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ROSA MULLHOLAND

EL ORGANISTA FANTASMADE HURLY BURLY

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Rosa Mulholland

Nació el 19 de marzo de 1841 en Belfast, Irlanda.

De niña mostró interés por la pintura, aunque con el tiempo sus aptitudes literarias dieron fruto a su primer libro, que fue publicado tan solo a los quince años de edad. Uno de sus mentores fue Charles Dickens, quien valoró su trabajo literario y la instigó a seguir escribiendo. Entre sus obras más destacadas figuran sus novelas Dunmara (1864), Hester’s history (1869) y The wicked woods of Tobereevil (1872). Asimismo, entre sus relatos cortos más famosos podemos mencionar «The late miss Hollingford» (1886), «Eldergowan» (1874) y «The haunted organist of Hurly Burly» (1890).

Falleció el 21 de abril de 1921 en Dublín, Irlanda.

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El organista fantasma de Hurly Burly Rosa Mullholand

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: John Martínez GonzalesSelección de textos: Yesabeth Kelina Muriel GuerreroCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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EL ORGANISTA FANTASMA DE HURLY BURLY

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Sobre Hurly Burly caía una gran tormenta con truenos y relámpagos. Todas las puertas estaban cerradas; los perros de la casa permanecían en sus casetas; el río cercano, crecido por el diluvio que caía, estaba a punto de desbordarse anegándolo todo, y ni los canalones ni las alcantarillas daban abasto. A una milla del pueblo, sobre la gran mansión, los grajos se llamaban los unos a los otros con sus graznidos, presos del terror que sentían, y los cervatillos del bosque oscuro asomaban tímidamente sus cabezas tras los troncos de los árboles, mientras una mujer ya de edad, tras la puerta cerrada de la casa, se ponía de pie después de haber rezado unas oraciones, y depositaba el misal en una estantería mientras lamentaba el estado en que la lluvia iba dejando las rosas de julio de su jardín, las cuales, ciertamente, perdían paulatinamente su belleza poco antes exquisita. Muchas de ellas caían definitivamente muertas en los charcos; a otras, irremediablemente laceradas, se les iban cayendo poco a poco los pétalos, al tiempo que los tallos, que a duras penas habían resistido el ataque de la lluvia, parecían a punto de quebrarse allá donde aquella misma mañana Bess, la criada de la señora de la casa, había recogido un magnífico ramo. También las hileras de blancas azucenas, que bajo el sol anterior alcanzaran una perfección y gracia

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superlativas, perecían lenta e inexorablemente en el barro y los charcos. Las ciruelas que crecían junto al muro del lado sur de la finca exhalaban al caer el último hálito de su esencia, que antes de la tormenta había llenado el aire. El cielo seguía oscuro; apenas prometía una tregua próxima, por encima de las altas copas de los robles, y los pájaros se zambullían en la hiedra que cubría los muros de la finca y la fachada principal de Hurly Burly.

Aquello ocurrió hace más de medio siglo, mas sabemos que la señora de Hurly Burly vestía como era de rigor en aquel tiempo, y que tras los cristales de la ventana, sentada en su mecedora, muy cerca del sillón donde estaba su marido, contemplaba la lluvia incesante, al tiempo que observaba la tetera en el fuego y los panecillos tostándose, mientras la luz del día declinaba por momentos. Podemos imaginarla con su tocado impoluto, con la blanca blusa bordada, con la negra falda bien planchada hasta los tobillos, sin arrugas las medias y unos pompones en sus zapatos brillantes; pero hay que decir, más allá de toda suposición, que aquella mujer tenía los ojos del color de las lilas, satinada la piel, que a despecho de su edad mantenía muy tersa y delicada, y pálidos los labios de línea muy fina y expresión dulce,

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todo lo cual le daba una prestancia angelical que la protegía de las heridas que el paso del tiempo inflige a la belleza.

Su esposo, un caballero, el señor de la casa, era un hombre apuesto y de carácter tan afable como ella; de piel mucho más morena que la de su esposa, tenía grises los cabellos, pero tan brillantes como los de la dama; los años le habían llenado el rostro de arrugas, que no obstante le daban una prestancia mayor, un aire infinitamente respetable bajo el que aún se percibía aquella determinación que tuvo de joven, cuando fue más colérico y arrojado. Pero el tiempo había hecho que sus párpados cayeran levemente, pacificándole la mirada, y que su voz, ayer tronante, fuese ahora suave y profunda; y que sus pies, veloces cuando fue joven y orgulloso, ahora lo llevaran despacio, con bastante solemnidad. De vez en cuando volvía los ojos hacia su esposa, y ella le devolvía la mirada en silencio.

La señora de la casa no era una mujer muy alta, por lo que él le sacaba fácilmente una cabeza. Formaban una pareja bien avenida, a pesar de sus diferencias, que las había. Ella hablaba con cierto atropellamiento, como si

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de continuo estuviera nerviosa, pero con gran delicadeza y bondad siempre, mientras él lo hacía pausado, reflexivo, con una inclinación cortés de la cabeza, interesándose mucho por la persona con la que hablaba. Se llevaban mejor que antes, incluso mejor que cuando fueron más jóvenes y más apasionados, como si la melancolía, y hasta la tristeza, los hubiese unido más estrechamente con el paso de los años. Atrás habían quedado los tiempos en que ella le gritaba: «¡No seas tan severo con nuestro hijo!», a lo que él respondía: «¡Lo estás arruinando con tu blandenguería y tantos mimos!». Ahora, como ya se ha dicho, se contemplaban con mucha más ternura y aquiescencia.

El salón en el que se hallaban estaba decorado a la antigua, con muebles regios. Había un piano, un órgano y una guitarra, y se veían sobre una mesa un montón de partituras. En el suelo, alfombras en las que predominaba el tono azul; y de tono azul predominante eran también las cortinas y algunas figuritas de adorno que estaban sobre los muebles. Frente al ventanal ahora cerrado había un búcaro siempre lleno de rosas frescas que todo lo llenaban, cuando las ventanas quedaban abiertas y entraba por ellas el aire del jardín, de un aroma delicioso

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que se unía al del resto de las flores y que parecía imbuido del canto de los pájaros y del brillo perlado de humedad de la hiedra. Aquel búcaro era de plata china, antiquísima y muy rara de verse. No se puede decir que el salón fuera confortable en tanto que funcional, pero sí que estaba lleno de objetos refinados, de los que llenan de lujo los ojos.

Había siempre un gran silencio sobre Hurly Burly, salvo allá por donde se amontonaban los grajos. Todo lo que allí vivía, sin embargo, sufrió de forma agobiante el calor del mes anterior, pero en los últimos días, antes de la tormenta, el aire había vuelto a llenarse de frescura y de su paz silenciosa de siempre, ido ya el crepitar de la estación más tórrida. La dama y el caballero de Hurly Burly participaban con deleite de aquel estar, de aquel espíritu en que se aherrojaban la mansión y la finca, y tomaban el té en silencio.

—¿Sabes? —dijo al fin ella—. Cuando se dejó sentir el primer trueno creí que era…

Calló la mujer entonces, con los labios tremolantes, mientras un cierto temblor en su tocado denotaba su agitación.

—¡Bah! —exclamó el caballero mientras dejaba su taza sobre la mesita—. Será mejor que nos olvidemos

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de todo eso… No hemos vuelto a oírlo desde hace tres meses.

Entonces se dejó sentir el ruido chirriante de las ruedas de un carruaje ligero. Ella se puso de pie, aún más temblorosa, derramando parte de su té.

—No te asustes, mi amor, es solo el sonido de unas ruedas —dijo el caballero—. Aunque… ¿quién puede ser?

—Eso me pregunto yo —dijo la dama, tratando de sosegarse, como si lamentara su agitación.

Poco después se hacía presente en la puerta la bella Bess, la recolectora de rosas, la criada llena de lazos azules.

—Señora —dijo a la dama—, acaba de llegar una señorita que pregunta por sus aposentos; de momento he dejado su equipaje en la habitación reservada a miss Calderwood; me ha pedido que le haga llegar a usted sus respetos, y que si se le permite la entrada en la casa.

El caballero miró extrañado a su esposa, y esta lo miró con la misma extrañeza.

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—Tiene que haber un error —dijo en voz baja la dama—. No esperábamos a nadie, y tampoco a cualquiera de los Calderwood, ni de los Grange. Es muy raro…

Apenas terminó de hablar se abrió de nuevo la puerta y apareció una extraña criatura, de la que resultaba difícil decir si era hombre o mujer, pero que evidentemente era una mujer, pues llevaba un vestido de seda negra y los hombros cubiertos por una toquilla blanca de muselina. Lucía el tocado calado hasta las cejas; era muy morena y menuda, delgada, con los ojos grandes y negros; y tenía la boca grande, pero de expresión muy dulce, melancólica. Era todo cabeza, ojos, boca. Su nariz y la barbilla apenas destacaban.

Había caminado aprisa desde la puerta, con pasitos cortos, sin embargo, y estaba plantada en medio del salón. No obstante, al comprobar la expectación de la señora de la casa y de su esposo, avanzó unos pasos hasta ellos y dijo con un fuerte acento italiano:

—Señores, aquí estoy… He venido a tocar el órgano.

—¡El órgano! —exclamó la dama.

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—¡El órgano! —exclamó el caballero.

—Sí, eso es, el órgano —dijo aquella mujer extraña y menuda, tamborileando con sus dedos en el respaldo de una silla, sobre el que había puesto las manos, como si quisiera extraerle unas notas—. Hace solo una semana que su hijo, el apuesto señor, acudió a mi modesta casa, donde enseño música desde que mi padre, que era inglés, y mi madre, que era italiana, así como mis hermanos y hermanas, murieron, sí, murieron todos, dejándome sola…

Aquí dejaron de tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, para llevarse las manos a la cara y quitarse unas lágrimas que comenzaban a resbalarle por las mejillas, con un gesto que remedaba el de los niños. Al momento, sin embargo, volvieron a tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, como si solo pudiera hablar mientras los movía.

—El noble señor, su hijo —siguió diciendo aquella mujer extraña y menuda, mirando alternativamente a la dama y al caballero, mientras su piel oscura se arrebolaba levemente—, suele acudir a mi casa al atardecer, cuando el sol comienza a ponerse y llena mi modesta vivienda

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una luz amarillenta, y yo toco el órgano para él con toda mi alma, aunque siempre me dice: «Vamos, pequeña Lisa, tienes que tocar aún mejor», pero otras veces grita: «¡Bravo!», y en ocasiones hasta: «Eccellentissima!». Una noche de la semana pasada, sin embargo, fue y me dijo: «Ya es suficiente… ¿Aceptarías una oferta que te hiciera, fuese la que fuera?» —aquí bajó la mujer sus ojos negros—, y yo le dije que sí… «Bien, pues ya eres mi contratada», me dijo entonces su hijo, señores, y yo volví a responderle que sí… Y él me dijo: «Pues haz tu equipaje y guarda tus partituras, pequeña Lisa, pues saldrás de inmediato hacia Inglaterra para ir a la casa de mis padres, que tienen un magnífico órgano… Si te dicen que no quieren que lo toques, respóndeles que te envío yo y quedarán conformes… Eso sí, tendrás que tocar todo el día, sin desmayo, y también durante las noches… No podrás cansarte. Eres mi contratada y tienes que cumplir bien, por ello, lo que te encargo». Yo le pregunté si lo vería aquí, y él me respondió: «Sí, me verás en la casa de mis padres». Y yo le prometí cumplir lo acordado… Por eso estoy aquí, señores.

Cesó de golpe la suave pero un tanto aguda voz de la extranjera, mientras seguía esta tamborileando con

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sus dedos sobre el respaldo de la silla. Los señores de la casa estaban pálidos, demudados, con la respiración agitada; la extraña los miraba expectante, a la espera de sus palabras.

—Me parece que se trata de un error —dijeron los señores de la casa, al fin, al unísono.

—Nuestro hijo —continuó la dama con la voz quebrada y los labios temblorosos— murió hace ya tiempo…

—No, no, nada de eso —atajó la extranjera—; si creen que se ha muerto están muy equivocados, señores… Su hijo está vivo, y bien vivo; goza de una salud excelente; es fuerte y muy guapo… Hace uno, dos, tres, cuatro, cinco días —dijo mientras contaba con los dedos— que estuvo conmigo por última vez, antes de que partiese yo de viaje para venir a Inglaterra.

—Pues crea que se trata de un error, verdaderamente; y de una coincidencia tan fatal como extraordinaria —dijeron de nuevo al unísono el señor y la señora de Hurly Burly—. Llevémosla a la galería —siguió diciendo la dama, la madre de ese que para ella estaba muerto, pero vivo para la extraña recién llegada—, pues aún hay

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luz suficiente como para que se puedan contemplar bien los retratos.

El atónito y alarmado matrimonio condujo a la recién llegada hasta una larga y oscura galería que había en la cara oeste de la mansión, donde, no obstante la oscuridad creciente, el cielo arrojaba aún cierta luminosidad sobre los retratos de la familia Hurly, colgados en la pared.

—No creo que quien usted dice se le parezca —dijo el señor de la casa señalando uno de aquellos retratos, el de un joven de aspecto distinguido, un hermano suyo, que había desaparecido en alta mar muchos años atrás.

Lisa negó con la cabeza y como de puntillas comenzó a caminar rauda por la galería, yendo de retrato en retrato, un tanto confusa… Al rato, sin embargo, y a despecho de la lobreguez de la estancia, se la vio sonreír feliz.

—¡Ajá!, aquí lo tenemos —dijo—. Vengan, véanlo… Este es mi noble señor, el bello señor, aunque en persona es aún mucho más guapo… Les digo que hace apenas cinco días que la pobre Lisa estuvo con él… Mi querido señor, mi querida señora, supongo que habrán quedado satisfechos y contentos… Ahora, tengan la bondad de

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llevarme hasta su órgano, pues he de comenzar a tocarlo esta misma noche para cumplir el encargo hecho por su hijo, mi noble señor.

La señora de Hurly Burly hubo de agarrarse al brazo de su esposo, pues le temblaban las piernas.

—¿Qué edad tienes, muchacha? —preguntó a la extraña.

—Dieciocho años, señora —dijo impaciente la extraña, dirigiéndose a la puerta de la galería.

—Mi hijo murió hace veinte años —dijo la atribulada madre, escondiendo el rostro lloroso en el pecho de su marido.

—Que preparen nuestro carruaje —dijo poco después la señora de Hurly, recuperándose de su abatimiento anterior—. Llevaré a esta joven ante Margaret Calderwood, que sabrá referirle toda la historia. Margaret hará que entre en razón… No, mañana no… Ahora mismo; no quiero esperar a mañana, puede ser demasiado tarde… Hemos de ir ahora mismo, rápido, antes de que se haga de noche.

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La joven extranjera creyó que la dama de la casa estaba loca, pero no dijo una palabra y se mostró obediente; poco después tomaba asiento en el carruaje, junto a la señora de Hurly. La luna comenzaba a dejarse ver pálidamente entre las nubes que seguían descargando lluvia, si bien en el trance de amainar, una palidez lunar mucho menos acusada, sin embargo, que la del rostro de la dama, cuyos ojos tenían la mirada perdida, como si la forzase en una dirección sin determinar para que no se le llenaran de lágrimas. Tampoco decía una palabra. Lisa contemplaba la luna a través de la ventanilla del carruaje, con sus ojos negros ensoñecidos, como si disfrutara de un sueño apasionante.

Justo cuando llegaban salía otro carruaje, pues Margaret Calderwood acababa de regresar de una recepción. Se vio por ello, en la puerta de su casa, una figura espléndida, la suya; era una mujer alta y muy bella y distinguida, vestida en terciopelo marrón; llevaba al cuello un collar de diamantes que brillaban extraordinariamente a la luz de aquella pálida luna, en la semioscuridad del anochecer. La señora de Hurly se abrazó a ella temblorosa y agitada, llorosa, lo que hizo que la joven dama, que era Margaret Calderwood, la estrechase sobre su pecho como si

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fuera una niña, llevándola rauda al interior de su casa. La menuda Lisa observaba todo aquello con mirada de asombro, y las siguió feliz, sin embargo, imaginando sonatas inminentes.

Hubo más lágrimas y sollozos en aquella dependencia a media luz en la que Margaret Calderwood introdujo a su amiga. Hablaron. Consultaron largamente. Margaret había llevado a la dama a un extremo del amplio vestíbulo, y mientras esta le refería el caso no dejaba de mirar con algo más que asombro a la extraña vestida de negro que se decía organista, llegada de allende el mar sin que nadie la esperase, y portadora de lo que parecía ser una encomienda de la muerte.

Contempló asombrada la extranjera aquella larga escalera que conducía a la planta superior de la mansión, y poco después seguía por ella a las dos damas, que subían hasta llegar a un gran salón bien iluminado. Allí se percató Lisa de que la mansión era aún más lujosa que la de Hurly Burly. Estaban en un salón que daba perfecta cuenta del tipo de mujer que era Margaret Calderwood, una joven dama intelectual y de un buen gusto superlativo.

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Lisa reparó pronto, sin embargo, en un trozo de bizcocho que había en un platillo, sobre una mesita.

—¿Me lo puedo comer? —preguntó muy ilusionada—. Estoy hambrienta, llevo mucho tiempo sin probar bocado.

Margaret Calderwood la contempló con una mirada más que comprensiva, maternal incluso, y apartándole el mechón de pelo que asomaba bajo su tocado, la besó en el estrecho trozo de frente que mostraba. Lisa la contempló maravillada de tanta ternura y le devolvió el beso, lo que conmovió a la hermosa Margaret, mucho más alta que la extraña, con un rostro cual el de una bellísima Madonna, rubio como el trigo su cabello. Luego ofreció el trozo de bizcocho a Lisa, que prácticamente lo devoró.

—Nunca había comido un bizcocho tan sabroso —dijo después, muy agradecida a la joven señora de la casa.

—Tiene buena salud, a pesar de todo —susurró Margaret Calderwood—. Y ahora, Lisa —dijo alzando la voz—, cuéntame todo eso del gran señor que te ha hecho venir a Inglaterra para que toques el órgano de Hurly Burly.

Lisa apoyó entonces las manos en el respaldo de una silla, comenzó a tamborilear allí con sus dedos, y con los

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ojos muy abiertos, desmesuradamente abiertos y en los que era perceptible un ardor infinito, refirió todo lo que ya había contado a los señores de Hurly Burly, palabra por palabra.

Cuando concluyó su relato, Margaret Calderwood comenzó a pasear por aquel salón, de un lado a otro, meditabunda y con la expresión un tanto contrita, mientras Lisa la observaba fascinada. Luego, cuando la joven dama comenzó a hablar, la extraña dejó de tamborilear para entrelazar sus manos y escuchar atentamente, sin quitar los ojos ni un momento de la bellísima y joven dama.

—Lisa, hace veinte años —comenzó a decir Margaret Calderwood—, el señor y la señora Hurly tenían un hijo de veinte años, realmente bien parecido, cuyo retrato has visto en la galería de su mansión, un joven de gran talento, además… Sus padres le adoraban, como es natural; también le adorábamos todos los que le conocíamos… Yo también tenía entonces veinte años, como él; era huérfana, y la señora Hurly, que había sido muy amiga de mi madre, pasó a convertirse en mi madre. Yo era una muchacha de muy buena salud, hermosa y muy querida

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por todos, como él mismo… Pero de tan inconsistente como lo era yo por aquel tiempo, solo valoraba la riqueza. Lewis Hurly, el hijo de los señores, y yo nos amábamos tiernamente, sin embargo, y decidimos comprometernos.

No obstante, y acaso por afán de procurarme esas riquezas a las que aspiraba yo, Lewis, a pesar de la magnífica educación recibida de sus padres, comenzó a deslizarse por sendas poco recomendables, abandonándose poco a poco a los vicios, al punto de que quienes le conocían y apreciaban solo temían que fuera imposible su vuelta a los buenos hábitos. Yo le pedía con lágrimas en los ojos que por el amor que me tenía, si no lo hacía por el amor de su madre, se regenerase y volviera al buen camino antes de que fuera tarde. Pero, para mi mayor espanto, descubrí pronto que mi influjo sobre él se había esfumado por completo, y que ni mis palabras ni mi amor le conmovían. Ya no me amaba… Supuse que había enloquecido por alguna razón que se me escapaba, más allá de su afán de acaparar riquezas, y al cabo perdí toda esperanza de recuperar su amor. Al final, hasta su propia madre me prohibió que lo siguiera viendo.

En este punto hizo una pausa Margaret Calderwood, que meditó unos instantes con la amargura pintada en su bello rostro, antes de proseguir:

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—Un día, junto a su grupo de amigos de mayor confianza, que se hacían llamar «El club del diablo», comenzó a practicar unos rituales no precisamente santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas entre las tumbas del cementerio y, sobre todo, desafiaban a la muerte, y peor aún, a todo lo que es sagrado, con ciertas bromas macabras que hacían mientras bailaban sobre las tumbas. Llegó un momento en el que, tal fue su desvergüenza, ni siquiera buscaron el amparo de la oscuridad de la noche. En una ocasión, mientras se celebraba un duelo muy sentido, cuando el cuerpo del fallecido había sido llevado a la iglesia para dedicarle el funeral, cuando deudos y fieles en general rezaban alrededor del ataúd, cuando más lloraba el anciano padre del difunto y mayor emoción allegaban a todos las palabras del oficiante, en medio de una enorme solemnidad dolorida, se dejó sentir en la iglesia una música de órgano y un coro de voces de borrachos, todo lo cual salía de una tumba cercana que había sido profanada. De los fieles allí congregados brotó espontáneamente un clamor de execraciones; el religioso que oficiaba la ceremonia fúnebre empalideció mientras cerraba de golpe su libro de oraciones, y el anciano padre del difunto, subiendo los peldaños que conducían al

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altar, y llevándose las manos a la cabeza, profirió una maldición terrible… Maldijo a Lewis Hurly por el resto de sus días y para toda la eternidad, maldijo el órgano que tocaban los borrachos, que habría de quedar mudo para siempre, salvo si lo tocaban los dedos, precisamente, del profanador, que habría de tocarlo sin descanso, de día y de noche, a través de los tiempos y de la muerte, lo que es decir una vez hubiese muerto el profanador maldito. Y la maldición pareció surtir efecto, desde luego, pues el órgano de la iglesia quedó mudo desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.

Él lo hacía como una bravuconada, riéndose de todo y de todos; y esa bravuconada llegó a serlo aún mayor cuando decidió trasladar el órgano de la iglesia a la casa de sus padres, e instalarlo donde aún sigue… También fue por pura bravuconada, como para desafiar aún vivo al hombre que lo maldijera, que se pasaba las horas tocándolo, hasta que no hizo cualquier otra cosa en el día. Todos nos preguntábamos a qué sería debida aquella insistencia, aquella broma tan molesta, y la buena madre de Lewis no paraba de llorar, porque, en el fondo, suponía que, aunque todo eso pareciese una locura, al menos su hijo, mientras tocaba el órgano, estaba en casa,

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sin cometer ninguna otra maldad. Yo, sin embargo, fui la primera en sospechar que aquello no se debía a un mero acto nacido de su voluntad; fui la primera en sospechar que la maldición de aquel anciano, proferida durante el funeral de su hijo, era algo más que meras palabras. Lewis tocaba y tocaba sin desmayo, y ni siquiera los ruegos de sus compañeros de fechorías, para que dejase de hacerlo, parecían importarle. Muchas veces, para que nadie le molestase ni reconviniera, se encerraba en el cuarto bajo llave. Yo, sin embargo, me escondí un día tras las cortinas, y lo vi allí, sentado ante el órgano, y oí cómo se lamentaba y maldecía él mismo mientras sus dedos corrían ágiles, brutalmente, sobre el teclado… Aquello confirmó mis sospechas de que tocaba contra su voluntad, de que sufría una especie de condena… O de que lo impulsaba una fuerza sobrenatural contra la que nada podía su voluntad, y nada podían sus maldiciones ni sus lamentos. Llegó un momento en que ni siquiera más allá de la mansión de Hurly Burly pudimos dormir, pues la noche entera se llenaba con la música imperiosa de aquel órgano. Tocaba, como si en verdad atendiese a la maldición del anciano, de día y de noche. Ni comía ni descansaba. Su rostro antes hermoso era el de un ogro. Tenía muy larga la barba y mantenía desmesuradamente

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abiertos los ojos, que parecían no ver nada. Estaba cada vez más flaco, arruinada toda la anterior fortaleza de su cuerpo; sus dedos eran como garras que arrancasen dolorosamente aquellos sonidos fúnebres de las teclas del órgano. Cuando parecía agotado y hacía intención de descansar, una brutal sacudida, que le sacaba lamentos doloridos de entre los labios, hacía que cayeran de nuevo sus manos huesudas sobre el teclado… Su pobre madre trataba a veces de ponerle un poco de pan en la boca, y de darle un sorbo de vino, mientras él seguía tocando febrilmente, pero lejos de aceptar lo que ella le ofrecía, Lewis rechinaba los dientes y soltaba maldiciones hasta que ella, sin poder remediarlo, no tenía otro remedio que irse de su lado, no obstante el gran dolor de corazón que sentía. Finalmente, un mal día, y en una mala hora, lo encontramos muerto en el suelo, a los pies del órgano.

Desde aquel preciso instante, el órgano volvió a enmudecer, sin que nadie lograra extraerle una sola nota. Muchos, que se negaban a creer la historia, y mucho menos el poder de la maldición, intentaron denodadamente sacarle algún sonido, pero fue en vano… Pero en cuanto la penumbra caía sobre la estancia, y hallándose cerrada con llave, de repente se dejaba sentir la música

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fúnebre que sin descanso había tocado Lewis. A todos nos estremecía aquel fenómeno; la música, a través de las paredes, comenzaba a expandirse por toda la casa… Poco después ya no fue solo al declinar el día cuando comenzó a dejarse sentir la música, sino que, atendiendo a la maldición del anciano, se oía tortuosa de día y de noche. Era como si el pobre Lewis no pudiera descansar ni siquiera en su tumba; era como si más allá de la muerte su torturado cuerpo no hallara sosiego, acuciado por la condena a golpear con sus dedos las teclas del órgano. Ya ni su madre se atrevía a pasar cerca de la habitación del órgano, temerosa de ir a encontrarse con el fantasma del hijo muerto… El paso del tiempo no cambió en nada las cosas; seguía oyéndose de día y de noche aquella música inacabable, y hasta la servidumbre de la casa acabó por negarse a trabajar por más tiempo en Hurly Burly. La mansión dejó paulatinamente de recibir visitas. El señor y la señora de Hurly Burly hubieron de abandonar la casa durante varios años; mas cuando regresaron de nuevo sintieron el castigo de aquella música en sus oídos. Al cabo, hace apenas unos meses, apareció un hombre santo, un bendito de Dios, que dio en encerrarse varios días en la habitación del órgano, donde rezó sin tregua de día y de noche, a gritos para acallar la voz del órgano diabólico…

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Finalmente cesó la música, al parecer definitivamente… Solo entonces recobró la paz Hurly Burly. Pero, Lisa, tu llegada hasta nosotros, tan extraña, así como la no menos extraña historia que nos has contado, no puede por menos que llenarnos de inquietud, al sospechar que tú también eres víctima del demonio… Debes de cuidarte, pues; debes de mantenerte alerta, y encomendarte a Dios por encima de todas las cosas. Y ahora…

Margaret Calderwood se volvió hacia donde suponía que Lisa la escuchaba atentamente, pero la vio dormida en un sillón, sin dejar de mover los dedos, como si en sueños pulsara las teclas de un órgano.

Margaret se acercó a ella y puso la carita morena de la muchacha contra su maternal pecho, besándola dulcemente.

—Hemos de salvarte de tu fatal destino, pequeña —susurró mientras tomaba en sus brazos a la muchacha para llevarla a la cama.

A la mañana siguiente Lisa no estaba. Margaret Calderwood se había levantado a hora muy temprana. Cuando fue a la habitación de la extraña, para interesarse por cómo se encontraba, vio que su cama estaba vacía.

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«Bueno, es como una criatura salvaje; se habrá levantado con el primer canto de los pájaros», se dijo Margaret condescendiente, y salió en su busca por los humedales y el prado próximos, y fue hasta la casa de los guardeses sin encontrar a la extranjera.

La señora de Hurly, que desayunaba en aquellos momentos, vio a Margaret desde la ventana, muy cerca ya de Hurly Burly, hermosa y distinguida como siempre, aun vestida solo con su blanco camisón y cubierta por una toquilla igualmente blanca, caminando ya por el sendero entre rosales. Tenía, sin embargo, el gesto preocupado. Su búsqueda resultaba infructuosa. La muchacha parecía haberse evaporado.

Una segunda búsqueda, iniciada por Margaret tras el desayuno, fue igualmente infructuosa. Ya por la tarde, ambas damas, después de hacer juntas una nueva búsqueda, igual de vana, regresaron a Hurly Burly. Todo era aterrador allí. El señor de la casa estaba sentado, con una expresión clara de pánico, mientras se tapaba con fuerza las orejas. Los criados, pálidos y demudados, cuchicheaban en pequeños grupos. El órgano había vuelto a dejar sentir su cántico terrible, como en aquel tiempo que ya todos creían ido.

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Margaret Calderwood, sin embargo, se dirigió valientemente hasta la habitación fatal. Allí, como supuso nada más llegar a la casa y oír la música, que no era terrible, sino muy deliciosa, vio a Lisa, embebida en su ejecución de las piezas, deslizando con un brío indecible sus manos pequeñas sobre el teclado, crecida allí sentada, a la luz declinante del día… Aquello que tocaba, aun siendo triste, no resultaba morboso sino excitante en su dulzura; música de Mozart, de Mendelssohn, de Beethoven… Margaret no pudo sino quedar fascinada ante lo que veían sus ojos y ante lo que escuchaba. No obstante, y tras unos minutos de absorta contemplación y escucha, algo volvió a removerse en ella, y procediendo con su habitual decisión avanzó unos pasos hasta la organista, la abrazó primero, y después tiró de ella con gran delicadeza para sacarla de la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin embargo, y en esta ocasión no resultó igual de fácil despegarla del órgano… Día tras día acudía a tocarlo, sin que nadie pudiera evitarlo, por muchas prevenciones que se adoptasen, y día tras día iba viéndose cómo la muchacha se tornaba más cetrina, cómo adelgazaba, cómo se consumía. Al final la dejaron por imposible.

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—Toco sin descanso… ¿Mi señor, su hijo, está contento con mi trabajo? —dijo un día a la señora de Hurly—. Pregúnteselo, por favor, y dígame qué le responde…

Aquello puso enferma a la dama, que hubo de acostarse acosada por escalofríos y temblores. Su marido pareció también desesperado ante la presencia inevitable de la extranjera. Solo Margaret Calderwood mostraba una clara presencia de ánimo, decidida sin duda a salvar a la muchacha de su fatal destino. Era evidente que Lisa había caído víctima de la maldición del órgano. El órgano se expresaba a través de sus manos, y era ella esclava de sus manos.

Un día anunció la extranjera, en un arrebato irrefrenable, que había recibido la visita de su joven señor, el hijo de los señores de la casa, y que había elogiado su entusiasmo y su afán en tocar aquella música excelente, instándola a trabajar aún con mayor entusiasmo y fortaleza. Tras aquello Lisa renunció por completo a comunicarse con los vivos. Una y otra vez tenía Margaret Calderwood que usar de su fuerza para detener las manos de la muchacha y arrancarla de su asiento ante el órgano, sacándola de allí y cerrando bajo llave la habitación fatal.

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Pero de nada valían todos sus esfuerzos. Una y otra vez se abría la puerta y Lisa volvía a tocar el órgano, aún más febrilmente que antes.

Una noche, Margaret, que se había instalado ya en Hurly Burly, hubo de levantarse en mitad de la noche, pues tras un breve lapso de silencio volvió a dejarse escuchar el órgano… Rauda corrió hacia la habitación endemoniada. La luz de la luna bañaba ya Hurly Burly, iluminando aterradoramente el busto en mármol de Lewis Hurly, que estaba muy cerca de la entrada al salón de estar. La luz de la luna llenaba la habitación del órgano cuando entró valientemente Margaret, que vio de inmediato, no obstante, que aquella luminosidad no era debida solo a la luz de la luna, sino también a la que dimanaba, más oscura, de una figura humana, un hombre que estaba junto al órgano, cerca de Lisa, mientras esta tocaba con una suerte de agónica violencia perceptible en las contracciones de su cuerpo. Ahora los sonidos que sus dedos extraían de las teclas del órgano eran sincopados, ininteligibles, como alaridos… Y entre ellos, a cada breve intervalo, se dejaban sentir los lamentos de Lisa, unos gritos espeluznantes, como si la atravesaran dolores que distorsionaban su figura y le ponían un gesto de pavor,

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mientras la presencia de aquella figura masculina le hacía gestos amenazantes… Temblando ante la suposición de hallarse ante alguna instancia sobrenatural, Margaret Calderwood se dirigió a la presencia con bastante resolución, pero cayó de inmediato bajo el influjo de su luz. En efecto, aquella luz que dimanaba de la presencia se hizo más fuerte, y Margaret quedó primero cegada y después aturdida. Mas negándose al pérfido influjo, y extrayendo fuerzas de flaqueza, consiguió abrir de nuevo los ojos, lo que hizo que observara cómo se debatía Lisa aún más agónicamente en aquel trance tortuoso por el que pasaba, y acercándose más a ella, en su afán de protegerla, lo hizo también a la presencia, en la que vio entonces sin la menor posibilidad de duda a Lewis Hurly.

Margaret, aún aterrorizada, no se desvaneció a causa de la impresión recibida, ni se dejó vencer por la presencia, y tirando con fuerza de Lisa la levantó de su asiento, la tomó en sus brazos y fue con ella hasta su propia habitación, acostándola en su cama, donde la muchacha quedó tendida, exhausta, agotada por la crueldad de aquel al que tenía por su señor y para el que deseaba ejecutar al órgano piezas con una perfección como jamás fuera conocida. Aún dormida y agotada, las

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pobres manos de Lisa seguían tamborileando ahora sobre el abrigo de la cama, como si no hubiera sido rescatada del órgano.

Margaret Calderwood le puso compresas frías en la frente y algunas flores frescas en la almohada. Corrió las cortinas y abrió las ventanas del cuarto, para que entrasen en breve el aire fresco de la mañana y el primer brillo del sol; después, mirando al cielo que comenzaba a clarear, esperanzada en que el nuevo día llevara por fin la paz a la casa y a la pobre infeliz que dormía en el cuarto, comenzó a rezar contemplando a través de la ventana el verdor aún oscuro pero fragante… Rezaba para pedir que de una vez por todas concluyese la maldición caída sobre la casa de los buenos padres de quien fue un joven perverso, y caída igualmente sobre aquella pobre muchacha de cuerpo y mente arruinados por la locura. Rezó especialmente por Lisa, ya que temía que en realidad, aun presente en su propia cama, vagara por ahí, lejos de donde reposaba su cuerpo. Se preguntó Margaret entonces si habría cerrado o no la puerta de la habitación fatal, con las prisas por salir de allí cuanto antes.

Bajó rauda la escalera, con gesto resuelto a pesar de la palidez que la embargaba; comprobó que, en efecto, había cerrado con llave la maldita habitación, y sin consultar

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con los señores de la casa llamó a un criado y lo hizo ir a la villa en busca de un albañil… Luego, dirigiéndose a la dama de la casa, explicó lo que se proponía… Después fue al cuarto donde descansaba Lisa, y apenas entreabriendo la puerta, y al no escuchar ruido alguno, supuso que seguía durmiendo profundamente… Bajó de nuevo por la escalera, y tras esperar no mucho tiempo observó que llegaba el albañil en el carruaje con que había ido a buscarlo el criado. No se demoró mucho en iniciar el trabajo encomendado, que consistía en tapiar con ladrillos la habitación fatal, enajenándola así del resto de la casa. El albañil, un trabajador muy diestro, dio pronto fin a su magnífico hacer, clausurando la habitación con un muro de piedra, primero, y otro de ladrillos.

Contenta tras ver así finalizada la tarea, Margaret Calderwood fue entonces a la habitación donde había dejado reposando a Lisa, y pegó la oreja a la puerta por ver si escuchaba algún sonido. Nada. Así que se dirigió entonces a los aposentos de la señora de Hurly, y tomó asiento en el borde de su cama para conversar con ella de nuevo y confortarla, segura de que allí, con el trabajo del albañil, habían concluido todos los males de la casa. Fue ya al atardecer cuando acudió hasta su cuarto,

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sorprendida de que Lisa tardara tanto en levantarse del lecho. Pero encontró la cama vacía. Lisa no estaba.

Inició de nuevo la búsqueda de la muchacha, escaleras arriba y abajo, por todas las dependencias de la casa, en el jardín después, en la campiña próxima más tarde… Pero de Lisa, ni rastro. Margaret Calderwood ordenó entonces que preparasen un carruaje que la llevara hasta su propia casa, por ver si la extranjera había decidido ir hasta allí, aunque no imaginaba bien por qué razón hubiese podido hacerlo, pero fue en vano… Después puso rumbo a la villa, y buscó más tarde en las casas de la vecindad, diciéndose que era del todo imposible que Lisa no acabara por aparecer. Preguntó a todo el mundo, haciendo la descripción más conveniente de la extranjera; pensó una y otra vez en mil posibilidades… ¿Por dónde podría andar aquella muchacha, en su estado de suma debilidad, tan agotada? ¿Acaso podría llegar muy lejos?

La búsqueda incesante se extendió por dos días, al acabar los cuales Margaret Calderwood, con gesto apesadumbrado, regresó a Hurly Burly. Estaba triste y cansada. Tomó asiento junto al fuego, y así estaba cuando se acercó hasta ella la joven Bess, que lloraba desconsoladamente.

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—Dígale a la señora de Hurly, por favor, que la quiero mucho, pero no puedo seguir sirviendo en esta casa —dijo—. Ese órgano no deja de sonar y no puedo soportarlo por más tiempo… Temo por mi vida, señora.

—¿Quién ha vuelto a escuchar ese maldito órgano? ¿Y cuándo ha sido? —preguntó alarmada Margaret Calderwood, poniéndose de pie alarmada.

—Lo escuché poco después de que usted se marchara, señora… La noche siguiente a que fuera tapiada la habitación.

—¿Y no ha dejado de sonar desde entonces?

—No, señora, no… ¿No lo oye usted ahora mismo?

—No —respondió Margaret Calderwood—. Será el viento…

No obstante decir eso, y mortalmente pálida, se levantó para subir la escalera y pegar la oreja al muro levantado contra la pared y la puerta de la habitación fatal. Todo, sin embargo, estaba en silencio. No se dejaba sentir nada en la casa que no fuera el rumor de las ramas de los árboles en el exterior, batidas por el viento. Pero

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Margaret, llevada de un oscuro presentimiento, comenzó a golpear el muro con su hombro, y a rascar con sus blancos dedos en el muro, y a clamar a voces por la presencia del albañil que lo había levantado.

Era ya la medianoche, pero el albañil se levantó del lecho apenas fue requerido, y acudió a Hurly Burly con el criado que había ido a buscarlo. Cada vez más pálida, allí estaba aguardándole Margaret Calderwood; e igualmente nerviosa y pálida observó cómo deshacía aquel hombre el prolijo trabajo hecho apenas tres días atrás. Mientras, los criados, reunidos en pequeños grupos, lo miraban todo, sobrecogidos, preguntándose qué pasaría después.

Y ocurrió lo siguiente: cuando el albañil logró hacer un hueco en el muro y entrar a través de la puerta, llevando una lámpara en la mano, Margaret y los demás le siguieron. Un bulto oscuro yacía en el suelo, a los pies del órgano. La habitación fatal se llenó de sollozos. En el suelo yacía la pequeña Lisa, muerta.

Cuando la señora Hurly pudo valerse al fin, partió hacia Francia junto a su esposo, donde vivieron hasta el fin de sus días. La mansión de Hurly Burly estuvo cerrada muchos años, hasta que pasó a ser posesión

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de otras personas. Los nuevos propietarios decidieron destrozar el órgano, y la habitación pasó a convertirse en una alcoba llamativa, maravillosamente amueblada, la mejor de la casa. Pero nadie pudo en lo sucesivo dormir allí dos noches seguidas.

Margaret Calderwood fue enterrada hace pocos días. Murió siendo ya una dama de edad muy avanzada.

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