salgari emilio - cartago en llamas

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  • 7/28/2019 Salgari Emilio - Cartago en Llamas

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    Ttulo original: Cartagine infiammeTraduccin: Jos Ramn Monreal Diseo de cubierta: OPAL

    2007 de la presente edicin Comunicacin y Publicaciones, S.A. Gran Via

    de les Corts Catalanes, 133, 2.a planta 08014 BarcelonaDep. Legal: B. 22.352-2007I

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    El dios antropfago

    Muera la romana!Sean quemadas sus entraas en el pecho de Moloch!Quedar agradecido y nos infundir nuevas fuerzas.Muera!, muera! Moloch quiere vctimas enemigas!Un inmenso aullido, escapado de treinta o cuarenta mil pechos, que

    pareca el mugido de una gran marea cuando embiste, derriba los di-ques, cubri por algunos instantes aquellas voces aisladas.

    Muera! Con nuestros hijos!

    Haba cerrado la noche, pero pareca que sobre Cartago, la opulenta co-lonia fenicia que disputaba feroz, valerosamente a la poderosa Roma eldominio del mundo antiguo, resplandecan millares de pequeos soles.

    A travs de la inmensa avenida de Khamon, que divida la ciudad endos partes distintas, bordeada por maravillosas alamedas de soberbias

    palmeras, descenda una inmensa muchedumbre hacia el templo dedi-cado al terrible dios Baal Moloch, el dios representante del fuego mal-fico: el rayo que incendia las mieses, los ardores del sol que esterilizan lallanura, y, para aplacar al cual, fenicios y cartagineses ofrecan entre sus

    brazos ardientes o en el antro monstruoso de su pecho sus hijos predi-lectos, para que se abrasaran vivos.Eran millares y millares de mercaderes, de navegantes, de guerreros,

    de carpinteros, de alfareros, y fabricantes de estatuitas, de armas n-midas, mauritanos, negros mercenarios y marineros de Tiro y de Arados,y bajaban en masas compactas desde la necrpolis, llevando un infinitonmero de astas de hierro en cuyo extremo ardan globos de algodn im-

    pregnados de materias resinosas que relampagueaban hasta deslumhrar.Bajaban en confusin, en medio de manadas de elefantes gigantescos

    que llevaban a lomo torres de madera llenas de saeteras; de camellos, deasnos, de carros de guerra sobre los cuales se levantaban robustas cata-pultas, entre un estruendo ensordecedor de enormes odres furiosamentegolpeados por negros gigantescos, desheminith de ocho cuerdas, de kin-norque tenan diez, y de neboL, que a veces tenan quince.

    En medio de aquellas millaradas de personas pertenecientes a todos

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    los estamentos sociales y que parecan presas de un verdadero furor, seabran fatigosamente paso los sacerdotes de Baal Samin, el dios de losespacios celestes; de Baal-Peor, el dios de los montes sagrados; de BaalZabaub, dios de la corrupcin; de Astart, la eterna divinidad del amor,la gran voluptuosa que Asia, patria antigua de los colonos cartagineses,haba adorado desde los tiempos ms antiguos y deba reinar ms ade-

    lante, en virtud de su gracia omnipotente, sobre Grecia y sobre Romacon el nombre de Venus; de Tanit, que representaba para los cartagine-ses el sol, y de Melqart, que, con sus trabajos, mucho ms prodigiososque los de Hrcules, era la encarnacin de la fuerza del genio fenicio yal cual se atribuan los grandes descubrimientos, comenzando por lacreacin del alfabeto y de la navegacin.

    Todos llevaban sus vestidos de mayor gala: los sacerdotes de Khamonostentaban sus ricas tnicas de lana aleonada, de anchos y largos pliegues,a lo asirio, y las inmensas mitras de plata sobre la cabeza; los de Esmn, sus

    grandes mantos de lino con cuellos blancos; los de Melqart, sus ropajesmorados que resaltaban vivamente al resplandor de aquellas innumerablesluces; los de Abbadiris se reconocan por sus largas zamarras, asaz estre-chas, de color de mar, sembradas de estrellitas que representaban el octavocab, el ltimo planeta descubierto por los cartagineses, aunque no eraotro que la Estrella Polar, su Esmn, al que tributaban apasionado culto,instintivo, supersticioso hasta el fanatismo, pero muy puesto en razn lid-iadora de una nacin de marineros, porque la misteriosa estrella del norteera la nica que guiaba, en aquellas lejanas pocas, a sus gloriosos navegan-

    tes por el Mediterrneo, por el Atlntico y aun tal vez mucho ms all, porla Atlntida misteriosa, y quizs tambin hasta llegar a las lejanas Americas.

    Detrs de aquella turba de sacerdotes, bajo baldaquinos de prpura,de aquella famosa prpura que slo los fenicios y sus colonos saban fa-

    bricar y teir, y sirvi de ornamento y enriqueci, por siglos y siglos, sinque nadie consiguiese arrancarles su secreto, los vestidos y los mantosde los poderosos y lleg a ser sinnimo de poder imperial, eran condu-cidos sobre palanquines dorados los dolos inferiores.

    He ah a Baal, que no era otro que el Bel caldeo, convertido en Zeus

    o Jpiter para los griegos; he ah a Melkir, hijo de los domadores de leo-nes de la Mesopotamia, prototipo de Hrcules; Adonis, el hermoso man-cebo, dios de la primavera, y Tommoz, el dios predilecto, que Istar fue a

    buscar hasta las profundas y humeantes vorgines del infierno, y pas,sin cambiar siquiera de nombre, a la mitologa griega; Pataques, que fi-guraba un gigantesco nio, y, por fin, sobre un inmenso carro, que envez de ruedas tena cilindros de palo de cedro, el terrible e insaciable diosBaal Moloch, el devorador de las vrgenes y de los nios, arrastrado poralgunas docenas de robustos nmidas, todo en bronce, con los brazos ex-tendidos y un gran agujero en medio del pecho.

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    Muera la romana! vociferaba la turba que rodeaba aquelmonstruoso dolo. Muera con nuestros hijos!

    Las filas de los mercenarios de la Repblica cartaginesa cargaron fu-riosamente con las conteras de sus lanzas sobre las masas populares, paraabrir paso a los sacerdotes, a los baldaquinos, a los dioses, a ios elefantes,a los camellos, pero pareca que nadie se resintiese de aquellos golpes.

    Aquel rugido tremendo, que pareca lanzado por el mar en nochede tempestad, se repeta siempre igual, feroz, terrible.

    Muera la romana! A muerte con nuestros hijos!Viva la repblica!Danos an la victoria, Baal Moloch! Devora a nuestros hijos,

    pero salva la patria!Acurdate de Rgulo!Slvanos, Moloch! Slvanos, dios del fuego y de los rayos!La inmensa procesin, entre aquel ruido horrendo de rugidos, de enor-

    mes tambores, de ensordecedores cmbalos y de instrumentos de cuerda, ala luz lvida, cadavrica, de aquellas astas de hierro terminadas en pelotasempapadas de resina, entre los mugidos formidables de los elefantes, elulular estridente de los camellos y los bramidos de los asnos, avanzabasiempre. Detrs del monstruoso dios de bronce que los hercleos nmidasarrastraban jadeantes, seguan hasta veinte nios, todos vestidos de prpu-ra, coronados con guirnaldas de flores, plidos, llorosos, porque no ignora-

    ban ya la suerte horrenda a que les haban condenado sus padres para lasalvacin de la patria en peligro y el triunfo de las hordas mercenarias que

    luchaban en vano en Hispania y Cerdea contra las pujantes e incesantesarremetidas de la hasta entonces invicta Repblica romana.

    En medio de ellos se ergua la figura gentil de una doncella de blan-ca tez, largusimos y rizados cabellos negros, con las opulentas formasde las fuertes mujeres de la Etruria itlica, y los ojos negrsimos y ater-ciopelados.

    Llevaba una sencilla tnica, semejante a una camisa, bastante abier-ta por el cuello, hasta ensear los hombros, y por nico adorno un bra-zalete de bronce, de forma espiral, parecida a una serpiente, en la mu-

    eca izquierda.Estaba palidsima y a veces experimentaba un fuerte sacudimiento,

    pero andaba, no obstante, sin necesidad de que la empujasen, ni de quela sostuviesen, con los ojos fijos en lo alto, dilatados por un intenso te-rror y una angustia inexpresable.

    La procesin, llegada finalmente a una inmensa plaza rodeada demacizas casas de forma cuadrada, con vastas azoteas henchidas de gen-te, se detuvo.

    Los mercenarios rechazaron hacia las casas a la muchedumbre, car-

    gando brutalmente sobre hombres y mujeres, sin distincin, y una vez

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    qued un espacio bastante anchuroso, hicieron avanzar al monstruosodios Moloch.

    De pronto se adelant una escuadra compuesta de veinte esclavos,que arrojaron alrededor del dolo cuarenta haces de lea de laurel, decedro, de odres, para poner incandescente del todo aquella enormemasa de bronce, puesto que por el fuego deban perecer, dentro de

    aquella espantosa cavidad que deba convertirse en una especie de hor-no crematorio, la joven romana y los nios cartagineses escogidos entrelas ms ilustres familias de la ciudad, para que el monstruoso dios agra-deciese mejor el holocausto atroz.

    No haba para sorprenderse de que los cartagineses, que haban he-redado la ferocidad de los fenicios, de igual manera que sus supersticio-nes, sacrificasen, en momentos en que la patria estaba en peligro, sushijos al temido dios del fuego.

    Los brazos incandescentes de Moloch estaban abiertos todo el ao

    para recibir las presas humanas que se le ofrecan y que por lo comneran nios que sus mismos padres entregaban, sin derramar ninguna l-grima, sin un solo estremecimiento de horror.

    Por lo comn eran las mujeres de los marineros las que ofrecan ma-yor nmero de vctimas al dolo monstruoso, porque esperaban conaquellos holocaustos humanos conjurar la implacable avidez de las olasy salvar de este modo la vida a sus navegantes, extraviados en remotasregiones, sobre los mares inclementes del septentrin, donde aquellosaudaces se aventuraban osadamente entre los hielos y las nieblas a fin de

    procurarse el estao necesario para sus bronces, y que no encontrabanen sus tierras.

    En Tiro, la opulenta colonia fenicia de Asia Menor, como en Carta-go, hacan votos y promesas a Moloch, votos y promesas de carne tier-na, de miembros infantiles y de juveniles cabelleras; y votos y promesasmantenan escrupulosamente las madres aun despus del retorno de losmaridos, salvos de las tempestades del Mediterrneo y del misteriosoAtlntico, porque la siniestra amenaza del mar estaba siempre levantadaen alto y poda caer ms tarde...

    En la inmensa plaza se haba establecido hondo silencio. El sche-minth, los kinnor, los nebolj los atabales haban enmudecido y la mu-chedumbre no circulaba ya.

    Pareca que un sbito espanto hubiese sobrecogido a aquella multi-tud, que poco antes tan despiadada se mostrara contra aquella hija de lafuerte Roma.

    El sumo sacerdote de Moloch, anciano de imponente estatura, quellevaba sobre la cabeza una especie de mitra asira de metal dorado y, enel pecho y sobre la larga tnica morada, una gran placa de oro, de formarectangular, toda ella cubierta de piedras preciosas, rubes y esmeraldas,

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    se haba acercado al dios, seguido de un esclavo que sostena sobre su ca-beza un soberbio vaso de bronce en cuya cima guardaba incienso.

    Contempl un momento el dolo, haciendo amplios gestos y pro-nunciando palabras misteriosas; despus arroj en el agujero que se en-sanchaba entre los dos brazos, alargados hacia adelante, como para aga-rrar las vctimas que le eran ofrecidas, un poco de harina y dos hojazas;

    despus encendi una antorcha en la llama del incensario y prendifuego a los haces de aloes, de cedro y de laurel.

    Hecho esto, mientras la hoguera se corra rpidamente, envolviendoa Baal Moloch dentro de una cortina de fuego y escondindolo a todaslas miradas, levant los brazos al cielo, gritando con voz estentrea:

    Oh, fuego, seor supremo, que te levantas en nuestro pas!Hroe, hijo del Ocano, que te levantas sobre las olas!Oh, fuego, que con tu vivida llama haces la luz en la morada de las

    tinieblas y determinas su destino a todo aquel que lleva un nombre!

    T eres el que mezcla el cobre con el estao para darnos armas.T, el que purifica el oro y la plata.T, el que llena de espanto el pecho del malvado en la noche.E1 hombre, hijo de Tanit, haga obras que brillen en el amor de la

    patria y resplandezcan como el cielo.Sea puro como la tierra.Y centellee como la mitad del cielo bajo la luz de Baal Moloch.Terminada aquella extraa invocacin, el sumo sacerdote del dios

    de bronce hizo una seal a los esclavos, que con largas astas de bronce

    removan los haces de lea.A aquella seal fueron apartados los troncos, levantando un torbe-

    llino de chispas que la brisa que soplaba del mar arrebat, lanzndolas aprodigiosa altura, y el dios apareci todo hecho un ascua, con la enor-me abertura del pecho humeando.

    Se levant entre la muchedumbre un grito de terror, que fue acalla-do al punto.

    El sacerdote mir los elefantes, alineados a una y otra parte del doloy que daban seales de inquietud, espantados con todos aquellos ti-

    zones que ardan en el suelo, humeando y crepitando; mir luego porlargo tiempo la multitud, mantenida a distancia por unas cuantas doce-nas de mercenarios nmidas; se acerc luego a los nios, que se estre-chaban unos contra otros, lanzando lamentos desgarradores que hacanestremecer el corazn, y les arranc a cada uno un puado de cabellosque arroj entre los brazos incandescentes de Moloch.

    Se levant un inmenso clamor en la plaza.La romana primero!La prueba respondi framente el sumo sacerdote del terrible dios.

    A estas palabras, pronunciadas con voz tonante, pareci como que

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    corriese un estremecimiento sobre la multitud acorralada contra las ca-sas. Millares y millares de ojos estaban fijos en el sacerdote, rodeadoahora por los de Baal Samin, Baal Peor, Tanit, Tarbal, Andramdet, Der-ceto y Kijom.

    Infundidles nimo a estos nios! dijo el sacerdote de Moloch. No veis cmo tiemblan? Mostradles cmo hay que sacrificarse por

    la patria y cmo el dolor no es nada.Los sacerdotes se sacaron de debajo de sus fajas de prpura sendos

    puales de bronce, y con una serenidad maravillosa y ai mismo tiemporepugnante, comenzaron a rajarse ferozmente el rostro y los brazos,mientras otros se introducan en las mejillas y en el pecho largos clavos,sin que se escapase de sus labios el ms leve quejido.

    Corra la sangre, manchaba sus vestidos, las carnes desgarradas se es-tremecan bajo el espasmo que su frrea voluntad no lograba dominarcompletamente, aunque permanecieran mudos como si no experimen-

    tasen el menor dolor.La prueba! repiti el sacerdote de Moloch, mirando el dolo

    siempre al rojo.Con un gesto rpido cogi a uno de los veinte nios, lo levant en

    alto y lo arroj en el horno ardiente que se abra en el pecho del dolo.Se oy un terrible grito que hizo horrorizar a la multitud y en segui-

    da se escap un vapor blanquecino por entre los brazos abrasados deldevorador de vctimas humanas.

    La cremacin del desgraciado pequeuelo haba sido fulminante.

    Sus tiernas y rosadas carnes haban desaparecido, incineradas, en el an-tro espantoso del terrible dios.

    Un inmenso clamor, salido de cincuenta mil pechos, estall casi desbito.

    La romana!, la romana!No era verdaderamente un clamor; era un aullido horrendo que re-

    sonaba como una rebelin contra la fra ferocidad del gran sacerdote ycontra la insaciable voracidad de aquel monstruo broncneo.

    El sumo sacerdote se acerc a la doncella, que pareca petrificada

    por el terror; le arranc un puado de cabellos, que arroj entre los bra-zos de Baal Moloch, y en seguida, cogindola por las muecas, la arras-tr hacia el fuego.

    La boca del agujero era asaz grande para tragarla. Adems, los esclavosque haban trado los haces estaban preparados para ayudar al sacerdote.

    Perdn! exclam la msera, forcejeando desesperadamente.Moloch quiere ahora carne de nuestros enemigos, maldita! dijo el

    sacerdote con una sonrisa de tigre. Abre el camino a nuestros hijos!De pronto se produjo un movimiento repentino entre la muche-

    dumbre que estaba cobijada detrs de la estatua del dios y en seguida

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    una voz que pareca el eco de una tromba grit, interrumpiendo el si-lencio que volva a reinar en la inmensa plaza:

    Fulvia! A m, amigos!Un hombre se haba lanzado entre los sacerdotes con el mpetu de

    una fiera enfurecida, derribando con sobrehumanas fuerzas cuanto se lepona delante.

    Era un guerrero de elevada estatura, moreno como un nmida, ocomo un verdadero fenicio, de ojos negrsimos, lo mismo que la barba,cubierta la cabeza con un yelmo de bronce, el cuerpo defendido pormedia coraza de escamas de igual metal, y en el puo una espada corta,ancha, de doble filo.

    A su grito, cuarenta hombres, como l armados, de igual manera cu-biertos de bronce, la piel casi negra, todos robustsimos y musculosos,salieron de entre las apreturas de la multitud, lanzando cavernosos gritos.

    Suelta a esta mujer! aull el guerrero con voz terrible, recha-

    zando violentamente al sacerdote de Moloch, con la siniestra mano,mientras con la diestra levantaba el arma. Es ma!

    Cmo! Te atreves a tal sacrilegio? exclam el sacerdote, indig-nado.

    S; a arrebatarla a ese monstruo de bronce, que no tiene otro va-lor que el de estar fabricado con metales que hemos ido a buscar a losmares nebulosos y sin estrellas del septentrin respondi el guerrero.

    Quin eres t que de tal manera te atreves a hablar?Soy un cartagins que en el lago Trasmeno salv a Anbal; un

    cartagins que en Hispania decidi muchas veces las batallas en nuestrofavor; un cartagins que ha conquistado media Galia y al que la patria,en recompensa, envi desterrado a Tiro respondi el guerrero, conacento desdeoso.

    Cul es tu nombre?Ya lo sabrs otro da, no esta noche. Entrgame a la romana o no

    respondo del peso de mi espada.Es una enemiga! El pueblo lo sabe!Pues bien, yo le digo muy alto, a ese pueblo que me escucha, que

    esta mujer, cuando en el lago Trasmeno ca herido de muerte de un ve-nablo romano, me acogi en su casa y me cur como si fuese un her-mano.

    No la arrebatars a Baal Moloch! grit el sacerdote, enfureci-do. Est condenada!

    Yo se la arrancar! respondi el guerrero.Ests ofendiendo al dios del fuego.Pues que me parta de un rayo, si puede!Moloch! Aniquila a este miserable!El fiero cartagins solt una carcajada sarcstica.

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    Ni un rayo, ni siquiera una mala nube! No vale ni con muchoeste informe monstruo de bronce lo que mi espada!

    La muchedumbre, espantada, no se atreva a lanzar un grito. La fierafigura del guerrero, que desafiaba desdeosamente al poderoso dios y asu sacerdote, ante los cuales temblaban an los individuos del GranConsejo y que despus del reto an estaba vivo, haba producido una

    impresin imposible de describir.Que avancen los elefantes! grit el sacerdote, que reventaba de

    rabia. Aplastad a este miserable que insulta nuestra religin!El guerrero, de un empujn terrible, derrib al sacerdote hacindole

    caer junto a uno de los que rodeaban a Moloch, y en seguida, volvindo-se hacia sus hombres, que asistan impasibles a aquella escena, les dijo:

    Recordad cmo en Cannas rechazaban los romanos a nuestroselefantes.

    Los cuarenta nmidas se haban lanzado, como una masa fulminan-

    te, hacia las hogueras que estaban consumindose y al ver a los probos-cidios avanzar amenazadoramente, con las trompas levantadas, habancomenzado a lanzar, con prodigiosa rapidez, contra aquellos colosos,un huracn de tizones ardientes.

    Delante de aquella lluvia de fuego, los elefantes haban retrocedido be-rreando espantosamente, hasta que, presas de repentino pnico, se arroja-ron sobre los mercenarios y el gento, ocasionando una general desbandada.

    Los camellosy los asnos, a su vez, espantados, se haban dado a lafuga, derribando a cuantos encontraban a su paso.

    En un momento, la plaza se convirti en el trasunto de una verdade-ra Babilonia. Todos escapaban gritando, refugindose dentro de las casaso de las calles laterales, mientras los elefantes, enfurecidos por los tizonesde fuego, derribaban los dolos que rodeaban a Moloch y cargaban fre-nticamente, sordos a las voces de sus guardianes, vibrando a derecha eizquierda formidables trompazos que abatan filas enteras de fugitivos.

    El guerrero, sin preocuparse por lo que suceda, se haba lanzado ha-cia la joven romana, dicindole rpidamente:

    Huye con nosotros, Fulvia!

    Hiram!Calla, no pronuncies mi nombre. Estoy muerto para mi patria -

    respondi el guerrero, con amargura.Luego, volvindose a los nios que se estrechaban unos contra

    otros, les dijo con dulzura:Volved a vuestras casas..., id mientras tengis tiempo. Moloch,

    por hoy, os ha respetado.Cogi a la joven romana por una mano y la llev consigo, gritando

    amenazadoramente:Ay del que caiga bajo mi espada! Plaza!

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    II

    A bordo de la hemiolia

    Aquella amenaza, que, sin ninguna duda, hubiera cumplido aquelfiero guerrero que acababa de desafiar una poblacin entera, entre lasms valientes del Mediterrneo, resultaba intil, sin embargo, pues na-die, a buen seguro, pensaba en cerrarle el paso.

    La carga de los elefantes haba puesto en fuga a la muchedumbreque se haba puesto precipitadamente a salvo en las casas y templos ve-cinos. Hasta los sacerdotes haban escapado ms que de prisa abando-

    nando sus dolos y sus estandartes, y los mercenarios que haban trata-do de resistir el choque de aquellas masas monstruosas yacan ahora entierra, aplastados o estropeados por los terribles trompazos y patadas deaquellas dos docenas de proboscidios.

    Hiram, viendo que nadie le iba al alcance, despus de libertar a losnios, haba echado a correr a travs de la gran plaza, obligando a la jo-ven romana a seguirlo, mientras sus hombres, provistos de tizones en-cendidos para rechazar el probable ataque de los elefantes, formaban aderecha e izquierda de su capitn dos grandes lneas para protegerle

    contra cualquier peligro.Llegados a una calle oscursima por la que no discurra alma vivien-

    te, retard el paso, diciendo a Fulvia:No me han reconocido; no han recordado en m al desterrado de

    Tiro y, por lo tanto, nada tenemos que temer. A bordo de mi nave novendr nadie, al menos por ahora, a detenernos ni prendernos. Por otra

    parte, nos prevendremos.Te debo la vida respondi la joven romana.Un da salvaste t la ma, y yo era tu enemigo.

    No mo,porque soy etrusca, y no romana.Lo mismo da.Para m, eras un hombre herido.Los de mi raza, si yo hubiese sido romano, no me hubieran dado

    cuartel respondi Hiram, con voz grave. Ya sabes cmo trataron aAtilio Rgulo y a cuantos han tenido la desgracia de caer en nuestrasmanos. Sus pellejos, arrancados an estremecientes y calientes de sus

    pechos, adornan nuestros templos.

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    Fulvia experiment un estremecimiento de terror y baj la cabezasin responder.

    Apresurmonos dijo Hiram, apretando el paso.La joven etrusca, en vez de seguirle, se detuvo, mirando en pos de s

    la tenebrosa calle.Nadie nos sigue dijo el guerrero. Han perdido nuestras hue-

    llas y han de habrselas an con los elefantes.Tengo miedo de Fegor.Fegor? Quin es se?Un hombre a quien temo ms que al gran sacerdote de Baal Mo-

    loch y los individuos del Gran Consejo.Por qu, Fulvia?-Calla por ahora. Huyamos, Hiram. Tal vez nos vaya al alcance.

    Si nos lo da, le har arrojar al mar con una piedra al cuello.No se dejar coger; es demasiado astuto y demasiado prudente.

    -Apresurmonos, entonces.Recorrieron con vivo paso algunas tortuosas calles que ninguna luz

    iluminaba y que se hallaban enteramente desiertas, por haber acudidola poblacin en masa a la plaza para asistir a los sacrificios humanos, yllegaron finalmente ante una gigantesca muralla que se extenda hastalos muelles del pequeo mar interior.

    Cartago poda rivalizar, en cuanto a sus fortificaciones, con la opu-lenta Tiro, que a tan dura prueba puso a los ejrcitos de Alejandro elMacedonio cuando ste, en el ao 332 antes de Jesucristo, emprendi

    su conquista, y tambin su destruccin.Desde las colinas fronterizas casi con el desierto, estaba toda rodea-

    da de murallas ciclpeas, compuestas, como la famosa de Arados, debloques gigantescos, reunidos sin ningn cemento, y de baluartes pare-cidos a los que construyeran los egipcios miles de aos antes.

    Slo algunas y muy angostas puertas daban entrada y salida a la ciu-dad, guardada siempre por buen golpe de mercenarios para impedircualquier inesperada invasin.

    Hiram, despus de haberse asegurado bien de que nadie les haba

    ido en seguimiento, se acerc a un portillo de bronce, frente al cual ve-laban algunos soldados.

    Dejad paso a unos marineros que vuelven a su nave dijo Hi -ram, haciendo tintinear en sus manos algunas monedas de plata.Han terminado ya los sacrificios a Baal Moloch.

    Que Melqart (el dios de los navegantes y de los mares) te sea pro-picio respondi el guardia, abriendo el portillo de bronce.

    Gracias por el buen deseo dijo Hiram. Baal Hannon os pro-teja.

    Se introdujo en un estrecho corredor, llevando de la mano a la joven

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    A quin has dado la nuestra?A su esclava favorita.Hiram pareca hallarse hondamente preocupado. Permaneci silen-

    cioso durante algunos minutos, interrogando ansiosamente las tinieblascon la mirada, y volvindose luego a los hombres que le rodeaban y pa-recan compartir las ansias del capitn, dijo:

    Idos a descansar. Yo velar. No se sabe nunca lo que puede suceder.Mientras los nmidas desaparecan silenciosamente bajo cubierta,

    Hiram se dejaba caer sobre el banco del hortator, sin apartar los ojos delos ciclpeos muros de la ciudad silenciosa.

    Una mano que se apoy sobre su hombro y le dio un ligero golpeci-to sac bruscamente a Hiram de sus meditaciones.

    Me has olvidado, Hiram? pregunt una voz. El hermanono se acuerda ya de aquella que un da, en una humilde casa de la Etru-ria, llam con el dulce nombre de hermana, aunque entre mi patria y la

    tuya hubiese un lago colmado de sangre? Por qu me has salvado? Novala la pena exponerse a un peligro tan grande para arrancar de lamuerte a quin?, a una plebeya, a una hija del terruo, aunque sea delterruo romano.

    Hiram se levant.Perdname, nia; es verdad, te haba olvidado por un momento.Cmo no perdonar al que le debo la vida? respondi la roma-

    na. Sin ti, qu sera yo a estas horas? Un puado de polvo; qu do-lor no hubiera ocasionado mi muerte a mi anciana madre!

    A tu madre? pregunt el cartagins, asombrado. Estaqu? Pero cmo os encontris en Cartago mientras yo os dej libres yfelices en Etruria?

    No conoces mi historia, pero crea, sin embargo, que sabas queestaba aqu.

    Lo ignoraba, Fulvia. De haberlo sabido, hubiera acudido a misamigos para que te libertasen y te repatriasen. No faltan aqu naves fe-nicias que comercian con Nepolis (aples) y Puteoli (Pozzuoli) y hu-

    biera sido fcil enviarte a tu pas.

    Esta vez fue la nia quien se mostr profundamente sorprendida.Me habras retornado a Italia! exclam con acento de dolor.

    No te habas, pues, apostado con tus hombres en la plaza de Melqartpara salvarme?

    Llegu a Tiro ayer por la maana, disfrazado, al cabo de dos lar-gos aos de destierro respondi Hiram. Cmo poda saber quehubieses sido condenada a ser inmolada a Moloch?

    Por qu, entonces, te encontrabas all armado, con toda tu gente?.Hiram pareci quedar algo incomodado con la pregunta y perma-

    neci silencioso un momento, mirando siempre hacia la ciudad.

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    Tu patria ha vuelto a romper las hostilidades con la ma dijo.Por eso he huido del destierro y me encuentro aqu. Poda permaneceryo all, con los brazos cruzados, yo que he pasado diecisiete aos com-

    batiendo en Hispania, en las Galias y el lago Trasmeno con el gran An-bal, cuando la patria est en peligro? Verdad es que esta patria no se hamostrado agradecida, como tampoco lo fue con Anbal, pero he nacido

    dentro de esos muros y dentro de esos muros descansan tambin mis an-tepasados.

    Estabas desterrado! T, uno de los ms famosos capitanes de larepblica! exclam Fulvia.

    S, por odio de uno de los ms influyentes individuos del Colegio delos Sufetas y del Consejo de los Ciento dijo Hiram, con voz amarga.

    Hiram mir de nuevo el horizonte, con no menos ansiedad, y repuso:No me has dicho an cmo te encuentras aqu. Cuando te dej

    eras casi una nia; te encuentro en Cartago hecha una mujer y tal vez

    esclava. Quin te ha trado aqu?La guerra haba devastado Etruria e incendiado nuestras casas,

    aun aquella donde estuviste refugiado y te curaste de las heridas. Mi pa-dre, arruinado completamente, nos llev a Camae, donde tena parien-tes que comerciaban con los fenicios de Tiro y de Rodas. Un da fondeuna nave, cargada de aquellos vasos esplndidos y de aquellas graciosasestatuitas que slo sabe hacer aquel pueblo. Cuando termin la venta,los fenicios, como solan hacer a menudo, nos convidaron a ir a bordo,so pretexto de hacernos regalos, y nos trajeron aqu.

    Y te vendieron como esclava aadi Hiram. Cunto tiem-po hace que ests en Cartago?

    Dos aos.Pobre Fulvia! murmur Hiram. Entonces me hallaba yo

    muy lejos.Quizs sin acordarte de m ni en lo ms mnimo dijo la joven.No, te engaas. En mis horas de desaliento vea a menudo tu ca-

    sita, los rboles que la defendan del ardor del hirviente sol etrusco; unalinda salita donde tu padre me curaba y la nia me cantaba dulces can-

    ciones para aliviar los dolores que me ocasionara la lanzada que me in-firi un centurin romano, y que me haba traspasado el costado. Aun-que ha transcurrido mucho tiempo, ya ves que te he reconocido enseguida, aunque te hubiese dejado nia, pues no tenas entonces ms dediez aos. Y t, has pensado alguna vez en el guerrero cartagins que tu

    padre y tu madre salvaron de la muerte?Ms de lo que crees respondi la etrusca, reprimiendo un sus-

    piro. Cuntas veces habr soado con el valiente joven, por enemigoque fuera de la gente itlica, extendido, todo lleno de sangre, sobre mi

    cama, fiero aun en el trance de la muerte y sonriente hasta en la ago-

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    na!... Cuntas veces le he vuelto a ver como cuando despus de aque-lla larga convalecencia se apoyaba en mi dbil brazo hablndome de su

    patria lejana o refirindome tremendos episodios de la guerra! Y cun-tas veces no le he vuelto a ver cuando me dio el ltimo adis, una her-mosa maana de primavera, en el lindero del bosque que se extendadetrs de mi casa!...

    Fulvia haba levantado la cabeza mirando al cartagins, pero no pa-reca que ste la escuchara ya. Inclinado hacia adelante, con los brazosextendidos, pareca que siguiese con la mirada algo que revoloteara.

    Hiram! murmur Fulvia.La paloma! exclam el cartagins, haciendo un ademn de ale-

    gra. Ah! Por fin! Me la enva!Hiram, dejando a la joven, corri hacia la proa en cuyo corona-

    miento se haba posado un ave cuyo blanqusimo plumaje resaltaba enla profunda oscuridad que rodeaba la nave.

    El cartagins la cogi con la mano, sin que el gentil enviado tratasede escaparse.

    No tena aquello nada de extrao, pues todas las naves fenicias ycartaginesas llevaban siempre palomas mensajeras para enviar noticias asus allegados lejanos en caso de peligro.

    Hiram la bes en el pico y luego busc las alas.Ah! Aqu est! exclam con un grito de alegra. Sidonio!

    Una luz!, una luz!El hortator, que an no se haba dormido, sali de debajo del casti-

    llo de proa con una lamparilla de barro cocido, modelada en forma decabeza de carnero.

    Ha llegado? pregunt.S; he encontrado un rollito bajo una de sus alas.El hortatorlevant la lmpara, mientras Hiram desenvolva un pe-

    dacito de piel barnizado de cera, sobre el cual se vean jeroglficos traza-dos con algn alfiler o punzn.

    Qu hay? pregunt Sidonio, que observaba el semblante delcapitn y vio que palideca intensamente.

    Va a quedar perdida para m! respondi Hiram con voz sorda.Qu dices?Dentro de tres das ser esposa.Qu vas a hacer, entonces?El cartagins permaneci perplejo un momento, llevndose las ma-

    nos a la frente, cubierta de un sudor fro, y en seguida repuso:Puedo contar con la vida de mis nmidas, Sidonio?Como con la ma, capitn.Aun si los arrastrase a travs de Cartago?

    Son unos mercachifles! respondi Sidonio, con una sonrisa de

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    Un agudo silbido interrumpi la frase, seguido de un ligero grito.Tocado dijo Hiram. Sidonio, anda a tierra y remtalo con la

    daga.El hortatorcorri hacia el puente que una el barco con el muelle,

    empuando una ancha y corta hoja, y desapareci en medio de las mer-cancas.

    Su ausencia dur cinco o seis minutos, y luego Hiram le vio reapa-recer con aspecto ms compungido que alegre.Le has matado? pregunt el cartagins.El maldito ha desaparecido exclam el hortatorcon rabia.

    Pero si se deja volver a ver, espero desquitarme.

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    Qu piensas hacer?Pues maana por la noche voy a ver a Ofir.Y si te sorprenden? No has sido indultado, y si te sorprenden ya

    sabes la suerte que te espera.Nada me importa la muerte! exclam Hiram. Qu sera de

    mi vida sin Ofir? Viles mercaderes que necesitan de nuestros brazos

    para defender su trfico y despus nos desprecian, como si nuestra san-gre no valiese ms que la suya! Si yo fuera un miserable tendero de pr-

    pura y de vasos, Ofir hubiera sido ma, pues su padre no me la hubieranegado! Malditos sean tus negociantes, Cartago!

    Entonces, la maldicin cae tambin sobre ti. Acaso no llevamosmercancas de Tiro? A bordo, que vendemos cosas hermossimas! So-mos unos honrados traficantes...

    Magnfica idea se te ha ocurrido, Sidonio! Se me ha ocurridovender caballos. Podramos tenerlos para maana al anochecer?

    Nada ms fcil, capitn.Me acompaars?Hasta el mismo desierto de Mauritania, si fuera el caso.He de verla.Y si se casa?Tengo cincuenta hombres que, segn me has dicho, son ciega-

    mente fieles.Y lo repito. Cuando les digas que han de perder la vida, la perde-

    rn. Son nmidas, capitn. Pero vete ya, duerme! Fa en m, capitn.

    Hiram, siempre pensativo, baj por la escotilla de los camarotes depopa.

    La noche transcurri tranquilamente y albore de igual manera,despertando a su rosada luz la actividad del puerto.

    Desembocaban por las portas de las naves tropeles de hombres; sa-lan por las puertas de las almenadas murallas de Cartago largas filas deesclavos, casi todos prisioneros de guerra, empleados en desembarcarlos preciosos tejidos procedentes de las islas del archipilago y de los

    puertos de Asia Menor, o bien el estao y el cobre que los osados feni-

    cios iban a buscar en la lejana Bretaa o en aquel misterioso continenteque se extenda entre las costas de frica y del continente llamado hoyAmrica, en aquella Atlntida desaparecida despus, no se sabe cmo,

    bajo las olas, sin dejar rastro.Hiram, que, como todos los navegantes, estaba acostumbrado a

    dormir muy poco, haba subido a cubierta mientras sus hombres traba-jaban en la bodega, enviando a cubierta gruesos fardos que los otrosmarineros abran, sacando estatuitas de mrmol, de bronce, de marfil yde barro cocido, artculo muy buscado en aquellos tiempos y que cons-titua un comercio de los ms florecientes por no tener rivales los feni-

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    S.No te equivocas?No; es el que anoche nos segua y el que ha escapado no hace mu-

    cho a tu flecha.Le voy a matar.Aqu, en pleno da, tan cerca de los buques de guerra? Te expon-

    dras al peligro de hacerte traicin t mismo, Hiram. No te enemistes conese hombre que, como te he dicho, es un espa del Consejo de los Ciento.

    Tienes razn, Fulvia. Pero y si slo hubiese venido para entre-garte en manos de los sacerdotes de Baal Moloch?

    No te he dicho que me ama locamente? Tiene el mayor intersdel mundo en salvarme antes que en perderme.

    Y por qu habr venido aqu?Quizs para hablarme.Mustrame quin es.

    El ms joven de los tres, que va disfrazado de mercader nmida.Hiram se volvi y observ tres mercaderes que estaban examinando

    los vasos de metal y de vidrio, las cermicas y las telas que les mostrabaSidonio, ponderndoles su valor y su finura.

    Fegor mostraba interesarse, mientras de vez en cuando miraba desoslayo intensamente a la joven etrusca, asaetndola con sus ojillos ne-grsimos que tenan el brillo de los de las serpientes.

    Era un joven de unos veinticinco a veintiocho aos, de lneas durasy angulosas, con la piel bastante bronceada, y de elevada estatura.

    Era enjuto y musculoso como un verdadero mauritano y, a seme-janza de aquellos fieros corsarios del Atlntico, llevaba una holgadacapa de tela basta, de color oscuro, con un ancho capuchn que le es-conda casi enteramente el rostro.

    El tipo del verdadero traidor dijo Hiram, haciendo un gesto de re-pulsin. Ese hombre debe tener el corazn de hiena. Le amas t, Fulvia?

    Yo! Una etrusca!Entonces debes de temerle.Mucho.

    Acrcate; veamos qu quiere de ti. Pero pon atencin en no decirnada sobre mi verdadera persona.

    No temas dijo Fulvia.Se separ de la mura de popa, acercndose lentamente al grupo forma-

    do por los mercaderes y Sidonio, de suerte que se situ detrs del espa.Fegor, al advertir aquel movimiento, dej caer en el suelo una pieza

    de prpura que estaba contratando, y so pretexto de examinar algunosvasos de bronce, se acerc vivamente a Fulvia, mientras los marineroscontinuaban desembalando los fardos que suban de la bodega.

    Ya saba yo que te haban trado aqu le dijo en voz baja.

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    IV

    Una expedicin nocturna

    Apenas haba visto alejarse la lancha de Fegor, Fulvia se apresur areunirse con Hiram, el cual, durante el coloquio, se haba guardado

    bien de dejarse ver en demasa, teniendo que temerlo todo de un hom-bre que estaba al servicio del Consejo de los Ciento, aquel temido y sus-picaz Consejo que con un solo edicto haca temblar a todos los habi-tantes de Cartago.

    Nadie ciertamente debi de haber advertido su regreso del destie-rro, habiendo transcurrido ms de dos aos, pero aun as su presencia

    poda despertar alguna sospecha, y no ignoraba cuan severa era la rep-blica con los que la desobedecan.

    Al or las palabras amenazadoras de Fegor, que Fulvia le refera, sur-c una profunda arruga la frente del cartagins.

    Qu podra intentar contra nosotros ese miserable? se pregun-t, mirando con ansiedad a la joven. Ese vil espa te quiere para l; yalo veremos.

    Y mi madre?Maana estar a bordo, y cuando empiece a anochecer, mi navedejar para siempre esta nefasta Cartago.

    Partiremos?S, si consigo llevarme a Ofir.Ofir! exclam Fulvia, estremecindose. Quin es Ofir?Ya lo sabrs ms adelante. Ah vienen otros mercaderes; pong-

    mosles buena cara para que me crean un verdadero traficante de Tiro.Haban atracado otras lanchas junto a la hemiolia y suban a bordo

    otros hombres para hacer compras.Sidonio, que antes de ser marino haba comerciado muchos aos enlos puertos de Levante y las islas del archipilago griego, tena muchoque hacer en mostrar a los clientes las preciosas mercancas que sushombres exponan sobre cubierta. Pareca que el hortator no hubiesehecho otra cosa en su vida, y as, jurando y perjurando por Tanit, eldios supremo de los fenicios, y por Melqart, dios de los navegantes, em-

    bolsaba talentos en buen nmero, vaciando rpidamente la bodega.

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    Al atardecer, las ventas quedaron sbitamente interrumpidas. Losmercaderes embarcaban a toda prisa los objetos adquiridos y se alejabanrpidamente de la nave de Hiram.

    Ya despus de medioda, el calor haba sido sofocante, anunciandoun brusco cambio de tiempo, y el aire, tranquilsimo por la maana,haba empezado a turbarse, transportando sobre la ciudad inmensas

    nubes de arena que llegaban, en espesas columnas, de las regiones inte-riores.

    El simn, ese viento calidsimo que barre el desierto del Sahara, seanunciaba formidable y repercuta en el mar, sacudiendo su inmovi-lidad.

    Mala noche para tu empresa, capitn dijo Sidonio.Mejor para m; prefiero que sea psima a que sea tranquila. Ve a

    tierra y ensilla los caballos.Cuntos?

    Cuatro para la escolta y el mo.Me cuento yo entre los que irn contigo?S; t vales por diez. El contramaestre quedar al cuidado de la

    nave. Por otra parte, no habr de pasar nada. Nadie ha sospechado denosotros.

    Oh, no! Somos unos pacficos y honrados comerciantes.Anda, Sidonio. Esprame detrs del baluarte, bajo los porches de

    la guardia.Cuenta conmigo respondi Sidonio, haciendo seal a los ma-

    rineros de que echasen un bote al agua.Hiram permaneca en el castillo de popa, mirando la inmensa ciu-

    dad que los ltimos rayos del sol poniente tean de rojo. Soplaba devez en cuando un viento furioso, cuyas rfagas alborotaban las olas delmar interior y doblaban las palmeras. El mismo Mediterrneo experi-mentaba sus efectos, pues ms all de los diques se oa el estruendo delas olas al estrellarse contra las escolleras.

    Las naves recogan apresuradamente las velas y bajaban las entenaspara no ofrecer presa al viento que aumentaba rpidamente.

    Treme una paloma dijo de pronto Hiram, dirigindose a unmarinero. Procura que sea alguna de las que ha trado Ac. Harto

    bien conozco las nuestras para no equivocarme. Las que ha cambiadoAc son negras, y las nuestras son blanqusimas.

    Mientras el marinero se alejaba, Hiram se sac de un bolsillo unaminscula tableta de madera sobre la cual traz, con un pincelito em-

    papado en una especie de tinta azul, algunos signos.A buen seguro que Ofir la esperar murmur. Mientras no

    caiga en manos del maldito viejo! No importa, suceda lo que suceda, laver. El huracn viene en mi auxilio.

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    V

    Ofir

    Despus de haberse convencido Hiram de que no haba nadie en laplaza de los famosos templos de Astart y nadie haba pensado en ten-derle la emboscada que se tema, se dirigi hacia una calleja que se abraentre dos gigantescas columnas cuadradas y macizas que formabancomo una especie de arco triunfal dedicado a Bacon, el conquistador deCerdea y las Baleares y primer fundador del podero naval cartagins.

    Reinaba profundsima oscuridad ms all de las columnas, aumen-tada an por la espesa sombra proyectada por las altsimas murallas delvecino templo.

    El simn, engolfndose por aquella estrecha va, ruga en mil tonos,levantando nubes de arena, y era tan clido, que por algunos momen-tos Hiram y sus compaeros temieron caer asfixiados.

    Tened bien sujetos los caballos repeta el cartagins, inclinn-dose hasta el suelo para resistir mejor la violencia de las rfagas. Los

    podremos necesitar despus.Procediendo siempre cautelosamente, llegaron por fin detrs de una

    altsima casa de paredes perfectamente lisas y privadas de ventanas, quetena ms aspecto de fortaleza que no de morada seorial.Ya estamos exclam Hiram.Adelantando hacia una especie de prtico que deba de servir de

    tienda, hizo conducir all debajo los caballos, y despus de recomendara sus hombres el mayor silencio, se dirigi al medio de la calle, con elhortatorque llevaba el arco armado de una saeta.

    Mira el pretil de la terraza dijo. Si Ofir me espera, oir el sil-bido.

    Sidonio levant el arco y lanz la flecha que parti con un ligero sil-bido, perdindose entre las tinieblas.En lo alto, en la terraza, se oy un dbil grito que poda tomarse por

    el de algn ave nocturna, y luego cay al suelo un objeto, levantando laarena que el simn haba acumulado en la calleja.

    Ha arrojado una cuerda dijo Sidonio.Intensa alegra se reflej en el semblante del cartagins y haba cogi-

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    Desapareci la mujer bajo la bveda de la galera, que ninguna luzalumbraba. Parecile a Hiram or rechinar una puerta, luego un susurrodbilsimo y por fin un paso muy leve que se iba acercando.

    Ofir! murmur con voz trmula.Un ligero grito, de pronto reprimido, le contest, y en seguida se

    precipit en sus brazos una forma blanca, murmurando a sus odos:

    Mi bravo!El cartagins haba arrastrado a la joven hacia el pretil de la galera,

    estrechndola apasionadamente contra su pecho.Ofir! Oh, mi Ofir! exclamaba. Es la vida que retorna!Calla, calla, mi valeroso Hiram respondi apresuradamente Ofir,

    tapndole la boca con la mano. Hermon, mi padre adoptivo, me vigilaferozmente, semejante a un len, y si se enterase de tu presencia no vacila-ra en lanzar contra ti a todos sus esclavos. Ven a mi estancia. All estaremosms seguros. Mi esclava favorita vigilar. Es fiel e incorruptible.

    Cogi al guerrero por una mano y le hizo seguir a lo largo de la pa-red, detenindose ante una puerta en que vigilaba la fiel esclava.

    Abri la puerta y empuj adentro a Hiram, cerrndola en seguida.Se encontraron en un elegante camarn, con las paredes todas relu-

    cientes de piedra y el pavimento de mosaico dorado, iluminado poruna gran lmpara de vidrio azul que esparca en torno una luz suavsi-ma, semejante a la de la luna, cuando el astro de la noche alcanza sumximo resplandor.

    El mobiliario consista en algunas mesillas de bano con incrusta-

    ciones de marfil y filetes de plata, en algunas sillas plegadizas de cedrode Lbano, pesadas y macizas, cubiertas de ricas telas, y en grandes ja-rros de metal y de vidrio que sostenan diversas plantas de follaje.

    Ofir, con rpido gesto, se desprendi del amplio manto de ligeralana que la envolva toda, colocndose con un movimiento lleno de co-quetera bajo los rayos de la lmpara.

    Era una bellsima criatura de quince a diecisis aos, de lneas pur-simas y suavsimas, la tez ligeramente bronceada y los ojos y los cabellosnegrsimos. Hubirase dicho que en sus venas se haba mezclado la san-

    gre asitica con la ibrica, porque tena el talle elegante y esplndida-mente conformado y el color del cutis de las mujeres de Asia Menor yde los pases baados por las aguas del mar Rojo, y la mirada dulce,aterciopelada y al mismo tiempo ardientsima, de las jvenes de SierraMorena y las columnas de Hrcules.

    No hubiera tenido, por otra parte, nada de extraordinario que hu-biese sido as tratndose de un pueblo como el fenicio, que haba ex-tendido sus conquistas hasta los pases ms occidentales del Mediterr-neo, y aun ms all.

    Como todas las mujeres cartaginesas de elevada condicin, vesta

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    una especie de peinador de lana blanca, casi transparente, recamado deoro al nivel de las caderas, cayente en anchos repliegues, y llevaba des-nudo buena parte del cuello hasta los hombros, de igual manera que los

    bellsimos brazos, adornados con esplndidos brazaletes de oro y perlasde fabricacin fenicia.

    Hiram se haba detenido delante de la nia y la miraba con los ojos

    hmedos como fascinado por tanta belleza.Eres mi Ofir, la nia que por dos largos aos he llorado, o eres

    una divinidad? exclam el guerrero. Nunca te so tan bella enmi destierro!

    Soy tu dulce Ofir, la que no ha dejado de amarte un solo instanterespondi, y que no ha cesado de soar contigo. Y t me amassiempre, no es verdad, mi bravo?

    S, te amo! exclam Hiram, con pasin. Hubiera acaso ve-nido, desafiando la muerte, para verte, Ofir? Los hombres a quienes el

    infame Consejo de los Ciento y el de los Sufetas envan al destierro nodeben volver a ver jams su patria, bajo pena de muerte entre los mayo-res martirios. He vacilado yo?

    Crea no volverte a ver ms, Hiram. Si hubieses tardado algunosdas ms, mi felicidad hubiera concluido.

    Te quiere casar el viejo Hermon?No te lo anunci por la paloma?Quin es mi rival? Algn miserable mercader?Hermon no gusta sino de los hombres que negocian.

    Y desprecia a los fuertes que han defendido a Cartago y su co-mercio dijo con voz irritada Hiram. Que no caiga un da la lobaromana sobre esta ciudad maldita, porque no ser yo quien la defienda!Cmo se llama ese hombre a quien el siniestro viejo te destina?

    Tsur.Es joven?Tendr tu edad.Cundo son los esponsales?Dentro de tres das.

    Dnde?En tica, en la quinta de Hermon.A la orilla del mar! Las bodas acabarn en copas de sangre en lu-

    gar de vino.Hiram! exclam la doncella, espantada.Crees t que he dejado a Tiro, que he huido de los espas que

    Hermon me lanz a los costados para venir aqu a verte solamente? Heforzado los cruceros de los corvi1romanos y de sus trirremes que cruza-

    1. Naves romanas.

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    La patria!, qu patria?, la de los talentos de oro o de los vasos devidrio hilado?, la de los trirremes que navegan ms all de las columnasde Hrcules, no ya para desplegar fieramente los estandartes de Carta-go, la opulenta reina del Mediterrneo, sino para cargar estao y otrosartculos destinados a enriquecer nuestro comercio?, dnde estnues-tra gloria?, dnde est nuestra grandeza? Combatimos y morimos por

    la repblica, damos toda nuestra sangre, dejamos nuestros cadveres so-bre el campo de batalla en defensa de la patria, y nos llaman... vilesmercenarios! Ellos, que, cuando ven de lejos un trirreme romano o uncorvus, huyen cobardemente sin alientos siquiera para echar mano a laespada o embrazar el escudo!

    No blasfemes, Hiram!No he de decir ms. Sers ma, no es verdad, Ofir?Lo he jurado ante la diosa Istar; slo tuya ser, o viva o muerta.

    Mi esclava favorita ha afilado ya un pual para traspasarme el corazn

    el da de las bodas. Mira!La joven sac de un vaso de bronce un pualito, haciendo centellear

    el acero ante los ojos de Hiram.Crees ahora en mi fidelidad?Da gracias a Melqart, el dios de los navegantes, que no ha hecho

    faltar los vientos en el Mediterrneo respondi Hiram, mirando conintensa pasin a la joven cartaginesa. Tu padre muri como un hroeen Zama, peleando fieramente contra Escipin el Africano, y la sangrede los guerreros no se desmiente. Eres digna hija suya y...

    Un ligero golpe dado en la puerta le interrumpi.Ofir abri la puerta y la esclava se desliz silenciosamente en la es-

    tancia, diciendo:Apaga la lmpara, seora. He odo pasos en el extremo de la galera.Que vengan! exclam Hiram. Si es Hermon, le matar.Oh, no! Todos menos l, Hiram dijo la doncella. A su ma-

    nera, ha sido para m un segundo padre.El cartagins apag la lmpara y cerr la puerta, apretando la daga

    con la mano.

    Al poco rato, a corta distancia de la puerta, murmuraba una voz:Esto acabar mal. Maldito espa!Sidonio! exclam Hiram, abriendo la puerta.Capitn, nuestros hombres han visto a alguien o sospechan algo.

    Han odo silbidos de alarma.Partes, Hiram? exclam Ofir, con angustia.Es necesario; parece que hay peligro.Dnde est anclada tu nave?Delante del muelle de Cercina.Maana pasar por delante.

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    Melqart nos proteja! exclam Sidonio, cogindose de las cri-nes Nos han cogido en la trampa!

    Un formidable mugido que ahog los bramidos del viento impidial cartagins y a los nmidas el avance.

    Un elefante de guerra! exclam Hiram. Atrs, Sidonio!Si podemos.Se levant un clamoroso vocero a espaldas de los jinetes; unos

    hombres que se haban mantenido ocultos bajo los prticos se habanlanzado a la calleja, gritando:

    Estn cogidos!... A ellos!...Cargad contra esos perros! exclam Hiram. Empuad las da-

    gas y rompedles los escudos! Sidonio y yo nos encargamos del elefante.Mientras los cuatro nmidas, cubierto el rostro con las rodelas, des-

    pejaban la calle, Sidonio desmontaba blandiendo una daga de bronce,al paso que Hiram, de dos taconazos, haca saltar a su caballo, gritando:

    Plaza! Por qu se nos detiene?

    Alto! respondi una voz: No ves delante de ti un elefantede guerra?

    Quin lo ha mandado?El Consejo de los Sufetas.A qu viene eso?Pululan en Cartago los espas de los romanos; si eres un cartagi-

    ns leal, nada tienes que temer.Soy un mercader de Tiro y no estoy acostumbrado a verme cerra-

    do el paso... Largo, u os mato.

    Ataca, pues respondi la voz, pero el elefante lleva una barrade bronce en la trompa y no respeta a nadie.

    A m, Sidonio! dijo Hiram.El hortatorse deslizaba silenciosamente ya por los ltimos prticos,

    mirando al coloso, que pareca que no poda avanzar ni retroceder; tanestrecha era la calleja.

    Hiram mir a sus espaldas y, viendo a sus cuatro nmidas que car-gaban furiosamente con las dagas en alto, espole al caballo contra elelefante, hacindole encabritar y lanzar aullidos salvajes.

    El proboscidio haba levantado la trompa, pronto a aplastar de unsolo golpe jinete y caballo, pero tena que habrselas con un guerreroque saba cmo tena que componrselas.

    Llegado a diez pasos del monstruoso animal, Hiram haba hecho re-troceder a su bridn, pero sin alejarse demasiado.

    El astuto cartagins quera llamar sobre s toda la atencin del colo-so para dar tiempo a Sidonio de dar el golpe.

    Rndete! exclam una voz.A quin?

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    Mientras no sea demasiado tarde!Somos cincuenta y tenemos buenos puos.Haban llegado a la puerta que conduca a la galera abierta bajo la

    muralla. Hiram ech pie a tierra y entreg su caballo a Sidonio, dicin-dole:

    Vuelve pronto; la canoa vendr a buscarte.El amo de los caballos vive ah cerca... De paso tendr ocasin de

    ver si el espa anda por ah.La guardia nocturna haba abierto la puerta al reconocer en los n-

    midas a los traficantes de Tiro que haban pasado horas antes, y no opu-so ninguna dificultad.

    En el puerto mercantil no haba cesado la ventolera y entrabangrandes olas por la boca del Mediterrneo, azobando las naves.

    Los cuatro nmidas, a pesar del furioso oleaje, echaron al agua elbote, y con algunos golpes de remo condujeron a Hiram a bordo de lahemiolia.

    El cartagins haba puesto apenas el pie en cubierta, cuando apare-ci una sombra delante de l.

    Fulvia! exclam. Qu haces a estas horas por aqu, expuestaal viento y a las olas?

    Te esperaba respondi sencillamente la nia.Por qu, Fulvia? Nada tenas que temer.Te equivocas; poco despus de que atravesases la muralla, o una voz

    que pronunciaba tu nombre desde el muelle, y esa voz era la de Fegor.Rein un momento de silencio.

    -Fegor ha pronunciado mi nombre!S, no me equivoco. Entre el ruido de las olas y el rugir del vien-

    to, he odo perfectamente cmo deca: El desterrado de Tiro tieneconsigo a la etrusca. Que se guarde de Fegor!.

    Pero es un demonio ese hombre? Le he encontrado en el centrode la ciudad y por poco me hace matar.

    Dnde has ido?A encontrar a una nia.La que te envi la paloma?La misma.Quin es?Una doncella, ya te lo he dicho.Ah! Y la amas?Locamente.Pertenece a tu raza?Es cartaginesa como yo.Me lo figuraba. Has huido del destierro para verla.S.

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    Una joven de elevada alcurnia, sin duda?El hombre que la ha adoptado como hija es uno de los ms opu-

    lentos mercaderes de Cartago e individuo influyentsimo del Consejode los Ciento.

    Entonces fue l quien te hizo desterrar.S, l respondi Hiram con rabia. Descubri que nos am-

    bamos y me hizo proscribir de Cartago como capitn peligroso para lasalvacin y la tranquilidad de la repblica.

    Y t la amas?Ya ves, como que por ella me juego la vida.Es una cartaginesa exclam Fulvia, pasndose una mano por la

    frente y aspirando profundamente el viento ardorossimo del simn.Tiene derecho a amarte.

    Qu quieres decir con esas palabras, Fulvia? replic Hiram,con inquietud.

    Pensaba que las razas enemigas separadas por un lago de sangreno podan amarse respondi la etrusca, con voz jadeante.

    Por qu?Nosotros, etruscos... Ah!... Fegor! No lo oyes?El guerrero lanz un rugido de rabia.Se oa, entre el fragor de las olas y del viento, la voz de Fegor, gritando:

    La etrusca est a bordo... El traficante las pagar todas! Se puedeevitar una emboscada en tierra, pero en el mar!... Ah!, ah!, ah!

    Al agua el bote! grit Hiram a los hombres de guardia que es-

    taban echados en la proa, debajo de los genios tutelares que se levanta-ban en la cornisa.

    Qu vas a hacer, Hiram? pregunt Fulvia.Ir a su encuentro y matarlo.Y maana?Los muertos no hablan.Deja que vaya yo. Una palabra ma podr calmarlo y evitarte qui-

    zs algn peligro.T de ese hombre? No! Suceda lo que tenga que suceder!Ya est en el mar el bote dijo una voz.Hiram salt en la embarcacin antes de que Fulvia hubiese podido

    detenerlo.Gurdate de ese hombre! exclam Fulvia. Puede perderte!Ya veremos respondi el cartagins, mientras sus hombres re-

    maban a toda fuerza.Pocos minutos despus, el bote atracaba en el muelle.

    Esperadme aqu dijo Hiram, saltando en tierra y empuandola daga. Seor espa, ahora nosotros dos.

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    VII

    Duelo terrible

    El muelle no tena en aquel sitio ningn escape, porque terminabacontra una elevadsima torre construida sobre un arrecife que cerraba,

    por aquel lado, parte del canal que conduca fuera del puerto.Hiram estaba seguro de sorprender al espa cuya voz haba resonado

    cerca de la torre. Si no haba prestamente sobre sus pasos llegado a lapuerta de la muralla, tena pocas probabilidades de escapar a la terribledaga del fiero capitn de Anbal.

    Si no has huido, te descubrir dijo Hiram, saltando sobre unmontn de cajas y barriles depositados en el andn. Y cuando te ten-ga, te arrojar al agua.

    No viendo a nadie, volvi hacia el bote y dijo a los remeros:Apostaos en el muelle y cerrad el paso a todo el que trate de ganar

    la puerta de la muralla.Est bien, capitn dijeron los nmidas, sacndose de la faja

    una especie de hachuelas muy pesadasy hoja largusima.Guardadas las espaldas, el cartagins se adelant audazmente hacia

    el torren, teniendo fijos los ojos en los montones de mercancas des-cargadas de los veleros el da antes, temeroso de que el espa le atacase atraicin o tratase de huir escapando por entre los fardos.

    Slo distaba del torren cincuenta pasos, cuando vio ponerse rpi-damente de pie una forma humana y lanzarse hacia el muralln alme-nado que cerraba la ciudad.

    Hola! Hola! exclam Hiram, lanzndose prontamente a suvez hacia el baluarte. Te he cogido, bribn! No podrs escaparte

    ahora, pues detrs de m hay seis hombres prontos a cogerte.El hombre, vindose descubierto, volvi hacia el medio del andn, ymurmur:

    He sido un necio.Lo mismo digo, Fegor.Cmo sabes mi nombre, t, que llegas de Tiro?Y s tambin el bonito oficio que tienes. Pagan, pues, muy bien a los

    espas los viejos del Consejo de los Ciento para que trabajen noche y da?

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    Espera primero que te parta el corazn, espa! rugi Hiram,corriendo tras l.

    Fegor, de un nuevo salto, esquiv el ataque, y en seguida, dejandocaer la daga y el yelmo, se precipit en las olas, que rugan siniestra-mente, levantndose y bajando.

    Ahgate, infame! grit Hiram, que baj a la escollera con la

    esperanza de que las olas arrojasen el cadver a la playa.Fegor haba desaparecido. Las olas le habran arrastrado o bien ha-

    ba quedado sepultado en las arenas del fondo?En vano Hiram recorri toda la escollera y registraba atentamente el

    cabrilleo de las olas.Si se ha ahogado, no tenemos ya nada que temer dijo para s el

    cartagins. Mi secreto habr desaparecido con l... Cmo voy a co-municarle a Fulvia la desastrosa suerte de su madre?... Por ahora, nadale digamos!...

    En vista de que resultaba vana su espera, volvi al sitio donde le es-peraban sus hombres y dio orden de volver a bordo.

    Fulvia le esperaba presa de la ms viva ansiedad, pero cuando le vioque volva sin ninguna herida, se difundi una alegra vivsima por suhermoso rostro.

    Le has matado? pregunt.Le he obligado a arrojarse al mar.Eres un valiente.No; no soy ms que un soldado.

    Pero ests seguro de que haya muerto?No le he visto salir a flote.La joven etrusca respir profundamente.

    No hablemos ms de l dijo Hiram. Maana enviar a mismarineros en busca de su cadver. Retrate ya a tu camarote, Fulvia. Noest lejana el alba y maana tendremos mucho que hacer, pues quierodesembarazarme de toda la carga que hay an en la bodega.

    Toda la noche sopl el simn con violencia extremada, pero al ama-necer renaci la calma, menos en el mar interior.

    Cuando Hiram y Sidonio subieron a cubierta, el sol haca centellearvivamente las aguas y no caa ya arena.

    Enva algunos hombres a que vayan a reconocer la escollera de latorre dijo el capitn al hortator. Deseo cerciorarme de si el espaest muerto.

    Hum! dijo Sidonio; con lo alborotado que estaba el maresta noche, quin sabe dnde habr ido a parar aquella carroa. En fin,miraremos.

    Estar ms tranquilo si se puede descubrir el cadver.Iremos a explorar la escollera, patrn. Hete ah a los mercaderes,

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    que ya vienen. Hoy vamos a tener mucho trajn, pero esta noche, siquieres, podremos ya salir para Utica.

    Algunas embarcaciones, tripuladas por mercantes, avanzaban afuerza de remos hacia las naves fenicias, que eran muy numerosas y lle-vaban las riquezas de las islas del archipilago griego y de las poderosasciudades de Asia Menor.

    Tres o cuatro lanchas haban atracado ya junto a la hemiolia y subi-do a bordo algunos viejos mercaderes. Los marineros se apresuraban aexponer lo que todava quedaba del cargo, compuesto casi exclusiva-mente de piezas de prpura, artculo, como ya hemos dicho, carsimo ymuy buscado y que slo saban preparar los fenicios, por ser los nicosque posean el secreto de aquel tinte flameante.

    Todos los Estados del mundo antiguo eran tributarios, en semejan-te artculo, de los fenicios, no habiendo sido posible a ninguno deaquellos ni siquiera conseguir una imitacin de tan magnfica tela, que

    era sinnimo del poder imperial, y que slo los ricos podan permitirseel lujo de llevar, pagndose casi a peso de oro.

    Y, sin embargo, aquel tinte estaba al alcance de todas las poblacio-nes costeas, puesto que los fenicios lo extraan de ciertos moluscos gas-terpodos de los gneros murex y prpura, comunes entrambos en todoel Mediterrneo, y luego fijaban el tinte con un poco de bicarbonato desosa y de zumo de limn.

    An hoy en da lo emplean los muchachos de Tiro para teir de rojoy de azul violeta sus andrajos de lana, pero ya la industria no se sale de

    aquel medio por el nmero inmenso de conchas que se necesitabanpara obtener una escasa cantidad de aquel esplndido color que tena lapropiedad de hacerse cada vez ms hermoso y ms vivaz a la luz del sol,en vez de palidecer o marchitarse.

    Igual que en los das anteriores, Sidonio se haba encargado de lasventas, contratando encarnizadamente con los gordos mercaderes car-tagineses, mientras Hiram, temeroso siempre de ser descubierto, semantena aparte, charlando con Fulvia, detrs del banco del hortator.

    Ya estaban las ltimas piezas, regateadas desde haca dos horas, a

    punto de pasar a manos de los compradores, juntamente con los ltimosvasos que quedaban todava a bordo, cuando Hiram, que tena constan-temente fijos los ojos en el muelle, respondiendo distradamente a las

    preguntas de la etrusca, experiment un sacudimiento fortsimo.Qu tienes, Hiram?Viene! exclam.Quin?Ella, Ofir, mi amada.La etrusca se puso plida.

    Dnde est? -pregunt, tratando de disimular su emocin.

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    S; es Ofir.Con ella soabas cuando en nuestra blanca casita cantaba yo las

    dulces canciones de mi patria para adormecerte.No; entonces ignoraba su existencia.Entonces la conociste despus, en Cartago?Eso es, Fulvia.

    Pues eso me gusta.Por qu, Fulvia?-Mira, te saluda... y frunce el entrecejo. Quizs no le haga mucha

    gracia ver cerca de ti a otra muchacha, extranjera por ms seas.Ofir sabe que la amo y que al venir aqu tan slo para verla me he

    jugado la vida.Verdad es dijo Fulvia, con un suspiro y con ligero acento ir-

    nico. No es posible amar a una enemiga de la patria. Es muy hermo-sa, Hiram; digna de un bravo como t. Pueda su dulce voz adormecer-

    te y hacerte feliz, como lo haca yo en las tranquilas y umbrosas orillasdel lago Trasmeno.

    Dicho esto, se alej rpidamente hacia popa, mientras la barca do-rada de Ofir llegaba bajo la escala de cuerda que Sidonio haba hecho

    bajar de pronto, mientras despeda bruscamente a los mercaderes.La joven cartaginesa, ligera como un pjaro, se haba cogido a la es-

    cala, subiendo rpidamente a la hemiolia.Apenas se encontr delante de Hiram, clav en l sus profundos

    ojos negros, en los cuales centelleaba un relmpago de resentimiento.

    Acostumbran los mercaderes de Tiro llevar mujeres a bordo desus buques? pregunt con cierta acritud.

    No respondi Hiram.He visto, sin embargo, una muchacha a tu lado. Me habr en-

    gaado?Es una esclava etrusca que salv ayer de las fauces ardientes de

    Baal Moloch.Hermon habl de unos hombres audaces que haban detenido al

    sumo sacerdote del dios en el ejercicio de sus funciones.

    Y sta es la doncella que les fue arrebatada.Fuiste t?Yo, s.Solo contra todos los mercenarios de los cartagineses?No soy un guerrero y no he combatido como tu padre con el

    gran Anbal?Y si te hubiesen matado por salvar una miserable esclava?Esclava! No lo era cuando la conoc de nia, cuando su padre, en

    vez de rematarme, como enemigo de Roma, me recogi en su casa y me

    cur de la lanzada que me dejara agonizante en el campo de bataila. El

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    istario romano no tuvo tiempo de darme el golpe de gracia, y el padrece esa nia me recogi.

    He tenido culpa al dudar de ti, Hiram, pero yo te amo.La mujer que ama duda de todo y de todos.Djame ver a esa nia a quien debes la vida. Te juro que la querr

    como a una hermana. Que se venga conmigo; ser mi amiga y ayudar

    a nuestra felicidad, si es cierto que no la has amado nunca.Hiram la mir con recelo.

    Temes algo? la pregunt.No, Hiram.Y si la reconocieran?Quin se atrevera a disputrmela? Hermon es uno de los jefes

    ms influyentes del Consejo de los Sufetas e individuo del Consejo delos Ciento.

    La llevars a Utica?

    S.Maana al amanecer andar delante de Utica. Mis hombres estn

    dispuestos a todo y a matar al odiado rival a quien Hermon te ha des-tinado.

    Haz lo que mejor te parezca, yo no he amado a aquel hombre queHermon quiere imponerme porque es un mercader como l, pero s

    prudente. Si Hermon sospecha algo, har guardar la quinta por ungrueso destacamento de mercenarios. Ya sabes que lo puede todo, y queen Cartago es como un rey. Y ahora, djame ver a esa joven.

    Hiram sinti una breve vacilacin, pero luego se dirigi a popa y seacerc a Fulvia, que estaba apoyada contra la mura, fingiendo mirar los

    barcos.Fulvia! dijo.La joven no pareci que hubiese odo la voz del guerrero, pues no se

    movi.Fulvia! repiti Hiram, tocndola en el hombro.La joven, a aquel contacto, se estremeci y, volvindose hacia l, le

    mir con ojos humedecidos.

    Qu quieres, hermano?Ofir quiere verte.Quiere verme? Por qu?Teme que me amas.Se engaa! exclam la etrusca, con voz dura. Aqu estoy!

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    VIII

    Salvacin milagrosa

    Hiram se haba equivocado al creer que Fegor, acorralado por ladaga, asestada por tan diestra mano como la del guerrero cartagins, ha-

    ba encontrado la muerte en las olas del Mediterrneo.El espa era hombre de solidez a toda prueba y dotado de extrema-

    da energa. Si se haba encontrado con un adversario absolutamente in-vencible y resuelto a romperle la coraza y despedazarle el corazn, no

    por eso haba renunciado a la esperanza de poder salvar an el pellejo.Al verse perdido, se haba arrojado resueltamente a las olas, contan-

    do con la resistencia de sus msculos y su habilidad de nadador.Sabiendo que sera locura resistir a las olas que se estrellaban con fu-

    ror contra la escollera, se haba dejado llevar por ellas, cuidando de su-mergirse para no ser arrojado contra los cimientos del torren.

    Aquella maniobra le sali bien, y finalmente, cuando sali a flote, seencontraba a un centenar de metros de la escollera, y casi fuera del pe-ligro de que la resaca le devolviese all, por ser en aquel lugar muy pocoel oleaje.

    Por lo que parece, Melqart protege no tan slo a los marinos, sinoa los terrestres murmur el tunante. Si consigo doblar la escollera,

    puedo entrar maana en la ciudad, y entonces, querido negociante deTiro, te preparo un jueguecito que vas a sudar de fro.

    Se levant con un poderoso golpe de talones sobre la cresta de lasolas y lanz una rpida mirada haca el torren.

    No brillan ni Baal Hamon ni Tanit (el sol y la luna) murmur, pero Fegor tiene ojos que ven en la oscuridad ms profunda, y yo tehe visto, perro desterrado. Me esperas en la escollera, pero podrs es-

    perar sentado.Viendo que por aquella parte no poda salvarse, se puso a nadar vi-

    gorosamente, doblando la escollera y la torre.Aquel bao le haba devuelto las fuerzas casi exhaustas por aquel

    largo batallar con el formidable cartagins; la coraza que an llevaba eraligera y no le impeda ningn movimiento.

    Ms all de la torre se extenda una larga lengua de tierra que corra

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    Fulvia! exclam un momento despus; tambin sa me la habrde pagar; lo juro por Baal Moloch. Ama a ese pretendido traficante deTiro; estoy seguro de ello... Te adoran la bellsima hija de Hermon y laetrusca, y esa es demasiada suerte, querido. T no me has matado y yote har asar en el vientre de Moloch.

    Mir a su alrededor: la playa estaba desierta y a cien metros se le-

    vantaban las murallas de la ciudad.Una noche pronto se pasa dijo. Maana saldrn las barcasdel estanque y me ser fcil entrar en Cartago y an llegarme hasta el

    palacio de Hermon. Voy a dar un buen golpe. Le cree en Tiro y estaqu para burlarle. Dnde encontrar mejor espa que yo? Voto a milrayos! Van a llorar todos!

    Se cav con las manos un agujero y se meti dentro como una fieraen su cubil.

    El simn, que soplaba siempre calidsimo, sec pronto sus vestidos.

    Fegor dorma ligeramente desde haca dos horas, cuando un batirde remos le hizo abrir los ojos. Comenzaban a la sazn a palidecer lasestrellas y slo una leve claridad se difunda por el oriente.

    Se levant al punto, se sacudi la arena y corri hacia la ribera, porla parte del canal que conduca al Stagnum Tuneticum.

    Atraca! grit Fegor, dirigindose a una barca tripulada por al-gunos pescadores, la cual bordeaba la costa con rumbo al mar. Or-den del Consejo de los Ciento!

    Al or aquel mando, los pescadores se apresuraron a cruzar el canal y

    hacer rumbo a la playa. Nadie poda discutir una orden emanada de se-mejante autoridad.

    Qu deseis, seor? pregunt humildemente el patrn.Que me llevis en seguida al puerto de los mercaderes. Hermon

    os recompensar. Silencio en todo y para todo: si revelis a alguien queme habis encontrado aqu, no escaparis a la venganza del Consejo.

    Seremos mudos respondi el patrn.Fegor salt a la barca, se quit la coraza para hacer creer que era tam-

    bin un pescador, y la embarcacin larg al momento, saliendo del canal

    y doblando las torres que defendan a la ciudad por la parte del mar.Veinte minutos despus entraban a toda vela en el puerto mercantil,

    cruzndolo en toda su anchura.Aun cuando no haba salido el sol, Fegor distingui muy bien la he-

    miolia de Hiram, anclada a corta distancia de aquel muelle donde apoco ms pierde la vida.

    Al verla relampague en sus ojos una mirada feroz.Volveos a pescar, y mucho silencio dijo Fegor a los marineros,

    cuando la barca toc en la orilla. Habis prestado un gran servicio a

    la repblica. No se os olvidar.

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    Es cosa de esos malditos romanos?No, seor; esta vez se trata de un cartagins.Hermon mir con asombro al espa.

    Se trama, pues, algo dentro de los fuertes muros de Cartago?'S; pero no contra la repblica, porque el enemigo es demasiado

    dbil, sino contra ti.

    Te has vuelto loco, hijo?No; estoy muy cuerdo... Est aqu tu ahijada Ofir?No; me ha dicho que se llegaba hasta el puerto de los mercaderes

    para hacer unas compras; han llegado unas naves fenicias, procedentesde Tiro, y sabido es que siempre traen cosas de gusto.

    -Ya! dijo Fegor, sonriendo maliciosamente.Qu quieres decir con eso?Dnde ha dormido tu ahijada la pasada noche?En su estancia.

    Y estaba vigilada?S; por su esclava favorita.Sarepta?Sin duda.No te engaas?Que Astart enloquezca si no es verdad lo que te digo! Pero ol-

    vidas, acaso, quin soy? Has venido a hablarme de la repblica o demis asuntos particulares? A qu debo atribuir tu impertinente interro-gatorio?

    Fegor permaneci silencioso, como si no se diera cuenta de la re-pentina clera del viejo.

    Me has comprendido? Habla.S.Qu alegas, pues?He venido aqu porque as lo exigen los intereses de la repblica

    y tus asuntos particulares.Que Tanit pulverice a Melqart! No te comprendo.Blasfemas intilmente, seor. Por ventura ignoras con quin ha-

    blas? Soy un espa, el Consejo paga mis servicios y yo cumplo con mideber lo mejor posible.

    Acabemos de una vez. Qu quieres decir? Dime lo que sabes yno prolongues mi impaciencia.

    Ests seguro de que Ofir ha dormido durante la pasada noche?Lo dudas, acaso?Pues bien; mientras t y tus esclavos dormais, Ofir ha recibido a

    un hombre en esta terraza.Se te ha subido a la cabeza el vino de Hispania?

    No he bebido nada.

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    Y qu quiere?Quiere a Ofir. Lo dems no lo s. No puedo adivinar los pensa-

    mientos.Me has dicho que la pasada noche le ha recibido.S; en esta terraza. He visto cmo el proscrito suba por una esca-

    la de cuerda que le han echado desde arriba.

    Quin?Eso podr saberlo la esclava favorita de Ofir.La har azotar, a sangre, hasta que lo confiese todo, aunque deba

    morir.Las mujeres de su casta tienen la piel dura.Y los brazos de mis esclavos son an ms duros.Se volvi Hermon hacia un esclavo negro que permaneca inmvil a

    corta distancia, y le dijo:Haz llevar a Sarepta al cuarto de bao.

    Qu vais a hacer? dijo Fegor, mientras el esclavo se alejaba.Hacerla hablar.Mientras no haya salido con Ofir!Pero dnde estar mi hija?...Posiblemente a bordo de la nave del desterrado.Cmo!, una prometida que dentro de dos das ser la esposa de

    Tsur!El hijo de un mercader, verdad?Y de los ms ricos de Cartago.

    Las hijas de los guerreros no amarn jams a los traficantes deprpuras y de vasos. Sera como obligar a una etrusca a amar a un galo,a un ibero o a un griego.

    Quin se opondr a mi voluntad?Quin? El proscrito. Te habas olvidado ya?La nave est en el puerto.S; en el puerto de los mercaderes.Esta noche ya no existir. Una palabra ma, y el Consejo de los

    Ciento enviar todos los trirremes a incendiarla.

    Brill una siniestra sonrisa en los labios de Fegor. Haba logrado supropsito.

    Quieres encargarme a m esa operacin, seor? Te aseguro que lahemiolia de ese hombre no volver a navegar por el Mediterrneo ni re-gresar a Tiro.

    En esto reapareci el esclavo negro, que dijo:Sarepta est aqu con su ama y una joven a la que no he visto

    nunca.Una esclava?

    No s, seor, pero no parece cartaginesa.

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    X

    Rumbo a tica

    Haban terminado ios ltimas ventos a bordo de h hemiolia y losmarineros se disponan a aderezar la cena antes de zarpar.

    Hiram, muy inquieto, paseaba nerviosamente por la cubierta encompaa de Sidonio, fijos los ojos en las naves de guerra cartaginesasque, ancladas junto a la boca del puerto, vigilaban sospechosamente los

    buques griegos y fenicios que entraban y salan.

    Hubirase dicho que husmeaba el peligro y haba adivinado la trai-cin que se le preparaba, aun cuando hasta entonces no hubiese nadaextraordinario en la flota de Cartago.

    Capitn dijo el hortator, me parece que andas muy preocu-pado. Qu temes? Un huracn?

    No es eso lo que me inquieta respondi Hiram.El qu entonces?Yo no s, pero me asaltan tristes presentimientos.Dentro de tres horas estaremos lejos de este puerto y pueden

    echarnos un galgo. Pero has notado algo sospechoso? El nico hombreque hubiera podido traicionarte ha muerto.Se arroj al mar; no es lo mismo. Hubiera estado yo ms seguro

    si mi daga le hubiese partido el corazn.Imposible que haya podido salvarse con aquel viento y aquellas olas.Quin sabe! Ea, vamos a cenar.Hiram, que se hallaba en la proa, mirando hacia el muelle, que poco

    a poco iba hacindose invisible por ponerse el sol rpidamente, estabapara irse, cuando sus ojos se fijaron en tres puntos blancos que se cer-

    nan a considerable altura sobre las murallas.Mira! dijo a Sidonio, sealando con el brazo.Qu hay?Son palomas, verdad?Y qu tiene eso de extrao!, venden tantas los fenicios a los car-

    tagineses!No s por qu el corazn me late con tanta fuerza... Sern las

    que he regalado a Ofir?

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    Por Melqart! exclam Sidonio. Hacia aqu se dirigen.Me daba la corazonada de que esas palomas eran mas... Pero no

    esperemos ninguna buena noticia.Pronto lo sabremos.Las tres palomas haban rebasado, siempre a gran altura, las ltimas

    murallas y volaban rpidamente hacia la hemiolia, a corta distancia unade otra.

    Las tres palomas cayeron por fin sobre la nave, a los pies de Hiram.Una lmpara, Sidonio! grit Hiram, cogiendo una de las aves

    y registrando bajo las alas.Encontr un rollito.Sidonio apareci con la luz.

    Coge a las otras le dijo, desenvolviendo el pequesimo papiro.Por Baal y Moloch! exclam Hiram al cabo de un momento

    . Corremos peligro de muerte!Qu hay?

    Hemos sido descubiertos y nos va a dar el abordaje esta noche.Quines?Los trirremes de la repblica.A nosotros?S, Sidonio.Y bien, seor, sabremos vender cara nuestra vida.-Fegor!Todava l?S; l mandar la escuadra cartaginesa.

    No muri, pues?No; se halla al lado de Hermon.Es un diablo! T, sin embargo, le arrojaste al mar!Y el mar le arroj a tierra.Quiera Melqart que me lo encuentre delante para partirle el cr-

    neo de un hachazo! Pero qu te dice Ofir?Que he sido descubierto y que huya sin dilacin.Sidonio, haciendo bocina de sus manos, grit:

    A cenar en el mar! A su puesto los remeros!, a cubierta lasarmas!

    Los cincuenta nmidas que estaban cenando en proa dejaron las es-cudillas de barro cocido sobre las bordas y se dispersaron como una

    bandada de pjaros.En un abrir y cerrar de ojos, subieron a cubierta escudos, armas, ha-

    ces de flechas, y en seguida bajaron treinta hombres a los bancos, sa-cando los remos a travs de las portas.

    Cortad los cables! grit Sidonio. Dejad perder el ancla!Boga!

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    La hemiolia se desliz al impulso de los primeros golpes de remo, yen seguida emprendi la ruta del canal que pona el puerto mercantil encomunicacin con el Mediterrneo.

    Como si aquello hubiese sido una seal, se movi a su vez la escua-dra cartaginesa.

    Sidonio! exclam Hiram; se preparan a echrsenos encima

    y hundirnos a golpes de espoln.Tambin tenemos espoln nosotros respondi Sidonio.

    Manda a la gente a cubierta que empuen las hachas y se tengan pres-tos detrs de los corvi.

    No te inquietes por eso dijo descolgando de la mura una pesa-da hacha de bronce. Piensa en cortar los espolones del enemigo; yome encargo de impedir el abordaje.

    Una voz que parti del trirreme ms cercano se dej or:Retirad los remos! Orden del Consejo de los Ciento!

    Hiram, subiendo al banco del hortator, respondi:Qu queris?, quin eres t?Retirad los remos repiti la voz.Maldicin! -exclam Hiram. Es ese perro de Fegor! El mar

    no lo ha querido!Obedece! grit el espa.A quin? dijo Hiram, en tono irnico.A la orden del Consejo.Hiram, volvindose hacia la nave enemiga, repuso:

    Los mercaderes de Tiro no reconocen ms Consejo que el suyo.Tengo prisa por salir del Mediterrneo para aprovechar el poniente quesopla.

    Esta noche no puede salir del puerto ninguna nave.Quin me lo impedir?La escuadra de la repblica.No me importa nada lo que dices, Fegor redivivo... Largo, o em-

    bisto a tus barcos.Una risa estridente fue la contestacin.

    Me has entendido, Fegor, perro espa? grit Hiram furibundo.Hola! Me has reconocido! Ahora te pagar los cintarazos que

    queras darme y el salto que me has obligado a hacer al mar... Boga, yembiste, pues.

    Sidonio! A l! grit Hiram.El piloto arroj el martillo y rechaz al marinero que sostena el lar-

    gusimo remo que serva entonces de timn.Boga todo! Pronto a los corvi.La nave mandada por Fegor, un grueso quinquirreme, avanzaba ve-

    locsimo contra la hemiolia,para embestirla por la proa.

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    Llegados a treinta metros, los arqueros que estaban detrs de lasmuras y en lo alto de las torres lanzaron una nube de flechas incendia-rias, que surcaron las tinieblas, silbando y dejando en pos de s un ras-tro de chispas.

    Algunas se clavaron en los costados de la hemiolia,pero los veintenmidas, que estaban ocultos detrs de los corvi, levantados, se apresu-

    raron a apagarlas con cubos de agua ya preparados en gran nmero de-trs de la borda.En el mismo momento, Sidonio, con un poderoso golpe de timn,

    lanzaba a la nave fuera de lnea, para no ser golpeada por el poderosoespoln del quinquirreme que ya amenazaba de cerca.

    Capitn! grit. Da dentro!La hemiolia, hbilmente guiada, se desliz por estribor del quinqui-

    rreme, evitando as el abordaje que poda ser funesto a los nmidas.Te saludo, Fegor grit Hiram, lanzando con toda fuerza su pesa-

    da hacha de guerra sobre la nave enemiga, con tal precisin, que rompi elyelmo y la misma cabeza del bortator. Sigeme al mar, si puedes!

    Pero la lucha no haba acabado an, sino que apenas haba comen-zado, puesto que la escuadra entera se precipitaba sobre la hemioliacomo una jaura de molosos contra un jabal.

    Flechas incendiarias surcaban el aire en todas direcciones, amena-zando con prender fuego en la nave de Hiram, acompaadas de unatempestad de venablos y de hachas lanzadas con gran furia.

    Sidonio! grit Hiram.

    No temas, seor respondi el piloto. Boga!, boga!La hemiolia, a pesar de encontrarse ante un enemigo tan poderoso

    que le atacaba por todas partes, avanzaba siempre con tal audacia quellenaba de asombro a los mercenarios que se asomaban a las bordas delas naves cartaginesas.

    Sidonio, que no tena par en el manejo del largo remo que serva detimn, la guiaba con mano de hierro, hacindola deslizar por dondevea paso.

    Entre tanto, Hiram y los veinte nmidas que se hallaban detrs de

    los corvi levantados respondieron vigorosamente asaeteando a los ene-migos con flechas y con hachas y aullando como bestias feroces parahacer creer que eran en mayor nmero.

    Valor, nmidas! gritaba Hiram. Pasaremos! Boga!, boga!De pronto un acatium, uno de los pequeos veleros que servan de

    aviso, se destac del grueso de la escuadra y se lanz resueltamente ha-cia la hemiolia, cerrndole el paso en el momento en que estaba para es-cabullirse de las naves que llegaban demasiado tarde al ataque.

    Sidonio! haba gritado Hiram, que, aunque luchando feroz-

    mente, no perda de vista un momento a los navios enemigos.

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    Ya lo veo, capitn... respondi el hortator, que conservaba unasangre fra maravillosa.

    De un inesperado golpe de remo hizo desviar la nave y la lanz con-tra el acatium, que pareca resuelto a no moverse del puesto.

    Dale!, remad a toda fuerza!La hemiolia, con un verdadero salto, cay sobre la nave, alcanzn-

    dola algo delante de la rueda de proa.El rostrum, gigantesco espoln de bronce que emerga a flor de

    agua, describiendo una ligera curva, y de solidez a toda prueba, embis-ti poderosamente, hundiendo de golpe siete u ocho tablas.

    Se levant un grito de espanto a bordo de la pequea nave, mientraslos remeros bogaban atrs para desprender el rostrum que se haba se-

    pultado profundamente en el casco del acatium.Sidonio, de otro golpe de timn, hizo desfilar la hemioliapor delan-

    te de la proa de la nave destrozada y la enderez hacia el canal, que aho-

    ra estaba muy cerca.Las tripulaciones enemigas, vindola huir, viraron, al mismo tiem-

    po que le arrojaban toda suerte de proyectiles.Sin embargo, las naves, para mayor dificultad, con los remos que

    chocaban unos con otros, por hallarse casi a tocar buque con buque,perdan camino.

    Boba! Boga!, a todo remo! gritaba Sidonio.La hemiolia cruz como un rayo por delante de las naves cartagine-

    sas, y emboc el canal entre los aullidos furiosos de las tripulaciones

    enemigas que vean escaprseles aquella presa que tan fcil haban cre-do encerrar dentro de un crculo de hierro y echarla a pique, o cuandomenos incendiarla.

    Hiram, despus de haber arrojado otra hacha a cubierta de la navems cercana, rompindole el yelmo a un arquero que iba a lanzar unaflecha incendiaria, se f