pendej cuentos 16 soÑador - … filemujer– le predispuso a no comer ni chaya buena, y ni qué...

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1 HACHERO SOÑADOR A pesar de ser casi media noche, la fila de menesterosos frente al galpón aún era muy larga, y es que acababa de detenerse el ferrocarril Centroamericano con otro cargamento no de meros solicitantes, sino de suplicantes de trabajo. El rústico tinglado era la mayor de dos modernas construcciones modernas por estar techadas con lámina galvanizada–, y estaba a tiro de piedra de Cascajal, una de tantas estaciones ferroviarias en plena selva oaxarocha. Hacía las veces de oficina, tienda, bodega y dormitorio; aunque esto último nada más para el contratista y capataz, el Gringo. —Cómo te llamas¿Elpiqué? Tú tampoco saber escribir, ¿verdá? Después de garabatear los generales de ley del campesindio –un espigado adolescente–, a quien estaba reclutando por segunda vez, viendo por enésima ocasión, y no reconociendo porque los indios son todos iguales, el Gringo le enchapopotó el pulgar derecho –come on, daca la mano¿Elpiqué? –, y luego lo estampó contra el renglón de la última columna de la nómina en cuyo encabezado se leía: «Firma del interesado». Acto seguido dio media vuelta y se dirigió a diferentes secciones de la bodega, para volver poco cargado de utensilios. —Ten: hacha, machete, lima, hamaca, abrelatas, cobija y gafete de identificación. Todo esto ser propiedad de la companía; si te roban, pierdes o romper cualquier chingadera tú pagarla ¿eh?; ahí, en la pared estar lista de precios. ¿Ves esa luz blanca? –se refería al débil resplandor de las cóleman de gasolina que lograba filtrarse a través del macizo acahual a un costado de la bodega–, ser el comedor; anda a ver si todavía alcanzar algo de tragar, pero antes colgarte gafete del pescuezo igual que escapulario pa que lo vean los cocineros si no no darte ni agua; y no quitártelo ni pa dormir; siempre estar a la vista, ¿eh? pa tu propia seguridad estar prohibido pasar noche cercas o alrededor de esta oficina o del comedor. Eso es todo ¿alguna preguntas? —No patroncito, gracias. —Next¡no oistes pendejo?, tú seguir–, gritó al siguiente campesindio en aquella fila sin fin que, por disciplina, debía mantenerse a unos cinco metros del mostrador. Un mestizo, aparatosamente armado, era la disciplina. Bien recordaba que en ese campamento maderero sobraba el trabajo hasta partirse el alma –esto último lo había olvidado. En cualquier parte encontraba trabajo de ésto, fuera la mina de su pueblo, los pinos de Durango, o la selva del sureste, aunque pulularan los solicitantes. Esta era su segunda temporada consecutiva en la jungla oaxarocha. La mayoría de los hacheros, chapeadores, y tumbalianas era igual a él, campesinos sin tierra, esperanza, ni preparación, aunque había algunos, los más irascibles y braveros, que eran prófugos de la justicia del gobierno federal o Estados vecinos y en general iban a la selva para ocultarse pues el trabajo les era secundario. Cuando el Gringo los detectaba no se atrevía a darlos de baja por temor a represalias, y entonces se quedaban a estropear el

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HACHERO SOÑADOR A pesar de ser casi media noche, la fila de menesterosos frente al galpón aún era

muy larga, y es que acababa de detenerse el ferrocarril Centroamericano con otro cargamento no de meros solicitantes, sino de suplicantes de trabajo. El rústico tinglado era la mayor de dos modernas construcciones –modernas por estar techadas con lámina galvanizada–, y estaba a tiro de piedra de Cascajal, una de tantas estaciones ferroviarias en plena selva oaxarocha. Hacía las veces de oficina, tienda, bodega y dormitorio; aunque esto último nada más para el contratista y capataz, el Gringo.

—Cómo te llamas… ¿Elpi… qué? Tú tampoco saber escribir, ¿verdá? Después de garabatear los generales de ley del campesindio –un espigado

adolescente–, a quien estaba reclutando por segunda vez, viendo por enésima ocasión, y no reconociendo porque los indios son todos iguales, el Gringo le enchapopotó el pulgar derecho –come on, daca la mano…¿Elpi… qué? –, y luego lo estampó contra el renglón de la última columna de la nómina en cuyo encabezado se leía: «Firma del interesado». Acto seguido dio media vuelta y se dirigió a diferentes secciones de la bodega, para volver poco cargado de utensilios.

—Ten: hacha, machete, lima, hamaca, abrelatas,

cobija y gafete de identificación. Todo esto ser propiedad de la companía; si te roban, pierdes o romper cualquier chingadera tú pagarla ¿eh?; ahí, en la pared estar lista de precios. ¿Ves esa luz blanca? –se refería al débil resplandor de las cóleman de gasolina que lograba filtrarse a través del macizo acahual a un costado de la bodega–, ser el comedor; anda a ver si todavía alcanzar algo de tragar, pero antes colgarte gafete del pescuezo igual que escapulario pa que lo vean los cocineros si no no darte ni agua; y no quitártelo ni pa dormir; siempre estar a la vista, ¿eh? pa tu propia seguridad estar prohibido pasar noche cercas o alrededor de esta oficina o del comedor. Eso es todo ¿alguna preguntas?

—No patroncito, gracias. —Next… ¡no oistes pendejo?, tú seguir…–, gritó al

siguiente campesindio en aquella fila sin fin que, por disciplina, debía mantenerse a unos cinco metros del mostrador. Un mestizo, aparatosamente armado, era la disciplina.

Bien recordaba que en ese campamento maderero sobraba el trabajo hasta partirse

el alma –esto último lo había olvidado. En cualquier parte encontraba trabajo de ésto, fuera la mina de su pueblo, los pinos de Durango, o la selva del sureste, aunque pulularan los solicitantes. Esta era su segunda temporada consecutiva en la jungla oaxarocha. La mayoría de los hacheros, chapeadores, y tumbalianas era igual a él, campesinos sin tierra, esperanza, ni preparación, aunque había algunos, los más irascibles y braveros, que eran prófugos de la justicia del gobierno federal o Estados vecinos y en general iban a la selva para ocultarse pues el trabajo les era secundario. Cuando el Gringo los detectaba no se atrevía a darlos de baja por temor a represalias, y entonces se quedaban a estropear el

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ambiente laboral que, de no ser por ellos, habría sido soportable. Trabajo jornalero de destajo es del carajo, pero es trabajo –gritan los esclavos de la

miseria impuesta por todas las derechas políticas del mundo. Les pagaban por metro cúbico aunque ninguno sabía qué es eso. Las faenas eran de tantas horas como hubiera luz de día, desvirgando la selva desde dentro, cual parásitos en su entraña o peor, fetos implantados de especie diferente, o tumores a ser rechazados.

¿Y las horas de descanso?: desgarrapatándose hasta el ano; sudando las tercianas resistentes a la quina; metiéndose granos de sal entera en los abscesos ocasionados por los moyocuiles, para que dejen de supurar y cierren aunque sea por encimita; lavando con agua de rosa y árnica las sanguazantes y siemprevivas quemaduras químicas de la mala mujer, esa planta tan linda y espinosamente traicionera al tocarla –al fin mujer–, esa mata maldita que hincha, insomnia y te indigesta lo que tragas: tlacuache, anteburro, marín colorado o toche.

Había olvidado que en el año anterior su encontronazo con la chaya mala –la mala mujer– le predispuso a no comer ni chaya buena, y ni qué pensar en el anteburro/tapir, el jabalín y el toche/armadillo: se le indigestaban hasta la indecible agonía de agudizar los síntomas inflamatorios que se le figuraban internos.

También recordó que lo único que su estómago toleraba era el mono araña, a pesar que el cerebro le gritara ¡no se vale comer chilpayate!

—… puta Chaya, empacha y se siente rete feo tener qué comer chango. A ver si ora

no me pega. Y entonces se le vinieron encima otros recuerdos o afiguraciones; ya no estaba

seguro si rememoraba, había inventado o escuchó a don Chamelo decir que la selva se estaba volviendo bien egoísta; que parecía tlacuacha ocultando a sus queridos hijos en las bolsas verdes más escondidas de la jungla. Don Chamelo era un campesino paracaidista que se aprendió esa selva como nadie; que a pesar de no ser de ahí ni conocer ningún lugareño ancestralmente enraizado que lo instruyera –no había aborígenes–, se enseñó a develar las propiedades buenas y malas de la rica fauna y flora selváticas. Es un brujo murmuraba la peonada jornalera. No es brujo, es Chamán, les explicaba Elpidio.

Esto le gustó al viejo sabio pues se sabía Chamán aunque nunca se lo habían dicho, e ignoraba que la palabra chamán, asiática de origen sánscrito, con equivalentes casi idénticos en chino, siberiano y tungu (schamana, echa–men, xamán), significa hombre, saber, medicina, y todas sus acepciones y combinaciones. Eso lo acercó al joven indio.

—Tengo qué juntar dinero pa curar a mi Flaquita, don Chamelo. pa apaciguarle el

pescado pos nomás quiere estar coge y coge, sin comer. Y pa que no se mempanzone, si es que antes no se muere.

—Ora pa la navidá que no va a haber faina, Elpidio, te vo’ a llevar a buscar la raiz del

barbasco; en este tiempo hay, pero si no sabes cortarla la matas. Queda muy poca porque se la está robando una compañía que se llama sintecs. Esa raiz, molida y en tecito diario, a lo mejor no le quita la picazón del chango a tu mujer, pero segurito que no la deja preñarse–. En aquella época aún no se conocían los contraceptivos de origen hormonal.

Sí lo hallaron y colectaron nomás lo suficiente; de regreso al campamento se acostó

con su tesoro bajo la cobija y de vez en vez lo acariciaba, medio dormido, sin sentir en

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realidad qué estaba palpando, hasta que, ya de madrugada, cuando había decidido que era hora de levantarse y debía pensar donde ocultarlo, al intentar reunirlo porque lo sintió muy desparramado, le mordió la mano; sólo que no fue el barbasco, era una palanca/nauyaca, la serpiente más venenosa del trópico mexicano; incluso más mortífera que la rabo de hueso.

—Culebras putas que se entran por la noche en tu petate, se acurrucan cachondas

junto a ti y no cogen, pero bien que te pican si les haces asco–. Así evocó el susto del año anterior, cuando fue atacado mientras dormía en un petate hechizo porque no pudo aprender a dormir en hamaca; y como tuvo pavor a la inyección del anti viperino que le ofreció el Gringo, se sometió a «las contras»: el tratamiento herbal del Chamán, pero qué trabajo pasaron para localizar la última de sus hierbas, por poco no murió.

—Es el bosque que ya se cansó de que lo chínguemos y comienza a pichicatiar la

medecina–. Fue la explicación que ofreció don Chamelo para entender la escasez. En su agonía inconclusa se vio viajando entre estrellas de cristal que, para avivarlo o

revertirlo al sopor, coreaban acordes celestiales de música divina. —¿Y cuánto tiempo estuvites ansina, Viejo?–. Le había preguntado su niña/mujer. —¡Sabe!; donde techo no hay, paderes no, catre no, seco nunca, ¡pos, sabe! Daba lo

mesmo hamaca, suelo o petate; seco o mojado… despierto o dormido, con tal de volver a ver el sol otra mañana.

Hachero; ya llevaba cuatro meses cuando el chipi/chipi se quedó, sin parar, después

de dos días que sopló el sur. A partir de ese momento la Floresta no se dejaría violar, repelería las hachas, los machetes, y no pararía de embeberse en la lluvia:semen llenador de su padrote, El norte diluvial.

—… acabarse talacha cabrones, pasar a cobrar: cuatro meses de raya menos dos

de tienda, comida, hamaca y aperos–. Les gritó el Gringo, ese último atardecer–. ¿Elpi... qué?, deja ver qué debes. Nada, cabrón. Aquí estar tu raya: novecientos.

—¿Cuánto?, ta güeno… lo que diga sumercé, el patroncito. —Daca la mano… ora fírmale. Al pueblo, al rancho, a llevar centavos al Chamán local y acabe de aliviar a la

tragona: su Vieja, su Mujer, su Niña; la Flaquita del pescado insatisfecho. Desde el primer día estuvo listo para abandonar la selva por ai, por donde entró: la

estación Cascajal del Ferrocarril Centroamericano que llegaba hasta Guatemala desde Veracruz. Y ese último día de trabajo en la selva estaba a no más de cuatro jornadas de su jacal en el municipio Real de la Purísima Concepción del Catorce, en San Luis Potosí.

Sentado espera mirando las rayas paralelas de acero y los guijarros de mármol gris presos entre los durmientes que las soportan. Por ahí viene el tren, del más allá, muy detrás de la «U» que el trazo de la vía impuso al horizonte nunca antes tronchado. Las cigarras, mudas definitivas ya no ofrendan su chirrido al hoy ausente cielo. Sabe que las va a echar de menos. Se da cuenta que en realidad añorará al viejo Chamelo,

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enigmáticamente desaparecido. Ignora que fue raptado por «la autoridad» de Acayucan, a petición de los saqueadores de barbasco, a quienes había ido a denunciar.

Una capota de nubes preñadas presagia el futuro del bosque augurando la tormenta, la madre de los rayos hoy apenas traviesos chisparrajos que en abril, ya adultos, lo incendiarán.

Mas el joven indígena, al ignorar todo eso, es feliz. Ha cumplido, se siente satisfecho. Encuclillado otea la «U» lejana, esperando ver el tren guajolotero cuya luz adelantada apenas va llegando a Cascajal no obstante haber partido horas antes de la estación del campo petrolífero.

¿Y cuánto ganó Elpidio en ese tiempo? nuevecientos, no muncho, más bien rete poquito, pero aquí sí hay chamba de lo quiuno sabe hacer requete bien, partirse la madre. El túnel luminoso nada le indica pues ya estaba allí desde endenantes; mejor se apresta a oír el pito o el chucu/chucu… –¡ahí tá! –; tu tuuu! tu tu tuuu… y el chucu/chucu crece, crece. Se planta el indio en medio de las vías –pa que me mire el tuerto–, y la máquina se detiene.

Los vagones comienzan a inundarse, en torrente, con parias provenientes del suyo y otros campamentos –¡híjole, diónde habrá salido tanto paisa! Aborda el primer vagón antes que muchos y adivina un hueco en la penumbra. Cuatro meses de hachero en pleno monte lo levitan, lo llevan al asiento, lo aplastan, lo rinden a Morfeo.

¿Horas después?, ¿minutos?... ¡sabe!; empero recobra aquel arcano sueño: una rubia y perfumada testa se recuesta en su hombro; no bien él le da acomodo, cuando una mano le separa los muslos…después la otra, y en diestro ayunte de trabajo experto abren su bragueta; acto continuo la güera baja la cabeza, abraza la cintura del muchacho y, sin preámbulo, mámale la verga despacio, con fruición, hasta los pelos ralos y erizados –¡uta!, igual que La Pinta, cuando era becerrita.

… cuatro meses de hachero. —¡Acayucan!–. Grita el conductor. La güera se endereza espatulando el semen de sus labios despintarrajeados; se

yergue, farfulla «dame chance» mientras brinca las piernas de Elpidio –¡Santa María!, yo creiba tar soñando–; se apea del tren todavía en marcha y se pierde entre fanales amarillos que van quedando atrás, en la distancia.

Elpidio se avispa, tantea su ayate, luego su cintura; no siente la faja de los centavos; y entonces recuerda que, hace un año, una güera que olía ri a toda madre…