sant jordi apócrifo

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Una nueva versión de la tradicional leyenda.

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PRIMERA PARTE

Aquel año la primavera se había adelantado de forma notable, la tempe-ratura era superior a lo normal para esas fechas y la naturaleza se hacía sen-tir en toda su plenitud. El verde de los bosques armonizaba con los campos, los frutales en flor y las plantas silvestres. Los aromas, de todos los tipos, flotaban en el ambiente. Herensuge, el feroz dragón temido por todos, ya no era ajeno a esta pri-mavera. Encerrado en su cueva, la hibernación había concluido. Sus ojos se fueron abriendo a medida que los olores invadían su escondite, empezó a

moverse con torpeza girando sobre sí mismo en busca de la luz que lo orientase hacia la salida. Lenta-mente y dando algún que otro traspiés, llegó a la abertura que daba al gran bosque. Lo primero que hizo fue moverse en busca de algún claro donde poder recibir la luz del Sol. Necesitaba esa energía para reactivarse y a medida que caminaba, una intensa sensación de hambre se apoderaba de él. Una vez en el claro, extendió sus alas y garras de modo que la luz llegara hasta el último rincón de su cuerpo. Permaneció así durante un par de largas horas en las que fue alternando su posición, boca arriba y boca abajo. Una vez tuvo el cuerpo a la temperatura adecuada, se irguió y, guiándose por su olfato, puso rumbo hacia las granjas y cultivos de los campesinos de la comarca. En menos de una hora había empezado el desayuno, alcanzó una primera granja y devoró dos bueyes y una mula, ignoró las gallinas. Los campesinos huyeron despavoridos y Herensuge les siguió sabiendo que lo llevarían hacia otras granjas y masías. Así fue, el dragón arrasaba con todo lo que en-contraba a su paso, devoraba animales, tomateras, carros cargados de paja o patatas, todo le apetecía. Algunos campesinos intentaban hacerle frente con sus toscas herramientas pero aquello no servía para nada, como mucho, para acabar entre los dientes de la bestia. La mayoría de los habitantes de aquella vega decidió huir hacia la ciudad fortificada de Valderán, donde esperaban encontrar refugio y apoyo del ejército real para luchar contra el monstruo. Aquellos que pudieron escapar a caballo dieron la alarma y avisaron al rey, los ciudadanos de Valderán acogían a cuantos refugiados podían y se encerraban en sus casas mientras los soldados se preparaban para la lucha. Armados con lanzas, arcos y flechas se colocaban tras las almenas. Otros cargaban de piedras las diferentes catapultas escondidas tras la imponente muralla y en lo alto de los torreones se preparaban calderos de aceite hirviendo. Cuando los preparativos de defensa conclu-yeron, un silencio sepulcral se apoderó de la ciudad que solo era interrumpido por la vibración que

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generaban los pasos de la alimaña. Los más atrevidos asomaban la cabeza para vislumbrar al monstruo y cuando lo veían, un nudo seco se aferraba a sus gargantas. Valderán era una próspera ciudad, construida a lo largo de varios siglos había alcanzado un estatus muy elevado. Se asentaba sobre una gran y extensa colina rodeada de fértiles campos y fron-dosos bosques. Sus calles, si bien eran estrechas, permitían la circulación de gentes, animales e incluso carretas ligeras. Las partes bajas de los edificios albergaban todo tipo de comercios, artesanías, cam-bistas y tabernas frecuentadas por doncellas de moral distraída. El resto del edificio estaba destinado a viviendas donde residían familias de toda índole y que solían vivir en cierta armonía. Esta prosperidad empezó con la reina Meritxell la grossa, bisabuela del rey actual, Pep III. La casa real siempre supo mantener buenas relaciones con la vieja nobleza y con la creciente burguesía, tanto artesana como campesina, y mostró verdadero interés por el bienestar del pueblo en general. Por otro lado, disponer de un ejército permanente le había permitido defenderse eficazmente de ataques de ciertas tribus nómadas así como de nobles rebeldes. Toda la ciudad estaba rodeada por la fuerte muralla y coronada en su parte más elevada por el magnífico castillo y residencia de la familia real. Asimismo, el castillo daba albergue a miembros del gobierno, clero y altos mandos militares. La fortaleza era obra del arquitecto Ricardo Fillbó de Vilé, quien no pudo ver concluida su obra tras caerse mortalmente a causa del hundimiento de un andamio mal diseñado. El castillo tenía un aspecto bastante hortera, sus paredes, torreones y paramentos estaban re-matados en diferentes colores, si bien todos eran de tonalidad pastel, predominaban azules, amarillos, rosas y violetas. Los tejados cónicos que cubrían torreones y atalayas eran de color rojo intenso y todas las aberturas, ya fuesen ventanas, tribunas o tragaluces estaban adornadas con cortinas de ganchillo, dando así un aspecto todavía más cursi a la totalidad de la construcción.

Herensuge se acercaba lentamente a las formidables murallas de la ciudad. Tenía la mirada fija en la torre más alta y sabía que el silencio reinante era, en realidad, un aviso. El general Alfredo de Sodómez, nombrado por el rey máximo responsable de la defensa, vi-gilaba los movimientos del animal y cuando éste llegó a cierta distancia, dio la orden. Tocaron cor-netines y trompetas al unísono y Herensuge pudo ver una catarata de flechas, lanzas y piedras que se dirigía contra él. Sin embargo, poco o ningún daño le causaban, así que se acercó más, empezó a batir sus alas y dándose impulso al mismo tiempo con las patas traseras, dio un gran salto con el que se plantó sobre el adarve aplastando a un par de arqueros. Unos cuantos soldados emprendieron la huida, otros siguieron lanzándole cuantas armas te-nían, por el costado derecho se orientaron dos catapultas dispuestas a lanzar de nuevo una masa de rocas y Herensuge soltó su primera llamarada acompañada de un aterrador silbido, un buen número de combatientes perecieron achicharrados y los maderos de las catapultas quedaron en llamas. Sus coletazos parecían golpes de guadaña, seccionando en mitades tanto a arqueros como a las almenas que les protegían. Muchos civiles, a la vista del desastre, abandonaron sus casas en dirección a la salida principal flanqueada por los dos torreones mayores. El monstruo se dirigió hacia uno de los torreones, en la parte superior los soldados se apre-

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suraban a ultimar los grandes calderos con aceite hirviendo pero no actuaron a tiempo, el monstruo disparó de nuevo su arma más mortífera haciendo saltar a los soldados por los aires y que los calderos cayeran sobre los civiles que se agolpaban a pié del torreón. El hedor a fritanga humana empezó a inundar el ambiente. El poderoso dragón fijó entonces su atención en el castillo, sus colores pastel y pináculos rojizos le atrajeron en sobremanera. Dando saltos y aplastando los tejados de cuantos edificios encontraba en su camino llegó hasta las paredes de aquella curiosa fortaleza, empezó a mirar por las ventanas como si buscara a alguien en concreto, pero solamente veía a sirvientas e infanzones a la carrera de una estancia a otra. Comenzó a arrancar los tejados rojos dejando al descubierto las salas circulares, uno tras otro fueron desmantelados hasta que en uno de los más grandes el dragón encontró a la princesa Rosamunda. La princesa de cabellos castaño-cobrizos y esbelta figura se quedó paralizada por el pánico. El monstruo la miró fijamente y con un movimiento suave acercó sus garras para sacarla de su aposento, Rosamunda se desmayó rodeada por aquellos grotescos dedos. Herensuge se encaramó hasta lo más alto del castillo, volvió a batir sus alas con energía y se lanzó a volar hasta que su silueta desapareció por encima de los bosques. Era ya media tarde, los muertos se contaban por decenas y por cientos los heridos, los habitan-tes de Valderán no podían creer lo que habían vivido y el miedo a otro ataque les aterraba. En el salón principal y rodeado por sus más fieles allegados, el rey no dejaba de sollozar mientras repetía: —No, mi hija no!

La guarida del monstruo estaba suavemente iluminada, dividida en varias estancias y por su parte central corría un delgado riachuelo que aportaba un agradable y armonioso sonido. Cuando Ro-samunda abrió los ojos vio al dragón plácidamente estirado y que la contemplaba fijamente. Todavía atrapada por el miedo a la bestia buscaba con los ojos una salida cuando Herensuge se dirigió a ella: — ¿Pretendes escapar? Rosamunda no podía creer lo que estaba pasando, aquel monstruo sabía hablar! — ¿Sorprendida? Inquirió Herensuge. —Si —dijo Rosamunda, balbuceante y temerosa. Herensuge se incorporó y con aire pretencioso le dijo: —Hay muchas cosas que no sabes. Hubo un tiempo en que Dioses, dragones y hombres éra-mos prácticamente lo mismo. Vivíamos juntos, nos temíamos y respetábamos por igual, pero un día, la envidia de unos y otros… prefiero no recordarlo… cerró los ojos y mantuvo un breve silencio. Nada debes temer, si quisiera hacerte daño ya lo hubiera hecho. El dragón siguió hablando un largo rato, ex-ponía aspectos relativos a su propia naturaleza, el paso de las estaciones del año y como afectaban a su ciclo vital. Rosamunda empezó a tranquilizarse, aquella bestia hablaba con sentimiento, sus palabras reflejaban cultura y sabiduría a la vez que demostraban un perfecto control de sus emociones. Rosamunda comenzaba a sentir cierta admiración por aquel ser, transmitía una seguridad que nunca antes había sentido. —Está anocheciendo, quieres cenar?— Le preguntó Herensuge. —Si, la verdad es que tengo hambre— contestó Rosamunda.

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Herensuge le indicó con la garra —Ves ese túnel? — Si. — Entra en él y llegarás a dos estancias, una tiene un pequeño salto de agua donde podrás asearte. En la otra verás un camastro con colchón de lana y otros muebles, encontrarás ropa limpia, yo voy a preparar la cena. Rosamunda desapareció por el hueco del túnel y llegó a las estancias, estaban bien iluminadas con antorchas de buen tamaño. Se lavó todo el cuerpo, tomándose su tiempo, el agua del interior de la cueva no estaba tan fría como había imaginado inicialmente. Después se vistió con ropas limpias, eran mucho más humildes que las prendas de seda o terciopelo que habitualmente vestía en palacio, pero le quedaban bastante bien. Una vez arreglada, regresó a la zona principal donde encontró una mesa bien servida y con comida en abundancia. Había verduras, hortalizas, carnes, embutidos diversos y frutas variadas. También había jarras con buen vino. Observó que sobre la mesa solamente había un cubierto y dispuesta una sola silla, preguntó: — ¿Tú no vas a cenar? — No, los dragones solamente comemos una vez cada dos o tres días. Por favor, toma asiento y disfruta de la cena, yo te acompañaré bebiendo algo de vino. — Gracias, puedo hacerte una pregunta? — Si, adelante. — ¿Cómo te llamas? — Herensuge. — Yo soy Rosamunda, hija única del rey Pep. Mientras Rosamunda se iba despachando con la cena, Herensuge empezó a hablar de sus oríge-nes, sus gloriosos antepasados y las razones que le habían llevado a cambiar de territorio. Él provenía de tierras localizadas más al Norte, pero como le había avanzado antes, por las envidias muchos de ellos se vieron forzados a emigrar y encontrar fortuna de forma solitaria. A medida que la cena y el monólogo avanzaban, las jarras de vino iban cayendo. Por su parte, Rosamunda también le explicaba algo de su aburrida vida en palacio, siempre cumpliendo las voluntades de su padre, recibiendo a pretendientes de escaso o nulo nivel, la imposibilidad de salir de la ciudad salvo en contadas ocasiones…Cuando hubo terminado, Rosamunda le dijo al dragón: — Voy a estirarme aquí mismo, creo que he cenado más de la cuenta. Se tumbó en el suelo apoyando la última copa de vino entre sus pechos. Herensuge se estiró a su lado y le propuso un brindis, Rosamunda accedió, sonaron las copas de metal y ambos apuraron el último vino. Herensuge cogió las dos copas y las hizo a un lado, miró tiernamente a Rosamunda y em-pezó a desatarle el blusón blanco, Rosamunda le miraba fijamente. Cuando ella estuvo prácticamente descubierta de toda ropa cerró los ojos y con una sonrisa dulcemente lujuriosa, se entregó. La princesa abrió los ojos, el monstruo yacía a su lado totalmente dormido. Rosamunda se in-corporó silenciosamente, cogió sus vestimentas y se fue hacia la salida. Despuntaba el alba y la princesa empezó a sentir una inmensa culpa por lo acontecido pocas horas atrás. Comenzó a caminar siguiendo las huellas que el dragón había dejado camino de su escondite. Lentamente fue aligerando el paso y poco después Rosamunda corría desesperada mientras un reguero de lágrimas caía desde sus ojos. Pro-fundamente atormentada siguió corriendo hasta que la fatiga le venció. Tuvo que detenerse y, apoyada

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en un árbol, tomó aire y descansó unos instantes, escudriñó el paisaje con la mirada hasta que pudo ver en la lejanía los restos de una de las masías víctimas de Herensuge y hacia allí dirigió sus pasos. La masía había quedado medio derruida, pero dentro, algunos enseres y ropas aún eran uti-lizables. Decidió esconderse allí durante varios días aprovechando algo de comida que, afortunada-mente, había quedado en la despensa de la casa. Necesitaba tiempo para reflexionar, superar aquellos sentimientos que le torturaban y trazar un plan para regresar a palacio. Herensuge se despertó unas horas después, mientras se desperezaba buscó a su invitada, al no verla la llamó por su nombre pero no obtuvo respuesta. Se acercó a la salida y vio en el suelo las huellas de una persona en dirección contraria a las que él había dejado el día anterior. En su cara se dibujó una socarrona sonrisa, dio media vuelta y volvió a entrar en la cueva.

El rey estaba sentado frente a una gran mesa y poco a poco sus consejeros y fieles nobles fueron llegando y ocupando sus respectivos lugares. Cada uno de ellos fue dando parte de las últimas nove-dades: se había dado cristiana sepultura a todos los fallecidos en el ataque del dragón, los trabajos de reconstrucción de la muralla y castillo ya estaban en marcha. Se había anunciado una nueva leva para sustituir a los soldados caídos. Los campesinos habían acordado llevar a la ciudad cuantos alimentos fueran necesarios de forma gratuita, especialmente harina y carne seca. Un sincero sentimiento de solidaridad se había apoderado de todos los ciudadanos. Sin embargo, el rey parecía distante, como si todo aquello no fuera con él, tenía la mirada fija en el infinito y un hondo sentimiento de tristeza se reflejaba en su rostro. Nicolás, su ayudante de cámara, se dirigió a él: —Majestad, parece que por fin estamos recibiendo buenas noticias. A lo que el rey Pep le replicó: — Solamente una noticia podría ser buena, que me hija esté viva y en palacio. Alfredo de Sodómez, el general, se levantó y dirigiéndose a todos los presentes les dijo: — Organizaremos una partida de rescate, sabemos las zonas por las que se mueve el monstruo, podemos darle caza si le tendemos una buena trampa en la que ya he estado pensando. No será la pri-mera vez que los hombres matan a un dragón, incluso se han dado casos en los que un solo caballero ha podido con ellos. Sodómez se apartó de la mesa y caminó hacia una de las ventanas, dio media vuelta y se dirigió con voz potente a todos los presentes: — ¡Necesito voluntarios! Un siniestro silencio invadió toda la sala, nadie miraba al general, todos habían agachado la cabeza, ninguna mano se había alzado. El general murmuró: cuadrilla de cagonas! El rey Pep no se sorprendió tanto, sabía que entre la tropa y el pueblo encontraría cuantos voluntarios fueran necesa-rios, pero entre los nobles… el asunto se ponía bastante más difícil. Transcurridos unos instantes, Joan de Monteras, abad mayor de la ciudad, se dirigió a su majestad: —Alteza, le propongo crear una recompensa para aquel o aquellos que traigan sana y salva a su hija y nos liberen definitivamente del dragón. El rey, sin expresar demasiada ilusión en aquella idea, le preguntó: — ¿Y qué recompensa tenía pensada, buen abad?

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—Había pensado en cinco mil doblones por rescatar a su hija y otros cinco mil por matar al monstruo. El rey le miró fijamente y tras un tenso silencio le espetó suavemente: — ¿Y de dónde vamos a sacar semejante fortuna? Estamos con los trabajos de reconstrucción, la nueva leva de soldados y otros muchos asuntos que ya conoce. El abad le replicó —Alteza, la Iglesia contribuiría, dentro de su limitada capacidad, con una generosa aporta-ción. Y, exhibiendo una elocuente sonrisa al tiempo que miraba a todos los presentes, añadió: — Además, estoy seguro que todos los nobles aquí reunidos también participarán en la crea-ción de la bolsa necesaria para esta empresa. Los nobles, ante la oportunidad que tenían de quitarse de encima el marrón que se cernía so-bre ellos, asintieron de forma decidida, tanto con la cabeza como de viva voz. El rey meditó durante unos instantes y le dijo a Nicolás: — Reúna a los escribanos, voy a dictarles el bando ofreciendo la recompensa según hemos acordado, deberán hacer copias suficientes para repartirlas en todas las localidades del reino. Avise al maestro de caballerizas, ha de seleccionar los mejores caballos para que nuestros emisarios hagan llegar los bandos a sus destinos en el menor tiempo posible. El general Sodómez se encargará de elegir a los jinetes. Caballeros, pueden retirarse.

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SEGUNDA PARTE

Habían pasado unos cuantos días desde que los jinetes salieron por-tando el bando del Rey hasta el último rincón del reino. A pesar de que la red de caminos estaba perfectamente establecida y los emisarios la conocían al detalle, las lluvias de primavera habían enfangado numerosos tramos ha-ciendo el trayecto más fatigoso y lento de lo que se había previsto. En algu-nos lugares no solamente se había expuesto el real bando al público si no

que, además, había formado parte del pregón diario. A medida que regresaban, los mensajeros eran recibidos en palacio y se les obligaba a exponer con todo detalle cuantos documentos habían entrega-do, las fechas y lugares exactos. Algunos de ellos volvieron realmente agotados y el rey les obsequió con una cadena de plata como reconocimiento a su valioso esfuerzo. Durante esos días, Herensuge se limitó a dar caza a animales salvajes, como ciervos o jabalíes, evitando acercarse a las zonas habitadas del reino. Su característica intuición le indicaba que algo no acababa de de encajar. Rosamunda con-sideró que ya habían pasado los días suficientes para recapacitar sobre su situación y trazar un plan de regreso perfectamente argumentado. Por fin, aquella clara y alegre mañana se recogió el pelo y se vistió como cualquier campesina, pudo hacerse con un sombrero de paja que le cubría totalmente el moño y le ayudaba a esconder su rostro. Cogió el camino en dirección al río, sabía que desde allí podría llegar a Valderán. Tras un par de horas, se acercó un carro cargado de potes y vasijas de alfarero, conducía el ca-rro un hombre ya maduro y le acompañaba una mujer. Rosamunda se dirigió a ellos preguntándoles si la podrían llevar hasta Valderán, a lo que respondieron afirmativamente y la mujer le hizo un hueco en la solera. Durante el viaje la mujer del alfarero intentó conversar con Rosamunda, pero en cuanto ésta les dijo que había sufrido el ataque del dragón hacía unos días, el matrimonio guardó silencio para el resto del trayecto. Llegaron al cruce que conducía hasta Valderán, el matrimonio debía seguir su camino y Ro-samunda se bajó del carro, les agradeció su ayuda y les deseó la mejor de las suertes. Mientras el carro se alejaba, Rosamunda se aseguraba que nadie la viera. Esperó al anochecer para entrar en la ciudad y dirigirse a la taberna de “la dolores”, lugar frecuentado por María Eugenia, su dama de compañía y con-fidente que con cierta asiduidad se acercaba a aquel antro para ejercer su tercer oficio, el de alcahueta. La princesa se fue acercando hasta la entrada de Valderán, la tarde caía lánguidamente y ella esperaba al anochecer, cuanto menos llamara la atención, mejor para sus propósitos. Consideró que

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era mejor hacerlo así que aprovecharse de sus privilegios, ante todo quería un retorno discreto. Apro-vechando la penumbra del crepúsculo entró en la ciudad, por las calles se producía el ruidoso cierre de negocios, carretas que salían, viajeros que buscaban alberges, una masa humana y animal se movía de forma anárquica en todas direcciones y Rosamunda se mimetizó en una más dentro de aquel desor-den. Caminando entre las gentes y serpenteando calles llegó a la taberna pero no se arriesgó a entrar, aún era demasiado pronto y sabía que María Eugenia todavía tardaría un rato. Decidió ocultarse en una bocacalle que le permitía ver perfectamente la entrada de aquel local y al abrigo de las primeras sombras nocturnas esperó. María Eugenia Ferrerdeusolá era la dama de compañía de Rosamunda desde la muerte de la madre de ésta. Sus orígenes no eran claros y su pasado siempre había estado envuelto de misterios y bulos de todo tipo y aún así, fue la preferida por el Rey Pep para la educación de su hija. Corrían mu-chos rumores pero el monarca siempre estuvo presto para acallarlos. Era una mujer bajita pero muy bien proporcionada, de tez pálida aunque no blancuzca, poseía unos bonitos ojos azules y un cabello rubio ligeramente rizado. De carácter afable y desenvuelto, pare-ce ser que fue educada durante unos años en un convento cercano, ello le proporcionó una formación muy superior a la media de aquellos tiempos, consiguió hacerse con la confianza de varios nobles en sus primeros años y después de los monarcas. Sin embargo, su verdadero poder residía en un conoci-miento muy profundo de las artes amatorias y los goces carnales, conocimientos que fue transmitien-do a cortesanas, amantes y pupilas e incluso, parece ser, que a la mismísima Rosamunda.

María Eugenia todavía no había pasado del segundo peldaño de la entrada a la taberna cuan-do sintió que una mano firme le agarraba el hombro derecho. Al girarse, descubrió semiescondido el rostro de Rosamunda. La sorpresa fue enorme, María Eugenia se quedó sin habla, paralizada y con los ojos abiertos como galanes de noche. Rosamunda la miraba con una sonrisa de confianza, pasaron unos largos segundos hasta que el silencio fue suavemente roto.— Ven, acompáñame, dijo Rosamunda casi susurrando. María Eugenia siguió sus pasos hasta una pequeña placeta iluminada por antorchas. — ¿Estáis bien mi señora? Preguntó la todavía perpleja María Eugenia. — Si, por supuesto. Pero tengo muchas cosas que contarte y necesito que me ayudéis. — Decidme señora, qué debo hacer? María Eugenia preguntaba al tiempo que le expresaba su total predisposición. — Necesito regresar a palacio, pero debes ocultarme, no quiero que mi padre sepa que estoy aquí. María Eugenia se quedó pensando un buen rato — venid conmigo, entraremos en palacio por la puerta de guardia e iremos directamente a mis estancias… allí podré ocultaros, nadie entra sin mi consentimiento, aunque no podrá ser por muchos días. — Por la puerta de guardia? Inquirió con miedo Rosamunda. — Si, hoy está de jefe de guardia el sargento Domínguez, me debe un buen número de favores… de aquellos que tú ya sabes y en cuanto le diga que eres mi nueva pupila no pondrá impedimento alguno. Las dos emprendieron camino hacia el cuerpo de guardia, andaban en silencio y sin mirarse la una a la otra. Las calles ya casi estaban vacías, alguna mirada agazapada en la oscuridad intentaba adivinar sus identidades, a medida que se alejaban del centro sus pasos resonaban con más fuerza.

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Dos soldados franqueaban la entrada al castillo, uno de ellos se adelantó unos pasos y dirigién-dose a las dos mujeres les dijo: —Alto! No podéis seguir, por orden del Rey pasada una hora tras la caída del Sol nadie puede entrar en palacio sin autorización expresa. María Eugenia, con cierto desprecio, le respondió: — Dile a Domínguez que salga, soy María Eugenia Ferrerdeusolá. El soldado, tras dudar unos instantes se fue al cuerpo de guardia, segundos después aparecía el sargento; chaparro, con cara de perro, cubierto de mugre y rezumando mala leche. Caminó hasta ponerse frente a la alcahueta y le preguntó: — ¿A dónde vas a estas horas? — Es mi nueva pupila, hoy empieza el adiestramiento, has de dejarme pasar. Domínguez alargó el brazo y quiso levantar la pamela de paja que cubría a Rosamunda para verle el rostro. Rápidamente María Eugenia le agarró la muñeca y mientras le miraba fijamente le largó: —Las manos quietas, es flor todavía cerrada! El sargento desistiendo de sus intenciones le dijo a María Eugenia: — Que lástima, ya sabes lo que me gustan las flores jóvenes. Y llevándose la mano a la entre-pierna añadió: pero nunca me has dejado que use mi herramienta para abrir ninguna. María Eugenia tomo del brazo a Rosamunda y reemprendió el caminar hacia el interior del castillo sin quitarle el ojo de encima al sargento. Todo aquel que había pasado alguna vez por el castillo conocía de sobras las groserías y malas artes de Domínguez. Rosamunda le dijo a su dama de compañía: — ¡Menos mal que te debe favores! — Mi señora, aquí el único que no me debe favores es vuestro padre, el Rey. — ¿El Abad también? Preguntó Rosamunda con ironía. — Cuando no hay flores disponibles el Abad y Domínguez se favorecen mutuamente, hazte a la idea! A duras penas ambas mujeres pudieron contener las carcajadas.

Las estancias que usaba María Eugenia estaban perfectamente decoradas, muebles, tapices, cuadros y un vasto número de artesanías. Rosamunda conocía a la perfección todas aquellas salas y a su memoria venían un montón de bonitos recuerdos, desde la infancia hasta la presente juventud, las horas transcurridas y las enseñanzas aprendidas formaban parte de su propia existencia. María Euge-nia era mucho más que una segunda madre o una dama de compañía. Rosamunda estaba sentada en un cómodo sillón y María Eugenia sirvió un par de copas de vino dulce. Se sentó frente a la princesa y le invitó a explicarle todo lo acontecido. Rosamunda respiró profundamente, tomó un sorbo de aquella delicia e inició su relato con detalle, minuto tras minuto, parecía que estuviera viviendo nuevamente todos y cada uno de los acontecimientos y con el mismo tempo con el que éstos tuvieron lugar. Por su parte, María Eugenia miraba estupefacta a su señora, sos-tenía la copa entre las manos y fue incapaz de tomar un solo sorbo, con la mirada fija en Rosamunda seguía con total atención aquella historia llena de sinceridad y sentimiento. María Eugenia se bebió todo el vino de un trago, su garganta era un secarral tras haber escuchado todo el relato. Se quedó

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pensativa unos instantes, miró a la princesa y le dijo: — Se nos ha hecho ya muy tarde mi señora, lo mejor será ponernos a descansar, mañana habrá tiempo para pensar y tomaremos las decisiones con calma, ante todo no debemos precipitarnos. Ro-samunda asintió con la cabeza, se incorporó y fue caminando hacia una de las habitaciones, antes de franquear la puerta se giró y le dijo a su dama de compañía: — Muchas gracias por escucharme, poder explicar todo lo que ha pasado me ha aliviado mu-chísimo. Espero que tú también descanses... ah!, una cosa más, puedes tutearme. María Eugenia hizo un ademán de aprobación acompañado con una sonrisa. Una vez Rosamunda hubo cerrado la puerta, María Eugenia se estiró sobre el mismo sofá, sabía que la noche sería larga y dormiría poco, su cabeza estaba saturada, tenía que pensar mucho y bien.

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TERCERA PARTE

Valderán era una olla hirviente de gentes venidas desde todos los rincones del reino. El llamamiento y la esperanza de conseguir aquella soberbia recompensa había movido a cientos de personas, desde los simples curiosos hasta mercaderes oportunistas que pen-saban cerrar negocio aprovechando el revuelo generado. También abundaban caballeros y nobles dispuestos a luchar contra el dragón

y rescatar a la princesa, unos solamente motivados por el dinero, otros por la oportunidad de casa-miento con Rosamunda y, los menos, por un noble y verdadero sentido del deber. Todos pedían ser recibidos por el Rey, pero éste había ordenado a Sodómez hacer una criba, estaba convencido de que mucho charlatán habría entre todos aquellos, de hecho, hasta algún que otro delincuente se había he-cho pasar por caballero. Lo cierto es que con el paso de las horas el número de voluntarios guerreros dispuestos a todo había ido cayendo, en especial cada vez que se confirmaba que no se pagaría ni un doblón por adelantado. El Rey, Sodómez, Nicolás y unos cuantos ayudantes estaban sentados alrededor de la mesa y los sirvientes iban trayendo la comida. Hablaban entre ellos del tema del día, los voluntarios que se habían ido presentando parecía que poca garra poseían, si bien algunos habían decidido instalarse en las afueras de la ciudad a la espera de algún cambio de criterio. En estas que entró Joan de Monteras, el abad, casi a la carrera se dirigió al Rey: — Mi señor, mil disculpas por la interrupción, pero traigo aquí una carta de recomendación del obispo de Tortosa sobre un joven que desea ser recibido como voluntario para cumplir con el ban-do real promulgado por su majestad. Pep cogió el papel y lo leyó atentamente. Miró al abad y le dijo: —Muchas gracias abad, decidle al joven que vaya a comer y tras la siesta le recibiré en el patio de armas. —Así lo haré alteza. Un vez el abad abandonó el comedor el rey miró al resto de presentes diciéndoles, —Encima recomendados!

María Eugenia no había parado de darle vueltas a la cabeza toda la noche, su rostro así lo de-notaba y Rosamunda no era ajena.

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— Parece que has dormido poco, Rosamunda hablaba mientras preparaba algo para desayunar. — Cierto, he estado pensando mucho y creo que hoy vamos a tener que movernos deprisa. — Cuéntame, dijo la princesa con cierta ilusión. — Verás, después de lo que me contaste sobre el dragón y la noche que pasasteis juntos, creo que deberíais acompañarme a visitar a Juana Ravana, la hechicera, para que te prepare un brebaje y puedas olvidarte de las posibles consecuencias de esa relación furtiva. — ¿Cómo voy a hacer eso? ¿Te has vuelto loca? ¿Sabes los peligros que conlleva? — ¿Y qué prefieres? ¿Arriesgarte a ver qué engendro sale de tus entrañas? Rosamunda se quedó pensando, cabizbaja. María Eugenia tenía razón, hay ciertos riesgos que no se puede correr y lo mejor era evitar una posible descendencia de carácter abominable. — ¿Y qué vamos a hacer? Preguntó Rosamunda en actitud totalmente entregada. — Ya he dicho que preparen una carreta, una de las pequeñas tirada por un solo caballo, te podrás esconder dentro, cubierta por el toldo nadie te verá. Aprovecharemos que hay mucho revuelo y pasaremos totalmente desapercibidas, además, si alguien nos para, ya sabes que tengo recursos para todas las situaciones. — ¿Sabes cuánto tardaremos? — No está muy lejos, es por el camino que lleva al convento en el que estuve varios años bajo la tutela de las hermanas. Llegaremos a la choza de Juana a media tarde y espero no encontrarme a ningu-na novicia allí pidiendo remedios como el tuyo, María Eugenia se puso a reír mientras añadía; no sería la primera vez! — No te preocupes por nada, mañana a primera hora estaremos de vuelta y tan frescas. La carreta avanzaba lentamente hacia la salida que daba al sur. Las calles estaban repletas de gente, especialmente albañiles y carpinteros enfrascados en la reconstrucción de las casas por lo que el trajín de materiales era constante. María Eugenia, cubierta con una simple crespina y vestida con suma sencillez se abría paso exhibiendo una gran maestría en el dominio del caballo y el carruaje. Cuando la ciudad quedó a sus espaldas y a una distancia prudente, Rosamunda salió de su escondrijo. Le dijo a su dama de compañía que tenía medio cuerpo desencajado por el ajetreo y que le dejara un hueco en el pescante. Rosamunda bebió un poco de agua y miró a María Eugenia dicién-dole — Que suerte he tenido de tenerte a mi servicio, te debo tantas cosas! María Eugenia se limitó a mirarla y dibujar una franca y feliz sonrisa. Siguieron camino adelante, cruzando las fértiles tierras iluminadas por un sol radiante mientras una suave brisa refrescaba el ambiente.

Jordi Domemech i Ferrer era el hijo mayor de un matrimonio pudiente de Reus. La familia Domenech, generación tras generación, se había dedicado al comercio de paños, sedas y todo tipo de vestuario, algunas ropas venían de los reinos italianos, otras de Frisia y las más apreciadas, de Francia.Jordi contaba con veinte y pocos años cuando escuchó el pregón que anunciaba la recompensa por devolver a Rosamunda sana y salva. Aquella noticia le provocó una irrefrenable descarga de adrena-lina. Conocía a Rosamunda y la había pretendido en más de una ocasión, acudía a palacio junto con sus padres a llevar las últimas novedades a la familia real así como a algunos miembros de la nobleza. Asimismo, la familia Domenech era invitada con relativa frecuencia a los bailes y festejos que tenían lugar en el castillo.

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Su rostro era marcadamente tosco y algo cejijunto, su piel morena tostada por el Sol recordaba a los campesinos propios de la comarca. Tampoco era especialmente alto para la época y una fuerte halitosis le obligaba a mantener la distancia en cualquier reunión o tertulia. A pesar de los esfuerzos de sus padres, su educación fue escasa dada la nula afición a la lectura y a la cultura en general, lo que acentuó su escasez de luminarias. Sin embargo, su interés por las armas y los caballos le habían dotado de una envidiable forma física. Además, era valiente y decidido, por no decir temerario, en todas y cada una de sus armas estaba grabado su lema preferido: “Tonto quizás, cobarde jamás”. El Rey, Sodómez y el Abad estaban sentados al final de la escalinata que daba al amplio patio de armas. Desde el fondo Jordi se acercaba hacia ellos a lomos de Odón, su magnífico pura sangre de color blanco, su caminar era noble, elegante y pausado. A su lado y sobre una fuerte mula pesadamen-te cargada le acompañaba Rafael, su fiel y eficaz escudero. Se detuvieron a pocos metros del rey Pep y descabalgaron, Rafael tomó las riendas de ambos animales mientras Jordi se acercaba a su majestad, hincó la rodilla en tierra, se descubrió y agachando la cabeza se dirigió al rey: —Alteza, a sus pies, se presenta Jordi Dom... El rey le interrumpió diciéndole al tiempo que se ponía en pié: — Joven, levántese. Ya sé de usted algunas cosas, el Abad me ha adelantado algo de información y he leído la carta de recomendación del obispo pero me pregunto... sabe de verdad a qué se enfrenta? Jordi le miró fijamente a los ojos pero con respeto: — Alteza, lo sé muy bien. Mi primer objetivo es rescatar a su hija y traerla de vuelta al castillo, de ser posible acabaré con el dragón que aterroriza a todo el reino, o por lo menos, hacerle huir. Des-pués cobraré la recompensa o bien le haré otra petición. — ¿A qué te refieres? — Con el debido respeto majestad... cada cosa a su tiempo.

El rey y el abad se retiraron escaleras arriba, en voz baja Pep murmuró — No sé que es peor, si el aliento del dragón o el de este joven. Mientras, Sodómez dio las órdenes oportunas para acoger a Jordi y su escudero y llevarlos hasta sus aposentos, puso a su servicio un par de soldados y también ordenó que cuidaran de sus animales. Les recordó a todos que aquellos hombres eran los únicos vo-luntarios a los que el rey había acogido en el castillo.

La carreta se detuvo frente a la sucia casucha de la hechicera, María Eugenia se apeó y desen-ganchó el penco para llevarlo a un pequeño abrevadero situado a la sombra de unos grandes álamos. Rosamunda se sacudía el polvo del viaje y miraba aquella casa de aspecto inquietante. María Eugenia se acercó a la puerta, agarró el picaporte y lo hizo sonar con fuerza. La puerta se abrió y apareció Juana Ravana; una mujer alta y de complexión fuerte, vestida de negro, desaliñada y con mirada agresiva. — Bonita sorpresa! Qué te trae por aquí, alcahueta mayor del reino? Preguntó con desparpajo la desarrapada bruja. — Hola Juana, los años han pasado pero sigues igual, tienes el mismo aspecto y sigues oliendo tan mal como siempre, le respondió María Eugenia mientras la miraba a los ojos y sostenía sobre su mano derecha una bolsa de cuero vuelto cuyo contenido era más que evidente.

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— Muy bien dijo Juana, pasad y hablaremos. Las tres mujeres entraron, Juana se puso al frente de la mesa de la cocina y María Eugenia se sentó en un rústico e incómodo sillón de enea. Rosamunda se quedó de pie, al lado de su dama de compañía mientras sus ojos recorrían el interior de la casa. Aquella casa se resumía en una sola estancia, en un rincón la lumbre prendida calentaba una olla ennegrecida por los muchos años de uso, el desorden era enorme; estanterías llenas de potes de todos los tipos, utensilios de cocina esparcidos por allí y por allá, velas consumidas y un hedor que invitaba a salir de allí a la carrera. María Eugenia, sin perder más tiempo, le dijo a Juana— Al grano! Mi pupila necesita un bre-baje para expulsar o eliminar aquello que pudiera resultar de un desliz carnal a destiempo. — Ya sabes que eso tiene un precio, contestó Juana con altivez. — Lo sé. En esta bolsa tengo dinero suficiente, te daré diez doblones de plata ahora y otros veinte cuando haya hecho efecto y podamos regresar a Valderán. Juana asintió y les dijo, —tardaré un rato, lo tomarás recién hecho, así su efecto será más rápido. Podéis esperar fuera, las tardes de primavera son muy agradables aquí. Dama y princesa salieron y se sentaron en una bancada de piedra que quedaba junto a la puerta. Rosamunda se sentía muy asustada, María Eugenia le habló de la gran cantidad de mujeres que, de todas las edades y condiciones, habían acudido a la hechicera con el mismo problema y siempre se había resuelto de forma favorable. Rosamunda se tranquilizó relativamente. La luz de la tarde entraba por los ventanucos de la habitación de Jordi y Rafael, ambos estaban sentados en sus respectivos camastros y hablaban del gran desafío que Jordi había aceptado. Rafael estaba impresionado con la actitud de su señor, ir a rescatar a la princesa de las garras de un monstruo tan poderoso como despiadado era tarea reservada exclusivamente a verdaderos héroes, pensaba. — Mi señor, qué armas piensa que debo tomar para combatir a la bestia junto a usted? Jordi se puso en pie, miró a su fiel sirviente y le dijo en tono magnánimo: — Rafael, no puedo poner tu vida en riesgo, al rescate de la princesa acudiré solo, si he de enfrentarme al dragón será cosa mía y de nadie más. Rafael también se levantó y en tono decidido le dijo a su señor; — Es demasiado peligroso, no puedo dejaros a solas en tal situación, si el dragón acabase con vos u os hiriese gravemente jamás me lo podría perdonar y ni quiero pensar en qué pasaría si la princesa corriera suerte similar. Jordi volvió a sentarse y con un gesto invitó a Rafael a hacer lo propio. De nuevo frente a fren-te, Jordi habló con tono tranquilo — Rafael, se trata de una cuestión personal, debes entenderlo, es misión para un solo hombre y ese hombre soy yo. Puedes estar tranquilo, regresaré con Rosamunda y, lo más probable, con la cabeza del dragón colgando del pomo de mi montura. Por otro lado, si no re-gresara no debes sentir pena ni responsabilidad, yo solo he decidido mi destino. Por otra parte, trabajo no te faltará, sé de buena tinta que muchos nobles desearían contratar tus servicios, así que, llegado el caso, no seas tímido y pide un precio alto. Rafael se sintió alicaído y contrariado, por una parte su co-razón le obligaba a estar junto a Jordi, pero la razón le imponía cumplir la voluntad de su señor. Jordi se incorporó nuevamente y mirando a Rafael le dijo: — Te noto abatido… no te preocupes, tengo un plan. Ve a buscar un poco de vino y algo de comer, te lo explicaré.

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La tarde seguía cayendo coronada por un cielo cárdeno rojizo, el olor de los pinos silvestres se hacía cada vez más intenso y la espera desquiciaba a las dos mujeres. Finalmente la puerta se abrió y Juana se presentó con un recipiente de estaño humeante y apestoso. — Bueno, aquí lo tenéis. Listo para tomar, dirigiéndose a Rosamunda añadió; deja que se en-fríe un poco y bébetelo, irás notando los efectos. Giró la cabeza y clavó la mirada en María Eugenia al tiempo que extendía la mano: — ¡los diez doblones! María Eugenia abrió la bolsa, contó las diez monedas y se las dio con un gesto elegante. Rosamunda fue bebiendo aquel mejunje tan deprisa como le fue posible, en varias ocasiones se tapó la nariz, soportó las nauseas con entereza y evitó que las lágrimas fueran más allá de sus mejillas. Una vez hubo acabado aquel suplicio se estiró sobre la bancada y cerró los ojos con la intención de dormir un poco.

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CUARTA PARTE

Sobre la mesa de la habitación, Rafael había puesto un gran tro-zo de queso y una jarra grande de barro con vino. Dieron un par de tragos y entonces Jordi habló de su plan: — Verás Rafael, he pensado salir de noche para llegar hasta la cueva del dragón antes de despuntar el alba, de ese modo lo cogeré en frío y todavía medio dormido, sus reflejos estarán muy mermados; ¡será el mejor momento para liquidarlo! El siguiente paso será encon-trar a Rosamunda, eso será mucho más fácil, en cuanto vea que he acabado con el monstruo vendrá a mi lado, calculo que hacia media tarde estaré de vuelta.

Jordi levantó su vasija invitando a un brindis a Rafael, apuraron el último trago y añadió; —Ayúdame a preparar todo el equipo, necesitaré la lanza más fuerte que tengamos, la espada y la falcata habituales. Prepárame una ballesta y media docena de flechas, la armadura ligera con el yelmo abierto y no te olvides de preparar la armadura completa para Odón. — Si mi señor, empiezo ahora mismo. Rafael se puso en marcha de forma metódica y concienzuda como había hecho siempre, pero esta vez poniendo especial atención, hasta el último detalle, todo debía estar perfecto. Jordi pidió a uno de los solados que le llevará hasta la zona de los baños, quería asearse a conciencia y después vestirse para el viaje que le esperaba. Las últimas luces del día se extinguieron cuando Rafael acabó de cargar la mula con los pertrechos que Jordi le había encargado, había preferido cargar casi todo en la mula para que su señor y Odón hicieran la mayor parte del recorrido con el mínimo peso y así llegar descansados al momento del combate. Jordi se había vestido con las ropas ligeras pero mullidas para después colocarse la armadura, en su cinto solamente llevaba un puñal. El escudero sacó a la mula y a Odón de la cuadra y los llevó hasta el acceso de su habitación, al poco Jordi salió y juntos hicieron las últimas comprobaciones. Todo parecía en orden. Rafael preguntó a su señor: — ¿No pensáis despediros del rey? A lo que Jordi le contestó: — No, prefiero salir de la forma más discreta posible, así nadie sabrá a donde me dirijo y nadie me seguirá, parecerá que soy uno más que se retira. Por la mañana, prosiguió Jordi, irás a ver al rey y le explicarás mi plan con todo detalle. Ahora, ayúdame a subirme al caballo.

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Rafael aseguró los correajes de Odón y comprobó que las ataduras desde la silla de éste hasta la mula eran fuertes y seguras. Jordi tomó las riendas y con un firme gesto hizo que Odón empezara a caminar. Rafael levantó la mano en señal de despedida. El joven caballero y sus animales atravesaron lentamente el patio de armas bajo una noche totalmente cerrada, una vez cruzaron bajo el último arco de piedra, apareció por encima de ellos un firmamento plagado de estrellas que les acompañaría hasta el amanecer.

Rosamunda se apoyaba con un brazo contra la pared de la casa y el otro lo apretaba contra su abdomen, no podía contener las nauseas, empezó a vomitar y a toser. Juana y María Eugenia salieron de la casa a toda prisa y se acercaron a ella. Rosamunda tenía la tez totalmente blanca y sudorosa, sus ojos se desorbitaban y empezaba a tener convulsiones. Ambas mujeres la cogieron justo antes de desmayar-se, la empezaron a arrastrar hacia el interior de la casa. Cuando vieron que en el suelo se dibujaba un reguero de sangre que partía de sus pies, sospecharon lo peor. En brazos de las dos mujeres... la princesa dejó de respirar, sus ojos se cerraron y cesaron las convulsiones. Lentamente, la dejaron en el suelo. Con los ojos brillando de tristeza María Eugenia lanzó una mirada asesina a Juana, quien solo hacía que mirar al cadáver mientras balbuceaba palabras ininteligibles. — ¡La has matado le gritó Ma-ría Eugenia, la has matado! — Sabías de sobras las posibles consecuencias, no es la primera vez que ocurre, además, tan solo se trataba de una más de tus pupilas con la que ibas a comerciar, no? Juana se sentía muy segura. La celestina no tuvo más remedio que agachar la cabeza y tragarse la rabia y el orgullo, por nada del mundo podía revelar la verdadera identidad de aquella chica.Juana le dijo: —Prepara la carreta, yo voy a por unas azadas y unas palas, llevaremos el cadáver a un bosque aquí cercano, haremos un hoyo bien profundo aprovechando que la tierra está húmeda por las últimas lluvias, la enterraremos bien y este secreto quedará entre nosotras como han quedado muchos otros.María Eugenia llevó la carreta hasta donde yacía la princesa, al bajarse vio las herramientas y empezó a cargarlas. Entretanto, Juana traía cubos de agua desde el abrevadero y los arrojaba para limpiar los vómitos y la sangre. Una vez acabada la limpieza cogieron a Rosamunda y la subieron a la carreta, la cubrieron con el toldo y emprendieron la marcha hacia el bosque, tenían que darse prisa puesto que la luz del día se apagaba. Las dos mujeres estaban en el suelo, fatigadas y sudorosas. A su lado un buen montón de tierra era testigo del gran agujero que habían excavado. Pasados unos minutos María Eugenia se levantó y fue a la carreta para prender los faroles de aceite que colgaban de los varales. Juana también se incor-poró. Ambas se miraron y no fue necesario decir palabra alguna, cogieron a Rosamunda y la arroja-ron al fondo del hoyo. El ruido al chocar contra el fondo fue escalofriante. Las dos mujeres quedaron frente al gran agujero, María Eugenia empezó a rezar un padrenuestro mientras Juana se apartaba lentamente y se colocaba tras ella. Muy despacio, con su mano izquierda sacó una afilada daga que escondía bajo las sayas, se acercó a su antigua amiga con el máximo sigilo y con el brazo derecho le sujetó el cuello fuertemente contra su pecho. María Eugenia se aferró con las dos manos al brazo de Juana y ese fue el momento preciso en que la bruja, con un rápido movimiento de abajo hacia arriba,

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clavó el frío acero en el costado izquierdo de su víctima partiéndole el corazón en dos. En unos instantes la resistencia de la desafortunada dama de compañía se desvaneció, todo su cuerpo se aflojó como una bola de algodón mientras Juana sentía la calidez de la sangre en su mano siniestra. La bruja empujó hacia adelante el cuerpo de María Eugenia para que cayera en el mismo agujero que su primera víctima. Con la mirada fija en el fondo de la fosa, Juana empezó a hablar en voz alta: — María Eugenia Ferrerdeusolá, pensabas que iba a dejarte marchar? Sé perfectamente quien es esa “pupila”. ¿Acaso creíste que eras la única buscona que se ha movido por palacio? No hay mejor lugar que una tumba para guardar perfectamente un secreto. Tras unos minutos de silencio cogió una de las palas y siguió con las tareas de enterradora.

Jordi llegó al extremo del camino que conducía hasta las cuevas de Cornudella con las primeras luces del día, sentía la fatiga de un trayecto en que solo había contado con las estrellas para guiarse. Des-cabalgó, cogió la cantimplora de calabaza y una escudilla de madera y dio de beber a Odón y a la mula. Después abrió el morral y se comió un buen trozo de chorizo fresco con pan de maíz. Tras un largo trago de vino, se despachó con un regüeldo choricero que ni el mismísimo Domínguez hubiera superado. Se puso manos a la obra y comenzó a colocar la armadura a su caballo, todas las piezas estaban perfectamente bruñidas y las fue encajando una tras otra, desde la capizana hasta la barda. Odón tenía un aspecto de animal invencible. A continuación Jordi empezó a vestir su armadura ligera, quizás no era la que más le pudiera proteger, pero le permitía una libertad de movimientos mucho mayor. Ató las correas de la mula a un buen pino, se acercó a Odón y haciéndole una señal que el animal conocía perfectamente, éste se agachó para permitir que su dueño pudiera subirse sin ayuda de nadie. Una vez colocado en la montura, hizo que Odón girara sobre sí mismo y caminase hasta la mula. Jordi cogió la lanza y colocó la base en la cuja. Todo estaba listo y aprovechando el claro en el que se encontraba realizó todo un surtido de movimientos, desenvainó la espada en varias ocasiones, llevó a Odón al trote haciéndolo girar a dere-cha e izquierda, después al galope y frenar de forma repentina. A Jordi le encantaban todos los sonidos metálicos que se producían durante los movimientos, para él era música triunfal. Herensuge abrió repentinamente un ojo y después el otro, irguió ligeramente la cabeza, algo le había despertado y no sabía qué. Tras unos instantes empezó a notar como un martilleo, como si unos hierros chocaran con otros, pero le parecieron muy lejanos. Se desperezó y puso camino hacia la salida de la cueva, poco a poco aquel ruido se hizo más notorio y Herensuge empezó a pensar que se dirigía hacia su refugio, todos sus sentidos se pusieron en alerta. Tras unos minutos los sonidos eran más claros y, además, su fino olfato empezó a sentir un desagradable olor que le recordaba las malas digestiones que alguna vez había sufrido. La bestia lo entendió, venían a por él. Salió de la cueva y se puso en medio del camino en po-sición oblicua respecto a la entrada, casi un escorzo. De este modo quien se acercara por el camino podría ver su cuerpo y su cola, pero difícilmente la cabeza. En esta posición decidió esperar. Jordi cabalgaba con seguridad, sujetaba las riendas con su mano izquierda y la lanza con la dere-cha. Erguido sobre su montura, desplegaba una estampa de victorioso caballero. Las huellas que apare-cían en el camino le indicaban la presencia del monstruo a poca distancia y con un ligero golpe de espue-

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la hizo que Odón iniciara un trote ligero y entonces, a menos distancia de la que él hubiera imaginado, vio el cuerpo del dragón, tumbado, prácticamente de espaldas a él. Jordi no lo dudó, era el momento idóneo, seguro que acababa de salir de la cueva y estaría medio dormido tal y como había previsto. Agarró con firmeza las riendas, desancló la pica de la cuja y la colocó en posición de ataque, dos espuelazos seguidos hicieron que Odón emprendiera un poderoso galope directo contra el mons-truo. Herensuge parecía no inmutarse, a menos de veinte metros oyó como Jordi elevaba al cielo un bramido de feroz guerrero, Herensuge entonces giró la cabeza y cuando parecía inevitable que aquella lanza le atravesara el cuerpo de parte a parte, soltó un poderoso coletazo contra caballo y caballero que desmanteló totalmente aquel imprudente ataque. Odón quedo medio descuajeringado y Jordi acabó aterrizando encima de un gran zarzal. He-rensuge fijó su atención en el caballero que luchaba por salir de aquel enredo, empezó a caminar hacia él, Odón vio las intenciones de la bestia y a pesar del duro golpe recibido se incorporó y se lanzó de nuevo contra el monstruo para dar oportunidad a su dueño de defenderse. Herensuge miró al caba-llo y sin más dilación le disparó una horrorosa y larga llamarada. Jordi no podía creer lo que estaba viendo, Odón, aquel magnifico corcel, todo bravura y nobleza, había quedado reducido a poco menos que un pollo a l’ast. La alimaña volvió de nuevo hacia Jordi, éste había conseguido salir del zarzal y desenfundó su espada. Herensuge le arreó un golpe de garra que casi le deja sin brazo y la espada se perdió entre el sotobosque. El monstruo no dio más oportunidades, con una garra estrujó el cuerpo del joven guerrero mientras lo levantaba y con la otra le arrancó la cabeza de cuajo, se la metió en la boca y empezó a masticar. El cuerpo del caballero estaba suspendido en el aire, decapitado y cuando dio las últimas convulsiones, Herensuge escupió los restos de cabeza. Algún trozo de yelmo se había quedado entre sus dientes provocándole una sensación muy desagradable. Descartó seguir comiendo y dejó caer el cuerpo. Herensuge se quedó mirando los restos de la lucha, ni habiendo sido en defensa propia se sentía orgulloso. Recordó lo que algunos antepasados le habían contado en alguna ocasión: si se dirigía hacia donde nace el Sol, más pronto o más tarde llegaría a unas tierras cálidas, con playas de arena fina baña-das por un mar azul intenso, quizás allí estaba su destino. Sin pensarlo más, emprendió un nuevo viaje.

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EPÍLOGO

Los días y las semanas fueron pasando, sin noticias, sin ataques del dragón. Aquello llevó a que cronicones y ciegos canta coplas hicieran correr todo tipo de rumores: que si Jordi había rescatado a la princesa y huido a otras tierras, otros afirmaban que dragón y Jordi, tras feroz combate, murieron uno junto al otro y un sinfín de invenciones que, en parte, se sostenían por la ausencia del monstruo aunque nunca nadie había tomado el camino hacia las cuevas para comprobar lo realmente aconteci-do. Paulatinamente todo volvía a su rutina excepto la vida en palacio. El rey Pep se sentía cada vez más triste, llegó el otoño y luego un invierno especialmente duro. El rey enfermó y poco después del nuevo año, falleció. Al morir sin descendencia y sin testamento se inició una dura pugna entre familiares, tanto próximos como lejanos, por los derechos dinásticos. Aquellos enfrentamientos desembocaron en la Guerra del Hereus, que se prolongaría tres años hasta la llegada de la Pax Tortosae, promovida por el ahora arzobispo Juan de Monteras con el apoyo directo de las tropas papales. Mediante esta paz, la Iglesia pasaba a controlar la mayoría de los bienes del reino así como la recaudación de impuestos. Aquella decisión causó un profundo malestar en todos los estamentos y dio lugar a que se pre-parara un movimiento conspiratorio contra la iglesia. A fin de aplacar la incipiente revolución, Juan de Monteras anunció el inicio de la santificación de Jordi Domenech mediante la vía de las virtudes heroicas. Santificar a un paisano generó una nueva ilusión en la gran mayoría de habitantes, les hizo sentirse orgullosos al tiempo que fueron olvidando poco a poco el nuevo régimen que les habían impuesto. Apoyándose en varios supuestos historiadores, dieron por válida la teoría de que Jordi, tras matar al dragón, escapó con Rosamunda para vivir una vida austera y cristiana lejos del reino. De este modo se iniciaba esa curiosa costumbre que ha llegado hasta nuestros días y que consiste en manipular la Historia hasta transformar las derrotas en victorias.

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