en una sola sus dos grandes vocaciones: la sacerdotal y la literaria, siendo la segunda fidelísimo y eficaz instrumento de la primera.

¿Cuántos libros escribió don Federico?Si por libro se entiende, como dice la Real

Academia, «reunión de muchas hojas de papel… cosidas o encuadernadas…», escribió pocos «cosidos y encuadernados». Si por libro se entiende, como también enseña la misma Real Academia, una «obra científica o literaria de bastante extensión para formar volumen», don Federico escribió muchos y muy hermosos libros.

Podría asegurarse, con carácter general, que siempre que se entraba en su habitación se le encontraba escribiendo.

Eran, predominantemente, artículos para su revista «Esclava y Reina»; eran, quizá con más predominio aún, cartas a sus religiosas, cartas y notas saturadas de espíritu eucarístico, de espíritu mariano, de espíritu de esclavitud. Eran como las gotas de miel que destilaba su espíritu para ir empapando las almas que se habían entregado a él para que él, por María, las llevase a Jesús. Eran como sillares sobre los que día tras día iba asentando su obra, una obra para la que él quería cavar hondos cimientos de humildad a fin de que pudiera llegar hasta el Cielo, como San Agustín enseña.

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Eran el más vivo y perfecto tratado de ascética, tanto más perfecto cuanto más adecuado estaba a cada alma en particular y a las necesidades de esa misma alma en cada momento de su vida.

No había un solo día de aquel hombre sin correo. Y los contenidos de los sobres eran harto abultados. Lo recuerdo muy bien.

Sé a ciencia cierta que de aquellas cartas y notas espirituales muchas se han salvado de incurias de los tiempos y embates de revoluciones.

Flor selecta de tantas notas y cartas son, por lo pronto, una maravillosa colección de «pensamientos», exactamente 951, que, bajo el acertado título de «Libro de oro de la Esclavitud», recogió en un volumen, escrito a máquina, la Superiora general M. Rosario de la Pureza.

Yo me permito sugerir a quien actualmente gobierna la Congregación que se haga una selección y una ordenación de estos «pensamientos» y se den a la imprenta, a fin de que los lance a todos los ámbitos de la fe, para servicio de religiosos y de seglares. Sería una publicación semejante a Camino, de monseñor Escrivá; a En provecho del alma, del padre Poveda; a los Pensamientos de Santa Teresa del Niño Jesús, publicados por la «Editorial de Espiritualidad» de los Padres Carmelitas, etc., etc.

Si las prisas de nuestro tiempo apenas si dejan unos minutos para la «meditación», estas selecciones pueden ofrecer un valioso sustitutivo, puesto que se prestan a proporcionar ideas sintéticas fundamentales que se vayan rumiando lo mismo en la placidez de un prado silencioso que en medio de los ruidos de una gran ciudad cosmopolita.

Pero no es sólo esto.

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Afortunadamente ha llegado hasta nosotros una lista de títulos, publicados, de los que fue autor. Hela aquí:

Los Carvajales, - pequeño poema épico–histórico y composiciones varias (1887).Ensayos literarios,- prosa y verso (1889).Poesías - (1894).El culto a la Inmaculada- . La primera edición (1907).El Discípulo amado y el Amor. - La primera edición (1912).Novena en honor de la Divina Infantita - (1921).Sermón de Misa Nueva- (1920).Sermón de Santa Cecilia - (1921).Oraciones para antes y después de comulgar- (1924).Boda gloriosa,- novela corta (1924).Meditaciones dadas a un alma enamorada - de la Esclavitud en su grado más perfecto (ignoramos si llegó a imprimirse).Memoria presentada al Congreso Internacional - mariano de Tréveris (ídem).

Esta relación nos descubre, al menos, cuáles fueron sus actividades literarias predominantes: la poesía pura, el teatro, la novela y, desde luego y sobre todo, la ardiente propagación de amor y el culto de la Niña Inmaculada y del augusto Sacramento de la Eucaristía.

Pero escribió más, muchísimo más.Repasando la colección de la revista «Esclava y

Reina», fundada y sostenida por ambos hermanos,

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es muy frecuente encontrar los pseudónimos «Desiderio», «Florentino», «Infimo», «Nehemías», «Mirasol», «Un esclavo».

Bajo todos ellos se oculta el nombre –no la personalidad ni el estilo– de Federico Salvador.

Las cuestiones que trata son muchas, si bien todas convergentes en la compacta y sostenida unidad temática suya: esclavitud de María para ir por María a Jesús.

Predominan, en la misma revista, colecciones de artículos. Inclusive parece que pensó en recoger algunos en un libro. Y así vemos de subtítulo de una de estas series: «Para un capítulo de un libro».

Merecen especial mención los artículos que bajo el epígrafe «La religión y el mundo actual» fue publicado a lo largo de los años primero y segundo de «Esclava y Reina» (1917 y 1918).

Arrancan de la consideración y el estudio de los desastres de la guerra europea, entonces suprema pesadilla del mundo, y ahondan en sus orígenes remotos cuya expresión sintética más cabal son la apostasía de Europa, el naturalismo imperante en las ideologías contemporáneas, el dominio de la hipocresía y del egoísmo en las relaciones internacionales.

Con amplia erudición y gran acopio de datos se eleva sobre el momento en que se escribe para analizar las influencias determinantes y positivas de hechos precedentes y para penetrar con su mirada los tiempos que han de seguir.

En el análisis de los hechos históricos descristianizadores, vistos en las grandes naciones de Europa, manifiesta un dominio de la historia, una penetración, un profundo sentido analítico, que

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lo colocan en la lista de historiadores no tanto de hechos como de ideas, que es mejor.

«Convivencias de interés», dice él que eran en su tiempo, el móvil de alianzas internacionales más que noble comunidad de afectos. ¿No lo son hoy también?

En el fondo de hechos, acuerdos y propagandas de la guerra que en aquellos tristes años ardía, ve en todos los países beligerantes no la aspiración de ventilar altos ideales, ni de satisfacer nobles aspiraciones:

«No creemos, pues, como fácilmente habrá deducido el docto lector, que en esta guerra traten los hombres de ventilar grandes ideales ni de satisfacer altas miradas sociales ni de sentar bases de justicia y libertad, por algún concepto, más beneficiosa para el hombre”.

“Malas y muy bajas pasiones son las principales determinantes de esta colosal hecatombe en que el mundo se precipita.”

Terció con ideas precisas y agudas apreciaciones en la ardiente disputa que entonces enardecía a los simples ciudadanos sin grandes preocupaciones transcendentes, disputas tan frecuentes, y tan agrias también (¡francófilos!, ¡germanófilos!) que alguna casa comercial, con buen sentido del negocio y del humor, inundó a España de unas plaquitas, para las solapas, en las que se leía: «No me hable usted de la guerra».

Había que hablar de la guerra, pero no para encender otra guerra pasional de palabras y denuestos (¡que de todo había!), sino para poner el dedo en la llaga, que es lo que hizo don Federico, y para saturar el ambiente de buena voluntad.

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La publicación de estos artículos –cada uno realmente capitulo de un libro– se prolongó hasta los días en que ya habían enmudecido los cañones. Pero la penetrante mirada del escritor se paraba, entonces, en la «ingente confusión» que acabaría no en un mar sereno de paz, sino en otra guerra más extensa y demoledora que la anterior. Y más extensa y demoledora fue la siguiente.

He aquí un párrafo de esta última parte de tan hermosos artículos:

«El presente momento histórico no puede ser más caótico. Estamos, sin duda, en frente de una de esas grandes regeneraciones de la humanidad, que se han sucedido en el lapso de tiempo de casi veinte siglos, y para encauzarlo bien, exige de las naciones los más gigantes esfuerzos y los más dolorosos sacrificios; que no es mucho este precio, si la humanidad ha de ser la beneficiada, dando un paso más en la perfección a que es llamada y que tiene su límite en el divino solio de nuestro Padre Celestial.»

Sueña el autor con la paz, pero no con una paz artificiosa, con espíritu de revancha y ambiciones de opresión: «Venga la paz –escribe–, sonrisa de los cielos, en medio de las tenebrosas borrascas de la tierra; pero sea paz verdadera, paz generosa, la paz de la concordia; pues ¿de qué servirá la paz fraguada por el miedo a perder los mismos intereses que encendieron la guerra? Esta paz no tendría más duración ni fuerza que la rociada de agua en la lumbre del fragüero, que apaga de momento para encender más fuerte; es preciso llegar a una paz que, si no desarrolla por entero y de momento un sistema práctico de vida basado en la más alta

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caridad cristiana, lo empiece a bosquejar. Se impone que sean tales los perjuicios habidos por unos y por otros, que sea a todas luces preferible verse libres de tales ruinas, a proseguir en el deseo de conservar los interese particulares creados, aunque éstos sean los interese de la nación más poderosa.»

Y aún concreta valientemente:“En los campos de batalla debe quedar sepultado

el imperialismo británico con su execrable aspiración, expresada en esta ambiciosa frase: “El mundo para los hombres, los hombres para Inglaterra”. Rómpase en mil pedazos, al violento choque de las naciones en pugna, el pangermanismo con su soberbio lema: “El mundo para Europa, Europa para Alemania”. Desaparezcan para siempre las dominadoras tendencias de Rusia sobre el Asia; y la doctrina de Monroe sea arrancada de las inteligencias norteamericanas, pues no será jamás un hecho lo de “América para los americanos”.»

Esta serie de artículos acaba con notas de escepticismo, en los que la fe del autor hace reverberar alguna tenue luz de esperanza.

Se manifiesta, por fin, en ellos, filósofo de la historia, cogido de la mano de Bossuet, dominando panoramas de siglos y penetrando sutilmente en los hondos repliegues del egoísmo de individuos, pueblos y naciones.

Figuran en la misma revista varios trabajos del mismo autor con títulos y temas distintos, aunque incidentes que llevan al principio este enunciado general: «Para un capítulo de un libro».

Un libro, en toda regla, sí que se conserva de él, cuyo solo título ya anuncia un parentesco próximo con nuestros clásicos ascéticos y místicos: «El

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discípulo amado y el Amor», obra de la que pluma muy autorizada dijo que era «digna de durar como el habla castellana y de figurar entre las obras clásicas del misticismo español».

Como prueba de cuán acertado es el juicio, ofrecemos al lector estas líneas tomadas de los «afectos» con que acaba la meditación undécima:

“¿De qué me valdrán, divino Maestro mío, riquezas que Tú abominas? ¿Para qué, Señor, procurar con tanto ahínco bienes que son terrenos y que apartan de Ti los afectos de mi corazón y los pensamientos de mi mente? ¿Para qué, único Bien mío, paso la vida suspirando por adquirir algo más de los tesoros deleznables de este mundo, que sólo me sirven para intranquilizarme y turbar la paz de mi alma y el sosiego de mi espíritu donde Tú quieres vivir? ¿Por qué he de servir a señor que puedo perder? ¿Por qué he de poner mi corazón en bienes que destruyen el orín y la polilla? ¿Por qué no he de despreciarlo todo por Ti? Dame tu amor y gracia, y eso me basta.

«Propósito. –Arrancar mi afecto de los bienes de la tierra.»

Y no queremos privar a quien leyere, de esta página que confirma de modo evidente cuanto venimos diciendo:

“Jesús mío, suene tu voz en mi oído, tu voz es dulce. No te me escondas, dulcísimo Esposo de mi alma. Descúbreme tu presencia arrobadora y no te olvides de que mi alma codicia mirarse en tus ojos deseados,” que tengo en mis extrañas dibujados”13.

13 San Juan de la Cruz, canción 12.

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Ven a mí, Bien mío, que mi alma sin tu presencia adolece, pena y muere. Permíteme, Amor de mis amores, que desfallezca y me extasíe en los atrios de tu casa santa. Que yo sienta refrigerarse mi alma con el rocío de tu cabeza. Quiero vivir, Jesús mío, mejor un día en tu presencia, que mil años en la compañía de los pecadores. Tú eres mi esperanza, mi auxilio y mi único consuelo.

«Propósito. –Buscar dondequiera a Jesús como único Bien mío.»

Si todo está en el amor –«Ama y haz lo que quieras», dijo audazmente San Agustín–, en este libro, que estudia las actividades, empresas, ilusiones, logros y fallos del amor, está contenida toda la doctrina fundamental de la vida cristiana, doctrina encerrada, como en precioso joyero, en la expresión felicísima y regalada de un alma ardientemente enamorada de Jesús.

De tono semejante son las «Cartas Espirituales», de las que se publicaron fragmentos muy expresivos en la revista «Esclava y Reina», año de 1933, después de muerto quien las había escrito. He aquí uno que revela de modo elocuentísimo la grandeza de su alma y del fuego que ardía en su corazón:

“¡Cuánto siento no poder creer que estoy loco…! ¡loco! Yo me diré loco cuando el amor de Dios me arrastre a sacrificarme sin cesar en bien del alma de mis hermanos. Entonces, cuando no tenga reposo, porque el amor de Dios no me lo deje tener, entonces será cuando seré loco de amor de Dios, que no puede decirse que ama a Dios verdaderamente quien no hace locuras por Él. Benditas locuras, amadas locuras. Por eso lo que más debiéramos amar fuera que nos tacharan de

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hacer muchos disparates, cuando no tienen viso de ofensa a Dios, y por el contrario son disparates que nos acercan a Él”.

Podríamos seguir seleccionando trozos en los que, con tanta caridad como vigor y entereza, apostrofa a la humanidad fracasada en sus ímpetus de sensualismo y de soberbia, para que se acerque a las fuentes de agua viva. Otros, que demuestran con qué agilidad y qué gracia engarzaba fundamentales principios teológicos y filosóficos en bellas y sugestivas expresiones literarias. Muchos, que recuerdan, por su fondo y por su forma textos tan inmarcesibles y tan dulces como los del «Cantar de los Cantares», de San Juan de la Cruz y de Lope de Vega en lo más puro de su producción.

Porque –dicho sea de paso–, si sus sentimientos se fundían con los de los tratadistas más eximios del amor de Dios, tuvo como escuela, para fundir el espíritu y pulir el estilo, primero las Sagradas Escrituras, después estos gigantes de las letras católicas universales, que vemos citados frecuentemente por él: San Agustín, San Benito, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, San Ignacio, San P. Ávila, el padre Fáber, la madre Agreda, S. Luis Mª. Grignión de Montfort.

Parece mentira que un mismo autor pueda marcar su estilo con rasgos tan distintos, hasta aparentemente opuestos: vigorosos, vivos y recios cuando fustiga los vicios; llenos de ternura; destilando mieles, cuando escribe de Jesús y de María, muy especialmente de Jesús en la Eucaristía, de María en su infancia.

«Hacecillo de mirra» – «Paloma mía, ven» – «Regalarnos con el adobado vino de los más castos

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amores» – «Ya pasó el invierno» – «Interior bodega del Esposo» – «Salta montes y brinca collados».

Son frases muy frecuentes en sus escritos espiri-tuales y muy especialmente en los eucarísticos.

Podrían ponerse de singular y el más expresivo modelo para apreciar los valores literarios de don Federico Salvador la multitud de páginas que en la mayoría de sus artículos dedica a la Eucaristía y a la Virgen Niña: es el enamorado que desgrana torrentes de amor en cascadas de frases encendidas y sonoras.

Y entre ellas, cuando la defensa del tema lo exige, surge el brío imponente del argumento rotundo, en expresiones recias y enteras.

Fue también periodista.Periodista por vocación y periodista por

convicción. Por convicción de que el periódico era el arma más eficaz para abrir caminos a la luz y obstruir los de la maldad.

No existían entonces la radio y la televisión. Si hubiesen existido, él habría luchado por conquistarlos para Dios.

Como periodista dirigió «La Independencia», prestigioso diario de Almería; «Guadix y Baza», semanario de Guadix y su diócesis, y la revista «Esclava y Reina»14. Las colaboraciones periodísticas fueron muchas en España y en América.

De sus condiciones de periodista ya nos ha hablado, con la autoridad inherente al ejercicio de la misma profesión, su sucesor en la dirección de «La Independencia», don Fructuoso Pérez Márquez.

14 Véase capítulo I.

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Una advertencia quiero dejar anotada, trivial sin duda para algunos, muy elocuente para mí.

Al artista verdadero se le distingue por un simple detalle; al pintor, por un rasgo; al músico, por un acorde; al poeta, por un verso.

Titular un libro, una revista, un verso, un artículo no es fácil, si el autor no es un artista.

El padre Federico sabía titular.¿No es acaso «Esclava y Reina» un título

auténticamente literario, eufónico, sintético y tan expresivo que sólo es aplicable a la Virgen María?

Amaba don Federico vivamente el teatro, el buen teatro, naturalmente.

Ya hemos recordado que éste fue esparcimiento predilecto de su juventud.

Y esta pasión suya no se apagó con los años.Bajo su dirección pusimos en escena alumnos

y profesores jóvenes de su colegio de Guadix15 el drama de Tamayo y Baús «Lances de honor», y un sainete festivo, de ambiente estudiantil, titulado «El que nace para ochavo», cuyo autor no recuerdo.

Intentó también que representáramos «La vida es sueño», de Calderón, pero ¿Quién de entre nosotros era capaz de encarnar la reciedumbre y el empuje de Segismundo? Don Federico sí que los encarnaba, pero no era cosa que su imponente categoría de sacerdote y apóstol saliera a un escenario, haciendo comedias. Hubo que desistir del noble y arriesgado empeño.

Y fue, por fin, nuestro hombre un poeta excelente, no sólo por su profundo sentido de la belleza y por la que aparece infusa y radiante en cuanto escribía y

15 Yo lo era.

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en los sonoros párrafos de su oratoria, sino porque también supo expresar pensamientos y sentimientos en estrofas cadenciosas e inspiradas.

Nos vamos a acoger para conocer esta faceta de su rica personalidad, a lo que de él dijo un gran poeta y escritor, el canónigo del Sacromonte don Juan Alonso Vela, que lo conocía muy bien.

Comienza el doctor Alonso Vela por recordar intimidades poéticas, familiares y piadosas a la vez, de las que quedaron expresiones tan fieles como éstas:

«…Era yo niño, muy niño todavía,al pie de tus altares repetíacon infantil cariño,las plegarias de amor del alma mía.Mi madre me guiaba…»

Pero se va, en seguida, al gran tema que llenaba, que llenó por siempre el corazón, la vida entera del padre Federico Salvador, y así escribe:

«Cuando el padre Federico vio, a la luz de la fe, quién era la Santísima Virgen y qué oficio desempeñaba en el plan divino de la Creación y de la redención del hombre, su alma de artista, su temperamento de poeta y su condición de caballero, le hicieron caer de rodillas y elevar su corazón a Dios, agradecerle el haber creado a la Santísima Virgen y haberlo creado a él y rogarle que le permitiera consagrarse esclavo de la Augusta Señora por toda su vida mortal y por toda la eternidad:

«Eres, Niña Inmaculadadel Señor obra maestra

pues la fuerza de su diestraquedó en tu ser agotada…»

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Continúa espigando en el campo de las expre-siones poéticas marianas del gran enamorado de la Celestial Señora:

« ¡Acaba de nacer! Bendita seala Reina Inmaculada de los Cielos;

la secular promesa del Altísimohace tornado de promesa en hecho

¿Y no se para el Sol a contemplarla?¿Y la luz no le teje manto regio?

¿Cómo es eso, Señor, que ante Maríaabsorto no se postra el universo?»

Y sigue soltándose el torrente impetuoso y purísimo del mismo intenso amor:

«Para contarte, oh Madre, mis amores,al aura le robara los suspiros,

a la aurora sus risas,al arroyo sus lánguidos gemidos,arrullos a la alondra enamorada,

al ruiseñor, sus trinos,del poeta imitara las estrofas

que en éxtasis divino,cantaron a las damas de sus sueños

los bardos peregrinosy la música mágica aprendiera

que, en célicos deliquiosentona el serafín, en lira de oro

ante Dios Uno y Trino».

Digamos, por fin, que no siempre fueron sus prosas y sus versos de tan alto sentido y única nobleza; también fue, a veces, festivo su astro, si

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bien en el fondo latía siempre lo mejor del espíritu de este hombre de Dios. Buena prueba de todo ello estas letrillas pedigüeñas publicadas en el semanario «Guadix y Baza»:

«Porque has de saber, amigo,y muy querido lector,

que tú, sin duda eres tú,y que yo también soy yo,y pienso yo que tú eres,

más feliz que un día de sol,rico, guapo, sabio, atento,

y tan ajeno al dolor,que nunca tuviste pena,ni pasaste el sarampión

……………….y por eso, caro amigo,te diré para inter nos,

que vives muy regaladoy harto de satisfacción,olvidado de los pobres,y de si comen, o no,sin acordarte que eresde ellos administrador,

y que ellos tiemblan de fríoy tú sudas de calor

y ellos lloran y tú ríes,y ellos ayunan, tú no,

y ellos… vamos que te digo,que eso no lo manda Dios,que tú te comas la mollay el hueso lo roiga yo.»

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Gustó de enseñar Lengua y Literatura a todos los niveles: a los aspirantes a doctorado en Roma, a los aspirantes a bachiller en Guadix…

Y el año 1931, el mismo año en que había de morir, escribe desde Tijuana (México) un hermoso artículo, en el que exalta las bellezas de aquellas tierras, «las de más luz y más color de todas las naciones» y las compara con lo más bello de España, centrado –¿Cómo y cuándo no?– todas las efusiones en la figura de la Virgen de Guadalupe:

«¡Gloria a Dios en Ti, Madre Inmaculada, en todo semejante a la imagen de Lourdes! Tres siglos antes que en Europa te apareciste en América, para que te honrara como Inmaculada este Nuevo Mundo que al nacer a la vida de la religión y de la civilización engendrada por ella, en Ti, Reina Excelsa, había de empezar a balbucir el nombre de la Pureza y en tus manos habían de ser recogidas todas las plegarias, deseos y suspiros de la América Latina, a fin de ofrecerlos a Cristo Rey. Y para que fuera como la patena apropiada delante de Dios y en ella hacerle oferta santa. Para eso escogió este valle inmenso y hermoso, de 4.214 kilómetros cuadrados, en donde la América toda pudiera holgadamente glorificar a Dios ofreciéndose a Él, por las manos de la Santísima Virgen Inmaculada de Guadalupe, la cual se levanta humilde y santa y rebosante de amor sobre el Tepeyac para ser el faro que ilumina los senderos que conducen a los eternos alcázares de la infinita gloria.»

Hagamos, por fin, una consideración relativa a su categoría como artista.

El objeto predilecto de su alma fue precisamente y después de la Eucaristía, lo más delicado, lo más

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fino, lo más delicioso que haya en la Creación.Si todo niño es belleza y si María es belleza

suprema, ¿qué es, en el orden estético, la infancia de María? Para un creyente sólo puede superarla la del mismo Dios hecho Hombre.

Citamos, por fin, esta frase felicísima de su gran amigo el también escritor y poeta don Juan Alonso Vela: «Su muerte fue la última estrofa del himno de su vida.»

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Capítulo V

EL ORADOR

No podría escribirse una biografía de don Federico Salvador, por elemental y ligero que fuese el diseño, sin dedicar un capítulo a su vocación, sus aptitudes y sus trabajos como orador.

Siempre fue la oratoria arte difícil, pero soberano.

Por eso los oradores auténticos fueron pocos aún en las civilizaciones en que florecieron espléndidas las artes de la palabra.

Por eso, también, fueron siempre miles los que intentaron torpemente ser oradores sin serlo, o se vieron, sin quererlo, en la precisión de sustituirlos, haciendo así, por necesidad o por voluntad, una parodia de una de las más estupendas manifestaciones de la nobleza y de la hermosura.

Ciñéndonos al ancho mundo de la oratoria sagrada, que fue siempre gala y ornato de la doctrina evangélica, el hecho de que el ministerio de la Palabra esté inserto en la esencia del sacerdocio obliga, teóricamente y en principio, a todo sacerdote a ser orador.

Y como esto, también teóricamente y en principio, es imposible, tenían que surgir, sin remedio, todos los subterfugios imaginables para suplantar un arte que ni se improvisa, cuando no se posee ya el germen de su don, ni es fácil aprender, no obstante el viejo aforismo «El poeta nace y el orador se hace».

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El más frecuente de tales subterfugios fue el de aprenderse de memoria un texto y soltarlo, mejor o peor dicho, desde la cátedra sagrada.

Se publicaron multitud de «sermonarios», que eran el refugio salvador de muchos obligados a hacer o empeñados en hacer lo que hacer no sabían. Esto unas veces salía bien y otras salía mal.

También era frecuente el lamentable intento de imitar a los grandes oradores, con voz detonante, párrafos sonoros y gestos aparatosos. Es el caso del sarcástico retrato de fray Gerundio de Campazas, tan magistralmente trazado y realizado por el padre José de Isla.

Es, sin duda, un lema para oradores Ex abundantia cordis os loquitur. De la abundancia del corazón habla la boca. Yo añadiría: Ex abundantia cordis et mentis. De la cabeza, también.

Cuando la cabeza está llena de buenas ideas, y el corazón inflamado de nobles sentimientos, el que posee ambos tesoros y pretende comunicarlos y siente el recio impulso de comunicarlos, es necesariamente orador.

Aunque fuera torpe de palabra. Muy torpe era el santo cura de Ars y las gentes, eruditos y plebeyos, acudían en masa a escucharlo. Y convencía y conmovía y persuadía, que son las tres finalidades que los clásicos atribuían al orador.

Han venido tiempos en que todo, lo bueno y lo malo, se renueva –o dicen que se renueva–. Y una de las más desconcertantes «renovaciones» fue la de la oratoria. Tanto la renovaron que de ella no queda ni el nombre.

No digo que todos sus iconoclastas lo hicieran por despecho; pero sí que, al menos, muchísimos lo recibieron con gozo.

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A un gobernador conocí yo que solía decir: «Yo no quiero oratoria. Yo quiero hablar sin adornos», etc. Lo que quería, el pobrecito, era no hacer el ridículo, porque hablaba francamente mal.

Volvamos a lo nuestro.Que el que tiene el deber de hablar en público,

más estrictamente de explicar al pueblo las verdades de la fe y los principios de la moral, y no tiene capacidad para construir y pronunciar una pieza oratoria digna, se acoja al recurso de escribir (o copiar) unas cuartillas y leerlas en su momento, me parece lo más honrado.

Pero que todos se acojan al recurso y hasta se consagre como lo más conveniente, casi como lo obligado, me parece francamente mal.

Esas cuartillas quizá contengan las verdades que se deben dar a conocer. Pero ¿y la excelsa envoltura con que deben presentarse? ¿Y la situación psicológica de los oyentes? ¿Y la moción de afectos?

En general, los cristianos conocemos las verdades que nos exponen las homilías. Lo que hace falta, más que repetírnoslas, es lanzarnos apasionadamente, llenos de amor y dolor, a andar el camino de los mandamientos con el corazón dilatado, como decía el profeta.

¿Conseguirá esto una fría exposición, tantas veces ahora en uso?

¿Quién de entre nosotros no sabe que Jesucristo nos mandó amarnos? Si nos lo dicen otra vez, sobre las mil, las palabras resbalarán, posiblemente, sobre nuestra conciencia como el agua de lluvia sobre la roca. Lo que necesitamos es quebrantar la piedra y que salte la fuente.

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¿Que a qué viene todo esto?Hemos tratado de diseñar el fondo del cuadro

sobre el cual podamos presentar a don Federico como orador.

Tenía él plena conciencia de la necesidad, apremiante siempre, de la incoercible transcendencia de la predicación del mensaje evangélico. Por eso no predicaba ni por obligación inherente a un cargo oficial, ni por compromiso, sino como una expansión de su espíritu sacerdotal, como una irreprimible exigencia de su vocación apostólica.

Y cuando una empresa se acomete con tales finalidades, se ponen en ella, enteros, la inteligencia y el corazón.

He aquí un presupuesto de una oratoria digna y eficiente.

Por otra parte, él conocía muy bien las fuentes supremas de inspiración del orador sagrado: las Escrituras, los Santos Padres y Doctores, los escritores ascéticos y místicos, inclusive los clásicos profanos con denso contenido doctrinal. Pero los conocía amando, amando a Cristo sobre todo el amor, amando a su Madre sobre toda otra criatura, amando a la Iglesia, amando a los hombres esclavos de las pasiones.

Y sólo cuando una fuente está llena puede derramarse. Don Federico tenía muy llena el alma y sentía, por lo dicho, la necesidad viva, acuciante, irresistible, de derramar sobre el mundo todo el otro mundo sublime que se desbordaba de todo su ser.

Por eso predicó tanto.Fue misionero, dio ejercicios espirituales, acudió

a triduos, novenarios y fiestas de santos patronos, y

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aprovechó toda ocasión propicia para esparcir sobre el mundo la semilla evangélica.

¿Cómo lo hacía?Dadas las anteriores disposiciones y la

reciedumbre y vehemencia de su carácter, estaba inmunizado contra los más peligrosos extremos en que puede incurrir un orador: aprenderse de memoria un texto, aunque sea propio; hacer unas consideraciones triviales y frías, escribir o copia y leer unas cuartillas.

Quienes conocimos y oímos muchas veces a este hombre no podemos concebirlo en ninguna de esas situaciones que son impropias de un orador.

Yo no concibo a don Federico aherrojado por unas cuartillas, en lugar de dar rienda suelta al torrente de sus pensamientos, de sus sentimientos, de sus palabras. No lo habría hecho nunca. No lo sabría hacer. ¡Era un orador!

Quédese esto para quienes no sepan o no puedan hacer otra cosa. Pero él sabía y quería y lo hizo.

Fiel a las exigencias del sacerdocio, puso al servicio de las verdades divina y de las exigencias varias de sus auditorios su saber, que era mucho, y su palabra, que era tan viva e impetuosa como segura, sin pagar tributos banales a la «profanidad» tentadora.

Predicó a Cristo y a su Madre, predicó la Verdad eterna del Evangelio. «Jamás se predicó a sí mismo», dice y repite don Diego Ventaja.

Por eso en sus sermones no había, no podía haber florituras ornamentales ni alardes innecesarios de erudición ni artificiosas elucubraciones.

El mismo don Diego Ventaja, compañero suyo de la juventud y el sacerdocio, después obispo

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mártir de la diócesis almeriense, a la que ambos pertenecieron, dejó este completo resumen de sus actividades como orador sagrado:

«Seis carpetas contienen los apuntes o materiales que utilizó para sus sermones, lo cual, siento mucho, no puede darnos idea, ni siquiera aproximada, del número de sus oraciones sagradas, porque no siempre conservó el apunte y muchas veces no lo hizo por premuras de tiempo o porque no lo necesitó.

»Cultivó todos los géneros de la oratoria sagrada, y en todos sobresalió, lo mismo en la sencilla exposición catequística que en la sabia homilía doctrinal.

»Tres continentes recogieron la semilla abundante y preciosa de su inflamada predicación misional: Europa, África y América, y en todas ellas dejó fama de santo predicador.

»Dos clases de auditorio tenían para él la preferencia: las almas que siguen caminos de perfección y las de los que carecen de ordinario del divino pan del espíritu”.

Y condensa el doctor Ventaja: «Era San Juan de la Cruz o San Vicente Ferrer, según los auditorios.»

Se exaltaba, ¡vaya si se exaltaba!, pero tal exaltación era la manifestación espontánea y natural de sus convicciones, de sus desazones y esperanzas, de sus enardecidos afectos. Por eso no quería que se consideraran como «pura fórmula retórica».

Pocas piezas oratorias suyas nos han llegado completas, pero las que hemos podido leer confirman cuanto decimos y cuanto recordamos quienes tuvimos la suerte de escucharlo.

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Estupenda muestra de su oratoria el «sermón de la Inmaculada» que aparece impreso en el número 23 de «Esclava y Reina».

En él describe con trozos vigorosos los pecados del mundo y los pone en contraste con la pureza de María, a la que dedica, como siempre, delicadísimos párrafos de amor y de esperanza, inspirándose, para lo uno y para lo otro, en los pasajes y en los textos de las Escrituras.

En esta misma magnífica muestra de su arte hay definiciones, distinciones y explanaciones que lo acreditan como filósofo del mejor cuño, como escriturista de erudición acabada, como conocedor insuperable de los clásicos de la mariología.

No es que conoce los textos, no es que los cita, es que se recrea en ellos; es que se le ve zambullido en el inmenso y bellísimo mar que forman, enredado gustosamente en la cadena de oro de sus expresiones de amor y de fe.

A semejantes consideraciones, mutatis mutandis, se presta el sermón de Misa nueva, al que ya nos hemos referido y que es un ejemplar acabado de un discurso sagrado en el que podrían distinguirse aquellas partes esenciales mencionadas por los mejores tratadistas: exordio, proposición, confirmación y peroración o epílogo.

En el Boletín Oficial del Obispado de Guadix (20 de mayo de 1919), hemos visto la reseña de un panegírico suyo de San Torcuato. Su palabra «vehemente, limpia, correcta», consideró a Guadix como «el Belén de España», produciendo en el auditorio profunda impresión la originalidad y la frescura de tesis tan halagadora para la diócesis accitana. Ya anteriormente, en octubre de 1917,

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cuando aún no era Canónigo de Guadix, el mismo boletín reseña, deshaciéndose en elogios, el discurso académico de la inauguración del Colegio de Segunda Enseñanza, discurso de «elocuencia maciza, enérgica como su temperamento, castiza como la de nuestros clásicos, profunda a la vez que transparente como la de nuestros grandes pensadores».

No se andaba el padre Federico Salvador con fruslerías en el púlpito. Era yo maestro de Albuñán, allá por los años 1922, y, como ya he dicho, lo invitó a predicar el sermón más solemne del año en aquel pueblo, el sermón de Soledad, la noche del Viernes Santo, sermón al que, prácticamente, no faltaba nadie en el pueblo.

Yo no sé por dónde ni cómo averiguó los vicios predominantes en el lugar; lo cierto es que los fue descubriendo y examinando con el esmero con que un cirujano estudia los órganos enfermos y aplica después el bisturí a la carne viva, sin otra anestesia que la invitación al arrepentimiento y a la enmienda.

Cuando fustigaba las lacras sociales que aherrojaban a los pueblos y hacían gemir a los humildes, su voz era un torrente, sus gestos hacían recordar la realidad y el símbolo del látigo de Jesús.

Cuando presentaba la figura de Cristo Salvador y Maestro, tenía el señorío de la palabra, de la figura y del gesto…

Cuando cantaba las excelsas virtudes de María, eran dulces y suaves como un arrullo de amor y de plegaria.

Y no sé cuál sería su lema, ni si lo tuvo, ni si

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pensó siquiera en tenerlo, pero yo afirmo que el que mejor le cuadraba era la frase sublime y enardecida de Jesús: «Fuego he venido a traer a la Tierra, y ¿qué he de querer sino que arda?». Me atrevería, por fin, a decir que su oratoria no era ni antigua ni moderna; era, lisa y llanamente, auténtica oratoria sagrada.

Había en ella párrafos cadenciosos y sonoros, muy del gusto de la época, pero no fruto de una preparación meticulosa y relamida, sino de un pensamiento denso y seguro y de un corazón enamorado y ardiente.

Estoy seguro de que si don Federico vivera en estos tiempos en que la oratoria, como tal obra de arte, ha sido barrida de púlpitos y cátedras, él seguiría hablando como hablaba entonces. Y no escribiría en un papel para leer ante el público. Y seguiría soltando a raudales párrafos sonoros, que salían con naturalidad de sus labios.

Y de algo más estoy seguro: de que nadie lo podría considerar, por eso, anticuado.

No son nunca anticuados ni las manifestaciones ni los frutos de la santidad. Y un Canónigo de Guadix comentaba, tras haberle oído un sermón sobre los deberes de justicia: «Así hablan los santos”.

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Capítulo VI

ANÉCDOTAS

Yo he creído siempre que una anécdota vale por una biografía.

Pero cuando la anécdota se repite en lo substancial y es como la constante de una conducta, entonces su conjunto es la expresión más exacta, más natural y más viva de una personalidad, de una categoría.

No hay hombre grande que no sea hombre de anécdotas.

Don Federico lo fue. Y en cuantas han llegado a nuestro conocimiento, la constante es la humildad en sus distintas y riquísimas formas y expresiones, una humildad que caló hasta la entraña de todo su ser.

Veamos algunas.Era el año 1929. Se estaba edificando, en Melilla,

el templo de la Divina Infantita, en el que las Esclavas siguen rindiendo culto a la Niña Inmaculada.

Don Federico, ilusionado, trabajaba en las obras, no sólo dirigiendo, sino transportando y colocando materiales, siempre que sus restantes ocupaciones se lo permitían, como un peón más.

Un día tuvo que llamar la atención a un obrero, rogándole que corrigiese un defecto patente. El obrero apretó el gesto y manifestó áspero desagrado por la observación.

Pero lo grande fue que, simulando una equivocación, dejó caer desde lo alto del andamio

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un cubo entero de la «mezcla» sobre don Federico.Este no dijo ni una palabra. Se fue a su cuarto, se

bañó de pies a cabeza, volvió a vestirse su traje de faena. Y tornó al mismo lugar y al mismo trabajo, sin signo alguno de contrariedad, sin un gesto de reproche, como si nada hubiese ocurrido.

¡Santo Dios! Y eran tales su contextura y sus fuerzas, que hubiera podido deshacer con sus manos al desdichado que así lo desafiaba y lo ofendía16.

* * *

Ya estamos viendo, a través de estas páginas, cómo y cuán humilde era don Federico Salvador.

Pero hay formas de humildad que parecen in-significantes y pueden ser más heroicas que las que nos ofrecen los biógrafos de la santidad. Tal es la de compartir la mesa con un enfermo, con un hombre sucio y desaliñado, la de comer las sobras de otro comensal.

Tres o cuatro cosas de estas conozco yo de don Federico. Y como el que hace un cesto hace ciento, bien podemos pensar que él haría trescientas veces lo mismo.

Una fue con su propio hermano, cuando estaba ya muy enfermo. Don Federico, hombre que tenía el corazón rebosante de ternuras, es natural que las prodigara generosamente a la persona que

16 Nos ha contado el hecho la hermana Cecilia Cortés Bucio, religiosa de su Congregación, que lo presenció asombrada.

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más amaba ya en el mundo, que lo cuidara, que lo mimara como se mima a un hijo enfermo.

Pues bien, una de sus finezas era comer en el mismo plato de su hermano.

Así le quitaba la preocupación de que pudiera producir repugnancia su lamentable estado de salud.

Y, si en el fondo de la conciencia y en el del estómago de don Federico se producía esa repugnancia, ¿qué más meritorio acto de penitencia que ofrecer al Señor?

Lo mismo, aunque con otros matices, cuando se dio de lleno a compunción y penitencias siendo capellán de monjas en Almería. Se daba allí comida diaria a un pordiosero. ¡Don Federico come con él!

Yo no sé –sinceramente no lo sé– qué modas de penitencias nos hayan traído los tiempos nuevos; pero si quieren bucear en el viejo arcón de la historia del cristianismo, en busca de cosas todavía utilizables, no dejen de mirar despacio esta pieza.

Y otra, por fin. Esta con ribetes de gobierno y autoridad. Nos la ha transmitido don Emilio Martos Chamorro, maestro nacional de Torredonjimeno, que era entonces alumno del Colegio de la Divina Infantita, de Guadix.

A los alumnos internos no les agradaba que les sirvieran croquetas. No decían por qué, pero no las querían.

Desde un punto de vista educativo, no parecía lo más conveniente que los muchachos tomaran o dejaran alimentos buenos, según su gusto. Y alguna que otra vez seguían poniendo croquetas.

Pero una noche la gente se resistió y, bajo la presión de uno –como suele ocurrir en estos casos–,

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todos aplastaron las croquetas con el tenedor y, sin probarlas, devolvieron el plato a los servidores.

La noticia llegó a don Federico. Y cuando todos esperaban alguna medida disciplinaria o, por lo menos, una amorosa o una enérgica reconvención, vieron a la mañana siguiente que, al entrar los muchachos al comedor, don Federico estaba desayunando con croquetas despachurradas la noche anterior por ellos.

El asombro fue general. Nadie dijo una palabra. Se desayunó en medio de un silencio muy elocuen-te. Y no volvió a haber incidente semejante.

* * *

No deja de tener cierta gracia lo que ocurrió con una ancianita semimendicante.

Un día se acercó a don Federico pidiéndole un cabo de vela: se le había estropeado la luz y ni ella sabía arreglarla ni el electricista había acudido a su llamada. Era esto en Guadix, también.

Vivía en el citado Colegio un seminarista, ya en cursos avanzados de Teología, que era bastante aficionado a cables y tornillos, al que don Federico invitó a que lo acompañase. Y ambos se dirigieron a la morada de la peticionaria, morada paupérrima con olores nauseabundos y suciedad por los cuatros costados.

La buena mujer se sorprendió tanto con la visita que, puesta de rodillas, besaba y rebesaba las manos del Canónigo: ella lo había visto en la catedral, envuelta su figura en espléndidos hábitos rojos –los de los Canónigos de Guadix son quizá los más

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hermosos entre todos los semejantes de España– y la embargaban el honor y el gozo de la singular visita.

Él despachó la escena con unas cuantas frases de cariño y aliento y ordenó al improvisado electricista situar y reparar la avería, cosa a la que él se dedicó afanosamente para librarse cuanto antes del olor de aquella dolorida mansión. Y cuando soñaba con acabar y escapar, vio con terror que la viejecilla sacaba de no sé qué mugriento escondrijo dos peras para obsequiarlos. Él no lo aceptó, su estómago se resistía.

Don Federico le dijo amable y comprensivo:– Trae, yo me la comeré por ti.

Y se comió las dos peras, para que la obsequiosa ancianita no se sintiera desdeñada.

* * *

No menos dignos de recordar son otros dichos y otros hechos, testimonio vivo de su espíritu de caridad.

El caso de un obrero ferroviario que, víctima de una calumnia, es despedido de su trabajo, creándosele una situación gravísima. El pobre hombre (que se llamaba José Sánchez Navarro) no conoce a don Federico, pero, confiado, acude a él, le cuenta sus penas, justifica su conducta y pide ayuda.

Don Federico se impresiona ante la sinceridad del relato, se va una noche a la estación, ve a los jefes del obrero, aclara lo ocurrido, sale «fiador» de él y consigue su readmisión.

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Don José Sirvent Marín

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– ¿Cómo pagaré a usted este favor?– No a mí, sino a Dios.

* * *

También en Guadix, y en su calle de la Concepción, al escuchar una blasfemia, se acerca al que la había proferido y lo conmina:

– Ven conmigo.Ante la varonil figura y lo terminante de las

palabras, el hombre se siente amedrentado.– ¿Qué va usted a hacer? Soy un padre de familia

(Creía que iba a llevarlo al próximo cuartel de la Guardia Civil).

– No, no temas. Vamos a desagraviar al Señor.Y así y para eso llegaron ambos a la catedral.Al despedirse afablemente, las últimas palabras

del blasfemo fueron éstas:– Le aseguro que ésta ha sido la última vez que

he dicho una barbaridad así.Casualmente se encontró en el paseo de la

Catedral con un hombre de rostro ulcerado.Entabló con él conversación, en la que el

enfermo desahogó su cuita ante la resistencia de las enfermedades a la multitud incontable de medicamentos utilizados.

Don Federico le recetó los sobrenaturales, en los que el llagado enfermo jamás había pensado.

Aceptó el consejo y un día dijo a quien nos refiere el hecho:

– ¡Me parece que encontré la medicina, porque desde que yo rezo a la Divina Infantita y el santo de ustedes reza por mí, ya ve usted cómo mi cara se puede mirar sin repugnancia!

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Efectivamente, la cara de aquel hombre se transformó, pero el alma se transformó mucho más.

* * *

Un día someten a prueba su conciencia y sus nervios, exigiéndole una acción que él considera contraria a principios de justicia. Naturalmente (¡y sobrenaturalmente!) se niega.

Insiste tanto y en tales términos el peticionario, que don Federico llega a sentir una irritación tan fuerte que le va a ser más que difícil reprimirse.

– Vuelva usted mañana– le dice, en evitación de una borrascosa escena.

Al día siguiente había aparecido una Orden Mi-nisterial que daba el caso resuelto.

No obstante, el interlocutor del día precedente se manifestó irrespetuoso y agresivo.

Don Federico, sin contestarle, apretó nervios y músculos y se fue al sagrario en busca de paz.

* * *

Providencialmente encuentra un día en su camino a un hombre que había inferido graves ofensas a su padre.

Otra persona que lo acompañaba, recordó el incidente.

– ¡Sí, lo sé, pero un sacerdote de Cristo tiene que perdonar!

Mas lo grande es la recompensa que Dios otorgó a su generosidad: tras un sermón del propio don Federico sobre el perdón y la misericordia, se

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le acercó el mismo ofensor de su padre y le pidió humildemente que lo escuchase en confesión.

* * *

El cronista más fiel y minucioso y el apologista más enardecido del padre Salvador es don José Sirvent, del que tenemos a la vista más de trescientas páginas manuscritas que son un tejido maravilloso de anécdotas y de elogios. Vamos a entresacar alguna y alguno de ellos.

He aquí un caso, si no quieres lector, milagroso, sí estarás conforme en que es providencial, y con su chispa de gracia también.

Está don Federico con el señor Sirvent en una fondita de Caravaca (Murcia) y se disponen a salir para Almería. Pero hecho el recuento del «capital» disponible, resulta que a don Federico no le queda un céntimo y a su acompañante cuatro cuartos…

Este siente en lo más vivo la malhadada situación. Don Federico, sonriente, le dice: «¡Hombre de poca fe!...» y tranquilamente se pone a rezar el oficio divino. Y con él, Sirvent, el cual confiesa que era tanta su turbación ante lo comprometido del caso, que no veía las letras. «Y eso –dice– que era muy joven, pues tenía unos veintiséis años».

En esto, un auto que se para a la puerta de la fonda, un caballero que se apea, entra, sube las escaleras, baja «con dos maletines de cuero marrón en las manos» –hasta estos minúsculos detalles consigna el señor Sirvent–, y, fijándose en los sacerdotes, les dice cortésmente:

– Padres, ¿se marchan ustedes?– Sí, a Almería.

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– Pues allá voy yo. Si quieren, los llevo en mi coche; siempre irán ustedes mejor que en el tren.

Pero es que había que pagar en la fonda. Y a Sirvent le «entró calentura», pues su capital exacto era veintiún reales. Pero ¡no haya cuidado! El mismo caballero se dirigió al fondista y le pidió y pagó la cuenta de ambos sacerdotes.

El viaje fue delicioso. Inclusive, aquel providencial protector los invitó a comer en Alcantarilla (Murcia).

Sirvent confiesa que se quedó admirado y consigna:– Aquello fue un milagro, para que yo me diera cuenta de lo que Dios quería a don Federico y qué grande era su fe en la Providencia.

* * *

Y la anécdota de una madre que se acerca atribulada, contando que la ha maltratado su hijo.

Don Federico le arguye que tal es el fruto de la mala educación que le ha dado. Pero llama al muchacho, alto, fuerte, con veinte años, el cual al día siguiente va a la catedral –era esto en Guadix–, se acerca al confesonario de don Federico, éste lo llama, el joven se arrodilla y… hace una larga confesión. Luego “comulgó en la capilla de San Torcuato”. Y a partir de aquel día fueron notables su piedad filial y su devoción a la Eucarística, hasta el punto de transformarse en lego franciscano.

* * *

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Y esta otra de imponente categoría.La madre de un mal alumno del colegio entra,

furiosa, en el cuarto de don Federico, profiriendo las más graves ofensas y le tira a la cara treinta y cinco pesetas, diciéndole:

– Tome usted: ¡para lo que le han enseñado a mi hijo en el mes!... Y añade vociferante:

– Todos los curas son malos, y usted el peor de todos.

Don Federico recibe la afrenta. Y, acabada la violentísima escena, dice a Sirvent –que es el que la refiere en sus apuntes–:

– José, recoge ese dinero maldito y santifiqué-moslo dándolo en limosnas. Y vamos, antes, a la ca-pilla, a dar gracias a Dios por la ofensa y a pedirle por esa mujer, para que el Señor le dé luz y gracia.

Las treinta y cinco pesetas fueron entregadas a un pobre abandonado.

* * *

Cree Sirvent que su biografiado tenía visión interior de las almas y de los hechos. Espera, fundadamente, que se ponga en duda afirmación tan audaz, pero la confirma con minuciosas narraciones y previene, ante la posible incredulidad: “Poco me importa que tú, lector, lo creas o no lo creas. A mí me dijo todo el proceso de mi vida pasada y futura”. Y cita casos en que se cumplieron anuncios concretos, así como otros de tan sorprendente calidad.

He aquí algunos:Un día fueron de excursión, con los alumnos del

Colegio, a Benalúa de Guadix. No habían penetrado

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aún en el pueblo cuando don Federico dijo al señor Sirvent: «José, ve y di al señor cura que está la iglesia abierta y puesta la llave en el Sagrario». Así se hizo y así se confirmó.

Cuenta que, ante ciertas dificultades surgidas para que don Rafael García y García de Castro fuera, como fue, Lectoral de la Catedral de Granada, don Federico dijo, convencido: «Este señor brillará mucho en la archidiócesis de Granada». Y tanto brilló, que fue Arzobispo de ella.

Profundizando en las previsiones del futuro, pensaba –es también testimonio de Sirvent– que el anticristo, más que un hombre, sería un conjunto de doctrinas que se filtrarían en las conciencias, con apariencias y frases y hasta hechos de justicia, seduciendo corazones y conciencias, para apartarlos de los netos caminos evangélicos. Y ¿no estamos viendo esto, o algo muy parecido, en nuestros mismos días?

Muchos otros casos y hechos refiere minuciosamente el señor Sirvent en confirmación y prueba de sus asertos de que don Federico leía en el interior de las almas y en las profundas lejanías del porvenir, de que una gracia especial lo asistía, de que «Dios y él se entendían bien».

Yo, por mi parte, transmito el respetable mensaje: Relata refero. Pero de nada me asombro, porque creo en Dios.

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Capítulo VII

EL COMPAÑERO INSEPARABLE DE SU VIDA

No se podría escribir la biografía de don Federico sin dedicar un capitulo, siquiera un capitulo, a su único hermano don Francisco, compañero inseparable de su vida.

Y comienzo este sencillo apunte biográfico expresando la sorpresa que me produce que se haya perdido, en la historia de la Teología española y muy especialmente de la Teología mariana, el nombre de este hombre excepcional, de este sabio, del que nadie –que yo sepa– se acuerda a los cincuenta años.

Muchas veces, hablando con eruditos sacerdotes, con especialistas en Mariología, les he preguntado si conocían los libros de don Francisco Salvador. Si mal no recuerdo, ni uno solo me ha contestado afirmativamente. ¡No lo comprendo! ¡Así se esfuman las glorias de los hombres y desvanecen sus afanes!

Se desvanecen cuando no van dirigidos a la gloria de Dios.

Los de este hombre extraordinario tuvieron ese fin.

A don Francisco lo conocimos en Guadix el verano de 1917.

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Era yo entonces seminarista.Se habían convocado oposiciones para cubrir en

aquella Catedral una canonjía vacante y habían solicitado concurrir a ella muchos sacerdotes: unos, jóvenes, que acaso únicamente pretendían contraer méritos; otros, ya curtidos por los años y por la experiencia; otros, de excepcional prestigio en la diócesis; hasta creo que algunos llegados de otras, los cuales despertaban la natural curiosidad, especialmente en nosotros, los alumnos del Seminario, que ya habíamos saludado los nombres de Santo Tomás y Suárez y nos habíamos estudiado los solvuntur objectiones en los textos del cardenal Ceferino González. Para nosotros el verano se ofrecía reventado de interés.

Pero de pronto este interés sufrió un impacto que lo estremeció hasta sus raíces. «Se ha presentado, de improviso, uno de Almería, que es un tío imponente»17.

“¡Ha sido Penitenciario en las Palmas, es párroco de Jerez de la Frontera, es escritor: tiene publicado un libro, etc., etc.!”. La sorprendente noticia corrió por la ciudad, desbordando los ámbitos eclesiásticos y culturales.

Efectivamente, cuando ya estaba a punto de finalizar el plazo de presentación de instancias, cayó por Guadix don Francisco Salvador.

Eran alumnos del colegio de Instinción los hijos del accitano don Manuel Onieva Mérida y de

17 Si no eres andaluz, lector, permíteme esta aclaración: Decir, en aquellas latitudes, que un hombre, por respetable que sea, es un “tío imponente”, es hacer de él un elogio definitivo.

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su esposa doña Josefa Rodríguez y, seguramente, invitado por éstos o por simple deseo de saludarlos, don Francisco aprovechó el paso por nuestra ciudad para cumplir tal deber de cortesía.

Yo creí siempre que doña Josefa Rodríguez –Pepita Rodríguez se le llamaba familiarmente–, interesada en tener cerca a sus hijos y en traer a Guadix la gloria y los beneficios de un buen colegio, había sugerido a su huésped que aprovechara la ocasión e hiciera las oposiciones. Su hijo don Manuel, que era alumno del Colegio en Instinción, no me cuenta esto, sino que don Francisco fue a la Catedral a decir misa, vio la convocatoria expuesta al público, pidió información al sacerdote sacristán del templo, don Torcuato Pérez López, y éste se la dio contraria a la participación. Lo vio menudo, de aspecto poco triunfalista, anónimo, sencillo, y debió pensar para sus adentros: ¡Adónde va este infeliz!...

Pero el «infeliz» fue…¡Y cómo fue!...A medida que los días pasaban, el interés por la

oposición crecía.Antes de solicitarla don Francisco, los pronósticos

se centraban en éste o en el otro opositor. Ahora nadie se atrevía a formular posibles resultados.

Los más afectados, naturalmente, fueron los propios coopositores.

Era habitual –y es perfectamente explicable– que, cuando ya cualquiera de ellos –y todos habían de hacerlo– sacaba una tesis del libro del «Maestro de las Sentencias», él y sus dos contrincantes se pusieran de acuerdo para oponer y resolver argumentos y dificultades.

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Don Francisco no era hombre para este arreglo. Él no se aprendía de memoria un texto. Él, sobre su formidable formación filosófico–teológica, preparaba una disertación en la que había tanto o más de personal que el erudito y su inteligencia soberana se avenía mal a encajarse en las estructuras férreas de unos silogismos ya preconcebidos. Por todo ello no podía, es que no podía sujetarse a la tradicional costumbre.

Y no se sujetó. ¡A discutir Teología, en el público certamen!

Su disertación18 y sus argumentos manejaban teorías, textos y opiniones personales con una agilidad y una fuerza que dejaban pasmados al Tribunal –que era todo el Cabildo Catedral presidido por el Obispo– al numeroso auditorio y, por supuesto y de modo especialísimo, a los coopositores, que no sólo veían en volandas sus ilusiones de ser canónigos, sino que se estremecían los que con él entraron en terna, al ver pulverizados sus argumentos.

¡Jamás se había visto en Guadix cosa semejante! Sí, aunque predominantemente en el orden literario: cuando el año 1890 hizo oposiciones a la Magistral, otro sacerdote, también almeriense, don José Domínguez.

La homilía, que siguió a los reseñados ejercicios, puso igualmente de manifiesto las aptitudes de

18 Versó sobre esta tesis, deducida del Maestro de las Senten-cias: “Etsi probabiliter dentur in divinis relationes multiplices reales, tamen solum relationes reales oppositae constituunt per-sonas”.

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orador y las dotes de erudición y de personalidad del opositor, al que, por supuesto, y por unanimidad y sin necesaria ni posible discusión, se adjudicó la Canonjía con obligado asentimiento general.

Él, lejos de ufanarse vanamente, decía con sencillez en una carta a su buen hermano:

«La Virgen, a quien yo había manifestado en mi corazón que prefería “una plancha” a predicar un sermón grandioso que no se inspirara en Ella, me ayudó.

«Que yo haya salido como he salido sin previa preparación es, sin duda, obra providencial».

Lo referido es buen botón de muestra de la valía de don Francisco Salvador.

Añadamos unos datos biográficos, siguiendo la general costumbre.

Nació en Almería el año 1872.Estudió, con singular aplicación y lucimiento,

en aquel Seminario (donde, por cierto, en unos brillantes ejercicios de oposiciones a becas, tuvo por juez al que luego fue Magistral sin segundo en la catedral de Guadix).

Ordenado sacerdote en 1894, desempeñó funciones parroquiales y misionales en Serón, Roquetas, Alcóntar y Fines.

Tras de ingresar en «Operarios Diocesanos», en 1900 fue enviado a México, donde trabajó mucho y en muchas cosas, especialmente explicando Filosofía y Teología en el Seminario de Chilapa y rigiendo, en la capital azteca, la iglesia de la Divina Infantita.

Nunca tuvo salud fuerte. Obligado por su falta, volvió a España y, en busca de clima adecuado, obtuvo, por oposición, una Canonjía y después la

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Penitenciaría en la catedral de La Laguna.Por oposición también, fue luego párroco de

Jerez de la Frontera.Y finalmente, como hemos visto, canónigo de

Guadix.La unión entre ambos hermanos, aunque bien

distintos ellos entre sí, era ejemplar, si bien don Francisco consideraba a su hermano como a padre y superior. «Yo lo engendré en el amor de la Divina Infantita», pudo decir don Federico. Y desde que aquél se hizo «esclavo» el año 1918, estuvo sometido a éste con el más puro espíritu de obediencia.

Aunque tan distintos, repetimos, por su temperamento, por su carácter, por la orientación de sus actividades apostólicas, la simbiosis entre ellos era perfecta.

Cada uno sacrificaba gustos y opiniones por dar satisfacción al otro y jamás se adivinó que hubiera entre ellos asperezas ni discusión.

Muy unidos siempre los hermanos, siempre unidos, para lo humano y para lo divino.

Quienes personalmente los conocimos y hasta convivimos con ellos lo sabemos bien. Y, además, quedan testimonios escritos de cuánto se admiraban, sin tonterías y con sobrado fundamento, el uno al otro, de cómo se comunicaban sus actividades, sus éxitos, sus fracasos.

He aquí una sencilla muestra, tomada de una carta familiar de don Federico:

«Acaban de entregarme una carta de mi hermano. Si no fuera de mármol mi corazón, hubiera llorado mucho. ¡Qué bien habrá predicado el día del Sagrado Corazón… remito la carta de Paco para que se le caiga la baba.”

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Don Federico dejaba en las manos de su hermano cuanto implicara especial honor. Por ello, don Francisco fue director de la revista “Esclava y Reina”, desde su fundación.

Y no sabría decir –no obstante haber sido profesor en él– cuál de los hermanos figuraba como director del Colegio, lo mismo en Instinción que en Guadix, pero me inclino por creer que era don Francisco.

¡Admirables los dos, tan admirables como distintos y sorprendentemente conjuntados!

Si a mí me pidiesen un símbolo heráldico para ellos daría, sin dudarlo, para don Francisco el águila; para don Federico, el león.

Y, a todo esto, aún no he dicho casi nada de don Francisco como escritor y como orador.

A fin de que nuestros lectores formen un juicio –aunque sea a la ligera, dada la corta extensión de la muestra– les ofrecemos los primeros párrafos del sermón que predicó en el Seminario de Guadix el día de Santo Tomás de Aquino, del año 1918.

“Señores: A nadie debe sorprender que en la naturaleza se repitan cuadros hermosísimos, sabiendo que son expresión fiel de pensamientos divinos.

Esos cuadros, a veces sublimes, siempre hermosos, Dios los realiza mediante el desenvolvimiento de las leyes naturales, como los pintores realizan en el lienzo sus ideales mediante el pincel.

Para ello ha sido preciso que Dios concibiera un plan vastísimo de leyes, de fuerzas, admirablemente combinadas.

En esta combinación es donde aparece ese orden sin igual que se realiza en el universo, fundamento de toda la belleza del mismo y delatador inconsciente de que una inteligencia soberana lo gobierna.

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Contemplar un poco la combinación de los elementos naturales y no exclamar: “Esta es obra de Dios”, equivale a ser águila que no quiera remontar su vuelo, o a ser tan corto de raciocinio que no se pueda deducir siquiera la conclusión más inmediata de un principio.

En esa combinación tan asombrosa, en la que Pascal se apoyaba para conversar con Dios, los colores fuertes están perfectamente armonizados con los débiles, los claro–oscuros junto con los más vistosos para que mejor se perciban las líneas, las fuerzas más potentes ayudando a las ordinarias, la aridez dando lugar al oasis, la sequedad permitiendo que de sus entrañas salga abundantísima fuente, los vientos huracanados dejando que también se den suaves brisas. Y es que Dios todo lo dispone con suavidad, como el que sabe que es inútil emplear la violencia porque nada ha de resistirse a sus deseos.

Cuando se interrumpe esa combinación admirable, sin que por esto desaparezca el orden y la belleza, porque dichas interrupciones son entonces como instantes en que la naturaleza quiere revestirse de sus galas para mejor glorificar al Señor, se da lo extraordinario, lo asombroso, lo sublime. Así, señores, considero yo a Santo Tomás. No es efecto de la combinación general cuya ley seguimos de ordinario los hombres; es un hombre singular; es un caso aislado, que pone una nota de extraordinaria grandeza en el desenvolvimiento común, simultánea e igualmente vigorosa, de la inteligencia y de la voluntad.»

Pero lo propiamente «suyo» lo que, para mí al menos, lo caracteriza de modo singular, es su calidad de escritor.

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Aparte de lo que pudiéramos llamar «escritos de arte menor», tales como los aparecidos en periódicos y revistas, don Francisco Salvador publicó las siguientes obras:

Cuestionario Teológico Dogmático, - en seis tomos, editado en 1918–1920 (Esta, como todas las siguientes, impresa en Guadix, Imprenta de la Divina Infantita).

Oratoria sagrada- (La primera edición de 1919).

Teología Mariana (- Tratado completo sobre la Santísima Virgen). Obra en tres tomos, publicada en 1920.

La Divina Infantita (- Tratado sobre la infancia de la Santísima Virgen, 1923).

Pláticas doctrinales para el Catecismo de - Adultos, publicada en 1923.

Esclava y Reina, o humildad y grandeza de - María, en 1924.

La Inmaculada debeladora del - Modernismo19, opúsculo, pub. en 1924.

A esta relación habría que añadir otros interesantes trabajos con los que daba rienda a su actividad, su saber y su celo, prestando eficaces ayudas al sacerdocio y, por tanto, a la Iglesia.

Así, el Boletín Oficial del Obispado de Guadix informaba (respectivamente, en sus números de 16 de febrero de 1919 y 10 de mayo de 1920) de la aparición de obras tan útiles como los comentarios

19 Las obras sobre la Santísima Virgen le valieron el título de “Teólogo de la Esclavitud”.

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a la encíclica «Humani Generis Redemptionem», de Benedicto XV, dispuestos especialmente para la predicación; y la «Exposición del Maestro de las Sentencias», adecuadas para quienes se dispusieran a hacer «oposiciones mayores».

No cabe duda: don Francisco Salvador Ramón es una de las figuras más preclaras de la historia de la Iglesia española en el primer tercio del siglo XX y una gloria imperecedera de la catedral, la diócesis y la ciudad de Guadix.

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Capítulo VIII

UN TRÍPTICO SOBERANO

Hay en la vida y en la obra de don Federico Sal-vador tres aspectos fundamentales y característicos que, aunque perfectamente diferenciados, es más que difícil, imposible, disociarlos y estudiarlos se-paradamente. Constituyen un cuerpo perfecto de doctrina y de vida, cuyos elementos se articulan con tanta perfección que cada uno de ellos es como sos-tén y aglutinante de los otros: el amor a Jesucristo, el amor a la Divina Infantita, la Esclavitud. En él, en sus trabajos apostólicos, en sus escritos, todo des-emboca en este inmenso mar:

JESUCRISTOa) El centro único, insustituible, permanente,

necesariamente conocido y amado y servido, de la auténtica vida cristiana, sin mistificaciones, reservas ni distingos, es Cristo Jesús.

Quien otra cosa piense o sienta o quiera, está en un error, está en el gran error.

La frase «Por Cristo, con Él y en Él», es plena y hay que aceptarla y vivirla con plenitud.

Y así la vivió este hombre de Dios.El lema «Ad Implendam Jesu Voluntatem», que

campea en sus publicaciones, es la cifra y sello de sus empresas, el resumen más exacto y más

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completo de su vida, el emblema integral de toda su existencia.

Podría esto verse en sus escritos, en sus sermones, en sus trabajos, en el trasfondo y aún en la superficie de todas sus actividades.

Pero vamos a elegir una de las facetas de éste su amor y su entrega a Jesucristo. Y vamos a elegir la más significativa, que es también la más profunda y hasta la más bella: su amor a la Eucaristía.

El padre Federico era hombre de realidades. Y, siendo real la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, ¿dónde mejor centrar y consumar la entrega de sus amores, el torrente vital de sus afanes apostólicos, la intimidad más entrañable de su alma?

Por eso su devoción más asidua y fervorosa fue la devoción eucarística.

Los datos históricos se multiplican.De su vida que él mismo llamaría «penitente»,

cuando era capellán de monjas, recién ordenado, en Almería, hemos leído que «pasaba muchas noches en vela, consagradas a la oración ante el Sagrario».

Y ya canónigo de Guadix dijo un día a un íntimo amigo suyo: «Vamos a hacer una excursión».

Y la excursión se hizo y consistió en pasar la noche en oración ante el Sagrario de la Ermita Nueva.

Otro hecho muy expresivo:Era costumbre que los canónigos de Guadix

hicieran vela ante el «monumento» el Jueves Santo, en el Sagrario de la catedral.

Un testigo presencial nos ha referido que, en tal ocasión y cuando don Federico hacía la vela, el año 1919, él lo vio llorar y se impresionó tanto que llegó a decir:

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«Señor, ya que yo no lloro, te ofrezco esas lágrimas que estoy viendo derramar ante Ti.»

Le dolían mucho los sagrarios solitarios y abandonados.

Inclusive pensaba que, en vez de orar los Prelados ante los de sus capillas particulares, debían hacerlo ante los de los templos, para ejemplo y edificación de los fieles.

Él, desde luego, era ante Jesús Sacramentado ante quien gustaba las delicias de la soledad, delicias que luego rezumaban sus escritos, en los que hay frecuentes alusiones a la soledad regalada y amorosa del «Cantar de los Cantares» y a los autores místicos, muy especialmente a San Juan de la Cruz, cuando llaman del ruido de los hombres y las cosas al silencio augusto en que se escucha la voz del Amado.

Por eso su propia experiencia pudo dictar estas palabras:

«La soledad es la atmósfera en que se respira la santidad».

Pero no tenía para él la adoración eucarística únicamente un restringido sentido personal, sino que en la Eucaristía consideraba a Jesús como «modelo de los hombres», como «centro de la vida espiritual» como «fortaleza de los mártires», como gozosa consecución de todas las aspiraciones humanas.

Precisamente aludiendo al universalmente conocido lema de la Revolución Francesa («Libertad, igualdad, fraternidad»), escribía su ardiente pluma: «… al juntarse para comer los hombres todos en la misma mesa, serán iguales; y, por ser la mesa del mismo Padre, serán hermanos; y, por ser todos ajenos

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al viejo fermento de la malicia y a las ligaduras del pecado, gozarán de la libertad sublime de los hijos de Dios».

¡Qué expresivo este párrafo, referido a los tibios!:

«Almas son que, si nunca llegaron a gustar las delicias de las íntimas comunicaciones con Dios, son desgraciadas, porque jamás saborearon los goces que sobrepasan los sentidos, ni supieron lo que es hartura, porque no tocó sus almas el beso regalado de la boca del Señor; y si alguna vez estas almas fueron tan dichosas que bebieron en la interior bodega del Amado, más desgraciadas son aún; pues quien tuvo bienes y los pierde más siente la necesidad de ellos que quien nunca los poseyó; y por eso son atormentados, de una parte, con el recuerdo del bien perdido, y de la otra, con la vileza de los goces que tienen, sorprendiéndose el mismo espíritu de haber hecho un cambio de amores que le es tan desfavorable.”

De modo semejante –semejante en el amor– se detiene en la reseña de las influencias de la Eucaristía en grandes acontecimientos históricos y en figuras señeras de la Humanidad; en la descripción de modos y formas del culto eucarístico a través de los tiempos y según las circunstancias y necesidades de cada época; en la enumeración de obras e instituciones especialmente consagradas al culto eucarístico: Adoración Nocturna, Adoración Perpetua, Marías de los Sagrarios, etc., etc.

Pero no era sólo adorar y escribir, era también trabajar.

En la revista «La Semilla Eucarística» de México, y en el número correspondiente al 11 de

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mayo de 1931, hay un artículo dedicado al padre Federico como propulsor de la Adoración Nocturna en el aquel país hermano. He aquí algunos de sus párrafos:

“Se hacía indispensable un orador de prestigio activo, que levantara su voz con energía para encender los corazones de los fieles en el deseo de reparación eucarística, que vinieran a desagraviar los ultrajes proferidos a un Dios Infinito. Este hombre de extremada piedad, esclarecida virtud, profundo saber, elocuente oratoria y viriles energías, ése, era el padre don Federico Salvador; fue su potente voz la que por vez primera resonó desde el púlpito del templo de San Felipe, que hasta entonces nadie había ocupado, la que impregnó el interior de ese templo de un ambiente de amor y reparación, que desde aquel entonces respiraron y hasta la actualidad continúan respirando y nutriéndose con él las almas devotas de la Eucaristía.

Desde ese púlpito, la impresionante voz del padre Federico formó a los primeros adoradores apóstoles de la Adoración Eucarística Nocturna; sus enseñanzas, sus consejos y, sobre todo, su edificante ejemplo, recogidos por los primeros que le rodearon, se desarrollaron y propagaron abundantemente, produciéndose copiosos frutos que lograron dar abasto para llenar de adoradores nocturnos, no sólo el templo de San Felipe de México, sino otros muchos templos por todo el país, hasta nuestros días.

Con el padre Federico se formaron los primeros turnos que él dirigió e instruyó; con el padre Federico se proporcionaron los primeros recursos indispensables para el sostenimiento de cualquier

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obra; el padre Federico, en compañía de algunos de nosotros, fuimos en busca de útiles necesarios y especialmente de las camas, colchones y almohadas con que se instalaron el primer dormitorio y sala de guardia.

Al padre Federico se debió el primer impulso, lo siempre más difícil, para la marcha de la Sección Primaria de México, que hasta la fecha ha continuado aumentando en progreso e indiscutible prestigio.»

Y hasta su más aguda visión del futuro del mundo estaba aureolada con resplandores de Eucaristía. Por eso pensaba que el último hombre que viviera sobre la tierra sería un sacerdote con la Sagrada Hostia en la mano, cumpliéndose así la palabra de Jesús: «Yo estoy con vosotros hasta que se acabe el mundo.»

A sus valores supremos, todos supremos y sencillamente inefables, une el augusto sacramento de la Eucaristía uno, quizá no tan frecuentemente meditado y que encierra una lección elocuentísima y maravillosa, la lección de la humildad.

Es una locura –y damos todo su significado a esta palabra– estar ante Jesús sacramentado, acabar de recibir a Jesús sacramentado, y no sentir las entrañas inundadas de humildad que empape pensamientos y sentimientos y que trascienda a todas las actividades del comulgante.

La Eucaristía es la prolongación y la expresión de la humillación de Jesucristo a través de los siglos.

Terrible y dolorosísima fue la humillación de la cruz, pero pasó con el tiempo.

La humillación de la Eucaristía es permanente y durará mientras el mundo dure.

Y es fuerte también, tanto que sólo en Dios parece posible, en Dios que está allí silencioso, escondido,

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traído y llevado, discutido, ignorado o combatido o ultrajado o negado.

¿Cómo es posible que quien con fe y con amor lo reciba, salga de su presencia, de su contacto, con humos de engreimiento y de vanidad?

La Eucaristía, bien recibida, es el antídoto mejor de todos los antídotos contra la soberbia.

Por eso no se concibe un alma eucarística que no sea humilde, no se concibe un cristiano humilde que no sea rendidamente devoto, eficazmente devoto de la Eucaristía.

¿Qué decir, entonces, del padre Federico Salvador que hizo de la humildad profesión de vida, que quiso apurar el concepto más acabado de humildad, que es la esclavitud?

La primera de sus devociones, el primero de sus afectos, el señor absoluto de su vida, y de sus gozos e ilusiones y de su actividad y de sus trabajos y de sus dolores y de sus enfermedades y de su muerte, fue Jesús Sacramentado.

LA DIVINA INFANTITAb) Y después de Jesús, la Virgen María. ¡Como

tenía que ser! Y tanto, que es imposible pensar en don Federico

Salvador, que es imposible escribir acerca de él ni siquiera un simple artículo, sin venir a parar en la Madre de Dios.

Y más concretamente en la Madre de Dios en los primeros misteriosos instantes de su Concepción Inmaculada, en la gloria de inocencia y de paz de su nacimiento, en los días iniciales de su vida en la tierra.

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Más concretamente aún: en la Divina Infantita cuyo nombre, con dulces remembranzas mexicanas, es para él compendio de todas las enseñanzas mariológicas, de todas las devociones, de todas las actividades, de todas las íntimas ternuras de este hombre especialmente señalado por el dedo de María.

¿Razones de tal entrega a la gloria de este nombre, sin censura, paréntesis ni tibiezas? Las históricas las hemos apuntado. Pero no son ellas sino cauce providencial para que fluyeran otras más profundas y definitivas.

Oigamos al propio autor transcribiendo íntegros unos hermosos párrafos suyos que explican y justifican el título y el culto y la doctrina.

«La Divina Infantita, físicamente, es la presentación de la Niña Virgen recién nacida. En la Iglesia jamás ha dejado de honrarse a María en su Natividad, porque nunca se había dudado por nadie que la Niña Virgen naciera santa, y más santa que todos los santos de los cuales se honra su natividad.

Pero no fue honrada la Natividad de María como había de honrarse, después de dado el dogma de la Concepción Inmaculada, en los tiempos en que los teólogos disputaban si había sido o no concebida sin marcha la que era formada para ser la Madre de Dios. Era un honor sobre todo honor, porque era un grado de santidad superior al de toda pura criatura; y de haber recibido esta suprema gracia o no haberla recibido, hay una distancia tan inmensa como de lo que es singular a lo que es común, aunque fuera de pocos, y por lo tanto, a María se la privaba del honor que había de recibir, por la gracia más especial y

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principal que han recibido las criaturas angélicas y humanas, por ser más excelsa de cuantas Dios ha dado a las criaturas, individual y colectivamente consideradas. Sólo el Hombre–Dios la aventaja, porque Él es inmaculado por naturaleza y María lo es por gracia.

El culto, por consiguiente, que había recibido la Santísima Virgen, como Inmaculada, atendiendo al periodo de gracia dispositiva que en Ella reconocen todos los teólogos con el Angélico, a lo menos, desde que empezó a discutirse esta suprema gracia de María, no fue un culto como a Ella le era debido. Hasta que fue la Madre de Dios no había en Ella verdadera gracia singular, sería más o menos perfecta, pero era una gracia como la de San Juan Bautista, como él fue santificado antes de morir, y por lo tanto, el culto de hiperdulía le podía ser también discutido y regateado, desde su Concepción hasta la divina Maternidad.

El estado del culto de la Santísima Virgen por haber sido concebida en gracia, antes de la definición del dogma era precario; con decir que era dudoso basta para pensar que no podía ser firme, general ni entusiasta y lleno de la santa vehemencia que hoy inunda a las almas cuando se trata de honrar a María en el primer instante de ser inmaculado.

Hay, pues, que distinguir dos períodos en el culto de María, desde su Concepción hasta su Maternidad. El uno, anterior al año 1854, y el otro desde esa fecha hasta nuestros días. Antes de ese año, el de la definición del dogma de la Concepción Inmaculada, se honraba a María Niña en la Natividad, en la Presentación, en sus Desposorios, en la Encarnación; pero ¿era María santa e inmaculada, la nacida, la

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presentada en el templo, la Desposada, la hecha Madre de Dios?. Los fieles tal vez no se detenían a pensar esta diferencia; pero hoy, aunque no lo piensen, en María antes de ser Madre de Dios, todos honramos no a la santificada; sí a la Inmaculada. Deducimos de aquí que el culto que se dio a la Santísima Virgen Niña antes de 1854 no era igual que el que ahora se le da; por lo tanto, que haya muchas imágenes de la Niña María anteriores a la definición del dogma de la Concepción en gracia no demuestran que se honraba a la Niña Inmaculada; en ellas, se daba culto a la Niña Santificada principalmente. Esto, no obstante, no faltaban almas y hasta instituciones que honraban a la Niña Inmaculada. Tales eran, para honra de la Madre Patria sea dicho, las religiosas Concepcionistas Franciscanas, fundadas por la Venerable Beatriz de Silva, noble española de la corte de Enrique IV. Estas religiosas guardan entre sus tesoros las santas reliquias de la madre Agreda, Madre antigua, como la llaman las concepcionistas, y las no menos veneradas de la madre Patrocinio, santa y benemérita sostenedora y propagadora de la Orden en el siglo pasado. Que estas religiosas honran y honraban a María Niña como Inmaculada y no como santificada, lo demuestra hasta la saciedad la obra santa Mística Ciudad de Dios, de la venerable madre Agreda, sublime en su fundamento de doctrina y profundísima en las místicas enseñanzas de la vida de la Señora, modelo de toda perfección.”

Consideraciones semejantes tan densas de contenido como jugosas de amor, encontramos a cada paso en sus escritos, especialmente en la colección de artículos que él tituló «La verdadera devoción a la Santísima Virgen» y que se asientan

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sobre la doble tesis de San Luis María Grignión de Monfort, «Jesucristo vino al mundo por medio de la Santísima Virgen y por Ella debe también reinar en el mundo».

Digamos de pasada que el libro del santo citado, cuyo título tomó el padre Federico para estos artículos, y el de la venerable madre Agreda Mística Ciudad de Dios, son fundamento y asidero constante de los escritos de nuestro biografiado, el cual consideraba a ambos como «doctores en la ciencia mariana».

Reconoce reiteradamente la insuficiencia de la mente para conocer hasta sus insondables abismos los tesoros de santidad que hay en la Madre de Jesús, tesoros que alcanzan la plenitud «…y María es gratia plena».

No obstante esa insuficiencia de que él tan exactamente habla, su razón y su corazón y su pluma la superan en mil ocasiones. He aquí una muestra:

“¿Cómo llegará a conocer el hombre los ápices de la gracia que elevan a María hasta tocar los linderos de la divinidad? Si el humano entendimiento no llega a definir la belleza de las más vulgares criaturas ¿cómo llegará a penetrar los encantos de la que es toda hermosa? Si el hombre no comprende su propio espíritu, si no sabe decir de un modo cabal cuál es la esencia del más ínfimo de los seres ¿comprenderá alguna vez a la Reina de todas las criaturas?”

Aunque realmente él vive extasiado ante la santidad y la hermosura de la Madre de Dios, no quiere nunca que tal y tan profunda admiración, de la que se empeña en contagiar al mundo, quede en las almas como un leve perfume, como un dulce ensimismamiento, sino que su gran empeño es dar

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a la devoción a María un sentido «eminentemente práctico». Por eso escribe:

“Nuestro empeño en este trabajo es eminentemente práctico; y por eso, más que en el estudio especulativo de los encantos de María, hemos de ocuparnos en las «aplicaciones» que, del conocimiento y amor de las gracias y virtudes de la soberana Reina, deben hacerse a los individuos, a las familias y, en general, a las sociedades modernas para restaurarlas en Cristo.”

Y hace suyas estas palabras del padre Fáber: “Examínela quien quiera por sí mismo, y cuando vea las transformaciones que produzca en su propia alma, presto se convencerá de la casi increíble eficacia de esta devoción como medio para la salvación de los hombres y para la venida del Reinado de Cristo.”

Es la aplicación a cada alma del pensamiento de San Agustín, que llama a María «Forma Dei», «Molde de Dios», para formar y modelar santos. «El que es echado en este molde divino –concluye don Federico– bien pronto es modelado en Jesucristo y Jesucristo en él».

Se duele que al cabo de tantos siglos María no sea suficientemente conocida.

Y no hay que repetir con cuánta frecuencia y apoyándose –aunque él pocos apoyos necesitaba– apoyándose, decimos, en la autoridad de los más eximios tratadistas y los más santos devotos de María, incita a su devoción amorosa pero práctica como remedio taumatúrgico para necesidades individuales, familiares y colectivas.

Siempre su lema «Per Mariam ad Jesum». Por eso hace suya esta frase del citado padre Fáber: «No

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se conoce a Jesús, porque a María se la tiene en olvido».

Y se recrea en la encíclica de San Pío X «Ad diem illum», en la que enseña que para restaurar todas las cosas en Cristo no hay camino más cierto y fácil que la devoción a nuestra Señora; y que, pues, así lo quiso la divina Providencia: «No hay absolutamente más medio que recibir a Cristo de manos de María».

Este permanente cristocentrismo de todas las enseñanzas mariológicas del padre Federico merece una más detenida consideración, no sólo por ser lema de sus obras (en todas, hasta en las medallas de la Divina Infantita, campea «Per Mariam ad Jesum»), sino por la eficacia sobrenatural y moral de su contenido, y hasta porque libra, ya a priori, todas estas doctrinas de tan excelente autor de posibles impugnaciones.

El culto, la devoción, la imitación de la Virgen no tienen para él –como no pueden tener– un sentido estático, no tienen en sí razón de fin, tiene un sentido dinámico, de medio, de impulso, de camino, el más sencillo y seguro para ir a Cristo. Son como el torrente purísimo e inquieto hasta llegar al mar inmenso, que es Dios.

Sencillez, humildad, pureza, abnegación, son virtudes que llevan directamente al mismo Corazón de Cristo. Y ¿en quién encontrarlas más nítidas que en su Madre? «Nada austero hay en mí”. “En mí todo es sencillo”. “Nada hay extraordinario ni pomposo», llega a decir María en labios de don Federico, como invitando a las almas a gustar con ellas las delicias del servicio de Dios.

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Para articular más perfectamente ambas devociones, con el sentido y finalidades ya dichas, se cogió de la mano de Santo Tomás de Aquino y, pendiente de las enseñanzas del Doctor Angélico, escribió una serie de hermosos artículos –«A Jesús Sacramentado por María recién nacida»–, en que estudiaba las relaciones y las consonancias de María con Jesús Sacramentado.

Vamos a asomarnos rápidamente a ellos:Jesús oculta su gloria en la Eucaristía, Jesús

prueba en la Eucaristía nuestra fe. Pues “de María se puede decir que por gracia lo que se dice de Jesús por naturaleza».

“Pan de ángeles es el Cuerpo del Señor, y vino que engendra vírgenes, su preciosa sangre”, y María «dechado de castidad».

El desprendimiento de todas las cosas en María Niña es total; lo demuestra el autor exponiendo y comentando las virtudes naturales de la infancia del hombre y aplicándolas a María de modo supereminente.

Ni soberbia, ni lujuria, ni avaricias, son posibles en María Niña. Antídotos de tales pecados, humildad, castidad y pobreza: se dan en la Eucaristía, se dan en María Inmaculada.

Compara el silencio de Jesús en la Eucaristía con el silencio de María Niña, de María Madre del Salvador. Y a propósito del silencio, escribe:

«Hoy sí, hoy debía poner a Dios delante del mundo los grandes modelos del silencio; hoy que tanto se abusa de la palabra, que todos los inventos son pocos para la manifestación oral o escrita del pensamiento bueno o malo; hoy que merced al desarrollo descomunal de la imprenta y de las fáciles

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comunicaciones postales, telegráficas y telefónicas, a los pocos minutos de pronunciados los discursos pueden conocerse en todo el mundo; hoy que un mismo hombre, en un espacio corto de tiempo, puede hacer propagandas orales personalmente en todas las naciones y continentes; hoy que, aparte de los vicios de que ya hemos hecho mención en varios de estos artículos, se habla por el afán de atraer, de seducir a las masas populares, siendo aptos para este fin hasta los más indoctos, impelidos por el atrevimiento de la ignorancia, convirtiendo en oradores a ciudadanos albañiles y carpinteros, cuando no a Lopijillos vividores o embaucadores de club y de mitin; hoy que se discursea en la cátedra, en las calles y plazas, en los casinos y en las tabernas, en los comedores de los grandes hoteles y debajo la gran chimenea de los mesones, al amor de la lumbre; hoy que el mundo semeja una gran jaula de loros y de cotorras, empezando por los congresos donde hacen las leyes que rigen al mundo y terminando por la mesa del café, en donde todo se critica y murmura; hoy que tan necesario es recordar al mundo que «el que guarda su lengua guarda su alma», se imponen los grandes modelos del silencio para informar con ellos a las sociedades futuras, libertándolas de uno de los más característicos vicios de que adolece y que ya en el siglo pasado llegó a llamar la atención de los pensadores que hablaron de ello de este modo: «El siglo XIX es, sobre todo y en todos los sentidos del vocablo, el siglo de la Palabra. La Palabra buena o mala llena nuestra atmósfera. Una de las cosas que nos caracterizan es el ruido. Nada más ruidoso que el hombre moderno: ama el ruido, le gusta hacerlo alrededor de los demás, y le gusta, sobre todo,

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que los demás lo hagan alrededor suyo. El ruido es su pasión, su vida, su atmósfera: la publicidad reemplaza en él muchas otras pasiones que mueren ahogadas en esta pasión dominante, a no ser que vivan de ella y se alimenten de su luz para brillar con mayor violencia. El siglo XIX habla, llora, grita, se alaba y se desespera: y todo lo convierte en exhibición. Detesta la confesión secreta y estalla a cada momento en confesiones públicas.

Vocifera, exagera, ruge…»«¡Oh Divina Infantita! Tú que, no hablando,

aprendiste a expresar en la generación inefable del Verbo Divino hecho hombre la sabiduría y la belleza del que es el esplendor de la gloria del Padre; Tú que lo envolviste con las sutiles gasas del silencio más profundo, en el que llegaste a dar al mundo la Palabra de eterna vida, enseñándonos a callar, huyendo del mundanal ruido, para que nuestras palabras sean siempre gratas a tu divino Hijo, y con ellas merezcamos glorificarlo contigo eternamente.»

¡Qué diría este hombre si estuviera viviendo la confusión y el ruido de nuestros años setenta!

Hasta en el orden estético encuentra y analiza relaciones entre el prodigio inefable de la Hostia consagrada y la singular pequeñez de la Divina Infantita, escribiendo sobre el tema tan original uno de sus mejores artículos, cuya esplendente doctrina viene a confirmar y enriquecer textos de San Agustín, de Santo Tomás, de San Dionisio Areopagita, de los padres Nieremberg y Rivadeneira, de San Alfonso María de Ligorio.

Y por fin, este pensamiento que, para mí, personalmente, es el más hermoso de todos acerca

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de la Madre de Dios: la carne de Jesús es carne de María Inmaculada.

Con sobrada razón nuestro autor considera imposible amar a María y que su amor no nos lleve a Jesús. Con sobrada razón escribe: «Si nos entregamos a la hermosa devoción hacia la Virgen Santísima es sólo para establecer más perfectamente el amor de Jesucristo».

No sé por qué se nos ha metido en la cabeza que los hombres de muy acusados rasgos varoniles, recios de contextura física y recia de espíritu, son rudos e incapaces de gustar y hacer gustar las mieles de la ternura.

Y no es así. Muchas veces bajo la costra que se presentaba áspera, circulan canalillos deliciosos de miel. El Cid es el prototipo de los hombres fuertes de España; y el Cid también sabía llorar…

“Enclinó las manos – la barba vellida. – A las sues fijas– en braço las prendía. – Llególas al corazón – ca mucho las quería. – Llora de los ojos, – tan fuerte mientre suspira», narra, con un grafismo insuperable, el poema inmortal.

Pues bien, don Federico era un hombre de ternuras inenarrables por la Niña maravillosa hecha para Madre de Dios. Un hombre enamorado.

Mejor dicho, enamoradísimo.Acertada estuvo la Academia de la Lengua

–¿cómo no lo había de estar?– cuando definió que enamorarse es «prendarse de amor de una persona».

¡Qué bien ajustadas las palabras a los sublimes conceptos del amor de los amores, que es el amor de Dios!

Y, ¡qué felices las pocas almas que supieron

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gustarlo hasta la plenitud, en cuanto cabe plenitud en la tierra!

“En la interior bodega / de mi Amado bebí, y cuando salía / por toda aquesta vega / ya cosa no sabía / y el ganado perdía que antes seguía.”

Pues en chorros de esas bodegas bebió este hombre de Dios y, tras gustarlos, «ya cosa no sabía» y el ganado perdió que antes seguía.

El hilillo que llegó a sus labios y se le metió en el corazón y le embriagó entrañas y vida fue un delicioso amor: el amor a la criatura más linda salida de las manos de Dios y en los momentos de más deliciosa recordación; el amor a la Virgen María niña pequeñita; el amor a la Divina Infantita.

Y en ese amor se dan cita los epítetos que dejó estereotipados la pluma fuerte y sensible de Tomás de Kempis:

«Nada hay más dulce que el amor, nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho, nada más alegre, nada más cabal ni mejor en el cielo, ni en la tierra; porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios.»

¡Con el mismo Dios!Y mejor todavía si a gustarlo nos acercamos

cogidos de la mano de María.Y así lo hizo don Federico.Se conserva una fotografía suya acunando –así,

materialmente acunando– una preciosa estatuilla de la Virgen Niña. Para quien no sepa de secretos de las almas, de misterios de la vida sobrenatural, del amor purificado en los crisoles de la castidad, esa fotografía carece de sentido. Para quien sepa de todas esa soberanas cosas y conociera a aquel hombre, quizá no haya mejor estampa de él.

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Tras lo tan levemente apuntado, habrían de darse por conocidos datos históricamente confirmados.

Su primera misa la celebró en el templo y el altar de la Virgen del Mar, Patrona de Almería.

Su primer destino fue el de capellán de religiosas consagradas a la Concepción Inmaculada de María.

En México se consagra a la Divina Infantita con estas palabras que fueron lema y razón de ser de su vida: «Yo seré tu hijo, tu esclavo y tu defensor, ahora y siempre».

Se afana interrumpidamente en la busca de sacerdotes que compartan esta ilusión de su vida.

Las fiestas de la Virgen, preparadas con ayuno penitencial, son los grandes días de gozo para él, gozo que va desde una predicación ardiente hasta el simple detalle de que esos días Religiosas y colegiales tengan la mesa exquisitamente abastecida.

Rezan diariamente las tres partes del rosario. Y diariamente también hace una hora de

meditación en visita a la Virgen y «en un silencio profundo» que acaba con la recitación gozosa del Magnificat.

Tres meses eran sus predilectos: el de mayo, dedicado especialmente a la Virgen; el de septiembre, a la Divina Infantita, y el de diciembre, a la Inmaculada Concepción.

Siempre que lo permitían las rúbricas, celebraba la misa votiva de la Virgen.

No fue nunca vana ni vacilante la firmeza de su entrega, ni siquiera en los más simples detalles: «Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré jamás», frase que nos hace recordar aquella otra firme, decidida, rotunda, de San Pablo: «¿Quién nos apartará de la caridad de Cristo?»

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Y pongo fin, lector, a estas consideraciones acerca del espíritu mariano del padre Federico Salvador con esta pregunta:

Si es doctrina y creencia extendidas por todo el mundo de los creyentes que la devoción a la Virgen es señal de predestinación, ¿qué gloria se le habrá dado a este gran corazón plenamente sumergido en el mar inmenso del amor de María?

c) ESCLAVITUDHay que ser consecuente con los principios que

se profesan. El que habitualmente no lo es –¡cuántos católicos no lo somos!– procede contra la lógica y manifiesta en quiebra los caracteres más esenciales de la sinceridad, de la lealtad y de la hombría.

Don Federico Salvador profesó continua y ardientemente los principios que hemos diseñado. Y, sincero, leal, hombre, tenía que llevarlos hasta sus últimas consecuencias.

¿Cuáles podrían ser estas consecuencias? ¿Habría una densa síntesis vital a la que todas fueran a converger como por una especie de ley de gravitación espiritual?

Sí. Y no podía ser más que una: la humildad.Su tema básico, verdadera causa eficiente y final

de todos sus amores, de todos sus trabajos, de todas sus ilusiones, fue Jesucristo en la expresión y en la realización suprema e inefable de todas las posibles humillaciones: en la Eucaristía.

El camino que eligió para llegar a Cristo fue el amor y la imitación de su Madre. Y en María la nota más característica acaso, la más acusada, la expuesta reiteradamente por ella misma, fue la

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humildad, pero la humildad llevada a un extremo sumo y concreto: la esclavitud.

«He aquí la esclava del Señor». «Porque miró la humildad de su esclava, me llamarán bienaventurada todas las generaciones», frase esta última con la que parece que María vincula substancialmente la bienaventuranza a la humildad, a la humillación suprema, a la esclavitud.

¿Qué final espera, entonces, a un alma que ha tomado para sí estos modelos, y únicamente estos modelos? Pues uno sólo: la esclavitud.

Pero esto, dicho así, puede quedar reducido a un anhelo más o menos vago, a una aspiración, a un propósito que se cumple o se quebranta, a una noble disposición interior.

Esto, para él, no era suficiente. Había que amarrar bien la barca de la vida para que no se la llevaran las olas, blandas unas veces, otras veces amenazadoras y terribles.

Lo primero que amarra es la doctrina.No se cansa de reiterar, siempre renovados,

siempre recios y firmes, los argumentos que justifican, que exigen, mejor dicho, la humildad, la abyección, cuya forma concreta es la «esclavitud».

He aquí, entre millares, un testimonio más:«Los extremos se tocan. He aquí por qué los

últimos ápices de la grandeza hay que buscarlos en lo íntimo del anonadamiento. Celestial doctrina es ésta que el Verbo Divino ha venido a enseñarnos personalmente con obras y con palabras. Él era Dios con Dios y no ha desdeñado hacerse hombre; es esencialmente impecable y destructor del pecado y quiso mostrarse semejante a los pecadores; es sapientísimo y aceptó con la mejor voluntad la

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vestidura de loco; y una cruz de ignominias abrazose y en ella murió el inmortal.»

Este es el sublime espíritu de Cristo.Saltan de su pluma los pensamientos como

catarata de diamantes:«La obediencia es la humildad y la caridad en

acción.»«La obediencia es el diamantino broche que

enlaza prácticamente la humildad con la caridad.»«Piedra de toque de toda verdadera ascensión

espiritual.»«Es la que regula los vuelos del alma en la escala

mística.»Y cómo aguza el sentido y penetra en las Sagradas

Escrituras para cimentar en roca viva su doctrina de la obediencia, de la esclavitud. El «Loquere Domine», de Samuel, el «Ecce ego» de Isaías, el «Quid me vis facere» de San Pablo, el «Omnium me servum feci», del mismo Apóstol; el «Se hizo obediente hasta la muerte» son, en sus labios, llama ardiente, remedio seguro, entrega definitiva, consumación de santidad.

Y también y siempre aplicación ascética a las distintas situaciones de la vida. «Aprende a ser cabeza, sabiendo ser pies», «Sed humildes, porque tendréis que sufrir y no hay resignación sin humildad.»

Muchos textos suyos relativos a la esclavitud he leído; pero, en mi concepto, el más hermoso, el más definitivo y ardiente es éste, dirigido a un sacerdote que celebraba su primera misa:

«Yo quisiera que, olvidado de cuanto has visto, hayas oído y de cuanto te rodea, consideres, en divino arrobamiento, sobrecogido, que, pasados

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unos minutos, vas a mandar al Hijo de Dios que venga a la hostia y va a quedar inmediatamente cautivo entre tus dedos. ¿No lo ves?; ya es tu esclavo y tú su dueño; rompe, si quieres, la Hostia Sagrada, tritúrala, pulverízala, puedes hacerlo; Cristo, como perfectísimo esclavo, ha puesto en ti todos los derechos sobre su vida y su muerte eucarística. Que lo trates irreverente, que lo burles, que lo desprecies, Él es tu esclavo. Él ha puesto en ti todo su honor y su gloria sacramental. Que lo llevas entre fieles, exponiéndolo a cuanto son capaces los que no tienen fe; que lo das a comer a los pecadores; que tú te haces reo del Cuerpo y Sangre del Señor; Jesús no regateará el obedecerte; Él es tu esclavo; Él se sujeta a ti por salvarte a ti y a cuantos se acerquen a ti.»

Si se pudieran contar las veces que aparece en sus escritos la palabra «humildad», quedaríamos asombrados. Casi me atrevo a afirmar que apenas hay página en que no esté escrita y más de una vez.

Toda esta maravillosa doctrina había que llevarla a la práctica. Y tenía que llevarla el mismo maestro que la estaba enseñando.

Y como lo que más fuertemente vincula la vida cristiana, toda entera, a un propósito capital, a una empresa determinada, es el «voto» hecho con los requisitos y las condiciones impuestas por la autoridad suprema de la Iglesia, él hizo el voto heroico de obediencia al obispo y al párroco.

He aquí con qué claridad y qué llaneza lo expone una y otra vez:

«El clero parroquial vive siempre expuesto a las mayores caídas… ¿cómo sostenerlos? ¿Cómo levantarlos si cayeren?... Con los sacerdotes se

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pierden pueblos enteros… Yo, para inspirarles mayor confianza, les haré voto de obediencia. Si algunos sacerdotes hicieran voto de obediencia a su obispo, éste tendría confianza en ellos. Y me dije: Yo haré voto de obediencia a los señores obispos.»

Así, de un modo tan natural y tan sobrenatural al mismo tiempo, ya tenemos al padre Federico Salvador hecho oficialmente «esclavo».

Y esclavo de María, para que María lo lleve a Jesús con la suavidad y la ternura con que una madre coge la mano a su hijo pequeño, para que no tropiece o se desoriente en su camino.

Porque en los caminos de la virtud y del amor es muy fácil desorientarse, cambiando las exigencias de abnegación por almibaradas dulcedumbres.

Muchas veces previno contra ello nuestro «esclavo»:

«Hay que trabajar –escribía– para seguir al modelo perfectísimo que el Señor nos dio por Madre en el orden sobrenatural. Es trabajo lo que hemos de hacer, no gusto ni regalo, que muchas son las almas que siguen los caminos de la virtud mientras ésta se nos ofrece llena de los encantos con que suele Dios dar la divina gracia a los principiantes; mas si truécanse en aridez las prístinas exuberancias de ilustraciones y mociones, si a las íntimas comunicaciones con el Amado, que nos hacía sentir las inexhaustas dulcedumbres de su regalada presencia, siguen momentos de amarga desolación y el horrible vacío del desamparo ¿cuáles son las almas que entonces serán capaces de exclamar con el divino Maestro: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu; o las que estarán, como María, firmes al pie de la cruz? Pocas almas, pocas. Hasta el partir

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el pan, multi sunt vocati, hasta beber el cáliz, pauci vero electi.»

Volviendo a la misión de ese originalísimo y tremendo voto de obediencia, yo te invito, lector, a que otra vez meditemos juntos, sólo un momento, acerca de él.

Desconcertante este voto de obediencia no sólo a los obispos, sino también a los párrocos. Desconcertante, inusitado, duro, peligroso. Sí, todo eso y más de eso, pudiéramos decir, desde fuera; pero él lo vio desde dentro, en el seno mismo de la Iglesia, tan necesitada de entregas, de celo, de amor, de espíritu de sacrificio; y la piedra angular, en contacto obligado y permanente con las almas, fue siempre, para él, la figura del párroco.

Pues a amar al párroco, a servir al párroco, a sostener y ayudar al párroco.

Y así se injertaba de lleno en el espíritu de unidad que para la Iglesia quiso su Divino Fundador. Todos jerárquicamente unidos: el Papa, los obispos, los párrocos y, al final de todos, pero sirviéndolos a todos –que es servicio pleno y absoluto a la Iglesia–, los «esclavos» y el primero él.

Pero sin arrumacos de «Fundador». Fue frase suya ya transcrita:

«Yo necesito un hombre que me quiera mandar. Yo seré de este modo el primer esclavo».

Y en una carta dirigida a la Madre General de las Esclavas de la Divina Infantita en 1905, se contiene esta especie de sutileza dialéctica y lógica: «Una sola ha de ser cabeza de la Esclavitud, y esa cabeza eres tú, hija mía. Si yo he de ser esclavo de verdad, no puedo ser cabeza.»

Llevaba tan clavada en la mente y tan metida en

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el corazón esta idea de subordinada colaboración con los párrocos, que sale mucho al paso cuando se leen sus memorias íntimas, amorosamente recogidas en un cuaderno –tesoro de la Congregación de las Esclavas– por la que fue su Superiora General M. Rosario de la Pureza Cataño Flores.

En el conjunto armónico de la vida cristiana sólo con que falte una virtud se rompe el equilibrio. Por eso la santidad es plenitud de virtudes, de tantas santas virtudes que, perdiendo la singularidad y hasta el nombre de cada una, la integridad se llame «virtud».

Es el bonum ex integra causa de los filósofos escolásticos.

No obstante, lo cierto es que en todos los hombres santos –canonizados o no– hay una virtud especial que es como el centro de una armónica constelación en la que figuran todas las otras.

Por otra parte, cada situación, cada estado exigen la práctica predominante de una virtud. Parece no admitir dudas que un sacerdote no puede ser buen sacerdote si no es humilde.

Ha recibido el legado más precioso que jamás pudo soñar en recibir el hombre: «Como el Padre me envió a mí, así os envío Yo a vosotros». Y cuando se es depositario de tesoro tan singular, ronda sediosa la tentación de la vanidad más o menos solapada.

Pero es que sucumbir ante ella es una pavorosa traición y una adulteración del divino encargo, porque quien dio a los sacerdotes tal delegación es el modelo supremo de la humildad. Y si para todos dijo, para ello dijo ante todos y ante todo: «Aprended a mí, que soy manso y humilde de corazón».

Don Federico puso el alma entera en aprender y practicar esa lección suprema del Maestro Divino.

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La aprendió de sus mismos labios en el Evangelio. La aprendió de la mejor discípula de Jesús, que fue su Madre. La aprendió de los santos que más se señalaron en ella.

Y la practicó en su vida. La practicó en sus escritos, en sus sermones, en sus trabajos apostólicos. La practicó regalando a la Iglesia una congregación de Esclavos que prolonguen a través de siglos el espíritu de humildad.

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Capitulo IX

EL FUNDADOR

Que un gran apóstol sea Fundador, es la cosa más natural del mundo. Y más sobrenatural, al mismo tiempo.

Él tiene su corazón repleto y su cabeza llena de ideales y de proyectos. Él siente, como nadie, los gemidos de la Humanidad doliente y el fuerte espoleo para llevarle remedios. Y se considera, porque lo es, redescubridor de esos remedios, aplicados de una forma determinada.

Pero, al mismo tiempo, se ve limitado, insuficiente, para acometer una gran empresa de salvación, a la que quisiera tener mil vidas que consagrar.

Y entonces busca ansiosamente, hasta obsesivamente, la compañía, la cooperación, el auxilio de otras almas, de otras vidas que se fundan con la suya para entregarse, todos amorosamente unidos y sin reservas, al servicio de Dios en aquella forma, para aquellas necesidades, con aquel espíritu con las normas y la estructura que él había concebido y acariciado.

¿Qué necesita un Fundador para serlo, para construir no sobre arena sino sobre roca?

Ver muy claro el ideal que acaricia. Sentir impulsos vigorosos para realizarlo. Tener dotes excepcionales de organización. Caldear los espíritus

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con la llama viva de ese ideal. Y, por fin, escoger a los más aptos, a los más enardecidos, a los más decididos para entregar la vida por el triunfo de tal ideal en el mundo.

Por eso la más hermosa y fecunda floración que, a lo largo de la historia ha producido la sembradura evangélica son, sin duda, las Órdenes y Congregaciones religiosas.

Quienes las concibieron y fundaron hicieron lema, explícito o implícito, de toda su vida el Mihi vivere Christus de San Pablo. Y quienes se integraron en ellas rompieron los vínculos de la carne y de la sangre para poder entregarse, sin restricciones ni ataduras, al servicio de Dios y de los hombres.

Como Pedro y Andrés, Juan y Santiago, dejaron naves y redes para seguir a Jesús y estar prontos a responder a su voz.

De más está decir que el gran ideal, el ideal supremo y único, de todos los Fundadores, es Cristo Jesús, su servicio, su reinado en las almas y en el mundo; pero cada uno concibe modos distintos, en la forma de establecer ese reinado, un camino dentro de los ámbitos maravillosos y supremos del Evangelio.

Para Francisco de Asís es la abnegación y la pobreza.

Para Ignacio de Loyola es el espíritu combativo en defensa de la fe y la sumisión especial al Papa. Para Domingo de Guzmán es la predicación de la palabra divina. Para José de Calasanz es la educación.

¿Cuál la forma, cuál la senda elegida por el padre Federico Salvador?

Habiendo leído cuanto precede, la respuesta no puede ser más que una. La humildad en su forma

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más neta, la esclavitud. Y esclavitud inmediata y directa a María (¡la gran Esclava!), para con ella y por ella llegar a la esclavitud a Jesús.

¿Concreción de estas ideas, de estas ardientes ilusiones, de esta pasión diríamos, en una Congregación religiosa?

Como era obligado, los estatutos fundacionales, redactados por el padre Federico en 1902, los de los Esclavos, y en 1904, los de las Esclavas, estatutos que, con los demás requisitos inherentes, merecieron que el 22 de junio de 1921 el Papa Benedicto XV aprobase la «Pía Asociación de la Esclavitud de la Divina Infantita».

Y será bueno comprobar cómo la Iglesia fue haciendo ascender, en el orden canónico, la primitiva Pía Asociación.

El 7 de julio de 1930 es autorizado el arzobispo de México «para aprobar y erigir canónicamente como Congregación religiosa diocesana la Pía Asociación de Esclavas de la Divina Infantita».

Y, por fin, el día 1 de mayo del año 1963 el Sagrado Dicasterio expide un Decreto aprobatorio, al que pertenecen párrafos tan expresivos como éste: «Esta Sagrada Congregación encargada de los asuntos religiosos, en virtud de las facultades concedidas por el Santísimo Señor Nuestro por la Divina Providencia Papa Juan XXIII, teniendo presente todo lo expuesto en las cartas comendaticias de los Ordinarios, oído el voto de la Comisión de Consultares para la aprobación de nuevos Institutos, y estudiado con madurez y diligencia en el Consejo Plenario del día 16 de febrero de 1963, por el presente decreto alaba y recomienda con el mayor encarecimiento a la Congregación de Hermanas

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«Esclavas de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María Niña».

Pero no está en los estatutos fundacionales todo lo que es una congregación. Estos contienen los grandes principios fundamentales que han de regirla; son como la expresión oficial de lo que es y de lo que son sus fines y sus medios. Pero la prosa oficial, aún la canónica, necesariamente tiene que ser austera y estar como encajada en estructuras netas que difícilmente admiten efusiones del corazón. Donde tales principios se explanan, se confirman y se depuran y palpitan, vivos y sugerentes, llenos de ardientes ilusiones, es –de un modo, además, rebosante de amor y de celo– en los escritos del Fundador, en los públicos y en los privados e íntimos, y, sobre todo, en éstos, en las cartas a sus miembros, a cada uno en particular, aconsejándolo, confortándolo, regalándolo, consolándolo, guiándolo según el estado de su espíritu y las circunstancias, interiores o exteriores, en que se encontrase.

El epistolario de este hombre de Dios es, además, de un torrente de los más grandes y purísimos amores, un arsenal de proyectos apostólicos entre los que predomina la ilusión de evangelizar a judíos y mahometanos y la constante fundamental del voto de obediencia a Párrocos y Obispos.

Permíteme, lector, que intercale un leve comentario.

Precisa la Iglesia Católica de una intensificación de las obras misionales. Pues ahí tienes a un hombre ansioso de propagar el espíritu misionero por ese mundo vasto, complejo y difícil de los pueblos mahometanos y judíos.

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Han surgido últimamente Congregaciones, que parecen cosa nueva, consagradas especialmente al servicio de las parroquias. Pues hace más de cincuenta años, el P. Salvador puso su Congregación no sólo al servicio de las parroquias, sino para ayudar en todo a los Párrocos, hasta enseñando a los pueblos a quererlos y venerarlos.

Reconozcamos que, además de celo ardiente, hubo amplia visión de los problemas y originalidad apostólica para abordarlos.

Y veamos ahora más concretamente algo de lo mucho, de lo muchísimo, que escribió acerca del espíritu de la Esclavitud que habría de encarnar en sus religiosas. Tenía que escribir, necesariamente tenía que escribir y que hablar, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» y su corazón rebosaba tanto de espíritu de Esclavitud que se desbordaba como río sobre cuyo cauce cayeron torrentes. «Irresistible», llamó él mismo a esta necesidad de su alma.

Realmente todo lo que escribió20, todo lo que predicó, está empapado de ese espíritu. Sintéticamente lo comprendían las cincuenta «Meditaciones» dirigidas a un alma enamorada de la Esclavitud en su grado más perfecto”, que fueron materia de ejercicios espirituales y retiros dados a las Esclavas y que recogió la revista «Esclava y Reina»21.

20 Ver la colección completa de «Esclava y Reina».

21 Los últimos aparecen en los números publicados en el año 1933, cuando ya había fallecido el autor.

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Repasando las páginas de esta revista se percibe cómo todas ellas están empapadas de ese ardiente y dulcísimo espíritu de Esclavitud mariana, espíritu que destilan suavemente, como las frutas maduras destilan chorros de miel.

Dispersas en las páginas de la misma revista, hay unas «florecillas de Esclavitud mariana», que son sentencias, pensamientos, sentimientos, invitaciones, incitaciones, sugerencias, que el Fundador va dejando caer en el seno de su obra naciente y que están saturadas de su espíritu.

Unos ejemplos:«Si sabes dominar tu carácter, serás un esclavo

santo y abnegado».«Si sabes callar, aprenderás a hablar cuando Dios

quiera que hables».«Entre los Esclavos la disputa ha de ser por ser

el último, por ser el más despreciable, por ser el más anonadado y olvidado».

La Madre General Rosario de la Pureza tuvo el buen acierto de recoger en un volumen que ella denomina «Libro de Oro de la Esclavitud» hasta novecientos cincuenta y un pensamientos del Fundador, copiados, dice ella, «de los papelitos en que con tanto laconismo como cariño, contestaba a vuestras cartitas, consolándoos en vuestras penas, resolviendo vuestras dudas, levantándoos en vuestros abatimientos, confortando vuestra flaqueza, reprendiendo amorosamente vuestras caídas, animándoos siempre a amar a nuestra Divina Reinita y a nuestro Jesús Sacramentado y ayudándoos a ser cada vez más santas esclavas».

El volumen resultante de la selección –a la que sigue un corrido centenar de cartas– bien merece

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algo más que una simple impresión con ciclostilo. Yo me permito sugerir que sea impreso y difundido entre las esclavas –¡ni una sola sin un ejemplar!– y ofrecido a Religiosas y a fieles.

Son los nuestros tiempos de prisas, al par que de largas esperas y estancias en el autobús, en la antesala de despacho, en el tren… y no está de más llevar en el bolsillo un librito que pueda ofrecernos un pensamiento que se nos clave en el alma, en vez de matar el aburrimiento con una revista frívola o una conversación insustancial.

Quería que quedasen los corazones tan empapados de humildad que, cuando alguna de sus Religiosas había recibido grandes elogios, él procuraba bajarle los humos para que ellos ahogaran los rescoldos de la vanidad. De esto fui yo testigo personal varias veces, que bien recuerdo. Y alguna anécdota hemos referido, que lo confirma.

Quiso a sus Religiosas sumisas –¿cómo no?–; pero, comprendiendo que las dificultades de la obediencia se agigantan y multiplican cuando el que manda no sabe mandar, le preocupó muy especialmente la formación de las Superioras. He aquí unas muestras:

«Si de veras te humillas delante de todas, siempre te amarán y te respetarán y no se te subirá el superiorato. Acuérdate siempre de que de todo lo malo que ahí suceda tú tienes la culpa por un motivo o por otro.”

«Sé muy observante, para que todas lo sean, y muy humilde, para que todas se humillen, pero que el superior no sea blando ni se deje gobernar por nadie. Mucha misericordia, pero que no falta la entereza suficiente para que la falta sea corregida.”

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“Aprende a ser cabeza sabiendo ser pies»Quienes entiendan de estas cosas sabrán apreciar

cuánta sabiduría contienen tales sentencias.Prefería y recomendaba, como piedra angular, el

apostolado con las niñas humildes y con las jóvenes. “Que amen a nuestra Reinita todas las jóvenes de ese pueblo y que se aficiones a la humildad y al sacrificio con vuestro ejemplo», escribe en una ocasión.

No lo amilanan ni quiere que amilanen a sus Esclavas las dificultades y así, ante las de una fundación iniciada, les escribe: «Las fundaciones sin trabajo son muy sosas y dan poco fruto». «No lo veas eso tan difícil. Si de veras amamos a Dios, Él nos va dando según necesitamos».

Ante situaciones graves, sin salida humana previsible, descanso total y confiado en la Providencia: «Cuidémonos de Dios y de sus cosas y Él se cuidará de nosotros». «¡Qué bien viven los que tienen créditos y cheques en el banco de la Providencia!»

Y siempre asegura las piedras angulares: «Caridad, caridad y caridad». «Donde no hay caridad no hay paz».

«No ultrajes aunque se trate de grandes pecadores, porque, si abriéramos las puertas de nuestra conciencia, no sabríamos cuál estaría más sucia, si la suya o la nuestra».

Tal era, tan toscamente esbozado, el espíritu de este hombre.

¿Qué entiendo yo por «el espíritu de un hombre”?

Es, para mí, la fuente silenciosa que mana constante en el fondo del alma y que va creciendo,

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creciendo, hasta convertirse en torrente que inunda las entrañas.

Es el ruido suave que suena delicioso en el alma, llevando la vida, de modo insensible, a la realización de un ideal.

Es el ímpetu, represado, con fuerza para lanzar al hombre a imposibles y que lo lanza apenas encuentra resquicio por el que escaparse.

Es un amor que hace converger en sí todos los amores, fundiéndolos en un solo y único crisol.

Es una ilusión que se mantiene viva siempre, en el sueño y en la vigilia, en el trabajo y en el descanso, en la enfermedad y en la salud, y que no encuentra sosiego hasta verse encarnada en las soñadas realizaciones.

Es encontrar en todas las cosas la confirmación de la necesidad que sentimos y la posibilidad y el apremio de realizarlo todo para satisfacerla.

Es no vivir para que viva ese espíritu que nos anima.

Nadie mejor que San Pablo lo dijo: Yo no vivo. Es Cristo quien vive en mí.

¿Sería improcedente aplicar tales conceptos, y de modo supereminente, al espíritu de don Federico Salvador?

Soñó, no cabe duda –y ya lo hemos notado y anotado– con Esclavos varones, con hombres fuertes en el amor y en el trabajo, capaces de asentar por todos los horizontes del mundo los sillares de la Esclavitud: Per Mariam ad Jesum, Ad implendam Jesu voluntatem.

Pero este sueño suyo no lo vio logrado; por lo menos, no lo vio plenamente logrado.

Dejó, al morir, un Seminario en marcha. En

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México hay una rama de sacerdotes Esclavos, que tienen las savias germinales de las enseñanzas de don Federico. Junto a él y consagrados en plenitud a su obra tuvo a sacerdotes tan inminentes como don Antonio Sierra Leyva, erudito investigador y escritor, que dio su vida por Cristo en la Casa de Instinción en el año 1936. Pero el logro pleno de los ideales del Fundador fue la Esclavitud femenina.

Y no poca suerte tuvo para conseguirlo, que Dios pusiera en sus caminos a una mujer excepcional: la madre María del Rosario de Jesús Arrevillaga, a la que varias veces hemos aludido en estas páginas.

Es frecuentísimo, casi indefectible, en la historia de la Iglesia que todo Fundador encuentre un alma femenina que capte y comprenda sus afanes y se consagre a realizarlos con una decisión y un fervor que corren parejos con los del primero.

Son testimonio de ellos los casos de San Francisco de Asís y Santa Clara, San Francisco de Sales y Santa Juana F. de Chantal, el padre Poveda y María Josefa Segovia, el doctor Blanco Nájera y la madre Soledad de la Cruz, y muchos más. Es natural y es providencial. Hombres y mujeres han de recibir el mensaje: sean un hombre y una mujer quienes lo lancen, propaguen, expliquen y sostengan.

Bien cumplió tan altos cometidos la madre Rosario, en la que el Fundador vio encarnados y operantes sus ideales y sus proyectos.

Con ella tuvo su principio la Esclavitud de la Divina infantita. Ella se consideró la última de las Esclavas, pero fue de hecho y por permisión divina la primera. Ella asimiló vivamente el espíritu del padre Federico y le ayudó con soberana eficacia a infundirlo en las Esclavas y en sus empresas

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apostólicas hasta hacerlo consustancial con todas ellas.

Lo vio él claro, muy claro, desde el primer día. «Haré con ella la Esclavitud». Y con ella la hizo y con sus enseñanzas, también, sigue en pie y trabajando.

Porque también la madre Rosario, buena discípula de tan excelente maestro, enseñó a las Esclavas los caminos de la perfección.

Los enseñó con su ejemplo –que es la mejor de las lecciones–. Los enseñó con sus constantes consejos orales y escritos. Los enseñó también escribiendo: precisamente en el número diez y siguientes de la segunda etapa de «Esclava y Reina»; se fueron publicando una serie de «Meditaciones» suyas, en las que laten los mismos alientos de los escritos de don Federico.

De ellas se dice en la presentación que hace la propia revista que, «son eminentemente prácticas y tienen un gran fondo de ascetismo; sin dejar muchas veces, como en las que comenta las canciones de San Juan de la Cruz, de subir a lo más elevado de la mística».

Tanto apreciaba el señor Salvador los singulares valores de la madre Rosario que ni se llamaba ni quería que lo llamasen «Fundador», sino que a la madre Rosario atribuía el mérito de serlo, añadiendo que él tenía bastante con la honra de pertenecer a «los esclavos», los ínfimos servidores de la Reina Inmaculada».

Así fue, torpemente descrito a grandes rasgos, el Fundador de una de las congregaciones que hoy sirven a la Iglesia a la sombra del nombre de la Virgen María. «Esclavas de la Inmaculada Niña» se llama oficialmente en la actualidad.

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El que la concibió, la estructuró y la puso en marcha, la sobrepuso, en todos los órdenes a su propia vida. Suyas son estas palabras: «Yo moriré, pero mi Obra no morirá, porque es obra de Dios y las obras de Dios no mueren».

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Capitulo X

DON FEDERICO SALVADOR, FIGURA DE ACTUALIDAD

Hemos expuesto sumariamente la vida y la obra, las empresas y los afanes de un sacerdote que falleció hace ya medio siglo.

Desde entonces han ocurrido muchas cosas extraordinarias y sorprendentes; se han operado transformaciones substanciales en todos los aspectos de la vida, inclusive en el seno de la Iglesia.

Entonces, ¿qué interés puede ofrecer lo que hiciera, lo que escribiera, lo que pensara un hombre que ni siquiera tuvo el «mérito» de ser un disidente, un inadaptado, el interventor de nuevas fórmulas en armonía con lo que aparentemente iban pidiendo los tiempos, que empezaban ya a estremecerse con tormentas que aún no se han calmado?

Pues sí. Presentado está. Y no sólo por lo que fue entonces –y dicho queda– sino, principalmente, porque lo consideramos figura de actualidad, porque sus actitudes fundamentales, sus enseñanzas, sus obras, son de actualidad, de viva y aleccionadora actualidad.

¡Y de más actualidad ahora que cuando se produjeron! Quizá precisamente los valores que él con más tesón defendió y con más fervor exaltó figuren entre lo que, más o menos directamente, se

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ven afectados por las conmociones que en nuestros días sufren la Iglesia y el mundo.

Vamos por partes.Primero. El centro de la vida espiritual de don

Federico Salvador, como ya se ha dicho, fue la Eucaristía.

Y lo es y lo será siempre de la Iglesia y de los fieles. Pero, en cuanto a éstos, no lo es tanto como debiera ser. No se concibe, aunque sea nada más que a la luz de la lógica, por débilmente que esa luz alumbre a las almas, que, estando Cristo vivo y real en la Eucaristía, los cristianos no la constituyamos en el más intenso y vigoroso y ardiente motivo de amor y de fe y de conducta y de imitación.

Cuanto se estudie y se haga por conseguirlo será tanto como encajar en sus estructuras básicas la vida cristiana.

Por no hacerlo así, languidecemos tantas veces en penumbras que sólo una fe viva y un amor sincero puede convertir en luces esplendorosas.

Por vacilar en ese terreno sagrado, se están deslizando muchos –y algunos de ellos son los que más firme debieran tener los pies– hacia caminos evidentes de perdición.

A los tibios, a los vacilantes, a los fervorosos, a todos, les ofrece nuestro biografiado y más concretamente su lindo libro El Discípulo Amado y el Amor, alimento saludable, luz clara, recio impulso, enseñanza segura, prenda preciosa para unirse estrechamente al Único que pudo decir y sigue diciendo en la Eucaristía: «Yo soy la Vida, Yo soy la Luz, Yo soy la Verdad.»

Algo semejante podría decirse del denso y ardiente espíritu mariano del padre Salvador, de sus

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escritos, de sus empresas, de su gran empresa: la Esclavitud de la Divina Infantita.

Se prestaba, se presta mucho la figura de María, obra maestra de Dios, para hacer literatura fácil, matizada de lirismos, tropos y flores. Y por ahí se escapa mucho de lo más esencial de su recuerdo, de su obligada vivencia, de su lección y devoción. Y con eso se da por satisfecho el amor.

Los oradores sagrados mediocres pecaron mucho en esto. Y pedagógicamente también se pecó. Fue, por ejemplo, obligatorio, el «mes de mayo» en nuestras escuelas. Y se ponían altares en las aulas y se acumulaban flores y se recitaban versos; pero ¿se daban lecciones sobre las virtudes de María, sobre la imitación de esas virtudes?¿Cuántas de nuestras niñas aprendieron en el pasaje de las bodas de Caná, por ejemplo, a fijarse en las necesidades y previsibles ridículos del prójimo, como hizo la Virgen, no para chismorrear, como suele hacerse, sino para prevenirlos, evitándole un bochorno; a hacer favores y después retirarse sencillamente, sin pregonar a nadie, ni siquiera a los beneficiarios, que los hemos hecho?

Semejantes deficiencias podría señalarse en lecciones, en devocionarios, en predicaciones, en invocaciones y plegarias con más palabras que inteligencia del misterio de María.

En ese misterio, múltiple, maravilloso, fue cuando, centró amores y trabajos el padre Salvador.

¡Cuán de actualidad, en esta hora de la Iglesia, estos estudios, estos amores de la Madre de Dios, cuando ese diablo de que habló el Papa parece como especialmente empeñado en apagar los fervores del pueblo cristiano y amortiguar sus confianzas en la

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P. Federico Salvador y Ramón Congreso Mariano de Tréveris (1912)

Don Federico Salvador con un grupo de sacerdotes

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que, a boca llena, lleva siglos y siglos llamando «Madre»!

Y Madre quiere la Iglesia que se la siga invocando.

Pues vayamos a las fuentes para saciar el corazón, iluminar la mente y aprender la plegaria.

Y mejores fuentes que éstas, más abundantes, más sabrosas, más puras, no nos será fácil encontrar.

Por otra parte, María es y será siempre el símbolo supremo de la pureza de la mujer, pureza hoy perdida en amplios sectores, averiada en otros, seriamente amenazada en todos. A su pérdida irá necesariamente unida una degradación íntegra, de la que ya ofrecen testimonios elocuentísimos distintas etapas de la Historia.

Para frenar el derrumbamiento nos hace falta, más que nunca, la Virgen María.

Actualidad, por fin, la «esclavitud». Así, sin paliativos, la esclavitud, que es cifra, confesión y compendio de humildad.

¡Para humildades está el mundo!, se podrá argüir.Pues claro que está para humildades. Como que

su gran enfermedad es la soberbia, con su cortejo de vanidades, egoísmo y avaricias. Y «contra soberbia, humildad».

Es muy posible que en el fondo de todos los dolores que afligen a la Iglesia y desgarran su unidad esté oculto y actuando un germen vivo y maléfico de soberbia.

Muchas amarguras ha causado la soberbia a la Iglesia. El racionalismo es una tenaz rebeldía contra la fe. A las convulsiones que actualmente sufre el pensamiento católico no es ajeno el primero de los pecados capitales.

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Pues, si a grandes males grandes remedios, a verdaderos extremos habrá que llevar el gran remedio de la humildad para que sea fuerza capaz de oponerse a la invasión avasalladora de la soberbia.

Y la sociedad entera saldría purificada de ese baño lustral. Y encontraría una paz y un sosiego que no alcanzará por otros caminos.

Han subido los «niveles de vida». Pero la insatisfacción es tanta que no hay país que no sufra huelgas constantes que desarticulan su economía y su vida, precisamente porque la gente no está contenta y todo el mundo quiere ganar más.

Nos ufanamos de los progresos cuantitativos y cualitativos de la educación; pero la delincuencia infantil y juvenil es una terrible sombra que se tiende sobre el futuro del mundo.

La técnica ha llegado hasta la sutileza maravillosa en servicio de la necesidad, de la comodidad, del lujo y del regalo; pero un buen día los países productores de petróleo cortan el chorro y el mundo se estremece y se paran los motores y se enfrían los aparatos de calefacción y quedan en paro forzoso millares de trabajadores.

Crecen las ciudades brillantes y luminosas, convidando a placeres mil; pero, al mismo tiempo, la contaminación de las aguas y los aires avanza solapada e inexorablemente amenazando con destruir la vida en ellas.

Progresan las ciencias biológicas hasta escarbar en los abismos de los orígenes de la vida; pero más de prisa que ellas van el cáncer y los infartos.

Se proclaman a bombo y platillo los derechos de la persona humana; pero los propios Gobiernos alientan cobardes el asesinato de la persona humana

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en el mismo seno materno y se multiplican los medios anticonceptivos cegando las fuentes de la vida.

La mujer, esposa y madre por naturaleza, se ufana de conseguir cada día más independencia y mayores derechos; pero a un ritmo aún más acelerado, se relajan los vínculos de la familia y se desmoronan los hogares.

La ciencia llega a concepciones y creaciones inverosímiles; pero la Humanidad está en vilo, temerosa de que, cualquier día, una mano criminal lance al espacio una bomba que destruya al mundo.

Es el terrible simbolismo de la estatua de Nabucodonosor, cumplido en realidades presentes y con el peligro de que toda la estatua caiga hecha añicos sobre los mismos que la construyeron.

Sólo podría remediarse el cataclismo comprendiendo que efectivamente hay oro, gracias a Dios, pero en el basamento hay barro deleznable, y aprestándose a reforzarlo.

Y esto es obra de humildad.He ahí la humildad hecha necesidad de los

tiempos presentes.He ahí la lección estupenda y permanente de don

Federico Salvador.Resumiendo.¿Actualidad hoy, hablar de la Eucaristía, del

amor de Jesús en la Eucaristía de los inefables misterios que encierra, de las correspondencias que exige? ¿Hoy, cuando la propia voz de Roma se ha visto precisada a salir al paso de nuevas, sutiles, desconcertantes formas de herejía?

¿Actualidad, hablar de la Virgen, a la que muchos, más o menos disimuladamente, han pretendido

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Inauguración de la casa de los Esclavos de La Divina Infantita en el Cabezo, Almería.

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marginar en el torrente de amor y de fe que son esencia misma de la vida cristiana?

¿Actualidad, hablar de pureza, exaltar la pureza, recomendar la pureza, cuando el erotismo más descarnado es como una ola que invade al mundo sepultándolo en una ciénaga en la que están sucumbiendo la dignidad humana y hasta el provenir material de una sociedad a la que está corroyendo en sus raíces?

¿Actualidad, propagar y practicar humildad, cuando acaso la soberbia, con sus mil formas diabólicas, sea la razón más profunda del desasosiego de individuos y pueblos?

Sí. Sí es actualidad hablar de todo esto, meter en las conciencias estas grandes verdades, que retornen inteligencias y conciencias a los caminos señalados por Dios y concretamente y clarísimamente enseñados por Cristo.

Por eso es actualidad y lo será mientras el mundo sea mundo, la figura de don Federico Salvador, su recuerdo, su ejemplo, su enseñanza.

Pues aquí está. Torpemente diseñada, pero diseñada lo bastante, creo, para que el lector de buena voluntad se recree en ella y se mueva a una redentora imitación.

Imítenla de modo especial sus Religiosas, la Congregación que él amorosa e ininterrumpidamente quiso fundir en esos moldes soberanos: la Eucaristía, la Niña Inmaculada, la Pureza, la humildad.

No tienen que buscar cosas nuevas ni por cosas nuevas desconcertarse. Con lo que él les dejó tienen bastante. En lo que él les dejó encontrarán sustento suficiente para una vida, individual y comunitaria, que sea llena, fecunda, duradera y vigorosa.

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Prolongar a través de generaciones las estelas que dejaron los hombres que vivieron intensamente los valores definitivos y eternos es hacer a aquéllas el mejor bien posible, meterles en el alma el único impulso que traspasa, incólume y fuerte, todas las fronteras de la vida y de la muerte.

Aún puede hacer ese bien, y en mayor cuantía, don Federico Salvador Ramón.

¡Así lo quiera Dios!