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Por La Camiseta 8-13

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Por la camisetaFernando Sanchez y Guido Sandleris

Ilustraciones Fabián Zaccaria

Bogotá, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Panamá, Quito, San José, San Juan, Santiago de Chile.

www.kapelusznorma.com.ar

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El Polideportivo

El grito de Manu llena el living de gol. El remate de zurda seco, al ras del suelo, envía la pelota de gomaes-puma azul, la misma que lleva todas la mañanas a la escuela, aplastada y escondida dentro de la mochila, por enésima vez al ángulo inferior derecho de la puer-ta que da al pasillo que va hacia el baño… de donde sale disparada su mamá, que no viene a abrazarlo para celebrar el gol, precisamente.

–¡Manuel! ¡Te dije que no grites, que vas a desper-tar a Cami!

¡La lleva Messi! ¡Messi toca para Iniesta! ¡Iniesta de-vuelve de primera para Lio! ¡Sensacional pared! ¡Messi hace la diagonal! ¡¡¡Elude a uno, elude a otro!!! ¡¡¡En-frenta al arquero!!! ¡¡¡¡Cantalo, cantalo, cantalo!!!! ¡Gol! ¡¡¡Goooooooool!!! ¡¡¡Gooooooooool de Messi!!! ¡Gol de Lio! ¡Gol de Messi! ¡Qué golazo, señores! ¡Goooooooooooooool!

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Cami es la hermana más chica de Manu, que duer-me la siesta en el cuarto de sus padres y es la razón por la cual, desde hace catorce meses, Manu no pue-de celebrar sus golazos sin que su madre le grite toda-vía más fuerte.

¡Ah, qué épocas aquellas, señores, en las que Manu podía quedar afónico con un alarido de gol que reíte del “Loco” Abreu! ¿Quién lo mandó a tener otra hermanita a los nueve años? ¡Como si no fuera suficiente con tener

que soportar a Luna, su hermana de cinco, señores!

Suena el timbre y el partido imaginario que enfren-taba a Manu contra un par de sillas se interrumpe. Del otro lado de la puerta se escucha la voz de Pedro.

–¡Abrime, Manu, que tenemos que irnos!Manu corre hacia la puerta mientras termina de po-

nerse la camiseta número 10 del Barcelona (la de su ídolo, Messi), la misma que había revoleado sobre su cabeza durante el festejo. No es la oficial, no es el últi-mo modelo con las rayas anchísimas y medio esfuma-das, pero es la de Messi y eso le alcanza. En realidad, estaba listo desde hace un rato. Se mira reflejado en el vidrio del ventanal que da al hall de entrada. Aprue-ba. Lio no lleva el pelo tan revuelto como Manu, pero

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tiene una nariz mucho más grande, así que están a mano.

–¡Dale, dale! ¡Apurate! –dice Pedro. Caminan juntos los veinte metros que separan la

casa de Manuel de la de Santi, y tocan el timbre. Santi suelta la guitarra, va hasta la puerta en puntas

de pie y acerca su ojo derecho a la mirilla. Pregunta “¿quién es?”, más por costumbre que por otra cosa: los tres timbrazos, un código establecido hace tiempo, son señal clara de que del otro lado están Manuel o Pedro, sus amigos y vecinos. Esta vez están los dos.

–Vamos –dice Manu–, no podemos llegar tarde.Manu es el más chico, pero el más alto de los tres.

Tiene el pelo castaño y revuelto, grandes ojos marro-nes, y piernas y brazos largos. La camiseta del Barce-lona, ajustada y cortita, alarga todavía más su metro cuarenta. Podría haberse puesto otra, una más gran-de, de su talle; inclusive, una de Atlanta, su cuadro de casi toda la vida, pero no: la del Barça que le regaló su abuelo para el cumple de ocho es cábala. Además, desde aquellos dos golazos que hizo con esa camise-ta en el cuadrangular del encuentro de familias de la escuela en Carmen de Areco, solo la usa para los par-tidos importantes. Y hoy es un día de esos.

Pedro, el Colo, también apura.

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–¡Dale, Zanti! –dice–. Mi papá noz eztá ezperando en la puerta para llevarnoz.

Pedro es pelirrojo, tiene la cara llena de pecas, los ojos verdes y un ceceo al hablar que no hay fonoau-diólogo que se lo haya podido quitar. Lleva una pe-lota bajo el brazo y se puso sus botines nuevos, rojos con cordones amarillos flúo. “Ojo que te pueden sacar amarilla por encandilar al arquero”, lo gastaba su papá cuando se los ataba. El Colo sabe atarse los cordones, pero prefiere que los botines se los ate su papá, que tiene un método espectacular para que no se le aflojen.

Santi corre a su habitación, agarra sus zapatillas de abajo de una silla y sale tras ellos.

Los tres son inseparables. El Colo, que nació en Es-paña, conoció a Santi a los cinco años, cuando se vino a vivir a la Argentina y sus padres se instalaron en la casa de al lado de la de Santi. Manu llegó a la cuadra dos años después. Su mamá abrió un local de artículos para computación a la vuelta, que atiende ella mis-ma; por eso, Manu se pasa muchas tardes en el local haciendo la tarea, estudiando o, lo que más le gusta, probando juegos nuevos para la compu o para la play. Así se conocieron y se hicieron grandes amigos. Para Pedro y Santi, Manu vive en un paraíso digital, rodea-do de monitores, joysticks y pendrives.

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–¡Santi, llevá un buzo, que te vas a resfriar! –grita la mamá de Santiago desde adentro.

–Ya vengo –dice resignado Santi a sus amigos, que se miran y sonríen.

La mamá de Santi es una fanática de los abrigos. Vive obsesionada con que su único hijo no se en-ferme. “Abrigate, Santi, que te vas a resfriar” y sus variaciones: “Ponete el buzo, que te vas a resfriar” y “Llevá la campera, que te vas a resfriar” son, según los chicos, sus frases favoritas. Es cierto que en junio hace mucho frío, ¡pero es un chico, no una cebolla! Sin em-bargo, tanta insistencia en el tema del abrigo generó una reacción inversa en Santi, que anda siempre en remera, descalzo y moqueando.

Santi vuelve corriendo a su casa, agarra un buzo azul de gimnasia y trota para alcanzar a sus amigos. Por supuesto, no se lo pone: el buzo va atado en la cintura.

De lo de Santi hasta El Poli hay siete cuadras. Al-berto, el papá del Colo, va junto con ellos. El Poli es, en realidad, el Club Polideportivo El Trébol, pero nadie le dice así; todos le dicen “El Poli”, pequeño club de barrio con un viejo bar al frente y una enorme pista de Scalextric a un costado. Además, tiene una can-cha cubierta de básquet a la que se accede subiendo

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una escalera, y una linda cancha de fútbol, con césped siempre reluciente, al fondo. También hay una cancha de bochas que usan los abuelos, mesas con felpa para jugar a las cartas y unos juegos de plaza medio destar-talados donde hay arena.

Hoy, El Poli está lleno de chicos. Pedro, Manu y San-tiago saben por qué: es que hoy, aquí, dentro de un ratito, tienen su primer entrenamiento.

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Llegan a las 16:55, cinco minutos antes del horario pautado. Cruzan el bar, miran con ganas el Scalextric. Esta pista es terreno exclusivo de los fanáticos de los autitos, que van con sus valijitas de herramientas y se pasan la tarde armando y calibrando prototipos, y solo unos pocos chicos pueden darse el lujo de correr allí. Entran a la cancha de El Poli. Es un día soleado pero no hace calor. Por eso, en el costado, cerca de la puerta, donde todavía da el sol, varios chicos con sus padres se amontonan, ansiosos.

–¡Ahí está Pablito! –exclama Manuel, y cruza la cancha para saludar.

Pablito y Manuel son compañeros de escuela. Pablito es petiso, tiene cara redonda, el pelo y los ojos negros, y usa una camiseta de River. Había dudado si ponerse la del Millo o la de Mascherano en la Selección. Pero al llegar a El Poli se dio cuenta de que su elección había sido la correcta: hay tres chicos con la celeste y blanca,

Rodo

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y uno con la azul que la Selección usa como alternati-va. La de River, en cambio, es toda suya. Y eso le gus-ta. Para Pablito es un alivio encontrarse con alguien conocido. No está asustado, se tiene confianza, pero siempre es mejor tener a alguien con quien conversar cuando uno está tan ansioso.

“¿Con quién viniste?, ¿a qué hora llegaste?, ¿tenés nervios?”. Los comentarios sobre las nuevas figuritas de fútbol, la tarea todavía sin hacer y los récords pendientes en el último juego de moda en Facebook se interrum-pen cuando un hombre alto, de unos treinta años o acaso menos, vestido con short negro y remera gris, se abre paso entre la pequeña multitud de chicos, padres, madres, hermanos... Carga sobre su hombro derecho

una gran bolsa de lona azul. Detrás, un enorme labrador negro no le pierde pisada.

–¡Vamos, chicos! ¡Todos conmigo, al centro de la cancha! –dice con tono decidido.

Su voz, su altura y la bolsa llena de pe-lotas infunden un súbito respeto y ejercen una inmediata atracción. Y, además, su pe-

rro inspira un pelín de temor.Espera a que todos se acerquen y co-

mienza a hablar, firme y claro.

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–Buenas tardes a todos… Mi nombre es Rodolfo, pero todos me llaman “Rodo” –dice con una sonrisa–. Voy a ser su entrenador este año.

Rodo no lo admite, pero está algo nervioso. Es su debut como entrenador y espera que nadie lo note… o al menos no tan rápido.

Rodo jugó en El Poli de chico. Era un 5 con bue-na ubicación en la cancha, mucho quite y buen trato de pelota. A los catorce años, un “cazatalentos” con contactos en Boca lo vio jugar en las finales del Torneo Nacional de Menores y lo llevó al club. Hizo dos años de inferiores en Boca y subió a la Reserva. Un año des-pués empezó a entrenar con la Primera en la legenda-ria Casa Amarilla. Rodo era una promesa de la cantera xeneize. A los dieciocho firmó su primer contrato con Boca. Fue suplente durante su primer año en Primera, con poca participación.

El “Chicho” Mauricio Serna, el colombiano que era el 5 de aquellos años, no se lesionaba y no salía nunca, para alegría de los bosteros, que lo tenían de ídolo, y para tristeza de Rodo, que lo miraba desde el banco.

Rodo solo entró en dos partidos, pero en los minutos finales contra Banfield y contra Instituto, en Córdoba,

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con el resultado definido y casi sin posibilidades de mostrar su talento. Al verano siguiente, durante un amistoso de pretemporada, en un cruce en mitad de cancha, pelota dividida, Rodo trabó fuerte; el cuerpo fue para un lado, la pierna para el otro y ¡crac!: “Rotu-ra de ligamentos cruzados de la rodilla derecha”, dijo el médico del club. La rodilla le dolió muchísimo, pero más le dolió escuchar el diagnóstico del doctor.

Luego de seis meses de durísimo trabajo físico, y cuando ya se sentía listo para volver a jugar, una nueva lesión en la misma rodilla puso fin a su carrera. Decidió hacer el curso de técnico, y en El Poli, donde no lo ha-bían olvidado, le ofrecieron su primer trabajo cuando se recibió de DT.

Los chicos nada saben de esta historia, y aunque Rodo se muere por contarles que alguna vez jugó aun-que sea un ratito en la Bombonera, hoy solo piensa en dar la imagen de seriedad, serenidad y seguridad que imponían sus técnicos de las inferiores de Boca.