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Revista/Tó nica Número 2. Año 1. Junio, 2012. Argentina, Buenos Aires. www.elcec.com.ar Índice. María Kodama, muerta en su laberinto. Entrevistas a Miguel Villafañe, Ricardo Straface y Fernando Soto /7/ Libros & Reseñas /27/ Diego Vecino, Ricky Espinosa y Flema /36/ El nicho maligno de Carlos Godoy /42/ Juan Guinot, veterano de Gibraltar /45/ Mauricio Murillo en el fondo del mar boliviano /49/ Las posibilidades de Creative Commons y la experiencia de BiblioFyL /53/ Sección#CopiaOculta: El plan de invasión de Ramiro Sanchiz /59/ Sección#Matraca: La Cámpora en la Feria del Libro /65/ Versión ¿completa? de El Aleph engordado de Pablo Katchadjian /70//. Staff. Director_Juan Terranova/ Secretario de Redacción_Nacho Damiano/ Redactores_Mariano Zamorano, Martín Felipe Castagnet, Dolores Yomha, Leticia Martin, Mariano Vespa, Marisol Córdoba, Sabrina Haimovich, Ana Vicini, Mariano Bello, Adela Salzmann, Natalia Gauna, Victoria Cotino, Luz Marus, Lucía Fortunati, Francisco Dalmasso, Marcela Zena, Carlos Mackevicius. www.revistatonica.com www.elcec.com.ar

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Número 2.0

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Page 1: Revista Tónica 2

Revista/TónicaNúmero 2. Año 1. Junio, 2012. Argentina, Buenos Aires. www.elcec.com.ar

Índice. María Kodama, muerta en su laberinto. Entrevistas a Miguel

Villafañe, Ricardo Straface y Fernando Soto /7/ Libros & Reseñas /27/ Diego

Vecino, Ricky Espinosa y Flema /36/ El nicho maligno de Carlos Godoy /42/

Juan Guinot, veterano de Gibraltar /45/ Mauricio Murillo en el fondo del

mar boliviano /49/ Las posibilidades de Creative Commons y la experiencia

de BiblioFyL /53/ Sección#CopiaOculta: El plan de invasión de Ramiro

Sanchiz /59/ Sección#Matraca: La Cámpora en la Feria del Libro /65/

Versión ¿completa? de El Aleph engordado de Pablo Katchadjian /70//.

Staff. Director_Juan Terranova/ Secretario de Redacción_Nacho Damiano/

Redactores_Mariano Zamorano, Martín Felipe Castagnet, Dolores Yomha,

Leticia Martin, Mariano Vespa, Marisol Córdoba, Sabrina Haimovich, Ana Vicini,

Mariano Bello, Adela Salzmann, Natalia Gauna, Victoria Cotino, Luz Marus,

Lucía Fortunati, Francisco Dalmasso, Marcela Zena, Carlos Mackevicius.

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Kodama adelgazada[Editorial]Por Juan Terranova // [email protected]

En agosto del 2010 le di hospedaje al periodista madrileño Antonio

Jiménez Morato. Venía de un encuentro de escritores en Montevideo y

pasó unos días conmigo y mi familia mientras visitaba la ciudad y se

entrevistaba con amigos y críticos locales. Mi hija todavía no iba al colegio

turno mañana así que yo me quedaba trabajando hasta bien entrada la

noche y cuando me levantaba cerca de las diez, Morato ya había comprado

sandwiches de jamón crudo con los que desayunábamos a la castellana. En

ese momento yo escribía un largo ensayo sobre la trilogía argentina de

Pablo Katchadjian. Una de esas mañanas comenté mis ideas sobre El Aleph

engordado en voz alta. Morato se entusiasmó y quiso conocer al autor, así

que arreglé para el sábado siguiente un encuentro en mi casa. Katchadjian

llegó puntual. Hablamos un rato y Morato le compró veinte, sí, veinte

ejemplares de El Aleph engordado. Tanto a Katchadjian como a mí nos

pareció un gesto excéntrico. Casi tanto como engordar a Borges. Quizás

todavía más desproporcionado. Morato nos contó que pensaba ir a una

feria del libro que se hacía en Barcelona y regalarlo ahí a sus amigos. El

proyecto nos divirtió. Después nos pusimos a ver un video en YouTube

donde Fernando Arrabal, borracho o drogado, comparte un programa de

televisión de la década del '80 con otros intelectuales españoles. Morato y

Katchadjian ya lo habían visto y comentaron con inteligencia la discusión –

que Arrabal no dejaba de interrumpir todo el tiempo– sobre el

milenarismo. Mientras tanto, el dramaturgo se sentaba arriba de una mesa

de vidrio, hablaba a los gritos, se paraba y gesticulaba y se volvía a sentar.

Pregunté por qué no se levantaban y se iban. Tanto Morato como

Katchadjian me respondieron que el programa se había hecho durante la

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transición y los españoles habían decidido no reprimirse, mostrarse

tolerantes. O algo así. Entonces a Morato le sonó el teléfono. Habló muy

poco, fueron dos réplicas. “Sí, sí. Bueno. No lo puedo creer.” Colgó y dijo

que Fogwill había muerto. Nos quedamos fríos. ¿Fogwill? Sí, había muerto.

Morato lo había tratado en Montevideo y nos contó que se había quejado

de que en su habitación hacía mucho frío y la calefacción no andaba.

También que casi no comía y que fumaba medio cigarrillo y se pasaba cinco

minutos tratando de respirar. Sabíamos que estaba internado desde hacía

unos días. Pero no teníamos, al menos yo, más información. Para mí,

Fogwill no se podía morir. No sé por qué. Siempre lo había visto y

escuchado vital, duro como una piedra, agresivo, astuto. Pero se había

muerto. Me acordé de Help a él. Era la relación obvia. El exceso, la

reescritura. (“Vera esperando los llamados de algún hombre, en mi casa.

Vera fumando, adelgazando.”) Morato estaba muy afectado. Yo,

sorprendido. Katchadjian permanecía impasible. No recuerdo mucho más.

Fue bueno recibir esa noticia en compañía de ellos. Al otro día salimos

temprano con Morato para el velorio en la Biblioteca Nacional. En el

camino pasamos a buscar a Sonia Budassi por Palermo. Estacioné a dos

cuadras de Eterna Cadencia. Apenas arrimé el auto al cordón Morato abrió

la puerta, chifló dos veces como si estuviera en el medio de la meseta

castellana y salió corriendo. Hizo casi una cuadra y logró interceptar a un

tipo más o menos alto que estaba con una mujer. A la distancia apenas se

distinguían dos siluetas. Volvió enseguida. Me dijo que era César Aira, “no

lo noté bien”. Sobre la calle Honduras estaba todo cerrado. Sonia venía

atrasada así que esperamos tomando un café en Romario, que era lo único

abierto. Morato usó mi cámara de fotos para filmarme y me hizo algunas

preguntas sobre literatura argentina. No sé dónde está ese video. No era

gran cosa. Llegó Sonia y fuimos al velorio.

Mucho después escribí una columna irónica riéndome de unas feministas

amargadas. Las feministas presionaron a los auspiciantes de la revista que

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publicó la columna para que me echaran. Los auspiciantes levantaron sus

publicidades. Los editores de la revista evaluaron la situación, aguantaron

un poco y finalmente cedieron y dejé de trabajar ahí. Cuando comentamos

lo que había pasado con Katchadjian le dije que la cosa era grave pero yo no

podía parar de reírme, aunque a veces me salía una risa oscura, sardónica.

Demasiados equívocos, demasiada gente ociosa y violenta, demasiadas

ganas de censurar. Katchadjian me dijo ironizando al ironista: “Claro, no

tenés idea de lo que escribiste”. Era verdad. Subestimar la idiotez ajena

puede ser muy problemático. Sergio Piacetini puso en su Twitter una frase

de Germán García. Cito de memoria: “Muy rápido me di cuenta de lo

peligroso que era escribir en un país sin ironía”. La idea está buena pero el

problema resultaba más complejo.

Bastante tiempo después, intercambiando ideas por mail con el

piscoanalista, editor y poeta Luciano Lutereau, le comenté que había

terminado mi ensayo sobre Katchadjian. Me lo pidió. Lo leyó enseguida y

me hizo una devolución muy dura, de sesgo evolucionista. Según sus

palabras, no había trabajado a fondo con el “engordado” y me había dejado

cautivar por la idea. Había, según él, más tela para cortar. Parecía irritado.

Y fue injusto cuando dijo que Katchadjian era como un escritor newyorkino

de los años setenta, un anacrónico. Pero tenía razón con respecto a mi

ensayo. Le había dedicado mucho espacio a El Martín Fierro ordenado

alfabéticamente y a la novela recursiva Qué hacer. Mi hipótesis era que

Qué hacer completaba la trilogía argentina de Katchadjian. Las

derivaciones y posibles consecuencias críticas del “engordado” se me

escaparon un poco. A mi favor puedo decir que se trata de un texto

complejo, rico, fabuloso en varias acepciones de la palabra “fabuloso”.

Después de un tiempo, me enteré del juicio penal de Kodama. Para mí, la

viuda de Borges siempre fue un agente nocivo. Otra vez: alguien ocioso y

aburrido utiliza su poder para el mal. Llamé a Katchadjian. Hablamos de

muchas cosas, citamos muchos nombres y también intentamos

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comprender mucho de lo que sigue en este segundo número de la Revista

Tónica.

Ahora leo una vieja nota de octubre del año pasado. En Toronto, dieciséis

actores vestidos y maquillados como zombies sufrieron heridas leves

cuando se cayeron de una plataforma giratoria. El accidente ocurrió

durante la filmación de la nueva película de Resident Evil. Según la nota,

ninguna de las heridas que recibieron los extras era de gravedad, pero

cuando los socorristas llegaron al lugar tardaron en diferenciar el

maquillaje de la sangre. Imaginen la escena. No fue una catástrofe. Pero

doce de los dieciséis zombies fueron llevados al hospital y todos sabemos

que un zombie, incluso uno de utilería, puede meter miedo. Las películas

Resident Evil están basadas en un videojuego. La actriz principal es Milla

Jovovich y no estaba en el set cuando ocurrió el accidente.

Cuando termino de leer, trato de ponerme en el lugar de un paramédico

canadiense. Entra un llamado por la radio. Enciendo el motor de la

ambulancia. Manejo con precaución pero también con velocidad. Llego al

lugar del accidente. Alguien grita algo. Veo mucha gente corriendo, pero

tengo experiencia y me mantengo concentrado. Saco mi equipo de

primeros auxilios y avanzo con dos camilleros. Lo que veo me hace decir

“Dios mío” en voz alta. Carne desprendida, pieles laceradas, mandíbulas

expuestas, mucha mugre. ¿Qué pasó acá? Hay un momento de profunda

confusión hasta que alguien me explica que se trata de una película.

Intento serenarme. Pero es difícil darse cuenta quién está lastimado y

quién no. Se escuchan gritos de dolor y miedo y también algunos quejidos.

¿Eso también es parte de la película? Un pliegue, la muerte en vida, sobre

otro pliegue, la ficción, ambos metidos adentro de un accidente. Supongo

que los socorristas todavía cuentan la anécdota en algún bar de Toronto.

(Ahora mismo estoy viendo una foto que Alejandro Soifer pegó en su muro

de Facebook. Es un Piñón Fijo zombie de la última Zombie Walk que se

hizo en Buenos Aires. Doble disfraz, de payaso y de zombie. Lo trágico y lo

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cómico. Hay un payaso similar en el final de Zombieland de Ruben

Fleischer. Pero este me gusta más. En la foto le cae una baba verde del labio

inferior.)

Los extras disfrazados de zombies y lastimados por una caída accidental

me hacen pensar en Kodama, me devuelven su fisonomía. En sus últimas

fotos la vi muy flaca, con la piel pegada a los huesos. Wikipedia dice que

nació en 1937. Es una mujer vieja. Sus rasgos pseudo-japoneses se

desdibujan entre sus arrugas. // RT2

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La heredera de Borges engorda su archivero con un nuevo fallo

Laberintos judicialesPor Lucía Fortunati // [email protected]

¿María Kodama es una defensora incansable de la propiedad intelectual o

una obstinada generadora de polémicas? El reciente pleito con Pablo

Katchadjian reavivó el debate sobre la figura de la viuda de Borges, la noción

de intertextualidad y la vigencia de los derechos de autor.

Todo comenzó en marzo del 2009 cuando este joven escritor y docente

universitario publicó El Aleph engordado bajo el sello editor IAP (Imprenta

Argentina de Poesía). Su consigna: entretejer entre las 4000 palabras del

cuento unas 5600 más con la idea de que el texto de Borges permaneciera

intacto y aún así totalmente cruzado por el suyo.

Kodama y sus abogados presentaron en junio del 2011 una denuncia penal

contra Katchadjian por violar los artículos 72 y 73 de ley 11.723 de propiedad

intelectual. Se lo acusó, entre otras cosas, de reproducir una obra “suprimiendo

o cambiando el nombre del autor o el título de la misma y transformando

dolosamente su texto”. En otras palabras, se lo culpó de atribuirse un texto que

no era suyo y lucrar con esa publicación sin pedirle permiso a la heredera de los

derechos. En caso de ser condenado el autor podría pasar entre un mes y un

año en prisión.

Los engranajes se pusieron en funcionamiento y Ricardo Straface, escritor y

abogado defensor, propuso un panel de testigos compuesto por Beatriz Sarlo,

César Aira, Jorge Panesi y Leonor Acuña para explicarle al juez en qué

consisten los procedimientos vanguardistas y cómo la tradición cultural del

siglo XX sostiene o legitima el recurso literario adoptado por el acusado. Es

inevitable pensar en El Aleph engordado como un texto deudor de esta

tradición artística; sin embargo, muchos medios (como la revista Ñ o La

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Nación) confundieron las nociones de vanguardias históricas con los motivos

por los cuales el juez de primera instancia lo absolvió finalmente el 27 de abril

de este año. Los testigos propuestos por la defensa no fueron citados ya que el

juez Guillermo Caravajal determinó que la referencia a las vanguardias

históricas no era un argumento necesario, y resolvió que no hubo intención de

engañar al lector ya que Katchadjian especificó en su versión que “El Aleph” fue

escrito por Borges.

Se habló de lo curioso que resultaba que la viuda de Borges no reconociera en el

texto en cuestión procedimientos que utilizaba su difunto marido; de cómo el

propio Borges recurría permanentemente a la intertextualidad, citando como

ejemplo el relato “Pierre Menard autor del Quijote”. La resolución de 16 carillas

no se detiene en estas concepciones. Puede que los críticos se desvivan por

encontrar el origen de cada una de las referencias a las que hace mención

Borges, pero eso en términos legales es indiferente, y por lo tanto su utilización

como argumento en este juicio resultó irrelevante. Puede haber sido un buen

recurso para darle color a los suplementos culturales, pero lo que importó fue

en definitiva si Katchadjian lucró o engañó a sus lectores disimulando la

autoría de Borges de “El Aleph”. En esta instancia legal, los tecnicismos

literarios fueron tan poco definitivos que inclusive fue necesario que Kodama

demostrara que “El Aleph” había sido efectivamente escrito por Borges.

Demasiados elementos pueden ser objeto de crítica respecto a la actitud de

Kodama en general y en este juicio en particular. Es excesiva la demanda penal

por perjuicios económicos ante una tirada de 200 ejemplares y hay evidencia

suficiente para despreciar el accionar de Kodama, pero ¿resulta productivo

insistir en la discusión sobre la intertextualidad en El Aleph engordado? ¿Por

qué no aprovechar el envión de esta polémica para entrar en debates más

vigentes? // RT2

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Entrevista a Miguel Ángel Villafañe

Kodama no está solaPor Luz Marus // [email protected]

Miguel Ángel Villafañe, director del sellor editorial Santiago Arcos, se anima

a decir en voz alta lo que la mayoría de los editores prefiere callar.

¿Qué conclusión sacás del tema Kodama ahora que está el fallo?

Es curioso que te refieras al “tema Kodama” cuando el tema fue la intervención

que realizó Pablo Katchadjian sobre el cuento de Borges “El Aleph” que dio

como resultado El Aleph engordado. Que focalices en María Kodama y su

derecho a defender su patrimonio ante la justicia (un supuesto escándalo) y no

en la creación de un texto susceptible de ser considerado una mercancía cuyo

valor agregado está dado por el texto que se intervino. Lo que Kodama lleva a la

justicia es la sospecha de si Katchadjian ganó dinero o no con El Aleph

engordado. Por lo visto al juez le importó un bledo las operaciones artísticas o

las consideraciones estéticas; ni siquiera las consideró. Todos los avales

académicos y citas de autoridad no hubiesen aportado nada en este caso,

confirmando, una vez más que el “arte” no sirve para nada. El fallo me parece

inapelable y justo: el juez consideró que Katchadjian no lucró con El Aleph

engordado, lo cual seguramente es cierto. Doscientos ejemplares de una

plaquette autoeditada no pueden mellar la fortuna que Kodama recibe de la

suma de regalías de todos los libros que se venden de Borges en todo el mundo.

¿Por qué te pareció oportuno participar del debate que se dio en las

redes sociales?

Mis comentarios sobre el caso Kodama vs. Katchadjian se focalizaron en un

aspecto muy preciso: el entorno que rodeó a Katchadjian y que actuó como

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hinchada fervorosa y grosera, apoyando la intervención artística de

Katchadjian con consignas como “Borges también lo hizo”, “lo que hizo

Katchadjian está en la base de todo el arte, desde las cuevas de Altamira”,

“Kodama es una bruta”, “Kodama es avara y ambiciosa”, “Kodama no entiende

nada”, “el ‘arte’ no se vincula con el dinero” etc. Los lugares comunes y

leitmotivs que conducen a una afiliación emotiva a partir del desprestigio del

otro, en este caso la señora Kodama, es propia del comportamiento de los

hinchas de fútbol. Yo, en cambio, intenté provocar una acción reflexiva en

torno al acontecimiento argumentando a favor de Kodama, como lo hubiese

hecho su abogado, aunque en este caso sin cobrar un peso. La falta de

jovialidad de algunos lectores me convirtió en una especie de patético defensor

de Kodama, y no me costó mucho parecerlo, habiendo tantos “enemigos”.

Naturalmente yo tendría que haber apoyado desde un primer momento a

Katchadjian, a quien conozco hace años, de la misma manera que conozco a

Ricardo Straface, su abogado. Pero decidí probar lo que es la traición al grupo,

a las consignas que lo cohesionan; me pareció un buen ejercicio. No me

arrepiento ni de una línea, ni de una errata de lo que escribí y publiqué en la

web.

¿Qué pensás de la posición de los demás autores y editores?

En perspectiva, esta rencilla puso de manifiesto la pobreza de los debates en el

campo cultural, cuyos integrantes se aferran al espíritu corporativo como

afiliados de un sindicato soviético. Lo más desesperante fue encontrarse con

editores, periodistas, “autores”, escribiendo en contra de, como dice Damián

Tabarovsky, “la sacrosanta ley de propiedad intelectual” que en este caso

limitaría la creatividad de los artistas, cuando ellos mismos cobran adelantos o

regalías por libro vendido; o sus editores, que de ahí pagan sueldos y demás

gastos. Me gustaría saber en qué lugar se enrolaría Tabarovsky si se hiciera una

edición de alguno de los textos de la editorial para la que él trabaja, Mardulce,

por ejemplo de un libro del “escritor de izquierda” Alejandro Rozitchner.

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¿Mardulce firmó contrato con los herederos de Silvina Bullrich para reeditar

Teléfono descompuesto o lo hizo sin autorización? O Juan Terranova, con obra

diseminada en varias editoriales, ¿qué debería hacer su esposa si Terranova un

día desapareciera como el personaje de El escritor comido, la novela de Bizzio?

¿Terranova juzgaría moralmente a su esposa por tratar de ganar algún dinerillo

extra de regalías para pagar expensas y algunas vituallas para su hija? Son

cosas para pensar. Tal vez mi pereza o cierto barullo natural de las redes

sociales impidió hacerlo de otra forma que no pareciera reaccionaria o

retrógrada.

¿Qué pensás de los peritos que se eligieron?

Elegir “peritos” sólo da lugar a la risa. No lo digo por los convocados, todos

ellos profesores intachables, especialistas en ese saber de la crítica, el análisis

literario, las letras. Lo gracioso es que se pensó en llevarlos a Tribunales para

que justificaran desde la Academia la operación artística de vanguardia de un

escritor “experimental”, que por definición no debería buscar ningún aval. Esto

refuerza mi idea de que este caso fue pensado para agitar en los suplementos

culturales, armar una escena, provocar y generar polémica. Todo ello válido,

interesante para los estudiosos del mercado, cómo se genera interés y público.

Me imagino a Beatriz Sarlo explicando conceptos de parodia y carnavalización

según Bajtin, o a Jorge Panesi, educando a burócratas de la justicia en los

vericuetos de la intertextualidad según Kristeva. Estuvimos a un palmo de

presenciar cómo la crítica literaria, que se sostiene en un argot casi ilegible

propio de iniciados, se convertía en prueba y sostén de legalidad. Lo que más

siento del fallo del juez es que nos privó de ese espectáculo: la cátedra en el

juzgado, bajo el oficio de Ricardo Straface con toga y demás ornamentos,

releyendo los apuntes de clases de la fotocopiadora SIM.

¿Alguna vez viste un libro tuyo subido a la web sin permiso? ¿Qué

harías si encontraras alguno?

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Santiago Arcos publica libros, o sea, contenido impreso sobre papel; con eso

estoy conforme. Si algún contenido está en la web, yo no muevo un dedo para

evitarlo o reprimirlo, siempre que no melle los ingresos de nuestro

emprendimiento. Si el autor me pide que cuide que su texto no se difunda

libremente, lo tengo que hacer porque corresponde. Si no, se rompe un pacto

sutil que mantiene ligados a los que intervienen en el intercambio: autor, editor

(y todo el universo de trabajadores implicados en esa tarea) y lector, vinculados

a través de una mercancía. El problema es que subyace la creencia de que

comprar un libro o un disco es claudicar la libertad de entretenerse libremente

y de acceder al arte. Están dispuestos a pagar cualquier cosa por lo que no vale,

menos por un libro o una película, escudándose en el derecho a la educación.

Es la revancha del consumidor, esa nueva figura democrática que sustituyó a la

del ciudadano.

¿Cuál es tu opinión con respecto a la piratería, no sólo en el ámbito

de la literatura?

La piratería fue un pilar del capitalismo, una profesión noble de aventureros y

valientes: exploradores sanguinarios que se jugaban la vida en cada atraco de

ultramar. Llamar piratería a una práctica burda como la falsificación es

demasiado; sin duda éstos son delincuentes menores y como tales merecen ser

respetados. La falsificación permite que ciertos contenidos se difundan, crucen

los estratos sociales y lleguen a quien a veces no puede pagar por una

mercancía original. La idea de liberar absolutamente todos los contenidos, que

atenta contra la práctica de la falsificación, es conservadora, legalista, bien de

clase media mediocre.

¿Cuáles son los próximos libros que tenés pensado editar? ¿En qué

se basa tu proceso de selección?

Este año trabajaremos en reediciones de títulos agotados de nuestro catálogo:

Indios, ejército y fronteras de David Viñas, Cine, arte del presente de Serge

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Daney, Ji-Do (antología de la narrativa coreana contemporánea). Además

vamos a publicar la primera novela de Javier Ragau, El ataque de los

moscovitas y una antología de narradores bolivianos contemporáneos. Tal vez

lleguemos a publicar diez títulos. // RT2

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Entrevista a Ricardo Strafac(c)e

Kodama no es nadaPor Martín Felipe Castagnet y Adela [email protected] // [email protected]

En el bar Varela Varelita, Ricardo Straface (o Strafacce, según quién pregunte)

toma un trago bautizado “agua atómica”: tres medidas de Fernet, un hielo

rolito y una gota de agua tónica. Escritor y abogado de Pablo Katchadjian,

Straface nos comenta los vericuetos de la demanda que hizo María Kodama por

la publicación de El Aleph engordado.

Una colaboradora de la Fundación Borges dijo en una carta a La

Nación que Kodama “esperó dos años para iniciar la demanda,

agotando primero otras instancias de diálogo”.

Ni a palos. Pablo Katchadjian se enteró cuando le llegó la notificación judicial,

a mediados de diciembre. Yo lo conocía de haberlo leído y de habernos

cruzado; él me llamó y le dije “vení, me solidarizo con vos”. Pablo es un amigo,

un escritor que yo admiro muchísimo: no se pierdan las novelas de

Katchadjian. A mí El Aleph engordado y El Martín Fierro ordenado

alfabéticamente no me interesaban mucho, pero sus novelas, Qué hacer y

Gracias sobre todo, son celestiales.

¿Cuál fue la normativa que esgrimió Kodama para establecer la

demanda?

Kodama funda la demanda en los artículos 72 y 73 de la ley 11.723:

defraudación a los derechos de propiedad intelectual, que establece la pena de

uno a seis meses de prisión. Los derechos de Borges se acaban de pasar de

Emecé a Random House Mondadori por dos millones de euros. Katchadjian

hizo 200 ejemplares que valían 15 pesos; la mayoría los regaló a amigos y

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colegas. Es una locura pensar que Kodama quiere sacarle plata a Katchadjian.

También es una locura pensar que ella pueda sentir que Katchadjian ha

ofendido a Borges. Mi conjetura es que ella busca que alguien le lleve el apunte

porque la verdad es que se le lleva bastante poco el apunte en el campo

literario. De hecho, a los quince o veinte días de que fue notificado Katchadjian

a ella le hicieron una entrevista de tres páginas en Perfil, a cargo del amigo

Genovese. Todo bien con Genovese, pero no son muchos los reportajes de tres

páginas en un suplemento cultural que tiene ocho [La entrevista de Omar

Genovese fue publicada el 11 de febrero de este año].

¿Qué indica la ley sobre la defraudación a los derechos

intelectuales?

La culpabilidad se divide en el dolo y la culpa. El dolo es la intención de

cometer el hecho; la culpa es hacerlo por imprudencia o negligencia. El

homicidio, por ejemplo, es un delito que puede ser tanto doloso como culposo.

Hay delitos (y la defraudación es uno de ellos) que sólo admiten la forma

dolosa; nadie defrauda por imprudencia o negligencia. En el caso de la

defraudación en general y la estafa genérica, el dolo es desplegar un ardid o un

engaño para obtener un beneficio económico. En el caso de la defraudación a

los derechos de la propiedad intelectual, hay dos situaciones que el imputado

puede intentar: una es poder beneficiarse económicamente. Pasó en la década

del ‘90 con todas las ediciones piratas; por ejemplo, todas las ediciones que

había de Puig eran piratas. La otra es que yo me atribuya falsamente un libro

que no es mío, para ganar plata o también para, no sé, levantarme minas.

¿Qué pasó una vez que la demanda llegó al juzgado?

En el derecho procesal hay una institución que se llama “hecho público y

notorio”: cuando afirmás un hecho en un juicio lo tenés que probar, salvo los

hechos públicos y notorios; por ejemplo, yo no tendría que probar que hoy es

lunes, o que Buenos Aires es la capital de la Argentina. Kodama se presenta en

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el juzgado en junio de 2011 y el juez le dice “A mí no me consta ni usted me

acredita que Borges es el autor de El Aleph”. La fiscal le responde: “Señoría,

déjese de hinchar las pelotas; que Borges es el escritor de El Aleph es un hecho

público y notorio”, claro que en otros términos. Al juez no le consta y entonces

le tienen que traer la constancia de la inscripción en el Registro de la Sociedad

Intelectual del año ‘40. Por las dudas, el abogado le agrega el ejemplar de la

revista Sur donde salió publicado por primera vez y le dice: “Pero ojo,

guárdenlo en la caja fuerte del juzgado que vale una fortuna”. A pesar de

sostener seis meses antes que era un hecho público y notorio que Borges es el

autor de El Aleph, Kodama argumenta en la querella que “Katchadjian no dice

en ningún lado que Borges es el escritor de El Aleph”. Por otra parte, esto

ostensiblemente sí se indica en un posfacio, por lo cual nosotros hacemos la

defensa planteando la falta de dolo: no hubo intención ni de obtener un

beneficio económico ni de engañar a nadie. Yo le pedí a Pablo que escribiera un

pequeño ensayo de siete páginas explicándole al juez y a la fiscal lo que es el

readymade, Genette, la intertextualidad, Duchamp, la vanguardia histórica,

con un montón de ejemplos en los que Borges era el primero. A todos los

testigos de autoridad en teoría literaria y artística propuestos les preguntamos

si querían ir a declarar. Respondieron afirmativamente desde el principio.

Todos conocían El Aleph engordado.

¿Recuperar los costos de la edición se considera lucrativo en

términos legales?

Lo que tendría importancia es si la edición de El Aleph engordado perjudicó

económicamente a María Kodama. Pero en Internet hay como cincuenta sitios

donde está colgado El Aleph. Desde el punto de vista que nosotros planteamos,

el libro de Pablo es una operación de vanguardia que sigue una tradición del

arte contemporáneo, como la Gioconda con bigotes de Duchamp. Es otro libro,

nuevo y distinto, y donde Pablo aclara la procedencia. La fiscal dijo: “Sí, pero

por qué no destacó con otra letra cuáles son las partes que le agrega”; yo

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respondo: “Es que ahí está el chiste, el juego era que el lector viera dónde

estaba”. Cuando la fiscal dice “una moderna forma de experimentación

literaria”, con Pablo decimos que viene desde la Edad Media, porque en los

centones se tomaban versos de la Eneida y se los distribuía distinto para

hacerlos rimar, hacerlos resonar.

Continuás con la tradición de Macedonio Fernández de la doble

profesión del abogado escritor.

¡Pero la puta...! (se ríe). Macedonio era un abogado que trabajaba. Girondo

también era abogado pero se la pasaba al huevo todo el día porque era rico. Yo

tengo un Código Civil que fue de Macedonio, junto a una tarjetita que dice

“Macedonio Fernández. Abogado. Otamendi 822”. Le pedí a la nieta que me la

regalara, a quien atendí como abogado. Ambas profesiones son totalmente

compatibles, si bien nunca se me cruzaron tan cabalmente. Treinta años de

profesión de abogado; de escritor no tengo un título que diga cuándo empecé.

Dice la leyenda que Flaubert, que era un tipo muy metódico, leía todas las

noches un capítulo del Código Civil francés por la economía y la concisión que

tienen los preceptos jurídicos. La herramienta de la literatura y el derecho es la

misma: el lenguaje. Creo que en mis libros, tanto en las biografías como en las

novelas, alguien que tuviera las dos profesiones podría percibir dónde se mete

una adentro de la otra. Pero habría que ser abogado y escritor para eso.

Otro antecedente de abogado y escritor es Luis Varela, que

publicaba bajo el pseudónimo de Raul Waleis. En tu caso, tus libros

están firmados como “Ricardo Strafacce”.

Mi nombre verídico es Straface, pero se pronuncia igual. Es la différance de

Derrida. Hay dos razones y yo no sé cuál darme a mí. La primera razón es

macedoniana: no quería que se me mezclara la clientela judicial con la literaria;

no quiero que mis clientes lean mis libros y no quiero que mis lectores me

pidan que los represente en juicio. La segunda razón es que mi viejo se llama

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igual que yo. Tengo un segundo nombre, pero no puedo poner en el título de un

libro “Ricardo Alejandro Straface” porque es un ripio que nadie soporta.

Entonces le agregué la doble c, lo cual me ha generado un montón de

problemas y me los va a seguir generando. Me acuerdo que un día le dejé un

sobre a Héctor Libertella, con quien éramos muy amigos y nos reuníamos

siempre acá, y lo puse con una sola “c”. Héctor se volvió loco: “Pero boludo,

¡vos no sabés escribir tu apellido!” (risas).

¿Hay un límite para los experimentos literarios? ¿Un escritor puede

prescindir de pedir autorización?

Hubo un caso bastante famoso con Bolivia construcciones, pero ése es un caso

totalmente distinto porque Di Nucci ocultó que estaba copiando de otro lado.

Pablo lo muestra, e insisto: si El Aleph está colgado en internet en todos lados,

¿por qué él no va a poder hacer lo que hizo? No sólo desde el punto de vista

legal, sino desde el punto de vista de la legalidad del procedimiento de una

broma vanguardista.

¿Qué pensás de la difusión gratuita de libros online?

¿Pero quién los sube? ¿Los escanean y suben como hacen con las canciones en

Youtube? Hay libros míos que están colgados en la web, cada cien páginas hay

una que no está, y a mí nadie me consultó nada. Ellos tienen plata y yo no

tengo. Creo que hay que fijarse quién está haciendo eso. A mí no me agradó

sobre todo por mi editor [Francisco Garamona, de Mansalva], que hizo un

esfuerzo económico muy grande para una editorial chica de publicar mi libro

de 900 páginas; son menos libros que él vende. Por esta doble profesión que

tengo, no espero ganar guita con mis libros; en realidad tampoco gano guita

con la profesión de abogado porque la dejé hace diez años para escribir libros.

Nunca lo pensé, pero no me parece legítimo, sobre todo cuando el editor es

independiente; mi editor es un editor esforzado, no es Planeta. Por otro lado

hay tantos libros clásicos para subir a la web. ¿Por qué no se ponen a subir a

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Balzac, a Flaubert, a Joyce, a Kafka, que los derechos ya están en dominio

público?

Joyce entró recién este año.

¿Este año empezó?

¿Cuál es el estado actual de la demanda a Katchadjian?

El argumento jurídico del sobreseimiento, que en la etapa oral se llama

absolución, es “falta de dolo”: no se quiso engañar a nadie y nadie puede

confundirse. Si no hay dolo no hay delito. La fiscalía no apeló, lo cual es raro y

bueno. Kodama sí apeló, e hizo reserva de ir a Casación y Corte Suprema.

También puede hacer un reclamo civil, pero yo no creo que quiera pasar otro

papelón al reclamarle 1300 pesos a un pibe que se va hasta Moreno para

trabajar de profesor. Sería una cosa insólita. Si apeló es que quiere seguir; hay

que ver si tiene amistades muy poderosas. Kodama no es nada. No es escritora,

ni siquiera es japonesa. Todo el tiempo está hablando sobre sus libros que

nadie vio, nunca se publicaron, nunca se subieron. Nunca perdí un minuto de

mi vida hablando de Kodama hasta esto. Pienso que nadie pierde un minuto de

su vida hablando de Kodama y siento que por eso hace los juicios. Parece una

jugada de TEG: Japón ataca Armenia.

Por ahora los dados favorecen a quien tiene menos ejércitos.

Vamos a ver. Creo que sería una locura judicial, y cerebral, que alguien pueda

ser sancionado penalmente por lo que hizo Katchadjian.

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Entrevista a Fernando Soto

El guardián de los librosPor Marisol Córdoba, Francisco Dalmasso y Leticia [email protected] // [email protected] //[email protected]

El abogado Fernando Soto se desempeña hace varios años como apoderado de

María Kodama, heredera universal de los derechos de su obra. De los

numerosos litigios que ha llevado a cabo, el último suscitó una especial

atención por parte del campo intelectual, debido a lo inusual del caso: la

demanda penal contra el escritor Pablo Katchadjian. En esta entrevista, el

defensor de la viuda cuenta los pormenores del reclamo y qué esperan de la

causa después del fallo, que favoreció a Katchadjian.

¿Cuál es el delito que comete Katchadjian, en El Aleph engordado,

para que la Sra. Kodama le inicie un juicio penal?

Básicamente, es el de defraudación a la propiedad intelectual, previsto en los

artículos 71 y 72 de la ley de Propiedad Intelectual Nro.11.723. Allí se establece

que comete ese delito quien de cualquier manera y en cualquier forma defraude

los derechos de propiedad intelectual que reconoce dicha ley. De acuerdo a lo

normado en el inciso “a” del art. 72 de la ley de Propiedad Intelectual, la

edición, venta o reproducción por cualquier medio o instrumento, de una obra

sin autorización de su autor o derechohabientes constituye un caso especial de

defraudación. Conforme a lo normado en el inciso “b” de ese artículo,

constituye defraudación a la propiedad intelectual la edición, venta o

reproducción de una obra suprimiendo o cambiando el nombre del autor, el

título de la misma o alterando dolosamente su texto. En El Aleph Engordado se

ha cambiado el nombre del título de la obra original de Jorge Luis Borges, se

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suprimió el nombre del autor cambiándolo por el de Katchadjian y se alteró su

texto dolosamente.

¿Por qué considera usted que la intención de Katchadjian es dolosa

y defraudatoria? ¿Qué gana realmente un autor que sólo hace 200

ejemplares de un libro?

En derecho penal se dice que existe dolo cuando quien comete un hecho ilícito

lo hace con conocimiento de la ilicitud y con la voluntad de cometer el acto que

ejecuta. Katchadjian sabía que la obra era ajena y alteró deliberadamente el

texto de una de las más valiosas obras de Borges, con total conocimiento de su

acto, con la voluntad deliberada de hacerlo y con un total desprecio hacia el

respeto de los derechos ajenos y del derecho moral del autor. No deberá

confundirse (como parece sugerirlo la pregunta) que, si existe un monto

económico exiguo entonces no habría delito. Primero que en el caso concreto

ello no es así, el libro se vendió copiosamente en las librerías céntricas,

agotándose rápidamente. No hay ninguna prueba de que “sólo” haya vendido

200 ejemplares. Es lo que el imputado dice públicamente pero no lo prueba

judicialmente, negándose a aportar elementos que podrían acreditar ese

extremo. Lo cierto es que las ganancias por las ventas de El Aleph engordado

fueron percibidas por el imputado, quien ha admitido ser el operador

económico responsable de la edición, distribución y venta de “su” obra, que en

realidad, es la obra de Borges. Pero hay algo más que se pasa por alto, y es que

la querella iniciada no es una demanda civil donde se reclama una suma de

dinero. La Sra. María Kodama no le ha reclamado ninguna indemnización al

Sr. Katchadjian, ya que su intención no fue la de obtener una reparación

económica, sino la de hacer reparar un agravio a sus derechos y a la obra de

Jorge Luis Borges.

En una carta de lectores publicada en La Nación el día 9 del

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corriente, una colaboradora de María Kodama [Gabriela Cittadini],

en respuesta a unas declaraciones de Maximiliano Tomas, hace

referencia a que la querella agotó todas las instancias de diálogo

antes de iniciar acciones legales contra Katchadjian. El abogado de

la otra parte niega que sea así. ¿Cuáles fueron las instancias de

diálogo entabladas?

La carta que envió Gabriela Cittadini al diario fue por su propia cuenta y sin

ejercer la representación de la Sra. María Kodama. No hubo instancias de

“diálogo”, ya que ello no está previsto legalmente frente a la comisión de un

hecho ilícito. Por lo demás, una vez que se advirtió el hecho denunciado, la

acción desplegada por Katchadjian ya se encontraba totalmente agotada, y

dado que no hubo un fin de reclamo pecuniario, nada había para “dialogar”

sobre las conductas reprochadas.

¿Qué otras alternativas se barajaron antes de decidir la demanda

penal?

En nuestra legislación no existen alternativas al inicio de una acción penal.

Actualmente se encuentra en estudio un proyecto de reforma del Código Penal

que abarca la mediación penal y otros medios alternativos de solución a los

conflictos legales que presenta un hecho ilícito, pero aún el nuevo código no

está en vigencia.

¿Qué piensa de la difusión gratuita de libros en Internet?

En la medida en que se respeten los derechos de propiedad intelectual, o sea,

los derechos de las personas, no veo obstáculo para la difusión gratuita de

libros en Internet, ni de películas, programas de software, música, etc. Pero los

derechos de cada uno terminan donde empiezan los derechos de los demás, sea

cual fuere el tipo de derecho de que se trate (propiedad intelectual, derechos

humanos, derechos patrimoniales, derechos de familia, de minoridad, etc.).

Page 23: Revista Tónica 2

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¿Por qué cree que el juez falló a favor de Pablo Katchadjian?

Porque para eso existe un proceso judicial y la libertad de decisión en los actos

jurisdiccionales. Los jueces son libres de emitir sus fallos de acuerdo a su

convicción basada en las pruebas y en el derecho vigente, y las partes del

proceso tienen el derecho de apelar esas decisiones para que los tribunales

superiores las revoquen, como espero suceda en este caso. Como el proceso

penal es reservado, no me encuentro habilitado para difundir las resoluciones

judiciales, no obstante en la web se ha publicado el fallo dictado en primera

instancia y se han hecho públicos los motivos de la decisión judicial. No

obstante sí puedo comentar que dicha decisión se basó en un proceso judicial

donde se ha omitido la producción de pruebas fundamentales para decidir la

cuestión investigada, tomándose como auténticas pautas que no se encuentran

probadas para valorar debidamente la supuesta ausencia de un obrar ilícito por

parte del imputado. Confiamos que la intervención de la Cámara de

Apelaciones corregirá los defectos de la decisión apelada, mandando continuar

con el proceso ordenando la realización de las medidas de prueba

indispensables para valorar debidamente los hechos denunciados, como sucede

habitualmente en otros casos de violación a la propiedad intelectual que se

encuentran en trámite en la Justicia de nuestros tribunales. // RT2

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Apostillas_ Repercusiones del caso Kodama vs. Katchadjian

El engordado retumbaPor Dolores Yomha // [email protected]

Pablo Katchadjian. “Un día, de la nada, escribí en mi libreta:“Engordar textos –p.ej. El Aleph”. Unos meses después empecé a hacerlo.Y fue bastante trabajoso, porque quería permanecer en una posiciónintermedia al engordar: no ser yo ni tratar de ser Borges, es decir, noperderlo a él ni perderme a mí. Sí deslizarme a veces más para uno y otrolado, pero sin llegar a ser paródico –porque no quería eso– ni tampoco,digamos, hostil y agresivo –ya que el texto me estaba recibiendo, habíaque ser amable. Y sí: si El Martín Fierro ordenado alfabéticamente estáhecho por un robot en un minuto, El Aleph engordado está hecho por unartesano a lo largo de varias semanas.” Entrevista a Pablo Katchadjian porJuan Terranova (La Tercera Nº4, 2009).

María Kodama 1. “Tengo que hablar con el abogado cuando vuelva devacaciones. Ahora, yo siento una infinita compasión por esta gente.Porque son personas que resultan impotentes respecto de la creación.”“Con paciencia oriental” por Omar Genovese (Perfil, 11 de febrero de2012).

María Kodama 2. “Ocurre que todo el mundo trata de alcanzarnotoriedad y fama trepando al nombre de Borges de cualquier manera.(...) Yo invitaría que lean a Julia Kristeva y Harold Bloom para que nodigan que ese mamarracho es intertextualidad. (...) Con obras de dominiopúblico es legal. Sin embargo cuando no es así tienes que pedir permiso,hablar con quien tiene los derechos.”María Kodama: Borges era modesto pero mucha gente dice que no porPedro Escribano (La República, 17 de mayo de 2012).

Maximiliano Tomas. “Esta vez, casi todos creen que Kodama fuedemasiado lejos. (...) Es probable que Kodama no haya tenido en susmanos una copia de El Aleph engordado, o sus abogados no hayaninvestigado debidamente (...). Si no fuera porque existe al día de hoy, en

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pleno siglo XXI, la posibilidad de que un escritor argentino sea llevado ajuicio oral por utilizar ciertos procedimientos narrativos que tienen, comomínimo, unas cuantas décadas de existencia, toda esta historia sería algocomo para reírse bien fuerte.”Que nadie se atreva a tocar a mi Borges: María Kodama y la industria deljuicio (La Nación, 16 de abril del 2012).

María Gabriela Cittadini. “En mi carácter de colaboradora y amiga dela Sra. María Kodama desde hace más de 20 años, me dirijo a Ud. enrespuesta al injurioso artículo firmado por el Sr. Maximiliano Tomas. (...)El caso citado en el que la Sra Kodama ha debido recurrir a los tribunalesresulta de la labor de un escritor que ha hecho un uso indebido de la obraborgeana, que no necesita que nadie la “engorde”.”En una carta al diario La Nación.

Gabriela Cabezón Cámara. “Otro caso de intertextualidad que lo tienede protagonista a Borges: un escritor salvadoreño, Álvaro Menen Desleal,escribió un libro que tituló Cuentos breves y maravillosos. El primercuento se llamaba Prólogo de Borges: tomó frases de distintos prólogosde Borges, las mezcló y cambió los apellidos de los autores encomiadospor el propio. Borges se enteró. Y parece que le resultó divertido, ya queescribió: “No recuerdo haber escrito la generosa y acaso justa epístola queme atribuye el señor Álvaro Menen Desleal, a quien no conozco; sospechoque se trata de un ingenioso mosaico de frases mías, tomadas de diversostextos y amplificadas por el mismo señor A.M.D. Ya que el volumenconsta de una serie de juegos sobre la vigilia y los sueños, queda laposibilidad de que mi carta sea uno de tales juegos y travesuras”.María Kodama: juicio a un joven escritor experimental (Clarín, 6 de abrilde 2012).

Ana Longoni. “Confundir con plagio un procedimiento artístico tanhabitual como la apropiación resulta, a estas alturas, inaudito. (...) Sonéstas hace rato las reglas del juego literario, como bien lo sabía Borges,quien sostuvo en varios textos la teoría de que los autores son uno solo,intemporal y anónimo. (...) ¿Cuál es el problema aquí más que la idea de“propiedad intelectual”, tan cara a la modernidad capitalista, a la que seapela como autoridad a la hora de acumular capital (no sólo simbólico) yrestringir la infinita posibilidad de usos y usuarios?Abolir la propiedad (Clarín, 6 de abril de 2012).

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Juan Mendoza. “Si de reescrituras se trata, muchas son las reescriturasde Borges. Entre colegas contemporáneos incluso, como la que hace delcapítulo IV de El juguete rabioso de Arlt. En “El indigno", que está en Elinforme de Brodie. Ahí está esa reescritura. ¿Qué es eso? ¿Borges estáplagiando a Arlt? ¿Lo está homenajeando?Ni el primero ni el último (Clarín, 6 de abril de 2012).

Juan Terranova. “El barroco es un pliegue, no una esencia, y laproteína se aloja entre los músculos, como reserva energética en caso deesfuerzo o necesidad. Doble trasgresión festiva entonces la deKatchadjian. Por un lado, la variación que afecta y juega con el texto ultra-canónico. La segunda, mucho más importante, cierta reivindicación de “logordo” en tiempo de obsesiones dietarias.”Una serie infinita de cambios (Hipercrítico, 1 de septiembre de 2009)

Damián Tabarovsky. “María Kodama ha entablado también, en elpasado, demandas contra otros por calumnias e injurias. Pues nadainoportuno contra ella saldrá de mí. Al contrario, no tengo más que bellaspalabras. Esta es mi catarata de elogios: en este caso, como de costumbre,Kodama vuelve a demostrar su inteligencia superior y su don de gente;vuelve a poner en escena la exquisita sensibilidad estética y literaria quela caracteriza; no hay en ella ninguna actitud protofascista ni brutal; esfalso que no le interese en absoluto la calidad de las ediciones de lasObras completas de Borges –en Emecé y Mondadori– ni la ausencia deaparato crítico ni la fealdad de esos libros; doblemente falso entonces esque sólo le interese la plata y nada más. Jamás me haré eco yo de esaspatrañas.” Cheques, cheques, cheques (Perfil, 4 de febrero de 2012).

Pablo Gasloli. “Mi ejemplar de El Aleph engordado fue comprado enDiciembre de 2011 al precio de $20: $15 era su valor nominal, $5 lacomisión de Nurit. En la postdata del 1º de Noviembre de 2008, quefunciona como epílogo, Katchadjian señala la autoría de Borges. No hayintención de apropiarse de un texto ajeno. Con un lápiz o un marcadorpueden eliminarse los engordes, de modo tal que uno podría leer el textooriginal de Borges. El fabuloso Aleph engordado es dos libros. Una obraliteraria puede ser una obra de arte. Debería serlo.”Help a él (Revista Mancilla N2). // RT2

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Libros & Reseñas

La lógica de lo imposiblePor Alicia Digón // [email protected]

Qué hacer, de Pablo Katchadjian.Editorial Bajo la Luna, 2010. 93 páginas. $52.

Uno puede pensar que Friedrich Nietzsche se levantó ebrio una mañana y

asomándose a la puerta de su habitación, con gesto inconcluso y su particular

bigote, gritó “Dios ha muerto”. Un bigote nietzscheano, un Dios ha muerto y un

Katchadjian con una gran frase inaugural escribe: “el alumno, descontento con

la respuesta, se pone de pie (mide dos metros y medio de altura), se acerca a

Alberto, lo agarra y empieza a metérselo en la boca”. Con esta frase muere el

dios de la linealidad, lo verídico, la conciencia aristotélica y la mesura

novelística. En Qué hacer todo se hace posible desde la lógica de lo imposible.

Hasta los relojes devorados por insectos de Salvador Dalí. ¿Novela? ¿Cuentos

fragmentados? ¿Crónicas tomadas desde una irrealidad? ¿Búsqueda onírica del

sentido llevada al papel alternando la mano izquierda y la derecha como si la

escritura fuera una esfera de colores que de pronto es roja, y después azul y

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luego rotando de mano en mano no está más? Leer es develar para develarse.

Escribir para Katchadjian es apelar al universo del sentido multifacético.

Alberto, su compañero ontológico, es el nexo que va a despertar la sospecha,

sólo la sospecha, de una continuidad. Se inaugura una forma que hace estilo. Se

derrama inquietud y una curiosa voracidad de seguir leyendo. Katchadjian se

mete las frases en la boca, pasa su lengua por ellas, las seca con su gran bigote,

las mima, las reta, las hamaca y las devuelve a su novela convertidas en llamas

inextinguibles, en posibles palomas, que no son necesariamente mensajeras, da

cierta incomodidad placentera con un curioso malestar digno, atroz,

irrespetuoso, alcanzable sólo en el sótano de lo increíble. Es probable que

Katchadjian transite una dimensión distinta de la realidad, mentada como tal,

es probable también que un abalorio lo transite a él, lo más audible es una

prosa poblada de una lógica que se debe transparentar. Pero, cabe una

pregunta, ¿qué lógica? Dijo Friedrich Nietzsche: “Hay siempre algo de locura

en el amor, pero siempre hay algo de razón en la locura”. No está en la escritura

el secreto, está en lo leído. Katchadjian sabe muy bien qué hacer en Qué hacer.

Tiremos el dado y hagamos el resto. // RT2

A oscuras en una islaPor Luz Marus // [email protected]

Gracias, de Pablo Katchadjian.Editorial Blatt & Ríos. 112 páginas. $48.

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Hay que agradecer a Pablo Katchadjian haber escrito Gracias. ¿Es una novela

sobre la esclavitud? ¿Es un tratado sobre la condición humana? ¿Es un relato

de aventuras? Es todo eso y algo más. Katchadjian nos introduce en un mundo

fantástico y a la vez cercano. No sabemos el lugar ni la época, sólo que es una

isla. Pero la forma de hablar de los personajes (“si te parece que no da, no da”),

y los objetos que utilizan (“birome”) nos remiten a Argentina, y más

precisamente, a Buenos Aires. Esta isla, en algún lugar y en algún tiempo, tiene

nuestros códigos actuales; por eso nos resulta tan amena su lectura. Con un

estilo irónico e inteligente, nos atrapa en las profundidades de las reacciones

humanas. Desde las relaciones amorosas, la homosexualidad, el erotismo, la

lealtad, hasta la explotación y la humillación. Katchadjian nos pasea por estos

lugares con un sentido del humor sutil pero contundente. Como guiño, nos

repite frases textuales de su novela, párrafos enteros, (por lo que si estamos

leyendo en un medio electrónico nos hace creer que el dispositivo saltó a la

página ya leída), para recordarnos que es ficción y forma. Estas repeticiones

que no parecen al azar nos hablan del texto adentro de la historia. “Un olor

asqueroso, además, a pescado podrido y a muerte, me había quedado

impregnado en el pelo. Era el olor de la humillación y de la esclavitud” se repite

tres veces. En la tercera cambia la palabra “esclavitud” por “vida oscurecida”.

Su relato en primera persona sobre los infortunios del esclavo remite en un

primer momento a un campo de concentración nazi, y más específicamente, al

libro de Primo Levi Si esto es un hombre. Lejos de ser pesimista y hacernos

creer que no hay salida, Katchadjian nos hace tener cierta mirada de

compasión sobre nosotros mismos, explotadores y explotados, humillados y

verdugos, todos parte de un mismo ser, imposible de ubicarse de un sólo lado.

El desdoblamiento del yo también se hace presente en su novela, al mencionar

un “agujero negro” en el que entran y salen los personajes después de haber

probado unas raíces extrañas. Lo inconsciente, lo oscuro sube a la superficie y

juega con el destino de cada uno. El absurdo de la vida y de la muerte, contado

de manera fácil. En Gracias, Katchadjian nos relata de manera agradable y

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llevadera algo tan complejo como el comportamiento humano y sus

sinsentidos. // RT2

Un género llamado trashpunkPor Mariano Zamorano // [email protected]

Trashpunk, de Ramiro Sanchiz.Ediciones CEC, 2012. 56 páginas. Descarga gratuita en: www.elcec.com.ar

En el libro de Ramiro Sanchiz, Federico Stahl es un escritor uruguayo que lleva

años tratando de crear un subgénero de ciencia ficción al que denominó

trashpunk, caracterizado por ser el sucesor tercermundista del cyberpunk

fundado por William Gibson y Bruce Sterling.

A pesar de su ambicioso proyecto, Stahl no escribe desde su última separación

y se cuestiona el derecho de llamarse escritor. Sin embargo, el encargo que su

amigo Rex recibe de un dealer se presenta como el material necesario para

volver a intentar un cuento trashpunk: Rex deberá dirigirse al departamento de

un viejo bioquímico en el Palacio Salvo y conseguir doscientos gramos de una

sustancia que revolucionará el mundo de las drogas de diseño. Si bien la misión

falla, Rex recibe el ofrecimiento de convertirse en la primera persona en

comunicarse con una inteligencia no humana a partir de la combinación de una

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máquina, un cóctel de sustancias alucinógenas y unas antiparras que lo

conectarán con la realidad virtual.

De esta forma, aunque el viejo bioquímico no logra su cometido ya que la

inteligencia artificial no se percibe “como cosa, sino como ser”, Rex tiene una

experiencia definida como el “psicoanálisis definitivo e instantáneo” que le

permite ver cosas del pasado y ahondar en sus procesos de pensamiento. Desde

este momento, Trashpunk girará en torno a los miedos, las dudas y las ganas

de Stahl de experimentar su propio viaje y así poder retornar a la escritura.

El principal logro de Ramiro Sanchiz en Trashpunk es la victoria en la lucha

que libra su personaje Stahl: a partir del combo tecnología y bajo nivel de vida

propio del cyberpunk clásico, Sanchiz construye una historia protagonizada por

seres marginales, dentro de una Montevideo “colonizada por chicas

reggaetoneras con rollos desbordando de sus pantalones varias tallas por

debajo de la correcta”. En definitiva, escribe en código trashpunk made in

Uruguay, con guiños a Burroughs, Philiph Dick, Jim Morrison y David Bowie.

// RT2

El sol del malPor Sabrina Haimovich // [email protected]

Can Solar, de Carlos Godoy.Editorial 17 Grises, Buenos Aires, 2012. 80 páginas. $40.

Carlos Godoy se hizo conocido por su Escolástica Peronista Ilustrada, un

poemario montado sobre el misterio del peronismo. Ese libro se publicó en

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2007 y todavía sigue teniendo repercusiones, habrá una reedición este año. Sin

embargo, su apuesta literaria va más allá de la poesía y de la literalidad de los

discursos políticos. Con su primer libro de cuentos Can Solar, Godoy se

sumerge en el turbulento mundo de la vida cotidiana, complejo y misterioso,

con sus accidentes, sus episodios de violencia, sus rumores, sus mañas, sus

perversiones y su incertidumbre.

Los personajes de los cinco cuentos que componen este ejemplar atraviesan

situaciones poco habituales. A un hombre le estalla una vena en la cabeza, una

mujer invita un indio asesino a su casa, un carpintero se pelea con una vieja

loca y le tira ácido muriático en sus plantas y una estudiante de anatomía lleva

un cráneo a una carnicería para que se lo corten. El último cuento es el que le

da el título al libro. Está construido en torno a un misterioso fenómeno de la

naturaleza llamado Can Solar. Éste se produce en algunos lugares al atardecer,

cuando cae el sol y los rayos de luz, que se reflejan sobre los cristales de la

atmósfera, generan la aparición en el cielo de discos brillantes que se mueven y

luego desaparecen o se diluyen en el firmamento. El cuento narra la

movilización de en un pueblo alrededor de este fenómeno y la expedición de

unos niños que van al lago a ver ovnis. La alteración de la rutina tal vez sea una

de las principales características de este libro, en donde la intriga en torno a lo

extraño funciona como motor de la proliferación de historias, el encuentro con

amigos y la aventura. // RT2

La lucha de los no combatientes

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Por Ana Vicini // [email protected]

2022. La guerra del gallo, de Juan Guinot.Editorial Talentura, Abril 2012. 206 páginas.

Masi, el protagonista de 2022 La Guerra del gallo, la primera novela editada

de Juan Guinot, es el reflejo de lo que no pudo ser y de lo que tristemente sí

fue: las heridas y lo todavía pendiente. Guinot, quien publicó el libro Timbre 2

– Velada Gallarda y es antologador del libro de relatos Verso y reverso, ofrece

un enfoque diferente para abordar un tema traumático poniendo de manifiesto

lo absurdo de cualquier guerra, a través del humor y de un relato delirante y

personal.

El libro, impreso por la editorial española Talentura en diciembre del año

pasado y lanzado aquí a fines del mes de abril, cuenta la historia de un “ex no

combatiente de Malvinas”, un preadolescente que, arengado por los

comunicados triunfalistas del último manotazo de una dictadura que se iba a

pique, decide anotarse como voluntario para ir a luchar a las islas. “Remedo de

un Rambo alimentado con dulce de leche, argentino y tercermundista”, como lo

describe el escritor Carlos Salem en el prólogo del libro, Masi entra alucinado

en una carrera hacia la locura. Aunque no resulta convocado, ve al enemigo en

todas partes, traza estrategias y tácticas disparatadas, convencido que tiene la

misión heroica de liberar Malvinas.

La historia recorre todo el camino y el inconsciente de este ex no combatiente

que nunca deja de ser un niño, un personaje simpático e ingenuo; aún cuarenta

años después, decide que en solitario no puede llevar a cabo la gesta de

Malvinas y opta por vengar al enemigo inglés liberando el Peñón de Gibraltar.

Las andanzas por momentos inverosímiles de Masi pasan por escenarios tan

dispares como Buenos Aires, un manicomio, el desierto de Sahara o la ruta del

Paris-Dakar y sirven para retratar una crítica irónica a un pasado que todavía

está presente con sus heridas y un futuro donde la dominación social está en

manos de los medios audiovisuales y las estrategias de marketing. // RT2

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Boedo en Las Varillas

Por Carlos Mackevicius // [email protected]

Sobre Los muertos, de Pablo Giordano.El Mensú, 2012.

Pablo Giordano vive y escribe en Las Varillas, Córdoba. Nueve cuentos

conforman Los muertos, de la editorial El Mensú. Hasta ahí llegan las

coincidencias con los Nueve cuentos de Salinger.

Las historias de estos nueve cuentos son el recorte generacional de un pueblo

cordobés durante la primera parte de la década del 90. Nirvana, los

chillipeppers, Mandiyú de Corrientes, el flipper de Arma Mortal, Bon Jovi.

Marcas de una época que atraviesan las tramas de los distintos cuentos de Los

Muertos. La mayoría de los relatos están escritos en primera persona y los

personajes se van repitiendo a lo largo del libro; lo que cambia es el narrador.

Quien narra en primera en un cuento puede aparecer mencionado de refilón

como un personaje secundario en otro. Así, el libro se construye en un

entramado de personajes y voces, por demás coloquiales, que pasan por el

desamor paterno, el primer sexo, la amistad, la locura y la muerte.

Hay un registro de niñez, de pubertad y de juventud que se va desplazando

según el cuento pero que alterna durante todo el libro. Es difícil no relacionar

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al Tableta del cuento “El loco de la galera” con el Máximo Disfrute de “El

bosque pulenta” de Fabián Casas. El límite entre la travesura y la maldad, lo

prohibido y lo autodestructivo, la amistad y el sexo, el contexto social y el

destino, es un eje por el que caminan las historias de Pablo Giordano. La

extrema coloquialidad: “el Fede”, “te hizo recagar”, “pa´tras”, “el tele”, “la

mami”, sumada a las muescas cordobesas como el fernet o el perro Albarellos,

no permiten mantener indiferente al lector.

El libro como un todo tiene en la suma de los nueve relatos el mérito de su

unidad y de su registro, aunque cada cuento en sí mismo no encuentra la virtud

que por momentos se perfila como una posibilidad durante varios momentos

de la lectura. Las historias se alejan dejándonos no más que algunas logradas

escenas de melancolía, juventud, y frustración. // RT2

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Entrevista a Diego Vecino

“El libro en papel es objeto delsistema excluyente de laselites culturales”Por Natalia Gauna // [email protected]

Diego Vecino es autor de Flema es una mierda, un ensayo sociológico sobre

la cultura popular y masiva, el plebeyismo, la cultura punk que marcó la década

de los noventa y las venideras. La biografía de Ricky Espinosa es la excusa de

Flema…, y Flema… la excusa de esta entrevista para conversar no sólo sobre el

libro sino también sobre la industria editorial que “se va fundiendo”, el libro en

papel como objeto obsoleto “de prestigio residual”, el rock actual y sobre los

años 2000, “década de avance” y “recuperación de los noventa”.

¿Por qué Flema?

La primera respuesta sería que el rock argentino tiene una larga y muy

desarrollada tradición de compositores lúmpenes desde Tanguito como

momento fundacional, pasando por Luca Prodan, hasta Reno y Los Castores

Cósmicos; incluso más desarrolladas que muchas otras grandes corrientes

musicales de otros países. Otra cosa que tiene Ricky Espinosa es que es el único

compositor lumpen que no escribe canciones conmovedoras o hermosas. Otros

escritores, además de ser muy marginales, tienen una sensibilidad superior y

esa paradoja evidente hace que sean interesantes. En el caso de Ricky Espinosa,

esa sensibilidad es muy rústica y eso lo vuelve interesante. Hace canciones

chotas que él reconoce como una mierda. Esto es una cuestión de autenticidad,

valor supremo del rock. Si tocás música, lo peor que te puede pasar es ser una

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banda careta o un compositor careta. En ese sentido, Ricky Espinosa radicaliza

algunas tendencias de lo que es la idealización del rock.

Vos decís en un momento que su vida fue inexplicable y su muerte

inentendible.

Su vida fue un hecho absurdo, una pasión inútil. Ricky Espinosa refleja el clima

cultural de los noventa. Desde una mirada sociológica muy estricta, todo lo que

se produjo en los noventa reproduce el clima cultural de esos años. Algunas

bandas lo reproducen y lo articulan de manera más acabada y perfecta que

otras. Ricky Espinosa reproduce ese clima porque encarna una tensión

fundamental en los noventa que se genera entre la vida pública y la vida

privada. Esa tensión la reproduce también la política: mientras que Ricky

Espinosa lo hace de forma romántica mediante el suicidio y como un hecho

simbólico fuerte, el menemismo lo resuelve a través del cinismo.

¿Crees que es más fuerte hacer la crítica sociológica y política de

una época determinada basándose en un personaje? ¿Por qué

tomaste una banda como excusa?

Creo que hay muchos libros escritos sobre los noventa y un discurso muy

cristalizado sobre esa época. Por eso no me interesó hacer un repudio a esos

años sino hablar sobre las tendencias culturales que se dieron en esa década y

que emergieron en determinados fenómenos.

Cito una frase de tu libro: “En los noventa todos fuimos punk”.

¿Cuánto hay de cierto y cuánto de ficcionalización?

Hay mucho de exageración. Hay una cosa cierta y es que algunas décadas

construyen una especie de clima cultural muy hegemónico que obtura y asfixia

a las alternativas. Acorde con esto, los noventa tuvieron claramente una

identidad muy fuerte. Esto no significa que la vida se desarrollaba pura y

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exclusivamente bajo el paraguas de ese clima cultural –existían algunas

alternativas por las que transitar– pero sí significa que en algún punto durante

estos años la sociedad se organizó y jerarquizó en torno a determinados

contenidos simbólicos característicos de la época. En ese sentido, el punk fue

una especie de identidad fuerte por esa “barrialidad cabeza”, un punto de

resistencia al discurso hegemónico. En los noventa podías ser un cheto, vivir en

San Isidro pero si fuiste joven posta, fuiste punk, rolinga o alguna otra cosa.

Por otro lado, quise reconstruir el traslado de lo cultural y lo político a la

música. Así como “en los setenta todos fuimos montoneros”, según la frase –

exagerada– de Arico, en los noventa todos fuimos punk.

¿Dónde ubicas hoy la resistencia, si es que la hay?

Hoy no hay resistencia, estamos todos avanzando. Se puede decir que esta

década es de avance, de reivindicaciones largamente pospuestas y de

reincorporación de los sectores que fueron marginados.

¿Hay una música combativa o que se rebela?

Hoy hay una escena musical en que se recuperan tradiciones musicales de larga

duración. Esas que en los noventa alimentaron el punk, el rock chabón, el

heavy metal son reconvertidas como un discurso que vuelve a cantarle a la

integración. Todos los pibes que están cantando son pibes integrados, no

necesariamente desde lo económico, pero sí desde la pertenencia a un ethos

colectivo del cual sentirse parte. Además, Flema es una banda que dejó mucha

descendencia, una banda que en su momento no fue masiva pero que hoy es

influencia de todas las bandas llamadas a redefinir el rock nacional. Flema no

pudo llegar al gran público, no pudo institucionalizarse y formar parte del

canon del rock nacional a pesar de que tuvo las condiciones para dar ese salto.

No lo pudo hacer porque Ricky Espinosa insistió en bardear y rechazar esa

posibilidad.

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Tu libro circuló primero por Internet y después salió impreso.

La razón es que no lo quería llevar a ninguna editorial por prejuicio. Creía que

no me lo iban a editar y no había ninguna editorial que me interesara

particularmente. Todas las editoriales que conozco tienen un criterio de edición

con el que no concuerdo. Flema es una mierda no es un libro pulcro, prolijo,

sino que habla de punk y putea. No es un libro para una gran editorial porque

no responde a los criterios de formalidad y tampoco al criterio de mercado. Lo

mejor entonces fue subirlo a Internet. Además, creo que progresivamente hay

que sacar el prestigio que te da el libro en papel.

¿Cuál sería ese prestigio y por qué quitarlo?

El prestigio que te da el papel es muy residual, es propio del sistema excluyente

y de cierre social de otorgamiento de méritos, construcción de grandes elites

culturales. El objeto en papel todavía es una cristalización de todos esos

sentidos. Uno supone que cuando llega al libro en papel tiene el aval de todo el

sistema gráfico y el prestigio que le confiere otros escritores que eligen tu obra,

fundado en la acumulación de capital simbólico. Con la llegada de Internet las

editoriales se van fundiendo y la industria editorial, tal como existió en su

época de oro, ya no existe más. Pensar en el libro como objeto que te transfiere

prestigio no me interesa, entonces dije “ya fue, lo subo a Internet”. Después

Walter [editor de Mancha de Aceite] lo leyó en Internet y me dijo “che, yo te lo

edito” y le dije que sí. No hay más misterio.

¿Cambió en algo la recepción del libro una vez impreso?

No. Pero me estás entrevistando vos, me llamaron de la Rolling Stone. En ese

sentido sí funciona porque esos son los circuitos en los que todavía el papel

funciona como credencial de prestigio residual, ya que los medios son muy

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conservadores. Es lo único para lo que sirve el libro impreso: para darte más

difusión fuera de los círculos de consumo de Internet.

¿En qué sentido decís que los medios son conservadores?

La literatura está muy institucionalizada: tiene una universidad, una carrera y

una tradición, y es obvio que esa institución va a ser conservadora. Esto

decanta en la cristalización de ciertas barreras de acceso. Sin embargo, el rock

funciona de la misma manera sin la institución. Lo que te hace entrar o salir

son en parte los pares y en parte el tipo conocido que te legaliza. Pero,

indudablemente, son los medios los que terminan por institucionalizar.

Aunque ya no son masivos, porque en relación con la cantidad de gente que

escucha música tienen muy pocos lectores, sí llegan a las personas correctas, a

los líderes de opinión. El rock aspira a ser la literatura o por lo menos las

instituciones del rock aspiran a ser las instituciones de la literatura.

¿Qué pasa con los sellos discográficos?

Hay dos niveles. El de las grandes discográficas que trabajan a nivel del

mercado y que se alimentan de prestigio aunque no organizan su edición

basándose en este valor simbólico. Después hay otros sellos discográficos

pequeños y medianos que fundamentalmente son sellos que pierden plata pero

que funcionan con la lógica de seleccionar el gran caos de música y legalizar esa

música seleccionada. Hoy la verdad que si no es con este último criterio no

tiene sentido un sello discográfico porque van todos a pérdida.

Hoy se compran menos discos originales. ¿El libro va por el mismo

camino?

Yo creo que sí. Justo ahora estoy leyendo el libro Retromanía de Simon

Reynolds. Es un libro que me sorprendió porque es muy conservador y

nostálgico. Deplora la proliferación de información y la capacidad de acceso a

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la misma. Es re positivo que estén todos los libros a disposición. Igual, no va a

desaparecer la industria editorial sino que va reconfigurarse y, de alguna

manera, va a convivir el libro en papel, como un consumo más de nicho y de

elite, con el libro que circula en Internet como un consumo más pirata cuando

todos tengamos nuestros e-reader. Los libros van a circular como circula hoy la

música. Todo esto si las grandes corporaciones no avanzan. En la medida en

que Internet sea incontrolable es positivo y democratizador. // RT2

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Entrevista a Carlos Godoy

Geografías políticasPor Sabrina Haimovich // [email protected]

Carlos Godoy es poeta, escritor y periodista. Autoexiliado de Córdoba, es el

autor del libro de poemas Escolástica Peronista Ilustrada, que se reedita este

año, y acaba de publicar su primer libro de cuentos titulado Can Solar.

¿Qué lugar le das hoy a la política dentro de tu literatura?

Para mí toda literatura, llamemos “seria” para distinguirla de otra más

pasatista, testimonial o de entretenimiento, es política. Aunque también esa

literatura “secundaria” podría leerse políticamente como una forma coyuntural

o representativa de una determinada época. Hay algunas zonas de mi

producción que trabajan literalmente con el discurso político, y otras zonas

más distanciadas de esa literalidad pero que a fin de cuentas se pueden

enmarcar en determinadas geografías políticas. Los grandes temas siempre son

políticos. Creo que mi favorito es “el padre”.

Pasaste de la Escolástica Peronista Ilustrada a escribir sobre

personajes cotidianos y no tan populares. ¿A qué se debe el cambio?

La Escolástica Peronista Ilustrada es un libro que circuló mucho. Se publicó

hace cinco años, Funes hizo no sé cuántas ediciones y este año se reedita con

dibujos de Daniel Santoro. Es un libro del que todavía se sigue hablando, lo que

es bastante raro para un libro de poesía. Yo creía que escribía narrativa hasta

que me dijeron que lo que escribía era poesía. Mi objetivo en la escritura

siempre fue la narrativa; de hecho los libros de poemas que escribí, excepto el

último que es como una colección de poemas, están estructurados a partir de

un arco narrativo. Distanciarme de la Escolástica Peronista Ilustrada fue

tratar de plantearme desafíos. Podría haberme vuelto viejo diciendo esto es

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peronista, esto no es peronista. De hecho Charly Gradín alteró el orden de los

factores del leitmotiv de la Escolástica Peronista Ilustrada y escribió un libro

que se llama Peronismo Spam. Es algo que funciona, que se escribe solo.

Quería alejarme de eso, probar otras cosas, tratar de escribir algo que me

cueste.

¿Podríamos pensar que la elección de un personaje como la

estudiante de anatomía refleja una tendencia tuya hacia el detalle?

Esa pregunta toca una zona a la que la crítica quiere entrar pero nunca tuvo el

quorum necesario como para instalarse como un debate en la literatura

contemporánea. ¿Cómo deben escribir los jóvenes? ¿Como Bolaño? ¿Como

Aira? ¿Como Saer? ¿Como Fogwill? ¿Como Levrero? ¿Cómo quién hay que

escribir? O mejor: ¿Cómo hay que escribir? ¿Realismo? ¿Ciencia ficción?

¿Prosa política? ¿Barroco 2.0? Ahí aparece el detalle como elemento

constitutivo del objetivismo, el minimalismo o lo que sería el realismo en la

literatura argentina. Actualmente veo puntas que indican que lo “actual” es

alejarse de esa zona de producción. Pero alejarse de esa zona sería negar el

pathos de la literatura norteamericana, y yo pienso que la única literatura es la

norteamericana y por lo tanto la única forma de escribir.

¿Por qué dejaste de escribir poesía?

Dejé de escribir poemas porque ya no me sale y las cosas que quiero decir están

en otro registro. Lo que tengo ganas de decir no lo puedo decir con poemas.

Hace poco me invitaron a leer poesía y como no tengo ganas de leer lo que

publiqué y no escribí un poema en más de dos años, no me quedó otra que

juntar un par de tweets y ordenarlos en verso.

Con respecto a Can Solar, vos dijiste que es una “colección de

relatos sobre lo buena que es la maldad”. ¿Lo podrías explicar un

poco más?

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Esa fue una boludez que dije en Twitter. Creo que estaba pensando en hacerme

el canchero. No sé si Can Solar es un libro sobre la maldad, ojalá lo fuera

porque me parece un gran tema. A lo sumo hay algunos relatos que buscan

acercarse un poco a esos momentos en los que sin saber por qué nos

terminamos mandando una gran cagada, ya sea sobre los otros o sobre

nosotros mismos que resguarda alguna cercanía con hacer el mal. La maldad es

muy seductora; requiere astucia, pensar y moverse como un animal, resolver

cosas sobre la marcha cuidando de no ser descubierto. Socialmente se tiende a

esconder los actos malignos que uno comete y esa intimidad me parece un

buen nicho para explorar. En conclusión, como le escuché decir a no me

acuerdo quién una vez “yo tengo un montón de problemas” y creo que trato de

escribir sobre eso.

En un texto tuyo titulado “La patria imperfecta” vos dijiste que “la

única patria es la infancia”. ¿Qué sería entonces la adultez?

Esa es una frase que le chorié a Saer. Siempre suelo chorear frases sin

escrúpulos. Una vez sacaron una nota en el diario de Córdoba donde hablaban

de mis poemas y el periodista citó tres versos para sostener su hipótesis de

análisis. Uno de los versos era de Joyce, el otro de Pound y el último de

Benjamin. ¿La adultez? La adultez es la conciencia del dolor. // RT2

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Entrevista a Juan Guinot

La guerra, el humor y la locuraPor Ana Vicini // [email protected]

Juan Guinot nació en 1969 en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Es

licenciado en Administración, Psicología Social y Máster en Administración de

Empresas. Muchos de sus relatos han sido publicados en antologías y revistas

de Argentina, Brasil, Cuba y España. Formó, junto a otros compañeros y

escritores, el colectivo de arte La Compañía, con el que publicaron en 2010 el

libro Timbre 2 – Velada Gallarda.

¿Cómo surgió la propuesta de editar 2022 - La guerra del gallo, tu

primera novela, en España?

Desde el 2007 escribo micro relatos en la revista cubano-española miNatura ,

dirigida por Ricardo Acevedo y Carmen Signes. Durante una presentación de

libros de la editorial Talentura, en Castellón, los editores de la revista

conversaron sobre mis escritos con Mariano Vega, editor de Talentura quien,

ya en Madrid, leyó tres manuscritos de mi autoría y eligió 2022 - La Guerra del

Gallo. Le gustó la temática de Malvinas y la aventura que narro cuando el

personaje, en el año 2022, arma su epopeya para ir a Gibraltar.

¿Cuál fue la recepción de los lectores españoles teniendo en cuenta

que la novela tiene como hecho desencadenante la guerra de

Malvinas y la visión local de un adolescente argentino?

Por lo que me han escrito lectores y he leído en reseñas gusta la historia de

Masi, este ex “no combatiente”. Más allá de que sea argentino, Masi es un loco

bueno, querible, que te enternece hasta las lágrimas y, también, te hace cagar

de risa. El editor me dijo que no quería adaptar mi lenguaje al local, que asumía

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el riesgo. Eso sí, antes de salir, el escritor Carlos Salem, radicado en España, un

maestro de las letras y la generosidad, le dio una lectura. El lector español ve

que en la segunda parte se describe una situación económica y social de Europa

no muy distinta de la que les toca padecer, donde los que mandan están más

locos que Masi y la gente termina siendo un número para sus ecuaciones de

mercado.

¿Cuál fue el disparador de la novela?

Un hecho autobiográfico: con trece años me anoté para pelear en la guerra de

Malvinas. Cumplí trece el 5 de abril y me fui a la Municipalidad de Mercedes, y

me anotaron. Por suerte nunca me llamaron. En la novela cuento la historia de

un chico que se anota para pelear, no lo llaman y, a diferencia de mi caso, se

queda con las ganas de entrar en batalla. Como digo en el libro, Masi es un ex

“no-combatiente”.

La novela cuenta en tono irónico y con toques de ciencia ficción uno

de los hechos más tristes y absurdos de la historia argentina. ¿Cómo

tomaste la decisión de plantear la historia desde ese lado? ¿Te fue

difícil narrar desde el humor y la ironía dada la cercanía temporal

de la guerra?

Es la manera que encontré para sacar algo que me duele mucho. La guerra de

Malvinas es una herida abierta, que se abre más por silenciarla. El tono de

humor dramático me permite descomprimir y para escribir me ayudó mucho.

Lo que me jode me sirve de motor para escribir, intento buscarle la vuelta,

intervenir en lo que me complica. Ahora bien, hacerlo no me asegura curar ni

una herida, pero por lo menos evita que se agrande.

El tema de la locura se hace presente en casi toda la novela, no sólo

a través de Masi, el protagonista. ¿Por qué decidiste tomar el tema

como punto de referencia o camino para narrar la historia?

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Con la experiencia personal de anotarme a los trece años para pelear en una

guerra, ni bien terminada la contienda, hice el primer avistaje de mi locura.

Desde chico siempre imaginé mucho. Los juegos fueron mi gran ámbito de

creación y éxtasis, pero en el terreno lúdico no le hacía mal a nadie: mataba

soldaditos y los revivía cuando quería. Pero lo de la guerra no fue joda, la gente

moría de verdad. Me puso de cara a una realidad donde, a partir de mi registro,

presté bastante atención a la locura individual interconectada a la vincular. La

guerra, matar a otro, resolver una discrepancia por medio de las armas, me

parecen el final del hombre. Llegar a esto es la cota máxima de locura. Lo peor

de eso es que corporaciones y gobiernos viven dictaminando políticas de

muerte, asistimos o somos carne de cañón de guerras explícitas y ocultas, y no

reaccionamos. De ahí es que hablo de la locura vincular, juegos de pares

dialécticos para sostener un estado colectivo, para mi gusto, enfermo.

Presentaste la novela en España a fines del año pasado y,

recientemente, acá en Buenos Aires y en Mar del Plata en el marco

del Festival Azabache. ¿Qué balance hacés de estas experiencias?

Lo de España fue maravilloso. Fueron dos presentaciones en Madrid y una en

Castellón. En Madrid estuve con los escritores Carlos Salem y Marcelo Luján, y

en todas con mi editor, Mariano Vega. A Castellón quise ir porque allí, en la

librería Argot, fue donde empezó el camino editorial de la novela. La novedad

es que ahora en julio vuelvo, ya que me invitaron junto con la novela a

participar en la Semana Negra de Gijón. Lo de Azabache fue para sumarme al

género negro desde la ciencia ficción. Presenté mi novela y también participé

junto a otros escritores de una charla sobre Philip Dick. El Festival es

impresionante, lo recomiendo y espero regresar el año que viene. Lo que hacen

los organizadores es de otro planeta. En Buenos Aires la presentamos a fines de

abril en FM La Tribu, en el bar y en directo por el programa Acá no es de

Marcos Almada, Hernán Brignardello y Daniela Pereyra. La presentación fue el

programa de radio dedicado a mi novela y fue todo a los cuetes, con ritmo de

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radio. El formato me encantó, y ahí mismo dimos una primicia: La Guerra del

Gallo va a teatro. Ya escribí la versión teatral, un monólogo, y será dirigida por

Mauro Yakimiuk y protagonizada por Martín Amuy. // RT2

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Entrevista a Mauricio Murillo

Nuevos nombres a lo queentendemos por realidadPor Victoria Cotino // [email protected]

Mauricio Murillo (La Paz, 1982) es boliviano y escribe sobre el mar. La

Editorial El Cuervo editó este año Los abismos posibles, su primera novela. Allí

narra los viajes de Tariq, el personaje principal, pero también de Natalie Wood,

James Bond, Sam Spade y hasta Alf. Por su relato “El torturador” (Editorial

Gente Común, 2011) ganó el Premio de Cuento Franz Tamayo.

¿Cómo fue el proceso de creación de Los abismos posibles?

La primera idea que tuve fue la de escribir un cuento de un personaje que le

tiene miedo a lo oscuro del fondo del mar. Por algo azaroso pensé en la ciudad

española de Santoña, y fue este espacio el que me reveló por donde seguir y

hasta dónde extenderme, o sea, que de cuento se convirtió en una novela corta.

Por lo azaroso fueron apareciendo figuras y temas que completaban de a poco

la trama y las imágenes que quería construir. Santoña, por ejemplo, me dio el

personaje de Juan de la Cosa. No me acuerdo cómo llegó la ciudad de Tánger,

pero también a partir de ésta, e insisto en lo fortuito, aparecieron otras líneas

que seguir. Mientras pensaba en la novela y en estos espacios navegaba mucho

por Internet y veía mucha tele; ahí también encontré ideas que me atraían. El

proceso de escritura fue rutinario, ya que trabajé de la misma manera que

trabajo al escribir todo tipo de textos: bastante desordenado, a intervalos muy

cortos, copiando y pegando información, leyendo todo lo que creo que me va a

servir a la hora de escribir, realizando esquemas largos y complejos que me

permitían ver hacia donde iba la novela. La elaboración de estos últimos, los

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esquemas, es uno de los procesos que más disfruto de la escritura. Luego la

redacte más o menos en un tiempo breve. Meses después hablando con mi

buen amigo Fernando Barrientos, editor de la Editorial El Cuervo, planeamos

la publicación. La corregí (no tanto como hubiera querido), le cambié el título,

a instancias de mi editor, y listo.

¿Cómo se iba a llamar?

El título original era Los rumores salvajes. Pero por un tema de repetición

(“salvajes” en Bolaño, Oloixarac, Di Giorgio) mi editor me sugirió cambiarlo.

Pensé durante un tiempo sin encontrar algo que me ganara; le puse Los

abismos posibles y se publico con este título.

Además de los personajes principales, en tu novela aparecen Natalie

Wood, James Bond y Sam Spade. ¿Qué rol juegan?

Cada figura que aparece creo que juega roles distintos y ambiguos. Tal vez la

figura que une toda la novela es Tariq, el personaje que se podría denominar

como principal, aunque no sé si esto sea tan así. De las figuras que me nombras

creo que la más importante es Natalie. Hubo algo que me cautivó en su historia

y que me dieron ganas de contar desde mi propia mirada. Pero la aparición de

Natalie también tuvo algo de azar. Sabía del misterio de su muerte y de las

versiones que habían en torno a ésta, pero recién cuando vi en Biography

Channel, creo, que era hidrófoba me di cuenta que el personaje casaba perfecto

con lo que quería escribir. Otros personajes aparecen porque representan tal

vez ciertos deseos, por ejemplo el de la valentía en Bond. Pero creo que las

distintas figuras que están en la novela, y que muchas pasan casi ocultas o muy

sutilmente mostradas, no se podrían encasillar en un solo objetivo. Influencian

de distintas maneras la escritura, y la mayoría de las veces no cierran nada,

sino que proyectan líneas que el lector seguirá y que no concluirán. Por ejemplo

la figura de Alf, que creo que aparece de manera muy ambigua y que no

resuelve ninguna idea o escena. Hay también otras figuras que no son personas

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en sí pero que tal vez funcionan como personajes, el fútbol por ejemplo, o el

azar, o la literatura misma (en un copy-paste que se marca tipográficamente).

Entre estos últimos espacios creo que es importante el del alcohol. A partir de

éste se tienden relaciones complejas entre personajes, pero también de éstos

con su entorno y con el mundo. La borrachera representa un espacio

privilegiado en la novela.

En tu tesis La villa es sueño le das otra visión a los conceptos de

“parodia”, “intertextualidad” y “plagio” en la novela. ¿Cuáles de

ellos encontrás en Los abismos posibles?

Varias veces intenté pensar qué relaciones había entre mis escritos

“académicos” y ficcionales. Creo que van cada uno por su lado, pero no podría

ser tajante con esto. Varias cosas que pensé y reflexioné y leí al momento de

hacer mi tesis de licenciatura (que es de 2006) se me quedaron hasta ahora; en

realidad fueron intereses que cargué por años y que muté o completé con el

tiempo y con otras lecturas. La parodia y la intertextualidad son dos conceptos

centrales para la literatura de todas las épocas, pero creo que también, a veces,

se los ve como algo estático o fácil de definir. En mi tesis traté de darle una

vuelta a esta seriedad, en vez de dar respuestas cerradas me parecía más

divertido y productivo volver indeterminado esto y ponerlo en crisis. Surgió de

esta manera el concepto del plagio, que en todo caso no es mío y se lo robé a

Piglia. Siguiendo a Tarantino, un escritor se vuelve más interesante cuando

roba, no cuando hace homenajes o pastiches sosos que no se alejan del texto

original. Lo que la mejor literatura, o la que me interesa más, ha hecho es

tomar algo escrito y darle una vuelta y reescribirlo. Pero habría que diferenciar

el robo vago de la búsqueda de una escritura propia que vuelve a nombrar el

mundo y el universo de manera distinta. Creo que en mi idea del plagio la

actualización y reformulación de un lenguaje son centrales. El copy-paste del

que hablo no me interesaría si en esta experiencia no se cargara de nuevos

sentidos lo que se escribe. La literatura que vale la pena en el fondo intenta

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darle nuevos nombres a lo que entendemos por realidad; proyecta el mundo y

lo hace menos aburrido y menos definido.

En tu cuento “El torturador” escribís sobre Argentina: sobre

Leopoldo Lugones (hijo y padre), la última dictadura. ¿De dónde

nació tu interés por nuestro país?

En realidad en Bolivia se consume mucho lo que se produce en Argentina (no

sólo libros, también programas de televisión, fútbol, música, carne, etc.). Para

ser más claro, en Bolivia se consume mucho de todo el mundo. Como nadie nos

tira nada de bola, nosotros tenemos que mirar hacia afuera para no

desconectarnos de lo que pasa. En mi vida he debido leer casi tanta literatura

argentina (o francesa o estadounidense) como boliviana. No sé si esto sea lo

óptimo o no, pero sé que mientras un escritor argentino ha leído Borges, Arlt,

Fresán, los escritores bolivianos leemos eso y también a Saenz, Cerruto,

Camargo, Wiethüchter, que son escritores de mi país. No sé si esto es bueno o

malo, es nomás, y no habría que tratar de darle más vueltas. Es por esto que la

literatura argentina es una influencia muy importante en mi escritura. Aparte

creo que en Latinoamérica compartimos rasgos comunes de los cuales nos

podemos apropiar como queramos. Mi cuento nace, de nuevo, de encontrar

azarosamente un tema que me cautivó en Internet: el mito urbano de que

Leopoldo Lugones hijo inventó la picana. Luego imaginé al personaje y su

relación con la tortura. Así inventé la trama y traté de construir un personaje

sórdido y complejo, que disfrutaba experimentar y conocer el cuerpo. También

me sirvió la lectura de Las fuerzas extrañas. No es la historia ni de un país ni

de una época, sino de un personaje y su búsqueda oscura. // RT2

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Las licencias Creative Commons

La era de la reproductibilidadPor Marcela Zena // [email protected]

Allí donde no había marco legal que tuviera en cuenta la forma de pensar y

difundir contenidos en Internet, las licencias Creative Commons

propusieron valores jurídicos alternativos al copyright permitiendo especificar

públicamente qué permisos le otorga un autor a su obra contemplando sus

futuras reinterpretaciones y usos.

Las licencias dependen de cuatro condiciones; a partir de seis combinaciones

posibles, el creador especifica si permite el uso comercial y si permite

modificaciones de su obra; todas las combinaciones exigen la condición de

reconocimiento. Aquellos que usen contenidos protegidos por alguna licencia

CC están obligados a respetarla o acordar con las condiciones de esa licencia.

Creative Commons (o “bienes comunes creativos”) permite a los autores dejar

en claro qué derechos prefieren proteger y cuáles eligen ceder. Mientras el

copyright se ocupa de restringir y regular los permisos “todos los derechos

reservados”, las licencias CC proponen “algunos derechos reservados”. Este

enunciado puede resultar vago y caer en la misma lógica que critica pero

intenta proveer un punto medio entre los dos extremos: controlar todos los

derechos o ninguno. Como dice Lawrence Lessing, uno de sus fundadores, se

ubican en el medio: “una manera de respetar el copyright pero que posibilite

que los creadores liberen los contenidos de la manera que les parezca más

apropiada”.

La adopción de las licencias CC no ha sido masiva. Su aplicación se encuentra

en mayor medida ligada a proyectos colaborativos, en el marco de una cultura

del remix donde la figura del autor tiende a disolverse. La mayor aplicación se

da en aquellos casos donde se desea la reutilización bajo condiciones

específicas, especialmente en los campos audiovisuales, donde puede existir un

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trabajo en conjunto. Por el contrario, la adopción de las licencias CC resulta

incipiente en el campo literario moderno, donde la colaboración autoral carece

de una tradición que sí se encontraba presente en la antigüedad. En una

dinámica signada por la firma individual y el lucro editoral, persiste la duda si

las licencias son o no funcionales al copyright tradicional.

Hace más de una década que las licencias CC fomentan la posición creativa de

permitir usos más flexibles para las producciones bajo licencias; hasta el

momento, son las que mejor han entendido las maneras de hacer, compartir y

difundir el trabajo colectivo y la generosidad inherentes a la red. // RT2

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Proyecto BiblioFyL

La propiedad digitalPor Mariano Bello y Mariano [email protected] // [email protected]

BiblioFyL es un proyecto desarrollado por estudiantes de la facultad de

Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a partir del 2007

destinado a resolver las dificultades para conseguir los materiales de estudio,

ya sea por costos inaccesibles, por haber quedado fuera de circulación de

mercado o no ser importados a Argentina. La biblioteca, una simple colección

de links, tras haber sido dada de baja en septiembre de 2009 a raíz de una

intimación legal que llegó al host donde estaba alojada por violar las leyes

11.723 de Propiedad Intelectual y 25.446 de Fomento del Libro y la Lectura,

volvió a estar en pie con otro servidor en 2010 y en 2011 se fusionó con la

página del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras.

Revista Tónica entrevistó a Evelin Heidel, quien dio el puntapié inicial del

proyecto. También conocida como Scann, Evelin forma parte de EDEFyL,

proyecto editorial lanzado a principios de mayo de este año por estudiantes de

la facultad. EDEFyL surgió con la idea de que los autores tuvieran la libertad de

elegir qué tipo de licencia Creative Commons deseaban para sus textos, con el

objetivo de posibilitar la descarga gratuita de sus libros, encabezados por

Citadme diciendo que me han citado mal: material auxiliar para el análisis

literario, el primer título publicado.

¿Cuál es el origen de BiblioFyL?

Estaba aburrida en mi trabajo en una empresa de digitalización de documentos

y decidí digitalizar mis apuntes y compartirlos en Cleopatra, una lista de correo

que había montado Augusto Trombetta, donde había muchos estudiantes de

Letras. Empecé a participar en el foro y después fue creciendo el tema del

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56

intercambio de apuntes y de archivos. Creo que nadie se pone a pensar cosas

como “voy a armar un sitio para hacer traducciones colaborativas de series

norteamericanas”. Este tipo de cosas surgen cuando te das cuenta que la

plataforma te queda chica y empezás a ver cómo hacer para que eso esté mejor

organizado. La BiblioFyL nace de la necesidad y depende de la participación de

la gente. Si a mí hace cinco años alguien me decía “vos vas a terminar

construyendo escáneres” yo me le iba a cagar de risa, pero ahora es un poco lo

que hago. Tiene esa espontaneidad y obviamente tenés que estar aburrido en tu

casa, pero además tiene que ver con las cosas que fomenta el ocio. El ocio te

fomenta buscar algún tipo de disfrute cultural o de entretenimiento.

¿Cómo está la legislación de propiedad intelectual argentina con

respecto a las necesidades educativas?

Está atrasada. Hay ciento ochenta y seis países que están asociados a la

Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, de esos ciento ochenta y seis

solamente veinte no tienen excepciones educativas y para bibliotecas; entre

esos veinte está Argentina. Con eso se genera un círculo vicioso porque

nosotros no tenemos excepción educativa, pero a la vez todas estas

asociaciones de gestión colectiva son las mismas que presionan para que no la

tengamos. Un ejercicio que no se está haciendo es ver cuánto de lo que

supuestamente administra CADRA (Centro de Administración de Derechos

Reprográficos de Argentina) finalmente lo financió la universidad. En

Argentina la universidad pública y el CONICET le paga a los docentes y a

investigadores. Acá la mayor parte de los fondos de las investigaciones

provienen de organismos públicos, pero la universidad pública no se puso a

hacer las cuentas como sucedió en Brasil. Un grupo que se llama GPOPAI sacó

un libro que se llama El mercado de los libros técnicos y científicos en Brasil.

Descubrieron que la universidad paga casi el noventa y siete por ciento de la

financiación de un libro, la investigación, el sueldo del docente, el lugar de

trabajo, mientras que la editorial paga el tres por ciento pero se queda con los

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57

derechos de propiedad intelectual sobre su investigación. No hace falta hacer

una investigación sobre eso; en el mundo se sabe desde hace muchísimos años,

y de ahí surgen movidas como el Open Access y demás. Desde los años setenta

en la universidades y bibliotecas viene habiendo movidas de ese estilo, pero

recién ahora algunas de esas cuestiones empezaron a salir a la luz producto de

la masivización de Internet.

¿Cuál es el objetivo de las leyes de propiedad intelectual?

El objetivo de la propiedad intelectual es promover el progreso de las ciencias y

las artes otorgando un monopolio determinado. El tema es cómo entendemos a

la ley de propiedad intelectual. Tiene principios estéticos, filosóficos, jurídicos y

económicos. Cuando uno empieza a separar cosa por cosa se da cuenta que hay

que juntarse a discutir varias cuestiones. Por ejemplo, que vos tengas un

derecho a la personalidad, a la atribución directa de tu obra va por un carril

distinto a que vos tengas derecho a la retribución. No tiene nada que ver un

derecho con el otro. El plagio no es un problema económico, es moral. Que vos

sientas que tus ventas caen, eso sí es un problema económico. Un fallo

conocido a principios de siglo XX fue el de los Podestá cuando llevaron al

teatro Juan Moreira. Hicieron su adaptación pero nunca le pagaron a la viuda

de Gutiérrez, entonces la viuda exigió en juicio una suma por el tema de la

representación. El juez dijo que a la viuda de Gutiérrez nunca se le había

ocurrido representar la obra de esa forma por lo tanto no tiene derecho

legítimo sobre esa representación particular y además no ha demostrado que

había un perjuicio económico. Hoy por hoy eso parece inaplicable.

¿Qué alternativa plantea el copyleft frente a las leyes de propiedad

intelectual?

El copyleft comienza a surgir en los ochenta gracias a Richard Stallman. Es el

creador de lo que se conoce como GNU Linux y por otro lado de la General

Public License para software. Él trabajaba como programador en MIT y ve que

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cada vez surge más el tema de compartir el software con sus compañeros. Él

plantea que hay que buscar una solución para que el software no quede en

manos de las corporaciones. El software tiene dos partes: el código fuente, que

es legible para humanos y el código objeto, que sólo lo lee la máquina y son

representaciones de ceros y unos. Stallman lo que no quería es que ese código

fuente quede cerrado como técnicamente lo permitía el código máquina. Frente

a esta idea la General Public License establece cuatro libertades esenciales para

el software: 1) utilizar el programa para cualquier propósito; 2) estudiar cómo

funciona el programa y modificarlo adaptándolo a tus necesidades; 3)

distribuir copias del programa y 4) mejorarlo y hacer públicas esas mejoras. El

copyleft nace del mismo derecho que garantiza el copyright. La ley de

propiedad intelectual de Argentina expresa en el art. 2 que el autor tiene el

derecho de disponer de su obra de cualquier forma. En ese “disponer de su

obra de cualquier forma” está el reclamo también de la posibilidad que tiene el

autor: en vez de dar restricciones sobre la obra, puede otorgar permisos de

manera previa sobre de la obra. Por lo tanto, con el copyleft las restricciones

son abiertas.

¿En qué lugar queda Argentina frente a los cambios tecnológicos?

Hoy por hoy, bajo la legislación que tenemos, prácticamente toda la población

argentina es delincuente porque ¿quién no se bajó un archivo? Nosotros lo

pensamos con las fotocopias porque es una situación cotidiana pero hay cosas

que por técnica pasan a volverse obsoletas. Vos entrás a un sitio web y te dice

“Todos los derechos reservados, prohibida su reproducción total o parcial”,

ingresás a ese sitio desde tu máquina y eso que ves no es el sitio web tal cual es,

porque si no tardaría un montón en cargar. Eso está en un caché que baja una

copia a tu disco duro y cachea la página, y ahí estás generando una copia. En

virtud de la técnica generaste algo que va en contra de la ley. Nadie te va a

hacer juicio por eso porque sería ridículo, pero evidentemente hay un mundo

donde incluso cuando vos no lo quieras hacer vas a violar la ley. // RT2

Page 59: Revista Tónica 2

59

Apostillas_ Descarga gratuita

Los libros de arenahttp://cecso.org/bibliosoc.html // BiblioSoc. La biblioteca virtual del C.E.C.So.

(Centro de Estudiantes de Sociales)

http://cefyl.net/drupal/ //BiblioFyL. La biblioteca digital de los estudiantes de

filosofía y letras.

En castellano

www.librodot.com

www.derechoaleer.com

www.bibliobarracas.com.ar

www.elaleph.com

www.jacquesderrida.com.ar

En inglés

http://bartleby.com

http://openbookproject.net

http://www.gutenberg.org

http://library.nu

http://books.google.com

Más páginas

http://redalyc.uaemex.mx //Red de Revistas Científicas de América Latina y elCaribe, España y Portugalhttp://www.scielo.org.ar/scielo.php //Biblioteca científica electrónica online

https://lab.hackcoop.com.ar //Hacklab, la biblioteca popular de Barracas

http://diybookscanner.org //Armá tu propio escaner de libros

Page 60: Revista Tónica 2

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Sección #CopiaOcultaEntrevista a Ramiro Sanchiz

El virus de la narraciónPor Leticia Martin // [email protected]

¿Cómo hiciste para escribir ocho libros a los 33 años?

Según Juan Manuel Candal voy a morir a los 45 años, pero yo no me fiaría

mucho de ese pronóstico. Me resulta curioso pensar ahora, en retrospectiva,

que todos son del 2008 para acá. Cuando empecé con Stahl, personaje de

varios libros míos, me tomó dos años acumular cientos de páginas de nada. Las

tiré y empecé de nuevo. Escribí 01.lineal, después Perséfone y algunos cuentos.

Ahí fue cuando agarré envión. El otro día comentaba con mi amigo Rodolfo

Santullo, que ahora publica un libro de cuentos con Llantodemudo Ediciones,

de Córdoba, que cuando termino de escribir algo como mucho me paso un día

sin escribir.

¿Leer es una actividad paralela a escribir?

Cuando estoy escribiendo leo poco y rápido: unas horas nomás, de noche o

después de almorzar. Ponerme más serio con la lectura me implica

invariablemente escribir menos. En verano me iba a Piriápolis, por ejemplo, y

me pasaba leyendo del viernes al domingo.

¿Usás alguna droga para escribir?

No. ¡Ni café tomo! Estoy tratando de bajar un poco la ansiedad. La marihuana

me pone muy ansioso también, por eso dejé de fumar hace ya unos años. Tomo

té de tilo, ese tipo de cosas de vieja que, por ahora, un poco me resultan.

Page 61: Revista Tónica 2

61

¿Escribís conectado?

Sí. Cancelo los procesos paralelos cuando veo que hay algo especial en lo que

estoy escribiendo. Corto FB, MSN o lo que sea. De todas maneras la distracción

es fundamental. Yo vivo en un perpetuo estado de semi distracción que me

permite escribir y ver lo que escribo al mismo tiempo. Como en dos líneas

paralelas, casi diferidas, una especie de canon.

¿Cuándo se es escritor?

Me parece que los escritores que “dan cuenta” de las cosas son los que se

portan bien. No me interesa ser ese tipo de escritor. Cuando se vio algo y se

sabe que hay que escribirlo; cuando no se puede vivir salvo en la escritura;

cuando abrís un largo juicio a las palabras, cuando sentís que lo que estás

diciendo está entre comillas, o peor, cuando sentís que estás pensando entre

comillas. Lo de los premios es lo menos relevante en lo que pueda pensar.

Antes escribía para ganar minitas, pero luego me di cuenta de que con la

música era más fácil.

¿Qué efecto querías lograr cuando elegiste narrar los flashbacks en

Trashpunk?

Me pareció que era una manera de interrumpir un poco el relato lineal. La

primera versión del texto la escribí en una sentada en dos días, pero era mucho

más corta y en plan Stahl rememorando, como otro fascículo más de su

autobiografía. No me convenció, así que empecé a tocar cosas y a introducir la

otra trama, la de las vecinas. En algún momento me gustó eso de poner

“Flashback 1”, sin transiciones ni continuidad. Aparte me gusta la palabra

“flashback”. Era un gran videojuego que tuve en la primera PC que me compré,

hace ya tiempo.

Page 62: Revista Tónica 2

62

¿Qué es el Salvo y qué querés representar ahí?

El Salvo es un edificio muy icónico de “Tontovideo”; acá lo odiás o entrás en

toda la mística boluda del Montevideo sesentero rescatado por los tipos que

tocaban Canto Popular en los ‘80. Curiosamente en Buenos Aires hay un

edificio del mismo arquitecto, Mario Palanti, que está en Avenida de Mayo: el

Palacio Barolo. Me gustaba esa cosa medio de nave espacial rococó. Rock-cock-

có. El Salvo es un lugar feo, yo medio que detesto esa parte de Montevideo, la

Ciudad Vieja, es como un cliché pegado a la calle y en estado avanzado de

descomposición después de tantos años.

¿Cómo se gana la vida un escritor bastante publicado del otro lado

del Río de la Plata?

Laburé hasta hace poco haciendo tareas de edición en una ONG, pero es algo

bastante zafral, que tengo año tras año entre marzo y septiembre u octubre. El

año pasado por alguna razón las cosas se extendieron y estuve hasta hace poco

ahí; ahora retomaré más cerca de fin de año. Mientras vivo de ahorros y

curritos varios, como escribir reseñas.

¿Por qué decidiste publicar en la editorial del CEC en formato

digital?

Me convenció Juan Terranova; yo antes quería una edición de lujo, tapa dura,

papel de alto gramaje, ilustraciones y todo eso. Pero de un día para el otro me

compré un Kindle y publiqué Trashpunk. En realidad me da lo mismo papel o

digital; creo que lo que importa es la vida de los textos. Aunque me encantan

los libros de papel y cartón, y pienso seguir acumulándolos toda la vida, pienso

que un texto que podés descargar gratis tiene otro tipo de existencia: te pueden

leer quién sabe dónde, gente a la que no llegarías con el sistema más simple de

edición. Por ejemplo, uno de mis editores en Montevideo no puede hacer entrar

sus libros a Buenos Aires, por lo que mi última novela se quedó acá, pese a que

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unos cuantos lectores argentinos la estimaron, quizá más que muchos

uruguayos. Esa es la vida de esa novela hasta ahora. Con Trashpunk pasa otra

cosa. Los textos deben circular.

¿Cuánto hay que corregir un texto antes de publicarlo?

Tenés que corregir, pero tampoco me sirve lo que hizo Fernanda Trías: se pasó

10 años para volver a publicar la misma novela, que me encanta, pero

retrabajada y nunca sabré si mejorada o empeorada. Una vez que publiqué

igual puedo seguir corrigiendo ese texto. Me gusta que convivan versiones

levemente diferentes de todos mis textos. Trashpunk, por ejemplo: hay una

versión en la Revista Axxón que fue considerablemente cambiada en la edición

del CEC. La publicación no hace sino fijar un momento en la vida del texto, que

podrá evolucionar para otros lados desde mis manos y desde las lecturas de la

gente a la que le llegue. Dejo de lado el sentido más simple de que cada lector

sigue trabajando en el texto: me refiero al trabajo sobre mundos ficcionales. No

te puedo decir que “aspiro” a eso, porque no está en manos de nadie, pero

envidio mucho a Lovecraft en ese sentido. Hay escritores que quieren volver a

lo que hizo otro antes y continuarlo. Bach se pasaba estudiando la obra de los

compositores anteriores y con eso sacaba material para sus obras más

ambiciosas, de las cuales también sacaba melodías que usaba a su vez en otras

obras; luego de muerto Bach otros compositores tomaron esas líneas y

siguieron adelante el proceso. En última instancia no importa Bach, ni

importan esas líneas: importa la trama, el relacionamiento. En el último libro

de Juan Manuel Candal hay un cuento que escribimos a cuatro manos; la idea

básica era suya, pero me las arreglé para meter a Stahl. Me encantaría que mi

literatura fuera un virus que entre en otros libros y los infecte para producir

más copias de sí mismo, copias que pueden mutar y evolucionar. Eso es lo que

pretendo breve y resumidamente. Ese es “mi programa”.

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Me estás hablando de un virus que infecte la literatura universal. A

nivel virtual, un virus te destruye la máquina.

Justamente se habló tantas veces de “romper” la literatura… ¿Qué más nos

queda? ¿Qué otra literatura vale la pena infectar? Si encima están todas

conectadas. La literatura uruguaya, para empezar, no existe: son un montón de

señores y señoras que escriben; la argentina es la que está más cerca. // RT2

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Sección #Matraca

Charla sobre La Cámpora en la Feria del Libro

“Iván Heyn me confesó quesu sueldo le daba vergüenza”Por Francisco Dalmasso // [email protected]

La periodista y escritora brindó una charla en medio de un clima tenso. Entró

custodiada por dos guardias de seguridad que terminaron siendo tres. Los

militantes kirchneristas se quedaron afuera del predio tocando el bombo. Una

jubilada la persiguió y le dijo “cagona”.

“Se ahorcó Iván Heyn”, le avisa Jorge Fernández Díaz desesperado por

teléfono, el 20 de diciembre del año pasado. Laura Di Marco entra en shock y

estalla en llanto. Aunque Díaz la consuela, ella no deja de llorar. Sucede que

antes de suicidarse con un cinturón, el subsecretario de Comercio Exterior le

había revelado detalles íntimos de La Cámpora. Esos datos fueron claves para

despertar el testimonio de otros militantes que se “desencantaron” de la

militancia kirchnerista. Luego investigó el entramado oculto del partido y eso le

trajo conflictos, por eso hace un año que no tiene “vida privada”. Cada vez que

sale necesita guardaespaldas; hoy sus elegidos son Carlos Pagni, Jorge

Fernández Díaz y Eduardo Fidanza. Di Marco ingresa –levanta las cejas y estira

su cuello como gallina– en la sala Leopoldo Lugones, en el marco de la Feria

del Libro 2012 en la Rural. La gente la aplaude y silba. ¿Será porque no tiene

corpiño? Todos se sientan en una mesa. Dos guardias de seguridad custodian el

escenario y hablan por walkie talkie. Tocando tambores al canto de “Néstor

Vive” están afuera del predio algunos militantes de La Cámpora que la vieron

llegar. Di Marco lo sabe, pero se tranquiliza y muestra una complicada sonrisa

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de plástico. Soporta todas estas tensiones para poder dar una charla sobre el

libro que le enseñó a “perseguir sus sueños y deseos” y se titula: “La Cámpora.

Historias secreta de los herederos de Néstor y Cristina Kirchner”.

“Di Marco escribió para todo el mundo. Yo la conocí en la revista Somos.

Éramos una revista maravillosa y, naturalmente, ¡fracasamos!”, se ríe

Fernández Díaz; es el primero en hablar sobre la autora, y también es el

primero en bajarle la autoestima. Haciéndole honor a su carrera periodística

manifiesta que “Laura es una astilla periodística de ese palo, no hay caso”.

Después de decirle “fracasada” entre líneas, se da cuenta que debe reivindicarla

y dice: “Ella hizo lo que muy pocos pueden hacer: un gran best seller en la

Argentina” y enseguida vuelve a acusarla: “Laura me obligó a leer todo su

libro…”. Díaz muy rápido la redime diciendo: “Al final me acostumbré a leer el

libro, porque cada vez que lo agarraba me apasionaba”. Una vez que logra

estabilizarse emocionalmente, escupe una frase larga y coherente para

finalizar: “El texto es un punto de discusión y demuestra quiénes son estos

jóvenes con poder. Laura no renunció a su sensibilidad, nunca se casó con

nadie por eso soportó toda clase de estupideces”. Díaz se refiere a la carta que

días atrás publicó La Nación, donde se revela que a través de un mail interno la

coordinación de La Cámpora solicitó a sus seguidores que “no promocionen el

libro de la autora”.

Con su mirada inescrupulosa, Carlos Pagni agarra el micrófono como si fuera a

cantar y expone: “No voy a hablar del libro La Cámpora. Laura hablará con

más autoridad e interés que yo”. Desinteresado por el libro, el periodista del

diario La Nación focaliza su discurso sobre la neurosis de la autora: “Sólo con

ansiedad como iniciativa se puede escribir este texto. Sus niveles de ansiedad

son adelantados para la profesión, pero no sé si sirven para la vida privada”. Di

Marco se toca la oreja, se acaricia el arito rojo y mira la puerta de la sala.

Alguien se está moviendo. Los guardias de seguridad se miran entre sí, pero no

pasa nada. Sólo un celular que suena. Pagni muestra la frente llena de surcos,

levanta sus hombros y se pregunta de manera retórica: “¿Las amenazas de La

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Cámpora serán un rasgo político o psiquiátrico?”. Cualquiera que ingrese a la

sala podría pensar que es un congreso de psicología. Es entonces cuando el

historiador cambia el eje del análisis y decreta: “La Cámpora es la primera

incorporación de desaparecidos en política. Ellos construyeron una cofradía

que incluye un proceso de memoria sin futuro. Son poderosos y están en la

clandestinidad. Militan rozando lo infantil, simulan ser de izquierda y son

jóvenes de 40 años”. Queda pensativo mientras juega con la tapa de la botella

de agua que tiene enfrente y remata: “Si ellos no son jóvenes, yo estoy perdido”.

Cuando Eduardo Fidanza se da cuenta que llegó su momento de hablar,

rápidamente teclea en su notebook, cierra la tapa y balbucea: “Agradezco a

Laura por permitirme expresarme en el libro. El rigor que ella utiliza es una

relación de intercambio intelectual” y dudoso sigue improvisando: “Hay un

fenómeno de herida, de tragedia. El libro es un desenmascaramiento relativo

de La Cámpora porque los personajes son tratados con cierta simpatía”. Di

Marco espía si Fidanza cerró la notebook realmente. El periodista retoma y se

da cuenta que llegó el momento de elogiarla: “Laura tiene una apertura mental

grande que permitió que este best seller sea atractivo a un proyecto político al

que le faltaron más interpretes y menos soldados. Hay que tener en cuenta que

es un partido que funciona como fenómeno posterior a la toma de poder”.

Fidanza se acaricia el pelo canoso, se acomoda los lentes y concluye: “La

Cámpora está en la intersección de un Estado social y una actitud política

radicalizada. Ahí pretende estar Cristina copiándole a Evita. Esa es la diferencia

con Perón que siempre se puso en un lugar secundario. En cambio Cristina se

deja llevar por su partido”.

Sobrevuela en la sala un aire del público que quiere disturbio. Laura Di Marco

endereza su espalda y mira a los que comparten el panel junto a ella: “Gracias

chicos, estoy custodiada por expertos”. Abajo del escenario, uno de los guardias

se acomoda la gorrita. “No voy a hablar sobre la gente de La Cámpora”,

advierte y pone las manos sobre el celular. Luego explica: “Este libro comenzó a

mis 17 años. Mi viejo me había regalado el libro Montoneros, la soberbia

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armada, de Pablo Giussani. Cuando lo leí entendí que quería escribir un libro

así”. Desde ese momento la periodista fue uniendo “hilos invisibles” que la

desafiaron a escribir La Cámpora. Pero cuenta que no le fue sencillo: “En los

90 yo era periodista, pero no militaba. Un día me mandaron a cubrir un evento

a un lugar que me anticiparon como ‘un lugar nostálgico, lleno de ideales’ y

utilizaron otras palabras que acá no puedo utilizar. Ese lugar era Río Gallegos y

allí Néstor y Cristina gestaban el embrión de La Cámpora”. Se detiene, lo mira

a Díaz y como si fuera su representante y le indica: “Vos cortame porque pierdo

noción de lo que hablo. Cortame si hablo mucho, en serio...”. Díaz la mira

rígido y sostiene su pera con el dedo índice. La periodista se incomoda y decide

finalizar hablando de la muerte que la hizo llorar: “Iván Heyn me confesó que

su sueldo le daba vergüenza. Antes de ser una figura del kirchnerismo, él tiraba

piedras en Plaza de Mayo. Hay que entender que no es un hecho aislado sino

que es el resultado de una falsa identidad”. El público se enciende en un solo

aplauso. Todo termina.

Mientras el público se desconcentra, una señora de jogging que lleva un chal

transparente en su cuello grita: “¿No se permiten preguntas?”. Di Marco recibe

unas flores, se da vuelta y da una entrevista a TN haciendo oídos sordos a los

aullidos de la señora: “¡Quiero hacerte una pregunta! ¡Contéstame!”. La mujer,

rendida, se acerca a este cronista y dice que se llama Edith Merlo, que tiene 71

años, que es jubilada y “ama al peronismo y a Cristina”. Y se desquita: “Esta Di

Marco es cagona, no contesta nada, querido”. Mientras Merlo me habla, la

escritora se escapa al stand de Sudamericana para firmar ejemplares. Cuando

Merlo se da cuenta pregunta: “¿Dónde se fue la loca?”. Se acomoda el chal y

sale a buscar su víctima. Se topa con una fila larguísima y esperanzada busca a

Di Marco. Pero se desilusiona cuando ve a Viviana Canosa firmándole

autógrafos a dos mujeres excedidas de peso. “¡La puta madre che!”, putea y

cuando gira la cabeza, observa a Di Marco sentada firmando. Abre los ojos y

hace la cola detrás de las nueve personas que esperan ansiosas que les firme.

Los guardias ahora son tres. Uno bosteza. Merlo se acerca a la autora y con

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tono irónico dice: “Me quedó una duda, Laurita: ¿La Cámpora es una cofradía o

es sólo un grupo de muchachos militantes?”. Tres chicas se paran atrás de Di

Marco y le dan indicaciones a una rubia con cámara: “¡Dalé, sacá la foto,

nena!”. Di Marco se distrae, pero contesta: “Mirá, los de La Cámpora tienen

buenas ideas, pero les cuesta practicarlas…”. Entonces Merlo bombardea: “Te

perdono, querida, ¡pero en el próximo libro dejá preguntar!”. Di Marco no

alcanza a contestarle y la señora da media vuelta y se pierde entre la gente. Di

Marco se agarra la cabeza con las dos manos y suspira. Por lo menos hoy no le

tocó llorar. // RT2

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El Aleph engordadoPablo Katchadjian

O God! I could be bounded in a nutshell, and count myself a King of infinite space, were it not

that I have bad dreams.

Hamlet, II, 2

But they will teach us that Eternity is the standing still of the Present Time, a Nunc-stans as the

Schools call it; which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-

stans for an Infinite greatness of Place.

Leviathan, IV, 46

La candente y húmeda mañana de febrero en que Beatriz Viterbo finalmente

murió, después de una imperiosa y extensa agonía que no se rebajó ni un solo

instante ni al sentimentalismo ni al miedo ni tampoco al abandono y la

indiferencia, noté que las horribles carteleras de fierro y plástico de Plaza

Constitución, junto a la boca del subterráneo, habían renovado no se qué aviso

de cigarrillos rubios mentolados; o sí, sé o supe cuáles, pero recuerdo haberme

esforzado por despreciar el sonido irritante de la marca; el hecho me dolió,

pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella,

Beatriz, y que ese cambio era el primero de una serie infinita de cambios que

acabarían por destruirme también a mí. Tenía ya, un poco debido al calor y

otro poco a mi nerviosismo, el cuello de la camisa completamente húmedo; me

saqué la corbata y, como ofreciéndole el gesto al fantasma de Beatriz, la tiré a la

basura; inmediatamente me arrepentí y estuve a punto de meter la mano en el

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cesto para rescatarla. «Cambiará el universo infinito pero yo no», pensé con

melancólica vanidad autoindulgente, una vanidad autoindulgente que también

me generaba una vergüenza doble cuando la descubría responsable de actos

como el que acababa de realizar. Alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había

exasperado a Beatriz hasta el punto del vituperio; muerta, yo podía

consagrarme a su memoria, sin esperanza pero también sin humillación. Los

insultos y burlas que tanto me habían dolido desaparecían con ella; justamente,

la corbata preferida de Beatriz era ahora el símbolo del comienzo de su segunda

muerte. La interpretación me animó, aunque sólo se trataba de un paliativo

para no sufrir la pérdida de una corbata tan fina. Consideré que el 30 de abril

era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su

padre sedado y ausente y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un

acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el

crepúsculo de la abarrotada salita verde con paredes forradas de seda rosa, de

nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de

perfil, en colores, cansada; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921;

Beatriz en los carnavales de 1922 disfrazada de sirena, rodeada de hombres, la

primera comunión de Beatriz. Beatriz, el día de su boda con Roberto de

Alessandri, ya arrepentida aunque alegre. Beatriz, poco después del divorcio,

en un almuerzo del Club Hípico, rodeada de hombres y caballos; Beatriz, en

líneas duras, dibujada por Dela-Hanty en 1925; Beatriz, en Quilmes, con Delia

San Marco Porcel y Carlos Argentino (Daneri); Beatriz, desnudada por un

pintor cubista; Beatriz, con uno de sus supuestos novios; Beatriz, con el

pequinés negro que le regaló Tití Villegas Haedo Rawson; Beatriz con fondo

futurista, aún joven, con un libro brillante entre las manos; Beatriz, de frente y

de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón… No estaría obligado, como

otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros

cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar a escondidas para no comprobar,

meses después, que estaban intactos. Un día, incluso, aburrido y con buena

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voluntad, llegué a cortar las páginas de algunos libros que no habían sido

regalo mío.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un 30 de abril sin

volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco

o veintiséis minutos; cada año aparecía un poco más temprano y me quedaba

más tiempo; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que

invitarme a comer y ofrecerme una cama para pasar la noche. La cama estaba

sucia, pero yo dormí contento. No desperdicié, como es natural, ese buen

precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafesino y un

vino patero; con toda naturalidad me quedé a comer y luego, con la excusa de

que mi casa estaba siendo pintada, me quedé a dormir. Así, en aniversarios

melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos

Argentino Daneri, que invariablemente aparecía en mi habitación a las cinco y

cinco de la mañana y me preguntaba varias veces, con volumen creciente, si

dormía; luego me tocaba escucharlo semiconsciente por una hora hasta que me

levantaba, me vestía y desayunábamos juntos. A la cuarta vez descubrí que

había quedado prisionero de un ritual anual que me disgustaba; el disgusto, de

a poco, fue pasando del ritual a Carlos Argentino; sólo pude disfrutar del ritual

anual que me disgustaba; el disgusto, de a poco, fue pasando del ritual cuando

Carlos Argentino se convirtió para mí en alguien ya del todo insoportable y, por

lo tanto, irremediable y especial.

Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada como una torre italiana:

había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un

principio de éxtasis racional, una decisión involuntaria; Carlos Argentino es

rosado, considerablemente rosado, canoso, de rasgos finos y afilados. Ejerce no

sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible, húmeda y desordenada de

los arrabales del Sur; es autoritario y lúcido, pero también es ineficaz y necio;

aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su

casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación

italiana sobreviven en él; cuando habla mueve las manos como si quisiese hacer

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circular el aire viciado; cuando se enoja se pone colorado y sus rasgos, podría

decirse, engordan; curiosamente, esos rasgos engordados resultan mucho más

atractivos que los finos y filosos originales. Medité mucho sobre esto sin llegar

a conclusiones firmes hasta que, medio en broma, o al menos sonriendo, hojeé

en mi biblioteca la primera y probablemente única edición (París, 1663) de la

obra de Peruchio dedicada entre otras cosas a la fisiognomía y llegué, por azar,

al dibujo correspondiente al tipo del «extravagante» que si bien no se parecía

en nada a Daneri en estado de reposo sí resultaba sorprendentemente similar

al Daneri engordado.

¿Qué más se puede decir de él? Su actividad mental es continua, apasionada,

versátil y del todo insignificante; es capaz de resumir en pocas palabras los

libros más complejos de un modo que uno llega a preguntarse si realmente

fueron alguna vez complejos. A causa de este perverso ejercicio suyo me vi

obligado a releer libros que había olvidado para descubrir que,

paradójicamente, la complejidad seguía ahí a la vez que el resumen de Carlos

Argentino era preciso. Sobre esto no medité, lo atribuí al misterio. Siempre, por

lo demás, abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como

Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas de pianista vienés. Durante

algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por

la idea de una gloria intachable; o quizá por ambas cosas: por la gloria

intachable de sus baladas. «En vano te revolverás contra él; no alcanzará, no, la

más inficionada de tus saetas: todas sus comas son perfectas.» Cuando hablaba

de esta forma afectada ese italiana se transformaba en un ceceo que anulaba la

afectación, como si él mismo tratara de burlarse de su tono. Era, a pesar de

todo, una estrategia inteligente, aunque tenía consecuencias. Un día, antes de

despedirme hasta el año siguiente, maliciosamente se lo hice notar; se retiró

sin saludarme. Al año siguiente parecía haber olvidado el asunto; no me sentí

responsable por la agudización del ceceo.

El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor y al vino patero una botella

de coñac del país de Paul Fort. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y

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emprendió, al cabo de unas copas, una desbordada vindicación del hombre

moderno.

—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable aunque predecible— en

su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad,

como la de Montaigne, quizá, pero cuadrada, provisto de teléfonos, de

telégrafos, de fonógrafos, de banderines, de aparatos de radiotelefonía, de

bolígrafos, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de luces amarillas, de

glosarios, de horarios, de prontuarios, de posters coloridos, de botines…

Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro

siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las

montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma hasta aplastarlo. Lo

gratuito e inadvertido de su herejía me hizo sonreír. Pero tan ineptas me

parecieron, de todos modos, esas ideas, tan pomposas y tan vasta su

exposición, que las relacioné inmediatamente con la peor literatura de la época;

con demasiada pedantería, le dije que por qué no las escribía y publicaba un

librito. Previsiblemente molesto, respondió ceceando y con los rasgos un poco

engordados que ya lo había hecho, que esos conceptos, y otros no menos

novedosos, figuraban en el Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba

desde hacía veinte años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora y barata,

siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad, y

que su extensión le impedía pensar en un librito: ya tenía más de mil páginas.

Luego, satisfecho con la confesión aunque nervioso, me reveló su método como

si de un secreto se tratara: primero abría las compuertas a la imaginación;

luego hacía uso de la lima; finalmente, soplaba. El gran poema se titulaba La

Tierra; tratábase de una descripción del planeta en la que no faltaban, por

cierto, la pintoresca digresión, el lujo lingüístico y el gallardo apóstrofe.

Entusiasmado, ceceando y ya notablemente engordado, agregó que tampoco

faltaba la literatura. La palabra quedó resonando alrededor nuestro: yo quedé

confundido. ¿Qué quería darme a entender? ¿Se trataba de un ataque

personal? ¿Su nariz había tomado la forma de dos bombones pegados y

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semiderretidos; los párpados se habían hinchado como los de esos peces del

jardín japonés, hasta cubrir por completo los globos oculares. No podía verme,

y eso lo alentó para estirar las manos, también gordas y blandas, y tocarme la

cara. Me corrí, asqueado. Oí sonidos que salían de sus labios inflamados.

«¿Qué Carlos? No te entiendo», le dije, liviano y todavía sobrador. Pero

inmediatamente sentí vergüenza y culpa por su estado. ¿Por qué había dicho

eso del librito?

En un intento por deshincharlo, le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera

breve, brevísimo, de la gran obra. Le expliqué que su descripción me había

entusiasmado y que no me iría sin oír más no fuera dos versos cortos. Luego de

mentir así sentí que enrojecía de vergüenza; paralelamente, Carlos Argentino

empezaba a deshincharse. Con manos todavía gomosas abrió un cajón del

escritorio y sacó un alto legajo de hojas gruesas de block estampadas con el

membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur que se le cayeron y

desparramaron por el suelo; me agaché para levantarlas y, ya en el piso,

descubrí mi torpeza; él las había dejado caer a propósito. Cuando me paré y se

las alcancé, vi que el placer de la venganza lo había deshinchado del todo; ya

era el mismo de siempre, fino y filoso. Me miró con arrogancia y leyó con

sonora satisfacción:

He visto, como el griego, las urbes de los hombres divertidos,

Los trabajos, los días de varia luz, el hambre y el lamido;

No corrijo los hechos, no falseo los nombres, escribo,

Pero el voyage que narro, es… autor de ma chambre, amigo.

—Estrofa a todas luces interesante —dictaminó el pedante—. El primer verso

granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, del tratadista,

cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión pública

que por esta vez recibe mis caricias con la adjetivación del final; el segundo

pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del

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flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un

procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie,

lista o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo, vanguardismo;

culto depurado y fanático de la forma o del contenido?— consta de dos

hemistiquios más o menos gemelos alterados por la autorreferencia final, pura

metaliteratura; el cuarto, francamente bilingüe, mediante la frase engarzada

me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu amigo sensible a los

desenfadados y bajos envites de la facecia, ¿se entiende?, del chiste. Nada diré

de la rima rara y delicada ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo

ni grosería!, acumular en cuatro versos tres… no, cuatro alusiones eruditas que

abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda

a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los

ocios de la pluma del saboyano y la cuarta a un gran poeta del país amazónico…

Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el

scherzo liberador, por más que no nos guste. ¡Mirandolina! ¡Forlipopoli!

¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!

Mientras en mi cabeza resonaba desagradablemente el nos de su «no nos

guste», Carlos Argentino me leyó y releyó muchas estrofas que también

obtuvieron su aprobación y su comentario profuso y desbordado. Nada

realmente memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que

la anterior. Que todavía las recuerde no me hace dudar de lo olvidable de los

versos; más bien me obliga a reflexionar sobre la capacidad de selección de mi

memoria. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el

azar; luego, el azar, la resignación y la aplicación; siempre doble y espejado, en

ese orden. Las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores, sin duda,

aunque esto permitía elaborar y sospechar toda una teoría de la inspiración. ¿O

era que la crítica sólo tenía lugar cuando la literatura se retiraba? Misterio…

Comprendí, de todos modos, que el trabajo del poeta no estaba en la poesía;

estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable;

naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para los

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otros. ¿Aunque no ocurría a veces eso también? ¿No era posible pensar en

poetas que se tomaban ese trabajo y tenían éxito en modificar la obra para los

demás? Porque si no, ¿creía yo en la inspiración, así, sencillamente, y en la

objetividad del trabajo del crítico? Estaba, además, la forma del recitado. La

dicción oral de Daneri era extravagante y por momentos ceceante; su torpeza

métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema.1

Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los casi quince mil

dodecasílabos del Polyolbion o quizá Poly-Olbion, esa epopeya topográfica en

la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la

minería, la historia militar y monástica de Inglaterra, basándose, sobre todo, en

la Britannia, de William Camden. La primera parte se publicó en 1612 y la

segunda junto con la primera en la edición completa de 1622; esa edición, que

es la que pude consultar esa única vez en casa de H., un coleccionista, incluye

una ilustración que cada tanto vuelvo a ver en sueños. Es la correspondiente a

los ignotos condados de Glamorganshire y Monmouth-shire, que si bien resulta

similar a otras del mismo libro y de otros libros de la época, tiene algo que

inexplicablemente me perturba y me produce una alegría oscura. En todo caso,

estoy seguro de que el Poly-Olbion, es producto considerable pero sabiamente

limitado a lo que se proponía —en palabras del propio Drayton: «a

chorographicall description of this renowned Isle of Great Britaine»—, es

muchísimo menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino.

Éste, más ambicioso e ingenuo, se proponía versificar toda la redondez del

planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de

Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un espacio oculto e

1 Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas:Aqueste da al poema belicosa armadura blandaDe erudición; estotro le da pompas y galas, guirnaldas.Ambos baten en vano las ridículas alas y mandan…¡Olvidaron, cuitados, el factor HERMOSURA EXTRAÑA!Sólo la duda sobre la cacofónica rima final y el temor de crearse un ejército de enemigosimplacables y poderosos lo disuadieron (me dijo) de publicar sin miedo el poema.

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irregular dentro de un ladrillo hueco de una de las paredes de su casa, un

gasómetro al norte de Veracruz, las columnas de un templo pagano de

Armenia, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción,

algunos grabados pornográficos hechos por presos de la Isla del Diablo, la

quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en

Belgrano, el interior y exterior de una casa de masajes de Ámsterdam y un

establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton.

Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos

largos e informes octodecasílabos con apariencia de alejandrinos estirados

carecían de la relativa agitación del alarmante prefacio. Copio una estrofa que

recuerdo:

Sepan. A manoderecha del poste rutinario que me gusta

(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste de cemento)

Se aburre la osamenta —¿Color? Blanquiceleste muy incierto—

que da al corral de ovejas catadura de osario y vida injusta.

—¡Dos audacias —gritó con exultación— rescatadas, te oigo mascullar, por el

éxito! ¡Más de dos! Lo admito, lo admito, son muchas. Una, el epíteto

rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente

a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las Geórgicas ni nuestro ya

laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra,

en el mismo verso, la confesión del poeta de que esa rutina le gusta, de tal

forma que el rechazo en una primera instancia de lo bucólico se convierte así en

una aceptación plena pero subjetiva, y, por lo tanto, definitivamente moderna y

hasta masoquista. Una tercera, que me hincha el orgullo, la inclusión

sorpresiva, totalmente novedosa la mires por donde la mires, del cemento en

un paisaje campestre. Una cuarta: el enérgico prosaísmo se aburre una

osamenta, que el melindroso amanerado querrá excomulgar con horror pero

que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril y argentino. Todo el

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reverso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio, si

puedo llamarlo así, entabla animadísima charla con el lector; se adelanta a su

viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface… al instante,

para luego al final (incierto) dudar del dato dado: aquí el masoquista se vuelve

sádico. ¿Y por qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco

neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje

australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del

boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más

íntimo el alma de incurable y negra melancolía. Eso no me impide, de todos

modos, incurrir en la denuncia existencialista de la opresión por medio del

paralelismo entre la falta de libertad en un corral y la insatisfacción de los

hombres con sus vidas: injusticia y muerte, eso es el último verso.

Hacia la medianoche, agotado, me despedí hasta el 30 de abril siguiente.

Pero no fue así. Dos domingos después, estaba jugando con las variantes del

famoso soneto combinatorio de Quirinus Kuhlmann cuando Daneri me llamó

por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me desagradó un poco al

atender escuchar su voz filosa: en mi imaginación, esos aparatos habían sido

diseñados para el coqueteo entre hombres y mujeres. Para empeorar mi

sensación, Daneri me propuso que nos reuniéramos a las cuatro «para tomar

juntos la leche», y luego de un silencio que adjudiqué a su sadismo agregó: «en

el continuo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los

propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te

importará conocer». No, no me importaba, pero sin saber por qué acepté

rápidamente, con más resignación que entusiasmo pero también, supongo,

como un modo de tomar alguna iniciativa en ese encuentro. Noté enseguida,

sin embargo, que mi velocidad de respuesta había sido prevista por Daneri.

Llegué muy agitado al salón, con ímpetu estudiado, necesitado de restablecer

mi figura vagamente dominante en la relación. Nos fue difícil encontrar mesa;

el «salón-bar progresista», inexorablemente moderno, era apenas un poco

menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público

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mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri.

Quinientos, seiscientos, setecientos… «Hablan de miles», me aclaró Carlos

Argentino guiñándome el ojo. Luego fingió asombrarse de no sé qué primores

de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía de memoria) y me dijo con

cierta severidad, inadecuada a la situación y al comentario:

—Mal de tu grado habrás de reconocer, Borges, que este local se parangona con

los más encopetados de tu querido Flores.

Le respondí que sí poniendo cara de que no. ¿Mi querido Flores? Agregué

después que si se parangonaba era sólo porque no era más que una imitación, y

los primeros a la vez una imitación de otros lujosos locales europeos: si éste y

los de Flores se parecían, no podía decirse de los de Flores y los de Europa. Me

miró ofendido, y estaba por retrucar cuando vimos que una mesa se

desocupaba. Corrimos desesperados a sentarnos, pero antes de llegar notamos

lo desagradable de nuestra conducta, por lo que bajamos un poco la velocidad y

permitimos, con frases y gestos corteses, que una pareja de ancianos

falsamente elegantes se sentara. Nos miramos, Daneri y yo, primero dudosos y

luego contentos. El intercambio de sonrisas se interrumpió antes de volverse

incómodo cuando descubrimos una mesa que se estaba desocupando casi en la

otra punta del salón. Esta vez no corrimos, aunque caminamos lo más rápido

que se puede caminar sin correr. Estábamos a dos metros de la mesa cuando

vimos a dos hombres acercándose desde el otro lado. No dudé en dar un salto

para alcanzarla; ante las caras de sorpresa de los dos hombres, nos sentamos.

Daneri me dijo que no me creía capaz de actos de ese tipo. Agregó, luego, que a

su parecer el arrojo que antes se exigía a los hombres en las guerras y los duelos

se exhibía ahora en situaciones cotidianas. «Y no deberíamos quejarnos ni

sufrir por eso», insistió. Miré hacia fuera del local y vi a los dos hombres

parados. Daneri tenía razón: con la cabeza baja, parecían soldados vencidos

dándose ánimos mutuamente. Volvió a hablar: «Se necesita valor, es

indiscutible, incluso para no temerle al ridículo». Había vuelto el sádico, y no

me asombró por lo tanto lo que vino después: me releyó, sin preguntarme si

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deseaba escucharlo, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido

según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió

azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra

lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero

de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal… Celeste le parecía

poca cosa; no así cielino. Rojo era invariablemente carmesí, bermellón o

granate, lo que no estaba mal, pero ¿qué se podía pensar del cambio de

conversión por convertición? ¿Y de amigo por contertulio? ¿Y la llamada por

llamamiento, agua por fluido, libro por vademécum? ¿Lugar por sitio? ¿Barco

por embarcación? ¿Auto por vehículo? ¿Casa por hogar? ¿Frialdad por

gelidez? ¿Cara por rostro? ¿Lámpara por Luz? A pesar de todo, su objetivo,

me dijo, era sonar espontáneo. Le pregunté cómo se proponía lograr eso. No

me respondió y se quedó mirando por la ventana. Insistí, un poco irritado, y lo

interrogué acerca del cambio de silueta por figura, pero él no se inmutó:

parecía ido. Sentí que Daneri estaba perdiendo la estabilidad emocional. Eso lo

hacía más interesante, y noté que incluso me daba algo de envidia: yo era

incapaz de perderla; los poetas la perdían. Entendí que en eso consistía su

espontaneidad: era capaz de hacer cualquier cosa que quisiera. Yo, por el

contrario, seguía asociando la idea de espontaneidad a cierta reminiscencia

coloquial en la sintaxis o a una pureza emocional no artificiosa en la elección

léxica, pura retórica estandarizada de lo espontáneo. Era una estupidez: la

verdadera espontaneidad consistía en armar una retórica propia de la

espontaneidad sin pensar en los otros. Su depravado principio de ostentación

verbal era espontáneo; mis correcciones y observaciones, amaneradas y

pretenciosas. De todos modos, yo no era un practicante de la espontaneidad, y

no estaba seguro de querer serlo.

Denostó después con amargura a los críticos literarios y a los periodistas

culturales; luego, más benigno, los equiparó a esas personas «que no disponen

de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadoras y ácidos

sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a otros el sitio

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de un tesoro». Luego agregó: «El problema es que por lo general indican mal»

Nos reímos. Acto continuo censuró la prologomanía, «de la que ya hizo mofa,

en donosa prefación del Quijote, Miguel de Cervantes Saavedra, el Príncipe de

los Ingeniosos». Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra

convenía el prólogo vistoso y derrochador, el espaldarazo firmado por el

plumífero de garra, de fuste y de banca. Reconoció que eso lo avergonzaba pero

que debía pensar en su trascendencia y olvidar su orgullo: «Si hago ahora una o

dos cosas inofensivas que me disgustan, quizá en el futuro próximo pueda

disfrutar de cierta felicidad y reconocimiento, e incluso de un poco de gloria.

Acordarás conmigo en que vale la pena». Sin meditarlo, dije que sí. Agregó que

pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la

singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su

pedantesco fárrago. Me incomodó el orgullo que sentí y rápidamente exhibí

una negativa cortés y expliqué que no me consideraba merecedor ni capaz. Pero

mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración

rencorosa y disfrutando de la humillación a la que me sometía, que no creía

errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos

por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba como

correspondía, prologaría con embeleso y brillo el poema. Vi que había caído en

una trampa: él había esperado a que yo me excusara como prologuista para

luego pedirme un favor que, en falta, sin fuerzas y avergonzado, no podría sino

aceptar. Dije que sí, que lo haría. Para evitar el más imperdonable de los

fracasos, continuó, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos;

la perfección formal y el rigor científico, «porque ese dilatado jardín de tropos,

de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa

verdad». Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.

«¿Distraído?», pregunté, ya convertido en trapo viejo. «¿Vamos», me

respondió con una sonrisa, mientras se paraba. Y estaba sacando dinero de mi

bolsillo cuando agregó: «Yo invito».

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Asentí, profusamente asentí, como un loco. Después aclaré, mayor

verosimilitud e intentando recuperar un poco de dignidad, que no hablaría el

lunes con Álvaro, sino el jueves; en la pequeña cena que suele coronar toda

reunión del digno Club de Escritores. (No hay tales cenas ni podría haberlas,

pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos

Argentino Daneri podría comprobar en los diarios y que dotaba de cierta

realidad a la frase. Mentirle, además, me devolvía valor y humanidad.) Dije,

entre adivinatorio y sagaz y liviano, que antes de abordar el tema del prólogo,

describiría el curiosa plan de la gran obra, y remarqué la palabra gran para que

él notara que me estaba burlando. Él lo notó y yo vi cómo se hinchaban un poco

la nariz y el cuello. No pude ver más porque nos despedimos; al doblar por

Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me

quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de

Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla, hacerla aparecer

ante él, entre nosotros, con familiaridad) había elaborado un poema que

parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos,

ambos ya de por sí infinitos; b) no hablar nada con Álvaro y hacerme el tonto

con Carlos Argentino; c) escribir un prólogo ambiguo y sutilmente crítico, y yo

mismo entregárselo a Daneri con la firma falsa de Álvaro, que yo sabía hacer;

d) pedirle al hermano de Álvaro, Andrés Melián Lafinur, un oscuro contador no

muy lúcido, que hiciera un prólogo y lo firmara «A. Melián Lafinur»; e) escribir

a dúo con Álvaro un texto que destruyera las pretensiones de Carlos Argentino

con la esperanza de disuadirlo de la publicación; f) decirle a Daneri que Álvaro

espera el manuscrito, retenerlo una semana y luego devolvérselo diciéndole que

Álvaro lo consideró de un realismo de mal gusto y, en tanto ensayo de

duplicación del universo, frívolo y naif, ya que lo real no nos es dado ni resulta

nunca del todo nombrable. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b. Lo

acepté y opté entonces yo también por b con la alegría de quien esquiva una

decisión incómoda.

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A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Esa

inquietud no la había previsto: ¿cómo explicaría mi desidia? Me indignaba,

también, que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de

Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas

de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Luego recordé que el teléfono que

había reproducido a Beatriz no había sido este, que era nuevo y claro, sino uno

anterior, de baquelita negra, que había dejado caer al piso poco después de su

muerte. Este recuerdo me perturbó. ¿Lo había hecho a propósito? Me había

llevado mucho tiempo animarme a comprar uno nuevo, y ahora me daba

cuenta de que para mí los teléfonos no sólo estaban asociados a la voz femenina

sino específicamente a la voz de Beatriz, y que si eso no podía volver a ocurrir,

¿debía entonces abandonar la idea de usar normalmente un teléfono? ¿Y debía

resignarme a que este teléfono quedara identificado con la filosa voz de Carlos

Argentino? Decidí lo siguiente: si él volvía a llamarme, destruiría este teléfono

con decisión, tal vez con un martillo. Felizmente, nada ocurrió —salvo mi

decepción de que nada ocurriera—; luego la siguió el rencor inevitable que me

inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me

olvidaba.

El teléfono perdió sus terrores, y logré incluso que una amiga de mi hermana

con una voz similar a la de Beatriz me llamara regularmente para hablar de

cualquier cosa. Las charlas duraban pocos minutos, pero el efecto era benéfico.

Y todo marchaba adecuadamente cuando, a fines de octubre, Carlos Argentino

me habló.

Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio: todo se oía engomado.

Pensé inicialmente que se debía a un desperfecto técnico y golpeé suavemente

el teléfono; luego entendí la frase «indignante cosmogonía adocenada». Le dije

que se calmara y volviera a llamarme en diez minutos. Cuando lo hizo su voz

había mejorado considerablemente, no así su agitación. Con tristeza y con ira

balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, progresistas baratos y

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usureros, so pretexto de ampliar su desaforada confitería y su cuenta bancaria,

iban a demoler su casa.

—¿Qué casa, Carlos?— pregunté, tratando quizá de mostrarle que esa casa era

para mí de Beatriz.

—¡La casa de mis padres, ay mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay!

—repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía—. Esto pasa por ser inquilino.

Es inexplicable que nunca nadie haya pensado en comprar. La familia tuvo

buenos momentos, pudo haberse hecho… Fuimos la decadencia, mis padres

vivieron en la jactancia.

No sólo pude evitar reírme sino que, de hecho, no me resultó muy difícil

compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un

símbolo detestable del pasaje del tiempo y de su incómoda finitud; además se

trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz, como el

teléfono de baquelita negra. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi

interlocutor no me oyó. Insistí. Me respondió que no podía en ese momento

pensar en la baquelita. Dijo luego que si Zunino y Zungri persistían en ese

propósito absurdo y capitalista, el doctor Álvaro Zunni, su abogado, los

demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil

nacionales o más, quizá incluso tanto como para comprarles la casa de una vez.

Agregó que podía resultar incluso que acabara quedándose también con el

salón-bar.

El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una

seriedad proverbial, aunque también se sabía de casos dudosos y de criminales

que gracias a él seguían en el oficio. A la vez me asustó: por imposible que

pareciera, ya la idea de que Carlos Argentino comprara la casa me producía una

envidia negra, y si había alguien capaz de concretar el milagro, ése era Zunni.

Interrogué, con tono calmo, si éste se había encargado ya del asunto. Daneri

dijo que le hablaría esa misma tarde por teléfono. La palabra teléfono me hizo

temblar. Luego Daneri agregó, con malicia, que Zunni siempre se había

entendido con Beatriz. Estuve a punto de cortar, pero en lugar de eso hablé:

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—¿Qué significa entendido? Zunni debe andar por los noventa años…

—¿Significar? Bueno, pienso posibles estrategias. Necesito a Zunni

comprometido en esto como sea. ¡No reconozco límites en esta batalla!

—¿Pero qué se sabe de Zunni con Beatriz? Nunca oí nada sobre eso…

Hubo un silencio. Luego vaciló y, con esa voz llana, impersonal, a que solemos

recurrir para confiar algo muy íntimo, cambió de tema: dijo que para terminar

el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del oscuro sótano

había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que

contienen todos los puntos del espacio.

—Está en el sótano del comedor —explicó aligerada su dicción por la angustia—

es mío, es mío, mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar, y eso

me cambió la vida. ¿Para mejor? No lo sé, pero ahora estoy fundido con el

Aleph: sólo veo a través de él. La escalera del sótano es empinada, muy

empinada; mis tíos, siempre sobreprotectores, me tenían prohibido el

descenso, pero alguien, quizá un mayordomo, dijo una vez que había un mundo

de fantasía en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl lleno de libros

infantiles, pero yo en ese momento entendí que había un mundo de fantasía

verdadero, por fuera del papel. ¡Ay, literatura! Bajé secretamente, con miedo y

torpeza, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, en la oscuridad, vi el

Aleph y entendí por primera vez la secuencia Fibonacci.

—¿El Aleph? ¿La secuencia Fibonacci? — repetí.

—Sí, la secuencia Fibonacci, de Leonardo Fibonacci, siglo doce.

Me sentí avergonzado:

—No, no la ubico… Aunque me suena…

—Sí, seguro está en algún lugar de tu cabeza. Es 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89,

144…

—Ah, sí, sí, claro, ¡la de los pétalos! Se me había mezclado con otra.

Visualicé el gráfico inmediatamente:

—Está bien, sí, la recuerdo —dije, molesto— ¿Y el Aleph?

—Bueno, eso es más interesante, es un mihrab…

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—…

—Es el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos

desde todos los ángulos.

—¡Cómo en tu poema!— exclamé, y lo espontáneo de mi entusiasmo me

avergonzó.

—¡Exacto! A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía

comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el

poema. ¡Y el adulto no puede soportar que el mercantilismo universal inunde

de piedra molida el pantano luminoso de la poesía! No me despojarán esas

ratas de Zunino y Zungri, no, no y mil veces no. ¡No! Código en mano, el gran

doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph. Estoy dispuesto, incluso, a

quedarme con un sótano debajo de la confitería. ¡La casa no me importa! Y

aunque te ofendas, ¡tampoco me importa la memoria de Beatriz!

Me pareció loco y lo oí engorado, nuevamente gomoso. Traté de razonar.

—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano ese, Daneri?

—La verdad no penetra en un entendimiento solemne, pero tampoco en uno

rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las

luminarias, las lámparas, todos los veneros de luz. Y ahí está: tu lámpara y tu

luz, juntas, pueden convivir más allá de tus juicios e interpretaciones. Yo no

reemplazo: propongo, amontono, apilo. Lo mío es moderno; tu interpretación

anacrónica se esfuerza en verme anterior a sí misma.

Me pareció, ahora sí, loco, pero su locura lúcida me irritaba: no podía discutirle

cuando hablaba desde ese lugar. Quise decir algo, pero él lo hizo primero.

—¿Vendrás a verlo o no?

—¿Qué cosa?

—El Aleph, por supuesto… ¿En qué pensabas?

—En nada. Iré a verlo inmediatamente, si eso te place.

—No es por mí: creo que es tu deseo.

—No, no es mi deseo.

—Buenos, está bien, no vengas.

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Cortamos. Los quince minutos siguientes los pasé lamentándome. ¿Por qué

había dicho eso? No había nada que deseara más que ver el Aleph. Me

esforzaba en pensar que era una mentira, que Daneri estaba loco, etc. Pero otra

voz me decía que no podía dejar pasar esta oportunidad solamente por orgullo.

Lo llamaría Daneri y le diría, con tono distante, que pasaría a tomar algo; una

vez ahí sacaría nuevamente el tema del Aleph y comentaría, con una sonrisa,

que verlo no me vendría mal. Estaba por llamar cuando me sorprendió el

timbre del teléfono. Atendí inmediatamente. Daneri me dijo que no me

preocupara, que él sabía que yo quería verlo y que se permitía llamarme para

agilizar mis «trámites con el orgullo». Le dije que estaba equivocado, pero que

no me molestaría pasar a tomar algo, y que iba para allá. Me despedí y corté

rápido, antes de que él pudiera emitir una prohibición y antes, sobre todo, de

que mi orgullo contraatacara.

Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos

confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta

ese momento que Carlos Argentino era un loco brillante. Todos esos Viterbo,

por lo demás… Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer hermosa, una

niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,

distracciones coquetas, desdenes sensuales, verdaderas crueldades de la

exhibición, que tal vez reclamaban una explicación patológica… Cierta vez, el

doctor Sigui me había sugerido que Beatriz padecía una desorden sexual. Luego

se negó a explicarme a qué se refería, pero no dudó en aconsejarme que me

alejara de ella. Y ahora seguía Daneri… Pero por algún motivo la locura de

Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; aunque íntimamente siempre,

siempre nos habíamos detestado, a la vez me alegraba tener a alguien como él

en mi vida. No era Beatriz lo que me acercaba a Daneri sino mi fascinación por

la locura lo que me atraía hacia ambos.

En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño

estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías, ordenando papeles,

limpiando cosas con un cepillo. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil,

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mezclando entre otros, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran

retrato de Beatriz, en torpes colores. «Tanto tiempo revelando fotografías para

estos logros», pensé despreciativo. Pero a pesar del revelado y de los colores, la

imagen era cautivante. ¿Sería el revelado así a propósito? ¿Tendría que aceptar

la hipótesis de la genialidad de Daneri? No podía vernos nadie; en una

desesperación de ternura me aproximé al retrato y, empañando el vidrio, le

dije:

—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz Elena Viterbo querida,

Beatriz Viterbo perdida, malograda para siempre, soy yo, soy Borges, tu propio

Borges.

Tomé otro retrato e hice lo mismo. Luego tomé otro, y otro.

Carlos Argentino entró poco después. Vio el desorden de retratos sobre el piano

pero no pareció importarle. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz

de otro pensamiento que de la prodición del Aleph, su Aleph.

—Una copita seudo coñac que trajiste la otra vez —ordenó— y te zampuzarás en

el tenebroso sótano.

—Pero no es seudo, o al menos no del todo: Paul Fort era Chamagne y este es

cognac, como te dije, es de su tierra.

—¡Ah —sonrió—: eso ya es bastante! Pero sólo era una broma…

—…

—Bueno, vamos a lo nuestro: ya sabés, el decúbito dorsal es indispensable.

También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te

acuestas en el piso de baldosas flojas y fijas los ojos en el decimonono escalón

de la pertinente escalera chueca y sucia. Me voy, bajo la trampa y te quedas

solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! No podría asegurarte que no

haya otros animales. ¡Ja! Soportas eso y listo, a los pocos minutos ves el Aleph.

¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial,

el multum in parvo!

Me tomó de la mano y dimos unos pasos. Ya en el comedor, me soltó, fijó sus

ojos en los míos y agregó:

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—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio… Quiero

decir que si no lo ves el problema será tu incapacidad, no mi testimonio… ¿Se

entiende? Baja, Jorge Luis; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas

las imágenes de Beatriz.

—¿Qué significa todas?

Soltó una carcajada:

—¿Significar? Bueno, es un Aleph…

—Claro, el multum in parvo— dije con un temblor en la voz que anuló la ironía.

—Vamos, ¡sin temor!

Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales y de su valentía de

verdugo. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de

mazmorra, mucho de pozo. Con la mirada busqué en vano el baúl de que Carlos

Argentino me habló. Sentí que estaba siendo engañado. Unos cajones con

botellas y unas bolsas de lona y de arpillera entorpecían un ángulo. Pateé sin

querer, aunque con mucha fuerza, su aparato de revelado. Carlos, sin mirarme

ni inmutarse por eso, tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso,

luego en otro, luego en otro. Mientras lo hacía, gemía, saltaba y repetía «acá,

acá, acá». Luego, de repente, se calmó.

—La almohada es humildosa —explicó—, pero si la levanto un solo centímetro,

incluso un solo milímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y

avergonzado ante mí. No es lo que quiero, así que repantiga en el suelo ese

corpachón tuyo y cuenta diecinueve escalones. ¡No saltees los rotos! ¡Tampoco

los doblados!

Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue, no sin antes gritar un

«empieza la función» que me hizo apretar los dientes. Cerró cautelosamente la

trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo

parecerme total. Ese hecho me perturbó, y quizá por eso súbitamente

comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un

veneno que él hábilmente había colocado en mi coñac. Las bravatas de Carlos

transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para

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defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Es

decir: estaría loco por matarme, pero no por haber visto un Aleph inexistente.

Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación

del narcótico. Luego pensé que quizá no había sido envenenado sino drogado.

Esa opción me reconfortó un poco: Carlos, para no saber que estaba loco, tenía

que drogarme. Recordé haber leído sobre ciertos compuestos naturales con los

que ignotas tribus selváticas aprendían a imaginar el universo. El medioevo no

había escatimado tampoco en el uso de raíces. Recordé un pasaje de la

Investigación sobre las plantas de Teofrasto, el discípulo de Platón y amigo de

Aristóteles, que siempre me había intrigado: «Se administra una dracma si el

paciente debe tan solo animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe

delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar permanentemente loco;

se administrará una dosis cuádruple si debe morir». (IX, 11, 6). Recordé que

Aristóteles le había dejado a Teofrasto no sólo su biblioteca entera sino

también su finca de Atenas: el famoso Liceo. ¿Qué dejaría yo, ahora? ¿Y

cuántas dracmas me habría administrado Daneri? Recordé la definición que

Teofrasto da del desconfiado en sus Caracteres: «sospecha de maldad en todos

los seres humanos» (XVIII, 2). ¿Era Carlos Argentino Daneri una mala

persona? Tuve que responderme que no, y que de hecho estaba muy lejos de

serlo, y que en ese caso sí era yo un desconfiado. Acepté, también, que tampoco

estaba loco; a lo sumo podía adjudicársele una leve excentricidad. Admití una

vez más mi envidia. Pensé en mi admiración por ciertos ingleses. Recordé luego

una torta austríaca que una empleada de mi familia sabía preparar. La

empleada era chilena, de antepasados mapuches. Un día a mis quince años, ella

me había confesado su conocimiento de la brujería indígena. Cierta vez nos

entregamos juntos a los misterios de un humo curioso que no logró darme

mucho más que un fuerte dolor de cabeza. Imaginé a la embriaguez como una

virgen curadora y la sentí lejana. Pensé en todos los escritores que admiraba y

los imaginé juntos fumando opio en un bodegón. Se reían, festejaban, se

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revoleaban mujeres e improvisaban poemas perfectos. Cerré los ojos, los abrí.

Entonces vi el Aleph.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación

de escritor, mi temor de no poder estar a la altura de las circunstancias. Todo

lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los

interlocutores comparten con otros interlocutores que a su vez comparten un

pasado con otros, etc.; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi

temerosa memoria apenas abarca? Memoria e infinito, los dos polos de la

historia, se refutan el uno al otro. Los místicos, en análogo trance, prodigan los

emblemas sagrados: para significar la divinidad, que es el rostro de todos los

dioses, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros, de

su pico, sus alas, sus incontables plumas; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo

centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; mi madre, de las

brasas encendidas ocultas por otras brasas encendidas, de las cenizas dispersas

y de la fuerza centrífuga del agua hirviendo; Ezequiel, de un ángel de cuatro

caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur: es el

ángel de la expansión, del estiramiento, incluso del engordamiento. (No en

vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el

Aleph, aunque no discutiría mucho si alguien afirmara que no.) Quizá los

dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este

informe quedaría contaminando de literatura, de falsedad. ¿Qué son las

metáforas? Metáforas. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la

enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. Y a la vez, no es

irresoluble: esa enumeración sería precisamente la enumeración parcial de un

conjunto infinito. El problema es querer que esa enumeración sea otra cosa.

Por otra parte, ¿qué decir de la posibilidad del narcótico? ¿Debería acaso, para

esta descripción, caer en el onirismo? Porque en ese instante gigantesco,

tumbado en el sótano, he visto millones de actos deleitables y/o atroces;

ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto de

escalera, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue

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simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin

embargo, recogeré: no quiero ser acusado de egoísta. Y aunque lo más sincero e

inteligente sería optar por el silencio, accedo porque, aun así, sigue siendo

mejor escribir.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera, y

entonces pensé: «Esto es simplemente una esfera tornasolada, aunque de casi

intolerable fulgor, como una bola de espejos fundida en plomo». Luego me

distraje, un poco decepcionado, hasta que un fulgor mayor, violáceo, como un

estallido detenido en el tiempo, me hizo volver a la esfera. Atrapado por la luz

como un insecto, comencé a mirarla con fijeza hasta que ésta empezó a

moverse sin salir de su lugar. Al principio la creí giratoria; luego pensé que el

que giraba era yo; finalmente comprendí que ese movimiento era una ilusión

producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del

Aleph sería de dos o tres centímetros, quizá cuatro o hasta cinco, no más, pero

el infinito espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Así, cada

cosa (la luna del espejo, digamos, por ejemplo) eran infinitas cosas, porque yo

claramente la veía desde todos los puntos del universo, y como los puntos de

vista son infinitos, cada objeto de los infinitos objetos del universo era en sí

mismo infinito. A la vez, cada objeto está conformado por infinitos puntos… Y

cada uno de los puntos es infinito en sí mismo… Eso, insisto, no se puede

describir. Pero como toda descripción recorta sobre lo infinito un capricho, la

lista siguiente es lo que la literatura me permite en este momento, por lo demás

histórico. Así que vi el populoso mar con sus barcos hundidos, vi el alba y la

tarde en Budapest, vi un serrucho, vi las muchedumbres indígenas de América

sometidas a la explotación y el hambre, vi una plateada telaraña en el centro de

una negra pirámide que no pude identificar, vi un laberinto roto a martillazos

(supe que era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí

como en un espejo deformante y multiplicador, vi en un pozo los restos de la

corbata favorita de Beatriz rodeados de miles de bolsas de basura negras, vi en

un traspatio de la calle Soler casi esquina Coronel Díaz las mismas baldosas

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que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi mosquitos

portadores de enfermedades cruzando el océano en el fondo de un barco, vi

racimos de uva todavía verdes, nieve manchada con petróleo, tabaco, ron, vetas

de metal y aluminio, vapor de agua concentrándose en la tapa de una olla

cerrada, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena,

vi la siguiente página del tratado De Humana Physiognomia de Giovanni

Battista della Porta, vi el gasómetro al norte de Veracruz que Daneri describía

en sus poemas y comprobé que la descripción era inexacta, vi en Inverness a

una mujer que no olvidaré porque era increíblemente hermosa y exactamente

coincidente con mi imagen interna de la felicidad, vi la violenta cabellera de

una mujer duchándose, el altivo cuerpo de un hombre cazando patos, vi un

cáncer en el pecho de un joven de no más de veinticinco años, vi un círculo de

tierra seca en una vereda donde antes hubo un árbol, vi una quinta venida

debajo de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de

Philemon Holland, comida por los insectos –¡temible anobium!– y el tiempo, vi

a una pareja gritándose horriblemente, vi un manuscrito desconocido de

Petrarca oculto en una caja enterrada debajo de un edificio de departamentos,

vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que

las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de

la noche; luego me asombré de que a veces lo hicieran), vi extraterrestres, vi

normalmente la noche y el día contemporáneo, vi muchas mujeres y muchos

hombres desnudos, vi un poniente, microbios saltando en un Querétaro que

parecía reflejar el color de una rosa en Bengala pero que resultó ser también

una sombrilla, vi mi dormitorio afortunadamente sin nadie, vi el nacimiento de

cinco perros salchicha, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre

dos espejos que lo multiplican sin fin, vi en un bosque a una jeune fille sauvage

y junto a ella cuatro ardillas, vi caballos de crin arremolinada por la suciedad

en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano y no

me gustó, vi a un hombre comprando un alfajor, vi a los sobrevivientes de una

batalla gimiendo, enviando tarjetas postales, mendigando, tomando vino, vi en

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un escaparate de Mirzapur una baraja española mojada, vi los infinitos

microbios de que estamos compuestos y vi microbios saltando de un cuerpo a

otro, vi un crimen, vi supuestos tatuajes de prostitutas en una lámina de un

libro de Lombroso editado en París en 1986, La femme criminalle et la

prostituée, vi las sombras oblicuas de unos helechos amarronados en el suelo

de un invernáculo, vi en una línea de montaje a un obrero dejando pasar una

cuchara deforme, vi tigres blancos, émbolos, bisontes, marejadas, lápices y

ejércitos de langostas, vi un sapo aplastado por un jeep, vi todas las hormigas

que hay en la tierra, vi inmediatamente después miles de ejemplares distintos

de escarabajos y recordé a J.B.S. Haldane, vi en un museo un astrolabio persa

robado en una guerra, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar)

cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos

Argentino, vi luego cartas de Beatriz, aun más obscenas, dirigidas al doctor

Zunni, vi bananas, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia

atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo y me sorprendí al

notar que llevaba puesta una pulsera de plata que yo le había regalado, vi un

levantamiento popular en Oriente, vi la circulación de mi oscura sangre y eso

me gustó, vi a Carlos Argentino alegre, hablando por teléfono, vi el engranaje

del amor y la modificación de la muerte, vi «El Aleph» desde todos los puntos,

vi en el Aleph la tierra, y en la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí

vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto conjetural, cuyo

nombre usurpan algunos de los hombres, pero que ningún hombre de todos

esos ha mirado con la paz que desearía: el inconcebible universo. Y yo lo había

visto, pero también Daneri… Y en ese sentido, ¿qué podía tener eso de especial?

¿Ver qué? ¿Qué había visto realmente?

Sentí infinita veneración, también infinita lástima; luego, una sensación

extraña en la cabeza.

—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman- dijo una

voz aborrecida y jovial, ceceante, apenas engordada—. Aunque te devanes los

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sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable,

che Borges!

Los zapatos color guinda de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En

la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear, un poco mareado:

— Sí, sí. Formidable. Sí, realmente formidable.

La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:

—¿Lo viste todo bien, en colores? ¿Viste mujeres, palacios, caminos, cucharas?

En ese instante, oyendo las preguntas, recobré la lucidez y concebí mi

venganza, una venganza tal vez mediocre y mezquina. Benévolo,

manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino

Daneri la hospitalidad de su sótano, critiqué con una ironía amable la suciedad

y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa

metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave

energía, a discutir el Aleph; me negué, también, a discutir su reciente charla

telefónica con Zunni; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la

serenidad son dos grandes médicos. Eso lo hizo reaccionar; repentinamente

muy hinchado, Daneri gritó:

—¡Pero yo no estoy enfermo!

Volví a sonreír con benevolencia. Le dije que no, que por supuesto que no, pero

que de todos modos convenía curarse, ya que no podía saberse qué

enfermedades estaban en nuestros cuerpos escondidas, al acecho, esperando

un momento de debilidad.

—¡No estoy enfermo!— volvió a decir con una pronunciación no del todo

comprensible y los ojos ya un poco cubiertos por los párpados; yo le sonreí y le

hice un gesto a la sirvienta para que me escoltara hasta la puerta. Desde el

marco agité la mano para despedirme; por algún motivo, la sirvienta me sonrió

con gesto cómplice.

En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron

familiares todas las caras; a la vez, me parecieron todas iguales, o al menos

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clasificables en tres o cuatro tipos generales. Varias veces creí ver a la mujer de

Inverness y me apené por su imposibilidad. Temí que no quedara una sola cosa

capaz de sorprenderme o interesarme, temí que no me abandonará jamás la

impresión nauseosa de volver, girar y repetir. Felizmente, al cabo de unas

noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido, aunque no del todo.

Posdata del 1º de marzo de 1943

A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial

Procusto no se dejó arrendar por la longitud del considerable poema y lanzó al

mercado una selección de «trozos argentinos». Huelga repetir lo ocurrido;

Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura.2 El

primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;

increíblemente, mi obra Los naipes del tahur no logró un solo voto. ¡Una vez

más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no

consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su

afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a

versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.

Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra,

sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de

la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no me parece casual.

Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad;

también se dijo que tiene forma de un hombre que señala el cielo y la tierra,

para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para

la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no

es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino

ese nombre, o lo leyó, aplicando a otro punto donde convergen todos los

puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló?

2 «Recibí tu apenada congratulación», me escribió, «Bufas, mi lamentable amigo, de envidia,pero confesarás —¡aunque te ahogue! — que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja delas plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes. »

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Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que

el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de

cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una

biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que

atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de

Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros

artificios congéneres — la séptule copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik

Benzeyad encontró en una torre (las mil y una noches, 272), el espejo que

Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la

lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter,

el espejo universal de Merlín, «redondo y hueco y semejante a un mundo de

vidrio» (The Faerie Queene, III, 2, 19)— y añade estas curiosas palabras: «Pero

los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de

óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy

bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que

rodean el patio central… Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el

oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor… La

mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de

religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas

fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo

lo que sea albañilería».

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las

cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy

falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

A Estela Canto.

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Posdata del 1º de noviembre de 2008.

La posdata del 1º de marzo de 1943 no figura en el manuscrito original de «El

Aleph»; posterior a la escritura del cuento, es el primer agregado y la primera

lectura de Borges. Esa posdata es la única parte que quedó intacta en este

engordamiento. El resto, de aproximadamente 4000 palabras llegó a tener más

de 9600. El trabajo de engordamiento tuvo una sola regla: no quitar ni alterar

nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso

significa que el texto de Borges está intacto pero totalmente cruzado por el mío,

de modo que, si alguien quisiera, podría volver al texto de Borges desde éste.

Con respecto a mi escritura, si bien no intenté ocultarme en el estilo de Borges

tampoco escribí con la idea de hacerme demasiado visible: los mejores

momentos, me parece, son esos en los que no se puede saber con certeza qué es

de quién.

A Jacqui Behrend.

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//RT2

Revista Tónica 2.0 es una publicación

del Centro de Estudios Contemporáneos

www.elcec.com.ar

Los artículos firmados son propiedad y responsabilidad de los firmantes.

Buenos Aires. Junio, 2012.

“Una de las aspiraciones de Macedonio era convertirse en inédito. Borrar sus huellas,

ser leído como se lee a un desconocido, sin previo aviso. Varias veces insinuó que

estaba escribiendo un libro del que nadie iba a conocer nunca una página. En su

testamento decidió que el libro se publicara en secreto, hacia 1980. Nadie debía saber

que ese libro era suyo. En principio había pensado que se publicara como un libro

anónimo. Después pensó que debía publicarse con el nombre de un escritor conocido.

Atribuir su libro a otro: el plagio al revés.” // RT2