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LA PASIÓN DE CRISTO SEGÚN LA BEATA ANA CATALINA EMMERICH www.librosrel.com

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LA PASIÓN DE CRISTO SEGÚN LA BEATA ANA CATALINA EMMERICH

www.librosrel.com

[ 1 ]

Extracto seleccionado de La Amarga Pasión de Cristo de Ana Catalina

Emmerich, VOZ DE PAPEL.

Traducción íntegra del original alemán, presentación y notas de José María

Sánchez de Toca Catalá

[ 2 ]

ÍNDICE

Prólogo ................................................................................................. 3

Jesús condenado a muerte de cruz ......................................................... 5

Jesús lleva su cruz al Gólgota ................................................................ 12

Primera caida de Jesús debajo de la cruz ............................................... 16

Jesús con la cruz a cuestas y su Madre. Segunda caida de Jesús bajo la

cruz ....................................................................................................... 17

Simón de Cirene. Tercera caida de Jesús bajo la Cruz ........................... 20

Verónica y la sudadera .......................................................................... 22

Las llorosas hijas de Jerusalén. Cuarta caida de Jesús bajo la cruz .......... 26

Jesús en el monte Gólgota. Sexta y séptima caida de Jesús .................... 28

María y sus amigas van al Calvario ........................................................ 31

Desnudan a Jesús para clavarlo y le dan a beber vinagre ........................ 33

Jesús, clavado en la cruz ........................................................................ 36

Exaltación d ela cruz ............................................................................. 39

Crucifixión de los ladrones ................................................................... 41

Los vestidos de Jesús, a suertes .............................................................. 43

Jesús crucificado y los ladrones ............................................................. 43

Insultos a Jesús. Primera palabra de Jesús en la cruz .............................. 47

Oscurecimiento del sol. Segunda y tercera palabra de Jesús .................. 49

El desamparo de Jesús. Cuarta palabra en la cruz .................................. 52

Muerte de Jesús. Quinta, sexta y séptima palabra ................................. 56

José de Arimate pide a Pilatos el cuerpo de Jesús................................... 61

Abren el costado de Jesús. Fracturan las piernas a los ladrones .............. 63

El jardín y el sepulcro de José de Arimatea ............................................ 66

El descendimiento ................................................................................ 68

[ 3 ]

PRÓLOGO

Mel Gibson se inspiró en la obra que tiene usted ahora ante sí para numerosos

elementos de su película de 2004 La Pasión de Cristo. Multitud de detalles

simbólicos con los que el cineasta enriqueció visualmente el puro relato

evangélico surgen en las visiones de Ana Catalina Emmerich. También el

barroquismo de la puesta en escena procede de esta narración, escrita en pleno

romanticismo literario. Y, sobre todo, la crudeza con la que Gibson sorprendió

a los espectadores la había él visto, escuchado, olido, palpado y gustado, con

sus sentidos de artista en alerta, en las páginas de la célebre religiosa alemana.

Es más: así como la simbología o la escenografía (entre otros méritos) han

contribuido a que La Pasión de Cristo esté considerada una de las mejores

obras de la historia del cine, ha sido precisamente la brutalidad del film la que

ha movido a miles de corazones al arrepentimiento. Ana Catalina le hizo ver a

Gibson, y él a nosotros, el enorme coste de nuestra salvación. Los sufrimientos

de Cristo, tan terribles que angustian, son el precio de nuestros pecados.

Nunca quedó tan claro como en las escenas de la flagelación o la crucifixión

que protagonizó Jim Caviezel.

¿Quién fue Ana Catalina Emmerich (1774-1824)? Humilde granjera, después

costurera y sirvienta, fue una religiosa alemana que ingresó a los 28 años en el

convento agustino de Agnetemberg (Dülmen), en Westfalia. Al poco

aparecieron en su cuerpo cinco llagas como las de Jesucristo, lo que dio lugar a

una dura investigación por parte de las autoridades civiles, temerosas del

despertar religioso del pueblo por medio de la admiración que ya se propagaba

hacia aquella humilde monja. Llegó a ser encarcelada y sometida a vigilancia

día y noche con objeto de averiguar cómo nacían esas heridas. No pudo

determinarse. Precisamente el empecinamiento racionalista en encontrar un

fraude o una causa médica sirvió para confirmar su inexplicable origen y, a la

postre, su sobrenaturalidad.

Su caso corrió como la pólvora y atrajo la atención de Clemente Brentano

(1778-1842), un escritor cuyo estilo literario está considerado una de las

cumbres del Romanticismo alemán. Acudió a visitarla y la experiencia de

conocerla y tratarla transformó su alma. Le cautivó de tal manera que se

[ 4 ]

instaló en la localidad durante seis años con el único propósito de redactar las

visiones que Ana Catalina le iba describiendo. Estos escritos constituyen una

de las obras más extraordinarias de la literatura mística, de enorme impacto en

la conciencia religiosa de su tiempo, y con un influjo que aún perdura en

nuestros días.

¿Introduce la autoría de Brentano alguna duda sobre las visiones? La Iglesia no

se ha pronunciado directamente sobre esa cuestión, porque las revelaciones

privadas no constituyen objeto de la fe. Cuando San Juan Pablo II beatificó a

Ana Catalina Emmerich en 2004, no lo hizo por ellas, sino por su santidad de

vida, de la cual los estigmas, de autenticidad comprobada, son la mejor

prueba. Evidentemente, la beatificación garantiza que en esas visiones no hay

nada contrario a la fe y que pueden servir de edificación espiritual para los

fieles.

Y, como es sabido en apoyo de la autenticidad de estos textos, la casa de la

Santísima Virgen en Éfeso fue encontrada por los arqueólogos con la única

guía de las indicaciones de la religiosa, que jamás había salido de su región

natal.

Por todo ello, afirma el cardenal Antonio Cañizares, “las visiones de la beata

Ana Catalina no son el credo ni los evangelios, pero robustecen nuestra fe,

estimulan nuestro amor y fortalecen nuestra esperanza. Son revelaciones

privadas que nadie está obligado a creer. No son dogma de fe y no añaden

nada al depósito de la fe que custodia la Iglesia. Pero son una conmovedora

ayuda para acercarnos a contemplar la Pasión de Cristo, esclarecen

poderosamente nuestra comprensión de los hechos, y nos ponen cara a cara

con nuestras responsabilidades y contradicciones”.

[ 5 ]

JESÚS CONDENADO A MUERTE DE CRUZ

Pilatos, que no buscaba la verdad sino una salida, estaba ahora más vacilante

que nunca. Su conciencia le decía: «Jesús es inocente»; su mujer: «Jesús es

Santo»; su superstición: «Es enemigo de tus dioses»; su cobardía: «Es un Dios y

se vengará».

Una vez más interrogó a Jesús tímida y solemnemente y Jesús le dijo sus

crímenes secretos, su mísero destino futuro, su miserable fin, y aquel día en

que, sentado sobre las nubes del cielo, le juzgaría con juicio justo. Entonces,

un nuevo peso contra la libertad de Jesús cayó en la falsa balanza de su justicia.

Pilatos se encolerizó de que Jesús, a quien no podía indagar, hubiera visto

totalmente desnuda su ignominia interior y le predijera un miserable fin a él,

que le había flagelado y le podía mandar crucificar. En tan extrema necesidad,

la boca de Jesús, que jamás había sido culpable de una mentira, la boca que no

dijo una sola palabra para exculparse, le anunció a Pilatos un juicio justo en

Aquel Día.

Todo esto enfureció su soberbia, pero como ninguna sensación mandaba

sola en este ser humano miserable y vacilante, al mismo tiempo le sobrecogió

el miedo por la amenaza del Señor, e hizo el último intento de absolver a

Jesús. Pero la amenaza de los judíos de acusarle ante el César si lo absolvía le

infundió otro miedo; y el miedo al César terrestre se sobrepuso al miedo a este

Rey cuyo Reino no era de este mundo. Aquel hombre malo, cobarde y

vacilante pensaba:

—Que muera, y así morirá con Él todo lo que sabe de mí y lo que me ha predicho.

Ante la amenaza de denunciarle al César, Pilatos hizo su voluntad contra la

palabra que había dado a su mujer, contra justicia y derecho, y contra su

propia convicción. Por miedo al César, entregó a los judíos la sangre de Jesús,

pero para su conciencia no tenía más que agua, el agua que hizo verter sobre

sus manos mientras exclamaba:

—Soy inocente de la sangre de este justo; vosotros veréis.

No, Pilatos, ¡tú verás! puesto que le llamas justo y derramas su sangre, el

injusto, el juez sin conciencia, eres tú. Y esta misma sangre que Pilatos quiso

[ 6 ]

lavar de sus manos, pero que no pudo lavar de su alma, era la que reclamaban

los judíos para sí, maldiciéndose a sí y a sus hijos. La sangre de Jesús, que para

nosotros clama misericordia, para ellos exige y clama venganza. Gritaron:

—¡Caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!

En medio de estos terribles gritos, Pilatos ordenó preparar todo para

pronunciar sentencia. Hizo traer sus vestidos de ceremonia y se los pusieron,

así como una especie de corona en la que brillaba una piedra preciosa o algo

brillante. Le pusieron también otro manto y le trajeron una vara. Alrededor de

él iban muchos soldados, le precedían unos empleados del tribunal que

llevaban algo, y le seguían escribientes con rollos y tablillas; delante iba uno

que tocaba la trompeta.

Pilatos fue de este modo desde el palacio hasta el foro, donde, frente a la

columna de la flagelación, había un bonito lugar, redondo, sobreelevado y

revestido con muros, para dictar sentencia. Las sentencias solamente tenían

fuerza legal si se pronunciaban allí; este sitio del juez se llamaba gábbata y era

una terraza redonda a la que se subía por varios escalones de piedra. Encima

había una silla para Pilatos, y detrás un banco para otras personas del tribunal.

La terraza estaba rodeada de soldados, y parte de los escalones también.

Muchos de los fariseos se habían ido ya al Templo; sólo Anás y Caifás y otros

ventiocho se acercaron al tribunal del foro cuando Pilatos se revistió con las

vestiduras del cargo. A los dos ladrones ya los habían llevado delante del

tribunal cuando el Ecce Homo. El asiento de Pilatos estaba forrado con una

cubierta roja que tenía encima un cojín azul con ribetes amarillos.

Entonces fue cuando los sayones, rodeados de soldados, llevaron ante el

tribunal a Jesús, que todavía llevaba el burlesco manto rojo, la corona en la

cabeza y las manos atadas, y lo colocaron entre los dos asesinos.

Cuando Pilatos se sentó en su sillón de juez, dijo a los enemigos de Jesús:

—¡Ved aquí a vuestro Rey!

Pero ellos gritaron:

—¡Fuera, fuera con ése! ¡Crucifícale!

Pilatos dijo:

[ 7 ]

—¿He de crucificar a vuestro Rey?

Y los sumos sacerdotes gritaron:

—¡No tenemos más rey que el César!

A partir de entonces Pilatos ya no dijo una palabra a Jesús o por Él y

empezó la condena. Los dos ladrones ya habían sido condenados a la cruz con

anterioridad, pero su crucifixión se había retrasado hasta el día de hoy a

petición de los sumos sacerdotes que pensaban afrentar a Jesús al crucificarlo

con criminales comunes. Las cruces de los ladrones estaban en el suelo junto a

ellos, pero la cruz de Nuestro Señor todavía no estaba aquí, probablemente

porque aún no se había pronunciado su sentencia de muerte.

La Santísima Virgen, que se había retirado después de que Pilatos expuso

públicamente a Jesús y tras el griterío ávido de sangre de los judíos, volvió a

meterse entre la muchedumbre del pueblo, rodeada de algunas mujeres, para

oír la sentencia de muerte de su Hijo y su Dios. Jesús estaba de pie en medio

de los sayones, al pie de los escalones del tribunal, ante las miradas rabiosas y

las risas despectivas de sus enemigos. Un toque de trompeta impuso silencio y

Pilatos pronunció con cobarde furia su sentencia de muerte para el Salvador.

Me sentí completamente abrumada por su bajeza y doblez, por la mirada de

aquel canalla hinchado; por el triunfo y la sed de sangre de los sumos

sacerdotes tan ajetreados y ahora tan satisfechos; por la miseria y el profundo

dolor del pobre Salvador; por la indecible angustia y pena de la Madre de

Jesús; por el ansia atroz con que los judíos esperaban a su víctima; por el

carácter frío y orgulloso de los soldados de alrededor; y por todas aquellas

horribles figuras de demonios entre la muchedumbre del pueblo; todo ello me

aniquiló completamente. ¡Ay! ¡Sentía que era yo quien debía estar allí en vez

de Jesús, mi queridísimo Esposo, y entonces la sentencia hubiera sido justa!

Padecía tanto y estaba tan destrozada que ya no recuerdo exactamente los

pormenores. Contaré aproximadamente lo que recuerde.

Pilatos hizo primero una larga perorata en la que llamó César a Claudio

Tiberio con los nombres más sublimes. Después pronunció la acusación

contra Jesús: agitador, perturbador de la paz, criminal contra la ley judía, que

se hacía llamar Hijo de Dios y Rey de los judíos; los sumos sacerdotes lo

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habían condenado a muerte y el pueblo había pedido unánimemente su

Crucifixión. Cuando afirmó a continuación que encontraba justo ese juicio, él,

que llevaba horas afirmando la inocencia de Jesús, se me acabó el ver y

escuchar a este infame ser de lengua doble. Dijo:

—Así que sentencio a Jesús Nazareno, Rey de los judíos, a ser clavado en la cruz.

Luego mandó a los sayones a buscar la cruz. Me acuerdo, aunque sin mucha

seguridad, de que Pilatos tenía una vara en la que había por dentro unas pocas

marcas, para romperla y echarla a los pies de Jesús.

Al oír estas palabras, la Madre de Jesús cayó sin conocimiento como si

quisiera morir. Ahora ya era seguro, ahora era segura la muerte terrible,

dolorosa e ignominiosa de su queridísimo y santísimo Hijo y Redentor. Juan y

las acompañantes la sacaron de allí para que los ciegos humanos no pecaran

ultrajando el dolor de la Madre de su Salvador. Pero María no podía descansar

de hacer el camino de la Pasión de su Hijo y sus acompañantes tuvieron que

llevarla una vez más de estación en estación. El fervor de este misterioso culto

divino de compasión la llevaba a verter el sacrificio de sus lágrimas por todas

partes donde el Salvador, nacido de ella, hubiera padecido por los pecados de

sus hermanos los hombres. Y así, la madre del Señor tomó posesión de todas

las santas estaciones de la Tierra, ungiéndolas con sus lágrimas para que las

venerara la futura Iglesia, lo mismo que Jacob erigió como recuerdo la piedra

donde le ocurrió la promesa y la ungió con aceite.

Pilatos escribió la sentencia desde su asiento de juez, y los que estaban detrás

de él la copiaron más de tres veces. Salieron mensajeros con ella, pues tenían

que firmar también otros, no sé si lo relativo a la sentencia o si eran órdenes;

los escribientes mandaron algunas copias a lugares lejanos. Pilatos escribió una

sentencia sobre Jesús que demuestra perfectamente su doblez, pues sonaba

completamente diferente de lo que había dicho, y vi que en su lastimosa

confusión escribía contra su voluntad, como si un ángel airado le llevara la

mano. Este escrito, que sólo recuerdo en líneas generales, contenía

aproximadamente lo siguiente:

«Forzado por los sumos sacerdotes, el Sanedrín y la amenaza de sublevación

del pueblo, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret al que acusaban de

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sublevación, blasfemia, violación de la ley y más cosas, acusaciones que, en

realidad, no me convencían, para no verme acusado ante el César de ser un

juez predispuesto contra los judíos y de promotor de un levantamiento, he

entregado a este mismo Jesús como criminal contra su ley, con poder para la

muerte solicitada, para que sea crucificado con otros dos criminales

sentenciados, cuya ejecución había sido retrasada porque los judíos querían

juzgar a Jesús junto a ellos».

A continuación el miserable escribió otra cosa completamente distinta:

escribió con barniz el letrero de la cruz en una tablita de color oscuro. El juicio

que exculpaba a Jesús se copió varias veces y se envió a diferentes puntos. Los

sumos sacerdotes todavía se pelearon con él junto al tribunal, pues aquella

sentencia no era nada correcta para ellos, y, en especial, les disgustaba que

Pilatos pusiera que habían pedido retrasar la crucifixión de los ladrones para

sentenciar a Jesús con ellos. Después discutieron con Pilatos por el título de

Jesús, pues no querían que pusiera «Rey de los Judíos» sino «El que se hacía

pasar por rey de los judíos». Pero Pilatos ya estaba muy impaciente y sarcástico

con ellos y gritó airadamente:

—Lo que he escrito, escrito está.

Tampoco querían que la cruz de Cristo fuera más alta por encima de su

cabeza que las de los dos ladrones; pero tenía que ser más alta porque la habían

hecho mal y la parte de encima de la cabeza había quedado demasiado corta

para poner el título que había escrito Pilatos. Ellos protestaron y adujeron esta

falta de espacio para que no se prolongara la cruz y así evitar el título, que les

resultaba ultrajante. Pero Pilatos no cedió y tuvieron que hacer prolongar el

tronco de la cruz con un suplemento sujeto con espigas en el que pudiera

ponerse el título.

Así, con todo ello, en este momento, la cruz recibió su forma llena de

significado, que he visto tan a menudo. Yo siempre veía la cruz propiamente

así; ambos brazos salían del tronco hacia arriba como las ramas de un árbol; la

cruz era como una Y griega mayúscula, cuyo palo vertical se prolongara hasta

la misma altura que los brazos. Los dos brazos, cada uno por separado, eran

más delgados que el tronco donde encajaban a espiga; y estas espigas estaban

reforzadas por debajo a cada lado con una cuña metida a martillo. Pero como

[ 10 ]

la cruz estaba mal hecha y el tronco central, encima de la cabeza, era

demasiado corto para que se viera el letrero de Pilatos, tuvieron que añadirle

una pieza. En el sitio de los pies clavaron un tarugo para que Jesús estuviera de

pie encima.

Mientras Pilatos pronunciaba su inicuo juicio, vi que su mujer, Claudia

Prócula, hacía que le devolvieran su prenda y se separaba de él; al atardecer de

ese mismo día huyó en secreto del palacio y se fue con los amigos de Jesús;

estuvo escondida en un sótano debajo de la casa de Lázaro en Jerusalén.

En relación con el ignominioso juicio pronunciado por Pilatos y la

separación de su mujer vi también que algún amigo de Cristo inscribió dos

líneas en las piedras verdes que estaban inmediatamente detrás de la terraza del

gábbata, de las que recuerdo las palabras judex injustus y el nombre de Claudia

Prócula. Ya no sé si esto fue ese mismo día o algún tiempo después, y sólo

recuerdo que en este lugar del foro estaba una tropa de hombres en formación

compacta, charlando unos con otros, mientras aquel hombre, sin ser advertido

y a cubierto de los soldados, inscribió estas dos líneas. Veo que esta piedra se

podría encontrar en Jerusalén, pues todavía ahora está en Jerusalén sin que lo

sepa nadie, debajo de una casa o en los cimientos de una iglesia donde estuvo

el gábbata.

Claudia Prócula, ya cristiana, buscó a San Pablo, y fue muy amiga suya.

Jesús fue entregado a los sayones que en cuanto se pronunció la sentencia,

empezaron a escribirla, y comenzó la pelea con los sumos sacerdotes. Antes,

durante el juicio, aún les merecía alguna consideración, pero ahora era el botín

de estos hombres horribles. Le trajeron sus vestidos que le habían arrancado

durante las burlas en casa de Caifás; los habían conservado y creo que alguna

persona compasiva debió lavarlos, pues estaban limpios. Creo que era

costumbre de los romanos llevar así a los que iban a colgar.

Ahora, los chicos de las burlas desnudaron a Jesús una vez más y le soltaron

las manos para que pudiera vestirse. Le arrancaron el burlesco manto de lana

rojo de su cuerpo herido y al hacerlo volvieron a abrirle muchas heridas.

Tiritando, Jesús mismo se puso a la cintura el paño para cubrir el bajo vientre.

Luego le arrojaron al cuello su escapulario de lana, y como la parda túnica

inconsútil que le había tejido su madre no pasaba a causa de la corona de

[ 11 ]

espinas, que era muy ancha, se la arrancaron de la cabeza, y todas las heridas

volvieron a sangrar con indecibles dolores. Entonces le arrojaron la túnica de

punto sobre el cuerpo herido, le pusieron su amplio traje blanco de lana, su

ceñidor ancho y, finalmente, también el manto. Acto seguido le volvieron a

poner a medio cuerpo las ataduras de la cintura, de las que salían las cuerdas

con que le llevaban. Todo esto se hizo con escalofriante rudeza, a base de

golpes y empujones.

Los dos ladrones estaban con las manos atadas, a derecha e izquierda de

Jesús y, durante el juicio, habían estado de pie lo mismo que Él y con una

cadena colgando del cuello. Sólo llevaban un paño a la cintura y un jubón que

era un escapulario de mala tela, sin brazos y abierto por arriba. En la cabeza

llevaban un gorro de paja con reborde, casi de la forma de las chichoneras de

los niños. Estaban entre sucios y pardos a causa de los verdugones de su

flagelación, que a ellos les habían inflingido antes. El ladrón que después se

convirtió estaba ahora tranquilo y en su interior ya estaba de vuelta, pero el

otro estaba desafiante y rabioso, blasfemaba, y con los sayones se mofaba de

Jesús, que los miraba a los dos con amor y anhelo de que se salvaran y que

llevó todos sus padecimientos también por ellos.

Los sayones estaban atareados reuniendo todas sus herramientas y

preparándolo todo para la comitiva más triste y cruel, en la que el Redentor,

amoroso y dolorido, llevaría la carga de nuestros pecados para expiar por

nosotros, ingratos, los más reprobables de los hombres, derramando su santa

sangre del cáliz perforado de su cuerpo.

Finalmente, Anás y Caifás acabaron con Pilatos en medio de discusiones y

rabietas. Les dieron un par de rollos de pergamino o cédulas largos y estrechos,

con escritos, y se apresuraron a ir al Templo; necesitaban llegar a tiempo. Los

sumos sacerdotes se separaron del verdadero cordero pascual; corrían al

Templo de piedra para sacrificar y comer lo que no era más que un símbolo,

mientras dejaban que unos infames verdugos llevaran al altar de la cruz a la

Plenitud, el verdadero cordero de Dios. Aquí se separaban los caminos del

sacrificio encubierto y el revelado. Se apresuraban a ir a un Templo de piedra

para sacrificar corderos limpios, lavados y benditos, mientras que al puro

cordero de Dios expiatorio, al que denigraban y se habían esforzado en

[ 12 ]

impurificar con el horror de su perversión total, lo dejaban a verdugos impuros

y crueles.

Ellos se habían preservado cautelosamente de impurificarse externamente,

mientras el horror manchaba por entero su interior, que hervía de rabia,

envidia y escarnio. «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!».

Con estas palabras habían completado la ceremonia, y habían puesto la mano

del sacrificador sobre la cabeza de la víctima del sacrificio. Aquí se separaban el

camino al altar de la ley y el camino al altar de la gracia.

Pilatos, orgulloso, vacilante, temblando ante Dios y sirviendo a los ídolos,

pagano que cortejaba el mundo, esclavo de la muerte, gobernando en el

tiempo hasta llegar a la meta vergonzosa de la muerte eterna, tiró entre los dos

caminos y se fue con sus ayudantes a su palacio, rodeado por la guardia y

precedido por sus trompeteros. El juicio injusto se celebró a las diez de la

mañana, según nuestra manera de contar el tiempo.

JESÚS LLEVA SU CRUZ AL GÓLGOTA

Cuando Pilatos salió del tribunal, parte de los soldados le siguieron y

quedaron en formación delante del palacio; con los condenados sólo

permaneció una escolta reducida. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales

estaban los seis feroces enemigos de Jesús que estuvieron presentes en el

prendimiento en el huerto de los Olivos, llegaron a caballo al foro para dirigir

la comitiva. Los sayones pusieron al Salvador en el centro del foro, y por la

puerta occidental entraron varios esclavos con la cruz, que arrojaron con

estrépito a sus pies. Los dos brazos más delgados de la cruz, que luego habrían

de encajarse en el tronco, estaban atados con pesadas cuerdas encima del

ancho tronco de la cruz. Otros jóvenes auxiliares de verdugo llevaban las

herramientas, las cuñas, el tarugo pequeño para los pies y la pieza

suplementaria para el tronco.

Cuando la cruz estuvo en el suelo, Jesús se arrodillo, la abrazó entre sus

brazos y la besó tres veces mientras rezaba en voz baja una oración de acción

de gracias a su Padre celestial porque empezaba la redención de los seres

humanos. Como los sacerdotes de los paganos, que abrazaban los altares

[ 13 ]

nuevos, así abrazó el Señor su cruz, altar eterno del sangriento sacrificio de

reparación. Los sayones tiraron de Jesús para incorporarle hasta ponerle

derecho, pero dejándole de rodillas para que pudiera cargar sobre el hombro

derecho, con poca y cruel ayuda, las pesadas vigas que abrazó con el brazo

derecho. Vi que unos ángeles invisibles le ayudaron, pues de lo contrario no

hubiera conseguido cargar la cruz. Jesús, de rodillas, se dobló bajo el peso de la

cruz.

Mientras Jesús rezaba, los otros crucificadores les pusieron a los dos

ladrones los travesaños de sus cruces, que estaban separados del tronco de la

cruz, atravesados en el pescuezo y ataron firmemente a ellos sus manos

levantadas. Estos travesaños, que estaban separados de los troncos, no eran

completamente rectos sino algo arqueados. Después, para crucificarlos,

clavaron los travesaños en los extremos superiores de los troncos que ahora

llevaban unos esclavos junto con los demás instrumentos. Sonó la trompeta de

la caballería de Pilatos y uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, que

todavía estaba de rodillas bajo el peso de su carga, y dijo:

—Ya está bien de bonitas palabras, vosotros haced, que nosotros le quitaremos de

encima, ¡Adelante! ¡Adelante!

Entonces los sayones tiraron de Él hacia arriba y recayó en su hombro todo

el peso de la cruz, ese peso que después nosotros tenemos que llevar según su

santa palabra, eternamente verdadera. Entonces se puso en marcha la comitiva

triunfal del Rey de reyes, tan ignominiosa en la Tierra y tan bendita en el

Cielo.

Habían atado al extremo posterior de la cruz dos cuerdas que llevaban dos

sayones para que la cruz quedase en el aire y no fuera arrastrando por el suelo.

Alrededor de Jesús, bastante separados, iban los cuatro sayones que tiraban de

las cuatro cuerdas sujetas a la nueva atadura que le habían puesto a medio

cuerpo. El manto lo llevaba recogido y atado al torso. Con el hato de maderos

de la cruz al hombro, Jesús me recordaba mucho a Isaac, que llevó al hombro

al monte la leña para su propio sacrificio.

La trompeta de Pilatos indicó que la comitiva debía echar andar pues él

quería ponerse en marcha con otra tropa para prevenir insurrecciones en

alguna parte de la ciudad. Pilatos, con coraza y a caballo, estaba rodeado de sus

[ 14 ]

oficiales y de una tropa de caballería y le seguía una cohorte de unos

trescientos soldados de infantería, todos ellos de la frontera entre Italia y Suiza.

Delante de la comitiva de la Crucifixión iba un trompetero que tocaba su

trompeta en todas las esquinas y pregonaba a gritos la ejecución. Pocos pasos

detrás seguía una multitud de gentuza y chicos que llevaban cordeles, clavos,

cuñas y cestas con toda clase de herramientas, y otros criados más robustos que

llevaban palos, escaleras y los troncos de las cruces de los dos ladrones. Las

escaleras consistían en un solo palo que tenía encajadas una serie de espigas.

A continuación seguían los fariseos a caballo y un mozo que llevaba al

pecho el letrero que Pilatos había escrito para la cruz así como la corona de

espinas en la punta de un palo que llevaba al hombro, pues desde el principio

vieron que no podría llevar la cruz con ella en la cabeza. Ese mozo no era muy

malo.

Luego seguía Nuestro Señor y Salvador, doblado por la pesada carga de la

cruz, vacilante, destrozado por la flagelación, molido y agotado de cansancio.

Llevaba desde la Última Cena Pascual de ayer sin comer, beber ni dormir, con

permanentes maltratos mortales, exhausto por la pérdida de sangre, las heridas,

la fiebre, la sed, y los indecibles dolores y terrores interiores. Andaba vacilante

y aplastado, con los pies desnudos y ensangrentados. Su mano derecha

sujetaba la carga del hombro derecho, y con la izquierda trataba

frecuentemente de levantar sus amplios ropajes, que estorbaban sus pasos

inseguros.

Cuatro sayones sujetaban desde lejos las cuatro cuerdas; los dos de delante

tiraban hacia delante, y los dos siguientes le arreaban, de modo que no podía

asegurar el paso. Los tirones de las cuerdas le estorbaban para levantar sus

ropas. Tenía las manos heridas e hinchadas por los cordeles anteriores y el

rostro cubierto de sangre y ronchas; el pelo y la barba desgreñados y pegados

por la sangre. La carga y las ataduras apretaban sus pesados vestidos de lana

contra su cuerpo herido, y la lana se pegaba firmemente a las nuevas heridas,

que se abrían.

A su alrededor todo eran malicias y mofas en voz alta; Jesús estaba

indeciblemente martirizado y afligido y, sin embargo, seguía amando; su boca

rezaba y su mirada suplicaba, sufriendo y perdonando.

[ 15 ]

Detrás de Jesús iban los dos sayones que levantaban el extremo de la cruz

con las cuerdas, y que aumentaban las fatigas de Jesús, porque con las cuerdas

movían la carga, levantándola y dejándola caer.

A ambos lados de la comitiva iban soldados con lanzas. Seguían los dos

ladrones y los dos esbirros que llevaban las cuerdas de cada uno. Los ladrones

llevaban en el pescuezo el arqueado travesaño de su cruz, y sus brazos estaban

estirados y atados al final del travesaño. Sólo llevaban taparrabos y el torso

cubierto con un sobretodo sin mangas, abierto por arriba, y, en la cabeza,

gorras de paja trenzada. Estaban un poco embriagados por una bebida que les

habían dado. El buen ladrón estaba muy tranquilo, pero el malo estaba

insolente, rabioso y blasfemaba.

Los sayones eran de color castaño, gentuza pequeña pero robusta con pelo

hirsuto, corto, negro y rizado. Tenían poca barba, sólo un mechoncito aquí o

allá. No tenían aspecto de judíos y eran de linaje de esclavos egipcios,

trabajadores del canal. Sólo llevaban mandiles y jubones de cuero sin mangas;

estaban totalmente embrutecidos.

Detrás de los sayones cerraba la comitiva la segunda mitad de fariseos a

caballo, que cabalgaban a su aire, adelante y atrás, a lo largo de la comitiva

para impulsarla y mantener el orden. Entre la gentuza que llevaba las

herramientas para la Crucifixión había también muchachos judíos de lo más

rastrero, que se habían entremetido voluntariamente.

Dejando un intervalo considerable seguía la columna de Pilatos. Iba delante

un trompetero a caballo, luego Pilatos con armadura de guerra entre sus

oficiales, delante de una fuerza de caballería a la que seguían trescientos

soldados a pie. La columna de Pilatos pasó por el foro pero luego siguió por

una calle ancha.

A la comitiva de Jesús la llevaron por una calle muy estrecha que discurría

entre las partes traseras de las casas, a fin de que el pueblo fuera al Templo y

también para no estorbar a la columna de Pilatos.

Despues de la sentencia, la mayor parte del pueblo se había puesto en

movimiento. La mayoría de los judíos se fue a su casa o al Templo; como por

la mañana habían perdido mucho tiempo se apresuraron a proseguir sus

[ 16 ]

preparativos para el sacrificio del cordero pascual. A pesar de eso, la

muchedumbre era aún muy grande, mezcla de toda clase de gente, extranjeros,

esclavos, trabajadores, mujeres, mozos y populacho en general que se

precipitaban por las calles de los alrededores, dando rodeos, para ver una vez

más, en un sitio u otro, la triste comitiva. La tropa romana que seguía a la

comitiva impedía que se agolparan inmediatamente detrás, así que para

adelantarse tenían que correr continuamente dando rodeos por los costados.

La mayor parte acudió en masa al Gólgota.

La calle estrecha por la que primero llevaron a Jesús tiene apenas un par de

pasos de ancha y discurre entre las partes traseras de las casas, donde hay

muchas porquerías. Jesús tuvo mucho que padecer en ella. Los esbirros iban

muy cerca de Él y, desde ventanas y ventanucos, los esclavos y toda la gentuza

que allí tenían su trabajo se mofaban de Él y le tiraban cagarrutas y

desperdicios de cocina. Unos malvados canallas le vertieron heces negras y

apestosas. Incluso los niños de las casas por donde pasaba la comitiva,

instigados por los mayores, recogían piedras en la parte inferior de sus

vestiditos para tirárselas a los pies con insultos y ultrajes. Así trataban los niños

a Jesús, que los amaba, los bendecía y los proclamaba bienaventurados.

PRIMERA CAÍDA DE JESÚS DEBAJO DE LA CRUZ

Poco antes de acabar, la calle estrecha tuerce a la izquierda, se ensancha y sube

un poco. Pasa por ella un acueducto subterráneo procedente del monte Sión

que creo que viene a lo largo del foro, por donde también corren otras

conducciones de agua subterráneas hacia el estanque de los Corderos que está

junto a la puerta de los Corderos; oigo al agua correr y gorgotear en los tubos.

Aquí, antes de que la calle empiece a subir, hay un sitio más hondo, donde a

menudo se acumula agua y lodo cuando llueve, como pasa frecuentemente en

las calles de Jerusalén, que en muchos lugares están muy agrestes, y está puesta

una piedra más alta para facilitar el paso.

Cuando el pobre Jesús llegó a este sitio con su pesada carga, no pudo seguir.

Los sayones tiraron de Él y le empujaron sin misericordia y entonces el divino

portador de la cruz cayó al suelo todo lo largo que era junto a la piedra que

sobresalía. El atado de la cruz cayó junto a Él.

[ 17 ]

Los sayones tiraron de Él, le insultaron y le dieron patadas, hubo un parón

en la comitiva y se armó el consiguiente barullo. Jesús en vano tendía la mano

para que le ayudaran.

—¡Ay! Esto pasa demasiado pronto —dijo, y oró.

Los fariseos gritaron:

—¡Arriba! ¡Levantadlo, que se nos muere entre las manos!

Aquí y allá se veían a lo largo del camino mujeres llorosas con niños que

gemían asustados. Con ayuda sobrenatural, Jesús logró levantar la cabeza y

entonces, en vez de aliviarle, aquellos mozos horribles y diabólicos le pusieron

la corona de espinas.

Cuando lograron levantarle a fuerza de malos tratos y le pusieron otra vez la

cruz en el hombro, Jesús tuvo que echar a un lado con terrible urgencia la

cabeza torturada por las espinas, para poder llevar al hombro la pesada carga

junto a la corona. Así, con las nuevas torturas añadidas, entró a la calle, que

ahora era más ancha y subía.

JESÚS CON LA CRUZ A CUESTAS Y SU MADRE.

SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS BAJO LA CRUZ

Cosa de una hora antes, cuando se pronunció la inicua sentencia contra su

niño, la Madre de Jesús, completamente destrozada por el dolor, había salido

del foro con Juan y algunas mujeres a visitar de nuevo muchos santos lugares

de la Pasión, pero cuando las carreras del pueblo, los toques de trompeta y la

columna de Pilatos anunciaron que llegaba el amargo Viacrucis, María no

pudo resistir más, pues tenía que ver a su divino Hijo en su Pasión, y rogó a

Juan que la llevara a un sitio donde pudiera salirle al paso.

Salieron del barrio de Sión y fueron por un costado del tribunal donde

había estado Jesús y luego siguieron por puertas y avenidas en las que nada

estaba abierto, pero por las que ahora pasaba un río de gente en ambos

sentidos. Luego llegaron por la parte occidental a un palacio cuya puerta daba

a la calle ancha por la que se metió la comitiva cuando la primera caída; ya no

sé exactamente si es un ala de la vivienda de Pilatos, con cuyos edificios parece

[ 18 ]

relacionarse a través de patios y avenidas, o si es, como me parece recordar

hoy, la vivienda propia del sumo sacerdote Caifás, pues la de Sión es sólo su

residencia oficial.

Un criado o portero compasivo le dio a Juan permiso para poder pasar al

otro lado con María y sus acompañantes y les abrió la puerta del lado de allá.

Con ellos estaba uno de los sobrinos de José de Arimatea. Susana, Juana Cusa

y Salomé de Jerusalén seguían a la Santísima Virgen.

Cuando vi que la Madre de Dios entraba en esa casa con los demás, pálida,

con los ojos rojos de llorar, tiritando y temblando, envuelta de arriba abajo en

una prenda gris azulada, me sentí terriblemente desgarrada. A lo lejos, por

encima de las casas, se escuchaba el ruido y el griterío de la comitiva que se

acercaba; los toques de trompeta y las voces que anunciaban en cada esquina

que iban a crucificar a uno. Cuando el criado abrió el portal, el ruido se

distinguía mejor y se hizo más espantoso. María oró y dijo a Juan:

—¿Debo verlo o debo irme de aquí? ¡Cómo podré soportarlo!

En esto salieron al portal y María se paró a mirar a la derecha, calle abajo,

por donde la calle subía algo y volvía a ser llana donde ella estaba. ¡Cómo

atravesaba su corazón, rasgándolo, el toque de la trompeta!

Cuando ellas salieron al portal, la comitiva se acercaba pero aún estaba a

unos ochenta pasos. En este lugar nadie precedía a la comitiva, aunque había

grupos a los lados y detrás de ella. Cuando el populacho abandonó por fin el

lugar del tribunal, se dispersó por las calles laterales para adelantarse a la

comitiva y ponerse en otros lugares donde pudieran contemplarla.

Cuando el grupo de los auxiliares del verdugo se acercó insolente y

triunfante con todos los instrumentos para el martirio, la Madre de Jesús

tiritó, se tambaleó y retorció sus manos. Uno de aquellos golfos preguntó a los

que había por allí.

—¿Qué mujer es esta que actúa tan lastimeramente?

Uno le respondió:

—Es la Madre del Galileo.

[ 19 ]

Cuando los miserables lo oyeron, hicieron chistes sobre la desconsolada

Madre, la señalaron con el dedo, y uno de los más bajos de todos ellos

empuñó los clavos de la cruz y se los puso a la Virgen delante de la cara

burlándose de ella. Pero ella sólo miraba a Jesús, retorciéndose las manos.

Machacada de dolor, se apoyó contra la jamba del portal. Estaba pálida como

una muerta y tenía los labios azules. Pasaron los fariseos a caballo, luego vino

el mozo con el letrero y ¡ay!, unos pasos detrás, su Hijo, el Hijo de Dios, el

Santo, el Redentor.

Aquí venía, vacilante y encorvado, su querido Hijo, Jesús, apartando la

cabeza de la corona de espinas, y al hombro la pesada carga de la cruz. Los

sayones tiraban de Él hacia delante con las cuerdas. Tenía el rostro pálido,

ensangrentado y quebrantado, la barba puntiaguda y a pegotes. Miró adelante

muy seria y compasivamente a su atormentada Madre, con ojos

ensangrentados y profundamente hundidos bajo el horrible y enmarañado

tejido de espinas de su corona, y, por segunda vez, dio un trompicón y se

desplomó bajo el peso de la cruz. Cayó al suelo, apoyado en manos y rodillas.

Tan fuertes eran el amor y el dolor de su Madre, que no vio soldados ni

verdugos, solamente vio a su Hijo querido, maltratado y atormentado.

Retorciéndose las manos, salió del portal de la casa un par de pasos y se

precipitó hacia Jesús entre los sayones que le empujaban. Se tiró al suelo de

rodillas junto a Él y lo abrazó. Escuché estas palabras, no sé si con los oídos o

en espíritu:

—¡Hijo mío!

—¡Madre mía!

Se formó un alboroto; Juan y las mujeres querían retirar a María; los

sayones la insultaban y se mofaban; uno de ellos dijo:

—Mujer, ¿qué quieres aquí? Si le hubieras educado mejor no estaría en nuestras manos.

Varios soldados sintieron algo de compasión, pero rechazaron a la Santísima

Virgen; sin embargo, ningún sayón llegó a tocarla. Juan y las mujeres se la

llevaron y ella se desplomó de rodillas medio muerta en el portal junto a la

piedra angular que sostenía el muro. María volvió la espalda a la comitiva y

tocó con sus manos la piedra junto a la cual se había desplomado; la piedra

[ 20 ]

está muy inclinada y María la tocó con su mano más bien arriba que abajo. La

piedra tenía vetas verdes; allí donde tocaron sus rodillas se hicieron unos hoyos

llanos, y donde apoyó las manos quedaron unas marcas planas. Eran

impresiones romas, como las que hace un golpe en la masa. La piedra era muy

dura. Cuando Santiago el Menor fue obispo de Jerusalén, llevaron la piedra a

la iglesia del estanque de Betesda, que fue la primera iglesia católica.

Ya he dicho esto antes y lo vuelvo a decir: he visto varias veces como ahora

que, en ocasión de grandes acontecimientos, las manos santas forman en la

piedra impresiones de éstas; es tan verdad como las palabras:

—¡Se comoverían las piedras!

O tan verdad como las palabras:

—Esto me hace impresión.

Para dejar a la posteridad un testimonio de santidad, la eterna sabiduría, en

su misericordia, no necesita para nada el arte de imprimir libros. Como los

lanceros que iban a los costados de la comitiva seguían avanzando, los dos

discípulos llevaron a la Madre de Jesús otra vez al portal, que en seguida se

cerró.

Entre tanto, los sayones levantaron a tirones a nuestro Señor y le pusieron al

hombro la cruz, pero de otra manera. Los brazos de la cruz, que iban atados

encima, se habían soltado; uno de ellos se había enredado en las cuerdas de

detrás y Jesús lo sujetaba con el brazo. Ahora por detrás, el tronco de la cruz

estaba algo más cerca del suelo.

Aquí y allá, entre el populacho que acompañaba a la comitiva con sus

burlas, había mujeres veladas que se tambaleaban y lloraban.

SIMÓN DE CIRENE.

TERCERA CAÍDA DE JESÚS BAJO LA CRUZ

La comitiva siguió por la calle ancha y atravesó una antigua muralla interior de

la ciudad por un arco ante el cual hay una gran plaza en la que se reúnen tres

calles. Aquí Jesús tuvo que pasar una gran piedra y volvió a tambalearse y caer.

La cruz cayó a su lado, y Él se quedó en el suelo totalmente desvalido;

[ 21 ]

intentaba levantarse apoyándose en la piedra, pero no lo conseguía. En ese

momento pasaron por allí grupos de gente bien vestida que iba al Templo y

exclamaron compasivamente:

—¡Qué pena! ¡Ese pobre hombre se muere!

Se organizó un alboroto pues no podían levantar a Jesús. Los fariseos que

dirigían la comitiva dijeron a los soldados:

—Así no llegará vivo; tenéis que buscar alguien que le ayude a llevar la cruz.

Justo en este momento bajaba por medio de la calle Simón de Cirene,

pagano, con sus tres hijitos. Llevaba un haz de leña menuda bajo el brazo; era

jardinero y había estado trabajando en los jardines que están hacia la parte

oriental de la muralla de la ciudad. Como muchos trabajadores en parecidas

circunstancias, una vez al año venía con la mujer y los niños a Jerusalén a

recortar setos en estas fiestas. Se vio en un aprieto; no podía desviarse, y como

su ropa le delataba como pagano y trabajador modesto, los soldados le

agarraron y le llevaron a rastras para que ayudara al Galileo a llevar la cruz.

Simón se resistió y mostró la mayor aversión a hacerlo, pero los soldados le

forzaron por las malas. Sus hijos se pusieron a gritar y llorar, y unas mujeres

que conocían a Simón se hicieron cargo de ellos. A Simón, Jesús le daba

mucho asco y repugnancia pues estaba horriblemente lastimado y desfigurado

y tenía los vestidos manchados de excrementos. Jesús lloraba y miró a Simón

con ternura. Simón tuvo que ayudarle a levantarse y entonces los sayones

echaron atrás las ataduras de un brazo de la cruz y lo colgaron con una vuelta

de cuerda a los hombros de Simón. Iba muy pegado a Jesús, que ahora ya no

tenía que llevar tanto peso. También le apartaron la corona de espinas de

nuevo de otra manera, y así pudo ponerse otra vez en marcha la triste

comitiva.

Simón era un hombre robusto de unos cuarenta años que llevaba la cabeza

descubierta. Vestía en el torso un prenda corta, y llevaba los lomos envueltos

en trapos. Las sandalias terminaban en punta y las correas estaban atadas a las

piernas. Sus hijos llevaban túnicas de colores a rayas; dos eran ya mayorcitos,

se llamaban Rufo y Alejandro y más adelante se fueron con los discípulos; el

tercero era todavía muy pequeño y lo he visto en casa de Esteban todavía de

[ 22 ]

chiquillo. Simón no llevó la cruz mucho tiempo detrás de Jesús sin que le

sobrecogiera una honda emoción.

VERÓNICA Y LA SUDADERA

La calle por donde pasaba ahora la comitiva era una calle larga, que torcía un

poco a la izquierda, en la que desembocan varias calles laterales. Por todas

partes salían personas bien vestidas que iban al Templo; algunas se retiraban

por el farisaico temor a contaminarse, pero otras mostraron algo de

compasión. Simón ya había ayudado a Jesús a llevar la cruz casi durante

doscientos pasos cuando de una hermosa casa a la izquierda de la calle, a cuyo

atrio de gruesos muros y deslumbrantes rejas sube una terraza con escaleras,

salió impetuosamente hacia la comitiva una mujer alta y de buena presencia

con una niña de la mano. Era Serafia, mujer de Sicas1, miembro del Consejo

del Templo que por su actuación de hoy, recibió el nombre de Verónica, de

vera icon, verdadero retrato.

Serafia había preparado en casa un costoso vino con especias con la piadosa

intención de confortar al Señor en su amargo Viacrucis. En su dolorosa espera,

ya una vez se había apresurado a buscar la comitiva; la vi salir deprisa, velada y

con la niña de la mano, a la que había adoptado a falta de niños, a encontrar la

comitiva en el momento en que Jesús se encontró con su Madre; pero el

tumulto no le dio oportunidad y se volvió corriendo a su casa a esperar al

Señor.

Cuando la comitiva se acercó, Serafia se echó a la calle envuelta en su velo, y

con un chal sobre los hombros; la niña, que tenía nueve años, llevaba

escondida la jarra llena de vino debajo del vuelo de su ropa. Los que iban en

cabeza de la comitiva intentaron rechazarla sin éxito; pero Serafia estaba fuera

de sí de amor y compasión y empujó con la niña, que se agarraba a su ropa,

atravesó el populacho que corría junto a la comitiva, los soldados y los sayones,

y llegó hasta Jesús, cayó de rodillas ante Él y levantó hacia Él el extremo de su

chal con esta súplica:

1 Nota de Brentano: Por confusión del Copista, en este libro se le ha llamado Obed páginas atrás; se ruega corregir esta falta. [Aquí lo llama Sichas, (Sicas) antes lo llamó Obed y después lo llama Sichar (Sicar)].

[ 23 ]

—Dígnate, mi Señor, secar tu rostro.

Jesús tomó el chal con la mano izquierda y lo apretó con la mano abierta

contra su cara ensangrentada, y luego, movió la izquierda con el chal hacia la

mano derecha que estaba encima del brazo de la cruz, lo apretó entre ambas

manos y se lo tendió dándole las gracias. Ella lo besó, lo apretó junto a su

corazón bajo su manto y se levantó. Entonces la niña alzó tímidamente la jarra

de vino, pero los insultos de los soldados y sayones no permitieron que

reconfortara a Jesús.

La rápida osadía de su acción provocó una aglomeración de gente en torno

a este hecho repentino, y la comitiva tuvo una detención de apenas dos

minutos, que hizo posible que Verónica presentara su chal a Jesús. Pero los

fariseos a caballo y los sayones se encolerizaron con esta parada y todavía más

por aquella veneración pública al Señor y empezaron a pegar a Jesús y a tirar

de Él, y Verónica huyó con la niña a su casa.

Apenas entró en su cuarto, puso el lienzo ante sí sobre la mesa y se

desplomó sin sentido. La niña se arrodilló junto a ella, gimiendo, con la jarra

de vino a su lado y así las encontró un amigo de la casa que entró a ver a

Serafia y la vio yacer como muerta junto al chal extendido donde se había

impreso milagrosamente con toda claridad el rostro terriblemente

ensangrentado de Jesús. Completamente espantado, la despertó y le mostró la

faz del Señor y ella, llena de consuelo y de lamentos, se arrodilló ante el chal y

exclamó:

—Ahora quiero abandonarlo todo pues el Señor me ha dado un recuerdo.

Este chal o sudadera era una pieza de lana fina, tres veces más larga que

ancha, que los judíos llevaban habitualmente colgando del cuello, y a veces

llevaban otro más sobre los hombros. Era costumbre llevarlo en las visitas de

duelo o a enfermos, llorosos, fatigados y desanimados, para secarles la cara con

él; era una señal de duelo y de compasión. En los países cálidos obsequian con

él. Verónica siempre lo tuvo colgado a la cabecera de su cama. Después de su

muerte pasó a la Madre de Dios a través de las santas mujeres y después a la

Iglesia a través de los apóstoles.

[ 24 ]

Serafia era de Jerusalén y prima de Juan el Bautista, pues su padre era hijo

del hermano del padre de Zacarías2.

Cuando a la edad de cuatro años llevaron a María a Jerusalén a formar parte

de las vírgenes del Templo, vi que Joaquín y Ana y otros acompañantes fueron

a la casa paterna de Zacarías, no lejos del mercado del pescado; vivía en ella un

viejísimo pariente de Zacarías, que debía ser su tío, y abuelo de Serafia, a la

que entonces vi sensiblemente mayor que María, puede que cinco años mayor.

Cuando los esponsales de María con José, vi que Serafia era mayor que la

Santísima Virgen.

Serafia estaba también emparentada con el viejo Simeón que profetizó en la

presentación de Jesús en el Templo, y era amiga de sus hijos desde pequeña.

Éstos heredaron de su padre desde muy pronto su anhelo por el Mesías,

anhelo que compartía Serafia. Durante mucho tiempo atrás y hasta entonces,

la esperanza de la salvación había permanecido en mucha gente buena como

un amor secreto, porque los demás no esperaban que apareciera entonces.

Cuando Jesús se quedó a los doce años en Jerusalén a enseñar en el Templo,

vi que Serafia estaba soltera, aunque era mayor que la Madre de Jesús. Ella fue

la que le enviaba comida a la pequeña posada de Jerusalén donde Jesús se

recogía cuando no estaba en el Templo. En esta misma posada, que está a un

cuarto de hora de Jerusalén en el camino de Belén, María se alojó un día y dos

noches con José en casa de dos personas mayores, cuando vino de Belén al

Templo despues del nacimiento de Cristo para ofrecer a Jesús. Los ancianos

eran esenios, y la mujer estaba emparentada con Juana Cusa; conocían a la

Sagrada Familia y a Jesús. La posada era una fundación para pobres; Jesús y

sus discípulos con frecuencia se refugiaron en ella y vi que, en los últimos

tiempos, cuando Jesús enseñaba en el Templo, a menudo Serafia le enviaba allí

la comida.

Serafia se casó tarde; su marido, Sirac, descendía de la casta Susana y estaba

en el Consejo del Templo. Como al principio estaba muy en contra de Jesús,

hizo sufrir mucho a Serafia a causa de su estrecha relación con Él; de hecho, la

tuvo encerrada varias veces largo tiempo en una mazmorra. Convertido por

2 Prima segunda, pues tenían un bisabuelo común.

[ 25 ]

José de Arimatea y Nicodemo, se dulcificó y permitió que su mujer siguiera a

Jesús. En los juicios de Jesús de ayer por la noche y de hoy por la mañana,

Sirac se declaró a favor de Nuestro Señor junto a Nicodemo, José de Arimatea

y todos los de buena voluntad, y también se separó del Sanedrín con ellos.

Serafia es todavía una mujer imponente y hermosa que debe tener ahora

más de cincuenta años. En la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén que

nosotros festejamos el Domingo de Ramos, estaba con un niño en brazos entre

otras mujeres, y vi que se quitó el velo de la cabeza para extenderlo en el

camino con alegre veneración. Este mismo velo era el que ahora presentó al

Señor para suavizar las huellas de la Pasión en su triste pero victoriosa comitiva

triunfal, el mismo que obtuvo para su compasiva dueña el nuevo y triunfante

nombre de Verónica con que ahora la venera la Iglesia3.

3 Nota de Brentano: Como Ana Catalina dijo aquí tantas cosas de Serafia o Verónica, añado lo que dijo en contacto con algunas reliquias el 2 de agosto de 1821: He visto algo que no recuerdo haber visto nunca antes. El tercer año después de la Ascensión de Cristo, el César de Roma envió a uno de los suyos a Jerusalén para reunir testimonios acerca de los rumores sobre la Muerte y Ascensión de Jesús. Este hombre se llevó a Roma a Nicodemo, Serafia y al joven Epafrás, pariente de Juana Cusa, criado de los discípulos, hombre muy sencillo que antes fue criado y mensajero de los sacerdotes del Templo y que vio a Jesús en los primeros días después de la Resurrección en el cenáculo con los apóstoles pero ya no le volvió a ver. Vi a la Verónica con el César, que estaba enfermo. Su lecho estaba elevado sobre dos escalones, colgaba una gran cortina, la sala era cuadrada, no muy grande, con ventanas pequeñas, pero del techo de la habitación bajaba luz y colgaban cordones con los que se podía abrir o cerrar la claraboya. El César estaba solo, y su gente esperaba en la antesala. Vi que Verónica tenía consigo, además del lienzo (con el que enjugó la cara de Cristo) otro paño que era de los que amortajaron a Jesús. Extendió la sudadera ante el César. Era una pieza de tela larga y estrecha que ella había llevado antes como velo en la cabeza y el cuello. La cara de Jesús estaba en un extremo, que es el que ella sostuvo delante del César. Con la otra mano recogió el extremo largo que colgaba. El rostro de Jesús no era una pintura sino que estaba impreso con sangre, y además era más ancho que una pintura, pues envolvía el rostro. Sobre el otro lienzo que Verónica trajo consigo, vi la impresion del cuerpo flagelado de Jesús, creo que era uno de los paños donde fue lavado antes de depositarlo en la tumba. No vi que el César se conmoviera o se tocara con estos paños, pero se curó al verlos. Quería mantener a Verónica en Roma y le dio de premio una casa, fincas y buenos servidores, pero ella sólo quería volver a Jerusalén y morir donde Jesús había muerto. Vi que volvió con sus compañeros a Jerusalén y que fue perseguida en la misma persecución que puso en la miseria a Lázaro y sus hermanos. Huyó con algunas otras mujeres pero fue capturada y encerrada en la cárcel, donde murió de hambre, mártir de la verdad por Jesús, al que había alimentado muchas veces con pan terrestre y al que había recibido su carne y su sangre para la vida eterna. Recuerdo, a grandes rasgos, haber leído una vez que la sudadera de la Verónica despues de su muerte estuvo con las santas mujeres, que el joven Tadeo la llevó a Edesa, y que allí y en otras partes hizo muchos milagros, que tambien estuvo en Constantinopla y que con los apóstoles pasó a la Iglesia. Una vez pensé que estaba en Turín, donde está la Sábana Santa, pero vi entonces la historia de todos los santos paños, aunque se me han confundido en la memoria. Hoy también he visto mucho más de Verónica o Serafia, pero no lo contaré porque ya no lo tengo claro. 82 Ana Catalina al principio no le da nombre, después la cita con la perífrasis Tor, welches Jesus ausgeführt wird, «puerta por la que sacaron a Jesús», y más adelante la llama Ausführungtor, «puerta de sacarle» o «puerta de la Ejecución», que es como se denominará en esta traducción. Nótese el doble significado de ausführen, «sacar» y «ejecutar». Ana Catalina dice que la puerta estaba orientada a las 4, es decir, más o

[ 26 ]

LAS LLOROSAS HIJAS DE JERUSALÉN.

CUARTA Y QUINTA CAÍDA BAJO LA CRUZ

La comitiva aún tenía un buen trecho hasta la puerta4; el camino hasta ella está

en ligera pendiente. Es una puerta fuerte y larga; primero hay que pasar un

arco abovedado, después un puente y luego otra vez un arco; está en dirección

a las cuatro, entre mediodía y la puesta del sol. Al salir se ve que la muralla de

la ciudad corre hacia el sur un trecho aproximadamente tan largo como la

distancia de mi vivienda hasta la iglesia de la ciudad, lo que lleva unos

minutos, y luego de repente dobla hacia el oeste un buen trecho y toma luego

dirección sur para rodear el monte Sión. A la derecha de esta puerta de la

Ejecución, la muralla va al norte hasta la puerta de la Esquina y luego dobla a

lo largo del lado norte de Jerusalén hacia levante.

Cuando la comitiva se acercó a la puerta de la Ejecución, los sayones

empujaron con mayor violencia. Pegado a la puerta había un gran charco en el

camino desigual y sin empedrar; los crueles sayones tiraron de Jesús hacia

delante, y, como iban más apretados, Simón de Cirene trató de pisar a un lado

para mayor comodidad, con lo que desplazó la dirección del peso de la cruz y

el pobre Jesús, cayendo por cuarta vez, se precipitó de golpe en el lodazal del

charco, de tal modo que Simón casi no podía sostener la cruz. Jesús se quejaba

con voz alta, quebrada y, sin embargo, clara:

—¡Ay de tí, ay de tí, Jerusalén, cómo te he amado, como una gallina que quiere reunir

sus polluelos bajo sus alas, y tu me empujas tan cruelmente fuera de tu puerta!

El Señor estaba triste y afligido, pero los fariseos se volvieron hacia Él y le

insultaron:

—El agitador todavía no tiene bastante, todavía lleva palabras sueltas, y cosas parecidas.

menos al suroeste. Téngase en cuenta que Ana Catalina no designaba las orientaciones por el reloj, sino por la posición del sol a esa hora. Según B. Manzano es la puerta de Efraím. 4 Ana Catalina al principio no le da nombre, después la cita con la perífrasis Tor, welches Jesus ausgeführt wird, «puerta por la que sacaron a Jesús», y más adelante la llama Ausführungtor, «puerta de sacarle» o «puerta de la Ejecución», que es como se denominará en esta traducción. Nótese el doble significado de ausführen, «sacar» y «ejecutar». Ana Catalina dice que la puerta estaba orientada a las 4, es decir, más o menos al suroeste. Téngase en cuenta que Ana Catalina no designaba las orientaciones por el reloj, sino por la posición del sol a esa hora. Según B. Manzano es la puerta de Efraím.

[ 27 ]

Para levantarlo, pegaron y empujaron a Jesús y lo arrastraron por el lodo.

Entonces Simón de Cirene se encolerizó de la crueldad de los sayones y gritó:

—Si no acabáis con vuestras perrerías, aquí mismo tiro la cruz aunque me matéis

también.

Justo delante de la puerta de la Ejecución, a la derecha de la carretera sale

un camino, áspero y no ancho, que va unos minutos al norte y sube al monte

Calvario. A cierta distancia, la carretera se divide en tres direcciones: a la

izquierda, va al suroeste por el valle de Gihón a Belén; a poniente va hacia

Emaús y Jope; y a la derecha, va al noroeste y rodea el Calvario hacia la puerta

de la Esquina que lleva a Betsur. Desde la puerta por la que sacaron a Jesús, se

puede ver la puerta de Belén mirando a la izquierda, hacia el suroeste. De

todas las puertas de Jerusalén, estas dos son las que están más próximas.

Delante de la puerta, donde se separa el camino del Calvario, estaba

hincado un palo en medio de la carretera con un letrero con las sentencias de

muerte de Nuestro Salvador y de los dos ladrones, escritas en letras blancas de

bulto, como si estuvieran pegadas. No lejos de aquí, en el ángulo donde se

aparta el camino, había un numeroso grupo de mujeres llorosas que se

lamentaban. Unas eran de Jerusalén, doncellas y viudas pobres con hijos que se

habían adelantado a la comitiva, y otras de Belén, Hebrón y otros lugares

circunvecinos, que habían venido a la fiesta y se habían agregado aquí a las

otras.

Aquí Jesús se desplomó como sin sentido, aunque sin llegar a caer al suelo.

Simón, que iba detrás del encorvado Señor, dejó caer al suelo la cruz, se le

acercó y le sostuvo. El Señor se reclinó en Simón. Ésta era la quinta caída de

Jesús llevando la cruz. A la vista de su aspecto tan mísero y terrible, las mujeres

y las jóvenes alzaron una algarabía de lamentos y ayes y tendieron a Jesús

paños para que se limpiara el sudor, que es el gesto judío de compasión.

Entonces Jesús se volvió a ellas y dijo:

—¡Vosotras, hijas de Jerusalén! (lo cual significa también: ¡Vosotras, gente de las

ciudades hijas de Jerusalén!). No lloréis por Mí; llorad por vosotras mismas y por

vuestros hijos, pues ved, vendrá un tiempo en que se dirá: ¡benditas las estériles y los

cuerpos que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar! Entonces

[ 28 ]

empezarán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros!, y a las colinas: ¡cubridnos!, pues

si tratan así a la madera verde, ¿que harán con la madera seca?

Hubo una pausa, pues la comitiva esperó durante un rato a que subieran al

Calvario los bribones que iban delante llevando los instrumentos del suplicio,

seguidos de cien soldados romanos de la escolta de Pilatos. Entonces, la

columna de Pilatos que hasta aquí había acompañado a la comitiva a cierta

distancia se volvió a la ciudad desde la puerta.

JESÚS EN EL MONTE GÓLGOTA. SEXTA Y SÉPTIMA CAÍDA Y

ENCARCELAMIENTO DE JESÚS

La comitiva volvió a ponerse en movimiento. El áspero camino subía hacia el

norte entre la muralla de la ciudad y el monte Calvario. Los sayones tiraban de

las cuerdas y Jesús subía con la cruz a cuestas aquel áspero y fatigoso camino

entre golpes y tirones, cuando más arriba la serpenteante senda torció una vez

más al sur y el pobre Jesús cayó por sexta vez bajo la cruz. Fue una caída grave

que le hizo heridas. Entonces le pegaron y tiraron de Él con mayor violencia

que nunca hasta que Jesús llegó a lo alto de la roca de las Sentencias, donde

por séptima vez cayó a tierra bajo la cruz.

Simón de Cirene, que también estaba cansado y maltratado, estaba lleno de

indignación y de piedad; hubiera querido ayudar a levantarse a Jesús, pero los

sayones le echaron monte abajo a empujones e insultos. Poco después se fue

con los discípulos. También echaron a todos los peones y muchachos que

habían venido con ellos y que ya no eran necesarios. Los fariseos a caballo

subieron montados cómodamente la senda serpenteante y se pusieron al lado

occidental del Calvario. Desde aquí arriba se podía mirar incluso por encima

de la muralla de la ciudad.

Arriba del monte Calvario, la superficie del lugar de las ejecuciones es un

círculo de un tamaño tal que se podría dibujar aquí en el atrio de la iglesia

delante de la casa parroquial. Es como un picadero bastante grande y está

rodeado por una valla de tierra, un terraplén que está cortado por cinco

caminos. Aquí en este país, casi todas las instalaciones tienen cinco caminos:

lugares de baño, lugares de bautismo, el estanque de Betesda y muchos

[ 29 ]

pueblos también tienen cinco puertas. Esta disposición se encuentra en todas

las instalaciones de tiempos antiguos pero también en las nuevas, cuando están

hechas con buen sentido. Como todo en Tierra Santa, esto tiene profunda

significación profética que hoy se cumplirá cuando se abran los cinco caminos

de toda salvación en las cinco llagas de Jesús.

Los fariseos a caballo se pararon en el lado occidental, delante del círculo,

allí donde el monte desciende suavemente. El lado que da a la ciudad por

donde han traído a los condenados, es áspero y desarreglado. Había unos cien

soldados romanos de la frontera suiza, unos dispersos aquí y allá por el monte

y otros en formación en torno a la valla del lugar de ejecución. Algunos

estaban con los dos ladrones, a los que por razones de espacio no los habían

subido del todo, sino que los habían tirado de espaldas en la ladera, con los

brazos atados al travesaño de la cruz, donde el camino tuerce otra vez al sur

debajo del lugar de ejecución.

Muchísima gente, en su mayor parte gente común, forasteros, esclavos,

paganos y muchas mujeres, todos ellos gente que no temía contaminarse,

estaban, unos alrededor del círculo, y otros sobre las colinas que rodean el

Calvario; estos últimos cada vez eran más a causa de la gente que viajaba hacia

la ciudad. Hacia poniente, en el monte Gihón, había un campamento entero

de forasteros que venían a la Pascua, y muchos miraban de lejos y se acercaban

a ratos.

Eran las doce menos cuarto cuando arrastraron al Señor con la cruz dentro

del círculo, volvió a caerse y echaron a Simón. Los sayones tiraron de las

cuerdas de Jesús para levantarlo, desataron y separaron los pedazos de la cruz, y

los dejaron en el suelo de cualquier manera. ¡Ay, qué visión terrible! El pobre

Jesús de pie en el lugar del martirio, mísero, triste, destrozado, ensangrentado

y pálido. Luego le tiraron al suelo con bromas, algo así como:

—¡Tú, Rey! Te tenemos que tomar medidas para el trono.

Él mismo se puso voluntariamente en la cruz y si en su lastimoso estado

hubiera podido hacerlo más deprisa, los sayones no hubieran necesitado tirarle

con las cuerdas. Entonces le estiraron encima de la cruz para marcar hasta

dónde llegaban sus manos y pies mientras los fariseos se burlaban alrededor.

[ 30 ]

Volvieron a levantarlo y le llevaron atado a unos setenta pasos al norte en la

ladera del Calvario, a un agujero excavado en la roca que era como una bodega

o una cisterna. Levantaron la puerta y le empujaron para que cayera dentro de

forma tan inmisericorde que, si no hubiera sido por un milagro, se habría

hecho astillas las rodillas contra el duro suelo de roca. Escuché su quejido alto

y claro. Cerraron la puerta encima de Él y dejaron guardias. He ido con Él los

setenta pasos, y creo haber visto también, en una visión superior, que los

ángeles le ayudaron para que sus rodillas no se destrozaran, pero Jesús gemía y

se quejaba que rompía el corazón. La piedra se ablandó debajo de sus rodillas.

Ahora empezaron los sayones sus preparativos. En el punto más alto de la

roca del Calvario, en el centro del círculo de las ejecuciones, había una

elevación redonda, una prominencia de unos dos pies de alto con algunos

escalones, en la que, despues de tomar la medida de los extremos inferiores de

los troncos de las cruces, cincelaron los agujeros donde habían de alzarse las

tres cruces.

A izquierda y derecha de esta prominencia del terreno erigieron los troncos

de las cruces para los ladrones; estos troncos eran más bajos y bastos, y por

arriba tenían aserrada una escotadura. Las manos de los ladrones todavía

estaban sujetas a los travesaños. Después, cuando los crucificaron, fijaron los

travesaños muy cerca del extremo superior de la cruz.

Los sayones pusieron la cruz de Cristo en el suelo en el lugar donde iban a

clavarle, de modo que después les resultara cómodo llevarla a su sitio encima

de la prominencia para poder hincarla en su agujero. Encajaron a derecha e

izquierda los dos brazos de la cruz, clavaron el tarugo de los pies y taladraron

los agujeros para los clavos y para el letrero de Pilatos. Una vez encajados los

brazos de la cruz les metieron cuñas por debajo, hicieron aquí y allá pequeños

rebajes en el centro del tronco, e hicieron espacio para la corona de espinas y la

espalda, para que el cuerpo estuviera más bien de pie que colgado, y así

padeciera mayores torturas y no se desgarraran las manos. Por detrás de la

prominencia de las cruces hincaron unos palos en tierra, y encima pusieron

una viga atravesada para poder levantar la cruz haciendo pasar las cuerdas por

encima, así como otros preparativos similares.

[ 31 ]

MARÍA Y SUS AMIGAS VAN AL CALVARIO

Después de que la Santísima Virgen tuvo su doloroso encuentro con Jesús con

la cruz a cuestas, se desplomó sin conocimiento. Juana Cusa, Susana, Salomé

de Jerusalén y Juan, el sobrino de José de Arimatea, la volvieron a meter en la

casa, empujados por los soldados. La puerta se cerró entre ella y su Hijo

amado, maltratado y abrumado. El amor y el deseo ardiente de estar con su

Hijo y de padecer todo con Él y de no abandonarle hasta el fin le dieron fuerza

sobrenatural, y sus acompañantes se apresuraron a ir con ella, veladas, hacia la

casa de Lázaro en la zona de la puerta de la Esquina, donde las otras santas

mujeres se habían reunido con Marta y María, todas deshechas en lágrimas y

lamentos. Con ellas había también algunos niños. De allí salieron diecisiete al

camino de la Pasión de Jesús.

Las vi llegar al foro decorosamente embozadas, muy serias y resueltas,

imponiendo respeto con su duelo, sin preocuparse de las mofas del populacho.

Besaron el suelo donde Jesús cargó la cruz y luego hicieron todo el camino de

la Pasión del Señor, venerando todos los lugares donde había padecido. Al

andar, María y las mujeres que estaban iluminadas más hondamente

procuraban pisar en las huellas de Jesús. La Santísima Virgen dirigía las

paradas y trayectos de este Viacrucis, mientras a la vez lo veía y sentía

interiormente. Grabó vivamente en su alma todos los lugares, decía a sus

acompañantes cuáles eran los lugares sagrados e incluso contó los pasos.

De este modo la devoción más conmovedora de la Iglesia se escribió por

primera vez en el corazón maternal de María con la espada que había

profetizado Simeón. De sus santos labios pasó a sus compañeras y de éstas ha

llegado hasta nosotros. Es el santo regalo de Dios al corazón de su Madre, que

desde allí se propaga a los corazones de sus hijos, la tradición de la Iglesia.

Cuando una lo ve como yo, tales regalos parecen más vivos y más santos que

cualquier otro.

Los judíos veneran mucho todos los sitios donde han ocurrido hechos

amados y santos; no olvidan una piedra de un acontecimiento importante;

erigen estelas, hacen peregrinaciones y van a rezar allí. El culto del santo

Viacrucis, el camino sagrado de la cruz, no fue instituido por hombres a

consecuencia de un propósito deliberado, sino que tuvo su origen bajo los

[ 32 ]

mismos pies de Jesús, en la naturaleza de los seres humanos y en las miras de

Dios para su pueblo a través del más fiel amor de Madre.

Entonces el grupo de las santas mujeres llegó a casa de Verónica y se metió

en ella porque, en ese momento regresaba Pilatos por la calle desde la puerta

de la Ejecución con su caballería y doscientos soldados. En casa de Verónica,

las santas mujeres contemplaron entre lágrimas y gemidos el chal con la cara

de Jesús y admiraron la misericordia de Dios para su fiel amiga. Salieron y se

llevaron la jarra de vino con especias que no habían dejado que Verónica diera

a Jesús, y todas juntas fueron con Verónica a la puerta de la Ejecución y el

Gólgota. Por el camino se les incorporaron buenas personas conmovidas, entre

las que había cierto número de hombres; iban por la calle de forma

indeciblemente conmovedora y ordenada; era una comitiva casi tan grande

como la de Jesús, exceptuando al pueblo que corría tras ella.

No se pueden expresar los padecimientos de María en este camino y sus

desgarradores dolores al ver el lugar de la ejecución y subir al Calvario; eran los

dolores internos de Jesús y, además, el sentimiento de quedarse atrás.

Magdalena estaba deshecha, vacilante y como ebria de dolor, como si pasara

de un tormento a otro, iba de la mudez a los lamentos, de la rigidez a

retorcerse las manos, de quejarse a amenazar. Las demás tenían que esconderla,

sostenerla, protegerla y amonestarla.

Subieron al Calvario en tres grupos, por el lado occidental, por donde la

subida es más suave, y cada grupo quedó a distinta distancia de la valla del

círculo. La Madre de Jesús, su sobrina María Cleofás, Salomé y Juan llegaron

hasta el mismo círculo; María, María Heli, Verónica, Juana Cusa, Susana y

María Marcos estaban algo más lejos arropando a Magdalena, que no se podía

contener; y las otras siete estaban algo más retiradas. La mayoría de las buenas

personas estaban entre unas y otras y mantenían el enlace entre los tres grupos.

Los fariseos a caballo se agrupaban en distintos lugares alrededor de la cruz, y

en las cinco entradas de la valla había soldados romanos.

¡Qué imagen para María ver el sitio del suplicio, la cruz horrorosa en

aquella prominencia del terreno, los martillos, las cuerdas, el mazo de clavos

terribles, y los verdugos deformes, trabajando, yendo y viniendo, medio

desnudos, blasfemando y como borrachos en medio de todo aquello! La

[ 33 ]

ausencia de Jesús prolongaba el martirio de su Madre; sabía que todavía estaba

vivo, anhelaba verlo y temblaba porque cuando lo viera estaría en indecibles

tormentos.

El tiempo. Por la mañana hasta las diez, cuando se pronunció la sentencia,

hubo granizo a ratos; luego, durante el traslado hubo cielo claro y brilló el sol;

ahora, hacia las doce, se formó delante del sol un viso turbio y rojizo.

DESNUDAN A JESÚS PARA CLAVARLO Y LE DAN A BEBER

VINAGRE

En este momento, cuatro sayones anduvieron los setenta pasos al norte hasta la

mazmorra de la cueva. Sacaron a tirones a Jesús, que había estado allí

suplicando fortaleza a Dios y había vuelto a ofrecerse por los pecados de sus

enemigos. Le arrastraron y empujaron, pegándole y burlándose durante esta

última senda de su Pasión. El pueblo miraba y se burlaba; los soldados se

pavoneaban fríos y serios, manteniendo el orden; los sayones le acogieron con

rabia y le arrastraron dentro del círculo.

Cuando las santas mujeres vieron acercarse a Jesús, dieron dinero a un

hombre para que se lo diera a los sayones junto con el vino especiado, a fin de

que se lo dieran a Jesús; pero estos miserables no lo hicieron, sino que se lo

bebieron. Los sayones tenían dos recipientes de color pardo, uno con vinagre y

hiel, y otro con una especie de levadura de vinagre que debía de ser vino con

ajenjo y mirra. Sostuvieron el vaso de esta última bebida ante los labios del

Salvador, que estaba atado; Él lo intentó pero no bebió.

Había diez y ocho sayones en el círculo: los seis flageladores, los cuatro que

lo habían llevado, dos que habían llevado las cuerdas de la cruz, y los seis que

le crucificaron. Mientras unos estaban ocupados aquí, otros estaban con los

dos ladrones, trabajando y bebiendo alternativamente. Eran hombres

pequeños, robustos, semidesnudos y sucios; tenían cara de extranjeros, los

cabellos erizados y la barba rala, eran crueles y bestiales. Servían a los romanos

y a los judíos por dinero.

Para mí, todo esto aún tenía un aspecto más espantoso porque tenía que ver

aquí, en figura, otras maldades que para los demás eran invisibles. Veía figuras

[ 34 ]

de demonios grandes y terribles afanarse entre todos estos hombres crueles,

para los que conseguían todo, los ayudaban y los aconsejaban en todo, así

como innumerables apariciones de pequeñas figuras horribles de sapos,

serpientes y dragones con muchas garras, y horribles insectos venenosos que

oscurecían el entorno. Atacaban a la gente en los morros y los pechos, y se

sentaban en sus hombros; y esta gente era la que luego tenía toda clase de

malos pensamientos o profería palabras de insulto y mofa. En cambio, durante

la Crucifixión vi que aparecieron muchas veces encima del Señor figuras de

ángeles que lloraban, y glorias en las que pude distinguir caritas desnudas.

Estos ángeles de consuelo y compasión los vi también encima de la Santísima

Virgen y de todas las buenas personas, dando fuerzas y remontándolas.

Entonces los sayones quitaron a Nuestro Señor el manto que llevaba

enrollado al torso; le quitaron el ceñidor con que le habían traído arrastrando,

así como su propio ceñidor, y después le arrancaron, sacándoselo por la cabeza,

su vestido exterior de lana blanca, que tenía el escote atado con correas.

Después le quitaron de los hombros la sudadera larga y estrecha y, como por

culpa de la corona de espinas no podían sacarle por la cabeza la parda túnica

inconsútil que le había tejido su madre, le arrancaron la corona, con lo cual

abrieron todas las heridas de su cabeza. Luego remangaron la túnica de punto

entre maldiciones y burlas, y se la sacaron por la cabeza sangrante y llena de

heridas.

Aquí estaba el Hijo del Hombre temblando, cubierto de sangre,

verdugones, heridas sangrantes, costras de heridas secas, cardenales y manchas.

Sólo llevaba puesto su escapulario corto de lana encima del torso, y el paño

que envolvía el bajo vientre. Al secarse la sangre, la lana del escapulario se

había quedado muy pegada a las nuevas y profundas llagas que el peso de la

cruz había escarbado en el hombro, que le causaban dolores indecibles.

Entonces le arrancaron sin piedad el escapulario del pecho y se vio

terriblemente desgarrado e hinchado en su desnudez; los hombros y las axilas

desollados hasta el hueso. Aquí y allá se veía lana blanca del escapulario pegada

a las costras de las heridas y a la sangre seca del pecho.

Entonces le arrancaron el último ceñidor de las caderas y se quedó desnudo.

Jesús se encorvaba de vergüenza, y cuando hizo ademán de taparse con las

[ 35 ]

manos le sentaron en una piedra que rodaron hasta allí, le volvieron a colocar

con fuerza la corona de espinas en la cabeza y le ofrecieron para beber el otro

vaso con vinagre y hiel, que rechazó en silencio moviendo la cabeza.

Pero ahora, cuando los sayones le levantaron por los brazos ensangrentados

para tirarle en la cruz, la vergonzosa desnudez de Jesús levantó la cólera, los

lamentos y fuertes protestas de todos sus amigos. Su madre oraba

fervientemente y estaba pensando quitarse el velo y entrar en el círculo para

dárselo como envoltura, cuando Dios la escuchó, y, en ese momento, un

hombre que venía de la puerta de la Ejecución, corriendo fuera de camino a

través de la gente, se precipitó en el círculo, arremangado y sin aliento, pasó

entre los sayones y le tendió a Jesús un paño. Jesús lo aceptó agradecido y se

envolvió el centro del cuerpo con él, pasó el extremo más largo entre los pies,

lo llevó atrás y lo volvió a atar con un lazo.

Este bienhechor del Salvador, suplicado a Dios por la oración de la

Santísima Virgen, tenía algo majestuoso en su ímpetu, porque amenazó con el

puño a los sayones y sólo les dijo:

—¡Dejad que se tape el pobre hombre!

No habló con nadie más y se apresuró a salir de allí tan deprisa como había

venido. Era Jonadab, sobrino de San José, de la comarca de Belén, el hijo del

hermano de José que, después del nacimiento de Cristo, vendió el asno

sobrante. No era un amigo decidido de Jesús, y hoy por todas partes se había

mantenido distante y al acecho. Pero se encolerizó cuando oyó que a Jesus le

habían desnudado para azotarlo, y cuando se acercaba la Crucifixión le

sobrevino en el Templo una insólita angustia. Mientras la Madre de Jesús

gritaba a Dios en el Gólgota, a Jonadab le invadió de repente el impulso de

salir del Templo y correr al Calvario para cubrir la desnudez del Señor.

Sintió en su alma ira por la desvergüenza de Cam que se burló de la

desnudez de Noé, embriagado con vino, y tuvo que correr como un nuevo

Sem para tapar la vergüenza del pisador de uvas. Los crucificadores eran

camitas y cuando Jonadab le cubrió, Jesús pisaba los sangrientos racimos del

nuevo vino redentor. Con esta acción, que fue premiada como más adelante ví

y contaré, se cumplió una prefiguración.

[ 36 ]

JESÚS, CLAVADO EN LA CRUZ

Los sayones estiraron sobre la cruz a Jesús, imagen de la desolación. Él mismo

se puso encima y ellos le apretaron para que pegara la espalda a la cruz.

Estiraron su brazo derecho hasta poner la mano sobre el agujero del brazo

derecho de la cruz, y lo ataron fuertemente. Uno se arrodilló sobre su pecho

sagrado, otro mantuvo abierta la mano que se cerraba, y el otro puso el clavo,

grueso, largo y de punta afilada, en la parte más gruesa de la mano derecha que

tanto bendijo y dio unos golpes rabiosos con un mazo de hierro. Un gemido

dulce, claro y quebrado salió de la boca de Jesús y su sangre saltó a los brazos

de sus verdugos. Los tendones de la mano quedaron destrozados y entraron

con el clavo triangular en el estrecho agujero. He contado los martillazos pero

en mi aflicción lo he vuelto a olvidar. La Santísima Virgen gemía en voz baja,

pero Magdalena estaba completamente fuera de sí.

Los taladros eran una gran pieza de hierro en forma de T latina5, sin parte

alguna de madera. También los grandes martillos eran de una sola pieza de

hierro, incluso el mango, casi de la forma que tiene entre nosotros el mazo con

el que el ebanista golpea las gubias.

Los clavos, cuyo aspecto estremeció a Jesús, eran tan largos que si se

agarraban en un puño sobresalían una pulgada por arriba y otra por abajo. Por

arriba terminaban en una cabeza achatada del tamaño de un dólar6, que

llenaba la mano. Los clavos eran triangulares, por arriba tan gruesos como un

pulgar de buen tamaño, y por abajo como el meñique y luego afilados en

punta. Una vez clavados, vi que la punta sobresalía un poco por la parte trasera

de la cruz.

Después de clavar la mano derecha de Nuestro Señor, los verdugos vieron

que su mano izquierda, que también estaba atada a la cruz, no llegaba hasta el

sitio del agujero para el clavo, que lo habían taladrado más de dos pulgadas

más allá de la punta de los dedos. Entonces ataron una cuerda al brazo

5 Es decir, de nuestra T mayúscula; recuérdese que el alfabeto que Ana Catalina conocía y usaba era el gótico alemán. 6 welches im Umfang eines Kronentalers die Hand füllte; el tálero (o corona, Kronentaler) dio nombre al dólar.

[ 37 ]

izquierdo y tiraron violentísimamente de Él con todas sus fuerzas, apoyando

los pies contra la cruz, hasta que la mano alcanzó el agujero.

Jesús se quejaba conmovedoramente, le dislocaron el brazo, sus axilas

estaban huecas y estiradas y en los codos le vi los cóndilos de los huesos. Su

pecho se levantó y las rodillas se levantaron hacia el bajo vientre. Entonces se

arrodillaron sobre su brazo y su pecho, le ataron firmemente el brazo y

martillaron cruelmente el segundo clavo en la mano izquierda del Señor. La

sangre saltó, y se oyó el dulce y claro lamento de Jesús entre los golpes de los

pesados martillos.

Los brazos de Jesús estaban extendidos horizontalmente, de modo que ya

no tapaban los brazos de la cruz, que se alzaban oblicuamente; sino que se

podía mirar entre los brazos de la cruz y las axilas de Jesús.

La Santísima Virgen sentía todos los sufrimientos de su Hijo; se había

puesto pálida como un cadáver y de sus labios salían débiles sonidos de dolor.

Los fariseos la cubrían de insultos y burlas desde el otro lado de la valla, donde

ellos estaban, y por eso sus amigas se la llevaron algo más lejos, con las otras

santas mujeres. Magdalena estaba como loca; se destrozaba el rostro y vertía

sangre por sus ojos y sus mejillas.

A un tercio de la altura de la cruz contando desde abajo, clavaron un tarugo

sobresaliente con un gran clavo, para clavar en él los pies de Jesús, para que

estuviera más de pie que colgando, pues de lo contrario las manos se

desgarrarían y tampoco podrían clavar los pies sin romperlos. En el tarugo

taladraron un agujero para el clavo y también hicieron un hoyo para los

talones. Por lo demás, también había algunos rebajes a lo largo de la cruz a fin

de hacer posible que el crucificado estuviera más tiempo colgado y evitar que

se le desgarraran las manos y el cuerpo cayera por su peso.

A causa del violento estiramiento de los brazos, todo el cuerpo de Jesús se

había subido a la parte superior de la cruz, y se habían levantado sus rodillas,

pero ahora los verdugos cayeron sobre ellas y las ataron pasando cuerdas. Pero

a causa de la mala posición de los agujeros de los clavos, los pies no llegaban ni

de lejos al tarugo. Entonces los sayones desataron una ola de blasfemias y

burlas. Unos creían que tendrían que taladrar otros agujeros en los brazos de la

cruz, pues subir el tarugo era más difícil y otros se mofaron horriblemente:

[ 38 ]

—No se quiere estirar, ¡pues le ayudaremos!

Le ataron una cuerda a la pierna derecha y tiraron con una fuerza horrible y

torturante hasta que pusieron el pie en el soporte y entonces sujetaron la

pierna con la cuerda. El estiramiento del cuerpo era tan horrible que el pecho

de Jesús crujió y Jesús se quejó en alta voz:

—¡Dios, oh Dios!

Le ataron también el pecho y los brazos para que las manos no saltaran de

los clavos. Su bajo vientre se proyectó hacia adelante y fue como si le

arrancaran las costillas del esternón. Era un padecimiento horroroso.

Entonces a continuación ataron firmemente el pie izquierdo del mismo

modo encima del pie derecho y lo taladraron arriba, en el empeine, porque no

apoyaba lo bastante firme en el pie derecho. Para taladrarlo utilizaron un clavo

en forma de tachuela, más fino y de cabeza más plana que los clavos de las

manos; era como una boquilla con una lezna. Luego agarraron el clavo más

largo y terrible de todos y lo empujaron con grandes esfuerzos por la herida del

empeine del pie izquierdo, luego a través del pie derecho, que estaba debajo y

crujía, hasta llegar al agujero del tarugo, y a través de él, al tronco de la cruz. Al

mirar la cruz de costado, he visto que un solo clavo atravesaba los dos pies.

Clavar los pies fue más cruel que todo el resto de la Pasión a causa del

estiramiento de todo el cuerpo. Conté treinta y seis martillazos en medio de

los quejidos del pobre Redentor, que me sonaban muy puros, claros y dulces.

Las voces de burla y odio, que sonaban alrededor, me sonaban sombrías y

tétricas.

La Santísima Virgen había vuelto al círculo de las ejecuciones, pero con

todos los tirones, crujidos y lamentos que hubo cuando clavaron los pies de

Jesús, volvió a desplomarse en brazos de sus acompañantes, destrozada por su

ferviente compasión. Se organizó un alboroto, los fariseos a caballo vinieron a

insultarla, y las amigas se la llevaron otra vez del círculo.

Pero mientras clavaban a Jesús y también después, cuando izaron la cruz,

aquí y allá se alzó un griterío de compasión, especialmente femenino:

—¡Cómo es que no se traga la tierra a estos rufianes! ¡Cómo es que no los consume el

fuego del cielo!

[ 39 ]

Pero ellos contestaban con denuestos y escarnios a sus expresiones de amor.

Los gemidos de Jesús sonaban altos y doloridos mientras rezaba

constantemente pasajes sueltos de los salmos y de los profetas, cuyas

predicciones estaba cumpliendo. Así había venido rezando por el camino y así

siguió rezando hasta su muerte, absorto en el cumplimiento de las profecías.

He oído todos estos pasajes y los he rezado con Él, y cuando rezo los salmos

los recuerdo siempre, pero ahora estoy tan quebrantada por los suplicios de mi

Esposo celestial que ya no soy capaz de reunirlos. Durante estos terribles

suplicios vi ángeles llorando encima de Jesús.

Cuando empezaron a clavar a Jesús, el jefe de la guardia romana hizo clavar

el letrero que había escrito Pilatos en la estaca dispuesta para ello en el

cabecero de la cruz. Los fariseos se molestaron mucho por eso, pues los

romanos se reían en voz alta del título de «Rey de los judíos», y algunos

fariseos, después de hacer que se tomaran las medidas para otro letrero, fueron

a caballo a la ciudad para volver a pedir a Pilatos otra inscripción.

Mientras clavaban a Jesús, otros habían estado trabajando con cincel el

agujero que estaba en la prominencia del terreno donde habría de hincarse la

cruz, pues era demasiado pequeño y la roca demasiado dura. Los sayones que

no dieron el vino especiado a Jesús sino que se lo habían bebido, se habían

embriagado completamente con él y además el vino les provocó un ardor y un

dolor de vientre que se pusieron como locos. Insultaron a Jesús llamándole

hechicero, se ponían rabiosos por su paciencia, y bajaron corriendo varias veces

del Calvario a beber grandes tragos de la leche de burra que vendían en las

cercanías unas mujeres que tenían burras de leche en el cercano campamento

de forasteros venidos para la Pascua.

Crucificaron a Jesús aproximadamente a las doce y cuarto del sol. En el

momento de izar la cruz sonó un intenso trompeteo en el Templo, pues

habían sacrificado al cordero pascual.

EXALTACIÓN DE LA CRUZ

Después de clavar a Nuestro Señor, tiraron de la parte alta de la cruz con las

cuerdas que habían sujetado en unas argollas que tenía detrás, para subirla a la

[ 40 ]

prominencia del terreno. Luego tiraron estas cuerdas para que pasaran por

encima de la viga o caballete que habían levantado en el lado opuesto.

Mientras muchos sayones tiraban de estas cuerdas para izar la cruz, otros

dirigían el pie del tronco con palos ganchudos para que entrara en el agujero.

Luego empujaron la cimera de la cruz un poco adelante para enderezarla y

entonces la cruz cayó con todo su peso en el hoyo con un golpe estremecedor.

La cruz tembló por el golpe y Jesús gimió en voz alta. El peso de su cuerpo

estirado tiró para abajo, las heridas volvieron a abrirse, la sangre corrió a

raudales y los huesos dislocados chocaron.

A continuación, los sayones sacudieron enérgicamente la cruz y metieron a

golpes cinco cuñas en torno al agujero: una delante, una detrás, una a la

izquierda y dos en la parte trasera y algo curva de la cruz.

Fue una impresión terrible y a la vez conmovedora ver alzarse la cruz

tambaleante y luego hincarse de aquel modo estremecedor entre los gritos

burlones de sayones y fariseos y de mucha gente que miraba desde lejos. Pero

también se alzaron voces piadosas y doloridas, las voces más santas del mundo,

la dolorida voz de María y de las amigas y amigos y de todos los que tenían el

corazón puro, que saludaban con tiernos lamentos a la Palabra eterna hecha

carne alzada en la cruz. Y cuando el Santo de los santos, el Esposo de todas las

almas, clavado vivo en la cruz se tambaleó a manos de vociferantes pecadores,

todas las manos amantes se alzaron temerosas, como si quisieran ayudar.

Pero cuando la cruz se hincó verticalmente en el hoyo de la roca7 con gran

ruido, se hizo un momento de silencio y todo pareció sobrecogido por una

sensación nueva y desconocida hasta entonces. Incluso el infierno sintió con

espanto el golpe que dio la cruz al hincarse, y de nuevo alborotó a sus

instrumentos con blasfemias y escarnios contra ella. Pero entre las pobres

ánimas y en el anteinfierno hubo una tímida alegría esperanzada y a ellos les

sonó como si los latidos del vencedor se acercaran a la puerta de la redención.

La santa cruz estaba de pie, alzada por primera vez en medio de la Tierra,

como el árbol de vida del Paraíso, y de las anchas llagas de Jesús corrían a la

7 Sandgrube, dice literalmente «hoyo de arena».

[ 41 ]

tierra cuatro torrentes santos para expiar los pecados de los hombres y

fructificar un nuevo Paraíso para Él, nuevo Adán.

Cuando izaron a Nuestro Salvador en la cruz y se organizó el griterío de

burlas, interrumpido a los pocos minutos por un asombrado silencio, retumbó

desde el Templo el sonido de muchas trompetas y trombones86 que

anunciaba el sacrificio del cordero pascual, y fue como si interrumpiera, con

solemnidad llena de presagios, el griterío de burlas y lamentos en torno al

verdadero cordero de Dios que se sacrificaba. Algunos corazones endurecidos

se conmovieron y pensaron en las palabras del Bautista:

—Ved al cordero de Dios, que ha tomado sobre sí los pecados del mundo.

El sitio donde estaba clavada la cruz estaba aproximadamente dos pies más

alto que el terreno circundante. Cuando el pie de la cruz estuvo junto al hoyo,

los pies del Señor quedaban a la altura de un hombre, pero como la cruz se

hincó firmemente, descendió, y los amigos pudieron besar y abrazar sus pies. A

esta colina subía un camino muy empinado87. La cara del Señor miraba al

noroeste8.

CRUCIFIXIÓN DE LOS LADRONES

Mientras clavaban al Señor, los ladrones, todavía con las manos atadas al

travesaño que llevaban en el cogote, estaban tendidos de espaldas en el lado

oriental del Calvario, junto al camino, vigilados por una guardia. Los ladrones

eran dos, sospechosos del asesinato de una mujer judía que viajaba con sus

hijos de Jerusalén a Jope, y los habían capturado en un castillo de aquella

comarca donde Pilatos solía alojarse en maniobras, y donde los ladrones se

presentaron como ricos comerciantes. Habían estado presos mucho tiempo

hasta las pruebas y el juicio. He olvidado los detalles.

El que llamamos «ladrón de la izquierda» era de más edad y un gran

criminal, y fue el corruptor y maestro del que se convirtió. Comúnmente se les

llama Dimas y Gestas9, pero he olvidado sus verdaderos nombres y por eso los

8 Es decir, Jesús crucificado daba la espalda al Templo y a Jerusalén. 9 Dismas und Gesmas, con ligera diferencia con los nombres tradicionales en español.

[ 42 ]

llamaré Dimas el bueno y Gestas el malo. Los dos formaban parte de aquella

banda de ladrones junto a la frontera egipcia en cuya guarida se hospedó una

noche la Sagrada Familia con el niño Jesús durante la Huida a Egipto. Dimas

era aquel niño leproso que su madre lavó por consejo de María en el agua

donde había bañado al Niño Jesús y se curó instantáneamente. La misericordia

y la protección que entonces dio su madre a la Sagrada Familia frente a sus

propios compañeros fueron premiadas con aquella prefiguración de

purificación, que ahora se completaba en la Crucifixión, cuando le purificó la

sangre de Cristo. Dimas estaba completamente pervertido y no conocía a

Jesús, pero no era malo y le había emocionado la paciencia del Salvador.

Mientras yacían tumbados habló de Jesús con su compinche. Dijo:

—Se portan horriblemente con el Galileo; lo que ha hecho con su nueva ley tiene que

ser una calamidad mucho peor que lo nuestro, pero tiene mucha paciencia y un gran

poder sobre todas las personas.

A lo que replicó Gestas:

—¿Qué clase de poder tiene? Si es tan poderoso como dicen nos podría ayudar a todos.

Hablaron así, o algo parecido. Cuando los sayones hincaron la cruz, vinieron y

los arrastraron, diciéndoles que ahora les tocaba a ellos:

—En la lista ahora estáis vosotros.

Los desataron de los travesaños con muchas prisas, pues el sol se estaba

turbando y había un movimiento en la naturaleza como si se acercara

tormenta.

Los sayones arrimaron escaleras a los troncos de las cruces de los ladrones,

que ya estaban hincados, y sujetaron los curvados travesaños, medio encajados

con una espiga10 en lo alto del tronco. Junto a la cruz de cada ladrón pusieron

dos escaleras y un verdugo se subió a cada una. Mientras tanto, dieron de

beber a los ladrones vinagre de mirra, les quitaron sus malos jubones abiertos y

entonces los izaron por los brazos con unas cuerdas que echaron por encima de

los brazos de la cruz, subiéndolos a golpes y a palos a los tarugos que ya

estaban encajados en el agujero perforado en el tronco de cada cruz.

10 Pflocke, también podría ser un «taco», pero no una «cuña» (Keil).

[ 43 ]

Los travesaños y los troncos tenían atadas unas cuerdas, creo que de esparto

trenzado. Retorcieron los brazos de los ladrones encima del travesaño curvado

y envolvieron con cuerdas sus muñecas y codos así como sus rodillas y tobillos,

y luego retorcieron muy fuerte unos palos que había metidos en las cuerdas,

hasta que sangraron los músculos y crujieron los huesos. Los ladrones

prorrumpieron en gritos terribles, y el buen ladrón Dimas dijo cuando le

subían:

—Nos hubierais tratado como al pobre Galileo y ya no necesitaríais subirnos.

LOS VESTIDOS DE JESÚS, A SUERTES

Mientras tanto, fuera del círculo, al lado del lugar donde los sayones habían

dejado tirados a los ladrones, los crucificadores hicieron montones con los

vestidos de Jesús para echárselos a suertes. El manto era más estrecho por

arriba que por abajo y tenía varios pliegues; en el pecho era doble y de este

modo formaba bolsillos; lo desgarraron en tiras largas y se lo repartieron.

También desgarraron y se repartieron la larga túnica blanca que se podía cerrar

con correas. Se repartieron también la sudadera, el ceñidor, el escapulario de

pecho y la envoltura del bajo vientre, todo ello empapado con sangre del

Señor.

Pero no se pusieron de acuerdo sobre la túnica de punto de color pardo,

que si la troceaban sería inútil, así que tomaron un tablero con números y la

sortearon, tirando en él unas piedras que llevaban consigo en forma de haba y

con signos. Entonces se les acercó corriendo un mensajero privado, encargado

por Nicodemo y José de Arimatea, que les dijo que abajo encontrarían

compradores para las vestiduras de Jesús. Arramblaron con todos los vestidos,

bajaron corriendo y los vendieron, y así estas reliquias quedaron entre

cristianos.

JESÚS CRUCIFICADO Y LOS LADRONES

Tras el violento choque de la cruz al izarse, la cabeza de Jesús, cargada con la

corona de espinas, se agitó violentamente y manó abundantes torrentes de

[ 44 ]

sangre. De las manos y pies de Jesús también cayeron chorros de su sagrada

sangre. Entonces los verdugos subieron a las escaleras y soltaron las cuerdas

con las que habían atado su sagrado cuerpo al árbol de la cruz para que al

izarla no lo desgarraran los clavos. Entonces la sangre, cuya circulación había

estado obstaculizada por la posición horizontal y por los cordeles, al ponerse

en posición vertical se volvió a poner en movimiento. Todos los dolores se

renovaron ensordecedoramente y Jesús desplomó la cabeza sobre el pecho y

estuvo siete minutos sin sentido y como muerto.

Alrededor se hizo un breve silencio. Los crucificadores estaban ocupados en

repartirse los vestidos de Jesús. En el aire resonaban los trombones del

Templo. Todos los circunstantes estaban exhaustos de rabia o de dolor. Yo

miraba consternada con espanto y compasión a mi Jesús, mi salvación, la

salvación del mundo, inmóvil, sin sentido y como muerto por los dolores; yo

también estaba cerca de la muerte y más creía que moriría que viviría. Mi

corazón estaba lleno de amargura, amor y padecimientos y mi cabeza estaba

como loca, rodeada por las púas de un nido de espinas; mis manos y pies eran

como estufas al rojo de sufrimientos, miles de relámpagos de dolores indecibles

palpitaban y rasgaban todas mis venas y nervios, chocaban en todos los

miembros interiores y exteriores de mi cuerpo, y allí donde chocaban luchaban

y se convertían en fuente de nuevas torturas. Y sin embargo todo este

espantoso padecimiento no era más que amor, y toda esta hoguera palpitante

de dolores era una noche en la que yo no veía más que a mi Esposo

crucificado, el Esposo de todas las almas, y le miré con gran aflicción y

consuelo.

Su rostro se desplomó sobre el pecho con la terrible corona y la sangre que

llenaba las órbitas de sus ojos, el cabello y la barba; la boca entreabierta y

jadeante. Cuando después intentó levantar el rostro sólo fue con suplicios

indecibles a causa del tamaño de la corona. Tenía el pecho completamente

estirado y violentamente proyectado hacia arriba, sus axilas estaban huecas y

terriblemente dilatadas, sus codos y muñecas, como sacados de las carnes;

arroyos de sangre corrían por sus brazos desde las heridas de las manos, que se

habían desgarrado mucho. Debajo del pecho, que estaba salido hacia fuera,

[ 45 ]

había un hoyo profundo, pues todo el bajo vientre estaba hueco y estrecho,

como si hubiera desaparecido.

Los lomos y las piernas del Señor, al igual que los brazos, parecían

dislocados de una manera espantosa. Sus miembros estaban tan fuertemente

estirados, y la desgarrada piel y todos los músculos tan dolorosamente tensos,

que se podían contar todos los huesos. De los terribles clavos que taladraban

sus pies chorreaba sangre que caía a los pies de la cruz. Todo su santo cuerpo

estaba cubierto de heridas, rojos verdugones, ronchas, manchas lívidas, azules y

pardas, y chichones. Los sitios donde había heridas se habían desgarrado con el

violento estiramiento, y por varios puntos brotó sangre roja. Pero, más

adelante, la sangre se volvió pálida y acuosa y el santo cuerpo se puso cada vez

más blanco; se cayeron las costras de las heridas y el cuerpo de Cristo parecía

carne desangrada.

A pesar de estar tan poderosamente desfigurado, el cuerpo de Nuestro Señor

en la cruz se veía indeciblemente noble y conmovedor. Sí, el Hijo de Dios, el

Eterno, el Amor que se sacrifica en el Tiempo, era bello, puro y santo en el

cuerpo del cordero de Dios que agonizaba demolido y abrumado con los

pecados de todos los seres humanos.

El color de la piel de la Santísima Virgen, y también el del Señor, era

naturalmente amarillento, fino y brillante, mezclado con el encarnado que

dejaba traslucir. Con los esfuerzos y viajes de los últimos años, las mejillas,

debajo de los ojos, y el cartílago de la nariz se habían puesto un poco de color

castaño rojizo. Tenía el pecho alto y ancho, puro y sin vello; el pecho de San

Juan Bautista estaba completamente cubierto de vello rojo, como una piel de

animal. Jesús tenía hombros anchos y fuertes músculos en los brazos. Sus

espaldas tenían también músculos fuertes y sobresalientes, sus rodillas eran

fuertes y poderosas, como de un hombre que ha andado mucho y que reza

mucho de rodillas; sus piernas eran largas, con músculos fuertes en las

pantorrillas de tanto andar y subir montañas. Sus pies eran muy hermosos y

estaban reciamente formados; en la planta tenían gruesos callos de tanto andar

a pie por malos caminos. Sus manos eran bonitas, con dedos largos y

hermosos; no eran blandas pero tampoco eran las de un rudo trabajador

manual. Su cuello no era corto sino fuerte y musculoso, su cabeza, no

[ 46 ]

demasiado grande, tenía bellas proporciones; su frente era alta y despejada, y el

rostro en su conjunto era un puro y bello rostro oval; sus cabellos, de color

castaño rojizo, no eran excesivamente espesos, los llevaba partidos

sencillamente a raya y le llegaban hasta la nuca; su barba no era larga sino en

punta, partida en la barbilla.

Ahora le habían arrancado la mayor parte del pelo y lo que quedaba estaba

pegado con sangre, su cuerpo tenía herida sobre herida, su pecho estaba como

destrozado; debajo de la bóveda del pecho se le veía un hueco, su cuerpo

estaba como estirado hacia fuera, las costillas se veían aquí y allá, a través de la

piel desgarrada. Por encima de los prominentes huesos de la pelvis, su

abdomen estaba tan estirado y delgado que no llegaba a tapar del todo el

tronco de la cruz.

La cruz estaba redondeada por detrás, y por delante era plana, con rebajes

en los lugares adecuados; el tronco de la cruz era aproximadamente igual de

ancho que de grueso. Las distintas piezas de la cruz eran de colores distintos,

unas pardas y otras amarillentas, pero el árbol de la cruz era más oscuro, como

madera que ha estado largo tiempo en el agua.

Las cruces de los ladrones eran más zafias y estaban hincadas en el borde de

la prominencia del terreno, a derecha e izquierda de la cruz de Jesús, y

separadas de ella de modo que pudiera pasar un hombre11. Las cruces de los

ladrones se miraban un poco y eran más bajas. Los ladrones rezaban e

insultaban a Jesús, que habló a Dimas. El aspecto de los ladrones en la cruz era

horrible, especialmente el de la izquierda, un malvado borracho rabioso, lleno

de insultos y escarnios. Colgaban retorcidos, hinchados y encordados. Tenían

las caras pardas y azules, los labios marrones de la bebida y de la sangre a

presión, sus ojos hinchados se les querían saltar. Gritaban y aullaban

horriblemente bajo las cuerdas. Gestas blasfemaba y maldecía. Los clavos que

sujetaban el travesaño empujaban sus cabezas hacia adelante, y ellos daban

respingos y se retorcían de dolor; y a pesar de las fuertes ataduras de las

piernas, uno de ellos consiguió elevar el pie, de forma que dobló la rodilla.

11 durchschreiten konnte, podía pasar a pie; posible errata por durchreiten, pasar a caballo.

[ 47 ]

INSULTOS A JESÚS.

PRIMERA PALABRA DE JESÚS EN LA CRUZ

Después de crucificar a los ladrones y de repartirse los vestidos de Jesús, los

sayones arramplaron con todos los instrumentos que habían usado, se burlaron

de Jesús, le insultaron y se marcharon de allí. También se pusieron en

movimiento los fariseos a caballo que aún estaban presentes, cabalgaron

alrededor del círculo hasta ponerse delante del rostro de Jesús, le escarnecieron

con palabras injuriosas y también se fueron. Asimismo, los cien soldados

romanos y sus jefes bajaron del monte y se fueron de aquel paraje, pues ya

habían subido otros cincuenta soldados romanos a ocupar sus puestos. El

capitán12 de esta nueva tropa era Abenádar, árabe de nacimiento, que más

adelante se bautizó con el nombre de Tesifón; el suboficial se llamaba Casio,

una especie de hombre para todo de Pilatos, que más adelante recibió el

nombre de Longinos13.

También subieron algunos senadores a caballo, y entre ellos los que

regresaban de pedir una vez más a Pilatos una inscripción distinta para el

letrero de la cruz. Pilatos ni siquiera quiso verlos y estaban muy enfadados por

ello. Cabalgaron en torno al círculo y echaron de allí a la Santísima Virgen, a

la que llamaron mujer perdida. Juan se la llevó con las mujeres que estaban

más retiradas; Marta y Magdalena la sostenían en sus brazos. Cuando los

fariseos que daban la vuelta a la cruz llegaron ante la cara de Jesús, sacudieron

la cabeza sarcásticamente y dijeron:

—¡Ay de Ti, embustero! ¿Cómo destruirás el Templo y lo reconstruirás en tres días?

—¡Siempre ha querido salvar a otros, y no puede ayudarse a Sí mismo! —¡Si eres Hijo de

Dios, baja de la cruz! —¡Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en Él!

Los soldados también se mofaban y decían:

—Si eres Rey de los judíos, ayúdate ahora.

Cuando Jesús colgaba tan miserablemente durante su desmayo, Gestas, el

ladrón de la izquierda, dijo:

12 Hauptmann es «capitán»; Ana Catalina sólo una vez, más adelante, le llama centurión; el significado es el mismo. 13 Nota de Brentano: Más adelante se dan más noticias de ellos en la medida del espacio disponible.

[ 48 ]

—Su demonio lo ha abandonado.

Entonces un soldado puso en la punta de un palo una esponja con vinagre y

se la puso delante de la cara a Jesús que pareció chupar un poco. Los escarnios

proseguían. El soldado le dijo:

—Si eres el Rey de los judíos, sálvate Tú mismo.

Todo eso pasó durante el relevo de la primera tropa por la de Abenádar.

Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo:

—¡Padre mío, perdónalos, pues no saben lo que hacen!

Gestas le gritó:

—Si Tú eres Cristo, sálvate y sálvanos.

Dimas, el buen ladrón, estaba profundamente conmovido de que Jesús

rezara por sus enemigos. Cuando María oyó la voz de su niño se precipitó en

el círculo y los que estaban con ella no pudieron contenerla. Juan, Salomé y

María Cleofás la siguieron y el capitán no las rechazó.

En este momento, Dimas, el buen ladrón, recibió por la oración de Jesús un

rayo de iluminación interior y supo interiormente que Jesús y su Madre ya le

habían ayudado cuando era niño y alzó su voz alta y fuerte para decir

aproximadamente lo siguiente:

—¿Cómo es posible que le insultéis mientras que Él pide por vosotros? Se ha callado,

sufre con paciencia y pide por vosotros. ¡Es un profeta, es nuestro Rey, es el Hijo de

Dios!

Al oír esta inesperada reprensión de la boca de un miserable asesino que

estaba en la cruz, se originó un tumulto entre los que insultaban. Buscaron

piedras para apedrear a Dimas en la cruz, pero el centurión Abenádar no lo

permitió; hizo que se dispersaran y restableció el orden y la calma.

Mientras tanto la Santísima Virgen se sintió completamente confortada por

la oración de Jesús. Gestas seguía gritando a Jesús:

—¡Si tú eres el Cristo, ayúdate y ayúdanos!

Y Dimas le dijo:

[ 49 ]

—¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado a lo mismo? Pero nosotros estamos

en este suplicio con razón, y recibimos el pago de nuestros hechos, pero Éste no ha

hecho nada injusto. Piensa y convierte tu alma en esta última hora.

Dimas estaba completamente iluminado y tocado por la gracia y confesó su

culpa a Jesús diciendo:

—Señor, si me condenas, me pasará lo que me merezco, pero apiádate de mí.

Jesús le dijo:

—Tú sentirás mi misericordia.

Entonces Dimas recibió la gracia de tener un profundo arrepentimiento

durante un cuarto de hora. Todo lo que acabo de contar, en su mayor parte

sucedió simultáneamente o muy seguido, entre doce y doce y media, justo

unos minutos después de izar la cruz. Pero, muy pronto, en el alma de los

espectadores cambió todo, pues mientras hablaba el buen ladrón se produjo un

gran signo en la naturaleza que empavoreció a todos.

OSCURECIMIENTO DEL SOL.

SEGUNDA Y TERCERA PALABRA DE JESÚS

A eso de las diez, cuando Pilatos pronunció la sentencia, cayeron

alternativamente varias granizadas aisladas; luego el cielo se aclaró y el sol

brilló hasta las doce, momento en que una niebla turbia y roja se puso delante

del sol. Alrededor de la hora sexta, según el sol, hacia las doce y media, según

lo veo yo (pues los judíos cuentan el tiempo de otra manera y se apartan del

sol), el sol se oscureció de una manera totalmente prodigiosa. Se me ha

mostrado con todo detalle el origen de este oscurecimiento, pero

desgraciadamente no lo he podido retener y me faltan palabras para repetirlo.

Al principio, cuando vi llegar la oscuridad, yo estaba como fuera de la

Tierra. Vi toda clase de órbitas y cursos de las estrellas, que circulaban

maravillosamente enmarañadas. Vi la luna al otro lado de la Tierra, y la vi dar

un salto o hacer una carrera rápida, como un bola de fuego que planeara.

Luego volví a estar en Jerusalén y vi aparecer una pálida luna llena sobre el

monte de los Olivos. El sol estaba cubierto de niebla y la luna se acercaba muy

[ 50 ]

deprisa al sol desde levante. Al principio vi como un banco oscuro al lado

oriental del sol, que se hizo como una montaña y cubrió al sol; el núcleo de

esta imagen parecía gris amarillento, y tenía alrededor un brillo rojo como un

anillo de brasas. El cielo se puso completamente oscuro y las estrellas titilaban

con brillo rojizo. Sobrevino un terror descomunal tanto a los seres humanos

como a los animales; el ganado mugía y salía corriendo, los pájaros buscaban

un rincón que les sirviera de escondrijo y caían a bandadas en las colinas en

torno al monte Calvario, se los podría capturar a mano. Los que insultaban

empezaron a callarse, los fariseos trataban de explicarlo todo por causas

naturales, pero les salía mal y también les invadió íntimamente el mismo

terror. Todos los humanos miraban al cielo. Muchos se daban golpes de

pecho, retorcían las manos y gritaban:

—¡Que su sangre alcance a sus asesinos!

Cerca y lejos, muchos se arrodillaron y pidieron perdón a Jesús, que en

medio de sus dolores volvió hacia ellos sus ojos. Durante la oscuridad cada vez

mayor todos miraban al cielo y la cruz estaba abandonada de todos excepto de

la Madre de Jesús y sus amigas más próximas. Dimas, que había estado sumido

en un profundo arrepentimiento, volvió su cabeza a Jesús con humilde

esperanza y le dijo:

—¡Señor! ¡Déjame llegar a un lugar donde Tú me salves, acuérdate de mí cuando llegues

a tu Reino!

Entonces le dijo Jesús:

—En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

La Madre de Jesús, Magdalena, María Cleofás, María Magdalena14 y Juan

estaban en torno a la cruz de Jesús, entre las cruces de los ladrones. Miraban al

Señor, y la Santísima Virgen, completamente dominada por su amor de

madre, suplicaba ardientemente que la dejara morir con Él. Entonces el Señor

miró muy compasiva y gravemente a su querida Madre, volvió sus ojos a Juan

y le dijo:

—Mujer, mira, éste es tu hijo que será aún más hijo tuyo que si le hubieras dado a luz.

14 No es errata: las ediciones alemanas repiten Magdalena y María Magdalena.

[ 51 ]

Aún alabó más a Juan y dijo:

—Siempre ha sido un creyente sincero y no se ha enfadado nunca, salvo aquella vez que

su madre le quería ensalzar15.

Y a Juan le dijo:

—¡Mira!, ésta es tu madre.

Y bajo la cruz del Salvador, Juan, respetuoso como un buen hijo, abrazó a la

Madre de Jesús que ahora se había convertido en su madre. Pero la Santísima

Virgen estaba tan trastornada por el dolor y tan seria tras el solemne legado de

su Hijo agonizante que perdió exteriormente el sentido en brazos de las santas

mujeres, que la rodearon y llevaron a sentarse un rato en la valla de tierra

frente a la cruz, y luego la sacaron del círculo y la llevaron con sus amigas.

No sé si Jesus dijo todas estas palabras con sus santos labios, pero supe

interiormente que antes de su muerte entregó su santa Madre a Juan, y éste a

ella como hijo. En estas contemplaciones se perciben muchas cosas que no

están escritas y con las palabras usuales sólo se puede relatar muy poca cosa. Lo

que allí es tan claro que una cree que se comprende por sí mismo, luego aquí

no lo sabe hacer entender con palabras.

Así, allí no se maravilla una en absoluto de que Jesús, hablando con la

Santísima Virgen, no la llame «madre», sino «mujer»; pues una siente que ella

es la mujer por excelencia que debe despachurrar la cabeza de la serpiente en

esta hora, pues por el sacrificio mortal del Hijo de Dios, su Hijo, aquella

promesa se ha hecho realidad. Allí una no se maravilla de que Jesús entregue a

Juan por hijo a la que el ángel saluda:

—¡Tú estás llena de gracia!

Porque una ve que el nombre de Juan es nombre de gracia, pues allí están

todos los que así la llaman, y Juan se había convertido en hijo de Dios y Cristo

vivía en Él.

Allí se siente que con aquellas palabras Jesús nos dio a María por madre a

todos los que, aceptándole como Juan y creyendo en su nombre, se hacen hijos

15 Se refiere a la petición de la madre de los Zebedeos de que sus hijos se sentaran a derecha e izquierda de Jesús (Mt, 20, 20).

[ 52 ]

de Dios y nacen de Dios y no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de

la voluntad del hombre.

Allí se siente que la más pura, la más humilde, la más obediente, la que se

convirtió en la Madre de la Palabra eterna hecha carne al decir al ángel: «Mira,

la esclava del Señor, que me ocurra según tu palabra», cuando ahora percibe

que su Hijo agonizante quiere que también sea madre espiritual de otro hijo,

en medio del desgarrador dolor de la despedida, vuelva a decir humilde y

obedientemente en su corazón:

—Mira, la esclava del Señor, que me ocurra según tu palabra.

y acepte como hijos suyos a todos los hijos de Dios, todos los hermanos de

Jesús. Pero todo esto parece allí tan sencillo y aquí es tan distinto, que es más

para sentirlo por la gracia de Dios que para expresarlo con palabras. En estas

cosas tengo que pensar lo que mi Esposo celestial me dijo una vez:

—Todo está escrito en el corazón de los hijos de la Iglesia que creen, esperan y aman16.

EL DESAMPARO DE JESÚS. CUARTA PALABRA EN LA CRUZ

En el Gólgota las tinieblas produjeron una impresión terrible y portentosa. Al

principio, el alboroto, las torturas, el griterio, la blasfema actividad de izar la

cruz, la Crucifixión y los bramidos de los ladrones, los escarnios y las vueltas a

caballo de los fariseos, el relevo de los soldados, la ruidosa marcha de los

verdugos borrachos habían disipado la impresión que daba la oscuridad;

después vinieron los reproches del arrepentido Dimas y la rabia de los fariseos

16 Nota de Brentano: Estas expresiones de la narradora están en relación con una contemplación que contó el 3 de noviembre del tercer año de predicación de Jesús, 28 días después de resucitar a Lázaro de entre los muertos y 5 meses antes de la muerte del Señor. Vio al Señor durante varios días en la extrema frontera oriental de Tierra Santa después de recorrer el país de los amorreos (Gilead), en un pueblecito al norte de un lugar fronterizo extremadamente grande que se llama Kedar, enseñando la significación y santidad del matrimonio con ocasión de unos esponsales. La narradora dijo entonces: «Estuve en esta contemplación como un oyente que estuviera presente y me paseé arriba y abajo con los demás. Pero las lecciones del Señor me han parecido tan santas, tan urgentes e importantes para nuestros míseros tiempos, que grité con el mayor arrebato: ¿Por qué no está escrito esto, por qué no hay ningún discípulo aquí para copiarlo y que lo sepa todo el mundo? Estaba en estos arrebatados deseos cuando mi Esposo celestial se volvió a mí de repente y me dijo: “Yo tejo el amor y cultivo la viña para que dé fruto; si estuviera escrito sería destruido como muchos escritos, o no lo seguirían, o lo modificarían para hacerlo más cómodo. Esto, e infinitamente más que no está escrito, es más fructífero que lo que está escrito. Nada de la ley escrita se sigue. Todo está en el corazón de los hijos de la iglesia que aman, creen y esperan”, etc.».

[ 53 ]

contra él. Pero ahora que las tinieblas aumentaban, los espectadores se

pusieron más serios y se apartaron de la cruz. Fue entonces cuando Jesús

encomendó su Madre a Juan, y tuvieron que llevársela desmayada fuera del

círculo.

Se hizo una sorda pausa. El pueblo estaba asustado por la creciente

oscuridad y la mayor parte miraba al cielo. En muchos se despertó la

conciencia, algunos arrepentidos volvían sus ojos a la cruz y muchos se daban

golpes de pecho, se arrepentían, y se iban reuniendo los que tenían los mismos

sentimientos. Los fariseos, íntimamente aterrorizados, explicaban todo como

cosa natural pero hablaban cada vez más bajo y terminaron por callarse casi

completamente.

El núcleo del sol era amarillo oscuro, como las montañas a la luz de la luna,

y estaba rodeado por un círculo rojo; las estrellas salieron con luz rojiza; los

pájaros en vuelo caían entre la gente en el Calvario y en las viñas cercanas y se

dejaban coger con las manos; los animales de los alrededores aullaban y

temblaban; los caballos y asnos que montaban los fariseos se apretaban unos

contra otros y metían la cabeza entre las piernas. El vapor y la niebla lo

cubrían todo.

En torno a la cruz había tranquilidad porque todos se habían apartado de

ella y mucha gente huía a la ciudad. El Salvador crucificado, que sentía el más

profundo abandono en su infinito suplicio, se dirigió a su Padre celestial para

rezar por sus enemigos por amor a ellos. Como en toda su Pasión, Jesús oraba

repitiendo siempre los pasajes de los salmos que ahora se cumplían en Él. Vi a

su alrededor figuras angélicas.

Pero cuando la oscuridad creció y el miedo oprimió todas las conciencias, se

tendió sobre el pueblo un profundo silencio y vi que Jesús colgaba del madero

totalmente solo y sin consuelo. Sufría todo lo que sufre un pobre ser humano

torturado y machacado que padece en el mayor abandono sin consuelo divino

ni humano, cuando la fe, la esperanza y la caridad, completamente solas, sin

correspondencia, ni goce, ni luz, se quedan vacías y desnudas en el desierto de

la prueba y sólo viven de sí mismas entre infinitos suplicios. Es un dolor que

no se puede expresar.

[ 54 ]

Con este sufrimiento, Jesús amante, uniendo nuestro desamparo a los

méritos del suyo en la cruz, nos alcanzó fuerza para resistir victoriosos las

miserias del desamparo final, cuando cesen todos los lazos y relaciones del ser y

el existir, con el mundo y la naturaleza en que estamos, y se nos cierren

también las perspectivas que abren nuestra vida a otra existencia.

Jesús obtuvo para nosotros méritos para resistir la desolación total de la

última agonía, y ofreció por nosotros, miserables pecadores, su miserable

estado, su pobreza y su abandono, de modo que el humano que esté unido con

Jesús en el cuerpo de la Iglesia no pueda dudar en las últimas horas, cuando

todo se oscurece y se alejan toda luz y todo consuelo.

¡Ya no tenemos que bajar solos y sin protección al desierto de la noche

interior! Jesús ha echado su propio desamparo interior y exterior en la cruz al

mar amargo del abismo del desamparo, y así los cristianos ya no se quedan

solos en la soledad de la muerte cuando todo consuelo se oscurece. Para los

cristianos ya no hay soledad, ni abandono, ni desesperación a la hora de la

muerte, pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, pasó bendiciendo

también ese tenebroso camino y ha plantado en ese desierto su cruz que

desvanece todos los espantos.

Jesús, completamente abandonado, pobre y totalmente desvalido, se dio a Sí

mismo como hace el amor. Convirtió su abandono en un riquísimo tesoro,

pues se ofreció Él, y ofreció a su Padre celestial por nuestra debilidad y

pobreza, toda su vida, sus trabajos, su amor, sus padecimientos y el amargo

sentimiento de nuestra ingratitud. Hizo su testamento ante Dios y dio todos

sus méritos a la Iglesia y a los pecadores. Pensó en todos, y en su desamparo

estuvo con todos hasta el fin de los tiempos; y así pidió también por los herejes

que opinan que en cuanto Dios no sintió los dolores de su Pasión, y que en

cuanto hombre no sufrió nada, o sufrió menos que un ser humano que

estuviese en tal suplicio.

En esto, mientras compartía sus sentimientos y en parte también su oración,

entendí que me dijo que debe enseñarse que Jesús padeció el sufrimiento del

desamparo más amargamente de lo que un ser humano es capaz, porque Él

estaba totalmente unido a la Divinidad porque era enteramente Dios y

enteramente humano, y como Dios humanado apuró el sentimiento de la

[ 55 ]

humanidad abandonada por Dios, sintiendo la medida completa del

sufrimiento del total abandono.

Y así llamó en su Pasión al testigo de su desamparo y al hacerlo abrió a

todos los que están en el aprieto extremo, y que reconocen a Dios como padre,

la libertad de confiarle sus quejas filiales. A las tres, Jesús gritó en alta voz:

—¡Elí, Elí, lamma sabacthani!

Que significa:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Cuando este grito de Nuestro Señor interrumpió el temeroso silencio, los

que insultaban se volvieron de nuevo a la cruz y uno de ellos dijo:

—Llama a Elías.

Otro dijo:

—Veremos si Elías viene a ayudarlo.

Pero a su Madre nada pudo contenerla cuando oyó la voz de su Hijo. Otra

vez se abalanzó a la cruz y Juan, María Cleofás, Magdalena y Salomé la

siguieron. Mientras el pueblo erraba tembloroso y dando ayes, llegó una

comitiva de treinta hombres provenientes de Judea y de la comarca de Jope

que venía a la fiesta, y cuando vieron el trato horrible que habían dado a Jesús

y las amenazadoras señales de la naturaleza, expresaron su espanto en voz alta y

gritaron:

—¡Ay de ti! Si el Templo de Dios no estuviera en ella, debería quemarse completamente

esta horrible ciudad que ha cargado semejante culpa sobre sí.

Estas expresiones, dichas por los notables forasteros, fueron para el pueblo

un punto de apoyo; hubo una explosión de lamentos y murmuraciones, y

todos los que pensaban igual se fueron congregando. Todos los circunstantes

se dividieron en dos: los que lloraban y murmuraban, y los que insultaban y

maldecían. Sin embargo, los fariseos cada vez hablaban más bajo, y como

temían una insurrección popular, se pusieron al habla con el capitán Abenádar

para que enviara uno a la cercana puerta de la Ejecución a que la cerraran para

interrumpir la comunicación con la ciudad, y un mensajero a que pidiera

[ 56 ]

quinientos hombres de Pilatos y de la guardia de corps de Herodes a fin de

prevenir un levantamiento. Entre tanto, Abenádar imponía orden y

tranquilidad con su seriedad y prohibió las mofas para no irritar al pueblo.

Poco después de las tres aclaró, la luna empezó a apartarse del sol, por cierto

que hacia el lado opuesto de cuando cayó. El sol apareció sin rayos, rojo y

envuelto en niebla, y la luna bajó deprisa hacia el lado opuesto que cuando

cae.

Poco a poco volvieron los rayos del sol y las estrellas desaparecieron; sin

embargo, el cielo aún seguía turbio. Al aumentar la luz, los que insultaban

volvieron a ponerse insolentes, atrevidos y triunfantes y fue entonces cuando

dijeron:

—¡Llama a Elías!

Pero Abenádar ordenó silencio y calma.

MUERTE DE JESÚS. QUINTA, SEXTA Y SÉPTIMA PALABRA

Cuando todo estuvo claro, el cuerpo de Jesús en la cruz estaba lívido, débil,

como completamente consumido y más blanco que antes, ya que había

sangrado tantísimo. Jesús dijo también, no sé si rezando ni si sólo lo entendí

yo, o si lo dijo a media voz:

—Estoy exprimido como el vino que aquí se prensó por primera vez; tengo que dar toda

mi sangre hasta que llegue el agua; pero aquí no se prensará más vino.

En relación con estas palabras más adelante tuve una imagen, que contaré

más tarde, de cómo Jafet pisó vino en este sitio. Jesús estaba completamente

consumido y dijo con la lengua seca:

—Tengo sed.

Y a los suyos, que le miraban tristemente, les dijo:

—¿No me podéis dar una trago de agua?

El Señor pensaba que durante las tinieblas nadie se lo hubiera impedido;

Juan respondió conturbado:

—¡Oh, Señor, lo hemos olvidado!

[ 57 ]

Jesús añadió otras palabras, cuyo sentido era éste:

—También tienen que olvidarme los más cercanos y no alcanzarme un trago para que se

cumpla la Escritura.

Pero este olvido había sido muy amargo para Él. Ante su queja, sus amigos

rogaron a los soldados y les ofrecieron dinero para que le dieran un trago de

agua, pero no lo hicieron, sino que uno de ellos mojó una esponja en forma de

pera en el vinagre que tenían en un barrilito de corteza y vertió hiel en ella.

Pero el capitán Abenádar, conmovido por Jesús, le quitó la esponja al soldado,

la escurrió y la empapó con vinagre puro. A continuación metió el extremo de

la esponja en una corta caña de hisopo que servía de boquilla para chupar,

sujetó todo en la punta de su lanza y la levantó ante la faz del Señor para que

la boquilla le llegara a la boca y pudiera sorber el vinagre de la esponja.

Oí decir a Jesús algunas palabras para advertir al pueblo, pero sólo me

acuerdo de que dijo:

—Cuando ya no tenga voz, hablarán las bocas de los muertos.

A lo que algunos gritaron:

—¡Todavía peca!

Abenádar mandó silencio, y entonces le llegó la hora al Señor. Luchó contra

la muerte y un sudor frío brotó de sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz,

y secaba los pies de Jesús con su sudadera. Magdalena, completamente

deshecha de dolor, se apoyaba en la parte trasera de la cruz. La Santísima

Virgen estaba de pie entre Jesús y la cruz del buen ladrón, sostenida por los

brazos de Salomé y María Cleofás, y miraba a su Hijo agonizante. Entonces

Jesús dijo:

—¡Todo está consumado! —levantó la cabeza y gritó en alta voz—. ¡Padre, en tus manos

encomiendo mi espíritu!

Fue un grito dulce y fuerte que penetró Cielo y Tierra. Luego desplomó su

cabeza, entregó su espíritu, y vi su alma como una sombra luminosa que bajó a

tierra junto a la cruz y se metió en el círculo del anteinfierno. Juan y las santas

mujeres se prosternaron con la cara en el suelo.

[ 58 ]

Desde que dio de beber vinagre a Jesús, Abenádar, el capitán, un árabe de

nacimiento que después fue bautizado con el nombre de Tesifón, se mantuvo

a caballo junto a la prominencia de la cruz, de modo que los cuartos delanteros

del animal pisaban en ella. Miró fijamente durante mucho tiempo sin mover

la vista la faz coronada de espinas de Nuestro Señor; estaba serio y

profundamente estremecido. El caballo agachó la cabeza, temeroso y doliente,

y Abenádar, cuyo orgullo también se doblegaba, no le tiró de la rienda.

Entonces el Señor dijo su última palabra en voz alta y fuerte y murió

mientras un fuerte griterío atravesaba la Tierra, el infierno y el Cielo. La tierra

tembló y la roca reventó, abriéndose ampliamente entre Jesús y la cruz del

ladrón de su izquierda. El testimonio de Dios iba advirtiendo hondamente con

espanto y horror a través del duelo de la naturaleza. Todo estaba cumplido.

El alma de Nuestro Señor abandonó el cuerpo, y todos los que oyeron el

grito de muerte del agonizante temblaron al mismo tiempo que la tierra, que

se agitó al reconocer a su Salvador. Una aguda espada de dolor atravesó los

corazones de sus allegados. Entonces fue cuando le llegó la gracia a Abenádar,

cuando tembló su corcel, flaqueó su pasión y se rompió su modo de pensar,

orgulloso y duro como la peña del Calvario. Arrojó su lanza lejos de sí, golpeó

su corazón con su fuerte puño y gritó en voz alta con la voz de un hombre

nuevo:

—¡Bendito sea el Dios, el Todopoderoso, el Dios de Abraham y de Jacob! ¡Éste era un

hombre justo; verdaderamente es el Hijo de Dios!

Muchos soldados, impresionados por las palabras de su capitán, hicieron

como él. Abenádar, que ahora era un hombre nuevo, un ser humano

redimido, tras rendir público homenaje al Hijo de Dios, no quiso estar más

tiempo al servicio de sus enemigos. Enderezó su caballo a Casio, el suboficial al

que llamamos Longinos, se apeó, recogió su lanza y se la dio. Habló a los

soldados y a Casio, que se había subido al caballo y ahora tenía el mando.

Luego Abenádar salió corriendo del monte Calvario y por el valle de Gihón

fue a las cuevas del valle de Hinom, para anunciar la muerte del Señor a los

discípulos allí escondidos, y luego se fue corriendo a ver a Pilatos en la ciudad.

Con el grito de muerte de Jesús sobrevino un profundo espanto sobre todos

los presentes; cuando tembló la tierra y estalló la prominencia de roca donde

[ 59 ]

estaba clavada la cruz, el espanto recorría a toda la naturaleza, pues también se

desgarró la cortina del Templo. Entonces salieron muchos muertos de las

tumbas, en el Templo se hundieron paredes y en muchas partes del mundo se

desplomaron montañas y edificios.

Abenádar proclamó su testimonio; muchos soldados testimoniaron con él, y

se convirtieron muchos de los presentes, y los fariseos que habían venido los

últimos. Muchos se daban golpes de pecho, daban ayes y erraban del monte al

valle hacia sus casas. Otros desgarraban sus vestiduras y se echaban polvo en la

cabeza. Todo estaba lleno de espanto y terror. Juan se incorporó. Varias de las

santas mujeres, que hasta entonces habían estado retiradas, levantaron a la

Madre de Jesús y a sus amigas y las sacaron del círculo para que se

reconfortaran.

Cuando el amoroso Señor de toda vida pagó por los pecadores la torturante

pena de la muerte, como ser humano encomendó su alma a su Dios y Padre y

abandonó su cuerpo a la muerte. Este vaso destrozado se revistió del pálido y

frío color de la muerte, su cuerpo estremecido de dolores se puso blanco y los

arroyos de sangre que caían desde las heridas se distinguieron mejor y se vieron

más oscuros. Su cara se alargó, sus mejillas se hundieron completamente, su

nariz se volvió mas estrecha y puntiaguda, la barbilla se cayó, sus ojos cerrados

y llenos de sangre se entreabrieron a medias, levantó por última vez unos

instantes la cabeza coronada de espinas y luego la dejó caer sobre el pecho bajo

el peso del dolor; sus labios, azules y tensos, dejaron ver la lengua

ensangrentada a través de la boca abierta. Sus manos, antes contraídas sobre las

cabezas de los clavos, se abrieron y se hundieron más, mientras que los brazos

se estiraron completamente. Su espalda se pegó a la cruz y todo el peso del

santo cuerpo se desplomó sobre sus pies. Entonces se desplomaron también las

rodillas y se torcieron a un lado, y los pies tuvieron que girar en torno al clavo

que los perforaba.

Entonces las manos de su Madre se pusieron rígidas, sus ojos se nublaron, la

cubrió la palidez de la muerte, sus oídos ya no escuchaban, sus pies vacilaron y

cayó a tierra. También Magdalena, Juan y los otros se desplomaron con el

rostro cubierto y se entregaron al dolor.

[ 60 ]

Y cuando los amigos levantaron del suelo a la amorosísima y tristísima

Madre, alzó sus ojos y vio el cuerpo de su Hijo, limpiamente concebido del

Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón,

vaso santo formado en su seno cuando Dios la cubrió con su sombra, y ese

cuerpo, despojado ahora de su alma santísima y de todo adorno y figura según

las leyes de la naturaleza que Él había creado y que el ser humano en pecado

ha desfigurado y abusado, se veía ahora asesinado, desfigurado, maltratado,

demolido por las manos de aquellos por los que vino en carne mortal y a los

que creó y dio vida.

¡Ay!, el vaso, vaciado de toda belleza, verdad y amor, colgaba destrozado en

la cruz entre asesinos como un leproso expulsado, despreciado y escarnecido.

¿Quién podría comprender el dolor de la Madre de Jesús, de la reina de todos

los mártires?

La luz del sol todavía estaba turbada y nebulosa; durante el temblor de

tierra, el aire estuvo sofocante y opresivo, pero después refrescó sensiblemente.

La figura del cadáver de Nuestro Señor en la cruz era insólitamente

conmovedora y venerable. Los ladrones colgaban horriblemente retorcidos

como borrachos; finalmente estaban callados ambos; Dimas rezaba.

Era un poco más de las tres cuando Jesús dio el último suspiro. Cuando

pasó el espanto del terremoto, algunos fariseos recobraron su insolencia; se

acercaron a la grieta del peñasco del Calvario, tiraron piedras, empalmaron

varias cuerdas y las dejaron caer, pero no pudieron hallar el fondo, y se fueron

de allí a caballo, pensativos, sobrecogidos por los ayes y los golpes de pecho del

pueblo.

Algunos estaban completamente cambiados en su interior. También el

pueblo se fue en seguida a la ciudad o por el valle, con espanto y angustia;

muchos se habían convertido. Parte de los cincuenta soldados romanos reforzó

la guardia de la puerta, que quedó cerrada hasta que llegaran los quinientos

soldados. Algunos soldados habían ocupado otras posiciones alrededor para

evitar golpes de gente y barullos.

En el círculo del Calvario quedaron Casio y unos cinco soldados que se

pusieron a lo largo de la valla de tierra. Los allegados de Jesús rodeaban la cruz,

[ 61 ]

sentados frente a ella con lamentos y duelos. Varias de las santas mujeres

volvieron a la ciudad.

Había soledad, calma y tristeza. A lo lejos, en el valle y sobre las colinas

opuestas, asomaban aquí y allá algunos discípulos que miraban la cruz con

temor y curiosidad y que se marchaban en cuanto se les acercaba alguien.

JOSÉ DE ARIMATEA PIDE A PILATOS EL CUERPO DE JESÚS

Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad después de estos

espantosos acontecimientos, el trastornado Pilatos se vio asediado por los

informes sobre lo ocurrido que le llegaban de todas partes, y entonces también

el Alto Consejo de los judíos le envió a decir lo que ya habían deliberado por

la mañana: que rompiera las piernas de los crucificados para que murieran y

que los mandara bajar de la cruz para que no estuvieran colgados durante el

sabbat. En consecuencia Pilatos mandó a los sayones que subieran a tal fin al

lugar de la ejecución.

Justo después vi que José de Arimatea, miembro del Consejo, fue a ver a

Pilatos; ya sabía la muerte de Jesús y había acordado con Nicodemo enterrar el

cuerpo del Señor en una sepultura nueva de roca en un jardín de su propiedad,

no muy lejos del monte Calvario. Me parece que le vi fuera de la puerta,

reconociéndolo todo, y por lo menos ya estaba gente suya en su jardín

sepulcral limpiando y perfeccionando todavía algo en el interior del sepulcro.

Nicodemo ya había ido a alguna parte a comprar paños y especias para la

preparación del cadáver y ahora estaba esperando a José.

José encontró a Pilatos muy temeroso y confuso, y le pidió abiertamente y

sin el menor tapujo que le permitiera retirar de la cruz el cuerpo de Jesús, Rey

de los judíos, pues quería enterrarle en su sepultura. A Pilatos aún le turbó más

que un hombre tan importante le pidiera de modo apremiante poder honrar el

cuerpo de Jesús, al que había mandado crucificar tan vergonzosamente; esto le

recordó aún con más angustia la inocencia de Jesús, pero disimuló y dijo:

—¿Está ya muerto?

[ 62 ]

Pues apenas hacía unos minutos que había enviado a los sayones a romper

las piernas de los crucificados para matarlos.

Mandó llamar al capitán Abenádar, que había venido ya de las cuevas

donde había hablado con algunos discípulos, y le preguntó si ya había muerto

el Rey de los judíos. Entonces Abenádar le contó que el Señor murió hacia las

tres, sus últimas palabras y su último grito, el terremoto de la tierra y el

estallido de la roca. Pilatos aparentó simplemente sorpresa de que hubiera

muerto tan pronto, porque los crucificados normalmente solían vivir más

tiempo, pero interiormente estaba muy angustiado y conmocionado por la

coincidencia de los signos y la muerte de Jesús. Quizás quisiera paliar de

alguna manera su crueldad, ya que inmediatamente proporcionó a José de

Arimatea una orden en la que le cedía el cuerpo del Rey de los judíos y

autorizaba a José de Arimatea a quitar a Jesús de la cruz y enterrarlo. De paso

le regocijó hacer con ello una mala pasada al sumo sacerdote, a quien le

hubiera gustado saber que enterraban a Jesús indecorosamente entre los dos

ladrones. Envió allí a alguien, probablemente al mismo Abenádar, pues le vi

cuando bajaron a Jesús de la cruz.

José de Arimatea dejó inmediatamente a Pilatos y se fue con Nicodemo,

que le esperaba en casa de una buena mujer. La casa estaba en la calle ancha

que está junto a la calle donde habían ultrajado tanto a Nuestro Señor justo al

empezar su Viacrucis. Nicodemo había comprado muchos aromas y hierbas

para embalsamar, algunas en esta misma casa, pues esta mujer era herbolaria y

las especias que ella no tenía, así como varias clases de paños y vendas para

amortajar, ella misma las compró y las trajo y luego enrolló y empaquetó todo

para poderlo llevar cómodamente.

Por su parte, José de Arimatea fue a otro lugar a comprar un paño fino y

muy bonito de algodón, de seis codos de largo por varios de ancho, mientras

que sus criados fueron a un cobertizo junto a la casa de Nicodemo a buscar

escaleras, martillos, pernos, odres, recipientes, esponjas y todo lo necesario

para lo que pensaban hacer. Empacaron los objetos pequeños en unas

angarillas17 ligeras, más o menos como aquellas donde los discípulos se

17 Tragbare, literalmente, «portátil». Nota de Brentano: Aquí Ana Catalina describió las angarillas (el portátil) como un contenedor largo de cuero que al encajarle tres palos fuertes y ligeros del ancho de la mano adopta la

[ 63 ]

llevaron de Maqueronte, el palacio fortaleza de Herodes, el cuerpo de Juan el

Bautista.

ABREN EL COSTADO DE JESÚS.

FRACTURAN LAS PIERNAS A LOS LADRONES

Mientras tanto allá afuera, en el Gólgota, reinaban el silencio y el duelo. Todo

el pueblo, atemorizado, se había diseminado y escondido; la Madre de Jesús,

Juan, Magdalena, María Cleofás, y Salomé estaban de pie o sentados frente a

la cruz, con la cabeza cubierta y llorando. Algunos soldados se habían sentado

en el suelo y estaban recostados en el terraplén que rodea la llanura circular,

con las alabardas hincadas junto a sí. Casio iba y venía a caballo. Desde la roca

del Calvario, los soldados hablaban con los que estaban abajo más lejos. El

cielo estaba revuelto y toda la naturaleza parecía de luto. Entonces llegaron seis

sayones con escalas, azadas y cuerdas, y con porras de hierro triangulares para

romper las piernas.

Cuando los sayones entraron en el círculo de la visión se acercaron a la cruz

y los parientes de Jesús se retiraron un poco. A la Santísima Virgen le entró

una nueva y desgarradora angustia, pues temía que los sayones todavía

quisieran ultrajar más el cuerpo de Jesús en la cruz, pues subieron a lo alto de

la cruz, golpearon el santo cuerpo de Jesús y afirmaban que sólo se hacía el

muerto; pero como lo sintieron completamente frío y rígido y Juan se dirigió a

los soldados a petición de las mujeres, dejaron por el momento el cuerpo

aunque no parecían convencidos de que estuviera muerto.

Entonces subieron a las escaleras apoyadas a las cruces de los ladrones y dos

sayones destrozaron a cada uno con sus mazas cortantes los huesos largos del

brazo por arriba y por debajo del codo, más un tercer golpe en la tibia. Como

forma de un pequeño sarcófago que se puede llevar al hombro gracias a los palos que sobresalen. Contó en su contemplación que el rapto del cadáver del Juan el Bautista de Maqueronte ocurrió la noche del martes al miércoles 4 a 5 de Sebat, 21 a 22 de enero del segundo año de predicación, aproximadamente 14 días después de que lo descabezaran. Participaron en él los discípulos de Juan, Jacobo, Eliacim, Sadoc, hijos de Cleofás y de María Heli y hermanos de María Cleofás, además de Saturnino, Judas Barsabás, y Aram y Zemeni, sobrinos de José de Arimatea, más un hijo de Juana Cusa, un hijo de la Verónica, un hijo de Simeón y un primo de Juan de Hebrón. El cuerpo del Bautista (sin su cabeza, que consiguieron más adelante) fue trasladado a la tumba de su familia en Juta.

[ 64 ]

Gestas dio un terrible aullido, le dieron tres golpes más en el pecho con las

mazas. Dimas gimió y murió en el suplicio y fue el primer muerto que volvió a

ver a su Salvador. Acto seguido los desataron y los dejaron caer al suelo; luego

los arrastraron con cuerdas hasta el valle entre la colina y la muralla de la

ciudad y allí mismo los enterraron.

Parecía que todavía dudaban de la muerte del Señor, y los allegados a Jesús,

que estaban cada vez más angustiados por aquel cruel procedimiento de

romper las piernas, quisieron retirarse. Pero el suboficial Casio, después

llamado Longinos, un hombre de veinticinco años, algo precipitado y servicial

en exceso, cuyo afán de sentirse importante y sus ojos miopes y bizcos

excitaban a menudo los chistes de sus subordinados, se sintió invadido de

repente por un celo maravilloso. La crueldad y la rabia rastrera de los sayones,

el temor de las santas mujeres y la gracia de un repentino y santo celo le

llevaron a cumplir una profecía. Extendió su lanza, cuyas piezas estaban

embutidas unas en otras, las encajó para alargarla, puso la punta, volvió el

caballo y lo impulsó con fuerza para que subiera la estrecha colinita de la cruz

en la que apenas se podía mover. Vi que tuvo cuidado de no caer en la grieta

de la roca reventada.

Y así, manteniéndose a la derecha del cuerpo de nuestro Salvador, entre la

cruz del buen ladrón y la de Jesús, empuñó la lanza con las dos manos y

empujó con tal fuerza por el costado derecho del santo cuerpo, que estaba

hueco y tenso, que su punta atravesó las entrañas y el corazón y abrió una

pequeña herida a la izquierda del pecho. En cuanto retiró con ímpetu su lanza

de la ancha herida del costado derecho de Jesús salió con fuerza un potente

chorro de sangre y agua que inundó de gracia y de salud el rostro que Casio

tenía vuelto hacia arriba. Saltó del caballo, cayó de rodillas, se dio golpes de

pecho y reconoció en voz alta a Jesús delante de todos los presentes.

La Santísima Virgen y las demás, cuyos ojos siempre estaban levantados a

Jesús, vieron con miedo la repentina acción de este hombre, acompañaron con

gritos y ayes el lanzazo y se precipitaron a la cruz. Como si el lanzazo hubiera

perforado su propio corazón, María sintió que el hierro cortante la atravesaba

más y más y se desplomó en los brazos de sus amigas, mientras Casio de

rodillas reconocía al Señor en voz alta y alababa alegremente a Dios, pues

[ 65 ]

ahora creía y estaba iluminado y veía bien y claro; los ojos de su cuerpo y los

de su alma estaban curados y abiertos a la luz.

En ese momento embargó a todos una emoción piadosísima ante la sangre

del Redentor que, mezclada con agua y con espuma, se había reunido en un

hoyo de la peña al pie de la cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan

metieron en botellas el agua y la sangre con las conchas para beber que

llevaban consigo y luego la secaron con lienzos18.

Casio estaba como cambiado, había recuperado la plena visión y estaba

profundamente conmovido y humillado; los soldados presentes, conmovidos

por el milagro que le había ocurrido a Casio, se tiraron de rodillas al suelo, se

dieron golpes de pecho y reconocieron a Jesús.

La sangre que salía como un torrente fuerte y abundante del costado

derecho del Señor ampliamente abierto, dio en una piedra y allí espumeaba.

La sacaron con inmensa emoción, mezclando con ella las lágrimas de María y

de Magdalena. Los sayones, que, entre tanto, habían recibido la orden de no

tocar el cuerpo de Jesús que Pilatos había regalado a José de Arimatea para

enterrarlo, ya no volvieron más.

La lanza de Casio constaba de varias piezas que se sujetaban unas a otras y

que cuando estaban empalmadas parecían un solo palo compacto, largo y

fuerte. El hierro que hirió a Jesús tenía un cuerpo plano en forma de pera,

pero cuando se iba a emplear la lanza, se le encajaba arriba una punta, y por

debajo se le sacaban dos hierros móviles retorcidos y con filo.

Todo esto ocurrió junto a la cruz de Jesús poco después de las cuatro,

mientras José de Arimatea y Nicodemo estaban atareados comprando lo

necesario para enterrar a Jesús. Como los criados de José de Arimatea, que

habían venido a limpiar el sepulcro, informaron a los amigos de Jesús que

estaban en el Gólgota de que su amo iba a retirar el cuerpo de Jesús con

permiso de Pilatos para ponerlo en su sepulcro, Juan volvió en seguida con las

santas mujeres al monte de Sión, a la ciudad, para que la Santísima Virgen

18 Nota de Brentano: Ana Catalina dijo, también, «Casio, bautizado con el nombre de Longinos, más adelante predicó la fe como diácono y llevó consigo siempre sangre de Cristo. Estaba seca y se halló en su sepulcro en Italia, en una ciudad no lejos del lugar donde vivió Santa Clara. En esa ciudad hay un lago verde con una isla. El cuerpo de Longinos deben habérselo llevado de allí». La ciudad de que hablaba la narradora era Mantua, donde existe esa tradición. Que Santa Clara viviera cerca es algo que el Escritor desconocía.

[ 66 ]

pudiera reponerse un poco y también para buscar allí algunas cosas necesarias

para el enterramiento.

La Santísima Virgen tenía una pequeña vivienda en el edificio contiguo al

cenáculo. No entraron por la puerta de la Ejecución, más cercana, sino por

otra más al sur que lleva a Belén, pues aquélla estaba cerrada y ocupada por

dentro por los soldados que los fariseos habían solicitado para el alzamiento

popular.

EL JARDÍN Y EL SEPULCRO DE JOSÉ DE ARIMATEA

El jardín de José de Arimatea está cerca de la puerta de Belén, por lo menos a

siete minutos del monte Calvario19, sobre una loma orientada a la muralla; es

un hermoso jardín con grandes árboles, bancos y lugares sombreados; por uno

de sus extremos sube hasta la muralla de la ciudad. Si se entra en él viniendo

de la parte septentrional del valle, por la izquierda, el terreno del jardín sube

hasta la muralla, y a la derecha, al final del jardín, hay una peña aislada en la

que está el sepulcro. Desde el camino de entrada del jardín se tuerce a la

derecha para ir a la entrada de la gruta del sepulcro, que mira a levante sobre la

cuesta del jardín y la muralla de la ciudad. En los lados suroeste y noroeste de

esta misma peña hay otras dos cuevas sepulcrales nuevas con entradas más

bajas. Una vereda rodea la peña por poniente.

El suelo de delante de la entrada a la cueva sepulcral está más alto que la

propia entrada, pues la peña está aquí algo más honda, y hay que bajar a la

puerta de la cueva por unos escalones, igual que en la sepultura pequeña del

lado Este de la peña. Este acceso exterior está cerrado con zarzos20. La cueva

19 Nota de Brentano: Parece necesario mencionar aquí que, a lo largo de los cuatro años en que se anotaron sus contemplaciones, la narradora contó muchas veces las incidencias de los santos lugares de Jerusalén desde los primeros tiempos. Había visto estos lugares alternativamente desolados y reconstruidos, pero siempre venerados secreta o públicamente, y ella misma los veneraba en contemplación. Después del descubrimiento de estos lugares por Santa Elena, vio también varias piedras y rocas, testigos de la Pasión y Resurrección del Señor en la iglesias del Santo Sepulcro que Santa Elena hizo construir, adosadas en muy estrecho espacio dentro de la protección de la ciudad. En contemplación veneraba en esta iglesia el lugar de la cruz, el túmulo sepulcral y partes de la gruta donde enterraron a Nuestro Señor, que allí están recubiertas con capillas; pero, a veces, cuando ella veneraba no tanto el túmulo sepulcral y el lugar de la muerte de Nuestro Señor sino el lugar de la Tierra donde estuvo el sepulcro, le parecía en espíritu que tenía que buscar este lugar ciertamente en el entorno inmediato, pero, sin embargo, más lejos del lugar de la cruz. 20 Flechtwerke, tejido de ramas, similar al cañizo.

[ 67 ]

excavada en la peña es tan grande que pueden estar de pie junto a la pared

cuatro hombres a la derecha y cuatro a la izquierda, y aun así, otros podrían

pasar cómodamente entre ellos llevando el cadáver.

Hacia poniente, justo enfrente de la puerta, este espacio se redondea, y forma

un nicho ancho y no muy alto, en el que la pared de roca se convierte en

bóveda por encima del túmulo sepulcral, que tiene dos pies de alto. La

superficie del túmulo está ahondada para acomodar un cadáver amortajado.

Este túmulo está pegado a la pared por detrás como un altar, pero puede haber

alguien de pie a su cabeza, otro a los pies, y otro más de pie delante del

túmulo, incluso si están cerradas las puertas de esta cámara sepulcral.

La puerta de esta cámara sepulcral es de cobre o de otro metal y se abre en dos

batientes hasta tocar las paredes laterales; no es vertical sino que cae algo

inclinada hacia el nicho, y llega tan cerca del suelo que una piedra colocada

delante puede impedir que se abra.

La piedra destinada a este uso yace ahora todavía delante de la entrada de la

bóveda sepulcral, y sólo se pondrá delante de las puertas cerradas del sepulcro

después de depositar al Señor. Es una piedra grande, algo redondeada por la

parte de las puertas del sepulcro, porque tampoco es vertical la pared junto a

ellas. Para volver a abrir las puertas, no se necesita primero rodar esta gran

piedra fuera de la bóveda, lo que sería sumamente difícil a causa de la estrechez

del espacio, sino que una cadena que cuelga del techo se sujeta a algunas

argollas que tiene la piedra para eso, y varios hombres tirando de la cadena con

grandes esfuerzos, la desplazan a un lado de la cueva, dejando libres las puertas

del sepulcro.

Enfrente de la entrada de la gruta hay un banco de piedra en el jardín, desde

el que se puede subir a la peña, que está cubierta de hierba y desde allí se ven

por encima de la muralla de la ciudad las alturas de Sión y algunas torres

aisladas; también se ve desde aquí la puerta de Belén, un acueducto y las

fuentes del arroyo Gihón. La peña por dentro es blanca con vetas rojas y

pardas. La gruta está muy limpiamente trabajada.

[ 68 ]

EL DESCENDIMIENTO

Mientras la cruz estuvo solitaria, rodeada sólo por algunos centinelas, vi a

cinco personas que venían de Betania por el valle y se acercaron al lugar de las

ejecuciones, levantaron los ojos a la cruz y volvieron a marcharse furtivamente;

pienso que serían discípulos. Hoy vi tres veces a dos hombres, José de

Arimatea y Nicodemo, como si estuvieran investigando y planeando. Una vez

estuvieron por aquí cerca durante la Crucifixión, quizás cuando mandaron

comprar las ropas de Jesús a los soldados105. Más tarde estuvieron aquí a ver

si se iba la gente, y luego fueron al sepulcro a preparar algo. Del sepulcro

volvieron a la cruz, mirando a todas partes como esperando la oportunidad.

Trazaron su plan para el descendimiento y volvieron a la ciudad.

Entonces empezaron a acopiar y traer todo lo necesario para embalsamar.

Sus criados trajeron del cobertizo contiguo a la casa grande de Nicodemo dos

escaleras que sólo consistían en un poste que tenía maderos encajados a guisa

de escalones junto con otros instrumentos para retirar el santo cuerpo de la

cruz. Estas escaleras tenían ganchos que se podían colgar más arriba o más

abajo, bien para sujetar la escalera a alguna parte, bien para colgar en ellos lo

necesario para trabajar.

La buena mujer de cuya casa se llevaron las especias para embalsamar lo

había empaquetado todo muy bien. Nicodemo había comprado cien libras de

aromas, equivalentes a treinta y siete libras de nuestro peso106, como se me

explicó claramente. Parte de estas especias las llevaban en barrilitos de corteza

colgados del cuello que descansaban sobre el pecho. En uno de los barrilitos

había unos polvos. Los paquetes de hierbas los llevaban en bolsas de

pergamino o cuero. José llevaba también una caja de un ungüento, no sé de

qué sustancia, que era rojo y tenía una escarcha azul por encima y por debajo.

Los criados, como ya se ha mencionado antes, llevaban en unas angarillas

jarros, odres, esponjas y herramientas, así como fuego en un farol cerrado.

Para subir al Calvario, los criados salieron de la ciudad antes que sus amos y

por otra puerta, creo que por la puerta de Belén. En su camino por la ciudad

pasaron por delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres

habían ido a buscar algo para preparar el cadáver, y entonces Juan y las santas

[ 69 ]

mujeres se incorporaron a su itinerario a poca distancia de ellos. Eran cinco

mujeres, de las cuales algunas llevaban bajo sus mantos grandes paquetes de

tela. Para salir por la noche o con algún propósito religioso secreto, las mujeres

se envolvían con un lienzo muy artístico, largo y de más de una vara de ancho.

Empezaban en un brazo y se envolvían tan estrechamente que no podían dar

pasos grandes. Las he visto envolverse: sacaban muy cómodamente el lienzo

hasta el otro brazo y se tapaban también la cabeza con él. Hoy el lienzo tenía

algo que me llamó la atención, y es porque eran tocas de duelo, la vestidura de

luto.

José y Nicodemo llevaban también vestidos de luto, con mangas y

manípulos negros y un ceñidor ancho; sus mantos, que se habían echado por

encima de la cabeza, eran anchos y largos y de color gris sucio. Cubrían con

estos mantos todo lo que llevaban. Los dos llegaron por la puerta de la

Ejecución.

Las calles estaban desiertas y tranquilas; el terror general tenía a todos

encerrados en casa. Mucha gente hacía penitencia, y sólo unos pocos siguieron

con la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta de la Ejecución la

hallaron cerrada, y todos los caminos de alrededor y la muralla ocupados por

soldados; eran los que los fariseos habían pedido despues de las dos de la tarde,

cuando temían una insurrección, pero que aún no les habían mandado volver.

José les mostró la orden escrita de Pilatos para que le dejasen pasar libremente

y los soldados se mostraron bien dispuestos, pero explicaron que ya habían

tratado de abrir la puerta sin éxito, porque probablemente se había encajado

con algún movimiento del terremoto; por eso los sayones que fueron a romper

las piernas habían tenido que salir por la puerta de la Esquina. Pero, para

asombro de todos, cuando José y Nicodemo empuñaron el cerrojo, la puerta

se abrió con toda facilidad.

Cuando llegaron al Calvario el tiempo todavía estaba revuelto, oscuro y

neblinoso, y allí encontraron a los servidores que habían mandado por delante

y a las santas mujeres sentadas llorando enfrente de la cruz. Casio y varios

soldados que también se habían convertido estaban de pie a alguna distancia,

tímidos, respetuosos y como transformados.

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José y Nicodemo hablaron con la Santísima Virgen y con Juan de todo lo

que habían hecho para rescatar a Jesús de una muerte ignominiosa; que sólo

con esfuerzo habían evitado que rompiesen las piernas a Jesús, y cómo así se

había cumplido la profecía. Hablaron también de la lanzada de Casio. En

cuanto llegó el capitán Abenádar, comenzaron con gran tristeza y reverencia la

santísima obra de amor de descender de la cruz y preparar el cadáver del santo

cuerpo de su Señor, Maestro y Salvador. La Santísima Virgen y Magdalena

estaban sentadas a la derecha de la prominencia al pie de la cruz, entre la cruz

de Dimas y la de Jesús. Las otras mujeres estaban ocupadas en ordenar las

especias, los paños, el agua, las esponjas y los recipientes. Casio se acercó

también cuando vio llegar a Abenádar y le informó del milagro de la curación

de sus ojos. Todos estaban muy conmovidos, solemnemente serios, atribulados

y llenos de amor, sin muchas palabras.

A veces, cuando lo permitía la prisa y la atención que exigía el santo

quehacer, sonaba aquí o allá un suave gemido o un suspiro. Sobre todo,

Magdalena, completamente desbordada por su dolor, se movía violentamente

y no quería saber nada de nadie ni de ninguna otra consideración.

Nicodemo y José pusieron las escaleras apoyadas detrás de la cruz, y

subieron un gran lienzo al que habían sujetado tres anchas correas; levantaron

el cuerpo de Jesús y lo ataron al tronco de la cruz por debajo de los brazos y de

las rodillas. Sujetaron firmemente con lienzos los brazos del Señor por debajo

de las manos a los brazos de la cruz. Entonces pusieron unos pernos por detrás

sobre las puntas de los clavos, y los golpearon para sacarlos; las manos de Jesús

no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de

las heridas, porque éstas se habían abierto mucho con el peso del cuerpo y

ahora éste, suspendido de las sábanas, ya no cargaba sobre los clavos.

El bajo vientre de Jesús, que a la hora de la muerte se había desplomado en

sus rodillas, descansaba ahora en posición de sentado sobre un lienzo que

estaba atado en lo más alto, por encima de los brazos de la cruz y pasando por

encima de ellos.

Entonces, mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba caer suavemente

el brazo izquierdo en las vendas junto al cuerpo, Nicodemo ataba también el

brazo derecho de Jesús al brazo de la cruz, así como la cabeza de Jesús,

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coronada de espinas, que se había desplomado sobre el hombro derecho.

Cuando tuvo todo sujeto sacó a golpes el clavo derecho y dejó caer despacio el

brazo en los lienzos que estaban sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, a los pies,

el capitán Abenádar arrancaba con grandes esfuerzos el clavo grande de los

pies.

Casio recogió respetuosamente los clavos y los puso a los pies de la

Santísima Virgen. Entonces José y Nicodemo apoyaron las escaleras en el lado

delantero de la cruz, muy cerca del santo cuerpo; soltaron la correa de arriba

del tronco de la cruz y la colgaron de uno de los ganchos de la escalera;

hicieron lo mismo con las otras dos correas, y mientras iban bajando las

correas, colgándolas de ganchos cada vez más bajos, el santo cuerpo colgaba

cada vez más abajo, hasta quedar frente al capitán, que, subido en un banco, lo

recibió en sus brazos por debajo de las rodillas, y bajó con él, mientras

Nicodemo y José sostenían en brazos entre los dos la parte superior del cuerpo

y bajaban la escalera en silencio y cuidadosamente, de escalón en escalón,

como si llevaran a un amigo muy querido gravemente herido. Así bajó de la

cruz a la tierra el santo cuerpo maltratado del Redentor.

El descendimiento de Jesús de la cruz fue de una emoción indescriptible.

Todo lo hicieron con tanto cuidado y precaución como si temieran hacer daño

a Jesús. Estaban penetrados del mismo amor y devoción al santo cuerpo que

habían sentido por el Santo de los Santos mientras vivió. Todos los presentes

miraban sin moverse el cuerpo del Señor, y acompañaban cada movimiento

levantando los brazos, con lágrimas y con todos los gestos del dolor y la

preocupación. Pero todos estaban tranquilos, y los hombres que trabajaban,

con un respeto instintivo, como realizando un acto santo, sólo se hablaban

poco y a media voz uno a otro para indicarse algún tipo de ayuda.

Cuando sonaron los martillazos con los que sacaban los clavos, María y

Magdalena y todos los que vivieron la Crucifixión se desgarraron otra vez de

dolor, pues el sonido de estos golpes les recordó cómo clavaron cruelmente a

Jesús. Todos temblaban esperando volver a oír los claros gritos de dolor de

Jesús, pero se afligieron por su muerte al comprobar el silencio de su santa

boca. En cuanto lo bajaron, los hombres envolvieron en seguida el bajo vientre

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del Señor, desde las rodillas hasta las caderas, y depositaron el cuerpo en un

lienzo en brazos de su Madre, que se los tendía con ansia y dolor.