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PRISCILIANO Y EL NACIONALISMO GALLEGO Francisco J. Bobillo L a tendencia a utilizar la historia co- mo elemento legitimador de actuaciones presentes es, como puede suponerse, muy anterior a la formulación weberia- na de sus tres clásicos modelos. Parece como si en un proceso evolutivo y de selección de lo mejor, la simple permanencia se configurase como garan- tía. En este sentido, la tradición en cuanto que fuente legitimadora de origen cobra una importan- da superior a lo imaginable. Incluso en un momento como el actual -de exal- tación de lo nuevo, de culto a lo reciente- 11 prestigio que confiere la antigüedad a institucio- nes, cometidos o incluso objetos que han sobrevi- vido al deterioro del tiempo es difícilmente supe- rable por característica alguna. No se trata sólo de considerar que la monarquía perdería gran parte de su sentido si prescindimos del mágico valor que la historia posee. Sino que conviene tener en cuenta que buena parte de nuestra vida cotidiana está basada en rutinas, convenciones y usos de lejano origen cuya única justificación -si alguna tiene- consiste precisamente en su capacidad para superar la acción del tiempo. Restos de viejas civilizaciones cuyo valor se establece tanto por su escasez como por su anti- güedad, vinos con solera o comercios de ropa interior que lucen pomposamente la divisa de ser «establecimientos fundados en 1851» , configuran un paisaje en donde lo importante, más que nada , consiste en permanecer. En tiempos de extrema movilidad y en sociedades de rápida aceleración en los cambios sociales, ellu stre que proporciona lo antiguo no ha sido todavía superado por el brillo sin matices de lo más reciente. El tiempo aparece así como elemento de legitimación. Y sólo su lento transcurso _garantiza cualidades y significados imposibles de adquirir por otros pro- cedimientos. Había «cristianos viejos» lo mismo que «nuevos 28 ricos». Y el adjetivo que determina la temporali- dad tiene una significación que trasciende a la simple explicación cronológica. La squeda de antepasados ilustres, la utilización de blasones que justifiquen nuestra presencia en este mundo, continúa siendo una actividad común en muchos individuos, de muy distintas procedencias, que consideran su existencia en tanto que eslabón de una estirpe cuyo origen pudiera. ser remoto pero no por ello inasible. Lo primigenio, en cuanto que configurador y equiparable a lo verdadero, consti- tuye uno de los mitos más extendidos en toda suerte de sociedades. Todas estas reflexiones (que podrían ser alarga- das y argumentadas con toda suerte de citas de autoridad, pues el tema ha sido sobradamente es- tudiado), vienen a cuento para que los dos polos -Prisciliano y el nacionalismo gallego- sobre los que va a centrarse esta intervención puedan rela- cionarse pese a la gran distancia cronológica (al- rededor de mil quinientos años) que media entre ambos. Porque, de hecho, esta misma óptica de legiti- mación tradicional, ha servido para que muchos movimientos e ideologías hayan sido tratadas con desdén o superficialidad -especie de sarampión que poco ha de durar- bajo la exigencia de que han de pasar la prueba de fuego de su permanen- cia. Y, por el contrario, pa ra sustraerse a la opro- biosa crítica de ser recientes, surge anhelante la búsqueda de antecedentes que prueben de modo fehaciente que se es mejor o peor pero, en ningún caso, advenedizo, converso o recién llegado. El nacionalismo, en tanto que doctrina (bajo cualquier advocación ideológica), y el galle- guismo, en cu anto que movimiento que desea ba aplicar aquella doctrina a una población y un terri- torio concretos, no fueron tampoco aj enos a este proceso. Y precisamente por ello la búsqueda an- siosa de antecedentes, cuanto más remotos más Priscitiano

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PRISCILIANO Y EL NACIONALISMO GALLEGO

Francisco J. Bobillo

L a tendencia a utilizar la historia co­mo elemento legitimador de actuaciones presentes es , como puede suponerse, muy anterior a la formulación weberia­

na de sus tres clásicos modelos. Parece como si en un proceso evolutivo y de selección de lo mejor, la simple permanencia se configurase como garan­tía. En este sentido, la tradición en cuanto que fuente legitimadora de origen cobra una importan­da superior a lo imaginable.

Incluso en un momento como el actual -de exal­tación de lo nuevo, de culto a lo reciente- 11 prestigio que confiere la antigüedad a institucio­nes, cometidos o incluso objetos que han sobrevi­vido al deterioro del tiempo es difícilmente supe­rable por característica alguna. No se trata sólo de considerar que la monarquía perdería gran parte de su sentido si prescindimos del mágico valor que la historia posee. Sino que conviene tener en cuenta que buena parte de nuestra vida cotidiana está basada en rutinas, convenciones y usos de lejano origen cuya única justificación -si alguna tiene- consiste precisamente en su capacidad para superar la acción del tiempo.

Restos de viejas civilizaciones cuyo valor se establece tanto por su escasez como por su anti­güedad, vinos con solera o comercios de ropa interior que lucen pomposamente la divisa de ser «establecimientos fundados en 1851» , configuran un paisaje en donde lo importante, más que nada, consiste en permanecer. En tiempos de extrema movilidad y en sociedades de rápida aceleración en los cambios sociales, ellu stre que proporciona lo antiguo no ha sido todavía superado por el brillo sin matices de lo más reciente . El tiempo aparece así como elemento de legitimación. Y sólo su lento transcurso _garantiza cualidades y significados imposibles de adquirir por otros pro­cedimientos.

Había «cristianos viejos» lo mismo que «nuevos

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ricos». Y el adjetivo que determina la temporali­dad tiene una significación que trasciende a la simple explicación cronológica. La búsqueda de antepasados ilustres, la utilización de blasones que justifiquen nuestra presencia en este mundo, continúa siendo una actividad común en muchos individuos, de muy distintas procedencias , que consideran su existencia en tanto que eslabón de una estirpe cuyo origen pudiera. ser remoto pero no por ello inasible. Lo primigenio , en cuanto que configurador y equiparable a lo verdadero, consti­tuye uno de los mitos más extendidos en toda suerte de sociedades.

Todas estas reflexiones (que podrían ser alarga­das y argumentadas con toda suerte de citas de autoridad, pues el tema ha sido sobradamente es­tudiado) , vienen a cuento para que los dos polos -Prisciliano y el nacionalismo gallego- sobre los que va a centrarse esta intervención puedan rela­cionarse pese a la gran distancia cronológica (al­rededor de mil quinientos años) que media entre ambos.

Porque, de hecho, esta misma óptica de legiti­mación tradicional, ha servido para que muchos movimientos e ideologías hayan sido tratadas con desdén o superficialidad -especie de sarampión que poco ha de durar- bajo la exigencia de que han de pasar la prueba de fuego de su permanen­cia. Y, por el contrario, para sustraerse a la opro­biosa crítica de ser recientes , surge anhelante la búsqueda de antecedentes que prueben de modo fehaciente que se es mejor o peor pero, en ningún caso, advenedizo, converso o recién llegado.

El nacionalismo, en tanto que doctrina (bajo cualquier advocación ideológica), y el galle­guismo, en cuanto que movimiento que deseaba aplicar aquella doctrina a una población y un terri­torio concretos , no fueron tampoco ajenos a este proceso. Y precisamente por ello la búsqueda an­siosa de antecedentes , cuanto más remotos más

Priscitiano

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valiosos, que dejen claro que no se trata de cons­truir ex novo: lo que se pretende, en una elabo­rada palingenesia, es ni más ni menos que recupe­rar unas reales o míticas señas de identidad origi­narias. Regresar a una legendaria época arcádica en la cual no se conocían los males que hoy nos amenazan, ni existían los problemas que ahora nos perturban.

El mito originario de toda utopía es el mito del Paraíso perdido (1). Y la querella que provocó la Ilustración en el pensamiento europeo, el cono­cido debate entre antiguos y modernos (2) tiene como uno de sus ejes de discusión la idea de tradición como idea mágica , y, consecuentemente, la historificación de la leyenda.

Puede admitirse sin esfuerzo que en buena parte de los movimientos nacionalistas, sobre todo en sus orígenes, figura este deseo de vinculación con el pasado. El teórico y el activista nacionalista, en su formulación doctrinaria y en su tarea práctica, busca enlazar un pasado mitificado con un futuro utópico a través de su acción presente. En su · utopía hay , pues, nostalgia del Paraíso perdido y existe también, como se ha dicho , eterno retorno.

Una minoría intelectual, que se configura como intérprete exclusivo de las aspiraciones populares , elabora una tradición que pasará posteriormente al pueblo. La creencia en ese pasado, inexistente o mitificado, cumplirá idéntica función a la que de­sempeñaría si dicha creencia tuviera una base real. La vinculación tradición-nacionalismo, al margen de su carácter intemporal, eterno, es de­cir , ahistórico, se presenta, de este modo, con una coherencia interna y un atractivo estético y emo­cional de gran eficacia.

Recuerdo, así, se vincula a esperanza; ese es el modo de salir de un presente insatisfactorio: por la evocación que conduce a la utopía.

Pero a este nexo entre tradición y nacionalismo hay que añadir también el que existe, al menos en una buena parte de versiones doctrinales, entre religiosidad y nacionalismo. Y en el caso concreto del nacionalismo gallego, tal como fue formulado por sus principales teóricos , dicha vinculación re­sulta difícilmente discutible .

Es una religiosidad que teniendo como basa­mento esencial el cristianismo, manifiesta, sin embargo ciertas notas que la diferencian y singula­rizan. Porque nacionalismo es precisamente eso; la afirmación de lo específico. «Ser diferente - in­sistiría Risco una y otra vez- es ser existente». Y en esa búsqueda de lo peculiar, de lo que nos individualiza y diferencia, la ortodoxia del dogma católico no podía convertirse en valladar inexpug­nable para la finalidad política. Aunque se crea en el mismo Dios y en idénticos mandamientos, cada pueblo posee luego determinadas creencias, fre­cuentemente anteriores a la llegada de Cristo, que ni es posible ni tampoco conveniente desdeñar.

En esas creencias figuran, como es sabido, mu-

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chos elementos profanos; restos de paganismo y de supuestos luego calificados de heréticos, larga y duramente combatidos péro sin conseguir, pese a ello, su completa desaparición. Es una religiosi­dad difusa pero que, una vez más, según lo dicho, si ha conseguido supervivir está mostrando su im­portancia.

Para que esa religiosidad pueda ser instrumenta­lizada en favor de la doctrina nacionalista es pre­ciso elaborar sincréticamente una amalgama de creencias en donde, unidos por el mortero de la religión cristiana, se consiga un mosaico en el que aparezcan los restos de aquellos viejos mitos. So­bre todo, aquellos mitos que puedan contribuir en mayor medida al afianzamiento y difusión de la doctrina nacionalista.

En una sociedad predominantemente campe­sina, es, pues , inevitable una cierta sacralización de la tierra; y esa teofanía rural, en donde la sacralidad se muestra simbólicamente , sirve do­blemente al objetivo aludido . Se sacraliza tanto el medio de vida -campo- como el hogar de un pueblo - tierra-. Es el «patriotismo vegetal» (3), expresado por Risco en un artículo aparecido en el primer número de la Revista «Nos», que, como es sabido, constituyó uno de los principales medios de difusión del galleguismo durqnte el período de entreguen·as.

Tenemos, pues, esbozados ya tres elementos (nacionalismo-tradición-religiosidad) sobre los que ha de asentarse el núcleo principal de la hipótesis que aquí va a ser formulada. Hipótesis que, de modo resumido , consiste en afirmar que los teóri­cos del nacionalismo gallego reivindican la doc­trina priscilianista y la figura de Prisciliano con una casi exclusiva finalidad política. Tal reivindi­cación interesada, por lo demás, fue llevada a cabo con un conocimiento muy escaso tanto de la persona como de la doctrina.

Para el desarrollo de dicha hipótesis me he fi­jado, de modo particular, en la obra de los más destacados teóricos del nacionalismo gallego de los años veinte. De aquellos pensadores que, con su elaboración doctrinal y su aportación práctica, contribuyeron de modo decisivo al surgimiento de una conciencia nacional gallega y a la organiza­ción de grupos políticos y culturales que, poste­riormente, desembocarían en la creación del Par­tido Galleguista.

No se puede olvidar, para la correcta compren­sión de cuanto queda dicho, que tanto Risco como Castelao u Otero Pedrayo, por tomar solamente a las tres figuras más destacadas, tenían (al menos en los años 30) una visión de la historia de Galicia sumamente condicionada por la versión difundida, en parte por Vicetto y sobre todo por Murguía.

Y Murguía, en su Historia de Galicia, había planteado el tema Prisciliano con una óptica más interesada que veraz como, muchos años después , dejara en claro Henry Chadwick (5) . Pero, ¿qué es

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lo que Murguía trasmitió y los nacionalistas admi­tieron con respecto al priscilianismo?

Pues, primordialmente, las razones y justifica­ciones del arraigo y difusión de una supuesta here­jía. Tanto Murguía como, posteriormente, una buena parte de los nacionalistas , eran católicos practicantes. Pero al intentar conciliar los supues­tos ideológicos con sus convicciones religiosas te­nían que reaccionar de ese modo. Para todos ellos , las causas del éxito del priscilianismo en Galicia se basaban, sobre todo, en dos hechos:

a) La pervivencia de la influencia semita y arriana en Galicia. Una influencia llegada de Egipto y Asia que no fue desterrada fácilmente.

b) La perduración del druidismo céltico, con su vinculación a la tierra y la consideración de la naturaleza como hierofanía.

Ambos elementos constituyeron -según Mur­guía- poderosos auxiliares a la propagación de la herejía. Es decir, Prisciliano encontró en Galicia -con sus específicas características- el terreno abonado para la propagación de una doctrina que encontró escaso éxito en otras zonas de la Penín­sula.

Determinadas idolatrías , como la adoración al cielo y la luna, muy extendidas en Galicia antes de Prisciliano y que tanto Murguía como el propio M. Pelayo (6) vinculan a los ritos célticos , vendrían en apoyo de esta tesis. Tesis que, incluso Una­muno, semiaceptando lo expuesto por Duchesne con respecto al auténtico ocupante del sepulcro de Compostela (7) , formuló diciendo que Priscilianp «bautizando las supersticiones célticas, trató de cristianizar a su pueblo» (8).

Esta es, pues, la idea matriz de Murguía que pasaría íntegra al pensamiento galleguista poste­rior. En buena parte de los casos incrementando la dosis retórica requerida, de lo que son buena muestra, por ejemplo, Portela Valladares (9) o Pe­dret Casado (10). En otros, como en el caso de Otero Pedrayo (11), más matizado aunque coinci­diendo en los aspectos sustanciales.

Otero Pedrayo muestra a Prisciliano como ar­quetipo representativo de las virtudes del alma gallega. Así, el obispo de Avila dispondría de una amplia preparación dialéctica, un especial dominio del arte de la discusión y otras características si­milares. Pero, por encima de todo ello, Prisciliano fue el adaptador de lo celta al mundo católico (y no «importador de doctrinas extrañas al espíritu y la tradición gallegas»): de ahí su éxito y la perdu­ración de su nombre (12).

Para el historiador orensano, Prisciliano sería el «primer teólogo gallego». Y aunque no ignoraba que con respecto a Prisciliano apenas se conocen los últimos cinco años de su vida (380-385), y ni se sabe con certeza en dónde nació ni cuándo ( 13) insiste -siguiendo a Sulpicio Severo- en presen­tarlo no como romano-lusitano, sino originario de un linaje genuinamente galaico de sangre y dinero,

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con tierras y ganado, un poco como el propio Otero Pedrayo lo era.

El entronque de Prisciliano con la cultura celta no ofr~ce dudas a Otero Pedrayo. La vida reti­rada, propia de los druidas (y, en suma, propia de los gallegos y de su tierra), el panteísmo natura­lista y otras características similares , vendrían en apoyo de dicha vinculación. Otero, al propio tiempo, disculpa las confusas relaciones de Prisci­liano con la cohorte de mujeres que le seguían. Niega la existencia de orgías y dice que aquellas tenían el carácter de sacerdotisas en las cuales , al igual que ocurre en muchas culturas antiguas, la mística se l?resentaba como un sucedáneo del ero­tismo.

El juicio global que Otero Pedrayo nos ofrece de Prisciliano no .constituye, como ocurría con Portela o Pedret, una defensa sectaria ni una abso­luta exculpación. Es más bien una reivindicación de alguien que considerado gallego ha sido denos­tado durante siglos por la Iglesia y que, incluso en tiempos más próximos, sigue siendo juzgado, pri­mordialmente, como un heresiarca sin entrar en otro tipo de matizaciones. Este último es el caso, entre otros , de Amor Ruibal, Menéndez Pelayo , el canónigo López Ferreiro y otros pensadores casi siempre vinculados de un modo u otro a la oficia­lidad católica.

Porque es, precisamente , el carácter heterodoxo de la doctrina priscilianista el que impide una aceptación total de su figura por los galleguistas . En el nacionalismo gallego Santiago acabará venciendo a Prisciliano: Y lo que en este último pudiera haber de creencias populares, de vincula­ción con la naturaleza o con antiguos rituales , cederá su puesto a la imposición eclesiástica de la ortodoxia. El Día de Galicia será, para los nacio­nalistas, el 25 de julio, día de Santiago.

Resulta, en este sentido, clarificadora la contra­dictoria posición adoptada por Risco con el paso de los años. En 1933, en pleno auge del naciona­lismo gallego, Risco, quizás el que más religjoso entre los dirigentes galleguistas , intenta todavía mantener los supuestos de Murguía ya enuncia­dos. Así, escribirá:

«0 Apostol Santiago trouxo o cristianismo e con él produciuse un gran movemento intelec­tual , principalmente arredor das porfías con Prisciliano, en quen revivían antigas creenzas céltigas» (14).

V e in te años después, desaparecido el galle­guismo organizado como resultado de la victoria franquista en la guerra civil, el propio Risco dirá:

«Pretender observar supervivencias célticas en el priscilianismo, es fantasía sin funda­mento» (15).

Como puede comprenderse este cambio de posi­ción viene motivado, primordialmente, por la es-

Prisciliano

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casa tolerancia que la censura religiosa de la época hubiera manifestado frente a cualquier elo­gio hacia una herejía. Pero, además de ello, hay que tener en cuerita dos factores: uno, que Risco había incrementado sus prácticas religiosas y otro, que había abandonado su militancia nacionalista. N o había pues, razón alguna para la reivindicación y, por el contrario, pesaban más las existentes para la condena.

Caso muy distinto es el de Castelao; y es dis­tinto por su nulo fanatismo religioso -su fe fue enfriándose durante la república y el exilio poste­rior- como por continuar manteniendo su convic­ción y militancia galleguista hasta el final de su vida. Careciendo, en este sentido, de todo condi­cionamiento eclesial y atento sólo a la propaganda nacionalista, la consideración que Castelao efec­túa sobre Prisciliano adquiere unos tintes de in­condicionalidad muy superiores a los de sus anti­guos compañeros de inquietudes.

Así, escribirá:

«Galizia abrazou o cristianismo de Prisciliano · durante mais de cen anos e ainda hoxe buJe no fondo da ialma galega; pero a concencia mística deixouse vencer pol-a intransixencia ibera e agora nin tan siquera sabemos onde reposan as cinzas, denantes veneradas, do es­grevio teólogo, e xa nin ternos azos pra rei­vindicamos a su a memoria».

Es decir que la persecución y muerte de Prisci­liano no es tanto la consecuencia de un enfrenta­miento intraeclesial entre ortodoxia y heterodoxia con el triunfo de los primeros, sino, que a juicio de Castelao, consistió en un conflicto entre la conciencia mística de Galicia y la intransigencia íbera foránea. El carácter vernáculo de Galicia se remonta, pues, al siglo IV, en donde se manifestó ya en el plano religioso .

En idéntica concepción insistirá, páginas des­pués, en la misma obra, en esta ocasión poniendo todavía mayor acento en el citado factor de diferen­ciación.

«A Galiza do seculo IV -povo celta, romani­zado e cristianizado- deu a figura extraordi­naria de Prisciliano -dirá Castelao-, perse­guida por enxertar na doutriña católica o sen­tido panteísta do seu país natal e a liberalidad moral dos seus coterrans ... os seus dicípulos deronlle sepultura na nosa terra, e a sua dou­triña enxendrou unha Eirexa separada, onde se cobexaron todol-os galegos. O priscilia­nismo botou raíces tan fondas na alma mística de Galiza que a pesares das paulillas dos cre­gos, o noso pobo aldean sigue sendo hetero­doxo. Tivemos, pois, inclusive, unidade reli­xiosa con características que ainda hoxe so­breviven».

Francisco J. Bobillo

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Como puede advertirse, en este último párrafo queda ya, de modo explícito, plasmada la finali­dad de la actitud reivindicativa de Prisciliano por parte de los galleguistas . Lo importante es buscar un elemento más de afirmación del hecho diferen­nial y situarlo lo más lejano posible en el tiempo. Galicia ha sido, según esta posición, distinta del resto de la Península desde tiempos seculares . Ni tan siquiera una religión uniformadora suprimió inicialmente aquella diferencia. N o importa tanto que se ignore, como se ha dicho, si Prisciliano era o no gallego, o que fuera obispo de A vila, como la posible utilización de su figura para una finalidad política determinada.

Parece innegable, a la vista de las investigacio­nes más recientes (18) que en la querella priscilia­nista hubo, desde luego, factores extrarreligiosos. Pero, en ningún caso, dichos factores, propios de muy distintas épocas y conflictos de intereses en­tre jurisdicciones eclesiásticas, pueden ser traspa­sados al plano del nacionalismo como muestra de la opresión centralista. Ni en el siglo IV Galicia, en su configuración y sus límites, se parecía ape­nas a la Galicia del siglo XX, ni el panteísmo, el gnosticismo o ciertas latrías eran exclusivas de los habitantes del noroeste de España.

Si se admite, por lo demás, que hubo asenta­mientos celtas en otras zonas de la Península en las que, sin embargo, no cuajó el priscilianismo al igual que en Galicia, la relación entre ambos ele­mentos comienza a debilitarse. En este sentido, un estudio de López Caneda, leído en Salamanca en 1964, pretende establecer que si bien Prisci­liano representa en la historia de Galicia el deseo de resucitar y revigorizar las creencias anteriores, fundiéndolas con los elementos doctrinales de la Iglesia católica, el entronque no se establece con el panteón celta, sino más atrás, en el neolítico, con su simbolismo lunar (19) .

No hay, en este último estudio, una estricta pretensión nacionalista, ni tampoco el simple de­seo de remontarse todavía más en el tiempo. Sin entrar, pues, a discutir dicho enfoque, planteado en un t.rabajo de desigual mérito pero alejado del tema aquí establecido, es preciso reconocer no obstante la debilidad del argumento nacionalista que López Caneda quiere demostrar.

El nacionalismo, en su imprecisa formulación, finaliza por convertirse en lo que los nacionalistas establecen como normas irrefutables. Aunque ésto, que parece una simple tautología, sea, para­dójicamente, lo que le proporciona a la doctrina una mayor virtualidad y capacidad de adecuación a distintas ideologías , clases sociales y territorios . Y es, precisamente, esa capacidad la 0 que ha permitido, entre otras cosas, f - ·-que hoy se siga hablando en Galicia de Prisciliano. ·

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NOTAS

(1) Abellán, Mito y cultura, Madrid, 1971, págs. 18-19. (2) Tierno, Tradición y modernismo, Madrid, 1962, págs.

16 y SS. (3) Risco, <<O sentimento da terra na raza gallega>>, NOS,

1, Outono, 1920. (4) M. Murguía, Historia de Galicia, Lugo, 1866, págs. 464

y SS . (5) H. Chadwick, Priscillien of Avi/a: the occult and the

charismatic in the early church, Oxford University Press, 1976. Hay versión española, Espasa-Calpe, Madrid , 1966.

(6) M. Pelayo, Historia de los Heterodoxos españoles, t . II, pág. 143.

(7) Duchesne, St. Jacques en Ga/ice, pág. 19, fue quien difundió la idea de que el enterrado podría ser Prisciliano.

(8) Unamuno, Andanzas y visiones españolas, 2.3 edición, Madrid, 1929, pág. 69. Tal concepción será negada por López Caneda, quien la vincula a creencias anteriores al celtismo.

(9) Portela Valladares, Unificación y diversificación de las nacionalidades, Barcelona, 1932, págs. 143-204.

(10) P . Pedret Casado~ <<Xesús ante o Priscilianismo», La­gos, 28-29, 1933, pág. 60.

(11) Otero Pedrayo, Historia de la cultura gallega, Buenos Aires, 1939, págs. 53-72.

(12) lbidem.

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(13) Cordero Carrete, << Sobre el origen de Prisciliano>> , Cuadernos de Estudios Gallegos, t. VIII, 1953, págs. 121-130.

(14) V. Risco, Murguía, (1933), Galaxia, Vigo, 1976, pág. 65.

(15). V. Risco, Historia de Galicia, (1952), Galaxia, Vigo, 1971, pág. 65.

(16) Castelao, Sempre en Galiza, (1944), Akal, Madrid, 1977, pág. 36.

(17) Ibídem, págs . 50-51. (18) Los estudios de Benedikt Vollmann, son, acaso, lo

más valioso de los últimos años. Puede verse, por ejemplo Studies zum Priscillianismus; die Forschung, die Que/len, der Fünfzehnte Brief Papst Leos des Grossen, que constituye el núcleo de su tesis doctoral, publicada por Eos Verlag der Erzabtei, St. Ottilien, 1965, también, del mismo autor, <<Prisci­llianus>> en Pauly-Wissova, sup. XIV, 1974, págs. 485-559, que complementa el anterior. Los más conocidos trabajos de E. Babut, Priscillien et le prisci/lianisme, París, M. Champion, 1909; M. Chadwick, ob. cit., aunque anteriores, constituyen un necesario complemento. Véase, asimismo, la muy completa bibliografía facilitada por Blázquez en este mismo volumen, (pág. 50).

(19) López Caneda, Prisciliano; su pensamiento y su pro­blema histórico. Cuadernos de Estudios Gallegos, anexo 16, Santiago de Compostela, 1966.

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