quevedo, conjurador en venecia · como agente doble, al servicio de richelieu y de españoles que...

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Los Cuadernos de Literatura QEVEDO -1580·•980 QUEVEDO, CONJURADOR EN VENECIA Alvaro Cunqueiro to del espionaje parece que le iba al ca- ballero del rojo lagarto en el pecho. Porque ahora mismo aparece como cierto que, ade- más de la llamada Conjura de Venecia, y otras intrigas, su prisión en San Marcos de León, no fue por el famoso memorial que el IV de nuestros Felipes encontró en su mesa a la hora de comer -y que los eruditos están acordes en que no es pieza de la mano de don Francisco-, sino porque ten trato con los franceses. Habiendo quien supone que actuó como agente doble, al servicio de Richelieu y de españoles que quern derribar al conde- duque. El prosor Manuel Durán ha dedi- cado a este asunto en su «Quevedo» unas páginas muy lúcidas. La cosa no está clara, pese a todo, ni tampoco lo de la conjuración de Venecia de 1616. Por eso me es fácil el hablar de esta última. Siempre me sedujo la estampa de la sombra de Quevedo, pati- zamba, huyendo por el famoso «arsenal dei veneziani», que ya viene en el Dante, ruido y Juego, como imagen de una estancia del In- fierno, seguido don Francisco por los «ojos» de la Serenima, siempre alerta y denuncian- tes. E staba hambriento. La verdad es que no le sentaban las comidas venecianas, con tanta fina hierba, y le pesaba la polen- ta, y se cansaba de escupir huesecillos de pájaros. Los garbanzos eran pequeños y duros, mal remojados antes de la cochura, y en nada se parecían a los que le regalaba el conde de Fuente-Saúco. Ya le había escrito al conde, para que no dejase de repetirle el regalo, que eron su mejor golosina. El can dálmata del dueño de la taberna venía a olerle y lamerle los zapatos. Luego, se sentó sobre sus patas traseras y se le quedó mirando atentamente, desentendido de las moscas que le venían al hocico. Don Francisco sospechó por un instante si sería un chivato de la República disazado de perro, pero enseguida de- sechó la idea. Le tiró el último pájaro que quedaba en su plato. El dálmata abrió la boca, lo cogió en " el aire, y lo masticó lentamente. Era bocado de su 2 gusto. Don Francisco palmeó, acudió el mozo, quien le cantó la cuenta, y Quevedo, levantán- dose, pagó, dando propina. El mozo se inclinaba, titulándolo de Señoría Ilustrísima y acompañán- dolo hasta la puerta haciendo grandes reverencias. El perro se había ido hacia otra mesa, en la que daban cuenta de un pavo asado tres alegres co- mensales. Ya era de la taberna, a don Francisco le volvió a mientes lo de si el perro sería un «ojo» de Venecia. Volvió sobre sus pasos, y acercán- dose a la ventana de pequeños y cuadrados vi- drios, vio con asombro y temor que el perro dál- mata estaba sentado a l a mesa, y se llevaba a la boca con las dos patas delanteras una gran copa de vino... La había acertado. Los del pavo habla- ban con el perro, y uno de ellos lo palmeaba en el lomo. Era un oficial de la secreta, sin duda. Don Francisco se alejó rápidamente en dirección a su posada. Su razonamiento parecía correcto. El pe- o dálmata, aunque don Francisco iba disazado de mercader de Ragusa, con la capa pasamaneada en plata y el sombrero de ala corta, el perro podía ser muy bien un especialista en cueros, y tras oler y lamer sus zapatos, habría descubierto que no eran obra ragusina, sino madrileña, de un maestro de la Cava Baja, y el cuero de las tinerías de Ubrique. Lo peor del asunto es que no podía cam- biar de zapatos, porque había que hacérselos es- peciales para sus malditos pies. Los permaría, por la noche, con el agua de violetas que había comprado para llevarle de regalo a la señora du- quesa de Osuna. Quizás era conveniente cam- biar de posada y de disaz. Llevaba en la maleta uno de portugués recién llegado de las Indias Orientales, con manteo de seda y solideo de paja filipina, cadena de oro al cuello, jubón y calzones azules, y las medias blancas, caladas. Con este

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Los Cuadernos de Literatura

QQUEVEDO -1580·•980

QUEVEDO, CONJURADOR EN VENECIA

Alvaro Cunqueiro

Esto del espionaje parece que le iba al ca­ballero del rojo lagarto en el pecho. Porque ahora mismo aparece como cierto que, ade­más de la llamada Conjura de Venecia, y otras intrigas, su prisión en San Marcos de León, no fue por el famoso memorial que el IV de nuestros Felipes encontró en su mesa a la hora de comer -y que los eruditos están acordes en que no es pieza de la mano de don Francisco-, sino porque tenía trato con los franceses. Habiendo quien supone que actuó como agente doble, al servicio de Richelieu y de españoles que querían derribar al conde­duque. El profesor Manuel Durán ha dedi­cado a este asunto en su «Quevedo» unas páginas muy lúcidas. La cosa no está clara, pese a todo, ni tampoco lo de la conjuración de Venecia de 1616. Por eso me es fácil el hablar de esta última. Siempre me sedujo la estampa de la sombra de Quevedo, pati­zamba, huyendo por el famoso «arsenal dei veneziani», que ya viene en el Dante, ruido y Juego, como imagen de una estancia del In­fierno, seguido don Francisco por los «ojos» de la Serenísima, siempre alerta y denuncian­tes.

Estaba hambriento. La verdad es que no le sentaban las comidas venecianas, con tanta fina hierba, y le pesaba la polen­ta, y se cansaba de escupir huesecillos

de pájaros. Los garbanzos eran pequeños y duros, mal remojados antes de la cochura, y en nada se parecían a los que le regalaba el conde de Fuente-Saúco. Ya le había escrito al conde, para que no dejase de repetirle el regalo, que fueron su mejor golosina. El can dálmata del dueño de la taberna venía a olerle y lamerle los zapatos. Luego, se sentó sobre sus patas traseras y se le quedó mirando atentamente, desentendido de las moscas que le venían al hocico. Don Francisco sospechó por un instante si sería un chivato de la República disfrazado de perro, pero enseguida de­sechó la idea. Le tiró el último pájaro que quedaba en su plato. El dálmata abrió la boca, lo cogió en

" el aire, y lo masticó lentamente. Era bocado de su

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gusto. Don Francisco palmeó, acudió el mozo, quien le cantó la cuenta, y Quevedo, levantán­dose, pagó, dando propina. El mozo se inclinaba, titulándolo de Señoría Ilustrísima y acompañán­dolo hasta la puerta haciendo grandes reverencias. El perro se había ido hacia otra mesa, en la que daban cuenta de un pavo asado tres alegres co­mensales. Ya fuera de la taberna, a don Francisco le volvió a mientes lo de si el perro sería un «ojo» de Venecia. Volvió sobre sus pasos, y acercán­dose a la ventana de pequeños y cuadrados vi­drios, vio con asombro y temor que el perro dál­mata estaba sentado a la mesa, y se llevaba a la boca con las dos patas delanteras una gran copa de vino ... La había acertado. Los del pavo habla­ban con el perro, y uno de ellos lo palmeaba en el lomo. Era un oficial de la secreta, sin duda. Don Francisco se alejó rápidamente en dirección a su

posada. Su razonamiento parecía correcto. El pe­rro dálmata, aunque don Francisco iba disfrazado de mercader de Ragusa, con la capa pasamaneada en plata y el sombrero de ala corta, el perro podía ser muy bien un especialista en cueros, y tras oler y lamer sus zapatos, habría descubierto que no eran obra ragusina, sino madrileña, de un maestro de la Cava Baja, y el cuero de las tinerías de Ubrique. Lo peor del asunto es que no podía cam­biar de zapatos, porque había que hacérselos es­peciales para sus malditos pies. Los perfumaría, por la noche, con el agua de violetas que había comprado para llevarle de regalo a la señora du­quesa de Osuna. Quizás fuera conveniente cam­biar de posada y de disfraz. Llevaba en la maleta uno de portugués recién llegado de las Indias Orientales, con manteo de seda y solideo de paja filipina, cadena de oro al cuello, jubón y calzones azules, y las medias blancas, caladas. Con este

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disfraz se haría pasar por vendedor de canela, y para probarlo, llegado el caso, pasearía con la cajita de las muestras, que las traía, en palitos y en polvo, en una caja de palosanto.

Dejó el cambio de disfraz y de posada para el siguiente día, y se sentó en su cuarto a esperar la hora de la visita de su cómplice veneciano, de uno de los tantos conjurados, quienes todavía no se habían dejado ver. Llovía. Don Francisco pensó que con el disfraz de portugués que iba a tener

frío, si tenía que salir en la noche a la reunión de los conjurados. Se limitó a remojar los zapatos con el agua de violetas, por si otro perro venía a husmearle, despistarlo. Daría el dálmata el parte de que andaba por Venecia uno calzado de Ubri­que, y el otro perro en el suyo denunciaría que había un forastero calzado con cuero perfumado de Parma. Así buscarían los secretos a dos, donde no había más que uno. Se tranquilizó, bebió un vaso de agua, y se asomó a la ventana a ver cómo llovía sobre Venecia, en la tarde dorada.

La cita era en el lugar donde un abisinio exhibía un rinoceronte. En las gradas conversaban anima­damente unos caballeros con unas damas, y junto a la barandilla, un clérigo, corto de talla y de gran vientre, le explicaba por Plinio a un muchachuelo rubio las virtudes del polvo de cuerno del rinoce­ronte, que eran muchas, aunque no tanto como las

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del polvo del cuerno del unicornio. Se detuvo un momento, al tratar de la preñez de la hembra y de sus antojos, y observó a Quevedo con sus peque­ños pero vivos ojos azules.

-Modernamente, continuó hablando, en vozmás alta, de modo que don Francisco lo escu­chase, se ha sostenido que el rinoceronte olfatea al turco desde una legua de distancia, mientras que al cristiano solamente lo da a veinte varas. Si esto se probase, la República podía sustituir sus guardas por rinocerontes, los cuales delatarían con suficiente antelación la bajada del turco, si éste la osaba.

Aquel era su hombre. Don Francisco se fue acercando al dómine y su discípulo.

-Si así fuese, este rinoceronte debía de estarinquieto, con tantos que huelen a turco en V ene­cia.

El clérigo sonrió. -Entre los que huelen a turco y los que sudan el

mal francés, quizás le tengan perturbado el olfato. Nosotros mismos, los venecianos, carecemos del sentido del olfato, y ya casi nada nos huele mal.

-El oro «non olet».-No, el oro no huele, pero no hay veneciano

que no quiera estar contemplándolo siempre. -En su mano, claro, dijo el mercader de Ra­

gusa, y metiendo la mano por la abertura del ju­bón, sacó a la luz un reluciente doblón de España. El clérigo hizo cuenco con las manos, y don Fran­cisco depositó en él con suma delicadeza la mo­neda.

-¡Hermosa pieza! -Y acercándola a sus narices coloradas, la olfa-

teó. -¡ Efectivamente! ¡ Gran virtud esta del oro el no

delatar su presencia por el aroma, y mezcladas las

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monedas robadas con las bien ganadas, ¿quién las distinguiría? El clérigo se quitó el galero bicorne que usaba, y con disimulo metió la moneda en él, en un bolsillo escusado que tendría en el forro morado. Mientras don Francisco y el clérigo con­versaban, el rinoceronte se había acercado a donde ellos se encontraban, y se frotaba contra la barandilla de troncos de pino de Rávena. De pronto levantó la cabeza, abrió la boca, y en voz

baja, pero perfectamente audible para Quevedo y el clérigo del bicornio, dijo:

-¡ Sed discretos! Dentro del rinoceronte estaban escondidos el

capitán de mar y tierra Baldasarre dei Ponti y el secretario Ludovico Pezzi, ambos fuorusciti, que habían logrado entrar en Venecia aprovechando la figura del animal que aquel año tocaba por Carna­vales. Don Francisco sonrió. La conjura estaba en marcha. ¡Ay, de los filoturcos de la Señoría! ¡Ay, de los propios turcos! En la mente política y cris­tiana de don Francisco se dibujaba un nuevo Le­panto. Se despidió don Francisco del clérigo y su pupilo, y echando una mirada a las damas y a-los caballeros que charlaban y se reían en las gradas, salió presuroso hacia su posada. Se le había abierto el apetito, tenía sed. El viento nordeste rizaba las aguas de los canales.

Todo se descubrió en pocas horas, y por una

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imprudencia del abisinio del rinoceronte, que no viene ahora al caso. El abisinio no era tal, sino un nieto de Otelo el Moro y de Desdémona, que había llegado a Venecia por mor de la herencia de su abuelo. El hecho de que Otelo y Desdémona no hayan tenido descendencia en la famosa pieza de Shakespeare, no prueba nada en contra de que de ambos hubiera nacido un hijo. La opinión del que se hacía pasar por abisinio era que doña Desdé­mona ya iba preñada al casorio, lo que quizás evitaron decir el Bandello y Shakespeare no tanto por decencia y no proclamar la deshonestidad de la señora como por la romántica del asunto, por decirlo así. También se nos hace pasar a Desdé­mona por niña inocente, cuando la verdad es que ya era veintiañera. En fin, estos son otros lópeces. El abisinio cantó que no había tal rinocerente, sino que bajo su figura se escondía el Ponti y el Pezzi, conspiradores contra la República. Fueron a prenderlos, y no los encontraron; les llegó un aviso cuando se disponían a comer un pastelón de tordos, y salieron corriendo, dejando en el foso la piel del rinoceros. Dieron con el clérigo, que no era tal, sino un asistente de la Renta de Difuntos y Procuradoría de Ausentes, también huido por ma­las cuentas, y que no había podido resistir la ten­tación de ir a saludar a una viuda lozana. Don Francisco tuvo noticia del desastre por el pupilo, el niño rubio, que era sobrino de la viuda. Que­vedo, vestido de portugués de la canela, fue a esconderse junto al arsenal, por ver de pasar a la nave que había llegado de Sicilia con un carga­mento de barricas de berenjenas en vinagre, y en la que venían las ayudas para la conjura, en dine­ros y en otros fuorusciti venecianos. Y en una de las barricas halló acomodo don Francisco, vaciada de su contenido. Los vapores del vinagre de Mar­sala le hacían llorar los ojos. La nave, palermi­tana, «Santa Rosalía la Nueva», se hacía a la mar al amanecer. Don Francisco hablaba al través de la madera con el capitán, que era un catalán de Tortosa.

-¿Observa vuesa merced algo raro en el muelle?-¡Nada! Como es domingo no se trabaja. No

hay más ser viviente en el muelle que un perro dálmata que corre como loco, de aquí para allá.

-¡Hay que zarpar cuando antes, capitán! ¡Viene el dálmata en mi busca!

Levó anclas la nave, y salió con un nordeste feliz en las velas. Don Francisco se dejó estar tres días en su barrica, acuclillado, por si venía una nave de registro.

La única consecuencia de la conjura, fue que en varios años no se permitió rinoceronte en V ene­cia, por Carnavales. Hubo girafa, elefante e hipo­pótamo, pero no rinoceronte. Al fin se permitió uno, animal joven, muy vigilado y estudiado, y que es el que aparece en el famoso cuadro del Carpaccio, donde están admirándolo dos cortesa­nas de Venecia. Ya se sabe que allá, en el siglo XVII, gustaban altas y pechugonas, emuy blancas, aunque las piernas pintadas con purpurina dorada.