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Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis Conceptual RTIFICIUM ISSN 1853 - 0451 año 2, volúmen 2 agosto-diciembre 2011 IS Dossier: LA FORMACIÓN DE LOS LENGUAJES POLÍTICOS EN IBEROAMÉRICA Sección I: CARTOGRAFÍAS DE LA CULTURA Sección III: NOTAS CRÍTICAS Sección IV: RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS Sección II: PAISAJES CONCEPTUALES

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Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis Conceptual

RTIFICIUM

ISSN 1853 - 0451

año 2, volúmen 2

agosto-diciembre 2011

ISSN 1853045

Dossier:

LA FORMACIÓN DE LOS LENGUAJES POLÍTICOS EN IBEROAMÉRICA

Sección I:

CARTOGRAFÍAS DE LA CULTURA

Sección III:

NOTAS CRÍTICAS

Sección IV:

RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

Sección II:

PAISAJES CONCEPTUALES

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Es un revista electrónica de carácter multidisciplinar que buscar abrir espacio editorial a aquellos trabajos relacionados con los estudios culturales en Iberoamérica y la práctica de la historia conceptual en el campo de las ciencias sociales y humanidades. Su fi nalidad es favorecer ejercicios de debate y pensamiento crítico en diálogo con las actuales formas en las que se expresa el pensamiento social contemporáneo. Se trata de una revista seriada con una periodicidad semestral.

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EDITORIAL

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011)

CONTENIDO

I Dossier: La emergencia de los lenguajes políticos en Iberoamérica

4 EL LIBERALISMO Y LA CULTURA POLÍTICA DE LA LEGALIDAD Jesús Rodriguez Zepeda

21 EL PENSAMIENTO REACCIONARI A TRAVÉS DEL PRINCIPIO DE AUTORIDAD Javier López Alós

42 LENGUAJES POLÍTICOS EN TORNO A LA CRISIS POLÍTICA DE 1890 EN ARGENTINA: HISTORIA, SOCIOLOGÍA Y LA CONFORMACIÓN DE LOS DISCURSOS REVOLUCIONARIOS Y EVOLUCIONISTAS FRENTE A UNA CRISIS MORAL Leonardo D. Hirsch

70 FILOSOFÍA DE LA HISTORIA Y DE LA EDUCACIÓN EN LA OBRA DE GABINO BARREDA (I) José Alfredo Torres

76 SOBRE EL CONCEPTO DE LIBERACIÓN EN IGNACIO ELLACURÍA María Elizabeth de los Ríos Uriarte

105 PODER MUNICIPAL Y RELIGIÓN DURANTE LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA EN EL ESPACIO AGRARIO ANDALUZ. EL CASO DE LA CIUDAD DE MOGUER (HUELVA) Alonso Manuel Macías Domínguez

II Cartografías de la Cultura

126 LA INTERDISCIPLINARIEDAD EN LOS ESTUDIOS SOBRE LA CIUDAD Martha Palacio

141 EL CINE COMO RECURSO EN LA ENSEÑANZA DE LA ÉTICA Y LA FILOSOFÍA PRÁCTICA José Luis Boj Ferrández

III Paisajes conceptuales

160 MIEDOS ANALÍTICOS: EL SENTIDO DEL SECRETO Carlos Hernández Mercado

181 DE LA RAZÓN PRÁCTICA A LA RAZÓN COMUNICATIVA (LOS FUNDAMENTOS DE LA IMMANENTE KRITIK EN SU REFORMULACIÓN HABERMASIANA) Fernando Javier Castillejos Rodríguez

IV Notas críticas

196 EL FUTURO DE LA METAFOROLOGÍA Josefa Ros Velasco

V Reseñas bibliográfi cas

218 DAVID CASASSAS, LA CIUDAD EN LLAMAS. LA VIGENCIA DEL REPUBLICANISMO COMERCIAL DE ADAM SMITH Ernesto Cabrera

ISSN 1853-0451

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DOSSIER: EXPRECIENCIASPOLÍTICAS DE LA MEMORIA

DOSSIER: LA EMERGENCIADE LOS LENGUAJES POLÍTICOS

EN IBEROAMÉRICA

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 4-20. ISSN 1853-0451

RESUMEN

La intención de este texto es explorar algunas vertientes del debate contemporáneo sobre la di-mensión legal de la vida social, con especial énfasis en su relación con la cultura política demo-crática. En general, un enfoque sobre la forma en que se relacionan el orden legal de una sociedad democrática y las condiciones de la cultura política que la enmarcan ha sido poco atendida en las tradiciones jurídica y sociológica de estudios sobre la legalidad y la cultura cívica, pero ahora, y sobre todo a partir de la obra de John Rawls, son rutas signifi cativas de análisis en el terreno de la fi losofía política.

Palabras clave: liberalismo, legalidad, cultura política, John Rawls, justicia distributiva.

ABSTRACT

The purpose of this article is to review several traits of the contemporary debate on the legal dimen-sion of social life, stressing its relation to the democratic civic culture. Broadly, in the studies on legality and civic culture, a philosophical look on the way that legal order and the political culture link each other has been scarce. But now, since the publication and academic discussion of the works of John Rawls, this kind of perspective is a meaningful theoretical route in the fi eld of political phi-losophy.

Key words: liberalism, legality, political culture, John Rawls, distributive justice.

EL LIBERALISMO Y LA CULTURA

POLÍTICA DE LA LEGALIDAD

Jesús Rodríguez ZepedaDepartamento de Filosofía, Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa

En este ensayo se ofrece un intento de evaluación de las posibilidades

y limitaciones de la fundamentación li-beral de una concepción legal moderna. Para ello, se trata de mostrar, en tres apartados, cómo un fundamento indivi-

dualista permite entender el desarrollo de la legalidad moderna bajo la fi gura del Estado de derecho; cómo, pese a su productividad política efectiva, el libe-ralismo está severamente limitado en su concepción de la acción política y la con-

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formación de las identidades culturales; y cómo en el discurso fi losófi co-político actual, señaladamente en la obra de John Rawls, se ha abierto una fecunda discusión acerca no sólo del papel de la legalidad constitucional en la fundamen-tación del orden social sino también de los problemas de justicia implicados en la distribución de la riqueza social. En este sentido, la intención de este texto es explorar algunas vertientes del debate sobre la legalidad que tradicionalmente han estado ausentes en las tradiciones jurídica y sociológica de estudios sobre la legalidad y la cultura cívica, pero que ahora son rutas signifi cativas de análisis en el terreno de la fi losofía política.

I. Cultura de la legalidady experiencia liberal

Enfrentar hoy en día el tema de las re-laciones entre cultura política y legalidad signifi ca, ineludiblemente, plantearse el tema de las relaciones entre una cultura política democrática y una legalidad mo-derna que, dada la experiencia conocida de las sociedades democráticas, se en-marca en la fi gura del Estado de derecho. En otras palabras, implica la exigencia de contextualizar en términos del debate político actual lo que en primera instancia podría parecer sólo una relación mecánica inherente a todo sistema social. En efecto, más allá de otras elecciones intelectuales

cuyos derroteros podrían conducir a una reconstrucción de las relaciones entre diversas formas históricas de la legalidad y sus correspondientes imaginarios co-lectivos y formas culturales, lo cierto es que la relación contemporánea entre la dimensión subjetiva de la política y las normas e instituciones de la legalidad es un problema político de la democracia liberal más que de cualquier otro sistema político. Históricamente, el problema de la legitimidad de la legalidad, es decir, de la validación subjetiva de las normas e instituciones de la normatividad estatal, sólo pudo plantearse hasta que, en el siglo XVII, el naciente discurso liberal (o proto-liberal, si tomamos a Hobbes (1986) como un antecedente crucial para esta conceptualización (Cfr. Hobbes, 1986; Locke, 1990))1 replanteó el tema de la soberanía en términos de primacía teórica y política de la fi gura del ciuda-dano por sobre cualquier otra entidad o institución. En este sentido, el reclamo li-beral en favor de un conjunto de derechos individuales inalienables congruente con una severa limitación del poder político se incorporó en los sistemas jurídicos de la modernidad bajo la formulación de garantías o derechos del individuo y el ciudadano. Pero esta incorporación tenía

1. Una brillante interpretación de la importancia del supuesto individualista en la tradición liberal está en Merquior, (1993).

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sentido únicamente en la medida en que institucionalizaba la idea de la ciudadanía soberana subyacente a la propuesta po-lítica liberal y, además, porque con ello dotaba de legitimidad política a los siste-mas legales derivados de ésta. Por ello, la fi gura del Estado de dere-cho, resultado conspicuo de este proceso, ha exhibido desde su origen un talante individualista en el que reposa tanto su legitimidad política como sus recursos históricos de reforma. Puede decirse, de manera sucinta, que el giro liberal de la legalidad consistió en proponer de manera simultánea tanto la prioridad y universalidad de los derechos individuales como una vía razonable para el control de la acción gubernamental gracias a una nueva teoría de la soberanía. Los resultados de este giro legal liberal estuvieron presentes antes y después del difícil encuentro de las teorías liberales con las propuestas democráticas en el siglo XIX, encuentro que habría de dar origen a los actuales modelos de democra-cia liberal.2 Al arraigar la legitimidad de la ley en los derechos individuales, la tradi-ción liberal ofreció una respuesta-marco al problema de la obligación política, es decir, un paradigma al interior del cual se pudieron discutir las dimensiones mora-les y políticas de la obediencia ciudadana

2. Para una exposición singularmente clara acerca del origen decimonónico de la democracia liberal pue-de verse Macpherson, 1988.

sin concesiones a explicaciones de corte autocrático. El horizonte liberal logró responder de forma relativamente plausible a uno de los mayores dilemas éticos y políticos de la esfera pública moderna, a saber, el de la conciliación de las libertades indi-viduales con la obediencia ciudadana a través de la fi gura de un Estado garantista y constitucional.3 Pero la plausibilidad de esta respuesta ha estado desde su origen acusadamente limitada por su carácter abstracto, es decir, para este caso, por una enunciación universalista y racionalista confi ada por completo a un supuesto antropológico plano y ahistórico: el del individuo egoísta y racional4; por lo que la fuerza del argumento liberal, por lo menos en esta cuestión, viene a menos al enfrentar el problema del origen de las disposiciones y conductas humanas que permiten la instauración y sostenimiento prácticos de la legalidad. No es ningún descubrimiento decir que la tradición liberal carece de una teoría de la acción social y del proceso político que le permitiera integrar en el

3. La plasmación contemporánea más destacada de esta opción liberal está en autores como John Rawls, Bruce Ackerman y Ronald Dworkin. El neo-constitu-cionalismo liberal de estos autores se puede perseguir en Rawls, (1993); Ackerman, (1991); Dworkin, (1986).

4. Una crítica original tanto de la falta de relieve y densidad histórica del modelo de individuo liberal como de sus consecuencias para una teoría social y, en particular, para la economía, puede seguirse en Sen, (1987).

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análisis del poder público la dimensión subjetiva (y no sólo el modelo racional) de la aquiescencia ciudadana respecto de la obligación y el consenso políticos, aunque la certifi cación de esta carencia juega un papel central en el tema que nos ocupa. Dicho de otro modo, el liberalis-mo político ha sido incapaz de vincular teóricamente su modelo normativo de la primacía individual universalista con las condiciones históricas efectivas en que han advenido y se han desarrollado las instituciones políticas liberales; lo que no quiere decir que el enraizamiento y la productividad prácticos de los principios liberales sea una fi cción. Más bien se trata de una difi cultad teórica, frente a la cual lo que debe ser puesto en cuestión es el ca-rácter abstracto (no falso sino unilateral) de la fundamentación que el liberalismo ofrece acerca de los vínculos que unen a los individuos y la normatividad social. En efecto, la debilidad histórica de los supuestos de hombre y de racionalidad que han soportado la mayor parte de las defensas intelectuales de la tradición liberal, ha sido socialmente compensada con la fecunda productividad política del principio individualista ciudadano y de las instituciones que se han construido a partir de este principio normativo. Señaladamente, la legalidad moderna, bajo la fi gura del Estado constitucional de derecho, se levanta sobre la base de los ya mencionados principios liberales de

soberanía individual y gobierno limitado. Por ello, aunque es necesario mantener una discusión crítica acerca de la referida noción de individuo liberal y mostrar sus defi ciencias históricas y prácticas, lo que no puede hacerse es negar que los indi-vidualismos ético y político —e incluso, en un sentido que no discutiré aquí, el económico—, están a la base de la racio-nalidad legal de las modernas sociedades democráticas.

II. Las limitaciones liberalesy la cultura de la legalidad

Aunque incluso en el terreno de la fi lo-sofía política se ha tratado de ofrecer una interpretación de las condiciones psicoló-gicas que orillan a los individuos a generar instituciones que reconocemos como liberales5, el problema sigue residiendo en la especifi cación de las condiciones históricas y sociales que promueven o bloquean el desarrollo de una democracia liberal y, más específi camente, en la deter-minación de las tradiciones culturales que mantienen la vida y la fuerza de ésta. En este sentido, la gran carencia del libera-lismo abstracto reside en su incapacidad

5. En este caso el ejemplo está otra vez en John Rawls. En su A Theory of Justice (Rawls, 1971) trata de desarrollar la idea de una psicología moral de tono marcadamente universalista y que supone una idea de naturaleza humana difícilmente defendible frente a las actuales evidencias empíricas del pluralismo de accio-nes y motivaciones humanas en el marco de sociedades complejas.

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para contemplar las instituciones liberales como una elección social entre otras y no, como ha venido haciendo, como la ex-presión de una racionalidad individual sin pliegues ni diferencias. Por ello, más que una teoría de la naturaleza humana o una nueva metafísica del individuo, la reforma del pensamiento liberal ha de pasar por el reconocimiento de que las tradiciones, la cultura compartida, las decisiones colecti-vas, las experiencias comunitarias y, sobre todo, el proceso político, son cruciales para dar cuenta del origen y preservación de las instituciones y prácticas de la demo-cracia liberal.6

En este marco, la legalidad, tomada bajo la fi gura de cuño liberal del Estado de derecho, es decir, como sistema de leyes legitimado por la voluntad de los ciudada-nos y orientado a garantizar sus derechos fundamentales7, también tiene que ser

6. Las críticas más recientes al liberalismo abstracto provienen de autores que también se reclaman libera-les, aunque tratan de superar esta limitación de origen apelando a las experiencias de la cultura, la moral, la comunidad, la economía o, por supuesto, la política misma. Pueden señalarse, por lo menos dos líneas de crítica: el denominado «comunitarismo», con autores tan destacados como Michael Sandel (1982), Charles Taylor ( 1985 y1994) y Alsdair MacIntyre (1992), que entienden los principios liberales básicamente como patrimonio moral de ciertas comunidades claramen-te identifi cadas y no como principios universales; y el post-liberalismo de John Gray (1989 a y 1989 b), que vincula los principios liberales con las instituciones ca-pitalistas del mercado y la propiedad privada individual.

7. Para una defi nición precisa de la noción de «Esta-do de derecho» puede verse Miller, David (1987). Para un tratamiento crítico de la noción puede verse Díaz, Elías (1966). También puede revisarse Rodríguez Zepe-da (1996).

vista como práctica social, como valor socialmente compartido y como patrimo-nio cultural y político de una determinada comunidad. La diferencia propuesta por Kant entre ley y legalidad, según la cual la primera es el elemento normativo externo que expresa un principio coercitivo de justicia universal y la segunda es un com-portamiento específi co, una congruencia práctica entre la moralidad individual y el ordenamiento social8, es una idea heurística a propósito de la conexión en-tre la letra constitucional y la conducta ciudadana, pero sigue siendo insufi ciente para explicar cómo la conformación de la subjetividad ciudadana está conectada con experiencias comunitarias e informa-da por la historia, la política y la cultura de su entorno. En este sentido, no basta con afi rmar que la concepción de la legalidad como mero sistema jurídico es una visión miope y unilateral, sino que es necesario defi nir un programa teórico que permita indagar por las especifi cidades históricas y culturales en cuyo marco la legalidad es un valor y su funcionamiento práctico un patrimonio colectivo. Hoy en día se ha revelado como evi-dente la conexión entre el sistema formal e institucional de la legalidad moderna y las condiciones políticas de la democracia representativa. En este sentido, los re-quisitos mínimos de la justicia moderna están vinculados a la existencia de un

8 Cfr. Kant (1989).

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sistema político en el que prevalece la división de poderes y, al interior de ésta, la autonomía y profesionalismo del poder judicial y la salvaguarda constitucional y político-práctica del Estado de derecho. Por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 de la ONU da por sentada la conexión entre el disfrute de los derechos en ella enlistados y la exis-tencia de un sistema democrático, pues la prohibición de limitaciones a la libertad, dignidad y seguridad de las personas sólo es funcional en el marco de sistemas garantistas y con recursos legales para im-pugnar los actos gubernamentales lesivos para estos derechos9. Del mismo modo, el constitucionalismo contemporáneo considera como válidas sólo a aquellas constituciones que han sido legitimadas a través del proceso político democrático, y descarta ese estatuto para otro tipo de ordenamientos legales que, aunque fun-cionales y estructurados, pudieran estar vinculados a un régimen autocrático.10 Por esta razón, es escasa la discusión a propósito de la legitimidad democrática de los sistemas legales que cumplen los requisitos mínimos del Estado de derecho, aunque abunden las evaluaciones críticas de los problemas particulares de justicia al interior de ese marco. Sin embargo, la evidencia de esta

9. Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (1948).

10. Cfr. Aragón (1989).

conexión entre política democrática y legalidad sólo parece darse en el marco de las sociedades desarrolladas donde una cultura legitimadora de la legalidad es re-levante y está socialmente extendida. En este contexto, el postulado de la legalidad como base para la estructura democráti-ca, y su forma inversa, el de la democracia como requisito de funcionamiento de la legalidad moderna, resultan lógicamen-te intercambiables. Sin legalidad no hay juego democrático, y sin condiciones democráticas la legalidad carece de legiti-midad política. Si a la base de la legitimidad y la legalidad democráticas sólo puede situarse una cultura política legalista y poliárquica, entonces las sociedades que carecen de tal patrimonio cultural estarán condenadas —durante todo el tiempo que dure esa carencia— a ensayar en falso con normas e instituciones que, aunque formalmente se pretendan democráticas, estarán viciadas de origen por su ajenidad con las condiciones culturales de la demo-cracia occidental. De hecho, la discusión académica a propósito de la cultura política democrá-tica no ha hecho sino resaltar el vínculo evidente entre la democracia moderna y un determinado trasfondo cultural que implica cierto perfi l de conocimientos, orientaciones y valoraciones en los ciu-dadanos, dejando pendiente, las más de las veces, la explicación del papel que el proceso político puede tener para la

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defi nición y reconfi guración de las iden-tidades político-culturales en momentos históricos específi cos. Con esto se ha introducido, de manera subrepticia, una interpretación teleológica del desarro-llo democrático cuyo principal defecto es convertir los principios y metas de las sociedades occidentales en patrones históricos prácticamente absolutos. Por ello, gran parte del análisis sociológico de la cultura política democrática tiene como eje un razonamiento tautológico que identifi ca reduccionistamente el desarrollo democrático con ciertas expe-riencias culturales difícilmente repetibles en el corto y mediano plazos por otras sociedades.11

Esta difi cultad para apartarse analí-ticamente de las coordenadas de ciertas experiencias políticas canónicas lleva, casi por derivación lógica, a plantear un modelo de desarrollo político en el que se privilegian los ciclos largos de la cul-tura y las concepciones y evaluaciones de mayor extensión social. En este sen-tido, las posibilidades de consolidación democrática se hacen depender sólo de un proceso de largo aliento en el que los logros y retrocesos de coyuntura juegan un papel subordinado. Esta visión «ilus-trada» del desarrollo de una cultura de la legalidad en los países no plenamente democráticos parecería aplazar indefi -

11. Un ejemplo claro de esta tendencia está en la ya clásica obra de Almond y Verba (1963).

nidamente aquello que, no obstante, se mantiene como una necesidad inexcu-sable, a saber, la vigencia normativa y práctica de instituciones democráticas en sociedades escasamente desarrolla-das en lo político y lo económico. Esta interpretación ilustrada, es decir, ceñida en lo fundamental a las posibilidades del cambio cultural a partir de los procesos educativos, de la socialización de los in-dividuos en organizaciones formales e informales y de la adquisición paulatina de bienes culturales claramente civiliza-torios, sin ser falsa, deja sin embargo una asignatura pendiente: la comprensión del dinamismo y acción de las élites políticas y los grupos militantes en los procesos de democratización que no han podido esperar el cumplimiento de los prerre-quisitos culturales que el canon de la cultura política académica parece exigir. Sin embargo, el riesgo de quedar atra-pados en el canon de la cultura política académica no debería llevarnos a desaten-der el riesgo de la relativización del modelo democrático, es decir, de la disolución del concepto de democracia en normas, acciones e instituciones políticas que, por estar vinculados a experiencias populares, reclaman para sí un estatuto equivalente al de la democracia liberal. Aceptando con Sartori que la democracia no puede ser cualquier cosa12, sino que tiene que incluir determinadas «señas de identidad»

12. Cfr. Sartori (1988).

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tales como el principio de mayoría, la pre-servación de los derechos de las minorías, la participación electoral, el conjunto de derechos ciudadanos vinculados al ejerci-cio de las libertades, etcétera, habría que decir que una posible vía para pensar las relaciones específi cas entre cultura de la legalidad e instituciones democráticas po-dría consistir en, por un lado, abandonar el canon de la sociología académica que privilegia la mencionada visión ilustrada del desarrollo de la cultura política y, por otro, defender un proyecto de democra-cia liberal desde la constatación de que, en el caso de los países con un notable atraso en cuestiones de cultura demo-crática, la reforma cultural que aparece como prioridad es la de las élites políticas que eventualmente podrían negociar los procesos de transición y normalización democráticas. En este sentido, podría concebirse que el desarrollo, así sea en forma in-cipiente, de una cultura de la legalidad (rasgo imprescindible de una cultura política moderna y democrática) podría también alcanzarse a partir de las capaci-dades de negociación política y reforma institucional de las élites políticas de na-ciones determinadas, y no sólo a través del dilatado proceso de acumulación cultural característico de la experiencia europea y norteamericana.

III. Cultura de la legalidady restricciones económicas

Las limitaciones en el desarrollo de la cultura política de una sociedad no constituyen la única limitación para el desarrollo y normalización de una cultura de la legalidad y de un genuino Estado de derecho. La fragilidad de las instituciones democráticas en los países económica y políticamente menos desa-rrollados no está determinada por una sola fuente de confl ictos, sino por una multiplicidad de factores críticos. Más allá de las restricciones culturales para el desarrollo democrático, pueden identifi -carse también restricciones económicas (en particular las relativas a la desigualdad económica) de tal magnitud que, de no ser enfrentadas y superadas, podrían cancelar no sólo las posibilidades de buen éxito de una legalidad moderna, sino de todo el entramado de instituciones del sistema democrático. Esta recuperación del problema de la desigualdad económica en el marco del análisis de la cultura de la legalidad no pretende hacerse cargo del esquematis-mo marxista que adjudicaba una función estructural a las relaciones económicas y hacía del sistema jurídico sólo una parte de una superestructura epifenoménica de importancia subordinada; sin embargo, la correlación histórica entre la fi gura del Estado de derecho y las sociedades

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con mejores índices de distribución de la riqueza nos debería llevar a considerar la importancia de la vinculación entre la igualdad formal sustentada en el Estado de derecho y la igualdad como ideal dis-tributivo de justicia social. El concepto de igualdad en la tradición liberal parece estar en desventaja respecto del concepto de libertad. Mientras el se-gundo está fuertemente vinculado a los derechos individuales fundamentales de los ciudadanos y, por ello, defi ne el perfi l y límites del poder político, el primero pa-rece reducirse a la caracterización (propia del Estado de derecho) de «igualdad ante la ley», es decir, a la forma de un derecho de trato equitativo por parte de las institu-ciones de justicia al margen de diferencias de raza, nivel económico, etcétera. Esta es la tradición de, entre otros, Locke y Kant, para quienes las cuestiones de riqueza y propiedad no pueden ser objeto de las leyes que el poder representativo emite en nombre de los ciudadanos, es decir, no pueden ser objeto de redistribución. Esta imagen de un sistema legal que ninguna legitimidad tendría para acciones de justicia distributiva, cuya rudeza de-bería ya prevenirnos para tomarla como recurso heurístico, parece defi nir más bien el terreno de un liberalismo injusto e inso-lidario. En efecto, si la única igualdad que las instituciones públicas deben preservar es la que se efectiviza como un mero principio de «trato sin distinciones» en los

ordenes legal y político, parecería que la crítica marxista de una igualdad formal (sucedánea de una igualdad material) se-guiría teniendo vigencia en una sociedad contemporánea donde la distribución de la riqueza constituye un problema socio-político de primer orden. Sin embargo, en el terreno de la ex-periencia política, con la conjugación del liberalismo y la democracia, y con el de-sarrollo de las opciones socialdemócratas que han agregado al modelo de Estado de derecho clásico las notas institucionales que permiten hablar de un Estado social y democrático de derecho, parece que no es necesario renunciar al ejercicio de la li-bertad y la igualdad formal para defender una distribución de la riqueza que no se atenga sólo a las fuerzas e instituciones del mercado. Pero las políticas socialdemó-cratas han planteado muchos problemas adicionales. La crisis fi scal y el agotamien-to de muchos elementos del Estado de bienestar han reabierto la discusión sobre el patrón de distribución de este modelo sociopolítico, y han permitido que ad-quieran cierta credibilidad las apologías del mercado que desearían verlo, decimo-nónicamente, como la expresión de una supuesta libertad social natural. Vinculado a este último punto de vista, la idea de una redistribución de la renta pública por medio de instituciones y acciones públicas empieza a revestirse de un halo autoritario (en el sentido de

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un exceso en el ejercicio gubernamental de intervención económica) que cada vez cuesta más trabajo disolver. Pero este «efecto ideológico», aunque importante, no es el problema esencial. El hecho es que las políticas sociales del Estado be-nefactor enfrentan problemas reales de fi nanciamiento (técnicamente conceptua-lizados bajo los reclamos de reducción de los défi cit fi scales) que les obligarán en poco tiempo a rediseñar los esquemas de prioridades distributivas (lo que supondrá no sólo una nueva evaluación del Estado de bienestar, sino una larga discusión política sobre los posibles modelos alter-nativos). En efecto, una serie de dilemas éticos y legales de nuevo cuño empiezan a aparecer. El problema del défi cit fi scal está conectado con las posibilidades efectivas de ofrecer prestaciones sociales y progra-mas de inversión estatal a las generaciones futuras. Un défi cit fi scal sin control no plantea sólo un problema de administra-ción fi nanciera para los gobiernos actuales (lo que por sí mismo es ya un problema en la economía mundial cada vez más glo-balizada), sino también un grave riesgo de desprovisión e indefensión social para las próximas generaciones de ciudadanos. En las visiones neoliberales, las po-líticas de privatización, liberalización y desregulación de la economía no son vistas sólo como necesidades funcionales de los sistemas sociales que tienen que optimizar los recursos públicos y reducir

los défi cits fi scales elevados, sino también como restauraciones políticas y morales de una libertad individual largamente sofocada por un supuesto autoritarismo implícito a todo dirigismo estatal. Este horizonte del neoliberalismo, cuyo dis-curso utópico (¿de qué otro modo se puede defi nir el simplismo del mercado como sujeto moral y al capitalismo como proceso homogéneo y fi nalista?), fue cla-ramente expresado en su momento por Von Mises y Hayek13, volvió por sus fue-ros en las obras de autores como Nozick y los libertaristas anglosajones. En contraste con esta tendencia, una de las más fuertes y lúcidas defensas fi lo-sófi cas de un Estado de Bienestar desde el horizonte de los más inviolables derechos individuales fue propuesto en la obra de John Rawls, A Theory of Justice14. Para Rawls, la primacía de la libertad individual como el punto de partida para la legitima-ción de un sistema democrático liberal y para la corrección —por vía de reformas razonables y racionales— de sus defectos no elimina la garantía de que la igualdad de oportunidades y la justa distribución de recursos entre los ciudadanos propicie la estabilidad social y el alcance de las metas individuales que la propia libertad señala. La combinación rawlsiana de los dos principios de justicia, que con distintas enunciaciones, propone, en el primer

13. Cfr. Von Mises, (1993) y Hayek (1988).

14. Rawls (1973).

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caso, la igualdad de libertades básicas que van desde la opinión y la agrupación has-ta las tuteladas por la fi gura del Estado de derecho, y en el segundo la necesidad de una regla social que maximice los benefi cios de quienes menos favorecidos se encuentren en la escala social bajo el llamado «principio de diferencia», asegu-raba una noción de «justicia distributiva» que una reducción liberal a la afi rmación de las llamadas libertades negativas era incapaz de formular. En este sentido, Rawls, con su propuesta de «justicia como imparcialidad» (justice as fairness) se alineó en el camino del liberalismo hete-rodoxo y distribucionista que ha tratado de resolver políticamente el problema de la distribución social de la renta y la restitución (o institución) de la igualdad de oportunidades. La primacía del primer principio, que podemos llamar de la libertad (o, de la igualdad de la libertad o de las libertades) posee no sólo una prioridad lexicográ-fi ca como quería el propio Rawls, sino también histórica (lo cierto es que los procesos de «nivelación» social generali-zada, para usar un término de prosapia en la historia política, sólo han tenido efecto duradero y coherente una vez que se han instalado las instituciones liberales que articulan el Estado de derecho y los prin-cipios democráticos se han materializado en instituciones legítimas y funcionales). Evidentemente, de la experiencia históri-

ca de que las nivelaciones de riqueza más efectivas y sostenidas sólo se han dado en sociedades donde impera un sistema democrático-liberal no se desprende la necesidad de que el único patrón político de reforma social se corresponda con la prioridad del orden de las libertades sobre el de la igualdad ; pero es por lo menos sugerente que allí donde las vías de la nivelación social han tomado el atajo autoritario, las desigualdades de antaño han revertido acaso con mayor fuerza y alimentadas por complejidades políticas no procesadas ni solventadas. Rawls desarrolló su teoría de la justicia bajo la perspectiva de un constructivismo kantiano actualizado bajo los principios de la teoría de la elección racional y sistemati-zado bajo un modelo neocontractualista. Su construcción, vista como parte de una teoría moral, aunque ciertamente de mo-ral pública, privilegió el consenso sobre los fundamentos de la sociedad bien or-denada y, aunque en su defi nición de las instituciones previó espacios políticos y legales para considerar la desobediencia a la ley, la objeción de conciencia y otras formas de disenso, su teoría acabó, como el propio Rawls llegó a verlo, convirtién-dose en una visión moral comprehensiva del bien social cuya universalización, o por lo menos, generalización, chocaba lógica e institucionalmente con las sociedades fragmentadas y pluralistas de nuestra época.

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La constatación de que la justicia como imparcialidad podría no ser una teoría universalizable, entre otras cosas, condujo a Rawls a proponer una reela-boración de las condiciones esenciales del orden social. Esta reelaboración, claramente expresada en Political Libe-ralism15, condujo a Rawls a recuperar el orden legal y, señaladamente, el consenso constitucional, como el elemento clave de vinculación de los individuos en la esfera pública pese a sus diferencias privadas de religión, concepción moral, concepción fi losófi ca o cultural, etcétera. Este giro rawlsiano hacia la legalidad como susten-to del orden social tiene la virtud, entre otras, de resaltar la función de articula-ción colectiva de la estructura legal y, sobre todo, de vincularla a una cuestión de cultura política, el llamado «consenso traslapado» (overlapping consensus). Este consenso, según Rawls, es un acuerdo, en la esfera pública, al que pueden arribar los ciudadanos más allá (o, más bien, dejando a un lado) de su cultura moral y sus iden-tidades privadas. El consenso traslapado, en este sentido, establece una identidad pública de la ciudadanía alrededor de los fundamentos de una constitución demo-crática. La crítica comunitarista ejerció una enorme infl uencia en esta autocrítica de Rawls. Su primer reconocimiento de que la teoría de la justicia no podría considerar-

15. Rawls (1993).

se como un modelo universal de justicia (en «Justice as fairness: political no meta-physical16») manifestó ya su alejamiento del kantismo o, por lo menos, una reformulación que le acabaría llevando a abandonar el horizonte de la teoría moral para instalarse en el denominado «liberalismo político». La reivindicación comunitarista de los valores compartidos como fundamento del orden social y, con ello, la adjudicación de una defi nición moral particular a la esfera pública que (liberalmente) debería ser imparcial, defi ne en muchos sentidos la respuesta de Rawls. Por ello, Rawls insiste en la distinción entre la comunidad como una asociación que propicia una identidad moral, no institucional, y la esfera pública, que proporciona «otra» identidad con valores morales propios, valores morales-políticos o, mejor dicho, político-morales. Esta segunda identidad tiene un contenido legal: se trata, como hemos sugerido, de una identidad constitucional compartida. El consenso traslapado («overlapping consensus»), es decir, el acuerdo «público» sobre los fundamentos constitucionales proveniente de ciudadanos que mantie-nen diferencias prácticamente insalvables en la moral particular y en la religión, va más allá de la vigencia de las garantías procesales y jurídicas característica de los sistemas legales de los países democráti-cos, aunque supone tal vigencia. Es, más

16. Rawls (1985).

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bien, un horizonte político-cultural. Se trata de un constitucionalismo que se en-tiende mejor si se le considera como una suerte de acuerdo político asentado en la estructura legal básica de la sociedad, cuya efectividad sólo puede ser garantiza-da por la vigencia de algunas instituciones legales (como los Tribunales Constitucio-nales) cuya lógica de funcionamiento es básicamente jurídica. En el trayecto que Rawls recorre entre Teoría de la justicia y Liberalismo político, se ha perdido el carácter necesario del lla-mado «principio de diferencia», es decir, del principio que tendía a garantizar un mínimo de ingreso y calidad de vida para las posiciones más desaventajadas del es-quema social, derivándolo al terreno de lo que, al ser defi nido por Rawls como una «visión comprehensiva», no lograría ser objeto de un consenso traslapado, es decir, de un acuerdo en la esfera pública que pudiera alcanzar estatuto constitu-cional.17

Esta limitación que Rawls impone a su propio principio de distribución de riqueza no implica necesariamente una limitación de los proyectos, programas y grupos políticos que ocupan un lugar en el espacio público. Estos pueden, por supuesto, hacer valer, a partir del límite rawlsiano, la efectividad de la política, es decir, percibir su incertidumbre de ori-

17. Véase la fundamentación de esta idea en Ro-dríguez Zepeda (2004).

gen, la imposibilidad de fi jar el terreno de sus alcances y, sobre todo, el riesgo constante de involuciones y corrupciones. En esta perspectiva, el espacio político y las políticas de distribución de la riqueza serán lo que los sujetos políticos hagan de ellos. La ventaja relativa del liberalismo político consiste en su posibilidad de ofre-cer el marco legal de acción racional, la prevención moral e institucional contra el despotismo y la posibilidad de mantener y reformular estrategias redistributivas a partir del esquema constitucional. Ello hace posible partir de la limita-ción autoimpuesta por Rawls para discutir algunas versiones contemporáneas del pensamiento liberal en lo que concierne al tema de la igualdad y su relación con los sistemas legales. La base social e histórica del modelo constitucional rawlsiano es la noción de «pluralismo razonable», visto por Rawls como el resultado del ejercicio históri-co de la libertad bajo un horizonte de instituciones democráticas. El punto en sí mismo es crucial, pues pone a la base del acuerdo legal una pluralidad irreduc-tible de creencias y puntos de vistas que pueden, no obstante, alcanzar un acuer-do acerca de pautas de convivencia en el espacio político-legal. Sin embargo, la limitación rawlsiana reside en que su defi nición es absolutamente horizontal; es decir, concibe el pluralismo como si no existieran relaciones de poder al interior

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de la variedad de posiciones, comunida-des y formas de organización social que coexisten en las complejas sociedades contemporáneas, y como si cada uno de los grupos o segmentos sociales sólo se distinguiera de otros por su «doctrina» o valores y no existieran realidades sociales tales como las «culturas» o subculturas de la miseria, de la riqueza, de la jerar-quía social, etcétera, cuyo efecto sobre la «ciudadanización» son escandalosamente reales (por ejemplo, marginación políti-ca y, sobre todo, incapacidad de ciertos grupos de defi nir y plantear temas en la agenda política). En este sentido, la defi -nición de la agenda política, al alcance por cierto de los grupos política y económi-camente más poderosos, puede mantener fuera del debate y la negociación políticos no sólo las cuestiones que idealmente po-drían darse por aceptadas sin necesidad de discusión (como el conjunto de libertades fundamentales que aseguran los procedi-mientos democráticos) sino también las demandas de grupos sociales carentes de la capacidad de convertir sus requerimien-tos en reclamos y demandas políticos con posibilidades de éxito. Contra lo que sostiene Rawls, la políti-ca no supone una agenda con temas libres y decantada con precisión a lo largo de la historia, sino un constante tironeo por de-fi nir incluso lo que es político y lo que no lo es. El que la distribución de la riqueza y las políticas sociales sean parte del deba-

te político signifi ca capacidad de presión y discusión de grupos progresistas por hacer valer públicamente demandas de nivelación social. Las «diferencias» entre grupos sociales, por ello, no tienen que verse sólo bajo la matriz epistemológica de la tolerancia religiosa (lo que es el caso de Rawls) y por ello como demandas de reconocimiento y respeto para concep-ciones morales irreductibles —y con ello imposibles de jerarquizar— sino también como proyectos redistributivos ampara-dos en visiones morales y políticas, y no sólo visiones culturalistas o religiosas. La limitación de esta matriz de la tolerancia rawlsiana esconde el problema de que la pluralidad moderna está atravesada y, por decirlo así, sobredeterminada por problemas de distribución de riqueza y persistencia de ordenes jerárquicos que limitan oportunidades y condiciones de elección. Actualmente, el debate político vuel-ve a poner en duda el carácter indiscutible del derecho de los ciudadanos a gozar de políticas que aseguren un acceso equitati-vo a los medios materiales que permitan el disfrute de libertades y bienes sociales. Con ello se muestra que los derechos y libertades jurídicamente tuteladas son, fi nalmente, momentos más o menos esta-bles de un debate e intercambio políticos que no tienen una solución defi nitiva. A diferencia de lo que sostiene Rawls, se puede argumentar que los llamados prin-

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cipios constitucionales atrincherados o blindados (entrenched principles), es decir, «cuestiones legales resueltas de una vez por todas» y por ello alejadas del debate político, son tan susceptibles de discusión y tan histórica y políticamente relativos como las demandas de nivelación social, pues nada garantiza que, de manera simi-lar a los procesos de desmantelamiento del Estado de bienestar, los principios liberales constitucionales no puedan dejar de ser objeto del consenso traslapado. Lo mismo sucede para la cultura de la legalidad. Si ésta es una parte integrante de un consenso de la pluralidad acerca de lo que las leyes deben ser y del modo en que ha de acatárselas, es posible que que-den excluidas de ella preocupaciones de justicia distributiva o demandas de nivela-ción social si lo que a fi n de cuentas puede imponerse es un consenso mínimo acer-ca de una justicia meramente procesal. Puede por ello existir, sin contradicciones lógicas y hasta con cierta efi ciencia insti-tucional, una cultura de la legalidad que en nada promueva la justicia efectiva en el orden social y que más bien ahonde las diferencias económicas y radicalice los órdenes jerárquicos. Por ello, poner a salvo de discusión ciertos principios constitucionales sólo tiene sentido como orientación analítica (por ejemplo, para amparar cierta perspectiva constituciona-lista como aquella que busca una «regla de validez» o de justifi cación —Hart—)

pero no como argumentación política, porque en esta última los principios apa-rentemente «a salvo» son constantemente reinterpretados y re-simbolizados. Por ello, los fundamentos constitu-cionales no son sino principios políticos esencialmente contestables y rebatibles cuya funcionalidad institucional está sujeta a constantes rectifi caciones e interpreta-ciones. Por ello, el espacio de la política, minimizado en el argumento rawlsiano, posee la enorme virtud de contar con un conjunto de instituciones y procedi-mientos mediante los cuales se pueden «politizar» demandas sociales, alcanzar acuerdos y, como la mejor expresión de las tradiciones liberales reformistas, hacer valer como principio constitucionales lo que en un primer momento eran deman-das aparentemente sectoriales (ejemplos de esto son el seguro de desempleo, la se-guridad social, los sistemas de pensiones, etcétera). Puede decirse, a modo de conclu-sión, que la historicidad de la dimensión política no puede afi rmarse únicamente como tradición cultural y como recurso educativo para alimentar el consenso traslapado y el orden constitucional; tiene que ser vista también como mutabilidad e incertidumbre respecto de las propias instituciones democráticas y, por lo tanto, como imposibilidad de fi jar un trazo pre-ciso que delimite lo propio del consenso político, lo propio de las identidades cultu-

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rales y morales, lo propio del orden legal, lo propio de los intereses de clase o de poder y lo propio de la identidad liberal. La postulación de esta suerte de «esquizo-frenia sana» de Rawls como principio de separación entre lo público y lo privado lo que hace, entre otras cosas, es diluir el papel de la política como mecanismo que precisamente crea esa diferencia. En este contexto, la legalidad y los consensos que puedan alcanzarse a su respecto en una sociedad determinada están íntimamente vinculados a los recursos y mecanismos políticos existentes en esa misma sociedad y no, como fatalistamente podría derivar-se de esta teoría liberal, a la determinación unilateral de los procesos de largo plazo de la cultura política.

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Jesús Rodríguez ZepedaDepartamento de Filosofía, Universidad

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 21-41. ISSN 1853-0451

Introducción

Reacción es un término que cobra su sentido más preciso a partir de

producirse una revolución política. En este caso, el contexto revolucionario que acompañó la Guerra de la Independencia entre 1808 y 1814 en España.

RESUMEN

Tomando como referencia el marco histórico de la Guerra de Independencia y la Revolución liberal española, este artículo se interesa por los fundamentos antropológicos del pensamiento reacciona-rio y su refl ejo en la praxis política. Particularmente, cómo concibe este pensamiento el tiempo y la historia, qué lugar concede al hombre en su curso. Se muestra cómo esta antropología histórica se implica con una determinada antropología política que incorpora nuevos elementos a la tradicional impensables antes de la Revolución francesa. Al cabo, con una concepción del poder que tratará de reconstruirse aquí a través el principio de autoridad.

Palabras clave: contrarrevolución; pensamiento reaccionario; guerra de la independencia española; auctoritas; potestas

ABSTRACT

Drawing on the historical background of the Peninsular War and the Liberal Revolution, this paper focuses on the anthropological foundations of the Reactionary thought and its importance in political practice. Particularly, how this thought conceives time and history, what place the man in its course has. It shows how this historical anthropology is involved with a particular political anthropology that incorporates to the traditional new elements unthinkable before the French Revolution. After all, with a conception of power, which here we will try to rebuild through the principle of authority.

Key words: counter-revolution; reactionary thought; Peninsular War; auctoritas; potestas

EL PENSAMIENTO REACCIONARIO ATRAVÉS DEL PRINCIPIO DE AUTORIDAD

Javier López AlósUniversidad de Alicante

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22 El pensamiento reaccionario

Quiere llamarse aquí la atención sobre la dimensión pragmática de esta publicís-tica: una suerte de Teoría del Estado avant la lettre, la adaptación al contexto revolu-cionario de los viejos modelos católicos sobre el gobierno temporal. Quizá este punto, que afecta al propio concepto de soberanía, sea el más visible de la polémi-ca contrarrevolucionaria, aunque no nec-esariamente es el más claro. En los estudios sobre la España liberal el espacio dedicado a los grupos que se opusieron u obstaculizaron el desarrollo de la misma no puede considerarse pro-porcional a su incidencia. Tampoco dar por zanjada la cuestión, tanto si se con-sidera que hubo plenamente Revolución liberal o no, mejora nuestra información y refl exiones acerca de cómo se sitúan ante los cambios políticos y sociales que cierran el Antiguo Régimen aquellos sectores más hostiles a la modernidad. Se trataría de poner de manifi esto la relación entre su postura y sus intereses consolida-dos, entre los cambios que se producían y las posibilidades u oportunidades que éstos les ofrecían, en defi nitiva, entre lo que Koselleck llamó campo de experiencia y horizonte de expectativas, tensión en la que podemos reconocer los indicios de una lógica de los comportamientos y aconte-cimientos históricos.1 Por desgracia, los acercamientos a la publicística contrarrevolucionaria en Es-

1. Koselleck (1993).

paña han estado condicionados por situa-ciones políticas con demasiada frecuencia inestables. Así, a menudo se han interesa-do sólo en demostrar su carácter tradicio-nal y netamente español.2 Otras veces, en afi rmar una cierta modernidad en estos autores, a los que la injusticia de la poste-ridad habría tratado de involucionistas.3 Y, en cuanto a sus críticos, partidarios de la apertura política, la obra de Javier Her-rero Los orígenes del pensamiento reacciona-rio español supuso un hito decisivo para el desenmascaramiento de escritores tan poco originales como benéfi cos para la convivencia política de los españoles.4 A la postre, básicamente la actitud ante la obra reaccionaria se ha polarizado en términos fi losófi camente muy poco productivos, al tiempo que históricamente discutibles, entre otras razones, porque delinean ban-dos a los que los especialistas posteriores pueden sumarse sin cuestionar de nuevo su precisión. Por eso parece oportuno y necesario, casi cuarenta años después del último gran estudio de referencia, volver sobre la cuestión y enfocarla desde otros supuestos. Éstos no escapan a la subje-tividad de quien decide investigar desde cierta perspectiva, pero tal vez arrojen mayor luz sobre el problema.5

2. Menéndez Pelayo (2000), Elías Tejada (1954).

3. Arriazu (1967), Suárez (1982).

4. Herrero (1994).

5. Weber, (2006).

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23Javier López Alós

Debe comprenderse la naturaleza política de la Reacción, es decir, su pecu-liar carácter programático. Ni la retórica tradicionalista ni la apologética signifi can un fanatismo irracional incapaz de iden-tifi car sus propios intereses. Al contrario, si uno considera la retórica política, la apelación al pasado es una herramienta para la obtención de ventajas en el futuro, o sea, un medio de legitimación. La Revo-lución es transformada por la Reacción en kairós o momento oportuno favorecido por la Providencia. Así por ejemplo, Anto-nio de Capmany se refi ere en 1808 a una guerra aún más santa que las cruzadas después de la cual, dice, “seremos mejo-res cristianos”.6 Hablar de proyecto reaccionario, en suma, es responder a la pregunta momento oportuno para qué cosa. Es la razón por la cual conviene analizar el pensamiento reaccionario en confrontación con el sig-nifi cado de la fi losofía política moderna, lo que permite hablar de un pensamiento conservador, pese a sus líneas de continui-dad, distinto al conocido hasta entonces, y que bien puede aquí llamarse subversivo. Para que estas afi rmaciones se sosten-gan, se articularán en torno al que pode-mos considerar el concepto clave para la comprensión del pensamiento más crítico con la modernidad y, en particular, el reaccionario: el principio de autoridad.7

6. (Capmany,1988: 93).

7. Arendt (1996).

Tiempo y autoridad

El horizonte político de la Reacción es el mundo medieval. Estos siglos, que no suponen un momento histórico concreto, son evocados como la edad dorada del orden católico. Hay una importante carga mítica en esa recreación de la doble so-ciedad perfecta entre poder civil y poder espiritual, capaz de considerar el confl icto entre ambos como excepcional en lugar de reconocer su constante contradicción. Se-gún esta pintura, la armonía de la política premoderna habría venido a ser quebrada por la Reforma protestante, punto cero de la decadencia de los tiempos moder-nos. La época revolucionaria, la expresión máxima de esa caída, podría convertirse también en el punto de infl exión para el retorno a los ideales que tantos benefi cios habían procurado a la felicidad temporal y espiritual en otros siglos. Desde luego, todo esto tiene que ver con la comprensión católica del sentido de la vida humana, de su carácter cons-titutivamente social y con la primacía de los deberes hacia el télos colectivo de la salvación del alma por encima de los de-rechos individuales. Propia de la política premoderna, la metáfora organicista del cuerpo (social) indica un compuesto ar-ticulado por diversas partes con una fun-ción específi ca. Esta función corresponde al cumplimiento de su propia esencia, de manera que la razón de ser de cada cual se

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mide respecto al conjunto del ente social. Es decir, en este sentido la heterogenei-dad política medieval tiene que ver, o está atravesada, por la idea metafísica de una potencia inmanente a los agentes sociales que los convoca al bien, esto es, al orden merced a una dynamis interna que les es propia. Las condiciones y objetivos últi-mos del estado social y su evolución tem-poral son así defi nidos por una instancia externa al mundo sensible, y su interpre-tación no podrá depender más que de los agentes legítimamente autorizados para ello: la voluntad o el acuerdo contractual, desde el punto de vista premoderno, no pueden crear condiciones que dependen de la naturaleza de las cosas. En ello ra-dica la condena a los modelos inspirados en el mecanicismo, en que ignora ésta y pretende la creación de nuevos entes o el apartamiento de las cosas “del fi n de lo criado”.8

A. Crisis de sentido como crisis de autoridad. Teniendo esto presente, podemos com-prender que el reconocimiento del senti-do inmanente de la existencia humana y los derechos a los que ésta se halla unido, han de trastocar de modo decisivo la propia interpretación de los hechos histó-ricos. En defi nitiva, la crisis de autoridad es la crisis del fundamento del mundo, de sus condiciones de evolución también;

8 (Pérez y López, 1785: 60). Acerca De Esta Obra Galindo Hervás (2007).

en palabras de Hannah Arendt, “como si estuviéramos viviendo en un universo proteico y lucháramos con él, un universo en que todo, en todo momento, se puede convertir en cualquier cosa”,9 situación que abría unas expectativas esperanzado-ras para los revolucionarios e inquietantes para quienes detentaban su autoridad en virtud de la tradición. Deudor de un cierto fi nalismo, el Progreso emancipador descansa en bases incompatibles con el viejo bonum de la tradición escolástica. El cuestionamiento no tanto de las tradiciones como del valor directivo de las mismas, la autoafi rmación de las po-sibilidades de la razón humana en cuanto a la comprensión y organización de la na-turaleza como susceptible de ser materia histórica, afectan de modo particular a las instancias que hasta entonces regulaban el signifi cado del mundo: ideas, valores e instituciones. De este modo, muchos tér-minos mutan de sentido y la inestabilidad semántica es ya inseparable de la inestabi-lidad política. Entender esto es clave para hacerse cargo de la novedad que suponen los conceptos políticos en sentido moder-no, pues no sólo tratan de designar una realidad, sino que sobre todo pretender modifi carla. Esta conciencia de la histori-cidad de los conceptos puede rastrearse en obras como la del jesuita de origen sueco Lorenzo Thjulen, quien en su Nuevo voca-bulario fi losófi co-democrático de 1799 tenía

9. (Arendt, 1996:105).

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como pretensión avisar y, esto es lo más importante, rectifi car los usos indebidos y maliciosos de la fi losofía revolucionaria. A modo de ejemplo:

Es verdad que las voces son las mismas; pero también lo es que muchísimas de ellas, y de las de más importancia, no signifi can ya lo que antes signifi caban. Es verdad, repito, que son las mismas voces; pero también es cierto que un sinnúmero de ellas, lejos de explicar lo que hasta aquí han explicado, no tienen otro uso que signifi car lo contrario de lo que suenan (Thjulen, 1823: 5).

Las fuentes de la época –y toda la suer-te de diccionarios y catecismos son una muestra de ello- contienen infi nidad de testimonios que nos permiten hablar de una lucha semántica, más bien que léxica. El problema no sería tanto la diferencia de palabras como de signifi cados. De hecho, si hay un término con el que la Reacción descalifi ca las voces modernas es el de “falsas”. La presencia en el último tercio de siglo de expresiones como “falsa fi lo-sofía” o “falsa ilustración”, incluso en el título de algunas obras importantes de los autores más refractarios a los tiem-pos modernos,10 exhibe un énfasis en la negación propio de quien ve en peligro la preeminencia de lo hasta entonces verdadero. Es el énfasis característico del género apologético, constitutivamente reactivo en su funcionamiento. Más aún:

10 Fernando De Zevallos (1774-1776).

la profusión de estos epítetos referentes a la autenticidad o no de los nuevos usos y palabras revela por encima de todo la necesidad de ratifi car una facultad de ca-lifi cación sobre lo que es cierto y lo que no, lo que puede creerse y cómo debe creerse. La ortodoxia doctrinal consiste precisamente en eso, en la adecuación de un cuerpo de postulados a una estructura jerarquizada de valor. El dogma no sólo es establecido sino también custodiado por una autoridad reconocida.

B. Filosofìa de la historia y nuevos clercs. La crisis de sentido, este universo proteico que resulta ser la modernidad, está direc-tamente en relación con la aparición de nuevos clercs, nuevos grupos aspirantes a constituirse en la elite intelectual y guía moral de la sociedad, portadores por tanto de valores que apelan a fuentes de legitimidad distintas, como singular-mente la Razón. Koselleck estudió mi-nuciosamente este proceso a través de la institucionalización de la Crítica ilustrada. A su vez, mostró que la singularización de las historias en una Historia Universal, una historia sobre la que cabía refl exionar en sí misma, proporcionó la posibilidad de un pronóstico calculado y que inevi-tablemente ello supuso a su vez un des-plazamiento en las instancias interpretati-vas del porvenir.11 Así, en el siglo XVIII, cuando se produce la consolidación de los

11. (Koselleck, 1993: 29).

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estados modernos, la fi losofía de la histo-ria es inseparable de la idea de pronóstico racional y a la legitimación de éstos sirve (u orienta), como puede verse en muchos testimonios a partir de 1770.12 Pues bien, todo ello entra en colisión con quienes detentaban esa función de intérpretes del devenir humano en el mundo. Desde este punto de vista tradicional, que proclama que la religión es el lengua-je de la verdad,13 no tiene nada de extraño que la lucha por el verdadero sentido de las cosas se plantee como guerra de reli-gión. Que la guerra a la Revolución y a la Filosofía, representadas en este caso en la fi gura de Napoleón, se reivindique en términos de lucha contra el infi el tiene más motivos que la hipérbole. En primer término, supone una afi rmación de au-

12. El autor alemán ha dedicado páginas funda-mentales al esclarecimiento de la relación entre cri-sis y fi losofía de la historia, entre las cuales debemos signifi car dos observaciones: “pertenece a la esencia misma de la crisis la existencia de una decisión pen-diente y todavía no adoptada […] la crisis provoca la pregunta por el futuro histórico”; y poco después la defi nición clave: “la fi losofía de la historia es el rever-so del pronóstico de la revolución. En su mutua rela-ción de intercambio se pone de manifi esto la crisis” (Koselleck, 2007:115).

13. de ahí se sigue el privilegio directivo de sus exégetas: “debéis prestar total asenso a las ss. escritu-ras y seguir el juicio de los concilios y de los padres que son el órgano de la verdad”, tal y como se afi rma en el panfl eto antijansenista El anacoreta del moncayo. examen crítico-histórico-canónico del papel que dio a luz el solitario católico bajo el título de juicio histórico-canónico-político de la autoridad de las naciones en los bienes ecle-siásticos.

toridad sobre la esfera política. La crítica principal a la Revolución y a la Filosofía es, y por eso se les hace hijas de Lutero y el libre examen, su desobediencia. Ambas ignoran los límites establecidos, las jerar-quías y la menesterosidad de la condición humana. El optimismo que se asocia a la antropología católica se basa en la fe y en las obras, en la posibilidad de recibir la gracia del perdón como acto de miseri-cordia divina. Éste es principal interés de la existencia y a él deben dirigirse todos los esfuerzos. Revolución y Filosofía son dos ejem-plos de un mismo olvido del Creador, del pecado de soberbia, el pecado por excelencia de los tiempos modernos, que es la falta del ángel rebelde Lucifer. El obispo de Santander Menéndez de Luarca comparará durante el Sexenio: “todavía creciendo siempre la soberbia de aquel Behemoth (diablo Lucifer) que quiso ser como Dios y comunicando a sus súbditos la soberbia que tiene entrañada el que est Rex super omnes fi lios superbiae.”14 Por su parte, fi lósofos y jansenistas son los ejemplos aducidos por los obispos de la pastoral colectiva de Mallorca de diciem-bre de 1812: “la fi losofía y el jansenismo fomentan la rebelión contra toda autori-dad la más legítima y respetable”.15

14. Cit. En (Perlado, 1971: 419).

15. Instrucción pastoral de los ilustrísimos señores obispos de lérida, tortosa, barcelona, urgel, teruel y pam-plona al clero y pueblo de sus diócesis, valencia, 2ª edi-

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Así pues, el restablecimiento del orden pasa inevitablemente por restaurar la autoridad tradicional,16 ésa que tenía a la Teología como facultad superior y con-cebía los cambios políticos en un tiempo lento en el que la prudencia de los intér-pretes se imponía a las tentaciones de in-novación de los legisladores, al modo de la Edad Media.17

C. La Cruzada como afi rmación de autoridad sobre la soberanía temporal. La llamada a la Cruzada reproduce también la estructura política de la doble sociedad perfecta: la califi cación depende del poder religioso y obliga al poder civil a su auxilio. Ello pretende consagrar la superioridad de los fi nes espirituales sobre los temporales y una correspondiente potestas indirecta res-pecto a su soberano. Tales implicaciones pueden muy bien comprobarse en los discursos reaccionarios, que, partiendo de la premisa de una guerra de carácter religioso, exigían a las Cortes actuaciones coherentes con esa situación en toda la extensión de sus funciones. Estos exhor-

ción, imprenta de los yernos de josé estevan, 1814.

16. “En marzo de 814 llegó nuestro rey a España. el dios que le llevó a lejanas tierras para que en su ausencia recibiéramos el castigo de nuestros pasados delitos, nos le trajo compadecido de nosotros, y con él nos restituyó la paz, la unión, la felicidad que sus-pirábamos […] se borraron del medio de los tiempos cuantas ordenaciones y reformas en su ausencia se habían establecido” (Vélez, 1825: ii xxiv).

17. Grossi (1996).

tos de Vélez son muy claros al respecto: “¡Estadistas! los intereses del estado están siempre en razón de los de la religión. ¡Políticos! la fuerza física y moral de una nación estriban en la virtud. ¡Filósofos! arreglad las leyes civiles al evangelio, y se hará la felicidad de la nación”.18 Pero además la guerra religiosa se convertía en una guerra a muerte, una guerra total contra un enemigo sobre el que se tenía la facultad de designar la cul-pa. Desde ahí se podía sancionar el poder morir-deber matar correspondientes a la causa iusta. Los límites, inquietantemente difusos, tenían en un su indeterminación su mayor potencia política. Puesto que la Guerra de la Independencia es guerra de religión, pertenece a un confl icto mayor, de orden universal. Por eso la guerra pue-de continuar cuando Fernando VII ya ha regresado a España, por eso la represión está moralmente justifi cada por la Reac-ción: el confl icto contra Napoleón es, desde este punto de vista, la manifestación más visible de una lucha más profunda. La batalla contra el desorden revolucionario se encuentra inscrita en la oposición ad nativitatem entre cristianismo y fi losofía, resumida por Vélez en su cómputo de una guerra que cuenta con diecinueve siglos:

Guerra terrible declarada en el primer si-glo de la iglesia y sostenida con calor hasta en el diez y nueve que contamos.

18. (Vélez, 1825: 156). A propósito de esta obra del año 1812, puede verse López Alós (2009).

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Sostener la eternidad de la materia: negar la libertad humana unas veces, otras ensalzar la naturaleza, de suerte que nada le sea necesario: poner dos principios en todos los seres, uno bueno y otro malo: afi rmar no haber premio para la virtud, castigo para el delito, ni vida eterna: negar la divinidad de Jesucristo, la necesidad de su fe y de su religión católica para salvarse: estas son las doctrinas que la fi losofía en-señaba por sus maestros, en oposición a la moral y fe cristiana, que ha hecho revivir en casi todos los siglos (Vélez, 1825: 17).

Aún más, todo formaría de la lucha uni-versal del Bien contra el Mal, guerra santa que habrá de saldarse con el triunfo de la Iglesia de Jesucristo al fi nal de los tiempos. Este diagnóstico de la guerra ofrecía la posibilidad de una vigilancia moral suma-mente fl exible en su duración, intensidad y objetivos. En realidad, un reforzamiento de la autoridad espiritual en la organiza-ción política y social del Estado. Pero hay otro elemento decisivo en todo esto, el Providencialismo. La Reac-ción considera la intervención de Dios en el curso de los acontecimientos históricos, y para ello reconstruye la lógica de la repa-ración de la culpa: caída-purga-redención. El fi n de la existencia (en cuanto télos) y el fi n de los tiempos (en cuanto fi nis) conver-gen en el punto de la salvación. El énfasis en la localización de la fuente de los males y la atribución del pecado en proporción a la desobediencia de lo establecido por las autoridades tradicionales también es aquí característica. La intervención provi-

dencial sirve para reinterpretar la crisis en clave muy ventajosa para la Reacción: se trata del castigo de Dios por los pecados de los hombres como medio para su sal-vación. El providencialismo contrarrevolucio-nario supone de facto una teodicea histó-rica, una explicación de mal en el mundo a través de una selección de aconteci-mientos en el tiempo. Se aparta de mo-delos antiguos como el de San Agustín, que consideraba una radical separación entre la Ciudad de Dios y el insignifi cante discurrir de la mundana. Y va más allá del providencialismo de Bossuet, del que puede decirse que había constituido una “teología de la historia política” en la que relacionaba historia sagrada e historia profana. Como en éste, el desorden del mundo es sólo aparente y se encuentra en realidad gobernado por la sabia mano de la Providencia. Una visión consolado-ra, pero en ningún caso un acicate para la intervención humana. Al contrario, el cuadro apocalíptico, la idea de lucha fi nal, acarrea una fuerte dosis de impaciencia. La retórica del Apocalipsis propone algo más que una interpretación restringida de los acontecimientos, pues identifi ca un momento defi nitivo que contiene un potencial movilizador inigualable. El pro-videncialismo reaccionario prolonga las viejas doctrinas providencialistas de ma-nera que el eschaton hacia el que la historia se dirige, en un recorrido que sólo puede

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ser comprendido por la fe, da señales de su cumplimiento. La interpretación de estas señales es en sí mismo un privilegio, una concesión santifi cada por la tradición. De ahí que pueda hablarse de una teolo-gía de la historia reaccionaria frente a la emergente fi losofía de la historia. La clave distintiva del providencialis-mo contrarrevolucionario frente a los precedentes radica en que deja de ser la espera confi ada de una promesa y urge a la acción ante la inminencia del fi n de lo tiempos. Que el Anticristo sea mentado con tanta frecuencia implica algo a tener en cuenta, la necesaria existencia de una fuerza que contenga su avance. Lo que en términos escatológicos llamaríamos katechóntos, la barrera contra el mal, es la propia Iglesia de Jesucristo. Tal es la mejor garantía para que las fuerzas del pecado sean derrotadas. Ahora bien, y esto es fundamental, el Apocalipsis al que los reaccionarios apelan no es en realidad otra cosa que un instrumento retórico: si uno lee los discursos en los que tales ca-tegorías aparecen, podrá comprobar que el fi nal de los tiempos contemplado en el horizonte más próximo es sin embargo un momento tras es el que la historia del mundo ha de continuar. Hay aquí una llamativa transferencia desde el ámbito político revolucionario: el cambio de era se dará en el seno del mismo mundo terre-nal. Puede comprenderse entonces mejor la función mítica del horizonte medieval,

en tanto que orden social natural, lo más parecido a las perfectas disposiciones de Dios. Por otra parte, el providencialismo contrarrevolucionario está guiado por una de aprovechamiento que se resume en la fórmula “sacar bien del mal”. No esto tampoco un rasgo genuino de la Reacción española. Es así que Joseph de Maistre podía califi car como milagro un hecho para él tan lamentable como la Revolución de Francia. Por supuesto, si se refería a este acontecimiento de ese modo no era por su bondad intrínseca, sino por las consecuencias y las posibilidades de reparación que abría. Para autores como el conde saboyano, la crisis política, el es-tado de excepción, eran instrumentos con los que Dios castigaba los pecados de los hombres. Dios, decía Maistre, a veces se servía de los medios más viles para pro-curar los más altos fi nes. De este modo, podía llamarse al sacrifi cio en virtud de un bien mayor, al margen de que éste fuese o no comprendido.19

La violencia reaccionaria debe encua-drarse en este esquema. La califi cación de acontecimientos históricos como señales de la cólera divina permite una suerte de genealogía de los males harto elástica. La localización de los culpables y la repara-ción de sus faltas es un asunto colectivo, pues en todos ha sido sufrido el daño. De esta manera el amor caritativo puede ha-

19. Maistre (1955). En Especial, Véase El Capítulo Ii.

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cerse compatible con la más cruda violen-cia: ya no se trata de un enemigo privado –inimicus-, sino de un enemigo público –hostis-. Contra éste no sólo está auto-rizada la violencia, sino que se presenta como obligación moral, cual aparece en-tre los Mandamientos de España: “El quinto no matarás / de tu prójimo a ninguno,/ los gabachos uno a uno,/ matarás los que podrás.//”20 El odio y la venganza son condenados como sentimientos particu-lares, pero se proclaman cuando se trata de purgar a los que ofenden a Dios en su Iglesia, en su rey o en su pueblo. “El odio es hijo de la verdad”, afi rma Cerezo,21 en cuyo caso queda bendecida la vindicta publica sin que ello altere la condena de la venganza particular y el preceptivo per-dón ante las ofensas del prójimo. La gran contradicción reaccionaria, el hecho que permite hablar de oportu-nismo, es la convivencia de la crítica a la fi losofía de la historia con la práctica de un escrutinio de la voluntad divina a tra-vés de los acontecimientos del presente; su refracción hacia el pronóstico calcula-do junto a las predicciones milenaristas perfectamente reguladas. En suma, la administración de los tiempos históricos gracias a una acomodación de las expli-

20. (Diego García 2007: 218).

21. El Ateísmo Baxo El Nombre De Pacto Social Propues-to Como Idea Para La Constitución Española. Impugna-ción Escrita Por Fr. Luis Cerezo, Agustino Calzado, Valencia, Imprenta De Francisco Brusola, 1811, P. 97.

caciones providencialistas a un contexto revolucionario que se había presentado a sí mismo como el comienzo de un tiem-po nuevo. Un tiempo nuevo que, para la Reacción, amenazaba con un hombre nuevo.

Derechos del hombre y autoridad

Es un punto de común acuerdo fi jar los principios de la fi losofía política moderna, en contraste con la medieval, a partir de la separación entre la esfera moral y la esfera política en la propia concepción y ejercicio del poder. Ello, que se produce en el marco de la nueva consideración estatal cuya razón superior hay que proteger frente a cualquier otro agente (como fue teorizado por Maquiavelo), se verá complementado decisivamente por la aportación bodiniana del concepto de soberanía como “poder absoluto y perpe-tuo de una república” y, sobre todo, por el modo en que Thomas Hobbes acomete la cuestión. Precursor del realismo político, el autor de Leviatán, pondrá de manifi esto la primacía de la seguridad y la obedien-cia de los súbditos a partir de un modelo contractualista que apelaba a razones de efi cacia y no de convicción.22 Todo este largo proceso sería difícil de comprender sin el reconocimiento de las consecuen-cias históricas y políticas de la Reforma protestante. No cabe duda que la separa-

22. Duso (2002).

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ción de las esferas política y religiosa, y del ámbito exterior de la conducta y del interior de la conciencia, por citar dos ex-ponentes muy claros, removían las bases del iusnaturalismo católico de raíz esco-lástica. Se trataba, por lo tanto, de la crea-ción de un derecho que respondiera a los nuevos imperativos religiosos, pero tam-bién sociales y económicos de un mundo mercantil en expansión: en esas claves debe inscribirse la aparición y desarrollo del derecho natural racional. Se trataba de un derecho compuesto que acudía a su fundamentación en la naturaleza huma-na. De ahí que las discusiones teológicas acerca de la naturaleza corrupta de los hombres, la libertad y la gracia, etc., sean vistas por los publicistas católicos de la Contrarrevolución como el origen de los males modernos o la semilla revoluciona-ria. Así, puede hablarse de afi nidad entre libre examen e imprescriptibilidad de ciertos derechos como constitutivos de la naturaleza humana. El estudio y recurso al derecho natural racional permitía aspi-rar a una nueva sociedad, a hacer realidad en el orden político la metáfora cartesiana de la tabula rasa. De ahí la afi nidad electiva entre revolución y constitución, como el nuevo calendario de 1793 ejemplifi ca tan palmariamente. Para los autores de la Reacción, los derechos del hombre eran sólo una des-dichada fantasía. Según el objetivismo de la tradición católica, que considera el de-

recho un predicado de las cosas y no una disposición de la voluntad de los sujetos, no podía ser el hombre quien proclamase de sí mismo una serie de derechos na-turales. Tal cosa sólo podía provenir del exterior de su conciencia, esto es, de Dios. Pero si hasta ese momento tales ideas ha-bían resultado desconocidas, si resultaban ajenas al cuerpo de la verdad revelada, no podían tampoco derivarse de la voluntad divina. Así pues, se trataba de una fantasía sobre la que el sujeto pretendía reclamar una naturaleza distinta para sí. Expresio-nes como “falsa libertad”, “derechos ima-ginarios” o “igualdad metafísica” quieren desacreditar estos derechos como manio-bras de la fi losofía moderna para alterar las jerarquías establecidas. Este párrafo del Filósofo Rancio servirá para ilustrar esta postura:

Conque según eso la igualdad es puramen-te metafísica; pues solamente en las ideas metafísicas se halla. Conque la tal igualdad no pudo verifi carse sino en un pacto social metafísico, y por consiguiente en una re-pública metafísica, porque en lo físico la tal igualdad está escondida allá adentro donde los pactos sociales no alcanzan. Quedemos pues en que esta igualdad natural entre no-sotros es metafísica y en que tratamos del pacto donde se reunió la sociedad física.23

Una vez más, el problema radica en la pretensión de omnipotencia que los nue-vos fi lósofos tienen, pues, de lo contrario

23. (Alvarado, 1816: 20).

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no puede entenderse el atrevimiento de rectifi car a Dios. Para la ortodoxia cató-lica, en realidad el hombre no tiene dere-cho a nada tras el primer pecado. A Dios le debe la vida y la oportunidad, pese a su naturaleza corrupta, de salvar su alma: “los imprescriptibles derechos del hom-bre son tres: 1º. Nacer de mujer; 2º. Vivir poco tiempo; 3º. Verse harto de muchas miserias […] ¡Eternos atributos del hom-bre! Blasfemia, blasfemia. Mordazas, mor-dazas al blasfemo, si conocido su error no se aparta de él”, responde el agustino Ce-rezo.24 Por tanto, su ser natural no implica derecho alguno, sino obligaciones. La idea católica de libertad, que es la que la Reacción contrapone a la liberal, es dependiente del principio de obligación y obediencia. El libre albedrío consistiría en la facultad humana para cumplir con el deber. La propensión al orden y al respeto por las autoridades constituidas puede cap-tarse fácilmente. A su vez, el rechazo a la libertad como facultad de hacer, una liber-tad proclive a la producción y al cambio.25 En ausencia de prohibiciones, la li-bertad puede considerarse absoluta, que es el caso de la libertad natural. Pero la libertad civil se encuentra restringida por las leyes. A juicio de la Reacción, en una crítica que puede encontrarse también

24. El Ateísmo Baxo El Nombre De Pacto Social, 64.

25. Para Una Explicación Más Extensa De Esta Oposición, Rivera García (2006).

en algunos ilustrados católicos,26 ésta no sería una auténtica libertad si depende de leyes puramente civiles debido a que pueden ser cambiadas arbitrariamente. La libertad debe arreglarse a unos fi nes determinados. El vínculo de la libertad, por encima de la ley positiva, es con Dios: es el derecho natural divino el que le mar-ca sus obligaciones respecto a su Creador y al resto de sus congéneres. No en vano, la ley positiva debe orientarse por los pre-ceptos de la ley natural. Así las cosas, la libertad moderna es concebida como ilimitada, pues se consi-dera que la coacción interna, la base de la autonomía moral del individuo, es insufi -ciente para dominar su naturaleza torcida. En este punto se basan los reaccionarios para hablar de la ausencia de freno y de una libertad propia de bestias sometidas al frenesí de los sentidos. Para Cerezo el pacto social equivale a fuerza social en una “sociedad afi losofada”; el pacto social es un pacto carnal, incluso pacto infernal, pues-to que identifi ca la apelación a la coacción interna como la ausencia de toda coacción: “Luego si el hombre sólo tiene freno para no dejar correr sus deseos en daño de los demás hombres, podrá sin freno dejarlos correr contra al honor de Dios: luego no está obligado a Dios: luego no tiene necesa-ria relación con Dios. Esto es ser ateísta.”27

26. Por Ejemplo, En El Año 1788, Torres Flórez, (1995).

27. El Ateísmo Baxo El Nombre De Pacto Social, 15 Y 61.

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Por lo tanto, la comprensión reac-cionaria de la libertad tiene un carácter netamente material. La libertad lo es si es para alguna cosa concreta, al contrario del formalismo que achaca al iusnatura-lismo racional, y supone una sociedad naturalmente constituida a cuya conser-vación y perfeccionamiento coopera con el virtuoso ejercicio de sus facultades. Ese propósito es el que se recoge en las Le-yes Fundamentales, no en las artifi ciales constituciones modernas. El tratamiento de los otros grandes derechos modernos sigue esta misma senda de conformidad respecto a lo que se tiene por naturalmen-te querido por Dios. En cuanto a la igualdad, ésta sólo tiene sentido con respecto al Creador. En cuyo caso sí puede decirse que todos los hom-bres son iguales. Cualquier pretensión que vaya más lejos entra en el territorio de la herejía. Como hemos visto antes a través de la metáfora orgánica, la socie-dad que defi enden los reaccionarios es una sociedad de elementos diferentes que se combinan con sabiduría y forman un compuesto armónico. Esa heterogenei-dad supone que a cada parte corresponde una serie de obligaciones y, con respecto a otras, rasgos distintivos. Los privilegios tienen esta función, de manera que puede decirse que las desigualdades sirven al or-den de querido por Dios:

todo me dice, apenas abro los ojos, que no hay ni independencia ni igualdad entre

los hombres; que la naturaleza repugna este estado; y que por el contrario ella es la que prescribe la desigualdad, y la mutua dependencia para la conservación de los hombres. La sociedad se acabaría, si el hombre fuera absolutamente libre para hacer impunemente cuanto le placiese; o fuese totalmente igual en sus fortunas y destinos. La misma naturaleza inspira a todo hombre a estar sujeto a otro poder (Velez, 1825: II-17).

Además de refl ejar una naturaleza so-cial jerarquizada, según la tradición esco-lástica, recuerda los deberes de cada cual y da ocasión para practicar virtudes como la caridad.28

Las alusiones a la igualdad como de-recho individual tenían unas resonancias revolucionarias que a nadie escapaban, pero fueron extremadas por la recepción reaccionaria. La igualdad defendida por los liberales de Cádiz era una igualdad formal ante la ley.29 De ningún modo una igualdad material. Los reaccionarios se re-fi eren a las propuestas doceañistas como partidarias de una igualdad absoluta, pero una tal homogeneidad ni se daba ni se pretendía. Lo que sí es cierto es que la unidad de jurisdicciones y la batalla con-tra los privilegios tenían un marchamo revolucionario por cuanto anunciaban el fi n constitucional de la preeminencia de los cuerpos intermedios en la vida civil

28. (Lorenzo De Villanueva, 1793: 52).

29. Lo Que No Obsta Para Que Su Tratamiento Se Encuentre Preñado De Distinciones. Sobre Ello, Véa-se (López Alós, 2009: 299-312).

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española. Autores como José Joaquín Co-lón acertaban aquí al decir que el fi n de las distinciones era el fi n de la nobleza.30

Por lo demás, este impulso igualatorio quiso ser denunciado como prueba de las veleidades democráticas de la Constitu-ción del Doce, tal y como puede verse so-bre todo en el conocido como Manifi esto de los Persas.31 Pero, como sabemos y ellos mismos desmienten, no se encontraban las aspiraciones democráticas entre los ideales doceañistas. Tanto el concepto moderno de liber-tad como de igualdad tienen profundas consecuencias en el de propiedad. No en vano, en la disputa por la propiedad se cifra buena parte de la polémica contra-rrevolucionaria. A grandes rasgos, podría decirse que el núcleo de la incompatibi-lidad entre ambas comprensiones de la propiedad se encuentra atravesado por la idea de fi nalidad de la existencia humana. Desde el punto de vista de la Ilustración clásica, la propiedad se reconocía como derecho subjetivo, condición de la seguri-

30. Colón (1814).

31. Representación Y Manifi esto Que Algunos Diputados A Las Cortes Ordinarias Firmaron En Los Mayores Apuros De Su Opresión En Madrid Para Que La Majestad Del Sr. D. Fernando El Vii A La Entrada En España De Vuelta De Su Cautividad, Se Penetrase Del Estado De La Nación, Del Deseo De Sus Provincias, Y Del Remedio Que Creían Oportuno, Aranjuez, 12 De Abril De 1814. Edición Y Estudio A Cargo De Mª Cristina Diz-Lois, Pamplona, Universidad De Navarra, 1967. Puede Encontrarse Una Edición Digital Con Estudio Introductorio De (Rivera Garcia, .2007: 21-26).

dad, y factor clave para la autonomía de la voluntad. Esto es, la propiedad era con-dición para la autodeterminación moral del sujeto. En ello había un principio de igualdad, en cuanto se trataba de un dere-cho universal, pero la igualdad respecto a la propiedad no se reconoce en el sentido un disfrute equitativo de los bienes, sino en el de su mismo derecho a procurarse los medios de su felicidad por la razón común de su humanidad.32

Por el contrario, la idea católica de felicidad adopta la forma de obligación moral externa. Los fi nes y los medios para alcanzarla no dependen de la voluntad autónoma del sujeto, sino de la adecua-ción a los deberes naturales que Dios ha dispuesto. Por eso el valor de los bienes no se cifra por su potencial disfrute, sino por su utilidad respecto a la conservación del orden social. Ello, que implica una ética de deberes concretos asimilable a la idea clásica de los ofi cios y que impele a cada cual a cumplir del mejor modo en el lugar de la sociedad que ya ocupa, choca de frente con un concepto de propiedad que favorece la aparición de las socieda-des burguesas y que replantea las condi-ciones de acceso al mercado económico. Se entiende así mejor la afi nidad entre la concepción premoderna de la propiedad y la sociedad agraria. Máxime porque el dominio útil forma parte de la jurisdicción sobre la tierra: propiedad, orden, dura-

32. (Villacañas, 2004: 77-92).

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ción y utilidad se inscriben en un mismo marco de estabilidad. La comprensión reaccionaria de la propiedad considera una vez más que el hombre no puede ser propietario de nada por naturaleza, pues por naturaleza su condición es de necesidad. En palabras del Filósofo Rancio: “Dios me crió a mí como a todos ustedes, y me crió para sí, y yo en todo sentido soy una propiedad de Dios.”33 Que la propiedad liberal servía al proyecto de la independencia civil era algo que los reaccionarios tenían muy cla-ro. En pocas palabras podría decirse que esta forma de propiedad amenazaba la autoridad tradicional. Y esa autodetermi-nación en la tarea de la felicidad individual se daba a despecho del olvido del verda-dero y legítimo destino humano o, dicho de otro modo, negando el pecado por el que la especie fue condenada a la escasez. La organización corporativa del trabajo tiene que ver con esta misión común de reparación, así como el derecho de gentes sirve a la organización de la mutua depen-dencia. En defi nitiva, el concepto de propiedad liberal exigía un reconocimiento positivo del principio de igualdad que permitiese la libre concurrencia y la seguridad ju-rídica de los agentes económicos. Ello arrostraba dos consecuencias decisivas con respecto al principio de autoridad: el examen de privilegios (lo que singular-

33. (Francisco Alvarado, 1824-25: 426).

mente se traducía en una creciente unidad de jurisdicciones) y un nuevo ejercicio de potestad soberana.

Auctoritas y potestas.Reacción y soberanía

La instauración de un ius certum no puede sino romper con esa multiplicidad de interpretaciones que ofrece cada juris-dicción. En esta dirección, más allá de su éxito, cabe entender las quejas ilustradas sobre el carácter confuso de la legislación y las consecuentes tentativas de codifi ca-ción. La comunidad de juristas (maestros, jueces, notarios) que la glosa interesada de las fuentes romanas y canónicas había convertido en clarifi cadores de “los signos de los tiempos”, se reconoce en crisis cuan-do el derecho abandona su compromiso con la propia ontología medieval.34 A ello siguió de modo inevitable la aparición de nuevos clercs y es parte fundamental de la tentativa contrarrevolucionaria la recu-peración del monopolio de la dirección espiritual de la sociedad. Las críticas reaccionarias a la Consti-tución de Cádiz aluden una y otra vez a sus excesos. El primero de ellos, como es conocido, el abuso de sus atribuciones y la insufi ciente facultad de las Cortes para modifi car las Leyes Fundamentales. El segundo y más importante, su rivalidad

34. (Grossi, 2003: 23).

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con la ley de Dios.35 Por seguir el hilo de las anteriores páginas, si bien es cierto que la Constitución del Doce no va precedida de ninguna declaración de derechos, no lo es menos que su artículo 4 consagraba la libertad civil y la propiedad individual (“junto a los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”, lo que a su vez implica necesariamente la igualdad civil). La circunstancia de que tales derechos no fuesen reconocidos por la Reacción más que como engaños produce que su constitucionalización se entienda como un atropello. La soberbia que demuestra el Congreso es la prueba de un despotismo desconocido. El obispo de Orense viene a lamentarlo así:

¿Quiere el actual Congreso nacional una soberanía tan absoluta, que exija una obediencia tan servil, y antes que una de-corosa y moderada libertad, la esclavitud y sujeción de los esclavos? ¿Y la nación española, nombrando diputados que la re-presentan, ha abdicado ni podido abdicar la soberanía que ha reconocido y declara el mismo Congreso nacional? Se la quiere libertar y precaver del despotismo posible y eventual de un soberano, y se la sujeta al de doscientos y más representantes que pueden abusar tanto y más que una perso-na del poder que se les da, y el que se abro-gan y convertirse en otros tantos déspotas (Orense, 1812: 4).

35. “¿Puede El Congreso, Puede La Nación Toda, Puede Todo El Género Humano Que Para Ello Se Juntase, Abolir El Octavo Precepto Del Decálogo, En Que Dios Y La Naturaleza Condenan El Insulto, La Detracción, La Irrisión Y La Maledicencia?” (Alvara-do, 1824: 20).

Es lo mismo que había tratado de hacer Napoleón cuando se propuso que el Esta-tuto de Bayona suplantase la constitución histórica. En ambos casos se trataba de acciones basadas en la fuerza, no en la au-téntica voluntad de la nación, voluntad que podía leerse en el arraigo de sus tradiciones y costumbres. De la nueva situación resul-tará un poder sin autoridad y precisamente la autoridad, que es lo que puede fundar (en el sentido de conservar, no de crear) las tradiciones; y la continuidad del orden establecido es la gran demanda que la contrarrevolución proclama, al margen de que sea o no ciertamente ése el orden que persiguen. Pues, contrariamente a lo que suele afi rmarse, no es 1808 el punto al que la Contrarrevolución pretende regresar. El ideal político del pensamiento reac-cionario es la forma de la monarquía tra-dicional católica, un sistema corporativo en el que la Iglesia tenía un papel acorde con la superioridad de los fi nes espirituales sobre los temporales y en que los demás cuerpos intermedios entre el trono y el pueblo complementaban la articulación de la vida social. Se trataba así de limitar el poder real y evitar el despotismo o la tiranía.36 No parece adecuado entonces seguir considerando a los serviles como absolutistas, si es que defendían la sobera-nía compartida. Puesto que absolutismo es un concepto que tiene sentido con res-

36. Para El Concepto De Tiranía En Esta Época, Vid. (López Alós, 2010: 77-88).

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pecto a la potestad soberana, es evidente que no puede ser absoluta si se encuentra limitada por las leyes o si ha de compar-tirse con la representación corporativa de la nación. Al cabo, el ideal de monarquía tradicional católica reconocía la autoridad espiritual, al punto que ésta sancionaba la legitimidad del gobierno civil. La oposición de la Reacción a la sobera-nía nacional tiene que ver con este punto: para ellos sancionaba el absolutismo de la representación, la omnipotencia asam-blearia, como probaban unas resoluciones que, no reconociendo la dirección moral de las autoridades tradicionales, prescin-dían de hecho de cualquier límite. Era, en palabras de Vélez, “la anarquía cimentada en una constitución”:

Cuando quiera, como quiera dirá: Esta constitución no me agrada: el que reina por ella cese ya: la ley me da este poder: mientras mi comitente haga por mí lo que yo haría en tal lugar, mi derecho será justamente representado por él; pero en el momento que disienta de mi opinión, él dejará de ser otro Yo moral, perderá el puesto de representante, volverá a ser un particular, y la autoridad con que regía se restituirá a su origen, de donde tomó el diputado de la nación: no hay ya cortes: cesó el poder de la regencia: acabóse toda constitución. Aquí está ya la anarquía por constitución.37

Ésta es la clave para entender la se-paración entre auctoritas y potestas. La

37. (Vélez, 1825: 260).

legitimación del poder descansaba en su-puestos no reconocidos por la Reacción, de forma que el régimen liberal, como se había dicho de la concepción política de Hobbes, era sólo producto de la fuerza. Es así que la llegada de Fernando VII, en relatos como el de los Persas, puede leerse como una liberación no sólo de unas ya derrotadas tropas francesas, sino de los grillos que la Constitución de Cádiz había puesto a la nación. Merece la pena repro-ducir una parte del fi nal del documento:

La divina Providencia nos ha confi ado la representación de España para salvar su religión, su Rey, su integridad y sus de-rechos a tiempo que opiniones erradas y fi nes menos rectos se hallan apoderados de la fuerza armada, de los caudales públicos, de los primeros empleos, de la posibilidad de agraciar y oprimir, ausente V. M […] indefensos a la faz del mundo hemos sido insultados, forzados y oprimidos […](Ma-nifi esto de los Persas, 1814: 4).

Por otra parte, que la Reacción rechace el carácter único e indivisible de la sobe-ranía equivale a la imposibilidad de acep-tar el concepto moderno de soberanía, en el fondo, el auténtico nudo gordiano tras el cisma reformado. El concepto de soberanía, que cobra su pleno sentido en el marco de las guerras religiosas, se hace difícilmente compatible con la multiplici-dad de jurisdicciones propia de los siglos medievales y supone la consideración como iguales de todos los gobernados, pues todos ellos se encuentran igualmen-

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te sometidos a su potestad. El carácter mecánico de la persona estatal, dios mortal tendente a la omnipotencia, es la gran amenaza sobre la que alerta la Reac-ción.38 Para la oposición antiliberal es una imagen recurrente. El cuerpo social tiene unas formas y proporciones naturales. Las mutaciones que afectan a la soberanía son engendros unas veces sin cabeza y otras con más de una. Lardizábal, para oponer-se a la soberanía nacional, dice que “sería una monstruosidad un Cuerpo Soberano independiente de su Cabeza”.39 Y los obis-pos de la Instrucción Pastoral, rechazan la intromisión civil en las materias eclesiás-ticas porque “habría dos cabezas, lo que sería realmente un monstruo que talaría la viña del Señor. Ésta es la doctrina de Domingo de Soto y de Natal Alexandro, que le cita con sumo elogio”.40 En el caso particular de la Iglesia católica, hacía más complicado su integración en las moder-nas formas políticas el hecho de prestar obediencia a otra instancia soberana de carácter universal y suprapositivo, el Pa-pado. En este marco puede verse también la defensa que de los bienes eclesiásticos y de las órdenes religiosas realiza la Reacción. La Instrucción Pastoral colectiva de Mallor-

38. Rivera García (2007).

39. (Lardizábal, 1811: 69). Sobre Esta Obra, Vid. La “Introducción” de Belén Rosa de Gea En La Bibliote-ca Virtual Saavedra Fajardo.

40. Instrucción Pastoral, Op. Cit., P. 173.

ca es seguramente su elaboración más conseguida. En ambos casos, se considera una intromisión civil; sea como latrocinio, sea como voluntad de laminación a través de la reforma de los regulares, se califi ca-ban como agresiones al cuerpo místico de Cristo, es decir, su Iglesia. En defi nitiva, ésta no poseía nada, pues sólo eran admi-nistradores de unos bienes que, aunque materiales, tenían una naturaleza espiri-tual sobre la que no podía inmiscuirse la magistratura civil, so pena de sacrilegio, delito de señaladas consecuencias en una guerra de religión en la que se trataba de ganar el favor providencial de Dios.

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 42-69. ISSN 1853-0451

RESUMEN

La crisis política de 1890 en Argentina ha sido estudiada principalmente desde la historiografía po-lítica. Los primeros trabajos han señalado que aquella crisis constituyó el origen de un movimiento esencialmente democrático. Por el contrario, trabajos más recientes matizaron aquella perspectiva y consideraron que la crisis estuvo vinculada más bien a formas de participación política del pasado. En el presente trabajo, en cambio, se busca realizar un análisis desde la perspectiva de los lenguajes políticos y a partir del estudio de una serie de ensayos escritos luego de la Revolución de la Unión Cívica que estudian las causas que condujeron a la crisis política. Este tipo de enfoque permitirá tanto recrear un cuadro aún más complejo del descrito hasta ahora como también superar las conclusiones dicotómicas de los estudios pasados.

Palabras clave: políticos, crisis 1890, Argentina, historia, sociología, moral

ABSTRACT

The 1890 political crisis in Argentina has been studied mainly by political historians. The fi rst studies have shown that the crisis was the origin of a democratic movement. On the other hand, the studies developed since the return of democracy during the 1980s considered that the crisis was mostly linked to older ways of political participation. Whereas most of the investigations about the crisis have been developed from a political history view, the present paper will make an analysis from a political languages perspective, by examining some essays written after the Revolution led by the Unión Cívica, and that studied the causes that had led to that crisis. This kind of approach will let us recreate a more complex picture than that shaped by the political history’s works, and so will allow us to go beyond dichotomous conclusions.

Key words: political languages, 1890 crisis, Argentina, history, sociology, moral

LENGUAJES POLÍTICOS EN TORNO

A LA CRISIS POLÍTICA DE 1890EN ARGENTINA:

HISTORIA, SOCIOLOGÍA Y LA CONFORMACIÓN DE LOS

DISCURSOS REVOLUCIONARIOS Y EVOLUCIONISTAS

FRENTE A UNA CRISIS MORAL

Leonardo D. HirschUniversidad de Buenos Aires

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43Leonardo D. Hirsch

1. La crisis de 1890 ysu historiografía

Después de la caída de Rosas en Caseros (3 de febrero de 1852)

tuvieron que pasar treinta años para que un régimen político pudiese comenzar a consolidar el orden en todo el territorio de la República Argentina. Hasta 1874 la provincia de Buenos Aires y su dirigencia política tuvieron un lugar central en el proceso de construcción de poder a escala nacional, pero esta centralidad fue arre-batada por una red de pactos provinciales que dio lugar al Partido Autonomista Na-cional (PAN)1.

En 1880, como producto de la disputa electoral por la Presidencia entre Carlos Tejedor (gobernador de Buenos Aires) y Julio Argentino Roca (Ministro de Gue-rra y candidato por el PAN) se produjo un confl icto armado entre la Provincia de Buenos Aires y el Estado Nacional. El triunfo militar correspondió a las fuerzas nacionales y la consecuencia más impor-tante de este evento fue la subordinación defi nitiva de la Provincia de Buenos Aires al Estado Nacional. Roca asumió la pre-sidencia bajo el lema “Paz y Administra-ción” y a partir de entonces se constituyó un régimen político caracterizado por el control de la sucesión gubernamental que se tradujo en una escala de gobiernos electores que empleaba cuatro mecanis-

1. T. Halperin Donghi (1982); H. Sabato (1998).

mos principales: el fraude burocrático, la intervención federal, el monopolio de la violencia y el patronazgo estatal (Bo-tana, 2005). Pero después de diez años, en 1890 los dirigentes políticos excluidos aprovecharon el contexto de una crisis económica para formar una nueva fuerza opositora que dio lugar a la fundación de la Unión Cívica (UC).

Mucho se ha escrito acerca de la UC y de la Revolución de 1890. Los distintos estudios elaborados hasta la década de 1970 consideraron a la UC y a la Revolu-ción como expresiones del origen de un movimiento esencialmente democrático que puso en cuestión la legitimidad de un régimen político que buscaba mantener al “pueblo” alejado de las urnas y, por lo tanto, constituyeron elementos clave en el proceso que derivó en la ampliación efec-tiva de la ciudadanía a partir de la Reforma de Sáenz Peña en 19122. Sin embargo, la renovación historiográfi ca que acompañó la vuelta de la democracia en la década de 1980 logró matizar aquella perspectiva teleológica. Según estos trabajos, los cívi-cos no solamente no fundaron un partido político cuyo objetivo era modernizar la política argentina para terminar de con-formar un sistema político democrático, sino que, por el contrario, el Noventa es-tuvo vinculado a formas de participación

2. L. V. Sommi (1957); R. Etchepareborda (1966); L. A. Romero (1969).

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44 Lenguajes políticos en torno a la crisis política de 1890 en Argentina

política del pasado3. En 1890, dice Sabato, a diferencia de lo que sucedió con la re-forma electoral de 1912 que se preocupó de que todos debían votar y de ese modo contribuyó a constituir una ciudadanía, el énfasis estuvo puesto en garantizar el sufragio universal al mismo tiempo que no aparecía preocupación alguna referida a quiénes habrían de ejercer ese derecho y, en defi nitiva, se trató del viejo reclamo contra el fraude, contra el control del voto desde el Estado. En una misma línea interpretativa, Alonso sostiene que la UC estuvo lejos de ser un partido político or-ganizado para ir a elecciones y reclamar la extensión efectiva del sufragio. Según esta autora, la UC, por el contrario, nunca tuvo otro objetivo que hacer la revolución. Además, esta autora vincula al discurso cívico con la concepción de libertad de los antiguos o libertad positiva, más próxima al lenguaje republicano, en oposición al discurso del PAN que sostenía una con-cepción de la libertad de tipo moderna o libertad negativa.

Por otro lado, en un reciente trabajo se mostró que previo a la conformación de la UC y la Revolución del Parque, la oposición porteña al gobierno de Juárez Celman había cobrado la forma de un movimiento de regeneración cívico-moral (Hirsch, 2009). Si bien existieron diferencias entre las presidencias de Roca (1880-1886) y Juárez Celman (1886-1890),

3. H. Sabato (1990); P. Alonso (2000).

ambos consideraban que la política, y con ella los partidos políticos, debían pasar a un segundo plano (Alonso, 2004). Los dos presidentes pretendieron que los hombres se entregaran sólo y exclusiva-mente al comercio y la industria para de ese modo reprimir las pasiones malas que traía aparejada la política. De esa mane-ra, el desarrollo material derivaría en un progreso moral, en una purifi cación de las costumbres. En respuesta, la oposición de Buenos Aires comenzó a actuar de ma-nera unifi cada y, además de reclamar por la libertad de sufragio, procuró desarmar aquel entramado discursivo de los gobier-nos de Roca y Juárez Celman y aprovechó para recrear otro, que implicaba otro estilo de hacer política y de entender el vínculo entre la ciudadanía y los asuntos de carácter público. En el marco de una crisis económica, los opositores invir-tieron la ecuación ofi cial que planteaba que el progreso material derivaría en un progreso moral. Para poder seguir por la senda del “progreso”, sostenían los oposi-tores al gobierno, era necesario primero pensar en “la moral”, lo que implicaba ser un ciudadano entregado a la cosa pública para colaborar con el bienestar general de la comunidad; en suma, se destacaba el activismo político. Las pasiones negati-vas, al contrario de lo que podían pensar Roca y Juárez Celman, derivaban de un encierro del individuo en sus intereses particulares. La exclusiva búsqueda del

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desarrollo material traía aparejada las pasiones negativas de la avaricia y la co-dicia individual o el deseo de dominar a otros que derivarían en un estado general de corrupción (en el sentido clásico de “desviarse de una condición natural”) y en actitudes tiránicas por parte del sector gobernante.

Por último, desde la crítica literaria se sugirió que la crisis de 1890 propició la mo-difi cación de ciertas estructuras de sentir y preparó las condiciones de emergencia de la sensibilidad o estética fi n-de-siglo4. En este sentido, en el marco de un espi-ritualismo renovado y antimaterialista, como dice Laera, “la crisis del 90 desen-cadena una producción inmediata, más es-pecífi camente de novelas, que acompaña la escritura de ensayos y avanza sobre los materiales con los que aquellos refl exio-nan” y de este modo el llamado Ciclo de la Bolsa procesó la crisis en clave moral.

En efecto, a partir de 1890 se publicaron una serie de ensayos que analizan aquella situación crítica. En el presente trabajo, entonces, se va a realizar un análisis de cuatro de ellos: Una República Muerta de Augusto Belín Sarmiento, La Muerte de la República de Jorge Brown Arnold, Revolu-ción de Julio de Ignacio Ortiz y El Noventa (sociolojía Argentina) de Carlos Rojo. Todos estos escritos fueron publicados en 1892, sus autores fueron opositores al régimen

4. G. Baticuore (2003); F. Espósito (2006); A. Laera (2003).

político iniciado en 1880 y dos de ellos -Belín Sarmiento y Brown Arnold- fueron miembros de la UC5. Mientras los trabajos mencionados anteriormente examinaron la crisis de 1890 desde la historia política o la crítica literaria, aquí el enfoque analítico será desde la perspectiva de los lenguajes políticos6. De esta manera, se buscará no sólo trabajar sobre el qué se dijo –el plano semántico- sino también la(s) forma(s) en que fueron articulados estos discursos

5. A. Belín Sarmiento (1892); J. Brown Arnold (1892); I. Ortiz (1892); C. Rojo (1892).

6. Se toma aquí la defi nición de Elías Palti. Sin profundizar en las diferencias entre una historia de las ideas y una historia de los lenguajes políticos se dirá brevemente que estos últimos se caracterizan no por agrupar un conjunto de ideas o conceptos sino más bien por ser un modo característico de producirlos. En este sentido, los lenguajes son siempre indeterminados semánticamente; los supuestos fundamentales que organizan un lenguaje no se encuentran nunca articulados dentro del mismo y por eso mismo no pueden descubrirse al nivel de los contenidos manifi estos de los discursos; suponen un principio de irreversibilidad temporal; no son entidades autocontenidas y lógicamente integradas, sino sólo histórica y precariamente articuladas, cuya temporalidad es inherente y no una dimensión externa a éstas. En defi nitiva, se trata de no limitar el estudio a la función puramente referencial del lenguaje al incorporar su dimensión pragmática, lo que implica analizar no sólo qué se dijo, sino también el cómo, el quién, dónde, a quién y en cuáles circunstancias. Ver E. Palti (2009). El momento romántico: nación, historia y lenguajes políticos en la Argentina del siglo XIX, Eudeba, Buenos Aires; E. Palti (2007). El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Siglo XXI Editores, Buenos Aires; E. Palti (2002). “Las polémicas en el liberalismo argentino. Sobre virtud, republicanismo y lenguaje”, en J. A. Aguilar y R. Rojas (Coords.). El republicanismo en Hispanoamérica, Fondo de Cultura Económica, México.

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y cómo operaron en y contribuyeron a constituir su contexto.

2. Crítica moral y fatalismo desde la Historia y la Sociología

Con solo echar una mirada rápida y superfi cial sobre estos cuatro ensayos uno puede notar dos constantes principales entre los títulos de los ensayos y los capí-tulos, los epígrafes o entre las oraciones introductorias de los capítulos: por un lado, la repetición de términos como “His-toria”, “Sociología” o “Ciencia Social”; por otro lado, la repetición también de los términos “muerte” y “república”7. Sin avanzar sobre el aspecto referencial, estas constantes lingüísticas en el armazón de estos ensayos ya están indicando desde la forma de su disposición un ordenamiento. Y un ordenamiento o un orden es “lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje”(Foucault, 2008, p. 5). Dicho esto y trasladándonos a un nivel pragmático/referencial, anticipa-

7. Por ejemplo, Carlos Rojo introduce el primer capítulo con un epígrafe que cita las siguientes palabras de Herbert Spencer: “Desde el momento en que puede hacerse una jeneralización, y que sobre esta jeneralizacion se puede basar una interpretacion, hai ya, o puede haber ciencia social”. Por su parte, Ignacio Ortiz nombra “Criterio Histórico de las Revoluciones” a uno de sus capítulos.

mos la conclusión de este apartado: el ob-jetivo común a todos estos autores, más allá de sus diferencias, es el de realizar, por medio de la historia y/o la sociología o ciencia social, un diagnóstico para evitar una fatalidad que no es otra que la muerte de la República.

Este recurso de la Historia está vincu-lado a una transformación que se produjo hacia mediados del siglo XVIII y con ma-yor profundidad durante el siglo XIX en las formas de comprensión y representa-ción de los fenómenos sociales –un nuevo ordenamiento en la epísteme occidental, como diría Foucault- que ubicó a ésta en una posición central a la hora de com-prender, legitimar, criticar o transformar la sociedad. Como muestra Koselleck, el propio concepto de historia había sufrido una transformación (Koselleck, 1993). Mientras que durante varios siglos había predominado una concepción por la cual la Historia era considerada la maestra de la vida –Historia magistra vitae- y lo que existían eran múltiples historias particu-lares sin conexión necesaria entre ellas y que podían ser apropiadas estudiándose-las para así aprender de ellas y no repetir los errores, desde mediados del siglo XVIII el concepto de historia -acompañando el cambio en “las relaciones de sentido”, y del mismo modo que otros conceptos- se convirtió en un singular colectivo, re-nunciaba así a su pretensión pedagógica, abandonaba toda ejemplaridad repetible

Lenguajes políticos en torno a la crisis política de 1890 en Argentina

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y, en el marco de un cambio en la expe-riencia del tiempo –esto es la aceleración y la dilación del tiempo del presente res-pecto del pasado y del futuro respecto del presente-, la Historia se tornó expresión de la totalidad de la experiencia humana y, por lo tanto, donde adquiría sentido y podía ser conocida. Esa nueva experien-cia del tiempo que “se escapa hacia un futuro” habría de ser alcanzado mediante la Filosofía de la Historia, “combinación entre política y profecía. Se trata de una mezcla, propia del siglo XVIII, entre pro-nóstico racional del futuro y esperanza cierta de la salvación, que forma parte de la fi losofía del progreso.”8(Ibíd., p. 36-37)

De acuerdo a lo expuesto por Palti, durante buena parte del siglo XIX el his-toricismo se convirtió en la matriz de los lenguajes políticos (Palti, 2009). Estos úl-timos, ante la ausencia de instancias tras-cendentales a la propia sociedad, tuvieron a la Historia como la instancia de objetivi-dad que permitió refundir voluntad y razón en un mismo concepto, transformando así en premisa para su solución lo que fue la principal aporía del pensamiento ilus-

8. En Crítica y crisis, Koselleck afi rma que la Filosofía de la historia recoge la herencia de la Teología y dice: “La escatología cristiana –en su transformación como progreso secularizado-, elementos gnóstico-maniqueos reaparecidos en el dualismo de moral y política, antiguas doctrinas cíclicas y, por último, la novísima legalidad científi co-natural transplantada a la historia, todo ello, en fi n, contribuyó a formar la conciencia fi losófi co-histórica del siglo XVIII”. Op. Cit., p. 118

trado (esto es, ambos principios al mismo tiempo se suponen y se excluyen mutua-mente). De este modo, a la Historia “le tocará cumplir el papel de instancia que garantice que las opiniones, deseos y ape-titos de los sujetos vayan a coincidir con los dictámenes de la razón, algo que ésta por si sola no podría asegurar (y sin la cual no sería posible concebir orden político ni devenir histórico alguno, ya que éstos se verían reducidos a una serie de sucesos puramente contingentes)”. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XIX las premisas subyacentes al pensamiento historicista romántico –estas son, por un lado, la conformación del sujeto de la vo-luntad soberana no como resultado de un único acto instituyente, como lo era para el pensamiento pactista ilustrado, sino de un proceso de gestación histórica y, por el otro, que sociedad y poder político respondían a un mismo desenvolvimiento genético- se fueron desestabilizando para de ese modo abrir el horizonte de inte-rrogación a problemáticas que remitían a universos conceptuales extraños a aquél y que terminaron por rearticularse bajo una matriz positivista.

En efecto, los lenguajes políticos se vieron afectados por la difusión de las dis-tintas teorías positivistas en sus variantes comteanas y spencerianas, con más peso de estas últimas. De allí que se comenzara a hablar de una “ciencia social” que venía a añadirse -o a reemplazar en algunos ca-

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sos- al discurso histórico y a la Filosofía de la Historia “porque podía establecer, posi-tivamente, los principios generadores de la vida social, las leyes y los factores que regían la trayectoria de la humanidad y la evolución de los distintos pueblos.”9 La “sociología argentina” -que en su primera etapa marchó entre el naturalismo y el psicologismo- se caracterizó durante este periodo por afi rmar el fundamento bioló-gico de los hechos sociales, lo que permi-tió entre otras cosas la generalización del concepto de “raza”. A partir de entonces, la “ciencia”, sin poder desplazarla del todo al principio, se juntaba con la “Historia” en su papel de intérprete privilegiado de la realidad.

Dicho esto, se verá que el suelo ar-queológico en el cual se mueven los en-sayos aquí analizados se caracteriza por presentar las fi suras que fueron dejando los desplazamientos de un tipo de lengua-je historicista romántico a otro de matriz positivista. Según Palti, este último se diferenciaría del primero en dos disloca-ciones fundamentales. En primer lugar, en lo que respecta a la disolución de la idea de pueblo. En su reemplazo, surgiría la noción de sociedad; es decir, no desapa-recía la idea de lo social como una tota-lidad orgánica, sino que el espacio social se percibiría como desagregado en una pluralidad de funciones especializadas,

9. C. Altamirano (2004); O. Terán (1987); O. Terán (2000).

siendo que su integración y adecuación requeriría menos de un origen común que de un trabajo de la sociedad sobre sí misma. En este mismo sentido, el segun-do de los cambios fundamentales que se produjeron estuvo vinculado justamente con pensar a la nación (o la sociedad) y sus componentes no como un hecho na-tural o únicamente como una construc-ción histórica sino principalmente como una construcción política, concebida ésta a su vez como un trabajo de autoconfor-mación permanente de lo social. Estos desplazamientos, por otro lado, harán surgir el concepto de representación social (pensada como representación funcional y realización última del ideal moderno del gobierno para sí o self-government), así como también llevaron a desprender la idea de la acción política de la teoría de la sobera-nía para adherirla a un arte del gobierno, lo que venía a sustituir la pregunta acerca de cómo, por qué y en nombre de qué de-rechos pueden los sujetos aceptar dejarse someter por aquella otra pregunta que se focalizaba en cómo se producen concre-tamente las relaciones de subordinación.

En el marco de aquel momento de transición y desplazamiento de un tipo de lenguaje a otro, y en el contexto par-ticular de la crisis política del noventa, los ensayos estudiados en el presente trabajo se caracterizan por contar con un discur-so histórico/sociológico que traduce y reconstruye una codifi cación moral que se

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despliega y desarrolla tanto en la historia como en el presente y que responde a “leyes históricas”, “leyes sociales” o “leyes orgánicas”. Mientras que buena parte de la historiografía sobre la crisis del noventa hace mención del tono moral de los discur-sos opositores al régimen10, aquí, por el contrario, se considera que lo moral cons-tituía el problema fundamental en torno al cual giraba la crítica.

Al respecto es importante hacer una breve mención de la tesis de Koselleck en Crítica y crisis. En aquella obra, el autor buscó reconstruir el desarrollo y funcio-namiento político de la conciencia fi losó-fi ca-histórica de la burguesía en el interior del Estado absolutista. A lo largo del texto se muestra cómo las guerras de religión condicionaron la génesis del absolutismo, cómo este último condicionó la de la Ilus-tración y cómo esta última génesis a su vez condicionó la de la Revolución Fran-cesa. Lo que nos importa señalar es que el Estado absolutista tuvo como situación de partida la guerra religiosa y la necesi-dad imperiosa de alcanzar la paz para lo cual su respuesta fue desvincular la polí-tica de toda normatividad moral, esto es despojar a las “convicciones privadas” de su repercusión política o, dicho de otro modo, separar “conciencia y política”. Esto creó los presupuestos para el “des-envolvimiento del mundo moral” y dio

10. En particular a E. Gallo y S. Sigal (1963);Botana, Op. Cit.; D. Rock (1977).

impulso a su secularización, despojando a la moral de su carácter religioso que, de ese modo, se convirtió en el gran tema del siglo XVIII. Durante ese siglo, entonces, la separación y subordinación de la moral a la política, consumada una vez por el Estado, se volvió contra éste, por cuanto se vio sometido al proceso acusatorio moral que llevó a cabo la burguesía por medio de la Ilustración y la Filosofía de la Historia. Es decir, las acciones públicas dejaron de estar sometidas solamente a la instancia estatal para hallarse sometidas también a la instancia moral de los ciuda-danos. La moral de a poco dejó de ser una moral formal de obediencia subordinada a una política estatal para terminar por subordinar a esta última, invirtiendo así los fundamentos del Estado absolutista. A partir de entonces el criterio para distin-guir lo justo y lo injusto no radicaría más en el absoluto poder imperativo del prín-cipe, sino en la conciencia humana. Esta última, esto es, la instancia moral, y no el poder imperante en cuanto tal, pasaba a constituir la verdadera fuente jurídica.

Si, como ya es sabido, el siglo XIX cargó con los efectos del largo proceso de secularización, cuya consecuencia más importante seguramente sea la concep-ción inmanente del poder, se sugiere aquí a modo de hipótesis que los lenguajes po-líticos que surgieron a partir de la ruptura del orden colonial (y durante buena parte de ese primer siglo post antiguo régimen)

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heredaron aquel problema moral de la Ilustración -analizado por el historiador alemán- para terminar por transformarlo en su premisa. Es decir, en tanto ya no existían otras instancias trascendentales a la propia sociedad y en tanto no había otra alternativa que construir una nueva autoridad política en reemplazo de la mo-narquía y que ésta a su vez no podía ser otra que la sociedad, aquella subordinación de la política a la moral operada por la crítica ilustrada debía reordenarse en una relación de equilibrio forzoso entre ambas instancias que las constituiría necesariamente en una unidad que no se debía romper11. La idea de la “opi-nión pública” como ámbito de moralidad constituye a nuestro entender la forma general que asumió esta dinámica y que a su vez tornaba conceptualizable la lógica emanatista característica del pensamiento

11. Queremos subrayar que se trata de una hipótesis que a nuestro entender se sostiene en el caso particular analizado en el presente trabajo, pero somos conscientes de que no alcanza lo expuesto aquí como “demostración” para todo el siglo XIX. De todos modos, creemos que es necesario sostenerla aquí para estimular trabajos en esta dirección. Después de todo, siguiendo el planteo de Hannah Arendt en Sobre la revolución por medio del cual sostiene que la secularización planteó inevitablemente el problema de hallar y constituir una nueva autoridad y que en defi nitiva fue un arma de doble fi lo porque el Estado y la política necesitaban la sanción religiosa con mayor urgencia que la religión y las Iglesias habían necesitado nunca el apoyo de los príncipes, a nuestro entender la moral (secularizada) vino no tanto a reocupar un espacio dejado por la religión (puesto que ese espacio nunca desapareció como tal) sino a reemplazarla en la sanción de actos cometidos por la autoridad política. Ver H. Arendt (2008).

historicista romántico (quebrada sola-mente al consolidarse completamente la empresa positivista) por medio de la cual el poder político era concebido como una emanación natural de la sociedad y no como una instancia separada de ella.

Asimismo, si durante el siglo XVIII la Filosofía de la Historia y la Crítica ilus-trada constituyeron el tribunal que dictó sentencia de muerte a la corona, se su-giere aquí también que en el siglo XIX la Historia y la Sociología (ésta hacia fi nes de siglo) se convirtieron en el dispositivo o método de comprobación con el cual con-taba la sociedad para realizar una evalua-ción del estado de equilibrio de aquella unidad que debían constituir la moral y la política.

Aquella pérdida de equilibrio o ruptu-ra de unidad -o el “divorcio de la política y sociedad”, según los términos de la época- durante la década de 1880 es justamente el punto de partida de la lectura de estos ensayos y la mirada histórica/sociológica el mecanismo de su reconocimiento. Es por ello que Ortiz iniciaba su estudio con estas palabras:

“La mente del autor de las páginas que van á leerse, es la de hacer en ellas (…) el pro-ceso crítico-histórico de la situación nacional que sirvió de medio al génesis moral, de levadura al hecho y de teatro al drama de la Revolución Argentina de Julio”12(Ortíz, 1892, p. 1).

12. Subrayado mío.

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Y la reconstrucción del proceso críti-co-histórico le resultaba imprescindible porque

“Si la fi losofía, que es doctrina, investiga y deduce, la historia, que es experiencia, revela y sanciona; y si haciendo crítica subjetiva se llega á conclusiones inductivas, haciendo crónica objetiva se llega á conclusiones ex-perimentales: solamente cuando éstas con-cuerdan con aquellas la teoría es realidad y el dogma es principio.”13(Ibíd., p. 39-40)

Si la historia revela y sanciona es porque hay algo para revelar y alguien a quien co-rregir. En efecto, la Historia aquí recupera su función pedagógica (o, por el contrario, deja entrever que el surgimiento de un concepto de Historia como sustantivo colectivo singular no necesariamente que-bró la referencia al mismo en este sentido) puesto que se trata de “la misión de escri-bir para enseñar” ( Brown Arnold, 1892, p. 6), de la misma manera que lo hicieron en su momento “Tácito al escribir sus Ana-les, Polibio su Historia Universal y Cayo Suetonio Tranquilo la vida de los Doce Césares” (Ibíd., p. 8). Según estos autores no había que desdeñar “la experiencia de la historia” y su “estudio” porque todo “sirve de ejemplo y de lección”. En de-fi nitiva, en opinión de estos autores, “la historia es la conciencia de la humanidad” (Belín Sarmiento, 1892, p. 40 y 58).

Y si la Historia era la conciencia de la

13. Subrayado mío.

humanidad era porque se la consideraba como una suerte de reservorio de “fuer-zas morales” al ser un espacio fundamen-tal para observar el funcionamiento, la obediencia y desobediencia de las “leyes” o “reglas” morales. Esto conducía a estos autores a desarrollar ejemplifi caciones, analogías y comparaciones con su actuali-dad, una tras otra de modo tal de concluir una lección moral. La historia romana y la interpretación de su “decadencia política” como resultado de su “decadencia mo-ral”, por ejemplo, constituían un tópico recurrente como analogía del presente14.

14 Por ejemplo, Brown Arnold sostenía que “De la misma manera que los últimos Emperadores Romanos abandonaban los negocios del Estado para entregarse á la depravación y saciarse en los vicios más negros, así el Presidente [Roca] taciturno dejaba de lado las leyes y los principios de gobierno, y se precipitaba á las aventuras amorosas, introduciéndose de incógnito á los hogares, mientras permanecían ausentes los esposos; ó degradaba con el licor ó dádivas abundantes á los parientes ó hermanos para disfrutar de las madres y las doncellas!”. p. 39. Este comentario fi nal sobre las aventuras amorosas está íntimamente vinculado –como se mostrará más adelante- con la consideración por parte de estos autores sobre la incapacidad de ejercer un autocontrol. Por su parte, Belín Sarmiento anotaba: “Los historiadores de la decadencia de Roma republicana se complacen en enumerar las riquezas introducidas por la piratería de sus conquistas, y los vicios y la molicie con que los vencidos se vengaron de sus vencedores. (…) Asimismo podría enumerarse hoy el lujo estéril introducido de súbito en nuestras costumbres y notar que fortuna mal adquirida se va como vino, dejando tras ella muchas ruinas morales; que el oro es como el agua de un río que arruina y desola si inunda súbitamente, pero lleva por todas partes la vida y la fecundidad, si llega por mil conductos donde circula lentamente.” p. 8

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De todos modos y a pesar de la fun-ción pedagógica que acompañaba a la concepción de la historia en estos ensa-yos, ya no podría hablarse de “historias” maestras de la vida y como experiencias apropiables -como sucedía con anterio-ridad a mediados del siglo XVIII- puesto que estos autores se sitúan en otro umbral de historicidad, con otras premisas discur-sivas y otra percepción de temporalidad. Si bien es cierto que se ejemplifi caba y comparaba con distintas experiencias del pasado histórico, también lo es que todas estas experiencias formaban parte de un mismo movimiento y sentido en el devenir histórico. Es por ello que Ortiz podía incluir en un mismo párrafo y en una misma línea de continuidad nombres tales como Moisés, Jesús, Sócrates, Gali-leo, Arquímedes, Lutero y Lincoln (Ortiz, 1892, p. 29); o considerar que la Revolu-ción Francesa y la Revolución Argentina de 1810 formaban “una ecuación” ya que

“La Revolución Francesa libera primera-mente á la Francia y luego independiza moralmente al mundo (…) la Revolu-ción Argentina libera pristinamente á las embrionarias colonias del Plata y luego independiza, en la idea y el hecho, á Sud-América. El evangelio político y social de la primera se traduce en ideal universal y se asila en la conciencia de la humanidad; y la Revolución Argentina trepa y tras-monta los Andes, surca el Pacífi co, y erije la democracia sud-americana.” (Ibíd., p. 53-55)

Pero, además, la Historia ahora se te-ñía de cientifi cismo y se reconfi guraba en Sociología o Ciencia Social porque se tra-taba de evaluar el “progreso” como “un principio” que “es sinónimo de evolución y que ésta es una ley absoluta y universal; ley dinámica que rije en lo moral como en lo físico, en lo orgánico como en lo inor-gánico; concurriendo, además, á hacer del progreso una verdad científi ca la modalidad esencialmente evolutiva y progresiva del humano pensamiento, arquetipo de las cosas, actos y hechos humanos.” (Ibíd., p. 6)15. En defi nitiva, el recurso de la his-toria y la sociología con sus recurrentes ejemplifi caciones, antes que indicar que la historia se podía repetir, funcionaban para comprobar y demostrar los principios y leyes generales que regían la existencia, operación que permitía instalar el proble-ma moral y dirigir actos de habla al lector para de ese modo movilizarlo a realizar alguna acción16.

15. Subrayado mío.

16. Como muestra Palti en los trabajos citados, después de la caída de Rosas se produjo una reconfi guración global del espacio público y de los lenguajes políticos por medio de la cual la “opinión pública” dejaba de ser un “juez” para convertirse en un “campo de intervención” –se pasaba de una concepción “forense” a otra “estratégica” de la acción política-, y de esa manera la política republicana que habrá de imponerse en esos años aparecerá como una forma ritualizada de guerra, una suerte de sublimación del antagonismo, que además llevaba implícita cierta idea de la representación, ligada a la teatralidad y a la productividad del lenguaje considerado en su dimensión performativa, capaz

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Todos estos autores coincidían en que las sociedades eran organismos y que “las leyes que mueven el mundo social son las mismas que en un todo mueven al mun-do orgánico” (Rojo, 1892, p. 175). De ello se deducía que las cuestiones políticas o sociales debían ser estudiadas “a la luz de los principios y leyes de la sociología, que es la ciencia que de ellos se ocupa, y les dá su verdadero carácter de fenómenos natu-rales, que hai que analizar en sus nociones de exacta correspondencia y de verdad.” (Ibíd., p. 69). En otras palabras, primero la Historia y ahora la Sociología constituían métodos científi cos para analizar una so-ciedad que era concebida como un campo de observación y experimentación. En pleno proceso de modernización, estas metáfo-ras organicistas entonces se vinculaban a su vez a un segundo conjunto de me-táforas que señalan tanto el punto de vista médico17 como el punto de vista ingeniero: se trazaban analogías con “enfermedades”, “remedios” pero también con “edifi cios”, “engranajes”, “combustible” y “fuerza motriz”.

éste entonces de crear una realidad nueva. Por ejemplo, Carlos Rojo sostenía que “El secreto de la oratoria, en el fondo, no es otra cosa que el don de poder desarrollar en los oyentes los estados de ánimo del orador”. p. 296

17. Como señala Palti, surge en la política el “punto de vista médico” por medio del cual “Los médicos vendrían ahora a encarnar esa Verdad que se ha arrancado al Estado para alojarse, por su intermedio, en la propia sociedad civil”. Palti. E. El tiempo…Op. Cit., p. 240

De esta manera, al formar las leyes morales parte de las leyes que regían el mundo social, se podía determinar científi camente el estado moral tanto de la sociedad en su conjunto como de los individuos en particular, para así detectar, llegado el caso, una patología. Es por ello que son varios los ejemplos que se pueden extraer sobre analogías y comparaciones entre lo social y lo orgánico, tal como la apelación a Lamarck para comprender la “indiferencia cívica” como una conse-cuencia de la “obstrucción electoral” por parte del gobierno, en tanto el “reposo o aumento de una función” determinaba una mayor o menor efi cacia o su eventual desaparición; o para explicar los males aparejados por el “abuso del crédito” en los “organismos sociales” a partir de una analogía con el abuso del alcohol en los individuos (Rojo, 1892, p. 143-146 y 168-171).18

El estado moral -que se hallaba en el espacio de una conciencia también su-jeta a las leyes de la evolución- se podía determinar entonces a partir del examen de las conductas y los hábitos al establecer la capacidad de “autocontrol” o “autocoer-ción” que tenía un sujeto para reprimir sus “impulsos y necesidades”19. Y ello era de

18. Subrayado mío.

19. Esta noción de “autocontrol” tenía una importancia fundamental puesto que solía vinculársela con la noción de “gobierno de sí” o “self-government”. Palti. E. El tiempo…Op. Cit., p. 241

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radical importancia porque el estado mo-ral estaba directamente relacionado con la noción de “libertad”, que en el marco de una “sociedad civilizada” implicaba tanto “la posibilidad de ejercitar todas nuestras actividades” como “la noción de la limi-tación que impone la libertad ajena”. Por eso mismo, “La libertad social viene a ser la coerción individual; y por tanto, es necesario estudiar cómo se producen en el individuo, y consecuentemente en la sociedad esta evolucion funcional de la conducta que la adopta al nuevo estado social.”(Rojo, 1892, p. 247-250). De allí que se pueda comprender la necesidad que tenían estos autores de estudiar el gobierno de Juárez Celman en tanto “pa-togenesia” o “clínica moral”, lo que los lle-vaba a considerar al cordobés como “un hombre moralmente ambiguo”, dotado de una “voluntad mecánica é inconscien-te de enfermo” ( Ortiz, 1892, p. 130-141); o a comparar su frente –y por ende su “actividad coercitiva”- con la de Rawson, quien era apreciado, por el contrario, por su “alta y estoica moralidad” (Rojo, 1892, p. 272-277). A partir de ese diagnóstico clínico que postulaba una “inversión ab-soluta de términos” (Ortiz, 1892, p. 133) físicos/psíquicos en Juárez Celman no se podía deducir otra cosa, pues, que la falta de libertad sufrida durante su gobierno.

Pero no se trataba únicamente de la falta de libertad. Ésta era una de las mani-festaciones principales de un estado de cri-

sis general, total. En efecto, estos autores percibían el momento como una “crisis nacional” que venía a traducir aquella “in-versión de los términos”, que no era otra cosa que el quiebre de la unidad política-moral y la consiguiente subordinación de esta última a la primera. Esa crisis, por lo tanto, constituía el destino fatal que se venía anunciando desde 1880 cuando comenzó a producirse aquella ruptura de equilibrio y subordinación del orden moral. Al respecto, Brown Arnold decía:

“La degradación lo invadió todo; todo se envileció, arrojóse todo á la corriente del desequilibrio social, del desórden moral, de la abyeccion individual, del rebajamien-to político, de la deshonestidad en la mujer, de la indignidad en el hogar, y de la des-composicion y putrefaccion de los resortes administrativos, fi nancieros, económicos, civiles, legislativos, políticos y sociales de la República!...” (Brown Arnold, 1892, p. 99-100)

Ese destino fatal llevaba a la muerte de

la República:

“… el abismo se abriria para guardarlos en su cuna profunda: era preciso, era necesa-rio, era indispensable, era fatal; proceda-mos, pues, se digeron, marchemos, vamos adelante, desplómense las leyes, arda la Constitución, perezcan los derechos, viólense los fueros, declárese la dictadura, y venga la muerte de la república!.”(Ibíd., p. 257)20

20. Subrayado mío.

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La muerte de la República era perci-bida como una fatalidad histórica que inevitablemente amenazaba con profun-dizarse y así frenar e incluso retroceder el curso del progreso:

“Una fatalidad histórica viene envolvién-donos en su tejido enmarañado, y sería un crimen seguir engañándonos á nosotros mismos, silenciado sus abrumadoras con-secuencias. Ha sido creada esa fatalidad en gran parte por nosotros mismos, por nuestro abandono y nuestra ignorancia, que en vez de progresar en la práctica del gobierno propio, nos ha hecho retroceder en realidad. La república se muere! La república ha muerto!”(Belín Sarmiento, 1892, p. 3)

Anunciada la fatalidad histórica, de-terminado el estado clínico y establecida la fecha de defunción de la República, en este mismo acto se revela la metáfora ab-soluta de la Pasión de Cristo como puente para vincular la enfermedad con su reme-dio21. De acuerdo al fi lósofo Blumenberg,

21. Nos referimos a la categoría “Metáfora Absoluta” acuñado por Blumenberg y que constituye el elemento central de su metaforología, esto es la forma en que según este fi lósofo debe ejercitarse una antropología fenomenológica de corte hermenéutico. Mientras la única posibilidad de acceso del hombre a la realidad es de tipo simbólico, para Blumenberg la comprensión está mediada por la metáfora. Para este autor, aquello que no se puede describir con conceptos se vuelve, sin embargo, manifi esto en imágenes y encuentra expresión en el lenguaje fi gurativo de las metáforas; éstas vienen a llenar un vacío en el lenguaje. Ello se debe a que las metáforas se caracterizan por su indeterminación signifi cativa pero, a diferencia de los conceptos, esta naturaleza

mientras que Dios es la metáfora que más ha aportado a la autocomprensión del hombre, en La Pasión se condensan las preguntas más elementales en torno a la justifi cación de la existencia del mundo y el hombre, es decir, el “confl icto ir-resoluble” entre fi nitud e infi nitud. La Pasión mostraría la fi nitud del hombre que quiere ser Dios al mismo tiempo que Dios ha muerto, pero no es el hombre quien lo ha matado –porque si tuviera ese poder signifi caría que puede reem-plazarlo- sino que es Dios quien se ha matado a sí mismo: Jesús va a la muerte voluntariamente.

polisémica no es un producto histórico sino una dimensión constitutiva de aquellas. Es justamente esta ambigüedad de las metáforas lo que les permite dar expresión. Por otro lado, el adjetivo “absoluta” indica que quiere satisfacer toda la intencionalidad de la conciencia; indica el conjunto de presunciones que determinan el horizonte de la experiencia posible; es a partir de la metáfora absoluta que el hombre se comprende a sí mismo, orienta sus valores y las metas de sus acciones; en defi nitiva, constituyen la fuente, el “esquema orientativo” para la correcta comprensión de los conceptos. Para explicar la propuesta fi losófi ca/metodológica de Blumenberg nos basamos principalmente en H. Blumenberg (2003). Paradigmas para una metaforología, Editorial Trotta, Madrid; H. Blumenberg (1997). “Prospect for a Theory of Nonconceptuality” en Shipwreck with Spectator, Mass. The MIT Press, Cambridge, p. 81-103; C. González Cantón (2004). La metaforología en Blumenberg, como destino de la analítica existencial, Tesis de doctorado. Universidad Complutense de Madrid; E. Palti. “From ideas to concepts to metaphors: the German tradition of intellectual history and the complex fabric of language” en History and Theory 49 (2010), p. 194-211; E. Palti (2001). Aporías: Tiempo, Modernidad, Historia, Sujeto, Nación, Ley, Alianza, Buenos Aires, (Capítulo 2).

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Pero la metáfora no tiene una función referencial. Su valor reside en su función pragmática: no busca representar sino más bien permitir el control simbólico de los conceptos. Es por ello que si nos guiáramos por el “contenido” semántico o ideológico no podríamos ver que la proliferación de metáforas de La Pasión en los ensayos analizados sigue de todos modos indicando lo que para Blumenberg es la esencia de la Modernidad, esto es la “autoafi rmación” por medio de la cual es el hombre –y no un elemento extraño- el que da cuenta del sentido del mundo o, en otras palabras, una defensa de la inmanen-cia como independencia de un principio exterior. En este sentido, la función que tiene esta metáfora en estos ensayos es la de instalar nuevamente la premisa de la moral (secularizada) y señalar el espacio de la conciencia y la voluntad, elementos de la caja de herramientas morales. Dicho de otro modo, la metáfora –al igual que la Historia y la Sociología- es empleada en estos ensayos para dirigir actos de habla, orientar la conducta, movilizar al lector.

De modo que si Dios se ha conducido voluntariamente a la muerte, lo mismo se puede decir de la República, y si Jesús ha vuelto a la vida también lo hará la Repúbli-ca, porque “La muerte de las naciones no es como la muerte de los hombres: aquel-las renacen algún dia; éstos no renacen jamás” y “como el Cristo, la República y la patria han de renacer!”(Brown Arnold,

1892, p. 314 y 317). Y si como afi rma Belín Sarmiento la historia muestra que ya anteriormente, cuando se produjo “la catástrofe más universal que haya asolado al mundo, á saber, la debilidad moral de la población mas adelantada [la de Roma] (…) hasta que, mediante el Cristianismo que conservaba en la profundidad de sus santuarios la oculta y apagada luz, princip-ia de nuevo una resurrección que se llama el Renacimiento”, había “tiempo aun de reaccionar y lanzarle á esta república que de cansancio parece haberse envuelto en el sudario de la muerte, el grito de resurrec-ción: Lázaro, levántate!”(Belín Sarmiento, 1892, p. 11 y 58-59)22. En defi nitiva, este grito que clamaba por la resurrección de la República no estaba invocando la sal-vación de la mano de Dios sino, todo lo contrario, apelaba a la voluntad –alojada en y condicionada por la conciencia- de los ciudadanos.

En suma, el diagnóstico, pues, era el de una República muerta que no podía sino frenar el curso histórico de su evolu-ción porque al frente de ella, en el centro de su alma, de su conciencia, se encon-traban individuos cuyo estado de desar-rollo civilizatorio les impedía ejercer un autocontrol coercitivo que reprimiera sus impulsos y necesidades. Con gobernantes incapaces de gobernar su propia voluntad no podía esperarse otra cosa que una República con una “moral deprimida” in-

22. Subrayado mío.

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capaz ella también de seguir los dictados de la conciencia. Establecido el diagnósti-co con su carácter fatal cabía sin embargo y paradójicamente la posibilidad de un remedio que impidiese que todo el “cu-erpo” y “alma” de la República terminara por “absorber” y “adoptar” las conductas y hábitos “enfermizos” e “inmorales” del gobierno. Empero, si estos autores compartían un mismo diagnóstico sobre el “estado clínico” de la República y un mismo clamor por su imperiosa “sal-vación”, las opiniones sobre cuál debía ser el camino que condujera a la “resur-rección”, en cambio, se dividieron en dos tipos de respuestas principales y esto es lo que se analizará en el siguiente apartado.

3. Entre la Revolucióny la Evolución

Dada una situación de crisis moral como la del Noventa, según el diagnóstico de estos ensayistas, las respuestas se dividi-eron entre quienes -como Brown Arnold y Ortíz- consideraban que la solución era la vía revolucionaria y aquellos –como Rojo y Belín Sarmiento- que se oponían a este tipo de medidas. Tal polarización viene a mostrar no sólo un confl icto en cuanto al plano político-estratégico sino prin-cipalmente las torsiones que se estaban produciendo al interior de los lenguajes políticos en el marco del reordenamiento en las premisas y el universo conceptual

que conllevaba el tránsito hacia un pensa-miento de matriz positivista.

Los partidarios de la vía revolucionaria compartían la premisa del “criterio mor-al” de las revoluciones. Si -como se men-cionó anteriormente- una de las premisas fundamentales de los distintos lenguajes políticos en el siglo XIX era el equilibrio forzoso entre lo moral y lo político, las revoluciones tenían la misión de res-taurarlo en casos de ruptura. Este papel asignado a las revoluciones era una conse-cuencia de otro presupuesto: “el pueblo” constituía el “máximo poder moral” de la sociedad mientras que el “Estado” era una simple “derivación política” del prim-ero y, por eso mismo, debía estarle “sub-ordinado”. De este modo, una revolución siempre presuponía tanto un “despotismo incoado ó radicado de cualquier carácter” como causa (y cuya consecuencia lógica era un “relajamiento de la vida jurídica y moral”), así como también una legit-imidad devenida del “derecho natural de reivindicación e insurrección”, en especial cuando se violaba otro “derecho natural”: el de sufragio (Ortiz, 1892, p. 2-4).

Las revoluciones se distinguían claramente de las “rebeliones, motines o asonadas”. Las primeras eran una “reacción social” contra un “gérmen pa-tológico” que “corrompía el organismo” y “pervertía su normal funcionamiento”. Las últimas, por el contrario, constituían el “vehículo de sensuales ambiciones”, el

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“trasunto de pasiones malsanas” y obra de “facciosas intrigas”. Las rebeliones tenían un carácter contingente y respondían a propósitos individuales y personales. En cambio, las revoluciones eran “Resultante y corolario orgánicos de una evolución moral (…) y, por consiguiente, verbo y ve-hículo de una idea social” (Ibíd., p. 9-10).

Lejos de dar lugar a la anarquía, las revoluciones eran “agentes coercitivos que tienden á constreñir ó suprimir el infl ujo ó la acción de agentes anárquicos” en tanto “la unidad en los órdenes social y político” era su fi nalidad (Ibíd., p. 12-13). 23. Por otro lado, sostenían que no había que confundirse: la “paz” y el “progreso” no iban necesariamente de la mano, ya que la primera podía convivir con la “esclavi-tud” (Brown Arnold, 1892, p. 205)24. De hecho, la tranquilidad pública podía ser puramente aparencial y ser síntoma de un “estado enfermizo” como consecuencia de la acción de “agentes mórbidos” que generasen un “desequilibrio orgánico” en proceso (Ortiz, 1892, p. 15-20). Las revoluciones, en este marco, eran el único “medio coercitivo” contra los gobiernos “sin fuerza moral” (Ibíd., p. 57).

Los adeptos a las revoluciones eran conscientes de que éstas aparejaban un momento breve de anarquía social pero a sabiendas de que venían a suprimir “un ciclo indefi nido de anarquía ofi cial” que

23. Subrayado mío

24. Subrayado mío

aniquilaba el “vitalismo moral del pueb-lo”. En ese sentido, las revoluciones se asentaban en el espacio de la “conciencia” tanto individual como pública e histórica y es por ello que eran siempre moral-izadoras al educar a los pueblos en sus derechos y deberes cívico-morales. Como sucedía desde la Revolución Francesa y la ruptura del orden colonial, se asociaba el concepto de “revolución” con las nocio-nes de “redención” y “regeneración” y en este sentido podía ser concebida como un proceso providencial (Wasserman, 2008). De ese modo, las revoluciones se inscribían en una única e histórica “odisea revolucionaria” y como tal “los martirios revolucionarios son un sacrifi cio humano hecho á la humanidad del futuro” (Ortiz, 1892, p. 25-30).

En suma, la acción revolucionaria pre-suponía la ruptura de los órdenes de lo político y lo moral y la subordinación del último al primero. Pero al mismo tiempo presuponía que si lo moral se desvincu-laba del gobierno no sucedía lo mismo con el pueblo o la sociedad. De modo que si la unidad moral-política habría de quebrarse, era entonces la segunda quien debía subordinarse a la primera y no vice-versa, y, por lo tanto, el gobierno habría de subordinarse a la sanción dictada por el pueblo o sociedad.

La consideración de las revoluciones como una “reacción moral” podía ser también compartida incluso por quienes

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no optaban por esta vía como solución al problema moral. Sin embargo, la consid-eraban un esfuerzo “estéril” y un derrame de sangre innecesario en el largo plazo.

Para hombres como Rojo y Belín Sarmiento el problema con las revolucio-nes derivaba de que en el fondo encerra-ban en sí el mismo “engaño funesto” en el cual se fundamentaba la legitimidad del propio orden. Según el primero:

“La ideolojía de la libertad y de la igualdad (…) ha sido para nosotros fuente perenne de inmen-sos males. Impotentes para formar un órden de cosas; atacando siempre el órden existente, estos principios abstractos y absolutos, no han servido mas que para convertirse, en manos del fanatismo político, que les da una fuerza inmensa de destruccion, en in-strumentos de desquicio y de ruina”(Rojo, 1892, p. 26-27).25

La ruptura del equilibrio entre la moral y lo político no se debía tanto a nombres particulares sino que era percibido más bien como una consecuencia necesaria de los fundamentos sobre los cuales descan-saban las instituciones. Como decía Belín Sarmiento:

“No es en defi nitiva la corrupción, cualqui-era que fuere su exceso, la causa del naufra-gio de las instituciones republicanas, sino al contrario la falsedad de la práctica misma de la libertad que trae la corrupción como efecto”(Belín Sarmiento, 1892, p. 9).26

25. Subrayado mío.

26. Subrayado mío.

Este diagnóstico no implicaba un de-sprecio por “la libertad” o las “prácticas liberales”. Por el contrario, el temor era a que justamente la “libertad” remitiera a “una palabra hueca”. En defi nitiva, lo que estos autores ponían en discusión era una de las premisas en las cuales se apoyaba el discurso revolucionario. Esa premisa no era sino la existencia de “derechos naturales” en general y el “derecho natural de sufra-gio” en particular, creencia hija de “la ten-dencia democrática tan común en el día”. Así lo dejaba asentado Belín Sarmiento:

“Nos encontramos, pues, para solucionar el problema de nuestra vida política, frente á la base misma de la democracia: el sufragio universal, como un derecho inherente al hom-bre. Base al parecer inconmovible, formada en el sentir de muchos repúblicos, por los principios mismos en que reposa la idea de libertad.

Es tan arraigada y tan general la con-vicción de que el derecho de votar es un llamado <<derecho natural>>, que sume las proporciones de un principio, y hasta de una verdadera religión en muchos es-píritus y como dice H. Spencer, es la gran superstición política del siglo, y se hace nece-sario extenderse en vastos raciocinios y traer muchos y muy remotos antecedentes para combatirla.” (Ibíd., p. 45-46)27

Aquella premisa de los “derechos naturales”, sostenían estos ensayistas a quienes denominaremos evolucionistas, provenía de una “concepción divina” de la realidad que mostraba “el mundo

27. Subrayado mío.

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surgiendo de la noche a la mañana, completo, con sus mares y montañas” (Rojo, 1892, p. 208) y que consideraba al hombre como un “ideal” y no como uno al que “forman las circunstancias, la raza, el suelo, la educación, las mil ocupaciones diversas, las creencias, las preocupaciones, las ideas hereditarias que pesan sobre el alama humana y se condensan en ideas, instintos y actos”( Belín Sarmiento, 1892, p. 47). En este orden de ideas, según los evolucionistas, el sufragio universal no de-bía ser considerado “ni un axioma, ni un principio: es un hecho y nada más” (Ibíd., p. 101). En este sentido, la diferencia entre evolucionistas y revolucionarios remitía menos al orden de las estrategias políticas que a uno de tipo epistemológico. Como se vio en el apartado anterior, el análisis histórico/sociológico implicaba una con-cepción de la sociedad como un campo de observación y experimentación, lo que traducía –como ya señaló Rosanvallon para el caso francés28- un cambio que se venía produciendo en el tipo de aproxi-mación a las cuestiones socio-políticas, de una normativa a otra fáctica, cambio que a su vez se manifestó conceptualmente en la dicotomía entre “teoría” o “ideal” y “realidad”. Ambos discursos, el revolucio-

28. Esta “revolución silenciosa” que hacia fi nes del siglo XIX produce una “nueva manera” de hablar de las cosas, como dice el politólogo francés y como se viene mostrando en este trabajo, está ligada al nacimiento de las “ciencias políticas”. Ver P. Rosanvallon (2000).

nario y el evolucionista, expresaban esta dicotomía. La diferencia, sin embargo, radicaba en la lógica del ordenamiento conceptual. Para los revolucionarios se vivía en una “sociedad libre en teoría, no en el hecho” debido a que el “pueblo” había carecido de la oportunidad de “ad-quirir conciencia cívica al mero ejercicio experimental del mecanismo republicano, sufragando y concurriendo á sufragar en todas y cada una de las veces que el có-digo constitucional lo prescribe” (Ortiz, 1892, p. 82). Es decir, además de concebir al hombre como un “ideal”, desde aquella perspectiva la cuestión se reducía a que el ideal se llevara a la práctica para que se constituyese como tal. Lo importante, pues, era que lo fáctico adquiriera su identidad normativa, lo que implicaba supeditar lo fáctico al ideal o la norma. De ese modo, entonces, el modo de aproximación fáctico entraba en tensión con la lógica conceptual en el caso de los revolucionarios.

Esto resultaba evidente para los evolu-cionistas, para quienes se oponía así una política “científi ca” a otra “metafísica”, una política de “microscopio” y “estudio ajustado á la verdad de los hechos” en contraposición a una política “intuitiva”29. Los evolucionistas no se manifestaban necesariamente en contra de la existen-cia de idealismos, pero sí advertían ex-plícitamente los riesgos que implicaba

29. A. Belín Sarmiento, p. 49 y C. Rojo, p. 25

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una política “clavada en el círculo de las abstracciones absolutas y metafísicas” porque “Las fórmulas abstractas de los Códigos no están siempre y en todo en relación con la realidad” (Rojo, 1892, p. 14 y 24). La lógica del pensamiento evolu-cionista era diferente a la revolucionaria: un ideal debía construirse a partir del estu-dio del funcionamiento y estado presentes de la sociedad. De esta forma, entonces, en la lógica evolucionista se inscribía una temporalidad en el mismo concepto de “ideal” y ello obedecía a una verdad de or-den lingüístico: signifi cante y signifi cado no estaban vinculados por una relación esencial e inmediata, por el contrario, “Las palabras persisten mucho tiempo después de haber desaparecido la cosa que representan” (Belín Sarmiento, 1892, p. 4). Desde la perspectiva de los evolu-cionistas, creer que la “revolución” consti-tuía un “ideal”, “una idea abstracta”, “una conciencia” y que por lo tanto no podía morir -de acuerdo al pensamiento revolu-cionario30- implicaba ignorar aquella ver-dad de orden lingüístico y no percatarse de ello, entonces, era lo mismo que actuar como “Don Quijote, amante apasionado del ideal que él mismo se forja”, lo que conducía a “falsear las instituciones” y a vivir en un mundo de “apariencias” y “fi cciones legales”31. De manera opuesta al pensamiento revolucionario, los evo-

30. I. Ortiz, p. 10

31. A. Belín Sarmiento, p. 14 y 94

lucionistas consideraban entonces que lo normativo (lo ideal) debía adquirir su identidad previo examen de lo fáctico; es decir, lo normativo quedaba supeditado a lo fáctico. El discurso evolucionista así deja entrever ese tránsito, en el plano de las premisas, desde un origen genético de lo social –característico del lenguaje historicista- hacia la autoconformación permanente de lo social –característico de un lenguaje de matriz positivista-.

Mientras Brown enumeraba “ejem-plos dignos de imitación” acerca de cómo “el gobierno republicano democrático” en su “acepción pura, ideal” se practi-caba y sostenía “en todos los tiempos, en todos las épocas”32, es decir, cómo se realizaba un mismo ideal en la historia pero a pesar de ella, Belín Sarmiento rescataba el ejemplo de la Constitución Norteamericana, no por su letra, sino por la forma o modo de producirla, o sea, por ser el resultado de “una constatación que legalizaba la acción del tiempo y precisaba científi camente el modo de crecer de un organismo social” (Belín Sarmiento, 1892, p. 63)33. De modo que si era necesario realizar un estudio o una “clínica” de los gobernantes, en opinión de los evolu-cionistas era un requerimiento prioritario hacer lo mismo para la entera sociedad o nación. Pero justamente era este estudio lo que había faltado al momento de dic-

32. J. Brown Arnold, p. 190-192

33. Subrayado original.

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tar la Constitución, la cual podía resultar aplicable a los Estados Unidos aunque no en la Argentina. De haberlo hecho, los constituyentes y demás hombres pú-blicos habrían comprendido que aquella fórmula era apropiada “para aquel pueblo que emigraba a un suelo nuevo con sus hábitos, costumbres y tendencias de un pueblo viejo, educado en el respeto de la autoridad y en el hábito del trabajo; con sus actividades afectivas y funcionales completamente desarrolladas y madura-das (…); que esa fórmula propia para pu-ritanos, cuákeros, metodistas, etc., no era adecuada para nuestros gauchos nómades o de ciudad, sin costumbres de trabajo, sin nociones de respeto a la autoridad, y en los albores todavía de la evolucion social” (Rojo, 1892, p. 48-49). A diferencia del caso argentino, la constitución de los Estados Unidos no había “emanado de la voluntad de los constituyentes, sino de la experiencia humana de los siglos, recogi-da del sedimento que deja en una raza su vida anterior y su progreso actual” (Belín Sarmiento, 1892, p. 63).

En opinión de estos evolucionistas, en-tonces, la Argentina había vivido de una “ilusión”, en “una lucha eterna entre la utopía y la realidad”, ya que su “idiosincra-sia”, el estado histórico de sus costumbres, no eran “compatibles” con sus institucio-nes. Por otro lado, como conocedores científi cos de la historia y sus progresos eran conscientes de que “cada época”

tenía su forma de gobierno. El gobierno debía ser “democrático, pero no como el de Atenas”, así como tampoco podía ser “aristocrático”. La forma de gobierno que debía prevalecer era la “representativa” basada en la elección, como de hecho ya lo era, pero si la elección no resultaba una “verdadera selección, es funesta y ciega” (Ibíd., p. 64-68, 207). Esta última aclara-ción, al remitir a una suerte de “aristocra-cia electiva”, podría conducirnos a pensar en la perduración de rasgos tradicionalis-tas contradictorios con la modernidad. Empero, no sólo “La idea representativa moderna supone, en efecto, el rechazo del ‘sentido común’” (Palti, 1892, p. 210) sino que, por otro lado, esta idea de una “selección” remitía además no tanto al elenco gobernante como a un orden dife-rente de cosas y que estaba vinculado con una concepción particular de ciudadanía, problema en sí mismo de carácter esen-cialmente moderno.

En efecto, mientras que para el discurso revolucionario la ciudadanía no resultaba una cuestión problemática, para el discurso evolucionista, en cambio, constituía la clave fundamental en la cual estribaba la crisis. Otra vez, como en el discurso revolucio-nario, el problema radicaba en el espacio de la “conciencia”. Si para hombres como Ortiz o Brown Arnold la revolución res-tituía la conciencia cívica y moral (o sea, lo fáctico adquiría su identidad norma-tiva), los evolucionistas no podrían dejar

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de considerar esto como una concepción “divina” o “utópica”. En opinión de estos últimos, no se trataba tanto de restituir “la conciencia” -y por ello mismo de un ideal que se realizaba en la historia pero a pesar de ella- como de alcanzar cierto estado de conciencia, lo que presuponía su desar-rollo y evolución en el tiempo, es decir, una conciencia cargada de historicidad. En este sentido, una revolución podía ser efectivamente una reacción moral pero a largo plazo sería insufi ciente puesto que el derecho de voto estaba extendido a las grandes mayorías todavía dominadas por una “voluntad inconsciente” como conse-cuencia de su ignorancia.

Esta diferencia en lo que concierne al espacio de la conciencia reproduce las distancias epistemológicas entre revolu-cionarios y evolucionistas señaladas pre-viamente y que se traducen en diferentes maneras de comprender la acción política. Si es en la práctica que el ideal se constituye como tal según la lógica de los revolu-cionarios, se debía a que éstos pensaban siguiendo aquella correspondiente a lo que Palti denominó “concepto proselitis-ta de la opinión pública”, con el cual es en la misma acción política (y eso incluía la guerra) que el pueblo, como un todo homogéneo, se constituye en tal34. Por el contrario, la lógica del pensamiento evolucionista ya presupone, al igual que

34. E. Palti, El momento romántico… Op. Cit., p. 108-115.

el “concepto estratégico de la opinión pública” (Ibíd., p. 138-147), que el pueblo y los hombres no pueden constituir un ideal más allá de su propia temporalidad y por lo tanto que el espacio social se en-cuentra fragmentado entre diversas racio-nalidades irreductibles entre sí, con lo cual no alcanzaba la práctica o el ejercicio de la acción política para constituirse en ciudadanos: si la política debía ser “cientí-fi ca” y no un “procedimiento intuitivo”, la ciudadanía y la acción política mismas también debían constituir un acto refl exivo y no un mero ejercicio35.

Desde la perspectiva de los evolucioni-stas, se confundía, por ende, “la calidad del ciudadano con la calidad de elector” (Belín Sarmiento, 1892, p. 203). Para ellos, la igualdad civil no era equivalente a la igualdad política y “muy bien puede pri-varse á un ciudadano del derecho de ser elector sin privársele de ser ciudadano”. Según estos ensayistas, la forma repre-sentativa de gobierno en el “mundo civi-

35 Hay que señalar también que mientras el “concepto proselitista de la opinión pública” se desarrolló al mismo tiempo que las prácticas características vinculadas a lo que Sabato denominó fi gura del ciudadano en armas, por el contrario, el discurso evolucionista cobró forma en un momento en que adquiere mayor relevancia la retórica del duelo y el honor como un modo de regular la violencia política legítima y como una manera de dignifi car la política, ajustada solamente a las posibilidades de la elite. Ver H. Sabato. “El ciudadano en armas: violencia política en Buenos Aires (1852-1890)” en Entrepasados 23 (2003), p. 149-169 y S. Gayol (2008). Honor y duelo en la Argentina moderna, Siglo XXI, Buenos Aires.

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lizado” implicaba la capacidad de recono-cimiento de un gran número no sólo de derechos sino también de “grandes fi nes”. En este sentido, el objeto primordial de un gobierno era la “justicia”,

“Lo que equivale á decir que todas sus reglas deben ser justas. El gobierno es, pues, necesario, á fi n que el hombre pu-eda desarrollar las cualidades que emanan de su naturaleza como ser físico, moral é inteligente. La vida debe estarle asegu-rada y con ella la libertad de la persona y la seguridad de los bienes adquiridos; su sentido moral debe estar satisfecho y el saber acumulado por su especie debe estar al alcance de todos. Este último derecho implica la educación universal, la libertad de pensar, hablar, escribir y ense-ñar.” (Ibíd., p. 92)

Y si la administración de la justicia era el leitmotiv del Estado, sus ejecutores debían ser “hombres justos” que se des-prendieran de “la elección que la parte consciente del pueblo haga recaer en va-rones conocidos por su probidad, instruc-ción ó experiencia.” (Ibíd., p. 94)36 De no ocurrir así, se estaría renunciando a “las leyes morales creadoras de los principios de justicia” y despojando a “la raza de las conquistas de la civilización” (Ibíd., p. 95 y 96). De allí la necesidad de que el votante no fuese tan sólo un ciudadano portador de derechos sino que además debía ser portador de una capacidad de autocontrol o autogobierno, esto es, contar con una

36. Subrayado mío.

razón que le permitiera ser “apto para dis-cernir” ya sea el “propio interés” como el “bien público”37. O dicho de otra manera, el ciudadano, sujeto de todos los derechos políticos, debía contar con una conciencia desarrollada y evolucionada en correspon-dencia con el estado de desarrollo civiliza-torio. En defi nitiva, la moral (sus leyes y reglas) podía ser restituida en la política por el accionar revolucionario, pero ello no garantizaba aquella unidad una vez y para siempre puesto que las leyes morales no eran accesibles (comprensibles) de manera inmediata (no existía un vínculo esencial) a cualquier ciudadano.

La crisis, por lo tanto, se debía -en opinión de los evolucionistas- a la perpet-uación de “gobiernos irresponsables” que emergían como producto del “votante inconsciente”, consecuencia a su vez de la inexistencia de restricciones al derecho de sufragio. Sin embargo, a pesar de cierto grado de elitismo, del miedo a las “mayor-ías ignorantes” y de cierta perduración de las premisas de la existencia de una Ver-dad accesible solamente a partir de ciertos saberes, la califi cación del voto exigida era la capacidad de saber y leer, puesto que ello permitiría al votante, además del conocimiento de los derechos y los fi nes de la civilización, estar “en condiciones de ponerse al corriente de la situación y votar con conocimiento de causa”. La capacidad de sufragar pasaría entonces

37. Ibíd., p. 103-104, 207

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de ser un “derecho inherente o natural” al hombre para constituir un “poder” –con las responsabilidades que ello conl-levaba- al alcance de cualquier ciudadano (siempre hablando de los varones adultos y nativos).

De ese modo se operaba un cambio de tipo antropológico38 en la concepción de la ciudadanía política (para denominar a los ciudadanos con derecho a sufragio) que en un mismo movimiento la despo-jaba de su carácter ideal (o “divino”) de igualdad per se y la introducía en el seno de un proceso cognitivo y civili-zatorio más amplio y universal que la ubicaba en una temporalidad específica con sus leyes y reglas particulares. La ciudadanía, para el discurso evolucioni-sta, se tornaba entonces no solamente como un campo de intervención sino también como un campo de saber. La restricción del sufragio, de esa manera, sería solamente una cuestión temporal, porque “Luego, para el que no sabe leer es cuestión de aplazamiento del voto, y

38 Nos guiamos por la distinción que realiza Rosanvallon respecto a los dos tipos de límites a la universalización del ciudadano. El primero es social. Éste delimita la separación entre el interior y el exterior y superpone la noción de extranjero a aquella de marginal o de excluido: es decir, este tipo de límites indica una posición social o de nacionalidad. El segundo tipo de límites es antropológico. Éste distingue a las personas en función de su capacidad de ser un verdadero individuo: es decir, defi ne cualidades. Se opone así una ciudadanía activa y una ciudadanía pasiva. Ver P. Rosanvallon (1992). Le sacre du citoyen, Gallimard, París.

no hay razón porqué no esperar al año venidero para usarlo” (Belín Sarmiento, 1892, p. 106-125).

4. Consideraciones fi nales

Las diferentes apreciaciones en cuanto a la solución del problema o la crisis moral no manifestaban únicamente posibles es-trategias políticas; también revelaban los desplazamientos que se estaban produci-endo al interior de los lenguajes políticos. En este sentido, se puede observar “cómo nuevos horizontes conceptuales irrumpen en el seno de los viejos, se despliegan y encadenan en el interior de su propia lógi-ca, al mismo tiempo que la desarticulan” (Palti, 1892, p. 105).

En efecto, lo que dimos en llamar los discursos evolucionistas y revolucionarios ir-rumpieron de la brecha que se abrió en-tre la crisis del pensamiento historicista romántico y su rearticulación en uno de matriz positivista. Ambos discursos com-partían un mismo universo conceptual pero la diferencia radicaba no solamente en que el primero cuestionaba premisas fundamentales del segundo sino que además funcionaban bajo lógicas dife-rentes. De esta manera, el pasaje de un discurso a otro ofrecía respuestas nuevas a problemas viejos, tales como la vía pedagógica-evolucionista frente a la vía revolucionaria, así como también hacía surgir nuevas cuestiones, tales como las

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restricciones al derecho de sufragio y los criterios para su defi nición.

Que el pensamiento positivista no es-tuviese completamente articulado hacia fi nes de siglo lo demuestra entre otras cosas que ni el discurso evolucionista ni el revolucionario pudieran cuestionar lo que a nuestro entender es una de las premisas fundamentales de los lenguajes que sur-gen con la caída del antiguo régimen: la de la unidad de lo político y lo moral en un equilibrio forzoso. Seguía siendo en defi nitiva una sociedad que se descubre a sí misma a partir de lo antropológico y no de lo social. Esta continuidad, creemos, siguió limitando, a pesar de que lo político/social surgiera como un prob-lema evidente de primer orden, el eje de las respuestas al nivel antropológico de la conciencia, tal como quedó demostrado en la propuesta sufragista de los evolu-cionistas. Y es debido a ello también que el discurso evolucionista tampoco pudiera realmente cuestionarse “qué” es lo que se habría de representar, aún cuando se con-sideraba explícitamente que el sistema representativo era la forma de gobierno adecuada para aquellos tiempos. Faltarían todavía algunos años –no muchos- para que comenzara a producirse un desplaza-miento de lo antropológico (y su traduc-ción moral) hacia lo social, como quedará manifi esto en la noción de representación social39.

39. Para esta cuestión de la representación social

En otro orden de cosas, se pudo ver, a diferencia de otros trabajos previos sobre la crisis política del Noventa, que la crítica moral no era simplemente un “tono” que refl ejaba una ideología de corte “tradicio-nal y antimoderno”40. Por el contrario, esta crítica moral constituyó un aspecto central de aquel horizonte de sentido y, por ello mismo, no sólo estuvo atravesada de las últimas nociones científi cas sino que además hacía transparente la concep-ción inmanente del poder.

Por otro lado, la crítica moral tam-poco fue objeto principal de refl exión entre los últimos trabajos que discuten la caracterización de la Unión Cívica Radi-cal y la Revolución del Noventa como expresiones del origen de un movimiento esencialmente democrático41. Estas últi-mas lecturas que intentan desmontar las visiones teleológicas que miraban la problemática desde la ley Sáenz Peña, al reemplazar en su análisis categorías como “democracia” por “libertad positiva” y “libertad negativa” no están haciendo otra cosa que reproducir el esquema interpre-tativo “tradicional/moderno” (la “libertad positiva” es la “libertad de los antiguos”

ver E. Palti, El tiempo…Op. Cit.; E. Palti, ¿De la República posible a la República verdadera? Oscuridad y transparencia de los modelos políticos, en historiapolitica.com

40. Nos referimos en particular a E. Gallo, y S. Sigal, La formación…, en Op. Cit.; D. Rock, Op. Cit.

41. Nos referimos en particular a P. Alonso, Entre la revolución… Op. Cit.

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y la “libertad negativa” es la “libertad de los modernos”) para de esa manera recaer ellas también en una perspectiva si no te-leológica al menos dicotómica.

En síntesis, con estos breves comen-tarios fi nales se busca hacer hincapié en las ventajas analíticas que trae aparejado un enfoque desde los lenguajes políticos al tener como punto de partida, como dice Rosanvallon, a las antinomias consti-tutivas de la sociedad, sin recaer entonces en visiones formalistas o típico ideales42. Este enfoque nos permitió recrear un cuadro aún más complejo de la Crisis del Noventa en particular y del “Orden Con-servador” en general. A los estudios que ya mostraban al “régimen del ochenta” como uno más desordenado, menos cristalizado y con mayores “discrepan-cias ideológicas” entre sus dirigentes de lo que se creía43, este trabajo pretendió echar nueva luz sobre lo complejo a su vez de la crítica opositora al régimen, con el objetivo de abrir nuevos interrogantes

42. P. Rosanvallon (2003). Por una historia conceptual de lo político, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.

43 Entre otros: P. Alonso, En la primavera de la historia. El discurso político del roquismo de la década del ochenta a través de su prensa, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” 15 (1997); P. Alonso (2003). “La política y sus laberintos: el Partido Autonomista Nacional entre 1880 y 1886” en H. Sabato y A. Lettieri (Coords.). La vida política. Armas, votos y voces en la Argentina del siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires; P. Alonso, “La Tribuna Nacional y…” en Op. Cit.

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Leonardo D. HirschUniversidad de Buenos Aires

Leonardo D. Hirsch

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 70-75. ISSN 1853-0451

Barreda, creador e impulsor de la Escuela Preparatoria, asume ideas

fi losófi cas del comtismo y hace un esfuer-zo serio por darles un cauce que impulse la educación mexicana; al respecto, toma en cuenta nuestro talante de país convul-sionado por la guerra civil entre liberales y conservadores a lo largo y ancho del siglo XIX hasta 1867. Considera fundamental el inicio de la Independencia en 1810 y

los posteriores cincuenta y siete años, a lo largo de los cuales se intentó construir el Estado republicano y soberano que anhelaban los próceres. Una “necesidad —afi rma— se hace sentir por todas par-tes, para todos aquellos que no quieren, que no pueden dejar la historia entregada al capricho de infl uencias providenciales, ni al azar de fortuitos accidentes, sino que trabajan por ver en ella una ciencia,

RESUMEN

El texto proporciona un recorrido por la vida intelectual de Gabino Barreda y su infl uencia en la educación mexicana. Su revisión es oportuna por los alcances que su proyecto ha tenido en la conformación del México moderno.

Palabras clave: Gabino Barreda, educación, México, positivismo

ABSTRACT

This paper shows the highlights of the intelectual life of Gabino Barreda. It also tries to show his enormous infl uence in Mexican education. A review like this is appropriate to understand the scope of Barreda’s project in modern Mexico’s formation.

Key words: Gabino Barreda, education, Mexico, positivism

FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Y DE LA EDUCACIÓN EN LA OBRA

DE GABINO BARREDA (I)

José Alfredo TorresFacultad de Filosofía y Letras, UNAM

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71José Alfredo Torres

más difícil sin duda, pero sujeta, como las demás, a leyes que la dominan y que hacen posible la previsión de los hechos por venir, y la explicación de los que ya han pasado” (Barreda, 1992, p. 68). Vislumbra asumir la historia como ciencia y como acción que pone en nues-tras manos el destino nacional. Si antaño, el caos producido por la guerra civil condujo a la incertidumbre y la desespe-ranza, en el período vivido por Barreda —conforme a su planteamiento— existe la oportunidad de construir el Progreso largamente pospuesto. Ya no seríamos una nación sin rumbo: participaríamos como país ilustrado de un perfi l semejan-te a los pueblos líderes, inspirados en el republicanismo francés y el federalismo norteamericano. Extraordinario resulta el eje alrededor del cual gira G. Barre-da, a saber, la historia propia, la historia patria. No copiará la fi losofía de Comte y, sin más, la utilizará para explicar los sucesos que le interesan de México. No. Procederá al revés: resultan prioritarios los hechos históricos de un país desgas-tado por guerras fratricidas, además de la invasión extranjera que, en 1847, dejó como saldo la pérdida brutal del territo-rio nacional. La evolución de la historia mexicana, para Barreda, ha transcurrido en me-dio de sufrimientos sin cuento, pero ha transcurrido de acuerdo con las leyes que conducen necesariamente al progreso

político, intelectual y espiritual. La etapa teológica que precedió al triunfo de los liberales, representó una fase necesaria pero obsoleta cuando las condiciones que permitieron superarla, concitaron voluntades a favor de la independencia y la libertad. Los mártires en esta lucha no lo sabían, sin embargo, trabajaban heroicamente apuntalando el proceso de construcción —inevitable— de la Patria, que contra viento y marea, ya estaba dando los frutos de la justicia, dando el ejemplo al mundo junto a los adelanta-dos franceses o norteamericanos. México cumplía, así, con las leyes del Progreso histórico. Mediante esa interpretación teórica-mente fundamentada en el positivismo, Barreda cumple “el vehemente deseo de examinar, con ese espíritu y bajo ese as-pecto, el terrible período que acabamos de recorrer”: mediante una refl exión tal, acota, se podrá llegar a la conclusión feliz de estar viviendo una “sublime apo-teosis de los gigantes de 1810”; la tarea emancipadora de los magnánimos, de los héroes independentistas, daba lugar en 1867 al progreso, al orden y a la libertad, y estaba dejando a los mexicanos nuevos la responsabilidad para sostener, mejor, para aprovechar, el triunfo de la razón y la justicia republicana (Barreda, 1992, p. 69). Es el terreno peculiar de la historia nuestra donde las categorías concep-tuales de la filosofía comtiana podrán

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72 Filosofía de la historia y de la educación en Gabino Barreda

incidir, siempre y cuando el significado que les concierne pueda ser modificado, conservando lo esencial; pero permi-tiéndonos enriquecer la comprensión de la historia mexicana. Esta visión, es la de

hacer ver que durante todo el tiempo en que parecía que navegábamos sin brújula y sin norte, el partido progresista, al través de mil escollos y de inmensas y obstinadas resistencias, ha caminado siempre en buen rumbo, hasta lograr después de la más do-lorosa y la más fecunda de nuestras luchas, el grandioso resultado que hoy palpamos, admirados y sorprendidos casi de nuestra propia obra (Barreda, 1992, p. 68).

No sólo se ganaría una explicación conforme a la legalidad por donde trans-curre lo histórico, sino también una guía para actuar, emanada de nuestro ser cuya evolución peculiar es única a lo largo del tiempo. Hay un equilibrio entre lo propio y lo ajeno (el pensamiento de Comte, que nos ofrece iluminar el rumbo pasado y el rumbo futuro de nuestro ser histórico). Es un equilibrio que Barreda descubre y acepta. Es una síntesis revitalizadora:

[Y de donde se puede sacar], conforme al consejo de Comte, las grandes lecciones sociales que deben ofrecer a todos esas dolorosas colisiones que la anarquía, que reina actualmente en los espíritus y en las ideas, provoca por todas partes, y que no puede cesar hasta que una doctrina verdaderamente universal reúna todas las inteligencias en una síntesis común (Barre-da, 1992, p. 69).

Se trata de una fusión entre la histo-ria concreta y la doctrina abstracta de la historia, una fusión que hace emerger el orden en medio del caos. Barreda ha lo-grado la relación entre hechos pasados, el sentir patriótico y una doctrina acerca del devenir y sus leyes. Sumando los factores anteriores, ha obtenido como resultado una fructífera explicación del presente; trataríase de una retórica propulsora de la acción, como el mismo Barreda ejem-plifi caría. La educación tenía como antecedente un capítulo vivido. Durante la colonia, por ejemplo, se tejió una “malla del clero secular y regular”, protectora de la ex-plotación y la dominación. Se trenzaron los hilos de la obediencia a la metrópoli, de la jerarquización y la obtención de privilegios, de la prohibición de libros iconoclastas, de sobajamiento del indíge-na y el criollo. Una malla, útil al clero y a la monarquía, que mantuvo los espacios cerrados hasta donde pudo, e impedía la recepción —y más todavía, la adopción— de ideas consideradas peligrosas. Fueron tres siglos de impedimento; y aún en la lucha por la independencia y contra las invasiones expansionistas, la Iglesia mantuvo un espíritu conservador de sus privilegios sin importarle la humillación de las instituciones. Para Barreda, habría sido la Iglesia, debido a su labor educa-dora, contraria al pueblo y a la República democrático-liberal. En consecuencia, la

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forma de educar debería tener un cam-bio necesariamente, del cual abrevarán las generaciones, ya no destructoras del país, sino constructoras de una repúbli-ca benefactora y progresista. Meta que también asume Justo Sierra, apelando al centro de la órbita (educativa): el ser humano, cuyo valor debe traducirse en “ser fuerte”. La fortaleza del mexicano, en Sierra, debe entenderse como una virtud ema-nada del contexto y resumida “en su desenvolvimiento integral: físico, intelec-tual, ético y estético, en la determinación de un carácter” (Sierra, 1978, p. 5). Si para Barreda, en México, el individuo había mostrado con creces la gallardía de expulsar primero a los españoles y después a los franceses, para Justo Sierra, este distintivo de la personalidad debería continuar dando “resultados magnífi cos” en el proceso de reforzarlo —mediante la educación— en las generaciones jóvenes, con la esperanza de que se mantuvieran íntegras ética y estéticamente, amén de fí-sica e intelectualmente. José Vasconcelos, más adelante (1921 a 1924), desarrollará un aparato conceptual y práctico que atenderá la formación de una sensibilidad estética, considerada básica para el desen-volvimiento del sujeto en el mundo. Sobre todo, en un mundo tan confl ictivo como lo era (y lo es) la sociedad mexicana. Barreda mismo se sorprendió am-pliamente de la reacción suscitada al

momento de la separación de la Metró-poli: ¿cómo un pueblo, “antes sumiso y aletargado”, carente casi de todo, terminó soliviantándose para dar la batalla? ¿Cómo fue posible que se hubiera rebelado, “mo-vido por un resorte, y sin organización y sin armas, sin vestidos y sin recursos”? ¿Cómo fue posible que se “hubiese pues-to frente a frente de un ejército valiente y disciplinado, arrancándole la victoria sin más táctica que la de presentar su pecho desnudo al plomo y al acero de sus terri-bles adversarios, que antes lo dominaban con la mirada”? (Barreda, 1992, pp. 70, 71) Quizás sea esta una pregunta retórica de Barreda, pues antes había sostenido con mucha convicción que había un trasfondo —explicable a través de leyes necesarias— impulsor de la historia. Él, además, estaba entendiendo que, de acuerdo con la gé-nesis de ese trasfondo, las condiciones se habían presentado al pueblo mexicano para que trabajara por la completa eman-cipación, en orden y en paz. Entre los factores intervinientes que habían dado lugar al suceso fausto de la República juarista, Barreda cree descubrir uno fundamental —traducido en las Le-yes de Reforma, la expulsión del invasor francés, el fusilamiento del Archiduque de Austria; la victoria del ejercito liberal, etc.—; se trata de un fenómeno que le otorgará inspiración para estructurar la futura educación positivista, a saber: la emancipación mental.

José Alfredo Torres

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La emancipación mental (una catego-ría explicatoria) es un acontecimiento surgido de, por un lado, la paulatina degradación de formas de pensamiento consideradas atrasadas, que podrían catalogarse de retrógradas y asociadas a estructuras teológicas de concepción del mundo; y, por otro lado, al ascenso de esquemas modernos relacionados con una política ilustrada y una moral laica, manifiestas en lo que Barreda denomina “emancipación científica, emancipación religiosa, emancipación política: he aquí el triple venero de ese poderoso torrente que ha ido creciendo de día en día, y aumentando su fuerza a medida que iba tropezando con las resis-tencias que se le oponían…” (Barreda, 1992, p. 71).1 Hace hincapié igualmente en la manumisión sustentada en la cien-cia, en un espíritu de civilidad y en la convicción profunda. Los campos más humanos como la política y la moral, incluso la misma religión, podrían irse aclarando en cuanto los descubrimien-tos metódicos fueran abriendo camino a la comprensión, al entendimiento vía

1. La patria estaría lista para este momento es-perado durante 57 años. La triple emancipación es impulso concreto, y “cuando se trata de autonomía de la nación, de su porvenir y de su independencia, cuando ha llegado el momento de sentar la clave de esa delicada construcción que se elabora hace ya 57 años, toda idea que no conduzca al fi n deseado debe abandonarse, todo movimiento del corazón que nos desvíe del sendero y nos haga perder nuestro punto de mira, debe sofocarse” (Barreda, 1992, p. 100).

la información disponible —cada vez mayor, cada vez más integrada—. El edificio imponente del conocimiento positivo otorgaría mayores posibilida-des de libertad, de orden y progreso. En Barreda se proyecta un optimismo respecto a la evolución de la humanidad hacia formas más acabadas en el arte, la justicia, la política; optimismo ejem-plifi cado en la evolución de la historia mexicana del siglo XIX, cuya crisis había sido premonitoria de tiempos más tran-quilos. “La triple evolución científi ca, política y religiosa que debía dar por resultado la terrible crisis porque atra-vesamos, puede decirse, no ya que era inminente, sino que estaba efectuada en aquella época…” (Barreda, 1992, p. 74). Ve en los problemas del pasado inmedia-to, un antecedente de la bonanza que se avecinaba. No tiene duda de estar frente a la “triple evolución científi ca, política y religiosa” después de germinar la semilla de “lo cierto, de lo útil, de lo bueno y de lo bello”, abonada por el sacrifi cio de generaciones heroicas y próceres como Hidalgo o Guerrero. La emancipación mental, gradual pero segura, puede resumirse en la victo-ria “del espíritu de demostración sobe el espíritu de autoridad”. Si la cosmovisión del espíritu positivo empleó un aparato fi no que evidenciaba los fenómenos, contrastándolos, comprobándolos en relaciones complejas de causa-efecto,

Filosofía de la historia y de la educación en Gabino Barreda

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entonces la educación no será ya la re-ligiosa, sino la demostrativa, progresista y antiteológica; la educación del saber teórico-práctico, del análisis, de la obser-vación cuidadosa y las capacidades para abstraer interpretaciones certeras y pre-visoras.

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José Alfredo TorresFacultad de Filosofía y Letras, UNAM

[email protected]

José Alfredo Torres

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 76-104. ISSN 1853-0451

RESUMEN

En este artículo se analiza el concepto de liberación dentro del marco de pensamiento de Ignacio Ellacuría, desde una visión fi losófi ca y no teológica, para lo cual se estudiará la obra base del au-tor titulada, Filosofía de la realidad histórica* (Ellacuría, 2007), donde se estudian principalmente los conceptos de materia e historia** Se analizan ambos conceptos desde sus raíces biológicas fundadas en el pensamiento de Xavier Zubiri y acuñadas por Ignacio Ellacuría. Se concluye con el concepto de praxis como una exigencia ontológica de la especie humana.

Palabras clave: liberación, historia, materia, praxis, persona, sociedad

ABSTRACT

In this article the concept of liberation is analyzed from its origins in the thought of Ignacio Ellacu-ría, from a philosophical, not theological approach, to do this it is studied the author’s main work which is called Filosofía de la realidad histórica where the concepts of matter and history are carefu-lly studied. These notions are studied with their biological principles established by Xavier Zubiri and widened by Ignacio Ellacuría. This study is concluded with the concept of praxis as an ontological must-do to every human person.

Key words: liberation, history, matter, praxis, person and society

SOBRE EL CONCEPTO DE LIBERACIÓN EN

IGNACIO ELLACURÍA

María Elizabeth de los Ríos UriarteUniversidad Iberoamericana

* La edición que hoy conocemos y que resulta accesible para el tema es el resultado de las clases que Ignacio impartía en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) y en algunas universidades europeas durante los años setenta. La primera edición fue publicada en 1984 por la UCA y consta de cuatro capítulos. Ellacuría dictó algunos cursos posteriores, en 1987, que ya no fueron publicados debido a que él mismo no llegó a redactarlos.

** El concepto de historia es por primera vez, abordado en esta obra desde un diálogo con el marxismo tanto como materialismo histórico como con el materialismo dialéctico para después afi rmar, en sus propios términos, un “materialismo realista abierto” (Ellacuría, 2007: 10).

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77María Elizabeth de los Ríos Uriarte

La base fi losófi ca delconcepto de liberación:

Filosofía de la realidad histórica

La obra Filosofía de la realidad histórica tiene por principal tarea descubrir

el carácter o la función liberadora de la fi losofía. Si bien Ellacuría, en su primera etapa como fi lósofo, tomó como ejemplo la fi losofía metafísica de su maestro Xavier Zubiri, cuando realiza esta disertación acerca de la historia y su infl uencia en la fi losofía —o más bien de la fi losofía y su infl uencia en la historia—, se distancia de Zubiri constituyendo la originalidad de su pensamiento en la cuestión práctica de la fi losofía que infl uye directamente —y debe infl uir— en la historia misma. De esta manera comienza a formular una “praxis histórica” a partir de la estructura misma de la historia, de la realidad y de la fi losofía (Ellacuría, 2007: 10).

Jordi Corominas analiza el punto de divergencia entre Zubiri y Ellacuría; más que como un distanciamiento, como una prolongación de la obra de Zubiri, y ubica el momento en el curso impartido por Zubiri en 1974: “Tres dimensiones del ser humano: individual, social e his-tórica”. Así, para Ellacuría el punto de unión —entre realidad e inteligencia, entre hombre y mundo— es la historia (Coromina, 2000: 169).

Corominas aclara que el punto más divergente entre ambos autores es aquel

que recae en la apertura a la posibilidad ética en la realidad y en el actuar humano. Aclara que Ellacuría se separara de Zubiri en dos direcciones: por un lado, se separa de la noción de respectividad o relacio-nismo propuesto por Zubiri para fundar la moral en la apertura de la realidad a la realidad histórico-natural y, en segun-do lugar, al considerar insufi ciente este análisis y recurrir a un criterio metafísico enraizado ya previamente en la misma realidad histórica (Coromina, 2000: 170).

Ellacuría concibe que antes de la volun-tad individual, está el posicionamiento de ésta en un contexto de posibilidades mar-cado por la misma naturaleza biológica de la realidad y de su carácter histórico. Ahora bien, la pregunta ética apunta hacia un fundamento más metafísico, dado que el ideal de las acciones humanas deben ir enfocadas a la humanización de la historia y esto no depende únicamente del nivel de las intenciones y acciones humanas, sino del dinamismo intrínseco de la historia. Así lo afi rma el autor: “La humanización del hombre por la historia y la humaniza-ción y planifi cación de la historia por el hombre marcan la dirección y la fi nalidad del hacer moral” (Coromina, 2000: 172).

Aquí, en este punto, es donde Ellacu-ría marca su radical distanciamiento de Zubiri y apuntala a retomar un cierto aire hegeliano, en tanto que las formas concretas de moral adquieren un deber incondicional de mejorar el momento

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presente. Para Ellacuría, la historia, ade-más de ser el lugar absoluto como lo era para Hegel y para Marx, es la que posi-bilita la absolutización de las personas y la historia será entonces el criterio moral (Coromina, 2000: 169).

En Filosofía de la realidad histórica, Ella-curía afi rma que la historia no es ya más una transmisión carente de sentido, sino que es un espacio de posibilidades laten-tes donde el actuar humano las determina y les imprime dirección.

El análisis que Ellacuría presenta en esta obra acerca de la realidad parte de la noción presocrática de movimiento. He-ráclito había afi rmado que todo cambia, nada permanece, nadie se baña dos veces en el mismo río. De acuerdo con esta noción, cuando Marx propone su materia-lismo histórico o Hegel su materialismo dialéctico, ambos están concibiendo un espacio de realidad dinámico, tan diná-mico que incluso llega más allá de lo real, constituyéndose en un todo sistemático o un todo procesual, por lo que la realidad sólo podrá concebirse como elementos o momentos de este todo procesual (Coro-mina, 2000: 20).

Para Ellacuría resulta interesante el materialismo dialéctico de Hegel (Hegel, 2003: 437-441),1 para quien la negación

1. Recuérdese que Hegel había establecido la di-námica de le negación como el paso de la conciencia a la autoconciencia de sí que deviene en el Absoluto igualmente a partir de la negación pero esta negación no es una negación vacía y carente de signifi cación

juega un papel fundante como fuerza creadora, como fuerza unifi cadora:

La negación, en lugar de ser principio de división, es principio de unidad, aunque de unidad superada y dialéctica, porque en la unidad del todo en movimiento se da la identidad de la identidad y de la no-identidad. La identidad resultante es una identidad superior que engloba lo que cada cosa tiene a la vez de sí mismo y no de sí mismo: cada cosa es lo que es presente e inmediatamente, pero al mismo tiempo es lo que todavía no es y pugna por ser frente lo que ya está siendo como “momento” de una totalidad procesual; “momento” que debe dejar de ser para que el todo se realice procesualmente, pero que su dejar de ser no es un mero pasar, sino un ser sobrepa-sado por la negación activa de lo que va a llegar a ser. (Ellacuría, 2007: 169).

Me he permitido citar el párrafo ante-rior, pues en él se encuentra el germen de lo que desarrollará más tarde Ellacuría: que la realidad es lo sufi cientemente plás-tica como para poder intervenir en ella y re-direccionarla. En el párrafo citado, Ellacuría pudo intuir cómo en todas las cosas existen posibilidades latentes que pugnan por ser. En toda la realidad existe un juego de opuestos ya intuido por Em-pédocles y retomado por Hegel, en donde lo que es también es lo que no es, y este no ser lucha por ser, y para hacerlo necesita negar al ser inicial, es decir necesita no-ser

sino más bien constructora de una superación del primer estadio de la conciencia.

Sobre el concepto de liberación en Ignacio Ellacuría

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(Méndez, 2009).2 Para Ellacuría la realidad necesita no ser, necesita negarse para que de ella surja ese ser que clama por ser,3 por hacerse presente en un tiempo que ya es.

En Marx sucede lo mismo, dice Ellacu-ría, pero con la diferencia de que si para Hegel el movimiento y la negación sur-gen para la identidad (siendo posible en ellos la no-identidad), en Marx la identi-dad de los opuestos es posible sólo debido a condiciones históricas, mientras que su antagonismo inicial es inherente. De ahí que el método de Marx sea revolucionario y el de Hegel más conciliatorio en tanto

2. Resulta pertinente hacer notar aquí la relevan-cia de la teología apofática, en tanto que negación en contraste con la teología catafática, en tanto que afi r-mación. En la teología apofática la nada se entiende como el ser supremo o Dios en tanto que todo lo que de él se pueda decir no será lo que Él es en sí mis-mo pues Él está más allá de todo concepto o noción que podamos predicar o atribuirle. En tanto que la teología apofática parte de la afi rmación de que Dios es y si es deben serle atribuidas ciertas característi-cas propias de su substancia absoluta. Lo que es más interesante de esta nota es el carácter dialéctico de ambas teologías en tanto que, en conjunto, pueden dar origen a una noción de Dios amplia y rica en sig-nifi caciones; es decir, el movimiento de la afi rmación (teología catafática) a la negación (teología apofática) y su aparente lucha y contradicción dan por resulta-do un mestizaje teológico (término usado por Ángel Méndez) que lejos de alejar la posibilidad de conoci-miento de Dios acercan y enriquecen la visión. Para una mayor referencia se sugiere la siguiente lectura.

3. Esta intuición quizá de luz a la muerte del pro-pio Ignacio Ellacuría en tanto que presenta la posibili-dad de la vida en y desde la muerte y, de esta manera, su muerte signifi có en tanto que en ella la negación se hizo posible para hacer surgir una posibilidad nueva, la posibilidad de la liberación.

avanza en dirección al Absoluto (Ellacu-ría, 2007: 24).

La unidad procesual que menciona Ellacuría tiene por fundamento la estra-tifi cación de la realidad propuesta por Zubiri, es decir, todas las cosas en tanto que reales, están sostenidas por realidades inferiores de las cuales provienen, y sobre las cuáles se asientan. Así, cada realidad inferior va a dar origen a una realidad superior. De esta manera: “No hay vida sin materia, no hay sensibilidad sin vida, no hay inteligencia sin sensibilidad etc. Lo superior no abandona lo anterior, sino que lo reasume sin anularlo; al contrario, es lo anterior lo que subtiende dinámica-mente lo posterior” (Ellacuría, 2007: 29).

Con la última tesis enunciada en su obra acerca de la historia como apertura y dinamismo, donde se despliegan incluso sus máximas posibilidades, se comienza a perfi lar una noción de suma importancia para el pensamiento de Ellacuría: la no-ción de justicia entendida entonces como una posibilidad inherente de la realidad histórica. Hacerle justicia a la historia será capturar no únicamente sus posibilida-des, sino sus máximas posibilidades y, de hecho, hacerlas posibles. En otros térmi-nos, justicia sería lo equivalente a estirar la historia y descubrir en ella una nueva posibilidad que la hace distinta de como es en ese momento.

Para Ellacuría, la persona es central en la historia, pero es esencialmente históri-

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ca, de tal manera que sustraer a la persona de la historia sería una equivocación (Ella-curía, 2007: 45-46).

Con esta tesis se advierte que la fi loso-fía tiene por objeto primordial descubrir y desentrañar en el summum de eventos históricos, las máximas posibilidades de la realidad más alta, que es la realidad histórica, en donde se encuentra inmerso —pero participante— el ser humano.

En el segundo capítulo de Filosofía de la realidad histórica, Ellacuría retoma la diferencia entre materialismo histórico —entendido como una forma de interpretar la totalidad de la historia— y la materiali-dad de la historia, que es el concepto que él propone.

Ellacuría parte de nueva cuenta de la estratifi cación construida a partir del surgimiento de nuevas formas de realidad para explicar que la historia surge de la naturaleza material y está ligada forzosa-mente a ella. Esto lo lleva a concebir que la historia sin naturaleza es sencillamente impensable, mientras que la naturaleza sin historia puede darse en tanto que la naturaleza constituye una forma inferior de realidad que la misma historia que, como ya vimos, resulta la más alta de las formas de realidad.

Una vez establecida la importancia de la naturaleza en la materialidad de la his-toria, Ellacuría se da a la tarea de analizar el carácter biológico de la historia, con el objetivo de reafi rmar a la historia como

forma superior de realidad que no olvida ni abandona sus estratos inferiores de los cuales ha sido originada.

Para el fi lósofo jesuita, la historia tiene raíces biológicas (Ellacuría, 2007: 91).4 Sin embargo, no se puede hablar de biología sin hablar de evolución, y por ello una de las primeras afi rmaciones que hace Ellacuría al respecto es: “En el proceso evolutivo ha habido distintos tipos de hu-manidad […] El hecho consiste en que la especie humana, antes de llegar al tipo de hombre actual y de llegar a él por un pro-ceso evolutivo, ha pasado por otros tipos de hombre” (Ellacuría, 2007: 95-96).

Sin caer en un reduccionismo biológico,5 Ellacuría aclara que para que el hombre actual haya podido desarrollar su inteligencia y su adaptación estable a su medio, requirió de un proceso evolutivo que iba respondiendo en su avance hacia la hominización, a razones y necesidades biológicas.

Ellacuría parte de la base de que la his-toria es propia del hombre porque sólo

4. Recuérdese aquí los estratos o modos de rea-lidad previamente mencionados: materia, realidad biológica, vida y realidad humana. Así, la historia al provenir de la biología forzosamente reafi rma el ca-rácter material de su identidad.

5. No es objeto de estudio de esta investigación la distinción entre las diferentes etapas del proceso evolutivo del ser humano ni lo es la concepción y es-tructuración de la inteligencia, por ello solamente se tomarán algunas cuestiones propuestas por Ellacuría al respecto y que interesan de forma particular para este apartado.

Sobre el concepto de liberación en Ignacio Ellacuría

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el hombre es un animal de realidades, en tanto que es capaz de adueñarse de su realidad,6 transformarla y dirigirla en or-den a su naturaleza intelectiva, para con ello comenzar el proceso histórico. De esta manera, en la aparición del homo sa-piens, aparece por primera vez la historia continuada desde la naturaleza, es decir, que en él se da la perfecta continuidad en-tre naturaleza e historia, donde la segunda necesita de la primera y se complemen-tan mutuamente. Lo afi rma Ellacuría diciendo: “La habilidad del hombre es así resultado de la naturaleza y de la historia y muestra, por lo pronto, la perfecta con-tinuidad entre lo biológico y lo psíquico, entre la naturaleza y la historia […] en la humanidad todo lo natural es histórico y todo lo histórico es natural” (Ellacuría, 2007: 101).

Es importante la intuición de la evolución aquí, porque si se retoma el dinamismo interno de la materia que tiende forzosamente a grados superiores de realidad sin abandonar los anteriores; entonces, será en lo pasado donde se en-cuentra la esencia biológica de la historia y es que una evolución es la que responde meramente al proceso químico-psíquico que es igual a todos los hombres y otra es la que le corresponde a cada hombre en particular, su “quimismo interno” y que, para darse, exige las notas anteriores, es

6. Adviértase aquí la dimensión de interioridad tratada con anterioridad en este capítulo.

decir, exige su pasado. Es el pasado que se hace presente en el ahora como única posibilidad para que se dé el futuro (Ella-curía, 2007: 111).

En este proceso evolutivo, sin embar-go, hay veces en que el medio trasciende el modo concreto de realidad, y ésta sólo puede dar de sí a través de una mecánica que Ellacuría la denomina como “des-gajamiento”, es decir, hacer que en ella intervengan otras funciones: “Llega un momento en que una función no puede ser, ni seguir siendo, lo que ella misma es sino haciendo que entren en acción otros tipos de función” (Ellacuría, 2007: 112). Esto, en el hombre resulta de especial re-levancia dado que la intervención de una nueva función en su modo animal viene a ser la aparición de la inteligencia, y con ella surge la historia. Una vez más la histo-ria proviene y es esencialmente biológica en estos términos.

Este desgajamiento que en el hombre da lugar a la inteligencia, para Ellacuría se presenta como una exigencia. Es nece-saria la inteligencia en el hombre, y si en este paso surge el proceso histórico, en-tonces también aparece la historia como una exigencia, una exigencia evolutiva, una exigencia biológica. El hombre no puede ser si no es haciéndose cargo de su realidad,7 es decir, creando historia.

7 En Ellacuría, esta noción aparecerá poste-riormente en su obra Misterium Liberationis. Y será re-tomada con fuerza por Jon Sobrino en su obra Fuera

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Con esta concepción, la historia no es algo previo al hombre, y éste no surge aza-rosamente, sino que es el espacio surgido a partir de la misma biología y evolución humana y sí surge del hombre mismo. El hombre se convierte en agente principal de la historia, en actor principal. De aquí que para Ellacuría sea posible intervenir sobre la historia y llevarla a otros térmi-nos.8 Sin embargo, esta posibilidad de que

de los pobres no hay salvación. En estas obras ese “ha-cerse cargo de la realidad” consiste primordialmente en asumir la historia y sus posibilidades de acción e intervención y, a partir del lugar (locus) teológico de los pobres y en términos del mismo Ignacio “lanzarla en otra dirección”.

8. Surge aquí el planteamiento referente a que si toda realidad tiende a formas superiores y la materia que es dinamismo es eterna como ya ha explicado Ignacio Ellacuría y, además, si es propio del hombre hacer historia, ésta debe seguir entonces el mismo proceso evolutivo de la realidad humana tendente hacia formas superiores, es decir, también el proceso histórico debe obedecer al surgimiento de nuevas po-sibilidades y formas de realidad.

No obstante el razonamiento anterior, Ellacuría ha establecido ya previamente que la historia resul-ta ser la forma más elevada de realidad, incluso por encima de la realidad humana lo cual conllevaría dos espacios de duda: por un lado si la historia es la forma más elevada de realidad, ya no habría más posibilidad de elevarla, es decir, la historia sería un sistema cerra-do a la posibilidad de cambio e intervención con lo cual se contradice la tesis inicial de Ignacio en donde la historia se puede revertir.

Por otro lado, cabría preguntar aquí a qué tipo de historia se está refi riendo Ellacuría. En términos benjaminianos sería la historia de los vencidos o a la historia de los vencedores. Esto resulta importante, pues si la forma más elevada de realidad es la historia donde existe la injusticia de la pobreza vista desde la historia contada a partir de los vencedores y ésta, al ser la más elevada de las realidades ya no acepta cam-

la historia actúe sobre sí misma o sobre la naturaleza —de donde surge—, puede incluso ocasionar que ésta quede destrui-da. Ellacuría asume esta posibilidad pero resalta la importancia de la libertad en la historia: “Sin inteligencia y sin capacidad para optar, etc., la especie humana no se-ría viable y la viabilidad de la especie lo que exige es que se dé historia, fundada en aquella inteligencia y capacidad opcio-nal” (Ellacuría, 2007: 114).

El desgajamiento que plantea Ellacuría no sólo hace surgir nuevas formas y fun-ciones sino que estabiliza las anteriores, es decir, dos son las funciones propias de este proceso: estabilización y liberación.9

Además, el dinamismo intrínseco de la materia es un dinamismo doblemente funcional: dinamismo pluralizante en tanto que va marcando diferencias entre formas de realidad y modos dentro de

bio, sería una utopía imaginar otra realidad pero si se toma en cuenta la historia a partir de los vencidos y ésta es, a su vez, ya la forma más elevada de realidad; tampoco sería posible intervenir sobre ella. En ambos casos se llegaría a una aporía donde la noción clave sería la historia como la forma más elevada de reali-dad, pues si es, de hecho, la más elevada, ya no acep-taría el surgimiento de una nueva realidad o incluso de un nuevo modo de realidad.

9. Nótese aquí un primer acercamiento al concepto de liberación en Ignacio Ellacuría a partir de una concepción meramente biológica. Este concepto se enraiza ya en la noción de liberación de la historia propuesta por Gustavo Gutiérrez en su obra Teología de la liberación. Perspectivas. Para una mayor profun-dización sobre esta noción y, a reservas de retomar este concepto más adelante se sugiere la lectura de A. González (1989).

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esas formas, un dinamismo que abre paso a la diversidad y de ésta surge una de las características más propiamente humanas y, por ende, históricas: la individualidad. Por otro lado, el dinamismo es un dina-mismo proyectante en tanto que en ese darse de sí, hace posible el surgimiento de nuevas formas, es decir, hace posible la novedad,10 y ésta, a su vez —dado que es-tas nuevas formas no anulan las anteriores sino que conviven con ellas—, da lugar a una segunda característica de la realidad humana e histórica: la socialidad (Ellacu-ría, 2007: 119).

Según este esquema donde cada forma nueva se apoya en la anterior, Ignacio Ellacuría deduce que la historia es un mo-vimiento procesual (Ellacuría, 2007: 121).

Naturaleza e historia quedan íntima-mente ligadas la una a la otra. Esta tesis queda comprobada inicialmente en el análisis que hace el autor acerca del tra-bajo, partiendo del estudio previo de Marx sobre la misma cuestión. La tesis fundamental establece que el trabajo, en principio, pertenece al reino de la natura-leza en tanto que el hombre, para poder vivir, necesita trabajar y producir. Esta concepción es el trabajo naturalmente

10. La similitud con Benjamin es notoria también en este concepto en tanto que para ambos, lo nuevo sólo puede surgir de lo antiguo. En Ellacuría lo nue-vo sólo surge de lo anterior, lo superior de lo inferior pero jamás lo abandona. En Benjamin, en las ruinas del pasado se encuentran luces para construir el pre-sente en proyección.

concebido. Posteriormente, y basándose en Marx, Ellacuría aclara que el trabajo como plusvalía, es decir, el remanente de trabajo físico equiparado con la produc-ción que ya no responde a la necesidad primordial inherente del ser humano de sobrevivir, es lo que ya pertenece al ámbito de la historia más que al de la naturaleza realizando un proceso “meta-natural” (Ellacuría, 2007: 158).

Este proceso metanatural viene dado por el hecho de que el hombre transforma el medio en que vive: “Mientras el puro hacer biológico del animal lo que logra es una acomodación de lo que es él al medio, en el hombre lo que más predomina es la acomodación del medio a su propia reali-dad” (Ellacuría, 2007: 161).

De esta manera, aprehender (inteli-gencia) se une con sentir (Zubiri, 1998) y con hacer, es decir, la tríada aprehensión-afección-acción.11 En el hombre se da en una sola unidad en su interacción con el medio que le rodea y es lo que le permite transformarlo.

Como ya se ha dicho en páginas an-teriores, es precisamente la necesidad que tiene el hombre de sobrevivir en su medio donde interviene la afección (sen-tir), lo que le permite —a través de su

11 Ángel Méndez sostiene la tesis de que “to know” (conocer) es “to taste” (saber de sabor, degus-tar), el proceso de cognición está intrínsecamente ligado con el sentido del gusto y, a su vez, con los demás sentidos en una epistemología holística. Para mayor referencia ver Méndez, 2009.

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inteligencia (aprehensión)—, transformar su medio (acción). Esta transformación no es otra cosa que hacerse cargo de su realidad, y su transformación se constitu-ye así en un trabajo que no sólo domina el medio sino que libera la vida humana (Ellacuría, 2007: 162). Con esto queda constatado, en este capítulo, la estrecha relación entre naturaleza e historia en la obra de Ellacuría.

En el segundo capítulo de Filosofía de la realidad histórica, Ignacio Ellacuría es-tudia el problema de la socialidad de la historia o, en otros términos, la moderna discusión entre la primacía del individuo sobre la sociedad o viceversa. Para Ellacu-ría, la historia es constitutivamente social (Ellacuría, 2007: 177), y dentro de esta componente se encuentra, además de la sociedad misma, la persona como parte esencial de la historia.12

Después de hacer un recorrido sobre las distintas respuestas a esta problemá-tica (desde Comte hasta Hegel pasando por Marx), Ellacuría resalta una tesis pri-mordial que conviene adelantar ahora: la historia que se conoce, la que ha sido escrita, es la historia de los importantes, y con ello, sólo una cara de esa historia es la que ha llegado a la tradición occidental a conformarse como la conocida “fi losofía

12. Ante la pregunta acerca de quién hace la histo-ria, si los individuos o la sociedad, Ellacuría responde que ambos, pero dentro de un marco donde la perso-na sólo es en tanto que sociedad y ésta en tanto que compuesta por individuos.

de la historia”. Así explica Ellacuría: “Al menos en la cultura occidental, se ha con-tado la historia desde los individuos […] Serían los reyes, los pontífi ces, los sabios, los generales, quienes en realidad consti-tuirían la historia, en lo que ésta tiene de cambiante, en lo que tiene de progreso, en lo que tiene de más histórico (Ellacu-ría, 2007: 180).

Me he permitido citar este párrafo por la relación que tiene con la interpretación de la historia analizada ampliamente por los fi lósofos de la escuela de Frankfurt y que, para efectos de esta investigación, resulta relevante la comparación con Ben-jamin, para quien la historia es la historia de los vencedores que se contrapone a la historia de los vencidos. Se hará un análi-sis más detallado de estas relaciones entre ambos fi lósofos en el capítulo tercero.

Ahora bien, Ellacuría aquí no sólo parte, como lo ha hecho en ocasiones pasadas, de las nociones fi losófi cas de su maestro Xavier Zubiri, sino que lo hace a partir de Portmann, para quien el origen de la vida social es constitutivamente in-herente y natural al ser humano, y tiene que ver con la versión de unos individuos a otros (Ellacuría, 2007: 181).

Esta noción es retomada por Zubiri y reformulada en este capítulo por Ella-curía, quien sostiene la tesis que la vida social consiste en estar vertido a otros. Pero el primer momento de este estado no es de mí hacia los otros sino de los

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otros hacia mí. Esto signifi ca, entonces, que la vida social no comienza cuando entablo relación con los otros sino cuan-do los otros se vierten hacia mí. En un primer momento, el reconocimiento del otro como otro —la alteridad— no es posible más que en virtud de un adue-ñamiento de los otros como algo propio, y en un segundo momento como algo ajeno a mí, por ende extraño, distinto, esencialmente otro.

Para llegar a esta formulación, Ellacu-ría divide su estudio en dos apartados: la especie humana como fundamento de la sociedad y la estructura formal de lo so-cial. En el primer apartado, la tesis central implica que sólo la especie humana es capaz de desarrollar vida social, parte de la base fi losófi ca de Zubiri en torno a la noción de especie, para quien ésta queda defi nida cuando ciertos individuos son capaces de originar otros, no únicamente cuantitativamente distintos sino cualitati-vamente diferentes, sin por ello abandonar el proceso evolutivo y su descendencia de especies inferiores. Este proceso de originar individuos nuevos a partir de un modelo de individuo primario, da como resultado el concepto de phylum (Ellacu-ría, 2007: 185). Esto signifi ca que estos individuos conforman una unidad física real no sólo en virtud de sus semejanzas sino de sus diferencias. El phylum no deja de lado las distintas sustantividades o rea-lidades individuales que lo constituyen.

Esta aparición del phylum se da por el proceso mismo de especiación de los individuos humanos que, por un lado conforma una unidad real y, por el otro, crea individuos no sólo diferenciados en virtud de su individualidad sino en virtud de su sustantividad, esto es, crea indivi-duos realmente específi cos.

Lo que es interesante de este plan-teamiento, además de esencial para comprender la relación entre sociedad e individuos, es que el individuo no va pri-mero que el phylum ni éste primero que el individuo, sino que ambos son cronoló-gicamente idénticos: el individuo emerge del phylum y éste sólo es en tanto que uni-dad física real de individuos específi cos.

Así como antes Ellacuría había hablado de la historia como procesual, e incluso, mucho antes de la conformación gradual de distintas realidades y modos de reali-dad, sigue sosteniendo su postura sobre la especie humana. Para él, esta capaci-dad de constituirse como especie no le viene de fuera al ser humano sino de su mismo avance procesual, gradual en el proceso evolutivo que se va transmitien-do de generación en generación, así, esta capacidad se va transmitiendo incluso genéticamente (Ellacuría, 2007: 187). La biología sigue jugando aquí un papel principal en tanto que en ella se genera la transmisión genética de los modos distin-tos de realidades igualmente distintas. A esta transmisión Ellacuría le pone el nom-

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bre de “comunicación”; así llega a afi rmar que: “hay comunidad biológica porque hay comunicación biológica” (Ellacuría, 2007: 189).

Por el phylum se forma comunidad en la especie humana, pero éste (phylum) y aquella (la comunidad) tienen una car-ga esencialmente genética: “El phylum entonces tiene dos sentidos: es, por lo pronto, aquello que en cada individuo hay de físicamente replicable y es, consecuen-temente, aquel conjunto de individuos, que forman unidad física generacional, en cuanto están vinculados por ese mismo esquema transmitido y recibido” (Ellacu-ría, 2007: 190).

Con esto, tomando a la par la idea de Portmann en torno a la versión de los in-dividuos entre sí, la especie se vierte sobre el individuo y éste, a su vez, sobre aquella.

Mediante esta relación entre el indivi-duo emergente del phylum y éste como constitutivo de los individuos, se va perfi lando de manera más clara la pri-mera intención de Ellacuría: formular y justifi car el fundamento biológico de la sociedad y, por ende, de la historia.

Antes de retomar la versión de los in-dividuos sobre mí mismo propuesta por Zubiri, como fundamento originario de la vida social, Ellacuría lo cita; dada la re-levancia de conceptos contenidos en ésta, se retomará a continuación:

La versión de los demás, en cuanto otros, es aquí coesencial a la esencia individual

misma. En estas realidades pues, el indi-viduo no tendría coherencia individual, si no tuviera un respecto coherencial a los demás. Y, recíprocamente, no tendría respecto coherencial sin tuviera unidad co-herencial […] En cierto modo, pues, cada individuo lleva dentro de sí a los demás (Zubiri, 1985: 574).

Tanto para Zubiri como para Ellacu-ría existe un encuentro con los otros sin decisión libre por parte del hombre en un primer momento, y este encuentro conlleva la característica esencial de la versión sobre los otros y de los otros so-bre mí, algo que Zubiri llama “el respecto coherencial”. Esta versión primera es biológica, en tanto que reconozco en ella individuos de la misma especie, es decir, me identifi co con ellos, a la vez que son distintos a mí, pero que al mismo tiempo están vertidos a mí y con los cuáles ya hay una primera relación. De aquí que Zubiri resalte que cada individuo lleva dentro de sí a todos los demás.

Ellacuría establece que para que este respecto coherencial se dé, se requieren tres elementos: el primero consiste en «ser en sí», y esto signifi ca que el indivi-duo debe reconocerse en tanto distinto de los otros; el segundo es ser «originado», saberse proveniente de otra realidad igual-mente distinta que obedece a la misma evolución genética, y el tercer elemento es ser «común», esto es saberse una misma estructura, perteneciente a una misma realidad; perteneciente, en última instan-

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cia, a un mismo phylum. En Zubiri estos tres caracteres esenciales se unifi can en la unidad coherencial que conlleva necesa-riamente un respecto coherencial.

Ahora bien, para el jesuita no es menos importante preguntar por qué la especie humana desarrolla vida social o en virtud de qué la especie humana puede ser social.

Ya se había hablado en páginas ante-riores que el hombre es un animal de realidades, lo que signifi ca que se enfrenta a su mundo, no como meros estímulos ante los cuales sólo le queda responder, sino como otras realidades, es decir, se enfrenta de forma real a otras realidades ante las cuales no sólo le queda responder, sino que puede, en efecto, transformarlas. Es pues, por esta capacidad que tiene de aprehender realidades que desarrolla vida social. Así, la vida social será entonces un constructo posibilitado por la aparición de la inteligencia en la realidad humana (Ellacuría, 2007: 199).13 Afi rma Ellacuría

13. Recuérdese aquí que la inteligencia, para Ella-curía, no es un salto cualitativo en la aparición de nue-vas realidades sino un aspecto biológico que obedece a su propio dinamismo interno y que, por un proceso de desgajamiento, hace surgir nuevas realidades. Nó-tese igualmente que la inteligencia tiene una nota ca-racterística: es material. De ninguna manera se puede hipostasiar la inteligencia de la realidad humana para justifi car su superioridad, pues no es algo que le ven-ga de afuera sino de su propia materialidad dentro del proceso evolutivo.

También cabe recalcar aquí que hablar de inte-ligencia para la realidad humana no consiste en la mera formulación de abstracciones o resolución de problemas sino en estar constitutivamente abierto, es decir, la inteligencia es estar abierto al mundo, abier-

entonces que: “El hombre es un animal de realidades […] en virtud de ello, la es-pecie animal se va a constituir en sociedad humana. La sociedad humana tiene, así, un carácter “natural”, animal, biológico, anterior a todo pacto histórico, a todo uso o costumbre (Ellacuría, 2007: 200).

La sociedad humana es, por lo anterior, animal, y si lo es conserva los mismos dinamismos de especies inferiores de las cuales ha surgido. Recuérdese aquí que el proceso de desgajamiento por el cual una especie agota sus funciones para dar lugar al surgimiento de nuevas, constituye a la vez un proceso de estabilización de las no-tas anteriores y un proceso de liberación14 de nuevas. Esto a su vez, genera una nueva noción, “subtensión dinámica”, en donde la especie inferior —que ha originado una nueva— conforma un binomio con la an-terior para poder posibilitar una superior.

La subtensión dinámica queda más cla-ra cuando reanaliza la realidad humana: la

to a otras formas de realidad. Esto tiene por base, como ya se ha visto, la noción de “inteligencia sen-tiente” de Zubiri.

14. Aquí, la liberación no es únicamente “de” sino primordialmente “para” en tanto que constitu-ye aquello que la especie inferior debía hacer para poder seguir viviendo. Más adelante Ellacuría habla-rá de liberación de la historia como una exigencia de la naturaleza: “A su vez, la liberación de la historia, es decir, la historia como proceso deliberación, es, has-ta cierto punto, una liberación de la naturaleza, pero de ninguna manera su negación; es liberación, cada vez mayor, nunca total, de los elementos necesitan-tes naturales, pero nunca su aniquilación” (Ellacuría, 2007: 200).

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realidad animal que hay en ella15 es lo que tensiona dinámicamente a la sociedad, o en otros términos, la hace posible (Ellacu-ría, 2007: 201).

A partir de lo anterior, Ellacuría afi rma: “Sociedad, estrictamente sociedad, sólo pue-de darse entre los hombres, como animales de realidades pertenecientes físicamente a la misma especie” (Ellacuría, 2007: 204).

La noción de praxis

Aparece aquí una noción clave que Ellacuría utilizará posteriormente, y es la noción de praxis. Esta noción aparece en el marco de la explicación que da el fi lóso-fo de cómo el binomio indiscutible entre especie y sociedad, es representativo a su vez de aquél propio de persona y socie-dad, en tanto que ambos están en relación dinámica y necesita constante e ininte-rrumpidamente, ser actualizada. El modo de actualizarla es lo que en Ellacuría y en esta obra fi losófi ca es la praxis.

Con esto se concluye el primer apar-tado acerca de la especie humana como fundamento de lo social. A continuación se analizará el segundo apartado al que Ellacuría se da a la tarea de estudiar, el cual es sobre la estructura formal de lo social.

Siguiendo la línea inicial de la versión de que es entre los individuos entre sí en

15 Recuérdese que cada nueva realidad no ol-vida ni abandona la anterior de la cual proviene, sino que la asume como suya constitutivamente.

donde surge la vida social como la versión de los otros hacia mí, Ellacuría comienza este apartado aclarando que el hombre surge desde el principio con lo que no es él mismo y desde lo que no es él mismo (Ellacuría, 2007: 209), es decir, con, y des-de, la alteridad: “Antes de tener vivencia de los otros, los otros han intervenido ya en mi vida” (Ellacuría, 2007: 210).

Esta versión de los otros hacia mí y de mí hacia otros, en un segundo momento es estrictamente biológica y obedece a una necesidad intrínseca. Esta necesidad resulta ser una necesidad de los otros para mi propia sobrevivencia, es decir, una ne-cesidad de socorro; la necesidad primaria y primordial del hombre es entonces el socorro (Ellacuría, 2007: 211). Esta nece-sidad biológica le hace al hombre estar abierto a otras realidades y esa apertura, entonces, es igualmente biológica.

Cabe resaltar aquí que, en primer lugar, la propia vida se confi gura a partir de los otros, la versión originaria es de los otros hacia mí, de tal manera que la humanidad de los otros llega a ser una intromisión a la propia humanidad:

Y en esta ontogénesis humanizadora, el momento inicial es la confi guración de la propia vida desde la de los demás, la transmisión y recepción efectivas de una forma de estar en la realidad. Con ello se va descubriendo la propia humanidad en la humanidad de los otros, de modo que uno descubre a los otros como hombres, cuando los otros lo han humanizado ya a

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uno por la intromisión de lo humano en la alteridad dentro de la propia vida de cada uno (Ellacuría, 2007: 213).

Ahora bien, esta alteridad se da en los otros que se presentan en mí y se vierten en mí incluso sin que yo lo haya decidido,16 y con esto, los otros y lo otro como el mundo que se me presenta lo hacen en calidad de públicos. La publicidad resulta ser entonces la constante fundamental de la vida social, en tanto que si ésta se origi-na con la versión de los otros hacia mí, y los otros se vierten en tanto su publicidad, ésta constituye los orígenes y la estructu-ra de lo social. Así lo aclara el autor: “La característica fundamental de este ámbito humano en orden a la dimensión social es la publicidad, su carácter de ser algo públi-co. La publicidad se entiende aquí como aquella condición de lo humano, por la que el ámbito de lo humano está a dispo-sición de todos (Ellacuría, 2007: 214).

La versión de los otros hacia mí conlle-va entonces la fuente de donde surge la vida social, pero no sólo ésta, sino además el orden de lo público, en donde los otros están a disposición de mí al igual que todo lo que a mí realidad se presenta.17 Las co-

16. Ellacuría recurre a la explicación sobre un niño pequeño, que sin quererlo ni haberlo decidido, su madre y sus familiares más cercanos comienzan a constituir su mundo, es decir, la relación, en primer lugar va de los otros a mí y no viceversa.

17. Por “disposición” no debe entenderse utilidad. Ellacuría no se refi ere a que, por su carácter público se pueda hacer uso de los otros ni de lo otro sino que

sas se conforman entonces en tanto vías de apertura a los otros también, es decir, adquieren un carácter secundario a la pu-blicidad de los otros.

Esta disposición original de los otros en su carácter de público, promete un proble-ma ontológico que es el adueñamiento de ellos como realidades propias en tanto que al aparecerme constituyen y van confor-mando mi propia vida, y si la conforman: son míos (Ellacuría, 2007: 218). Deberá aparecer el proceso de diferenciación —de alteridad propiamente dicha—, en donde lo otro se reconoce como formalmente dis-tinto, como esencialmente otro y, por ello, como no constitutivo de mí para que esta destrucción del adueñamiento no se ejerza violentamente (Ellacuría, 2007: 216).18

Idealmente la evolución de la vida social tendría que ir del mero reconocimiento de la alteridad a la convivencia: “Así se va determinando el ser del hombre por pasos sucesivos: como otros que son ingredien-tes de mi propia vida, como otros que son como yo, como otros que son otros que yo, pero a los que estoy constitutivamente vertido” (Ellacuría, 2007: 220).

Una vez dicho lo anterior, y establecido el análisis de la especie humana como fun-damento de lo social y como la estructura

entiende el simple acaecer, aparecer, formar parte y estar en la realidad de la misma manera que yo me encuentro en ella.

18. Ellacuría advierte del mundo des-humanizan-te en que puede aparecer la realidad humana.

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formal de esto, Ellacuría se da a la tarea de encontrar el nexo real de lo social, es decir, aquello que establece forzosamente la convivencia con otros seres humanos.

En páginas anteriores se habló del tra-bajo como necesidad de entrar en relación con el medio y satisfacción de necesidades, incluso como producción que dominaría la esfera económica produciendo un des-equilibrio entre la fuerza de producción y ésta; en términos de Marx, la plusvalía. Este concepto del trabajo como labor es retomado por el mismo fi lósofo jesuita en este apartado como un primer acerca-miento a ese nexo social que permita a los hombres no sólo convivir unos con otros, sino a co-laborar forzosamente.

La co-laboración, así entendida, surge cuando todos los individuos de una misma especie persiguen un mismo objetivo, que en el caso de la realidad humana, es una necesidad en primera instancia. Además, en la co-laboración el hombre no está inalterablemente ligado a la necesidad de una respuesta biológica sin poder incluir a los otros en el objetivo perseguido, puede trabajar por los demás incluso poniéndo-los delante de sí mismo y de sus propios intereses (Ellacuría, 2007: 224).19

No obstante, el estudio acerca del tra-bajo, el nexo social no está en éste para

19. Esto sólo sucede en el animal de realidades que es el hombre, pues es el único que se enfrenta de forma real a su realidad y a la realidad de los otros y puede, en ese encuentro, transformarla.

Ellacuría. Para hallarlo será necesario re-gresar la noción misma de la versión de los otros a la propia vida en una unidad, que le es dada sin que él lo haya querido ni decidido, el hombre queda “vinculado”.

Este concepto de quedar vinculado, en Zubiri cobra el nombre de “habitud”, y no es sino el hecho de que en la realidad humana los individuos están vinculados unos con otros, en tanto que al vincularse se realizan y realizan el medio en que vi-ven, y esta realización es precisamente el nexo social.

La habitud social no es ni una mera es-tructura ontológica, ni una acción, es algo intermedio entre ambas. Esta habitud bio-lógica, natural, con la que interactuamos, convivimos y colaboramos con los otros, es el nexo social que nos permite desarro-llar una vida social. Esto queda expresado en la siguiente cita:

La habitud es algo que conforma actual-mente el modo entero de habérselas con todo el haber humano; es la actualidad primaria de la versión intrínseca, que tiene el hombre respecto de aquellos, con quie-nes está unido en un respecto coherencial primario. Y la habitud social es, por tanto, una habitud de alteridad, por lo cual todo lo humano y, especialmente, los demás hombres aprehendidos como otros, que-dan actualizados como otros, pero como otros vertidos mutuamente sobre sí (Ella-curía, 2007: 231).

De esta manera, la habitud social puede igualmente entenderse como el

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proceso de humanización, y éste sólo viene dado por un proceso, a su vez, de interiorización del mundo humano. En esta interiorización entra inquebrantable la alteridad.

Una vez establecido en qué consiste entonces el nexo social, sería imposi-ble decir que lo social es una categoría absoluta envolvente y previa a la con-vivencia entre individuos. Más bien, es gracias a esta convivencia que, en una primera instancia, responde a una necesidad básica, que se puede desarro-llar lo social pero sin quedar separados individuo y sociedad, menos aún, sin que lo social represente un concepto ontológico superior ni una mera objeti-vación del mundo.

En la habitud de alteridad, los otros quedan como otros, o en otros términos, como im-personales. Esta impersonalidad de lo social también es una de sus carac-terísticas más distintivas, y no representa, de ningún modo, una des-personalización ni una in-humanización; solamente signi-fi ca que aquello a lo cual atribuimos esta característica de im-personal queda en suspenso.20 Bajo estas líneas queda claro que la vida social es lo im-personal y, por ende, la alteridad misma.

20. Este quedar en suspenso se refi ere a que las acciones se dan en la persona, pero ésta no les impri-me su carácter personal. En términos de Ellacuría es lo personal reducido a “ser de la persona”. En estos actos la persona no se da en sus actos sino que éstos acuden a ella como sede pero nada más.

En este concepto de reducción social a la alteridad personal, la persona no queda reducida, únicamente sus acciones. La persona no se cosifi ca ni se in-humaniza, sólo sus acciones adquieren un carácter de alteridad, de im-personalización, es de-cir, fuera de la persona misma (Ellacuría, 2007: 240).

Dicho todo lo anterior sobre los com-ponentes esenciales de lo social, aún falta por nombrar otra de las características propuestas por Zubiri y retomadas por Ellacuría, ésta es la noción de “cuerpo social”, para defi nir la unidad de lo social en la realidad humana.

Respecto a la corporeidad, ésta ad-quiere varias características que van perfi lando su carácter de estructura fundamental de la realidad humana: especifi cidad dada por el phylum, ser una corporeidad somática que consiste primordialmente en organizarse de tal forma que adquiere estructura manifes-tada en usos y costumbres, y que por lo tanto adquiere autonomía. También este cuerpo social tiene la característica de la circunscriptividad referente a la intrínse-ca relación entre todo lo humano que se da en un cuerpo social y éste compuesto de todo lo humano. Una cuarta caracte-rística es la alteridad de la que ya se ha hablado en párrafos anteriores. La quin-ta característica es su carácter unitario referente a la estructura que adquiere lo social incluso independientemente de

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las voluntades individuales. Esta quin-ta característica conduce a la sexta: su carácter sistemático de estructura que habla de una confi rmación previa a las leyes causales y previa a las acciones de los individuos. Finalmente, la séptima característica es su dinamismo procesual que, al igual que la materia, el cuerpo so-cial evoluciona y en él se originan nuevos modos de realidad.21

Como último subtema de ese capítulo, Ellacuría se adentra en la discusión de si en lo social existe una conciencia colecti-va y si ésta es una abstracción, y por lo tanto, un absoluto.

Después de recorrer a varios autores (entre los cuáles el más analizado por el jesuita es Durkheim), Ellacuría declara que sí existe una conciencia colectiva pero que ésta no es un absoluto que le sobrevenga a la vida social, sino que, por el contrario, viene y nace de ésta, y, con ella, de la realidad en que la vida social se desenvuelve. No sólo aclarara que existe una conciencia colectiva, sino que la fortalece diciendo que ésta es la conciencia por antonomasia (Ella-curía, 2007: 276).

Para Ellacuría, la conciencia colectiva encuentra sus raíces no sólo en una acti-vidad psíquica dominante en la sociedad sino en una tabla de valoraciones estable-cida a partir de esta actividad:

21. Sobre las características del cuerpo social ver Ellacuría, 2007: 247-254.

El hecho fundamental es que cada época, cada sociedad, cada grupo social, tiene un conjunto de creencias, de normas, de valores, etc., que son admitidas como las de ese grupo y de ese momento, con el agravante que se cree admitidas no por ser las del grupo, sino por parecer las más racionales, convenientes y valiosas […] La prueba más fehaciente de este momento del fenómeno social es la existencia de la heterodoxia social con sus distintas sancio-nes, según sea la sociedad y según sea el marco interpretativo y valorativo de esa sociedad (Ellacuría, 2007: 293).

Lo anterior signifi ca, por tanto, que la conciencia colectiva sería equivalente a las normas, valores y sanciones que la sociedad establece sobre los individuos y que los obligan a actuar de una cierta ma-nera. Además, este conjunto de normas y valores tienen su propia dinámica, de modo que será la sociedad misma la que genere su propio desarrollo, que se realiza en el actuar de los individuos humanos concretos y específi cos.

Ellacuría concluye afi rmando la exis-tencia de un elemento social compuesto por caracteres no únicamente biológicos ni naturales, y que tampoco representa un espíritu alejado de la realidad misma de la vida social.

En el siguiente capítulo de la obra que aquí se estudia, Ellacuría describe a la persona como uno de los componentes de la historia. No hay que olvidar que en la historia no sólo intervienen los proce-

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sos sociales, éstos son originados por las personas, por lo tanto, la historia también es personal en tanto que es creada por individuos concretos.

La actividad humana, para el autor, se dirige principalmente hacia dos direccio-nes: la primera hacia su entorno, hacia las cosas por las que queda afectado; la se-gunda, hacia sí mismo en una actividad de auto posesión. Esto será, para Ellacuría, la nota fundamental en la cual descansa la persona.

Así, la persona no es ya únicamente un animal de realidades, sino que en virtud de esto, es también un animal que se auto posee, el único animal que se enfrenta a sí mismo y al mundo en un acto de auto posesión. Este enfrentarse al medio como auto posesión implica una cierta indepen-dencia del medio, y a la vez, un control sobre éste.22

Ellacuría, tomando por base una vez más a Zubiri, propone tres planos para poder entender mejor la realidad humana como persona: el de las acciones, el de las habitudes y el de las estructuras.

Del primer plano ya se ha hablado en páginas anteriores, sin embargo, parece oportuno resaltar algunas otras cuestio-nes al respecto. Se hablará en primer lugar de las acciones.

22. Recuérdese el sentido del trabajo no sólo como respuesta a las necesidades básicas sino incluso como control y dominio sobre el medio. Sólo un animal de realidades, como el hombre, puede enfrentarse a su medio y controlarlo al menos en algún aspecto.

Se resalta, en primer lugar, que el hom-bre no sólo está colocado en el mundo entre las cosas, es decir, que tiene en medio de ellas su lugar o locus, sino que está si-tuado frente a ellas. Hay que recordar que todo está dispuesto o tendente entre sí, y de esta manera cumple su realización. De la misma manera sucede con el hombre, de donde se concluye que tanto necesita el hombre de las cosas, como éstas de él.

De este estar situado en las cosas, al hombre le viene una exigencia ontológi-ca: tiene que dar respuesta a ellas, pues éstas le han afectado profundamente. El hombre no puede ser indiferente frente a las cosas ni frente a otros hombres, pues éstas tienden hacia él suscitándole una cierta afección y creando, por consecuen-cia, una actividad en el hombre.

Esta actividad tiene dos vertientes: comportamiento que es la actividad pro-piamente dirigida hacia las cosas, y auto posesión que es la actividad dirigida hacia él mismo. Con esto, la única posibilidad que tiene el hombre de estar particular-mente en el mundo es auto poseyéndose, a tal grado que Ellacuría afi rma que “vivir es autoposeerse” (Ellacuría, 2007: 318).

Esta manera de estar y ser en el mundo desde las acciones de auto posesión, es lo que Zubiri y después Ellacuría llamarán habitud, e implica un modo particular de habérselas con la realidad.

En el plano de la habitud, el hombre actúa porque previamente existe en él

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un enfrentamiento con la realidad que es un enfrentamiento real con una realidad igualmente real, es decir, frente a ella el hombre no sólo queda afectado por ella como sería el caso de los animales que responden únicamente a estímulos, sino que se sitúa frente a ella teniendo la op-ción de ejercer su libertad en ella misma y transformarla. Sólo así, en el enfren-tamiento e interacción con el medio, el hombre se actualiza. A esto que posibilita la actualización se le llama habitud (Ella-curía, 2007: 319).

Este enfrentamiento en que el hom-bre aprehende las cosas como reales, se da gracias a la inteligencia de la realidad humana, de tal manera que ésta consis-te primariamente en un estar abierto al mundo, y en esta apertura aprehenderlo como real.

A pesar de este proceso propio de la realidad humana, la inteligencia no deja de lado la afección o el sentir, sino que, de acuerdo a la estratifi cación y evolución de la que ya se ha hablado, la asume y la con-lleva. Así, la inteligencia no la abandona sino que sólo la supera, dando origen a lo que Zubiri denomina inteligencia sentiente.

La tendencia a las cosas, gracias a lo anterior, se convierte en volición, de tal manera que el hombre no tiende a las cosas porque quiere, sino porque su ten-dencia es volitiva de suyo; así, la tendencia se torna en volición tendente (Ellacuría, 2007: 323). Así afi rma Ellacuría: “En su

virtud en esta volición no queremos solo aquello a lo cual tendemos, sino que más bien tendemos a aquello que queremos ser en realidad […] La realidad es trascen-dentalmente el campo de lo aprehensible como real, sino también y eo ipso el cam-po de lo determinable como real. Es justo el ámbito de la opción” (Ellacuría, 2007: 323).

Ahora bien, en el plano de las estruc-turas, dice Ellacuría que la estructura del hombre es psico-orgánica en tanto que la inteligencia proviene de notas orgánicas y biológicas que no deja atrás y se consti-tuye formalmente en el proceso evolutivo donde unas notas vienen después de otras anteriores pero no se abandonan sino que se elevan y superan cada vez.23

El fi lósofo retoma aquí su noción evo-lutiva de la realidad, la sucesión de unas notas entre sí dando origen a nuevas e incluye en su análisis un nuevo concepto: la trascendencia. Para él, la trascendencia consiste en ir de las notas que responden meramente a estímulos propios de la realidad animal a las notas que respon-den a realidades que son las propias de la realidad humana. Pero esta transición de unas a otras es a través de la superación no de la aniquilación. Esta superación es lo que Ellacuría llama trascendencia, la cual es propia del hombre como animal de realidades y se da en dos momentos:

23. Recuérdese aquí lo que se dijo con anteriori-dad acerca de la temporalidad de la historia.

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“Trascender es ir de la estimulidad a la realidad. Este trascender tiene así dos mo-mentos: el primero es trascender no de la animalidad, sino trascender en la animali-dad […] Y el segundo es trascender en la animalidad a su propia realidad. La unidad de estos dos momentos es justo lo que sig-nifi ca la defi nición del hombre: animal de realidades” (Ellacuría, 2007: 328).

Desde esta perspectiva para analizar al hombre, es preciso no olvidar su dimen-sión trascendental, pues esta característica marca la diferencia con la talidad de las co-sas que consiste en un ser “de suyo”. Toda la realidad es constitutivamente “de suyo” en orden a ser real, pero la trascendencia permite no solamente “ser de suyo”, sino abrirse a la realidad sin dejar de serlo, es decir, por la trascendencia el hombre se convierte en una esencia abierta.

Esta apertura no solamente es estar abier-to a la realidad sino primordialmente estar abierto a su realidad, a la propia realidad en tanto que real (Ellacuría, 2007: 330). Esto quiere decir que esta esencia abierta que es el hombre no sólo “hace” sino que “realiza” y no sólo “realiza” sino que al “realizar” “se realiza”. Así su actuación ya no lo es sino como realización. La realización se convier-te en una exigencia ontológica.

Esta realización es el campo de la op-ción que antes se mencionó, y consiste originalmente en hacerse cargo de la rea-lidad. Este proceso sólo es posible por la inteligencia del hombre:

Hacer orgánicamente que la sustantivi-dad exija el hacerse cargo de la situación para realizarse es, por tanto, en función trascendental, el principio exigencial de la inconclusión, de la apertura. Pero la sus-tantividad se hace cargo de la situación, al enfrentarse consigo misma y con las cosas como realidad, y, por lo mismo, la inteli-gencia, a la que como nota talitativa le compete el enfrentarse con las cosas como reales, tiene la función trascendental de de-terminar la sustantividad como algo que se sitúa en el campo de la realidad para poder realizarse. Así, en función trascendental, la inteligencia es principio de realización (Ellacurría, 2007: 335).

Para identifi car el aspecto formal del «ser suyo» de la realidad humana y diferen-ciarlo de aquél de los animales, Ellacuría recurre al concepto de suidad.

La suidad es el carácter por el cual antes de ser Yo, auto poseo mi propia realidad; es decir, sólo puedo ser Yo cuando me he auto poseído y he auto poseído mi sus-tantividad. De esta noción se desprenden tres procesos que se dan a la par en la auto posesión: subjetividad, subjetualidad y re-fl exividad.

La subjetualidad consiste en ser sujeto frente a la realidad, así puedo pronunciar los pronombres «me», «mi», «yo», sólo porque me sitúo como sujeto frente a la realidad. La refl exividad consiste en que en el propio acto de inteligir el hombre se hace aquello que intelige y en ese hacerse se encuentra consigo mismo, se intelige como mismo, como él mismo. La refl exi-vidad es importante, pues si en cada acto

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de inteligir me encuentro conmigo mismo y me sé mismo, y la auto posesión resul-ta ser indispensable para situarme como realidad humana en el mundo, en cada acto de inteligir me co-intelijo, es decir me hago presente a mí mismo. De lo an-terior resulta entonces que la refl exividad es condición indispensable para situarme en la realidad como realidad humana.

Por último, la subjetividad consiste en ser realidad que se pertenece a sí misma de la misma manera que le pertenece todo lo que hace y todo lo que es (Ella-curía, 2007: 342). Sin embargo, aún no queda defi nida la persona. Para hacerlo, Ellacuría diferencia dos conceptos: perso-neidad y personalidad. La personeidad es constitutiva, es aquella característica por la cual se es persona, perteneciente a la realidad en su forma humana y abierta al mundo y con posibilidades de reduplicar-se como suya. La personeidad, entonces, es el acto por el cual soy mío y porque lo soy me auto poseo.

Por otro lado, la personalidad descansa en el campo de las acciones y habitudes en tanto que por ellas me reafi rmo frente a los demás, y ello confi gura mi realidad. De tal manera que la única forma de ac-tualizar la forma particular de la realidad humana es siendo, así se afi rma lo siguien-te: “Ahora bien, como la realidad del hombre sólo es realidad realizándose, el ser del hombre sólo es siendo” (Ellacuría, 2007: 345).

Con lo anterior, la personalidad se con-fi gura gradual y procesualmente desde mi previa personeidad, y va dando como resultado mi ser concreto. El proceso gradual de donde va surgiendo mi ser concreto y se va confi gurando mi perso-nalidad implica una temporalidad y una sucesión de eventos, es decir, mi perso-nalidad surge de lo que ya era pero que tiende a ser. Nuevamente para Ellacuría en esta confi guración concreta, el hombre tiende a algo que ya es pero que quiere ser al mismo tiempo: pasado, presente y futuro se unen en un único tiempo que es la temporeidad, término que acuñó Zubiri por vez primera y retoma Ellacuría.

La existencia de la personalidad da una opción, da libertad, da la posibilidad de transformar la realidad, pero también le da al hombre la capacidad de ir más allá de lo que las estructuras marcan, “el hom-bre puede ir en un sentido real más allá de lo que dan de sí las condiciones y los con-dicionamientos materiales de su realidad” (Ellacuría, 2007: 348).

Este campo de acciones, de posibilida-des, sólo se dan viviendo, pero para vivir como realidad humana primero hay que auto poseerse. Así, la vida es el espacio en donde se da mi realización, pero yo no soy mi vida, es decir, la vida no me perte-nece sino que yo soy en la vida en cuanto realizable y me realizo en ella en tanto animal de realidades. En cada acción, por lo tanto, se juega mi ser.

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Es curioso ver que Ellacuría no basa sus nociones en un realismo extremo. Así como para él, el hombre es siendo, y sien-do se realiza en sus acciones y opciones; también admite que muchas de estas op-ciones pertenecen a la irrealidad, es decir, el hombre se proyecta hacia la irrealidad para poder ejercer su posibilidad de optar, aunque esas opciones deben darse en el momento mismo en que se dan, ya que pertenecen a la realidad como reales y esto es posible porque, dentro del marco de posibilidades, el hombre le da poder a una y esa una es la que se realiza.

La libertad surge de la naturaleza, pero en, y desde, la naturaleza, en tanto que conlleva una base biológica que la sustenta. La libertad es la capacidad por la cual a una posibilidad se le confi ere poder sobre otras.

Ahora bien, este jugarse mi vida y mi ser en cada acto, hace que mi ser se construya todos los días. De aquí que mi vida sea un envío, un llamado, una misión de realizarse siempre y diariamente, y en cada acción se me va la vida.

Además, por su carácter social, por la versión natural de mí hacia otros y de otros hacia mí, la reafi rmación de mi ser y el reconocimiento de su trascendencia necesariamente implica el reconocimien-to de la trascendencia de otros y de su reafi rmación (Ellacuría, 2007: 356). De ahí que el hombre no puede quedar in-diferente hacia las situaciones donde la

trascendencia de la persona queda me-nospreciada o excluida.

Individualidad y socialidad quedan por tanto, intrínsecamente unidas.24 El Yo, como entidad esencial de la persona, se da primero y originariamente. Antes que toda actividad de reconocimiento viene dada la actividad de reafi rmación, y ésta sólo se da porque el Yo está primeramen-te vertido al mundo, y en él la persona se autoposee y se reafi rma frente a todo lo demás. De este modo, “cada Yo no solo está determinado a ser Yo absoluto en el todo de lo real, sino que está determi-nado a serlo dimensionalmente, esto es, envolviendo la manera de ser absoluto frente a los demás absolutos” (Ellacuría, 2007: 374).

Con lo anterior, se deduce que antes que el reconocimiento entre personas se debe dar la realización personal y ésta se da en el Yo que se reafi rma frente a las demás realidades. Ellacuría afi rma que la relación personal no cobra la dimen-sión de espiritualidad ni de encuentro entre subjetividades, sino que atañe di-rectamente al animal de realidades que es el hombre.

Lo interesante de este planteamiento es que, en la reafi rmación de mi Yo, se reafi rman los demás seres humanos, es decir, se da una reafi rmación congénera,

24. Recuérdese la noción zubiriana de phylum en donde la especie son todos los individuos y aquella viene dada por éstos a su vez.

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propia de la especie humana. En esta do-ble reafi rmación entonces es posible por una co-situación de humanización.25

El fenómeno de la co-situación permite la convivencia humana, es decir, estar en-tre los demás humanos presencialmente y formar cuerpo con ellos (Ellacuría, 2007: 382).

Si bien ya se analizó anteriormente la noción de cuerpo social, sólo hay que aumentar aquí que, en tanto convivencia con los demás, el cuerpo social resulta ser la actualidad de la habitud humana.

La formación del cuerpo social se da en virtud de que, como humanos, com-partimos muchas características. De esta manera el ser del hombre es comunal (Ellacuría, 2007: 386), en tanto que en su phylum se comparten notas similares y en tanto que en cada ser humano se reafi r-man los demás26 por la estrecha relación analizada entre individuo y especie, o entre sociedad e individuo que crea un vínculo que el autor llama “comunali-dad”.

Es pues, en esta reafi rmación de los otros desde mi reafi rmación, y al tiem-po, el reconocimiento de los otros como otros, que la socialidad cobra la forma de

25. Nótese aquí la noción de situación en la que se encuentra el hombre en el mundo. Esto es que, no solamente está en el mundo sino que está situado frente al mundo y con el mundo.

26. De aquí la importancia del «hacerse cargo de la realidad» que es una noción que se repite a lo largo de la obra de Ellacuría.

sociedad. Ellacuría advierte de los peligros de la formación de la sociedad cuando una de sus notas constitutivas es la im-personalización, como ya se vio cuando se analizó la cuestión pública; así, dice el fi lósofo, este proceso que parte de la im-personalización puede desembocar en la despersonalización que aliena y concluye deshumanizando.27

De igual manera, se puede dar un proceso de comunalidad, en donde la conclusión es el proceso mismo de per-sonalización que necesariamente tiene que pasar por la reafi rmación de la propia realidad de la otra persona y, por ende, de su propia intimidad. Este reconocimiento dado por la propia reafi rmación dirigida a la reafi rmación del otro permite que se dé la amistad y el amor: “En la entrega personal mutua es todo lo que se entrega, pero el todo de la entrega estriba en el re-conocimiento del carácter propio, íntimo y absoluto, pero siempre en comunión, de aquél que se entrega personalmente, de aquel que se entrega en persona (Ella-

27. Resulta pertinente rescatar aquí un párrafo de la obra debida su similitud con la obra de algunos fi lósofos del holocausto que se vinculan con Walter Benjamin: “Los verdugos humanos suelen preferir no ver el rostro personal de sus víctimas, no sea que la reacción personal pueda poner en peligro y tal vez en permanente escrúpulo su carácter y su actividad de funcionamiento social” (Ellacuría, 2007: 390).

Este párrafo es el único en la obra analizada que habla acerca de las víctimas y su interés conlleva la noción del uso político de las víctimas que algunos fi lósofos como Manuel Reyes Mate se han dado a la tarea de analizar.

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curía, 2007: 391). Por todo lo anterior, es en la historia donde se pone en juego todo lo que el hombre va siendo y en su «ir siendo» lo que la humanidad va siendo también.

En el último capítulo de Filosofía de la realidad histórica, Ellacuría se da a la ta-rea de defi nir el concepto de historia, de descubrir sus elementos formales y de de-limitarla dentro del campo de la fi losofía. Para ello retoma el concepto de phylum, propuesto con anterioridad, y la noción de transmisión tradente de Zubiri, para decir que en el hombre la transmisión no es puramente biológica, lo que signifi ca que no únicamente es la transmisión de la vida sino la transmisión de los modos de estar en la realidad. Esta transmisión de un modo concreto de estar en la realidad, para Ellacuría, es la entrega de la tradi-ción. Así, con esta entrega, lo histórico se hace presente en la vida del hombre.

Ahora bien, esta tradición se compone de ciertos momentos estructurales: mo-mento constituyente que es propiamente la transmisión de la vida por parte del phylum. El momento continuante que tiene que ver más con quien lo recibe que con quien lo entrega, pues en quien lo re-cibe se da una fuerza que lo impulsa hacia delante, lo proyecta y lo transforma con lo que resulta imposible que la historia se repita. Este momento va de la mano nece-sariamente con el momento progrediente en que el hombre se va haciendo cargo

de la realidad, y opta por una realidad y al optar la empuja hacia delante (Ellacuría, 2007: 499).

Ellacuría habla de tradición, ésta no solamente se da de individuo en indivi-duo, sino esencialmente de sociedad a sociedad, es decir, tiene formalmente un carácter social.

El hecho de que la tradición sea social no signifi ca que ésta pueda ser personali-zada en el momento en que cada hombre concreto la hace suya, y la adapta y la transforma. Esto quiere decir entonces que, por un lado, la tradición se construye de las acciones personales en tanto lo que tienen de impersonalización, pero a la vez se da en sujetos insertos dentro de un cuerpo social, de tal manera que la tradi-ción resulta entonces reduplicativamente social (Ellacuría, 2007: 505).

Lo anterior posibilita que en la historia intervengan tanto los individuos como la sociedad; así lo histórico y lo biográfi co pueden convivir en el espacio de la his-toria. Afi rma Ellacuría que: “lo obrado personalmente es lo que abre directamen-te el ámbito de la historia” (Ellacuría, 2007: 510). Con esto, transmisión y tradición son posibles por la historia: “La historia con su propia especifi cidad y peculiaridad puede abarcar tanto lo individual como lo colectivo, tanto lo biográfi co como lo social: el concepto mismo de transmisión tridente puede y debe abarcar la persona-lidad de la tradición y la naturalidad de la

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transmisión, la individualidad de la tradi-ción y la colectividad de la transmisión” (Ellacuría, 2007: 511).

Para Ellacuría, la historia es ante todo posibilidades. La tradición entrega formas de estar en la realidad que, por un lado, posibilitan esa forma de estar en la rea-lidad y, por otro lado, no constituyen la única posibilidad para quien recibe sino que éste puede transformarlas y crear nuevas. Así, más que transmitir formas de estar en la realidad, lo que se transmite son posibilidades.

Resulta pertinente la diferencia que señala Ellacuría acerca de las posibilida-des y el poder de optar por ellas, es decir, las posibilidades no son el poder pero sí permiten poder optar, y es gracias a este poder optar —dado por las posibilida-des— que el hombre puede transformar lo dado naturalmente y con ello dar paso a la vida humana y a la historia (Ellacuría, 2007: 521).

De esta manera, la historia se sitúa entre las posibilidades que las cosas dan de sí mis-mas y lo que el hombre puede hacer con esas posibilidades es hacer brotar nuevas posibilidades. La opción por unas posibili-dades implica necesariamente un proceso de apropiación de éstas, y este proceso, a su vez, implica la cancelación de otras posi-bilidades no optadas, no apropiadas.

La condición de posibilidad de la apro-piación de posibilidades es, a su vez, la potencia que tiene la inteligencia sentien-

te del hombre para hacerlo, es decir, sólo el hombre, con su inteligencia sentiente abierta a la realidad, puede apropiarse y optar por algunas posibilidades y, con ello, construir y transformar su realidad.

Ahora bien, las posibilidades siempre son nuevas porque la historia es capaci-tación, y esta capacitación recae en un proceso de producción de posibilidades nuevas. En la historia misma se da la producción de nuevas capacidades que permiten la apropiación de nuevas posi-bilidades. Así, afi rma el jesuita que: “la historia es, por lo pronto, creación de po-sibilidades” (Ellacuría, 2007: 559).

Se ha hablado ya de la historia como un proceso dinámico. Ellacuría a continua-ción defi ne las fuerzas que intervienen en el dinamismo propio de la historia que obedecen a la estratifi cación.

Ante todo se encuentran las fuerzas estrictamente naturales, es decir, la ma-teria que aún no tiene vida. En segundo lugar están las fuerzas biológicas, con-cretamente la fuerza de la vida. En tercer lugar están las fuerzas psíquicas tales como el talento de los individuos, su ambición, etc. En cuarto lugar, Ellacuría menciona las fuerzas sociales, tales como las fuerzas económicas. En siguiente lugar están las fuerzas culturales o ideo-lógicas. En sexto lugar están las fuerzas políticas que se identifi can con las fuer-zas del Estado. Las siguientes fuerzas son las estrictamente personales, que se dan

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por el optar del hombre ya sea individual o socialmente.

Todo este elenco de fuerzas constituye el dinamismo intrínseco de la historia, de tal manera que para considerar y estudiar ésta se debe considerar y estudiar a aque-llas. Así entendida, la realidad histórica es intrínsecamente dinámica y su dinamis-mo es entendido como praxis.

Ellacuría ha hablado ya de la toma de conciencia para el despliegue de nuevas fuerzas, pues bien, preciso es mencionar que no todo momento de la praxis es cons-ciente ni todo momento tiene el mismo grado de consciencia. Cuando surge un momento en que la conciencia se separe del dinamismo de la praxis surge el que hacer teórico de la fi losofía de tal manera que praxis y teoría no son dos momentos distintos sino que, dentro del todo dinámi-co de la realidad hay momentos teóricos que fundan los momentos de praxis.

La praxis sólo es posible a partir de valoraciones y juicios previos que constituyen el momento teórico. Sin embargo existe el riesgo de que los momentos teóricos carezcan de la criticidad sufi ciente que encamine a la acción convirtiéndose así es ideologías, de ahí la necesidad de la criticidad.

Ahora bien, la criticad que acompaña al momento teórico surge como una exigencia ética de la realidad carente de contenido, es decir, de la realidad negada esto es, de la realidad oprimida e injusta.

Es por lo anterior que la Filosofía, se-parada de la praxis es un sistema teórico vacío de contenido y carente de función. Esto, para Ellacuría resulta inadmisible ya que, para él, la fi losofía debía tener, en primer lugar una función liberadora.

Lo anterior resulta de gran importancia para el pensamiento crítico latinoamerica-no ya que, como dice Víctor Flores García, sólo habrá una fi losofía latinoamericana cuando ésta vaya acompañada de una ver-dadera praxis de liberación (García Flores, 1997).

Con esto Ellacuría concluye su estudio sobre la realidad histórica, estudio que sirve de base para entender el concepto de liberación desde los orígenes de su pensamiento.

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 105-123. ISSN 1853-0451

RESUMEN

El presente artículo analiza el impacto y el alcance de las políticas secularizadoras implantadas por el poder municipal en el ámbito rural andaluz durante la Segunda República Española (1936 – 1939), tomando como ejemplo a la ciudad onubense de Moguer. Se presta especial atención a las variaciones en la actitud de los regidores locales hacia la institución eclesiástica en función de los cambios gubernamentales nacionales, así como a la respuesta dada tanto por parte del clero de la ciudad como de la población de la misma ante el creciente laicismo político.

Palabras clave: Segunda República Española, laicismo, ámbito local rural, Moguer, religiosidad po-pular, Iglesia Católica española

ABSTRACT

This article analyzes the impact and scope of secularizing policies implemented by the local power in rural Andalusia during the Second Spanish Republic (1936 - 1939), using the example of the city of Moguer, Huelva. Special attention is paid to changes in the attitude of the local council towards the ecclesiastical institution in accordance with the national government changes and the response from both the clergy and the people of the city to growing political secularism.

Key words: Second Spanish Republic, secularism, rural local, Moguer, popular religiosity, Spanish Catholic Church

PODER MUNICIPAL Y RELIGIÓN

DURANTE LA SEGUNDA REPÚBLICA

ESPAÑOLA EN EL ESPACIO

AGRARIO ANDALUZ. EL CASO DE LA

CIUDAD DE MOGUER (HUELVA)

Alonso Manuel Macías DomínguezUniversidad de Huelva (España)

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I. Moguer: la ciudad ysu evolución política

en la Segunda República

Moguer era, desde fi nes de la Mod-ernidad, uno de los principales

núcleos de población del extremo oc-cidental del antiguo Reino de Sevilla, en el sur de España. El inicio de la Contem-poraneidad, como para el resto del país, fue traumático: los invasores franceses se apoderaron de la localidad y establecieron sus tropas en ella, causando así un gran desconcierto y el caos generalizado. Una vez lograda la restauración borbónica, la nueva distribución territorial planteada por los gobiernos nacionales -la actual división provincial- seccionó el Reino His-palense en tres zonas jurisdiccionalmente autónomas, y como posibles candidatas a la capitalidad de la más occidental se señaló desde Madrid a Moguer y a Huelva. Sería esta última, precisamente, la que logró ser su capital y centro político. A fi nes del Ochocientos e inicios del Novecientos, y a pesar de quedar marginada del trazado de las vías del ferrocarril que conectaron Huelva con Sevilla, la actividad relacio-nada con la viticultura contribuyó a que, al menos demográfi camente, la situación de la localidad siguiese siendo aceptable.

Todo cambiaría con la llegada de la temible fi loxera, que atacó a la vid del Condado de Huelva –región física donde se encuentra Moguer- hacia la segunda

década del siglo. La ruina generalizada estuvo detrás del empobrecimiento de muchas familias1 –especialmente las jornaleras- y de la emigración de otras tantas2. De modo que cuando se produce el cambio de régimen político en España y se instaura la II República, la localidad –como el resto de su comarca- atraviesa por una época muy difícil desde una óp-tica social y económica.

La institución política que regía la vida local era, en primer lugar, el Ayuntami-ento de la Ciudad, formado por un alcalde y varios concejales. Del resto de institu-ciones destacaba la Diputación Provincial, que contaba con mayores atribuciones y poder de decisión que en la actualidad, y a través de su Gobernador el Gobierno de

1. Precisamente ésta fue la causa de la quiebra económica de la familia del poeta Juan Ramón Jiménez, Premio Nóbel de Literatura e hijo de Moguer, si bien el fallecimiento de su padre y la toma de las riendas de los negocios de la casa relacionados con el viñedo por sus hijos colaboraron en el resultado fi nal. Sería en estos momentos de difi cultades cuando el escritor compuso Platero y Yo, su obra más difundida, habitando en Moguer y sus campos.

2. En realidad la situación comenzó a tornarse crítica con el cambio se siglo. Según el censo del año 1900, habitaban Moguer un total de 8.356 personas, pero en el de 1910 sólo se recogen 7.565 habitantes. Para 1920 se vuelven a superar los 8.000 ciudadanos, alcanzándose un total de 8.028. Pero en 1930 los censados son sólo 7.045. Ello supone que la población moguereña, a inicios de los años treinta del siglo XX, retrocedió a los mismos valores registrados a fi nales del siglo XVIII, cuando habitaban la ciudad unos 7.000 súbditos. Para más información, vid. M. J. Moreno Hinestrosa (1993). La vida de Moguer en la época de la Restauración (1874 – 1923), AIQB, Huelva.

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la nación controlaba los diversos territo-rios de la geografía del país. Tanto Ayun-tamiento como Diputación estuvieron en los años de la Restauración Borbónica controlados por las oligarquías locales.

Con la implantación del sistema re-publicano en abril de 1931 el sistema de elección de los miembros del Concejo municipal no varió en esencia, y de he-cho la evolución que durante los años de la Segunda República experimentó la composición del Ayuntamiento de Moguer estuvo íntimamente ligada a los cambios del gobierno de la nación. Precisamente, esta faceta conforma una de las mayores deudas del nuevo sistema implantado: debido a la falta de una au-téntica democracia local durante este quinquenio, fueron los gobernadores provinciales quienes instalaron y vedaron a los regidores municipales. Así pues, pu-eden distinguirse en este ayuntamiento tres etapas principales, que concuerdan con los cambios en las mayorías parla-mentarias en Madrid.

La primera de estas etapas es la iniciada con la proclamación de la República en la nación, el 14 de abril de 1931. Para hacerse cargo del gobierno de la Ciu-dad se forma una Comisión Gestora Republicano-Socialista, encabezada por don Antonio Conde. En junio de 1931 se elige como nuevo alcalde a Laureano Rengel Rodríguez, personaje de familia acomodada moguereña que había tenido

que refugiarse en Paymogo en 1925 por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera. El 30 de septiembre de 1932, el gobernador provincial destituía de su cargo a Laureano Rengel, siendo elegido de nuevo Antonio Conde Muñoz.

Aun cuando los partidos de centro-derecha y derecha ganaron las elecciones generales de 1933, en el ayuntamiento de Moguer continuó siendo alcalde An-tonio Conde hasta que fue destituido de su cargo en la sesión plenaria del 12 de junio de 1934. En ella se leía la carta remitida por el gobernador en la cual se declaraba nula la elección del alcalde y la del segundo teniente de alcalde porque no se habían hecho de acuerdo con la ley municipal de 1877, que seguía vigente. Tras la votación de los concejales, volvió a recuperar el puesto de presidente del ayuntamiento Laureano Rengel (A.H.M.M.: Leg. 47)3.

Por último, el 24 de febrero de 1936 se procedía a elegir una nueva composición para el consistorio, siguiendo la orden dada el día 19 de ese mes por el delegado gubernativo don Juan Gutiérrez Prieto (A.H.M.M.: Leg. 47). Dado que las elec-ciones generales habían sido ganadas por el Frente Popular, el nuevo alcalde sería el socialista don Antonio Batista Cum-brera.

3. Archivo Histórico Municipal de Moguer (en adelante A.H.M.M). Actas capitulares. Sesión de 12 de junio de 1934. Leg. 47.

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II. Las relaciones entreel ayuntamiento republicano

y la parroquia moguereña

Las instituciones religiosas asentadas en el Moguer de 1931 eran en su totalidad pertenecientes a la Iglesia Católica. Con tan sólo una parroquia, la de Nuestra Se-ñora de la Granada, la oferta devocional quedaba ampliada por un convento de religiosas, el de Santa Clara, regentado y habitado por entonces por una comunidad de Esclavas del Sagrado Corazón, un con-vento de frailes, el de San Francisco, del que la Desamortización de Mendizábal de 1836 había expulsado a la comunidad franciscana que lo habitaba desde su fun-dación en 1482, dos ermitas -las de San Sebastián y la Virgen de Montemayor- la Capilla del Corpus Christi -vestigio del antiguo hospital medieval para pobres de la Ciudad, que seguía en pie por rendirse culto en ella al Cristo de la Sangre y varias capillas dedicadas al culto de las diversas Cruces de mayo de los barrios populares. De tal modo, sería el Párroco y Vicario de Moguer, como cabeza principal de la Igle-sia local, el que protagonizase el obligado trato con el Consistorio republicano.

Han podido detectarse, a través de la documentación, diversas fases en las re-laciones mantenidas por el ayuntamiento de la ciudad y la parroquia de la misma durante el quinquenio democrático, at-endiendo a la cercanía o la tirantez que

en cada caso primase en las mismas. Si es cierto que, salvo en determinados temas más adelante explicitados, la convivencia entre ambas instituciones fue de respeto mutuo, también lo es que en las épocas de mayor exaltación puede apreciarse cierto anticlericalismo en algunos miem-bros del concejo. Podría decirse que los principales roces surgidos entre éste y la parroquia fueron dos: la secularización del cementerio parroquial y la imposición de un impuesto al toque de campanas.

a) El cementerio moguereño: su secular-ización

El primer día del mes de septiembre de 1933, el pleno del ayuntamiento, que se encontraba entonces bajo la presidencia del alcalde don Antonio Conde Muñoz, acordó solicitar del párroco de Moguer las escrituras que certifi casen que el único cementerio de la ciudad pertenecía, como se venía manteniendo, a la iglesia moguereña. La fi nalidad era, tal y como se exponía en la sesión, “la manutención o expropiación si procede de dicho cementerio”, dependiendo de a quién perteneciese su titularidad (A.H.M.M.: Leg. 47). Con esta medida lo que se pretendía era hacer efec-tiva en la localidad la ley de 30 de enero de 1932.

En efecto, la citada ley ordenaba la secularización de los cementerios religio-sos existentes en el país, en cumplimiento

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con la Constitución, que así lo contem-plaba. Esta medida, que en principio sólo podría dar lugar a confl ictos por la titularidad de estos edifi cios, se convirtió en una afrenta contra los sentimientos religiosos de muchos españoles al inclu-irse la cláusula que prohibía el entierro católico de todos aquéllos que no hubie-sen registrado ante notario su voluntad expresa de que así fuese. En abril de 1933, la necesaria declaración ante notario sería cambiada por una declaración del difunto –hológrafa o apócrifa- fi rmada por dos testigos (Merino, 1998: 242). Además, los sectores católicos españoles se sintieron ofendidos porque a través de esta norma se posibilitaba incluso la prohibición de los entierros religioso o su gravamen con impuestos (Gil, 2005: 114).

El día 22 de septiembre, de nuevo volvía el consistorio moguereño a tratar el asunto de la secularización del cam-posanto. En este caso, tras leer en el pleno la legislación en la que se basaba la acción del ayuntamiento, se procedió a la lectura de la carta que había remitido el cura pár-roco de la ciudad a los concejales. En dicho escrito, el presbítero aseguraba que no ex-istían dudas posibles sobre la posesión del cementerio por la parroquia, puesto que, por lo tocante al primero de los dos patios del mismo, el llamado de San Pedro, con-staba en el archivo parroquial cómo el “Sr. Cardenal Arzobispo de Sevilla, don Francisco Javier Cienfuegos con fecha de doce de abril de

mil ochocientos treinta y cuatro dio orden y comisión al Sr. Vicario de ésta para construir el cementerio”. Así pues, parecía quedar claro que el cementerio era, desde su construcción, de propiedad eclesiástica. Y, por si quedaba alguna duda, se añadía en la carta que, igualmente, en el archivo parroquial se guardaban incluso los datos referentes a todos los pagos efectuados para la elevación del edifi cio, “la mano de obra, materiales y demás gastos”.

La propiedad del segundo patio del cementerio, el de San José, resultaba aún más fácil de demostrar para el clérigo. Y es que, como aseguraba en este texto, la escritura de propiedad del mismo, dada ante el notario don Laureano Rasco en 1865, aún se conservaba en el libro se-gundo del Registro de la Propiedad. Éste era, en aquel momento, el único de los dos patios que se utilizaba para enterrar, debido al mal estado del de San Pedro.

Tras haber escuchado las explicaciones dada por el sacerdote, se procedió a la val-oración de la situación por los concejales y la posterior votación. Así, la propuesta hecha por el concejal Pérez Ortega, que aseguraba que sería más ventajosa la con-strucción de un nuevo Cementerio que la expropiación del existente, obtuvo tres votos. Por el contrario, la del alcalde, que entendía que podía incautarse el patio de San Pedro del cementerio por no ex-istir título de propiedad sobre el mismo, sólo fue respaldada por dos votos. Por lo

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tanto, de momento se desechaba la secu-larización del camposanto, y por ello el presidente del consistorio se quejaba de que “no asistían de ordinario a las sesiones más que tres concejales y en ésta asistía uno más para ganar esta votación” (A.H.M.M.: Leg. 47).

No sería hasta la llegada al poder del go-bierno del Frente Popular al país cuando se retomaría el asunto. Así pues, durante el bienio de mayoría derechista en el go-bierno se dejó de lado este asunto. El 26 de febrero de 1936, siendo ahora “alcalde accidental” don Antonio Batista Cumbre-ra, se recordó en el pleno que la secular-ización aún estaba por llevar a efecto. El señor Roldán Márquez, concejal, criticaba por falta de higiene el estado del cemen-terio, proponiendo como remedio “que se gire una visita de inspección y que se proceda a la secularización”, acordándose tras ello acceder a la solicitada visita (A.H.M.M.: Leg. 47).

A mediados del mes siguiente, en concreto el 18 de marzo, se tomaría la defi nitiva decisión de incautar el edifi cio y proceder a su secularización. Sería de nuevo el concejal Roldán Márquez el que defendiese tal propuesta, acordando fi nal-mente por unanimidad el consistorio ac-ceder a lo planteado(A.H.M.M.: Leg. 48). La carta remitida al ayuntamiento por el antiguo conserje del cementerio parro-quial para que “se le reconozcan los derechos que por antigüedad puedan en justicia corre-

sponderle”, presentando para ello una cer-tifi cación del párroco, a la hora de elegir un nuevo conserje para este “cementerio municipal” deja claro que la secularización se había llevado fi nalmente a efecto, si no de forma ofi cial al menos sí en la práctica (A.H.M.M.: Leg. 48).

No dándose por satisfecho el cura pár-roco de Moguer con tal decisión, y estan-do seguro de que la incautación se había realizado violentando los derechos de propiedad de la Parroquia, presentaba en el pleno del 15 de abril de 1936 una carta acompañada de un testimonio notarial de don Ricardo Pérez-Ventana Infante en el que se aseguraba que la titularidad del cementerio correspondía, por derecho, a la parroquia. Ante esta petición, el ánimo exaltado de algún concejal se dejó notar en la sesión. Así, el señor Domínguez Rodríguez llegó a vociferar que debían de “meterse presos al cura párroco y al notario”. No obstante, y ante la existencia de otras voces más sensatas, se decidió fi nalmente por unanimidad dejar el estudio de la cuestión para más adelante, necesitán-dose para su resolución un estudio pro-fundo de los archivos del ayuntamiento (A.H.M.M.: Leg. 48). La última vez que se trató en el ayuntamiento republicano el tema del cementerio fue en el pleno cel-ebrado el día veinte de mayo de 1936. En él, el sacerdote moguereño volvía a que-jarse de la situación y pedía que, o bien se devolviese el cementerio a la parroquia, o

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bien se iniciase de una vez el expediente de expropiación (A.H.M.M.: Leg. 48).

Una vez formada la junta gestora franquista en el ayuntamiento, siendo el nuevo alcalde don José Calvo Hernández, se decidió por unanimidad devolver el cementerio a la parroquia, justifi cándose porque no se había “incoado el expediente de expropiación forzosa” (A.H.M.M.: Leg. 48).

b) Las campanas de la ciudad No sería hasta el 29 de abril de 1936,

y por lo tanto por la dirección municipal impuesta por el gobernador provincial designado por el gobierno frentepopulista de la nación, cuando se propuso por vez primera en un pleno municipal legislar so-bre el toque de campanas en el pueblo. De nuevo sería el concejal Roldán Márquez, destacado defensor de la secularización del cementerio, el que introduciría el de-bate en el ayuntamiento moguereño. En efecto, en el citado pleno de abril este se-ñor solicitó que se obligase a los templos de la ciudad a pagar un tributo cada vez que sonasen los bronces de los campa-narios, fuese cual fuese su motivo. Incluso explicitaba que el impuesto a pagar debía ser de una peseta por toque (es decir, tres pesetas por misa, pues se realizan tres toques para cada una de ellas). En la misma sesión, y tras esta intervención, tomó la palabra el señor Domínguez Ro-

dríguez, también concejal, quien defendió igualmente la propuesta de su compa-ñero, aunque limitando el impuesto “a los toques extraordinarios” y no a los que se correspondían con la vida cotidiana de las iglesias. A pesar de todo ello, el alcalde estimó que no era “el momento oportuno”, por lo que no se llegó a aprobar la medida (A.H.M.M.: Leg. 48).

Pocos días más tarde, el ocho de mayo, el señor Castellano Pulgar estimaba en el pleno que no estaba seguro de que, una vez que había sido aprobada la rectifi cación del presupuesto del ayuntamiento, fuese legal ahora aprobar un nuevo impuesto, en concreto el correspondiente al “arbitrio de campanas”, esto es, a los toques de las iglesias. Por ello, y al no producirse otras intervenciones, se decidió por unanimi-dad que fuese la Comisión de Hacienda del consistorio la que estudiase el asunto (A.H.M.M.: Leg. 48).

El 20 de mayo, una vez recibido el dictamen favorable de la Comisión, se decidió en el pleno aprobar el gravamen sobre el “ruido de campanas”. Los motivos esgrimidos fueron, por un lado, los eleva-dos gastos a los que el ayuntamiento tenía que hacer frente para paliar el paro obrero y las necesidades de los benefi ciarios de la caja de benefi cencia del concejo pero, además, se introducía un claro matiz anticlerical al explicitar que, dado que en las Ordenanzas de policía urbana se recogía la prohibición de generar ruidos

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molestos, los habitantes de la localidad no debían estar obligados a “soportar tales ruidos por todo el vecindario”, máxime cuando se recordaba “el espíritu laico que predomina” (A.H.M.M.: Leg. 48). En una sociedad rural como era la moguereña de los años treinta, el sonido de las campa-nas posiblemente debería entenderse más bien como el elemento que regulaba la vida de sus vecinos señalando las horas, anunciando los fallecimientos y entierros, las misas diarias y dominicales, etcétera, que como un ruido que los vecinos debían de sobrellevar pese a su voluntad, y que por ello habría que limitarlo mediante un impuesto.

Este tipo de medidas no fue exclusivo del caso de Moguer. Así, numerosos ayun-tamientos de toda España prohibieron el toque de campanas o lo tasaron con fuertes impuestos, penalizaron del mismo modo las bodas religiosas, difi cultaron la realización de procesiones, y se llegó in-cluso –aunque en casos excepcionales- a castigar el llevar crucifi jos sobre la ropa o sobre los carruajes fúnebres (Merino, 1998: 242).

III. Los nombres de lascalles de la ciudad

En este apartado se tratarán los cam-bios producidos en el nombre de las calles de Moguer durante la República, centrándonos en aquéllas que hacían ref-

erencia a la religiosidad con anterioridad a la llegada del régimen democrático. En este sentido, puede afi rmarse que, al in-stituirse un nuevo sistema político en el país, los concejos lo celebraron poniendo nuevos nombres a numerosas calles de las ciudades y pueblos españoles, que hacían referencia a la nueva situación.

En Moguer, desde bien pronto comen-zó esta transformación del nomenclátor urbano. En la sesión del 1 de junio de 1931, la Comisión Gestora republicano-socialista del Consistorio, formada por Antonio Conde Muñoz como alcalde y otros dos vecinos como concejales, de-cidieron ya introducir los primeros cam-bios. Como se recoge en las actas, lo que se pretendía era recoger el deseo popular de llevar a cabo estos cambios, “que bien claramente se ha manifestado por los mismos escribiendo los nombres que hoy aparecen en diferentes calles y plazas de esta población”. Entre otras vías públicas, veían cambiar sus nombres la Plaza de la Constitución, que pasaba a denominarse Plaza de la República; la Plaza Alfonso XIII, ahora Plaza Capitanes Galán y García Hernán-dez; la calle Juan Ramón Jiménez, que re-cibiría el nombre de calle de la Libertad, y la calle Limones, ahora Martínez Barrios. Tan sólo uno de estos espacios públicos perdería su nombre religioso, la Plaza de las Monjas, que se denominaría Plaza Ca-torce de Abril (A.H.M.M.: Leg. 47). Esta plaza era –y sigue siendo- el corazón del

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casco histórico de Moguer, situada junto al convento de Santa Clara.

No puede verse anticlericalismo en una decisión como ésta, no sólo por lo lim-itado de sus consecuencias, sino también porque algunos otros cambios fueron en la dirección opuesta. Tanto fue así que, poco después, siendo alcalde ahora Lau-reano Rengel, se cambia el nombre a una de las principales calles del pueblo, la de la Ribera, por el nuevo de Sor Ángela de la Cruz, “vehemente fundadora de las Her-manitas de los pobres”. Se justifi caba tal de-cisión porque era en esta vía donde vivía la mayoría de los pobres de la localidad (A.H.M.M.: Leg. 47). El siguiente cambio de nombre de una calle se decidiría el ocho de noviembre de 1935, de nuevo con Lau-reano Rengel como presidente del ayun-tamiento. En este caso, la antigua calle San Francisco, situada junto al convento del mismo nombre, pasaría a conocerse como calle Ricardo Terredes, abogado de Huelva que, al parecer, había ayudado al Consistorio en algún asunto(A.H.M.M.: Leg. 47).

Mucho más llamativos son los cam-bios efectuados por el ayuntamiento en la sesión plenaria del 10 de junio de 1936 por el ayuntamiento frente populista (A.H.M.M.: Leg. 48). Si en 1931 se habían elegido nombres que hacían referencia al sistema político republicano, ahora se es-cogen otros de marcado acento partidista. Entre otras calles, vieron cambiar sus de-

nominaciones la calle Cánovas, que pasó a llamarse calle Manuel Azaña; la calle Lerroux, que recibiría el nombre de Fran-cisco Largo Caballero; la calle Burgos y Mazo, ahora Santiago Casares Quiroga; y la calle Ricardo Terredes, que adquiriría el sugestivo nombre de calle Asturias4. Pero fue, sin duda, el cambio de nombre de la Plaza de Nuestra Señora de Montemayor el que menos agradó a los católicos. El Concejo le dio el nuevo nombre de Plaza de Pablo Iglesias y, dado que esta plaza, por estar situada junto a la Parroquia, era conocida como Plaza de la Iglesia, la ofensa se consideraba clara.

Cuando, durante la guerra civil, se forme la Comisión franquista para tomar las riendas del ayuntamiento, se volverá a utilizar la nomenclatura de las vías de la ciudad para exaltar el régimen. En vez de devolver a las calles sus nombres tradicionales –aunque en algunas sí se hizo- se les dio nombres que hacían clara referencia a los golpistas y a su política. Así, la Plaza Catorce de Abril pasaría a denominarse plaza de José Antonio Pri-mo de Rivera; a la Plaza de la República se titula Plaza del General Franco; y la

4. El nombre de Asturias en esta calle hacía referencia clara a la denominada “Revolución de Asturias”, levantamiento que en 1934 protagonizaron las diversas fuerzas y partidos de izquierda contra el gobierno de la República, como respuesta a la entrada en el Ejecutivo en miembros de la CEDA, el partido católico que había resultado vencedor en las elecciones generales de 1933.

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calle Carmen Domínguez de Santama-ría pasaría a llamarse calle del General Queipo de Llano, entre otros cambios (A.H.M.M.: Leg. 48).

IV. La educación religiosa

El día 14 de octubre de 1931, pocos me-ses después de la llegada de la República española, las Cortes Constituyentes apro-baron el artículo 26 de la nueva Consti-tución, que abordaba el delicado asunto religioso. Con 178 votos a favor y 59 en contra –casi la mitad de los diputados se abstuvieron de votar- venía a darse el visto bueno a una medida que supuso el dramático alejamiento de los católicos del nuevo régimen democrático. El mismo día 14, Alcalá Zamora y Maura, católicos y miembros de la coalición de gobierno, renunciaron a sus cargos, y la minoría católica abandonó la cámara.

En este artículo, entre otras medidas, se recogían aspectos que afectaban de lle-no a la labor docente de las instituciones católicas. Así, por un lado, se prohibía que el Estado, las regiones, las provincias y los municipios auxiliaran económicamente a cualquier institución o asociación reli-giosa, mientras que en las bases a las que debía ajustarse la futura ley especial sobre Órdenes religiosas, se recogía la “pro-hibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza” de manera explícita (Merino, 1998: 238-239).

Esta ley posterior fue aprobada el 17 de mayo de 1933. En ella, entre otras limitaciones impuestas a las Órdenes re-ligiosas, se ponía un plazo para el cese de sus actividades industriales, comerciales, agrícolas o docentes. Por lo que respecta a la educación, se les obligaba a abandonar esta labor antes del uno de octubre de 1933 en la enseñanza secundaria, y antes del uno de enero de 1934 en la primaria (Merino, 1998: 244).

En el Moguer de la Segunda República, el principal centro de enseñanza era el de la Orden de las Esclavas del Divino Corazón. El resto eran sólo pequeñas escuelas situadas normalmente en las propias residencias del maestro que las regentaba, el cual recibía una ayuda económica del ayuntamiento por acep-tar educar a niñas pobres. En 1898, y a petición del Arcipreste de Moguer, se inició la presencia de las Esclavas en el convento de Santa Clara de la localidad, aunque no sería hasta cuatro años más tarde, una vez asentada defi nitivamente en él la comunidad, cuando se empezaría a impartir clases a las niñas moguereñas en el citado centro de educación religiosa (GRFIAS, 1994: 140-141). Como también se aceptaba a niñas pobres en él, el consis-torio concedía al colegio una subvención anual.

Ya durante el Primer Bienio republi-cano se trató el asunto de la educación religiosa en la localidad. El teniente de

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alcalde, don Antonio Conde –que llegaría a alcalde posteriormente- solicitó al pleno que eliminase la subvención que se con-cedía al colegio de las Esclavas, basándose en las diferencias existentes entre las diversas clases sociales en el centro. El re-sultado de la votación, sin embargo, fue el seguir concediendo esta ayuda económica al colegio, el principal de la ciudad, con seis votos a favor –entre ellos el del alcalde don Laureano Rengel. y cuatro en contra (A.H.M.M.: Leg. 47.)

Dado que antes de vencer el plazo que la ley nacional de 17 de mayo de 1933 estipu-laba para la suspensión de la docencia por parte de las Órdenes religiosas ganaron las elecciones generales los partidos de centro-derecha, no sería hasta el momen-to en el que el Frente Popular se hiciera con el gobierno, en 1936, cuando el ayun-tamiento moguereño iniciase los proced-imientos para clausurar el colegio religio-so de la ciudad. Así, pocos días después de la constitución del nuevo ayuntamiento de izquierdas, surgieron en el pleno mu-nicipal las primeras voces en este sentido. El 4 de marzo de 1936 el concejal Pacheco Rebollo solicitaba al consistorio que la Comisión de Instrucción Pública munici-pal iniciara los contactos necesarios con la Inspección de educación para proceder a “la inmediata supresión de la enseñanza reli-giosa en la localidad” (A.H.M.M.: Leg. 48). La pretendida medida realmente no tenía demasiado sentido, porque era el centro

más importante de toda la ciudad, con lo que su cierre obviamente acarrearía más difi cultades que soluciones al vecindario, y las repetidas peticiones para la mejora de los centros existentes y la construcción de otros nuevos evidencian las defi ciencias de la educación laica en aquel momento en la ciudad.

En la reunión del 23 de mayo de 1936, sería el propio alcalde de la ciudad, don Antonio Batista Cumbreras, el que pro-cedió a explicar las gestiones que habían llevado a cabo desde el ayuntamiento para llegar a sustituir la educación reli-giosa por otra laica. Exponía que, según el entender de la Inspección de Primera Enseñanza de la Provincia, para llevar a cabo tal sustitución se debían habilitar dos nuevas escuelas de niñas y otra de ni-ños. Advertía que la situación económica del ayuntamiento era penosa, así que la construcción a sus expensas de un nuevo edifi cio para albergar los grupos escolares quedaba descartada. Así pues, la solución propuesta por el mismo alcalde fue la de instar al Estado a que nacionalizara el edifi cio donde se hallaba el colegio de las Esclavas, el histórico convento de Santa Clara, y lo cediera al municipio, para abrir en él un nuevo colegio laico (A.H.M.M.: Leg. 48). La propuesta es, a todas luces, in-debida, pues pretendía no sólo prohibir a las religiosas seguir regentando el colegio, sino arrebatarles también la propiedad del edifi cio donde vivía la Comunidad, con

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el único objetivo de secularizar la ense-ñanza.

Tras las protestas del párroco de Mo-guer, la solución acordada a la que se llegó fue la de la cesión, por parte de la Igle-sia, de una parte del convento, siempre que no estuviese considerada como bien artístico, para escuela pública, mientras que el resto del edifi cio seguiría en manos de las Esclavas Concepcionistas (Díaz, 2005: 260-261).

V. La religiosidad popular

La religiosidad popular –dentro de la cual se cuentan las procesiones, los festejos religiosos y patronales de cada localidad, las hermandades y cofradías, y la devo-ción a las imágenes sagradas- representa, sin duda alguna, el aspecto religioso más cercano y aceptado por el pueblo. Quizás se debió a ello el que la tirantez entre la política y la Iglesia durante la República en lo tocante a este tipo de manifesta-ciones fuese, al menos en el caso mogu-ereño, bastante menos relevante que en otros campos. No obstante, y a pesar de lo indicado, también encontraremos mo-mentos de fricción entre el consistorio y las cofradías, especialmente durante el período de gobierno frentepopulista.

En otros puntos de España la situación fue más difícil. Conocida es la decisión de las Hermandades de Sevilla de no realizar sus estaciones de penitencia en la Semana

Santa de 1932, como modo de protesta ante “la persecución ofi cial y sañuda a todo lo religioso”, pese a que el Ayuntamiento había redactado una ley para asegurar unas procesiones tranquilas. La única Co-fradía que se atrevió a salir, la del Cristo de las Aguas y la Virgen de la Estrella, tuvo que ver cómo era apedreado en la calle el primero de sus Titulares, mientras que al paso de la Virgen le eran colocados varios petardos. Días después de este at-entado, era incendiada la sevillana iglesia de San Julián (Redondo, 2005: 67 y 74). Peor suerte se corrió en Málaga, donde durante los incendios de templos de mayo del año 1931 las Cofradías perdieron prác-ticamente todas las esculturas y objetos de culto, no reanudándose las procesiones hasta 1935 ( Jimenez, 2006: 39). Hay que añadir, no obstante, que tales actos fueron provocados por incontrolados, no por las autoridades de la República.

En Moguer, los primeros roces, que podrían califi carse casi de “anecdóticos”, fueron los vividos durante la procesión del Corpus Christi del año 1931. Al parec-er, y como se recoge en las actas capitu-lares, el director de la banda de música municipal, a pesar de lo ordenado por el consistorio, se negó a tocar el himno ofi -cial de la nación, el de Riego, a la salida del cortejo procesional desde la parroquia. En su lugar, se escucharon los sones de la Marcha Real, lo que poseía un obvio signifi cado político. Por ello, en la sesión

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del 10 de junio de 1931 se aprobaba iniciar el proceso para destituir de su cargo al director de la banda (A.H.M.M.: Leg. 47), lo que se llevó defi nitivamente a cabo el 31 de julio de ese mismo año (A.H.M.M.: Leg. 47) .

La posición del consistorio respecto a la concesión de ayudas económicas a las asociaciones religiosas puede califi carse de sensata, y acorde a la deseada separa-ción de los asuntos seculares y los espiri-tuales. Así, aparecen recogidas subvencio-nes para las asociaciones asistenciales de carácter religioso, y se siguen fi nanciando los aspectos lúdicos de los festejos popu-lares, pero se cortan las ayudas directas destinadas al culto propiamente dicho, que se subvenciona con los donativos de los fi eles.

El día 24 de junio de 1931, el ayunta-miento rehusaba acceder a la concesión de la subvención solicitada por la Asociación del Sagrado Corazón de Jesús, alegando el primero las importantes deudas que sobre su presupuesto pesaban (A.H.M.M.: Leg. 47). El 5 de agosto, sin embargo, se solici-taba a la Comisión de Festejos que orga-nizase las próximas fi estas patronales de la Virgen de Montemayor (A.H.M.M.: Leg. 47) -se celebran el ocho de septiembre-, y el 26 de agosto se concedía una ayuda a la sociedad deportiva Moguer F.C., que pre-tendía con el dinero obtenido “contribuir a la mayor animación” de los citados festejos (A.H.M.M.: Leg. 47).

El mismo día, 26 de agosto, la Herman-dad de Nuestra Señora de Montemayor escribía al ayuntamiento solicitando la concesión de la ayuda que todos los años recibía para “solemnizar los cultos” de la Vir-gen (A.H.M.M.: Leg. 47). El 2 de septiem-bre, el pleno contestaba con una negativa a tal petición, si bien el concejal Alfredo Conde consideró torpe la decisión, ya que “por tratarse de Nuestra Patrona”, y por tan-to por ser la imagen más venerada por el vecindario, sería más oportuno acceder a lo pedido (A.H.M.M.: Leg. 47). Para no dar lugar a dudas sobre el apoyo del ayunta-miento a las citadas fi estas, a continuación el pleno aprobaba la contratación de una banda de música para que las amenizase. Un año más tarde, en agosto de 1932, y ante la proximidad de unas nuevas fi estas patronales, la Asociación de Señoras de San Vicente de Paúl solicitó un donativo para la tómbola benéfi ca que regentaba durante la celebración. Al tratarse de una asociación benéfi ca, fue aprobada la ayuda (A.H.M.M.: Leg. 47).

El pleno del quince de septiembre de 1933, presidido por Antonio Conde Mu-ñoz, quien se había destacado en otros temas por su oposición a la Parroquia, aprobaba el pago de 450 pesetas a don Luís Trabado Fernández por los fuegos de artifi cio quemados durante la Velada de la Patrona, así como de veinte pesetas a la joyería Rengel de Huelva por el regalo comprado para la tómbola benéfi ca de la

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misma (A.H.M.M.: Leg. 47). Es decir, se siguió con la misma política con respecto a las ayudas económicas.

No obstante, diferente fue el trato dado a las Cofradías y las procesiones que éstas celebraban desde tiempo inmemorial en Moguer. La necesidad de que el concejo aprobase los cultos celebrados fuera del templo para que se llevasen a cabo sería utilizada a favor o en contra de este tipo de manifestaciones dependiendo de quién liderase la política municipal en cada mo-mento.

La carta fechada en dos de agosto de 1931 (debería decir septiembre), el Pár-roco invitaba al ayuntamiento republi-cano a la Misa solemne que el día ocho de septiembre se celebraría en honor a la Virgen de Montemayor. Posteriormente, aprovechaba para pedir el permiso nece-sario para llevar a efecto la tradicional procesión de la Patrona por Moguer ya que, al producirse fuera de la iglesia, requería el beneplácito del consistorio (A.H.M.M.: Leg. 47). Con menos tacto, el hermano mayor de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno “comu-nicó” por carta datada el 17 de marzo de 1932 que la Hermandad sacaría ese año cuatro cofradías, del miércoles al Sábado Santo (A.H.M.M.: Leg. 47). Es decir, an-uncia la salida a los concejales, pero no les pide explícitamente permiso.

Si en estos casos las procesiones sí se llevaron a cabo, no sucedería lo mismo en

la Semana Santa de 1933. El 3 de abril, la Hermandad de Padre Jesús pedía al ayun-tamiento –ahora sí permiso para sacar en procesión tres cofradías, el Jueves Santo, Madrugada y Viernes Santo (A.H.M.M.: Leg. 47). El día 12, el ayuntamiento le responde que, en contra de lo solicitado, la Cofradía de la Madrugada debería salir a las seis de la mañana y recogerse a las nueve (la Hermandad pretendía salir a las dos de la madrugada), por temor a “posibles alteraciones de orden público” (A.H.M.M.: Leg. 48). Ante tal cortapisa, la junta de la Hermandad decidió sacar únicamente la cofradía de la Madrugada, que era la principal, y dejar las otras dos para futuros años. Aún así, la Alcaldía amenazó a la asociación religiosa con hacerla responsable de todos los tumultos que pudieran ocurrir, así que fi nalmente también se suspendió esta salida proce-sional. Tal y como se recoge en las actas de la Hermandad, el único culto celeb-rado fue fi nalmente la misa solemne del día 27 de abril, al que acudió una “enorme concurrencia de fi eles”, y que se celebró “en desagravio de los incrédulos (que son pocos)” (Díaz 2005: 255-256).

Para la Semana Santa de 1934, la situ-ación ya había cambiado. En las elec-ciones generales de 1933 había resultado vencedora la derecha, aunque a la altura de la Semana Santa del año siguiente el ayuntamiento de Moguer seguía estando gobernado por los partidos de izquierda.

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Así, y ante la falta de respuesta ante la petición de llevar a cabo sus procesio-nes de Semana Santa, la Hermandad de Padre Jesús lo solicitó directamente al gobernador de la provincia, quien dio su aquiescencia de inmediato. El alcalde de Moguer, ante esta situación, no tuvo más remedio que aceptar lo decidido por el gobernador (Díaz, 2005: 257).

El uno de septiembre de 1933, estando aún el ayuntamiento compuesto por los mismos concejales, el cura párroco solici-taba “cumpliendo con lo dispuesto en la Con-stitución” su conformidad para la proce-sión de la Virgen de Montemayor de este año (A.H.M.M.: Leg. 47). No hubo ahora problema alguno a la hora de aceptar lo pedido.

Con la llegada al poder municipal de los concejales impuestos por el goberna-dor de Huelva -lo que supuso la vuelta a la alcaldía de Laureano Rengel, quien ya ocupó este cargo al instaurarse la Repúbli-ca- las relaciones entre las Cofradías y el Consistorio se relajaron. Así lo atestigua el hecho de que, según se recoge en las actas del pleno del 31 de agosto de 1934, se acordase autorizar al alcalde para que fuese él mismo quien solicitase al gober-nador civil la autorización requerida para la procesión de la Patrona del 8 de sep-tiembre.

Sería con el nuevo cambio de ayunta-miento, en 1936, cuando reaparecieron las tensiones que enrarecían la convivencia

del Cabildo con la religiosidad popular de los habitantes católicos del pueblo. Ante la cercanía de la romería del Rocío, en la que Moguer participaba con una herman-dad fi lial desde principios del siglo XVIII, los rocieros moguereños, como cada año, pretendían recoger limosnas entre el vecindario para hacer frente a los gastos de la peregrinación. Conocida tal preten-sión, el ayuntamiento la vetó porque en la hucha petitoria aparecía una imagen de la Virgen. La Hermandad, para no acatar lo ordenado, pero tampoco faltar a lo de-cretado por el consistorio, decidió sacar a la calle al tamborilero y a la hucha petito-ria, pero sin solicitar limosnas. Cuando los concejales tuvieron conocimiento de lo acontecido, prohibieron a la Hermandad volver a pedir donativos entre los vecinos. Poco más tarde, el gobierno municipal no concedió la pertinente licencia a los rocie-ros para que partiesen a la aldea almonte-ña. A pesar de ello, la Hermandad sacó el Simpecado descubierto por las calles de la ciudad, y se gritaron vivas a la Virgen una vez que se había salido del núcleo urbano (Díaz, 2005: 261).

El día 19 de junio se reunía por última vez el Ayuntamiento Republicano de Mo-guer. En esta sesión, el concejal Domín-guez Rodríguez pedía que, ya que se estaba en un “estado laico”, se eliminase de los soportales de las Casas Consistoriales del pueblo las imágenes que en ellos se encontraban, y se suprimiese “la luz que

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las alumbraba” (A.H.M.M.: Leg. 48). Se trataba de una escultura de San José (que corona la portada del edifi cio desde el si-glo XVIII), y un azulejo de la Virgen de Montemayor, patrona de la Ciudad.

VI. Conclusiones

El advenimiento del segundo período republicano en España estuvo acompa-ñado de esperanzas de cambio para gran parte de la población. Tras el caciquil lib-eralismo de la Restauración y el fascista régimen de Primo, la caída de la monar-quía suponía la instauración de un régi-men democrático.

Pero pronto muchas de estas esperanzas se fueron debilitando. En fecha tan tem-prana como el 9 de septiembre de 1931, el intelectual Ortega y Gasset ya se lamen-taba de la “falsifi cación” de la República. Reconocía que “el tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado”, y que “las Cortes constituy-entes deben ir sin vacilación a una reforma, pero sin radicalismo”. Entendía, pues, que el cambio de régimen debía llevarse a cabo sin adulteración partidista. “En un Estado sólidamente constituido añadía pueden, sin riesgo último, comportarse los grupos con cierta dosis de espíritu propagandista; pero en una hora constituyente eso sería mortal” (Redondo, 2005: 192-193).

Que la Constitución democrática salida de las Cortes Constituyentes es-

taba teñida de cierto sabor partidista no se le escapa a nadie. Que dentro de este partidismo se encontraban trazas de anticlericalismo, tampoco. Necesarias se consideran para un Estado moderno me-didas como la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad de culto para todos los ciudadanos o el fi n de la obligatorie-dad de la enseñanza religiosa a todos los alumnos. Pero otras decisiones rozan la limitación de los derechos religiosos de la población. Dentro de ellas, destacan la prohibición hecha al clero regular de dedicarse a actividades económicas y ed-ucativas, las difi cultades puestas a la hora de practicar el culto libremente –como en el caso de los entierros- o el desaci-erto de los gobiernos locales a la hora de entorpecer las prácticas de la religiosidad popular.

Desde luego, ni la apropiación de la República por las izquierdas, ni el “ac-cidentalismo” de las derechas ayudó al fortalecimiento del régimen. Los grupos radicales, tanto de izquierda –comu-nistas, anarquistas- como de derecha –falangistas- socavaron todavía más si cabe los pilares de la naciente democra-cia. En cuanto a la Iglesia, apegada a la monarquía durante la Restauración, no puede decirse que mostrara entusiasmo alguno por el cambio. Aún así, ya el 24 de abril el nuncio en España, Tedeschini, recomendaba a la Iglesia española que respetase los nuevos poderes consti-

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tuidos y los obedeciese (Merino, 1998: 215). Desde luego, ni la dura legislación religiosa del primer bienio, ni la quema de iglesias por descontrolados en 1931 y 1934 –cuando fueron asesinados, además, los primeros religiosos- iban a ayudar al acercamiento entre el Estado y una jerarquía española que ya de por sí no era propicia al cambio.

En el caso de Moguer, podemos ver cómo en las decisiones tomadas por su Consistorio se entremezclan las medi-das dirigidas a lograr un sano estado laico, con la separación de lo civil y lo espiritual, con otras que podían herir los legítimos sentimientos religiosos de la población. Así, puede entenderse que el ayuntamiento tomase decisiones como la suspensión de las subvenciones a asociaciones religiosas, adoptando así una posición neutral. Pero que se llegase a prohibir manifestaciones populares como la petición de limosnas por una hermandad porque en la tacita aparecía una imagen de la Virgen fue entendido por buena parte de la población como una coacción del poder que llegaba hasta coartar la libertad religiosa.

De todos modos, no fue este período monolítico a la hora de afrontar las re-laciones con la Iglesia. Así, durante el primer bienio el acercamiento entre ambas realidades fue efectivo durante el gobierno de don Laureano Rengel, para pasar a una etapa de tirantez con don

Antonio Conde al frente del Consistorio. Obviamente, con la vuelta al poder de don Laureano por orden del gobernador del segundo bienio, las relaciones se volvi-eron a estrechar. Pero sería a partir de febrero de 1936 cuando el Ayuntamiento tomaría las medidas más duras contra la religiosidad moguereña, con don Antonio Batista como alcalde.

El inicio de la guerra civil por el golpe de estado militar en julio de 1936 desató las tensiones que durante tanto tiempo se hallaban soterradas. Los anticlerica-les incendiaron prácticamente todos los templos de Moguer, mostrando especial ensañamiento con la iglesia parroquial. Las personas de derecha fueron encarce-ladas, pero las bajas entre sus fi las fueron mínimas. Entre las muertes, destacaron la de Hernández-Pinzón, perteneciente a una de las familias más acomodadas de la localidad, y la del salesiano moguereño Manuel Gómez Contioso, fusilado en Málaga tras meses de encerramiento.

El trágico punto y fi nal a este episodio lo pusieron las fuerzas de los nacionales, quienes llevaron a cabo una represión en la localidad que aún está por estudiar5. Sin duda, la persona más destacable sometida a tortura y asesinada fue el último alcalde republicano, don Antonio Batista Cum-brera.

5. Un primer acercamiento al estudio de esta situación ha sido publicado en A. ORIHUELA (2009), Moguer 1936. Editorial La Oveja Roja, Madrid.

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Alonso Manuel Macías DomínguezDepartamento de Historia II

Facultad de HumanidadesUniversidad de Huelva (España)

[email protected]@alu.uhu.es

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CARTOGRAFÍASDE LA CULTURA

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 126-140. ISSN 1853-0451

Pluralidad de estudiossobre la ciudad

“Pocos temas ocupan un lugar tan decisivo en el debate cultural

de este fi n de siglo como el de la ciudad: como si en ella se concentraran a la vez las pesadillas que nos atemorizan y las esper-

anzas que nos mantienen vivos” (Barbero, 2002: 273). Con esta perspicaz afi rmación comienza el fi lósofo especializado en co-municación social, Jesús-Martín Barbero, el capítulo de una de sus últimas obras dedicado a las transformaciones de la expe-riencia urbana. Barbero ubica sin ambages la centralidad de la cuestión de la ciudad

RESUMEN

El artículo desarrolla y problematiza la interdisciplinariedad de los estudios sobre ciudad, inscri-biendo su complejidad teórica y metodológica en el campo de transdisciplinario de los Estudios Culturales. Analiza los riesgos y desafíos de este enfoque en el contexto de globalización académi-ca. Recupera la tradición crítico hermenéutica para sostener el diálogo interdisciplinario entre las ciencias sociales y la fi losofía.

Palabras clave: Interdisciplinariedad – Estudios Culturales – Ciudad- Métodos- Ciencias Sociales- Filosofía

ABSTRACT

This paper develops and problematizes the interdisciplinarity social studies of the City entering the theoretical and methodological complexity in the Cultural Studies interdisciplinary fi eld. Exa-mines the risks and challenges of this approach in the context of academic globalization. Recovers critical hermeneutic tradition to support the interdisciplinary dialogue between social science and philosophy.

Key words: Cultural Studies – City – Methods – Social Sciencies - Philosophy

La Interdisciplinariedaden los Estudios sobre la Ciudad

Marta PalacioUniversidad Nacional de Córdoba / Universidad Católica de Córdoba

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CULTURA

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en el espectro de la refl exión y los debates contemporáneos, a la vez que entreabre el problema existencial de los sentidos con-fl ictivos que en ella se encarnan.

El tema de la ciudad ha sido abordado por numerosos pensadores a lo largo de la historia del pensamiento engrosándose y diversifi cándose su refl exión a partir del siglo XX frente al fenómeno del des-mesurado crecimiento urbano. No in-tentaré realizar aquí una sistematización histórica de los tratamientos fi losófi cos, políticos y teológicos -cronológicamente los primeros estudios sobre ciudad- ya que el objetivo de este ensayo se dirige a otra parte. Sólo mencionaré que la perspectiva de análisis y la consiguiente refl exión sobre la ciudad viró desde la inicial consideración formal y normativa de su constitución (Platón, Aristóteles), pasando por una teorización teológica y teológico-política (San Agustín, Santo Tomás, Spinoza) y una tematización fi losófi co-política legitimadora del Estado moderno o de la ciudadanía (Hobbes, Locke, de Gouyes, De Tocqueville), a una economicista que dio cuenta de las transformaciones del período industrial burgués (Marx) o una sociológica sim-bólica en que el acento se colocó sobre las representaciones e interacciones simbóli-cas de las sociedades urbanas occidentales (Weber), dando lugar más recientemente a una problematización crítica e interdis-ciplinaria de las ciudades masifi cadas y de

la industria cultural (planteos frankfurtia-nos, estudios culturales de la escuela de Birmingham, estudios de comunicación y cultura latinoamericanos) y a estudios urbanísticos contemporáneos de corte geográfi co-arquitectónico.

La cuestión misma de la ciudad, la pre-gunta por la metrópoli contemporánea, implica en sí la concurrencia obligada de múltiples disciplinas que la abordan desde un ángulo propio y con metodologías específi cas a las reglas de sus respec-tivos campos científi cos: urbanística, economía, sociología, política, comuni-cación, derecho, antropología cultural, geografía. También la fi losofía y la teo-logía han entrado en esta interrogación sobre la cuestión urbana.

La ciudad, concreción material y sim-bólica del estar-en-el-mundo-con-otros, en cuanto nudo de múltiples tramas de acciones políticas, simbólicas y labo-rales (Arendt, 1993), a cuyos caracteres modernos de mercantilización de las relaciones sociales, industrialización y bu-rocratización, señalados por M. Weber, se agrega hoy la hipermediación tecnológica comunicativa e informática, requiere de una complejidad de respuestas epistémi-cas interdisciplinarias en orden a la com-prensión de su compleja fenomenalidad que se sitúa siempre en un espacio y en un tiempo determinado (Gorelik, 2008).

De los iniciales estudios fi losófi cos sobre la polis a la concurrencia actual de múlti-

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ples disciplinas, la ciudad como problema teórico ha propiciado cortes y múltiples perspectivas de tematización, cada vez más especializados, bajo la condición de considerar la ciudad fragmentariamente. En las últimas décadas se ha producido un movimiento intelectual en los ámbitos académicos que reconoce que la sociedad y las subjetividades contemporáneas son moldeadas por fenómenos culturales pro-pios de los fl ujos urbanos, es decir, por los múltiples y mutantes intercambios mate-riales y simbólicos que los sujetos realiza-mos continuamente en las ciudades. Au-tores de diversas formaciones y contextos, desde marcos teóricos diferentes -como García Canclini, Barbero, Grimson, Ar-endt, Ricoeur, Benhabib, Foucault, entre otros- coinciden en señalar el carácter narrativo, histórico y relacional de las identidades de los sujetos, en su gran mayoría sujetos urbanos, sometidos hoy a múltiples pertenencias territoriales y sim-bólicas: la subjetividad está constituida por la intersubjetividad intercultural que varía según los contextos. Los estudios sobre ciudad, particularmente aquellos encarados interdisciplinariamente bajo la perspectiva de los estudios culturales, han reparado particularmente en la cuestión de las identidades fragmentarias de los sujetos contemporáneos y en la construc-ción del self, originándose numerosas investigaciones sobre la constitución de las subjetividades y “nuevas cartografías

identitarias” de las subculturas urbanas (Mattelart, Neveau, 2004).

Los Estudios Culturales sobre la ciudad han iniciado un giro en la consideración clásica de la vida social urbana, transfor-mando concomitantemente los propios campos epistémicos y a los científi cos que trabajan en ellos. El objeto y el su-jeto se han modifi cado conjuntamente. El entronizado sitial de las teorizaciones abstractas y a-históricas de la fi losofía o el sesgo altamente fragmentario y des-vinculado de la historia de las ciencias sociales han cedido paso a un nuevo ter-reno conceptual y empírico, de carácter necesariamente interdisciplinario, que enfoca la vida concreta, cotidiana, histórica y situada que se desarrolla en las ciudades. El nuevo enfoque, complejo y versátil, pretende relevar los múltiples y diferentes modos de vida que aconte-cen en un mismo espacio urbano, en lugares concretos y segmentados, en los que emergen como cuestiones inelud-ibles a la refl exión fi losófi co-teológica: los derechos y deberes ciudadanos, las normas y valores sociales signifi cativos para esos sujetos, los discursos y prácti-cas sociales propios de ese conglomerado urbano, la desigual distribución de los bi-enes materiales y simbólicos. En el fondo el planteo es acerca de la posibilidad de la con-vivencia o co-existencia de los diver-sos grupos y diferentes individuos en un mismo y complejo espacio urbano, ya no

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sólo defi nido territorialmente sino por las interacciones simbólicas que se dan en él merced a la virtualidad producida por la alianza de lo audiovisual y lo infor-mático que reconfi guran la experiencia de la calle y de nuestros propios cuerpos (Barbero, 2002). La vida en común y la propia existencia individual se hallan hoy en redefi nición por los nuevos y comple-jos procesos socio-urbanos globales y locales, entre los que se encuentran los modos emergentes de religiosidad y es-piritualidad y las diversas apropiaciones de las tradiciones religiosas que hacen los actores urbanos.

La interdisciplinariedadde los Estudios Culturales

Los límites del modelo disciplinar para comprender más cabalmente los comple-jos fenómenos sociales que se dan en la ciudad ha propiciado en el campo de los saberes sociales y humanos el debate sobre otros enfoques, superadores de los marcos disciplinarios, para abordar la cuestión. En el debate pesa también la demanda socio-política de atender a las variadas problemáticas derivadas de la ingente metropolización de la población mundial que por diversos factores aso-ciados a la industrialización y desarrollo económico –como señalara desde los años ’70 H. Lefebvre desde Europa (Lefe-bvre, 1971) y J. L. Romero desde Latino-

america (Romero, 2007) - se concentra hoy en las ciudades.1

Pese al conservadurismo de los me-canismos de reproducción del propio campo científi co que inmovilizan aquellos conceptos y métodos consagrados que tan bien ha investigado Bourdieu (Bour-dieu, 2003), en la última década se han abierto espacios nuevos, tal es el caso de los Estudios Culturales, no sin luchas y resistencias, tendientes a la superación de los marcos disciplinares en pos de una comprensión más amplia de la realidad social, cada vez más compleja y dinámica. La interdisciplinariedad y transdiscipli-nariedad, que no son paradigmas ni aspi-ran a ser nuevas disciplinas, sino que son tendencias académicas de estudio e inves-tigación que se han producido en ciertos espacios del campo científi co como un modo novedoso de convergencia de disciplinas y perspectivas teóricas, antes aisladas, para tratar la cuestión candente de la organización simbólica de la vida

1. El fenómeno de creciente concentración urba-na en latinoamericana ha sido estudiado a partir de un trabajo pionero de José Luis Romero, Latinoamé-rica: las ciudades y las ideas, publicado en 1976, en el que en una interesante sistematización de la historia social de la región, el autor ubica como factores de la metropolización a la concentración del poder políti-co, la intensifi cación de la actividad económica indus-trial, la mejora en las condiciones de vida (servicios de educación y salud), el atractivo de las recreaciones y de consumo de bienes, y la aspiración de los grupos marginados a ascender en la escala social a través de los procesos de integración social. Este proceso de urbanización produjo cambios decisivos en la región.

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urbana y las diversas relaciones de poder que se dan en una cultura situada (Grim-son, 2010). Algunos autores, enfatizando los cruces, nexos y traspasos teóricos en el trabajo conjunto de disciplinas para abordar la cuestión de la cultura prefi eren el término “interdisciplinariedad” (Por-tocarrero, Vich, 2010), otros señalando el horizonte de trabajo de ruptura crítica con los marcos disciplinares, aunque sin desconocer la necesidad de la formación disciplinar para evitar caer en diletantis-mos o modas superfl uas, prefi eren uti-lizar el término “transdisciplinariedad” (Ortiz, 2004). En cualquiera de los casos, se trata de un enfoque múltiple que de-sarrolla ante cada situación de estudio nuevas articulaciones internas y elabora novedosas traducciones de sus lenguajes para comprender un objeto complejo. Es una herramienta de trabajo intelectual en búsqueda de “diálogos translingüísti-cos, transculturales, transcontinentales”, como afi rma la investigadora Mareia Quintero Rivera. (Quintero Rivera, 2010: 47). Algunos consideran además que la in-terdisciplinariedad puede contrarrestar la fuerza ideológica de la visión hegemónica que siempre es fragmentaria (Gorelik, 2008).

La aparición, desarrollo, y en algunos casos, institucionalización de los Estudios Culturales que más allá de las diferencias con los Cultural Studies del norte, expresan un denominador común pese a las propias

diferencias exhibidas: los saberes acerca de la sociedad son ineludiblemente históri-cos y situados. Los Estudios Culturales o Cultural Studies surgen a fi nes de la década del ‘50 en Birmingham, Inglaterra, con el objetivo de analizar la vida cotidiana en las sociedades industriales valiéndose paula-tinamente de un trabajo interdisciplinario que incluyó herramientas teóricas provis-tas por la teo-ría literaria, la antropología cultural, la fi losofía, el psicoanálisis, la so-ciología, la semiología, la historia social. En cuanto estudios posdisciplinarios (que no anula las disciplinas sino que las pone necesariamente en diálogo en sus inves-tigaciones) que enfocan el rol de la cul-tura en la constitución de los sujetos y los modos de representación y legitimación de las relaciones sociales (económicas, políticas, religiosas), se han extendido a lo largo del mundo y tienen una destacada importancia en las llamadas ciencias humanas, no sólo en el ámbito de los estudios literarios, donde quizás hicieron su primer pie, sino también en las inves-tigaciones sobre comunicación masiva, representaciones socioculturales y fl ujos de poder (adhesiones y resistencias).

Desde su aparición en Birmingham a mediados del siglo XX, numerosas inves-tigaciones surgidas en otros contextos geográfi cos han contribuido a pensar de otro modo los vínculos e interacciones simbólicas entre la cultura y la sociedad a partir de analizar las interacciones socia-

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les cotidianas de las subculturas urbanas, movimientos contra-culturales, recep-ción de los documentos audiovisuales y multimedia, la producción artística y los procesos comunicacionales de la industria cultural (Mattelart, Neveau, 2004). Por tal razón pueden englobarse con pleno derecho dentro los variados métodos de las ciencias humanas y/o sociales a las que están renovando de un modo inso-spechado no sin reacciones de la orto-doxia disciplinar , a las que confrontan por su carácter interdisciplinario, abierto y complejo, y cuyo horizonte fi nal quizás desemboque, como presume Wallerstein, en la construcción de un puente y un len-guaje común entre las humanidades y las ciencias (Wallerstein, 2005).

La defi nición del los Estudios Culturales no es exclusivamente académica sino que se vincula estrechamente con la posición y compromiso del intelectual en relación con los nuevos movimientos sociales de fi n de siglo. (Mattelart, Neveau, 2004). En esto sentido es saludable atender a la ad-vertencia de intelectuales críticos, como Fredric Jameson, que observan recelosa-mente cómo líneas sociales conservado-ras intentan polarizar académicamente e instrumentalizar programáticamente estos estudios para rearticular su poder a través de una “lógica cultural”, propia del capitalismo tardío, que al enfatizar la dis-persión y el fragmento logre el efecto de desviar ideológicamente la atención sobre

los procesos de inequidad y desigualdad mundial y así debilitar la crítica cultural y la resistencia política frente a la global-ización neoliberal ( Jameson, 1998).

Si bien existe una controversia episte-mológica y política en la academia acerca de sus reales alcances, estandarización y cierta retórica desplegada en su seno por la innovadora combinatoria de sus méto-dos teóricos y empíricos (Reynoso, 2000), hay que añadir que también muchas de las críticas se originan en movimientos defensivos y de resistencia de grupos portadores de los saberes canonizados e instituidos disciplinarmente y que temen ser desplazados o perder sus posiciones en el campo académico.

Las críticas más legítimas parecen ser aquellas que emanan del malestar interno de los propios Estudios Culturales. Me re-fi ero a las que hacen principalmente foco en su independencia respecto a teorías y estudios importadas de ámbitos académi-cos foráneos, particularmente de los llama-dos Cultural Studies que se han expandido vigorosamente en los últimos años en las universidades anglo-americanas, cuyas in-vestigaciones en muchos casos exhiben una creciente desvinculación con las condicio-nes histórico-económicas de los procesos culturales estudiados (Grüner,1998). Esta razón hace que algunos/as teóricos/as latinoamericanos/as prefi eran denominar-los estudios sobre prácticas intelectuales en cultura y poder (Mato, 2002).

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García Canclini incluye bajo la expre-sión “malestar” de los estudios culturales a esta situación dialéctica de dependen-cia/independencia respecto a las teorías importadas del Norte (García Canclini, 1997). Empero reconoce que los recípro-cos intercambios simbólicos y migratorios entre el Norte y el Sur, aunque desiguales, han contribuido tanto conocimiento de las respectivas sociedades como a la percepción de su inconmensurabilidad ideológica y a la constatación de las con-fl ictividades local-nacional-global que atraviesan sus mutuas relaciones.(García Canclini, 1995). En una línea hermenéu-tica análoga, Nelly Richard sostiene que el debate de los estudios culturales no debe quedar encajonado en la oposición Norte/Sur si se repara que, desde sus inicios, estuvo presente en la refl exión de sus teóricos o “padres fundadores” de la Escuela de Birmigham (Richard Hoggart, Raymond Williams, Edward Thompson y Stuart Hall) la resistencia crítica a la globalización y la reacción frente al bor-ramiento de las coyunturas históricas (Richard, 1998).

Renato Ortiz, reconocido sociólogo brasileño que admite ser “practicante de los Estudios Culturales” (Ortiz, 2004: 191),2 señala que al reafi rmar la historic-

2. Renato Ortiz comienza un artículo titulado -Es-tudios culturales, fronteras y traspasos- confesando que en 1995 en una conferencia de Hermann Her-linghauss tomó conciencia por primera vez de que era un practicante de los estudios culturales. Perci-

idad de las ciencias sociales se restringe la pretensión de universalidad total y de validez atemporal de la explicación cientí-fi ca. Esto constituye un recordatorio muy saludable para las ciencias sociales, par-ticularmente para la fi losofía y teología en su pretensión de tematizar cuestiones de ciudad cuyos fenómenos están delimita-dos siempre situacionalmente. La inter-pretación de los fenómenos culturales ur-banos depende de su contexto situacional que permanece como referencia obligada. La reafi rmación de la historicidad del ob-jeto y del sujeto que han planteado pen-sadores de diversas raigambres y marcos teóricos (Michel Foucault, Pierre Bour-dieu, Renato Ortiz, por nombrar algunos) viene a coincidir con los desarrollos de la hermenéutica fi losófi ca y con el “giro hermenéutico” de las ciencias sociales respecto a reconocer los presupuestos históricos del sujeto, la situacionalidad de sus horizontes de comprensión -desde los que enuncia la realidad-, la asunción de la radical extrañeza de la alteridad que se exhibe en su diferencia y que exige un encuentro hermenéutico, una “fusión de horizontes”, en un proceso interpretativo dialógico para reconstruir la urdimbre de sentidos de las acciones y discursos de los actores sociales ubicados en ese contexto (Lanceros, 1997).

bió como sus textos, recepcionados y estudiados por diversas disciplinas, no encajaban totalmente en las fronteras académicas existentes.

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Los Estudios Culturales releen e inter-pretan varias tradiciones bibliográfi cas (fi losofía, sociología, antropología, cien-cia política, psicoanálisis, crítica literaria, etcétera) asumiendo lo cultural como una dimensión simbólica confl ictiva, una matriz en la que se entrecruzan múltiples relaciones de poder. La economía y la política -los grandes temas de las ciencias sociales- son estudiadas en su constitución y legitimación cultural-simbólica (Grim-son, Caggiano, 2010).

La infl uencia de la Escuela de Birming-ham, de la Escuela de Frankfurt (Marcusse, Adorno, Horkheimer y especialmente Benjamin), de los aportes de los estudios sobre comunicación masiva iniciados por la sociología norteamericana, el estruc-turalismo y pos-estructuralismo francés, el neo-marxismo gramsciano, como así también de algunos autores franceses contemporáneos: principalmente M. Fou-cault y P. Bourdieu, ha sido decisiva en los estudios culturales latinoamericanos al momento de interrogar las culturas lo-cales retomando problemas y conceptos tematizados por estas tradiciones reart-iculándolos novedosamente con sus pro-pios contextos. La incorporación de mé-todos empíricos (etnometodologías) con categorías de análisis social (hegemonía, ideología, análisis de discurso, perspectiva crítica) de estas líneas de estudios y au-tores, así como la recuperación de ciertas tradiciones teóricas, ha sido muy fruc-

tífera para estudiar las culturas situadas en diversos contextos latinoamericanos.

En América Latina las contribuciones teóricas de J. Barbero y N. García Canclini, ambos con una inicial formación fi losó-fi ca con notables incursiones y aportes en el campo de la antropología cultural, la semiología y la comunicación, junto con los desarrollos poscoloniales y de la teoría feminista, han confl uido en esta renovación de estudios sobre la cultura y el poder, considerados siempre en su es-pecífi ca situación histórica. Ha aparecido así toda una literatura que da cuenta de la vinculación particular que las esferas en la vida social (economía, política, arte, religión) tienen en un grupo determinado y localizado. Sobre el terreno académico, disciplinar y compartimentalizado, se están desplegando estudios e investiga-ciones que recogen la emergencia de las diversidades culturales (el movimiento in-digenista, por ejemplo), de sus reclamos, de la lucha por los derechos humanos de grupos y colectivos subalternos, de la dis-tribución desigual de la tierra y las rique-zas, de las representaciones religiosas, de la hibridación de la formas simbólicas en la era globalizada.

Según Stuart Hall los Estudios Cultura-les se han hecho cargo académicamente del cruce de fronteras requeridos por nuevos factores que han entrado a pesar en la escena social de cada ciudad: la globalización y la descomposición del Es-

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tado-nación y de las culturas nacionales, la fragmentación del self que se redefi ne ahora en función de variadas coordena-das (raza, clase, etnia, nación, género), las migraciones, el consumo de la industria cultural (Mattelart, Neveau, 2004).

La globalización económica-comuni-cacional ha modifi cado y transformado nuestro mundo con efectos complejos y difíciles de sopesar. Uno de los principales problemas originados por la expansión mundial de la economía capitalista de mercado son los dialécticos procesos de homogeneización urbana y fragment-ación cultural que por la heterogénea yuxtaposición de culturas –provocadas por las migraciones laborales, guerras, desplazamientos forzosos, entre otros- colocan a grupos y particularidades culturales a la defensiva produciéndose movimientos de resistencia cultural. La internalización de la economía ha pro-ducido grandes transformaciones en las urbes, generando nuevas desigualdades. La mundialización modifi ca sin cesar los signifi cados culturales en su proceso de administración de la vida colectiva y profundiza paradójicamente la heteroge-neidad de las subculturas que conviven en los mismos espacios urbanos (Martinez, 2007). Renato Ortiz, Néstor García Can-clini, Jesús-Martín Barbero –entre otros investigadores latinoamericanos- coinci-den en señalar que la globalización ha re-defi nido los marcos situacionales locales

de los fenómenos socio-culturales y por tanto es necesario repensar los elementos teóricos para analizarlos. El estudio de lo cotidiano (prácticas y valores) se vuelve un ámbito privilegiado para analizar la “mun-dialización de la cultura”, desplazándose el análisis de los marcos nacionales hacia tramas locales en que aparecen estilos de vida, formas de pensamiento y valores que se dan también en otros segmentos mundiales, aunque tal enfoque choque con tradiciones intelectuales arraigadas que se resisten a considerar lo mundial como categoría de análisis (Ortiz, 1997).

La interdisciplinariedaden los estudios de ciudad

La ciudad desde sus inicios se caracter-iza por concentrar la radicación del poder político y económico de las sociedades, por la jerarquización de ciertos espacios arquitectónicos, por los rituales que aglu-tinan a los grupos, por los imaginarios colectivos que dan sentido a las prácticas sociales, por los códigos o lenguajes que se despliegan en su seno. El fl ujo, la variedad y el dinamismo de las relaciones sociales que en su espacio acontecen hacen que la ciudad deba enfocarse para su estudio e investigación desde una perspectiva teórica relacional y situada -geográfi ca e históricamente- que reconozca la al-teridad, la diferencia y la diversidad como puntos de partida de la observación, de la

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comprensión y hermenéutica de los fenó-menos urbanos.

La modifi cación del espacio que re-alizan las ciudades con sus edifi caciones, autopistas, vías férreas, plazas y monu-mentos, les otorgan un perfi l peculiar por lo que muchas de ellas se convierten en iconos referenciales de las identidades ciudadanas a la vez que confi guran los modos de estar cotidianos. En estas últi-mas décadas las grandes urbes han sufrido un intenso proceso de transformación a partir del crecimiento desordenado de grandes edifi caciones y autopistas que han alterado la fi sonomía clásica y su perfi l, uniformizándolas a tal punto que muchos ciudadanos ya no experimentan la pertenencia antes dada por sus sig-nos arquitectónicos. Las megaciudades latinoamericanas (México, Bogotá, San Pablo, Buenos Aires, Lima) tienen en común rasgos de masifi cación urbana, transformación de sus morfologías, defi -cientes servicios de luz, agua, transporte férreo y accesos viales, villas miserias contiguas a suntuosos barrios privados. Los problemas suscitados por sus grandes extensiones pobladas y la concentración demográfi ca en determinados segmentos provoca el progresivo deterioro de la in-fraestructura física. La suburbanización y la metropolización crecientes son factores de incidencia en la concentración de la pobreza observable en las grandes urbes, indicador incuestionable de la exclusión y

marginación de grupos sociales urbanos. Las ingentes desigualdades se producen en el interior de las ciudades y entre las ciudades del mundo, lo cual arroja nuevos interrogantes a los estudios sociológicos, culturales y fi losófi cos sobre las ciudades, particularmente la relación entre centro-periferia y desarrollo-subdesarrollo en el marco global, como afi rma Saskia Sassen (Sassen, 1999).

Con las ciudades no sólo se modifi ca el espacio sino, fundamentalmente, la vida humana que por lo general es “vida ciu-dadana” o “urbana” lo cual, más allá de la referencia a la co-existencia o con-vivir con otros, implica un modo de relación con los demás y con el Estado como ente político administrador de la vida colec-tiva. La ciudad constituye el “mundo” –en sentido heideggeriano y también soci-ológico- del ser humano contemporáneo (Barbero, 2002).

Los estudios culturales sobre la ciudad conlleva a una transformación y un giro en la consideración de la vida humana, que cede sus teorizaciones abstractas y ahistóricas a un terreno conceptual-empírico que enfoca la vida concreta que se vive habitando con otros en las ciudades, donde cobran relevancia los intercambios urbanos y los signifi cados que circulan en la ciudad, ahora consti-tuida en espacio comunicacional que inter-conecta lo local y lo global, borrando y reconfi gurando los territorios clásicos.

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Según Barbero, el paradigma del fl ujo informacional, circulación constante e in-terconexión de personas e informaciones, que comanda hoy en las ciudades provoca nuevos modos de habitabilidad y también de resistencias: emergen fenómenos de des-espacialización, de des-centramiento y des-urbanización. Transformaciones de los usos de los espacios públicos, aparición de los no-lugares o espacios de anonimato, caída en desuso de espacios cargados de tradición, descorporeización de la ciudad, descentramiento, pérdida del centro y jerarquías de los lugares. Por el tamaño y la fragmentación de las ciudades se opera una reducción de la ciudad usada por los ciudadanos. Los centros comerciales son los espacios de reordenación del encuen-tro de gentes: reúne trabajo y ocio, mer-cado y diversión. Hay que señalar también los procesos psico-sociales de angustia, sin sentido y violencia que se derivan de estas transformaciones urbanas debido a la precariedad de los arraigos y de las pertenencias, la multiplicidad de referen-cias identitarias, la expansión estructural del anonimato que producen hoy las ciu-dades. Los múltiples y diferentes modos de vida que tienen lugar en un mismo espacio urbano, segmentan la ciudad en nuevas dimensiones de análisis. Los espa-cios urbanos re-signifi cados por la cultura tecnológica, provocan la emergencia de nuevas sensibilidades particularmente en las generaciones jóvenes. Se está ope-

rando un paso de la cultura letrada, que dio marco jurídico-formal a la ciudad moderna, a una cultura audiovisual e informacional que incide en los procesos socio-urbanos y en la constitución de las identidades (percepción y relato del self) (Barbero, 2002).

La hibridación aleatoria de formas y símbolos culturales tradicionales, locales, con otras globales, está produciendo un curioso mestizaje lingüístico y cultural, que disuelve la categoría de cultura nacio-nal, desborda las fronteras territoriales y reconfi gura la socialidad. La feliz expre-sión de Jesús Martín Barbero, “ciudad vir-tual”, condensa este nuevo proceso social (Barbero, 2002: 297).

En el tapete de estas transformaciones urbanas se hallan arrojadas cuestiones in-eludibles al debate fi losófi co-teológico: los derechos y deberes ciudadanos, las nor-mas y valores sociales signifi cativos para esos sujetos, el derecho a la igualdad y a la diferencia. En el fondo el planteo que nos enrostra hoy la ciudad exige refl exionar sobre la posibilidad y los modos apropia-dos de la con-vivencia o co-existencia de los diversos grupos y diferentes individuos a partir de la comprensión ético-política de su diversidad porque como dice Seyla Benhabib: “Comprender al otro no es solo un acto cognitivo; es también una acción política y moral” (Benhabib, 2006: 69).

La subjetividad humana se constitu-ye en el encuentro con la alteridad, con

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el otro/a, y que esto es lo que funda la responsabilidad ética, que hace al sujeto responsable de ése otro, diferente a sí, con anterioridad a la elección de su libertad y de su conciencia representacional. La subjetividad queda así fundada en un plu-ralismo de seres (pluralismo ontológico) y de formas de vida (pluralismo cultural). El problema ontológico del pluralismo de entes exige una refl exión ética sobre la alteridad, en este caso de los grupos o los “otros” que cohabitan la ciudad, y una deliberación de la fi losofía política sobre la justicia social.

¿Cómo tender puentes entres las disci-plinas? Estimo que la fi losofía puede ser una interlocutora válida con cada una de las diversas disciplinas concurrentes (teología, sociología, antropología cultu-ral, historia social, etc.) y una mediadora entre ellas, no solo por su validada fun-ción de control epistemológico, por el instrumental desarrollado para el análisis del lenguaje, sino especialmente por el ca-rácter crítico y formal de su refl exión. No en vano las disciplinas se desgajaron de su seno y han conservado en sus respectivos corpus una parte de la herencia materna.

La interdisciplinariedad demanda poner en marcha una hibridación metodológica de las ciencias sociales y de los métodos crítico-hermenéuticos propios de la fi loso-fía, en un incesante proceso dialógico de intercambios teóricos y metodológicos. Los proyectos de investigación sobre la ciu-

dad surgidos en el campo de los Estudios Culturales aspiran a entrar en la dinámica de este desafío de cruces epistémicos de tradiciones teóricas, lenguajes y métodos de análisis y comprensión a fi n de conocer la complejidad de los condicionamientos de los sujetos y de las culturas en nuestras ciudades contemporáneas.

La globalización es una oportunidad para el trabajo interdisciplinario y un riesgo para los cánones de cientifi cidad. El desafío se condensa en la propuesta de trabajar en las fronteras: entrar y salir de las diversas instituciones consagratorias de las ciencias sociales como disciplinas científi cas autónomas (universidades, centros de investigación, organismos estatales de investigación, revistas espe-cializadas, etc.) sin diluir el propio campo científi co. Recordemos que las ciencias sociales para establecerse institucional-mente (en América Latina a partir de mediados del siglo XX, en Europa a fi nes del S XIX) requirieron del establecimiento de férreos límites disciplinario mediante la especialización de sus códigos y públi-cos, la profesionalización de sus expertos y la constitución de un corpus teórico autónomo. La demarcación de un campo científi co autónomo fue requisito sine qua non para lograr su institucionalización y legitimación epistemológica y produjo una fuerte crisis con las herencias intelec-tuales vigentes en esos momentos en las universidades, particularmente con la tra-

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dición fi losófi ca refractaria a los métodos empíricos e inductivos (Ortiz, 2004).

La tarea de esta constante movilidad epistémica a la nos convoca la interdiscipli-nariedad es a estar alertas, principalmente en dos puntos: mantener la especifi cidad del propio código para plantear las cues-tiones de ciudad y, no obstante, fl exibi-lizar el patrón mental organizado por la formación disciplinar recibida para poder dialogar en un auténtico intercambio de conceptos con las otras disciplinas (fi lo-sofía, sociología, antropología cultural, comunicación) a los fi nes de comprender el fenómeno urbano contemporáneo sin que el esfuerzo sea la producción de un collage de añadidos superpuestos ape-nas hilvanados por un tema en común. Esto involucra frecuentar y revisitar la bibliografía de las otras disciplinas concu-rrentes, ejercitar la traducción continua de los códigos y lenguajes específi cos de las mismas, reajustar permanentemente las referencias de los sentidos en juego, esclarecer las tradiciones conceptuales, asumir que el horizonte de comprensión se comporta como un caleidoscopio que se rearticula ante cada giro de perspectiva en un ademán de mayor fi delidad con la excedencia de lo real.

En segundo lugar, y no por su aspecto material-práctico menos importante, la interdisciplinariedad de proyectos de este tipo nos involucra en acciones de trans-formación, al menos de innovación, para

recrear los tipos de instituciones del saber (universidades, centros de investigación, organizaciones, redes) que el nuevo con-texto de globalización requiere. Transfor-maciones y creaciones de instituciones que puedan acoger y viabilizar estos es-tudios requeridos por la demanda social, legitimar sus esfuerzos y otorgar recursos a sus investigadores/as para que los lleven a cabo, permitiendo el marco de autono-mía que el desarrollo de las ideas necesita.

El desafío de la interdisciplinariedad provoca tal vez el deseo de revertir el propio proceso histórico de constitu-ción académica de los saberes que ha sido llevado a cabo bajo la matriz de la compartimentalización. Sin embargo, la sensación de retorno a épocas anteriores a la constitución de la ciencia moderna, en que el saber conformaba un todo uni-fi cado en torno a la fi losofía, es una falsa ilusión inspirada en temores infundados de un supuesto abandono de la cientifi ci-dad (autonomía epistémica y normativa) propia a cada campo del saber. Superar la compartimentalización de las disciplinas, o los vicios y deformaciones profesiona-les de la misma, no signifi ca abandonar la ruptura epistemológica que, como dice Ortiz, cada discurso científi co produce con el sentido común y la vigilancia epis-temológica respecto a las ideologías (Or-tiz, 2004).

Se trata de una nueva etapa en la aven-tura del saber que admite que “el conoci-

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miento es siempre un desconocimiento”

a decir de Foucault(Foucault, 2005: 31), un enfrentamiento con el objeto, en este caso la ciudad o mejor dicho las ciudades, que lo torna singular y perspectívico. En este sentido estaríamos, junto con otros investigadores/as y pensadores/as, en un trabajo pionero de constitución de puentes en el interior del campo de las ciencias sociales y de las humanidades con la particularidad de establecer vías de comunicación con otros saberes como el de la fi losofía que, a partir del proceso de desmembramiento de las ciencias huma-nas iniciado en la segunda mitad del siglo XIX, quedó aislada en el refugio de una tradición metafísica que rumea su propio pasado o desplazada al diletantismo de erudición de un saber inútil y sin valor productivo para la sociedad tecnológica, o, en el mejor de los casos, confi nada sólo a ser exclusivamente una refl exión episte-mológica sobre las otras ciencias sin ser ella misma ciencia. Hay que recordar, no obstante, que a partir de exigencias inelu-dibles provenientes del campo normativo, dado el cauce histórico que tomó el siglo XX, en las últimas décadas se ha operado una interesante renovación del interés por la fi losofía práctica (ética y política) en orden a dar respuestas a los urticantes planteos de la convivencia en un mundo transformado velozmente por los cam-bios científi cos-tecnológicos.

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Marta PalacioUniversidad Nacional de CórdobaUniversidad Católica de Córdoba

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La interdisciplinariedad en los estudios sobre la ciudad

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 141-157. ISSN 1853-0451

RESUMEN

En este ensayo hemos realizado una investigación epistemológica acerca del potencial del cine como recurso didáctico en la enseñanza de la ética y la fi losofía práctica en virtud de ciertas características formales y materiales propias de este medio artístico. El cine, en su condición de discurso narrativo hipotético o verosímil, no solo no está reñido con el discurso fi losófi co, carac-terizado por sus pretensiones de verdad, sino que puede contribuir al planteamiento de cuestiones éticas y fi losófi cas de hondo calado. El lenguaje cinematográfi co, además, proporciona una fuente de aprendizajes relativos a la dimensión emocional del ser humano que puede complementar la naturaleza racional de la fi losofía. Por último, en tanto que es un discurso particular y metafórico, ostenta una situación privilegiada para establecer un puente entre la cotidianidad del alumnado y la abstracción propia del discurso fi losófi co.

Palabras clave: cine, narratividad, verdad, verosimilitud, pathos, juego schilleriano

ABSTRACT

In this essay we have carried out an epistemological research about the cinema’s potential as a didactic resource within ethics teaching and practical philosophy, under certain material and for-mal characteristics from this artistic media. The cinema in its condition as both hypothetical and narrative discourse, besides not being at odds with the philosophical speech, characterized by its pretentions of truth, it can also contribute to the approach of deep-rooted ethic and philosophical questions. The cinematography language, also, gives a source of relative learning with an emo-tional dimension in human beings, which could complement the philosophy’s rational nature. To sum up, as a particular and metaphoric speech, it has a privileged situation to establish a bridge between the students everyday life and the abstract philosophical discourse.

Key words: cinema, narrativity, truth, verisimilitude, pathos, schillerian play

El Cine como Recursoen la Enseñanza de la Ética

y la Filosofía Práctica

José Luis Boj FerrándezUniversidad de Murcia (España)

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“… es propio de la misma potencia com-prender lo verdadero y lo verosímil, pues los hombres son por igual, según su naturaleza, sufi cientemente capaces de verdad y la may-oría de alcanzar la verdad, por eso, poseer el hábito de la comprensión penetrante de lo verosímil es propio del que también lo tiene frente a la verdad”.

Aristóteles1

I. El cine y la caverna

La fi losofía se ha ido interesando pro-gresivamente por el cine a pesar de

ciertas resistencias, relacionadas con dos propiedades que la tradición fi losófi co-racionalista se ha adscrito a sí misma: a) la defi nición de la fi losofía como saber sobre lo verdadero y su consecuente demarca-ción de lo “aparente” o “verosímil”; y b) la pretensión de la fi losofía de hablar un lenguaje universal y abstracto frente a lo concreto y particular, propio de discursos parciales o sesgados. En tanto que el cine, al igual que la literatura, trata sobre lo verosímil y lo particular, ha sido relegado en numerosas ocasiones por la fi losofía, y de forma literal, al mundo de las som-bras, aquel que habita en el interior de la caverna de Platón. Ian Jarvie describe así las increíbles similitudes:

Advirtamos ahora cuán cerca estaba Platón de describir la experiencia de una película. Los espectadores evidentemente no están atados, pero sí que concentran su atención en la fuente de luz y sonido que tienen

1. (Aristóteles, 1968: 32 – 33)

frente a ellos e intentan evitar las ‘distrac-ciones’. Hay una única fuente de luz sobre y detrás de ellos que proyecta sombras en la pared de enfrente. Las sombras son arti-fi cios, sólo algunas son reproducciones de objetos del mundo real. Los sonidos se ge-neran de tal modo que parecen provenir de las sombras. En suma, cada vez que vemos una película estamos poniendo en práctica el experimento mental de Platón” ( Jarvie, 2011: 93)

Incluso Derrida, quien detecta cierta analogía entre el montaje y la escritura, en sus observaciones ambivalentes sobre el cine afi rma que “En la pantalla, tenemos que habérnoslas… con apariciones en las que, como en la caverna de Platón, el espectador cree, apariciones que a veces idolatra” (Derrida, 2001). Para Derrida, el cine está relacionado con lo fantasmagóri-co, en un sentido psicoanalítico deudor de las refl exiones de Walter Benjamin.

Ian Jarvie, situado en las antípodas de la declaración de Derrida, opina que “los espectadores cinematográfi cos son asistentes habituales a la caverna de Platón. Aun así solamente un número insignifi cante de ellos, a los que llamamos ‘perturbados’, no consideran el mundo que allí encuentran como simplemente imaginario” ( Jarvie, 2011: 96). Según el autor, la relegación del cine a la condición epistemológica de la caverna forma parte de un aristocratismo platónico donde unos “guardianes de la cultura” ( Jarvie, 2011: 94) se autoproclaman como únicos

El Cine y la Enseñanza de la Ética y Filosofía Práctica

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143José Luis Boj Ferrández

con acceso a la verdad. Por ser consid-erado el cine como “arte de masas” o, en palabras de Derrida, “único gran arte popular” (Derrida, 2001), los espectadores serían destituidos de ese pedestal episte-mológico privilegiado, ostentado por los fi lósofos, y desterrado al reino de la doxa.

No obstante, todo parece indicar que el papel del espectador en el caso del cine no es tan pasivo como el del esclavo con-fi nado en la caverna. Hugo Münsterberg, psicólogo del Taylorismo, pensaba que el mecanismo del cine materializaba, de forma extramental, las funciones de la mente, que él comprendía en términos afi nes a la epistemología kantiana. Otros han indicado la relación entre la narrativa espacio-temporal del cine y los conceptos a priori de la intuición sensible. Además de esto, y adoptando un enfoque empírico o taxonómico, el papel activo del sujeto en la recepción de una obra cinematográfi ca parece evidenciarse, por citar ejemplos recientes y ampliamente conocidos, ante fi lms como Memento, de Christopher No-lan, o la polémica Irreversible, de Gaspar Noé. En consonancia con una de las con-stantes del arte moderno, a saber, la nece-saria aportación del sujeto para completar el signifi cado de la obra, en estos fi lms es el espectador el que reconstruye la trama.

En la actualidad, el cine posee una dig-nidad artística e intelectual reconocida. Sin embargo, el modo en que se recurre al cine en la docencia de la ética y la fi losofía

parece indicar la persistencia de prejuicios epistemológicos contra el séptimo arte: las obras cinematográfi cas proyectadas en el aula parecen servir a una suerte de ejemplifi cación pasiva casi literal —y poco más que accidental— de conceptos, nociones, argumentos o posiciones fi losó-fi cas. Existe, por tanto, cierta instrumen-talización del cine por parte de la fi losofía, la cual, dicho sea de paso, se toma bastan-tes molestias por alejar al séptimo arte de los límites demarcados de esa actividad que llamamos fi losofar. El propósito de este trabajo no será otro que el de rescatar al cine de la caverna y mostrar el poten-cial de una propuesta didáctica donde la cinematografía constituya un recurso en la enseñanza de la ética y la fi losofía prác-tica. Tampoco conviene olvidar que la alegoría de la caverna de Platón, en cuya penumbra se ha pretendido relegar al cine por su condición de apariencia y fi cción, es irónicamente un relato imaginario.

II. El cine como discursonarrativo y verosímil

Tenemos, pues, que el cine versa sobre lo verosímil, frente a lo verdadero, que co-rresponde a la fi losofía por derecho pro-pio, según una vasta tradición fi losófi ca. Si bien el panorama actual de la ciencia y la fi losofía comparte un abandono ge-neral del fundamentalismo —es decir, un abandono de la pretensión de encontrar

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verdades fundacionales, inmutables, ab-solutas—, la vieja dicotomía radical entre verdad y verosimilitud sigue subsistiendo de forma más o menos implícita en la tradición fi losófi ca. Prestemos atención por un momento a las palabras de Paul Ricoeur cuando habla de

“la importante dicotomía que divide el campo narrativo y que opone tajantemen-te, por una parte, los relatos que tienen una pretensión de verdad comparable a la de los discursos descriptivos que se usan en las ciencias —pensemos en la historia y los géneros literarios afi nes a la biografía y a la autobiografía— y, por otra, los relatos de fi cción, como la epopeya, el drama, el cuento y la novela, por no decir ya los modos narrativos que emplean un medio distinto al lenguaje [articulado]: el cine, por ejemplo, y, eventualmente, la pintura y otras artes plásticas (Ricoeur, 2000: 190)”.

Ricoeur subordinará esta dicotomía entre relatos de verdad y relatos de fi c-ción a un fenómeno de carácter más gen-eral que los engloba a ambos: la función narrativa. No se trata, para Ricoeur, de negar que existan diferencias entre ver-dad y fi cción, sino de señalar que todo relato ayuda a “confi gurar la realidad”, de modo que afi rmar que la fi cción carece de referencia resulta poco satis-factorio (Ricoeur, 2000: 194). El acto de narrar permite vertebrar la experiencia humana, caracterizada por desarrollarse en el tiempo, y posibilita la comprensión. Para Ricoeur, toda experiencia humana

se circunscribe en el tiempo, y toda suce-sión temporal es reconocida como tal si es susceptible de ser narrada.

El párrafo citado más arriba nos permite realizar un doble movimiento: en primer lugar, aunque la intención de Ricoeur es atacar la distinción tajante entre los textos narrativo-literarios y la historiografía para demostrar que la historia como disciplina científi ca no puede prescindir de la nar-ración, podemos afi rmar que no existe razón alguna para considerar que la fi -losofía escapa al fenómeno de la narrativi-dad. Aunque los fi lósofos han intentado no pocas veces situarse una posición epis-temológica atemporal —pensemos en el cogito cartesiano, el sujeto trascendental kantiano, o de forma más genérica, el sujeto epistémico moderno—, la verdad es irremediablemente histórica. Además, el pensamiento fi losófi co no es una ac-tividad adánica, sino una obra colectiva cuya construcción requiere un diálogo con una tradición que debe ser constan-temente narrada. En segundo lugar, aunque Ricoeur sólo hace referencia al cine de forma marginal —puesto que su interés se centra en el texto como unidad lingüística mediadora entre la experiencia temporal y el acto de narrar— (Ricoeur, 2000: 191), el mero hecho de mencionarlo junto a los géneros literarios, del lado de los relatos de fi cción, completamente opues-tos por tanto, según la distinción clásica, a los relatos con pretensiones de verdad,

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nos permitirá explotar esta analogía entre cinematografía y literatura. Este gesto po-dría parecer gratuito si pasamos por alto el hecho de que la fi losofía acumula nu-merosos siglos de ventaja en su relación con la literatura respecto a sus recientes devaneos con el cine.

Tanto la fi losofía como la literatura nacen en oposición común a la tradición mítica. Los textos fi losófi cos y literarios se organizan con una práctica social opuesta a la tradición oral y a la actividad de los escribas como “meros redactadores al dictado del dios o del monarca” (Campil-lo, 1992: 35). Sin embargo, la fi losofía se erigirá como única heredera del poder de la palabra usurpado a los monarcas divi-nos de la tradición mítica, iniciando una campaña contra la poesía con Platón a la cabeza (Campillo, 1992: 35). Esta toma de posiciones lleva a la fi losofía a reivindicar para sí la veracidad frente a la verosimili-tud del discurso literario-poético.

El fi lósofo, en honor a la verdad, se caracterizará por tratar de ocultar su per-sona, haciendo pasar la autoría de su dis-curso por un logos universal (Dios, cogito, sujeto trascendental, espíritu absoluto, etc.) (Campillo, 1992: 36). La literatura, por el contrario, se considera como míme-sis, es decir, imitación, representación, reproducción o simplemente fi cción, y se caracterizará por “hacer aparecer la in-numerable diversidad de los relatos y de los personajes, la irreductible singularidad

de las voces y las peripecias narrativas” (Campillo, 1992: 36). Esta jerarquía epis-temológica —u onto-epistémica— del discurso de la fi losofía como lenguaje de la verdad frente al discurso literario, meramente verosímil, será una constante en la historia del pensamiento occidental hasta el siglo XIX, cuando se inicia un proceso de convergencia “entre la fi ccio-nalización de la fi losofía y la veridicción de la literatura” (Campillo, 1992: 39). Si la fi losofía ha perdido de vista el horizonte de una verdad absoluta o superior en un sentido ontológico y epistemológico, la literatura ha abandonado la mímesis. El proceso de veridicción de la literatura debe entenderse en términos de sincera exhibición de los resortes de la subjetivi-dad del propio autor y de la arbitrariedad desnuda del propio lenguaje. La fi losofía, por su parte, ha perdido la seguridad en la propia veracidad y se acerca más hacia la verosimilitud, que era el campo atribuido a la literatura. El proceso de fi ccional-ización de la fi losofía, o por decirlo de otra forma, acercamiento de ésta al terreno de la verosimilitud alcanza su climax con las propuestas literaturizantes de Derrida y Rorty, quienes proponen, total o parcial-mente, la sustitución de la fi losofía por la literatura o la subsunción de la primera en la segunda.

Como afi rma Adolfo Vásquez Rocca, estas posturas son herederas del Ni-etzsche de Verdad y mentira en sentido ex-

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tramoral, quien defi niera la verdad como “una hueste en movimiento de metáforas, metonimias… que después de un pro-longado uso un pueblo considera fi rmes canónicas y vinculantes” (Rorty, 2005). Esta defi nición implica que la fi ccional-ización es inevitable, puesto que la reali-dad siempre debe interpretarse metafóri-camente, y la interpretación es ya, en sí misma, fi cción. En este pasaje, Nietzsche desmantela la línea divisoria cuidadosa-mente delimitada por la fi losofía entre verdad y fi cción, o lo que es lo mismo, entre verdad y verosimilitud.2

Para Derrida, el “sueño nuclear de la fi losofía” ha consistido en la búsqueda de una única y verdadera metáfora que hable el lenguaje de la verdad y sirva de funda-mento a todo discurso posible. Sin em-bargo, esto implicaría que dicha metáfora incluye su auto-legibilidad literal, lo que supone, como afi rma Rorty, “erradicar no sólo la distinción entre lo literal y lo metafórico sino la distinción entre el len-guaje del error y el lenguaje de la verdad, el lenguaje de la apariencia y el lenguaje de la realidad”. Así, en Márgenes de la Fi-losofía, Derrida afi rma que la fi losofía po-

2. Este legado pasa previamente por Heidegger, cuya propuesta literaturizante magnifi cará la poesía frente a la metafísica, a la cual considera “poesía inauténtica”, que cree rechazar la condición poética del lenguaje, en el sentido de que emplea, infructuosamente, metáforas con la pretensión de esquivar la metaforicidad. Thiebaut, C., “De la fi losofía a la literatura: el caso de Richard Rorty”, Daímon, (Murcia), nº 5 (1992), p. 143.

see un “punto ciego” respecto a su propia metafórica (Rorty, 1993: 125-152):

“Intento hablar de la metáfora, decir algo propio o literal a propósito suyo, tratarla como mi tema, pero estoy, y por ella, si puede decirse así, obligado a hablar de ella more metaphorico, a su manera. No puedo tratar de ella sin tratar con ella, sin negociar con ella el préstamo que le pido para ha-blar de ella” (Derrida, 2001).

Derrida propone, así, abandonar la distinción tácita entre fi losofía y litera-tura. Para el fi lósofo francés, el lenguaje de la fi losofía es un lenguaje “cerrado” —donde la metáfora del cierre pretende connotar violencia totalizante heredada de la tradición onto-teológica—, frente al de la literatura, caracterizado por su apertura. Derrida busca “la anulación o nivelación de géneros… entre fi losofía y literatura…” (Thiebaut, 1992: 146) en virtud de “una infi nita textualidad indife-renciada” (Rorty, 1993).

Por su parte, lo que lleva a Rorty a considerar que la distinción tajante entre fi losofía y literatura debería desaparecer se basa en la premisa de que la fi losofía no ostenta una posición o discurso epis-temológico privilegiado respecto a otras disciplinas o discursos. Según Rorty, la fi -losofía simplemente será un tipo de litera-tura más. Pero el ámbito donde su ataque a la fi losofía se vuelve polémico es el de la ética y la política. Rorty aboga por un modelo literario-narrativo que sustituya

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a la fi losofía del ámbito de lo público. La razón de esta propuesta es la supuesta ventaja de la literatura para difundir ac-titudes éticas y fomentar la empatía. En este sentido, la crítica más evidente, y que le ha planteado, por ejemplo, Thomas McCarthy, es que la sociedad requiere una crítica y que, si ha de existir una crítica social deberá existir también una teoría social (Thiebaut, 1992: 152)

No es necesario compartir las posicio-nes de Nietzsche, Derrida o Rorty, o sus consecuencias últimas, para reconocer, sin embargo, sus aportaciones al esclareci-miento de una cuestión fundamental que podríamos resumir así: las fronteras entre verdad y verosimilitud no son absolutas. Tampoco tendremos por qué abandonar la noción de verdad, fundamental en fi -losofía, pero sí redefi nirla y alejarla de la lógica maniquea a la que nos hemos referido aquí. Stella Accorinti, haciendo un alegato en defensa del programa de fi losofía para niños, cuya herramienta fundamental de trabajo es la literatura, afi rma lo siguiente:

“La fi losofía (así como la ciencia) nacen y se nutren de una mirada y un oído críti-cos. Y es este temperamento cuestionador el que lleva a los acuerdos, incluso a los descubrimientos científi cos, los inventos, las obras de arte. No es que existe un cono-cimiento verdadero y una racionalidad, y que por eso logramos consensos y cam-bios para una vida mejor, más humana, sino que son los acuerdos respetuosos, creativos y alejados del dogmatismo los

que nos permiten hablar de conocimiento y racionalidad, y todo aquello que se pro-pone como el bien común” (Accorinti, 1992: 12).

Tenemos, pues, que no existe una fron-tera absoluta entre la fi losofía y la litera-tura debido, en primer lugar, a que ambos tipos de discursos dependen de la función narrativa y, en segundo lugar, a la propia condición metafórica de todo discurso. En la medida en que aceptemos que el cine comparte con la literatura su pertenencia al fenómeno general de la narratividad, y a un tipo particular de narratividad pro-piamente verosímil, lo dicho acerca de la relación entre fi losofía y literatura valdrá también para la relación entre fi losofía y cine. Ni tan siquiera debería podérsenos objetar que hemos pasado por alto el gé-nero cinematográfi co documental, el cual podría, en algún sentido, considerarse perteneciente al terreno de la verdad, la veridicción y la objetividad. En respuesta a esta objeción podríamos establecer una analogía entre el documental y el género literario de la biografía o la autobiografía bajo el tratamiento que Ricoeur hace de ellos, es decir, adscribiéndolos, en cualqui-er caso, al fenómeno de la narratividad, con todo lo que ello implica.

La narración supone estructuración de la experiencia mediante una trama, y el recurso a una trama como condición de posibilidad de toda función narrativa impide que pensemos en algo así como

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una realidad o una verdad dadas de forma no mediada a un sujeto cognoscente, ya sea lector o espectador. Trinh T. Minh-ha ha argumentado convincentemente que el documental con pretensiones objetiv-istas suele conducir a una situación en la que la realidad es más manipuladora que la fi cción. Este tipo de documentalismo habría creado toda una tecnología natu-ralista —micrófono direccional, graba-dora portátil, tomas largas, etc.— que podríamos resumir como un intento de ocultación de la mediación del cine en su condición artística . “Poderosas historias en directo, infi nidad de situaciones reales. Las tomas no se repiten. El escenario no es ni más ni menos que la vida misma” (Minh-ha, 2007: 226), afi rma Minh-ha. Minh-ha, por otra parte, sostiene que se intenta, por ejemplo “editar lo mínimo o no editar, […] como si el montaje no se hiciese en las fases de concepción o fi lmación” (Minh-ha, 2007: 228). Toda esta tecnología objetivista, cuyo máximo exponente, según la autora, sería el docu-mental etnográfi co realizado por antrop-ólogos, tendría por objeto hacer pasar una obra documental por la verdad obje-tiva, supuestamente corroborable por la presencia de las evidencias que la cámara se habría limitado a captar pasivamente. La prueba de que esta estética objetiv-ista es más manipuladora que las obras fílmicas abiertamente fi cticias, según Minh-ha, está en la facilidad de este tipo

de documentalismo para convertirse en un estilo, y en cómo el estilo documental ha sido bien acogido por el cine de fi cción, los programas de televisión y la publici-dad. Las entrevistas personales, la cámara móvil, el aspecto de noticiario, etc., son emulados con la fi nalidad de aumentar la credibilidad de una película de fi cción o para vender mejor el producto. Así, el documental ya no representa un modo de reproducción objetivo de la realidad, sino un género de cine cuyas técnicas normativizadas buscan la persuasión.

Jenaro Talens afi rma que “con mate-riales fi cticios, es posible elaborar un fi lm documental, del mismo modo que, con materiales referencialmente documen-tales, resulta posible construir un fi lm de fi cción” (Talens, 1985: 11–12). Como explica posteriormente este autor, “… no hay fi lm sin montaje; y montaje implica intervención y manipulación del material utilizado para elaborarlo” (Talens, 1985: 12). En cualquier caso, el cine documen-tal ha evolucionado desde su concepción clásica hasta la experimentación de todo tipo de nuevas fórmulas que asumen —y exhiben— la subjetividad como condición formal.

A pesar de la analogía defendida aquí entre literatura y cine, habría, no obstante, que realizar las pertinentes matizaciones respecto a la especifi cidad del lenguaje cin-ematográfi co, el cual no puede satisfacer ciertos requisitos lógicos propios de la es-

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critura, común tanto al discurso fi losófi co como al literario. El cine no utiliza un len-guaje articulado (Cabrera, 1999: 26). Para Julio Cabrera, esta peculiaridad propia del medio cinematográfi co es insignifi cante, y llega incluso a negar que exista un vínculo, en términos de necesidad, entre actividad fi losófi ca y escritura. Para el autor, los problemas fi losófi cos se pueden plantear perfectamente mediante representacio-nes mediatizadas por imágenes (Cabrera, 1999: 15).

Nosotros sostendremos que la narra-tividad cinematográfi ca —a diferencia de la literaria, que se estructura a través de la escritura— se construye mediante el montaje. Para nuestro propósito, tan solo necesitamos acogernos a la hipótesis de la existencia de un carácter discursivo en este tipo de narratividad y su capacidad para, por ejemplo, realizar juicios de valor y plantear problemas fi losófi cos.

III. La dimensiónemocional en el cine

Para considerar otra diferencia que el cine compartiría con la literatura frente a la fi losofía es necesario remontarnos a la Retórica de Aristóteles:

“De los argumentos procurados por el razonamiento, hay tres clases: unos, que radican en el carácter del que habla [ethos]; otros, en situar al oyente en cierto estado de ánimo [pathos]; otros, en fi n, en el mis-

mo discurso [logos], por lo que en realidad signifi ca o por lo que parece signifi car” (Aristóteles, 1968: 36).

Lo que nos interesa aquí es la dicotomía entre logos y pathos. Según Cabrera, la his-toria de la fi losofía habría sido una discip-lina centrada exclusivamente en el logos, donde el elemento “pático” (el pathos), es decir, lo emocional, la sensibilidad, etc., habría sido por lo general relegado a un segundo plano. Muchos fi lósofos habrían ignorado las emociones, o al menos las habrían abordado desde el “exterior”, es decir, desde la lógica puramente racional. Otros fi lósofos sí habrían conseguido escapar a esta constante en la historia de la fi losofía: Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger, etc., los cuales habrían introducido el elemento pático en el interior de la racionalidad, como un el-emento relevante para acceder al mundo. Lo característico del cine —también de la literatura— sería constituir un tipo de racionalidad “logopática” perfectamente capaz de plantear problemas fi losófi cos, frente a la aséptica lógica de la tradición fi losófi ca racionalista.

Este punto es especialmente intere-sante para elaborar una propuesta didác-tica —donde el cine juegue un papel importante como recurso —acorde con el actual paradigma psico-pedagógico— en lo referente al ámbito de la ética o la fi losofía práctica. No podemos negar la importancia del aprendizaje emocional-

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afectivo y el desarrollo de facultades emo-tivas como la empatía en lo referente a la fi losofía moral y política y al desarrollo de aptitudes enfocadas al ámbito práctico de discernimiento moral y de juicio ético.

IV. El libre juego schillerianoentre lo universal y lo particular

Hemos analizado las características del cine como discurso narrativo acerca de lo verosímil, pero todavía debemos tema-tizar su condición de discurso particular frente a las abstracción del lenguaje fi lo-sófi co y las pretensiones de universalidad del mismo. Como Afi rma Cabrera, “La problemática universal/particular… Es una especie de problematicidad intrínseca a la imagen” (Cabrera, 1999: 33).

La problemática referente al confl icto entre lo universal y lo particular es un tema ampliamente conocido en fi losofía. Al hilo de la refl exión sobre el papel de la emotividad en el cine que hemos esboza-do en el apartado anterior, cabe indicar que existe un profundo sesgo entre el logos y el pathos en la medida en que la razón procede por abstracción y generalización, mientras que la emotividad encuentra se-rios problemas para trascender lo particu-lar. En conexión con lo anterior, el mismo confl icto se presenta entre la prescriptivi-dad legisladora de la razón en el terreno de la moral y el ámbito particular de la acción en el cual transcurre el discernir del

juicio. En el terreno de la moral, la im-posición de una ley de la razón, abstracta y unifi cadora por defi nición, habrá de chocar, necesariamente, con la diversidad y la multiplicidad de la naturaleza de indi-viduos, situaciones, circunstancias, etc., y este es el escenario perfecto, al abrigo de la rigidez moral, para que afl oren prácticas totalizantes, intolerantes o autoritarias, o, como mínimo, contrarias a un espacio democrático donde ejercer la ciudadanía.

Fue en el contexto de las esperanzas infundidas por la Revolución Francesa, y truncadas por el Terror revolucionario, donde Schiller realizaría su propuesta pedagógica expuesta en sus Cartas sobre la educación estética del hombre directamen-te confrontada con el tipo de educación propio de la época revolucionaria y ma-terializado en la propuesta educativa de Lepeletier en la Convención Nacional, donde “la escuela modelo sería aquella en la que todo sería visible y ninguna situa-ción escaparía a las reglas, a la disciplina” (Rivera, 2010: 15). Como ha señalado An-tonio Rivera, la obra referida de Schiller,

“Se presenta como una… contrapropuesta al intento de instaurar un Estado en el que la razón sea la única y absoluta legisladora. La insoportable, terrorífi ca, unilateralidad revolucionaria que se limita a imponer la razón abstracta, se halla en la raíz de la em-presa schilleriana de dirigir la mirada hacia el arte y la educación estética” (Rivera, 2010: 12).

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En la Novena carta, y contradiciendo explícitamente al Rousseau del Discurso de las artes pronunciado ante la Academia de Dijón donde afi rmaba que el progreso de las artes y las ciencias no había contribuido más que a corromper las costumbres, dice Schiller que “el desarrollo del sentido de la belleza refi na las costumbres”(Schiller, 2010). También parece disponerse a contrariar el primitivismo rousseauniano cuando, unas líneas más abajo, recurre a la Grecia antigua como paradigma de civi-lización refi nada por su culto a la belleza y lo contrapone a la fi gura del bárbaro, sub-limado como buen salvaje por el fi lósofo ginebrino.

Así, en Schiller, el ideal de belleza está íntimamente ligado con la idea de hu-manidad. No obstante, la argumentación de Schiller a favor de una educación esté-tica que contribuya a la construcción de un estadio de civilización más humano no se limitará a la enunciación de una vaga petitio principii. Por el contrario, seguirá complejos derroteros argumentativos con un trasfondo teórico deudor de la estética kantiana.

Para Schiller, existen en el ser humano dos impulsos básicos: el impulso sensible y el impulso formal. El primero abarca la dimensión física y material del ser hu-mano y, por tanto, está relacionado con la sensibilidad, las emociones, etc. El segun-do, obedece a la naturaleza racional del ser humano y al reino de la libertad, que

trasciende las determinaciones sensibles de su dimensión física. “Mientras que el impulso sensible sólo da lugar a casos, el formal dicta leyes” (Schiller, 2010). Puesto que el ejercicio unilateral de cualquiera de estos impulsos supone la exclusión absoluta del otro, Schiller afi rma en la Decimotercera carta que

“La tarea de la cultura consiste en vigilar estos dos impulsos y asegurar los límites de cada uno de ellos. La cultura debe hacer justicia a ambos por igual y tiene que afi r-mar no sólo el impulso racional frente al sensible, sino también el sensible frente al racional” (Schiller, 2010).

Esta vigilancia fronteriza es la única forma, para Schiller, de evitar la “vehe-mencia de los apetitos” en el caso de los excesos de la sensibilidad y la “rigidez de los principios” que violenta a la natura-leza, en el caso del predominio absoluto de la razón (Schiller, 2010). Para solventar el sesgo entre sensibilidad y racionalidad, Schiller postulará un tercer impulso en el ser humano, libre de las coacciones de los otros dos impulsos, y cuyo ámbito es el de la estética: “La belleza es el objeto común a ambos impulsos, es decir, del impulso de juego”. En palabras del dramaturgo alemán,

“Dado que el ánimo, al contemplar la belleza, se encuentra en un afortunado punto medio entre la ley [impulso formal] de la necesidad [impulso sensible], se sus-trae de este modo a la coacción tanto de

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la una como de la otra, porque se reparte entre ambas” (Schiller, 2010).

Así, el ámbito de la estética se encuen-tra libre de la necesidad del imperativo vital propio de la sensibilidad por un lado, y libre, por otro, de la violencia con la que el entendimiento somete a la dimensión sensible en aras del conocimiento. Como afi rma Antonio Rivera, “La voluntad racional, calculadora, del hombre parece retirarse de la obra artística” (Rivera, 2010: 13). Ese espacio de la estética se material-izará en el pensamiento de Schiller como Estadio estético, un estado intermedio entre el Estadio físico y el Estadio racional, caracterizado por la neutralización de la determinación formal y de la sensible por su infl ujo mutuo. El arte se circunscribe a un espacio autónomo por la propia “autonomía de la apariencia” a la que se refi ere Schiller, y que conecta con nuestra oposición anterior al planteamiento ma-niqueo del binomio verdad-verosimilitud:

“Considerar la apariencia estética como un objeto, no puede perjudicar nunca a la verdad, porque no corremos el peligro de confundirla con la verdad, que es la única manera en que ésta podría resultar dañada; despreciar la apariencia estética signifi ca despreciar al arte en general, cuya esencia es esa apariencia. No obstante, al entendimiento le sucede que, en su afán de realidad, llega a veces a tal grado de intolerancia, que se pronuncia de manera despreciativa contra todas las artes de la bella apariencia, sólo por ser apariencia” (Schiller, 2010).

Esta afi rmación requiere la distinción clara, según Schiller, entre la apariencia estética y la apariencia lógica. La aparien-cia estética poseería valor en su propia condición de apariencia, mientras que la apariencia lógica, fuente de error, se con-funde con el terreno de la verdad.

Como afi rma Rivera, “el estado estético se amolda bastante bien a la forma política democrática” (Rivera, 2010: 15). Aunque la educación estética no se deja instrumen-talizar por la política, como en el caso de la pedagogía de la época revolucionaria, la preocupación de Schiller es el pleno desar-rollo moral del ser humano. Ya en la Segun-da carta, Schiller transmite sus preocupa-ciones políticas afi rmando que “El Estado no puede honrar sólo el carácter objetivo y genérico de los individuos, sino que ha de honrar también su carácter subjetivo y específi co; y ha de procurar no despoblar el reino de los fenómenos por ampliar el invisible reino de la moral” (Schiller, 2010). Éste objetivo, lejos de materializarse en un proyecto político meramente moral-racio-nal, que contribuye precisamente a esa ho-mogeneización en virtud de un concepto genérico de humanidad, debe “renunciar a imponer el dominio del impulso formal, el deber ser o lo universal sobre el impulso sensible, el ser o lo particular” (Schiller, 2010), es decir, que debe materializarse en el Estado estético.

Pero, ¿en qué sentido pueden servirnos las refl exiones del dramaturgo alemán

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en nuestro propósito de elaborar una propuesta didáctica para la ética y la fi -losofía práctica donde el cine constituya un recurso determinante? Si atendemos a la negativa schilleriana de sacrifi car la sin-gularidad o particularidad del ser humano veremos la íntima relación con el espíritu democrático de corte habermasiano que impera en la actual legislación vigente en la educación española, que traducida al terreno de la práctica educativa se ma-terializa, por ejemplo, en los objetivos perseguidos en la Atención a la Diversidad.

Si aceptamos, con Schiller, que el arte puede constituir un “puente” entre lo uni-versal y unifi cador, y lo particular en su irreductible diversidad, el cine, en la me-dida en que lo consideremos un tipo de arte —algo que en este trabajo constituye una premisa fundamental— podrá, al menos potencialmente, aportar algunos de los benefi cios educativos que Schiller atribuye a la educación estética. En este contexto, no debería pasar inadvertido que si el cine es un discurso basado en una racionalidad logopática, ello implica un ejercicio de libre juego schilleriano entre lo universal y lo particular. Las situaciones particulares, protagonizadas por person-ajes singulares en la trama de una obra cinematográfi ca no pueden sustraerse de la metaforicidad que las relaciona con cuestiones más profundas, generales y abstractas (Cabrera, 1999: 23). Esta car-acterística metafórico-abstracta es la que

permitiría al cine plantear interrogantes y tomar posiciones fi losófi cas. De este modo, que el cine constituya una fi cción particular no impide que pueda tener as-piraciones de veracidad universal.

Cabe afi rmar que, en lo que a metodología pedagógica se refi ere, la noción de juego entre lo universal y lo particular acerca el recurso al cine en la docencia de la ética y la fi losofía a otros métodos como los debates, los análisis de casos, los dilemas morales o las disertacio-nes fi losófi cas, donde se intenta acercar el discurso fi losófi co a la experiencia co-tidiana del alumnado. Puesto que hemos contribuido en este trabajo a desdibujar una línea divisoria tajante y absoluta entre verdad y verosimilitud, esta suerte de verdad universal a la que nos referimos deberá ser defi nida dentro del contexto de un paradigma dialógico de la verdad. La verdad a la que no debe renunciar ni el cine, ni la fi losofía, ni la cultura en general será aquella que, en virtud del pluralismo y frente al dogmatismo fi losófi co, aspire al asentimiento potencial de todos los demás.

V. Una propuesta didácticainnovadora: Do It Yourself

Las sesiones de fi losofía y ética que los currículos ofi ciales prescriben sitúan el re-curso al cine en una posición vulnerable a la instrumentalización. La proyección de

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fi lms íntegros es prácticamente inviable si el cine debe ser un recurso constante en el aula de ética y fi losófi ca debido a su ex-tensa duración. La práctica más habitual, como decíamos al principio de este traba-jo, termina por incurrir en la costumbre de proyectar escenas con afán meramente ilustrativo, en apoyo a la clásica lección magistral. Sin embargo, existen formas de utilizar el cine respetando, por un lado, su condición artística, y por otro, su poten-cial para plantear problemas fi losófi cos. La fi nalidad de una metodología docente que emplee la cinematografía será siem-pre cumplir con los objetivos didácticos perseguidos en cada unidad, pero un objetivo transversal podría consistir en proporcionar herramientas para que el alumnado desarrolle una mirada fi losó-fi ca hacia el cine.

Una buena forma de extraer todo el rendimiento posible al cine como re-curso en la enseñanza de ética y fi losofía práctica podría ser elaborar una matriz metodológica 3 donde la cinematografía se diera cita con otros métodos didácticos —afi nes en virtud de sus cualidades o sus

3. En otro lugar y con otro propósito, elaboramos una propuesta didáctica basada en el trasfondo teórico que hemos defendido. El resultado fue la creación de Estrobosofía, un blog que haría las veces de cuaderno de trabajo en el aula, adscrito a un Instituto de Educación Secundaria fi cticio denominado “Diógenes el Cínico” donde publicamos, sirviéndonos de diversas herramientas y recursos web, actividades similares a las que describimos a continuación. Estrobosofía, URL: <http://estrobosofi a.blogspot.com/>

potenciales benefi cios pedagógicos— dis-tintos a la lección magistral. A continu-ación exploraremos algunas de las posibi-lidades que este enfoque podría abrir en lo referente al diseño de actividades:

a) Debates: este método didáctico presupone la existencia de una construc-ción social del conocimiento, una lógica dialógica u horizontal, frente a la ver-ticalidad de otras posturas educativas de carácter elitista. Una buena forma de plantear un debate es mediante una película, un cortometraje o una escena. Esta práctica no es poco habitual. No ob-stante, sigue persistiendo la idea de que el tipo de documentos idóneos para debatir en clase son artículos periodísticos u otro tipo de textos que, en ocasiones se acercan al lenguaje propio de un informe judicial. El elemento pático del cine, siempre y cu-ando la obra en cuestión no presente un juicio de valor tajante —ideologizante— respecto a los confl ictos exhibidos por la trama o incurra en la manipulación emo-cional, puede aportar valor cognoscitivo y racional en el posicionamiento de los alumnos en el debate y, por tanto, en la formación de su propio juicio crítico.

b) Análisis de casos y dilemas mo-rales: estas herramientas metodológicas pretenden conducir al alumno desde la particularidad de los casos estudiados hacia la universalidad de los problemas y cuestiones éticas y fi losófi cas. De forma más pronunciada todavía que en los de-

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bates, los materiales didácticos habituales tanto en los análisis de casos como en los dilemas morales suelen seleccionarse buscando la mayor objetividad, en térmi-nos de neutralidad emocional, posible. A menudo son escuetas narraciones basadas en casos reales, materiales de manual o textos redactados por el propio profe-sor. No obstante, en este último caso, lo habitual es que el docente trate de emular el lenguaje periodístico y persiga la objetividad y la asepsia emocional. El elemento emotivo del cine, una vez más, puede ayudar no sólo a formarse un juicio crítico, sino a empatizar y, por tanto, com-prender las posturas contrarias. Además, como hemos defendido, el cine es un buen vehículo para operar el tránsito de lo particular y cotidiano, a lo abstracto y universal, debido a sus cualidades consti-tutivas. Puesto que en los fi lms, los con-fl ictos suelen encauzarse a una resolución mediante las acciones de los personajes, el método de selección de escenas puede ser una buena forma de omitir el desenlace y delegar en el alumno la responsabilidad de la elección.

c) Disertaciones fi losófi cas: constituyen un método idóneo para evaluar la asimi-lación de los contenidos aprendidos medi-ante una prueba de madurez. Asimismo, podrían considerarse como una buena estrategia preventiva frente al aprendizaje meramente memorístico. No hay ningu-na razón por la cual no se pueda plantear

una disertación fi losófi ca a través de una película o una escena seleccionada. Nue-vamente, el elemento emotivo del cine puede resultar positivo.

d) Webquests: este método consiste en plantear a los alumnos búsquedas guiadas de información en Internet. En conso-nancia con el paradigma constructivista del conocimiento, este tipo de actividad intenta reforzar el aprendizaje metacog-nitivo y familiarizar al alumnado con los métodos de investigación con el fi n de de-sarrollar su autonomía epistémica. Si no existen fronteras absolutas entre verdad y verosimilitud, una búsqueda guiada de in-formación podría, en principio, organizarse con escenas de películas, documentales, cortometrajes, etc. Incluso los contenidos cinematográfi cos podrían complemen-tarse con textos periodísticos, vídeos de noticiarios, artículos académicos, etc.

Este eclecticismo metodológico, siempre y cuando permanezca unifi cado bajo lo que hemos denominado “matriz metodológica”, no debería redundar en un agravio a la magnifi cencia e integridad de la tradición fi losófi ca. Más bien, —siempre y cuando aceptemos la imposibi-lidad de desligar completamente la forma del contenido— el eclecticismo evitará la repetición de esquemas didácticos here-dados de una tradición onto-teológica caracterizada por la transmisión jerar-quizada, horizontal y unidireccional del conocimiento.

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La aplicación de un enfoque didáctico como el esbozado aquí abre un campo de posibilidades a la libre creatividad de los docentes que siguen la idiosincrasia del Do It Yourself. Los profesores pueden combi-nar estos métodos, materiales y soportes en baterías de actividades. La mejor for-ma en la que un profesor puede atender a la irreductible diversidad del alumnado es diseñar sus propios materiales didác-ticos. En este sentido, las TIC’s pueden poner a su disposición gran cantidad de herramientas, cada vez más intuitivas, donde insertar actividades. El blog4 es un espacio idóneo como cuaderno de trabajo en el aula. El docente podría, por ejem-plo, editar las actividades directamente como entradas al blog, o redactar textos o presentaciones visuales sirviéndose de servicios web como Scribd o Slideshare e incrustarlas en el blog, donde aparecerían a través de visores o ventanas. Estos re-cursos web permiten la construcción de contenidos según la lógica hipertextual, lo cual posibilitaría, mediante hipervínculos, sacar el máximo provecho a los recursos cinematográfi cos presentes en la Red.

Es cierto que la universalización de las nuevas tecnologías está todavía en pro-ceso, y sus carencias son especialmente notables en el contexto educativo. No obstante, nos encontramos, cada vez más, con un alumnado íntimamente relacio-

4. Las plataformas más conocidas para la creación de blogs son Blogger y WordPress.

nado con las nuevas tecnologías, aunque bajo un enfoque casi exclusivamente di-rigido al ocio y las relaciones sociales. Una metodología organizada desde las nuevas tecnologías puede fomentar hábitos dese-ables en el empleo de las mismas.

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José Luis Boj FerrándezUniversidad de Murcia

(España)cine-fi losofi co.blogspot.mx

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PAISAJESCONCEPTUALES

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 160-180. ISSN 1853-0451

RESUMEN

Resumen: en la actualidad, los textos de prosa obscura son adorados por unos y condenados por otros. Los censores de la opacidad consideran que la única forma correcta de escribir es aquélla que evita la ambigüedad. Sin embargo, algunos rétores clásicos recomendaban el obscurecimiento del discurso en ocasiones particulares. En este escrito, después de revisar las estrategias de Aris-tóteles y Quintiliano para generar obscuridad, analizo el argumento que fundamenta la crítica de Dan Sperber al discurso opaco y trato de responder con una objeción de Leo Strauss. En términos generales, el fi n de este ejercicio es propiciar la discusión sobre la dimensión pragmática de la retórica en el discurso.

Palabras clave: obscuridad, retórica, discurso, writing, elocuencia, secreto.

ABSTRACT

Abstract: nowadays obscure writing is both praised and condemned. Those who censor obscurity think there is no room in prose for any ambiguous expression. Nevertheless, some classic rhetoricians have suggested that in some cases is advisable to darken the discourse. In this paper, after reviewing Aristotle and Quintilian discourse shadowing strategies, I analyze the reasoning behind Dan Sperber’s critic to opaque writing and I try to reject his main claim by using an argument by Leo Strauss. The aim of this text is to further the discussion of the pragmatic dimension of the rhetoric in discourse.

Key words: obscurity, rhetoric, discourse, writing, eloquence, secret.

MIEDOS ANALÍTICOS:EL SENTIDO DEL SECRETO

Carlos Hernández MercadoCentro de Invetigación y Docencia Económicas

Introducción

La retórica funciona: convence, emo-ciona, enardece, calma. Está en su

poder inclinar las mentes humanas. El len-guaje, tenue vapor o agudo puñal, infi ltra sentidos por las grietas de la (sub)conciencia.

Allí, donde termina la cautela, la retórica se enrolla para torcer los pensamientos y hacer-los doblar al ritmo del rétor. Indefenso —sin saberlo—, el auditorio se inclina; creyendo libertad, concluye lo esperado.

¿Cuáles son los medios para alcanzar tal persuasión? Suele pensarse que el

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CONCEPTOS

161Carlos Hernández Mercado

mensaje perspicuo siempre es virtuoso; la composición diáfana penetra en el audi-torio: obliga, doblega. Los seres de razón siguen el camino trazado; máquinas silo-gísticas, ¬P→¬Q. La mente concebida como computadora parece explicar la conclusión. Si ¬P es ¬P entonces ¬Q, pero ¿qué tal si ¬P es ¬D y ¬F y ¬G o, incluso, P?

La obscuridad es un vicio; el exceso, otro: sugería Quintiliano. En el contexto de la retórica, tal sentencia entrañaría el incumplimiento del propósito principal de un orador: la persuasión. Así, el estilo obscuro y la esterilidad expresiva serían explanans y explanandum. Sobre todo si to-mamos en cuenta que, para Quintiliano, el buen discurso es aquél que carece de vicios.

El empleo de la obscuridad en el texto es un defecto, ha sentenciado Sperber. La obscuritas es una falla que produce un estado de admiración y adhesión artifi cial conocido como el efecto gurú (Sperber, 2009). Las voces extrañas de los maestros del pensamiento fascinan, a veces alienan. Pero ¿acaso esta adhesión no implica cier-ta persuasión?

En la actualidad, la preferencia por un elemento del par obscuritas/perspicuitas muestra una serie de compromisos meto-dológicos y de acentos en los problemas que cada facción —si es que tal sustantivo no es abusivo (aunque hay razones que me inclinan a pensar que efectivamente

los grupos académicos pueden llegar a comportarse como facciones)— se ha im-puesto como preocupación. El resultado de esta bifurcación, de acuerdo con Nava-rro Reyes, es la imposibilidad siquiera del desencuentro, pues se niega el terreno co-mún para disentir (Navarro Reyes, 2011). La institucionalización de la sordera se impone. La segregación es peligrosa; su aceptación irrefl exiva, suicida.

Preguntarse si un espacio común es posible me parece legítimo. Legítimo es también —como primer paso para la com-prensión—, partir de los clásicos, quienes, sospecho, (libres de los prejuicios actuales aunque poseedores de otros tantos, por supuesto) podrían sugerirnos maneras de entender que el otro y lo otro tienen cabi-da en la incompatibilidad. Quizá la lectura cuidadosa, regida por el principio de hu-manidad, podría ser el inicio de un diálogo fructífero y deleitoso. En este escrito, mi propósito es, así, iniciar esta conversa-ción pendiente. Su fi n, contribuir con la comprensión de la obscuridad estilística al indagar sobre los medios y los motivos que Aristóteles y Quintiliano concibieron para producir un texto obscuro. En un se-gundo momento, expongo una condena a la opacidad estilística orquestada por Dan Sperber. Posteriormente, busco en Leo Strauss razones que maticen la desapro-bación anterior y que además justifi quen el oscurecimiento del sentido. Al fi nal, sugiero que las concepciones radicales

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162 Miedos analíticos

acerca del estilo, en su búsqueda de la pureza, pierden de vista que la naturaleza del lenguaje es doble: hay que concebirlo como medio y fi n.

La obscuridad en laRetórica de Aristóteles1

Es usual que un tratado de retórica incluya un estudio sobre la elocución, concepto que podría ser la contraparte de nuestro moderno estilo; no obstante, nuestro estilo sólo dicta hacia dónde debe conducirse la escritura —y lo hace sin pro-porcionar demasiadas explicaciones—. La elocución antigua, en cambio, no se limitaba a discurrir acerca del discurso, suponía y afi rmaba visiones epistemoló-gicas y psicológicas bastante acertadas. Normalmente, incluía respuestas a las preguntas ¿qué se puede conocer? y ¿cómo se conoce? Por un lado, recordemos que el concepto claridad es una metáfora vi-sual que nos remite a la percepción, una percepción incluso involuntaria. La obs-curidad, por el otro, nos confunde tanto como nos sorprende y esta sorpresa es un estado psicológico; crearla en el receptor

1. En el texto he tomado la decisión de no poner demasiado énfasis en la distinción entre oralidad y escritura. La razón ha sido que he preferido abrigar-me bajo el concepto discurso, el cual está presente en ambos casos. También, con una visión quizá hetero-doxa, supongo que ambos medios de entrega en el fondo presentan un texto. Es este último concepto en el que deseo arrojar las consecuencias de lo aquí escrito.

entraña una teoría sobre la mente del otro, una psicología. Los autores greco-rromanos eran conscientes de ambos planos. Se ocupaban de la elocuencia con la misma seriedad con que estudiaban las otras partes de la retórica.

Tal es el caso de Aristóteles, quien inclu-yó grandes secciones dedicadas al estudio del estilo. Sin embargo, Aristóteles no de-dicó un espacio exclusivo al tratamiento de la obscuridad, su tratamiento fue, en cierta medida, oblicuo. De hecho, es des-de la retórica romana cuando el concepto de elocución se introduce explícitamente con la idea de los cinco cánones (inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio/pro-nuntiatio). No obstante, al discurrir acerca de las virtudes de la expresión, el Esta-girita realizó unos cuantos comentarios que dejan entrever su concepción sobre la importancia y los alcances de la lobreguez discursiva.2 Es el objetivo de esta sección mostrar cuál era aquella concepción.

Para Aristóteles, la claridad (saphe) es una de las virtudes centrales de la expre-sión. La función de la palabra es mostrar lo pensado; la perspicuitas, la forma de lograrlo (Retórica, 1404b). Esta fi gura es sencilla: lo transparente permite aso-marse a la mente del otro. Lo opaco, no. Pero transparencia y opacidad no siempre pueden entenderse de la misma forma, como constataremos más adelante. La ha-

2. Uso los términos “obscuritas”, “opacidad”, “lo-breguez” y “obscuridad” indistintamente.

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bituación lingüística tiene un importa(nte papel en la determinación del valor epis-témico de una expresión. Hay, pues, dos formas de mentar al objeto, de mostrar lo pensado: una de ellas, la común (kyrios); la otra, la extraña (xenikón) (Retórica¸ 1405b). La expresión corriente, los térmi-nos simples y las metáforas de uso diario son los kýria onómata, las palabras comu-nes. Los términos desusados, compuestos y los neologismos son los xenikón ónoma¸ palabras extrañas. Aristóteles supuso que si bien lo extraño produce una expresión adornada —propia de la poética—, lo común es más adecuado para alcanzar la persuasión porque hace patente lo que se quiere comunicar (Retórica, 1404b).

Dos aspectos emergen de la anterior partición. Por una parte, la claridad (y su contraparte, la obscuridad) es dependien-te, no absoluta. En efecto, la habituación a sistemas léxicos presupone un fondo y una base de despliegue: el grupo. Este vínculo descubre el primer punto de una fi gura, fi nalmente amoldable, que se apo-ya en el vocabulario/comunidad. Por otra parte, y con esto en mente, parecería que la palabra extraña (xenikón ónoma) puede ser a su vez kyrios ónoma. Para que esto ocurra es necesario el reconocimiento del fondo de despliegue. Así, la acusación de obscuridad —como vicio— revelaría el alcance del sistema léxico propio y la necesidad de la exploración de un fondo ajeno, como veremos con Quintiliano.

Por supuesto, el antidogmatismo y la vo-luntad por la aventura —aunados a cierta inclinación moral por encontrar-se en el otro— son premisas indispensables para la apertura al background display. Todo lo anterior no implica, por supuesto, la elusividad absoluta del par claridad/obs-curidad ni mucho menos un relativismo total en torno a su naturaleza; subyacen constantes que, más adelante veremos, nos permitirán encontrar la lógica detrás de su veleidosa presencia.

La obscuridad, de acuerdo con Aris-tóteles, produce un efecto de elevación, seriedad y dignidad en la audiencia (Retórica, 1408b). Las palabras obscuras son como extranjeros, admirados por venir de lejos (Retórica, 1408b). Y puesto que la admiración produce placer, este efecto conviene a la persuasión, ya que la audiencia mantendrá la atención y la apertura a las palabras del orador. La aplicación irrestricta de este principio, no obstante, es susceptible de generar el efecto contrario, a saber, un discurso abstruso, monótono, incomprensible e incluso sospechoso, rasgos que podrían extraviar o alejar a la audiencia. Por ello, no siempre es recomendable tornar ex-traño lo común. Recordemos las palabras del Estagirita sobre la variedad: “cambiar también causa placer, pues el cambio es conforme con el sentido de la naturaleza, que la repetición siempre de lo mismo provoca un exceso del modo del ser esta-

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blecido” (Retórica, 1371a). El uso discreto de este recurso será la mejor prescripción, en virtud de que el exceso de artifi cio no es natural. Tal artifi cialidad, como seña-ló Aristóteles, puede crear la sensación de que nos están tendiendo una trampa. En principio, lo natural persuade; lo ar-tifi cial, no (Retórica, 1421b). La mesura, habitualmente, es la mejor consejera. No obstante, Aristóteles no afi rmó que el dis-curso debiera ser necesariamente natural —es importante resaltarlo—: en la retóri-ca basta la apariencia. Lo artifi cial bajo la guisa de lo natural es sufi ciente.

La escritura al modo poético también puede producir obscuridad y, si se abusa de ella, incluso la esterilidad discursiva. Esto ocurre principalmente en cuatro casos: en el uso de términos compuestos, de términos inusitados, de epítetos im-procedentes y de metáforas inadecuadas (Retórica, 1406a). Todos ellos tienden a nublar el objeto mentado pues arrojan múltiples y largas hebras de signifi cación.

En el plano sintáctico, el plano de la oración, también puede encontrarse la obscuridad. Así ocurre con el exceso de frases que retrasan el nexo principal de un enunciado y con la utilización de cir-cunloquios usados en vez de un término concreto. El efecto que puede producir es un debilitamiento en la atención del lec-tor y en algunos casos incluso su extravío.

Nuevamente, en el plano semántico, para Aristóteles, el uso de la ambigüe-

dad era una falta grave. Por un lado, este recurso suele ser aprovechado por aque-llos que hablan sin tener nada que decir. Hecho susceptible de levantar sospechas, las cuales restan credibilidad al orador. Por el otro, la ambigüedad revestida de poesía y abundancia implica cierta gene-ralidad —rasgo que disimula los errores, por cierto— (Retórica, 1407b). De modo que un comentario particular puede ser fácilmente evaluado, sin embargo, un comentario general implica mayor es-fuerzo; en ocasiones, la interpretación no agota la incertidumbre (las profecías del oráculo son un buen ejemplo). Para Aristóteles, esta estrategia engaña al audi-torio menos preparado, quien resulta tan impresionado como al oír a los adivinos (Retórica, 1407b). La falta de aprecio que el maestro de Alejandro Magno tenía por la obscuridad producto de la anfi bología es evidente en la Retórica, pues la conside-raba un timo que sólo encanta al vulgo y que tiene más que ver con la suerte que con el conocimiento (Retórica, 1407b). Es quizá esta apreciación la que ha generado un prejuicio acerca del uso de la obscu-ridad en el discurso. Sin embargo, como ya hemos visto, los matices son cruciales para apreciar adecuadamente el valor de cada herramienta retórica. Buscar el justo medio aristotélico, en este caso, no es una prescripción trivial (Retórica, 1414a).

No ocurre algo diferente con la obs-curidad. Una de las razones por las que

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resulta apropiada la obscuridad es su po-der para contribuir con el aprendizaje. Así lo expresó el discípulo de Platón cuando mencionó que “aquellos nombres que nos proporcionan alguna enseñanza son también los que nos procuran un mayor placer” (Retórica, 1410b). Y es justamente la obscuridad bien ejecutada la que oculta y revela al mismo tiempo nuevos aspectos de un asunto. La posibilidad de mostrar algo más de lo que está ahí produce asom-bro, aprendizaje y gozo. Esto ocurre con la metáfora, que se refi ere indirectamente al objeto que nombra. Por ello, la obscu-ridad del enigma, al contener metáfora y enseñanza, causa un gran placer (Retórica, 1412a). No es de extrañarse, entonces, la búsqueda del asombro por medio de la obscuridad.

Para continuar, es pertinente hacer una distinción. La tolerancia a la obscuridad es diferente según el vehículo del discurso. La posibilidad de volver la mirada cuantas veces sea necesario hace permisible un grado superior de opacidad lingüística. Tener tiempo para refl exionar acerca de lo escuchado o leído es importante para ase-gurar la comprensión. En consecuencia, es el discurso escrito el espacio en el que puede tener mayor presencia la obscuri-dad. Por el contrario, el discurso recitado se enfrenta a los límites de la memoria y de la atención, pues el fl ujo constante de conceptos impide una evaluación detalla-da de cada elemento. Si alguna de estas

partes es obscura, la atención del audito-rio puede extraviarse.

Una primera conclusión de lo anterior es que Aristóteles reconoció la importan-cia de la obscuridad lingüística, pues este efecto contribuye a producir elegancia, asombro y placer. Sin embargo, para evitar la sospecha del lector y caer en la esterilidad, es necesario aplicar dos re-medios: variedad y justo medio. El uso moderado y disimulado de la obscuritas es más adecuado para la persuasión que cualquier extremo.

Una segunda conclusión sería que hay que tomar ciertas precauciones al emplear la obscuridad. El riesgo de no hacerlo es ganar la desconfi anza del receptor. Si lo anterior es el caso, en-tonces no se consigue la persuasión. De modo que el uso de voces extrañas (términos desusados, compuestos y neo-logismos), modos poéticos (nuevamente, uso de términos compuestos, inusitados, epítetos improcedentes, metáforas lejanas), subordinaciones, circunloquios y ambigüedades debe ser disimulado y bien distribuido.

La obscuridad en la Institución oratoria de Quintiliano

El libro octavo de la Institución oratoria de Quintiliano incluye una descripción pormenorizada de la obscuridad discursi-va. Por supuesto, como en todo análisis

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—y del mismo modo que en la sección previa—, es pertinente tomar en cuenta al concepto opuesto. Otra vez, la dicotomía claridad/obscuridad servirá de bastidor para tejer la escala axiológica que prescri-be cómo ha de ser el estilo del orador.

Como Aristóteles, Quintiliano divide la cuestión sobre las virtudes de la elo-cución en las palabras aisladas y en las palabras en conjunto (Institución, p196). El primer caso se refi ere principalmente a las propiedades semánticas de las pala-bras. El segundo, además, se refi ere a las relaciones establecidas entre las partes de una oración, esto es, a las propiedades sintácticas del enunciado.

Con el fi n de disipar la neblina, en pri-mer lugar, me concentraré en el plano de la palabra. Uno de los preceptos que se ha mantenido hasta la actualidad, como sabemos, es que el discurso debe conser-var la claridad. Es pertinente tomar este punto de partida pues su examen ayudará a determinar qué signifi ca la lobreguez discursiva para Quintiliano. Por ello, an-tes es razonable preguntar ¿qué signifi ca que una palabra sea clara? De acuerdo con Quintiliano, la claridad surge de los términos comunes, es decir, de aquellas palabras presentes en el uso cotidiano (Institución, p198). La claridad podría en-tenderse, entonces, como la afi rmación de una relación directa entre signo y refe-rencia, palabra y cosa: el signo apunta a su referencia sin equivocación.

La imposibilidad de la equivocación, no obstante, también permite que el vínculo entre signifi cado y signifi cante sea indirecto: una metáfora no se refi ere directamente a su objeto a pesar de que sí lo denota. Hay una ligadura artifi cial, convencional, entre el término y la cosa. Para que exista claridad, se necesita que el término usado sea el más habitual para la comunidad léxica receptora del discurso. Es decir, la denotación directa no es clara por sí misma, no sin referencia a una co-munidad. Por supuesto, se puede prever que algunas acusaciones de obscuridad se producirán cuando el término intro-ducido en el discurso no pertenezca a la sociedad semántica a la que se dirige. Por ello, determinar si una palabra es clara se convierte en un asunto de dependencia. La razón: la valoración del término siem-pre se da en el contexto de uno o varios grupos. Un grupo contempla la aparición de ciertas expresiones y no de otras en su lenguaje. Ahí no queda zanjada la cues-tión, la situación es asimismo relevante —el fondo de despliegue que mencioné—, porque una emisión lingüística siempre es situada. Aun para el mismo grupo, las voces que resultan extrañas en un esce-nario, son familiares en otro. Esto es, hay espacios lingüísticos de predictibilidad verbal relacionados con cada grupo. Así que un término aparentemente abstruso para algunos sería absolutamente diáfano para otros. En suma, la claridad lingüís-

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tica surge de un aspecto convencional y la obscuridad de su ruptura. Quintiliano, no obstante, al concebir a la latinitas —la pureza del idioma o su carácter castizo— también como una virtud elocutiva tenía en mente a una comunidad ideal, un ca-non lingüístico. En consecuencia, este aspecto limita la movilidad del predicado “claridad”. En efecto, a pesar de que cada grupo posee un vocabulario singular, la unidad del idioma plantea un telón sobre el cual es posible determinar la normalidad o anormalidad de una expresión. Ambos planos —el local y el global— coexisten.

Ahora ya podemos plantearnos la cuestión ¿de dónde surge la obscuridad de la palabra? En la palabra, la obscuri-dad surge de cualquier uso de términos no comunes (Institución, p204). Por mor de la precisión, cabe hablar en primera instancia de dos estrategias que nublan la expresión. La primera es usar los térmi-nos bárbaros o los extranjeros; la segunda, recurrir a la extrañeza. Como vimos con Aristóteles, las palabras extranjeras pro-ducen cierta fascinación pero también obscurecimiento del sentido. Este efec-to es consistente en el plano oracional: cuando un enunciado está construido con una sintaxis que no obedece las reglas del canon local, se genera un decaimiento en su grado de predictibilidad. Este efecto puede ser positivo en ocasiones, ya lo he-mos visto. Como sentenció Quintiliano, el trastorno del orden de la oración (que

resultaría del uso de una sintaxis extran-jera) puede evitar la languidez y aspereza de la expresión. Es por esta razón que se suele recomendar en ocasiones el empleo del hipérbaton para darle belleza al enun-ciado (Institución, p338). Pero volvamos al plano de la palabra. La segunda fuente de la obscuridad es la extrañeza. Con tal propiedad, Quintiliano se refi ere a las pa-labras que no están en uso, anacronismos, por ejemplo. El fi n en su uso es pasar por erudito (Institución, p204) —pues el uso de algunas palabras puede ser señal de un mayor conocimiento— y con ello ganar credibilidad. Sin embargo, no sólo aquí podemos encontrar el opacamiento del sentido. La extrañeza también se produce por el uso de palabras provinciales y por el empleo de términos técnicos. Desde luego, ambos recursos implican cierta transte-rración contextual; aunque una palabra designe unívocamente a su referente, este vínculo, como vimos, es intersubjetivo. La intersubjetividad propia de un grupo siempre se tiene que considerar en casos de obscurecimiento deliberado, pues la obscuridad es un predicado diádico.

Una tercera estrategia para el opaca-miento lingüístico consiste en el empleo de términos con múltiples sentidos, como en los casos de anfi bología. La razón de tal efecto es la imposibilidad de estable-cer el vínculo referencial adecuado y absoluto. Ante más de una alternativa, el discurso debería dar señales inequívocas

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de interpretación. Cuando tales pistas son débiles o inexistentes, el receptor tiende a extraviarse. Esta pérdida del sentido, y por ende, de la atención puede ser per-judicial; por ello, Quintiliano sugiere la importancia de la explicación cuando se usa un término ambiguo. La explicación le tendería la mano al lector extraviado para guiarlo por los caminos que conven-gan al orador.

En lo que respecta al plano oracional, la disposición de las partes del enunciado puede aclarar u obscurecer el sentido. En primer lugar, la obscuridad puede surgir de la extensión de la oración. Un enunciado muy largo puede impedir que se capte el sentido. Esto normalmente ocurre cuando se sobrecarga conceptual-mente el período, pues no se le da tiempo al auditorio de comprender a cabalidad lo que se profi ere. La inclusión de oracio-nes subordinadas, aclaraciones, cláusulas y observaciones parentéticas —propias de historiadores y oradores (Institución, p205) — son algunos de los recursos que sobrecargan la oración y, al debilitar la atención del receptor, generan obscuri-dad. Por supuesto, en la escritura, como ya vimos con Aristóteles, la tolerancia a la extensión oracional es mayor. La razón, nuevamente, es que el lector tiene la capa-cidad de releer el texto tantas veces como sea necesario. Lo anterior, sin embargo, no signifi ca que la brevedad siempre sea aconsejable. Quintiliano, de hecho con-

dena a aquellos que escriben con suma brevedad (Institución, p208) porque pasan por alto que el discurso no sólo está desti-nado para ellos mismos. La brevedad, en consecuencia, también puede producir lobreguez discursiva en virtud de la mul-tiplicidad de interpretaciones que entraña un enunciado corto.

Así, cualquier tipo de trastorno sin-táctico es fuente de opacidad lingüística. Este fenómeno también se manifi esta en la postergación de la conclusión del enun-ciado, como en los usos de transposición e hipérbaton (Institución, p205). En am-bos casos, la organización de la oración se distancia de la estructura habitual, lo cual genera desconcierto en el receptor, porque la nueva disposición incumple sus expectativas discursivas. Algo semejante ocurre cuando la sintaxis de un enuncia-do genera ambigüedad. Si no sabemos con exactitud quién es el agente y quien es el paciente, como cuando se modifi ca el orden del sujeto y de los complemen-tos oracionales, el texto inmediatamente genera confusión en el receptor. En ge-neral, las alteraciones sintácticas pueden dar como resultado algún grado de obs-curidad. Escribo “pueden” porque en ocasiones evitar la cacofonía y la mono-tonía justifi can un arreglo especial en la disposición de los elementos de los enun-ciados.

De acuerdo con Quintiliano, las perí-frasis y los rodeos también son culpables

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de generar obscuridad. El empleo de tales estrategias está motivado por la búsqueda de la expresión original y de la elegancia (Institución, p208). Sin embargo, en oca-siones, el efecto puede ser el mismo que el acontecido a los largos períodos, a saber, la pérdida de la atención del receptor.

Es muy importante subrayar que Quintiliano condenó constantemente la obscuridad de la expresión a lo largo de la Institución oratoria. En sus comentarios se puede constatar una censura generalizada que puede ser comprendida si concebimos su texto como un tratado de pedagogía de la retórica. No sería aconsejable que los jóvenes estudiantes quedaran fascinados con el uso de la lobreguez discursiva y abandonaran el estilo ático, más orien-tado hacia lo diáfano. En uno de tantos fragmentos, Quintiliano acusó de ocioso al discurso ininteligible (Institución, p208). Además, realiza una aguda valoración ha-cia los afi cionados a la obscuridad cuando menciona lo siguiente:

Es muy común la opinión de que entonces se habla con elegancia y pulidez cuando la oración necesita de intérprete; y hay oyentes que gustan de esto, deleitándose de haber penetrado el pensamiento del orador y quedando muy pagados de su ingenio, como si ellos hubieran inventado lo que oyeron (Institución, p209).

Hay entonces dos planos de crítica en este pasaje. Por un lado, quizá el escritor u orador tenga algún mérito al escribir

de forma tan obscura, es posible; pero, por otro lado, no es excusable —por lo menos para Quintiliano— que el receptor se vanaglorie al descifrar los enigmas lin-güísticos del autor. Una sensación de ser ingenioso es lo que explica la afi ción a los pasajes abstrusos. Sin embargo, el riesgo —o la ventaja— es que la interpretación no sea la correcta (si es que hay alguna).

Finalmente, la obscuridad más profunda puede surgir del uso de palabras que pare-cen comunes pero que tienen un sentido oculto (adianoeton). Un lector distraído, con una lectura superfi cial, es susceptible de obviar varios estratos de signifi cación; no obstante, un lector cuidadoso puede desenvolver el sentido contenido en los términos que, prima facie, parecen claros. Quintiliano trató de mostrar el recurso con el siguiente ejemplo: “contrató a un ciego para observar a los transeúntes” (Institución, p209). En tal ejemplo, la lec-tura literal es estéril. El receptor necesita interpretar la frase para comprender el sentido que se buscaba transmitir.

Si bien Quintiliano no incluye a la obs-curidad como una de las virtudes de la elocuencia, sí le otorga un espacio. Un co-mentario, tan breve como oculto —pues se encuentra al fi nal del libro octavo—, muestra una de las claves para el uso de la opacidad discursiva. La obscuridad debe ir acompañada de claridad (Institución, p209). Esto signifi ca que el orador puede ganar la simpatía del receptor si después

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de un comentario lóbrego incluye una aclaración construida a partir de términos comunes. La razón de que se produzca un efecto placentero en tal manera de obrar es que acontece un episodio de aprendiza-je, como vimos con Aristóteles.

En síntesis, la obscuridad resulta de la impropiedad de las palabras, del orden trastocado de los elementos de la ora-ción, de la extensión desmedida de las frases, del rebuscamiento (por exceso de ornato o perífrasis), de la brevedad extre-ma y, en general, de toda ambigüedad de la expresión.

El efecto gurú

La censura hacia la obscuridad que Aristóteles y Quintiliano establecieron en sus textos ha encontrado a sus más fi eles defensores en los fi lósofos llamados analíticos. Carnap, por ejemplo, condenó amargamente la escritura de Heidegger por considerarla un sinsentido (1999). Actualmente, Dan Sperber, continuando con la tradición analítica, ha proporciona-do una visión negativa de la obscuridad en su artículo “El efecto gurú” (2009). El fi lósofo cognitivista afi rma que es parte del conocimiento popular que algunos pensadores como Sartre, Lacan y Derri-da son considerados difíciles (2009, p.1). Esta difi cultad para leerlos surge de las muy variadas formas en las que nublan el sentido de sus textos. Sin embargo,

existe un conjunto bastante importante de personas que encuentran de gran interés e inspiración los textos de estos escritores. Según Sperber, la atención que reciben estos pensadores es producto de una falacia ocasionada por el efecto gurú. En esta sección expondré brevemente los argumentos que producen tal apreciación para evaluar si es justa.

El efecto gurú se produce cuando un lector juzga como profundo un pasaje de un texto por ser incapaz de comprenderlo (2009, p. 1). De acuerdo con Sperber, los lectores de los textos obscuros aceptan la profundidad de un texto sólo con base en la reputación del escritor. Cuando no pueden comprender a cabalidad el signifi -cado del texto, normalmente se presentan dos alternativas: por un lado, —piensa el lector— el autor no tiene razones para escribir así y la obscuridad del texto es propia de la incapacidad para expresarse de otra forma; por el otro, el autor quería transmitir un sentido particular de una frase que era imposible de transmitir con una formulación más sencilla. El ethos es importante en esta situación, pues es sustancial conocer el tipo de escritor que estamos leyendo. Si confi amos en las fuer-zas intelectuales del escritor, entonces la alternativa negativa es descartada y se considera que la obscuridad del fragmen-to esconde una verdad relevante (2009, p. 6). El problema, de acuerdo con Sperber, surge si se toma a la obscuridad como

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criterio para considerar a un autor como profundo e importante (2009, p. 6).

La persuasión puede lograrse por medio de la autoridad, por medio de la argumentación o por medio de ambas fuentes. En palabras de Sperber, la mo-dernidad ha producido el remplazo de la autoridad por la argumentación (2009, p. 7). La argumentación es una muestra de respeto para la razón de la audiencia. Ade-más, expone al autor a la argumentación crítica. Estos dos factores deberían pro-porcionar mayor credibilidad al escritor que argumenta claramente que al que lo hace opacando el sentido (2009, p. 7).

El argumento para sostener la ase-veración previa es el siguiente. Existen, por lo menos, dos tipos de razones para justifi car una creencia: las intuitivas y las refl exivas. Las razones intuitivas surgen de la experiencia del agente epistémico. Las refl exivas, por su parte, surgen por el respaldo de un razonamiento. Ahora bien, en el plano de las razones refl exivas hay nuevamente dos tipos: interiores y ex-teriores. Cuando dependen del contenido de la creencia, a saber, cuando la creencia incluye su justifi cación normalmente ex-presada con un porqué, con un argumento, las razones para aceptarla como verda-dera pueden ser interiores. Cuando, por el contrario, la justifi cación proviene de una fuente ajena a la creencia, entonces las razones son exteriores (2009, p. 2). La confi anza en la conclusión de un argu-

mento expuesto claramente está basada en razones interiores, pues todos los pasos inferenciales están al alcance del lector. En cambio, cuando la confi anza en una aseveración no proviene de la exposición de un argumento, las razones que apoyan su creencia son exteriores (2009, p. 2).

Por consiguiente, cuando el signifi cado de un texto no produce unanimidad en la interpretación a causa de razones inte-riores, la confi anza en que enuncia algo relevante debe provenir de la autoridad social del autor, es decir, de razones exte-riores. El texto obscuro, en consecuencia, necesita intérpretes que puedan aclarar el mensaje que contiene. La inhabilidad para hacerlo y el creciente interés causado por ello puede ocasionar el surgimiento de un grupo de exegetas que ante el fracaso en la comprensión del mensaje consideren que la genialidad del maestro es incues-tionable. De acuerdo con Sperber, estos intérpretes se convierten en discípulos y el autor obscuro en su gurú (2009, p. 9). La consecuencia de lo anterior es la creencia irracional en que el contenido del texto ló-brego es importante. Peor aún es el riesgo latente de la génesis de una falacia: pensar que todo lo obscuro es importante.

La conclusión general que Sperber in-tenta extraer en su texto es que el gusto por el discurso obscuro es irracional. La razón, como vimos, es la ausencia de razones interiores para justifi car su im-portancia. Además, el fi lósofo francés ha

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considerado que la claridad argumentati-va es un signo de las sociedades modernas, las cuales están dispuestas a someter a examen sus afi rmaciones. Incluso más, la obscuridad es una falta de respeto al lector.

Antes de continuar con la siguiente sec-ción, la cual responderá a las afi rmaciones de Sperber con algunas observaciones de Leo Strauss, realizaré algunos comenta-rios que pueden interpretarse como una evaluación de lo argumentado por el fi ló-sofo fránces en las líneas anteriores. El ethos del escritor, o del creador de discursos en general, es una propiedad que no se obtie-ne de un segundo a otro. Normalmente involucra una trayectoria relevante, con aciertos aquí y allá, pero de manera más importante, es susceptible de evaluación histórica. Los pensadores a los que hace referencia Sperber —Lacan, Sartre, De-rrida— tienen un prestigio sobrado. Un prestigio no ganado por el simple obscu-recimiento del sentido, sino que incluye aportaciones a distintos planos teóricos que hasta ahora se siguen valorando. De manera que es bastante sensato acercarse a las obras de estos autores con un espíri-tu crítico, y esto signifi ca que el prejuicio de la superioridad de la claridad también tiene que ponerse en duda al intentar leer una obra obscura.

Por otro lado, así como la obscuridad no necesariamente genera obscuridad, tampoco es necesario lo contrario, a sa-

ber, que toda la obscuridad sea estéril. De hecho, como veremos a continuación, en ocasiones, la única forma de transmitir un mensaje es a través de la obscuridad. La sociedad moderna de la que habla Sper-ber es una idealización a la cual podemos o no buscar aspirar. En la realidad, por el contrario, el discurso claro no siempre es bien recibido.

Finalmente, la función de la obscuridad no siempre es demostrar. La demostra-ción, como la entiende Sperber, implica la recepción pasiva del sentido. La (re)velación propia de la obscuridad, por el contrario, involucra la detección y cons-trucción del signifi cado. Es justamente la participación activa del lector el elemento que facilita la persuasión, porque adopta como suyas las conclusiones.

La tendencia moderna a considerar a la obscuridad como una falla de estilo ha ido creciendo, principalmente en los ámbitos en los que impera la fi losofía cientifi cista. En la mayoría de las ocasiones este radica-lismo ha sido injustifi cado. Quizá por falta de disposición por entender las razones del otro para expresarse así; sin embargo, hay sufi cientes razones para opacar el sen-tido. Tal vez sería conveniente aprender de otros tiempos. Recordemos que si bien en la antigüedad se sugería la moderación en el uso de la obscuridad, ni Aristóteles ni Quintiliano la rechazaron categóri-camente. Ambos maestros de la técnica retórica, sabían que el nublamiento del

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sentido tiene una función. Y es el deber del escritor saber cuándo utilizarla. En la siguiente sección, podremos consta-tar que la opacidad discursiva no sólo es recomendable en muchas ocasiones, sino que incluso puede llegar a ser necesaria.

El secreto y la obscuridad

En las páginas anteriores, hemos visto, por un lado, que los apartados sobre la elocución en las retóricas de Aristóteles y Quintiliano conceden mayor importan-cia a la claridad que al discurso lóbrego. Esta preferencia cobra sentido cuando recordamos que la retórica, en gran par-te, servía para instruir a los hombres que buscaban inclinar a su favor la opinión de los jueces al deliberar sobre asuntos pú-blicos o exponer la grandeza (o bajeza) de algún personaje merecedor de tal gesto. Así, esta herramienta —la técnica retóri-ca—le brindaba al orador infl uencia en diferentes planos. En el plano de la polis (discurso deliberativo), discurrir acerca de cómo conducir el destino común de sus conciudadanos obligaba al orador a man-tener un estilo claro. Un estilo demasiado adornado podría tornar estéril el discurso. No obstante, en el plano literario (discur-so epidíctico), un estilo como el anterior, lleno de ornato, no estaría necesariamen-te fuera de lugar. Por supuesto que, en principio, una sociedad libre permitiría y favorecería ambos tipos de discursos. No

obstante, en un ambiente en el que discre-par no es bien visto, hacerlo abiertamente podría suscitar la animadversión de algún enemigo capaz de hacer daño. Por tal ra-zón, buscar la claridad que Aristóteles y Quintiliano han sugerido, en un entorno no propicio, no puede entenderse como una prescripción sin un depende. Por otro lado, Dan Sperber, ha condenado el uso de la escritura obscura pues lo considera deshonesto e impropio de nuestros tiem-pos. Además acusa de irracionales a los defensores de este estilo. ¿Es entonces un sinsentido emplear la obscuridad en el discurso?

En La persecución y el arte de escribir, Leo Strauss mostró que la obscuridad no siem-pre está fuera de lugar. Todo lo contrario: hay momentos, atmosferas, entornos e intenciones que motivan y justifi can el discurso lóbrego. En la siguiente sección sólo me concentraré en analizar los argu-mentos de dos capítulos de su completa exposición, pues ese par ilustra de manera detallada su visión sobre la obscuridad en el discurso al explicar los motivos y las estrategias para nublar el sentido.

Tanto en el pasado como en el pre-sente ha existido el discurso obscuro. Y también en ambos momentos se ha visto con desconfi anza a aquellos escritores que cultivan este arte. ¿Acaso tendríamos que olvidar la escritura obscura y buscar en todo momento la claridad? ¿Por qué seguimos necesitando el obscurecimiento

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del texto? Leo Strauss propone dos razo-nes: la persecución y el secreto.

La persecución entraña la idea del per-seguidor, del perseguido y de una acción perjudicial a los ojos del primero. El per-seguidor podría tener razón en perseguir, o no, eso es contingente. Sin embargo, cuando la condición de perseguido se ob-tiene por decir la verdad, entonces quizá la persecución es injusta. La verdad del perseguido en cualquier caso es hetero-doxa. El pensamiento ortodoxo lo tiene el gobierno, principalmente, en las socieda-des en las que se sigue una lógica equina, así lo afi rma Strauss. En los escenarios en los que opera la lógica equina —aquella que sostiene la verdad de un enunciado porque no encuentra contradicciones en sus constantes repeticiones o porque quien lo emite es un hombre moralmente intachable— la persecución de los pensadores libres es frecuente (2009, p. 30). La estabilidad política de un gobierno es, entonces, favorecida por la ilusión de la infalibilidad soberana, por la ausencia de verdades heterodoxas. Lo anterior es razonable si tomamos en cuenta que se suele pensar que si el discurso del perso-naje que está a cargo está en las mentes de la mayoría, las decisiones fl uirán con facilidad. Una situación potencialmente arriesgada surge cuando el manto doxás-tico del poderoso no cubre a todos los hombres. Un ciudadano con una verdad heterodoxa y con un pensamiento libre,

cuando lo expresa, siembra semillas que podrían germinar en otros y, en conse-cuencia, ofrecer resistencia a las fuerzas de la administración en turno al poder escoger entre una opinión o la otra.

¿Acaso es posible que las personas de pensamiento independiente expresen sus ideas públicamente sin ser perseguidas? La respuesta es afi rmativa y el cómo, por supuesto, lo proporciona la obscuridad. La estrategia, según Strauss, es escribir entre líneas. Si el pensador independiente puede expresarse entre líneas entonces será capaz de mantenerse indemne ante los ataques de la verdad ortodoxa (2009, p. 32). Pero ¿quiénes son los lectores capaces de desenterrar los mensajes escamoteados en un discurso superfi cialmente conven-cional? ¿Cómo podemos saber que la verdad heterodoxa está fuera del alcance del ojo censor del poderoso pero aún dis-ponible para su destinatario? De acuerdo con Strauss, la respuesta para la primera pregunta es la siguiente.

[L]os hombres irrefl exivos son lectores descuidados y sólo los hombres refl exivos son lectores cuidadosos. En consecuencia el autor que desee dirigirse sólo a h o m -bres refl exivos no tendrá más que escribir de forma tal que sólo un lector muy cuida-doso sea capaz de detectar el signifi cado de su libro (2009, p. 33).

Por supuesto, subyace a este frag-mento la convicción de que los hombres refl exivos son pensadores independientes

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capaces de discreción, de modo que el mensaje no será detectado por aquél a quien no fue dirigido. Pero ¿cuál es la ra-zón que hace imposible que los censores sean lectores cuidadosos? Para responder a este cuestionamiento, Strauss recurre a la sentencia socrática que relaciona al co-nocimiento con la virtud. Un sabio tiene que ser virtuoso: el conocimiento es vir-tud. Por consiguiente, el lector cuidadoso, al estar más cerca del sabio de lo que po-dría estar el censor, no puede ser vicioso. Hay, sin embargo, una visión fuertemen-te optimista en este pensamiento. Las objeciones no se harían esperar si consi-deramos que es perfectamente concebible la existencia de un censor tan cuidadoso como el pensador independiente. Por otro lado, hay una ambigüedad en el con-cepto conocimiento. En primera instancia, podría signifi car un conjunto de saberes; en segunda instancia, un conjunto de habilidades. En última instancia, el cono-cimiento puede entenderse como la unión de ambos elementos, saberes y habilida-des. El censor que sólo posea saberes no podrá trazar los patrones necesarios para descubrir lo oculto, pues para eso se nece-sitan determinadas habilidades. El censor que sólo posea habilidades carecerá de la información necesaria que le permita detectar los aspectos relevantes del texto, pues para hacerlo necesita de los saberes apropiados. De manera que el pensador independiente tiene que expresarse como

si su perseguidor tuviera ambos tipos de conocimiento. En este escenario, aún así, de acuerdo con Strauss, el escritor cuida-doso tiene la ventaja; una ventaja que le servirá para salir indemne. La demostra-ción de que el texto contiene una verdad heterodoxa recae en el censor, es decir, el perseguidor tiene la carga de la prueba (2009, p. 34). ¿Cómo demostrar que una ambigüedad o un error son intencionales?

A diferencia del censor, el lector cuidadoso debe buscar señales en las ambigüedades y en los errores del texto. Sobre todo cuando sabe que el escritor domina su arte. Quizá estos deslices constituyan la verdadera doctrina del escritor. Incluso más, no es necesario que la verdad heterodoxa se aparezca más constantemente que la ortodoxa (2009, 34). Por ello, las contradicciones subrepticias son una fuente razonable de motivos para releer el texto. Sobre todo si el escritor vivió en una época de persecución. En tal caso es mayor la pro-babilidad de que existan mensajes entre líneas (Strauss, 2009, p. 41).

En consecuencia, sostiene Strauss, no es extraño que exista cierta bidimensio-nalidad en el texto. Una dimensión está dirigida al lector descuidado (a quien él identifi ca con el vulgo). La otra está dirigi-da al pensador independiente (que podría ser el fi lósofo) quien tiene que mecerse en la ambigüedad del texto, releer las contradicciones, analizar con atención

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las repeticiones inexactas de enunciados anteriores, indagar en las expresiones extrañas, en suma, sumergirse en la obs-curidad para encontrar las verdades básicas (2009, p. 46).

Una conclusión parcial de esta sección es que la persecución es una de las razones que justifi can la obscuridad de la escritura entre líneas. En el fondo, la escritura obs-cura tiene una intención comunicativa por supuesto. Sin embargo, el diálogo que plantea no es abierto, de ahí su accesibi-lidad limitada. El destinatario es el lector cuidadoso.

De acuerdo con Strauss, la Guía de perplejos está escrita, justamente, para ser leída por un lector cuidadoso. Maimóni-des se dirigía a un lector que pudiera leer entre líneas: un lector capaz de extraer y guardar el secreto. Es así el secreto, precisamente, el segundo motivo que da cuenta de la obscuridad. El fi n de Mai-mónides al escribir la Guía era explicar, sin revelar, los secretos de la Biblia y en particular de la Torá (Strauss, 2009, p 52). Tradicionalmente, los secretos de la Torá se transmitían oralmente pero, como aclara Strauss, las condiciones para ha-cerlo eran cada vez más precarias en la época de su escritura, y el riesgo de que se perdiera la tradición crecía. Sin em-bargo, la prohibición de escribir un libro sobre las enseñanzas secretas generó un dilema para Maimónides. Por un lado, tenía que evitar la pérdida de la tradición;

pero, por otro lado, no podía escribir un libro para que lo leyeran todos, incluso los no versados y, en consecuencia, dejar abierta la posibilidad de revelar los se-cretos. La forma de resolver este dilema fue escribir una guía lo sufi cientemente obscura para que sólo los destinatarios apropiados pudieran comprenderla. Strauss lo expresa así: “ [Maimónides] tuvo que convertirse en un maestro del arte del revelar sin revelar y del no reve-lar revelando” (2009, p. 66).

La insinuación, por ejemplo, es una de las estrategias que utilizó Maimónides para revelar el secreto. Las ideas inusita-das iban seguidas de una interpretación más convencional. Es decir, el texto tenía intercalados grandes silencios con breves alusiones (2009, p. 68). El lector inspirado podría ir sacando las hebras signifi cativas imperceptibles para el necio. Lo mismo ocurre con las adiciones y supresiones encerradas en las repeticiones. La refor-mulación de una idea entraña cambios de sentido que no son obvios de inmediato y que, en rigor, el lector descuidado pasa por alto. Strauss explicó la razón de esta forma de escribir así: “el propósito de re-petir fórmulas convencionales es ocultar en la repetición el develamiento de pun-tos de vista no convencionales” (2009, p. 68). Es decir, algunas reformulaciones se acercan de manera sinuosa a esos secretos que nuevamente se ocultan en la siguien-te repetición.

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Otro de los preceptos que deben guiar al lector cuidadoso es la consideración profunda de cada palabra. La razón es que incluso cuando una palabra parezca no tener relación con lo que se discute en el fragmento su inclusión tiene un moti-vo (Strauss, 2009, p. 80). Naturalmente, podemos pensar que ese motivo es la insinuación de un secreto. Recordemos que también la brevedad al producir poli-valencia semántica genera obscuridad. En consecuencia, es posible que algunas de las revelaciones más importantes estuvie-ran revestidas por la brevitas.

Por otra parte, una de las más im-portantes estrategias de obscuridad en la Guía¸ de acuerdo con Strauss, es el empleo del discurso contradictorio (2009, p. 87). No basta para el estudioso mostrar que el texto tiene contradicciones; ni siquiera basta elucidar cuáles son. Lo cru-cial es determinar cuál proposición es la que revela el secreto y cuál lo oculta. Las contradicciones, sin embargo, no son evi-dentes. Los pares están bien disfrazados. Por consiguiente, es pertinente explorar las guisas con las que se presentan.

Las formas de la contradicción conteni-das en la Guía son seis. La primera es una contradicción simple que se diluye por la distancia en la que se presenta. Strauss la simboliza como a = b — a ≠ b (Strauss, 2009, p. 88). La segunda es una variación de la primera y que consiste simplemente en una contradicción disfrazada de des-

cuido. El tercer tipo de contradicción es indirecta, pues consiste en ocultar el enun-ciado contradictorio, pero ir en contra de sus implicaciones. La simbolización es la siguiente: a = b — b = c — [a = c] — a ≠ c — [a ≠ b]. Los corchetes signifi can que el enunciado no se menciona (2009, p. 88). El cuarto método consiste en repetir el primer enunciado pero agregar u omitir información aparentemente no relevante. Su simbolización está a continuación: a = b — [b = β + ε] — a = β — [a ≠ b]. El quinto tipo de contradicción nuevamente incluye una adición u omisión de infor-mación en la repetición del enunciado intermedio. La siguiente fórmula lo repre-senta: a = b — a ≠ β — [b = β + ε] — a ≠ b. El sexto y último tipo de contradicción consiste en emplear palabras ambiguas. La siguiente es su representación:

= a = b a = c — c b (2009, p. 89). ≠ a ≠ b

Prestar atención al discurso ambiguo es importante porque involucra la bidimen-sionalidad de la que ya hablé hace algunas líneas. Esconde pero muestra, es decir, (re)vela. De acuerdo con Strauss, además de signifi car “palabra que apunta a dos objetos”, ambiguedad para Maimónides era la palabra acertadamente dicha (2009, p. 89). Y la razón de su conveniencia era que servía para los dos estratos, el público y el secreto.

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Queda, sin duda, la incógnita acer-ca de cómo podremos encontrar el elemento verdadero en las múltiples contradicciones que presenta un tex-to escrito al modo obscuro que sigue Maimónides. Strauss considera que es un asunto de frecuencia. En otras pala-bras, “lo que toda la gente dice todo el tiempo es lo opuesto a un secreto. Por lo tanto, podemos establecer la regla de que, entre dos enunciados contradicto-rios [...] se debe considerar verdadero el que aparece con menos frecuencia, incluso sólo una vez” (2009, p. 91). El lector cuidadoso sabrá detectar la verdad aunque sólo se mencione de pa-sada, supondría Maimónides. Además, la llamada de atención a las palabras que podrían estar fuera de lugar pare-ce apoyar esta interpretación (Strauss, 2009, p. 80).

La segunda conclusión de la sec-ción es que una estrategia apropiada para obscurecer el texto es emplear la contradicción. La clave para encontrar el enunciado verdadero detrás del es-pejo es la infrecuencia, pues esa es la naturaleza del secreto. Por otra parte, la ambigüedad, como polivalencia se-mántica, es conveniente para ocultar a la mayoría y mostrar a unos cuantos el mensaje que contiene el texto. Sólo el pensador independiente podrá en-contrar la verdad heterodoxa detrás del abismo.

Conclusión

Aristóteles y Quintiliano coinciden en algunos de los medios para producir la obscuridad. En suma, si queremos nublar el sentido de un texto podemos introducir términos extraños (como los compuestos, inusitados, o extranjeros), epítetos improcedentes, metáforas ale-jadas, ornato cargado, subordinaciones constantes, circunloquios, alteraciones sintácticas, extensión o brevedad extrema y ambigüedades de todo tipo. También coinciden en que recurrir a la obscuridad debe ser infrecuente. Aristóteles, por una parte, advirtió que un orador podría resultar sospechoso al usar términos extraños y esta sospecha podría restarle credibilidad. Por tal razón, la mesura era recomendable. Quintiliano, por otra par-te, recomendaba el uso de la obscuridad siempre que se aclarara inmediatamente qué se intentaba expresar en el pasaje ló-brego. El auditorio aprobaba y disfrutaba de esta práctica, la cual hacía parecer al orador como una persona confi able. Ambos pensadores sugerían el disimulo en el empleo de la obscuridad, porque el exceso de ornato va en contra de la naturalidad del discurso. No obstante, es importante subrayar que los dos permi-tían, aunque haya sido con reservas, el uso de la lobreguez discursiva.

La moderación que aconsejaban los grecolatinos se transformó en un recha-

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zo radical para algunos fi lósofos de la así llamada escuela analítica. En el texto, tuvi-mos la ocasión de explorar el argumento de uno de sus representantes, a saber, Dan Sperber, quien ha considerado a la obscu-ridad como un defecto de escritura. Para él, el opacamiento del sentido incrementa el riesgo de confundir lo irrelevante con lo relevante, además de crear la ilusión de que lo importante sólo puede ser obscuro y que lo obscuro es importante. Pudimos ver que si bien lo obscuro no siempre es profundo, tampoco podemos inferir que lo obscuro sea necesariamente fútil.

En la última sección, los argumentos de Leo Strauss nos mostraron que la obscuridad tiene cabida en el texto. Y no sólo tiene un lugar accidental, sino que en ocasiones su empleo es necesario; sobre todo cuando un régimen político no permite la discrepancia y resulta in-dispensable expresarla públicamente. Lo anterior signifi ca que aquel que escribe de forma obscura no lo hace simplemen-te por razones estilísticas. En ocasiones es necesario hacer pública la verdad heterodoxa. En otras situaciones, como en la que se encontraba Maimónides, era preciso transmitir algún secreto para preservar la tradición.

La persecución sigue presente en nuestras sociedades, por esa razón, sigue estando vigente la escritura obscura. La tarea del lector es ser cuidadoso al encon-trarse con un texto, lóbrego, abstruso,

polivalente. Quizá lo que está contenido detrás de esos juegos de espejos sea una verdad envuelta en el secreto.

En suma, la obscuridad tiene un lugar en el discurso, desempeña una función. Sa-ber emplearla es importante, pero es igual de importante saber encontrar qué es lo que subyace a ella. O en otras palabras, es vital saber leer cuidadosamente. Rechazar la pertinencia de un texto por la incapa-cidad para entenderlo no es razonable. Aceptarlo por la misma razón es igual-mente insensato. Tomarse el tiempo para desentrañar lo que oculta, imperativo. Es, en consecuencia, recomendable iniciar una discusión académica que permita entender sin radicalismos desafortunados cómo y cuándo usar la obscuridad, y en general, qué sitio tiene la retórica en nues-tra sociedad y cultura actuales.

Para concluir es pertinente re-cordar las palabras de Derrida sobre la difi cultad de su lectura, lo cual aclara que la elección de la obscuridad no es un asunto de la suerte: “I never give in to the temptation to be diffi cult just for the sake of being diffi cult. That would be too ri-diculous” (Derrida, 1995, p. 115).

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Carlos Hernández Mercado

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Carlos Hernández MercadoCentro de Investigación y

Docencia Econó[email protected]

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 181-193. ISSN 1853-0451

RESUMEN

El objetivo de este ensayo es explicar la reformulación del concepto de «razón práctica» producida en el modelo fi losófi co de Jürgen Habermas. El nuevo concepto de «razón comunicativa» es un intento de establecer, en un nivel postmetafísico de fundamentación, un tipo de «crítica inma-nente» de las sociedades contemporáneas infl uenciada por la tradición hegeliano-marxista y por los avances de la fi losofía actual. Frente a los paradigmas ontológicos y epistemológicos de «razón práctica», el nuevo concepto de razón se presenta como una alternativa universalista en tiempos postmetafísicos.

Palabras clave: acción comunicativa, fi losofía moral, razón práctica, teoría del discurso, teoría social, postmetafísica.

ABSTRACT

The proposal of this essay is to explain the reformulation of the concept of «practical reason» produced in Jürgen Habermas’ philosophical model. The new concept of «communicative rea-son» is an attempt to establish, in a postmetaphysical level of foundation, a kind of «immanent critique» of the contemporary societies influenced from the Hegelian-Marxist tradition and the advances of current philosophy. In front of the ontological and epistemological paradigms of «practical reason», the new concept of reason is showed as an universalistic alternative in postmetaphysical times.

Key words: communicative action, moral philosophy, practical reason, discurse theory, social theory, postmetaphysics.

DE LA RAZÓN PRÁCTICA A LA

RAZÓN COMUNICATIVA

(LOS FUNDAMENTOS DE LA IMMANENTE KRITIK

EN SU REFORMULACIÓN HABERMASIANA)

Francisco Javier Castillejos RodríguezUniversidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

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El problema del conceptode «razón práctica»

La Teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas ha res-

paldado un nuevo concepto de razón (Vernunft) congruente con el giro postme-tafísico de la fi losofía contemporánea. Dicha categoría intentó contrarrestar los relativismos y contextualismos de la ca-racterización situada de la racionalidad de etiqueta postmoderna. Su propósito fue defender un concepto de Vernunft escép-tico y postmetafísico, pero no derrotista. La razón comunicativa (kommunikative Vernunft) emergerá como débil y fuerte a la vez: desterrará todo contenido al ámbito de lo contingente —permitiendo pensar a la razón como contingentemente surgida—, pero se encontrará en las antípodas del contextualismo en virtud de su carácter universalista.1 De particular importan-cia resulta para el entendimiento de la fi losofía del derecho habermasiana las diferenciaciones asumidas por la kom-munikative Vernunft en contraste con la tradición de la praktische Philosophie.

El concepto de «razón práctica» (praktische Vernunft, practical reason, etc.)

1. (Habermas, 1990: 156-157). A través de esta nueva conceptualización, Habermas intenta relegiti-mar la tradición ilustrada de la fi losofía occidental re-habilitándola no sólo como occidental, sino sobre ba-ses universalistas. Así, la fi losofía postmetafísica debe satisfacer un test de compatibilidad con el proyecto de la modernidad. Cfr. (Strong, 1995: 263-264).

ha tenido siempre un papel central en las refl exiones propias de la fi losofía oc-cidental. Relacionada en particular con funciones de orientación de la acción, la fi losofía práctica ha pretendido respon-der a la pregunta «¿qué se debe hacer?» mediante una serie de planteamientos vinculados con la razón y, por tanto, con la construcción de argumentos2. En este sentido, no debe sorprender que el cé-lebre silogismo práctico aristotélico sea considerado el paradigma del razona-miento práctico3.

No obstante que el concepto de ra-zón (λόγος, ratio, Vernunft, reason, ragione, etc.) se ha constituido en una idea bási-camente unitaria, desde la Antigüedad clásica ha adoptado principalmente dos variantes: la denominada razón teórica (o epistémica), i.e., aquella dirigida a dar cuenta del ser del mundo, por un lado, y la razón referida a cuestiones prácticas, i.e., desarrollada en términos de deber ser, por otro. El pensamiento fi losófi co griego distinguió estas dos formas de manifesta-ción del λόγος mediante las expresiones «έπιστήμη» y «φρόνεσις». De manera análoga, los romanos deslindaron las

2. (Habermas, 2005: 71). Esta idea de la razón práctica es compatible también con las caracteriza-ciones contemporáneas que intentan identifi car el papel de la practical philosophy con la determinación de la conducta mediante reasons for action. Sobre el particular pueden verse (Raz, 1990:10-36) y (Searle, 2003: 19).

3. Cfr. (Anscombe, 1986: 67).

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labores propias de la scientia respecto de las actividades proyectadas por la prudentia. En este contexto, la Ética aristotélica tuvo el mérito de explicitar la especifi cidad de la φρόνεσις como actividad desarrollada por ciertos individuos identifi cados como prudentes. Mientras que la έπιστήμη era entendida como la aprehensión de las cosas universales y necesarias, la labor del prudente se sostenía en la capacidad de deliberar acertadamente sobre las cosas buenas y provechosas no sólo para él, sino para el bien vivir general. El prudente es aquél que sabe deliberar, que sabe «calcu-lar» de la manera correcta. No se trataba de una actividad propiamente teórica, sino evidentemente práctica. Nos precisa Aristóteles:

[N]o es posible deliberar sobre las cosas que son necesariamente, [por tanto] la prudencia no podrá ser ni ciencia ni arte. […] No queda, pues, sino que la pru-dencia sea un hábito práctico verdadero, acompañado de la razón, sobre las cosas buenas y malas para el hombre (Aristóte-les, 2000: 77).

De ahí que se considere a Pericles y a sus semejantes como prudentes, mientras que “de Anaxágoras, Tales y sus semejantes se dice que son sabios y no prudentes”4. La φρόνεσις es análoga a la έπιστήμη: se realiza mediante los «cálculos de la razón». No obstante, no

4. (Aristóteles, 2000: 78).

se refi ere únicamente a lo universal, sino que debe conocer las circunstancias par-ticulares en virtud de su focalización en la acción. Huelga decir que el entendimien-to de esta vertiente de la razón práctica es indispensable para comprender las peculiaridades de la prudentia iuris desa-rrolladas bajo el genio romano5.

Esta diferenciación entre dos tipos de razón ha tenido una larga recepción que ha llegado hasta la cúspide del pensamien-to moderno. Incluso Kant, en su célebre Kritik der praktischen Vernunft sostendría una primacía de las refl exiones prácticas de la fi losofía por encima de sus preocupa-ciones específi camente teóricas:

[E]n la unión de la razón pura especulativa con la razón pura práctica en un conoci-miento, la última tiene el primado […]. [S]in esta subordinación, habría una contra-dicción de la razón consigo misma […]. [N]o se puede exigir a la razón pura práctica

5 El carácter análogo de la ciencia con la pru-dencia se encuentra precisado (Aristóteles, 2000, 77-79). La jurisprudencia romana, cuya autocompren-sión estaba ligada al concepto romano de scientia, justifi có su nombre en virtud de que proporcionaba una respuesta (la respuesta jurídica) al problema prác-tico «¿qué hacer?». La formulación de responsa no se efectuaba mediante el tradicional razonamiento si-logístico aristotélico, sino a través de un mecanismo sui generis que no llevaba a la construcción de conclu-siones lógicas, sino a la determinación de soluciones a cuestiones jurídicas. Así, la prudentia iuris emergió como una herramienta de la razón práctica asumien-do las peculiaridades del pensamiento romano: cons-tituyó la manera de razonar qué hacer en derecho. Sobre este conjunto de problemas resultan interesantes (Ta-mayo 2003: 123-157) y Tamayo, 2008: 322-324).

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que se subordine a la razón especulativa in-virtiendo así el orden, porque todo interés es, a la postre, práctico (Kant, 2001, 118).6

Cabe decir, sin embargo, que este des-linde entre dos tipos de razón ha dado lugar a una serie de problemáticas que de ningún modo han conducido a un vere-dicto unívoco en el ámbito de la fi losofía contemporánea7.

6. Recordemos que para Kant, el uso teórico o espe-culatico de la razón tiene que ver con un conocimien-to de los objetos que conduzca hasta los principios a priori más elevados, mientras que el uso práctico de la razón queda referido a los fundamentos de la deter-minación de la voluntad. De ahí que el concepto bá-sico que hace posible a la praktische Vernunft sea el de libertad (Freiheit). Véase, (Kant, 2001: 2-4 y 13). Según Habermas, la dicotomía razón teórica/razón práctica se plantea tanto en la tradición aristotélica como en la fi losofía kantiana, aunque con diferencias importan-tes. Véase, (Habermas, 2007: 261-262).

7. El concepto de praktische Vernunft en ocasiones ha sido entendido como un oxímoron que pretende unir en un modelo coherente dos facultades humanas prima facie inconmensurables: el conocimiento racio-nal y la normatividad de las acciones. Por ejemplo, Alf Ross (en un libro publicado en 1933 bajo el título de Kritik der sogenannten praktischen Erkenntnis) inten-tó demostrar la imposibilidad de un conocimiento específi camente moral bajo el argumento de que el conocimiento (Erkenntnis) sólo podía tener funciones cognitivas ——i.e., la formulación de enunciados teó-ricos o «»— y nunca directivas —i.e., la formulación de normas ‘d (T)’ prohibitivas, permisivas u obliga-torias—. La pretensión de construir una praktische Erkenntnis (PE) o «conocimiento práctico» puede ser explicada mediante la fórmula siguiente:

+ ‘d (T)’ = PE

Al ser una concepción que unifi ca en un solo mo-delo la cognición (enunciados «») y la prescripción (directivos), la praktische Erkenntnis es rechazada

De la misma manera que la historia de la fi losofía puede ser correctamente entendida como una sucesión de tres paradigmas —el ontológico, el episte-mológico y el lingüístico—, el concepto de razón práctica asumido en cada uno de ellos adquirió un status particular. El paradigma ontológico —i.e., la metafísica dogmática pre-epistémica— admitió dos variantes en el pensamiento antiguo. Por una parte, la tradición platónica se ba-saba en la idea de que la contemplación intelectual del Bien (άγαθός) constituía la forma más elevada del conocimiento8. El hombre tenía que cumplir con su función en el κόσμος y quien actuaba mal se rebe-laba en contra de ese orden del mundo9. En este sentido, el fundamento ontoló-

por incurrir en una reductio ad absurdum (Ross, 1971: 66-67). El pragmatismo americano, sobre la base de argumentos por lo demás distintos, se ha ma-nifestado en contra de la dicotomía «razón teórica-razón práctica»: el pensamiento dualista es objetado por producir una serie de pseudo-problemas. Sobre esta cuestión (Ortiz-Millán, 2005:127-129). Este con-junto de debates demuestra la relación tan estrecha que existe —en el dominio de la fi losofía práctica— entre las cuestiones cognitivas o epistémicas y la pro-blemática de la acción humana. El asunto se compli-ca cuando se emplean expresiones como «contenido cognitivo de la moral» o «justifi cación de acciones por razones epistémicas» para identifi car algunas posicio-nes propias de la teoría moral. En este último sentido, lo especulativo y lo práctico devienen un paradigma unitario que, sin embargo, tiene como background a la dicotomía mencionada.

8. (Habermas, 2007: 261).

9 (Patzig, 2000: 40).

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gico del universo constituía, a la vez, el armazón deóntico de todo lo existente: la razón práctica platónica se sostenía bajo el presupuesto de la existencia de un orden objetivo ajeno a la voluntad de los seres humanos que defi nía el lugar y la función que debía ocupar cada ente. La tarea del λόγος era, por tanto, descubrir y dar cuenta de ese orden10. Por otra parte, la conceptualización aristotélica de la razón práctica se encontraba íntimamente vin-culada con su entendimiento de la política. Para Aristóteles no había oposición entre la constitución vigente y el ethos de la vida ciudadana: al ser el hombre un zoon politikon, únicamente la πολιτεια podía habilitarlo para la vida buena11. En este contexto, la razón práctica se manifesta-ba en sus plasmaciones tanto en formas culturales de vida como en instituciones políticas12.

El paso del concepto de razón práctica propio del modelo ontológico a aquél

10. (Serrano,2005: 121-122).

11. (Habermas,1987: 49-50). El hecho de que la política se refi riera exclusivamente a la πράχις —y no a la τέχνη— permite comprender su papel central en la fi losofía práctica aristotélica. El concepto de razón práctica queda desenvuelto en un ámbito que carece de la permanencia ontológica y de necesidad lógica. De ahí el deslinde ya comentado entre la ρόνεσις y la pretensión cognoscitiva de la έπιστήμη apodíctica.

12. (Habermas, 2005b: 63). Esta dependencia res-pecto de la comunidad lato sensu (ya sea entendida en términos cósmicos o de pertenencia a la πόλις) ha permitido caracterizar tanto a la tradición platónica como a la aristotélica como típicamente organicistas o colectivistas.

desarrollado bajo el dominio del paradig-ma epistemológico —i.e., el mentalismo o fi losofía de la conciencia— se dio como consecuencia del descrédito de la idea de un closed world y su sustitución por la ca-tegoría de infi nite universe: la destrucción del κόσμος dio lugar a una nueva Weltans-chauung que implicaría la desvalorización del orden establecido por la metafísica pre-epistémica13. A partir de entonces, la razón dejaría de ser un atributo de un orden universal y se consideraría una característica distintiva de la subjetivi-dad14. De ahí que Habermas señale que el concepto de praktische Vernunft como capacidad subjetiva sea “una acuñación moderna”15. Nuestro autor explica esta transformación a través de un diagnóstico peculiar:

El paso desde la conceptualización aristo-télica a premisas de la fi losofía del sujeto […] tenía la ventaja de que de ahora en adelante la razón práctica quedaba referida a la felicidad individualistamente entendi-da y a la autonomía moralmente peraltada del sujeto individuado, a la libertad del hombre como un sujeto privado que tam-bién puede asumir los papeles de miembro

13. (Koyré,1979: 6). 14. (Serrano, 2005: 123).

15. (Habermas, 2005b: 63). Aplicando las cate-gorías de Horkheimer a esta problemática, podría decirse que mientras la razón práctica pre-moderna era una instanciación de la «razón objetiva», la razón práctica moderna, por su conformidad con la fi losofía de la conciencia, era una sub specie de la «razón subje-tiva». Cfr. (Horkheimer, 2007: 15-19).

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de la sociedad civil, de ciudadano de un determinado Estado y de ciudadano del mundo (Habermas, 2005b: 63).

La razón práctica en la nueva era

(neue Zeit) asumiría dos tipos de plantea-mientos que dejarían ver su conexión en cortocircuito con la práctica social: 1) Los explícitamente normativos, i.e., aquellos desarrollados básicamente por la tradición del derecho natural racional (por lo menos hasta Kant) en el sentido de circunscribir las coordenadas del único orden social y político correcto16; y 2) Los cripto-normativos, i.e., aquellos formula-dos en términos de fi losofía de la historia. Tanto el pensamiento hegeliano como el marxista constituyeron el puente entre las concepciones normativistas y aquellas que renunciarían a los contenidos nor-mativos de la razón práctica. Al añadirse al repertorio conceptual propio del siglo XVIII la dimensión de la historia, la orien-tación de la acción abandonaría el típico normativismo del modelo iusnaturalista y

16. La tradición del derecho natural racional pue-de ser dividida en dos concepciones de razón prácti-ca: la hobbesiana y la kantiana. La primera se basa en una especie de no-cognitivismo débil desenvuelto bajo el concepto de racionalidad instrumental. La se-gunda gira alrededor de un cognitivismo fuerte sos-tenido en la idea de universalidad, i.e., que da cuenta también de la pretensión de validez categórica de las obligaciones morales. Esto demuestra que el concep-to de praktische Vernunft no se presenta únicamente en el contexto de concepciones cognitivistas. Sobre esta diferenciación pueden verse (Habermas, 1999: 32-33 y 40), (Alexy, 2008: 33-136).

lo sustituiría por un supuesto proceso del espíritu objetivo o por la idea de una so-ciedad administrada a sí misma emergida a posteriori de la extinción del Estado.17

Hegel, Marx y la fundamentación postmetafísica de la«immanente Kritik»

En la era de la postmetafísica, el con-cepto moderno de razón práctica parece haber perdido su potencial explicativo.18 Las insufi ciencias de la fi losofía del sujeto para dar cuenta de la conexión entre la razón y las prácticas sociales complejas, por un lado, así como las polémicas em-piristas que han desenmascarado a los modelos normativos de incurrir en una «falacia naturalista» (naturalistic fallacy), por otro, han tenido como consecuencia que el mismo entendimiento de la praktis-che Vernunft resulte irremediablemente problemático.19 En los tiempos modernos,

17. (Habermas, 2005b: 63-65).

18. Para Habermas, la metafísica (metaphysisches Denken) —señalando la excepción de la tradición aris-totélica— asume el concepto de razón práctica como consecuencia de su adherencia al idealismo fi losófi co: se presupone que lo debido puede ser conocido y, en todo caso, la disputa se reduce a determinar la natu-raleza de dicho saber. Ya sea que el bien se exprese en el cosmos, en el ethos de una comunidad o en la con-vicción moral de un yo inteligible, la idea de praktis-che Vernunft pierde su función cuando el problema de la praxis deja de ser planteado de tal modo.

19. La naturalistic fallacy, i.e., el error categorial de elaborar modelos normativos derivados de concep-tuaciones explicativas ha sido el argumento central

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el normativismo convencional de la fi losofía política y del derecho ha devenido insos-tenible bajo las premisas del paradigma del sujeto: ya no puede fundamentar sus contenidos por referencia a una constitu-ción natural del hombre o sobre la base de un planteamiento individualista que parta de situaciones contrafácticas atomísticas. Además, los recursos a la consolidación de tradiciones logradas contingentemente o a las teologías de la historia han dejado de ser convincentes. El problema se complica en virtud de que la célebre «rehabilitación de la fi losofía práctica» (Rehabilitierung der praktischen Philosophie) no ha podido proporcionar respuestas concluyentes en su polémica con los intentos tanto empi-ristas como funcionalistas de reducción o eliminación de las pretensiones prácticas20. ¿Tendríamos que conformarnos, entonces, con una renuncia contextualista de la razón en la resolución de las cuestiones prácticas y dejarnos conducir únicamente por apela-ciones a la fuerza normativa de lo fáctico?

El autor de Teoría de la acción comu-nicativa establece como requerimiento

en contra de la mayoría de las variantes de la praktis-che Vernunft. Se trata de una argumentación que no se limita a la tradición empirista de Hume, sino que ha sido sostenida por autores de otras latitudes (v. gr., Popper, Kelsen, Ross, Bobbio, etc.). Luhmann, por su parte, constituye un caso especial. Sobre el particular, pueden verse: (Patzig, 2000: 43-44), (Alexy, 2008: 131-132) y (Höffe, 1992:113). El término de naturalistic fa-llacy fue acuñado por G. E. Moore, aunque con una signifi cación distinta. Véase (Moore, 1997: 90).

20. (Habermas, 2005b: 64-65).

metateórico la imposibilidad de regresar al concepto tradicional de praktische Ver-nunft. Los planteamientos típicamente normativos propios de la neue Zeit —i.e., los iusnaturalismos— ya no poseen la fuerza que tuvieron antaño. Sin em-bargo, sería un error considerar que la única alternativa fuese la renuncia contra-intuitiva del concepto de razón. En este contexto, Habermas adopta otro camino: la praktische Vernunft del pensamiento metafísico es sustituida por la categoría de kommunikative Vernunft congruente con las especifi cidades de la era postme-tafísica.21 Y dicha sustitución representa algo más que un cambio de etiquetas. El tránsito del concepto metafísico de razón práctica (particularmente desenvuelto bajo el trasfondo de la fi losofía del sujeto) al postmetafísico de racionalidad comuni-cativa tiene que ser realizado mediante la aclaración preliminar del concepto de «crítica inmanente» (immanente Kritik).

Como Kritik, la Teoría de la acción co-municativa se presenta como una variante de «crítica inmanente» (immanente Kritik), i.e., de un cuestionamiento a nuestras prácticas sociales a partir de lo que pre-

21. Michael Pusey ha señalado que Habermas, a pesar de no ser un fi lósofo trascendental convencio-nal, escribe bajo el background de una tradición que posee un concepto fuerte de razón. Dicha tradición la ubica Pusey desde la fi losofía griega hasta llegar a Kant, Hegel y Marx, y la opone a la tradición empi-rista británica. Por esta razón, Habermas no podría desarrollar su modelo sin dicho concepto. Véase (Pu-sey,1987: 15-16).

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suponemos en esas mismas prácticas. Este tipo de crítica presupone que existe grosso modo una relación de «autorreferencia en cortocircuito» entre sociedad y razón. El modelo comunicativo de acción, dentro del marco de la tradición de la Escuela de Frankfurt, se presenta como una «crítica inmanente de la sociedad» (immanente Kritik der Gesellschaft) planteada en térmi-nos de una «teoría de la modernización capitalista» (Theorie der kapitalistischen Modernisierung).22 La immanente Kritik debe partir —de manera similar a la me-todología de la primera generación de la Teoría Crítica— de un concepto situado de Vernunft, i.e., conectado a la acción mediante el lenguaje y arraigado en for-mas de vida, pero evitando el riesgo de la fi losofía de la historia.23 Según Habermas, una Theorie der Gesellschaft se comporta críticamente en dos sentidos: 1) Frente a la realidad de las sociedades desarrolladas en la medida en que no hacen uso del poten-cial de aprendizaje del que disponen, y 2) Frente a las explicaciones científi co-socia-les que no pueden descifrar las paradojas de la racionalización social por su con-cepción unilateral de la sociedad.24 Como consecuencia del carácter universal de las condiciones explicitadas, la immanente Kritik habermasiana supera la dialéctica «inmanencia-trascendencia» que dicho

22. (Schnädelbach, 1986: 33).

23. (McCarthy, 1989: 200-201).

24. (Habermas, 2005a: 529-530).

concepto implica. Thomas McCarthy lo explica de esta manera:

Habermas coloca la oposición kantiana en-tre lo ideal y lo real dentro del dominio de la práctica social misma. Él argumenta que la interacción comunicativa está en todo lugar permeada por presuposiciones prag-máticas idealizadas en torno a la razón, la verdad y la realidad. […] Como suposicio-nes […], ellas son en realidad efectivas en la estructuración de la comunicación y al mismo tiempo son típicamente contrafác-ticas en el sentido de que apuntan más allá de los límites de las situaciones actuales. En consecuencia, nuestras ideas de razón, verdad, objetividad y semejantes son tanto “inmanentes” como “trascendentes” a las prácticas, normas y standards de las cultu-ras de nuestros días (McCarthy, 1989: 201).

Los orígenes de la immanente Kritik se encuentran en el «hegelian turn» del pensamiento metafísico alemán. Seyla Benhabib afi rma que tanto Hegel como Marx practicaron una especie de immanent critique de la sociedad de su tiempo al ex-poner la naturaleza contradictoria de esta última. En oposición al mero criticismo practicado por Kant y la Ilustración, la immanent critique se basaba en la idea —confrontada con el dogmatismo y el formalismo— de que tanto los contenidos como las formas sociales son producto de un tipo de conciencia clavada en una forma de vida dividida y alienada.25 El concepto de «negación determinada» tal

25. (Benhabib, 1986:20-21 y 42).

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como lo expone Hegel en la Fenomenolo-gía del Espíritu puede ser considerado el locus classicus de la immanente Kritik: la atribución de falsedad a cierto principio —a partir de sí mismo— no implica su re-futación y su reducción a nada; más bien, la negación lleva a poner de relieve su de-fi ciencia dando lugar a un desarrollo del principio prima facie refutado. La acción negativa conlleva un progreso positivo. De ahí que, en oposición al escepticismo, “en el pensamiento conceptual lo negativo pertenece al contenido mismo y es lo positivo, tanto en cuanto su movimiento inmanente y su determinación como en cuanto la totalidad de ambos. Aprehendido como resultado, es lo que se deriva de este movimiento, lo negativo determinado y, con ello, al mismo tiempo, un contenido positivo” (Hegel, 1966: 18-19).26

En el caso específi co del modelo haber-masiano, la immanente Kritik se desenvuelve como consecuencia de la explicitación de las presuposiciones normativas implíci-tas en las prácticas comunicativas y que tienen efi cacia social a pesar de tener un status contrafáctico —y aun cuando di-chas condiciones sean constantemente desmentidas por la misma realidad social dando lugar a disonancias cognitivas.27

26. Para cuestiones relacionadas (Kortian, 1980: 26 y 32). Sobre el status de la Teoría Crítica y su opo-sición a las formas convencionales de teorizar, con-súltese (Horkheimer, 2000: 43).

27. En conexión con esto, Richard J. Bernstein ex-plica: “[L]a razón comunicativa es anticipada y pre-

En este sentido, la immanente Kritik en su reformulación habermasiana puede ser califi cada como una «trascendencia desde dentro», i.e., como una crítica que apunta más allá de toda provincialidad histórica concreta.28 Se trata, por supuesto de un programa muy fuerte que —en razón de su pretensión universal desenvuelta en la era postmetafísica— requiere de justifi cación y, en su caso, de comprobación empíri-ca. Con la elaboración de su «pragmática universal» (Universalpragmatik) hasta sus últimas consecuencias, Habermas tratará de responder a dichos retos.29

supuesta en «las estructuras generales de la comuni-cación posible» y en «estructuras de la reproducción social en sí mismas», y que aunque es silenciada una y otra vez, desarrolla un «poder trascendente testaru-do» (Bernstein,1983: 191).

28. (Habermas, 2001: 163).

29. El planteamiento es correcto en el sentido de que, en la era de la postmetafísica, no podemos partir más que de un concepto situado de razón. Sin embargo, el paso hacia la universalidad de las presu-posiciones normativas de las prácticas comunicativas cotidianas que conduciría a un modelo neoclásico de la modernidad —en el cual el proyecto ilustrado se-guiría siendo afi rmado tanto en su aspecto político (self-assertion) como en el epistemológico (self-foun-dation)— no es aceptado de manera general. Esta si-tuación está descrita, inter alia, (Benhabib,1992: 3-6). Bernstein ha señalado que tenemos una necesidad urgente de movernos beyond objectivism and relativism, i.e., más allá de la idea fundacionalista implicada en la búsqueda de un punto arquimédico permanente y ahistórico al cual pueda apelarse en la determinación de la naturaleza de la racionalidad, el conocimiento, la verdad y la corrección, por un lado, así como de la concepción derrotista según la cual los esquemas conceptuales son plurales e irreductibles, por otro (Bernstein, 1983: 2-8). Otro problema es el meto-

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§ 3.-La «immanente Kritik»y el nuevo concepto de razón

La introducción del concepto de kom-munikative Vernunft impide abandonar los planteamientos y soluciones que se han desarrollado a lo largo de la historia de la fi losofía práctica. Habermas enfatiza que, aún en las condiciones del pensamien-to postmetafísico (nachmetaphysisches Denken), la teorización social no puede ser indiferente frente a los problemas que sur-gen en el «mundo de la vida» (Lebenswelt). Al contrario: debe asumir la función de reconstruirlos vía la explicitación de sus presuposiciones. En este contexto, la kommunikative Vernunft se integra, nece-sariamente, en una teoría de la sociedad planteada en términos reconstructivos.30

dológico. K.-O. Apel ha descalifi cado a la immanente Kritik habermasiana por incurrir en una falacia na-turalista: no se puede recurrir al «mundo de la vida» (Lebenswelt) para la fundamentación de normas. La «glorifi cación del mundo de la vida» se derivaría de la errónea falta de distinción entre las ciencias sociales empírico-reconstructivas y los enunciados universa-les de la fi losofía. En el fondo, la polémica se da entre una concepción trascendental vis-à-vis una concep-ción reconstructiva de la Pragmatik. En este contexto son relevantes (Apel, 1989: 19), (Apel, 1994: 205-206).

30. (Habermas, 2005b: 67 y 71). Al desenvolverse el pensamiento postmetafísico en una post-skeptical era, problemas como el de la naturalistic fallacy ad-miten un signifi cado distinto e incluso pueden llegar a quedar vacíos de sentido. Si se abandona tanto la obsesión epistémica de encontrar una forma de ob-jetividad práctica, por un lado, así como el inevitable escepticismo al que se llega cuando la pregunta por la objetividad fracasa, por otro, las cuestiones fun-damentales de la practical reason adquieren un tono

Habermas señala las siguientes diferen-cias entre la razón práctica moderna y el nuevo concepto de racionalidad comunica-tiva (véase la tabla en la siguiente página):

La kommunikative Vernunft va más allá de las cuestiones práctico-morales y se extiende a todas las pretensiones de validez: verdad proposicional, veraci-dad subjetiva y rectitud normativa. En este sentido, la racionalidad de la acción orientada al entendimiento resulta par-cialmente compatible con la normatividad de la orientación vinculante de la acción. Si bien rompe con el normativismo con-vencional que conduce a renunciar al concepto de praktische Vernunft como categoría central, la kommunikative Ver-nunft posee un contenido normativo débil: quien actúa comunicativamente no tiene más remedio que asumir presupues-tos pragmáticos de tipo contrafáctico. Al referirse sólo a convicciones e ideas, i.e., a manifestaciones susceptibles de crítica, se coloca vis-à-vis respecto a la construcción tradicional de la fi losofía práctica cuya meta era la motivación y la dirección de la voluntad. Del «tienes que» (Muβ) pres-criptivo de una regla de acción se pasa al «tener que» de la coerción trascendental débil explicitada por la labor teórica re-

distinto. Las teorías de las reasons for action (Searle, Raz, etc.) o de la kommunikative Vernunft (Habermas) constituyen diversas respuestas a los planteamientos prácticos en la era actual (Searle, 2003:18-19).

De la razón práctica a la razón comunicativa

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constructiva.31 En torno a las idealizaciones implícitas en su nuevo concepto de razón, Habermas señala:

Pero también el concepto que hereda y sustituye al de razón práctica, es decir, el concepto de razón comunicativa, conser-va adherencias idealistas […]. Por mucho que el concepto de razón se haya aleja-do hoy de sus orígenes platónicos y por mucho que haya cambiado a través de la mudanza de paradigmas, le sigue sien-do constitutiva una referencia […] a una

31. (Habermas,2005b: 67).

conceptuación idealizadora, a una concep-tuación que hace siempre alusión a límites (Habermas,2005b:71).

La praktische Vernunft en tiempos postmetafísicos obtiene una función distinta que la coloca, pars pro toto, en confrontación con su conceptuación tradicional. De ahora en adelante, su sig-nifi cado será heurístico: en primer lugar, ya no servirá directamente para introdu-cir directamente una teoría normativa de la moral y del derecho; en segundo lugar,

Praktische Vernunft Kommunikative Vernunft

Es fuente de normas de acción, i.e., es una facultad subjetiva que dicta a los actores lo que deben hacer.*

No es una facultad subjetiva ni una fuente de normas de acción. Rompe con el norma-tivismo convencional de la praktische Philo-sophie.

Es un concepto de Vernunft que queda atri-buido a un actor particular o a un macrosu-jeto social-estatal.

Es un concepto de Vernunft que es posibili-tado ya no por un subiectum (micro o ma-cro), sino por el medio lingüístico.

Es un concepto reducido en virtud de su vin-culación exclusiva a lo moral.

Es un concepto amplio que queda descarga-do de la vinculación exclusiva a lo moral. Su reconstructivismo lo hace compatible con el funcionalismo y las investigaciones empíricas.

Da orientaciones de contenido. Es informati-va y directamente práctica.

No da ninguna orientación de contenido de-terminado para la solución de tareas prácti-cas. No es informativa ni directamente prác-tica. Su orientación es por pretensiones de validez.**

* Mientras que la razón práctica stricto sensu pretendió orientar al particular en la acción, el derecho natural racio-nal intentó circunscribir normativamente el único orden social y político correcto. La fi losofía de la historia hizo lo propio en términos cripto-normativos (Habermas,2005b: 65).

** (Habermas,2005b: 65-66).

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sólo ofrecerá un hilo conductor para la re-construcción de la trama de discursos formadores de opinión y preparadoras de la decisión en que se encuentra inser-to el poder democrático ejercido en forma de derecho (Recht).32 Esta es la manera en que Habermas conectará a la racionali-dad comunicativa con los planteamientos centrales de su fi losofía del derecho (Re-chtsphilosophie).

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Francisco Javier Castillejos Rodríguez

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NOTASCRÍTICAS

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 196-216. ISSN 1853-0451

EL FUTURO DE LA METAFOROLOGÍA

Josefa Ros VelascoUniversidad de Murcia, España

El ser humano constituye una espe-cie distinguida entre sus cohabi-

tantes gracias a su dotación imaginativa. Estamos capacitados para fantasear sobre realidades insospechadas pero no pode-mos representarnos a nosotros mismos como mecanismos carentes de actividad refl exiva sin perder de vista nuestra identi-dad. Si en este preciso instante se suspen-diese todo ejercicio refl exivo por parte del hombre, no volvería a pronunciarse pre-gunta alguna que desafi ase los procesos instintivos, no sería necesario emprender constantemente el arduo camino de ela-boración de respuestas, no requeriríamos de algo así como una colección de repre-sentaciones de la realidad. Y ello porque nuestra especie no tardaría en desaparecer como resultado de la perdida de su venta-ja competitiva dentro de la carrera evolu-tiva. Dado que una idea semejante resulta del todo ajena a la naturaleza humana, nos está permitido confi ar en que nuestra labor creativa dará a luz innumerables interrogantes que esperarán impacientes alguna solución capaz de apaciguar la in-

quietud desatada por aquellos. El futuro de la metaforología está garantizado.

Cuestiones acerca de nuestra situación en el mundo nos vienen turbando desde que poseemos altos niveles de abstracción y autoconciencia. A menudo la estabilidad y el equilibrio se ven importunados por un tropel de dudas acerca del origen y el des-tino de nuestra existencia, de las causas y la verdad de lo existente o de la naturaleza que nos defi ne y el ser que somos. No po-demos evitar interrogarnos –en diferentes grados de preocupación– sobre los moti-vos que han posibilitado nuestra situación en una realidad semejante. Desesperamos por alcanzar cualquier mínimo atisbo de sentido al que aferrarnos, mataríamos por algunas respuestas, sintiéndonos in-cluso conformes con la provisionalidad de estas. Por fortuna, nuestro aparato racional se pone en marcha rápidamen-te para poner freno a las previsiones del sinsentido, facilitando toda una serie de puntos de apoyo que nos permiten erigir un discurso coherente acerca de nosotros mismos y de la realidad en la que nos en-

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contramos inmersos. Sin un instrumental de dicha talla, capaz de proporcionarnos lo necesario en cada caso para solucionar las irregularidades con que tropezamos de forma constante, transcurriría un bre-ve periodo de tiempo en que nos encon-traríamos absolutamente desorientados, faltos de un potencial con que adaptarnos al entorno siempre cambiante. No resulta difícil imaginar que ocurriría después.

La razón humana opera con facultades capaces de producir representaciones que disipen nuestro desconcierto acerca de la realidad y de nosotros mismos. En pose-sión de imágenes totales sobre el mundo y sobre el ser que somos podemos ilustrar la molesta oscuridad que envuelve las pre-guntas de carácter ontológico y antropo-lógico. Los problemas y desajustes resul-tantes de nuestro trato con la realidad se desatan en la facultad imaginativa, donde tiene lugar asimismo la elaboración de las respuestas que posibilitan la vuelta a la normalidad. Diferentes soluciones adoptan formas heterogéneas a través de relatos, obras artísticas, construcciones retóricas e incluso fórmulas científi cas1, compitiendo entre sí por demostrar su efi ciencia a la hora de transformar lo des-

1. “El mito, el arte, el lenguaje y la ciencia aparecen como símbolos (...) fuerzas que crean y establecen, cada una de ellas, su propio mundo signifi cativo (...) son (...) órganos de la realidad, puesto que sólo por medio de ellos lo real puede convertirse en objeto de captación intelectual y, como tal, resultar visible para nosotros” (Cassirer, 1976:14).

conocido e inquietante en algo familiar y tranquilizador.

El hombre se encuentra en una cons-tante lucha por eliminar de su paso aque-llos interrogantes que estropean su equi-librio y para ello hace uso de lo único que puede salvarle: su creatividad. Percibimos cierta tensión en la forma en la que el ser humano se enfrenta al todo existente, que parece acecharle allá donde va, como si de un poder absoluto e imposible de destituir se tratase y con el que deseamos llevarnos bien al tiempo que lo detestamos por la situación de prepotencia que ejerce sobre nuestra conciencia. Vamos a necesitar siempre llegar a acuerdos con la realidad, de manera que no exijamos de ella más de lo que está permitido a cambio de no ser torturados más de lo necesario. Esquivar el absolutismo de la realidad es un proble-ma que urge resolver y se consigue al pre-cio de revestirla con nuestras propias artes creativas, en ocasiones con los artifi cios y los simbolismos más elementales, otras veces con los discursos más elaborados y determinantes.

Una gran parte de nuestras preguntas pueden ser contestadas de múltiples for-mas, aún cuando las respuestas resulten aparentemente heterogéneas en extremo e incluso cuando se nos antojen incom-patibles. Distintas soluciones son posibles de forma simultánea o alterna en fun-ción del contexto y la necesidad que se busca satisfacer. Así, nos hemos servido

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El futuro de la metaforología198

tanto de la Creación como del Big Bang para obtener un patrón que nos permita comprender nuestro origen en el mundo, siendo testigos recientes de cuestionables intentos por conciliar ambas respuestas. Sin embargo, algunas de nuestras deman-das sólo admiten cierto tipo de respuesta, dado que conducen nuestra curiosidad hacia realidades que parecen encontrarse en una zona fronteriza de nuestras posibi-lidades cognitivas. La aprehensión de las mismas sólo puede producirse mediante el discurso traslaticio que no aspira a sen-tenciar o concluir nada de manera defi ni-tiva acerca del aspecto en cuestión. Estas inquietudes han rebasado el espacio de lo conceptualizable y quedan circunscritas a un marco de respuesta que favorece en mayor medida la libertad creativa y que resulta más efi caz en su propósito último de distanciar la realidad absoluta.

Pensadores como el fi lósofo alemán Ernst Cassirer, el napolitano Giambattista Vico o el fi lólogo alemán Johann Georg Hamann, estudiaron las distintas formas simbólicas a través de las cuales la razón humana trata de establecer confi gura-ciones totales que permiten obtener un discurso coherente de la realidad, inclu-yendo entre las mismas la fi gura retórica de la metáfora. Pero es entre las obras del siglo XX en las que se encuentra por primera vez la acuñación del término “metaforología”, de la mano del fi lósofo alemán Hans Blumenberg, refi riéndolo a

una teoría de las representaciones que el ser humano ha creado de sí mismo y de su existencia a lo largo de la historia y a la función que estas desempeñan de cara a la comprensión y organización de la realidad en la que participamos como sujeto y, con menos fortuna, también como objeto.

La respuesta metafórica tiene la capa-cidad de presentarse eternamente embe-llecida, ligeramente imprecisa, dejando abierto el camino al ir y venir de su ela-boración, trayendo a la vista lo que sin la función del “como si” se nos aparecería meramente cual cuerpo traslúcido que permite apreciar la luz pero no el foco del que emana. Entendida como una so-lución provisional, que necesariamente ha de conducirse hacia un paulatino per-feccionamiento hasta su conversión en respuesta defi nitiva, la metáfora no sería más que una forma pre-conceptual que se encuentra en el estado inicial del proceso del paso del mito al logos. Si tomásemos la opción de explicar el funcionamiento de la vida en sociedad a través de la metá-fora orgánica, pronto comprenderíamos la infl uencia que los individuos ejercen entre sí recíprocamente de manera que cualquier movimiento de una de las par-tes repercute sobre el todo que forman en conjunto. Pero una explicación de este corte sólo nos sería útil en la medida en que pudiésemos apreciar con más clari-dad y a vista de pájaro lo que ocurre en una sociedad. Sabríamos, en todo caso,

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que para conocer la sociedad debemos adentrarnos en el análisis micro estudian-do las relaciones de interés y jerarquía que se establecen entre los participantes de la misma. Pronto exigimos un discurso más elaborado que podamos enfrascar bajo la etiqueta “Teoría”.

Blumenberg no ha dejado de prestar atención al papel que las metáforas jue-gan como guía o raíz de las formacio-nes conceptuales, reivindicando de esta manera la íntima dependencia existente entre concepto y metáfora. Sin embar-go, su tratamiento de la metáfora nos lleva a reconocer la fi gura retórica como forma irreducible del pensamiento que posee signifi cación propia en nuestro trato con la realidad. Si ahora decidiése-mos emplear la metáfora náutica para dar respuesta a las cuestiones acerca del sentido de la vida, comprenderíamos que nos encontramos existiendo, sufriendo los altibajos propios de estar echados a la mar, sucediéndose de forma constante un sinfín de naufragios y bonanzas. Por su parte, ¿qué podríamos decir sobre el sen-tido de la existencia humana en términos teóricos? Cuesta imaginar cómo sería po-sible responder a las preguntas resultantes de la refl exión acerca de la existencia, la muerte, el sentido, el absurdo, el ser o la nada, mediante el discurso conceptual.

Estas y otras tantas representan el tipo de realidades inconceptualizables que des-piertan nuestra inquietud y que repelen

las condiciones bajo las que se presupone la respuesta teórica. Resistentes a toda so-lución defi nitiva y amigas de lo verosímil, se dejan aprehender únicamente a través del discurso traslaticio que toma forma en las “metáforas absolutas”, sin posibilidad de perfeccionamiento posterior, por cuan-to agotan en sí mismas toda su potencia explicativa. Las metáforas absolutas con que resolvemos las cuestiones evocadas por lo inconceptualizable, dan lugar a representaciones totales y a horizontes de sentido allí donde la teoría es incapaz de pronunciarse. Capaces de confi gurar la realidad dando forma a lo caótico, cumplen con la función de convertir lo extraño en lo próximo, de dar respuesta –a su modo– a los porqués más enreve-sados sobre el ser humano y el mundo. El conocimiento obtenido por medio de la comparación convierte las metáforas absolutas en una solución interesante y seductora. El horizonte de sentido que se desprende del mismo las eleva al rango de lo imprescindible.

Bajo un paradigma metafórico en cues-tión tiene lugar un determinado ordena-miento de “las actitudes, expectativas, ac-ciones y omisiones, aspiraciones e ilusio-nes, intereses e indiferencias de una épo-ca” (Blumenberg, 2003: 63) .Una sociedad concienciada por la metáfora del mundo inacabado, cuenta con una amalgama de respuestas acerca del mundo y del ser hu-mano: el mundo tomaría la forma de un

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continuo proceso de desarrollo en el que los hombres toman parte como agentes responsables de su fi nalización –si es que fuera posible2–. Así, no sólo recibimos la solución al problema de aprehender qué es el mundo, sino que también sabemos por fi n quiénes somos nosotros y por qué estamos en él. Sólo entonces podemos encauzar nuestros actos y esperanzas, pues hemos alcanzado una existencia con sentido y todo lo que efectuamos a través de esta tiene un motivo fundamental.

Es fácil suponer qué pasaría en la si-tuación contraria. Si las preguntas no tuviesen respuesta, resistiríamos dando palos de ciego en clara desventaja frente a la Naturaleza. Si algo semejante sucediese en este preciso instante, la vida en socie-dad se desmoronaría perdiendo toda su razón de ser, no volveríamos a escuchar hablar del término civilización, pronto andaríamos desorientados sin saber cier-tamente a qué dedicar nuestros esfuerzos y, perdiendo nuestra fuerza grupal, nos encontraríamos nuevamente frente a una situación otrora superada: la lucha por la supervivencia y la guerra de todos con-tra todos. El siguiente paso consiste en

2. Las palabras de Kant en la obra Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels (1755), son determinantes respecto a la idea del mundo inacabado: la creación no será nunca terminada, ha empezado una vez, pero nunca fi nalizará, siempre está obrando para producir más etapas de la naturaleza, nuevas cosas y nuevos mundos por toda la eternidad (Kant, 1946: 120–121).

imaginar que la historia se repita y, como sucedió entonces, volvamos a escrutar la senda que llevase hasta el pacto social. Por deseable que esta idea resulte, tal reproducción sólo es probable y nuestra supervivencia como especie puede haber quedado condenada. Esto es, en sentido extremo, lo que ocurre cuando las pre-guntas resultantes de nuestro trato con la realidad inconceptualizable quedan sin respuesta: que tanto el mundo como la parte de este que somos nosotros mismos, no se nos presentan más que como extra-ños. Que el mundo nos resulte lejano y amenazador todavía es soportable, pero que nosotros mismos como sujetos nos resultemos extraños al objetivarnos, nos situaría en un estado sin salida que rozaría la locura. Todavía queda explorar en qué medida podría producirse el cese total de la producción de respuestas.

Un modelo de sociedad cuyos intereses proliferan a través del destierro de aque-llas soluciones ambiguas, que desconfía de lo verosímil y aborrece lo probable, acaba por apretar tanto las tuercas a las condiciones en que se dan las respuestas a las preguntas que pronto elimina cual-quier solución posible condenándonos al sinsentido. ¿Acaso existe alguna sociedad similar? Efectivamente, una sociedad eidé-tica –aunque ni mucho menos ideal–. La rivalidad desatada entre teoría y retórica, entre verdad y verosimilitud, hace entrar en escena los intentos de las ciencias na-

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turales por liberar al hombre del yugo de la fantasía. Se trata de promover el paso del mito al logos, ignorando la posibilidad de una fórmula que revierte este camino, conduciéndonos del logos al mito como recurso principal de la razón para evitar el sinsentido allí donde no cabe respuesta teórica. Los científi cos, empeñados en lle-gar a la verdad de la cuestión y en encon-trar las respuestas defi nitivas, no hacen sino poner de manifi esto la desmesurada contingencia y facticidad en que se sume todo lo existente. Si en este punto no podemos contar con algunas soluciones temporales que alivien el malestar pro-vocado por la situación anterior, estamos perdidos en el más estricto sentido de la palabra. Pero no debemos preocuparnos por ello, pues la ciencia ha mostrado no ser más que otra respuesta no digamos superable –pues implicaría que lo siguien-te posee un contenido de verdad mayor que lo anterior y no se trata de eso–, sino verosímil y probable, cuyo valor queda re-ducido a su efi ciencia para la tecnifi cación del mundo –que duda cabe–.

La primera condición esbozada para el cese de la creación de respuestas que-da descartada, dado que el imperio de la ciencia no sólo ha sido desmitifi cado y aquellas pretensiones de alcance de la ver-dad defi nitiva han sido olvidadas, recono-ciéndose en la labor científi ca no más que otra respuesta simbólica para neutralizar la prepotencia que la Naturaleza ejerce

sobre nuestro ser. Pero podemos analizar una situación de mayor relevancia para el futuro de la metaforología blumenber-giana: aquella en la que imaginamos que el ser humano ya no necesita respuestas a sus preguntas, sencillamente porque ya no existen tales preguntas.

Acerca de las grandes preguntas del ser humano acostumbramos a escuchar dos sentencias: que son eternas y que no tie-nen respuesta. La afi rmación última hay que tomarla no en un sentido cualquiera. Cuando nos detenemos a refl exionar so-bre realidades que hemos convenido en llamar inconceptualizables, preguntas de lo más abstractas invaden nuestro pensa-miento. Pareciese que no existe una res-puesta para ellas. Es obvio que no existe una respuesta para ellas, existen muchas. Y ¿por qué iba a tener que coincidir una respuesta para una pregunta y no múlti-ples respuestas para cada una de ellas? Una cosa es que sólo admitan un tipo de res-puesta, la metafórica, y otra bien distinta es que puedan ser solventadas con varias propuestas incluso de forma simultánea –por algo son abiertas y traslaticias–. Una pregunta de semejante cariz encontrará su respuesta en diferentas metáforas absolu-tas, adecuándose al grado de necesidad y satisfacción que se exige y en función del contexto de los demandantes en cuestión. Aunque nos cueste percibirlo, nosotros mismos, los que sentimos la pérdida de la efi cacia de las formas simbólicas como

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nunca antes se había experimentado, vivi-mos bajo el infl ujo de todo un cómputo de metáforas absolutas sobre las que se orientan nuestros comportamientos y se dibujan los límites de lo imaginable. No hay preguntas sin respuesta, quizá en al-gunos casos hay pereza y abandono, algo no poco contraproducente y patológico que contraría al instinto de supervivencia del ser humano.

Por su parte, ¿cómo podemos califi -car un conglomerado de preguntas que afl igen repetidamente a los hombres a lo largo de la historia? Si tildarlas de eternas resulta a primera vista demasiado deter-minante, al menos reconocemos que son insistentes e insaciables, que no se conten-tan con una respuesta única para todos los restos. En este punto, el hecho de tener que crear respuestas de forma constante ya las convierte en eternas. Hablamos de preguntas de una misma tipología, lo cual no implica que la serie de preguntas esté compuesta siempre por los mismos inte-rrogantes. En distintos periodos brotan inquietudes diferentes. Cuando por fi n conseguimos algunas respuestas, la facti-cidad del todo existente hace su papel y quebranta algunos de nuestros cimientos empujándonos a la reconstrucción. Tenía-mos clara la forma en que debía erigirse nuestro edifi cio pero entonces nos invade el desconcierto. Las ruinas y escombros que se han desprendido de nuestras creen-cias no se pueden reutilizar, han mostrado

su debilidad, y nos vemos instigados a encontrar un nuevo material con el que socavar los daños provocados por los in-evitables cambios, que han despertado a su vez necesidades hasta entonces desco-nocidas. El nuevo armamento se separa del que ha caído por cuanto tomará otra forma, textura y color; pero la función que vendrá a desempeñar será idéntica: obtener un constructo fuerte y seguro al que subirnos para observar el todo y protegernos de su amenaza. El proble-ma persiste, es el resultado ineludible de nuestro difi cultoso trato con una realidad que nos pone trabas, lo único que varía es el revestimiento que hacemos de esta según se plantea el confl icto en cada caso.

¿Podemos acaso imaginar un momen-to en que ningún ser humano se plantease ya cuestión alguna acerca del sentido de la existencia del mundo o de sí mismo, de las causas y fundamentos del todo y de las partes? Quizá podamos fl irtear con la posibilidad de que tales preguntas desapareciesen porque hubiésemos dado con las respuestas últimas y defi nitivas. En este caso se invertirían las sentencias sobre las grandes preguntas, aplicándose ahora a las grandes respuestas: eternas y sin pregunta alguna. Esto es lo que se co-noce como religión. Sin embargo, cons-cientes como somos de la imposibilidad de lo permanente, coincidimos en que no hay respuesta eterna; pero, por el mismo razonamiento, tampoco debe haber pre-

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gunta eterna. Y, ¿por qué presuponer que en medio de una existencia dominada por la contingencia, en que nada permanece en su lugar por toda la eternidad, persis-ten ciertas inquietudes urgentes de alguna solución? Por ninguna razón, pues son tan eternas como nuestra propia especie, se agotan en nuestra misma existencia. No hay pregunta eterna en contenido, sino en su forma, de manera que determinadas preguntas dejan de ser planteadas3 y apa-recen otras de semejante envergadura. Lo que está claro en cualquier caso, es que no será posible que, dada la eternidad de la respuesta, desvanezcan las preguntas.

Pensar que el ser humano dejase de inquietarse por lo que acontece de forma cambiante a su alrededor y en sí mismo nos llevaría de vuelta al principio, sería como representarnos a nosotros mismos cuales mecanismos carentes de actividad refl exiva. Nos resulta inimaginable una situación en la que nuestra naturaleza hubiese mutado en tan soberano grado que ya no fuese posible defi nir al hombre

3. “Un ejemplo impresionante de esto que decimos sería el hecho de que no siempre se haya preguntado y, evidentemente, no siempre se seguirá preguntando, por la inmortalidad; una ves introducida, tras la cautividad de Babilonia, en el texto bíblico, tuvo reservado un puesto, variable, pero obligado, en todo sistema que despegara, hasta llegar al postulado kantiano de la inmortalidad. Sólo el alargamiento real de la duración de la vida y la menor penosidad de esta ganancia de tiempo han hecho que desfallezca el interés por la cuestión de la inmortalidad y que no ocupe ya el puesto que tenía en los distintos sistemas” (Blumenberg, 2008: 464).

como el ser que se pregunta. Pero, ya que hemos vuelto a este punto, retomemos la cuestión principal, ¿qué tiene todo esto que ver con la metaforología blumenber-giana?

Hemos producido a lo largo de la historia de la humanidad múltiples for-maciones simbólicas con el objeto de obtener un discurso coherente sobre la realidad y sobre nuestra situación en la misma. Cuando hablamos de creaciones simbólicas estamos haciendo referencia a aquellas respuestas metafóricas con las que damos escapatoria a las preguntas acerca de las realidades inconceptua-lizables como el mundo o el hombre. Pero no sólo metafóricas: son fruto del simbolismo creador todas aquellas for-maciones que nos permiten construir ese discurso unitario y con signifi cado sobre la realidad a partir de lo dado. El conjunto de respuestas que ponemos frente a las grandes preguntas en cada caso da lugar a las distintas tradiciones de pensamiento bajo las que han quedado confi gurados nuestros horizontes de sentido y han sido condicionados nuestros actos a lo largo del tiempo. La metodología subyacente a la metaforología sitúa la historia de las metáforas como historia de las respuestas dadas en distintos periodos a un cómputo de preguntas que, en mayor o menor me-dida, permanecen y son heredadas de una época a otra. Si queremos rastrear con precisión la aparición y las consecuencias

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de tales frutos de la razón, la metaforo-logía hace las veces de un instrumento hermenéutico que desvela las raíces de los conceptos que son índice y factor de nues-tra historia. La metaforología compendia las distintas representaciones que hemos empleado para hacernos una mínima idea sobre el sentido de todo, y muestra asi-mismo cómo hemos organizado nuestra vida a partir de las mismas. Gracias a este ejercicio conseguimos comprender mejor quiénes somos y cuáles son nuestras ne-cesidades. Pronto entendemos también las razones que nos impiden prescindir de las metáforas absolutas como respuesta última, no sólo con motivo de vivir una vida con sentido, sino como condición de posibilidad de sobrevivir.

Somos los encargados de proporcio-narnos el sentido que la realidad nos arre-bata, de dar rienda suelta a todo tipo de artifi cios con que sentirnos en el mundo como en nuestro propio hogar. La forma en la que nos relacionamos con la realidad es “indirecta, complicada, aplazada, selec-tiva y ante todo metafórica” (Blumenberg, 1999: 125). Estamos obligados a tratar con la Naturaleza, a hacer frente al caos sen-sitivo y darle forma, de manera que todo encaje. Nuestras propias creaciones com-piten entre sí por ser la mejor propuesta de solución a los problemas. Sumergidas en una especie de darwinismo, unas res-puestas proliferan sobre otras en función de su capacidad para acercarnos a la rea-

lidad y su efi cacia para orientar la praxis. De lo que depende su éxito, en último término, es del grado en que garantizan nuestra supervivencia confi gurando aquel horizonte de sentido que requerimos sin tregua posible para sentir el suelo fi rme bajo nuestros pies.

Más complicado sería, sin embargo, ilustrar conceptualmente cómo una se-rie de respuestas que sostienen toda una época, dejan de cumplir su función dando paso al apremio por la obtención de todo un conglomerado de nuevas soluciones. Blumenberg ya hubo extrapolado los pre-supuestos de la teoría kuhneana sobre las revoluciones científi cas al tema que nos compete. Llega un momento en todo pa-radigma en que las preguntas exceden las respuestas vigentes, y no es de extrañar que suceda algo semejante en un mundo en el que todo está cambiando constan-temente y las modifi caciones traen con-sigo nuevas inquietudes para las cuales las antiguas respuestas quedan obsoletas. Tarde o temprano nos vemos expulsados del medio construido y nos sentimos obli-gados a reocupar uno nuevo. Nuestras convicciones se frustran al más mínimo desajuste, provocando la necesidad de un cambio de paradigma. Pero si damos un paso más en esta línea, aparece asimismo el interrogante acerca de cómo se produ-ce la nueva respuesta –ya sea metafórica o conceptual–, que en ningún caso puede originarse por mera yuxtaposición sino, a

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lo sumo, como resultado del impulso que deviene de la infl uencia de las institucio-nes de un determinado marco social.

Si nuevas preguntas van a surgir cons-tantemente, sumadas a otras heredadas, y si versarán sobre aspectos inconceptuali-zables que únicamente encontrarán ade-cuación mediante la respuesta metafóri-ca, la labor de la metaforología no cesará, pues habrán de incluirse en su objeto de estudio nuevas representaciones con el tiempo. ¿De que depende que un saber como la metaforología, que todavía hoy es apenas considerado, tenga un lugar co-rrespondiente en la fi losofía futura? Mien-tras nos veamos en la tesitura de elaborar respuestas, habrá un lugar para la metafo-rología, y ello será mientras afl oren pre-guntas que responder e inquietudes que apaciguar, y ello será, a su vez, siempre, a menos que comencemos a tener una re-lación directa e inmediata con la realidad, en cuyo caso todo lo anterior ya no tendría ningún sentido. En resumidas cuentas, de la eternidad de las grandes preguntas del ser humano depende el futuro de la meta-forología. Y si bien hemos dicho que tales irregularidades van a asolar nuestro pen-samiento de una forma u otra mientras sigamos teniendo uso de razón, ahora que conocemos la metaforología podre-mos aprovechar su método en nuestro propio benefi cio, para conocernos mejor a nosotros mismos y prever situaciones y necesidades por llegar.

Según lo dicho hasta ahora, cabría esperar asimismo que algunos periodos exigiesen menos actividad refl exiva que otros. Serían, por ejemplo, aquellos en que hemos asentado recientemente nues-tras creencias y horizontes o en que nos encontramos plenamente satisfechos con nuestras respuestas y comenzamos a olvi-dar las preguntas a las que deben su exis-tencia. O, por otra parte, podría ocurrir sencillamente una época en que nuestras expectativas de sentido quedasen reduci-das a un grado mínimo y viviésemos en cierta medida conformes no con el sinsen-tido, pues este aparece más bien cuando nuestras exigencias de sentido son desme-suradas y somos incapaces de neutralizar-las, sino con la ausencia de inquietud. De cualquier manera, esta situación no per-manecería por mucho tiempo: puede que en determinados momentos las grandes preguntas se encuentren acalladas, por verse resueltas o, de forma contraria, por haber permanecido durante largo tiempo sin respuesta, habiendo perdido su fuerza. Pero nuevas preguntas aparecerán de la mano de nuevas situaciones que deman-den nuestra comprensión y pongan en juego nuestro mecanismo adaptativo.

Hoy nos parece estar viviendo en uno de esos periodos en que no existe ni una gran inquietud ni un gran desconsuelo. Somos testigos del paso del tiempo que toma forma a lo largo de la historia de la humanidad. Presenciamos cómo un sin

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número de respuestas se han sucedido en-tre sí, para mostrarnos posteriormente su quebrantamiento. Es lógico que, si busca-mos afanosos la respuesta a la pregunta por el origen del todo, y nos topamos con un sinfín de respuestas entre las cuales es imposible discernir más que atribuyendo a éstas distintos grados de probabilidad en función de nuestras expectativas, la propia pregunta en sí acabe pareciéndonos del todo vacua. Así es como algunas de ellas van dejando de ser importantes y desapa-recen. Y así es también como empezamos a sentir una pereza que bloquea a su vez el sentimiento de malestar que emana de nuestro trato con la realidad, dejándonos indiferentes. No es difícil hablar con cual-quiera y descubrir lo poco que afl igen ya las grandes preguntas y, por consiguiente, la facilidad que se tiene para vivir sin res-puesta a ellas. ¿Puede vivirse, después de todo, la vida sin esa seguridad ontológica que hemos considerado esencial?, ¿Cómo es posible que una sociedad que conjuga la pérdida de sentido, el individuo sin identidad y los mayores atentados contra la humanidad, permanezca impasible?

Blumenberg anunciaba la posibilidad de que nos encontrásemos recorriendo el camino hacía el desinterés por la verdad y la conformidad con lo verosímil. Sin duda, habríamos tomado la opción más intere-sante y óptima para nuestra supervivencia –si es que algo así puede elegirse y no nos es impuesto más bien por nuestra pulsión

de autoconservación–. A fi n de cuentas, pertenecemos a la naturaleza cambiante y no a la permanencia, nos entendemos mejor con lo probable aunque paradó-jicamente sintamos el deseo de alcanzar la estabilidad inamovible. Pero que duda cabe que vivir una vida en permanente equilibrio sería insoportable; es más, no podríamos siquiera llamarlo vivir. Lo úni-co peor que la quietud de la muerte es la quietud de la vida.

Nuestra sociedad parece encontrarse actualmente menos necesitada de sentido que antaño, no por casualidad. Tiempo atrás, el hombre, convencido de su capa-cidad para alcanzar las verdades últimas, forzó su creatividad para producir res-puestas unívocas, provocando con ello la pérdida de la efi cacia de las formas sim-bólicas y dotando a sus artifi cios de una toxicidad inesperada. Todavía hoy somos herederos de aquellas exageradas expecta-tivas de sentido que no pudimos satisfacer entonces ni tampoco ahora y que no se dejan eliminar a la ligera. Entonces fuimos conscientes de nuestra propia arrogancia, pagamos por ella con la absoluta pérdida de sentido y deseamos por un tiempo no haber proclamado nunca aquellas prome-sas teológicas y metafísicas que habían conducido a la dolorosa muerte de Dios. Pero todo apunta a que esos días pasaron y parece anunciarse que la reducción de las expectativas de sentido ha avanzado paulatinamente hasta el punto en que nos

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encontramos ahora, despreocupados tan-to por la pregunta como por la respuesta. Ya no esperamos grandes dosis de sentido, de manera que resulta imposible echar de menos algo que muchos ni han conocido. Estamos a punto de rozar la armonía con el Universo sinsentido y, cuando llegue-mos a la cúspide, no quedará otra opción que empezar a descender. Recordemos que no es posible establecer nuestro cam-pamento en la cima por toda la eternidad: pronto sufriremos ventiscas, torrentes o cuantos fenómenos se nos ocurran –y también los que no se nos ocurran–. Y es que, aunque a priori se nos antoje fasti-dioso tanto movimiento, en el fondo es una suerte que todo cambie. Incluso en las situaciones más cotidianas, cuando nos encontramos bien rogamos por que todo permanezca tal y como está; pero si sucede lo contrario, damos gracias a que la rueda sigue girando y nos aliviamos pensando que pronto nos libraremos de la situación que nos perturba. Bien pen-sado, encontrarnos siempre en situación próspera es lo que verdaderamente nos perturbaría en forma de aburrimiento.

Todavía queda por ver en qué desem-boca este recorrido pero, pensando en el futuro de la metaforología, los blu-menbergianos tenemos nuestra propia previsión. Dos aspectos que se comple-mentan garantizan nuestra disciplina: la contingencia y el innato simbolismo creador que caracteriza nuestra especie.

Como ya hemos descartado tanto la op-ción de que nuestra actividad refl exiva se detenga en extremo, como que el mundo permanezca en la máxima serenidad, no cabe más que esperar el momento en que los desajustes e irregularidades que están constantemente aconteciendo vuelvan a poner a prueba nuestro mecanismo adaptativo, haciendo germinar nuevas y antiguas preguntas y obligándonos a responderlas. Aquellas preguntas cuya respuesta quedaba tan lejos que habían acabado por perder su importancia des-aparecerán o recobrarán su vitalidad bajo nuevas perspectivas. Algo así ha ocurrido siempre y, aunque ello no garantiza que tenga que seguir sucediendo, nos parece probable que pase de esta forma –hasta en este punto somos amigos de la proba-bilidad–.

No todo el diagnóstico para la metafo-rología pinta igual de optimista. Es cierto que no vamos a dejar de preguntarnos y contestarnos. También sabemos que mu-chas de nuestras respuestas hoy adoptan un corte nihilista y escéptico: nuestra respuesta es afi rmar que no hay respues-ta. Pero esto no es más que una metáfora sobre la que se confi gura un horizonte de sentido, por perplejos que nos deje el contenido que ha tomado nuestro artifi -cio en este caso, dando lugar a toda una serie de comportamientos acordes al mis-mo. La metáfora absoluta no sólo sigue cumpliendo con su función teórica sino

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también con la primordial: la pragmática. Porque a fi n de cuentas lo que importa es la manera en que la confi guración total abre paso a unas acciones y expectativas, cerrando la veda a otras. Que una fi gura-ción supere a otra depende, como hemos examinado anteriormente, de que el con-junto de posibilidades que se entretejen bajo su manto, favorezca en mayor medi-da el alcance de la felicidad. Blumenberg no ha descuidado la importancia de este aspecto incluso insinuándolo como fi n úl-timo de nuestra existencia, lo cual no deja de ser otra metáfora. Y es que si lo pensa-mos bien, ¿acaso hay alguno de nuestros conceptos que no lo sea? La justicia, la belleza, el Estado... ¿No dan forma todos ellos a nuestros horizontes de sentido al tiempo que nos inducen a actuar de una u otra manera?

Pero que haya metáforas por doquier, no signifi ca que todas favorezcan el futuro de la metaforología. Si las metáforas del nihilismo o del escepticismo nos llevan a la postura de rechazo frente a las posibili-dades del conocimiento, si provocan que creamos que nuestras representaciones no tienen sentido último o que si lo tienen no se puede conocer, tampoco emprende-remos esfuerzo alguno por estudiarlas, y la metaforología perderá parte de su razón de ser. En cualquier caso, muchas y diferentes metáforas confi guran una época y aunque de hecho la nuestra se caracterice por aquellas, no signifi ca que

prevalezcan sobre las demás: en todo caso se encuentran inmersas en aquel darwinismo y son susceptibles de que cualquier nueva alteración les depare una mala mano de cartas quedando fuera de juego. Con todo, no deja de ser curioso el que demos pie a metáforas que tratan de acabar con las metáforas. Está claro que nos atrae provocar el desajuste, lo cual ya no parece tan extraño al caer en la cuenta de que somos parte de esa naturaleza que hace y deshace continuamente. El cambio es parte de nuestro ser.

El punto en el que encontramos a un Blumenberg “ilustrado sin ilusiones con una aceptación serena de la pérdida” Wetz, 2002: 168) es aquel en que admite con resignación que no hay forma de hacer frente al absolutismo de la realidad, pues a pesar de nuestros esfuerzos, siempre seguimos teniendo presente la desagrada-ble situación en que el todo nos amenaza. En un momento realista, el fi lósofo ha dado la estocada a su propio pensamiento haciéndonos conscientes del fracaso de todas nuestras creaciones intelectuales. ¿Qué sentido tiene entonces esforzarse por conocer aquello que pronto quedará obsoleto? Después de esto, lo único que nos motiva a seguir estudiando nuestras representaciones, a través de la metaforo-logía, es el conocimiento que obtenemos sobre nosotros mismos. En realidad es esto lo que anima todo deseo de saber en última instancia: ver la realidad es vernos

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a nosotros. Cada vez que ponemos la vista en la realidad, no estamos sino interpre-tándonos a nosotros mismos, en tanto que aquella no es más que el resultado de la función formativa de nuestra razón. ¿Por qué es tan relevante saber quiénes somos?

Una de las funciones de nuestra razón consiste en facilitar la autointerpretación de nosotros mismos para poder readap-tarnos una y otra vez al entorno en el que nos encontramos inmersos, favore-ciendo así la autoconservación. Dicho de otra manera, la razón nos permite la realización del «imperativo antropológi-co» blumenbergiano, jamás articulado de manera explícita, formulado a través de la proposición “Conócete a ti mismo”4. Al igual que el único acceso que tenemos a la realidad se constituye por medio de nuestras representaciones, la manera en que nos percibimos a nosotros mismos se da en condiciones similares. Examinando las respuestas creadas por nuestra razón comprendemos quiénes somos y por qué hemos dado cabida a toda esta artifi cial empresa. Constituimos una imagen pro-pia, una identidad que será vista por los demás y por nosotros mismos. Nos pre-guntamos cómo somos y para responder a ello examinamos las representaciones que hacemos de nosotros mismos, nos hacemos conscientes de cómo hemos tratado de ser visibles ante los demás. La metaforología, en este punto, nos ayuda a

4. Cfr. (Trierweiler: 2010:15).

rastrear cómo hemos hecho esto mismo a lo largo del tiempo, poniendo la vista en las distintas representaciones a las que hemos dado paso en cada periodo, con-virtiéndose en una hermenéutica de la autointerpretación y construyendo una genealogía de la razón humana.

Analizar la forma en que nos compren-demos a nosotros mismos es vital, en sentido literal. De este ejercicio depende nuestra supervivencia. Sin una imagen sobre nuestras necesidades y expectativas difícilmente sabríamos qué hacer con nuestro tiempo y nuestra energía. Descri-to de una forma un tanto tosca, si nos des-pojasen de nuestra identidad construida, nos sentiríamos paralizados, todos nues-tros sentidos juntos no tendrían fuerza al-guna para ponernos de nuevo en marcha. Sería como si estuviésemos atrapados en una masa informe y, aunque la realidad siguiese dándose a nuestro alrededor, no habrían objetos reconocibles por nuestra parte en esta, ni siquiera nosotros podría-mos ser nuestro propio objeto, porque habríamos perdido incluso la capacidad de ser sujeto.

Si hemos llegado a ser quienes somos hoy, en un mundo atacado de peligros; si hemos logrado sobrevivir y resistir ante las grandes amenazas del azar, es por que contamos con la razón como medio de adaptación al entorno a través de la generación de respuestas frente a cada nuevo desafío. En comparación con

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otras especies, nuestra situación inicial en el mundo puede parecer a muchos precaria y de lo más frágil. Desnudos y si una cualidad visible que haga las veces de una ventaja competitiva frente a otras especies, sin embargo, siempre hemos estado dotados de una disposición capaz de aunar los caracteres de todas y cada una de aquellas: la razón. No teníamos un recio pelaje para protegernos de las bajas temperaturas, pero nos hicimos con el de otros animales; no desarrollamos grandes colmillos y garras para depredar, pero construimos armas creando formas don-de no las había; nos sentimos expulsados de nuestro hábitat y en vez de caminar a nuestra suerte decidimos refugiarnos en cavernas y, cuando estas no fueron sufi -ciente, en cabañas, casas, lujosos chalets y rascacielos; no nos estaba permitida la vida acuática, pero creamos el submarino y, como quisimos tener los privilegios del pájaro inventamos el avión. No, claro que no tenemos una ventaja competitiva, ¡las tenemos todas! Conscientes de nuestro poder tratamos incluso de protegernos de nosotros mismos creando Estados. Sere-mos cualquier cosa pero, desde luego, no un ser enclenque arrojado en el mundo. Tenemos mucha fuerza y potencial para hacer cualquier cosa que se nos antoje, aunque la última palabra siempre la tiene, claro está, la Naturaleza.

En este sentido la razón se presenta, desde un punto de vista antropogenético,

como un producto del desarrollo orgáni-co fruto del proceso evolutivo. Es nuestra herramienta única y defi nitiva para salir adelante siempre que sea posible: no va-mos a conseguir con ella hacer retroceder las catástrofes naturales y universales in-sospechadas pero, si conseguimos sobre-vivir a ellas, probablemente comencemos al día siguiente a especular sobre la forma en que escapar a la muerte en situaciones futuras similares. Otras especies se han adaptado a los cambios desarrollando un largo cuello para alcanzar el alimento, una piel rica en queratina que imita los colores de la naturaleza para protegerse de las amenazas o un pelaje formado por diminutas burbujas de aire para facilitar el aislamiento frente al frío. El ser humano, por su parte, ha desarrollado la razón con que lleva a cabo las funciones de autorre-gulación y estabilización de sí mismo para con ello dar forma a lo informe y obtener un discurso coherente de la realidad que garantice la supervivencia. Podría no ha-ber sucedido así, pero sucedió de hecho, y sería prácticamente imposible la repeti-ción de todas y cada una de las condicio-nes aisladas que en conjunto dieron lugar a semejante fenómeno y que convirtieron a la razón en un existencial antropológi-co, en motor de la autoconservación y, al hombre, en un sujeto refl exivo.

Esta línea dibuja los puntos clave de la antropología blumenbergiana, que entra en contacto con su metaforología y teo-

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ría sobre lo inconceptualizable, en tanto su preocupación fundamental reside en analizar el porqué de las preguntas que surgen de nuestra refl exión y que se sol-ventan asimismo por medio de la razón. Por facilitar el seguimiento del argumen-to, viene bien recordar que las metáfo-ras absolutas eran la respuesta ante las preguntas que lo inconceptualizable nos evocaba, y la metaforología la teoría que recogía y analizaba tales respuestas como parte del ejercicio autointerpretativo. Aunque interrogarnos acerca de por qué el ser humano se pregunta nos desplaza hasta el escenario antropológico, al tiem-po, la metaforología sigue haciendo su papel por tres motivos principalmente. Por un lado, la respuesta a tal pregunta se formulará nuevamente en términos metafóricos, pues no vemos la manera de responder teóricamente a semejante cuestión. Por otro lado, la metaforología funciona como metodología que facilita la labor autointerpretativa. Finalmente, no debemos olvidar que la metaforología no sólo se preocupa por la respuesta sino también por la pregunta ya que al fi n y al cabo, su futuro depende de esta.

Así pues, las preguntas forman parte del ejercicio de autointerpretación del hombre, que se interroga para conocerse y se conoce para sobrevivir. Nuevamente, los interrogantes que garantizan la labor de la metaforología se presentan como algo irrenunciable que surge de la re-

fl exión humana y de nuestro trato con la realidad. Anteriormente dijimos que esta inquietud no podría desaparecer a menos que nos relacionásemos con la realidad de forma directa e inmediata o que, por su parte, nuestro ejercicio refl exivo se detu-viese en seco. Nuestra exposición nos lle-vó entonces a descartar ambas opciones. Pero además ahora debemos tener en cuenta otro aspecto más: preguntarnos es una condición de posibilidad de nuestra supervivencia. Tan mala es la situación si no conseguimos responder a nuestras preguntas, como si no hay pregunta algu-na que responder, pues directamente no habría trato alguno con la realidad. En nuestro aparato refl exivo surgen pregun-tas siempre que en nuestro trato con la realidad aparece algo que no encaja con el discurso vigente. La función de las mis-mas consiste en accionar el mecanismo adaptativo, en poner en marcha nuestros recursos para neutralizar los desajustes. La ausencia de preguntas y de refl exión, en un mundo que no conoce la quietud, no revelaría más que la carencia de interés por la autointerpretación y ello, el des-interés por autoconservación. ¿Puede el ser humano dejar de estar interesado en su supervivencia como individuo y como especie?

Antes de tratar de responder a una cues-tión tan peliaguda, vamos simplifi car bre-vemente el esquema. Somos individuos frente a una realidad dada cuya prepo-

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tencia nos provoca malestar. Nuestro ins-trumento intelectivo percibe el problema y reclama una participación activa para apaciguar la zozobra provocada por tal desajuste. La propia razón, nuevamente, se pone en marcha para dar una solución al confl icto desatado. Luego, el ejercicio autointerpretativo nos servirá para cono-cer nuestro proceder y adaptarnos al en-torno cambiante. Y éste último será, a su vez, el encargado de romper los esquemas establecidos con la aparición de cualquier nueva amenaza. Paradójicamente, nues-tra propia razón es la causa y a la vez la solución de los problemas, aunque lo que pone en marcha todo este proceso es la Naturaleza a la que pertenecemos y con la que nos relacionamos en todo instante durante nuestra existencia. Y, como apun-tamos con anterioridad, cuando decimos que la Naturaleza es la que acciona el des-equilibrio, también hablamos de nosotros mismos, pues somos parte de ella y, como tal, tenemos una tendencia al naufragio para romper la quietud del mar que no hace más que traer el “¡silencio de muerte y horror!”5, volviendo así “al bello desor-den de la fantasía, al caos originario de la naturaleza humana”6.

Pero retomemos el hilo de la cuestión.

5. (Blumenberg, 1995: 71). A propósito de las palabras que Goethe dirige al duque Carlos Augusto en Nápoles, 27-29 de mayo de 1781, recogidas en Werke. E. Beutler, XIX, p. 78.

6. (Schlegel, 1994: 123).

¿Puede el hombre ecuánime mostrarse impasible ante la muerte? Si concedemos que un individuo en su sano juicio pueda anhelar la muerte en vez de temerla o, como poco, tratar de ignorarla mientras esté vivo, entonces, todo lo dicho hasta ahora no se sostendría en modo alguno. Ya no sería necesario justifi car nuestra inquietud como presupuesto de la razón, ni ésta bajo el paradigma fi logenético u ontogenético. Por consiguiente, ya no ha-bría motivo ninguno para poner en mar-cha el arduo trabajo autointerpretativo y, en este punto, la metaforología sería una invención de lo más absurda. Traemos a colación la cuestión sobre la muerte no sólo por su relevancia como cierre de la argumentación hasta ahora expuesta, sino por la importancia que el propio Blu-menberg ha concedido a la misma en sus obras.

La falta de pensamiento sería señal de que las irregularidades siguen aparecien-do en el mundo pero, en su caso, nosotros hemos decidido no nos molestamos en hacer nada para integrarlas en nuestro mapa conceptual. Podemos fantasear con una situación en la que los desajustes fue-sen acumulándose y la realidad fuese per-diendo su sentido para nosotros y, a pesar de ello, pudiésemos seguir viviendo como animales. Concediendo que después de ocurrir algo así, aun supiésemos qué ha-cer para satisfacer nuestras necesidades primarias, lo que no parece tener lugar en

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cualquier caso es que el hombre lograse seguir teniendo una situación privilegiada dentro de la carrera evolutiva. Entonces sí nos habríamos convertido en ese ser pusilánime arrojado a su trágico destino, incapaz de anteponerse a los designios del azar. La quiebra de nuestro ejercicio refl exivo signifi caría la pérdida del interés por sobrevivir.

La Naturaleza, fuente de constante creación, es también partícipe de la des-trucción. Solemos designar muchos fe-nómenos de la Naturaleza bajo términos como “catástrofe” o “desastre” cuando es-tos destrozan las manifestaciones de nues-tra civilización e incluso se cobran vidas humanas. En tanto que somos incapaces, por el momento, de protegernos de mu-chos de estos acontecimientos naturales y, somos asimismo parte de la creación de la Naturaleza, parece que, efectivamente, algunas manifestaciones de esta pueden acabar con otras ya existentes. Si en la propia Naturaleza existe la destrucción, ¿por qué no iba cualquier ser vivo, como parte de esta Naturaleza, tender hacia su autodestrucción en vez de a su autocon-servación?, ¿No está ocurriendo esto mis-mo de hecho? Contamos con armas que pueden volatilizar hasta la última señal de nuestra existencia, mientras investigamos para dar con la cura de enfermedades que nos amenazan de muerte. Tan pronto nos enzarzamos en guerras que supondrán la pérdida de innumerables vidas como in-

vertimos desmesuradas sumas de capital para tratar de prolongar algunos penosos años la vida de las personas. Somos pura contradicción y nuestras vidas el resulta-do de un constante “tira y afl oja”.

Lo que en última instancia salta a la vis-ta no es nuestro desinterés por sobrevivir, sino todo lo contrario. Seguimos compi-tiendo con otras especies pero, además, competimos entre nosotros mismos para obtener el mejor resultado posible en un juego en el que lo importante no es parti-cipar, sino arrasar a los demás y poner de manifi esto la superioridad de uno mismo. Somos auténticos caníbales. Provocamos muerte pero no para contribuir a la au-todestrucción, sino para evitar la nuestra propia. Por suerte, conscientes de que si cualquiera puede matar, nosotros mismos podemos ser la víctima en todo momen-to, nos hemos esforzado por institucio-nalizar nuestras ansias de supremacía e inventarnos montones de rodeos que nos tengan entretenidos en un mundo de falsas necesidades. Precisamente nuestras ganas de sobrevivir nos han impulsado a canalizar nuestra prepotencia evitando aquella guerra de todos contra todos. ¿Cómo no íbamos a ser así, siendo parte de una realidad a la que achacamos pre-potencia y absolutismo? No sólo tenemos que distanciar el absolutismo de la reali-dad sino el de la parte de la realidad que somos nosotros mismos, el absolutismo del hombre. Metáforas y más metáforas.

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La muerte es representada de múltiples maneras, dedicamos más o menos tiem-po a refl exionar sobre ella, la esperamos temerosos o resignados, pero en ningún caso deseamos cambiar lo conocido por lo desconocido, por más que persigamos el desorden o tendamos hacia la entropía. No podemos dejar de construir mitos y ri-tos en torno a la muerte, y ello por que ne-cesitamos integrarla en nuestra vida, nor-malizarla y darle forma: tenemos que res-ponder a las preguntas que nos evoca una realidad inconceptualizable como esta. Ni el suicida hastiado de la vida, ni el enfermo sin remedio, ni el anciano cansado de sus días, ni el más devoto creyente. Ninguno prefi ere la muerte antes que la vida, más bien anhelan haber vivido otra vida, que la vida no hubiese pasado tan deprisa o vivir eternamente. La muerte representa una incógnita, tan grande como la vida, a la que no podemos dar respuesta, pero ante la que no podemos dejar de responder de una u otra forma, pues precisamente este interrogante es uno de los que con más fuerza pone en marcha el mecanismo adaptativo. Puede que nos guste deshacer constantemente nuestras construcciones por miedo a la quietud, por su parecido con la muerte, pero lo que no queremos bajo ninguna circunstancia es un desorden tal que nos conduzca directamente a la quietud defi nitiva.

¡Que cantidad de cosas acabamos pensando! Y todo para conocernos a no-

sotros mismos, para autointerpretarnos y someternos a juicio. Tal derroche de creatividad no puede obedecer más que a la pulsión de conservación. Lo contrario no tendría sentido: no es posible sostener que al dar rienda suelta a la productivi-dad humana estemos tratando de agotar nuestras posibilidades hasta desembocar en la muerte, pues si este fuera nuestro fi n, bastaría con no producir nada, con abandonarnos a nosotros mismos en vez de poner en marcha toda esta empresa. El interés por la vida era, en último término, el sostén de la refl exión humana y los in-terrogantes que abren paso a nuestra fan-tasía, de la que se encarga gustosamente la metaforología.

Estas páginas no son solamente una nueva defensa de la retórica, sino una apuesta por el futuro de una metodología que nace con la metaforología blumen-bergiana y que permite conciliar bajo una misma perspectiva todo aquello que refi e-re al ser humano: desde lo que determina-mos que hay, pasando por nuestra forma de conocerlo y llegando hasta el aspecto antropogenético que nos condiciona a ser el ser que somos. ¿Qué mejor manera de autointerpretarnos que con ayuda de una metodología que aúna y pone en conexión el resto de disciplinas que versan sobre el ser humano? La metaforología hace coincidir en un mismo punto cuestiones ontológicas, fenomenológicas o antro-pológicas permitiéndonos obtener una

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visión total del ser humano y del mundo. Bajo esta teoría de las representaciones elaboradas por el hombre llegamos a in-terpretarnos como un ser para el que el mundo –o lo que hay– no es otra cosa que lo que se presenta a través de su aparato cognitivo y que funciona así precisamente por cuestiones adaptativas, para mante-nerse a salvo en la carrera evolutiva. Se desvelan las necesidades más ingentes del ser humano al tiempo que conocemos cómo y con qué instrumentos contamos para satisfacerlas, sin perder de vista en ningún momento el resultado fi nal de aquello que llamamos lo existente.

Ya hemos conseguido, por medio del estudio metaforológico, representarnos bajo una nueva metáfora absoluta que nos proporciona un horizonte de sentido en el que poder situar qué es el mundo, quiénes somos nosotros y cómo actuar en consecuencia. Qué diferentes serán los re-sultados de esta metáfora, que nos otorga a todos la capacidad y el poder de crear la realidad, en comparación con aquella que ilustraba el mundo y al ser humano como antojos de un Creador absoluto. Es el paso más radical de la verdad a lo vero-símil, de la resignación ante el acontecer a la apropiación de los posibles, de la vida inauténtica a la genuina. Una metáfora que no trata de paralizar la acción a través del dogma, sino que anima a la variedad y al movimiento, que no intenta bloquear nuestra naturaleza por miedo al desajuste

sino canalizarla y preverla en nuestro be-nefi cio. Ahora que valoramos el desorden tanto como el equilibrio, nuestra fantasía se desata más que nunca, nos representa-mos por medio de las metáforas más ex-travagantes y el diagnóstico para el futuro de la metaforología se torna optimista.

Desde una metáfora que se ha levanta-do como nunca frente a su enemigo, que repele lo eterno y defi nitivo, sólo pode-mos suponer con seguridad que siempre tendremos que readaptarnos al entorno cambiante en el que nos encontramos y que nunca existirá “un triunfo defi nitivo de la conciencia sobre su abismo”7. La ga-rantía de que en todo momento manten-dremos vivo el ejercicio del intelecto, ase-gura la producción de sentido y la función de la metaforología como instrumento hermenéutico que recoge el conjunto de representaciones siempre necesarias de la realidad.

Esta vez también se trataba de poner de manifi esto la valía del discurso trasla-ticio por su capacidad para posibilitar la adaptación constante a las situaciones no-vedosas. Pero para mi este debate acabó hace tiempo y no da lugar a duda alguna. Lo que sí despertaba aún mi inquietud era tratar el hecho de si realmente merece la pena invertir nuestro tiempo en obser-varnos a nosotros mismos, en responder preguntas que no tienen respuesta, si conduce a alguna parte el esforzarnos y

7. (Blumenberg, 2004: 35).

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torturarnos intentando comprender lo incomprensible, poniendo en peligro el poco suelo fi rme con que contamos y deshaciendo creencias en las que nunca creímos. Sí, este artículo escondía un propósito personal: llevar a cabo una au-tointerpretación de mi misma. Si pudiese formular estas cuestiones al propio Blu-menberg, probablemente me aconsejaría que no complicase mi existencia más de lo necesario y que aprovechase el poco tiempo de que dispongo para ser feliz. A su vez ambos seríamos conscientes de que la única forma de serlo, para una persona que se ve empujada en tal medida a la lucha por su autoconservación y que se siente en sentido extremo responsable de su propia salvación, es precisamente invirtiendo su escaso tiempo en autoin-terpretarse. Esto ha sido una justifi cación de por qué yo misma no paro de pregun-tarme y responderme, por qué el fi lósofo entra en este juego una y otra vez. Y es que, analizando la forma en la que nos representamos obtenemos algo muy valioso: ignorancia, siempre ignorancia y, claro está, movimiento. Las metáforas son nuestro alimento y la metaforología nuestro restaurante predilecto.

Bibliografía

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Blumenberg, Hans (1995). Naufragio con especta-

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Josefa Ros VelascoUniversidad de Murcia, España

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RESEÑASBIBLIOGRÁFICAS

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ARTIFICIUM: Revista Iberoamericana de Estudios Culturales y Análisis ConceptualAño 2, Vol. 2 (Agosto-Diciembre 2011), pp. 218-220. ISSN 1853-0451

David Casassas, La ciudad en llamas. La vigencia del re-publicanismo comercial de Adam Smith, Prólogo de An-toni Domènech, Barcelona, Ediciones de Intervención Cultural/Montesinos, 2010.

Conjugando su interés por la historia de las ideas políticas, por la añeja tradi-ción republicana y por el tema sociopo-lítico de la renta básica universal, David Casassas ha encontrado en la figura de un filósofo y economista del siglo XVIII, Adam Smith, a uno de los pensadores clásicos que mejor le permiten situarse dentro de esos tres terrenos. A partir de la pregunta por el sentido ético-político de la obra smithiana, Casassas se une al basto listado hermenéutico que ha tra-bajado sobre el pensamiento del insigne representante de la ilustración escocesa, aunque no precisamente colocándose como uno de sus lectores más ortodoxos. En La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith, el catalán se propone limpiar y rehabili-tar la imagen del escritor de An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776), en contra de quienes lo han interpretado como precursor de un utilitarismo anti-iusnaturalista (en la línea de J. Bentham) y, por otro lado, de quienes no han visto en él más que a un ideólogo liberal del mercado autorregu-

lado (en la línea de M. Friedman o de F. von Hayek).

Según Casassas, como apropiadamente condensa su ilustre prologuista y director de investigación Antoni Domènech (Pró-logo, pp. 16-20), es posible reconocer tres anacronismos clave alrededor de aquellos retratos que habitualmente han distor-sionado el perfi l de la obra smithiana: 1) el del utilitarismo decimonónico, que al conseguir preponderancia académica asimiló gran parte del pensamiento fi lo-sófi co, político y jurídico que lo antecedía inmediatamente, con el fi n de reforzar sus tesis conservadoras (E. Halévy); 2) el del movimiento político liberal, desde mediados del XIX, que logró incorporar para su conveniencia a diversos teóricos vinculables con la defensa de un Estado constitucional y con la oposición al radi-calismo político (A. Oncken), y 3) el de la historia de las ideas predominante al fi nalizar la Segunda Guerra Mundial, que logró imponer una visión uniforme de la modernidad basada en esquemas con-ceptuales simplifi cadores y engañosos (N. Bobbio o I. Berlin).

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RESEÑAS

219David Casassas, La ciudad en llamas

En una dirección distinta, Casassas liga la refl exión de Smith a la larga lista de autores que se inscriben en las fi las del republicanismo (de Aristóteles a Harring-ton), poniendo el acento en el carácter específi camente “comercial” de la pro-puesta smithiana, así como en la dimen-sión fundamentalmente propietarista de la tradición republicana. Para él, siguiendo en esto a otros connotados intérpretes (desde Q. Skinner hasta P. Pettit), el rasgo distintivo del republicanismo se localiza, más que en una exigencia de virtud cívica o de mecanismos para la participación de-mocrática, en su concepción de la libertad como independencia frente a la voluntad arbitraria de alguien más que no se en-cuentre en condiciones de igualdad, o sea, la libertad entendida como no-dominación. Sin embargo, también toma distancia de este enfoque al subrayar la importancia y la valoración especial que ha otorgado el republicanismo a la independencia mate-rial (infl uyendo de manera decisiva en la corriente socialista), a la propiedad como factor indispensable para el ejercicio de la libertad: “en la presente investigación, el término (libertad como) ausencia de domina-ción se entiende siempre como ausencia de las fuentes reales, detectables institucional e históricamente, de todas las formas de dominium, las cuales descansan en la esci-sión de la vida social entre propietarios y no-propietarios —entre independientes y dependientes del arbitrio ajeno—” (p. 167).

El lugar de Smith dentro de esta ver-tiente de pensamiento político estaría determinado por el contexto de una economía de mercado, en donde la inde-pendencia sustantiva se hace radicar en el control de las mercancías, de los procesos productivos y de intercambio (libre em-presa y libre comercio), cuya efectividad depende de la mediación política de un complejo institucional capaz de asegurar los recursos materiales indispensables y, a la vez, de prevenir la polarización de clases o la formación de monopolios que desestabilicen el buen funcionamiento del mercado (en esto se distingue de los llamados “neoliberales”).

La investigación que presenta Ca-sassas está animada por los desarrollos metodológicos en la historiografía de la denominada Escuela de Cambridge ( J. G. A. Pocock, J. Dunn o Q. Skinner), esto es, por una hermenéutica contextua-lista que pretende situar los escritos, las ideas y los lenguajes políticos dentro del marco histórico y social en el que fueron articulados, buscando comprender la particularidad de su sentido: “texto, con-texto y lenguaje juegan siempre un papel interdependiente” (p. 54).1 Por ello, este libro no es uno más de los que han visto la luz afectados por el trend académico del

1. Para una lectura de Smith en esta misma vena, véase Winch, Donald, Adam Smith’s politics. An Essay in Historiographic Revision, Cambridge, Cambridge University Press, 1978.

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RESEÑAS

220 David Casassas, La ciudad en llamas

neorrepublicanismo, mejor aún, no es un libro escrito para alimentar la retórica de algún dirigente político, para respaldar la doctrina de un partido o para ensalzar los logros de un gobierno.2 La ciudad en llamas constituye una alentadora redención de la rigurosidad en la investigación en torno a los estudios sobre esa vigorosa tradición de pensamiento político que fue reanima-da en las postrimerías del siglo pasado, el republicanismo histórico.3

Con todo, el texto de Casassas es más que un destacado trabajo hermenéutico diseñado para el debate interno entre

2. En España, por ejemplo, el republicanismo cívico de Philip Pettit y los escritos infl uenciados directamente por su concepción de la libertad como no-dominación han llegado a mantener este tipo de orientación ideológica y programática.

3. Frente a la hegemonía del liberalismo, historiadores como Bernard Bailyn, en The Ideological Origins of the American Revolution (1967), Gordon S. Wood, en The Creation of the American Republic (1969), y J. G. A. Pocock, en su célebre The Machiavellian Moment (1975), destacaron por primera vez la infl uencia de la doctrina republicana en la Guerra Civil inglesa o en las revoluciones norteamericana y francesa. Véase Rivero, Ángel, «Republicanismo y neo-republicanismo», en Isegoría, núm. 33, diciembre, pp. 6-7.

especialistas, pues también se propo-ne extraer de la obra de Smith aquella orientación normativa que aún pueda mantenerse vigente, para tratar de enca-rar políticamente los desafíos y los défi cits de nuestras sociedades contemporáneas. Esta pretensión fi losófi co-política de pre-sentar un modelo institucional regulativo, inspirado en el ideario republicano y en la argumentación smithiana, se concentra bajo la forma de dieciséis tesis que, en conjunto, apuntan a la conformación de una sociedad civil en sentido republicano: una comunidad simétrica de ciudadanos libres, que aspiran a su realización perso-nal en el seno de un mercado regulado por instituciones políticas garantes de la independencia material, controladas y vigiladas, a su vez, por medio de la parti-cipación democrática. La factibilidad y la deseabilidad de este proyecto es algo que también será necesario discutir, capítulo tras capítulo, con el autor de este libro.

Ernesto Cabrera GarcíaUniversidad Autónoma Metropolitana