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Pablo Rey Por el Mal Camino (La Vuelta al Mundo en 10 Años: Sudán, Etiopía y Kenia) Primeras páginas www.viajeros4x4x4.com Contacto: [email protected] Conéctate en Facebook, Instagram, Twitter y YouTube @viajeros4x4x4

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Pablo Rey

Por el Mal Camino

(La Vuelta al Mundo en 10 Años: Sudán, Etiopía y Kenia)

Primeras páginas

www.viajeros4x4x4.com

Contacto: [email protected]

Conéctate en Facebook, Instagram, Twitter y YouTube @viajeros4x4x4

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Rey Berri, Pablo Gustavo

Por el Mal Camino, de la serie La Vuelta al Mundo en 10 Años

1ª edición – Barcelona, España

2ª edición – Buenos Aires, Argentina

3ª edición – Estados Unidos

Ediciones Viajeros4x4x4

ISBN 978-84-615-7176-5

Depósito Legal: B. 13.038 - 2012

1. Viajes, narraciones de. I. Título

WTL-WTHA-BTP-1HBS-1HFGA-1HFGK-WSZ

Diseño de cubierta: El Laboratorio, David Torrents y Pablo Rey

Fotografías y maquetación: Pablo Rey

Fotografías de Anna y Pablo: Carlos Holemans Mestres

©2012 Pablo Gustavo Rey Berri, [email protected]

Prohibida la reproducción por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Para reproducir extractos en medios electrónicos o impresos incluir:

Pablo Rey, Por el Mal Camino, www.viajeros4x4x4.com.

Todos los libros escritos por Pablo Rey de la serie La Vuelta al Mundo en 10 Años están disponibles en papel en Amazon.com y en formato electrónico para Ipad

y todo tipo de tabletas en Kindle.

Historias en Asia y África (2007)

El Libro de la Independencia (2010)

Por el Mal Camino (2012)

The Book of Independence (2013)

EL VIAJE CONTINÚA EN WWW.VIAJEROS4X4X4.COM

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Para Anna, la mujer más valiente que conozco.

El infierno es despertar cada día y no saber qué haces aquí.

Frank Miller

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Desierto del Sahara en el norte de Sudán, cerca de Dóngola.

ESTALLANDO DESDE EL OCÉANO

En este momento vendería mi sueño al peor postor con tal de salir de esta trampa de arenas movedizas, de este

ataúd con ruedas.

Hace horas que tengo los ojos abiertos e inmóviles, secos, fijos en el techo, como si ya me hubiera pasado al

bando de los ciudadanos de la eternidad impasible. Como si nada, ni siquiera esa mosca que se coló ayer por la

tarde y se sacude en espasmos para desperezar sus alas, pudiera hacerme reaccionar. Ella se mantiene cabeza abajo,

ella vuela, ella destroza todas mis leyes de la gravedad con una ingenuidad insultante. Quizás, si consiguiera estirar

mi brazo, podría aplastarla contra la alfombra que cubre el techo de la furgoneta donde permanezco encerrado.

Pero mi cuerpo no responde.

Hace horas que estoy despierto aunque solo deseo desaparecer. No pido más.

Solo quiero cerrar los párpados y dormir. Diluirme en un mundo inofensivo.

Soñar con otro día normal en una ciudad conocida donde todo funcione, donde todo ocupe su lugar, donde todo

esté bien. Una vida donde el peligro sea una opción descartable.

Y cuando esté profundamente dormido quiero creer que ese sueño es la verdad, como si realmente viviera en

un apartamento de cimientos sólidos capaz de resistir los terremotos inesperados. Con una nevera llena de

alimentos frescos, ducha diaria de agua hirviendo hasta que escalde la piel y estantes repletos de libros rebosantes

de aventuras para revivir desde un sofá o el vagón más lleno del metro. Un hogar que acoja con calma la sencillez

de esos días cargados de rutinas que pasan como si nunca hubieran existido. Un lugar con amigos a quienes pedir

una mano cuando el suelo se estremece y estalla.

Hoy pagaría por regresar a ese mundo. Yo, que he soñado toda mi vida con una existencia sin ataduras, volvería

sin dudar un momento a pagar el peaje de disfrutar las alfombras tupidas de la comodidad. Encadenaría mi futuro

a un trabajo fijo y aburrido, a un jefe insoportable y egoísta, a la tortura cotidiana de presentarme todos los días en

esa cárcel que llaman empresa.

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Ahora mismo, quisiera chasquear mis dedos para despertar a miles de kilómetros en un mundo que sé que existe

porque renegué de él. Alejarme de esta maldita realidad que nos mantiene maniatados junto a una pequeña mezquita

marrón sin acabar en medio del desierto del Sahara. Del desierto del Sáhara, en Sudán.

Rotos en el fin del mundo. Rotos en las afueras de un pueblo sin nombre que tampoco aparece en los mapas.

Nadie lo dice, pero viajar también es esto.

Quiero volver a dormir porque es más fácil quedarme en el país de los sueños que asumir esta realidad. Porque

lo que presiento cuando los primeros rayos de sol se apoyan con delicadeza sobre las ventanas de mi casa con

ruedas es una venganza sutil del destino, que se empeña en complacerme.

¿Quieres ir a África? Vas a África. ¿Quieres romper con tu vida rutinaria? Vas a romper con tu vida rutinaria.

¿Quieres vivir la aventura de tu vida? Vas a vivir algo inolvidable.

Te lo aseguro. Después no digas que no lo pediste.

Hay que ser optimista. No tenemos más remedio.

Y si no, que se lo pregunten a los sudaneses que llaman puerto a esa pendiente suave de desierto duro donde el

capitán Dahab decide encallar sus naves.

- ¡Hacía allí! ¡Entre los dos cascos oxidados! ¡Sobre la tierra! -indica al piloto Arabí agitando un brazo hacia

delante, sin pronunciar una sola palabra.

Observo la maniobra sorprendido. Más que optimismo esto parece un acto de fe.

Arabí no pierde la calma ni quita sus ojos de la costa. Lanzar el barco y su pontón sobre la orilla no es la forma

más ortodoxa de llegar a destino, pero ya conoce la rutina. Por eso su mano izquierda deja de vagar sobre el marco

despintado de la ventana para apoyarse sobre el timón de madera curva y pulida. Reacciona despacio, saborea el

paso interminable de cada segundo. Cambia la posición de la cerilla que lleva clavada entre los dientes y separa

los labios dejando escapar una sonrisa perversa.

- Hacia la orilla dijo el jefe...

Llevamos cuatro días avanzando lentamente sobre el lago Nasser, una inmensa reserva de agua dulce en medio

de las arenas vacías del Sahara oriental. Cuatro días rodeados por el silencio de las orillas deshabitadas y estériles

del río más largo de África. Este Nilo estancado por la presa de Asuán debe ser una alucinación colectiva. Solo

agua y desierto, el paisaje más absurdo que puedas imaginar. No hay una forma más amable de describir esta

contradicción. Absurdo.

Por eso comprendo la alegría de los marineros que se juntan en corrillos para observar la playa, donde un grupo

de hombres que buscan un trabajo fugaz se protegen del sol bajo unos pocos cobertizos de paja. Todos esperan que

embarranquemos de una vez en el puerto, que abandonemos esta parodia de mar, esta geografía de islotes resecos,

redondeados y artificiales que se alejan hacia el oeste, recuerdo de los montes que rodeaban Wadi Halfa antes que

la presa inundara el valle.

Puerto es otra de las tantas definiciones optimistas que marcan el carácter africano. En realidad lo que tenemos

delante es solo el filo de la tierra firme. Una orilla vacía, un par de barcos abandonados y la silueta de un pueblo

que comienza unos cientos de metros más allá. Y eso es todo. No hay muelle, ni grúa, ni otras naves en condiciones

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de flotar sobre el agua que apenas se estremece. No hay movimiento de contenedores ni oficinas comerciales con

rótulos sobre las puertas, ni estibadores con tatuajes de sirenas, ni bares de luces rojas regados de alcohol, ni

prostitutas ofreciendo sus servicios.

Estás llegando a Sudán, y Sudán es un país musulmán hasta en los puertos.

Tampoco hay viento. El aire se mantiene quieto, escondido, tímido. Las turbinas del planeta volvieron a

detenerse y el desierto parece todavía más vacío. Son las nueve de la mañana pero podría ser mediodía, el calor es

el mismo, odioso y asfixiante. Te abandonas un día entero al sol y al anochecer ya eres una momia morena de boca

abierta y aturdida. Menos mal que todavía estamos en invierno.

Arabí estira el brazo derecho y empuja la palanca que revoluciona el motor de camión trasplantado al barco

hace unos años. Sin duda, este es su momento culminante. El instante más salvaje de un viaje monótono repetido

una y otra vez entre la última ciudad de Egipto y el primer pueblo de Sudán.

Cuatro días después de abandonar el puerto de Asuán, la proa del pontón se clava en la arena áspera de la orilla.

Observo el rostro de Arabí. Sonríe con placer y un toque de malicia cuando siente la vibración de la tierra raspando

el casco, deteniendo el barco con firmeza. En realidad, aquí, allí, cualquier lugar es bueno para encallar.

En África todo sucede a otra velocidad. La prisa es un concepto que no existe, una definición occidental que

solo ponen en práctica los fugitivos y los conductores de taxis que creen en la vida eterna. Se puede morir de

hambre, por una bala o por el ataque de un león, pero nadie muere de estrés en las llanuras del Serengueti, en las

costas del Océano Índico o en las arenas de Sudán. Quizás sea por eso que los dos militares que conversan bajo la

sombra de un techo de paja nos ignoran un rato. Nos olvidan como si no estuviéramos allí, cocinándonos a fuego

lento bajo el sol.

Solo cuando nuestro cerebro comienza a oler a quemado los militares deciden subir despacio por la rampa del

pontón. Pero antes de revisar la carga procedente de Egipto –un camión inglés con destino a Sudáfrica, una

furgoneta española Mitsubishi L300 4x4 de 1991, cajas mal apiladas llenas de vasos marca Cleopatra– quieren

examinar nuestros pasaportes. A los militares no les importa tanto comprobar si tenemos el visado para entrar a

Sudán como saber si pusimos un pie en territorio enemigo.

Israel sigue siendo un insulto para los musulmanes que no están de acuerdo con el mandato de la ONU de 1947

de dividir el territorio árabe de Palestina en dos estados. Por eso todas las personas que tengan un sello israelí en

el pasaporte tienen prohibida la entrada en Sudán1. Y no sirve que digas que fue solo turismo inocente, que no

estás de acuerdo con la política sionista o que fuiste a llevar ayuda a tus hermanos de la Palestina ocupada. Si

sospechan que visitaste Israel no podrás entrar en Sudán hasta que no tengas un nuevo pasaporte.

Y mientras los militares inspeccionan nuestros documentos página por página aparece un tercer hombre vestido

con una larga galabiya blanca, que trae la lista de impuestos que hay que pagar antes de bajar del barco: derecho

de uso de las carreteras, permiso de circulación de personas y hasta una sorprendente autorización para tomar

fotografías. Eso, además de la visa que sacamos en Ammán, dos países atrás2. Una hora más tarde bajamos la

furgoneta a tierra firme y seguimos a los militares.

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El resplandor que flota en el aire del desierto obliga a entrecerrar los ojos para protegerlos de esa violencia

cósmica que concentra todos los rayos del universo en un solo punto: tu cabeza. El contraste es tan radical que casi

todo podría definirse en amarillo deslumbrante o sombras. Bajo los techos de paja y cemento de Wadi Halfa hay

gente, objetos y matices, pero apenas se distinguen.

Las calles se mantienen tranquilas, la vida siempre ha paseado despacio por los patios de África. Hombres

vestidos con galabiya blanca, con un sombrero otomano rojo ribeteado en dorados o zapatos de imitación leopardo

sonríen ante la llegada de carga nueva procedente del norte. El pueblo sigue conectado con el resto del planeta.

Los niños salen a la luz para agitar sus pequeños brazos y correr persiguiendo la polvareda que levantan nuestras

ruedas. Las mujeres brillan y enseñan su rostro arropadas por sus tobes, vestidos hechos con largas telas de colores

vivos que reemplazan el negro o azul habituales en Egipto. Ellas también anuncian un cambio de cultura.

Sudán es África. Egipto era un apéndice de Arabia.

Unos minutos después, nos detenemos frente a un viejo edificio de cemento con una bandera gastada, rojo verde

blanco y negro, que cuelga inmóvil de un mástil. El aire sigue sin moverse, por la nariz entra un gas tibio y pesado

que apenas alcanza para respirar. En el desierto no se vive, se sobrevive.

De la camioneta que nos guía desciende el mismo hombre vestido de civil que había subido al pontón. Tiene

los pasaportes en la mano y continúa llenando en nuestro nombre papeles impresos en árabe que jamás

comprenderíamos. ¿Será el mismo tipo de preguntas que aparecen en los formularios de entrada a Estados Unidos?

• ¿Alguna vez estuvo involucrado en espionaje o sabotaje? No.

• ¿En actividades terroristas? No.

• ¿Está buscando trabajar en Sudán? No.

• ¿Abusa de alguna droga? No.

• ¿Ha sido traficante? No.

• ¿Quiere entrar en nuestro país para participar en actividades inmorales? Quizás.

Si ha respondido SI a alguna de las preguntas, su admisión al país puede ser denegada.

Apenas pongo los pies en tierra un militar levanta una mano y nos llama moviendo dos dedos con agilidad.

Tiene práctica, ya lo ha hecho otras veces. Otro hombre de uniforme abre una puerta y nos invita a pasar a una

oficina pequeña conectada con el resto del mundo por una ventana sucia de polvo. Cuando se cierra, hunden los

brazos en una caja de madera y apoyan un montón de cables, cargadores y cámaras de vídeo desordenados sobre

un viejo escritorio. Quieren saber cómo funcionan.

Anna, la otra mitad que hace que la historia sea plural, explica con paciencia. Botón para encender. Zoom. La

pantalla se abre por aquí. Clack. A los musulmanes de esta parte del mundo les gusta este cambio de papeles, este

contacto sutil y casual con una mujer occidental. Una mujer de metro ochenta y ojos celestes tirando a grises con

el cabello largo y ondulado al descubierto. La batería se saca así. Una mujer que usa pantalones dando

indicaciones. Está descargada, tienen que encontrar el cable.

- Nosotros trabajamos para aduanas y estas cámaras fueron decomisadas a extranjeros que no las habían

declarado -afirma uno de ellos. -¿Tienen algo que declarar que no nos hayan dicho en el puerto? -Y todos

retornamos a la realidad áspera del desierto.

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Entonces, vuelven a inspeccionar la furgoneta buscando algún botín legal. Esperan una mirada furtiva, un

temblor inapropiado, una duda. Una delación involuntaria. Una cámara de fotos nueva y reluciente que no aparezca

en nuestra declaración.

- Where Sudán? -preguntan mientras abren un bolso.

- Jartum, Djebel Marra, Nyala, El Obeid, Port Sudan, Dinder, Kassala, Meroe, Nil... -enumera Anna haciendo

un repaso a la geografía del norte del país con una sonrisa pacífica y encantadora. Tan abierta y honesta que se

paralizan y olvidan lo que estaban haciendo.

- Ahhh… gut very gut! -asienten los militares recién enamorados mientras su mente vuela a los paisajes verdes

de Djebel Marra en Darfur, un paraíso de árboles, cascadas y leones. El sueño de los habitantes del desierto.

Aprovecho para cambiar de tema y pregunto por Midhat. Midhat Mahir aparece en los apuntes acerca de Sudán

que circulan de viajero en viajero. Nadie sabe si lo que hace es un trabajo oficial o voluntario, pero siempre está

allí. Su rol es el de extraño que ayuda en el papeleo a quienes se atreven a llegar hasta este rincón perdido en el

mundo. Midhat podría ser un personaje mitológico, un nombre inventado.

- Es él -dice uno de los militares mientras señala al hombre que rellena nuestros formularios en árabe sin

preguntar qué debe poner.

Midhat existe.

Vagamos un rato alrededor del edificio mientras nuestros trámites siguen su curso lento, africano. Cuando

volvamos a la ruta solo tendremos autorización para usar la carretera que llega hasta Jartum. En la capital tenemos

que solicitar otro permiso para seguir viaje hacia Etiopía, o hacia Darfur. O hacia donde sea. Sin el salvoconducto

oficial no pasaremos los controles de la policía.

- ¿Y si queremos ir al sur?

- Jamás les darán los permisos para cruzar hacia el sur. Esa es zona de guerra -explica Midhat.

El sur de Sudán se encuentra inmerso en la guerra civil más larga de África. Decir que el norte árabe y musulmán

se enfrenta al sur negro, animista y cristiano es simplificar demasiado. En el sur hay petróleo y las grandes

multinacionales en busca de nuevos yacimientos siempre se han metido en negocios turbios3.

Al terminar con los trámites de aduana nos envían a migración, donde hay que completar más papeles, esta vez

dos veces y por triplicado. Paciencia. Llevamos cuatro horas en la frontera. Esto no son trámites burocráticos, son

relaciones humanas desarrollándose a la velocidad de un camello cojo por el desierto.

Y cuando los tres militares que nos atienden intentan ordenar los dieciocho papeles que tienen entre manos,

empieza una comedia que alguna vez vi en televisión. Es imposible, no puede ser cierto.

Los tres se sientan alrededor de una mesa redonda y se reparten democráticamente los dieciocho formularios,

que cada uno ordena a su manera. Cuando el primero termina, agarra una pila de papeles de uno de sus compañeros

y comienza a ordenarlos sobre los suyos. A su vez, el segundo le quita una pila de papeles al tercero y este, al

primero. Son dieciocho formularios pero parece que tuvieran quinientos.

Me apoyo contra el marco de la puerta y observo sorprendido, hechizado por el arte en su estado más puro. Lo

sé, soy un privilegiado.

Las manos se cruzan, se esquivan y se estrellan en el aire. Una y otra vez vuelven a quitarse pilas de papeles

ordenados para desordenarlos y volverlos a ordenar cada uno delante de suyo. Saben que algo no funciona, pero

ninguno se da por vencido. Cada vez hay menos cortesía, lo que no dicen con palabras lo expresan con bufidos,

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labios apretados y movimientos bruscos. El sentido común susurra vete de aquí, déjalos solos. Pero no puedo.

Esto es un lujo, talento en estado puro.

Sería como abandonar a Benny Hill, Mister Bean y Homer Simpson, sentados en la misma mesa, en vivo y en

directo.

De repente, uno de los tres militares se levanta enfadado de su silla, junta todos los papeles y los arroja dentro

de un cajón. Tira nuestros pasaportes encima, lo cierra con llave y se va de la habitación maldiciendo en árabe.

Si no regresa, nunca podremos salir de Wadi Halfa.

El hogar de Midhat se encuentra en el límite entre Wadi Halfa y el desierto. A primera vista sus bloques de

adobe cocido parecen los muros gruesos de un antiguo fuerte del Sahara. Tras la puerta de entrada hay tres

habitaciones, una cocina, un baño y una sala para la televisión, donde un par de camas de una plaza sirven de

sofás durante el día. Los techos, de paja y hojas de palmera entrelazadas, se sostienen con largas ramas gruesas e

irregulares de madera oscura. Son altos, es la única forma de mantener a raya el calor asfixiante del verano.

El resto del terreno es un jardín de flores y árboles frutales atravesado por caminos de canto rodado claro. Es

sorprendente lo que se puede conseguir con un poco de agua en estos eriales. Sobre el muro hay un pequeño mono

atado con una cuerda larga que camina inquieto de un lado para el otro. Cuando se detiene se mira por unos

segundos en un espejo clavado en un ladrillo de adobe y se acicala. Sabe que tiene visitas.

- Antes estaba suelto, pero saltaba de habitación en habitación rompiendo todo -explica Midhat.

Me acerco despacio, sin saber si me va a morder o huir. Pero se sube a mis hombros y comienza a hurgar en mi

pelo.

- Creo que dice que necesitas una ducha -traduce Anna.

Midhat me hace señas para que le acompañe hacia el fondo del jardín. Más allá de los limoneros y los naranjos

hay un estanque de arena y agua donde cuatro cocodrilos descansan al sol. Esta casa es un zoológico.

Todos permanecen inmóviles, separados de mis piernas por una alambrada baja, aunque por sus ojillos amarillos

y su boca abierta apostaría que están alegres de verme. Debe ser la hora del almuerzo.

- Dentro de poco quedarán tres -afirma Midhat señalando al cocodrilo más pequeño, que se ve demasiado flaco.

-Cuando muera voy a guardar su esqueleto con mi colección de piedras, madera petrificada, huesos y cráneos.

- ¿Y qué les das de comer? -es una pregunta inevitable.

- Casi siempre pescado. En el mercado me guardan todo el pescado que se pone malo con el calor. Otras veces

los militares se van al desierto y cazan una gacela. Ellos se quedan con los mejores pedazos de carne y me venden

el resto.

De momento, el menú del día no incluye a los extranjeros de paso.

Midhat es la oficina de turismo no oficial en Wadi Halfa. Habla con amor de la belleza de las pirámides de

Meroe, de los dos caminos que llevan a Jartum, de la piel de gacela que guarda curándose en sal y del viejo Nilo.

Levanta su brazo izquierdo, desfigurado por el fuego, y lo busca con la mano.

- Lo más bello de mi pueblo está allí, pero ya no lo puedes visitar. Quedó bajo el agua. ¿Conoces la otra historia

de la presa de Asuán? Los egipcios la construyeron para evitar las inundaciones periódicas en el delta del Nilo, y

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eso está bien. Pero en realidad, lo que hicieron fue sacar un problema del norte y enviarlo al sur. Cuando cerraron

las compuertas el lago no solo creció dentro de las fronteras de Egipto, sino también en Sudán. Inundó nuestras

casas, nuestros cultivos, nuestros cementerios y nuestros sitios arqueológicos. Así perdimos el hotel, era antiguo,

hermoso, rodeado de palmeras y jardines llenos de flores blancas. Miles de años de historia se deshicieron en lodo.

Y si en Egipto vuelven a abrir las compuertas, el agua se aleja de nuestros campos y los huertos se secan. Aquí no

podemos trabajar la tierra.

Midhat tiene poco más de treinta años. Es un hombre tranquilo y pacífico, aunque parece que nunca terminará

de digerir esa sensación de injusticia. Con el inicio de la inundación los pueblos y sitios arqueológicos nubios

desaparecieron bajo el agua. Es cierto, hubo una campaña internacional coordinada por la Unesco4 para enviar

equipos de arqueólogos a lugares condenados a desaparecer. Pero si hilamos fino solo los monumentos de dinastías

egipcias como Abu Simbel, Philae, Amada y Kalabsha se desmontaron y reconstruyeron en tierras más altas. Casi

todas las fortalezas que jalonaban el avance del Nilo, escenario de batallas en las guerras periódicas entre el Egipto

de los faraones, el imperio romano y el reino de Kush, terminaron bajo el agua. Lo mismo ocurrió con los antiguos

cementerios y santuarios cristianos que atestiguaban la resistencia de los nubios a las invasiones musulmanas que

avanzaban desde el norte, siguiendo la orilla del gran río.

El llenado de la presa de Asuán, a fines de la década de 1960, provocó el éxodo del pueblo nubio a ambos lados

de la frontera. Más de cien mil personas fueron obligadas a abandonar sus tierras ancestrales y migrar hacia el norte

o hacia el sur, lejos de las vacilaciones de un lago caprichoso. En su éxodo algunos llegaron hasta lugares legendarios

como Estados Unidos, sitios que solo existían en los mapas y las fantasías colectivas de progreso y libertad. Pero la

mayoría fue trasladada a regiones donde tuvieron que comenzar a vivir desde cero, como si el ayer nunca hubiera

existido. La historia de los desplazados es desconocida e incómoda, es una mancha que nunca se menciona.

Así fue como esta parte del Nilo se convirtió en un río de márgenes vacíos, sin pueblos habitados, sin cultivos,

sin ganado, sin vida y sin historia. Los animales salvajes perdieron sus rutas migratorias y murieron de

desconcierto. Las orillas murieron de soledad. Y este pedazo de Sahara quedó aún más desierto, solo agua y arena,

agua y arena. Fue una estocada muy dura para Wadi Halfa, que se convirtió en un pueblo de frontera en el centro

de una tierra arrasada.

Solo cuando un búho se posa en uno de los árboles del jardín, Midhat olvida el agua caprichosa del lago y nos

lleva a su habitación, que esta noche será la nuestra. Hay una cama sencilla que se hunde un poco en el centro, una

mesita baja y una confusión de imágenes clavadas con chinchetas en la pared: un bebé blanco acostado panza

arriba, postales de La Meca, falucas navegando por el Nilo y un cartel de Michael Jackson posando para el álbum

‘Bad’. Es la ensalada que queda cuando mezclas tradición y televisión

- Cuidado con esta caja, mejor no la toquen -resalta sacando un estuche que guarda debajo de la cabecera de

nuestra cama. -Son mis escorpiones.

Su madre es una mujer todavía joven que está feliz por la visita inesperada. Después de recoger los platos de la

cena trae un álbum de fotos. Allí hay un niño pequeño y flaco de diez años llamado Midhat que luce un peinado

afro estilo bola negra de billar. El mismo corte del pequeño Michael en los Jackson 5.

Y sin poder evitarlo, nos explica que varias semanas atrás celebraron la Navidad con unos franceses que estaban

viajando, y que Midhat se vistió de Papá Noel. Y ríe dejando escapar un sonido transparente y cristalino que en un

instante pulveriza todas las diferencias culturales y religiosas.

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Observo a Midhat pero su rostro es negro, no se sonroja. No sé qué trapos habrá usado para disfrazarse del

gordo que llega en Navidad desde su guarida en el Polo Norte. Quizás una galabiya roja, un poco de algodón

silvestre y muchas, muchas almohadas. Lo único que sé es que esos son los gestos que convierten a un desconocido

que vive en un pueblo recóndito de un país aislado, en una referencia de viajeros que partieron de la otra punta del

mundo.

A la mañana siguiente, la habitación se convierte en un colador de luz sobrenatural. Goteras de sol iluminan

pequeñas porciones de pared desde los agujeros del techo. Las partículas de polvo que flotan en el aire surgen

como chispas espontáneas que vuelven a desaparecer cuando se esconden en la sombra. La puerta, hinchada por la

presión de mil rayos provenientes del espacio exterior, parece a punto de estallar. Michael Jackson me observa.

Amanece en Wadi Halfa, desierto del Sahara, Sudán.

Salgo al patio con los ojos entrecerrados por el brillo de la luz y descubro a la madre de Midhat que desaparece

rápido hacia la cocina. Huye como si fuera demasiado pronto, como si todavía no quisiera ser vista. Cinco minutos

más tarde, mientras me enjuago el rostro con el agua fresca de un cubo, vuelve con un gesto extraño. Exhibe esa

sonrisa orgullosa que se instala en el rostro de quienes esconden una sorpresa.

Sus dientes blancos relucen aún más cuando separa los brazos fuertes y negros de su cuerpo vestido de colores

para estrujar los huesos de Anna en un abrazo inesperado. Midhat, que espera a un lado, sonríe con picardía. Sobre

la mesa espera un gran bizcocho casero con varias velas encendidas. Anna me observa indecisa.

Hoy es su primer cumpleaños en la ruta. Midhat se enteró ayer, cuando rellenaba papeles en nuestro nombre

con los pasaportes en la mano.

Ya habíamos recorrido más de veintiún mil kilómetros por el sur de Europa, Turquía, Siria, Jordania y Egipto en

una sucesión de días relativamente tranquilos que habían servido para acostumbrarnos a vivir en una pequeña casa

con ruedas. La ruta apenas nos había enseñado los dientes y el cruce del continente más salvaje del planeta recién

estaba comenzando.

Nuestras páginas se encontraban casi todas en blanco y lo único que pretendíamos era ignorar la mayor parte

de los estereotipos acerca del hambre y la violencia propagadas por la televisión de nuestro occidente tan

civilizado. Queríamos huir de los prejuicios esparcidos por quienes daban su opinión desde una oficina con aire

acondicionado, sin haber puesto un pie en las arenas movedizas de África.

Para conseguirlo teníamos que abandonar las carreteras principales y viajar despacio por los caminos

secundarios, lejos del asfalto. Si queríamos comprender algo debíamos mezclarnos y perdernos, llegar a lugares

donde la gente todavía se sorprendiera de ver un hombre blanco. Esas pocas líneas zurcidas en mi cabeza también

me recordaban que Sudán es un mal sitio para tener problemas.

En el siglo veintiuno las distancias de viaje ya no se miden en kilómetros u horas de avión. Ahora se miden en

complicaciones para llegar a destino. Cuanto más tardes en cruzar una frontera, cuantas más trabas pongan para

otorgarte un visado y más medios de transporte debas utilizar para volver a tu lugar en el mundo, es porque estás

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más lejos. Una furgoneta rota en medio del desierto del Sahara está a años luz de un aeropuerto internacional. El

interior de una prisión africana está más lejos de tu casa que la luna.

Los mapas engañan, Sudán parece relativamente cerca de Europa, otro país marcado con un color distinto en el

patchwork impreso de África. Pero sobre todo está junto a Egipto y Egipto está cerca. Hay vuelos, folletos

turísticos, guías de viaje y cruceros por el Nilo. Todas las ciudades tienen reproducciones de hoteles impersonales

con desayuno continental y buffet de comida típica, libre de diarreas. Todos conocemos a Tutankamón casi como

si hubiéramos compartido una noche de juerga. Todos sabemos cómo son las pirámides aunque no las hayamos

visitado nunca. Más allá de las diferencias religiosas, Egipto está cerca y nadie hará demasiadas preguntas si

decides viajar hasta el país del Nilo.

Pero Sudán es oscuro, complicado y desconocido. Sudán forma parte de esa entidad difusa y antioccidental

bautizada por Estados Unidos como el Eje del Mal. Ni a los guionistas de 007 se les hubiera ocurrido ese nombre.

Sudán tiene un gobierno islamista. Sudán parece en guerra desde el inicio de los tiempos. Sudán no está

mucho más lejos que Egipto, aunque parece perdido en una frontera interminable de desierto. Sudán es uno de

esos países donde no querrás meterte en problemas.

Tomar la huella que sigue la orilla del Nilo para llegar a Jartum a través del desierto fue una decisión consciente

y meditada. Nunca una obligación asumida lanzando una moneda al aire.

Había mejores opciones, como la ruta asfaltada a la capital vía Atbara. Pero eso era demasiado fácil y rápido.

Cruzaríamos el Sahara de Sudán sin habernos detenido lo suficiente, sin haber vivido en él, sin haberlo compartido.

Sin sufrir el proceso de desarmarnos en ese mar de arena, en ese mundo tan ajeno, para emerger como un

rompecabezas más completo. Para eso sirven los viajes.

En la furgo teníamos comida, agua y combustible, no necesitábamos nada más para completar los casi mil

kilómetros de tierra y arena que nos separaban de Jartum. Todavía creía ciegamente que un todo terreno era un

tractor más potente, un tanque capaz de pasar por encima de cualquier obstáculo que se presentara en el camino.

Después de ocho meses viviendo en la ruta y cinco aprendiendo algo de árabe, la fe en nuestra casa con ruedas era

infinita. Seguía sin tener la más mínima idea de mecánica pero eso no me quitaba el sueño. La moral frente a los

retos de lo desconocido era inmensa y lo único que pedíamos eran sorpresas, pruebas y desafíos.

Ya habíamos aceptado el sacrificio de uno de nuestros hijos más queridos y civilizados, la comodidad. Ahora

queríamos aventuras.

Llegar hasta Jartum por el asfalto no tenía mérito si existía un camino alternativo junto a la orilla del Nilo,

una ruta marcada con tinta indeleble en el mapa Michelin del noreste de África. Aquí es necesario aclarar un

detalle muy importante: en aquel momento todavía creía que los tipos que dibujaban los mapas habrían pasado

por allí.

Así fue como nos perdimos hacia el sur en medio de una repetición de campos sembrados de arena gris y rocas

negras. Lo que sucedió a continuación era lógico, aunque no estaba en nuestros planes.

Después de los primeros kilómetros la ruta se transformó en un camino. Luego, fue solo una sucesión de baches

destroza-carrocerías y surcos afloja-tornillos, una trituradora sistemática que abría su boca para masticarnos y

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escupirnos una y otra vez. Había tanta saña en esa huella olvidada que comencé a temer por la furgoneta. Aquello

era bailar sentado, pero no era esa clase de vals delicado que provoca la arena cuando avanzas haciendo eses

extendidas mientras dejas que los neumáticos apenas derrapen. Esto era pogo, el ritmo tribal y desenfrenado de los

mejores conciertos de rocanrol a las cuatro de la mañana, cuando ya todo da igual.

A cuarenta kilómetros por hora el cuerpo rebota sobre el asiento al compás de los surcos que se suceden como

olas. Busco la forma de detener la paliza, acelero a sesenta pero es peor. Y si yo lo sufro aquí arriba, los

amortiguadores estarán haciéndose pedazos.

Entonces nos detenemos y desinflamos un poco los neumáticos. Tampoco funciona. Si queremos llegar enteros

a Sudáfrica habrá que avanzar despacio, a quince tristes kilómetros por hora. Subiendo y bajando cada pequeña

loma como un domador de caballos que se mece en cámara lenta. Con la esperanza de que los huesos resistan, que

todo continúe en su sitio, que estos sean los últimos cien metros de castigo.

Avanzamos, pero el camino empeora. Solo podemos abandonar las sacudidas y acelerar un poco cuando se

abren rodadas paralelas sobre la arena. Pero nada es gratis.

La única forma de combatir las altas temperaturas del desierto es abriendo las ventanas. Ese es nuestro aire

acondicionado. Y exactamente ese es el lugar por donde comienza a entrar la arenilla fina que levantan los

neumáticos. Subimos los vidrios.

Poco a poco, el calor se vuelve insoportable. El aire no circula, el sudor no se evapora. La furgoneta se convierte

en un horno y nosotros, en dos pollos.

Apenas retornamos al camino principal presiento que mi puerta va a salir volando. Todo se mueve a destiempo.

Las garrafas de agua atadas se desploman sobre la cama, la tabla de juegos se suelta y golpea contra el armario que

se abre y deja caer una lluvia de espaguetis y latas de garbanzos. Las pequeñas piedras de colores, las entradas a

las tumbas egipcias, todo lo que hay en el salpicadero termina viviendo a nuestros pies. La ruta que sigue la orilla

del Nilo en el norte de Sudán ya compite por el título de peor camino del mundo.

En cinco horas solo conseguimos recorrer ochenta y cinco kilómetros. Solo nos cruzamos con un camión

destartalado cargado con pasajeros que llevan el rostro tan cubierto como la momia de Ramsés. No hay casas ni

chozas, solo desierto vacío, gris y caliente. La inundación provocada por la presa de Asuán también barrió con la

vida en estas orillas.

El gran río de África, que se prende fuego con la última luz que llega del oeste, es testigo de la transformación

del viaje.

Esto deja de ser turismo.

Despertar es algo extraño que solo parece normal porque estamos acostumbrados. Porque siempre funciona y

el resultado suele ser bueno si olvidamos los días de resaca. Esta mañana, por ejemplo, amaneciste en una cama,

sobre un colchón de unos veinte centímetros de espesor. Te sentaste y estiraste los brazos. O estiraste un brazo y

acariciaste un pecho. O te precipitaste hasta el borde del abismo para ponerte en pie y caminar como un autómata

torpe y erizado en dirección al baño. A esa hora no es necesario pensar mucho, el cuerpo es una máquina que

funciona sola.

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Todavía es temprano cuando abro la puerta medio dormido, con el aire que empieza a calentarse con los

primeros rayos de sol. Serán las siete de la mañana y a pocos metros de distancia hay tres hombres negros vestidos

de blanco que esperan sentados sobre un par de piedras. Estamos en medio de la nada más absoluta, en el centro

de uno de los pedazos más abandonados del Sahara en Sudán, ese espacio de los mapas donde los cartógrafos no

saben qué poner y terminan inventando caminos. No hay una sola casa a la vista.

Los tres hombres se acercan sonriendo y me hablan como si siempre hubiéramos sido vecinos en el desierto,

como si mi árabe fuera algo más que esta memorización de sílabas extrañas que me permiten balbucear como si

tuviera poco más de tres años.

Insisten, uffff, no entiendo nada. Demasiado temprano, necesito ir al baño ¿no se nota?

¿Dónde estamos?

Lo sé, es raro, pero lo primero que hago cuando me levanto por la mañana es mirar mis pies apoyados en el

suelo, como si quisiera comprobar que no sigo soñando, que estoy erguido sobre algo tan sólido como un planeta

entero. Esta vez, de mis pies paso a sus pies. Es involuntario, pero necesito comprobar si tienen seis o siete dedos.

Si estoy despierto, o sigo soñando.

Confuso, me rasco la cabeza despeinada. Lo que siento en el pelo no es caspa, es algo más áspero, más sólido,

granos de arena que quedan atrapados bajo las uñas. Viajar durante largo tiempo por lugares remotos puede

convertir tu cabeza en una masa de greñas de reminiscencias rastafaris.

Ellos sonríen. Solo hablan árabe pero sus manos explican que viven en una casa escondida entre un grupo de

palmeras que se ve al otro lado del Nilo. Beit, najla, Nil. Que nos vieron llegar ayer, ams. Que cruzaron el río para

darnos la bienvenida. Esto lo entiendo cuando señalan un bote pequeño embarrancado en la orilla.

Mi cerebro funciona lento, sigo dormido, necesito un café. En medio del sopor de la mañana, uno de los hombres

abre una tela blanca que lleva anudada entre las manos y me ofrece dátiles secos. Tomo un par y se los cambio por

mi mejor sonrisa disponible a esta hora. Pero insiste, empuja los frutos hacia mí en un gesto inequívoco y honesto.

Son todos para nosotros.

Es la generosidad de los páramos, de los sitios vacíos, donde solo los ermitaños y los paranoicos se alejan de

los extraños. Después de otro par de frases silenciosas llenas de sonrisas mutuas y señales, dan media vuelta y se

sientan a observarnos desde su piedra favorita.

La música tenue que acompaña las historias de suspenso debió comenzar poco después, mientras ordenábamos

el interior de nuestra casa para seguir adelante. Fue algo tan sutil y monótono que no me di cuenta. Un sonido tan

bajo, tan suave, que pasó desapercibido durante el rato que tardamos en volver a la ruta. El Dios invisible que lleva

el futuro anotado en una libreta había encendido la caja dramática para dejar escapar el tono repetido de un piano.

Un instrumento especial de una sola tecla para un pianista de un solo dedo. Una pieza monótona para destinos

trágicos.

Todavía no le oía claramente, pero su eco despertó el impulso de poner algo que pudiera escuchar a este lado

de la realidad. Tampoco entendía por qué ni era necesario explicarlo, pero el cuerpo me pedía una canción

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estridente y extrovertida, provocadora y desafiante, algo que reivindicara nuestra decisión de viajar por los malos

caminos. Algo de Los Toreros Muertos estaría bien.

- No, mejor pongamos algo de Siniestro Total.

En ese momento nunca llegué a sospechar que el único dedo del pianista invisible que viajaba a nuestro lado,

el que puntuaba con saña la nota constante de nuestro destino, era el dedo medio.

- Por lo menos existe un camino -afirma Anna levantando la voz sobre las guitarras y las gaitas de ‘Galicia

caníbal’.

- ¿Camino? Si hasta los burros lo pasan mal por aquí -digo mientras volvemos a los saltos de una huella que

otra vez nos recibe a palos.

- Fai un sol de carallo… -señalan los altavoces en gallego, que están de acuerdo conmigo.

Pero no me preocupa el calor. Nuestra vaca con ruedas, que saluda al desierto con su bocina que imita un mugido

tierno, ya no tiene párkinson. Tiene epilepsia. Cuando dejamos atrás las cuatro casas solitarias del poblado de

Akasha (con quienes compartimos una versión muy personal y bastante desafinada de ‘We are the world’) el

inclinómetro y el altímetro salen volando. El salpicadero no se desprende porque Anna lo soporta elegantemente

con un pie.

A veces uno es ciego, sordo y mudo a los avisos del destino. La intuición envía señales en una especie de código

morse que no siempre somos capaces de interpretar.

Miro el reloj digital del tablero, son las diez, demasiado temprano para ser pesimista. Además, África es un

continente basado en el optimismo contagioso, algún día todo será mejor, ya verás. Hace cientos de años que los

africanos repiten la misma frase.

Poco después la brisa cobra fuerza y se transforma en una tormenta de arena que cubre el cielo con una capa

gris. La visibilidad se reduce a cuarenta metros borrosos. El aire se cuela entre las colinas redondeadas para

precipitarse por los valles secos y atravesar las fisuras de la furgoneta con un silbido de advertencia. ¡Den marcha

atrás! grita la naturaleza. Pero no tenemos el oído preparado para mensajes en esa frecuencia.

Solo nos detiene una piedra afilada que raja un neumático. Aparco fuera del camino y salgo a buscar el pinchazo.

La arena vuela formando remolinos que buscan refugio en las grietas del cuerpo, la boca, la nariz, el pelo, los

bolsillos. Los granos persiguen la humedad y se pegan al lagrimal, me lastimo cuando intento limpiarme los ojos

con los dedos. El aire está lleno de polvo que no deberíamos respirar.

- Está feo afuera -le digo a Anna cuando vuelvo a entrar en la furgo sosteniendo la puerta para que no se la lleve

el viento. -Llueve polvo. Pero igual hay que cambiar el neumático…

- Podrías usar ese turbante que compraste en Egipto para la celebración del final de Ramadán -responde

socarrona mientras me quito una duna de la oreja.

La tormenta nos abraza, nos sacude.

- De esta no te salvas. La rueda de repuesto está en el techo y no puedo bajarla solo. ¿Sabes dónde quedaron las

gafas de aviador que no sabía para qué podían servir?

Hoy toca cambiar un neumático vestido de momia. Esto solo podía ocurrir cerca de Egipto.

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Al amanecer, asomo la cabeza por la puerta entreabierta. Nada recuerda la tormenta.

Reviso los líquidos del motor y ajusto alguna tuerca floja. Anna devuelve un kilo de arena a la tierra y

continuamos avanzando lentamente a través de la desolación. El paisaje cambia, pierde levedad y se despliega en

nuevas colinas volcánicas negras, sembradas de piedras afiladas como navajas. El camino sigue igual de olvidado,

igual de mal querido, igual de cabrón.

Tres horas y cincuenta kilómetros más tarde entramos en Abri, el primer pueblo desde Wadi Halfa. Las casas

de adobe se vertebran como una culebra delgada a los lados de la ruta asentada junto a la orilla del Nilo. Las

fachadas, algunas marrones otras blancas, están pintadas con figuras geométricas de colores. Los niños juegan bajo

el sol con mazorcas vacías de maíz, con ruedas deformadas de bicicletas y coches fabricados con latas de tomates.

Nos detenemos junto a un grupo de hombres jóvenes que fuma un narguile frente a una puerta abierta. Ninguno

habla inglés, pero sacamos la pipa de agua que compramos en Egipto y nos sentamos a su lado. A través de las

señales de humo nos enteramos que están arreglando el hogar de una pareja que se casa dentro de un mes.

Poco a poco se acercan los vecinos atraídos por esa furgoneta rara, extranjera. Los hombres, casi todos vestidos

de blanco, se saludan apoyando la mano derecha abierta en el pecho del amigo como diciendo hola, estoy aquí. Te

veo. Luego se abrazan y se besan en ambas mejillas.

Entre ellos hay uno que sin interrumpir se adueña de nuestra atención. Habla inglés y se presenta: Hassan

Mohammed Halil, maestro de escuela. Cuenta que cultivar el desierto es más fácil que cultivar a un niño. Que en

realidad enseña pero no cobra nada. Que solo echa una mano porque en aquel rincón de Sudán faltan maestros,

pero que dio clases en Jartum, en el sur del país y en Yemen.

Como recién llegados, nosotros pertenecemos al primer grupo con el que entablamos contacto. Debemos aceptar

su hospitalidad y no la de alguna otra casa del pueblo. Por eso, antes de preguntar si queremos quedarnos con él,

Hassan habla con el jefe de la familia donde acabamos de estacionar para fumar el narguile.

- Por tradición, todo aquel que llega y golpea a la puerta es recibido, alimentado y cobijado durante el tiempo

que desee quedarse. ¿Sabes que los lingüistas siguen hurgando en el pasado en busca de la palabra gracias, que no

existe en el idioma nubio?

Asiento y vuelvo a sonreír. ¿Cómo le das las gracias a alguien que no quiere recibirlas?

Su casa es un oasis de armonía que solo se rompe cuando una lluvia fuerte, cada cuatro o cinco años, disuelve

parte de las paredes y las devuelve al desierto. En su interior hay un amplio patio central rodeado de habitaciones,

con el suelo raso, duro y arado con un rastrillo hasta formar un bajorrelieve enorme de pequeños semicírculos

alineados. En la cocina arde un pequeño fuego de leña que mantiene caliente una olla de hierro llena de agua.

Cuatro cestas suspendidas del techo mantienen los alimentos a salvo de gatos, ratones y niños.

Aquí todos se conocen y las puertas que dan a la calle quedan abiertas o se cierran con enormes llaves de madera

de cuarenta centímetros de largo. El único peligro proviene de los escorpiones. Las moscas, no demasiadas pero

insistentes, nos acompañan a pesar de la ausencia de desperdicios.

- Los nubios descendemos de los faraones negros del reino de Kush que gobernaron Egipto. Siempre vivimos

aquí, al este de la gran región de Bilad al-Sudan, el nombre que los árabes le dieron al centro de África y que

significa tierra de negros -explica Hassan.

Hace una pausa para que la información se asiente, y luego continúa. Debe ser un buen maestro.

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- Nosotros fuimos un pueblo independiente que resistió el empuje de los árabes hasta hace unos seiscientos

años. Antes de eso éramos coptos, cristianos que creíamos en la divinidad de Jesucristo. Ahora somos todos

musulmanes. Pero aunque seamos musulmanes aquí cada hombre se casa con una sola mujer. ¿Ves esa casa? Allí

hay una novia encerrada, preparándose para la boda.

- ¿Preparándose?

- Sí. En Nubia las mujeres que se van a casar deben pasar treinta días encerradas en una habitación al cuidado

de su madre. Es la tradición. Solo pueden salir para ir al baño y ningún hombre, ni su padre ni un hermano ni su

futuro marido, pueden verle el rostro, las manos o los pies. Nada, no pueden verle la piel.

- Me gustaría sacarle una foto. ¿Crees que sería posible?

- Pero está toda cubierta…

Diez minutos más tarde Hassan vuelve con el permiso de la familia para fotografiar a la novia. Con él llega una

mujer de unos treinta años que nos guía a través de la entrada y el patio de la casa hasta una puerta cerrada. Da dos

golpes suaves y la abre unos centímetros. Cruza unas palabras en árabe y se aparta.

Sentada sobre la cama hay una mujer mayor de rostro redondo y moreno que nos observa con curiosidad. A su

lado, inmóvil, un cuerpo delgado y completamente cubierto espera con las manos enguantadas apoyadas sobre

las rodillas. El velo azul intenso que le cubre la cabeza impide saber si sonríe, si está aburrida, nerviosa o con

miedo a que algún centímetro de piel traiga malos augurios a su matrimonio. La habitación, austera y pequeña,

mantiene la ventana cubierta con una tela que deja pasar algo de luz. En el suelo hay un montoncito de pequeñas

ramas y un agujero cubierto de brasas que aún desprenden una línea blancuzca de un humo dulzón. Nada más.

No veo ni siquiera una radio, el mejor medio de comunicación en esta parte del mundo.

Miro a la madre que hace un gesto calmo de aprobación, levanto la cámara, y disparo varias veces.

- Shukran -gracias, repetimos sonriendo antes de abandonar la habitación.

Hassan nos espera en la calle.

- Había unas ramas junto a la cama, ¿es algún tipo de incienso? -le pregunta Anna.

- Es shaff. La tradición nubia dicta que la novia debe tomar baños de humo tres veces al día antes de la boda.

Ella debe cubrirse con una manta de lana que llamamos shamla, y ponerse en cuclillas sobre las brasas para que su

cuerpo absorba el aroma.

Lo que Hassan no dice es que la novia suele estar desnuda bajo la manta, y que estos baños de humo comienzan

a tomarse cuando la mujer está a punto de casarse. Es el preludio del sexo en Sudán, así se prepara una mujer para

su boda.

- ¿Y el novio también debe tomar baños de humo?

- A veces. Pero sobre todo toma baños de henna en manos y pies, y lleva en el cuello amuletos antiguos que

pertenecieron a sus antepasados. Después de la boda hay tres días de fiesta. El primero se celebra en casa de los

padres de la novia. El segundo en la casa de los padres del novio. Y el tercero, antes de salir de luna de miel, la

fiesta se celebra en el hogar de los recién casados.

A pesar de las zancadillas del destino y de los gobernantes celosos por su carácter independiente, los nubios

siguen siendo un pueblo orgulloso. Orgulloso de su desierto, de su trozo de Nilo, de su vida, su historia y la libertad

que otorga el aislamiento. Déjennos solos, pero no nos olviden. Supongo que ese es el motivo por el que Midhat y

Hassan nos cuentan la historia de su tierra.

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En la calle, los niños se acercan embelesados. Nos observan con esa mirada de sorpresa cauta con la que nosotros

miraríamos a un extraterrestre de cuatro brazos y cabeza giratoria lavando sus calzoncillos color sapo. Cuando los

saludamos levantan la mano con timidez, sin saber si sonreír o tener miedo. Los adultos son más confiados y algunos

nos acompañan en procesión durante nuestro paseo por Abri. Cuando hablan dan seguridad a sus palabras con

sonoros clicks vocales, una forma de acentuar desconocida en occidente. Uno de ellos lleva un radiocasete sobre el

hombro del que solo salen ruidos distorsionados.

- Mi amigo espera las noticias -afirma Hassan.

- Las noticias son -le digo -es un día precioso, tú, ellos y nosotros estamos aquí y no se ven cocodrilos en el

Nilo. ¿Qué más necesitamos saber?

Cuando volvemos a su casa nos enseña el baño, que está afuera y lo comparte con los vecinos. Es una choza

cubierta de barro con un agujero en el suelo. A un lado está la granja común con algunos pollos e hileras de

vegetales. Junto a una cerca más grande una cabra tiembla con las patas tensas mientras un gigantesco forúnculo

rojo le cuelga debajo del ano. Es repugnante. De repente el forúnculo cae y se estrella contra el suelo. La cabra da

media vuelta y comienza a lamerlo. Segundos más tarde cae otra bolsa roja y sanguinolenta. Solo cuando

comienzan a moverse me doy cuenta que acabo de ver el nacimiento de dos cabritos, Forúnculo Uno y Forúnculo

Dos. Y que la madre se está comiendo la placenta.

Por la noche, a la luz de las velas y después de una cena de pequeños trozos de pescado con judías, Hassan

insiste en que nos quedemos más tiempo. Lo repite sosteniendo su mano derecha apoyada sobre su corazón. Nos

ha abierto su casa, todos pasamos buenos momentos juntos.

¿Es la tradición del desierto? ¿Es la hospitalidad musulmana o es solo cortesía? ¿Sería injusto negarnos? Ahora

que nos mezclamos, ¿deberíamos quedarnos o deberíamos seguir adelante?

- Sudán es como Mongolia -le cuento a Anna cuando volvemos a la ruta. -Todo es más barato, la gente es

buena y los caminos son un desastre.

A medida que avanzamos se acortan las distancias entre los pueblos. El Nilo se asoma y se eclipsa con las

curvas del camino, juega al escondite. Su calma es la misma que aparece reflejada en los ojos de los hombres

que detienen el tiempo para vernos pasar. Los niños continúan con su rutina de perseguirnos. Pocos extienden

la mano para pedir algo, aunque en un pueblo el canto de pen! pen! pen! es tan ordenado que lo deben haber

aprendido en la escuela. Mujeres multicolores, de rostro blanco, aceituna o azabache, sonríen a los lados de la

ruta con mesura y curiosidad. A veces creo leer en su mirada un pensamiento de compasión maternal, un

sentimiento exclusivamente femenino, algo así como pobrecitos, son tan blancos, y con este sol…

Cada vez que el camino vuelve a internarse en el desierto, avanzar se convierte en una cuestión de lógica e

instinto: no hay carteles clavados en los arcenes salvajes, no hay señales de tránsito, no hay piedras pintadas ni

tenemos un GPS cargado con mapas que nos indiquen la dirección que debemos tomar. La única opción es seguir

la huella principal y la aguja de una brújula que tiembla indicando el sur.

El Nilo siempre fue la única vía confiable para atravesar el Sahara. Es una autopista histórica segura (con esto

quiero decir que no morirás de sed) utilizada desde hace miles de años por los soldados del reino de Kush, de los

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faraones egipcios, del imperio romano y de las ciudades estado de Meroe y Aksum. La ruta que nos lleva hacia

Sudáfrica es la misma que tomó el islam para penetrar lentamente hacia el centro del continente. Exactamente el

mismo camino por donde hace poco más de un siglo se dibujaba el último sueño imperial británico: unir sus

territorios en el norte y sur de África en una franja colonial ininterrumpida, desde Egipto hasta Sudáfrica.

Esa línea roja sobre un mapa difuso tocó la fibra de muchos ingleses que recordaban con admiración la era de

los descubrimientos de Livingstone, Burton, Stanley y Speke. Y una nueva generación de aventureros comenzó a

planear un viaje por tierra nunca antes realizado, de Ciudad del Cabo a El Cairo con paradas intermedias en Pretoria,

Harare, Lusaka, Nairobi y Jartum.

A principios del siglo veinte Gran Bretaña llevaba cien años convertido en el país más poderoso del planeta. La

Revolución Industrial lo había aupado a la cima económica y militar, y eso se notaba en los mapas. La máquina de

vapor, la tecnología que había cambiado el futuro, los había ayudado a construir una flota inmensa que llegaba a

todos los rincones del océano para conquistar el mundo por las armas o el comercio. Y mientras tendían vías de

ferrocarril en los cinco continentes, los primeros viajeros sobre ruedas empezaban a soñar con llegar más lejos.

Los caminos abiertos alrededor de las capitales coloniales se habían extendido como una tela de araña y los

primeros vehículos motorizados empezaban a empujar los límites. Para explorar el continente negro ya no era

necesario organizar una expedición con decenas o cientos de porteadores. La leyenda de las rutas transafricanas

estaba comenzando.

En 1903 el inglés Tom Silver deja Ciudad del Cabo en una motocicleta marca Quadrant y llega hasta Sudán. En

1907 un comerciante inglés tarda cuatro meses en llevar un automóvil desde la costa de Yibuti hasta Addis Abeba.

En 1910 los británicos Bentley y Kelsey anuncian que intentarán cruzar África de sur a norte para adelantarse a

una supuesta expedición alemana. El proyecto queda truncado cuando Kelsey muere en Rhodesia (hoy Zimbabue)

tras el ataque de un leopardo. De los alemanes no se sabe nada. En 1923 una expedición francesa atraviesa el

Sahara central de norte a sur en unos Citröen semioruga. En 1924 otra expedición de Citröen vuelve a cruzar el

desierto y continua hacia Mombasa, Dar es Salaam y Ciudad del Cabo.

Gran Bretaña tuvo que esperar hasta principios de 1926 para celebrar el éxito de su primer viaje sobre cuatro

ruedas entre Ciudad del Cabo y El Cairo. El grupo del mayor Court Treatt partió en octubre de 1924 en dos

camionetas Crossley de formas cuadradas, ruedas delgadas y faros redondos como ojos saltones. La intención de

seguir la línea roja de colonias británicas que cortaba el continente no era casual, aquello no solo era una aventura,

era una cuestión de orgullo anglosajón. La expedición, formada por cinco hombres y una mujer, Stella Court Treatt,

llevaba en sus vehículos una modificación imprescindible para una época sin puentes: los dos techos de las

camionetas podían desmontarse y unirse para formar un pontón. Al principio todo fue relativamente sencillo, pero

cuando se acabaron los caminos de tierra, arena y lodo, tuvieron que inventarlos.

Antes del anochecer llegamos a una zona donde las bombas de agua transformaron el desierto en praderas

verdes. Tiene sentido. Nos detenemos lejos de las casas para acampar junto a un árbol solitario y saco la libreta

donde apunto los datos del día. Me apoyo en el asiento del copiloto y observo el tablero: hoy solo avanzamos

noventa kilómetros. Tomo el punto GPS, 19º31718’ norte, 30º27654’ este, y apunto los gastos del día, cero.

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Cambiamos de sitio las garrafas de agua y estiramos el colchón sobre el mueble de madera que guarda las

herramientas, las medicinas y los repuestos. La cama está lista. Saco un cuaderno para escribir un rato y me siento

en el suelo, con la espalda apoyada contra un neumático. ¿Deberíamos conseguir sillas? Cuando levanto la cabeza

descubro que está llegando gente desde los cuatro puntos cardinales.

- Anna, tenemos visitas.

Alguien nos ha visto, ha corrido la voz, lo anunciaron a través de cada ventana, salimos en la radio. Hay

extranjeros junto al árbol. Los vecinos llegan, se saludan y se reúnen todos a unos siete metros de la furgoneta

para observar. Nadie pretende hacer contacto. Unos comentan algo con los brazos cruzados o escondidos a la

espalda. Otro levanta un dedo y nos señala. Los niños, sentados en el suelo, no se pierden un detalle. Así es la vida

más allá del desierto.

Con ustedes, la función del día: Nosotros.

- ¿Has visto? Ella acaba de frotar medio tomate sobre un pan.

- Qué raro.

- Él se rasca la cabeza y escribe algo en un cuaderno.

- Seguro que tiene piojos.

A veces, cuando llegas a regiones aisladas, toca estar bajo el microscopio, bajo el escrutinio de desconocidos

que te observan como a un nuevo bicho raro que acaba de llegar al zoológico. Y si te toca el papel de mono, la

única solución es ofrecer un espectáculo aburrido.

- Ella no lleva pañuelo en la cabeza.

- Las occidentales no usan pañuelo, ¿no lo viste por televisión?

- Y él sigue escribiendo… ¿Por qué escribe?

- Ella mira el árbol y levanta una piedra del suelo…

¿Por qué crees que los gorilas de montaña se pasan el día con la vista perdida en el infinito o buscando parásitos

en la espalda de sus compañeros? ¿Por qué nunca hacen algo más entretenido?

Para que los turistas se aburran, se vayan pronto y los dejen hacer sus monadas en paz.

Poco después oscurece y nos quedamos solos.

Cuando terminamos de cenar Anna enciende la radio de onda corta. Es una de las nuevas rutinas del desierto,

escuchar voces que bajan del cielo con sonidos o noticias de otro mundo. Esta vez encontramos la BBC: terremoto

en India, seis mil muertos y quince mil heridos; el grupo islamista GIA acaba con dos familias en Argelia;

partidarios de Mugabe hacen explotar una bomba en el principal periódico de Zimbabue; el seis de febrero vuelven

a reunirse israelíes y palestinos para buscar la paz mientras continúa la Intifada; Rangoon, algo pasó en Rangoon

pero no entiendo, pierdo la señal. Otra vez nos quedamos solos.

Al día siguiente el salpicadero pierde los últimos tornillos y se cae. La bocina suena cuando le da la gana y las

luces del tablero se encienden y se apagan espontáneamente, como si nos estuviéramos acercando a nuestro propio

Triángulo de las Bermudas. Avanzamos con cautela, pero cuando entramos en Dóngola una piedra con espíritu de

pájaro sale volando de abajo del neumático de otra camioneta y se estrella contra el parabrisas.

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La ruta atraviesa el mercado, una sucesión de casetas de madera donde venden verduras, comida enlatada,

cacharros de cocina, algo de ropa y foul. Es un plato tradicional del norte de Sudán que consiste en alubias tibias

nadando en una salsa espesa de color oscuro. Come y calla, a veces es mejor no pedir muchos detalles.

Luego cruzamos hacia la orilla oeste del Nilo en un ferry que exhibe el viejo optimismo africano: es una barcaza

grande y descolorida que jubilarán el día que se hunda. Al otro lado, las calles que se dirigen al sur desembocan en

el primer espejismo.

Frente al parabrisas se extiende una ruta suave e increíblemente llana color negro azabache. Una ruta asfaltada,

sin baches ni desniveles, cortada al medio con una raya amarilla intermitente que se repite cada treinta metros.

Después de cientos de kilómetros de malos caminos llegar al asfalto es lo más parecido a una alucinación.

La visión se desvanece repentinamente y volvemos a la realidad, a los saltos sobre la tierra. A este lado del Nilo

el desierto es de arena amarilla, arena clásica, limpia, de postal. Paisajes secos con dunas estándar.

Poco después vuelve a ocurrir. Hace calor pero no tanto, no puedo estar delirando. No tengo fiebre. La única

explicación a este nuevo espejismo de asfalto impecable en medio de la nada está en las alubias. Las alubias del

mercado de Dóngola son alucinógenas.

El efecto es tremendo, porque esta vez no solo aparece una nueva franja de asfalto. También hay un puesto de

peaje con una barrera y un hombre encerrado adentro.

Un puesto de peaje en medio del desierto.

Me detengo junto a la cabina y sonrío. El hombre me mira desde atrás de la ventana abierta. Mueve nervioso

los ojos, como un actor que se queda en blanco en el escenario. Levanta la mano sin prisa y señala un cartel pegado

en el vidrio.

Todavía no cambiamos dinero. Las pocas monedas sudanesas que nos quedan vienen de Wadi Halfa, y ni

siquiera son suficientes para pagar un peaje de poco más de un dólar.

- Dolar ok? -pregunto al Hombre que Cobra Peaje en Medio del Sahara. Está tan sorprendido como yo.

- No dolar. Sudan.

Tengo unas liras turcas que aparecieron en un bolsillo, unas pesetas viejas y unos pesos argentinos que no sé

cómo llegaron aquí. Pero no, tampoco acepta pesos ni pesetas.

El Hombre que Cobra Peaje en Medio del Sahara me observa escéptico. Debe pasar el día entero encerrado en

esta cabina esperando que llegue alguien con quien hablar. Y aparecimos nosotros. Gira la cabeza y busca el

desierto vacío a través de una ventana. No, no viene nadie. Nunca viene nadie y cuando llega alguien me quiere

pagar con monedas raras. ¿Qué hago cobrando peaje en medio del Sahara?

Por un momento nos contempla con los ojos delicados de Dios el día que dicte sentencia. Temo que quiera que

nos quedemos un rato a hacerle compañía. Temo que la soledad provoque una catarata de confesiones en árabe que

me deje sin palabras. Pero solo levanta una mano y la mueve con suavidad para que sigamos adelante. Ahora el

espejismo somos nosotros: nunca existimos.

A dos kilómetros de la caseta se acaba el asfalto. ¿Era una alucinación? ¿Qué pasó? ¿Nos quitaron la ruta porque

no pagamos peaje?

Las rodadas se multiplican sobre la arena. Son muchas, todas corren paralelas en dirección norte-sur, a

cincuenta, doscientos o quinientos metros hacia la derecha o la izquierda. Apenas se distingue la copa verde de las

palmeras que crecen junto a la orilla del Nilo. Hacia el oeste el desierto se profundiza, se olvida definitivamente

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del agua, se confunde en un monstruo insondable de arena capaz de devorar caravanas, ciegos iluminados y viajeros

solitarios.

El desierto nunca está muerto, solo se mantiene agazapado esperando su oportunidad.

Avanzamos, y a medida que las huellas vuelven a juntarse, el punto negro que aparece en el horizonte se

transforma en una parada de camioneros. Es un oasis seco y perdido de tres tenderetes de paja que venden té con

sombra. Es un buen sitio para descansar antes de separarnos del Nilo y tomar el camino más directo hacia Jartum.

En el patio central hay varios camiones Bedford con el capó levantado que enfrían su motor a ralentí. Están

rodeados de hombres que ajustan la carga de dátiles, granos o bidones de plástico vacíos que cuelgan a los lados

de la carrocería. Son los camioneros del desierto, especialistas que conocen los senderos invisibles, que se guían

por el perfil de una colina, por el color de la arena, por la densidad del aire. Sus máquinas son Frankensteins

reconstruidos con piezas arrancadas a los cadáveres abandonados junto al camino. En el desierto todo se aprovecha,

todo sirve, todo resucita en una segunda vida.

Nos acomodamos sobre la arena y dejamos pasar el tiempo bebiendo té a la sombra de un chamizo.

- ¿Dónde van? -pregunta al rato un hombre rollizo de galabiya marrón, que se acerca caminando con unas llaves

en la mano.

- A Jartum -responde Anna.

- Nosotros también vamos hacia Jartum, partimos en diez minutos. Conocemos el camino, si quieren pueden

seguirnos...

Nunca supe si esa frase, si quieren pueden seguirnos, fue lo que nos salvó o lo que nos llevó al desastre.

Lo único que sé con claridad es que nuestros problemas reales empezaron media hora más tarde. La naturaleza

lo había anunciado, el destino disfrazado de Pianista de un Solo Dedo le había puesto música y nosotros, finalmente,

lo habíamos desafinado.

La vuelta al mundo había comenzado en Barcelona como parte de un ritual obligado, una purificación

indispensable después de años de encierro entre las cuatro paredes de una oficina. Viajar había sido un sueño

postergado por la necesidad urgente de producir. De hacer algo de dinero para tener un apartamento bonito donde

morir cada noche, de completar un buen trabajo cada día como uno de los pocos caminos a la satisfacción. Arbeit

macht frei, gritaba el sistema. ¡El trabajo te hará libre!

Y todos creímos que era cierto.

Lo que dejábamos atrás era otro planeta. Un mundo extraño donde había tanta comida disponible que algunas

personas llegaban a elegir la opción de no comer. O peor, de vomitar lo que habían comido. Había revistas y

programas de televisión dedicados a exponer los detalles privados de gente que no conocíamos personalmente,

haciendo que nos preocupáramos más por la vida de los demás que por la vida propia. Y en general, sentía que los

objetos se estaban adueñado de nuestro destino: casi todos estábamos dispuestos a sacrificar nuestra independencia

a cambio de una hipoteca a veinticinco años, un producto con un logo brillante o un coche nuevo que nos señalara

entre la multitud.

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Con los años había ido olvidando que viajar era el motivo que me había llevado a España y me había integrado

en la vida cotidiana como si la normalidad fuera ese sueño de vivir esperando los fines de semana. Cada día me

dedicaba a alimentar mi mascota personal, ese animalito interior llamado ego, con un nuevo pedazo de carne

cruda. A veces exigía solo un dedo o una punta de uña; pero en ocasiones demandaba un doloroso carpaccio de

mejilla, un steak tartar de nalga o un ceviche preparado con mi propio corazón. Día tras día me transformaba en

un caníbal de mis propios sueños e ideales, y lo que quedaba después de la digestión era una cosa distinta. A

veces tenía la sensación de que no me estaba transformando en una mariposa, sino que terminaría convertido en

una oruga. En una oruga muy civilizada.

Por eso necesitaba volver a lo básico, a lo importante. Tenía que descartar las muletas de la urbanidad respetable,

tirar los accesorios y volver a vivir con los pies en la tierra. Tenía que hacer algo nuevo, quizás algo tan sencillo

como volver a empezar. Volver a sentir la intensidad de una vida insegura, volver a emprender algo nuevo que no

sabes cómo ni dónde termina. En síntesis, volver a arriesgar.

Anna y yo nos conocimos en esa época de dudas, dieciocho meses antes de empezar el viaje. Nos cruzamos un

día cualquiera, sin sol, sin lluvia, sin recuerdos puntuales del tiempo, en los pasillos de ese hormiguero gigante

llamado Barcelona. El inicio fue como todos, lleno de pequeños gestos, confidencias casuales y risas tontas al

atardecer, cuando nos liberábamos del trabajo. Entonces nos abducían las calles, donde el ronroneo vulgar del

tránsito se mezclaba constantemente con el barullo provocado por veinte conversaciones simultáneas y teléfonos

que sonaban hasta dentro de los baños.

Solo había un lugar donde podíamos escapar por un rato: la playa de la Barceloneta. El mar, con sus idas y

vueltas, era lo único que conseguía desconectarnos. Y ese era el momento importante, cuando echábamos el freno

y todo se detenía. Los sonidos se purificaban y dejaban de ser veinte ruidos distintos para ser solo uno o dos. Todo

se veía más claro y ya no importaba nada más, porque no necesitábamos nada más.

Bueno, sí, con el tiempo nos dimos cuenta que necesitaríamos una furgoneta.

El viaje nos podría haber llevado directamente a Asia, Latinoamérica u Oceanía, pero África siempre había sido

un sueño. Un suspiro que se desvanecía en el aire con cada documental que terminaba en la televisión, con cada

visita regular para consolar a los prisioneros inocentes del zoológico. África estaba en las historias de Tarzán que

habían agitado mi imaginación en Buenos Aires. África estaba en las calles de Barcelona que comenzaban a

poblarse de inmigrantes de piel oscura atraídos por la promesa de un futuro mejor.

- ¿Para qué quieres ir a África si todos los que vivimos allí queremos venir aquí? -me preguntó una vez un

vecino de Mauritania con quien compartía escalera.

África estaba en todas partes. En los paisajes abiertos, en las revistas de viajes, en el verde de los árboles y en

mis ansias de independencia. Aunque al principio, nuestro principio, África siempre fue de color amarillo. Amarillo

desierto, amarillo cadáver con algunos días a cuestas. Nada podía prever este destino tumultuoso.

- Si quieren pueden seguirnos…

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Si quieren… Era lógico seguir las huellas de ese hombre gordo y amable montado en una camioneta roja que

cortaba las dunas a cincuenta metros de distancia. No lo sabíamos, pero nos estábamos deslizando entre los brazos

traicioneros del desierto. El Sahara puede ser un compañero, pero nunca será un amigo.

No es un valle húmedo y generoso ni una orilla cansada de peces y mariscos. En los desiertos americanos puedes

encontrar algunos cactus comestibles que incluso almacenan agua. Pero en este territorio gigantesco donde pocos

arbustos raquíticos apenas consiguen aguantar con vida, la única forma de sobrevivir es seguir el curso del Nilo o

avanzar de oasis en oasis con la fe desquiciada de un recién converso. Fe en el guía que sabrá encontrar el sendero

correcto entre las arenas despiadadas. Fe en algún Dios, se llame como se llame, capaz de orientarte en este infierno

de calor, en este mundo sediento y tacaño, codicioso del agua escasa que almacena tu cuerpo.

Aquí, ahora, la huella inventada sobre la arena nos arroja una y otra vez a un claro de cantos rodados donde los

neumáticos se aferran a cada piedra para acelerar y atravesar el siguiente monte de arena. Es divertido subir y bajar

pequeñas dunas cuando sabes que todo está bien, que todo funciona. Los neumáticos se hunden y cuando el mundo

parece detenerse el caucho roza algo duro y vuelve a saltar hacia delante. Es la muerte y la gloria de la resurrección,

el motor se revoluciona, el viaje continúa.

Pero de repente, en la cima de otra duna, la furgo pierde potencia. No es una tumba de arena que nos estaba

esperando, no nos hundimos. El motor se agota, se cansa, se apaga. Nos detenemos.

Es peor, el motor no quiere arrancar.

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El Autor: Pablo Rey

Pablo Rey nació en Buenos Aires. Llegó a Madrid en 1992, cuando España entraba en una nueva crisis. En 1996

adoptó Barcelona y en junio del año 2000 alquiló su apartamento hipotecado y se mudó con Anna Callau, su

compañera de aventuras, a una furgoneta 4x4 para dar la vuelta al mundo durante 4 años. 14 años después

todavía siguen en la ruta.

Ya recorrieron el Sur de Europa, Oriente Próximo y África de norte a sur, desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo.

Cruzaron el Océano Atlántico Sur en un barco de Pescanova durante 23 días y desembarcaron en Argentina. En

el año 2014 llevan 10 años recorriendo todos los rincones de América, desde el Cabo de Hornos en Tierra del

Fuego hasta el final de la Ruta Panamericana en Alaska y los Territorios del Noroeste y Yukón en Canadá.

En el camino han sufrido cuatro averías graves que los dejaron tirados en medio de la nada: en el Sahara de

Sudán (a 300 km. de Jartum), junto al Lago Turkana en Kenia (a 800 km. del mecánico, sin contar el viaje de

vuelta), se les congeló el motor en el Altiplano Boliviano y volvieron a romperlo en medio de los Andes

Chilenos. Les persiguieron hombres armados en Etiopía y elefantes en Zimbabue, caminaron desarmados entre

leones y entraron en la cueva Kitum, uno de los posibles reservorios del ébola. Tuvieron cuchillos en el cuello en

Brasil, una banda armada les asaltó con kalashnikovs en Kenia, fueron rodeados por una tribu drogada con khat

en Etiopía y tuvieron que pelear (y correr) en Trinidad y Tobago.

Se casaron en Las Vegas sentados en su furgoneta y compartieron desayunos, comidas y tés en chozas, jaimas,

casas y estancias con personas vestidas con taparrabos, galabiyas y corbatas. Descendieron durante 10 días un río

del Amazonas peruano en una endeble balsa de troncos, viajaron en varios barcos de carga, cruzaron territorio

narco en Sinaloa y Chihuahua, México, y excavaron en pueblos abandonados en busca de botellas antiguas.

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Después de más de 300.000 kilómetros su furgoneta 4x4 ya es parte de la mitología viajera. ‘La Cucaracha’, que

se mete por todos los rincones y parece capaz de sobrevivir a una bomba atómica, ha completado algunas de las

rutas míticas del mundo: la Ruta Transamazónica, la Ruta Panamericana, la Dalton en Estados Unidos, la

Dempster en Canadá, la Cape to Cairo en África y la Ruta 40 en Argentina. Pablo y Anna aseguran que los

mejores caminos suelen ser los peores, los que te llevan a sitios que no aparecen en los mapas. No viajan con

GPS y les gusta perderse porque es la mejor manera de descubrir lugares donde no va nadie.

Han dado charlas, presentaciones y conferencias y participado en ferias y mesas redondas en España y América,

entre los que se cuentan la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), el Museo de Arte de Puerto

Rico, la Universidad Carlos III de Madrid, Sant Jordi y la Fira per la Terra en Barcelona, la Feria del Libro de

Guayaquil (Ecuador) y la Overland Expo de Arizona (Estados Unidos).

Pablo Rey ha escrito artículos para las revistas Overland Journal, Lonely Planet y Altaïr, y publicado varios

libros sobre La Vuelta al Mundo en 10 Años: Historias en Asia y África (5 ediciones), El Libro de la

Independencia (7 ediciones) y Por el Mal Camino (4 ediciones). Su página web, www.viajeros4x4x4.com, con

más de 1.000 visitas diarias, es una referencia para viajeros de todo el mundo. Es ex creativo publicitario, ex

inmigrante ilegal, desenterrador de botellas antiguas en pueblos abandonados y uno de los tantos argentinos

de Barcelona, españoles de Buenos Aires, que llevan el espíritu de la aventura en las venas.

Pablo y Anna todavía viven en la ruta.

LA VUELTA AL MUNDO EN 10 AÑOS CONTINÚA EN

WWW.VIAJEROS4X4X4.COM

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OTROS LIBROS ESCRITOS POR PABLO REY,

DISPONIBLES EN PAPEL Y EN EBOOK.

EL LIBRO DE LA INDEPENDENCIA

Primero pensamos que podríamos dar la vuelta al mundo en 4 años. Luego nos convencimos que la terminaríamos en 7. Cuando

llegamos al sexto año de viaje, creímos que 10 era buen número, un número redondo. En junio del 2014 cumplimos 14 años

viviendo en la ruta. Y todavía nos queda mucho planeta…

“Jamás olvidaré el lunes que apoyé el cañón de una pistola en mi cabeza y disparé hasta quedarme sin balas, sin detenerme a

pensar en lo que hacía para no darle otra oportunidad al arrepentimiento. Era la despedida a un trabajo fijo, la renuncia a un

futuro previsible, la jubilación de la seguridad. Pasaban diez minutos de las diez de la mañana y mis últimas palabras decían,

más o menos, ‘quédense ustedes con el muerto que yo me largo’. Mi cuerpo se desplomó y yo salí por la puerta.”

El Libro de la Independencia es la historia de un sueño, de cómo un día dos personas normales deciden renunciar a la doble vida

que nos arrastra a hacer los fines de semana todo lo que nos hubiera gustado vivir de lunes a viernes.

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Y es el relato de los caminos accidentados de Babel, un viaje por algunas de las peores rutas del mundo en una furgoneta 4×4

transformada en una casa con ruedas. Sin baño, sin ducha, sin patrocinadores, sin hoteles, sin teléfono y sin Automóvil Club. El

camino proveerá es una declaración de intenciones optimista. Bueno, optimista optimista.

‘Están decididos a ‘completar’ la vuelta al mundo en 10 años y, posiblemente, a inventarse cualquier excusa para seguir en

movimiento.’

Revista Lonely Planet, España

‘Hemos comprado vuestro libro y tiene droga, lo juro, engancha, dan ganas de mandar todo a la mierda y marcharse como

vosotros ahora mismo.’

Exin, Galicia, España

‘Vivir han vivido de todo, desde un ataque de elefantes por acercarse demasiado a una manada con crías a persecuciones en

Etiopía.’

Telediario 2, TVE, España

‘Hace dos horas que no paro de leer tus historias. Tamaña cachetada me has dado esta mañana de sábado. Mi señora llegó del

supermercado y acaba de regañarme pues no hice la comida ni le preparé el desayuno a mi hijo. Y acá estoy, intentando

recuperarme del golpe. Gracias hermano, Dios te bendiga.’

Che Toba, Argentina.

‘Cuando leí La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne tomé mi mochila y anduve unos meses vagando. Ahora que leí ‘El Libro

de la Independencia’ quiero comprar un furgón 4×4 y llegar a la Patagonia.’

Genaro Herrera, México

‘El Libro de la Independencia es capaz de despertar la magia de un fuelle soplando en las ascuas de los sueños más locos. No se

trata de qué vas a hacer cuando te retires, sino de lo que vas a hacer antes de morir.’

Chris Collard, Editor de la Revista Overland Journal, Estados Unidos

‘Muchas veces cuento que en Ecuador conocí a dos que viajaban por el mundo en una furgo desde hacía casi 10 años. Lo cuento

como algo natural, como una anecdotita digamos. Pero la verdad, si me paro un segundo a pensar, o sea a racionalizar el hecho

de que existan personas con historias de vida como la de ustedes, ahí me doy cuenta de que es algo increíble, es un milagro, una

maravilla, algo extraordinario de verdad.’

Lucho Orlievsky, Argentina

‘Perdonad, pero no le puedo recomendar el libro a nadie, no quiero sentirme responsable de la ‘destrucción’ de una vida

estable, segura y sedentaria. Bueno, y aburrida.’

Maya, Libreria Llamborda, Catalunya, España

‘Cuando elijo un libro, espero que las páginas que estoy a punto de leer estén llenas de tesoros e inspiración. Quiero ser

transportada al mundo del escritor a través de sus palabras, que me cautive a través de la sabiduría, la lucha, y la aventura. La

lectura de El libro de la independencia es lo que se necesita para dar un paso al frente. Oyes tantas historias de viajes concebidos

como una carrera por llegar y Pablo Rey me deja pensando. ¿Qué sucede cuando dejas de correr y te dedicas a disfrutar de la

ruta? ¿Y si conviertes tu vida en un viaje? Me gustaría ser una mosca en el cerebro de Pablo. Sus palabras son tan mágicas que

es imposible no transportarme a su universo alternativo.’

Sarah Blessington, Exploring Elements, Estados Unidos

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Historias en Asia y África (El primer libro sobre La Vuelta al Mundo en 10 Años, muy difícil de conseguir en papel, disponible en ebook)

Nos encontramos en Cuzco hace una semana. Tan solo os envío este correo para desearos ánimo en la búsqueda de vuestros

sueños. Leí el libro de un tirón. Ha sido muy emocionante.

Rafa Urrutia, Perú

No creo que se acuerden de mí, me imagino que en Cusco fueron muchas las personas que se les acercaron alucinadas y

curiosísimas para conversar con ustedes y conocer más de cerca a “ese par de locos que han decidido dar la vuelta al mundo”.

Bueno, soy Daniela, una de esas personas. Y les escribo por varias razones:

1) Para felicitarlos, son dos personas dignas de respeto. No cualquiera se atreve a dejarlo todo para perseguir un sueño.

2) Para agradecerles, estoy a punto de terminar de leer su libro y ¡me ha hecho tanto bien! Me ha llenado de energía, de ganas

de hacer cosas, me ha dado tantas ganas de VIVIR (con todo lo que esa palabra implica).

3) Para decirles que quiero ayudarlos en lo que necesiten cuando pasen por Lima.

En verdad me encantaría retribuirles de alguna forma toda esta buena onda que me han contagiado al leer sus aventuras.

Si necesitan una ducha, una cama, una mano en cualquier cosa. Si les provoca un desayuno, almuerzo, cena… Sería genial que

me dejen invitarlos.

Daniela Nicholson, Perú

Tengo que confesar que me devoré su libro La vuelta al mundo en 10 años, Historias en África y Asia. Me bastó una noche para

que mi corazón lleno de sueños encontrara unos ídolos tan cheveres como ustedes. Todavía no sé cómo hicieron para que en ese

libro tan chiquitito ¡se encuentren tantas historias que revelan el gusto a la vida!

Me dieron ganas de salir corriendo con el único dólar que cargaba y perderme por el mundo sin rumbo ni destino, solo con la

ilusión de la aventura.

Emily, Ecuador.

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No sé exactamente cómo explicarlo, pero recibir el sobre con el libro adentro y leer tu dedicatoria me alegró el día, me llegó al

corazón. Recién termino de leerlo. Gracias, muchas gracias. Tu manera de contar las cosas es espectacular.

Sol, Argentina.

Después de leer Historias en Asia y África me considero uno más del equipo. Me has transportado por muchos de esos lugares, y

de hecho muchos los tengo marcados para paso obligado. Todo se andará. Eso sí me quedó una desazón rara cuando lo terminé,

no sé una especie de sensación como la de estoy de vacaciones mientras lo leo y tengo que volver al mundo real al acabarlo, esa

que tan bien describís en el libro. Tengo que volver a Historias en Asia y África, engancha demasiado.

Iker, España

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The Book of Independence (Versión en inglés de El Libro de la Independencia)

Overland Jounal Editor’s ‘Must Read’ Choice: The Book of Independence

‘Around the World in 10 Years: The Book of Independence’, review written by Chris Collard and published in the winter issue of

Overland Journal Magazine.

“I first met Pablo Rey and his wife, Anna, at the 2001 Overland Expo in Amado, Arizona. They’d parked their Mitsubishi L300

four-wheel drive van, La Cucaracha, on the outskirts of the camp area, where Anna was crafting decorative necklaces and

wristbands from twine. I joined them for tea, and within a few minutes we were lost in conversation. Pablo, an Argentinian, rattled

on in his curiously sarcastic way, sharing detailed and colourful accounts of their travels and his philosophies on people,

governments, and life on the road. The 5 square meters of space behind La Cucaracha’s windscreen had been their bedroom,

kitchen, and living room for the past 10 years. They travelled on the cheap; Anna sold her crafts and Pablo did some freelance

writing and had recently published a book. I quickly realized that these two vagabonds were the real deal.

For our inaugural Adventure Reads in 2011, I asked Jeremy Edgar to take a look at Around the World in 10 Years: The Book of

Independence, which was only printed in Spanish at the time. Jeremy gave it high marks, and when Pablo released an English

version this spring I put it on top of my growing stack of “must read” books.

Pablo’s existence, before he “killed” his former life, was similar to that of many: work Monday through Friday, receive a

check at the end of the month, pay the mortgage and car payment, save the trivial reminder, and daydream about what far-off land

you will travel to…someday. Decorating the walls of Pablo’s small flat in Barcelona, Spain, were dozens of maps. Travel books

and magazines cluttered the table, the sum of which would take him to the ends of the earth without leaving his apartment. “One

of these days”, and “in a couple of years”, became his excuses for not pulling the trigger.

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Determined to break his chains of servitude, he chased one of his daydreams to Southern Africa. Upon returning, he opened the

door to his mortgaged abode and knew that one of these days was now. “What lay inside was the life of a stranger. Staying meant

taking the path to security…and that meant planning a nice funeral.” He knew what he had to do; he put a gun to his head and

squeezed the trigger.

“…I’ll never forget that Monday when I put the barrel of a gun to my head and fired until I was out of bullets, without stopping to

think of what I was doing so I wouldn’t have a chance to change my mind… It was ten minutes after ten in the morning and my

last words were, more or less, ‘keep the corpse, I’m leaving.’ My body collapsed and I walked out the door…” Pablo Rey.

As the old Pablo, a subservient droid of societal expectations, fell limp to the floor, a long-repressed Pablo, uninhibited and

prepared to embrace the world around him, was released. Fortunately, Anna, his then girlfriend of just a few months, agreed to

quit her job and join him.

I’m about two-thirds of the way through The Book of Independence, but I can tell you I was hooked after page one. Pablo’s

observations of the human race are exhaustive, his attention to detail and the nuances of his surroundings exceptional.

Few writers can immerse my senses of sight and smell as well as this talented wordsmith: to smell warm cow dung on a cool

morning in Southern Europe or the pungent aroma of a Cairo street market, or to gaze west through a Mediterranean sunset. The

Book of Independence will put you in La Cucaracha’s passenger seat for a Syrian border crossing, negotiations to “purchase”

Anna in Jordan, and down a remote corrugated track in a far away desert.

He lays everything on the table with regard to strains on their relationship; travelling in tight quarters through foreign lands under

often-difficult situations. Their first major argument escalated into personal insults and counter insults. After 10 rounds of

progressively offensive verbal assaults – mosquito brain, donkey’s ass, meter-and-a-half-long hemorrhoid, mange with legs – they

broke into hysterical laughter. Arguments became a game, and, of course, the rules state an insult cannot be used twice or you

lose: legless centipede, rat lice, #&*@%…Brilliant.

These two nomads are my heroes, and The Book of Independence works its magic like a bellows on the embers of wanderlust,

inspiring us to break away from the norm, to slow down and smell the proverbial roses… or cow or elephant dung. It’s not

about what you’ll do after you retire, it’s about what you do before you die. I’ve daydreamed of living a vagabond’s life,

maybe driving or sailing around the world. I don’t know if I’m truly cut out for it, but I’ll never know until I commit that

“someday” is today. I’m getting on a plane bound for India in a couple of weeks and looking forward to turning the closing pages

of The Book of Independence. ISBN 978-1482769951.”

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Pablo Rey + Anna Callau

La Vuelta al Mundo en 10 Años

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