quintrala1- magdalena petit

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5/22/2018 Quintrala1-MagdalenaPetit-slidepdf.com http://slidepdf.com/reader/full/quintrala1-magdalena-petit 1/143  Magdalena Petit “Uso exclusivo Vitanet, Biblioteca Virtual 2004”  

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  • Magdalena Petit

    Uso exclusivo Vitanet, Biblioteca Virtual 2004

  • Captulo 1 Hace ms de una hora que el sereno ha lanzado con voz lastimera: Ave Mara Pursima, las once han dado y nublado! Por la calle del Rey surge, envuelto en la amalgama de sombra y de fina llovizna, un grupo de tres personas que caminan a prisa a pesar de la dificultad para guiarse en la noche, muy obscura, por una mala vereda humedecida. Ya falta poco para llegar: puede ir ms descansada, misi Magdalena dijo el esclavo que cerraba la marcha detrs de doa Magdalena Lisperguer y de su china.. Es que voy asustada porque la Catalina no esperaba su parto para tan luego. Tengo malos presentimientos: oyes cmo allan los perros? Tras la tapia de un solar vecino partan insistentes aullidos, que un eco lejano reforzaba en una lgubre armona. Doa Magdalena y la mulata, golpendose el pecho, empezaron a rezar apuradamente: Santa Ana pari a Mara, Santa Isabel a San Juan, Con estas cuatro palabras Los perros han de callar.

  • Santa Ana pari a Mara, Santa Isabela San Juan, Con estas cuatro palabras Los perros han de callar. Santa Ana pari a Mara, Santa Isabela San Juan, Con estas cuatro palabras Los perros han de callar. Los aullidos se iban alejando, pero no cesaban. Cuidado adverta el negro al manejar un farolito rojo; hay un hoyo, sale una piedra. Bajo los pies de los caminantes, el suelo barroso relumbraba, con unas manchas redondas de reflejos cobrizos. Santa Ana pari a Mara, Santa Isabel a San Juan, Con estas cuatro palabras Los perros han de callar... Las voces de las mujeres se hacan angustiadas: Santa Ana pari a Mara, Santa Isabela San Juan, Con estas cuatro palabras Los perros han de callar. De repente ces el rezo y la marcha se detuvo. El farolito pint, con su 1uz una ancha puerta de madera obscura, ricamente claveteada.

  • sobre los hombros el rebozo que cubra su cabeza; luego, adelantando el puo en la noche, hizo un gesto amenazador hacia los perros invisibles. Ah, perros! dijo irritada. Y para ms, hoy es martes... Al lado de una enorme cuja adornada con ricos bordados carmes, una cuna acogedora hace de nido mecedor para la nia recin nacida. La criaturita no aprecia la blandura del lecho: se agita y pequeos gritos quejumbrosos salen de su boca. Parece presentir el sufrimiento que aguarda a tantos, a casi todos, en este valle de lgrimas. Que alguien se ocupe de la nia manda doa Magdalena, que est ensayando ensalmos eficaces para salvar a Catalina. Su madre, doa Agueda Flores, la ayuda en esta tarea, junto con la Josefa, cuya jeta violcea, al murmurar los exorcismos, se alarga como una trompa. La negra da la impresin de andar torcida, y es que su hombro derecho, ligeramente salido, levanta una lnea angulosa en el conjunto redondeado de su cuerpo bajito, blando y sebso. La habitacin est envuelta en un aire irrespirable por causa del sahumerio, sin el cual las palabras del conjuro perderan parte de su virtud. A pesar de esta humareda y de llevar las tres mujeres ms de media hora en los ritos necesarios, la Josefa pretende que se oye siempre el aleteo del chonchn. Para espantarlo, se agita en un atropellado ajetreo; y sus senos, henchidos y colgantes, se sacuden, desparramados, sobre el grueso vientre, mientras sus manos rechonchas dibujan en el aire las musaraas cabalsticas. Doa gueda y doa Magdalena continan cruzando los brazos.

  • en forma de aspas, sobre el pecho, y se persignan, como es obligacin, despus de recitar el infalible conjuro: San Cipriano va parriba, San Cipriano va pal bajo, San Cipriano va pal cerro, San Cipriano va p abajo. Al cabo de un momento, la Josefa se detuvo: sac del bolsillo un enorme pauelo, que esparci olor a tabaco, y se sec el sudor de la cara. Luego se acerc, insinuante, a doa Magdalena y despacito le dijo: No siga, mi amita, es intil; hay contra que no se puede vencer; ya le dir despus por qu. Sus miradas caen, precipitadas, a uno y otro lado, como manchas de sombra que se borran pronto en el continuo parpadeo que les escamotea el significado. Tiene razn la Josefa; es intil todo esfuerzo; el rostro gris de la enferma y el ronquido que se escapa espasmdica-mente de su pecho anuncian ahora la proximidad de la muerte, que el aletear del chuncho y los ladridos lamentosos de los perros haban hecho presentir. Doa gueda, comprendiendo que sus esfuerzos eran vanos, rompi a llorar. Vyase a la otra pieza murmura con autoridad cariosa doa Magdalena. Vyase, y llvese a la nia. Aydala, Josefa, mientras atiendo yo aqu, y dile a don Gonzalo, que est en la sala con el padre Juan y el doctor, que ya pueden venir. Aprovechando que su madre se acerca a la moribunda para depositar sobre su frente un ltimo y largo beso, doa

  • Magdalena aparta bruscamente a la negra y le pregunta anhelante: Por qu dices que hay contra, y que no se puede vencer? Qu otra bruja sabe aqu ms que t? Adnde hay ms poder que en esta casa? Habla, habla pronto! La Josefa, cautelosa, contesta: Es que esto ya no es cosa del Diablo, es castigo de Dios. Recordar, mi amita, cuando misi Catalina nos oblig a ayudarla para embrujar al mocito aquel... Y t qu tienes que acordarte de eso, jetona intrusa? profiri en tono bajo y tembloroso doa Magdalena. Junto con estas palabras, una bofetada retumb sobre la mejilla de la negra, que se inclin mordindose los labios con rabia refrenada. -Al ruido inesperado, doa gueda se volvi y sus ojos llorosos interrogaron vagamente; mas los rostros de su hija y de la esclava permanecan en una impasibilidad de piedra.. Llvate a mi madre y a la nia! dijo doa Magdalena. Tomen ustedes la cuna orden a dos chinas que venan entrando. Mientras la Josefa sostena a doa gueda, que se apretaba el pauelo contra la boca para reprimir sus sollozos, las dos chinas hacan esfuerzos por levantar o arrastrar la pesada cuna, de donde se escapaban los llantos de la recin nacida, que venan a mezclarse con los estertores de- su madre agonizante. Cuando se retiraron las chinas, doa gueda murmur: Pobrecita, entrar-as a la vida en el momento en que se va tu madre! Yo te proteger con doble cario ahora. Harto que habr de protegerla, mi amita, y desde luego coment la Josefa, sealando la criatura, si ya est ojeada.

  • Cmo ha de estarlo, cuando nadie la ha visto todava repuso la abuela, mientras se acercaba, inquisidora, al pequeo rostro encogido en una mueca. La negra se puso a parpadear en tanto contestaba.: Alguien tiene que haberla hecho, pues est ojeada; pero espreme, su merced agreg hipcritamente, que ya vuelvo con unas hojas de palqui: nada pudimos conseguir con misi Catalina, pero algo, de segurito, conseguiremos con la nia y, dejando a la pobre seora espantada por esta nueva afliccin, corri en busca de las yerbas.

    * A travs de la puerta cerrada, la abuela oye con angustia los ruidos de la pieza donde se muere su hija: un campanilleo especial seala la llegada del sacerdote con los santos leos; el rumor confuso de los pasos en puntillas indica el trajn de la servidumbre, la presencia de las personas de la familia que se han mandado llamar; luego, un silencio profundo, y en ese silencio, el sonido opaco de rodillas que se doblan simultneamente contra el suelo; pronto, la voz nasal del sacerdote, cuyas palabras no se distinguen bien; despus, un coro de voces yuxtapuestas, formando un solo acorde montono que contesta: Santa Mara, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amn. Un hoyo de silencio, apenas enturbiado unos instantes por la voz del sacerdote. Otra vez una cascada de sonido irrumpe: Santa Mara, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amn.

  • El rezo es interrumpido por un grito y luego sollozos. Doa Agueda, empalidecida, se levanta. Comprende: ya todo ha terminado.

  • Captulo 2 Yo quiero ir a la procesin con la Josefa dijo una vocecita infantil. No, te vas a quedar con tu abuelita, mi hijita linda. Ya que estoy en cama, me vas a acompaar. No me quieres, entonces? No contest, rencorosa, la chica. No la quiero, no la quiero si no me deja ir a la procesin. Y, apartando con brusquedad la cabecita rebelde, cuyos bucles colorines la abuela acariciaba, empez a patalear y a llorar. Cllate Catrala, debes portarte bien, eres una nia grande, cumpliste ayer nueve aos: acurdate de que tu mamacita te est mirando desde el cielo. No me importa contest la nia echando alaridos. Quiero ir a la procesin, quiero ir. Si no me deja iraadi, me arranco todo el pelo. Y comenz a tirarse los bucles con frenes hasta sacarse un mechoncito. La abuela no hizo caso, crey que se iba a detener, pero la chica, furiosamente, insensible al dolor, se estaba como desplumando de su cabellera. Doa gueda se baj entonces del lecho, tom las manitos salvajes de su nieta, y tratando de calmarla, le prometi que la llevaran a la procesin,

  • siempre que se portase muy bien, sin apartarse del lado de la Josefa.

    * El cielo encapotado hace la noche ms densa y ms triste sin la esperanza de las estrellas. Enfundados en sus trajes negros, sobre los cuales resalta la blancura marfilea del cirio que lleva cada uno en la mano, los monjes, como aves nocturnas que se posan bajo un alero, van saliendo uno a uno del claustro y se colocan en fila delante de la puerta principal de la iglesia de San Agustn. Esperan la procesin que viene desde San Francisco para hacer all estacin. Flotan, a un metro del suelo, sobre las sombras, como estrellas en el firmamento, miles de luces que se balancean en el fondo impreciso de la calle. Parecen stas descansar sobre una capa sutil de aire sonoro, cuyos ruidos, irreales a la distancia, como en los sueos, se mezclan en vagos gritos, sollozos, rezos, cantos, chasquidos extraos y rumor de pasos que adelantan pesadamente en coro de multitud. De las luces engastadas en las sombras sonoras, poco a poco aparecen en crescendo, bajo la reaccin del acercamiento, los cuerpos antes invisibles: cada luz es un cirio que dibuja en el temblor turbio luminoso de su llamita a un negro con tnica roja. La resonancia de los cantos, lamentos y rezos llena ahora la calle, como en la bveda de un templo, al estallar, despus de estar en sordina, la sinfona inmensa del rgano: el cortejo se ha detenido. Descansa el anda, y se petrifica en la inmovilidad la escena de un nacimiento, en el cual se destaca como personaje principal el rey Melchor: negrsimo, fornido, ricamente ataviado.

  • Detrs del anda se empiezan a sentir los chillidos de las flautas de los indios. El rey Melchor se agita como para saludar: el anda comienza a balancearse suavemente y sigue su camino dndoles paso a los indios. Solemnes en sus tnicas moradas, sostienen con orgullo un anda que ostenta a un Nio Jess moreno, vestido de indiecito Vienen despus los mulatos, con sus trajes negros, envueltos en la penumbra, hedionda de los faroles de sebo. Entre anda y anda, siguen: los dominicos (negro con blanco), como grandes pinginos, recitando uniformes letanas que llevan el comps a los pasos cansados; los carmelitas, de pies desnudos en las anchas sandalias, de hbitos pardos, con el adorno de una patilla larga, que van salmodiando gravemente... A los frailes de todas las rdenes siguen, interminables, todos los gremios y cofradas con sus estandartes distintivos. Y al fin, remata la procesin en el grupo ttrico de los disciplinantes: gritos, alaridos, voces que confiesan, tumultuosas, pecados que horripilan. Suena incisivo y siniestro el zumbido del ltigo. Las rosetas de las disciplinas s incrustan cmo picos de buitres en las carnes que desgarran. Incansablemente se alzan y vuelven a embestir, voraces. Los cuerpos maltratados, rojos de llagas, lloran sangre que va goteando, y vivos jeroglficos cuentan la historia del pecador.

    * Ha cesado todo ruido en la casa; hasta el esclavo Pedro se ha retirado a descansar. Las ltimas brasas que se reflejan en los bordes del brasero de cobre luchan por neutralizar un poco de obscuridad en la alcoba.

  • La pequea Catrala se agita en su lecho sin poder dormir. Su imaginacin est llena de las visiones de la procesin de sangre; .recuerda lo que les ha contado Josefa, a ella y a su hermanita mayor, sobre cada anda, sobre los penitentes y sobre el infierno. Tiene presente a un hombre que llevaba los brazos atados a una cruz y que de pronto se desmoron sobre sus piernas, cayendo en el suelo: la Aguedita se haba arrimado a la Josefa mientras sacaban a un lado al muerto y seguan pasando y pasando los disciplinantes en el vocero. Y por qu algunos se azotan ellos mismos? haba preguntado la pequea Catrala. Para castigarse por sus pecados y obtener perdn de Dios haba respondido la Josefa. No ser porque les gusta? Cmo les va a gustar! Si duele muchsimo, tienen que ser muy valientes para soportarlo. En balde se da vuelta en la camita la nia; el sueo no viene: una idea fija lo espanta. La necesidad de realizarla va creciendo e imponindose, vehemente. La nia, al fin, salta de la cama. Cuidando de no hacer ruido, avanza, como gatita cautelosa, hacia la puerta que da al corredor. All tropieza, empujndolo, con un taburete. Le parece tan fuerte el sonido del roce contra el suelo, que permanece un momento anhelante: cree haber despertado a todos los de la casa..., pero nada; sigue, tranquilizador, el silencio nocturno. Se pone entonces de pie y se desliza por el patio, donde una dbil luna, en medio de los esfuerzos de sus rayos por desencapotar el cielo, alcanza a clarear. Se detiene la chica frente a un cuarto, cerca del comedor; abre despacio la puerta, tantea contra la pared izquierda, buscando algo. Como no lo alcanza, empuja completamente la puerta, haciendo penetrar un poco de luz, y arrima una silla para elevarse a la altura de una tira de

  • cuero con la que castigan a los esclavos del servicio cuando as lo ordena el dueo de casa. La nia ha manifestado curiosidad por asistir a estos castigos, pero sin conseguir satisfacerla. Sabe, solamente, dnde se guarda el azote, y que es Pedro el encargado de manejarlo. Su manito, ligeramente trmula, logra al fin descolgar el ltigo, mientras el corazn le palpita con ese goce mezclado de temor que experimenta siempre que comete algn acto prohibido.

    * El oratorio est sumido en una atmsfera plomiza en la que flotan todava emanaciones de incienso y de humo de cirio. El aceite de la lamparilla se va extinguiendo y la llamita aletea, moribunda. Sobre el altar, vagamente, se adivina la imagen de una Inmaculada Concepcin. La avanzada hora nocturna matiza de misterio la quietud del recinto sagrado: llama a la oracin sobrecogida de un alma en inefable comunin con su Dios. De pronto se abre una puerta y la rfaga de aire fro que agita la atmsfera tibia arrastra en su corriente una forma humana frgil. El ambiente de paz cristiana se va perturbando. No es sta un alma mstica que viene en busca de oracin: ante el altar, desnuda, se est disciplinando una diminuta sacerdotisa pagana. Va y viene el ltigo, torpemente primero. La mano inexperta y dbil se hace ms diestra, poco a poco, y va y viene el ltigo. Va y viene, va y viene. Presa de frenes, como una extica danzante, la Catralita se disciplina...

  • Captulo 3 En su despacho de corregidor, frente a la mesa de trabajo, don Gonzalo de los Ros acaba de terminar sus tareas del da. Ya se han retirado los escribanos del servicio y, libre de su presencia importuna, deja caer la mscara con que cubre la inquietud de su alma. Una expresin de desaliento empaa este rostro altivo de hombre acostumbrado a los honores y al poder. Mientras espera a fray Pedro de Figueroa, que ha prometido venir, piensa en la manera de exponerle su difcil situacin. La fama de santo, de consejero incomparable, con que viene desde Lima y La Serena, ha decidido a don Gonzalo a pedirle su inteligente ayuda. El poderoso corregidor, uno de los ms ricos encomenderos del Reino de Chile, emparentado por su enlace con Catalina Lisperguer a la familia ms copetuda, adinerada e influyente de entonces, no es un hombre feliz. Recuerda la triste niez al lado de una madre dura, de quien se ha susurrado que ha muerto a su marido. Esta madre, amiga de la familia Lisperguer, es la que, entre dos campaas, urdi su matrimonio con Catalina. Sojuzgado ya por el atractivo de la joven, se haba enterado por ciertos murmullos de que era bruja y haba sido cmplice en un intento

  • de asesinato cometido por su hermana Mara contra el gobernador Ribera. Al desposarse, Catalina Lisperguer habla dado pruebas de ser persona cruel; madrastra sin piedad para con la hija que l traa de otro enlace al nuevo hogar, en cierta ocasin la haba azotado con tal saa, que la nia sucumbi a consecuencias del mal tratamiento. Muerta su mujer, la vida haba corrido relativamente tranquila, en medio de sus dos hijas, durante unos diez aos. La mayor, Aguedita, que acababa de casarse con un oidor de Lima, no le haba dado sino satisfacciones. En cuanto a la chica, su Catrala regalona, malos instintos, sordamente, le estaban brotando como una lepra del alma. Un ligero golpe en la puerta hizo sobresaltarse al corregidor, que se levant a recibir al padre Figueroa. El sacerdote avanzaba, con los brazos colgantes, ligeramente embelesado, y segua pasando las cuentas del largo rosario, que caa enrollado a su puo. Luego, como en un sonmbulo que despierta, el extrao prpado transparente que velaba sus ojos de iluminado pareci disolverse y su mirada se torn humanamente acogedora. Padre le dijo don Gonzalo, saludndolo con respeto, debo pedirle disculpas a vuestra merced por haberme atrevido a molestarlo, en vez de llegar yo hasta el convento. Tampoco he. querido recibirlo en mi casa, porque no quiero que en ella se impongan del paso que doy. No se preocupe, seor corregidor, est bien. Yo slo deseo servirlo en lo que pueda, y lo mejor que est en mi poder, con la ayuda de Dios. El sacerdote tom asiento en la amplia banqueta de moscovia que le indicaba don Gonzalo. Pasaron unos segundos durante los cuales los dos hombres se miraron aquilatndose: don Gonzalo, fiero el busto, la blanca patilla en punta,

  • los mostachos levantados, desdiciendo del mirar entristecido, parece un viejo conquistador que vacila antes de relatar una reciente derrota. El rostro del sacerdote emerge plido y flaco de lasotana negra: Los pmulos salientes, el aguzado caballete de la nariz, la barbilla dura, como una armazn de huesos que tratan de vencer la molicie de la carne, moldean una mscara de voluntad, que se fija en el gesto habitual del entrecejo, marcado por dos arrugas verticales profundas. La energa se acenta con el dardo de la mirada escrutadora, que parece decir: Veo muy bien vuestros pecados y vuestras penas... Don Gonzalo, fascinado, siente que lo hablar todo con este hombre; que el santo, como lo llaman en La Serena, est de veras en comunicacin con Dios. El padre Mendoza no haba exagerado al asegurarle que hallara solucin a todas sus preocupaciones y penas cuando llegara el santo. Sin haber hablado an, se siente reconfortada el alma. Padre le dice al fin, yo espero que su merced sea servido decirme si fray Jos lo ha enterado ya de lo que me lleva a solicitar su consejo y apoyo. S, seor contest sin rodeos el monje. Me ha dicho que la hija de usted desde algunos meses rehsa confesarse, alegando que no saben confesar; que esto le preocupa, y mayormente, porque su conducta no es la que usted desea. Efectivamente; y espero que con su profunda sabidura consiga atraer la confianza de mi hija, para guiarla despus, que mucho lo necesita. Al decir estas palabras, el corregidor no pudo reprimir un hondo suspiro. Todo es fcil con la gracia de Dios, seor contest el sacerdote; y la gracia de Dios no nos abandona cuando le queremos bien y le damos nuestra ciega fe. Pero yo tengo que poner a vuestra merced en anteceden-

  • tes, a pesar de lo muy doloroso que es para m hablar de estas cosas continu el corregidor. Sin embargo, en tal difcil tarea, me siento alentado por la confianza que desde la primera mirada se despert en mi corazn, y voy a hablar con entera humildad, como si fuera a vaciar mis penas directamente ante Dios mismo, porque siento que buena reverencia, slo buena reverencia puede socorrerme. Ve usted, seor, cmo Dios en su bondad dispone favorablemente su corazn: me reviste a sus ojos de un poder que yo no tengo, para que usted se entregue confiadamente a l por intermedio mo. Dios ha de confortarlo y darle apoyo. Cuntos hombres ms afligidos que usted no he visto volver a la esperanza, a la tranquilidad! Sus manos flacas se juntaban serenamente en un gesto de paz esperanzada. Ah, padre! Vuestra reverencia algo sospecha de mis penas; pero nunca podr imaginar su importancia. Mi hija! Mi hija! La voz del corregidor qued estrangulada, y el monje, como si no lo notara, interrumpi: Dios lo allana todo. No olvide usted que cuanto ms pone a prueba un alma es cuando ms promesas le reserva. S dijo, afirmando el gesto y la voz, el atribulado anciano; no quiero desfallecer. Usted, padre, ha de or en sus detalles todo lo referente al caso de mi nia, y ver, buen mdico de las almas, qu esperanzas caben, hasta qu punto se puede detener el mal. Antes de proseguir se levant y empez a caminar pesadamente de un lado a otro, como para ayudarse a hablar. Voy a contarle a usted dijo aun pormenores que a primera vista no parecern tener importancia; pero cun revelador es a veces un pequeo detalle...

  • Eso es, eso es! interrumpi el monje, apuntando con el dedo la verdad invisible con el aire de quien ha encontrado un buen partidario.~ En las confesiones me he valido a menudo explic de incidentes, al parecer, secundarios, para dar con la raz de un mal. Las almas no son sencillas; los pecados ms graves no siempre son la consecuencia de un gran defecto del carcter, sino de varias pequeas imperfecciones que se juntan. Veo con placer que nos entenderemos. Entre ambos, con la ayuda de Dios, ver usted, seor corregidor, lo que vamos a conseguir. Situemos, pues, el mal de esa pobre alma, que no ser tanto, y en seguida le iremos haciendo medicina. Don Gonzalo se acerc a la puerta y mir hacia afuera para cerciorarse de si no haba nadie; despus de cenara, sin ruido, volvi a caminar, la mirada fija en la visin de lo que iba a contar. El monje, adoptando una postura que le era familiar, apoy el codo derecho sobre el brazo del silln y, descansando la barbilla en la mano semicerrada, con actitud de acogedora e inteligente espera, se dispuso a escuchar. Vuestra reverencia ha de saber comenz el corregidor que mi esposa muri al dar a luz a mi hijita Catalina, la Catrala, como le decimos en casa. Doa gueda Flores se encarg del cuidado de la nia y de su hermana mayor, Aguedita, que le lleva seis aos. Acabo de casarla explic con el oidor de Lima don Blas de Torres Altamirano, a quien usted seguramente conoci all... El fraile asinti con la cabeza, y don Gonzalo prosigui:

  • Una negra, la esclava predilecta de mi difunta mujer, qued de mama de la Catralita. Yo hubiera querido impedirlo, porque esta mujer me era antiptica por la misma razn que la hacia agradable a mi esposa, es decir, por ser reputada bruja. Ella es quien ha contribuido a la fama de brujera dada a mi casa: habr usted odo decir que tenemos un duende protector de mi hija pregunt don Gonzalo, entre irnico y entristecido, haciendo un gesto que significaba Cunta locura!.. . S agreg, a qu ocultarlo? A mi suegra y a sus hijas se las designaba Las brujas de Talagante, por ser descendientes del cacique de ese nombre. Lo supe al casarme, junto con otros pormenores ms graves; pero ya era tarde para retraerme; adems, yo no daba importancia entonces a estas supersticiones de mujeres. Al quedar doa gueda de duea de casa durante los frecuentes viajes que yo haca, hube de resignarme a ver manejadas mis chicas no siempre al gusto mo; entre las cosas que me desagradaban estaba la de la presencia de la mama, que lo pasaba, a espaldas mas, mascullando conjuros: no alcanzaba a caerse la nia, a suspirar, ya saba yo que la Josefa estaba dibujando signos cabalsticos sobre la frente o el pecho de la criatura. Comprend que no podra deshacerme ni de la bruja ni de sus mmicas. Siendo ella, por otra parte, una esclava muy inteligente, trabajadora y apegada a la casa, opt por hacer la vista gorda, como dicen, aun cuando al andar por el parrn me pasaba entre las piernas una liebre negra, cuya leche, como supe por un criado, estaba destinada a alimentar a una culebrilla, que nunca he visto, gracias a Dios, pues a sta la tienen bien oculta por el temor de que yo la haga desaparecer. Mas sucedi que un da, estando yo en mi recmara, o gritos de la Catralita: Josefa, que viene, espntalo! Me

  • precipito y veo a la nia en el suelo, retorcindose en convulsiones. La Josefa, que no estara en ese momento, no llegaba. Al cabo de unos instantes se calm la chica y pude hablarle, aunque tena un aire ligeramente extraviado y pareca no acordarse de lo que le haba sucedido. Entonces le pregunt: Por qu llamaste as a la Josefa, diciendo: que viene, que viene, espntalo!? La nia, al recuerdo, se acurruc contra m y, temerosa, dijo: Era el Diablo que me venia a buscar, y la Josefa sabe espantarlo. Reconfort lo mejor que pude a mi hijita, que al fin se fue a jugar; pero cuando lleg la Josefa, pensando que estos terrores de la nia eran obra suya, le dije que si le volva a hablar del Diablo, de duendes o cosas semejantes, la mandara a azotar hasta sacarle el pellejo. A pesar de las amenazas, la negra se atrevi a runrunear entre dientes que si no fuera por ella, quin sabe cmo le ira a la Catralita. Mas, ante la mirada que le di, se apresur a agachar los prpados y la jeta, tragando sus palabras. Al poco tiempo... Don Gonzalo se detuvo para recoger un papel que haba caldo de la mesa; pero sus gruesos dedos no lograron asirlo, y exclam: Ve usted? Hay cosas que no podemos manejarlas, se nos escurren y nos la ganan... As me pas con la Josefa... Al poco tiempo continu, volviendo a pasearse de un lado a otro, con las resignadas manos metidas en los bolsillos me enter de una nueva desobediencia de la Josefa. Entonces, sin mayores miramientos, al ver mis rdenes de jefe de la casa as contrariadas, mand a azotar a la mama, exigiendo,. adems, que se la llevaran a mi hacienda de Tobalaba. Habr podido comprobar usted, padre, la felona de estos esclavos, su odio disimulado con una apariencia de humildad: en cuanto la azotaron, vino la negra, llena de genuflexiones adoloridas, a echarse a mis plantas; me peda por todos los santos que la dejara en la casa, porque se iba a portar como yo mandara. Y me besaba las manos y el borde de la capa, con una actitud vil que me causaba la ms profunda repulsin. En lo que a m respecta prosigui el corregidor,

  • poco que importan los sentimientos, buenos o malos, de esa negra; pero me interesara llegar a descifrar, en su alma de bruja, hasta qu punto es sincera su dedicacin a mi hija. En todo caso, su influencia ha sido y es, para la nia, absolutamente nefasta. Y he aqu, como va a ver usted, qu problema se ha planteado ante mi conciencia de padre: Hara un ao, ms o menos, del castigo y sumisin de la Josefa, cuando una noche, al volver de improviso de uno de mis viajes, me encuentro con una espesa humareda en el aposento de las niitas, y a la Josefa, que mascullaba sus infames conjuros. Mis hijas, al divisarme, se turbaron; en cuanto a la negra, ech a correr... Al da siguiente, despus de una correccin ejemplar, una carreta se llevaba a la bruja a mi propiedad de La Ligua. Cuando la Catralita, que tendra entonces un poco ms de nueve aos, se enter de la partida de su mama, se tir al suelo, pate, grit (cosas a las que estaba yo acostumbrado, y que no haba podido modificar debido a mis frecuentes ausencias, que me llevaban a re-galoneara ms de lo debido y a excusarle su carcter indomable antes que hacrmele odioso castigndola). Mas nunca haba sido tan violenta la escena. Mi nia pareca una pequea loca y me costaba grandes esfuerzos sujetarla, pues tiraba a morderme, a darme patadas, y ,me echaba, junto con sus miradas de odio, insultos increbles en una boca infantil. Opt por dejarla en manos de su abuela, que a los gritos haba acudido, ya que mi presencia no haca sino irritarla ms. Durante algunos das, la chica, ahora en calma, aunque -rencorosa, se acercaba con cierta resistencia cuando yo la llamaba. Pens que el tiempo me devolvera su afecto y no quise preocuparme mayormente. Pero algo ms grave me esperaba: la Catralita empez a manifestar sntomas de una curiosa enfermedad. De repente, no poda andar. Las pier-

  • nas se le trababan. En la noche, su abuela, que la tena en su dormitorio, la oa desvariar, diciendo que vea las luces y senta los silbidos del Diablo; que ste se le meta en las piernas y por eso no las poda mover. Poco a poco, en efecto, las piernecitas quedaron completamente tullidas; la chica lloraba y llamaba a la Josefa para que le quitara al Demonio. Una tarde, doa Agueda decidi convencerme de que trajera a la Josefa. Me resist, primero, pero como ninguno de los mdicos que consult y ninguno de los remedios consiguieron sanrmela, acced, a pesar de mi repugnancia, a dejar llamar a la bruja, aceptando que se entendiera con mi suegra. Me fui en seguida unos das para no hacerme cmplice, con mi presencia, de las maquinaciones de la mujer, y cuando volv, encontr a mi nia completamente restablecida. Yo no me conformaba con seguir tolerando a la esclava, pero tampoco quera ocasionarle nuevos llantos a mi chica, y me val de un ardid para probar acostumbrarla sin sufrimientos a la separacin de su mama: rogu a mi cuada Magdalena que me hiciera el servicio, con algn pretexto de faenas especiales, como haba acontecido en otras ocasiones, de pedirme prestada la negra. As se hizo, y la Catrala, pensando que su ta la ocupaba cual otras veces, no manifest ningn descontento. Despus de un tiempo, la Magdalena envi la esclava a La Ligua, como se lo haba pedido yo; y sta, que es lista, comprendi que por mi orden se la alejaba, con pretextos, de mi casa, para no dejarla volver. Sea por maleficios de esta bruja, como pretende mi cuada, sea por simple coincidencia, ocurri entonces lo siguiente, que se repiti en dos circunstancias, con seis meses de intervalo: en cuanto era despachada al campo la esclava, la Catralita comenzaba a sentir que le fallaban las piernas, y

  • luego se le iban tullendo completamente, sin que nadie, fuera de la Josefa, lograra sanara. As agreg don Gonzalo, con tristeza, me he visto obligado a elegir entre la enfermedad de mi hija o la presencia detestable de esa bruja. Naturalmente, hube de someterme a lo ltimo: qu padre no hubiera hecho lo mismo? Durante dos aos, es decir, de los nueve a los once, la salud de mi nia se afirm por completo y tuvimos una vida relativamente tranquila: era siempre colrica y caprichosa, pero muy poco ms de lo que suele ser cualquiera chica demasiado regalona. Despus, en estos dos ltimos aos, ha pasado por alternativas bastante curiosas. Empez a manifestar los mismos terrores de su niez, y su irritabilidad era tan grande, que por cualquier demora de un criado en servirla le lanzaba a la cara lo primero que encontraba a mano. En una ocasin hiri as con cuchillo a la cocinera. Ante m mismo no saba detenerse, presa en verdad de un demonio, como pretendan entre ellos los criados. Los castigos no hacan sino exacerbara y desarrollarle odio y rencor. Entonces opt por atrarmela hablndole a su razn. Poco a poco consegu su confianza y, en un arranque expansivo, a pesar de su inmenso orgullo, me confes su deseo de. ser buena, pero que el Demonio por momentos se lo impeda y la persegua sin que pudiera librarse de l. Yo le propuse entonces que se sometiera a una corrida de ejercicios espirituales en las Agustinas. Acept gustosa y tuve la sorpresa, durante unos meses, de verla cambiar a tal punto, que las monjas, el da de su primera comunin, me hicieron grandes elogios de ella: haca una vida edificante de verdadero ascetismo, disciplinndose, ayunando, pasndolo en oracin. "Mas esta luz de esperanza que haba alegrado mi almadio amargamente el corregidor no dur. Un da recibo un

  • recado de la superiora mandndome llamar. La Catrala quera volver a casa; se aburra, ya no pensaba en ser monja, como se le haba ocurrido poco antes, y as no vea motivo para permanecer ms tiempo en el convento. Veo muy -bien interrumpi el sacerdote: a la crisis de misticismo ha seguido una crisis de sequedad. Es cosa que todas los msticos saben, y, por lo que usted me ha relatado, pienso que su hija tiene algo de mstica. Grandes son las esperanzas con esa clase de almas, seor corregidor aadi, alentndolo. Siempre sale Dios venciendo en ellas. Espere, vuestra caridad, espere, que no he relatado lo principal. Como recordar usted, mi hija, so pretexto de que no saben confesar, rehye la confesin... Sasinti el sacerdote; es lo probable que su director no supo guiarla. Somos torpes a menudo, nosotros, con las almas de nuestros penitentes, y stos, en vez de seguir dndonos su confianza, se retraen y hasta vuelven, movidos por una especie de rencor, a los pecados de los cuales no hemos- sabido librarlos, y ms cuando por ellos los humillamos demasiado. Yo pienso contest el corregidor, con voz enronquecida que mi hija se abstiene de confesarse porque tiene algo muy grave sobre la conciencia. Ah! exclam, exaltndose qu horribles sospechas tengo! No me atrevo, siquiera, a formularlas! Le contar a usted los hechos que me han llevado a ellas y usted resolver. Nada positivo puedo afirmar hasta ahora, pero el corazn me lo dice: mi hija se est condenando!... Oiga usted, padre dijo en tono ms bajo, acercndose al frile: desde que la Catrala volvi a casa, ella, tan activa, lo pasaba ociosa, huraa; apenas contestaba si le hablaban, y con impaciencia. A menudo, traan sus ojos huellas de lgrimas; pero se enfureca si yo lo notaba; de manera

  • que fui disimulando mi solicitud y me puse a espiar cada gesto de la nia para estudiarla y comprender lo que tena, pues aunque me deca a m mismo: stas son cosas de la edad y pasarn, no por eso me tranquilizaba. A veces yo sorprenda trozos de conversaciones con su negra, que sola ser su confidente: Mira, Josefa le o una tarde, ya no me sirve el rezo que me enseaste para espantar al Diablo. Anoche, en balde lo rec. Sent que l silbaba y alcanc a ver las luces. Despus, debo de haberme dormido, no supe ms de m. Pero yo tengo que deshacerme de l antes de orlo silbar. Tus sahumerios saben espantarlo; mas yo necesito impedir que llegue, comprendes? Claro que te comprendo, mi amita; si a m me pasaba lo mismo cuando chiquilla, hasta que hice pacto. Cmo que hiciste pacto? S, pero hay que ser valiente para eso contest la negra, enigmtica. Hay que atreverse a todo. A qu hay que atreverse? Te mando que inmediatamente me lo digas; bien sabes que de nada tengo miedo. Bueno, mi amita; pero de esto, ni a misi Magdalena le dices? A quien se me antoje se lo dir. Te mando que hables. Habla, habla! gritaba, impaciente. Entonces, la Josefa, mirando sigilosa a todos lados, para asegurarse de que estaban solas, sin sospechar que yo pudiera orla, empez a proponerle la siguiente infamia: Hacer pacto es venderle el alma al Diablo. Pero no siempre se necesita esto. A ti te bastara hacerle sacrificios de pecados. Cmo es eso de sacrificios de pecados? pregunt la Catrala.

  • Quiere decir que debemos dejarnos llevar por el pecado en vez de sujetarlo. Por ejemplo: vas a echar una mentira y luego te la tragas pensando que est mal... Pues debes decirte: ya que eso es malo, voy a hacerlo, voy a mentir, y te lo ofrezco, Demonio. Naturalmente que mientras mayor es el pecado, ms te alivias del Diablo, que se va contento con el sacrificio de pecado que le has ofrecido. Comprendo, comprendo! dijo la Catrala. Es el Demonio quien nos susurra: haz esto, hazlo!, y si resistimos, no nos deja en paz, lo sentimos all, su presencia nos ahoga... Si, el otro da, cuando me llev llorando, te acuerdas?, supieras lo que me peda!... Yo no quise, y por eso estuve mal y sent que el Demonio se me vena al cuerpo. Yo no puedo seguir as, no puedo... Callaron unos instantes, y de repente la Catrala, dijo con un tono de voz sorda, concentrada, trmula, que se me ha quedado en el corazn como una pualada: Josefa, esta noche, cuando la casa duerma, traers a mi pieza al negro Manuel, oyes? S, mi amita, oigo contest cnicamente la infame mujer. Ya se imaginar usted, padre, en qu estado de nimo esper aquella hora dijo don Gonzalo, cuyas manos temblaban a la par que su barba y su voz. Cuando comprend que la Josefa, cautelosa, sala en busca del negro, me levant y me fui despacio detrs; antes que llegara al tercer patio, me abalanc sobre ella y le di tantos azotes, que me dola el cuerpo. La dej encerrada all mismo y me fui a hablar con mi hija; pero alcanc a or las maldiciones de la negra, que deca: Cuando se le pega a la Josefa, el Diablo se venga; ya debe estarse en el cuerpo de su hija, y no la dejar mientras la mama no lo permita!

  • Segu como si nada oyera, pero me impresionaron las palabras de la bruja y me sent supersticioso. En efecto: sea coincidencia o verdadero poder de brujera, cuando me acerqu a su alcoba, mi hija yaca en un estado de horribles convulsiones, echando espuma sangrienta por la boca, moviendo los ojos para todos lados, realmente poseda del Demonio. Yo estaba aterrado!... Como al da siguiente permaneciera en el mismo estado sin que nada la calmara, me arm de todo el valor de que soy capaz (nunca, en ninguno de mis combates, lo necesit as), me fui donde la Josefa y e dije: Perra bruja, si no quieres que te mande a la hoguera, ahora mismo, por bruja, vas a sanar del Diablo a mi nia para siempre, oyes? Yo debiera creer en las brujeras, padre prosigui don Gonzalo, porque despus de lo que he visto... No bien lleg a la pieza la negra, la Catrala dej de agitarse; el cuerpo, que abrasaba la fiebre, se entibi, y un sueo profundo y tranquilo la dej descansar. Cuando despert, ignoraba lo que le haba ocurrido. Pareca realmente, todo esto, obra de encantamiento. Por desgracia aadi, despreciativo, el corregidor, yo estaba comprendido en aquel encantamiento: ya no poda deshacerme de la aborrecible machi. Por mucho que vigile, vivo en el terror de lo que a mi hija espera: no duermo, me levanto dos y tres veces en la noche. La Josefa, que lo sabe, est en guardia y no se atrevera a intervenir. Mas, desde que mi hija rehus confesarse, pienso que puede haber sucedido ya lo que me aterra. Esta atmsfera de espionaje, de supersticiones, de dudas, en que vivo; el odio disimulado de esta esclava, que se lo est inculcando tambin a mi hija; los recelos de mi Catrala, que se oculta de mi y no me da la vista cuando la miro, y sobre todo, esa espantosa idea de que tal vez tiene ya su conciencia man-

  • chada y son intiles mis esfuerzos; todo esto me hace la vida intolerable. Me parece por momentos que me vuelvo loco, y hasta miedoso me he puesto, imaginando que esa bruja trama quin sabe qu cosas todava!. Haca ya unos instantes que la pieza estaba obscura, sin que el corregidor ni su atento oyente lo hubieran notado. En el silencio que sigui al triste relato, se dieron cuenta, al fin, de la hora y de que estaban en el despacho. Impresionado el monje ante el dolor de ese viejo hombres de armas que no haba podido reprimir sus lgrimas, y cuyos sollozos se oan ahora en la sombra, buscaba en vano palabras de consuelo. Entonces, tomando las manos del corregidor, lo forz suavemente a arrodillarse y, junto a l, empez a murmurar la suprema oracin: Padre Nuestro, que ests en los cielos...

  • Captulo 4 Estn tocando a oraciones. En el huerto del convento resuenan, en las campanadas, los ltimos resplandores de la tarde, nimbando con aire de oro los rboles. Las frondas se aquietan del cantar de los pjaros, como si ellos fueran trasmigrando misteriosamente: una estrella, luego otra, y miles, dbiles an, en vuelo silencioso, van despuntando por el cielo. Fray Pedro, terminando el paseo vespertino entre sus -rboles queridos, regresa con paso lento, la cabeza en las nubes, cual se lo reprocha a veces su gran amigo, el padre Mendoza, cuya agigantada silueta divisa ahora en el extremo del corredor que lleva a la capilla. Trata entonces de bajar a la tierra antes de que ste se le acerque. Fray Jos, alto y flaco, tiene ademanes de soldado que ha tomado el hbito. Anchas zancadas rtmicas proyectan sus largos brazos, uno hacia adelante, el otro hacia atrs, como si marchara al son de una banda. Desde lejos su voz aguda de clarn interpela: Hola, fray Pedro! Venga usted, el carpintero ha deja do las maderas y yo se las pagu, porque no se le encontraba a usted. Pero es tiempo de que se ponga al trabajo, y he venido a buscarlo hasta aqu. Acurdese de que debe terminar antes de fin de ao toda la serie de sus esculturas.

  • Fray Pedro contesta slo con una sonrisa, pero en su corazn piensa: Inapreciable amigo que Dios me ha dado! Luego, cuando estuvieron frente a frente, dijo: Nadie sospecha que es usted mi colaborador. Si no le tuviera a usted, poco adelantara el trabajo. Venga a rerse de m!... Al contrario, y se lo he dicho en otras ocasiones: yo admiro ese don que tiene usted de saber siempre lo que se debe hacer, en qu momento y cmo. Hay en el juego de su cerebro una seguridad, una nitidez que me encantan. En cuntas cosas quisiera parecrmele!... Sabe lo que ms le envidio? confes ingenuamente: Es la calidad de su ascetismo, tan espontneo. Pienso a veces, con amargura, que el nombre de santo con que me apoda el pueblo es usurpado, porque es usted quien de veras lo merece. Una carcajada estall en la garganta de fray Jos e hizo despuntar la nuez, que suba y bajaba por el pescuezo, como si fuera a traspasar la piel. La gente pretende dijo al fin que sabe usted leer en las almas; pero, en este caso, no lo felicito. Admitamos que sea usted atormentado en su ascetismo, que tenga que luchar..., qu prueba ello? Que el Seor le pone a usted dificultades porque sabe que ha de vencerlas; slo con sus elegidos obra as. El pueblo tiene olfato, y si lo ha denominado el santo, es porque siente que algo hay aqu dijo, sealando con su largo ndice la frente de fray Pedro. Yo mismo aadi, aunque vivo en su intimidad, tengo la impresin por momentos, al mirarlo, de que Dios lo habita como si fuera usted una custodia viva. Calle usted, se lo ruego interrumpi fray Pedro, turbado. Si usted supiera... Quizs algn da... Pero hablemos de otra cosa dijo, al divisar al padre Jofr, que venia, regor -

  • dete, con su panza que le levantaba la sotana; precisamente, quera preguntarle si ha sabido usted de nuestro vecino. He quedado inquieto por l. Dos veces estuve a verlo en la semana; pero eso fue pretexto de que le cansan las visitas, no me dejaron entrar. Y esto no le llama a usted la atencin? El padre Jufr los alcanzaba, y fray Jos, en vez de hacer conjeturas, hall ms prctico interrogar al recin llegado. Como por irona, se haba colocado ste entre sus dos compaeros de afilada estatura (los mellizos, segn los apodaban por esta semejanza) y se vea, as, an ms gordifln y ms chico. Ignoraba que estuviera enfermo. Ah!, ah!, verdad?... Su voz cantante, al pasar por los resortes de la doble barba, sala untuosa. Enfermo quizs no replic fray Pedro--; pero cuando me lo encontr el sbado a la llegada del correo, se quej de cansancio, de mal dormir, diciendo que se iba a echar a la cama un par de das; luego agreg que en seguida. me invitara a almorzar para presentarme a su hija, quien manifest ltimamente el deseo de conocerme. Vamos! exclam el padre Jufr, con su tono regocijado de agustino buen vividor, an no conoce usted a la Catrala, la bella, la insolente, la caprichosa Quintrala, segn la llaman sus amigas? No la conozco. He comido dos veces en casa de don Gonzalo, desde el da que tengo el honor de ser su amigo, pero su hija no estuvo presente. As como le da por conocer a otros, le habr dado por no conocerlo a usted, a pesar de sus bellos ojos subray,

  • con malicia, el padre Jufr. Es verdad que usted es santo aadi, y a ella no le gustan los santos... Padre, padre dijo fray Jos, amenazndolo cariosamente con la mano, es usted una mala lengua y lo voy a acusar a su confesor y a fray Diego. Parece usted una solterona beata: todo lo que sucede en Santiago lo sabe usted y lo comenta. Es usted nuestra gacetilla de chismes aqu. Pronto no necesitaremos confesar, porque usted nos trae, antes que los penitentes, sus pecados ms recnditos. Bueno repuso el increpado, sonriendo bonachn, confirmar esa mala idea que se tiene de mi persona. No saben lo que corre? Pues que la Catrala est en enredos con ese caballero de la Orden de Malta, y que, a pesar de sus cortos aos, quiere atraparlo para casarse con l. En casa de los Zolrzano he odo el comentario, y que ese seor se resiste, pues ya sabe de algunas de sus travesuras aadi, haciendo un guio malicioso. Yo s que es usted la bondad misma, padre Jufr, y que no tiene mal espritu para con nadie le interrumpi el padre Figueroa; entonces, por qu habla de cosas tan graves con ligereza? Si es verdad lo que se corre, a nosotros no nos toca comentarlo con la gente. Pero no es con la gente que lo comento contest, sin molestarse, el padre Jufr; es con ustedes, mis buenos amigos, y tan sabedores de lo que ocurre como yo. Adems, sabe cmo le contest a la Julita Zolorzano? Pues le dije: Supongamos, Julita, que el cuento sea cierto; esto no significa nada para con Dios; que bien puede, a estas horas, tener la Catalina la ventaja de hallarse en el confesionario, golpendose el pecho, diciendo: Seor, perdname, que soy una gran pecadora; mientras que t ests remedando con tu

  • actitud a la que deca: Gracias te doy, Seor, porque no soy como... aqulla. Est bueno, est bueno! 2aprobaron, riendo, los dos oyentes. Y qu contest Julita? pregunt, curioso, el padre Mendoza. Pues, como buena sobrina irrespetuosa, se abalanz sobre m y me tap la boca, metindome uno de los ricos pastelitos de almendra que haban sobrado de las once. Toma, fraile me dijo, imitando la voz ronca de la Catalina, para que medites sobre la inoportunidad de los sermones. Esos son los gestos que te gustan aadi, amoscada; as te habra contestado ella... De mi meditacin repliqu, despus de comerme la golosina saco en limpio que ests celosa de la Quintrala. Celosa de la Quintrala! Mal me conoces!...
  • Al decir esto, su grueso vientre se sacuda, agitado por una risa jovial. Con gusto escuchara toda vuestra cosecha de cuentos, si son tan sabrosos como ste, buen defensor del prjimo, pero yo tambin me escapo, tengo que trabajar dijo el padre Figueroa, poniendo trmino a la conversacin. Si obtiene alguna noticia sobre don Gonzalo, padre Mendoza, no deje de comunicrmela agreg; o ms bien pasar yo mismo a preguntar por l. Se encamin por un patio lleno de barro, donde estaban fabricando adobes para construir nuevas celdas. Mientras evitaba los charcos, su pensamiento no se apartaba de la visin infernal pintada tan sin piedad por esa Julita. Catalina, Catrala, Quintrala!... Quintrala. As la haba ,llamado una vez una de sus criadas: la seorita Quintrala, segn le haba contado el padre Jufr, y este nombre deformado se lo tenan ahora de apodo sus amigas. Quintrala!... Quintral es el nombre de una planta parsita de flor roja, se dijo el monje. Y, por asociacin de ideas, la vea roja tambin de alma, a travs de su cabellera colorina, y simbolizada por esta flor del quintral. Voz ronca, perfume penetrante e inconfundible... Ella, es ella! Ahora no me cabe ya duda exclam el fraile; mi extraa penitente es ella. Padre, lo he odo predicar y he pensado que usted sabra confesar mejor que otros. Cuidado con defraudarme! Qu otra podra haberse expresado con tanto desparpajo? Y qu confesiones tan curiosas! Yo no vengo a contarle pecados todava, vengo.,, a preguntarle cosas, a aclarar dudas... En efecto, la misteriosa pecadora haba venido ya tres veces al confesionario a... discutir. El, con paciencia, tratan-

  • do de atraerla, reservaba para ella sus mejores argumentos, aguzaba su perspicacia, manejndose con el mayor tacto posible. Debe tener unos catorce aos, pero parece una mujer..,, El cerebro, en todo caso, era el de una mujer, y mujer poco comn; qu sutileza para argumentar, qu fuerza de carcter!; pero qu orgullo, qu espritu de dominacin, qu independencia dentro de la humareda supersticiosa! En cuanto a lo que puedan decir de m esas hipcritas de mis amigas, me tiene sin cuidado... As, hasta ahora, las confesiones se haban reducido nicamente a conversaciones, a especies de consultas de orden general; casi podra decirse, a un examen del confesor a quien an no se le daba el visto l haba empeado su palabra con don Gonzalo y salvara aquella alma, costase lo que costare. Adems, estaba ahora interesado personalmente en esa salvacin. Se le presentaba como una obra dificilsima, y su espritu de mstico vibraba ante la esperanza de realizarla y ofrecrsela a Dios. No haba de regocijarse ms el cielo por la entrada de un pecador que por la de cien justos?... Al abrir la puerta de la salita contigua a su celda, divis el monje, sobre la mesa, las maderas que haba depositado el carpintero. Se sac la capa, que tir sobre una silla. Movi unos papeles en su mesita de escribir, y puso a un lado las miniaturas comenzadas. Juntando entonces las herramientas y las maderas, se puso a trabajar. La mirada luminosa, las manos plidas y febriles traicionan al artista que se esconde bajo esa sotana de fraile. Su palabra clida, inteligente, persuasiva, lo ha consagrado ya

  • como eminentsimo orador ante los santiaguinos, y comentan, admirados, sus sermones, se pelean su amistad. El gobernador, los oidores, y hasta el mismo obispo, se aconsejan con l. En poco tiempo, ha adquirido el sacerdote una influencia considerable. Ahora principia a revelarse como miniaturista y escultor. Una imagen suya de Jess en el huerto ha resultado tan edificante para el pueblo y hasta para los grandes, que aumenta cada da el nmero de fieles que vienen a rezarle. Este primer xito lo ha estimulado a seguir representando en esculturas de madera escenas de la vida de Jess. La gloria, lejos de envanecerlo, lo importuna. Su humilde corazn abriga tan slo el deseo de servirle por este medio al Seor, ganndole voluntades. Inspiracin, xtasis! Amor del arte, amor de Dios! Qu alma puede ser ms venturosa que aquella que posee estos bienes supremos? Un paraso anticipado habita el monje entre las paredes de la humilde celda. Su corazn, en la soledad, se ensancha, invadido por el divino amor: Mi bien amado es mo parece exclamar, como el apstol y yo soy de l; reposa entre los lirios hasta que se levante la aurora y declinen las sombras. Amorosamente va tallando en la madera informe. Sus giles manos plidas, como palomas que construyen un nido, revolotean en torno de la obra, y de las herramientas imantadas de inspiracin surge el esbozo de un cuerpo. Oh goce inefable del placer creador que acerca a lo divino! De pronto, las herramientas se aquietan, titubean entre los dedos torpes de un puro ser humano... El monje las deja caer como armas vencidas y junta las manos, inhbiles ya, en

  • fervorosa imploracin humilde: Dios mo, no me abandones; Dios mo, qu puedo yo sin tu presencia en m! En su abstraccin el monje no ha odo que llaman de afuera, pero los golpes se repiten apresurados, y lo hacen volver en s. Fray Pedro, pronto dice una voz al abrirse la puerta; no hay tiempo que perder; don Gonzalo de los Ros se est muriendo y lo llama. S, padrecito, pronto confirma el negro Pedro, detrs de la sotana del padre Mendoza. El solar de don Gonzalo queda frente al convento. No hay ms que atravesar la calle. Sin embargo, no bien han cruzado los dos frailes el zagun de la casa, la expresin de espanto de los criados y luego sus palabras les indican que el patrn ya ha muerto. Al alboroto del ir y venir precipitado ha seguido el lento vagar en silencio, con desconcierto, de un cuarto para otro. Las miradas se cruzan, cargadas de interrogaciones, pero nadie se atreve a comentar lo que todos piensan: Qu manera de morir tan extraa!... Se sienten envueltos en una atmsfera de enigma, deseosos de que alguien con una palabra la disipe; y cuando fray Jos pregunta: Bueno, y cmo, de qu ha muerto?, parece que se hace el intrprete de todas las curiosidades sofocadas y que se empieza a respirar mejor. Muri de repente adelant uno de los criados. Se quej de terribles dolores, primero, y en un grito se qued intervino una mulata vieja. Haca tiempo pregunt fray Pedro que senta esos dolores, o slo en el instante de morir? No, vuestra caridad se precipit a responder una chinita;- fue de repente, segn dijo la seora Mara, que lo mand a llamar a usted.

  • Antes de llegar a la alcoba del difunto, un ruido de voces exaltadas en violenta disputa detuvo unos minutos a los frailes; luego una silueta rojiza, dando un portazo, cruz precipitadamente el corredor, en el que flot un rastro de perfume. Flor de infierno, sacudida por el huracn dijo como para s el padre Mendoza. La Quintrala? interrog su compaero, impresiona Ella! Qu habr pasado? Entremos;
  • despus de santiguarse, se retiraron, agachando los ojos, que les brillaban de curiosidad. Entonces doa Mara exclam: Ella, la Catalina, su hija, le dio muerte! Al or tan inesperada revelacin, el padre Jos no pudo reprimir un sobresalto; luego se abalanz contra la cama, e inclinndose sobre el difunto, se puso a examinarlo detenidamente. Entretanto, su compaero, ansioso de averiguar algn dato que anulara la increble acusacin, se empeaba en que doa Mara se explicase: Vaya, seora decale, eso sera espantoso; no est usted equivocada? Don Gonzalo estaba enfermo...; le consta a usted lo que adelanta? Su mirada se poso sobre el cadver, como para tomarlo de testigo, y con voz severa pregunt, imitando con la mano un gesto de juramento: Podra usted jurar que don Gonzalo ha muerto vctima de su propia hija? La interpelada vacil unos segundos, y luego afirm: S, en conciencia, lo jurara. Un breve silencio subray sus palabras. El padre Figueroa, tomndole entonces las manos con suave autoridad, fij sus ojos sobre los de la exaltada mujer y le habl as: Seora, don Gonzalo ha muerto. Su alma, que se halla en presencia de Dios, libre de odios mezquinos, es todo perdn. l sabe por qu han sucedido tan cruelmente los hechos. Nosotros ignoramos las escondidas razones de los pecados ajenos. Todo lo que podemos hacer es luchar valientemente contra los propios, que Dios ha de pedirnos cuenta tan slo de stos. Al Seor le toca hacer justicia cuando la ha menester. Por la misma memoria de don Gonzalo, no debe usted permitir que quede manchado el nombre de su hija. La justicia de los hombres no es la que importa.

  • La denunciadora, sobrecogida, haba permanecido inmvil, los ojos fijos en la mirada penetrante del sacerdote. Yo saldr afuera un momento dijo ste para dejarla reflexionar junto al cadver de su hermano. Luego, viendo que el padre Mendoza se quedaba all, sin moverse, con sus largos brazos que colgaban en las mangas demasiado cortas, le hizo una sea, y ambos salieron, dejando a doa Mara atnita y desconcertada. Se arrodill entonces a un lado de la cuja y, tomndose la cabeza con las dos manos, se puso a meditar. S, era verdad, el nombre de su hermano quedara manchado si ella hablara... Ya estaban consumados los hechos, qu se adelantara?... El justo castigo de la culpable..., el castigo humano, que al fin por algo ha permitido Dios que se instituya... Por otra parte, la Catalina poda negar. Qu pruebas existan contra ella? La Catrala, con su audacia, no escatimara, de seguro, los juramentos... Adems (y aqu la conciencia la tranquilizaba un poco), bastaba realmente lo que haba visto y odo para poder jurar que su hermano haba sido vctima de un envenenamiento, perpetrado por la mano de su propia hija? Con qu rebelde protesta y con qu amenazas indignadas no se le haba encarado denantes la Catrala! Doa Mara, sugestionada por las recientes palabras del sacerdote y el recuerdo de las protestaciones dc su sobrina ante la acusacin,llegaba a dudar de s misma. Sin embargo, la escena de la tarde reviva en su memoria y se le impona con insistencia: Al llegar haba encontrado a su hermano en cama. He estado un poco enfermo estos das, pero maana me levanto le haba dicho l. Lo nico que me molesta to-

  • dava es el mal dormir, y me estn preparando una toma que en otra ocasin me ha probado bien. Despus de conversar un momento, ella se haba ido en busca de su sobrina para pedirle unos bordados que le haba ofrecido; y, al llegar al comedor, adonde sta se encontraba con la Josefa, preparando la toma, alcanz a or unas palabras de la negra, a las que en ese momento no dio mayor significado: Menos molesta un enfermo que uno sano, y menos un muerto que un enfermo... Bueno, ya est la toma, y si con sta no duerme, no s con qu dormir... A qu hora se la doy? pregunt entonces la Catrala. Pues, cuando empiece la gente a-dormir...; es brava y no demora... En esto haba entrado y le pareci que se turbaban un poco las dos, mas sin explicarse entonces el porqu. Despus de entregarle los bordados, la Catrala haba vuelto con ella al dormitorio del enfermo, y, dejando la toma sobre el velador, sali a dar una orden. En ese momento su hermano se haba incorporado, diciendo: No quiero esperar hasta la noche pala dormir; voy a servirme luego esta tisana, y se bebi de un sorbo el contenido del vaso. La Catrala, que volva, se haba puesto plida, pero sin proferir palabra observaba detenidamente a su padre. De pronto, ste haba lanzado una queja, llevndose la mano al estmago, y luego otra queja ms fuerte, seguida de venideros alaridos, en medio de los cuales peda confesor; gritaba que se mora, que llamaran al padre Figueroa y en unos minutos haba exhalado el ltimo suspiro. Entonces al cruzar su mirada con la de su sobrina, la conversacin del comedor haba irrumpido en su memoria con su verdadero significado: Cmo, qu otra interpretacin caba despus de haber-

  • se desarrollado as los acontecimientos? Cmo dudar? Todo se revelaba muy claro ahora! Y si fuera simple coincidencia? Podra ella jurar, como se lo haba preguntado el padre Figueroa, sin sentir comprometida su conciencia?... Por otra parte, no hara ella sino relatar los hechos ante los jueces como los haba presenciado, y ellos fallaran. Pero... si su mente, en la emocin del drama, se hubiera perturbado recordndole mal o hacindole interpretar equivocadamente cuanto haba odo?... Ese padre Figueroa, con su modo, era capaz de turbar la conciencia de los mismos jueces. Doa Mara sinti abrirse la puerta y, al levantar la cabeza, sus ojos se encontraron con la porfiada mirada interrogadora del padre Figueroa. Entonces baj sumisa la vista, asintiendo, y pausadamente se sign.

  • Captulo 5 En el marco de la puerta por donde van entrando las sombras fras de la noche, aparecen de repente las rojas ascuas de un brasero; luego, los fuertes brazos bronceados que lo sujetan y lo echan hacia adelante para evitar el excesivo calor; en seguida, la cara de la negra que parpadea tosiendo, atragantada con los restos del humo. Djalo all, no lo acerques demasiado manda una voz desde la oscuridad del cuarto. Como buen siervo, el enorme brasero de plata empieza a hacer su oficio de entibiar el aire, y hasta se esfuerza, con su dbil luz, por perforar las tinieblas que ocultan como un velo denso los objetos. Mientras la Josefa va en busca de algunas pajitas para encender los candelabros, unos ojos fosforescentes, que brillan en el rincn de donde sali la voz, siguen la lucha anhelosa de las brasas por vencer las sombras. Se rinden stas, primero, en los objetos ms cercanos; aparece el cuadriltero de una cajuela en la que brillan sobre el cuero pardo los clavos de plata; tras los crespones que lo enlutan, un amplio espejo veneciano despide por sus cristales agujitas de luz; en el techo, directamente, una mancha luminosa hace resaltar en el artesonado de cedro un lacunario ndigo.

  • La Josefa ha vuelto y, en cuclillas, les roba de su poder a las brasas encendiendo una pajuela. Qu lstima! exclama la voz del rincn; no enciendas, me gusta esta penumbra! Pero, amita, cmo vas a recibir as al padrecito? D-jame encender, que pronto ir a llegar. Enciende, vieja del diablo, pero uno solamente, y mndate cambiar; quiero estar sola. Con sus llamitas plidas, 105 cuatro cirios del candelabro van acorralando las sombras. Ahora se destacan contra la pared unos lienzos descolgados, dos escaos forrados en vaqueta y un vargueo incrustado de mosaicos de concha de perla y de plata. Ms all, en el rincn tenebroso, detrs de los ojos fosforescentes, brota un rostro aureolado por una cabellera que parece hecha de llamas compactas; y luego, el cuerpo felino, recostado como el de una sultana sobre los cojines cubiertos por un mantn negruzco. De pronto, de aquellos ojos van cayendo, como brillantes en fusin, gruesas lgrimas silenciosas. El cuerpo ha tomado una actitud casta, al cruzarse las manos en un gesto de muda splica. La mujer tendida parece uno de esos cuadros que representan a Mara Magdalena haciendo penitencia en el desierto. As la ve fray Pedro, que acaba de entrar sin que se oyeran sus pasos amortiguados por la gruesa alfombra de estera: recuerda al Maestro y su corazn se ensancha de piedad comprensiva. Bienaventurados los que lloran, porque ellos sern consolados! La paz sea con vos, Catalina de los Ros! La desconsolada, que, abstrada, no lo ha sentido llegar, se estremece al or tan cerca su voz. De un salto est de pie y se excusa.

  • Quiera disculparme, vuestra reverenda; no pens que llegara tan pronto... dice, clavndole los ojos verdemar, que se empaan de descontento. El padre Figueroa se turba: dnde ha visto ya esos ojos que acechan como cabezas de serpientes? Pero se yergue, rechazando la memoria, y con la calma acostumbrada, explica: La criada me hizo pasar, diciendo que usted me esperaba. Entr, y, al ver sus lgrimas, al contemplar su actitud de ruego, vinieron espontneamente. a mis labios, como una contestacin, las palabras que sin pensar expres en alta voz. Haga el favor de tomar asiento, vuesa merced dijo doa Catalina, acercndole con mano firme un rgido sitial. Sintese usted insiste, impaciente, al verlo tan alto, de pie; tan alto, que su sombra, sobre la pared, contina, quebrada por el ngulo del techo. Y explica, en seguida: No me conformo con que usted me haya visto llorar. No lloro nunca; no me perdono esta debilidad; me molesta haberme demostrado ante usted con tan poco carcter. Seora replic el sacerdote, no es ningn pecado llorar. Celebro esa actitud, que me revela la parte de su alma que trata usted de esconder aun a s misma. Esto va a facilitar muchsimo nuestra conversacin. Un cascabeleo de risita irnica reson, insolente, y doa Catalina dijo: Ay!, ya se va a imaginar usted que soy buena porque me ha sorprendido lloriqueando! Las pocas lgrimas que he derramado en mi vida aadi han sido ms bien de rabia, comprende usted? Al decir estas palabras, se haba acercado al brasero, esparciendo sobre las ascuas un poco de incienso mezclado a

  • unas yerbas olorosas, y suba en hilos el aroma gris del humo. De rodillas frente al fuego, echada hacia atrs, Catalina entornaba los ojos, preocupada de aspirar voluptuosamente el perfume. El sacerdote la contempl unos instantes con mirada de artista, pensando que su fama de belleza era, en verdad, merecida: belleza extraa, casi monstruosa en sus contrastes. Algo mefistoflico en la combinacin de las facciones: la barbilla en punta, las cejas oblicuas; luego la llamarada de la cabellera colorina sobre la tez cobriza y el reflejo verde de los ojos... Los antepasados germanos y el cacique indio haban logrado mezclar curiosamente sus dones. En cuanto a lo moral... El sacerdote la miraba, escudriador, mientras se levantaba y volva hacia l. Molesta, doa Catalina record la frase de una de sus mulatas: Cuando el padre Figueroa mira, ya la tiene a una caladita como sanda. Entonces, exasperada al sentirse descubierta en su orgullo, se apresur a decir: Vuestra reverencia, disculpe, yo no lo he mandado llamar para que me juzgue ni para confesarme. nicamente deseaba felicitarlo por su inteligente intervencin en el asunto de mi ta Mara de los Ros y Encio. Yo estaba en el cuarto vecino continu, con voz ms grave cuando doa Mara hizo esa infame acusacin, y en cuanto terminaron las exequias de mi padre, durante las cuales estuve delicada, pens en manifestarle a usted mi agradecimiento por haber sido mi defensor. Seora, me retiro entonces; y le advierto que no era necesario mandarme llamar para eso, porque usted nada tiene que agradecerme he pensado tan slo en el nombre de don Gonzalo de los Ros (que Dios haya!) dijo el sacerdo-

  • te, ponindose de pie. Permtame usted que me retire, seora. No, por favor, por caridad, no me abandone! implor, vencida, humilde, doa Catalina, obligndolo a sentarse. Ya lo ha ledo usted en mis ojos: soy una orgullosa exclam, torcindose las manos inquietas. S, necesito consejo, y es usted la nica persona que me lo puede dar, porque slo usted sabe comprender de veras. En su presencia (cosa extraa, que no me explico a m misma) me siento humilde y comprendo que podr hablar lo que nunca a nadie he dicho. Al llamarlo segua diciendo, en un estado de fiebre obedec confusamente, lo veo ahora, a la necesidad de desahogar mi corazn, dndome a m misma ese absurdo pretexto de agradecimiento... Yo lo conozco a usted explic, mirndolo fijamente; he estado en su confesionario. El sacerdote, tratando de disimular la turbacin que nuevamente lo invada, apret con fuerza los labios, arrugando el ceo, y la piel, estirada por este gesto, aguz la nariz y los pmulos. Desde la primera vez que lo escuch continuaba, exaltndose, la muchacha, en aquella pltica sobre la tentacin, recuerda?, algo grit en m que usted sera mi salvador. Al orla, el sacerdote iba recuperando su serenidad. Vena a salvar esta alma y nada podran contra l las asechanzas del Demonio, que trataba de resucitar malos recuerdos. Le llaman el santo continuaba la joven, y por todo lo que de usted se cuenta s que ese nombre es merecido. Seora, por favor interrumpi el sacerdote, suplicante, deje esos fanatismos para el pueblo. Yo no merezco ese nombre, y me duele el engao.

  • S, s, usted vive en la gracia de Dios continu ella, sin querer or. Dicen que algo de santidad o de esa gracia se le comunica a quien trata con usted... Yo, en cambio subray con voz sombra, entornando los prpados para esconder la tempestad del alma, vivo en la gracia del Demonio..., si as pudiera decirse! Una carcajada lgubre, de irnico desprecio de s misma, estall, desconcertadora. Al principio prosigui, con voz precipitada, mi orgullo y cierta incredulidad acerca de su renombre de santo me hicieron resistir al deseo de abrirle mi corazn; despus, convencida de sus mritos, un sentimiento de envidia, a qu negarlo, me alej, por qu, pensaba, esa injusticia?; por qu estoy sumida en el pecado, y l, ese fraile,.tiene su alma tranquila, en perpetua beatitud? Doa Catalina, en cuyo rostro un cambio se iba efectuando, como si se le substituyera poco a poco otra persona, deca ahora, agresiva: Dgame si no tengo razn, si es justo que un ngel lo habite, y a m un demonio... Es justo, es justo? repeta, airada, y, sin dejarlo replicar, continu violenta: A qu lo habr llamado, a qu? Si est de Dios, como dice, que me condene, me condeno! Calle, hija, calle! interrumpi, fuera de s, el sacerdote. No sea sacrlega. Cmo Dios ha de permitir que se condene? Slo usted, por espritu ligero, puede permitirlo. S, Dios lo permite, ya que sucede contest audazmente, desafiadora. Y, al ver que el sacerdote palideca ante sus palabras herejes, aadi con sbita complacencia: Pero no tema; del abandono de Dios nos compensa el Demonio. Una risita cruel brillaba en sus ojos serpentinos, desfigu-

  • rando su fisonoma, mientras se acercaba al sacerdote, diciendo, malfica, vengativa, ostentadora: Usted ignora el placer del mal. Yo lo conozco y le aseguro que compensa... Ser mala, a fondo mala; darles razn a quienes nos vituperan, con actos cada vez peores. Perderse, embriagarse, en una beatitud del mal!... El sacerdote estaba ahora perfectamente sereno. Permita que me retire, seora dijo con la mayor calma; yo no soy el pblico que usted necesita. De manera que usted cree que le estoy haciendo comedia? replic, furiosa, doa Catalina. Vyase, vyase pronto grit, agarrando del estante el candelabro encendido y disparndoselo con violencia. Pero el golpe alcanz apenas a rasmillarle una sien, hiriendo levemente la oreja. Al descargar so clera, la joven haba recobrado la lucidez perdida. Mir atnita al sacerdote, que se enjugaba la sangre con el pauelo; luego, echndose a sus pies, en una explosin de llanto, exclam: No hay perdn ahora para m. Qu he hecho, Dios mo; qu he hecho! Violentos sollozos, que no lograba dominar, la sacudan toda, frenticamente, y le impedan or las palabras de paz que le diriga el sacerdote. No hay perdn, no hay perdn! gritaba, desconsolada, y dndose de cabezazos en el suelo. Fray Pedro no consegua calmarla y buscaba con los ojos hacia la puerta en demanda de auxilio, sin atreverse tampoco a llamar. Al fin trat de levantarla y arrastrarla hasta el divn. Clmese, Catalina, est usted perdonada; ya hablaremos, ver usted que Dios no la abandona. Clmese repeta, compasivo, fray Pedro.

  • Los suspiros, que la ahogaban, no le permitan hablar; pero, sumisa, se recostaba ahora aniquilada. Sus manos parecan hielo y su cuerpo se remeca, tiritando. Fray Pedro buscaba algo con que abrigarla, y al divisar un pelln, se lo ech sobre los pies; acerc en seguida el brasero hasta el divn y se sent frente a ella, esperando que pasara por completo la crisis. El fuego iluminaba ahora el rincn con una tibia claridad. Fray Pedro junt las manos y se puso a orar, mientras vigilaba los movimientos de la joven. Ya se tranquilizaba; la respiracin se haca normal; gruesas lgrimas fluan de los prpados entornados, brillaban un momento sobre las mejillas, y caan silenciosas. Luego las manos se cruzaron en ansias de oracin, pero los labios cansados permanecieron mudos. Reposaba en la aureola de su cabellera como sobre un muelle cojn de llamas que un exorcismo hubiera vuelto inofensivas. Pobre flor de infierno! pens fray Pedro, recordando que su amigo Mendoza la haba denominado as. Yo he de salvarte con la ayuda de Cristo. Dios no quiere la muerte del pecador y ha de venir en tu auxilio. Mecida por la muda promesa, como nio que arrulla el canto de su ngel Guardin, la Catrala se iba hundiendo apaciblemente en la inocencia del sueo.

  • Captulo 6 Ja, ja, ja, ja... Dnde me has visto cara de fraile? S, padre! Ja, ja, ja... Desde su celda de trabajo oye fray Pedro la risa burlona de Catalina, que est dando la clase de catecismo en un patio del convento. Ja, ja, ja... Ja, ja, ja, ja... A menudo ha observado fray Pedro la facilidad con que se desata la risa en su penitente y sigue irresistible, o se detiene bruscamente, o termina a veces en llanto; sin contar la risita de Catalina, como la llaman sus amigas, que asoma a cada instante como chispas de burla, o de malicia reprimida que se abre paso. Ja, ja... contina Catalina; cuando le contestas al padre Jos muy bien que le digas: s, padre, porque es padre, pero a m... Ja, ja... Bueno, bueno, eres un loro que repite sin comprender. Y yo no quiero loros aqu. Yo no quiero repeta, impaciente. El nio comenz a lloriquear, y Catalina, disgustada. iba alzando la voz, llamndolo tonto, merengue, diciendo que as no se poda hacer clase, que los iba a despachar a todos si segua lagrimeando como un guaguito. Fray Pedro crey oportuno asomarse por la ventana, y

  • Catalina, sealndole al desconsolado indiecito, trataba de disculparse: Pero mrelo, mrelo, padre. ste es Caupo, de quien ya le habl, el que repite las lecciones sin entender lo que dice. Y el otro all, Pajita; entiende, pero tiene la peor me-mona. Y por ah andan todos: los que se acuerdan, no comprenden; los que comprenden, no recuerdan. Fray Pedro dio una mirada conciliadora y se alej de la ventana, sin ms, como si no le diera mayor importancia al asunto. Pero los chicos se haban distrado con las observaciones de Catalina, y la clase continuaba de mal en peor. De pronto sali disparado por el aire el libro que, fuera de s, les tir por las narices. Fuera, fuera todos! Mndense cambiar! Se termin la clase por hoy. Cada imbcil a su casa. Los nios se levantaban, cabizbajos; y unos llorosos, otros cohibidos, buscaban la salida. Nada descargaba mejor la clera de Catalina como disparar algn objeto, y se senta ahora serenada, aunque un poco molesta por lo que pensara el padre Figueroa. Cuando hubo quedado libre el patio, dispuso los bancos contra la pared y en seguida entr donde fray Pedro, explicando: Los despach a todos; estaban demasiado estpidos. Fray Pedro, como si nada hubiera que reprender en su conducta, la invitaba a acompaarlo al hospital. Entonces ella, agradecida, se arrodill a los pies de su confesor y le bes fervorosamente el borde de la sotana. Levntese orden ste y vaya en busca de las golosinas que piensa llevar a los enfermos. Pero Catalina segua a sus pies. O me absuelve usted inmediatamente deca, engatu-

  • sadora y porfiada o me quedo as todo el da y toda la noche. Vamos, deme su bendicin. Catalina, se levanta usted inmediatamente orden el sacerdote con severidad. Cree usted que la bendicin se anda prodigando as, cada cinco minutos? Catalina obedeci. Luego, con un suspiro, dijo: Ah, si supiera usted lo que siento cuando me bendice... ;es como si me tomara un bebedizo de bondad. Bebedizo, bebedizo...; hasta para explicar las cosas santas ronda usted las brujeras. La voz de fray Pedro se haba hecho dura, su mirada evitaba la de Catalina. Le disgustaba, le turbaba esta especie de supersticin de la joven por su persona. Vaya en busca de lo que debe llevar. Pero vaya, vyase exclam con inusitada impaciencia, al ver que la Catrala no se mova y le miraba con extraeza. Por qu ese tono rudo?, qu le he hecho yo a usted? pregunt ella, inquisidora. S, s agreg, interrumpiendo a fray Pedro, que protestaba contra la acusacin. Desde algn tiempo lo noto spero conmigo; se resiste cuando lo invito a mi casa. Anoche le ped que me acompaara a comer, ya que parto maana al campo, por orden suya recalc, y usted se neg. Esa mana que le ha dado a usted observ, un tanto burlona de echarme a tomar el fresco cada tanto tiempo. No tema continu, al ver la mirada recelosa de fray Pedro, y no aplazar mi viaje. He dicho maana, y ser maana. Bueno, ahora me voy a traer esas golosinas y unas ropitas. Antes de media hora me tiene aqu. Fray Pedro se haba puesto a buscar unos remedios en el estante, quizs con el nimo de hacerse el desentendido ante los justos reproches de Catalina. sta se detuvo en el umbral, como si esperara alguna palabra de aliento. Fray Pedro

  • con su fina sensibilidad, perciba la impalpable presin de aquel espritu que se enredaba inconscientemente al suyo en un inquieto afn de aprobacin, de proteccin, y su desasosiego aumentaba. Por decir algo, al fin exclam: No encuentro esa agua para las heridas que usted me haba proporcionado. Catalina ya estaba junto al estante buscando. No observ, despus de remover uno y otro frasco, no, no est; pero yo le traer la que tengo en casa. Esto es lo que lleva? pregunt, sealando algunos medicamentos. Yo le har el paquete, usted no sabe. Y le tom el papel de las manos y empez a empaquetar prolijamente encima de la mesita de trabajo, donde reposaba un Cristo en esbozo. No es ste mi Cristo? Ya lo haba usted empezado? pregunt, vibrante, Catalina, al divisarlo. Scontest fray Pedro, acariciando la madera a medio tallar. Quiero que sea mi mejor obra, ya que se la destino para que le sirva este Cristo de amparo. La madera ha salido un poco ruda agreg con un tono que pareca querer terminar con las explicaciones. Pero Catalina estaba en arrobamiento. Oh exclamaba, apenas esbozado y ya tiene expresin! Qu manos las suyas, fray Pedro! Fray Pedro haba tomado una herramienta y alisaba inconscientemente la madera. Mis manos dijo son un instrumento ms entre estos que manejan. Usted no sabe qu torpes pueden ser cuando Dios no las mueve. Y contina, animndose: Pero si l est all y las anima, se aligera extraamente la tarea, y de pronto me encuentro con una figura terminada, como algo

  • vivo. La contemplo y adoro al Seor, creador de todas las cosas. Catalina mir a fray Pedro y vio; s, vio con sus propios ojos una tenue luz rodearlo como una aureola que iluminaba a un mismo tiempo sus manos, el Cristo y, estampndose, toda la estancia. Quiso gritar: Fray Pedro, el santo!, pero la emocin ahog sus palabras, y slo lograba juntar las manos como para una plegaria. Inmovilizada por el temor de ver desvanecerse aquella luz que le inundaba ahora el alma misma, musit, imperceptible: Cmo sabr rezar a los pies de este Cristo! Desde el umbral se oy, de pronto: Ah, estaba usted aqu, fray Pedro! La silueta del padre Jos destacbase, altsima, en el marco de la puerta. Su mano derecha agitaba un papel de msica. Como un conjuro, aquella sbita presencia haba barrido la luz. A qu viene usted? -~-no pudo reprimirse de exclamar, vehemente, Catalina; luego, violentndose, trataba de contestar a fray Jos, quien, todo confundido, tartamude: Y... la clase de... de catecismo?... Se pasm la clase dijo Catalina. Todo se acaba... o se pasma en esta vida. El sacerdote la mir sin comprender. Pero ella, cambiando de tono, casi alegre, preocupada ahora de otra cosa, dijo: Yo me voy a buscar lo que tengo que llevar al hospital. Se marchaba, gil; luego, detenindose y mirando recelosa a fray Pedro, agreg: Cuidado! Espreme, no me haga la jugada de irse adelante...

  • Mrchese tranquila contest por su amigo fray Jos. Vamos a ensayar este coro. Cuando hubo desaparecido, exclam: Esta Quintrala! Luego, aspirando sanamente el aire, coment: Con su pasoso perfume, aunque se vaya, se queda. Fray Pedro, maquinalmente, repiti: Aunque se vaya, se queda... Luego, con arrebato,. repiti: Se queda, se queda! Al ver la mirada atnita con que lo interrogaba fray Jos, baj la vista y se puso a tallar febrilmente. Hubo un instante de molesto silencio. Ah viene fray Bernardoexclam, no sin alivio, el padre Jos. Este llegaba, jovial, sealando unas cartas que traa. Albricias! grit. Acaba de llegar correo del norte. Viene con un atraso de cuatro das. Al fin! exclam fray Jos, por decir algo. Fray Pedro segua tallando, abstrado. Bueno continuaba fray Bernardo, remeciendo del hombro a fray Pedro, qu se me va a propiciar por haberme dado un solazo (sin contar lo que ya contar a su hora) esperando la distribucin en plena Plaza Mayor? Para un novedoso como usted, no ser tan grande castigo el solazo, con todo lo que oira se apresur a decir fray Jos, quien, intranquilo, lanzaba a hurtadillas discretas miradas hacia fray Pedro. Fray Bernardo, muy locuaz, se mova; enjugaba el sudor de su frente, haca mil reparos esperando que sus amigos manifestaran algn inters por las noticias. Pero stos nada preguntaban.

  • Los noto un poquitn cabizbajos, o ser el calor? Voy a darles un tantito de aire dijo, abriendo la ventana de par en par. Ya los veo continuaba, feliz de explayarse si hubieran asistido a la llegada de la mua a estas horas, frente a la recova, convertida ms que nunca en basural accionando, sealaba como si estuvieran a la vista: los desechos de las frutas y verduras pudrindose aqu y acull, en todo el orn de los borricos. Imagnense el vaho que se desprenda de aquello, cocinado por los ardientes rayos del sol en este sofocante calor. Y, apretndose las narices y enjugndose el sudor, exclamaba: Uf, uf! Y yo all, de pie, sin poder conseguir un ladito de sombra en los portales, que estaban atiborrados de chinas, de esclavos, de mochos; ms alguna gente de guisa, atisbando, todos, la distribucin del correo. Fray Jos, que, contagiado de calor ante tal descripcin y mmica, se abanicaba con su msica, observ: Quin lo obliga a esperar? Por qu no dej que el mocho se trajera la correspondencia? As lo hubiera hecho, a no ser por mi incorregible curiosidad. Al abrir sus cartas, cada cual comentaba en alta voz las noticias de Espaa y del Per, y yo me volv todo odos, no acordndome ms del sofocn. En mala hora me qued; de pronto... Eray Pedro lo interrumpi, hacindole observar que tena sangre en una mano. S, lo s; a eso vamos:~ a contarles lo que me sucedi all. Ah vboras! exclamaba, apretando los puos; esos mercedarios no nos perdonan las donaciones de la familia Lisperguer. Fray Pedro dej caer su herramienta. Cmo? pregunt con cierta angustia. Nueva reyerta con los mercedarios?

  • Que si no viene un destacamento de guardia, se arma la grande. Y se puso a contar, fray Bernardo, cmo unos se haban puesto de su partido y otros del de su contrincante, un tal padre Alonso, segn lo llamaron. Y puetes iban deca, animando siempre la escena y puetes venan, que no slo yo dej narices ensangrentadas. El padre Figueroa mova la cabeza tristemente, recordando que a l tambin lo haba mortificado aquel padre Alonso en un sarao donde los Henrquez, y se lo dijo a fray Bernardo. Veo que no me engaaba coment ste. Envidiosos! Pero dejen que les cuente cmo fue entrando a provocar solapadamente, con pretextos. Y al orlo reanudar su relato con la vivacidad de palabras y gestos que lo caracterizaba, se tena la impresin de estar sucediendo nuevamente todo lo que refera. Pues, que estaba yo buscando un ladito de sombradeca fray Bernardo, y sus ojos buscaban el ladito en la sala ahora, cuando un esclavo de los Zolrzano me divisa y me hace seas para ofrecerme su sitio contra una de las pilastras. Yo me abro paso Le daba codazos al explicarlo y veo una sotana blanca que se escurre, se adelanta dndome empujones y en un santiamn se coloca en mi lugar. Seor, que ese sitio me lo ofrecieron a mle digo. quin dispone aqu los sitios? me responde, insolente. Pues, que ese esclavo lo ocupaba y me lo ofreci... Agustino satisfecho haba de ser para crertelo, todo regalado siempre. Satisfecho? Regalado?... Retira esos denuestos, mercedario sin vergenza le dije entonces, con la garganta

  • sofocada de. rabia; y si no, sale afuera a darme cuenta de ellos. Y henos aqu, los dos, abrindonos paso otra vez hacia el sol, mientras le oa decirme por lo bajo: Sois todos unos mendigos de los Lisperguer. Vendidos a la Quintrala! Fray Pedro y fray Jos exclamaron indignados. Pero sin interrumpirse fray Bernardo continuaba relatando cmo con unos puetazos y unas cuantas patadas en las canillas le haba hecho entrar el habla a esa lengua de vbora. Fray Pedro estaba profundamente impresionado; saba que junto con el nuevo escndalo correran los chismes. Y todo porque Catalina y su familia, devotos de San Agustn, preferan mandar las misas a este convento... Pero el alegre fray Bernardo no se cuidaba de las consecuencias, y deseoso de borrar la desagradable impresin, refera otras noticias. As supieron, entre otras cosas, sus amigos, que Teresa de Encio, la ta abuela de Catalina, procesada en el Per por bruja, acababa de abjurar y volva a Chile en el prximo galen, despus de haber odo del Santo Oficio su sentencia absolutoria expuesta al pblico con las espaldas desnudas y la famosa vela verde en la mano derecha, comentaba fray Bernardo, levantando sus cortos brazos; pero los baj precipitadamente, como sorprendido en falta, al divisar a Catalina que volva seguida de su esclavo particular, el negrito atucn -Jetn. Entr bulliciosa, y al ver al padre Bernardo, le hizo tres ostentosas reverencias, felicitndolo por su reciente actuacin. Bravo dijo; lo he sabido todo por el negro Manuel, que fue a buscar la correspondencia. As me gusta: harto e-

  • que para defender a sopapo limpio la honra de nuestro convento. Gracias contest fray Bernardo. Y usted, Catralita, ms buena moza que nunca con ese rebocito. Qu cosas ricas nos trae en aquellos canastos? Se acerc el fraile a atucn y le indic que los depositara en el suelo. Pesados, eh, ato? dijo, destapando uno de los canastos. No, no intervino Catalina; son para el hospital. Pero le convido con un pastelito de almendras, uno solo, para probar. Qu dira el Tontoln si supiera que le roba sus pasteles un fraile gordifln... y se ri, burlona. Catalina dijo fray Pedro, le ruego que no me espere. Vyase adelante, ya la alcanzar. No quiere que lo vean conmigo por la calle? Estn surtiendo efecto las perfidias del mercedario, entonces? Yo sabr por qu urde intrigas, el infame exclam, colrica, la Catrala. Pero como fray Bernardo destapara el otro canasto buscando alguna nueva golosina, Catalina lo apart: en-un brusco cambio de humor, ya estaba dispuesta a la risa. Pero qu intruso decale, no piensa comerse tambin la ropa? Mire: stas son unas camisetas mas para Jaco-bito. No haba otras, y el pobre, a pesar del calor, se muere de fro en la noche. Cmo me voy a rery se rea al decirlo cuando se las vea puestas... No les saqu ni el encaje, y... encaje sobre el pecho duro, negro y mugriento de Jacobito... Jaj,jaj... Fray Bernardo rea a carcajadas y se le sacudan acompasadamente, la doble barba y la enorme barriga. Fray Pedro, en cambio, permaneca impasible, severo.

  • Usted conversa, conversa y no se va dijo a Catalina, sin lograr disimular cierta impaciencia. Pues, tranquilcese, me voy respondi, un tanto arrogante, la muchacha, y saliendo con dignidad se volvi hacia su esclavo, diciendo: Vamos, Nato, no por eso van a perderse estas cosas. Pobre chiquilla! exclam fray Bernardo. Est usted muy spero con ella, perdone que se lo diga, fray Pedro. Fray Pedro miraba al suelo, sin contestar; fray Jos pareca abstrado en el mudo solfeo de su coro y se le vea levantar la mano llevando el comps. Bueno, ya se pone el sol, y tengo que irme prontito dijo entonces fray Bernardo. Me esperan donde los Zolrzano. Ya les traer de all ms noticias esta noche. Se despidi con una seal de la mano. Al salir se cruz con los nios que venan a cantar. Pasaron stos delante de la ventana. Llegaron los chicos; me acompaa usted a la capilla para ensayar el coro? pregunt fray Jos al padre Figueroa. Vaya adelante, le ruego, mientras yo pongo en orden estas esculturas contest fray Pedro. Cuando hubo quedado solo fue guardando en un armario sus herramientas. Al tomar el Cristo esbozado, una campanada dio el toque del ngelus. Fray Pedro levant en alto la imagen y exclam: Seor de la Agona, no me abandones; yo no soy santo! No me abandones!

  • Captulo 7 El tierral de la Caada se prolonga entre las dos cintas pardas de sus acequias rumorosas. El olor fresco de las hierbas que brotan en las orillas hmedas produce una grata sensacin de campo. El da ha sido abochornado, irritante, y el sol, deseoso de respirar al fin sin trabas, hace jirones las nubes que lo sofocan. Anchas placas de azul van surgiendo y se ensanchan ms y ms; los rayos ponientes tien ahora en la cordillera la albura de las compactas nieves. Como una necesidad de desahogo, de exaltacin primaveral, se le presenta el paisaje al monje, que viene caminando hacia la iglesia de San Francisco. Que hermosa piensa se ve la cordillera en la majestad de su imponente altura!... Mas, emblema de baluarte, le parece una especie de detente gigantesco que se contrapone a la idea de libre expansin comunicada por el paisaje. Las campanas tocan a oraciones. Como a la voz de estas magas imperiosas, se transforma poco a poco el decorado. El sol desaparece, llevndose sus focos vivificadores; slo la semiclaridad vespertina deja existir en la lejana la blanca arista de nieve que descansa sobre el bloque, de la montaa obscura, montona, dormida

  • El padre Figueroa ha recorrido varias cuadras a lo largo de la Caada y espera en la puerta de la iglesia a fray Jos Mendoza, pues quedaron de encontrarse all para volverse juntos al convento de San Agustn. El rostro del monje lleva las huellas de las vigilias, ayunos y disciplinas con que mortifica la carne rebelde. En los ojos hundidos y brillantes se vislumbra una preocupacin, y los eleva al cielo, suplicadores, en demanda de ayuda. La inmensa bveda parece