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Josep M. Benet i Jornet SALAMANDRA Traducción de ALEXANDRE GOMBAU I ARNAU Introducción de ENRIC GALLÉN

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Josep M. Benet i Jornet

SALAMANDRA

Traducción de ALEXANDRE GOMBAU I ARNAU

Introducción de

ENRIC GALLÉN

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SUPERVIVENCIA Y EXTINCIÓN DE UNA SALAMANDRA

ENRIC GALLÉN

Universitat Pompeu Fabra

I ESTÁ aun por hacer un estudio amplio y detallado de la recepción de la literatura dramática catalana contemporánea en Madrid. Pese a este vacío bibliográfico, disponemos de algunas referencias que inciden en diversos aspectos relacionados con la proyección del teatro catalán en Madrid hasta la Guerra Civil. Así, Joan Martori [1995; 1996] analizó la presencia de la obra de Àngel Guimerà en la escena madrileña entre 1891 y 1924, mientras que David George [2002,] en su estudio compa-rativo del teatro representado en Madrid y Barcelona entre 1891 y 1936, analizó especialmente la temporada de teatro catalán que Enric Borrás llevó a cabo en 1904, un aspecto que ha sido parcialmente tam-bién tratado por Francesc Foguet e Isabel Graña [2007]. En otro orden de cosas, Juan Miguel Ribera Llopis ha estudiado la relación entre el teatro catalán con el castellano y el gallego [2003: 2953-2970].

De 1939 hasta la actualidad, y dejando a un lado lo que concerniría a la dramaturgia no textual, sabemos muy poco: algún estreno de Josep Maria de Sagarra en los cuarenta y cincuenta –especialmente La herida luminosa, traducida por José María Pemán–; la presencia en los sesenta de la Companyia Adrià Gual, que dirigía Ricard Salvat, con Ronda de mort a Sinera, un espectáculo de culto basado en textos de Salvador Espriu, o, en los setenta, El retaule del flautista, de Jordi Teixi-dor, a cargo de Tábano. Nada más importante a destacar hasta la re-cepción, a partir de los años ochenta, del teatro de Josep M. Benet i Jornet, y posteriormente del de Sergi Belbel, Jordi Galceran, Albert Boadella o Lluïsa Cunillé, como ejemplo.

II Entre Una vella, coneguda olor [Una vieja, conocida olor] (1963) y Dues dones que ballen [Dos mujeres que bailan] (2008), Benet ha configurado un universo teatral propio y sólido caracterizado por una serie de constantes temáticas genuinas y la permanente investigación de nue-vos códigos formales, técnicos y expresivos con el deseo de evitar cualquier tipo de identificación o reducción de su obra con una de-

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terminada estética1. De hecho, a lo largo de cuarenta y siete años, el dramaturgo catalán ha realizado un largo recorrido desde unos inicios marcados por el teatro realista español y norteamericano de postgue-rra, pasando por la influencia de Brecht y el teatro épico, hasta la aproximación a fórmulas y procedimientos teatrales que tienen pro-bablemente en Harold Pinter uno de los puntos de referencia de una buena parte de la producción de Benet de los últimos veinte años. En ese proceso de constante experimentación sobre el lenguaje teatral, no se puede tampoco menospreciar el papel que ocupan en el conjunto de su obra el teatro infantil y juvenil, y su trabajo como adaptador de determinados textos narrativos y teatrales de otros autores2.

De un total de cuarenta y siete obras de Benet i Jornet, ocho textos se han estrenado y representado en Madrid o en otros lugares de Es-paña y Sudamérica, todos ellos (con la excepción de La plaça del Dia-mant) en lengua española. Los resultados artísticos han sido hasta el día de hoy muy desiguales y, en determinados casos, la acogida en Madrid o en otras ciudades españolas contrasta (e incluso contradice) con la recepción de esos mismos textos en Barcelona. He ahí la rela-ción: Motín de brujas (24/04/1980); La desaparición de Wendy (6/12/1985); Deseo (13/05/1992); Testamento (14/03/1996); Algún día trabajaremos juntas/E.R. (11/10/1996, Toledo); ¡Ay caray! (16/10/1999); Eso no se hace a un hijo (18/01/2001, Granada); La plaça del Diamant (30/04/2008) y Sótano (11/09/2009, Talavera de la Reina).

El alfa y omega de la proyección de la obra dramática de Benet en Madrid la ofrecen Motín de brujas y Sótano; la primera, estrenada en el Teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional, obtuvo un amplio reconocimiento de público y crítica; en cambio el estreno de Sótano, en uno de los espacios del Círculo Bellas Artes, ha pasado casi desapercibido. No deja de ser paradójico: hasta 1980 Benet había escri-to poco más de veinte obras, la mayoría de las cuáles fueron represen-tadas por grupos independientes y sólo cuatro por profesionales en

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1 Para una visión de conjunto del teatro de Benet i Jornet, véase Camps [2006]; Feldman [2009]; Gallén y Gibert [2001]. 2 En 1976 adaptó la novela Josafat, de Prudenci Bertrana con el nombre Dins la catedral, y tres años más tarde hizo lo propio con María Estuardo, de Schiller, convertida en Elisabet i Maria. En el marco del teatro infantil y juvenil, llevó a cabo una adaptación personal de la Cenicienta, que en la tradición dramàti-ca catalana contaba con un texto ampliamente difundido de Josep M. Folch i Torres. La obra de Benet se tituló La Ventafocs (potser sí, potser no) (2006), que precedió su versión teatral de La plaça del Diamant (2007).

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Cataluña. Aquel “autor catalán desconocido, hasta este momento, en Madrid” [García Rico 1980] que con Motín de brujas encandiló a la crítica periódica, cultural y especializada de la capital, recibió, en cambio, en 2009 una parca atención de la crítica a propósito de un texto, Sótano, que obtuvo al estrenarse en la Sala Beckett de Barcelona una excelente respuesta de público y crítica.

Analicemos Motín de brujas3. El original catalán, Revolta de bruixes, se estrenó adaptado al medio televisivo en el circuito catalán de TVE en 1976, mientras que el montaje de Motín de brujas en un teatro oficial de Madrid precedió en un año y medio al realizado en lengua catalana por una compañía privada, Teatre de l’Escorpí, en el Teatre Romea de Barcelona. De manera que, como su reconocido e incuestionable refe-rente, Àngel Guimerà, Benet dio a conocer antes la versión escénica española que la catalana. No fue la única vez. En su época, Guimerà contó con la colaboración de María Guerrero, Fernando Díaz de Men-doza y José Echegaray; en la de Benet, con la de Núria Espert, respon-sable entonces de la dirección artística del Teatro María Guerrero. En cualquier caso, ambos dramaturgos consiguieron un amplio recono-cimiento en momentos difíciles para la presencia escénica del texto dramático en España. El caso es que Motín de brujas se estrenó tras las representaciones de El cero transparente, de Alfonso Vallejo, y Contra-danza, de Francisco Ors4. De ahí el comentario del crítico de ABC: “Tres corrientes diversas por las que un teatro en profunda crisis creadora, el español, sabe a posibilidades nuevas” (López Sancho 1980), y el de El País: “Se aplaudió al final de la obra, salieron los pro-tagonistas; quedó ganada, en esa noche, la presencia en el teatro de un autor nuevo y una directora nueva. No es poco, dentro del ambiente de crisis de creadores en que vive el teatro ahora” [Haro Tecglen 1980].

Hasta el presente, Benet no ha conseguido repetir en Madrid la unánime respuesta de crítica y público que alcanzó con Motín de bru-jas. Al cabo de cinco y doce años, respectivamente, del montaje de Josefina Molina, dos nuevas obras suyas –La desaparición de Wendy y

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3 En una versión castellana de Amparo Tusón, la obra fue dirigida por Josefi-na Molina e interpretada por Luis Politi, María Asquerino, Berta Riaza, Enri-queta Carballeira, Julieta Serrano, Marisa Paredes y Carmen Maura. 4 Incluso hubo quien señaló que la presencia del texto de Benet le impresionó más que las obras de José María Rodríguez Méndez –Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga (1978)– y Luis Riaza –Retrato de dama con perrito (1980)– , también representadas en el CDN (Valencia 1980).

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Deseo– no dieron en la diana del público y mucho menos en la de la crítica. Se trata, precisamente, de dos textos que obtuvieron una reper-cusión muy distinta en Cataluña. Si La desaparició de Wendy (13/03/1985) supuso el inicio de una presencia más regularizada de Benet en la escena barcelonesa, Desig (8/02/1991) convirtió a Benet en el dramaturgo de la generación de los sesenta más reconocido por la crítica y el público, a la par que conseguía ser aceptado como uno de los referentes de la tradición catalana inmediata por los autores más jóvenes, hasta el punto que uno de ellos, Sergi Belbel, fue el director del montaje representado en el Teatre Romea, sede del Centre Dramà-tic de la Generalitat.

Ninguno de los dos textos funcionó, sin embargo, en Madrid. El montaje de La desaparición de Wendy, a cargo de la misma compañía catalana que lo estrenó en la Sala Villarroel de Barcelona, se presentó en la Sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes (6/12/1985). Durante cuatro días se ofreció en catalán, y a partir del 10 de diciem-bre se representó en la traducción española de Jaume Villanueva, di-rector del montaje. El buen sabor de boca de Motín de brujas cedió el paso a una severa valoración de la obra y especialmente del montaje: “El texto, al menos, en su versión castellana, [al crítico] le parece po-bre, rebozado en vulgaridad, sin ingenio ni poesía, cosa sorprendente en el alto criterio en que tiene al autor. El montaje es siniestro, lamen-table [López Sancho 1985]. El espectáculo tampoco agradó al critico de Diario 16: “resulta muy forzado, como si las notas no llegaran nunca a armonizarse” [Monleón 1985].

Mucho peor fue la acogida de Deseo5; la evidente y consciente am-bigüedad del texto, de resonancias pinterianas, unido a un controver-

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5 La obra consiguió el premi “Crítica de Serra d'Or” (1989) y el premi Nacio-nal de Literatura Catalana de la Generalitat de Cataluña ala mejor obra de teatro de los años 1988, 1989 y 1990. Traducida al francés por Rosine Gars, y publicada en las Éditions Theatrales (1994), se estrenó en el Théatre Municipal de Perpinyà (31 / 07 / 1997). Fritz Rudolf Fries la tradujo al alemán y se es-trenó en el Werkstattbühne de Bonn (13 / 12 / 1997). Carlos Marrodán Casas la tradujo al polonés y la editó en la revista Díalog, 4, 1999. Traducida al inglés por Sharon G. Feldman, y editada en el volumen Modern Catalan Plays (2000), se estrenó en el Trumpet Vine Theatre Company, Arlington, USA (23 / 09 / 2004). Traducida dos veces al portugués: Alcione Araújo la publicó en la anto-logía Nova dramaturgia española (2001) y Ângelo Ferreira de Sousa lo hizo en el volumen Desejo” e outras peças (2007). Federica Casca y Mari Carmen Llerena, traductoras al italiano, la publicaron en Alinea Editrice (2004). Maria Hat-

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tido montaje del Teatro de la Ribera en la Sala Mirador, recibió una acogida muy distinta a la del estreno en Barcelona un año antes. La crítica madrileña fue unánime en relación con una realización escénica que no gustó nada, puesto que “la obra no se cuenta de esa manera lineal y directa, sino por la vía del enigma, del misterio” [Haro Tec-glen 1992], Mucho más rotundo fue el crítico del ABC: “Aunque el texto hubiera sido una maravilla, que no lo es, no habría resistido ni la pobretería del montaje ni el profundo error de sentido de su interpre-tación. Muy mal paso, pues, para Benet i Jornet. […] El tropiezo de la dirección y de los actores está más que justificado por lo artero del texto. No así el castellano descuidado del traductor Sanchis Sinisterra” [López Sancho 1992].

Doce años después, López Sancho que, a raíz de Motín de brujas había apostado por una estrecha comunicación entre “las dos lenguas, la castellana y la catalana”, clamaba ahora contra Deseo, un texto, pre-cedido de “premios, loas, antologías sectarias y un misterioso camino hasta los aragoneses del Teatro de Ribera”6, y concluía su comentario en esta otra dirección: “Es de suponer que el señor Benet i Jornet, al que aplaudimos en 1980, habrá escrito en tantos años algo mejor que este camelo superpremiado y antologizado. Habrá que darle otra oca-sión. Aunque no se den ocasiones, ni antológicas ni de montaje a otros autores cuya inferioridad consiste en que escriben en castellano sus comedias”. Sólo el crítico de Ya pareció perdonarle la vida a “uno de los autores catalanes más conocidos”, aunque Deseo no era “una obra lograda”, más bien “susceptible de varias interpretaciones, ninguna [de las cuales] ofrece garantías suficientes de veracidad. Deseo es una obra oscura que no desvela nunca la oscuridad que la envuelve” [Hera 1992].

Tras serle concedido a E. R. el Premio Nacional de Literatura Dramática en 1995, Benet volvió a la escena madrileña con Testamento, que se estrenó en su traducción española7 con anterioridad a la repre-

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ziemmanouil la tradujo al griego y la publicó en la revista Temas de literatura, 36 (2007). 6 La obra, con traducción de José Sanchis Sinisterra, fue publicada en la colec-ción Teatro (núm. 1) de la revista El Público, en 1990. La misma traducción se publicó en México, en un volumen antológico, Teatro español contemporáneo, a cargo del Centro de Documentación Teatral (1991). 7 Según la traducción de Albert Ribas Pujol, la obra fue interpretada por Juan Diego, Chete Lara y Armando del Río. Con la misma traducción se estrenó en el Teatro El Sótano de La Habana (26/11/1999). Rosine Gars la tradujo al

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sentación en catalán (28/07/1997); una vez más en el marco del Teatro María Guerrero, donde Gerardo Vera dirigió un polémico montaje según el parecer de un sector de la crítica madrileña [Pérez Rasilla 1996] y también del público: “Mientras se aplaudía a los actores, había algún abucheo, algún pie duro contra Gerardo Vera. Debe ser por otras razones; por su trabajo en la obra sería demasiado injusto. Es bueno y sobrio. Los reproches son más para la obra que para el direc-tor. En cambio, el autor –que tiene un gran prestigio de autor, y es razonable– salió muy bien parado” [Haro Tecglen 1996].

Aclaremos que la pretensión del autor al escribir la obra no era otra que la de reflexionar sobre la importancia de la herencia intelectual o artística como justificación de la existencia humana. No obstante, un sector de la crítica, condicionada probablemente por la misma orienta-ción del montaje, valoró básicamente Testamento como una “historia de amor homosexual” [Haro Tecglen 1996]. Señalemos también que para algunos Benet era aun un autor “escasamente conocido en Ma-drid, aunque como guionista de televisión se le reconozca en Catalu-ña” [Centeno 1996], y de quien el mismo crítico de Diario 16 citaba los montajes de Motín de brujas, Deseo, “una curiosa y confusa obra”, “al-guna traducción” y su participación en el espectáculo ¡Hombres!8 Para López Sancho, “ese personalísimo dramaturgo catalán que es Benet i Jornet” propuso “un drama áspero, violento, morboso, titulado muy escuetamente Testamento”. Quizás la valoración del crítico de ABC fue la que más limitó el análisis de la obra a una simple historia de amor homosexual. De ahí la explicación de su duro juicio: “Estamos ante un teatro de ideas desarrollado desde un realismo brutal, morboso, agre-sivo. El lenguaje de esos tres personajes no rehúsa las palabras más obscenas. Las situaciones llevan la violencia moral hasta más debajo de todo límite admitido. […] Oscuro drama, siniestro, agobiante, tra-tado con talento y sólidamente interpretado. Perversa forma de teatro bien hecho que no es lo mismo, quizá, que decir buen teatro” [López Sancho 1996].

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francès y fue editada por Éditions de l’Amandier (1998). Traducida al inglés por Janet Decesaris, se publicó en Estreno (Contemporary Spanish Plays, 17) 2000. Klaus Laabs la tradujo al alemán, se emitió por Radio NDR 4 INFO de Hamburg y se estrenó en el Stadt Theater de Konstanz (6/10/2000). Con guión compartido con el autor, Ventura Pons la adaptó al cine con el nombre de Amic / Amat [Amigo/Amado] (1999). 8 Con el texto Alopecia (Companyia T de Teatre 1995: 59/70).

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Al margen de la velada referencia de Haro Tecglen sobre el valor del texto, citada anteriormente, solamente un crítico de una publica-ción especializada señaló cuáles eran según el los elementos fallidos de Testamento: “Escasa verosimilitud de muchas de las actitudes, la difícil ubicación de sucesos y ambientes en una universidad española y los constantes desajustes de lenguaje; por otro, la insuficiente con-cepción de unos personajes que quizás no consigan encarnar aquello que supuestamente representan” [Pérez-Rasilla 1996].

Por lo demás, la preocupación ante la posibilidad de un cambio radical en la orientación artística de los teatros oficiales, a raíz de los resultados de las elecciones generales del 3 de marzo que darían el paso a un gobierno del PP liderado por José María Aznar, motivó también un comentario de las siguientes características: “Esta es la coherencia, el discurso que se espera de un CDN: otorgado el Premio Nacional de Teatro a Benet i Jornet, subirlo a escena y mostrarlo al espectador, destinatario de este género literario que en el libro queda forzosamente incompleto. Es la forma de que nuestra cultura viva respire y no se conforme con testimonios más o menos honoríficos. Solamente por ello, este Testamento cumple una formidable función, y ojalá su título nada tenga que ver con un posible lúgubre y triste futu-ro de nuestros teatros nacionales” [Centeno 1996].

Hasta el momento la versión española de E. R., Algún día trabajare-mos juntas/E.R., es la obra con la que Benet i Jornet ha conseguido el más amplio reconocimiento tanto del público español como de deter-minados países sudamericanos, donde se ha representado9. Para Benet

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9 La traducción española de Josep Maria Pou, publicada por la Sociedad Ge-neral de Autores y Editores de España en 1995, se estrenó en el Teatro Fer-nando de Rojas de Toledo (1996). La obra obtuvo el premio Rojas de Toledo al mejor texto de un autor español vivo estrenado en 1996. Consiguió así mismo el premio Celestina al mejor autor español estrenado en Madrid en 1996. Este montaje realizó una gira por España y viajó a Cuba, Guatemala y la Repúbli-ca Dominicana, durante la segunda mitad de 1999. Otros montajes de la obra se llevaron a cabo en el Teatro de la Comedia de Santiago de Chile (13 / 11 / 1998); en Santo Domingo (28 / 08 / 1999); en Lima (11 / 08 / 2005); en La Habana ( 20 / 10 / 2006); y en San Juan de Puerto Rico ( 21 / 3 / 2007). Ha sido traducida dos veces al francés. La de Mila Casals y Dominique Hollier se estrenó en el Théatre de l'Ille St. Louis (3/09/1996), mientras que la de Rosine Gars, publicada por Éditions de l’Amandier/Théatre (1999), se representó en el Festival Off d’Avignon en julio de 2003. Maia Guenova la tradujo al búlgaro y la publicó con Fugaç (1996). La traducción de György Jánosházy al húngaro se estrenó en el Teatrul National de Tärgu-Mures, de Rumania (28 / 12 /

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la experiencia significó también contactar con el empresario Salvador Collado, que posteriormente se encargó de producirle ¡Ay caray!; Eso no se le hace a un hijo y Sótano. Tras el estreno en Toledo (11/10/1996), la obra –“un juego en torno a la muerte, a la desaparición, la continui-dad” [Haro Tecglen 1997]– se presentó en Madrid en abril de 1997. En líneas generales, la crítica acogió favorablemente la representación de una obra galardonada con el Premio Nacional, sobre la cual se eviden-ciaba el fuerte impacto producido por el conocimiento previo de la misma –“leída tenía un alcance mayor: era un juego en torno a la muerte, a la desaparición, la continuidad” [Haro Tecglen 1997]– y el contrapunto del montaje del director Manuel Ángel Egea, que se pre-sentó en el Teatro Albéniz: “Puedo estar equivocado yo: leí la obra, que fue Premio Nacional de Literatura Dramática, y es algo que cuan-do se trabaja en la crítica no se debe hacer, porque imagina el lector la obra a su manera y, sobre todo, de una forma ideal, imposible. Con-trasta generalmente con la realidad escénica” [Haro Tecglen 1997].

También el crítico de El Mundo, tras anotar determinados aspectos tratados por el autor – “el poder, la traición, la soledad, el éxito y el fracaso”- cuestionó el papel del director: “No sé si esto lo ha visto la dirección, demasiado estática, de Manuel Ángel Egea. Ni si la idea contraria que de Ifigenia tienen las tres actrices le ha proporcionado al director algo más que la visión de distintos estilos interpretativos” [Villán 1997]. En cualquier caso, se valoró positivamente la interpreta-ción que las cuatro actrices –María Asquerino, Gemma Cuervo, En-carna Paso e Isabel Gaudí– realizaron del “inteligente planteamiento psicológico del drama, que Benet i Jornet desarrolla por caminos de una cuidadosa introspección sobre el sentido del teatro y la razón de las vidas de quienes se entregan” [Hera 1997]. La mejor conclusión de la recepción de Algún día trabajaremos juntas, la ofreció el crítico de El País: “Ha gustado en Madrid y gustará donde se haga” [Haro Tecglen 1997].

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2000) y en el Teatro Nacional de Pécs, de Hungria (19 /05 / 2006), y se publicó en el volumen Modern Katalán Színház II, Budapest (2001). Hojoon Yim la tradujo al coreano y la publicó en una Antologia de teatro español contemporáneo ,en Seul (2003). Ângelo Ferreira de Sousa la tradujo al portugués y la publicó en el volumen Desejo e outras peças (2007). Marion Peter Holt la tradujo al inglés y la publicó en el volumen Two Plays (2008). Con un guión compartido con el autor, Ventura Pons la adaptó para el cine con el nombre de Actrius [Actrices] (1997).

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Fue el mismo Egea, el encargado de dirigir ¡Ay caray¡10 diez años después de su estreno en el Teatre Lliure (26/10/1994), dirigida por Rosa Maria Sardà. Con esta obra Benet se atuvo a las reglas y al juego de la comedia clásica con el fin de “hablar de gente que conozco, de colocarles en una situación límite, de esas en las que ellos creen “pen-sar” se enfrenta, de pronto, con lo que se verán obligados a “hacer” [Benet i Jornet 1999]. En líneas generales, la crítica la acogió como una pieza menor en relación con las anteriormente mencionadas, tal como reflejaron ya los distintos titulares: “Un vodevil de intereses [García Garzón 1999]; “Dignificar la comedia cómica” [Centeno 1999]; “Enre-do y actualidad” [Haro Tecglen 1999], o “El ladrón bueno y la perio-dista trepa” [Villán 1999]. La disparidad de opiniones estaba, en cual-quier caso, servida. Mientras para Haro Tecglen “en la sabiduría del autor está que la obra dure poco –una hora y cuarto– porque una vez empezado el caos con esa velocidad, tiene que correr al desenlace sin complicarlo todavía más”, Villán consideraba, en cambio, que “Benet demuestra talento para la comedia, aunque sea un talento sincopado y un poco arrítmico. En cualquier caso ¡Ay caray¡ es una comedia agri-dulce que, junto a la sonrisa pone la mueca, y junto a la miel la hiel.” A su vez, el crítico de Diario 16, cuestionó la “dirección bastante con-vencional, como lo es la interpretación de actores muy admirados, que hicieron una representación fría, falta de nervio. Daba la impresión de que la comedia, en tan solo diez años, ha envejecido prematuramente” [Centeno 1999].

Con Eso no se le hace a un hijo11, nos encaramos a un texto que obtu-vo un trato displicente por parte de la crítica barcelonesa en su repre-sentación posterior (Això, a un fill, no se li fa, 7/10/2002). El estreno mundial de la obra en el Teatro Isabel la Católica de Granada relati-vizó su posible impacto mediático, más allá de alguna que otra sucinta crónica del espectáculo, protagonizado por María José Goyanes y dirigido por Tamzin Towsend, la cual reconocía que “esta es la obra más guarra que he dirigido jamás, muy fresca, muy “heavy” y diverti-

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10 Con el nombre de Página de sucesos fue traducida al castellano por Emilio Gutiérrez Caba y editada por las Publicaciones de la Asociación de Directores de España (1994). Con el título de ¡Ay caray¡ se estrenó en el Centro Cultural de la Villa de Madrid (16/10/1999). 11 Fue traducida al castellano por Javier Olivares y publicada por la Editorial La Avispa (2002). La traducción al alemán de Klaus Laabs se estrenó en Graz (Austria) el 28/09/2002. Posteriormente se ha representado en dos ciudades alemanas: Bremen (27/02/2004) y Heilbroon (23/06/2007.

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da. Tamzin Towsend estaba convencida de que gustará al público pues tiene “rollo” [García 2001]. Por su parte, el crítico de La Vanguar-dia, que asistió al estreno, señaló: “Benet i Jornet no juega al suspense y la trama se desvela con bastante rapidez entre abundantes manchas de sangre, cadáveres descuartizados, bragas rotas y mucha concupis-cencia. A la postre queda como imagen en negativo ese mundo amoral donde ni la muerte, ni los sentimientos tienen valor; y, en positivo, una comedia desmadrada con vocación de hacer reír bastante más de lo que se rió el público del estreno [Fontdevila 2001].

Casi una década después del estreno en Madrid de ¡Ay caray¡, se presentó en el Teatro Valle Inclán el montaje del Teatre Nacional de Catalunya, La plaça del Diamant12, de Mercè Rodoreda, según la adap-tación de Benet. Las cinco únicas representaciones en catalán, realiza-das entre el 30 de abril y el 4 de mayo, solamente llamaron la atención del crítico de El País, quien señaló que “lo que más puede reprochárse-le a esta equilibrada, correcta y muy profesional adaptación de la his-toria de Colometa es su falta de alma, de fuerza dramática, en algunas escenas o por parte de algunos actores. Y esta frialdad que se transmi-te en ocasiones al patio de butacas resulta más imperdonable en la escenificación de una novela que resuma emoción contenida en cada línea y en cada párrafo” [Villena 2008].

La última obra de Benet, Soterrani13, se estrenó en Talavera de la Reina antes de presentarse en el Teatro Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes de Madrid (23/10/2009). Tan solo dos críticas, la pri-mera accesible a través de una página web especializada, a cargo de Sofía Basalo, quien valoró muy positivamente el espectáculo: “Todo es perfecto en esta propuesta: un texto, contenido y manteniendo absolu-tamente el pulso de una palabra que paso a paso, despacio y sin per-der el ritmo va desvelándonos el enigma. Dos intérpretes magníficos [Israel Elejalde, Ramón Langa] que mantienen un duelo magistral sobre un escenario casi neutro… nada es importante, salvo dos hom-bres, la palabra y lo que a partir de ellos sobrevuela en un ambiente tenso y lleno de desasosiego. La labor del director [Xavier Albertí] es absolutamente pulcra, sin elementos accesorios, sin aditamientos in-útiles. Todo en este sótano está a ras de escenario hasta lo que se intu-

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12 Traducida y adaptada al alemán por Rachel Matter y Jordi Vilardaga, se estrenó en el Theater Kanton de Zürich, Winterthur (15/10/2008). 13 Ha sido traducida al checo por Prelozila Romana Redlová y publicada en el volumen Tri Katalánské Hry (2008).

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ye, hasta lo que no se ve… Magníficamente, pues, el que este Sótano ha unido” [Basalo 2009].

En términos parecidos se explayó el crítico de ABC quien, además de otorgarle las cinco estrellas a un espectáculo situado “en un casi espacio vacío ´brookiano´”, hacía una superlativa valoración de los intérpretes, el director y el autor: “Una situación de ejercicio de estilo, de pulso de escritura dramática sustentada en el generoso, astuto y despojado vuelo de la palabra, Benet i Jornet gradúa sagazmente la información que cada personaje va dando de sí, de forma que induce al espectador a reinstalarse a cada giro de la acción, que va incremen-tando paulatinamente su carga de violencia interior hasta llegar a un desenlace de inquietante lógica feroz” [García Garzón 2009].

III Salamandra (2004) se inscribe de lleno en el proceso iniciado hace vein-te años con la decidida renovación estilística, formal y expresiva, que representó Desig (1989), cuando determinados aspectos argumentales y temáticos abordados con anterioridad por Benet empezaron a ad-quirir un nuevo relieve y una consideración e intensidad dramáticas mayores. Así, en Desig o en Fugaç [Fugaz] (1992), el tema de los afectos, presente ya en sus primeras obras, trasmuta en una pasión devastado-ra; en ambos casos, el amor es el producto de un deseo enfermizo, que quema, hiere carnalmente, ofusca el pensamiento y es efímero. No obstante ese tipo de amor “diferente” –homosexual (Desig) o incestuo-so (Fugaç)– no debería provocar, según el autor, ni la angustia y la desesperación en Desig, ni el asesinato y el suicidio en Fugaç. En esta última la cuestión de fondo que se plantea no es la del incesto mismo, sino la de las distintas sensibilidades y formas de aprehender el senti-do último de la existencia. ¿Qué tipo de “consuelo” puede justificar la Vida? Lo repasamos: el amor pasional para la Mujer joven; el trabajo para el Amigo; la religión para la Señora; la herencia filial para el Hijo; las pequeñas cosas de cada día para la Mujer. Sólo un personaje queda al margen de ese “consuelo”: el Hombre, el médico, para quien el horror de la vida y el vacío posterior no pueden justificar en modo alguno el dolor que producen. Para ese hombre, pues, la vida no tiene sentido y no merece ser vivida. Un año después de Fugaç, Benet acog-ía de nuevo con E. R. las posiciones contrastadas de los personajes de Revolta de bruixes y Elisabet i Maria: “tipus de posicions antagòniques i irreconciliables. I algun altre que, entre ells, intenta mantenir l’equilibri. Reprenc aquests tipus, amb una història molt diferent i sobretot –i això és el que justifica, si de cas, que ho hagi fet- amb una

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solució diferent del conflicte, amb la sobtada comprensió de la mútua necessitat.”

Tras el callejón sin salida que, por otro lado, representó Fugaç, Be-net apostó por una vía “optimista” en Testament (1995), al reconocer sin tapujos el papel del trabajo, en forma de herencia intelectual o artística, como sentido y justificación de la existencia humana. Tam-bién en El gos del tinent [El perro del teniente] (1996) y Olors [Olores] (1998) culminaron algunas de sus otras preocupaciones personales y obsesiones temáticas expuestas a lo largo de su carrera. En la primera, recuperaba una línea esencial de preocupación ideológica en su teatro, la de Berenàveu a les bosques (1971) y Descripció d’un paisatge [Descrip-ción de un paisaje] (1978), para atacar el Poder totalitario con mayúscu-la; un poder personalizado e inmisericorde, que no cede ante nadie y menosprecia a una humanidad simbólica que espera pacientemente la llegada de un heredero que la salve del horror y el dolor que genera una realidad insoportable.

Con Olors Benet finalizó la trilogía iniciada con Una vella, coneguda olor i Baralla entre olors [Pelea entre olores] (1979) para ofrecer una do-liente y desoladora visión del paso devastador del tiempo sobre un barrio viejo barcelonés y unos sectores sociales que asisten impotentes y perplejos a la desaparición arbitraria y radical de sus espacios y edificios con actuaciones urbanísticas cargadas de soberbia y menos-precio. Son actuaciones políticas que arrasan sin piedad las formas de vida y la memoria personal y colectiva de la “ciudad de los pobres”. Nada ni nadie, por desgracia, impedirá la extinción de una realidad que parece ya inevitable e irreversible. Poco después de Olors, con-cluyó Això, a un fill, no se li fa (2000), un tipo de de comedia ácida y desgarrada, que entronca más con la textura del teatro de Joe Orton, que con la tradición del bulevar, representada por Ai, carai!

En L’habitació del nen [La habitación del niño] (2001), el dramaturgo catalán quiso reflejar una fortuita situación-límite, a la que debe en-frentarse una família cualquiera más, normal en un determinado momen-to y ante un presunto accidente: la muerte de un hijo. Mientras el pa-dre se manifiesta como un hombre optimista, convencido de la nece-sidad de aceptar los traumas porque educan, ayudan a madurar, la ma-dre se muestra completamente desesperanzada y acongojada por te-ner que aceptar –que no admitir– la pérdida del otro, la de la persona amada o simplemente necesitada. En contraste con el tratamiento de Fugaç y Testament, Benet no pretende moralizar ni orientar al lec-tor/espectador en un sentido determinado. Al relativizar sus convic-ciones, se limita a “observar” a ambos personajes sin ningún tipo de

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indicación o dirección concretas. ¿Quién tiene la razón de los dos? La respuesta queda al servicio o al gusto o compromiso del lec-tor/espectador. Si quiere, será él quien escogerá su identificación o aproximación con una de las dos opciones de la obra.

Con posterioridad a la creación de Salamandra y a la adaptación de La plaça del Diamant, Benet redactó Soterrani, donde presenta dos hom-bres atraídos por el Mal y el sumo placer de ejercerlo sin más, sin ningún tipo de coerción moral, sobre los demás. Puesto que el Horror existe, ¿por qué hay que rehusar conocerlo en todas sus manifestacio-nes? Aunque vistas las consecuencias, hay que contar también con el sentimiento de culpa y remordimiento y con la necesaria voluntad y capacidad humana de la expiación por el dolor infringido. He ahí la cuestión esencial de este texto. O una de ellas, porque al reconocer Benet que el Hombre necesita activar sus instintos, las potencias per-versas y morbosas que esconde en su interior, del mismo modo que puede hacerlo con las de signo contrario, nos conduce a otra cuestión o consideración esencial. Abandonarse a si mismo supone inevitable-mente aceptarse a si mismo en toda su complejidad, con todos sus atri-butos y cualidades, pero también con todas sus mezquindades y de-pravaciones. He ahí uno de los aspectos que, como se verá, afloran también en Salamandra.

IV Tras el impacto emocional que para muchos lectores y espectadores supuso L’habitació del fill, Benet redactó uno de los textos de elabora-ción y construcción probablemente más complejos de su carrera: Sa-lamandra14. Con otras técnicas, procedimientos y planteamientos dramáticos, recuperó con ella las inquietudes de juventud de Cançons perdudes (1966), el primero de los textos sobre el ciclo de Drudània –Marc i Jofre (1968) y La nau (1970), cierran la trilogía– sobre la preser-vación de la lengua y la cultura catalanas. Su preocupación por uno de sus afectos más preciados, la lengua, la sitúa ahora en un marco global de peligro de extinción de cualquier especie animal, incluyendo, claro está, a la humana. Antes ya de concluir la redacción de Salamandra, expuso el tema concreto de la desaparición de la fauna animal en un monólogo, Petit regal per a un pare [Pequeño regalo para un padre], en que

––––––––––

14 Ha sido traducida al francés por Hervé Petit y Neus Vila, y publicada por Éditions de l’Amandier (2007). Marion Peter Holt la tradujo al inglés y la publicó en el volumen Barcelona plays (2008).

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un actor ensaya un texto sobre la extinción de la especie, como metá-fora de una muerte anunciada [Monòlegs 2003: 25-32].

Efectivamente, el tema central de Salamandra gira en torno a la po-sibilidad de la extinción que se proyecta del ámbito general al particu-lar; de la especie animal a diversas culturas explicitadas en el texto hasta recalar en la del autor, la que le concierne de un modo más cer-cano. En este sentido, Benet traza un complejo entramado de relacio-nes personales y afectivas de unos personajes, situados al principio en un espacio yermo de América, como punto de partida del recorrido imprescindible que los dos protagonistas de la historia emprenderán por los escenarios de la memoria de sus correspondientes orígenes familiares y colectivos, y que les conducirán, finalmente, a reconocerse y aceptarse a sí mismos.

Una vez más accedemos a un universo dramático genuinamente benetiano. Analicémoslo. En su casa de Santa Rosa, en pleno desierto californiano, Emma recibe la visita de sus dos “hijos”: Claud, el adop-tado, y Travis, el putativo, dos cineastas de distinta trayectoria artísti-ca y actitud moral, mientras el primero responde al modelo del direc-tor de éxito, de melodramas románticos al estilo de Hollywood, el otro atiende al del cine documental que aspira a retratar los infiernos del mundo contemporáneo. En realidad, ambos encarnan las dos caras de una misma moneda, “uña y carne” de dos maneras de recrear y en-tender el mundo aparentemente irreconciliables15, pero inequívoca-mente complementarias como lo son también Rita y Sofía en Revolta de bruixes. En Salamandra Claud y Travis discuten sobre sus distintas percepciones de la creación artística [Foguet 2006: 49], a la vez que se enfrentan por el afecto que ambos necesitan y comparten por Hilde.

Emma, una madre terrenal, acogedora y razonablemente feliz [Holt 2009: 430], se muestra serena en su predisposición a aceptar y amar sin más a los demás, asumiendo a un tiempo el dolor y la adversidad de la humanidad entera. Por eso riñe cariñosamente a los jóvenes a raíz de su enfrentamiento: el afecto emana en ella de una forma natural, directa y sincera, sabiéndose, en ese sentido, claramente correspondida y sin condiciones por Travis. Éste es un joven sensible para quien, sin embar-go, quizás el amor que manifiesta hacia Hilde no sea más que una pro-pia extensión de sí mismo [Miralles 2006]. Como contrapunto, Claud y ––––––––––

15 “Tant el documental de Travis com el melodrama de Claud estan entrelli-gats en una mateixa narració cinematogràfica que preveu els temes de conti-nuïtat i transcendència, i que reflecteix l’argument de l’obra de Benet” (Feld-man 2005: 31).

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Hilde, castrados en lo más profundo de sus afectos, no pueden disimu-lar la dificultad de expresar libremente sus sentimientos, a caballo entre la plenitud puntual de la pasión y el amor enraizado en la cotidianidad, porque Claud ama a Hilde, pero a ésta le cuesta aceptar un sentimiento que no podrá quizás compartir en su futuro más inmediato.

Del enfrentamiento inevitable entre los dos jóvenes en su estancia en el desierto surgirá, finalmente, un viaje iniciático que cerrará unas heridas para abrir otras [Castellanos 2005: 9-31]. De hecho, al explicar Travis su deseo de filmar un documental sobre el riesgo de extinción de la salamandra del desierto, Benet convierte el objeto de ese trabajo en el auténtico desencadenante de la historia dramática. A medida que avance, la narración irá cambiando gradualmente de ángulo y “posarà en moviment una cadena metonímica d’imatges, persones i llocs que se superposen i que, a diferent nivell, parlen de la precarietat de l’existència i de la dignitat i la continuïtat de la vida” (Feldman 2005: 28).

Por su parte, bajo los auspicios protectores de Emma, Claud deberá asumir las consecuencias de la muerte de su padre biológico. Acom-pañado de Hilde, se trasladará a Europa con el objetivo de indagar sobre unos orígenes familiares que desconoce completamente. Les guste o no, ambos deberán aceptar sus pasados respectivos si aspiran a compartir un futuro en común. Una vez más los personajes de Benet i Jornet tienen que asumir un riesgo, el de saber, para continuar exis-tiendo, sin pensar en lo que el destino les pueda reservar en el futuro.

A lo largo del viaje Claud e Hilde irán afianzando su relación y re-conociéndose en las distintas formas y manifestaciones de lucha por la salvación y la supervivencia humana y cultural ante el inexorable pro-ceso de pérdida o extinción de las mismas: el simbólico wolpertinger que, a través de los abuelos de Claud y Hilde, les reúne a todos ellos en un destino común en Miltenwald; la lucha por la supervivencia del pueblo judío y el amigo griego del abuelo de Claud ante el terror nazi; la consiguiente desaparición del régimen hitleriano. O la metafórica referencia al mundo egipcio que cuenta Emma:

Esta noche he soñado que estaba en Egipto, con mi marido. Quizá en el Ramesseum, no me acuerdo de cómo es el Ramesseum. Sólo veía una pa-red enorme que lo ocupaba todo. Llena de relieves. Batallas. El faraón, en su carro, sin expresión en la cara... Y habían cortado los genitales a los vencidos. Un montón de genitales cortados, para que los vencidos pudie-ran ser esclavos, pero no pudieran dejar sucesores. Un sueño bastante re-alista. Sólo que la salamandra se paseaba por la pared, por encima de los relieves. De color incierto, y con su largo rabo intacto (Pausa. Lenta.).

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Al final del viaje por Europa –Mittenwald, Milos, París– la pareja reca-la en Barcelona. Con anterioridad, Hilde ha conseguido expiar las faltas y los fantasmas de un pasado colectivo, familiar y personal, que impedían su realización. Aceptado éste, puede abandonarse a sí misma, plantearse sin condiciones un futuro afectivo con Claud. Sin embargo, a Claud el destino le encarará ante un futuro imprevisto y no deseado. Mientras prepara, por otro lado, su película en uno de los barrios históricos y populares de la ciudad, el mismo que Olors [Feldman 2005: 19-21], descubre lo más inesperado de sus remotos orígenes familiares: una lengua, la catalana, para él desconocida. Un fantasma aflora, el de la posible desaparición de un universo cultural y una realidad geográfica que indefectiblemente afectarán también algún día a esa lengua que su abuelo utilizó en la última carta que desde Dachau envió a su mujer de origen francés:

[…] Perdona que te escriba en catalán. Lo entiendes mal pero harás un es-fuerzo; mi francés es poco expresivo y no quiero hablarte de ninguna otra manera. Me gustaría tanto verte de nuevo a ti, y ver por lo menos una vez en la vida a mi hijo... Cuando tengo frío pienso en tu cuerpo. Siempre he luchado por causas perdidas, perdónamelo. Si desaparezco, quiero que tú vivas y que no te desesperes, y si te desesperas quiero que de todos modos salgas adelante. Por nuestro hijo. Has de conseguir que él...» Una frase que no entiendo. «No dejo de pensar en el futuro de mi hijo y en el futuro de los hijos de mi hijo. Intenta que ellos sean felices. Nosotros no, pero ellos sí. El mundo de donde vengo, la música que tienen los nombres de las co-sas en el mundo de donde vengo, desaparecerá. Su mundo... No sé cuál será, pero tendrán uno y, sea el que sea, no debe desaparecer. Que esto no pase. Que su mundo no desaparezca. Alguna vez, si te parece, habla a nuestro hijo del lugar de donde yo venía. Para que sepa que existieron otros universos y para que defienda el suyo. Y tú... Mira, si estás demasia-do triste, recuerda cuando paseábamos del brazo por el Boulevard Pois-sonnière, cuando en vez de cenar decidíamos comprar un croque-monsieur y entrábamos a ver las maravillosas películas americanas del cine Rex. Aquellos días existieron. La felicidad existió. Te quiero. Adiós.» Y la firma: «Claudi». (Pausa.)

Mientras tanto, en el desierto californiano, la salamandra herida del desierto ha desaparecido y el incendio avanza y amenaza con lle-gar a Santa Rosa. Un final abierto, no necesariamente feliz, como en cualquier melodrama que se precie, que induce a reflexionar sobre la necesidad de mantener viva la memoria del pasado, y a re-conocernos también en nuestras raíces, en nuestra identidad tanto personal como colectiva. E invita también a exponer, pese el carácter efímero de todo,

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“el deseo de que no fuera así, de poder vivir 200 años para aprender más y más y que lo que es siga siendo” [Fontdevila 2005].

Antes ya del estreno en el Teatre Nacional de Catalunya (13/10/1005) se crearon tales expectativas en torno a Salamandra [B. J. 2005; Monedero 2005] que, a tenor del análisis de su recepción pe-riodística, se constata la consideración acuñada por el crítico de La Vanguardia, que “la ambición rompe el saco” [Benach 2005], asumida también por la crítica de El Periódico [Pérez de Olaguer 2005]. El plan-teamiento de un sector de la crítica era claro: Benet i Jornet había escri-to probablemente la obra más ambiciosa de su carrera, pero ni el texto ni su materialización escénica convencieron totalmente a la crítica, salvo alguna excepción. El amplio alcance del concepto de “extinción” planteado por el dramaturgo catalán no fue necesariamente tomado en consideración como principio. De hecho hubo algún crítico que lo circunscribió casi exclusivamente a la extinción de la lengua [Bordes 2005] sin entrar en más consideraciones. O a la cuestión esencial de la “identidad” catalana: “una larga pieza sobre la precariedad de los elementos que sustentan la identidad catalana: la cultura de esta co-munidad está condenada, como la salamandra del desierto de Arizo-na, a desaparecer” [Barrena 2005].

Ciertamente, se cuestionó, por un lado, la compleja estructura tea-tral –“un rompecabezas en el que todas las piezas están pensadas para que acaben encajando perfectamente” [Barrena 2005]–, organizada en torno a veintiocho escenas de distinta extensión “en una obra larga cuyo planteamiento provoca pereza: la búsqueda del origen como parte fundamental de una identidad concebida como algo indeleble, inamovible” [Madariaga 2005]. En un texto, cuyo tema central además se confunde con otros que no logran enriquecer el conjunto dramático [Olivares 2005] y más bien lo entorpecen: “En una suerte de visión cosmogónica habla de la extinción. De la extinción, así a la brava, esto es, de la inexorable caducidad concerniente al hombre y la naturaleza. Y en tan holgado recipiente, el autor mete cosas, muchas cosas, algu-nas directamente tributarias del tema central y otras que podrían nu-trir relatos perfectamente autónomos” [Benach 2005].

Por otro lado, el montaje mereció distintas apreciaciones sobre la dirección, la interpretación –“irregular” [Barrena 2005]– y la esceno-grafía –“tristona, fea” [Benach (2005]–. No obstante, el crítico del dia-rio Avui, que cuestionó la estructura teatral, la dirección “distant”; una “escenografia en penombra, seca com un paisatge filmat per Schrader o pintat per Hopper-, potser temerós de deixar-se arrosegar pel fort corrent melodramàtic de la peça i amb un repartiment insegur sobre el

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grau d’intensitat emotiva que han de reflectir”; señaló positivamente: “El millor de Salamandra és la seva coherència i fidelitat a un dels dis-cursos del seu autor, el que recorre el dolor i el patiment que pro-dueixen les innombrables variants de la idea de la pèrdua, d’espais, records, arrels, refrents, sentiments. .. Una obra amb la substància que destil·la Benet i Jornet des de fa dues decades”.

Una representación que, al parecer de Pérez de Olaguer [2005] “vi-ve algunas magníficas metáforas y también escenas que fatigan al espectador”. De hecho, Marcos Ordóñez [2005] fue la única voz crítica que defendió abiertamente el texto y el montaje, con algunos matices. De entrada, señaló el vínculo de determinados procedimientos de Salamandra con otras producciones de Benet: la narración pura como motor dramático la aproxima a Descripció d’un paisatge; “el mazo de relatos que se interseccionan como naipes y ascienden como una esca-lera de color (El manuscrit d’ Alí Bei)” y “la sangre de sus heridas eter-nas –la extinción de la identidad, el peso del dolor, la herencia inexcu-sable– que culminaron en Testament, de la que Salamandra bien podría ser un codicilo que multiplica sus cláusulas, como un algoritmo itera-tivo o un mapa generando nuevos territorios”; porque Ordóñez dis-crepó de aquellos que habían cuestionado la ambición del texto, “su desmesura narrativa”; para él no hay, como apreció un sector de la crítica, un exceso de información, sino “una poética muy coherente con su asunto primordial, donde las emociones aparecen detonadas por los ecos del pasado en vez de serlo por las contingencias del pre-sente, forma que han trabajado incontables dramaturgos (de O’Neill a Shepard) y que obliga a una cierta gimnasia por parte del espectador, acostumbrado a ver en escena acciones y reacciones instantáneas, y, desde luego, a un trabajo interpretativo y de dirección mucho más arduo de lo habitual”. De ahí que, para el crítico barcelonés, “Sala-mandra, para decirlo a la manera de Brook, es un carbón espléndido, de múltiples facetas, que requiere un último toque de fuego, de infla-mación actoral“.

V Tras la controvertida recepción de Salamandra, Benet recuperó la con-fianza de la crítica con su versión de La plaça del Diamant, representada en el TNC con gran éxito de público, y especialmente con Soterrani, representada en la Sala Beckett. En este último caso, la favorable una-nimidad de la crítica y el público barcelonés contrastaron con la au-sencia casi absoluta de la crítica madrileña en el estreno de Sótano. Como en otras ocasiones analizadas en este artículo, las obras de Be-net i Jornet que se han representado en Barcelona y Madrid han obte-

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nido distintas valoraciones según los contextos en que se han produ-cido; la dirección de cada montaje; el compromiso y la calidad artística de los grupos, compañías e intérpretes que representaron los textos; los distintos pareceres o idearios estéticos, ideológicos y morales de cada crítico, sin menospreciar, claro está, la disponibilidad del público espectador, que es el auténtico árbitro decisorio de un producto crea-do por el dramaturgo, convertido en un espectáculo (inevitablemente efímero) por el trabajo profesional y entusiasta de un grupo de intér-pretes guiados por algún director sabio y sensible. Como cabe esperar que le suceda de nuevo este año a Josep M. Benet i Jornet con su últi-ma obra, Dues dones que ballen, que será representada en el Teatre Lliu-re por Anna Lizarán y Alícia Pérez, según la dirección de Àlex Rigola. Que así sea.

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1970. Taller de fantasia [Taller de fantasía]. Traducción de Ramon Pouplana, publicada en Yorick, 47 (abril, 1971).

1971. Berenàveu a les fosques [Merendábais a oscuras] Traducción de Alberto Claveria, publicada por la Universidad de Murcia (Antología Teatral Es-pañola, 30), 1996.

1973. La desaparició de Wendy [La desaparición de Wendy]. Traducción de Emilio Gutiérrez Caba a cargo de las Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena (Literatura dramàtica iberoamericana, 7), 1994.

1973. Supertot [Supertodo]. Traducción de Francesc Alborch, publicada por Ed. Don Bosco (Teatro Edebé, 13), 1975; 3ª edición, 1985.

1975. Revolta de bruixes [Motín de brujas]. Traducción de Amparo Tusón, publi-cada por Ed. Preyson (Arte Escénico, 33), 1985.

1975. El somni de Bagdad [El sueño de Bagdad]. Traducción de Francesc Alborch, publicada per Don Bosco (Teatro Edebé, 14), 1977. Otra traducción de Montserrat Romañà fue publicada en el X Boletín Iberoamericano de Tea-tro para la Infancia y la Juventud, ASSITEJ, diciembre-marzo 1978.

1977. La fageda [El bosque de hayas]. Traducción de Adelardo Méndez Moya y publicada en Antología de teatro para gente con prisas (Granada: Ed. Dauro, 2001).

1978. Descripció d’un paisatge [Descripción de un paisaje]. Traducción de Roser Berdagué, publicada en Primer Acto, 183, (febrero, 198O). Se publicó tam-bién en Ed. Fundamentos (Espiral/ Teatro, 165). 1994.

1983. El tresor del pirata negre [El tesoro del pirata negro]. Traducción de Teresa Mañà, publicada en el libro Al pie de la letra (Barcelona: Ed. Onda), 1985.

1984. El manuscrit d’ Alí Bei. [El manuscrito de Alí Bey]. Traducción de Mercedes Abad, publicada por Ed. Preyson (Arte Escénico, 33), 1985.

1987. Història del virtuós cavaller Tirant lo Blanc [Historia del virtuoso caballero Tirant lo Blanc]. Traducción de Sergio Mustieles, publicada por Ediciones Antonio Machado (Biblioteca Antonio Machado de teatro, 49), 1990.

ENRIC GALLÉN

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1988. Ai, carai!. [Página de sucesos] Traducción de Emilio Gutiérrez Caba a cargo de las Publicaciones de la Asociación de Directores de España (Lite-ratura dramàtica iberoamericana, 7), Madrid, 1994. La misma traducción con el título ¡Ay caray¡ se publicó en 1999 a raíz de su estreno en Madrid.

1989. Desig [Deseo]. Traducción de José Sanchis Sinisterra, publicada en la colección Teatro, 11, de la revista El Público, setiembre-octubre 1990. Se publicó también en el volumen Teatro español contemporaneo (México: Cen-tro de Documentación Teatral), 1991. Posteriormente la reeditó la Editorial Avispa (Texto teatro, 115), 2002.

1989. Dos camerinos [Dos camerinos]. Traducción del autor publicada en El País Semanal, 2 / 01 / 2000.

1992. Fugaç [Fugaz]. Traducción de Pilar Alba, publicada por Ed. Fundamen-tos (Espiral/Teatro, 165), 1994.

1993. E. R. [Algún día trabajaremos juntas]. Traducción de Josep M. Pou y publi-cada en ¡Hombres¡ por la Sociedad General de Autores y Editores, 64, 1995.

1993. Alopècia [Alopecia]. Traducción de Sergi Belbel, publicada por la Sociedad General de Autores y Editores, 62, 1995.

1995. Testament [Testamento]. Traducción de Albert Ribas Pujol, editada por Ed. Visor (Biblioteca Antonio Machado, 56), 1996.

1996. El gos del tinent [El perro del teniente]. Traducción de Roser Berdagué, publicada por la Ed. Argilaletxe Hiru, S. L. (Skene, 11), 1997.

1997. Confessió [Confesión]. Traducción de Miguel Signes, publicada en el vo-lumen Maratón de monólogos a cargo de la Asociación de Autores de Teatro, 2002.

1997. Precisament avui [Precisamente hoy]. Traducción de Arturo Pascual, publi-cada por la Sociedad General de Autors y Editores (Teatroautor, 129), 2001.

1998. Olors [Olores]. Traducción de Arturo Pascual, publicada por Editorial La Avispa (Texto teatro, 115), 2002.

2000. Petit regal a un pare. Traducción de Manel García publicada en la revista Theatrum, 1, 2000.

2000. Això, a un fill, no se li fa [Eso a un hijo no se le hace]. Traducción de Javier Olivares, publicada por la Editorial La Avispa (Texto teatro, 115), 2002.

2001. L’habitació del nen [La habitación del niño]. Traducción de Sergi Belbel, publicada por las Ediciones Primer Acto (El teatro de papel, 3), 2006.

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Dedico esta historia, por orden alfabético, a Sharon G. Feldman, Marion Peter Holt, Klaus Laabs, Irène Sadowska-Guillon y Wolf-gang Schuch. En algunos casos ni siquiera se conocen entre sí, pe-ro da igual. Todos ellos, de pronto, algún día, me ofrecieron su amistad generosa y gratuita, su ayuda enternecedora, y, de hecho, me abrieron, así, ámbitos que no había previsto nunca.

PERSONAJES

EMMA (entre 60 y 65 años) SEÑOR (entre 60 y 65 años) CLAUD (entre 35 y 40 años) TRAVIS (entre 35 y 40 años) HILDE (entre 30 y 35 años) Espacio vacío. Cuando sea oportuno se introducirán los elementos corpóreos imprescindibles. En el fondo hay una pantalla. Se proyectan lugares, nunca personas. La acción transcurre a lo largo de una primavera, a principios del siglo XXI.

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Luz.

En la pantalla vemos el exterior de una casa aislada, de aspecto aco-gedor, situada en un lugar semidesértico, cerca de las montañas de Santa Rosa, en California, Estados Unidos.

Cae la tarde. La atmósfera se impregna de un ligero tono rojizo casi imperceptible. EMMA y un SEÑOR.

EMMA. (Distendida.) Lo han controlado?

SEÑOR. (Tranquilo.) No lo sé. Da igual. Aquí, el incendio no llegará.

Pausa.

EMMA. (Cambia de conversación.) Y nada más, sólo esto, mi hijo ha visto cómo le caía encima un pequeño problema.

SEÑOR. ¿Tú crees que debe ir?

EMMA. No es que tenga importancia... (Pausa.) Si va, se lo sacará de la cabeza definitivamente.

Pausa.

SEÑOR. Me gustaría vivir aquí.

EMMA. No hay ninguna diferencia. Vienes cuando quieres y, perdona, tu casa es mucho mejor que ésta.

SEÑOR. (Irónico.) Ya que lo dices...

EMMA. Déjalo.

SEÑOR. No te preocupes.

EMMA. Y ve a saber.

SEÑOR. Tengo mucha suerte.

Aparece CLAUD.

CLAUD. Yo también. No hay cobertura. No puedo recibir ninguna llamada al móvil.

EMMA. Y la línea telefónica no funciona.

CLAUD. Así no me molesta nadie.

SEÑOR. He avisado para que lo arreglen.

EMMA. Prefiere continuar aislado, lo dice en serio.

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SEÑOR. (A CLAUD.) En vez de descansar, trabajas.

CLAUD. No, sólo tomo notas. Aún no sé qué busco. Tengo... ideas im-precisas. Sí que descanso. No doy golpe... Y mamá ejercita de mamá. (Se acerca a su madre, se inclina y le da un beso.) Te quiero.

SEÑOR. No sólo tú.

EMMA. Le veo.., te veo en la televisión y... No lo puedo evitar..., me encanta verte. (Burlona.) Cuando te criábamos, no previnimos esta posibilidad. (Subrayando la frase, intencionadamente.) Eres mi hijo. Tú, mi hijo, y yo, tu madre. ¿Lo entiendes?

CLAUD. Claro. Tú no lo sé si lo entiendes.

EMMA. Sí. Y no tiene nada que ver una cosa con la otra. Te tendrás que decidir. Y no me vengas con que ya lo has hecho. La carta ha llegado hoy. No has tenido tiempo de asimilarla.

CLAUD. La carta no supone nada más: no me interesa.

SEÑOR. Perdonadme si os interrumpo; ya es hora de que me vaya.

EMMA. ¿Eh? Ah, no.

SEÑOR. Tengo tres cuartos de hora en coche.

CLAUD. Pues eso. Si te vas, habrás pasado más tiempo dentro del co-che que aquí.

EMMA. Quédate a cenar. Y a dormir, si quieres.

SEÑOR. Me parece que en casa me espera mucho trabajo.

CLAUD. No te espera nada. (A EMMA.) ¿Hay algún detalle de..., algún detalle que no le hayas explicado?

EMMA. Es el único vecino que tengo en no sé cuántas millas. ¿A quién quieres que le haga confidencias?

CLAUD. Si me parece perfecto.

SEÑOR. Necesitáis hablar solos. Estaréis mejor solos.

CLAUD. Unas semanas más y entonces supongo que iré a Europa.

SEÑOR. Aquí, en el desierto, la palabra «Europa» adquiere un sonido casi exótico.

CLAUD. Me gustaría trabajar en Europa. Parte de la producción, por lo

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menos. Iré a buscar localizaciones. Tengo un amigo que conoce Barce-lona. Algunas secuencias las podría situar allá. Según me han dicho... No lo sé con seguridad.

EMMA. ¿Y ahora con qué nos sales?

CLAUD. Este amigo me ayudará. (Al SEÑOR.) ¿Y sabes qué? Debe de tener tu edad. Se te parece.

SEÑOR. Ya suele pasar, se me parecen.

CLAUD. De verdad. Es el tipo de persona que, con un par de palabras, ha entendido lo que necesitas. Quédate a cenar.

SEÑOR. No, no; no me quedo. Cenad tu madre y tú solos. Pensaré en vosotros mientras conduzco. ¿Quién ganará, ella o tú?

EMMA. Todavía hay luz. Los días se alargan. Tendrás un buen viaje. Vete, pero vuelve pronto. Cuando no estás, enseguida te echo de me-nos.

SEÑOR. (A CLAUD, refiriéndose a la madre.) ¿Sabes que yo también la quiero?

CLAUD. Desde hace años.

SEÑOR. Por tanto, siempre vuelvo.

El SEÑOR desaparece.

CLAUD. ¿Le aceptarás algún día en tu cama?

EMMA. Pesado. Lo dudo.

CLAUD. ¿Qué cenaremos? Te ayudaré.

EMMA. No te escapes por la tangente. (Seria.) Mira. No te enfades. Aquí tienes la caja.

Pausa.

CLAUD. Y la carta.

EMMA. Me ha costado encontrar esta dichosa caja. Se está desinte-grando.

CLAUD. Tírala.

EMMA. Ya. La caja y lo que hay dentro.

CLAUD. Dentro sólo hay porquería.

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EMMA. De tirarla, ni pensarlo. La abriremos y hurgaremos dentro. Mientras, vamos charlando. Aunque sea por última vez. Hace años que no la abríamos.

CLAUD. No encontrarás nada que me convenza. No iré. No me inter-esa ver el lugar donde vivía aquel hombre. Un..., un desconocido. No iré, mamá.

EMMA. Ya lo veremos. Abre la caja. Deja en paz la carta, si quieres, y abre la caja. ¿Qué te cuesta?

Pausa.

CLAUD. Cómo eres. Vale.

CLAUD se acerca a una caja bastante grande y llena de polvo. Ruido del motor de un coche.

CLAUD. Tu enamorado se va.

EMMA. Nunca oímos su coche, cuando se va. No es de alguien que se marcha, es de alguien que llega.

CLAUD. ¿Ahora? No esperas a nadie.

EMMA. A nadie. Pero en las montañas de Santa Rosa ningún coche llega por casualidad. ¡Mierda!

CLAUD. Mamá...

EMMA. Mierda, mierda... ¿Quién nos viene a fastidiar? (Se va hacia el fondo. CLAUD coge un sobre que hay encima de la caja. Vacila. El ruido del vehículo ha detenido. La expresión irritada de EMMA cambia. Habla con sorpresa agradable.) ¡No puede ser! ¡Es Travis! (CLAUD deja caer la carta.) No viene solo.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial y siempre exterior de la mis-ma casa de antes, la de EMMA.

Cae la tarde. CLAUD, TRAVIS y HILDE. Los tres están inclinados, observando un pequeño recipiente improvisado que sostiene TRAVIS.

TRAVIS. ¿Y si no sobrevive? Vaya desastre.

HILDE. Es... Es bonita.

CLAUD. Ahora que no me oye mamá... ¿Hay algún anfibio del cual se

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pueda decir que es bonito?

TRAVIS. (A CLAUD.) No esperaba encontrarte aquí.

CLAUD. Pues imagínate si yo podía esperar que, de golpe y porrazo, comparecieras en casa de mi madre. Hace cuatro o cinco años que no venías, según ella. ¿Y qué hacías subido a las rocas?

TRAVIS. Bajaba por las rocas. Bajaba. Quería llegar al fondo, donde la corriente de agua, al fondo del barranco. Precisamente... Imagínate, para ver si encontraba bichos como éste. Ya os lo explicaré.

CLAUD. Y el bicho pasaba por delante de él.

TRAVIS. Por delante de mis narices. No me he dado cuenta. Soy un imbécil.

HILDE. Se confunden con la vegetación.

TRAVIS. La he pisado. La he dejado rabona... También está lo de la herida... ¿Te fijas? Si la hubiésemos abandonado, seguro que se habría muerto. No lo sé, si podrá sobrevivir.

Aparece EMMA, que lleva un recipiente con agua, un saquito de tie-rra, algunas hierbas y herramientas de jardinería.

EMMA. A poco que pueda te prometo que sí. (Se une al grupo. Mientras hablan, bajo la dirección de EMMA improvisan un terrario en el recipiente que ella ha traído, y trasladan un animalillo que quizá ni llegamos a ver.) La salamandra del desierto. Mirad qué ojos más preciosos. No puede ser que se muera.

HILDE. Leí... Antes decían que las salamandras se alimentaban del fuego.

EMMA. ¡Agua! Mucha humedad, esto necesitan. Y gusanos. Y larvas... También una buena mata de hierba. ¿Cómo me las apañaré para con-seguir larvas?

CLAUD. Mamá, ahora no te pases.

EMMA. ¡Una salamandra del desierto, Claud! ¿No tienes sentimientos?

TRAVIS. Los tiene. Claud vive de los sentimientos.

CLAUD. Travis, calla.

EMMA. Travis, puede que te caiga una multa. Es una especie protegida en vías de extinción. La fauna que tenemos aquí...

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CLAUD. No se dice nada y nadie sabrá nada.

TRAVIS. Si estaba intentando localizar salamandras era, precisamente... Hemos conseguido todas las autorizaciones del mundo. Parecían en-cantados con mi idea. Ahora ya veremos qué.

EMMA. Miradla. Un color cambiante, increíble. Y una carita tan dulce... Ya está. De momento no puedo hacer nada más. Llamaré... No, no hay línea.

TRAVIS. He intentado comunicar contigo tres o cuatro veces, Emma.

EMMA. La línea se ha estropeado. Travis, deberíais coger el coche y salir pitando hacia la ciudad. Das la información, aguantas el sermón que convenga y las instrucciones que te tengan que dar... Pero habéis hecho bien en venir. El animalillo no habría aguantado más horas sin agua. Y aquí... Si entiendo de alguna cosa...

TRAVIS. La veo en tus manos y quedo más tranquilo.

EMMA. Gracias. ¿Le oyes, jovencito?

CLAUD. Le oigo y te escucho. Empieza el idilio. Dentro de un momen-to buscaréis un rincón tranquilo y ya no pararéis de haceros confiden-cias. (Intencionadamente.) Puede que así me dejes tranquilo, mamá.

Han acabado con el terrario.

EMMA. (Que le ha escuchado.) Ni lo pienses. (A los otros dos.) Y ahora ha llegado el momento de que me ocupe de vosotros.

HILDE. No quiero causar molestias.

EMMA. Has venido con Travis y eres muy bienvenida. Hil... Hilde, ¿habéis dicho?

HILDE. Sí, Hilde.

TRAVIS. Alemana.

EMMA. En esta casa hay sitio, chica; no te preocupes. Ojo, a condición de que os vaya bien compartir el mismo dormitorio. Si no, tranquilos; ya veré cómo...

TRAVIS. Nos irá muy bien compartir la misma cama. (A EMMA, burlón.) ¿Satisfecha?

EMMA. Sí señor. Pues ya está.

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TRAVIS. Y para colmo, no sabéis lo que nos ha costado llegar hasta tu casa.

HILDE. Por el incendio.

TRAVIS. (Satisfecho.) Pero nos las hemos apañado.

EMMA. Ah, o sea que si no hubiera sido por la salamandra no habríais venido.

TRAVIS. ¿Cómo que no? No podía dejar de venir. Eras tú quien no paraba de hablarme de la salamandra del desierto. ¿Por qué crees que la buscaba? Si acabo haciendo este proyecto te tendré que poner en los agradecimientos.

EMMA. (A HILDE.) Claud y Travis eran uña y carne, de pequeños.

TRAVIS. (Cambiando de tema.) Hilde es una documentalista estupenda.

EMMA. (Como si no lo hubiera oído.) Uña y carne, los mejores amigos del mundo.

TRAVIS y CLAUD se miran y sonríen, escépticos.

CLAUD. (A HILDE.) Te sentirás a gusto, en casa de mamá.

EMMA. Eso espero. (Vuelve a insistir.) De veras, Travis y Claud siempre iban juntos a todas partes.

TRAVIS. (Cínico.) Ahora ya no tanto.

CLAUD. (Aparentemente siguiendo el juego a TRAVIS.) La historia de la humanidad está plagada de suposiciones que después hay que rectifi-car.

EMMA. ¿Eso qué tiene que ver con vuestra amistad, zoquete?

CLAUD. No hablo de Travis ni de mí. Intentaba explicarle a Hilde... Antes has mencionado la leyenda según la cual las salamandras se alimentan del fuego, y mamá te ha cortado.

EMMA. Jovencito, le estaba proporcionando información científica.

CLAUD. Aquí quería ir yo. La ciencia se rectifica constantemente a sí misma.

EMMA. Ahora pretenderás que las pobres salamandras no se asan vivas si las echas al fuego.

CLAUD. No tenemos derecho a estar seguros de nada.

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TRAVIS. (Burlón.) ¿Te encuentras bien, Claud?

EMMA. (Rápida.) Se encuentra la mar de bien. Y me tenéis que ayudar a preparar la cena. No se escapará nadie de esto.

HILDE. (A CLAUD, seria.) Gracias.

TRAVIS. (De repente.) Hilde, ya lo ves, mañana deberías ir a la ciudad. Explicar el accidente de la salamandra y pedir instrucciones.

HILDE. San Diego queda lejos. ¿Tengo que ir, tú crees?

EMMA. Lo discutiréis mientras cenamos. ¡La cena!

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, y siempre exterior, de la misma casa.

Cae la tarde. EMMA y HILDE.

EMMA. Travis. Habéis llegado y yo no tenía ganas de visitas. Pero erais tú y él. Me ha hecho tanta ilusión, verlo. Él y Claud fueron uña y car-ne, sí. De veras. No paro de repetirlo, ¿verdad? Pero es que... Hasta que... Durante años parecía que habían escogido la misma carrera. Y en realidad es así, por supuesto. (Pausa.) Todavía se necesitan. A mí me lo parece. Esto de tener un hijo... Soy viuda. ¿Te lo ha dicho, Tra-vis?

HILDE. Sí.

EMMA. Hace años, que lo soy. Mi marido decidió que debíamos tener un hijo. Yo no podía tener hijos. Cuando adoptamos a Claud, era un niño de seis años. Mi marido se ganaba bien la vida. Quiso tener un hijo porque sabía que él mismo no podría durar mucho. Quiero decir que fue una adopción precipitada. No pudimos conseguir ningún recién nacido. Tuvo que ser un niño de seis años. ¿Te canso?

HILDE. En absoluto.

EMMA. Vivo sola. Me gusta el lugar. Es salvaje, es diferente. Le gusta-ba a mi marido y me gusta a mí. Yo era profesora de ciencias natura-les. Cojo el coche y a comer kilómetros. O paro y observo. Esta fauna que tenemos en la región... La mayoría de los días no veo absoluta-mente a nadie. Estoy en mi salsa. Pero después llega una visita y hablo, hablo... Claud es adoptado. Y ahora se ha producido una pe-queña crisis. Nada importante, en realidad. A Claud las cosas le van

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bien. Espectacularmente bien.

HILDE. Hace bien su trabajo.

EMMA. Sobre todo ahora, desde que ha estrenado la última... Le lla-man de todas partes. Y de pronto se planta, dice basta y aquí lo tengo. Esto pasó hará dos semanas. Y yo, feliz. ¡Imagínate! (Pausa.) Y ayer llegó la carta. Su padre biológico ha muerto. Un infeliz. Un alcohólico sin oficio ni beneficio. Ha muerto y ha dejado sus cosas a Claud. Nada interesante, según nos avisan. Hace tanto tiempo que no sabíamos nada de él... Hay una carta de un vecino en la que se nos notifica la muerte y también hay una carta de él dirigida a Claud. Escrita hace un año. Yo la he leído, Claud no, no ha querido. La firma con nombre y apellido. Y está escrita... No pide nada, pero está escrita en un tono... Como si la enviase a una empresa para buscar trabajo. A mi hijo este hombre le queda tan lejos... He hecho cálculos. Claud nació cuando él..., cuando este hombre debía de tener... No lo sé, ¿como máximo veintisiete años? Era la época, cómo pasa el tiempo, la época de las flores y de la marihuana. ¿Te suena que hubo una época en que el mundo tenía que cambiar gracias a las flores y a la marihuana? La madre, la chica que salía con el padre biológico de Claud... Digo bio-lógico para marcar distancias, no lo puedo evitar. Me da asco y me da lástima. Nació el niño, y la madre, al cabo de cuatro días, desapareció. Dejó solo y con una criatura a un chico joven, que no sé qué pensaba de la vida, pero que ni entonces ni más tarde no ha tenido nunca ningún trabajo fijo, por lo que parece. Se ve que vivía en una carava-na. Un vehículo de esos que un día se paró y ya no se movió nunca más. Al cabo de seis años dio el niño en adopción. Lo dio, seguro. Claud no recuerda nada. Yo tengo recuerdos de mucho antes de los seis años. Él no quiere ir. No quiere saber qué le ha dejado su otro padre. No necesita nada de nadie. Ha llegado mucho más allá que sus dos padres. Que vaya. ¿Qué le cuesta? Este hombre ha muerto por una cirrosis. Alcohólico, una cirrosis. Nunca nos molestó, nunca nos pidió nada. Sabía dónde estábamos. Era astuto, a su manera, y consi-guió saberlo. (Duda.) Nunca nos pidió nada y, en cambio, le enviaba juguetes inútiles de dos, tres o cinco dólares, que Claud nunca supo de dónde venían pero que pasaban por sus manos una tarde y des-pués olvidaba. O todavía peor. Juguetes suyos, de su padre, de cuan-do su padre era pequeño... Juguetes sucios que quizá había arreglado o lavado como había podido antes de enviárselos. Quizá para él hab-ían tenido un interés que... Fui guardando algunos de aquellos obje-tos. Y, por fin, el hombre pareció que nos había olvidado. Dejó de

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enviar nada más. Dimitió. No sé de qué, pero dimitió. ¿Tú crees que tal vez hago demasiadas suposiciones?

Pausa.

HILDE. Sí.

EMMA. (Sorprendida.) Ah.

HILDE. ¿Quieres saberlo, qué pienso? El padre biológico de tu hijo se debería haber colgado, se debería haber pegado un tiro en vez de en-redar en la vida de una criatura que había engendrado alegremente, entre mierda y droga.

Pausa larga.

EMMA. Ya. (Pausa.) Ésta es la caja. Esto, la carta. Aquí dentro están los juguetes. Los que decidí salvar no sé por qué. Sí que lo sé. Por supers-tición. (Pausa. Un poco desafiante.) Yo le digo a Claud que vaya. Que se acerque hasta el lugar en que vivía ese desgraciado y que decida si todo lo que encontrará debe ir realmente a la basura, o si, ves a saber... Yo le digo que vaya.

HILDE. Perdona, Emma.

EMMA. No, me alegro que seas así. Ese hombre... (Está al lado de la caja y saca, poco a poco, restos de colores desvaídos.) Un día encontró el nom-bre de Claud en el periódico. O lo vio en la televisión. Es lo más pro-bable. Pero tampoco dijo nada... Tuvo la dignidad... Este señor tan importante es mi hijo, supongo que pensó. (HILDE está al lado de EM-

MA.) Tanto da si era capaz de comprender qué hacía su hijo o si sólo sabía que se había convertido en un hombre admirado, solicitado. Era un pobre diablo, miseria y miseria. Nunca habría recomendado a Claud que fuera a verlo mientras vivía. Pero ahora está muerto. Si no va, no pasa nada; pero si fuera... ¿Lo entiendes? El círculo se cerraría. Se habría acabado realmente y lo olvidaríamos. (Rectifica.) Lo olvidar-ía. Definitivamente. (Pausa.) Estoy segura de que tiene recuerdos de antes de los seis años.

De pronto HILDE, atraída poderosamente su atención, mete la mano dentro de la caja y saca un muñeco extraño, cubierto de polvo, fláci-do, descolorido, apolillado, pero que conserva la forma original reco-nocible. Es una especie de animal de existencia imposible. Su cuerpo es el de un mamífero pequeño, pero lo que queda de las extremidades son patas de pájaro, de la boca todavía le salen colmillos como los de

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un vampiro, en la espalda le cuelgan restos de alas de pájaro, y tiene, conservados sólo parcialmente, cuernos de cérvido. La mirada de HILDE, mientras sostiene el muñeco en las manos, conjuga la sor-presa, la avidez y la repugnancia.

HILDE. ¿Qué hace esto aquí?

EMMA. ¿Lo ves? Uno de los despropósitos de ese hombre...

HILDE. (Cortándola.) Tiene un cuerno roto. ¿Qué hace aquí un wolper-tinger?

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. CLAUD y TRAVIS.

TRAVIS. Emma... Cuando ves que de repente lo deja todo, cuando de improviso sale de casa con la bolsita de plástico y dice que se va a ver qué encuentra... Piensas... No pescará nada y la salamandra... Pero después vuelve, despeinada y con esa cara satisfecha, esa cara de de-ber cumplido... Y con la bolsa medio llena de formas diminutas que reptan entre bolitas oscuras y en medio de...; deben de ser babas o... Sólo que la salamandra se comiera una pizca de esta especie de cosas que ella le da...

CLAUD. Sabe lo que hace. De todos modos, deberías ir a la ciudad.

TRAVIS. Mirándolo bien, no quiero obligar a Hilde a viajar hasta un sitio que no conoce, lejos de su terreno habitual.

CLAUD. Sí, claro, eso es lo que quiero decir. Eres tú quien debería ir. Eres tú quien ha de responder del animalillo.

Pausa.

TRAVIS. La salamandra aguanta. De momento aguanta.

CLAUD. Vale, tienes razón. Que el animalillo muera no supondrá nin-guna catástrofe. Proviene de una reserva protegida, llena de hermanas y primas que no la encontrarán a faltar. Y... aunque fuera el último ejemplar de su especie, tanto da.

TRAVIS. (Confuso.) No; no da igual. (Media pausa.) Pensaba que la sala-mandra del desierto podría ser la especie que serviría de excusa para iniciar el nuevo documental. Por eso la he grabado y la he fotografia-

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do. Por si acaso.

CLAUD. ¿Qué te propones?

TRAVIS. Dependerá del material que encuentre. Cuando trabajas direc-tamente sobre la realidad no puedes estar seguro de qué encontrarás.

CLAUD. La realidad. Le das la realidad, al público.

TRAVIS. Le doy realidades. Se trata... Dejémoslo.

CLAUD. ¿De qué se trata? Tu trabajo me importa. Puedes pensar otras cosas, de mí, las que quieras, pero no hago la comedia. No me fasti-dies.

Pausa.

TRAVIS. La idea es volver a hablar de la extinción. Ahora de forma más... ambigua. Empezando por las salamandras que hay aquí, en Santa Rosa, explicando qué representaba para mí oír hablar de ellas a tu madre. ¿Te has dado cuenta de que la he grabado mientras arregla-ba el terrario? Si no hubiera tenido el accidente con el animalillo, tam-bién habría venido a verla. ¿Cuántos años...? (Pausa.) Sí, me sentía mejor en tu casa, con tus padres, que no en mi casa, con los míos.

CLAUD. Ya.

TRAVIS. Pues, de forma nebulosa, esto es lo que pretendo. Empezar con pequeños anfibios, reptiles... Después otras formas de vida; humanos, incluso. En el momento de editar ya lo decidiré.

CLAUD. ¿No te parece que...? La degradación del medio ambiente, sus efectos... ¿No te parece poco emocionante, a estas alturas? Que se hable bien; que seas tú quien hable de eso...

TRAVIS. Veamos. No sé exactamente qué haré, todavía. (Leve pausa.) ¿Explicar historias de amor te parece muy emocionante, a estas altu-ras?

Pausa.

CLAUD. Vi tu documental. Hubo gente que se enfadó. Lo sé, tú tam-bién sales en los periódicos. No sé qué harás, ahora, pero ése es un buen documental. (Rápido.) Y no hace falta que te diga nada más.

TRAVIS. Tuve suerte con Hilde. No dormía buscando en los archivos. El equipo está bien, pero ella... Ella es una furia. (Pausa.) Quedé colga-do tan pronto como la vi. Y además me enamoré. Me di cuenta de que

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no únicamente la deseaba.

CLAUD. Hace tiempo, y mucho, que no me enamoro.

TRAVIS. Espera. No es como antes, en la facultad, con las apuestas sobre quién de los dos conseguiría la nena más inaccesible o sobre quién de los dos se ligaría más chicas en un semestre. Cuando digo que estoy enamorado de Hilde, sé exactamente lo que digo.

Pausa.

CLAUD. Enhorabuena.

TRAVIS. Yo también he visto tu cuarta película, por supuesto.

CLAUD. Tiene público, ha habido suerte.

TRAVIS. Y haces lo que querías hacer.

Pausa.

CLAUD. (Mira a TRAVIS.) Nadie hubiera podido competir con nosotros.

TRAVIS. Has empezado a trabajar en una historia nueva.

CLAUD. Con calma. Sí, entre otras cosas, habrá una relación amorosa, seguro. Aquí, con mamá, el tiempo se estira. No hay prisa. ¿Mi pelícu-la te ha gustado o no?

TRAVIS. La vi en París, en el cine Rex. Es increíble el provecho que le puedes llegar a sacar a un argumento de este tipo.

CLAUD. ¿Eso qué quiere decir?

TRAVIS. ¿Cuántas nominaciones se prevén?

CLAUD. Mis películas son honestas.

TRAVIS. Y dominas el lenguaje visual. Planificas como Dios.

CLAUD. ¿Mi película te ha gustado o no? ¡Dímelo!

Pausa.

TRAVIS. Es infinitamente mejor que las películas que normalmente se estrenan en el cine Rex. (Respira.) No me ha interesado en absoluto. Tú y yo nos conocemos. Sabemos qué pensamos. ¿Qué esperabas? No me ha interesado. ¿Qué más da? ¿Qué importancia tiene? ¿Eh?

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa

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de EMMA.

Cae la tarde. EMMA lee. CLAUD toma notas en una libreta. Silencio. EMMA alza la vista.

EMMA. Claud. (CLAUD la mira.) La carta de..., de ese hombre...

CLAUD. Ya lo tengo presente, mamá. De verdad, aunque no te lo creas, ya lo tengo presente.

EMMA no insiste. Cada uno vuelve a su actividad. Aparece HILDE. Lleva en las manos una prenda y un estuche pequeño, de viaje, con hilos, agujas, tijeritas..., los elementos imprescindibles para coser. Al verlos, vacila e inicia la retirada.

EMMA. Hilde. ¿Por qué te vas?

HILDE. Estaré mejor si... (Rectifica y dice la verdad.) No os quiero distraer.

CLAUD, tranquilo, está atento a la breve conversación de las dos mujeres.

EMMA. ¿Qué quieres decir? ¿Distraer? Si no estamos haciendo nada. Y si nos distraes, pues mejor.

HILDE. Oh, da igual. Es tu hijo, no le ves mucho, ahora estáis juntos, solos y a gusto... yo estorbo.

De nuevo inicia la retirada.

CLAUD. ¿Qué ibas a hacer?

HILDE. Nada, un botón. Coserme un botón.

EMMA. ¿Con estas tijeritas y con ese...? ¿Por qué no me has pedido...? (Se la levantado.) Ya te lo haré yo.

HILDE. (Casi rígida.) Gracias. No. Me las sé apañar sola.

EMMA. Pero mujer...

CLAUD. (Cortándola, relajado.) Se las sabe apañar sola. Me parece que hace años que se las apaña sola. En la maleta lleva todo lo necesario para poder sobrevivir en cualquier circunstancia. (A HILDE.) ¿No pue-des coser el botón aquí, con nosotros? (Se levanta.) Emma lee, yo tomo notas que después no me servirán... Nos harías compañía.

EMMA. Quédate, no estorbas.

CLAUD. En absoluto. (Se acerca y la empuja, suavemente, hacia una silla.)

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Siéntate. (HILDE se sienta.) Ya está.

HILDE queda un poco tiesa. EMMA y CLAUD vuelven a sus sitios, pero una vez allí esperan, divertidos.

HILDE. (Finalmente.) Muy bien, pues gracias.

Decidida, se dispone a coser el botón. EMMA retoma la lectura. CLAUD vuelve a su libreta. Pero de pronto alza la vista y se queda contemplando a HILDE. Ella no se da cuenta, todavía, pero EMMA, sí. EMMA no dice nada, pero CLAUD sí que se da cuenta de que su madre se ha fijado en esa mirada sostenida. Pausa.

CLAUD. Soy director de cine. No se puede evitar. No miras, encua-dras..., procuras entender de qué forma la luz trabaja una figura humana determinada... (HILDE también ha levantado la cabeza y com-prende que CLAUD habla de ella. El hombre continúa, sin énfasis.) Los con-tornos, la calidad de la piel..., ese instante de..., de gracia...

Pausa.

HILDE. (Confusa.) ¿Qué dices?

EMMA. (Taxativa.) No dice nada.

EMMA vuelve a la lectura, HILDE vuelve a su botón, y CLAUD... CLAUD no deja de mirar a HILDE; sencillamente, la mira. HILDE lo debe de notar y no le devuelve la mirada, pero tampoco se tensa. En realidad se relaja.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. CLAUD, solo. Tiene la caja cerca. Lleva el sobre en una mano y la carta que contenía en la otra. Lee. Aparece HILDE. Queda cortada. CLAUD la mira.

CLAUD. Ahora tampoco molestas. Estaba leyendo una carta. Ya he acabado.

HILDE. La carta de tu padre biológico. ¿Valía la pena que la leyeras? Tu madre me ha explicado alguna cosa.

CLAUD. ¿Sientes curiosidad por esta carta?

HILDE. Quémala.

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Pausa.

CLAUD. Es una idea, una buena idea.

CLAUD saca cerillas de un bolsillo. De pronto HILDE mira la caja. CLAUD enciende una cerilla.

HILDE. ¡Espera!

CLAUD. Pero si te hago caso... La quemo.

HILDE. Espera. (Llega al lado de CLAUD, sopla la cerilla y la apaga.) Todav-ía no. (Duda.) ¿Y si te pidiera que me la leyeras?

CLAUD. ¿Quieres que te la lea?

HILDE. Sí.

CLAUD. Es una carta lamentable. ¿Por qué te interesa?

HILDE. Te he dado la idea de quemarla, ¿no? No sé si me interesa. Léela y después te haré una pregunta.

CLAUD. ¿Te ha dicho mi madre que este hombre era un analfabeto, o que si no lo era luego se había ido convirtiendo en un analfabeto?

HILDE. Sí. ¿Me la lees?

CLAUD. Muy bien. (Lee.) «Querido señor Claude.» Claud con una «e» después de la «d». No sabe ni cómo me llamo. Y querido señor, pero en cambio nada del apellido. Ya me explicarás. No puede poner el suyo y tampoco pone el de mi padre. «Espero que no le moleste que le escriba. No necesito nada de usted y estoy bien de salud, gracias. Sepa que le enviarán esta carta después de que yo haya muerto. Sólo le quiero decir que he visto sus dos películas.» He dirigido cuatro. ¿Cuá-les deben de ser mis «dos películas»? «El cine me gusta mucho. Aquí no hay cines pero una la pusieron en la tele y un amigo me llevó a Boise a ver la otra. Son las mejores películas que he visto nunca.» ¿Qué tipo de cine debía de ir a ver? Boise está lejos, bastante arriba de los Estados Unidos. Si fuera en coche...

HILDE. Lee.

CLAUD. Sí. Y espera, ahora viene la rebaja. «Son películas muy intelec-tuales, pero no te duermes ni un minuto.» ¿Qué te parece? No te olvi-des de decirle a Travis que el hombre éste encontraba mis películas muy intelectuales.

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HILDE. Travis dice que son buenas, y ya está.

CLAUD. No las encuentra buenas.

HILDE. Se llena la boca con tus películas.

CLAUD. Sí, como el difunto que me escribe. ¿Por qué mientes?

HILDE. Yo no miento. Se entusiasma describiendo la forma como pla-nificas, la forma como haces avanzar la acción dramática...

CLAUD. No le han gustado nunca.

HILDE. ¿Y a ti sus documentales?

CLAUD. Sí. No. Sí, mucho. Mira, ha reconocido que mis películas no le interesan en absoluto.

HILDE. ¿Te lo ha dicho?

CLAUD. ¡Sí!

HILDE. No le interesan en absoluto, quizá no. Pero sabe que son bue-nas. Habla a menudo de ti. Del cine que haces. Y para recordar cuan-do erais niños, adolescentes... ¿Quieres que te diga cómo celebrasteis el día en que cumpliste dieciocho años? Se llena la boca con tus pelícu-las. Se impacienta, pero las respeta.

Pausa.

CLAUD. El día que cumplí dieciocho años no tiene importancia. Sí, perdona. Él también tenía dieciocho. Esa noche decidimos que siem-pre trabajaríamos...; no, que siempre crearíamos juntos... ¡Crear! Du-rante años no encontramos ningún trabajo decente. Íbamos tirando como podíamos, hasta los veinticuatro años. Y entonces... entonces él me..., me..., me dejó caer.

HILDE. ¿Qué?

CLAUD. Sí, me dejó caer. Nada importante, aunque entonces me pare-ció que sí. Y, de todos modos, conservamos la relación. Hasta hoy, ya lo has visto. Pero esa especie de amistad de adolescencia retrasada se acabó. Tanto da. Tanto da que mis cosas no le interesen en absoluto.

HILDE. Habla mejor él de ti que tú de él.

CLAUD. Sus documentales son espléndidos, fascinantes, innovadores. Perdona, me he dejado llevar. ¿Por qué me afecta, todavía, su opi-nión? Sí, lo admito. Travis es mi referente. No me podré librar nunca

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de él. (Pausa.) Y ahora quemaré la carta.

HILDE. Acaba de leerla antes. ¿Puedes?

CLAUD. Ya has visto su estilo. No dice nada más.

HILDE. Bueno, quémala. (Mira la caja.) No, de verdad. ¿Por qué no acabas de leérmela?

CLAUD. Ese individuo no es ningún referente que me pueda importar. Él, no. Por tanto, no entiendo tu interés. Te la leo. (Pero entonces la mira, perplejo.) Eres tozuda. Y sin embargo, tímida. Directa, pero reser-vada; reservada, pero insistente... Eres... ¿Me puedes explicar qué eres, Hilde?

HILDE. (Sonríe.) No sabes qué dices. ¿Lees?

CLAUD. Sí. «Películas intelectuales, pero no te duermes ni un minuto.» Bien. «A mi lado no habría podido estudiar y ahora no sería un gran director de cine. No me sabe mal que fuera a parar a otras manos.» Muchas gracias. «Pero yo le habría podido explicar historias que le hubieran servido para hacer mil películas.» Habla igual que el más cretino de los admiradores que me pide un autógrafo. «He decidido que, cuando muera, mis cosas sean para usted. A ver si le inspiran. Yo no tuve suerte. Si no hubiera habido la guerra y si mis padres se hubieran quedado en Europa, ves a saber. (HILDE se pone tensa y se va hacia la caja. Contempla su interior mientras escucha el final de la carta.) Encontrará las cartas que mi padre escribió a mi madre. Pobre hom-bre, eso sí que fue un drama. Demasiado. Las películas tienen que acabar bien, bastantes desgracias tiene ya la vida. No sé si le pueden servir de algo. También hay fotos. Me siento muy orgulloso de que usted sea mi hijo. Cuando lo explico, nadie se lo cree. Usted no lleva mi apellido y no lo puedo demostrar. No le molesto más.» Punto y aparte. «Respetuosamente...» y la firma. Cuesta entenderlo. «Joe Ben-nett.» Ya está.

HILDE saca de la caja el mismo muñeco que descubrió en un mo-mento anterior.

HILDE. Y ahora una pregunta. ¿Sabes qué es esto?

CLAUD. Me lo envió él. ¿Puedo quemar la carta?

HILDE. Es un wolpertinger. Nací en Mittenwald. En Mittenwald hay un museo de wolpertinger. Es un animal imaginario. Se lo inventaron en mi tierra. El único lugar donde lo encontrarás. Una especie de duende.

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Un pequeño monstruo impertinente. Nací rodeada de wolpertinger.

CLAUD. El hombre que escribió esta carta no tenía nada que ver con Alemania.

HILDE. En la carta, de paso, dice que si tus abuelos se hubieran que-dado en Europa...

CLAUD. Yo no sé nada de esos abuelos. No me interesan, esos abuelos. ¿Sabes qué me interesa? ¿Sabes qué es lo que más le envidio, a Travis, en estos momentos? Tú.

Pausa.

HILDE. ¿De veras? ¿Te intereso? Pues, así, te apasionará saber que nací en Mittenwald, en la región bávara. Munich. La capital es Munich. Mittenwald, aparte del museo del wolpertinger, es un pueblo que no tiene nada de especial. Pero no muy lejos está una ciudad que... De Mittenwald no debes de haber oído hablar nunca, pero de esa ciudad tal vez sí. Estamos muy orgullosos de ella.

CLAUD. Apenas conozco Alemania.

HILDE. Dachau. La ciudad se llama Dachau.

(Pausa.)

CLAUD. Los nazis instalaron allí un campo de exterminio.

HILDE. Un campo de trabajo, no, exactamente un campo de extermi-nio. La gente cree que sólo hay una categoría de infiernos. No, por lo menos hay dos. Nací en Mittenwald, no demasiado lejos de Dachau, y rodeada del wolpertinger. ¿Por qué te tendría que regalar un wolpertin-ger, tu padre?

Quedan callados.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. EMMA y TRAVIS.

TRAVIS. Hilde no sólo fue la chica interesante e impertinente que te atrapa al cabo de cinco minutos. Entendió enseguida qué pretendía yo con el proyecto sobre los campos nazis y fue a buscar directamente cada documento y cada persona que pudiera necesitar. Como si le

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fuese la vida en ello. Me empujaba. Ella a mí. Le costó reconocer que tenía motivos personales para...

EMMA. Los nazis y la Segunda Guerra Mundial quedan tan lejos... Siempre ha habido tragedias.

TRAVIS. Mi documental intentaba ser un poco diferente. Los campos de exterminio sólo fueron una especie de excusa, un punto de partida, como ahora lo podría ser la salamandra. Y Hilde...

EMMA. Me alegra que por fin una mujer te haya atrapado. Ven aquí.

TRAVIS se acerca. EMMA le abraza.

TRAVIS. Esto mi madre no me lo hacía nunca.

EMMA. A Claud no le gusta que le abrace.

TRAVIS. Mis padres...

EMMA. (Se separa de TRAVIS.) Venga, basta. Tus padres fueron unos padres normales y yo ocupé demasiado espacio en tu vida. Te he abrazado porque estoy contenta. ¿Dirías que soy una mujer feliz?

TRAVIS. Quizá de tanto en tanto.

EMMA. Claud cree que soy feliz. Mientras mi marido vivía, yo no pa-raba de hacer cosas. Además de las clases. Era un trajín. No te puedes acordar. Después él murió, y yo lo dejé todo. ¿Has oído la radio?

TRAVIS. Sí.

EMMA. ¿Han hablado del incendio?

TRAVIS. Sí. Sin novedad.

EMMA. Él me dejó, cuando os hicisteis mayores me instalé definitiva-mente aquí, y las horas pasan. Mira, ahora tengo tu salamandra.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. CLAUD y TRAVIS. Inmediatamente, entra HILDE.

CLAUD. La salamandra se morirá.

TRAVIS. Ya lo veremos.

CLAUD. En mi nueva película...

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TRAVIS. Una nueva película espléndida que se convertirá...

CLAUD. (Cortándole, irónico.) ...en otro gran éxito, sí. Pues en esta pelí-cula no sólo habrá una historia de amor, sino que además será, direc-tamente, un melodrama. Tal vez más cosas, pero, para ti, sólo un me-lodrama, y ya me va bien.

TRAVIS. Fantástico, no pienso discutir. De pequeños, cuando jugába-mos a buenos y malos, los dos queríamos ser pieles rojas, de modo que basta, ahora no pienso discutir.

CLAUD. De pequeños nos lo pasábamos de miedo, de adolescentes nos lo pasábamos de miedo... (A HILDE, que ya está ahí.) Hasta los veinti-cuatro años nos lo pasamos de miedo, ya te lo dije.

TRAVIS. Le dijiste qué.

HILDE. (Burlona.) Que a los veinticuatro años le... dejaste caer. ¿Desde muy alto?

TRAVIS. Por favor...

CLAUD. No le expliqué nada más.

HILDE. Sí, que en realidad no había tenido mucha importancia.

TRAVIS. Fantástico. ¿Por qué no me lo explicas a mí, Claud? Así podré juzgar si tuvo o no importancia.

CLAUD. Vaya, fíjate, ni te acuerdas.

TRAVIS. Refréscame la memoria.

Pausa.

CLAUD. Teníamos veinticuatro años. Finalmente una productora de poca monta nos ofrecía dirigir nuestro primer largometraje. Una pelí-cula de género infecta. Qué más da. Revisamos el guión. Pasamos noches enteras planificándolo. Y después, la primera reunión con la productora. Yo temblaba de emoción.

TRAVIS. Yo, no.

CLAUD. Primera reunión con la productora. Fue entonces. De improvi-so, delante de esos desconocidos, sin consultármelo, Travis empezó a exponer unas ideas de dirección que no tenían nada que ver con las que habíamos decidido juntos. Nada que ver.

TRAVIS. Acababa de darme cuenta de que la ficción no me interesaba e

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intenté encontrar una salida.

CLAUD. Se explicaba delante de esa gente y yo no entendía nada. In-tentaba corregirle y él me cortaba, hablaba y deslumbraba a esa panda de idiotas que tenían que pagar nuestro trabajo. Quedé mudo, des-concertado, fuera de lugar. A mí, no me veía nadie. Le escuchaban a él, que no paraba de exponer unas ideas que, de repente, sólo eran suyas.

HILDE. Travis me atrajo porque no dice mentiras. Se entusiasma y se exalta pero no miente.

TRAVIS. Déjale hablar.

CLAUD. Después de la reunión, quise hablar con él, pero, ah, tenía trabajo, no se me ocurre cuál, y no pudo ser. Al día siguiente, nueva reunión. Y otra vez las ideas innovadoras de Travis. Era el segundo día y, ¿sabes?, ya no me pude aguantar. Salté. Vomité la indignación acumulada desde veinticuatro horas antes. Gritaba que no, que no era eso, que también se trataba de mi película, que me estaba estafando. Esa gente me miraba como quien mira a un tarado. Travis se calló. No volvió a abrir la boca. La reunión se acabó así. Pero al cabo de pocas horas Travis, sin avisarme, volvió a la productora y dijo que dejaba el proyecto.

TRAVIS. No me interesaba ni lo que yo mismo había defendido.

CLAUD. Dijo que conmigo no se podía trabajar.

TRAVIS. No sabes lo que dije.

CLAUD. Y que lo dejaba. Le pidieron que continuase, le dijeron que quien lo tenía que dejar era yo... Contestó que no. Y desapareció. Quedó como un señor. Los productores se tuvieron que conformar con mi histeria. Me sentía solo y paralizado. No supe salir adelante. Otro acabó el trabajo. De todos modos, fue un fracaso. De bajo presu-puesto, pero un fracaso. Mientras, a Travis le propusieron un docu-mental. ¿O se lo habían propuesto ya antes y yo no lo sabía? Se puso manos a la obra... y hasta hoy. Mi carrera hubiera podido acabar a los veinticuatro años.

HILDE. No se acabó.

CLAUD. Se acabó el equipo Travis/Claud.

TRAVIS. Saliste ganando.

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CLAUD. Sí. Sería capaz de hacer una película sobre la extinción sin que apareciera ningún anfibio deslizándose entre el agua y las hierbas.

TRAVIS. Por supuesto. Te he dicho que no discutiré, Claud.

Pausa larga.

CLAUD. Hilde me gusta. Me parece que yo también le gusto.

HILDE no se mueve. Nadie se mueve durante un largo instante. Y, de pronto, TRAVIS salta encima de CLAUD. Le coge desprevenido. Le pega un puñetazo en el vientre. CLAUD cae arrodillado al suelo, pierde el aliento, buscando la respiración, con las piernas separadas.

HILDE. ¡Travis, no! ¡No!

TRAVIS, sin transición, le pega una, dos patadas en los genitales de CLAUD. Éste aúlla de dolor. HILDE grita, corre hacia TRAVIS, lo abraza por detrás y lo aparta de CLAUD. TRAVIS se libra de ella y la mira. Quizá llora. HILDE le mira, horrorizada. De improviso, sin de-cir nada, TRAVIS se va, desaparece. CLAUD se retuerce en el suelo, con aullidos entrecortados. HILDE se arrodilla a su lado rápidamen-te.

HILDE. (Gritando.) ¡Emma, Emma...!

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. EMMA, CLAUD y HILDE. CLAUD, de pie, se abotona la ropa. Emma tiene en las manos un pequeño equipo de primeros auxilios y está a su lado. HILDE, cerca de los dos.

CLAUD. Estoy mucho mejor.

EMMA. Llamemos al médico. ¡Oh, no, las líneas! Iremos al hospital.

CLAUD. No exageremos.

EMMA. Estas peleas... ¡Miseria! ¿Quién os creéis que sois?

HILDE. Ha sido Travis.

EMMA. Han sido los dos, seguro. Te duele todavía, no digas que no.

CLAUD. Los cojones, un poco. Pero ya se me pasa.

EMMA. Le has provocado. No me lo expliquéis, tanto da. Hay muchos

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tipos de dolor. El dolor es inaceptable. Ni tu dolor ni el dolor del ani-mal más pequeño. Por lo menos, aquí, en casa, que no haya dolor.

CLAUD. ¿Dónde está Travis?

HILDE. Se ha ido.

EMMA. No he oído el ruido de su coche.

HILDE. ¿Le denunciarás?

EMMA. ¿Qué dices?

CLAUD. Claro que no.

EMMA. Naturalmente que no. Tranquila. (Ha guardado los utensilios de la cura.) Ahora vuelvo.

CLAUD. Mamá.

EMMA. ¿Qué?

CLAUD. Iré a Boise.

EMMA le mira. Respira.

EMMA. Recogerás las cosas de tu padre.

CLAUD. ¿Ahora le llamas mi padre?

EMMA. No me marees. ¿Lo harás?

CLAUD. Las recogeré y supongo que las tiraré a la basura. Pero iré. Y en coche. Conducir unos cuantos días me relajará, me servirá para ir reflexionando sobre la próxima cosa que quiero...

EMMA. ¿No cambiarás de idea?

CLAUD. No.

EMMA. Bendito seas, pedazo de alcornoque.

EMMA se marcha. CLAUD acaba de ponerse bien la ropa.

CLAUD. Lo que no sabe es que me voy ahora mismo.

HILDE. Ahora mismo no te puedes ir.

CLAUD. Si no fuera por el dolor de cojones, te aseguro que...

HILDE. Por tanto, no te vas.

CLAUD. Ya lo creo.

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HILDE. Es Travis quien se tiene que ir. Y yo también.

CLAUD. Mamá preferirá que os quedéis. No querrá dejar ningún cabo suelto. Para que os quedéis, es necesario que yo me vaya. Pobre mamá. Ella sola contra el Desorden Implacable del Universo. ¿Lo ves? El título de una peli de serie B. Daré un vistazo a los trastos que me ha dejado ese hombre. Hilde... (Pausa.) Eso que he dicho antes es verdad.

HILDE. ¿Qué has dicho antes?

Pausa.

CLAUD. Adiós.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. EMMA y HILDE. Silencio. Aparece TRAVIS, azorado. Las mira y calla.

HILDE. Imbécil.

EMMA. (A HILDE.) Calla. (A TRAVIS.) En todo el día no has dado seña-les de vida, y tu coche está en el garaje. ¿Dónde te habías metido?

TRAVIS. He estado paseando.

EMMA. Fantástico.

TRAVIS. ¿Dónde está Claud?

HILDE. Se ha marchado.

EMMA. No se ha marchado por ti, no se ha ido al fin del mundo. Sólo a hacer lo que tenía que hacer.

HILDE. ¿Toda la noche y todo el día, te los has pasado paseando?

TRAVIS. Como quien dice.

EMMA. Debes de estar reventado y muerto de hambre.

TRAVIS. Sí.

EMMA. Te preparo un desayuno, un almuerzo, una cena. Y rápido.

EMMA desaparece.

TRAVIS. Lo siento.

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HILDE. La salamandra está peor.

TRAVIS. ¿Ha empeorado?

HILDE. Bueno, yo no entiendo de eso. Te tendría que haber hecho caso. Debería haber ido a la ciudad, a buscar información y dar parte.

TRAVIS. Debería haber ido yo...

HILDE. No. (Pausa.) Si yo no hubiera estado aquí, no habríais encon-trado excusa para pelearos.

TRAVIS. La habríamos encontrado.

HILDE. Cogeré el coche e iré a San Diego.

TRAVIS. Iremos los dos.

HILDE. No has dormido y debes de estar muerto de hambre. Iré sola.

TRAVIS. No servirá de nada que vayas. Y no saben que tenemos la salamandra.

HILDE. Nos quedaremos más tranquilos. Tú, también.

TRAVIS. Te quiero.

HILDE. Sí. Sólo ir y volver, ¿de acuerdo? No te preocupes. Me las sé arreglar sola.

TRAVIS. No siempre. Hilde, el documental ha de salir adelante.

HILDE. Pero no hay prisa. Podemos descansar un poco.

TRAVIS. Claro. ¿Qué ha pasado, Hilde?

HILDE. No lo sé.

TRAVIS. Yo tampoco.

HILDE. Te he llamado imbécil por pura rabia. No estoy enfadada. Me marcho.

TRAVIS. Espera. (La abraza y la besa. Ella le corresponde. Después se sepa-ran.) Dile adiós a Emma.

HILDE. Sí. Descansa.

Se dispone a irse. Cambia de parecer. Se acerca a la caja vieja y saca el muñeco, el wolpertinger.

TRAVIS. ¿Qué haces?

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HILDE. El animalito. Le falta un cuerno entero y el otro... Me hará compañía durante el viaje.

TRAVIS. Ten cuidado con el incendio.

HILDE desaparece. Pausa. Ruido de coche que se va. Aparece EMMA con comida y bebida. TRAVIS toma la bebida y da unos cuantos tra-gos rápidos.

EMMA. ¿Qué era eso?

TRAVIS. ¿El qué?

EMMA. El coche que se iba.

TRAVIS. ¿Te ha dicho adiós, no, Hilde?

EMMA. ¿Se ha marchado?

TRAVIS. A San Diego. ¿No te ha dicho nada? Le preocupa la salaman-dra.

EMMA. ¿Qué le pasa a la salamandra?

TRAVIS. Como está peor...

Pausa.

EMMA. No está peor.

Pausa. Acto seguido, TRAVIS se pone a comer, en silencio. Pausa.

TRAVIS. Hilde a veces es arisca y a veces no. Ha tenido una vida com-plicada.

EMMA. Come y calla. Después a dormir. Dormirás hasta que el cuerpo te diga basta. ¿Qué has hecho?

TRAVIS. Lo siento, Emma.

EMMA. Descansarás. Yo también. Después nos ocuparemos de la sa-lamandra. Y esperaremos hasta que vuelvan. Hasta que vuelva Hilde y hasta que vuelva Claud.

* * *

En la pantalla vemos el exterior de un vehículo caravana, poco me-nos que chatarra.

Cae la tarde. Aparece CLAUD. Mira alrededor con desconcierto y, quizá, con cierto hastío. Instintivamente, sin darse cuenta, se lleva

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una mano al bajo vientre. Mueca de incomodidad. Un instante y, detrás de él, aparece un SEÑOR.

SEÑOR. ¿Es tan bonita como dicen, California?

CLAUD. (Aparta la mano de donde la tenía, como descubierto en falta.) ¿Eh? Ah, depende.

SEÑOR. (Mirando el entorno.) Ya lo ve.

CLAUD. Sí. Esperaba encontrar porquería, pero no sé si tanta.

SEÑOR. (Como si le hubiera acusado a él.) No era una persona ordenada. Y hace semanas que murió. El polvo se acumula. En la carta ya avisé que...

CLAUD. Desechos.

SEÑOR. ¿Quiere decir miseria?

CLAUD. No, quiero decir inmundicia.

SEÑOR. Era un buen hombre.

CLAUD. Gracias por haberse ocupado de todo. ¿Hace muchos años que eran amigos?

SEÑOR. Fuimos juntos a Boise a ver una película suya.

CLAUD. Gracias por haberse ocupado de todo.

SEÑOR. (Afable pero digno.) No me lo diga una tercera vez. (Se aleja hasta unas cajas.) Son papeles. Papeles y fotos. También su ropa, pero no creo... Para su padre, algunos de los papeles tenían valor personal. Nadie los ha tocado.

CLAUD. ¿Vale la pena darles un vistazo?

SEÑOR. Según para quién, según para qué, el valor de las cosas cam-bia.

CLAUD. Sí. Lo siento, no quiero ser desagradable.

SEÑOR. ¿Ha tenido buen viaje? ¿Querrá una cerveza fresca? El bar queda un poco apartado. Y el motel, ni le digo. Debe de llevar días en el coche. Buen modelo. ¿Está muy cansado? Me da la impresión que no querrá dormir aquí dentro. Si acaso, le puedo buscar un sitio para dormir.

CLAUD. Seguramente no hará falta. Dentro de un par de horas me

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vuelvo.

Pausa.

SEÑOR. ¿Seguro? ¿Acaba de llegar y ya se pondrá al volante de nuevo?

Pausa.

CLAUD. ¿Sabe?, este hombre no era mi padre.

Pausa.

SEÑOR. No. Joe no tenía familia. Amigo mío, pero si quiere que se lo diga... ¿verdad? Un desgraciado, eso era. Usted lleva días conducien-do por autopistas. No habrá tenido problemas con el incendio, cuando se acercaba aquí, espero.

CLAUD. En California también hay un incendio.

SEÑOR. No me diga. Si ha de pasar, aunque sea un par de horas, de-ntro de una caravana llena de polvo, al menos le traeré una cerveza bien fresca y un trozo de pizza bien caliente. ¿Que no le apetece?, pues se lo deja. Le invito.

CLAUD. Será muy amable. Me vendrá bien. Le pagaré la pizza y la cerveza.

SEÑOR. He dicho que invito. Joe tenía sus amigos aquí. ¿Dónde, si no, verdad? Bebía demasiado. No, no era muy limpio. Sólo había trabaja-do cuando no le había quedado más remedio. Si se animaba, era un hombre divertido. No se comprometió con ninguna mujer. A veces... Figúrese. Alguna que pasaba y que le duraba un par de semanas... Sólo yo le creí cuando usted empezó a salir en las noticias de la tele, y él se emocionaba y decía que... Venga a repetir que usted era hijo su-yo. Sólo le creí yo. ¿Sabe por qué le creí? Porque Joe no decía mentiras. Yo lo sabía. A veces se ponía a soltar cosas raras y decía que estaba hablando en francés, y ve a saber quién se lo tragaba. Pero un día, ese pastor de la Iglesia de Cristo Salvador le oyó y dijo: eso es francés. Un pastor que iba por libre y nos quería salvar del fin del mundo que se acerca... Eso es francés. Por tanto, cuando Joe abría la boca, bromas aparte, mejor escucharlo. No era un mentiroso. Era un borracho y no pegaba golpe. Divertido, que conste. Sólo las resacas le hacían llorar. Entonces decía: ¿dónde estoy? ¿Dónde había de estar? Y se acabó. No tenía dignidad. (Va hacia las cajas y da una suave patada a una, empuján-dola así un poco en dirección a CLAUD. Pausa.) ¿Sabe qué creo yo? La gente sin dignidad, la gente sin huevos que nunca se ha esforzado

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para salir de la miseria, no merece ningún respeto. Porque no somos gente. ¿Le digo qué somos? Somos gentuza. En cambio, la gente que ha sabido qué quería en la vida y que se ha desenvuelto bien, estas personas no son gentuza; esta gente, sin excepción, son unos hijos de puta. No, unos... depredadores. (Satisfecho.) La palabra «depredador», cuando me la explicaron, se me quedó aquí dentro. Ahora le traigo la cerveza fresca y la pizza caliente.

Sale. CLAUD se queda solo. Sin acercarse todavía, mira las cajas. Maquinal, indeciso, se lleva de nuevo una mano a los genitales. En-tonces da un paso hacia las cajas.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. EMMA manipula el terrario y TRAVIS le ayuda.

TRAVIS. En esos barrancos los depredadores no pueden hacer mucho daño a las salamandras, me parece a mí.

EMMA. Hay muchos tipos de salamandras. Si desaparecen las sala-mandras del desierto, no habrá pasado nada. De todos modos, de salamandras del desierto todavía quedan unas cuantas. La situación no es tan dramática. Has escogido la bestezuela equivocada para tu documental.

TRAVIS. No, así ya está bien. (Pausa.) Me tendré que ir, Emma.

EMMA. Ahora se trata de salvar este ejemplar precioso que tenemos en casa. Se ha comido algún gusano. No sé. Y tú has de esperar que Hilde vuelva.

TRAVIS. Me estoy cansando. ¿Dónde se esconde? ¿Por qué no está aquí? ¿Qué hace?

Pausa.

EMMA. Calma.

TRAVIS. No sé qué ha pasado. Y la necesito, Emma.

EMMA. Quizá se ha perdido.

TRAVIS. No. Hilde, no. Yo creía que...

EMMA. Es una chica demasiado complicada. Lo dijiste tú.

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TRAVIS. Tuvo una vida complicada. Se siente bien a mi lado, estoy seguro. Ella también me necesita, y eso es un descanso. Porque estre-charla entre mis brazos... Sueño con ello. Estrecharla y que no se esca-pe. (Duda.) Desequilibrada, contradictoria... Tanto me da. Por si acaso, siempre a la ofensiva. Es una persona... herida.

EMMA. (Distendida.) Como la salamandra, no. La salamandra no está desequilibrada.

TRAVIS. Cuando la conocí iba un poco perdida. No en el trabajo. En el trabajo es más que sólida. Pero personalmente... Se veía tensa como una cuerda de violín. Y a mi lado se fue soltando. (Pausa.) En San Die-go... Si en San Diego ella ya ha explicado qué nos pasó, ¿por qué nadie da señales de vida?

EMMA. Al fin y al cabo no le habrán dado tanta importancia. Y la aver-ía del teléfono. Esto es el culo del mundo.

TRAVIS. Llevamos así cuatro días. Quizá tienes razón, pero de todos modos me iré. Aquí no pinto nada.

EMMA. Muchas gracias.

TRAVIS. Tengo que trabajar, me esperan. Está este proyecto y también otros proyectos de la productora que yo, en el fondo, no tengo que..., pero que...

EMMA. Ahora te has quedado sin coche. Te tengo que dejar el mío.

TRAVIS. No hará falta. Puedo...

EMMA. Aguanta un poco más. A ver, ¿de qué tienes miedo?

Pausa.

TRAVIS. De hacer el ridículo.

EMMA. No conmigo.

TRAVIS. Contigo ya lo he hecho. Le pegué una paliza a tu hijo y, en vez de mandarme a paseo, todavía quieres que me quede.

EMMA. ¿Qué quieres, que te riña? Caín mató a su hermano Abel, y Dios le riñó pero no condenó al asesino. Sólo que Dios es Dios y lo veía todo; yo no estaba presente cuando tú y Claud os peleasteis. Y no ha habido muertos, por supuesto.

TRAVIS. Y Claud y yo no somos hermanos.

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EMMA. ¿Sabes qué pasará si te vas? Que ella llegará inmediatamente, siempre es así, y no te encontrará. Y entonces, ¿qué? ¿Qué pensará, si por un pequeño retraso ya la abandonas?

TRAVIS. Estoy nervioso.

EMMA. Pues coge la salamandra, ayúdame. Con cuidado. Quiero... Fíjate en lo que haces. Será un momento. ¿Me oyes?

TRAVIS. Sí, mujer. (TRAVIS mete las manos dentro del terrario. Las mueve.) No es tan fácil. Se escurre. Me da miedo que...

EMMA. Con decisión. No le harás daño.

TRAVIS. (Atrapando alguna cosa dentro del terrario.) ¡Ya está!

EMMA. Bien. Con cuidado. Si la aguantas, yo podré examinar mejor la heridita.

De repente, TRAVIS tiene un sobresalto y de nuevo deja caer, dentro del terrario, lo que sostenía. Agita las manos.

TRAVIS. ¡Oh, Dios mío! ¡No! ¡Por favor, por favor...!

EMMA. ¿Qué te pasa?

TRAVIS. ¡Los dedos..., la mano...! ¡Me pica...! ¡Me pica mucho...!

EMMA. (Entusiasmada, pero no desagradablemente.) ¿A ver? ¡Levanta! ¡Granujilla! ¡Se ha defendido! ¡Ha segregado veneno!

TRAVIS. ¿Veneno?

EMMA. ¡Para defenderse, sí! ¿No es maravilloso? ¡Reacciona!

TRAVIS. ¿Veneno...? ¿En mis manos...?

EMMA. ¡Sí, una buena señal! El instinto de defenderse. Está activa. ¿Sabes qué quiero decir?

TRAVIS. ¿Me tendrán que amputar las manos? ¿Me moriré?

EMMA. ¡No seas idiota! Te lavarás bien. Quizá con desinfectante... Pero sobre todo jabón. Te tendré que vigilar. No te acerques las manos al cuerpo. Por lo menos en un par de días... (Le mira.) Ahora te tendrás que quedar.

Pausa.

TRAVIS. (Calmado.) ¿Por qué quieres que me quede?

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EMMA. Yo también tengo derecho a sentir angustia. Hasta que vuelva tu Hilde. O... o hasta que vuelva mi Claud.

* * *

En la pantalla vemos otra vista, ahora parcial y siempre exterior, del viejo vehículo caravana.

Cae la tarde. CLAUD, desconcertado, sentado entre papeles viejos, delante de una de las cajas. Cerca de él, una lata de cerveza y restos de pizza dentro de una bandeja de cartón. Deja un papel. Mira una foto. La deja. Duda. Coge el mismo papel de antes. De pronto apare-ce HILDE, con el monigote en la mano. CLAUD no se da cuenta. Pausa. Ella hace algún pequeño ademán y provoca un restregón. CLAUD se gira y ve a la chica. Se queda de piedra. Pausa.

HILDE. He traído tu wolpertinger.

CLAUD. ¿Qué haces aquí?

HILDE muestra el wolpertinger.

HILDE. En serio, mira, el wolpertinger. Le falta un cuerno y parte del otro. Debería tener dos.

CLAUD. ¿A qué has venido?

HILDE. Encantada de volverte a ver. ¿Tú también te alegras de verme?

CLAUD. ¿Cómo has venido? ¿Cómo...?

HILDE. Soy una documentalista eficaz.

CLAUD. No me lo puedo creer.

HILDE. He venido por el wolpertinger. ¿Todo esto son los papeles de tu padre?

CLAUD. ¿Y Travis?

HILDE. Con tu madre. Me imagino. De hecho, merecías la paliza que te pegó.

CLAUD. Me pilló desprevenido.

HILDE. (Irónica.) Ya me di cuenta.

CLAUD. ¿Por qué has venido?

HILDE. Munich, Mittenwald, Dachau... ¿Quién era tu padre? ¿Todo esto son sus papeles?

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CLAUD. Sí.

HILDE. ¿Qué dicen?

CLAUD. Tu no has venido para saber quién era mi padre.

HILDE. Pues, sí.

CLAUD. ¿Y a ti qué te importa mi padre?

HILDE. No lo sé, si me importa o no. ¿Qué dicen los papeles?

Pausa.

CLAUD. ¿Quieres que pida que te traigan una cerveza, una Pepsi...? ¿Cómo has venido? Debes de estar reventada.

HILDE. ¿Te has leído los papeles?

CLAUD. Entiendo muy mal el francés.

HILDE. ¿Están en francés?

CLAUD. La gran mayoría.

HILDE. Leo perfectamente el francés.

CLAUD. ¿Por qué has venido? (Pausa.) También hay fotografías. Anti-guas. Muy antiguas, la mayoría. Situadas en una ciudad que no es americana. Ni del norte ni del sur. A no ser que se trate del Quebec. Pero no lo creo.

HILDE. ¿Alemania, quizá?

CLAUD. Se ven tiendas con rótulos en francés. Diría que son fotograf-ías de París. Las cartas en francés y las fotos de París, seguramente.

HILDE. (Mientras busca con la mirada.) ¿Qué sale en las fotos?

CLAUD. ¿Por qué has venido?

HILDE recoge una foto.

HILDE. Una chica. (En tono experto.) A finales de los años 30.

CLAUD. Casi siempre la misma chica. A veces, sola; otras, con un chi-co. Él la toma por la cintura, él la mira, ella siempre ríe. Estoy seguro de que es él quien la retrata. Una pareja joven, enamorada y cursi.

HILDE. ¿Cómo lo sabes?

CLAUD. Aquí miran al objetivo mientras se dan un beso. Pero no hace

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falta ningún beso para comprender que este chico desea a esta chica. Y que ella le corresponde. ¿Por qué has venido?

HILDE. Espera, ¿no todas las cartas están en francés?

CLAUD. Esta... (Busca con la mirada.) Esto es una especie de nota. Guar-dada dentro de un sobre. En el sobre dice, en inglés, con letra diferen-te: «Borrador de la carta que he enviado al griego.» Y adentro, sí, hay un borrador. Pero también, un papel con una dirección. La dirección de un lugar que se llama Milo. Ves a saber. (Deja el sobre, busca otro papel y se lo muestra.) Mira, esto otro...; aquí me pierdo. No es inglés, no es francés...

HILDE se lo quita y lo examina.

HILDE. Ni alemán, ni italiano... Pero parece una lengua románica. (De-ja el papel.) Y bien, ¿qué explican las cartas?

CLAUD. Un hombre escribe a una mujer. Ella está aquí, en América. Está embarazada, al principio. En otras cartas ya tiene un hijo. Un niño. Él está en Europa. Ella se ha ido a América. En el año 1940. Él la añora. Supongo que ella le añora a él, pero no hay cartas de ella. Lo que le consuela a él es que ella vive lejos de la guerra.

HILDE. En el 39 había empezado la Segunda Guerra Mundial.

CLAUD. Una pareja que ha tenido que separarse. Él se ha quedado. Escribe desde París. ¿Por qué no se ha ido él con ella? He encontrado una carta donde todo queda más explícito. ¿Cómo pudo enviar esta carta, él? Francia está en manos de los nazis. Él milita en un partido de izquierdas. No es francés, pero se ha quedado en Francia para luchar contra los invasores de Francia. Y, de pronto, ya no escribe desde Francia. Le han detenido. ¿Ves?, son este tipo de postales neutras y en letra pequeña. ¿Sabes desde dónde las envía, él?

HILDE. (Apasionadamente, casi triunfal, con total seguridad mientras coge la postal que él le mostraba.) Desde Dachau. Desde el campo de trabajo de Dachau. ¿Quién era este hombre?

CLAUD. Mi abuelo, creo. Él es mi abuelo y ella mi abuela. Tú lees el francés mejor que yo. Son los padres del hombre que murió dentro de esta caravana.

HILDE. Él te decía que te hubiera podido explicar historias para mil películas. Tal vez era cierto.

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CLAUD. Sí, me han asegurado que no solía decir mentiras. Me hubiera podido explicar la historia de un hombre y una mujer que se desea-ban. ¿Ya estás contenta? ¿Por qué has venido?

HILDE. Por todo esto.

CLAUD. Has venido porque yo tenía razón.

HILDE. ¿Razón? ¿Sí? ¿En qué?

CLAUD. Son cosas que pasan. Has sido capaz de venir hasta aquí. No me lo acabo de creer. Estás aquí. ¿Sabes por qué has venido?

HILDE. (A la defensiva.) He venido por el wolpertinger, por Dachau, por tu padre.

CLAUD. No.

HILDE. Sí. Aunque... Travis...

CLAUD. Deja en paz a Travis.

HILDE. Más vale que te lo diga. Nunca he amado. Tampoco a Travis.

CLAUD se acerca a HILDE. Pasa, lentamente, las manos por todo el cuerpo de la chica. Ella tiembla imperceptiblemente. Entonces él quizá le coge la cara entre las dos manos. Después quizá las baja y le desabotona la ropa. Ella no le detiene. Él pasa las manos y los brazos por debajo de la ropa de la chica y la abraza, la estrecha y la besa con furia. Separa la boca para retomar aliento.

CLAUD. Quizá no ames nunca a nadie, pero si me deseas aunque sólo sea la mitad de lo que yo te deseo...

HILDE. ¿Por qué he venido?

Y ahora es ella quien le abraza a él. Se besan con furia. La ropa les molesta. Se la empiezan a quitar mientras caen de rodillas, fundidos en el abrazo.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. Aparecen EMMA y TRAVIS. Él, empapado, se seca con una toalla. Ambos, distendidos.

TRAVIS. No tengo cinco años. Habría podido enjabonarme sin ayuda de nadie.

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EMMA. Sí, ahora di que te da vergüenza haberme enseñado el culo. Los chicos sois unos inútiles, se os tiene que vigilar. (Satisfecha.) Has quedado limpio y bien desinfectado. ¿Te pica algo, todavía?

TRAVIS. No.

EMMA. Ya ves todo el daño que te ha hecho, pobre salamandra. Y aho-ra abrígate un poco. Cae la tarde y baja la temperatura. Si decís que no tenéis frío, os parece que sois más hombres.

Le manosea y él se deja, encantado. Tal vez le pone un jersey ligero.

TRAVIS. ¿Qué más?

EMMA. Venga, bien guapo. Ya está.

TRAVIS. Sólo hace falta que me des la paga de la semana.

EMMA. ¿Qué paga de la semana?

TRAVIS. Y que me digas que puedo volver tan tarde como quiera, pero que no me vaya sin...

EMMA. Sin las llaves.

TRAVIS. Sin los condones.

EMMA. ¡Anda ya! No soy tu madre. Nunca te habría dicho una cosa así.

TRAVIS. No, decías preservativos. Lo dijiste más de diez veces. Nos lo decías siempre. Los fines de semana que cenaba con vosotros. Claud y yo teníamos prisa por coger el coche y salir a montarla gorda. Pero antes teníamos que pasar tu inspección. Como en esta casa no hay padre, decías, yo tengo que hacer de padre y madre. Se te veía feliz. Nos repasabas el vestuario, nos metías unos cuantos dólares en el bolsillo de la americana y te asegurabas de que llevábamos condones.

EMMA. Nunca en la vida.

Se miran, sonrientes. De pronto TRAVIS abraza a EMMA con ternu-ra. Ella se deja. Pausa.

TRAVIS. Es como si siempre cayese la tarde. A la salamandra le volverá a salir el rabo, la herida se le está cerrando, suelta veneno cuando se enfada... ¿La hemos salvado?

EMMA. Bueno, esperemos que sí.

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TRAVIS. Y Hilde volverá e iremos a tomar más imágenes de animales, de gente, de pueblos, de especies en situación de riesgo.

EMMA. No hay especies que no vivan en situación comprometida.

TRAVIS. Y Claud también volverá lleno de ideas y escribirá el guión de un melodrama que se convertirá, sin discusión, en todo un clásico del cine. Yo me habré ido, Claud se marchará... Y tú volverás a quedarte aquí sola.

Pausa.

EMMA. Una mujer sensata ha de asegurarse que los chicos de casa lleven preservativos cuando salen de noche.

Pausa. Continúan abrazados relajadamente.

TRAVIS. ¿Y este maldito color rojizo que toma el aire?

* * *

En la pantalla vemos otra vista, ahora parcial y siempre exterior, del viejo vehículo caravana.

Cae la tarde. Una manta deshilachada y quizá sucia esconde a me-dias el cuerpo desnudo de CLAUD. HILDE, también desnuda bajo al-guna prenda que se ha puesto de cualquier manera, lee, concentrada, papeles del padre de CLAUD. De repente se le escapa un pequeño chi-llido de reconocimiento apasionado. Y CLAUD despierta. Se incorpo-ra, la mira. Ella no se da cuenta hasta que el hombre le agarra un brazo, o le toca la espalda, con cierta ansiedad.

CLAUD. Hilde.

Se miran. Sonríen.

HILDE. Te he despertado.

CLAUD. ¿Sí? No lo sé. Ven.

HILDE se entrega, deja caer el papel y se deja abrazar. Quedan así un momento.

HILDE. He encontrado el wolpertinger.

CLAUD. No lo habías perdido.

HILDE. Lo he encontrado en las cartas de tu abuelo. Escribía un francés muy primario.

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CLAUD. ¿Hace mucho rato que las lees?

HILDE. Te he dejado dormir. (Maliciosa.) Has trabajado mucho.

CLAUD. Nunca pararemos de abrazarnos, ¿verdad, Hilde?

HILDE. (Con la cabeza hacia otro lado.) Nunca. (Se separa de él y recoge el papel que ha dejado caer.) Escucha. «Espero que os llegará el muñeco que he podido conseguir. Ellos lo llaman wolpertinger, pero que el niño lo llame como quiera. Una especie de animalejo típico de aquí, que en realidad no sé si existió alguna vez. Os quiero mucho y os añoro, co-mo siempre. No sufras. Estoy bien y acabaré volviendo. Entonces se-remos felices para siempre.»

CLAUD. ¿Y qué?

HILDE. ¿No lo entiendes?

CLAUD. Una carta como las otras. No la quiero escuchar. Quiero vol-ver a hacer el amor.

HILDE. ¿Todavía más?

CLAUD. Todavía más.

HILDE. ¿Y aquella molestia que...?

CLAUD. Nada, ya no hay molestias. Y el cardenal ya se irá.

HILDE. Espera. Calma. Te tienes que tapar.

CLAUD. No. Y tú tampoco.

HILDE. Estamos cerca de Boise y refresca. Los hombres...; si decís que no tenéis frío, os parece que sois más hombres.

CLAUD se arrima a HILDE y pasa la manta por la espalda de ambos.

CLAUD. Tu cuerpo, mi cuerpo y la manta. Abrigados.

HILDE. He pasado bastante rato leyendo, sí. Tus abuelos... Ella era francesa y supongo que él era judío, aunque no sé de dónde. Si era judío, no se quedó en Francia para enfrentarse a los nazis. No exacta-mente. Más bien no tuvo otro remedio que quedarse. Sí, formó parte de algún grupo de resistencia. Hace alusiones de ello, pero discretas; es lógico. Francés, él, no era. Hay lagunas, no sé. (Ríe.) Deja quietas las manos, me pones nerviosa.

CLAUD. No quiero.

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HILDE. Escucha. Tu padre se llamaba Joe Bennett. Tu abuelo, Claude. Claude, a la francesa, con «e» final. Una «e» a veces muy mal escrita, pero que aparece en todas sus firmas. Te llamas como tu abuelo.

CLAUD. Me llamo Claud con «d» final. No soy francés.

HILDE. Déjame hablar. Hubo la guerra. Todo el mundo tomó parte. He encontrado el pasaporte francés de ella. Era parisina. Se casaron. Una pareja joven. Ella quedó embarazada. Él tenía miedo de no poder sal-varse y decidió que, por lo menos, ella y el hijo que había nacido so-brevivirían. Ella se resistía, pero cuando se presentó la ocasión él la obligó a embarcarse. Aquí, en los Estados Unidos, no tenían a nadie, y cuando llegaron pasaron dificultades económicas. Pero su marido le escribe y le dice que se anime, que, como mínimo, no vive bajo las bombas y con peligro de ser detenida. Tu padre nació a finales de la primavera de 1940. Al menos el niño, aquí, tendría las oportunidades que necesitase.

CLAUD. Pues qué bien.

HILDE. Tu abuelo tenía un amigo. Unos cuantos, pero había uno que era griego. En París, quiero decir. También estaba metido en política. Tu abuela lo conocía bien y tu abuelo le daba recuerdos de su parte al final de algunas de las cartas. Un amigo con quien tu abuelo tenía mucha relación. Los dos fueron a parar al campo de Dachau. En las postales que le permiten enviar desde el campo también acaba dando recuerdos del amigo griego. Tu abuelo murió en Dachau, pero su amigo... no lo sé. El sobre con el borrador y la nota... El sobre que tú has encontrado. Es el borrador de la carta que tu abuelo envió a la isla griega de Milo. Después de la guerra. Después. Ella se quiere poner en contacto con ese hombre. O con la familia de ese hombre. Quién sabe si lo consiguió. (Pausa.) Claud, quiero saber quién era tu abuelo.

CLAUD. Ya lo sabes. Y ahora basta. Hilde, nosotros dos...

HILDE. (Impaciente.) Sí, sí.

CLAUD. Por ti me dejé zurrar por Travis, y por mí has abandonado a Travis sin ninguna explicación.

HILDE. ¿Llega el correo a casa de tu madre?

CLAUD. Se lo llevan una vez por semana.

HILDE. Escribiré a Travis y tú escribirás a tu madre. Las enviaremos desde ciudades diferentes. No es necesario hacer sufrir a nadie.

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CLAUD. Travis ya no estará en casa de mi madre.

HILDE. A él también le enviaré un correo electrónico.

CLAUD. Quizá ya vuelva a funcionar la línea telefónica.

HILDE. ¿Quieres telefonearla?

CLAUD. No.

HILDE. ¿Quieres que me quede?

CLAUD. ¿A ti qué te parece?

HILDE. Por lo menos, de momento, me quedo. ¿Te podré ayudar en tu trabajo?

CLAUD. ¡Seguro!

HILDE. El guión que preparas... ¿No tienes que ir a buscar localizacio-nes en Europa?

CLAUD. Es lo que quería hacer.

HILDE. Hablo alemán, hablo francés, hablo un poco de español... No seré un parásito inútil.

CLAUD. Muy bien, serás mi intérprete.

Pausa breve.

HILDE. No me digas que no. Antes de ir a ningún sitio, iremos a Mu-nich, iremos a Mittenwald e iremos a Dachau.

CLAUD. No.

HILDE. ¡Hay archivos! Sabremos cuándo murió tu abuelo, quizá cómo murió...

CLAUD. ¿A nosotros qué nos importa? Y estas indagaciones las puedes hacer por Internet.

Pausa.

HILDE. Yo nací en Mittenwald. Cuando tu abuelo escribía estas posta-les desde Dachau, mi familia, no muy lejos, en Mittenwald o en Mu-nich, miraba al cielo para saber si llovería. De pequeña yo también tuve un wolpertinger. Hace dos años encontré a Travis. Fue generoso y tenía el tipo de solidez que yo necesitaba.

CLAUD. (Burlón.) ¿Tú necesitabas la solidez de alguien?

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HILDE. Pero no quise pasar ni por Mittenwald ni por Munich. Pre-parábamos el documental y pensé que Travis podía ir solo a Dachau. No había nada en concreto que me obligase a volver allá, y me daba terror volver. Ahora... Iré a Mittenwald e iré a Dachau contigo. ¿Lo oyes?

Pausa. De repente CLAUD se echa a reír y abraza a HILDE.

CLAUD. ¡Ni me lo pides, me lo exiges! Está bien, iremos a Dachau. Y después, basta. ¿De acuerdo? Basta.

HILDE. Reservaré los billetes. ¿Turista o primera clase? Primera clase, me olvidaba de quién eres.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. TRAVIS está leyendo una carta. Aparece EMMA. Se queda mirándole. Pausa.

EMMA. ¿Qué dice?

TRAVIS. Qué curioso. Tu recibes una carta de Claud y yo una de Hilde. Explica que también me envía un correo electrónico, por si... Una tú y una yo. El mismo día.

EMMA. El correo sólo pasa una vez por semana. ¿Desde dónde está enviada, la de Hilde?

TRAVIS mira el sobre.

TRAVIS. Nueva York.

EMMA. La de Claud desde Idaho, claro está.

Pausa.

TRAVIS. Me dice adiós. Ah, y no fue a San Diego. (Pausa. Mira directa-mente a EMMA.) ¿Qué cuenta Claud?

EMMA. Tal como me imaginaba, la casa de ese hombre... Una carava-na. Vivía en una caravana sin ruedas. No ha encontrado nada que valga la pena. Que... que, cuando su móvil recuperó cobertura, le es-peraban cantidad de mensajes y que, además, ya no pararon de lla-marle. Se le han acumulado mil compromisos. No puede volver. Me envía muchos besos. (Pausa.) Mirándolo bien, le he tenido en casa más

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días de los que esperaba.

Pausa.

TRAVIS. Hilde no me da ninguna explicación. O peor todavía. Me pide que la perdone. Con palabras emocionadas y tristes. No volveré a verla. Se acabó. (Pausa. Cuando habla, lo hace en voz baja.) Tu hijo... Le tenía a mano. ¡Mierda! Le tendría que haber acabado de destrozar.

EMMA. ¡No digas eso! ¡No dejes corres la imaginación! ¡Te lo prohíbo!

Pausa.

TRAVIS. (Sin alzar la voz.) Pues, entonces... Maldito sea yo.

Pausa.

EMMA. Te tiene que maldecir otro. Si lo haces tú no sirve. Y una servi-dora no te maldecirá nunca.

Pausa.

TRAVIS. O lo dices tú o lo digo yo. Claud y Hilde están juntos.

* * *

En la pantalla vemos una vista general del pueblo de Mittenwald, Alemania.

Cae la tarde. CLAUD y HILDE. CLAUD contempla el emplazamiento de la población.

CLAUD. Mittenwald. Fotogénico. Y tranquilo. Las calles tan limpias...; la gente de aquí las aprecia, estas calles, seguro. Y, muy cerca, la mon-taña, magnífica. Nadie habla del incendio, deben de estar seguros que no es cosa suya. Y es donde naciste. Por lo que explicabas, pensaba que no, pero lo encuentro bonito. ¿De verdad que no quieres ir a ver a tu familia?

HILDE. (Como insistiendo, tozuda, en un concepto ya expresado.) Acabamos de llegar de Dachau.

CLAUD. Déjame respirar. ¿No necesitas respirar un momento, después de Dachau?

HILDE. Aquí, no.

CLAUD. Ahora que sabemos que el apellido Bennett no consta en los archivos... Ni Bennett, ni Fennett..., Hilde, no es seguro que ese hom-bre viniera a parar aquí. Ni al campo de Dachau propiamente dicho,

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ni al de Allach ni al de... ¿Al de qué?

HILDE. Al de Dyckerhoff.

CLAUD. Eso. Por tanto, si no quieres ver a tu familia, volveremos a Munich.

HILDE. Ese hombre estuvo aquí. Las postales venían de aquí.

CLAUD. Es tarde, el museo de los wolpertinger ya debe haber cerrado. A no ser que nos quedemos... ¿Quieres quedarte hasta mañana?

HILDE. No. ¿Te ha gustado, el campo de Dachau?

CLAUD. ¿Pero qué dices? ¿Cómo quieres que «guste», el campo de Dachau? ¿Has visto que me gustase, quizá? Pero mi abuelo no estuvo ahí. Ya está.

HILDE. ¿Son inventadas las postales?

CLAUD. No me mires así. ¿No me he portado bien? Hemos visitado ese horror, hemos hecho la comprobación que queríamos hacer... Ya está. ¿Qué alternativa tenemos? Tal vez ir a París. Resolvería unos cuantos compromisos...

HILDE. (Suplicando.) Hay una alternativa. Sí que hay una. El amigo griego. Milo es una isla griega.

CLAUD. Hilde, por favor, ¿pero qué estás diciendo ahora?

HILDE. El amigo que estuvo en el campo de concentración con tu abuelo. Milo es una isla de las Cícladas. Del archipiélago griego de las Cícladas. He..., he..., he apuntado el avión y el ferry que tenemos que coger para ir.

Pausa.

CLAUD. Estás completamente loca.

HILDE. ¡Te lo pido! ¡Por favor, por favor!

CLAUD. Hilde, ¿qué pasa? Tú me interesas, ¿lo entiendes? Una pre-gunta. Ya sé que son bobadas, pero... ¿tú qué piensas? Olvida Dachau por un minuto. ¿Yo te intereso a ti? Quiero decir... No hablo única-mente de deseo físico. ¿Serías capaz de decir que quizá me quieres?

HILDE. No lo sé. (Sin transición.) ¿Sabes que ver la muerte, que ver espectáculos relacionados con el miedo, despierta la libido? ¿Te han venido ganas de follar? Hace dos días que no lo hacemos. Buscaremos

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un hotelito, no aquí, por favor, y haremos el amor. Si te parece. Y des-pués hablaremos de dónde tenemos que ir.

CLAUD. ¿No puedes decir que me quieres? ¿Es demasiado pronto para decirlo?

HILDE. Te lo he dicho.

CLAUD. Ya sé que me deseas. No pregunto si me deseas.

HILDE. No es que me dé miedo pensar que amo a alguien.

Pausa.

CLAUD. Me has atrapado.

HILDE. Nunca había... Como contigo nunca... Nunca.

CLAUD. De cuando en cuando, te miro y me viene una especie de tem-blor... No, como un escalofrío, pero cálido. Muy rápido. No lo debes de notar.

Pausa. HILDE se relaja.

HILDE. Hay muchos tipos diferentes de amor. De afecto. ¿Qué te dijo Travis de mí?

CLAUD. Que eras... Como una especie de animalillo asustado. Des-equilibrado, dijo. No me importa.

HILDE. No lo puedo evitar, claro. (Gira sobre sí misma, mirando lo que le rodea.) Nací aquí, en Mittenwald. Desde aquí se pueden organizar excursiones interesantes. Y en invierno tenemos nieve. Se puede es-quiar.

CLAUD. Me estoy perdiendo. ¿Me quieres explicar alguna cosa?

HILDE. Sí. ¿Te importa? Quizá te interese. Soy hija de una pareja que pronto se separó. Entonces les estorbé. A los dos. No, no fue ningún drama. El abuelo me acogió. Me fui a vivir con él, a Munich. Yo era muy pequeña y él era muy mayor. Mira, una historia de amor, una de las que te gustan. Él era un industrial capacitado, influyente. Hasta que se hizo mayor y se le murió la mujer. Entonces dejó las fábricas. A mi abuelo se le había muerto la mujer y, mucho antes, la mujer le hab-ía salvado la vida a él. La muerte de mi abuela le desconcertó y... no sé, entonces se volcó conmigo, solucionó su vida queriéndome a mí. Me explicaba cuentos, me llevaba al cine, me consolaba si tenía pro-blemas en el colegio, me reñía un poco si no me portaba bien... Y, por

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ejemplo, me velaba si tenía fiebre. Me velaba y, de tanto en tanto, me pasaba por la frente un pañuelo impregnado de su colonia. Yo tam-bién le debía de querer mucho porque, cuando me iba de campamen-tos con el colegio, antes, a escondidas, llenaba un pequeño frasco con su colonia y, así, si durante esos días yo me añoraba... Una vez me compró un wolpertinger. El animal fabuloso que para él representaba el espíritu de nuestra tierra. Al abuelo, cuando hablaba, a veces se le escapaba el tono retórico. Un pequeño monstruo, el wolpertinger.

CLAUD. Un monigote curioso.

HILDE. En Munich... (Coge fuerzas.) Aquí también. En Munich, a veces, hay una especie de silencio. De según qué cosas se habla lo mínimo indispensable. De todos modos, en el colegio nos hablaron de eso. Con delicadeza. (Sonríe.) Con auténtica delicadeza. Y nos llevaron a visitar-lo. El documental que ha hecho Travis... En realidad...

CLAUD. No lo he visto.

HILDE. ¿No?

CLAUD. No he tenido ocasión.

HILDE. Hiciste ver que sí.

CLAUD. Naturalmente.

HILDE. Eres un cabrón.

CLAUD. ¡No he tenido ocasión! ¡Voy y vengo! ¡No quería que pensara que no me interesaba, porque sí que me interesaba! Tú me lo ense-ñarás, si quieres.

HILDE. Está bien. En el documental los campos nazis son un pretexto. Travis quería hablar de otros temas. Compara los campos...

CLAUD. (Cortándola.) Sí, eso lo sé.

HILDE. Para mí no era ningún pretexto. Volví a casa espeluznada, cuando en el colegio hablamos de eso y me llevaron a Dachau. El abuelo me escuchó, yo no paraba de explicarle qué había pasado en Dachau, y él por fin no pudo más y me interrumpió, desasosegado, impaciente, y me consoló, de nuevo, como las otras veces. Desvió el tema como pudo, realmente abrumado, refugiándose en la prudencia, y de pronto cambió y dijo que, si yo hubiera sido una niña en sus tiempos, los tiempos aquéllos en que él era joven, su mujer, mi abuela, habría conseguido que mi vida fuera más tranquila que ahora. Yo no

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entendía qué quería decir, pero él había dejado a un lado la prudencia y se le notaba triste y vulnerable. No le volví a ver esa cara hasta que cayó enfermo, mucho tiempo después, cuando ya tenía diecinueve años. Yo me había convertido en una chica divertida y feliz, y también atrevida, con energía, defensora de las causas marginales, preocupada por el medio ambiente...; ya ves, cosas de éstas. Pero ahora mi abuelo estaba enfermo, enfermo de muerte, y yo le quería y le cuidaría. Nadie más, yo. Dejé de ir a las clases de la universidad. Si era feliz, lo era porque mi abuelo había conseguido que fuera feliz. Le acompañaría hasta el final. Llené la casa del olor de su colonia. Mira, yo era una chica cándida y un poco romántica, por decirlo de modo idiota. (Pau-sa.) Un día, mientras buscaba papeles de su historial médico en la cómoda, encontré otro tipo de papeles. Pornografía. No, no. No el tipo de pornografía que te debes de imaginar. Eran recortes de periódico, algún documento, y cartas... Cuando mi abuelo se refería a los tiem-pos aquéllos durante los cuales la abuela habría conseguido que mi vida fuera tranquila, estaba hablando de los tiempos de Hitler, de la época nazi. No se comprometió de modo especial. En realidad tampo-co podía, ya lo entenderás. Pero, por ejemplo, se negó a ayudar a los judíos. ¡Él! Esas cartas de amigos suyos que él respondía de manera fría, helada... Te crees que me comprendes y no me comprendes. (Pau-sa para tomar aliento.) Cuando acabó la guerra no sufrió represalias. ¡No, claro que no! Y como resultaba que... Un asunto delicado. Sólo que su firma aparecía en unas cartas en las que negaba, de manera fría, impersonal, cualquier ayuda a su amigos. Incluso... a parientes suyos. Mi abuelo, y sus hijos, crecieron, como yo también finalmente, en Munich y no en Mittenwald. Telefoneé a mi madre y le dije qué había encontrado. Me escuchó sin sorprenderse; simplemente, yo me refería a un recuerdo inoportuno. Colgué dejándola con la palabra en la boca. Entonces, por fin, cogí el wolpertinger, el espíritu de la tierra, me acerqué a la cama de mi abuelo con el muñeco en una mano y las cartas en la otra, y le pregunté si se vivía bien cerca del campo de ex-terminio; perdón, cerca del campo de trabajo. Que si se vivía bien, firmando esas cartas... Él me miró, sorprendido y desolado. Respon-dió, le costaba respirar, que por lo menos vivíamos, que por esa gente no se podía hacer nada y que, al menos, nosotros, gracias a la abuela... (Pausa.) Porque el problema es que nosotros éramos judíos. Él era judío.

CLAUD. ¿Qué dices? Perdona, ¿qué dices?

HILDE. ¡Éramos judíos!

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CLAUD. ¿Tú eres judía?

HILDE. A mí me da igual qué soy. Pero entonces era diferente. Y a pesar de eso... El caso de mi abuelo no fue único. El abuelo era judío, pero su mujer, no. Aria. Pura sangre aria. Por eso él se pudo salvar. La abuela venía de una familia prestigiosa, antigua, una de las familias de comerciantes que siglos atrás había hecho rico al país. Pero se casó con un judío. Enamorada. Tanto, que llegado el nazismo se negó a divorciarse, a pesar de que en algún momento casi se lo exigieron. Al contrario, lo protegió con uñas y dientes, lo salvó y salvó a los hijos. A cambio, mi abuelo y el padre de mi abuelo fueron con pies de plomo. Ni un paso en falso. Ni a escondidas se arriesgaron a prestar ayuda a los familiares judíos, a los amigos judíos... Nada. Esas cartas desespe-radas... Las respondía brevemente y con sequedad. ¡Eran cartas de hielo, ya te lo he dicho! Eso, cuando respondía. Bueno, claro, en reali-dad no hizo daño a nadie... ¡Y así ni a él ni a su familia les pasó nada! ¡Lo decía delante de mí, tumbado en la cama, mientras se le acababa la puta vida! Había hablado más de lo que la enfermedad podía soportar y, por tanto, después, aún respiraba peor. Callaba y me miraba. Y yo... Yo tiré el wolpertinger y los papeles encima de la cama, di media vuel-ta, hice las maletas y me fui de casa sin volver a entrar a su habitación. ¡Él había salvado el pellejo pero, de paso, se había lavado las manos de la sangre de los otros! ¡Amigos, familiares, tíos, primos...! Algunos murieron en Dachau. ¡La raza de mi abuelo era la raza judía! ¿Lo en-tiendes? Me da igual, ¡pero en gran parte soy judía, Claud! ¡Me impor-ta una mierda, pero soy judía! (Recupera el aliento.) Una semana más tarde me avisaron de que al abuelo le quedaban pocas horas de vida y que no dejaba de preguntar por mí, que la única cosa que todavía le interesaba era verme a mí, a su querida nieta. Quizá sólo quería una caricia. Una palabra amable a cambio de todas las que él me había regalado durante años. (Pausa.) No fui, ¡claro que no fui! ¡Yo era una adolescente con principios! Y él se murió. Tampoco fui al entierro. Y después huí de Dachau, de Mittenwald y de Munich. No había vuelto nunca más aquí. Cuando Travis estuvo aquí, ya lo sabes, no le acom-pañé. No he vuelto hasta hoy. Un pueblo fotogénico. Ahora me fijo, tienes razón.

CLAUD. Hilde...

HILDE. Todo eso... lo tengo dentro de la cabeza. Ni se va ni se irá. Tra-vis ha sido el primer hombre que me ha dado un poco de sosiego. Y de pronto apareces tú y dentro de una caja tienes un wolpertinger y... y

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me lanzo a tus brazos y... quizá pienses que he venido a buscarte por-que necesito saber quién es ese hombre que ha heredado un wolpertin-ger. Sí que quiero saberlo, pero no es eso. ¡Tengo que creer que no es únicamente eso! ¡Yo también tiemblo cuando te miro!

CLAUD. Hilde, basta. Tranquila, tranquila... Mírame. ¡Mírame! Reserva los billetes, Hilde; vamos a Milo. Después ya veremos. ¿Dónde hemos dejado el coche? Huyamos de aquí. Iremos a Milo.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. Emma sostiene el terrario en las manos. No lo mira; su cara expresa inquietud. Aparece TRAVIS.

TRAVIS. Nada, no la encuentro en ningún sitio.

EMMA. No está; de pronto ya no está.

TRAVIS. Pero no se ha muerto.

EMMA. No está. No pueden salir, de un terrario, y sin embargo no está.

TRAVIS. Hemos intentado localizarla, ¿no? ¿Acaso podíamos hacer algo más, todavía?

EMMA. Necesita agua. No encontrará agua. No sobrevivirá.

TRAVIS. Se las arreglará.

EMMA. No hables por hablar, no hace falta. ¿Por qué se ha ido?

TRAVIS. Mejoraba. Gracias a ti. Se ha sentido valiente y...

EMMA. ¿Qué hará, sola? El rabo todavía le tenía que crecer. Desconcer-tada, en un entorno desconocido... (Pausa.) No lo querías hacer, pero la has matado.

TRAVIS. ¡La quería salvar! ¿Por qué me dices esto, ahora? ¡Tú no hablas así, Emma! ¡Tú has de decir que la salamandra encontrará su camino, que el sol no la matará, que llegará al agua, que saldrá del aprieto! ¡Tú has de decir eso!

EMMA deja caer el terrario. Estropicio. Pausa.

EMMA. ¿Cuándo te vas?

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TRAVIS. Mañana. El coche de alquiler llegará mañana.

EMMA. Habrías podido coger el mío. Al menos hasta...

TRAVIS. Sólo hubiera faltado eso. (Pausa.) La línea telefónica está repa-rada, no te dejo aislada del mundo.

Pausa.

EMMA. Ahora entiendo un sueño.

TRAVIS. ¿Un sueño?

EMMA. Esta noche he soñado que estaba en Egipto, con mi marido. Quizá en el Ramesseum, no me acuerdo de cómo es el Ramesseum. Sólo veía una pared enorme que lo ocupaba todo. Llena de relieves. Batallas. El faraón, en su carro, sin expresión en la cara... Y habían cortado los genitales a los vencidos. Un montón de genitales cortados, para que los vencidos pudieran ser esclavos, pero no pudieran dejar sucesores. Un sueño bastante realista. Sólo que la salamandra se pa-seaba por la pared, por encima de los relieves. De color incierto, y con su largo rabo intacto. (Pausa. Lenta.) ¿Sabes? El padre de Claud no quería separarse del niño. Pero no lo llevaba al colegio, lo vestía de cualquier forma... No lo sé del todo, no quise saber los detalles... No lo podía mantener. Se lo arrebataron y nos lo dieron en adopción. (Pau-sa.) Eso, que su padre no lo quería abandonar, a Claud no se lo diré nunca. Tú, si algún día lo vuelves a ver, tampoco. (Pausa.) Tenía que pedirle que fuese a recoger las cosas de ese hombre, ¿no crees?

Pausa.

TRAVIS. ¿Quieres que me quede algunos días más?

EMMA. No, quiero que trabajes.

TRAVIS. Sí. (Pausa.) Yo también estoy triste. Irritado, ya no.

EMMA. Triste.

TRAVIS. Sí.

EMMA. Pero quizá...

TRAVIS. ¿Qué?

EMMA. No sé qué iba a decir.

* * *

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En la pantalla vemos una puesta de sol en la isla de Milo, en el mar Egeo.

Cae la tarde. CLAUD, HILDE y un SEÑOR.

SEÑOR. Milo es una isla relativamente tranquila. La puesta de sol. ¿Qué os parece? ¿Como un incendio, verdad? Todos lo dicen, un in-cendio. Pero no, es que el sol se hunde en el agua. En Milo encontra-ron la estatua de Venus más famosa del mundo. La belleza; la encon-traron con los brazos rotos. Los que vienen ya lo saben, que la estatua no se guarda aquí. Si vienen es para encontrar esta puesta de sol. Me-jor que la de Sunion. Ni comparación. No os he llevado a la cima de la montaña. Es adonde van los turistas. Educados, sólo unos cuantos... Pero en esta especie de balcón, escondido por la iglesia, se ve lo mis-mo y estamos solos. No sé qué debía de ser la carta que comentas. Si tu abuela la escribió a mi padre, de eso debe de hacer tantos años... A saber. Yo no puedo... Seguro, seguro que tu abuelo fue compañero de mi padre. De toda la cuadrilla, mi padre fue el único que salió vivo de Dachau. Tuvo mucha suerte. Alguien debe tenerla, ¿no? Él hablaba de sus compañeros. Al principio, no. Con los años se fue destapando. Hablaba del campo como pidiendo disculpas. Explicaba los horrores con naturalidad, con..., con timidez incluso. A mí me resultaba extra-ño. ¿Tu abuelo era francés, te parece? Mi padre no fue ningún héroe. Hablaba del campo, pero hay cosas que no se dicen. Él no era judío. Tu abuelo tampoco, seguro. Es extraño que no figure en los archivos. Mi padre sobrevivió. Trabajaba en las oficinas. Así, claro... había más posibilidades de salir adelante. ¿Lo veis?, mi padre, antes, fue a otra guerra. Estaba chalado. Justo antes de la Guerra Mundial hubo la gue-rra de España. Los de su bando perdieron, y hala, huyó con algún otro compañero, pasó la frontera y ya se encontró en Francia. Y cuatro días más y entonces la guerra también estalla en Francia. La cuadrilla con la que enseguida se lió, la que saboteaba a los nazis, era de franceses, sobre todo. También algún español de los que como él, pues... Pero la gran mayoría, franceses. Seguro que fue amigo de tu abuelo y seguro que tu abuelo fue una gran persona. No recuerdo ningún nombre. Qué asco de guerras. Aquella guerra lo complicó todo. Cenaréis en casa y no se hable más. La puesta de sol, ¿qué os parece? La tengo más que vista, pero... Dicen que la primera vez se ha de contemplar en silencio. Pues os dejo. Sólo cinco minutos. Tendréis tiempo de expli-carme historias mientras cenamos. ¿Quizá estéis enamorados? Un motivo más para mirar completamente solos este incendio, sin que nadie os moleste. Cinco minutos. Después recordad que me tenéis que

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dar vuestra dirección. Tenéis correo electrónico, claro. Una dirección para encontraros. Nunca se sabe. Si no os importa.

Desaparece. CLAUD y HILDE hablan mientras contemplan la puesta de sol.

HILDE. ¿Crees que de verdad no sabe nada de tu abuelo?

CLAUD. Naturalmente que no sabe nada. Es una persona acogedora. Él y la familia. Bueno, ya lo ha dicho, es posible que sí, que mi abuelo fuese a parar a Dachau. Eso ya es alguna cosa. No te preocupes, no me sabe nada mal haber venido. (Pausa.) No sé qué buscamos, Hilde. No hay nada que encontrar, Hilde. Y mi abuelo no era judío, seguramen-te. Has hecho lo que has podido, incluso ponerme nervioso. Relájate. Ahora olvídate de fantasmas y relájate.

HILDE. ¿Quieres dejarlo? ¿Quieres ir a hacer tus localizaciones a Barce-lona?

CLAUD. Un momento. Para que veas que quiero agotar hasta la última posibilidad... Mi abuela. Era francesa. Vivía en París. De todos modos me conviene ir a París. Y tenemos...

HILDE. Tenemos el pasaporte francés de tu abuela. Hay una dirección. Lo he pensado. Pero ya no sé, ya no me atrevía a decírtelo.

CLAUD. Iremos a París. Al fin y al cabo en París tengo que hacer..., he de reunirme con una gente, he de... Y tenemos una dirección, sí. Des-pués olvidarás, ¿vale? ¿Me oyes, Hilde?

HILDE. (Contenta, tal vez agradecida.) Te oigo. Mírala. La puesta de sol es realmente extraordinaria.

* * *

En la pantalla vemos otra vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. EMMA y TRAVIS.

TRAVIS. El coche está a punto, todas mis cosas están en el portaequipa-jes. Me voy.

EMMA. ¿No te olvidas de nada?

TRAVIS. De nada.

EMMA. No me gusta que viajes de noche.

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TRAVIS. A mí, sí. La primavera se está acabando; mientras esté en Cali-fornia prefiero no conducir bajo el sol.

EMMA. No te duermas.

TRAVIS. No.

EMMA. Pues... No sé si te tengo que decir nada más.

Pausa. Se miran. Pausa.

TRAVIS. ¿Por qué no me adoptasteis a mí?

EMMA. ¿Cuándo dejarás de repetir las mismas tonterías?

TRAVIS. Era una broma.

EMMA. Y a ver, ¿acaso no te adopté, quizá?

Pausa.

TRAVIS. (Natural.) Habría preferido que me hubieras querido tanto como a Claud.

EMMA. Eso no podía ser. Pero, ¿y qué? (Pausa.) Ahora escucha. Sí que te tengo que decir alguna cosa más. Ya te la quería decir ayer. Harás tu película. Y después de ésta habrá otra y otra más... Tus documenta-les nunca serán agradables de ver, lo veo venir. Nunca serán gratifi-cantes y nunca consolarán a nadie. ¡Qué le vamos a hacer! Mucha gente se irritará contigo y te preguntará que por qué no hablas de la alegría de vivir, aunque sólo sea de vez en cuando. Pero tú no cederás. ¿Verdad que no cederás?

TRAVIS. Te lo juro.

EMMA. No hace falta. A mí no me lo has de jurar. A mí ya me gustaría que fueras de otra manera. Pero... En realidad... También creo que tiene que haber alguien como tú, alguien que haga lo que tú haces. Alguien debe decir que el infierno nos rodea. Te ha tocado a ti.

TRAVIS. Eso parece.

EMMA. Y nunca serás millonario, pero... ¿Sabes qué? En cambio encon-trarás muchas mujeres a lo largo de la vida. Quizá te quedarás al lado de alguna, quizá no. Sea como sea, quiero que tengas hijos. Tendrás hijos y tu especie no se extinguirá.

TRAVIS. ¿Seguro?

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EMMA. ¿Por qué me lo preguntas? Eres tú quien me tiene que decir que sí, que seguro. Eres tú.

TRAVIS. De acuerdo. Seguro. ¿Cuántos hijos?

EMMA. No te rías. Es un pacto.

TRAVIS. Muy bien.

EMMA. ¿Qué te podría dar para certificar este pacto? Tendría que haberlo pensado. ¿Qué podría...?

TRAVIS. Un beso, ¿qué te parece? Un beso y será suficiente para certifi-car que tendré una larga descendencia. Como si me marcases con una señal. Como si fueses... (Se corta.)

EMMA. Como si lo fuera.

TRAVIS se inclina un poco y EMMA le marca con un cálido beso en la frente.

TRAVIS. Ya está. No dejaré nunca de hacer películas desagradables y tendré muchos hijos. No es necesario que nos pongamos solemnes, de repente. Además, volveré pronto. Esta vez no tardaré tanto, esta vez volveré pronto.

EMMA. Mentiroso. (Pausa.) ¿Te llevas muchas imágenes grabadas de nuestra salamandra?

TRAVIS. ¡Oh, sí!

EMMA. ¿Sabes qué me gustaría, puestos a pedir?

TRAVIS. ¿Qué?

EMMA. Filmas, o grabas, o lo que sea, mucha película, pero después la mayor parte del material no te sirve y lo tiras a la basura. Me gustaría que la salamandra no fuera a parar a la basura.

TRAVIS. Abrirá la película. O la cerrará. He pensado en ello. Lo haré.

EMMA. ¿De verdad?

TRAVIS. Ya lo verás.

EMMA suspira.

EMMA. Nada más. Venga, vete ya. El viaje es largo.

TRAVIS. Iré de prisa. Todo va de prisa.

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EMMA. Ve con cuidado. Adiós y buen viaje. (Pausa.) Hijo.

* * *

En la pantalla vemos la fachada de un hotel antiguo y lujoso, en París.

Cae la tarde. Aparece CLAUD acabándose de arreglar. Después de un instante aparece HILDE, que todavía va prácticamente desnuda. Él le sonríe.

HILDE. ¿Qué haces?

CLAUD. Te tienes que vestir.

HILDE. Podemos pedir que nos suban la cena.

CLAUD. Tenemos una cita, si quieres acompañarme.

HILDE. (Sorprendida e interesada.) ¿Lo has conseguido?

CLAUD. Sorpresa. Exactamente el tipo de persona que buscábamos, un sobrino segundo de mi abuela. Ha quedado algo sorprendido y ha dicho que sí, que fuese, que me espera.

HILDE. (Ansiosa.) ¡Me visto volando!

CLAUD. Espera. (Se le acerca y la coge por la cintura.) ¿Qué?

HILDE. (Sonriente.) ¿Qué?

CLAUD. Estás relajada, estás... Bueno, estás preciosa.

HILDE. Y tú también. Escucha... Encuentro excesivo este hotel. Y no nos hacía falta una suite.

CLAUD. No seas puritana. La puedo pagar. Saben quién soy. No podía pedir otra cosa.

HILDE. Me gustará pasear por París contigo. Es primavera avanzada. (Con grandilocuencia irónica.) Los animales copulan...

CLAUD. Copulan...

HILDE. Y engendran hijos. (En tono normal.) Es la época de engendrar hijos.

CLAUD le da un beso.

CLAUD. Venga, vístete.

HILDE. (Mientras se va.) La mancha esa. Te la tienes que hacer mirar.

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Como precaución. En serio.

CLAUD. Vístete, quiero ser puntual.

* * *

En la pantalla vemos la fachada de un antiguo edifico de pisos, humilde y descuidado, en París.

Cae la tarde. CLAUD, HILDE y un SEÑOR.

SEÑOR. ¿Qué le vamos a hacer? No creo que puedan quedar papeles de ella o de él en ningún lado. De pequeño había oído hablar de esta historia. Era prima de mi padre. Es ese grado de parentesco en el que todo se difumina, ¿no? Ella había vivido aquí, por supuesto. El año que viene quizá ya no me encontraríais. Este edificio viejo y sucio estorba y lo tirarán abajo. De pequeño, después de la guerra, a veces tus abuelos salían en la conversación. Como venías, he estado buscan-do a ver si encontraba... Pero no, sólo su mención en una especie de dietario hecho por el tío, años más tarde. Resistentes. Todos se llena-ban la boca con la palabra resistencia. Como si uno necesitara justifi-carse. Resistentes contra los nazis invasores de Francia. Ante según qué palabras, soy un poco escéptico. Alguna cosa debió de hacer él. No lo niego. Habría llegado huyendo de otra guerra. Era extranjero, español. De Barcelona. Y...

HILDE. ¿De Barcelona?

SEÑOR. Sí. Seguro, pero..., no me acuerdo de nada más. Claro, sí, que ella fue a parar a los Estados Unidos y él a un campo de concentra-ción. ¿Creéis que fue Dachau? Eso no lo sabía. Pero aunque fuese a parar allí, es natural que no lo encontrarais en los archivos, si lo bus-cabais por Bennett, con dos «n» y dos «t». Según el dietario del tío, era más sencillo. ¿O quizá también se equivocaba? Según el tío, se llama-ba Benet. Quiero decir «b», «e», «n», «e», «t». Los archivos, aunque estén informatizados, son idiotas. No tienen imaginación. Pronto la tendrán, tal vez. No saben ir más allá, de momento. Para mí, que ya empiezo a ser mayor, Barcelona quería decir refugiados políticos y un equipo de fútbol; para de contar. Debe de haber cambiado, parece que ahora va mucha gente allí, no lo sé. A mí, en Barcelona no se me ha perdido nada. ¿Quién te lo iba a decir? En realidad no te llamas Ben-nett, como una artista de cine, del cine en blanco y negro, de Holly-wood, que a mí me gustaba. No, te llamas así: «B», «e», «n», «e», «t».

Pausa.

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CLAUD. Nunca me he llamado Bennett. Ni Bennett, ni Benet. Nunca. Y, de hecho, ni ese hombre era mi abuelo ni su mujer era mi abuela. En realidad... Muchas gracias. Te agradezco que nos hayas recibido. No te debería haber molestado. Ahora ya está. ¿No te lo parece, Hil-de? Basta.

* * *

En la pantalla vemos el campo abierto, con París en el fondo.

Cae la tarde. CLAUD ha apilado un montón de papeles, en el suelo, y los quema, añadiendo algunos más de tanto en cuando. Cada vez que tira uno al fuego le dirige, antes, una mirada mecánica e instintiva.

CLAUD. No quería quemarlos en el hotel. Y tampoco tirarlos a la pape-lera. Quizá habría sido injusto, obsceno, tirar a la papelera las cartas, las fotos... que guardaba mi..., mi primer padre. Y el incendio no será más grande porque ahora monte aquí yo esta pequeña hoguera. Hil-de, ¿me escuchas?

HILDE. No quiero parecer ridícula, pero estás quemando tu memoria.

CLAUD. Cuando me explicaste... La historia de tus abuelos... Te com-prendí, por fin te comprendí. Y te dije inmediatamente: sí, vayamos a Milo. Y hemos ido. Ahora no queda nada más por hacer. No hay ningún sitio más donde buscar. En realidad, buscar ¿por qué? De to-dos modos sabemos más cosas que al principio. Pero, ¿y qué? No hay nada que salvar. No salvarás nada. Piénsalo: ni la memoria. Basta. Tienes el wolpertinger en el hotel, me parece.

HILDE. Sí.

CLAUD. Es mío, en realidad. No me importaría que te lo quedases, pero si te ha de despertar algún sentimiento, debe de ser un senti-miento de asco. Por tus recuerdos. Tíralo. Deshazte de él. (Pausa.) Ah. Mañana tengo que..., tengo que ver gente, aquellos compromisos. No los periodistas que han llamado al hotel, los compromisos de verdad.

HILDE. ¿Te acompañaré?

CLAUD. Te aburrirías, no.

HILDE. Me tengo que ganar el sueldo. Ahora es como si estuviera a sueldo tuyo.

CLAUD. Mañana no hace falta. Iré arriba y abajo todo el día. Te necesi-to en el hotel. Si alguna llamada te parece urgente, me avisas al móvil.

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Quizá algún rato lo tendré desconectado, pero..., tú misma. Y mirarás los correos electrónicos que he recibido. Si hay alguno interesante, hazlo imprimir para que lo pueda leer yo. Te habrás ganado el sueldo.

HILDE. ¿No comeremos juntos?

CLAUD. No estoy seguro. Si puedo, te avisaré. ¿Hilde, tirarás el wolper-tinger, de paso?

HILDE. No sé evitarlo. Los recuerdos son un poco más que nada. Di-gamos que un muerto, mientras alguien lo recuerda, no está muerto. Y las personas que han causado algún tipo de dolor... Por lo menos, que sus nombres queden escritos.

CLAUD. Estás enferma, Hilde. Dejaste que tu abuelo muriese sin tener-te a su lado. Muy bien. Rompiste la poca relación que tenías con tus padres. ¡Muy bien! Y has pasado años intentando demostrar que eres diferente de ellos, que...! ¡Basta, Hilde! ¿No me la has escuchado esta palabra? ¿No la has entendido? ¡Basta! ¡Descansa! ¡Tú no eres culpable de nada! ¡Descansa!

Pausa.

HILDE. Te quiero, quiero que lo sepas.

CLAUD. (Inseguro.) Es la primera vez que me lo dices. Si es verdad... Espera. Cuando una persona ha muerto, ha muerto, por mucho que se la recuerde. Está muerta, y punto. Cuando pasa el tiempo y finalmen-te ya no hay nadie que la recuerde... No es que entonces, por fin, mue-ra del todo, es que entonces, Hilde, el muerto desaparece. Simplemen-te, es igual que si no hubiera existido nunca.

HILDE. No. Está lo que ha hecho, lo que repercute en los que vienen detrás de esta persona.

CLAUD. No hay nada. (Para sí mismo.) ¿Qué habrá? (En otro tono.) ¿Estás segura de que me quieres? El amor no te gusta.

HILDE. Estoy segura.

CLAUD. Ahora tú y yo vivimos. Parece. Eso sí que cuenta. ¿Me harás de secretaria mañana?

HILDE. Claro.

De repente, CLAUD duda de si tirar un papel, uno de los últimos. HILDE se da cuenta. Él se da cuenta de que ella se ha dado cuenta.

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CLAUD. Es esa carta de mi abuelo que no se entiende. ¿Quieres que la guarde?

HILDE. (Agradecida.) Sí, por favor.

CLAUD. Pues, muy bien. ¿Ves?, al bolsillo.

CLAUD sonríe a HILDE. HILDE sonríe a CLAUD. Pausa.

HILDE. ¿Se acabó entonces?

CLAUD. Espera. (Tira a la pequeña hoguera un último papel.) Ahora. Se acabó. ¿Dónde quieres que te lleve a cenar?

* * *

En la pantalla vemos la fachada del hotel antiguo y lujoso, en París.

Cae la tarde. HILDE, sola, tiene en las manos, estruja y aprieta, el wolpertinger. Pausa. Entra un SEÑOR con dos sobres del hotel en las manos, uno grande y uno pequeño.

SEÑOR. Perdone.

HILDE. Pase. (Ávida.) ¿Trae los correos electrónicos impresos?

SEÑOR. Sí. Aquí los tiene. (Mostrándole el sobre pequeño.) También hay un mensaje que se ha recibido mientras usted no estaba.

HILDE ha dejado el wolpertinger y coge el sobre.

SEÑOR. Espero que sólo haya encontrado noticias agradables.

HILDE. En la pantalla he visto un correo de Grecia...

Abre el sobre grande, impaciente.

SEÑOR. Bonita, Grecia. ¿Puedo llevarme los restos de su comida?

HILDE. Sí, gracias.

HILDE está buscando entre las hojas que hay dentro del sobre.

SEÑOR. (Mientras recoge.) Tenemos un día espléndido. La primavera se acaba. En días así da gusto salir a la calle.

HILDE ha encontrado la hoja concreta que, por lo que parece, busca-ba. Le da una ojeada. Breve expresión ávida. La deja a un lado y aho-ra abre el sobre pequeño.

HILDE. El mensaje. (Lo lee, deben de ser pocas palabras, y sonríe.) Sí, en días así, salir a la calle... Hoy sólo he salido un rato. No tenía ganas de

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pasear sola. (Se relaja. Animada.) Y veo que ahora volveré a salir. ¿Us-ted ha estado en Grecia?

SEÑOR. No, señorita. El mundo lo he visto por la televisión. Pero los paisajes no me dicen nada. Los animales, en cambio... Me gustan los documentales sobre la vida de los animales salvajes. Parece mentira. Se aman, se pelean...

HILDE. Los grandes se comen a los pequeños.

SEÑOR. Sólo cuando tienen hambre. ¿Necesita algo más?

HILDE. (Mira al señor con súbita suspicacia. Le muestra el sobre grande.) ¿Ha leído estos correos?

SEÑOR. (Sorprendido.) No, señorita. No lo hacemos nunca. Y está prohibido. ¿Hay algún problema?

HILDE. Ninguno, perdone. (Más relajada.) Una pregunta. ¿El Pont Neuf es el que atraviesa el Sena por la punta de l’Île de la Cité?

SEÑOR. Exacto. Conoce París.

HILDE. Si la conociera de verdad no le haría una pregunta tan obvia. Hoy me he sentido un poco sola, ¿sabe? Pero el día acabará bien. (Coge de nuevo el wolpertinger.) Tiraré este trasto al río, miraré libros de vie-jo..., y me encontraré con el hombre que quiero.

* * *

En la pantalla vemos el Pont Neuf y los puestos de libros de ocasión que se alinean en los márgenes del río Sena, en París.

Cae la tarde. Un SEÑOR se dispone a cerrar su pequeña parada de li-bros. Aparece HILDE, paseando, con aspecto relajado. Lleva un bolso colgado del hombro. Llega al puesto.. Distraída, al azar, mira libros.

SEÑOR. ¿Busca algún tipo de libro en concreto, señorita?

HILDE. No, gracias. Mato el tiempo, tengo una cita.

SEÑOR. La primavera, el Pont Neuf y una chica hermosa que tiene una cita.

HILDE. (Divertida.) Una cita con mi amante.

SEÑOR. Me alegro por él. Usted es extranjera.

HILDE. Él también.

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SEÑOR. ¿Muchos días en París?

HILDE. Creo que no. Tenemos que ir a Barcelona.

SEÑOR. Qué lástima. Pero se llevará un recuerdo. O un regalo para su amante. Un libro es un buen recuerdo.

HILDE. No se me ocurriría qué libro comprar. Lo siento.

SEÑOR. Yo sé qué libro me tiene que comprar. (Coge un pequeño volu-men.) Mire, lea el título.

HILDE. (Leyendo, todavía más divertida.) «Últimas cartas de dos amantes de Barcelona.» ¡Caramba!

SEÑOR. ¿No es exactamente el libro que necesita?

HILDE. Pues... No conozco el..., los autores. ¿Me lo recomienda?

SEÑOR. A usted, sí. A usted, hoy, sí. Una novela corta. Se lee de prisa. Escrita a principios del siglo XIX. Escrita por novelistas franceses de segunda fila pero... La historia habla de dos amantes extranjeros en Barcelona. Cartas que van y vienen.

HILDE. ¿Cartas?

SEÑOR. Toda la historia la seguimos a través de cartas.

HILDE. Cartas. ¿En serio? ¿Y acaba bien?

SEÑOR. Como los melodramas. Hay que intentar que al lector se le humedezcan los ojos.

HILDE. Me ha convencido. ¿Éste es el precio?

SEÑOR. ¿Se fija?, nada caro. (Mientras HILDE paga.) Estaba cerrando la parada. Llego tarde. Parecía que la esperaba a usted. Mi última clienta de hoy. Tenga y gracias. (Manipula la minúscula parada.) Visto y no visto, ya no hay libros. Que duerman y hasta mañana. ¿Su amante se retrasa?

HILDE. No. Yo me he adelantado. Me ha citado aquí. Y ya viene. Le veo. Atraviesa el puente. Puntual.

SEÑOR. No les molesto. Buenas tardes. Y cuando vuelva a París, ya sabe dónde puede encontrarme.

HILDE. Me acordaré.

El SEÑOR se marcha. HILDE se queda sola un momento, con el libro

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en la mano. Está emocionada. Aparece CLAUD. Ella se precipita so-bre él y le abraza. Él finge contenerse, pero no es capaz y le corres-ponde.

CLAUD. Hilde...

HILDE. ¿Ha ido bien?

CLAUD. ¿Eh?

HILDE. ¿Ha ido todo bien?

CLAUD. ¿El qué?

HILDE. (Risueña.) ¡No lo sé! ¡Si no sé ni qué has hecho!

CLAUD. He dejado resueltos asuntos que... me preocupaban.

HILDE. (Impaciente, con la cabeza hacia otro lado.) Y ya no te preocupan.

CLAUD. Ya no pueden preocuparme.

HILDE. (Sin darle importancia.) Muy enigmático. ¡Pero esto que yo te traigo...! (Con ansia.) ¡No todo se había acabado, Claud! Ahora tal vez sí. ¡Mira! (Abre el bolso y saca la hoja en la que hay impreso un mensaje electrónico.) ¡Nuestro amigo de Milo te ha enviado un correo! Un co-rreo, ¿lo entiendes?

CLAUD. ¿Qué quiere, ahora?

HILDE. ¡Explicarse, Claud! ¡Decirte aquello que no te dijo en su casa!

CLAUD. (Cansado, sin demasiado interés.) ¿Y si no nos lo dijo cuando estuvimos con él, por qué me lo quiere explicar ahora?

HILDE. ¡No se decidió! ¡Por pudor, por... por vergüenza!

CLAUD. ¿Qué pasa?

HILDE. ¡Sabe cómo murió tu abuelo! ¡O..., o por qué murió! ¡No re-cuerda nada de ninguna carta que enviase su mujer, en esto no nos engañó, pero de adolescente oyó explicar más de una vez por qué murió tu abuelo! ¿Lo entiendes?

CLAUD. Sí.

HILDE. Es una historia de... de traición pequeña, de traición sucia, miserable y... Aunque...

CLAUD. (Con humor cansado.) Aunque ¿qué?

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HILDE. En este correo debe de haber rebajado la verdad, ya me lo ima-gino. A ver. Tu abuelo y su amigo griego... Los dos lucharon en la guerra de España, entendido. Sabe que tu abuelo era español, aunque con nosotros se refirió sobre todo a compañeros franceses. Por instin-to, por no acercarse demasiado a la verdad; te lo dice y se disculpa. Y van a parar a Dachau. Tu abuelo no, pero su compañero griego entró a trabajar en las oficinas del campo. Eso también lo sabíamos. Pero... (Anhelosa.) Leo. «Como trabajaba en las oficinas, mi padre tenía más posibilidades de sobrevivir. El trabajo era mucho menos duro y a ve-ces había más ración para comer. Incluso, desde las oficinas, en alguna medida, se podía ayudar a los otros compañeros, a algunos de los compañeros menos privilegiados, la gran mayoría. Sólo a algunos, los que, por un motivo u otro, parecía importante que pudieran continuar en activo. Había que decidirlo con la cabeza fría, había que entender quién era realmente imprescindible. En un momento dado tu abuelo sintió que se le estaban acabando las fuerzas y pidió ayuda. A su ami-go. Habían luchado juntos tanto tiempo... Pero mi padre no le pudo ayudar. No pudo. Lo consultó y la decisión dura, triste, fue que su amigo era una persona no necesaria. Lo dejaron morir, no hubo más remedio. Pero siempre sufrió remordimientos por haberlo abandona-do. Recordaba los ojos hundidos y sin esperanza de tu abuelo. Soy testimonio de ello, no dejó de recordarlos nunca. Por lo menos, co-rriendo cierto riesgo, le proporcionó la manera de escribir una carta a su mujer. No las postales asépticas habituales, una carta de verdad. La última carta. No recuerdo qué sistema de enlaces podían tener, pero la carta fue escrita y salió del campo. Pocas semanas después tu abuelo ya estaba muerto.» (Pausa. HILDE mira a CLAUD.) Mi obsesión por bus-car... ¡Sirvió de alguna cosa ir a Milo! ¡Al menos para saber!

CLAUD. (Un poco descentrado.) Tu manía: la utilidad de saber. ¿Todavía no te has librado del wolpertinger?

HILDE. Lo tiraré al río. Me siento... Me he quitado un peso de encima. Saber. Y sí, ahora basta. No volveremos a hablar de esto, si no quieres. Pero tienes este correo. Lo tienes. Hemos atado cabos. ¿Estás bien?

CLAUD. ¿Por qué?

HILDE. (Incómoda.) No reaccionas. ¡Una traición patética, Claud! ¿Por qué no reaccionas? (Y es ella quien reacciona, animada.) De acuerdo, ya está. No pretendo... Hablaremos de ello más tarde. A ver si por lo menos esto te hará reír. Acabo de comprarte un libro. Una novela seguramente muy mala, del XIX. Toma. «Últimas cartas de dos aman-

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tes de Barcelona.»

Aunque HILDE le está ofreciendo el libro, CLAUD no hace ningún gesto por recogerlo. Pausa.

CLAUD. (Suave.) Hilde, no habrá dos amantes de Barcelona.

HILDE. ¿No iremos? ¿Has cambiado de idea?

CLAUD. No quiero..., no querría que sufrieras. (Pausa.) Se acabó, nos tenemos que separar.

Pausa.

HILDE. ¿Nos tenemos que separar? ¿Que separar? ¿Entiendo lo que tengo que entender?

Pausa.

CLAUD. Sí.

HILDE. ¿Por qué? ¿A quién has visto hoy?

CLAUD. Eres la mujer más... Eres una maravilla y... (Pausa.) No hay otra manera de...

Pausa.

HILDE. Explícame qué pasa.

CLAUD. No hay nada que explicar.

Pausa.

HILDE. ¿Me abandonas? ¿Por qué te dije que te amaba? No se lo había dicho a nadie. A Travis tampoco. ¿Te has dado cuenta de que me gus-taría tener hijos contigo?

CLAUD. Hilde...

Pausa.

HILDE. ¿Qué? ¿Qué? ¡Me deseas! ¡No puedes negar que me deseas!

CLAUD. No lo puedo negar.

HILDE. ¡Me deseas con furia, cabrón!

Pausa.

CLAUD. Sí.

HILDE. Y después... (Pausa. Frenética.) No, Claud. No, por favor.

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¡Explícamelo, Claud! ¡Claud!

CLAUD. (Tenso y distante a la vez.) Es así. Y... no quiero alargarlo. Eh... Pienso más en ti que no en mí. Recuerda que yo, a ti, en realidad, no te interesaba. Buscabas..., en mí buscabas otras cosas.

HILDE. ¿Ahora con qué me sales?

Pausa.

CLAUD. No lo sé.

HILDE. (Furiosa.) No soy una buena colaboradora. ¿Estoy loca, verdad? No se me puede aguantar y no se me puede enseñar. Vivo atada a fantasmas. Siempre seré una enferma. ¡Nada más que una... desequili-brada, nada más que una enferma! No lo puedo evitar. Y tú no puedes soportarlo. No he dejado de amargarte la vida. Sí, está claro. ¡Sí! Y.. Y ahora ¿qué? No es asunto tuyo, pero... Ahora ¿qué? (Desesperada.) Ahora yo ¿qué? ¿Yo qué hago?

CLAUD. (Neutro.) Encontrarás trabajo. Eres una buena colaboradora. Eres una colaboradora excelente. Me ocuparé de que tengas un buen trabajo. Yo mismo...

HILDE le pega una bofetada.

HILDE. ¡No hablo de trabajo! ¡No te atrevas a fingir que estoy hablan-do de trabajo!

CLAUD. Lo siento.

Pausa.

HILDE. (Hundida.) No me daba cuenta de que ya no podías más.

CLAUD. No es eso.

HILDE. ¿Qué me has hecho? ¿Tú también eres de los que te muerden y mientras lo hacen te piden perdón?

CLAUD. (Con esfuerzo. Está sufriendo. Busca palabras, sin encontrar las adecuadas.) Quiero que salgas adelante. Dentro de unas semanas ya... Tú te sabes valer sola. Tú sabes hacerlo. Has de procurar... No has de pensar en mí, ¿eh? No lo harás.

HILDE. ¡Calla! (Pausa. Bajito.) ¿Qué me has hecho?

CLAUD. Quédate en el hotel los días que quieras. Enviaré a recoger mis cosas.

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HILDE. Ah, tú ya no volverás a poner los pies allí.

CLAUD. (Completamente tenso.) Pero antes de que... Antes querría... No sabes hasta qué punto, querría...

HILDE. ¿Decirme que sólo es una broma?

CLAUD. (Disimulando la desesperación.) Querría que supieras... Querr-ía...

HILDE. ¿Sabes cómo quedo? (Pausa.) Antes no había amado a nadie. De verdad, a nadie.

CLAUD. (Impotente.) Querría...

Pausa muy larga.

HILDE. Si te tienes que ir, vete. (Él se queda tenso, quieto, mirándola.) ¡No me mires! ¿Por qué me miras? ¡No me mires! (Pausa.) No me da la gana de que me veas llorar. (Pausa.) Yo no me puedo mover. ¿Que no lo ves? Vete tú. No me mires. Vete.

CLAUD reacciona.

CLAUD. Sí. (Respira hondo.) Hilde. Sí.

Le da la espalda y se marcha. HILDE se queda sola. Pausa. Se le es-capa un único sollozo. Entonces, con furia, tira, quizá al río, el libro que ha comprado. Pausa. Tiembla. No sabe a qué aferrarse. Segura-mente guarda la hoja del correo electrónico. Y entonces encuentra el wolpertinger. Lo agarra con furia y hace ademán de tirarlo tam-bién. Pero de repente interrumpe el gesto y lo mira.

HILDE. No. Te falta un cuerno y la mitad del otro. Eres horrible. Y vienes de donde vienes. Te quedas conmigo. Adonde vaya, si vivo, si muero... te quedarás conmigo.

Recupera fuerzas. Se arregla la ropa en un gesto innecesario e ins-tintivo, mete el wolpertinger dentro del bolso, mira al río, mira al cielo y, después, se va.

* * *

En la pantalla vemos de nuevo una vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Cae la tarde. EMMA, sola. Suena un teléfono. Lo coge.

EMMA. Sí, diga. (Pausa muy breve.) ¡Claud! ¿Dónde estás? París; qué

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envidia, yo no volveré nunca allí. ¿Eh? No te oigo bien. Ah, ¿y por qué desde un taxi? ¿Por qué no me llamas desde el hotel o, puestos a pe-dir, desde la plaza des Vosges? ¿Hacia qué aeropuerto? A mí me gusta más el de Orly, quizá porque... Sí, estoy muy bien. Sola. Muy bien. ¿Y dónde vas, ahora? ¿Claud? No te oigo bien. Claud, ¿te pasa algo? Qué quieres que te diga, me lo ha parecido. ¿Que me tienes que explicar qué? Es curioso, ayer hablé con Travis. Ayer él y hoy tú. ¿Él? También solo. ¡No te oigo bien, hijo! Sí, Travis. Mira, soy yo quien le llamó. Ahora que las líneas funcionan... Él no me hubiera llamado. No podéis dejar de ser amigos, Claud. Dijo que estaba tranquilo, pero no estoy segura de eso. Nunca estoy segura con vosotros. ¡Ay! Nada, he suspi-rado. ¡Digo que este «ay» era un suspiro! Y ahora explica por qué me llamas. ¿Por qué me llamas, Claud? Has dicho que me tenías que ex-plicar no sé qué. Que sólo querías oír mi voz ni lo has dicho ni es ver-dad. Te pasas meses sin oírla, mi voz. Me gusta que me llames, pero... Bueno, reconozco que no me gusta porque... Si no me llamas es que todo va bien y, en cambio, que me hayas llamado... Espera, que no te oigo. ¿Claud? ¿Claud? Claud, sí, ahora sí, dime. Te escucho. Tú tam-bién estás solo. ¿Travis? ¡Oh, quiero decir Claud! ¡Mi cabeza y este teléfono y la maldita cobertura! Perdona. ¿Estás solo? Me has llamado para decirme ve a saber qué, y no me lo dices, y me da la impresión de que no me lo dices porque he mencionado a Travis y ahora ya no... Sí, y además la batería del móvil cada vez la tienes peor, y por si fuera poco te noto extraño, y calla y no me lleves la contraria. (Pausa.) Olvi-da la salamandra. Desapareció, la salamandra. Pues yo sí que tengo algo que decirte. Estás tenso, estás mal, quizá creas que no me tenías que haber llamado. Sí que me tenías que llamar. ¿Sabes por qué? Al menos para que yo te diga... ¡Claud! Claud, ¿me oyes? Claud, sí, para decirte que, mira, que no quiero saber nada que no tengas ganas de explicarme. Y para recordarte... ¿Claud? Para recordarte que soy tu madre y para enviarte un beso. ¿Me oyes? ¿Oyes lo que te digo? ¿Me oyes? ¿Me has oído, Travis? (Rectifica, enojada consigo misma.) ¡Claud, mierda! ¿Me oyes, Claud? ¡Contesta! ¡Claud! ¡Hijo, ahora la línea no se ha cortado! ¡Claud! ¡Si me oyes, habla! ¡Habla hasta que yo también te oiga! (Pausa. Más bajo.) Claud. (Animada de nuevo y por un instante.) ¡Claud! ¡Ahora! ¿Qué dices? No te oigo bien; ¿has dicho adiós? ¡Claud!

Pausa. Renuncia y cuelga. Queda ausente.

* * *

En la pantalla vemos una pequeña plaza situada en el límite del cas-

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co antiguo de Barcelona.

Cae la tarde. CLAUD y un SEÑOR.

SEÑOR. ¿Tuviste buen viaje de París a Barcelona? ¿Viste el incendio desde el avión? No tienes buena cara.

CLAUD. Estoy bien. Contento de encontrarte.

SEÑOR. ¿Con ganas de trabajar?

CLAUD. Procuro que me vengan.

SEÑOR. He escogido unos cuantos sitios... Estuviste poco preciso con las localizaciones que querías.

CLAUD. Ahora tengo las ideas más claras.

SEÑOR. Esta plaza podemos considerarla como una entrada al tipo de ambiente... Al ambiente que me pedías. Detrás de ti una iglesia de principios del XX, delante otra medieval... La imagen femenina que corona la fuente es una santa que protegía la ciudad... Pero la gente que vivía aquí, la que hizo todo eso, ha desaparecido, se ha extingui-do, o casi, quizá exagero. Se fue a otras partes de la misma ciudad o desapareció. Es un barrio que siempre fue habitado por familias de bajo poder adquisitivo. También ahora. Pero ahora el cambio es bru-tal... Casi todos son inmigrantes recientes, inmigrantes africanos, asiá-ticos, latinoamericanos... ¿Te sitúas? Han hecho suyo el barrio, pero no saben ni qué son estas iglesias ni qué significa esta fuente. (Pausa.) ¿Qué tal? ¿Es eso?

CLAUD. Quizá podría servir.

SEÑOR. (Suspira.) Claud, o me explicas mejor la película que tienes en la cabeza o no podré ayudarte. Un melodrama, una historia de amor, un determinado tipo de barrios... Eso y nada es lo mismo.

CLAUD. Tienes razón. Perdona. (Si hasta ahora le notábamos un poco au-sente, de improviso procura tomar aliento.) Lo intentaré. La historia que quiero narrar... Al menos en parte... A ver. Llegaré hasta donde pue-da. Es un material muy convencional, en realidad. Empiezo.

SEÑOR. Te escucho.

CLAUD. Imagina... Por un lado hay dos amigos; o dos hermanos, no estoy seguro. En cualquier caso se conocen desde pequeños. Se apre-cian y se odian; se dedican al mismo trabajo pero tienen formas opues-

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tas de entenderlo. Quizá, en realidad, cada uno piensa que es el otro quien tiene razón. Muy bien, ya veremos. Y después tenemos a la chica.

SEÑOR. Los dos se enamoran de la misma chica.

CLAUD. Previsible, inevitable. Se enamoran de la misma chica y llegan a hostiarse por ella.

SEÑOR. ¿Literalmente?

CLAUD. Literalmente. Una pelea corta y sucia. Quizá sin ni siquiera darse cuenta del todo de qué hace, uno le pega al otro una patada en los testículos. Una, o dos...

SEÑOR. Para.

CLAUD. Sí, con dos habría suficiente. (Mientras habla se va implicando en lo que cuenta.) Y bueno, la chica, también inevitablemente, escoge, de los dos, al que ha recibido la paliza. Después... Imagínatelo. Desde que recibió las patadas, al chico los testículos ya no le han dejado de doler. ¿Pero qué importa eso cuando de verdad deseas a una mujer? Días de sexo, días de pasión que no se acaba..., tal vez días de amor, si es que eso del amor existe... Etcétera. Pero... Hay un pero, no lo olvides. El dolor de los testículos que no..., que todavía no desaparece. Y se da cuenta, además, de que en el lugar de los golpes tiene una mancha oscura. No exactamente un hematoma. Y que con los días aumenta de tamaño. Procura olvidarse de ello. Ama a la chica. Pon que sí, pon que es más que deseo, pon que es amor. Total, hablamos de una película. Un amor salvaje que no había sentido nunca antes. Y ella... ella, senci-llamente, dice que, de verdad, no había amado nunca antes a ningún hombre.

SEÑOR. ¿Sólo lo dice o es cierto?

Pausa.

CLAUD. Es cierto. Seguro. Es cierto. Pero él empieza a tener dificulta-des para hacer el amor. Ella no se da cuenta. Él procura ocultárselo y ella no se da cuenta o hace ver que no se da cuenta. Quizá... No lo sé. No hablan de ello, sólo alguna alusión, y en cualquier caso quieren estar juntos. Viajan. Pasan más cosas que no vienen a cuento. Llegan a una gran ciudad europea. No ésta. Mucho más grande. Y entonces, un día, él desaparece. Durante casi todo un día deja sola a la chica. No le dice ni adónde va ni con quién estará. (Pausa.) En realidad ha reserva-

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do este día para que le hagan un reconocimiento médico. Tiene ami-gos, dinero, influencias... Ha ido a la mejor clínica, al mejor especialis-ta... Está asustado. Un largo y exhaustivo reconocimiento médico. Cada vez está más asustado, pero lo disimula. Y las caras que le rode-an no tienen una expresión muy alegre. Está muy, muy asustado. Con razón. Cuando sale de la clínica ya sabe el diagnóstico. Sin sombra de duda. Tiene dos alternativas, o dejar que le operen o morir. Pero... si le operan, no podrá volver a follar. Si le operan, tendrán que... ¿Lo en-tiendes? No será tan sólo que no pueda tener hijos. Será... No podrá..., nada. Le tendrán que castrar. Así están las cosas.

SEÑOR. ¡Cojones!

CLAUD. (Sonríe.) Sí.

SEÑOR. ¿Y qué decide?

CLAUD. Me parece que no se sabrá. Lo que interesa es la otra decisión. La otra. Toma otra decisión. Hemos quedado que ama a la chica. Le parece que podría vivir con ella para siempre. No importa que la chica sea un fastidio, que le obligue a descubrir historias viejas y desagra-dables...

SEÑOR. Espera, me pierdo.

CLAUD. Otro rato te explicaré esta parte. Ama a la chica, se habría podido casar con ella, habría podido tener hijos con ella, de hecho ella quiere tener hijos... Y eso no podrá ser nunca. Ni hijos ni, pronto... Bueno, decide que han de romper. Y que no le dirá el motivo, no le dirá por qué.

SEÑOR. ¿No dejará que escoja?

CLAUD. Está enamorada, diría que continuará con él. Y después ¿qué? No, de ninguna manera. Rompe con ella de forma brusca. Tal como te he dicho, sin darle explicaciones. La ve hundirse delante de él y no lo soporta, y está desesperado, y tiene que disimular. Hacerse el fuerte, el frío, el hijo de puta. Ella no disimula. ¿Por qué ha de disimular que no entiende nada, que le ama y que no quiere quedarse sola? Pero, en cambio, él ha de aguantar. Él, sea como sea, está perdido. ¿Ella tam-bién? Si resiste, no. Él espera que resistirá. Lo espera, lo desea, lo... Si supieras con qué insistencia suplicaría a cualquier dios a fin de que ella resista y salga adelante... Es una chica frágil... Y..., y..., y la tiene que dejar allá, en plena ciudad, contemplándole el dolor de la cara y sin poder expresar la suya, de desesperación. Imagino muy bien el

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desgarramiento que debe de sentir por dentro cuando, sin poder diri-girle ni una palabra, ni una sola palabra de consuelo, tiene que dar la espalda a la chica, alejarse de ella, y separarse para siempre, dure lo que dure este siempre.

SEÑOR. ¿Qué más?

CLAUD. (Cansado.) ¿No tienes bastante, por hoy?

SEÑOR. Un melodrama. Lo tendrás que rellenar. ¿Pero Barcelona qué pinta aquí?

CLAUD. (Respira hondo. Se repone.) Ya lo entenderás. Y un barrio como éste me puede convenir, en serio. Pero ahora basta, ahora llévame a cenar. Hablaremos de otras cosas, ¿eh?

SEÑOR. Muy bien.

CLAUD. Ah... Espera. También quería preguntarte... No sé si me podrás responder. Es, simplemente, curiosidad. Mientras volaba hacia aquí he leído una guía sobre Barcelona. Por encima. En la guía se hace referencia a una lengua... No sé, quizá un dialecto... (Decidido.) ¿Se habla alguna otra cosa que no sea español aquí?

SEÑOR. ¿Cómo? Estaba pensando en tu historia.

CLAUD. No te ha gustado.

SEÑOR. Esperaré a que tengas el guión más claro. ¿Qué me decías? Aquí, alguna cosa que no sea el español. Sí, el catalán.

CLAUD. ¿Hay gente que lo habla, de verdad? ¿O es como el galés, para situarme?

SEÑOR. Lo hablan, de verdad.

CLAUD. Ah. Tengo un viejo documento, una carta... Son otras histo-rias. Podría ser que... Seguro que no, pero... Quien escribió la carta nació aquí. ¿Habría podido escribir la carta en..., en catalán?

SEÑOR. Habría podido. Aún podría hacerlo ahora.

CLAUD. ¿Quieres decir que...? ¿Conoces a alguien que sepa decirme si el documento está escrito en esa lengua?

SEÑOR. Yo. Yo sirvo para todo, ¿no lo sabías?

CLAUD. Tú.

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SEÑOR. Cuando quieras.

CLAUD. (Expectante y cauteloso.) La tengo aquí, la carta.

El señor, con naturalidad, alarga la mano. Sólo entonces CLAUD se decide a hurgar dentro del bolsillo y a sacar la carta. Se la pasa al SEÑOR. Éste le da una ojeada.

SEÑOR. Sí, es catalán. Sí. (Alza la vista y ve la mirada de CLAUD.) ¿Quie-res que lo intente?

CLAUD. ¿Qué?

SEÑOR. Leerla. Traducirla.

CLAUD. ¿También puedes hacerlo?

SEÑOR. Más o menos.

Pausa.

CLAUD. Por favor.

El SEÑOR examina el texto, tranquilo, indiferente, procurando do-minarlo. Después, lentamente, empieza a traducir.

SEÑOR. Por ejemplo, esta parte tiene la letra más clara. De hecho es una letra muy clara, como si estuviera escrita pensando en alguien que no conoce bastante bien... Digamos que pensando en alguien co-mo yo. (El SEÑOR lee poco a poco, imperturbable y con pocas vacilaciones.) «Aquí la vida es difícil. Sé qué me espera. Has de estar preparada para cualquier cosa que me pueda pasar. Al menos, quizá alguien conse-guirá que esta carta, tan diferente de las postales que te envío de vez en cuando, pueda llegar hasta ti. Me lo han prometido. Perdona que te escriba en catalán. Lo entiendes mal pero harás un esfuerzo; mi francés es poco expresivo y no quiero hablarte de ninguna otra mane-ra. Me gustaría tanto verte de nuevo a ti, y ver por lo menos una vez en la vida a mi hijo... Cuando tengo frío pienso en tu cuerpo. Siempre he luchado por causas perdidas, perdónamelo. Si desaparezco, quiero que tú vivas y que no te desesperes, y si te desesperas quiero que de todos modos salgas adelante. Por nuestro hijo. Has de conseguir que él...» Una frase que no entiendo. «No dejo de pensar en el futuro de mi hijo y en el futuro de los hijos de mi hijo. Intenta que ellos sean felices. Nosotros no, pero ellos sí. El mundo de donde vengo, la música que tienen los nombres de las cosas en el mundo de donde vengo, desapa-recerá. Su mundo... No sé cuál será, pero tendrán uno y, sea el que

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sea, no debe desaparecer. Que esto no pase. Que su mundo no des-aparezca. Alguna vez, si te parece, habla a nuestro hijo del lugar de donde yo venía. Para que sepa que existieron otros universos y para que defienda el suyo. Y tú... Mira, si estás demasiado triste, recuerda cuando paseábamos del brazo por el Boulevard Poissonnière, cuando en vez de cenar decidíamos comprar un croque-monsieur y entrábamos a ver las maravillosas películas americanas del cine Rex. Aquellos días existieron. La felicidad existió. Te quiero. Adiós.» Y la firma: «Claudi». (Pausa.) Una carta deprimente. ¿Dónde la escribieron?

CLAUD. En Dachau.

SEÑOR. Ah. (Pausa.) El cine Rex. Allí proyectaban tu última...

CLAUD. (Cortándole.) Sí. (Pausa.) ¿Y... y eso del catalán...?

SEÑOR. (Aún con la cabeza en la carta.) ¿Eh? (Se recupera rápidamente. Busca una respuesta.) Ah, nada. No sé..., como este barrio. Un..., un fenómeno en vías de extinción.

CLAUD. ¿En vías de extinción? (CLAUD ríe un poco, súbitamente diverti-do, amargamente divertido.) El protagonista de mi película... Diría que también lo será. (Media pausa.) Un fenómeno, una especie en vías de extinción. (Media pausa.) ¿Sabes? Quizá me quede unos cuantos días en Barcelona. (El SEÑOR hace ademán de devolverle la carta.) No la necesi-to, la puedes tirar. Tírala. De verdad. (Media pausa. Enérgico, casi des-agradable.) Tírala.

* * *

En la pantalla vemos una vista parcial, siempre exterior, de la casa de EMMA.

Aparentemente cae la tarde. EMMA y el SEÑOR, sentados tranqui-lamente, con bebidas en las manos.

SEÑOR. ¿Has sabido algo de tu hijo?

EMMA. No.

SEÑOR. ¿Y de Travis?

EMMA. Tampoco.

SEÑOR. ¿Seguro?

EMMA. Es que no tengo ganas de hablar del tema.

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(Pausa.)

SEÑOR. La primavera se acaba hoy.

EMMA. Gracias por haber venido.

SEÑOR. Gracias por acogerme.

EMMA. No digas sandeces.

La imagen de la pantalla se va fundiendo, hasta desaparecer. En último término, medio en la sombra, separadas y equidistantes, van apareciendo las figuras de CLAUD, TRAVIS y HILDE. Caminan. Si-lenciosos, caminan sin moverse del sitio. La atmósfera tiene un tono rojizo que se acentúa por momentos.

EMMA. Las salamandras no gustan prácticamente a nadie. Esa era especialmente bonita.

SEÑOR. Los antiguos aseguraban que las salamandras, en el fuego...

EMMA. (Con paciencia.) Que se alimentaban del fuego.

SEÑOR. Algún motivo tendrían para decirlo.

EMMA. La ignorancia.

SEÑOR. Algún otro.

Pausa.

EMMA. Cualquiera diría que el sol no se quiere poner y que hoy la noche no llegará nunca.

SEÑOR. El sol ya se ha puesto. Es el incendio, Emma.

EMMA. Ah, el incendio.

SEÑOR. Aquí no llegará.

EMMA. (Insegura.) No, ¿verdad? Aquí, no.

El SEÑOR mira a EMMA. Sin moverse de donde está sentado, le alarga la mano. Pausa. EMMA alarga la suya y las dos se encuentran a medio camino. Silencio. En el fondo, las tres figuras, CLAUD, TRAVIS y HILDE, continúan caminando, separadas e incansables. Donde sea, entonces, poco a poco, aparece la figura de una bella sa-lamandra. Y de repente, tanto las tres figuras de los tres jóvenes co-mo las de los dos mayores inmovilizan sus rápidos o pausados mo-vimientos. El tono rojizo todavía sube un poco más, mientras la fi-

SALAMANDRA

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gura de la salamandra lo preside todo. Y de improviso, se produce la oscuridad completa.

Barcelona, 2002-2004

JOSEP M. BENET I JORNET

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AGRADECIMIENTOS

Aunque a veces, en la escritura de mis obras, utilizaba informaciones y ayu-das que diferentes personas me habían ofrecido, nunca había tenido la decen-cia de indicar la deuda de gratitud que así había contraído. En esta ocasión, las deudas son demasiado evidentes, numerosas, fundamentales y, al menos por una vez, las tengo que reconocer de forma explícita. Con más motivo aún porque, si a veces el auxilio provenía de amigos pacientes y cercanos, en otros casos me ha llegado de personas con las que no había hablado nunca en la vida. Y da igual, sea como sea, en definitiva, esta obra no existiría, de ninguna manera existiría, sin un conjunto de colaboraciones que casi me atrevo a califi-car de providenciales. Por consiguiente...

Gracias a Sharon G. Feldman y a Marion Peter Holt por sus investigaciones y consideraciones preocupadas y apasionadas sobre algunos nombres propios, sobre el desierto de California y sobre la adecuación de otras ubicaciones de los Estados Unidos.

Gracias a Klaus Laabs también por algún nombre propio, por sus informacio-nes complementarias sobre Dachau... y porque, de pronto, entendió qué tipo de pequeña cosa estaba buscando yo aunque no se la pudiera describir ni supiera cómo se podía concretar.

A través de Klaus, gracias a Florian Borchmeyer porque, Dios mío, de impro-viso me descubrió la crucial existencia de los wolpertinger.

Gracias a Jaume Terradas porque me atendió, no como un científico atiende a un analfabeto, sino de escritor a escritor, y así me descubrió la existencia de las deliciosas salamandras que sobreviven en el desierto de California.

Y, por fin, gracias a Esteve Miralles, que me guió, paciente, sin ofuscarse, entre las etimologías de unos cuantos nombres propios, los nombres que yo necesitaba.

Pero también gracias a Carles Batlle, Sergi Belbel, Toni Casares y Enric Gallén, que me vigilan.