sentido de la vida en la muerte

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PLIEGO Toda persona tiene el derecho y el deber de vivir su muerte reconociendo que es la posibilidad última y definitiva que se extiende sobre toda su existencia, aquella en la que se juega el posible horizonte de la esperanza. Próximos a la Conmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre), el autor nos invita a descubrir el sentido de la vida en la muerte. Y lo hace, primero, revisando lo que nos quita esa esperanza y alegría, lo que produce miedo y genera muerte entre nosotros, para después abrirnos a los caminos que conducen al verdadero tesoro de la vida que nos regala el Resucitado. EL SENTIDO DE LA VIDA EN LA MUERTE JOSÉ MORENO LOSADA Sacerdote de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz y profesor de la Universidad de Extremadura 2.961. 24-30 de octubre de 2015

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Pliego de Vida Nueva sobre sentido de la muerte

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Page 1: Sentido de La Vida en La Muerte

PLIEGO

Toda persona tiene el derecho y el deber de vivir su muerte reconociendo que es la posibilidad última y definitiva que se extiende sobre toda

su existencia, aquella en la que se juega el posible horizonte de la esperanza. Próximos a la Conmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre), el autor nos invita a descubrir el sentido de la vida en la muerte. Y lo hace, primero, revisando lo que nos quita esa esperanza y alegría, lo que produce miedo y genera muerte entre nosotros, para después abrirnos a los caminos que conducen al verdadero tesoro de la vida que nos regala el Resucitado.

EL SENTIDO DE LA VIDA EN LA MUERTEJOSÉ MORENO LOSADA

Sacerdote de la Archidiócesis de Mérida-Badajozy profesor de la Universidad de Extremadura

2.961. 24-30 de octubre de 2015

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Un reto y una posibilidadagota y nos conduce a la tristeza sin esperanza, sin puertas ni ventanas a la posibilidad de la vida sin fin. Debemos recobrar la muerte desde el sentido pascual de nuestra fe, y alumbrarla en el hombre de hoy al estilo de Francisco de Asís, integrándola fraternalmente.

I. “NO TEMÁIS”: EL MIEDO Y LA TRISTEZA

La perversión de la religión se da cuando esta se convierte en instrumento que produce temor y miedo, cuando deforma la imagen de Dios para convertirle en causa de la tristeza y hasta en Señor de la muerte, aunque ya los sapienciales nos decían claramente que no era el creador de la muerte ni la quería.

A veces hemos caído en ese error. Es más, hemos definido la vida como un “valle de lágrimas”. Hemos creído que la vida era un lugar de dolor y de tristeza, que teníamos que pasar como pudiéramos, confiando en que Dios un día nos llevaría a otro lugar y a otra vida. Incluso hemos llegado a decir que cuanto más sufrimiento y

tristeza aguantemos con resignación, más santos seremos. El santo sería el que sufre mucho. Pero, ¿Dios quiere el sufrimiento y la tristeza? ¿Cuál es la razón del miedo y de la tristeza que causa dicho temor? Veamos el proceso de la historia de la salvación.

◼ Dios nos creó por puro amor, y nuestros comienzos fueron geniales: “Y vio Dios que era muy bueno”. El optimismo de Dios es claro y manifiesto, el amor es la razón fundamental de todo lo creado. Nuestro estado de referencia no es otro que el paraíso. En el paraíso con paz, en armonía con nosotros mismos, con los otros, con Dios, con la naturaleza, no había miedo, ni temor, ni desconfianza. Éramos criaturas, pero estábamos bien fundamentados, centrados, con razones para vivir en lo profundo, “arraigados en Dios”. Estábamos en su casa, en su mesa; en su compañía, no nos faltaba de nada: material, cultural ni espiritual. Allí solo había vida, y no había muerte, dolor ni miedo alguno.

◼ El pecado (capricho) nos adentró en el pesimismo. Frente al sentido comunitario y fraterno del paraíso que se asentaba en Dios, el hombre caprichoso quiso adentrarse y hacerse dueño de la realidad sin referente alguno, solo desde él mismo, desconectando de su fuente, de sus hermanos, de la naturaleza, y se encontró con su ser criatura desfundamentada. Vio su barro y su desnudez, su muerte, y comenzó a tener miedo: “Oí tus pasos en el jardín, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo” (Gn 3, 10).

Sin Dios solo queda la muerte, el miedo, la tristeza y la insatisfacción, el sinsentido. El ser humano quiere huir siempre de la muerte y de todos los datos que puedan hablarle de su realidad, por eso vive desde el miedo y la inseguridad. En esta huida, cada uno se centra en sí mismo y quiere defender su vida a toda costa sin mirar nada más. Por eso lucha, sufre y se entristece.

INTRODUCCIÓN

En su obra El hombre en busca de sentido, Victor Frankl nos recordaba con toda claridad que “quien tiene un porqué para vivir resiste cualquier cómo”. Cuestión nada baladí para los tiempos que corren. Pero cuál puede ser nuestra razón, nuestro motivo, nuestro porqué para vivir con sentido, para tener la verdadera alegría y la auténtica y original esperanza cristiana. Desde la encarnación de Jesucristo, su vida, su muerte, su pasión y resurrección, los cristianos no tenemos otra razón para el sentido que la vida, aunque se nos presente rodeada y envuelta de muerte; pero no todos sabemos ver esta razón, porque –como decía El Principito– “lo esencial es invisible a los ojos, solo se ve bien con los ojos del corazón”. Jesús tenía claro el verdadero sentido de la vida: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Mt 13, 44). Sí, es la alegría profunda del que ha encontrado la razón de vivir, la que da fuerza para llevar una existencia agraciada y entregada sin miedo y en libertad, y solo así puede uno arraigarse en la verdadera alegría.

Vamos a adentrarnos sin temor en el tema acerca del sentido de la vida en la muerte, que nos invita, en primer lugar, a revisar lo que nos quita la esperanza y la alegría, lo que produce miedo y genera muerte entre nosotros; para después abrirnos a los caminos que realmente nos la pueden dar, al verdadero tesoro de la vida que nos regala el Padre estando cada día con nosotros, como hizo con los de Emaús. Lo haremos enfrentándonos con las claves del Resucitado, para poder leer humana y cristianamente la muerte. Y lo haremos en este mundo, donde se oculta la muerte, porque nos desahucia e introduce en un sinsentido que nos

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La seguridad se convierte en obsesión, y la humanidad huye con todas sus fuerzas por miedo a aspectos que son propios de la criatura y que marcan nuestro ser humanos. Así, huimos:

◼ De la fragilidad. No queremos aceptar la fragilidad, queremos ser muy fuertes y pertrecharnos con armas que nos hagan aparecer frente a los demás como no necesitados. Entendemos que es más feliz quien menos necesita de los demás, que es bueno que los demás necesiten de nosotros, pero no al revés. Nadie quiere depender de nadie. La dependencia se entiende como fuente de infelicidad, tenemos miedo de ella. Se convierte en un camino de tristeza y sufrimiento. Aparece entonces la realidad que rompe y divide: la soberbia.

◼ Del dolor. Queremos que no exista, lo ocultamos, no queremos verlo, nos hacemos indoloros, no sabemos qué hacer con él. Creemos que donde hay dolor no hay alegría, solo tristeza, resignación. Cada uno lleva el suyo como puede. Pasamos de largo, porque complica la vida. Cuando nos toca…, a aguantarlo. Y esto fomenta una actitud que en cualquier cultura impide la sanación y el consuelo: la impasibilidad.

◼ De lo bueno. Si eres bueno te comen; como te dejes llevar por los buenos sentimientos, vas a sufrir mucho; “hermanos sí…, primos no”. Los buenos pierden… Hay miedo a

ser buenos, y se prima y se valoran actitudes que realmente esconden el mayor vicio de la humanidad y la raíz del ensimismamiento frustrante: el egoísmo.

◼ De la pobreza. Se entiende como la mayor desgracia, como una maldición. Es más feliz el que más tiene. Es el miedo a no tener la seguridad como horizonte, aquello que tenga más salida… Al final, se centra la vida en aquello que la quita –como la parábola del hombre que acumuló y cuando lo tenía todo, perdió la vida–: la seguridad.

◼ De la verdad. Se asegura y se predica que como vayas con la verdad por delante te crucifican; el que dice la verdad se queda sin ella; como seas auténtico, lo tendrás difícil. No te confíes. La verdad es lo que conviene. Y surge un universo terrorífico, uno de los factores que hoy organiza y transversaliza la crisis: la desconfianza.

◼ Del amor. Como tú no mires por ti, no va a mirar nadie. La caridad comienza por uno mismo. Hay miedo al amor y al compromiso, a morir por el otro. Entregarse es un lenguaje desconocido. Se emplea el discurso de la solidaridad, pero da miedo: se ensalza este valor, y sus instituciones, pero son muy pocos los que dan la vida por ella. Se apodera del hombre ese elemento que invita al vómito según la carta del ángel a las Iglesias en el Apocalipsis: la tibieza.

◼ Del compromiso cristiano. A todo le marcamos un límite. ¿Qué hemos dejado de hacer que de verdad sentíamos y queríamos? El miedo a vivir de lo que somos y tenemos nos paraliza, nuestra fe no va al fondo, lo mejor de nosotros mismos lo guardamos y no lo llevamos a la plaza pública. Nos da miedo eso que es tan propio de la gracia y que tanto necesita nuestro mundo: nos quedamos sin originalidad.

◼ De la justicia. Nos la tragamos; para nosotros sí…, para los demás nos da miedo. Es curioso: cuantos más derechos proclamados tenemos, más se insertan entre nosotros con derecho de ciudadanía la realidad del hambre y del paro; y no pensamos en construir más vagones, si no solo en luchar por ir en el de primera. Cuando eso ocurre, campa a sus anchas la injusticia.

◼ De la muerte. Hay una obsesión por la salud y el cuerpo, sin espíritu. Se esconde la muerte, como si no existiera, y nos engañamos. Curiosamente, ante un Dios que sana, nos encontramos un mundo que vive la salud enfermizamente. Tenemos el mundo más técnico y de mayor progreso y las medicinas que más consumimos son ansiolíticos y antidepresivos, “hartos pero no saciados”. Nos hacemos verdaderos enfermos.

◼ De la utopía y el sueño. Más vale pájaro en mano que ciento volando. No hay fruto más fuerte del pecado que cuando este consigue quitarnos

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abrazarse, compartir sus lágrimas, sus sonrisas, sus bromas… organizar el salón para dar cabida a todos. Mirar sus rostros, cómo dirigían a mí su saludo. Ellos habían acordado ya en la sesión anterior que era bueno que yo asistiera, porque están abiertos a todo lo que les pueda formar y ayudar. Yo le había dado muchas vueltas a cómo plantearlo, dada su situación y la pluralidad de posturas. Llevé algún apunte…, pero la realidad se impuso: allí había que partir de la vida y ser directo. Tres puntos me parecían fundamentales, y en ellos quería ser especialmente receptivo: el concepto de Dios que recibieron y con el que viven; la postura ante Dios (Job y la crisis de Dios); y Cristo crucificado y signos de resurrección: qué han descubierto y qué están descubriendo desde la muerte de sus hijos.

Me maravillaba cómo hablaban y compartían desde sus sentimientos y experiencias: el Dios poderoso, el que premia a los buenos y castiga a los malos, el que ayuda, el que perdona, el que ama… Y todo ello con sus momentos fuertes de crisis: para algunos, todavía muy viva; y para otros, superándose o superada. Algunos muy enfadados con Dios, con enfado existencial, fuerte; otros sintiéndose robados y estafados; otros con sensación de injusticia… Pero todos en búsqueda y queriendo saber.

Al presentarles cómo eso que ellos sentían o habían sentido en este momento también lo vivió durante siglos el pueblo de Israel, vivieron el misterio del sentido, la contradicción…; al presentarles al Job auténtico, al Eclesiastés…, lo entendían perfectamente; y al hablarles de Cristo

‘Por ellos’. Tras la muerte de su hijo, ellos han encontrado en esta asociación un lugar de vida y de consuelo único; en ella hay padres que han visto morir a sus hijos, algunos muy recientemente, o hace meses o incluso años; juntos comparten camino, experiencias y vida. Ni que decir tiene que sus situaciones personales, psicológicas, económicas, culturales, políticas, religiosas, etc. son muy diversas, pero todos tienen en común el haber perdido a un hijo querido y su corazón roto por la misma experiencia: el dolor les une.

Ellos deseaban que yo participara en algún encuentro y que, de alguna manera, expusiera el pensamiento cristiano sobre la muerte humana y la respuesta creyente ante ese acontecimiento, para que, desde ahí, pudieran tener claves de lectura teológica y de esperanza sobre la situación que ellos viven. Un día se pudo hacer realidad. Quedé marcado por ese encuentro, porque tuve la oportunidad de contrastar muchas de las explicaciones que suelo ofrecer en clase sobre el tema de la muerte y la esperanza cristiana.

Entre sus miembros (acudieron en esta ocasión más de una treintena de muchos pueblos de Extremadura), había personas religiosas, indiferentes, en crisis, muy dolidas y muy enfadadas con Dios… Fue una gran experiencia personal: llevaba mis “papelillos” para compartir la lección y me viene con “la lección aprendida”. Digamos que “fui a por lana y salí trasquilado”, en el sentido más positivo.

Recuerdo perfectamente la escena de aquel encuentro: verlos llegar, saludarse,

la esperanza, cuando creemos que nosotros no podemos hacer nada, que somos pocos y que esto siempre ha sido así. ¿Cómo vamos a ser testigos del crucificado que ha resucitado? ¿Quién va a creer nuestro anuncio? Acecha entonces la desesperanza.

Pero, ¿qué pasa con aquellos que de un modo inevitable se encuentran con la muerte de los seres más queridos, con los que no pueden evitarla y tienen que elaborar sus duelos de un modo directo y duro, sin más huida que la aceptación e integración de que esa muerte se ha impuesto en sus corazones? Tienen que vivirla necesariamente porque se les impone, además de que de ningún modo quiere obviarla ni olvidar por respeto a los que más amaron en el mundo y ya les fueron arrebatados. Traemos ahora a colación la experiencia y el encuentro de estas personas y su vivencia de la muerte.

II. ‘POR ELLOS’: LA EXPERIENCIA DE LOS QUE PERDIERON AL HIJO AMADO

Dios llama e invita desde la seducción de la alegría de la vida. Nunca desde la huida de la debilidad o la muerte, sino enfrentándose a ella con las armas de lo auténtico y lo permanente, en la verdad del amor liberador y transformador, que se ha hecho pleno en el crucificado resucitado.

Yo lo he visto y traigo para meditar –desde la perspectiva de la Pascua cristiana, por los entresijos de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, presente en la historia– la experiencia de personas que se han tenido que enfrentar a la muerte de un modo único: ver morir a sus propios hijos. Esa experiencia les ha hecho ver el mundo y la vida de una manera completamente distinta. Cuando el hombre se enfrenta a la verdad de la vida y acepta la muerte en él, nacen criterios de vida absolutamente nuevos.

Dos amigos profesores, compañeros en la Universidad de Extremadura, a quienes conocí de un modo más especial a partir de la muerte de su único hijo y a quienes me une un camino y proceso de duelo en el que me han permitido entrar, me invitaron hace tiempo a que un día les acompañara a la asociación

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en el huerto de los Olivos, del crucificado, del resucitado, se veían reflejados y veían el rostro de sus hijos. Se preguntaban cómo este rostro de Dios no se lo habían descubierto antes: el Dios de la debilidad, de la compasión, de la cruz… Dios se me estaba dando a jirones en cada intervención, en cada lágrima, en cada queja… El Dios de la vida, el del sufrimiento, el del dolor y la angustia, a la vez que el del consuelo, la serenidad, la esperanza… ¡Cuánta riqueza!

Pero cuando quedé desbordado fue al llegar a la tercera cuestión. Les planteé algo que incluso podría parecer blasfemo: “¿Qué habéis ganado con la muerte de vuestros hijos? ¿Qué habéis descubierto? ¿En qué habéis cambiado?…”. Y alguno confesó con lágrimas que si nos escucharan fuera podrían pensar que estamos locos, y no podemos decirlo, pero de algún modo somos “afortunados”, aunque nada es comparable con el amor a nuestro hijo y poder volver a encontrarnos con él. Considero que esta fortuna es una lección de vida. Hilvanando sus experiencias y confesiones, me atreví a componer un posible decálogo de verdades fundamentales que ellos habían descubierto en la experiencia de ver morir a sus hijos y de encontrarse en esta comunidad de dolor compartido, y del camino en el que iban sanando su dolor y abriéndose a la esperanza.

III. DECÁLOGO DE VIDA EN LA EXPERIENCIA DE LA MUERTE

Al hilo de sus respuestas, y nacido de esa experiencia doliente amorosa, os ofrezco este decálogo de la vida surgido de la experiencia de la muerte.

Como signos del Resucitado, los padres heridos de amor me dijeron y me regalaron este tesoro en sus expresiones:

1. “Me he dado cuenta de la fragilidad humana”. Frente a todas las diferencias que marcamos en lo social, en lo económico, en lo político…, somos todos muy frágiles; en minutos podemos quedarnos en nada, y todo aquello que parecía algo se desvanece. Vivir sabiendo que todos somos frágiles y que todos necesitamos de todos es fundamental.

Cuando nos amamos en la fragilidad, encontramos una razón para la alegría. No huyas de la fragilidad, abrázala en ti y en los demás, y únete para ser fuerte:“Se despojó de su rango, haciéndose uno de tantos, llegando incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).

2. “Me he hecho compasiva”. Antes me dolían algunas cosas, las muy mías; ahora, ante el dolor, no puedo pasar de largo, cualquier dolor me llama y quiero estar junto a él; se ha desarrollado en mi persona la verdadera compasión; deseo estar junto a los que sufren y ser alivio, compartiendo su camino y su carga; cuando lo hago, la compasión me cura y me sana, y, sobre todo, me consuela.

El dolor es un dolor para el encuentro y para la fraternidad, para el amor, para la compasión. Solo la compasión nos hace felices; sin compasión no hay alegría, ahí está la perfección de Dios: “Sed compasivos como vuestro Padre celestial es compasivo” (Lc 6, 36).

3. “Soy una persona nueva, soy mejor persona…”. La muerte de mi hijo me ha hecho mejor. Miro una foto antes de

su muerte en la que estoy junto a una planta crecida y querida, y una imagen de la Virgen, y dialogo como con otro; ahora tengo otro modo de mirar la vida, de ser. Si yo con mi amor limitado y mortal deseo la vida de mi hijo, sé que solo el Dios de la vida, el eterno, el del amor pleno y creador, podrá responder a este deseo que yo tengo con respecto a mis seres queridos: “Te amaré eternamente”. Solo en Él podrá ser posible permanecer en el amor, más allá de la propia muerte. Por eso deseo amor, ser mejor, porque entiendo que es el camino de la vida y del encuentro el que vence a la muerte: “Solo el amor es más fuerte que la muerte”.

4. “Ha cambiado mi escala de valores”. Lo que parecía lo fundamental y central de la vida ha quedado relegado a un segundo plano. ¿Para qué sirve tener, atesorar, saber más, el éxito…? Nada de esto es comparable al amor, a la vida sencilla y diaria, a la relación, a la familia, al encuentro querido y amigable. Es fundamental distinguir la necesidad, el deseo y el capricho. Distinguir lo auténtico, lo que permanece, de lo pasajero, de lo que caduca: “Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma…” (Mt 6, 19).

5. “No nos educan ni educamos en la verdad”. Ocultamos la muerte, nos engañamos, sería la primera lección que deberíamos aprender de la vida: nos vamos a morir, podemos morir en cualquier momento, nuestros seres queridos se pueden ir…. Solo así podríamos encajar mejor la realidad de la muerte en la vida. Y eso nos llevaría a mirar la vida –cada día, cada minuto…– como un encuentro con su valor único y trascendente; a valorar el verdadero tesoro de la vida que traemos entre manos: la construcción como personas en el amor verdadero. Solo por el camino de la autenticidad se llega a la paz interior que produce alegría. Solo los limpios de corazón verán a Dios: “Dichosos los limpios de corazón…” (Mt 5, 8); “que vuestro hablar sea sí, sí, y no, no” (Mt 5, 37).

6. “Se puede morir por amor…”. Se puede llegar a amar tanto que uno no resista no poder amar o no ser amado, pero, por contra, es malo no iniciarse en la aceptación del fracaso, del dolor

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que alimentarse de las pequeñas señales diarias, que proceden de la relación, la profundidad, el encuentro y la vida compartida. Y de todo ello esta asociación, ‘Por ellos’, está siendo un sacramento auténtico, un sacramento de la resurrección y de la esperanza en ella: “Vuestras heridas y vuestras cicatrices están sanando, están consolando… y estáis siendo un verdadero signo del Resucitado en medio del mundo. Incluso en vuestras dudas, vuestros “ateísmos” y vuestros “enfados” con Dios. Desde el encuentro con personas que han visto romperse su corazón en la muerte y que se han rehecho en la esperanza podemos rezar y culminar el Credo, con más convicción, diciendo cada domingo: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro”. Amén.

IV. UNA MIRADA HUMANA SOBRE LA MUERTE

Esta experiencia iluminadora y confesante, que podría tener muchísimos más rostros y contextos vitales, nos invita a retomar y reconsiderar el verdadero sentido de la muerte, y a enfrentarnos con el deseo de iluminar su misterio, sabiendo que no es desde la huida y la ocultación desde donde se integra y se supera. De algún modo, esto es un reto para todos los cristianos en la sociedad actual, de cara a ser testigos de nuestra esperanza, para que la humanidad acepte su ser mortal como lección y sentido de vida.

Desde la ofuscación del pecado, la mirada sobre la muerte ha ido perdiendo su verdadero sentido humano y esperanzador. Los cristianos, que somos los testigos de la resurrección de Cristo y su victoria sobre la muerte, necesitamos volver a recuperar, en

han bebido el mismo cáliz, y les une un sentimiento que es único en el dolor, pero también en el consuelo y en la esperanza. A la felicidad se llega por el camino de la comunión y la fraternidad: el corazón lleno de nombres. Dime hasta dónde llega tu relación y te diré cómo eres de feliz: “A nadie devolváis nada más que amor”, “vestíos de la misericordia entrañable” (cf. Rm 12).

10. Y todo vivido desde el profundo y unánime deseo “del reencuentro”, de la Resurrección. Para ellos todo tendrá sentido si vuelven a encontrarse con sus hijos en la vida que no acaba y que se hace eterna en lo feliz. Noté en sus deseos y en su esperanza que la muerte del hijo querido reclama la justicia que solo será viable si hay resurrección universal y encuentro definitivo en el amor que vence a la muerte para siempre, y le da sentido a toda la historia, incluidos su fracasos, sus muertes de cualquier clase… como hizo Dios Padre con el hijo crucificado. Ahora, mientras van de camino, tienen

y de la dificultad. La vida también tiene sus componentes de limitación, de creaturidad, de dolor y de fracaso. Integrarlos y superarlos es saber vivir. No podemos educar escondiendo el dolor y el fracaso, sino ayudando a vivirlo. Ante el fracaso del hijo perdido, tenemos que seguir amando y viviendo, consolando y construyendo, porque sigue habiendo razones de vida y de apuesta por lo que queda de relación, de historia, de familia, de trabajo. Al amado lo reconstruimos si lo tenemos presente haciendo la vida desde lo positivo y apostando por aquello que nos deseaba desde su amor.

El amor integra el fracaso: “El que quiera venir conmigo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”, “el que quiera ganar su vida la perderá, el que esté dispuesto a perderla la encontrará”(Mt 16, 24ss).

7. “Su debilidad nos fortaleció”. Nuestro hijo nos preparó para su muerte. Ante nuestro grito de que por qué él, se levantó en el hospital madrileño, señaló a todos los de la unidad oncológica que le estaban rodeando en la sala y preguntó con tono alto y compasivo: “¿Y por qué todos ellos…?”. Todos tenemos que morir, y tenemos que saber hacerlo. Nosotros nos sentimos unidos a él, y estar en la asociación es algo que nos ayuda a vivir como él quería que lo hiciéramos. La debilidad escondida causa tristeza, la debilidad aceptada y compartida lleva a la fuerza de la alegría que nadie puede quitar: “Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

8. “Me siento más cerca de Dios”. La muerte de mi hijo me ha acercado a Dios y me ha hecho más religiosa. En él encuentro paz y consuelo, él también se agarró a Cristo cuando le tocó la ceguera y el dolor en su enfermedad. Y sentía su ayuda, y nos animó a ser más religiosos. Ahora, más que pedirle a Dios, me siento unida a Él, a su crucifixión, a su imagen de las caídas… Y siento su compañía y su ánimo: “Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

9. “Un modo nuevo de relacionarme y de valorar las relaciones”. Ahora el catedrático y el albañil tienen los mismos sentimientos, pueden sentarse a la misma mesa y compartir el mismo pan, pueden ser “compañeros” porque

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compañía de la humanidad, la visión posibilista y transformadora de la propia muerte, como lugar privilegiado para adquirir verdadero sentido de vida, para educarnos en lo original, auténtico y absoluto del ser y del vivir.

Os presento a consideración distintas perspectivas de la muerte que, tanto a nivel humano como cristiano, son fundamentales hoy para acoger y asimilarlas en praxis de los proyectos de vida y en la educación, para poder buscar y sondear el verdadero sentido de la vida, la auténtica felicidad y la única y definitiva esperanza.

La muerte, compañera de la vidaLa muerte aparece como el máximo

enigma de la condición humana, y una condición permanente y estructurante de nuestras personas sin la cual no seríamos lo que somos.

Es cierto que siempre hablamos desde esta frontera –antes de la muerte– sin haber pasado por su realidad más radical: “Mueren los otros”. Pero también es cierto que, en ese morir de los otros, casi todos tenemos experiencia de un conocimiento más real que intelectual. Se trata del caso de la muerte de alguien amado. Ahí nos damos cuenta irremediablemente no solo del hecho teórico y reflexivo del morir humano, sino que sentimos en lo más profundo que toda la realidad que somos y queremos está tocada por el carácter mortal. Y, aun no muriendo nosotros, algo nuestro muere en la persona amada y algo de ella muere en nosotros, lo que nos imposibilita permanecer en la relación y en el amor, haciendo mortal todo lo vivido, pues queda solo el resguardo de un posible recuerdo.

Desde estas experiencias podemos detectar vitalmente que el hecho de

morir no es un momento, sino que es una condición que atraviesa todo nuestro vivir y que se muestra radical en el hecho biológico de la expiración. Es toda mi existencia y las de los otros las que están tocadas de muerte. Desde tal planteamiento considero que hemos de recobrar esa dimensión de nuestra existencia y hacernos conscientes de que la muerte no nos visita en un momento determinado y último, sino que somos nosotros los que llegamos a ese momento, del que no sabemos ni el día ni la hora exacta, y lo vivimos porque toda nuestra vida es un camino con ella y desde ella, pues somos real y activamente mortales.

La muerte, nuestra posibilidadTratemos de acercarnos de

alguna manera al planteamiento franciscano, que es capaz de integrar su consideración de la muerte en el ámbito de la fraternidad, cuando la llama “hermana” y bendice a Dios por ella.

Normalmente, el hecho de la muerte y su carácter existencial en nosotros solemos contemplarlo desde la negatividad y también desde el temor y la tristeza. De este modo, nos perdemos perspectivas que, sin negar el carácter mistérico de la misma, nos hablan de esta condición mortal y que la presentan como la posibilidad seria y única que nos llena de dignidad y profundidad en nuestro ser y nuestro vivir.

La muerte hace la vida únicaEs la muerte la que nos avisa de

la riqueza y del valor único de cada momento, encuentro, actividad o relación que vivimos. Orientar y vivir el momento es lo propio de lo cotidiano y lo que llena de vida la existencia. La conciencia de que morimos todo

lo que vamos viviendo y vivimos todo lo que vamos muriendo es lo que nos sitúa con radicalidad y profundidad ante nosotros mismos y ante los otros y nos da la posibilidad de ser maduros, responsables y libres. Obviar esta dimensión de lo cotidiano no es sino distraerse y no poder entrar en la densidad de lo real y en lo profundo de nuestra persona y de los demás. Rechazar la presencia y el horizonte de lo mortal en nuestra existencia es arrojarnos a la noria cíclica del destino y de lo pasajero, y perder la posibilidad de profundizar en lo que tiene de auténtico la verdadera eternidad. Solo desde la muerte cobra verdadero valor la vida y la posible esperanza de que lo único y auténtico permanezca en la plenitud y llegue a ser eterno.

Atendiendo a lo específico cristiano, esta es la razón por la que entendemos que la defensa de la permanencia de los espíritus tras la muerte, la reencarnación y otros planteamientos de este tipo son modos que degeneran la seriedad de la vida para suavizar la presencia y radicalidad de la muerte, que nosotros aceptamos como total y definitiva en el ser humano y, por ello, como condición que debe ser integrada y vivida. Para nosotros, la resurrección valida la realidad mortal con toda su seriedad, adentrando toda la existencia en una realidad de vida que hace permanente y pleno –eterno– lo que de por sí ya era único en su propia limitación. Por eso nosotros confesamos que “cada día es único y tiene su afán” y podemos vivirlo-morirlo con la intensidad de los que aman la vida porque saben vivir la muerte en el horizonte de la esperanza. En este sentido, la fe en la resurrección no es huida de la muerte, sino asunción e integración de la misma para fecundarla con la vida y hacer de ella parto y lugar de nacimiento; fecundación y parto que son tarea de toda la existencia de la persona y no solo de un momento. No es casualidad que el dato central de la fe en la resurrección se experimentara y se diera a luz en el contexto de la muerte martirial en la cruz de Jesús de Nazaret, sin olvidar que la cruz empezó a gestarse en el pesebre de Belén. Vivir con estas claves supone aceptar que lo finito y limitado –lo mortal– tiene

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tiene un verdadero valor educativo para nosotros y que, en sí misma, es un reto y una posibilidad. Por ello, podemos concluir afirmando que toda persona tiene el derecho y el deber de vivir su muerte reconociendo que esta es la posibilidad última y definitiva que se extiende sobre toda su existencia y en la que se juega el posible horizonte de la esperanza. Y todo vivido, especialmente para los cristianos, con esa esperanza irrenunciable a la que apunta el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me abre, entraré y cenaremos juntos” (Ap 3, 20); “habrá un cielo nuevo y una tierra nueva… no habrá luto, ni llanto, ni dolor… porque el primer mundo ha pasado y el mar ya no existe… y vi la nueva Jerusalén adornada como una esposa para su esposo…” (Ap 21, 1ss).

Sabemos que no podemos renunciar de ningún modo a los sueños de la vida y la resurrección en la propia muerte, porque sin sueños no hay felicidad. La alegría se gesta en los sueños de los hombres. No soñar es morir.

CONCLUSIÓN

Desde esta reflexión compartida, considero que los cristianos tenemos un deber de servicio al hombre actual. La teología ha de repensarse y la pastoral ha de alumbrase creativamente, para que, abandonando cualquier discurso de la muerte realizado desde el castigo y la culpabilidad, pasemos a la propuesta del valor pedagógico y educativo que tiene esta realidad estructurante del ser humano. Su condición mortal se convierte en posibilidad para encontrar y reconocer el verdadero sentido de la vida; ella nos puede permitir discernir con cierta claridad lo pasajero de lo permanente, lo auténtico de lo falso, lo original de lo repetido y cíclico. Así como el verdadero valor del momento, que es único, de las relaciones, de las decisiones y opciones vitales que construyen e identifican. También la orientación y sentido de la propia existencia, que, aun en medio de la fragilidad, está en nuestras manos, para que nos hagamos de un modo abierto y podamos abrirnos a lo definitivo, a lo que permanece, a lo auténtico, a lo eterno.

nosotros vemos culminada esta riqueza de la muerte-vital del ser humano: “Nadie me quita la vida, sino que la entrego libremente”. En el contexto del amor y la fraternidad se puede entender la condición mortal y el hecho definitivo de llegar a la muerte en su totalidad, como el ejercicio más radical de libertad y realización del ser humano. No hay mejor modo de llegar a la muerte que con un corazón verdaderamente universal, repleto de personas e historias concretas que se han vivido y se han amado.

La muerte profetiza la igualdadLa afirmación de una vida humana

asentada sobre el tener, la función social, el saber o la profesión, sin la orientación hacia los otros en la fraternidad y el servicio, como verdadero fundamento de la persona, queda totalmente desenmascarada por la radicalidad de la muerte. Ella se encarga continuamente de poner en crisis todo lo que se ha edificado sobre la desigualdad y la injusticia, para declararlo vacío y sin sentido. El carpe diem y el “carnaval” del gran teatro del mundo son lisonjeados y ridiculizados por la muerte. Nuestro ser mortal nos predica en positivo que no hay modo mejor de vivir y llegar a la muerte que creando las condiciones de justicia y paz que definen el valor de la persona por ser tal y no por sus aderezos. Continuamente, nuestro ser mortal está denunciando todas nuestras injusticias y desigualdades proféticamente y confesando nuestra radical igualdad. En este sentido, por lo que nos toca a los cristianos, hemos de ser conscientes de que nuestro mensaje de resurrección nunca será creíble si no llegamos a la muerte con un compromiso radical a favor de la justicia y la libertad para todos. Toda predicación de la resurrección en torno a la muerte será pura ideología si no integra la experiencia del trabajo por la justicia y la libertad de todos los hombres. Es la muerte vivida en libertad y llena de humanidad, desde el vivir para los otros, la que se abre a la vida en el acontecimiento de la resurrección.

Ciertamente, estas son solo algunas de las afirmaciones, pero pueden ser suficientes para reconocer que la muerte

capacidad de infinitud y eternidad; el pequeño gesto de saludo, caricia, mirada, lágrima, escucha, trabajo, compasión… está cargado de eternidad y posibilidades.

La muerte reclama vida fecundaLa misma experiencia nos dice que,

frente a la muerte, el arma más radical que tenemos es fecundar la existencia con signos que sobrepasan a esa muerte y que no son otros que los que propicia el amor fecundo. La fraternidad es la respuesta vitalista y permanente que supone no entregarse a la destrucción; toda vida agotada en la entrega (ágape) ha sido dadora de sentido y permanece en lo fecundado más allá de todo egoísmo encerrado en la infecundidad del más craso zánatos (muerte). Cómo no recordar aquí las frases evangélicas que nos hablan de que “el que esté dispuesto a perder [entregar] su vida la encontrará y el que pretenda guardarla [egoísmo infecundo] la perderá”; o “el grano de trigo si no cae en tierra y muere no pueda dar fruto” (Jn 12, 24).

Desde aquí es desde donde los cristianos vemos que todo deseo de permanencia sostenido por el puro éxito y la prolongación de la sombra del propio yo no sobrepasa la muerte haciéndola gesto de vida, porque, aunque la obra permanezca, no puede tener vitalidad si no es verdaderamente amada por alguien. Los herederos luchando por las riquezas de los antepasados, sabios o necios, nos muestran la muerte de la obra legada y de su autor. Sin embargo, vivir desde la fraternidad en la apuesta por el otro es el modo triunfal de vivir muriendo y morir viviendo. Es en Cristo en quien

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