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RECUERDOS PERSONALES DE CARLOS MARX En febrero de 1865 vi a Marx por primera vez. Acababa de fundarse la Internacional en el mitin de Saint Martin’s Hall. Llegaba yo de París para comprobar los progresos de la reciente organización. M. Toloin, senador hoy de la República burguesa, y uno de sus representantes en la Conferencia de Berlín, me había entregado una carta de recomendación para él. Tenía yo entonces veinticuatro años. Nunca olvidaré la impresión que me produjo desde el momento en que le vi. En aquella época estaba Marx delicado de salud y trabajaba en el primer volumen de «El capital», aunque no apareció hasta dos años después, en 1867. Temía no poder terminar su obra y procuraba acoger cordialmente a los jóvenes porque decía: «Es preciso que haya hombres para continuar después de mí la propaganda comunista.» Marx es uno de esos hombres insólitos que ocupan el primer lugar en el terreno científico y en la actualidad pública. De tal manera hacía compatible ambas actividades, que era difícil determinar si estaba ante el sabio, el hombre de ciencia, que el luchador socialista. Estimando que toda ciencia ha de ser cultivada por sí misma y que en las investigaciones científicas no debe tenerse en cuenta ninguna consecuencia pasajera y eventual, profesaba la opinión de que si el hombre de ciencia no quería rebajarse, era preciso que participara sin cesar y activamente en la vida pública, sin hacer de su gabinete de trabajo una ratonera, sin mezclarse en las luchas sociales y políticas de su época. «La ciencia no debe ser placer egoísta. Los que tienen la suerte de consagrarse a los estudios científicos han de ser los primeros en poner su ciencia al servicio de la humanidad.» «Trabajar por la humanidad» era cruz de su divisa favorita. No había llegado al comunismo por una sucesión de consideraciones sentimentales, aunque simpatizaba profundamente con los sufrimientos

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RECUERDOS PERSONALES DE CARLOS MARX

En febrero de 1865 vi a Marx por primera vez. Acababa de fundarse la Internacional en el mitin de Saint Martin’s Hall. Llegaba yo de París para comprobar los progresos de la reciente organización. M. Toloin, senador hoy de la República burguesa, y uno de sus representantes en la Conferencia de Berlín, me había entregado una carta de recomendación para él.

Tenía yo entonces veinticuatro años. Nunca olvidaré la impresión que me produjo desde el momento en que le vi. En aquella época estaba Marx delicado de salud y trabajaba en el primer volumen de «El capital», aunque no apareció hasta dos años después, en 1867. Temía no poder terminar su obra y procuraba acoger cordialmente a los jóvenes porque decía: «Es preciso que haya hombres para continuar después de mí la propaganda comunista.»

Marx es uno de esos hombres insólitos que ocupan el primer lugar en el terreno científico y en la actualidad pública. De tal manera hacía compatible ambas actividades, que era difícil determinar si estaba ante el sabio, el hombre de ciencia, que el luchador socialista. Estimando que toda ciencia ha de ser cultivada por sí misma y que en las investigaciones científicas no debe tenerse en cuenta ninguna consecuencia pasajera y eventual, profesaba la opinión de que si el hombre de ciencia no quería rebajarse, era preciso que participara sin cesar y activamente en la vida pública, sin hacer de su gabinete de trabajo una ratonera, sin mezclarse en las luchas sociales y políticas de su época.

«La ciencia no debe ser placer egoísta. Los que tienen la suerte de consagrarse a los estudios científicos han de ser los primeros en poner su ciencia al servicio de la humanidad.» «Trabajar por la humanidad» era cruz de su divisa favorita.

No había llegado al comunismo por una sucesión de consideraciones sentimentales, aunque simpatizaba profundamente con los sufrimientos

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70 CUADERNOS DE HISTORIA DE LA SALUD PÚBLICA

de las clases laboriosas. Llegó a compás de estudios históricos y eco-nómicos. Pretendía que todo espíritu imparcial, no influenciado por el interés privado o cegado por prejuicios de clase, debía llegar a las mismas conclusiones que formulaba él. Si estudiaba sin ideas preconcebidas la evolución económica y política de las sociedades humanas, no escribía, sin embargo, más que con la firme intención de difundir el resultado de sus investigaciones y dar base científica al movimiento socialista, que, en aquella época, se perdía entre nubes utópicas; no se manifestaba públicamente más que para procurar el triunfo de la clase obrera, cuya misión histórica consiste en instaurar el comunismo tan pronto como pueda el proletariado apoderarse de la gestión política, del mismo modo que el papel histórico de la burguesía en el poder fue romper las ligaduras feudales que se oponían al avance de la industria y de la agricultura, establecer la libre circulación de los bienes y de los hombres, el contrato libre entre empresas y obreros y centralizar los instrumentos de producción y cambio sin tener en cuenta que preparaba los elementos materiales e intelectuales de la futura sociedad comunista.

No se limitaba la actividad a su país de origen: «Soy un ciudadano del mundo, decía, y trabajo donde me encuentro.» En efecto, las persecuciones que sufrió en Francia, Bélgica e Inglaterra, se debían a su intervención en-los acontecimientos. No es, con todo, el agitador, sino el hombre de ciencia, el que contemplé en su cuarto de Maitland Park Road donde llegaban las avanzadas de todo el mundo civilizado para interrogar al padre del pensamiento socialista. La estancia de Marx ha llegado a tener categoría histórica, y era preciso conocerla para penetrar en la intimidad de la vida intelectual de Marx. Estaba en el primer piso y el amplio balcón, por el que penetraba la luz a raudales, daba al parque. Ambos lados de la chimenea y frente al balcón, había unos armarios repletos de libros, paquetes de periódicos y manuscritos. Frente a la chimanea, a uno de los lados de la ventana, se veían dos mesas con papeles, libros y periódicos. En el centro de la estancia, en la parte MÁS clara, había una sencilla mesa de tres pies de largo por dos de ancho, y un sillón de madera. Entre éste y los armarios repletos de libros, se veía un diván de cuero que utilizaba Marx para descansar de tiempo en tiempo. En la repisa de la chimenea había también libros mezclados con cigarros y paquetes de tabaco, pesacartas, retratos de sus hijas, de su compañera, de Wilhelm Wolff y de Engels.

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EVOCACIÓN DE PABLO LAFARGUE 71

Carlos Maix en 1866.

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Era Marx un gran fumador. «El capital, me decía, no me dará nunca lo que he

gastado en tabaco mientras lo escribía.» Derrochaba muchas cerillas. Con frecuencia se le apagaba la pipa o el cigarro y usaba una cantidad increíble de cerillas.

No permitía que nadie ordenara, o mejor, que nadie desordenara, sus papeles. En realidad, el desorden no era más que aparente; todo estaba en su sitio; siempre hallaba el cuaderno o libro que necesitaba; incluso en el curso de una conversación mostraba el pasaje que requería el tema, presentándolo rápidamente a la consideración de su interlocutor. Estaba tan identificado con el ambiente de aquella estancia, que los libros le obedecían como si fueran miembros de su cuerpo. En la manera de colocar los libros, no contaba para nada con la simetría. Los tomos de diverso tamaño y los folletos se confundían pintorescamente. No los colocaba según las dimensiones de cada uno, sino teniendo en cuenta el contenido. Eran los libros para Marx instrumentos de trabajo y no objetos de lujo. «Los libros son mis esclavos y han de servirme con puntualidad y a mi gusto.» Sin tener en cuenta el formato ni la belleza de la impresión, maltrataba los tomos, doblaba los ángulos, emborronaba y subrayaba los pasajes históricos. No ponía notas en los libros y se contentaba con trazar una admiración o una interrogación cuando el autor rebasaba el límite. El sistema que empleaba para subrayar le permitía hallar el pasaje oportuno. Tenía costumbre de repetir la lectura de un libro después de conocerlo por primera vez y conservaba en la memoria, feliz por cierto, lo que le interesaba. Ejercitó la memoria desde la primera juventud, siguiendo las indicaciones de Hegel, aprendiendo de memoria algunos versos escritos en lengua que ignoraba. Sabía de memoria a Heine y a Goethe, citando a menudo algún párrafo de tales autores. Leía las obras de los poetas europeos y releía frecuentemente a Esquilo en el texto original, considerando a éste y a Shakespeare como los genios más democráticos de todos los tiempos. Dedicó a Shakespeare, por el que sentía admiración sin límites, estudios profundísimos. Conocía el carácter de todos los personajes creados por el dramaturgo inglés.

La familia de Marx compartía la devoción de éste por el poeta de «Hamlet» hasta el punto de que sus hijas sabían de memoria las obras de Shakespeare.

Después de 1848, queriendo perfeccionar su conocimiento de la lengua inglesa, buscó y clasificó las expresiones de Shakespeare;

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lo mismo hizo con una parte de la obra del polemista inglés William Cobbet, al que tenía en gran estima. El Dante y Robert Burns se contaban entre sus poetas favoritos. Sentía verdadero placer oyendo recitar a sus hijas fragmentos de alguna sátira o de algún madrigal del poeta escocés.

Cuvier, aquel trabajador científico infatigable, había instalado en el Museo de París, que dirigía, una serie de laboratorios para su uso personal. Cada laboratorio estaba destinado a un trabajo especial y con tenía libros e instrumentos adecuados. Cuando Cuvier sentía fatiga, iba a un laboratorio distinto del que ocupaba, iniciando a continuación otra clase de estudio. Este sencillo cambio de actividades intelectuales, era para él saludable reposo. Marx, trabajador tan infatigable como Cuvier, no tenía medios de instalar tan variados laboratorios. Descansaba paseando por el cuarto: de la puerta a la ventana se marcaban los pasos sobre la alfombra, muy desgastada, como una senda en el campo.

De tiempo en tiempo extendíase sobre el diván y leía una novela; a veces leía dos o tres novelas a la vez, yendo de uno a otro lugar de la estancia. Era, como Darwin, gran lector de novelas. Prefería las del siglo XVIII , en particular el «Tom Jones» de Fielding. Los autores de su tiempo que más le interesaban eran Paúl de Kock, Charles Lever, Alejandro Dumas, padre, y Walter Scott. Consideraba que «Oíd Mortalitis», de este último, era una obra magistral. Le gustaban las na-rraciones joviales y los relatos de aventuras. Eran también autores predilectos de Marx, Cervantes y Balzac. En el «Quijote» veía las postrimerías de la caballería andante, cuyos méritos llegarían a ser en el naciente mundo burgués objeto de burlas y escarnio. Sentía tal devoción por Balzac que se proponía escribir una obra crítica sobre «La comedie humaine» tan pronto como terminara sus trabajos de economía.

No fue tan sólo Balzac el historiador de la sociedad de su tiempo,, sino también creador de tipos proféticos que en la época de Luis Felipe existían sólo en estado embrionario, no desarrollándose por completo hasta el tiempo de Napoleón III. Leía Marx con perfección todas las lenguas europeas, y escribía tres: alemán, francés e inglés, asombrando a los que poseían estas lenguas. «Un idioma es arma en la lucha por la vida», decía muchas veces. Tenía mucha facilidad para la posesión de idiomas. A los cincuenta años empezó a estudiar el ruso, y aunque no tenía este idioma ninguna relación etimológica con los modernos que poseía, en seis meses pudo leer textos d§ escritores y poetas rusos: Gogol, Puchkin y Shtchedrin. Lo que le llevó a aprender el ruso fue

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el deseo de leer directamente los documentos oficiales que el Gobierno del zar no permitía circular por las espantosas revelaciones que contenían. Los amigos de Marx enviaban aquella documentación a Marx, que seguramente, era el único economista de la Europa occidental que pudo conocerla.

Además de los poetas y novelistas, le interesaban las matemáticas. El Álgebra es para él como un reconstituyente moral y le sirvió de refugio en lo momentos más difíciles y dolorosos de su agitada existencia. Mientras se desarrollaba la última enfermedad de su compañera, tuvo que defender los trabajos científicos; no podía sustraerse a la impresión que los sufrimientos de la enferma causaban en su espíritu, más que refugiándose en el árido campo de las matemáticas. En aquel doloroso período redactó un trabajo sobre el cálculo infinitesimal, obra de gran valor, si se da crédito a los matemáticos que la conocían y que se trata de publicar en la serie de obras completas de Marx.

En el campo de las matemáticas superiores recuperaba la actividad dialéctica en su forma más lógica y sencilla. Según él, una ciencia no podía desarrajares verdaderamente más que cuando admitía el estudio de las matemáticas.

La biblioteca de Marx, que contenía más de mil volúmenes, reunidos cuidadosamente en una larga vida consagrada a las investigaciones científicas, no le bastaba y tenía que completar la falta de obras en las bibliotecas públicas. Sus mismos adversarios vieron que visitaba asiduamente el Museo Británico y reconocieron la extensión y profundidad de la ciencia de Marx, no sólo en su especialidad característica, la economía, sino también en la filosofía y en la literatura universal.

Aunque se acostara a hora avanzada, levantábase entre ocho y nueve de la mañana, tomaba café, leía los periódicos y permanecía en el gabinete de trabajo hasta la madrugada. No interrumpía el trabajo más que para comer y dar por la tarde un paseo por Hampstead Heath cuando el tiempo lo permitía. Dormía de día un par de horas en el canapé. En los años de juventud dedicaba noches enteras al trabajo, que llegó a ser para él una verdadera pasión; de tal manera le dominaba el trabajo, que frecuentemente se olvidaba hasta de comer. Era preciso llamarle reiteradamente para que comiera; apenas terminada la comida, volvía a trabajar. Era poco comedor; tenía poco apetito y trataba de estimularlo con platos y entremeses cargados de especies: jamón, pescado ahumado, caviar y pepinillos. La precaria actividad del estómago

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contrastaba con la del cerebro. Todo lo sacrificaba al cerebro: pensar para él era una alegría. Le oí repetir muchas veces las palabras de Hegel, el maestro de la filosofía en tiempos de la juventud de Marx: «El pensamiento criminal de un malvado, es más grande y más noble que todas las maravillas del cielo.»

Necesitaba tener una constitución privilegiada para soportar el exceso de trabajo, tan continuo y agotador. Era muy fuerte, de talla algo más de mediana, anchas espaldas, pecho bien desarrollado y miembros proporcionados, aunque el tronco fuera algo desproporcionado en relación con las piernas, caso muy frecuente en la raza hebrea. Si en su juventud hubiera hecho ejercicios corporales, hubiera sido extraordinariamente fuerte. El único ejercicio físico que practicaba con regularidad era el de pasear a pie; podía trepar por la falda de una colina horas enteras charlando y fumando, sin sentir la menor fatiga. Trabajaba hasta cuando paseaba en el gabinete. Sólo se sentaba para anotar lo que elaboraba el cerebro en perpetua actividad. Le complacía mucho charlar mientras andaba, deteniéndose de vez en cuando, al surgir un tema interesante. Le acompañé años enteros en sus paseos por Hampstead Heath. A través de las praderas pude adquirir el caudal de mis conocimientos de economía. Sin darse cuenta desarrollaba ante mí el contenido del primer volumen de «El capital» y en el tono mismo en que lo escribía. Ordinariamente anotaba yo lo que oía de Marx. Al principio me era muy difícil seguir la exposición del pensamiento profundo y complejo. Por desgracia, perdí tan preciosas notas. Después de la Commune, la policía se apoderó de los papeles que tenía yo en París y en Burdeos y los quemó. Lamento sobre todo la pérdida de las notas que escribe una tarde después de exponer Marx con la brillantez peculiar en él, su genial teoría del desarrollo de la sociedad humana. Como si un velo se desgarrara ante mis ojos, y por primera vez en mi vida, comprendí la lógica de la historia y las causas materiales de las manifestaciones, tan contradictorias en apariencia, sobre el desarrollo de la so-ciedad y el pensamiento humanos. Quedé como cegado y conservé la imborrable impresión años enteros. El mismo efecto les hizo a los socialistas de Madrid cuando reproduje ante ellos mis escasos recuerdos, la más genial de las teorías de Marx y sin duda de ningún género la más genial que ha salido de un cerebro humano.

La mentalidad de Marx contenía una cantidad inusitada de hechos históricos y naturales, así como teorías filosóficas y consecuencias de

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las mismas, integrado todo ello gracias a la intensidad de una labor intelectual que valorizaba ejemplarmente. Se le podían consultar las cosas más variadas en la seguridad de oír una contestación oportuna. Su cerebro era como caldera a presión. Estaba siempre dispuesto para la actividad cerebral.

«El capital» revela una inteligencia de vigor y riqueza extraordinarios, aunque para cuantos le hemos conocido de cerca, ni «El capital» ni sus otros escritos reflejan la profundidad del genio de Marx, que estaba muy por encima de sus obras.

He trabajado con él; sólo era yo un amanuense, pero llegué a comprender su manera de pensar y escribir. El trabajo le era, a la vez, fácil y difícil: fácil porque los hechos y las ideas referentes al tema se atropellaban en su espíritu; difícil, porque aquella abundancia dificultaba la exposición de las ideas.

Decía Vico: «Las cosas sólo son cuerpos para Dios; para los hombres que sólo ven el exterior, son sólo superficies.»

Marx captaba los fenómenos a la manera de la divinidad y a la manera de Vico; no veía sólo la dimensión superficial de las cosas; penetraba en el interior; estudiaba todos los elementos, las acciones y reacciones recíprocas; aislaba cada elemento inquiriendo la evolución y desarrollo; posteriormente pasaba al estudio del ambiente y observaba el efecto de éste y su reciprocidad. Se remontaba al origen de las cosas, seguía el desarrollo y las repercusiones más lejanas; no veía un fenómeno aislado, sino que lo relacionaba con el ambiente, veía la complejidad del mundo en perpetua actividad, expresando la vitalidad de ese mundo en sus múltiples acciones y reacciones, y en vía de continua transformación.

Los escritores de la escuela de Flaubert y de Goncourt se quejan de las dificultades que presenta la realidad para reflejarla exactamente. Lo que quieren describir es la dimensión superficial de que nos habla Vico, es decir, la impresión que producen las cosas sobre ellos. La actividad literaria de Flaubert y Goncourt es un simple juego infantil comparado con el trabajo de Marx. Era precisa una extraordinaria potencia intelectual para captar la realidad, y un arte no menos extraordinario para describirla. Nunca estaba Marx contento de lo que hacía; siempre cambiaba alguna impresión, creyendo que de un estudio psicológico de Balzac que Zola plagió vergonzosamente: «Le chef d’oeuvre inconnu»;

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el estudio le hizo impresión profunda porque describía sentimientos que Marx había experimentado. Se trata de un pintor genial atormentado por la necesidad de reproducir las cosas tal como se reflejan en el cerebro, que retoca sin cesar el cuadro hasta el punto de convertirlo en masa informe de colores, que, sin embargo, representan fielmente la realidad.

Marx reunía las dos cualidades del pensador genial. Sabía disociar a maravilla un objeto en sus diversos elementos y reconstruirlo en seguida en todos sus detalles y formas diferentes de desarrollo y descubrir la íntima armonía. Su demostración no se apoya sobre abstracciones, como le han reprochado los economistas más severos. No empleaba el método de los geómetras que, después de haber sacado sus definiciones del medio ambiente, hacen completamente abstracción del susodicho medio, cuando se trata de sacar consecuencias. No se encontraría en «El capital» una sola definición, una sola fórmula, sino una serie de análisis de la mayor finura, que dan las tonalidades más fugitivas y menos visibles a simple vista. Marx comienza por la comprobación del hecho evidente de que la riqueza de las sociedades, donde domina el procedimiento de producción capitalista, aparece como una inmensa acumulación de mercancías. Las mercancías, hecho concreto y no abstracción matemática, es, pues, el elemento, el nudo de la riqueza capitalista. Marx toma la mercancía, le da vueltas en todos sentidos, penetra en su interior, descubre uno tras otros todos sus secretos, de los que los economistas oficiales no tenían la más ligera idea, aun cuando éstos sean, sin embargo, más numerosos y profundos que los misterios de la religión católica. Después de haber examinado la mercadería bajo todos sus aspectos, observa la relación que guarda con otras mercancías, en el cambio. Luego se remonta hasta su producción y las condiciones históricas de esta producción. Estudia las diferentes formas de la mercancía y señala cómo ha pasado de una forma a otra y cómo un modo ha producido necesariamente el otro. La serie del desarrollo lógico de los fenómenos está representada con un arte tan perfecto que casi se diría que Marx la había inventado y, sin embargo, está sacada de la realidad y no hace más que expresar el movimiento dialéctico de la mercancía.

Marx trabajaba siempre con una conciencia extremada. No daba nunca un hecho o una fecha, que no estuvieran apoyados en las mejores autoridades. No se contentaba con informes de segunda mano, sino que iba a la fuente, aunque eso le costara algún esfuerzo. Era capaz de ir

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al British Museum para comprobar en el texto mismo, el hecho más insignificante. Jamás le han podido reprochar sus críticos la menor inexactitud, y probarle que, en su demostración, se apoyaba sobre hechos de poca resistencia a un riguroso examen. El hábito de remontarse hasta el manantial le llevó a leer a autores muy poco conocidos y que nadie cita, más que él. «El capital» contiene tal cantidad de citas de autores desconocidos, que uno está tentado de creer que el autor lo ha hecho por el gusto o vanidad de lucir sus conocimientos. Nada más erróneo. «Ejerzo la justicia histórica, decía Marx, y doy a cada cual lo que le pertenece.» Consideraba, en efecto, que era deber suyo nombrar al escritor, por desconocido o insignificante que fuese, que había sido el primero en expresar una idea, o que había encontrado la expresión más feliz.

Su conciencia literaria era tan severa como su conciencia científica. No solamente no se hubiera apoyado nunca sobre un hecho del que no hubiera estado seguro, sino que no se hubiera permitido tocar un punto que no hubiese estudiado a fondo; no publicaba nada que no rehiciera muchas veces, ínterin encontraba la forma adecuada. No podía soportar la idea de parecer incompleto ante el público. Hubiera sido para él un martirio si le hubieran obligado a enseñar sus manuscritos antes de haberles dado el último toque. Este sentimiento era tan fuerte en él, que me dijo un día que prefería quemar sus manuscritos antes que dejarlos incompletos.

Su método de trabajo le imponía tareas de las que sus lectores no pueden ni formarse una idea. Así, se explica que para escribir aquellas veinte páginas de «El capital» sobre la legislación obrera inglesa, se viese obligado a estudiar una biblioteca de libros azules, conteniendo los informes de las comisiones de revisión y de los inspectores de fábricas de Inglaterra y Escocia.

Los leyó desde el principio hasta el fin, según atestiguan las numerosas señales con lápiz que hizo. Contaba sus informes entre los documentos más importantes para el estudio del régimen de producción capitalista, y tenía una opinión tan elevada de los hombres que los redactaron, que dudaba que se pudieran encontrar entonces en ningún otro país de Europa «hombres tan capacitados y tan imparciales como los inspectores de fábricas de Inglaterra», llegando a manifestarles la estima en que les tenía en el prefacio de «El capital».

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Carlos Maix v su hija mayoi, jenny.

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Marx encontró un material considerable en aquellos libros azules, que la mayor parte de los miembros de la Cámara de los Comunes, como de la Cámara de los Lores, entre quienes se distribuían, no. los utilizaban más que como blancos, sobre los cuales se tira para medir, según el número de páginas que la bala atraviesa, la fuerza de percusión del arma. Otros los vendían al peso; fue lo mejor que pudieron hacer, ya que eso permitió por lo menos a Marx comprarlos a muy buen precio, junto con un lote de papeles viejos, a un comerciante de Long Acre, a cuya casa iba de cuando en cuando. El profesor Beesly dijo un día que Marx era el hombre que más había utilizado los expedientes oficiales de Inglaterra, dándolos a conocer al mundo. Esto se debe a que el profesor Beesly ignoraba que, antes del año 1845, Engels había sacado numerosos documentos de los libros azules para enriquecer su obra sobre «la situación de las clases obreras en Inglaterra».

II

Para aprender a conocer y amar el corazón que latía en el noble pecho del sabio, era preciso ver a Marx cuando cerraba sus libros y cuadernos, en el seno de la familia, y, el domingo por la tarde, rodeado de sus amigos. En aquellos momentos se revelaba el compañero más agradable que se pudiera soñar, lleno de alegría y buen humor, y dispuesto siempre a reír. Sus ojos negros, sombreados por espesas cejas, brillaban de contento y de burlona ironía cada vez que oía una palabra acertada o una cosa ingeniosa.

Era un padre tierno e indulgente. «Los niños deben hacer la educación de los padres», tenía costumbre decir. Nunca hizo sentir a sus hijos, que le amaban con locura, la más insignificante partícula de autoridad. No les daba jamás órdenes, sino que les pedía como un favor lo que deseaba de ellos, o bien les persuadía para que no hicieran lo que no quería que hiciesen. Y, sin embargo, era obedecido como raramente lo fuera padre alguno. Sus hijas considerábanle como un camarada más. No le llamaban «Padre» sino «Mohr»,51 apodo que le habían dado a causa de su color mate, su barba y sus cabellos negros. Por el contrario, los miembros de la Liga de los comunistas de antes de 1848, llamábanle «el padre Marx»., a pesar de que en aquella época aún no había cumplido treinta años.

51 En alemán, moro, negro.

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Muchas veces le ocurría pasarse horas enteras jugando con sus hijos. Todavía

recuerdan éstos las batallas navales y los incendios de flotas enteras de barcos de papel, que para ellos construía y a los que prendía fuego en un gran cubo, con gran regocijo de los pequeñuelos. El domingo no le permitían sus hijas que trabajara: aquel día les pertenecía por completo. Cuando hacía buen tiempo, toda la familia íbase a dar un gran paseo por el campo. Se detenían en cualquier posada del camino para beber cerveza de jengibre y comer un poco de pan y queso. Cuando sus hijas eran pequeñas todavía, les acortaba el paseo, cantándoles cuentos de hadas que no terminaban nunca, cuentos que inventaba, según iban andando, y que alargaba en razón directa de la cantidad de camino que quedaba, de manera que las pequeñas, escuchándole, olvidaban la fatiga. Marx poseía una imaginación poética incomparable; sus primeras obras literarias fueron poesías. La señora Marx guardaba cuidadosamente las obras de juventud de su marido, pero no las enseñaba a nadie. Los padres de Marx soñaron para su hijo la carrera de hombre de letras o de maestro, pero él se rindió a su destino, consagrando todas sus actividades a la agitación socialista y ocupándose en el estudio de economía política, ciencia, en aquella época, muy poco estimada en Alemania. Marx prometió a sus hijas escribir para ellas un drama sobre los Gracos. Desgraciadamente no pudo cumplir su palabra; hubiera sido muy interesante ver cómo él, a quien llamaban «el caballero de la lucha de clases», hubiera tratado aquel terrible y grandioso episodio de la lucha de clases en el mundo antiguo. Marx tenía gran número de proyectos que no pudo realizar en su vida. Se proponía, entre otras cosas, escribir una lógica y una historia de la filosofía; éste fue en su juventud su estudio favorito. Hubiérale sido preciso vivir cien años para ejecutar sus proyectos literarios y poder dar al mundo una parte insignificante de los innumerables tesoros contenidos en su privilegiado cerebro.

Durante toda su vida, su mujer fue una buena compañera en la verdadera acepción de la palabra. Conociéronse cuando eran niños y juntos crecieron. Marx no había cumplido todavía diecisiete años cuando se puso en relaciones formales con ella. Antes de casarse tuvieron que esperar los jóvenes nueve años, efectuándolo en 1843, y desde esta fecha ya no se separaron nunca. La señora Marx murió poco tiempo antes que su marido. Aunque nacida y educada en una familia de aristócratas alemanes, no había persona que tuviera un concepto tan

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alto de la justicia. Las diferencias y clasificaciones sociales no existían para ella.

En su casa y a su mesa recibía y sentaba a obreros con traje de trabajo, con la misma cortesía que si se hubiera tratado de príncipes. Un gran número de obreros de todos los países gozaron de su hospitalidad, y estoy convencido que algunos de ellos ignoraron siempre que .quien les recibía con tan sencilla y franca cordialidad, descendía, por línea materna, de la familia de los duques de Argyll, y que su hermano había sido ministro del rey de Prusia. La señora Marx se preocupaba poco del mundo y sus vanidades. Había abandonado todo para seguir & su Karl, y nunca, aun en el seno de la más espantosa miseria, lamentó lo que había hecho.

Tenía un espíritu vivo y jovial. Las cartas que dirigió a sus amistades, y que están escritas con pluma fácil, son verdaderas obras de arte y revelan un espíritu vivo y original. Recibir una carta de la señora Marx era un verdadero acontecimiento. Jean-Philippe Becker ha publicado muchas de ellas. Henri Heine, el despiadado satírico, temía la ironía -de Marx, pero sentía una gran admiración por la inteligencia viva y fina de su mujer. En la época de la estancia del matrimonio Marx en París, Heine visitaba a los cónyuges con asiduidad. Marx tenía una opinión tan elevada de la inteligencia y el espíritu crítico de su mujer, que me decía en 1866, que siempre le había puesto al corriente de sus manuscritos y que daba un gran valor a sus juicios y opiniones. La señora Marx volvía a copiar los manuscritos de su marido para darlos a. imprimir.

La señora Marx tuvo muchos hijos. Tres de ellos murieron al comenzar su vida, durante el período de privaciones porque atravesó el matrimonio después de la Revolución de 1848, cuando refugiados en Londres, tuvo que habitar dos reducidas habitaciones de Dean Street, .Soho Square. Yo no conocí más que a las tres hijas. Cuando en 1865 fui presentado por primera vez en casa de Marx, la más joven, Leonor, era una muchacha encantadora, con un carácter de muchacho. Marx pretendía que su mujer se había equivocado de sexo al echarla al mundo como muchacha. Las otras dos hijas constituían la más encantadora y armoniosa contradicción que se pueda imaginar. La mayor, señora de Longuet, tenía, como su padre, color mate y los cabellos y ojos negrísimos. La segunda, señora de Lafargue, era blanca y rubia. Su opulenta cabellera dorada brillaba como si el sol, al irse hacia su ocaso, se bu-

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biera refugiado en ella; se parecía mucho a su madre. Al lado de los que acabamos de nombrar, la familia Marx contaba todavía con un miembro importante: la señorita Elena Demuth. Procedente de una familia de campesinos, entró muy joven todavía, casi una niña, al servicio de la señora Marx, cuando ésta era muy jovencita, mucho antes de su

matrimonio con Marx. Cuando se casó su señora, Elena Demuth no quiso abandonarla y se consagró a la familia Marx con tal fervor que- llegó hasta olvidarse de sí misma. Acompañó a la señora Marx y a su marido en todos sus viajes a través de Europa, y compartió sus expul-

Eleonora, la hija menor de Carlos Marx.

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siones y visisitudes. Su espíritu doméstico le permitía atravesar las situaciones más difíciles. Gracias a su espíritu de orden y economía y a su habilidad, la familia Marx no se vio obligada a privarse del mínimum necesario a la existencia. Sabía hacerlo todo: guisaba, ponía todo en orden en la casa, vestía a las niñas, cortaba y cosía los trajes con la ayuda de la señora; en una palabra, era a la vez, economista y mayordomo de la casa que dirigía. Las niñas la querían como a una segunda madre, y tenía sobre ellas una autoridad maternal, porque también sentía por ellas un cariño semejante. La señora Marx consideraba a Elena como una amiga íntima y .Marx sentía por ella una amistad particular; jugaba con ella al ajedrez y muchas veces perdió la partida.

El cariño que sentía Elena por la familia Marx era ciego; todo lo que hacían los Marx estaba bien hecho; nadie hubiera sido capaz de convencerla de lo contrario. El que criticaba a Marx, ya podía contar con su animadversión, y si alguien gozaba de la simpatía de la familia tomábala bajo su protección maternal. Había, como si dijéramos, adoptado a toda la familia Marx. La señorita Elena sobrevivió a los esposos Marx. Actualmente consagra sus cuidados a la casa de Engels, a quien conoció en su juventud y sobre el que extiende el cariño que antes sintiera por la familia Marx.

Por otra parte, Engels era igualmente de la familia. Las hijas de Marx le llamaban su segundo padre; era el «alter ego» de Marx. Durante mucho tiempo no se separaron en Alemania aquellos dos nombres gloriosos que la historia reunirá para siempre. Marx y Engels han realizado, en nuestro siglo, el ideal de la amistad, pintado por los poetas de la antigüedad. Desde muy jóvenes, se desarrollaron juntos y, paralelamente, han vivido en la más íntima comunidad de ideas y de sentimientos, han participado en la misma agitación revolucionaria y han colaborado juntos mientras han permanecido en contacto. Es probable que lo mismo hubieran trabajado toda la vida si los acontecimientos no les hubieran obligado a vivir cerca de veinte años separados.

Después del fracaso de la Revolución de 1848, Engels viose obligado a irse a Manchester, mientras que Marx tenía que permanecer en Londres. Continuaron, sin embargo, llevando una vida intelectual común, comunicándose casi diariamente su opinión sobre los acontecimientos políticos y económicos del día, así como sus trabajos intelectuales. Tan pronto como Engels pudo conseguirlo, apresuróse a abandonar Manchester y establecerse en Londres, a diez minutos escasos de la casa de

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Marx. Desde 1870 hasta la muerte de su amigo no pasó un solo día sin que los dos se vieran, ya en casa del uno, ya en la del otro.

Fue un verdadero día de fiesta para la familia Marx, el día en que anunció Engels que iba a abandonar Manchester. Se habló mucho antes v después de su llegada y Marx estaba tan impaciente que no podía ni trabajar. Los dos amigos permanecieron toda la noche fumando y bebiendo, contándose todos los acontecimientos ocurridos desde su última entrevista.

Marx ponía la opinión de Engels sobre todas las demás, porque éste era el hombre que Marx consideraba como el único capaz de ser su colaborador. Engels era para él todo un público; no había para Marx trabajo más penoso que persuadirle y ganarle a sus ideas. Le he visto revolver y buscar en algunos, de cabo a rabo, hasta encontrar los hechos que necesitaba para modificar la opinión de Engels sobre un punto

Jenny y Laura Marx, la segunda fue la esposa de Pablo Laíargue.

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secundario, que después he olvidado, de la cruzada de los Albiguenses. Conquistar la adhesión de Engels era un triunfo para él.

Marx estaba orgulloso de Engels. Describíame con satisfacción todas, las cualidades morales e intelectuales de su amigo; fue exclusivamente a Manchester para presentármele. La extraordinaria variedad de conocimientos científicos de Engels, le transportaba de admiración. Siempre temía que le ocurriera algún accidente. «Tiemblo siempre, me decía, que no le vaya a ocurrir alguna desgracia durante una de esas cacerías en las que con tanta pasión toma parte, cabalgando a galope tendido a través de los campos.»

Marx era tan buen amigo como esposo y padre, pero tuvo la dicha de encontrar en su esposa e hijas, en Elena y Engels, seres que merecían ser amados por un hombre como él.

III

Marx, que había comenzado siendo uno de los jefes de la burguesía radical, se vio muy pronto abandonado, desde que su opinión se hizo- decisiva y tratado como un enemigo desde que se hizo socialista. Después de haberle insultado, calumniado y expulsado de su país natal, se organizó contra él sus trabajos la conspiración del silencio. El «18 brumario», que demuestra que, de todos los historiadores y hombres políticos del año 1848, Marx fue el único que comprendió y expuso claramente las verdaderas causas y consecuencias del golpe de estado del 1 de diciembre de 1851, permaneció completamente ignorado. Ni un solo periódico burgués le mencionó a pesar de su carácter de actualidad. Lo mismo ocurrió con «Miseria de la filosofía», réplica a la «Filosofía de la miseria», de Proudhon, así como con la «Crítica de la economía política». Pero la creación de la Internacional y la aparición del primer volumen de «El Capital», dieron al traste con esta conspiración y con su silencio, que había durado quince años. A partir de aquel momento ya no era posible ignorar a Marx. La Internacional tomaba incremento de día en día y el ruido de sus actos resonaba por todos los ámbitos del mundo. Aunque Marx se colocó en último lugar, se descubrió muy pronto que era el verdadero director y creador de todo aquello. En Alemania, se había fundado el partido social demócrata, que pronto fue un valor positivo, una fuerza a la que Bismarck se esforzó en conquistar,.

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EVOCACIÓN DE PAtll.0 I.AVAKCit!)'.

-antes que la susodicha fuerza, persuadid de su poder, pasara al ataque Schweizer, el partidario de Lassalle, publicó uno serie de articulo de gran valor, en los que hacía conocer «El capital» al publico obrero A propuesta de Jean Philippe Becker, el Congreso de la Internacional decidió llamar la atención de los socialistas de todos los países sobre «El capital», al que calificaba de «Biblia de la dase obrera»,

Después de la insurrección del 18 de marzo de 1871, en la que quería ver la mano de la Internacional, y después de la derrotal de la Commune, que el Consejo general de la Internacional defendió los ataques de la prensa burguesa de todos los países, el nombre de Marx se hizo célebre en el mundo entero. Fue reconocido como d teórico irrefutable del socialismo científico y el organizador del primer movimiento obrero internacional. «El capital» vino a ser el libro obligado de los socialistas de todos los países; todos los periódicos socialista y obreros popularizaron sus enseñanzas, y en América, durante una gran huelga en Nueva York, publicáronse pasajes y capítulos enteros de &, para animar a los obreros a la resistencia y probarles lo fundado de sus reivindicaciones. «El capital fue traducido a las principales lenguas europeas: ruso, francés e inglés. Publicáronse extractos en alemán, italiano, francés, español y holandés. Cada vez que en Europa o América, algún adversario intentaba contradecir una tesis, los economistas socialistas encontraban inmediatamente una respuesta que les cerraba la boca. «El capital» ha llegado a ser hoy, realmente, como se dijo en el Congreso de la Internacional, «la Biblia de la clase obrera».

Pero la parte activa que Marx tomaba en el movimiento socialista, le dejaba poco tiempo para dedicarse a sus trabajos científicos. La muerte de su esposa y de su hija mayor, señora Longuet, debía ejercer sobre sus trabajos una influencia decisiva.

Marx sentía un afecto profundo por su mujer, cuya belleza sin par había sido su orgullo y su alegría, y cuya dulzura y espíritu de sacrificio habíanle ayudado a soportar la miseria, eterna compañera de su agitada vida de socialista revolucionario. La enfermedad que acabó con la vida de la señora Marx, debía abreviar los días de su marido. Durante el tiempo de aquella larga y do lo rosa enfermedad, Marx, agotado por las emociones, las vigilias, la falta de aire y ejercicio, contrajo una bronquitis que amenazaba acabar con él.

La señora Marx muñó el 2 de diciembre de 1881, sin abjurar del comunismo y materialismo en que siempre vivió. La muerte no la asustó.

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Cuando sintió que su fin se aproximaba, exclamó: «!Karl, las fuerzas me abandonan!» Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Fue enterrada el 5 de diciembre en el cementerio de Highgate, en la sección llamada de los «malditos» («unconsacrated ground», tierra profana). Conforme a las costumbres de toda su vida, y a las de Marx, se evitó cuidadosamente el hacerle funerales públicos. Sólo algunos amigos íntimos acompañaron los restos mortales a su última morada. Antes de que la tierra cubriera su ataúd, el antiguo y querido amigo de Marx, Engels, pronunció las siguientes palabras al borde de la tumba:

«¡Amigos míos! La mujer de corazón que acabamos de acompañar y que va a ser enterrada inmediatamente, nació en Salzwaedel, en 1814. Su padre, el barón de Westphalen, fue, algún tiempo después, enviado a Tréveris en calidad de consejero del Gobierno y se relacionó estrechamente con la familia Marx. Los muchachos crecieron juntos, y aquellas dos naturalezas pletóricas de vida se comprendieron. Cuando Marx entró en la Universidad, los dos futuros esposos estaban ligados fuertemente por la promesa.

»El matrimonio tuvo lugar en 1843, después de la desaparición de la primera “Gaceta Renana”, redactada algún tiempo por Marx. A partir de aquella fecha, Jenny Marx no ha compartido solamente la suerte, trabajos y luchas de su marido, sino que ha participado en todo ello con la más perfecta comprensión y la pasión más ardiente.

»El joven matrimonio se fue a París desterrado voluntariamente, destierro que pronto se transformó en real. El Gobierno prusiano les hizo objeto también de una despiadada persecución. Debo añadir con pena que un hombre como Alejandro Humboldt se rebajó hasta el extremo de participar en la orden de expulsión lanzada contra Marx. La familia se fue a Bruselas. Sobrevino la revolución de febrero. Durante los motines que se originaron en Bruselas, no sólo Marx, sino su esposa, fueron encarcelados sin motivo que justificara tan despótica acción.

»El movimiento revolucionario de 1848 fracasó al año siguiente. De nuevo el destierro, primero a París, y luego, gracias a una nueva intervención del gobierno francés, a Londres. Y esta vez, para Jenny Marx fue el destierro con toda su cohorte de horrores. Soportó con estoicismo los sufrimientos materiales que causaron la muerte de sus dos hijos y una hija. Pero lo que más la afectó, fue, que el Gobierno y la oposición burguesa, desde los demócratas hasta los liberales,

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se pusieran de acuerdo para coaligarse contra su marido, perseguirle, haciéndoles blanco de las más bajas calumnias, las más miserables, que toda la prensa arremetiese contra él, prohibiéndole toda posibilidad de defenderse, de modo que se encontraba desarmado ante sus despreciables enemigos. Y eso duró todavía mucho tiempo.

»¡Pero no siempre! Las circunstancias permitieron nuevamente al proletariado europeo moverse en cierto sentido, pero de una manera independiente. La Internacional fue creada. La lucha de clase del proletariado fue extendiéndose de país en país, dirigiendo entonces su marido aquel movimiento. Entonces comenzó un período que trajo aparejados no pocos sufrimientos. Las calumnias que llovieron copiosamente sobre Marx se disiparon como briznas de paja en la tormenta: sus enseñanzas, que todos los partidos reaccionarios, desde el feudal hasta el demócrata, se habían esforzado, con infinita pena, en sofocar, fueron esparcidos por todos los países civilizados y en todas las lenguas. El movimiento proletario, al que la señora Marx había dedicado toda su existencia, desquició al viejo mundo hasta sus cimientos, desde Rusia hasta los Estados Unidos, y resto de América, y fue progresando cada día más, a despecho de todas las trabas y resistencias. Y una de las alearías más intensas que experimentó, fue al ver la prueba de fuerza indomable dada por nuestros obreros alemanes en las últimas elecciones del Reichstag.

»Esto es lo que ha hecho durante cuarenta años una mujer que poseía un espíritu tan vivo y tan crítico, una inteligencia política, una fuerza de carácter y un espíritu de sacrificio por los camaradas en lucha, y todo esto se ha omitido malévolamente en los anales de la prensa contemporánea. Es preciso para comprenderlo, haberlo visto por sí mismo. Pero lo que sé decir, es que, de la misma manera que las mujeres de los refugiados de la Commune se acordarán durante mucho tiempo de ella, nosotros, más de una vez soñaremos sus consejos siempre prudentes, valerosos sin fanfarronería y prudentes, sin que por ello, tuviera sin embargo, que hacer concesiones pertenecientes exclusivamente al capítulo del honor.

»No tengo necesidad de hablar de sus cualidades personales. Los amigos la conocían y no la olvidarán nunca. Si hubo una mujer en el mundo cuya dicha mayor consistiese en hacer felices a los demás, esta mujer fue Jenny Marx.»

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Desde la muerte de su compañera, la vida de Marx no fue más que una cadena de sufrimientos físicos y morales, que soportó estoicamente y que se agravaron todavía más con la muerte de su hija mayor, señora Longuet, sobrevenida repentinamente un año más tarde. Aquello destrozó completamente su salud, que nunca más volvió a recuperar. Expiró ante su mesa de trabajo, el 14 de marzo de 1883, a los sesenta y cinco años de edad.

Tomado de: «El matriarcado» por Pablo Lafargue Colección «Era», Vol. VIII. Serie Precursores (Secc. Sociología) Págs. 293-314. 1947. Buenos

Aires.