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Si Dios no existe, no todo está permitido.
Diego Singer
Se llega a la filosofía por un camino que es a la vez táctil y temporal. Hay algo en
nuestro presente que nos toca. Hay una urgencia en pensar lo que nos toca, lo que nos
golpea. No hay filosofía si no hay una pregunta urgente, una pregunta que quema la
piel, pero tampoco hay filosofía sin demora. Pensar es demorarse, es romper cierta
temporalidad compartida del hoy.
Al comienzo de “El banquete”, una de las obras más conocidas de Platón, se
encuentran Aristodemo y Sócrates en la calle y se van a la casa de Agatón, es ahí
donde se va a festejar el banquete en honor a Agatón. Siempre los comienzos de los
diálogos de Platón son maravillosos porque son encuentros casuales y en este caso
sucede esto:
“Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el pensamiento en sí mismo, se
queda rezagado durante el camino.”
Finalmente el banquete empieza sin Sócrates, porque llega tarde. Filosofar es, desde
la época de Sócrates, quedar rezagado respecto del presente. Y es aun más necesaria
esa demora en nuestro presente, que no hace otra cosa que demandarnos habitar el
ritmo de las soluciones. Sobre todo cuando el presente se constituye como maquinaria
de medición de resultados, como cálculos de eficiencia y planes de desarrollo,
debemos reafirmar la filosofía como actividad inútil, atrasada y marginal. Los
filósofos estamos comprometidos con el presente pero no como nos ordenan que lo
estemos. Nuestro presente es denso, está cargado de historia, nuestro amor al saber es
un amor improductivo pero que tiene efectos en el presente, siempre que permita
dislocar la temporalidad que se nos impone. Entonces, ¿cuál es hoy el problema que
nos toca? ¿cuál es hoy la pregunta urgente, aquella sobre la que debemos demorarnos?
Tiene que ver con el papel que le cabe a la filosofía y a toda actividad de creación. En
un mundo sin fundamentos absolutos, ¿cuál es el lugar desde el cual le damos valor a
nuestros actos?
Retomo el título de la exposición: si Dios no existe, entonces no todo está permitido.
Es por supuesto un reformulación de la frase de Dostoievski: “si Dios no existe,
entonces todo está permitido.” Y parte desde una certeza que no me interesa discutir,
no vamos a hablar sobre la existencia o inexistencia de Dios. Partimos desde la
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orfandad, estar sin Dios, es estar perdido, sin norte, sin fundamento desde el cual
actuar. Escuchemos brevemente las palabras de San Agustín en sus confesiones: “Yo
me aparté de ti y anduve perdido, Dios mío. En mi juventud anduve errante, muy lejos
de tu camino estable, y me convertí a mí mismo en tierra baldía.” Conocemos la
historia de San Agustín, es una historia con final feliz, de pérdida y reencuentro, de
andar errante para volver nuevamente al redil, a la tranquilidad del camino estable.
Pero si Dios no existe, como dice Dostoievski, no hay vuelta a ese camino estable, ya
no sabemos si estamos perdidos o no. Hay errancia infinita y todo está permitido.
Escuchemos entonces la frase de Dostoievski completa: “si Dios no existe, todo está
permitido y si todo está permitido, la vida es imposible.” Así sentencia Dostoievski.
Sabemos que la vida no es imposible sin fundamentos absolutos. En todo caso puede
ser bastante más complicada, pero las oportunidades de crear nuevos mundos y
nuevas formas de vida están abiertas como nunca antes. Y sin embargo, parece que
estamos entrampados como en ningún otro momento. Parece que vivimos en un
mundo en el que poco podemos hacer y en el que no podemos ver el valor de nuestra
creación. Por eso quiero reformular la primera pregunta sobre el valor de nuestros
actos y plantear más bien esta otra: ¿cuáles son los mecanismos por los cuales la
creación queda obturada, trabada, si ya no hay una trascendencia que nos limite?
¿Qué es lo que hoy nos limita? Los nostálgicos de los relatos absolutos y
tranquilizadores les echan la culpa a los denominados pensadores posmodernos,
empezando por el abuelo de la criatura, Don Friedrich Nietzsche, y llegando unos cien
años después hasta Gilles Deleuze. ¿Cuál habría sido el pecado de los filósofos
posmodernos de acuerdo con esta lectura? Al negar o al combatir una verdad absoluta,
un fundamento último, eso que antes llamábamos Dios, no hay nada que valga más
que otra cosa y entonces todo queda relativizado. ¿Y cuál es el problema del
relativismo? Que es en una posición conservadora. Porque si todo vale lo mismo, no
hay motivos por los cuales transformar, luchar, crear, hacer, es decir no hay un valor
en el cambio. Mejor que todo siga como está y, si hay una transformación, que sea
superficial porque la misma idea de cambio profundo o radical estaría invalidada. El
mundo en el que solamente son posibles y deseables los cambios superficiales es el
mundo del capital contemporáneo. Por eso muchos acusan a estos pensadores de ser
funcionales al status quo actual.
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Los que hacen esta lectura de los mal llamados filósofos posmodernos tienen dos
inconvenientes. El primero es que no leyeron a los filósofos que critican. Quien
piensa que Nietzsche o Deleuze habilitan un relativismo canchero y falto de
compromiso, nunca abordaron sus obras. Pero eso es lo de menos, no tenemos que
desplegar acá la actitud profesoril: “leyeron mal acá, ¿ven? Si hubieran leído
correctamente lo que el autor quiso decir…” Ese es un problema menor, un problema
para los sacerdotes del sentido originario. Lo que importa no es el error con respecto
al origen, sino el efecto de esas lecturas y el efecto es la neutralización que tienen las
propuestas disruptivas de Nietzsche o Deleuze. Lo que me preocupa de esas lecturas
es que nos invitan a pensar en un binomio excluyente: o hay un fundamento absoluto
y otorgamos valor al mundo a partir de él, o ya nada vale la pena y nos abandonamos
a una afirmación banal del presente, a una simple administración de la repetición, a un
eficiente uso de la creatividad al servicio del mercado. Una forma bastante simple de
reconocer la tontería es esta manera que tiene de presentarse, proponiendo un binomio
excluyente: o Dios o el caos absoluto, o la Verdad o la banalidad. La vida sin embargo
suele ser más compleja, más rica, más plena de matices. La vida no es tonta, lo somos
nosotros cuando intentamos pensarla con esquemas fáciles que siempre le quedan
chicos. Por eso tenemos que ser pacientes en nuestra intensidad, demorarnos en este
ser tocados por la vida, tenemos que practicar la generosidad de transitar los caminos
que nos saquen tanto de la pobreza del dogmatismo como de la pobreza de la
banalidad.
Entremos a la obra de Nietzsche con este problema en la mano. En otros tiempos era
la moral la que impedía la creación, pero si Dios ha muerto, si ya no hay una verdad
que mande de modo absoluto, ¿qué es lo que impide ahora la creación? Esto es lo que
Nietzsche trata de pensar una y otra vez en la que quizás sea su obra más importante:
“Así habló Zaratustra”. Quiero compartir con ustedes unos fragmentos de la sección
titulada “Del árbol de la montaña”. Allí Zaratustra plantea justamente este problema
que acabamos de mencionar. Tenemos a un joven que ha podido escaparse del rebaño
y de la moral establecida por los buenos y los santos. Al que tiene esta fortaleza de
huir de la moral establecida Nietzsche lo llama noble. Dice así: “El noble quiere crear
cosas nuevas, el bueno quiere las cosas viejas y que se conserven, pero el peligro del
noble no es que se vuelva bueno sino insolente, burlón, destructor”. Evidentemente
este joven tuvo la fortaleza de alejarse de la moral del rebaño, pero no la suficiente
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para ser un creador. Sigue Zaratustra: “Ay, yo he conocido nobles que perdieron su
más alta esperanza y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas.
Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves placeres y apenas se
trazaron metas de más de un día.” Les suena, ¿no? No creo en ninguna moral pero
tampoco soy capaz de crear perspectivas nuevas sobre el mundo. Entonces me dedico
a despreciar a los que sí lo intentan, estoy siempre de vuelta. “¿Para qué te vas a
comprometer si nada tiene sentido?” Eso es lo que dice el que no quiere tomarse el
trabajo de comprometerse porque no le dan las fuerzas, dice Nietzsche. ¿Y para qué le
alcanzan las fuerzas? Para los placeres breves, para metas de no más de un día. Esa es
la figura que Zaratustra llama “el libertino”. ¿Qué hace el libertino? Se dedica a
administrar sus pequeños placeres. Y creo que es una figura mucho más cercana a
nosotros que la figura del santo, que sostiene una moral absoluta. Ese no es ya nuestro
problema. La figura que triunfa hoy en día es la del que descree de su propia
capacidad de transformación. Así transforma su fuerza creadora en fuerza reactiva. Se
transforma en un agente de la pobreza, en un conservador de la nada y arruina no
solamente su potencia sino la de los otros. Y esa actitud es, dice Nietzsche, “para
todos los que están llenos de fuerza y creatividad, un obstáculo; para todos los
dubitativos y extraviados, un laberinto; para todos los desfallecidos, un terreno
pantanoso; para todos los que corren detrás de metas elevadas, un grillete atado al pie;
para todos los gérmenes recién nacidos, una niebla venenosa”. Esa cita es de la
primera Consideración Intempestiva de Nietzsche, es decir, de un pensamiento que va
contra el presente. Intempestivo quiere decir inactual, es un pensamiento que va en
contra de sus contemporáneos, porque así hay que pensar: con y contra.
Nietzsche entiende que bajo el fanatismo y la intolerancia -pensemos que es fines del
siglo XIX- es decir bajo la máscara del liberalismo se intenta paralizar todo
movimiento fresco, poderoso y recreador. En esta Consideración Intempestiva
Nietzsche acuña un término que me gusta mucho: cultifilisteo. Es decir quien hace de
la cultura un comercio, un negocio. El cultifilisteo puede entretenerse con el arte y la
filosofía, incluso puede experimentar un poquito, mientras ninguna consecuencia seria
se entrometa con lo que para él es la vida seria: su familia, sus negocios y la
profesión. La separación es estricta. Por un lado el divertimento y por otro lado, la
seriedad de la vida. Entonces dice Nietzsche, burlándose de esta posición: “Pobre del
arte que empiece a tomarse en serio a sí mismo y atente contra los sueldos, los
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negocios y los hábitos del cultifilisteo. Es decir, que atente contra lo que para él es lo
serio. El filisteo aparta sus ojos de semejante arte como si estuviese viendo algo
obsceno. Y con el ademán propio de un guardián de la castidad, advierte a toda virtud
necesitada de amparo que ni siquiera se le ocurra mirar.”
Tenemos la piel impermeabilizada cuando el arte, la cultura, la filosofía, son
simplemente un entretenimiento para un sábado a la noche. Volvamos entonces a
nuestra pregunta urgente. ¿Por qué esta figura es la que hoy triunfa? ¿Por qué nuestra
fuerza creadora, nuestra vitalidad, nuestra corporalidad, queda neutralizada, reducida
a divertimento? ¿Por qué nuestra cultura queda reducida a banalidad, es decir queda
desvitalizada? Nietzsche da una respuesta compleja. No se trata de un factor pero hay
dos aspectos centrales que subraya. Una vez que ha muerto Dios, la cultura queda
capturada por el Estado y por el mercado. ¿Cuál es la concepción que tiene Nietzsche
del Estado en “Así habló Zaratustra”? Les leo cómo arranca la sección que se titula
“Del nuevo ídolo”: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío
incluso cuando miente y esta es la mentira que se desliza de su boca: yo el Estado, soy
el pueblo.” Nietzsche es conocido por su crítica a la moral del rebaño, a la moral del
pueblo. Pero pocos son los que tienen en cuenta que para él es mucho peor la forma
Estado que la forma Pueblo. El pueblo por lo menos tiene una fe, un amor, un
fundamento. Sigue a su Dios, ese Dios es su creación. El problema del Estado es que
no permite ninguna verdadera creación, no se trata nada más que de aniquiladores que
ponen trampas en lugar de mantenernos unidos bajo una fe. El Estado, dice Nietzsche,
se mantiene mediante el poder represivo y pequeños placeres que nos proporciona.
Hay enemistad manifiesta entre Pueblo y Estado. Porque hay una singularidad en cada
pueblo, en su lengua, en sus costumbres, en sus derechos. Pero dice en Zaratustra: “El
Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal. Y posea lo que posea, lo ha
robado.”
¿Por qué afirmó Nietzsche que el Estado es un monstruo frío? Porque no tiene el calor
de la creación colectiva que tiene el pueblo. Pero tampoco ninguna otra, si es frío es
que está muerto. Es simplemente una gran máquina, un Leviatán, un gigantesco
monstruo administrativo y represivo. ¿Y entonces cómo obtiene algo de legitimidad?
Pone a los creadores a su servicio. Acá encuentra Zaratustra el gran peligro del
Estado. Porque Zaratustra siempre habla a los que quieren crear. El Estado se
transforma en el nuevo ídolo para los que ya perdieron a su Dios, y organiza así su
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propia mitología. Y para eso, utiliza a los nobles, a los creadores. Recordemos por
ejemplo al creador Wagner, al amigo de Nietzsche utilizado por el Estado prusiano,
absorbido por la corte estatal. El Estado entonces funciona tomando su fuerza y la
legitimidad de los creadores que le sirven para tener un apoyo masivo. Zaratustra les
habla a esos valientes para que no pongan sus fuerzas al servicio del Estado.
Traje para leer acá este fragmento, para que vean que no es un delirio mío esta
interpretación. Dice: “Todo quiere el Estado dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si
vosotros lo adoráis. Por ello se compra el brillo de vuestra virtud y la mirada de
vuestros ojos orgullosos. ¡Quiere que vosotros le sirváis de cebo para pescar a los
demasiados!” ¿Qué es lo que aconseja Zaratustra al creador? Huir del Estado y de sus
engañosas trampas. El Estado adula, compra y manipula a los creadores para sus
propios intereses. Bien. Terminada la sección sobre el Estado en “Así habló
Zaratustra”, damos vuelta la página. Literalmente damos vuelta la página porque
termina la sección y ¿cómo se llama la nueva sección? “De las moscas del mercado”.
Inmediatamente después de la captura del Estado, aparece la captura del mercado. Y
esto, por supuesto, no es casual. Nietzsche sabe muy bien que Estado y mercado
comparten muchas características. En particular, su falta de vitalidad propia. Sabemos
además que el Estado moderno, que es al que se refiere Nietzsche, es una producción
política del capitalismo. Digo esto sin tener tiempo acá para desarrollarlo, pero Estado
y mercado no son necesariamente enemigos antagónicos, como muchos sostienen,
sino que se potencian mutuamente. Fue así en el origen del Estado moderno y sigue
siendo así en tiempos de neoliberalismo. El Estado, tomado por el mercado, no
desaparece como Estado. En el neoliberalismo no asistimos tanto a una desregulación
como a una sobrerregulación. Pero volvamos a Nietzsche. El mercado –dice– es un
lugar ensordecedor, es el lugar del aturdimiento, de la publicidad, de los falsos
discursos, del continuo tintineo de las mercancías. No se puede estar silencioso y
atento, no está permitido demorarse. Leo: “Donde la soledad acaba, allí comienza el
mercado. Y donde el mercado comienza, comienzan allí también el ruido de los
grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas”. ¿Quiénes son estos
grandes comediantes del mercado? Son los que imponen tendencia o promocionan
una u otra cosa, lo que hacen que algo valga o deje de valer. El problema para
Nietzsche es que, al mismo tiempo que las mayorías que participan del mercado
admiran a estos grandes comediantes, no pueden comprender lo realmente creador.
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Una sensibilidad atrofia a la otra. Se los leo: “En torno a los inventores de nuevos
valores gira el mundo: gira de modo invisible. Sin embargo, en torno a los
comediantes giran el pueblo y la fama. Así marcha el mundo”. Huérfanos de un
sentido absoluto, quedamos presos de lo que nos indican los comediantes. Toda la
filosofía nietzscheana puede leerse como una teoría del valor. Está claro que no hay
un valor intrínseco, un fundamento, un Dios. Esto el mercado lo sabe muy bien, por
eso puede vendernos cualquier cosa, no hay nada que esté desvalorizado
absolutamente. Pero, ¿cómo se imponen determinados valores en el mercado? Con la
inestimable ayuda de estos grandes comediantes. Y Nietzsche acá acuña otro término,
otra preciosa palabra para nombrar a aquellos que nos guían en el mercado, aquellos
periodistas, hombres de la cultura, filósofos, artistas, neurocientíficos que nos indican
cómo vivir, qué comprar, cómo ser felices dentro del mercado. Los llama “bufones
solemnes”. Y leo nuevamente: “Lleno de bufones solemnes está el mercado y el
pueblo se gloria de sus grandes hombres. Estos son para él los señores del momento.
Pero el ahora los apremia. Así ellos te apremian a ti. Y también de ti quieren ellos un
sí o un no”. Nuevamente, la advertencia de Zaratustra es para el creador, que puede
convertirse en uno de estos grandes hombres, que puede venderse a las fuerzas del
mercado, y orientar al pueblo respecto de lo que debe valorar, elegir, comprar. Pero el
creador no quiere valorar un sí o un no para guiar a los que no se atreven a valorar por
sí mismos. Quiere tomarse el tiempo para ver lo que algo vale desde su profundidad.
Esta es entonces la elección nietzscheana: no hay que transformarse en un sacerdote
del mercado, no hay que quitarle a nadie su sí y su no, porque decir sí o decir no es lo
que hace la vida. Y cuando un sacerdote consigue a sus seguidores, son ambos los que
se arruinan. Podríamos decir también: no hay que desear por otro, cada uno tiene que
construir y llegar a conocer sus propios deseos. Y eso sucede, justamente, con un sí o
con un no, es decir, alejados de cualquier relativismo, alejados de cualquier falta de
compromiso, de cualquier banalización de lo que nos toca de forma urgente. El
relativismo, la banalización y la falta de compromiso son las armas con las que,
quienes podrían haber creado una nueva perspectiva, se consuelan a sí mismos y
arruinan a los demás. De ese modo, terminan siendo un eslabón de reproducción de lo
que ya está o vendiéndose al mejor postor porque –afirman– no se puede hacer otra
cosa. Para salir de esa división excluyente, o creo en algo absolutamente o no creo en
nada, hay que recorrer el camino de la propia creación. Es el camino más difícil pero,
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a la vez, el más vital. ¿Y cómo se empieza? Hay que cortar con los circuitos ya
conocidos, sobre todo los mercantilizados; encontrarse con otros, transitar nuevos
espacios, habitar el propio desierto, crear una nueva forma de valor que no se
transforme en una tiranía para los demás. Este es el desafío.
Volvamos entonces a las advertencias de Zaratustra. Hay que huir del Estado y del
mercado para que nuestra vida no quede capturada. Nuestra creación no puede
circunscribirse a esos ámbitos; tenemos que encontrarnos en otros lugares y crear
nuevas mediaciones y nuevos vínculos.
El último libro que escribe Gilles Deleuze junto con Félix Guattari, en el año 1991,
pocos años antes de morir, se llama “¿Qué es la Filosofía?”. Estamos en plena época
del triunfo del neoliberalismo y el prólogo del libro está atravesado por esa batalla.
Deleuze define a la filosofía como la disciplina de la creación de conceptos. ¿Qué
hace la filosofía? Crea. ¿Y qué crea? Crea conceptos, nuevos conceptos con los que
pensar los problemas que nos tocan. Pero resulta -problema nietzscheano- que esa
creación queda capturada. Escuchemos: “Se llegó al colmo de la vergüenza cuando la
informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la
comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto y dijeron: ¡es asunto
nuestro, somos nosotros los creativos, nosotros somos los conceptores! Somos
nosotros los amigos del concepto, lo metemos dentro de nuestros ordenadores.
Información y creatividad, concepto y empresa, existe ya una bibliografía
abundante...”. Deleuze está belicoso porque lo que triunfó con el neoliberalismo es el
marketing, la creatividad al servicio del mercado y la administración de la vida. Sigue
diciendo: “Ciertamente, resulta doloroso enterarse de que ‘concepto’ designa una
sociedad de servicios y de ingeniería informática. Pero cuanto más se enfrenta la
filosofía a unos rivales insolentes y bobos, cuanto más se encuentra con ellos en su
propio seno, más animosa se siente para cumplir la tarea, crear conceptos que son
aerolitos más que mercancías”. ¿Se dan cuenta por qué decía que la filosofía de
Nietzsche o la filosofía de Deleuze no habilitan para nada un relativismo cínico y
conservador? Una y otra vez, se detienen a denunciar política y conceptualmente las
formas en que la vida, liberada de la moral absoluta, liberada del Dios eterno, queda
neutralizada, reconducida, utilizada para que circulen cómodamente identidades y
mercancías. Y así, toda la potencia disruptiva de lo que nos atraviesa se transforma en
un desierto. Recordemos el final de la cita de San Agustín: “y me convertí a mí
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mismo en tierra baldía”. Pero no nos engañemos con estas palabras: “me convertí a mí
mismo en tierra baldía” nunca se trata de un acto puramente individual. Nos
convertimos unos a otros en tierra baldía o nos revitalizamos unos a otros cuando nos
encontramos. Esta es otra mala lectura que suele hacerse de Nietzsche: se suele pensar
que propone una salida individual. Nada más errado. Si Nietzsche nos invita a
retirarnos del rebaño es porque el rebaño es el lugar de la repetición, es el lugar en que
nos convertimos unos a otros en tierra baldía. Nuevamente, se trata de romper con los
binomios excluyentes. No se trata de estar solos o estar con los otros, sino de cómo se
articulan los encuentros con los otros y con nosotros mismos, qué es lo que buscamos
y lo que encontramos cuando estamos juntos. Se trata de poder construir otro tipo de
comunidad, se trata de llegar a otra forma de ser-en-común.
Voy a cerrar con la sección de “Así habló Zaratustra” titulada “Del amor al prójimo”:
“Vosotros os apretujáis alrededor del prójimo y tenéis hermosas palabras para
expresar ese vuestro apretujaros. Pero yo os digo: vuestro amor al prójimo es vuestro
mal amor a vosotros mismos”. La figura del prójimo es la figura del espejo de
nosotros mismos, es la que va a confirmar nuestra identidad. Nos acercamos al otro
como prójimo porque tenemos miedo de nosotros mismos, porque hay algo en
nosotros que quiere seguir siendo tierra baldía. Dice Zaratustra: “¿Os aconsejo yo
amor al prójimo? Prefiero aconsejaros la huida del prójimo y el amor al lejano. Más
elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano y al venidero. Más elevado que el
amor a los hombres es el amor a las cosas y a los fantasmas. Ese fantasma que corre
delante de ti, hermano mío, es más bello que tú. ¿Por qué no le das tu carne y tus
huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu prójimo”. Se trata de poder ser
generoso con el extraño, con el lejano, con el enemigo. Pero ese extraño no es
simplemente otro individuo, sino que es lo extraño también en nosotros. Repito estas
preciosas palabras: “ese fantasma que corre delante de ti, hermano mío, es más bello
que tú. ¿Por qué no le das tu carne y tus huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu
prójimo”. Amar al hombre en tanto prójimo, en tanto igual, es afirmar lo que somos.
Por fin un igual, ahora me tranquilizo. Es aplacar la transformación, es volver a
encontrar nuestra identidad. ¿Qué es lo que Zaratustra ama en el hombre? Ama su
posibilidad de transformación, ese fantasma, esa virtualidad que puede encarnarse si
le damos carnadura, si encuentra una tierra fértil. Y esa tierra fértil son los otros y no
solamente los otros hombres, son los otros animales, son los otros vivientes que ya
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nos habitan. Sólo hay que aguzar el oído. Pero ¿cómo podemos aguzar el oído para lo
extraño si estamos en el medio del barullo del mercado? ¿Cómo podemos aguzar el
oído para lo nuevo si nos dejamos seducir por el canto de los honores del aparato de
Estado? ¿Cómo podemos ser generosos con las búsquedas propias y ajenas si no
podemos demorarnos, si tenemos que cumplir con cánones de producción y
eficiencia? ¿Cómo podemos volver a producir una cultura que esté viva, que nos haga
temblar, que nos haga pensar nuevamente? Nietzsche no propone una creación que
sea puro capricho individual, sino escucha y recepción de lo que ya se está
produciendo en mí, de lo que ya se está produciendo en nosotros. Si la creación
implica recepción, entonces no se trata de una creación entendida como “lo que a mí
se me ocurre”, sino entendida como “lo que en mí ocurre”, en la que la posición del
yo tiene que saber obedecer una voz que manda desde un nuevo lenguaje. Pero no
podemos entender un nuevo lenguaje si repetimos siempre la misma cantinela de la
comunicación. Es más importante aprender a escuchar que imponer la supuesta
libertad de un yo del mercado, que no sabe lo que su cuerpo le está diciendo. El
trabajo mismo de la escucha, paciente y comprometido con el cuerpo y con lo vivo,
será el que cree en todo caso, una nueva forma de libertad, que es una obediencia de
otro tipo. Obedecer es interpretar. En este sentido, “crear” es crear algo que, de algún
modo, ya está ahí. No es una creación desde la nada, no es una creación desde el
capricho, no es una creación de lo que tengo ganas de pensar hoy. Es lo que hace
cualquier buen artista: crea un lenguaje, un estilo, una sintaxis desde los materiales
con los que trabaja: su cuerpo, su tela, su época, su lengua. Así les dice Zaratustra a
los guerreros en la sección llamada “De la guerra y el pueblo guerrero”: “'Tú debes' le
suena a un guerrero más agradable que 'yo quiero'. Y a todo lo que os es amado debéis
dejarle que primero os mande”. Hay que ser muy generosos y hay que poder
demorarse en una nueva escucha para poder encontrar aquello que nos manda.
Entonces, no vale todo lo mismo luego de la muerte de Dios. Desde la voluntad de
poder, desde la vida, siempre hay algo que se impone: no hay paridad de valores, hay
creación en relación a un existente, a una corriente que nos arrastra, a una necesidad
que se impone. Esa necesidad no es uniformidad sino pluralidad, exploración de
mundos desconocidos. Última cita del Zaratustra: “Mil senderos existen que aún no
han sido nunca recorridos”. Pluralidad. “Mil formas de salud y mil ocultas islas de la
vida. Inagotados y no descubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la
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tierra del hombre. ¡Vigilad y escuchad, solitarios! Del futuro llegan vientos como
secretos aleteos y a oídos delicados se dirige la buena nueva”. Seamos, entonces, es
mi propuesta, esos oídos delicados. Seamos entonces ese estremecimiento en el
encuentro con los otros. Seamos entonces esa generosidad que rompe con el cálculo y
con las leyes del m’ercado, antes de que nuestros oídos y nuestros corazones queden
definitivamente atrofiados.