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El laberinto de la soledad Postdata Vuelta a “El laberinto de la soledad”

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  • El laberinto de la soledad

    Postdata

    Vuelta aEl laberinto de la soledad

    a aparicin de El laberinto de la soledad de Octavio Paz, en el medioda del siglo xx, dej una huella indeleble en el pensamiento mexicano moderno. A contracorriente de las interpretaciones psicolgicas o metafsicas de la po-ca, Octavio Paz restituy al mexicano su individualidad histrica y a nuestra nacin su sitio entre los conflictos de la civilizacin occidental. El laberinto de la soledad se lee desde 1950 como una pieza magistral del ensayo en lengua espaola y como un texto liminar donde la cr-tica y el mito libran las batallas de la transparencia. Octavio Paz no poda ser indiferente a las dramticas consecuencias de 1968 en la historia mexicana y aquel ao suscit Postdata (1969), la clebre secuencia de El la-berinto de la soledad. Este libro fue un gesto de responsa-bilidad y un llamado de alerta. Paz volvi sin vacilacio-nes a las heridas mexicanas y afirm su creencia en esa profunda reforma democrtica cuya actualidad habr de reconocer en Postdata a uno de sus antecedentes in-telectuales ms firmes. Esta nueva edicin de El laberinto de la soledad y Postdata, junto con las precisiones de Paz a Claude Fell en Vuelta a El laberinto de la soledad (1975), es un homenaje a la imaginacin moral y al aliento crtico del poeta mexicano. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporneos de todos los hombres, escri-bi Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Seis dcadas despus la voz de Octavio Paz ha ganado una audien-cia universal y mexicana, clsica y contempornea. Una obra cuyo punto de partida es El laberinto de la soledad, li-bro grabado en la conciencia intelectual de Mxico como pocos en nuestra historia.

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  • 471

    EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

    POSTDATA

    VUELTA A EL LABERINTODE LA SOLEDAD

    COLECCIN POPULAR

  • OCTAVIO PAZ

    El laberinto de la soledad

    Postdata

    Vuelta a El laberinto de la soledad

    FONDO DE CULTURA ECONMICA

  • El laberinto de la soledadPrimera edicin (Cuadernos Americanos), 1950Segunda edicin (Vida y Pensamiento de Mxico), 1959Tercera edicin (Coleccin Popular), 1972Cuarta edicin (Lecturas Mexicanas), 1984

    PostdataPrimera edicin (Siglo XXI), 1970

    Vuelta a El laberinto de la soledadPrimera edicin en El ogro fi lantrpico (Joaqun Mortiz), 1979

    El laberinto de la soledad, Postdata y Vuelta a El laberinto de la soledadPrimera edicin (Tezontle, fce), 1981Edicin conmemorativa (Tezontle), 2000Edicin conmemorativa (70 aniversario del fce), 2005Segunda edicin (Coleccin Popular), 1993Tercera edicin (Coleccin Popular), 1999[Cuarta edicin (Coleccin Popular), 2010]

    Novena reimpresin, 2012

    Paz, OctavioEl laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la Sole-

    dad / Octavio Paz. 3 ed. Mxico : fce, 1999351 p. ; 17 11 cm (Colec. Popular ; 471)ISBN 978-968-16-5970-7

    1. Literatura mexicana Ensayos I. t. II. Ser. LC F1210. P3 Dewey M863 P3481 V471

    Distribucin mundial

    D. R. 2004, Marie Jos Paz, heredera de Octavio Paz

    D. R. 2004, Fondo de Cultura EconmicaCarretera Picacho-Ajusco 227, 14738, Mxico, D. F.Empresa certifi cada iso 9001:2008

    Comentarios: [email protected]. (55)5227-4672 Fax (55) 5227-4694

    Se prohbe la reproduccin total o parcial de esta obra sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-968-16-5970-7

    Impreso en Mxico Printed in Mexico

  • 750 AOS DEEL LABERINTO DE LA SOLEDAD*

    ALEJANDRO ROSSI

    L MOTIVO de esta conferencia, lo dice el ttulo mismo, es que se han cumplido 50 aos de la primera edicin

    de El laberinto de la soledad, el cual como quiz mu-chos de ustedes sepan fue editado por aquella bene-mrita revista que en rigor an sigue, aunque no con la misma in uencia de entonces, Cuadernos Americanos.

    Ha habido en estas ltimas semanas diversas cele-braciones organizadas por la Fundacin Octavio Paz, en relacin precisamente al cincuentenario de El laberinto de la soledad; yo intervine en ellas y me pareci que El Colegio Nacional no poda omitir algn acto en relacin con el aniversario; no poda, porque, ms all de la im-portancia del libro, Octavio Paz fue un ilustre miembro de la institucin por ms de treinta aos. Octavio Paz entr a El Colegio Nacional, me parece, en el sesenta y siete e imparti all clebres conferencias, de manera que es apropiado y justo que El Colegio Nacional lo re-

    E

    * Conferencia pronunciada en El Colegio Nacional el 28 de sep-tiembre de 2000. Transcrita y revisada en septiembre de 2008.

  • 8cuerde esta noche. ste es el motivo profundo de estar nosotros aqu reunidos.

    Hoy da El laberinto de la soledad es un libro cuya lectura forma parte de la educacin escolar de los mexi-canos. Entiendo que se lee en la educacin preuniversi-taria. Es un libro que ya ha entrado en la imaginacin colectiva de los lectores. Se trata as de una obra viva, no estamos celebrando un papiro polvoriento, sino un libro que incita a la discusin, a la adhesin y a la crtica. El tiempo, bien lo saben ustedes, depura y altera las obras: si hay suerte se limpian la tesis importantes y se olvidan aquellas que de alguna manera expresan el pago que to-dos hacemos a ideas, categoras y terminologas transi-torias de nuestro presente.

    La historia editorial del libro nos permite ver cmo fue asimilado por el pblico de Mxico. Se edita en 1950 y la segunda edicin es casi diez aos despus, en 1959, a lo cual hay que aadir que las ediciones de aque-lla poca no eran muy amplias, eran tirajes que no pa sa-ban de los tres mil ejemplares y posiblemente sta haya sido an ms pequea, de manera que durante diez aos el libro se ley relativamente poco; fue un libro que le-yeron las que podramos denominar clases intelec tuales de Mxico, pero que no haba dado el salto a un pbli-co ms amplio, ms numeroso. Saltos, por otra parte, que poqusimos libros daban en aquella poca. Ustedes, por ejemplo, recuerdan un par de ttulos, hoy da muy ledos y famosos, los dos libros de Juan Rulfo, El Lla no en llamas y Pedro Pramo. Pues, por ejemplo, de la pri-mera edi cin a la segunda de Pedro Pramo pasan nueve

  • 9aos. As era, amigos, el mundo de los lectores de en-tonces.

    La segunda edicin de El laberinto de la soledad, a nales de los cincuenta, se lee ms, pero todava no pasa realmente a un pblico mayor. Se necesit quiz el des-graciado ao de 1968 para que el libro entrara en una circulacin amplia. Octavio Paz escribe en 1969 un cap-tulo adicional que se convierte casi en un libro autno-mo, que es como la coda o la puesta al da de El laberinto de la soledad en la circunstancia de aquel momento: se llama Postdata y muchas veces se publican juntos. Es, pues, a partir de los setenta que el libro entra realmente en la circulacin masiva. Hay varios factores que lo explican: no slo el sesenta y ocho importantsimo, tambin un cierto aumento del pblico lector. Pero quiz lo ms importante fue que lo colocaron como texto en los es-tudios preuniversitarios, no s si en la secundaria o en las preparatorias. All fue realmente donde el libro co-menz a navegar en serio.

    Se trata de un texto que Octavio escribe en 1948-1949, mientras l desempeaba en Francia un cargo diplom-tico. Poco antes haba publicado guila o sol. Con esto quiero decir que en esos aos, 47, 48 y 49, Octavio entra en un periodo de gran creatividad; haba, por as decirlo, encontrado su estilo y sus temas: la mezcla de poesa e historia, ms crtica poltica. La contaminacin de poe-sa e historia es, en efecto, una invariable en la obra de Octavio Paz. Cuando redacta este libro, se enfrenta lo dice en numerosas ocasiones al agobio de la historia mexicana, a la relacin entre la historia nacional y la his-

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    toria mundial: a la di cultad de insertarse en la his toria grande del mundo. ste es un tema caracterstico de la re exin hispanoamericana y abundan los ejemplos.

    Quisiera entrar en materia recordndome a m mis-mo y contndoles a ustedes la primera vez que le El la-berinto de la soledad. Ocurri en el ao de 1951, un ao despus de su publicacin. Me lo recomend un amigo muy cercano, miembro de El Colegio Nacional, Fernan-do Salmern, y ya que estoy en esto dir que tambin me facilit Nostalgia de la muerte, de Villaurrutia, esos poemas que no olvido. Estamos a nales de 1951. Yo tena que viajar a Buenos Aires y me llev el libro en el avin. Ah fue donde realmente lo le. Los viajes de aquella poca eran mucho ms largos que los de ahora; para ir de Mxico a Buenos Aires se empleaban unos dos das, de modo que tuve oportunidad su ciente para leerlo con calma y con mucha atencin. En esa poca saba yo muy poco de Mxico. Haba vivido en el pas apenas unos seis, siete meses, en la capital, fundamentalmente alre-dedor de la Facultad de Filosofa y Letras. El laberinto de la soledad se inscriba en lo que se llamaba entonces la losofa de lo mexicano, que era un tema muy de moda. Yo haba odo hablar de este asunto, haba ledo alguna cosa, lo cual me acerc a El laberinto de la sole-dad. Conoca poco Mxico, pero antes de llegar aqu ha-ba vivido y estudiado en California y haba observado a los famosos pachucos, ms an, los pachucos de los que habla Octavio en su primer captulo estuvieron en-tre los primeros mexicanos que yo conoc. No s si ha-br sido la mejor introduccin Yo los vea all, en Los

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    ngeles, con asombro y tal vez con temor. De manera que me pareci muy atractivo que el inicio del libro co-incidiera con aquellas experiencias mas.

    En su primera lectura el libro me dej una honda huella, fue una autntica introduccin al pas y a su his-toria, una brjula que me gui y me orient en Mxico por muchsimos aos, un libro maestro en la acepcin literal del trmino. Pertenece a ese tipo de libros con afanes de totalidad: hablaba de historia y tambin del amor, de la religin y del arte. No lo volv a leer hasta este ao. Es decir, lo he reledo casi cincuenta aos des-pus, cuarenta y nueve para ser exacto. Fjense, por cier-to, en las armonas secretas de la vida: otra vez volv a abrirlo en un avin. No en un vuelo a Buenos Aires, sino de Mxico a msterdam. Quiz haya que sacar alguna consecuencia de estas similitudes. A cierta edad nos da-mos cuenta de que no hay hechos sin signi cacin en nuestras vidas, de manera que estas casualidades y sime-tras forman parte de alguna relacin ma con el libro o de alguna concepcin ma acerca del libro. Pasar ahora a contarles algunas impresiones y reacciones sobre un texto que he reledo despus de haberme pasado una vida en Mxico.

    En primer lugar, me doy mucho ms cuenta de las razones que me llevaron a estimar tanto el libro. El texto parte de una situacin personal de confusin, de sole-dad, de desconcierto del autor, y de all, desde esa confu-sin, desde esa soledad, se transita a la historia, al mun-do, a la vida, a la sociedad. Quiero decir que ms all de las tesis objetivas que expresa y expone el libro, el texto

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    se propone en rigor como un ejercicio de autognosis. Autognosis es un gnero que tiene una enorme prosapia en la vida de Occidente. O sea, desde la confusin indi-vidual comenzar a ordenar el mundo. ste es un proyec-to clsico, escribir desde la impaciencia, desde la confu-sin, desde la rabia, un tremendo esfuerzo para salir de la oscuridad y del desconcierto. A m me parece muy conmovedor el inicio del libro: un hombre que se siente perplejo como un adolescente. Permtanme leerles una breve cita del libro:

    A todos, en algn momento, se nos ha revelado nuestra

    existencia como algo particular, intransferible y precioso.

    Casi siempre esta revelacin se sita en la adolescen -

    cia.[] El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo

    suce de la re exin: inclinado sobre el ro de su concien-

    cia se pregunta si ese rostro que a ora lentamente del

    fondo [] es el suyo. La singularidad de ser pura sen-

    sacin en el nio se transforma [] en conciencia in-

    terrogante.

    ste es el inicio del libro: re exin y biografa, una mezcla siempre fascinante. Y sin rebajar para nada la im-portancia de las tesis del libro, quisiera ahora subrayar la impaciencia por salir de las tinieblas y la urgencia por analizar el destino individual de este individuo llamado Octavio Paz, lo cual lo lleva a examinar el destino de su pas. Lo veo como una versin ms del viaje del hombre hacia la luz. Es inevitable, en un contexto as, recordar la caverna platnica, la alegora o el mito de la caverna pla-

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    tnica. Octavio Paz sale de la caverna, la cual sera o re-presentara la cultura aislada, encerrada, a la que l, pre-cisamente despus de haber visto la luz, quisiera volver e iluminar.

    Recuerden que la caverna es la apariencia, o el re ejo distorsionado. Recuerden la arquitectura de la caverna: las guras que se re ejan en una pared, las personas en-cadenadas que no se pueden mover y que no pueden voltear, una luz detrs y una especie de tarima en la cual se colocan objetos que son los que se re ejan en la pared del fondo de la caverna y, por ltimo, la salida. La caver-na puede interpretarse como los mitos protectores, las creencias compartidas y cohesivas de una comunidad determinada. La caverna nos impone obligaciones en la medida en que es la metfora de la polis, de la ciudad, de una cultura. La caverna es la que otorga signi cado a nuestras vidas individuales. Por consiguiente, salir de la caverna es un proceso complicado y a la vez una hazaa dolorosa que slo unos cuantos podrn llevar a cabo. Sa-lir de la caverna supone un enorme esfuerzo porque hay que estar dispuesto a abandonar a los nuestros, arries-garse a ser condenado, a ser tildado de traidor, a abando-nar las recompensas que supone participar en la ciudad. Qu sucede cuando se regresa a la caverna? Platn, que es el inventor de la alegora o del mito, es dursimo: quien regresa a la caverna se expone a la burla, los que no han salido se burlarn de los que vuelven porque s-tos ya no reconocen, no aceptan las sombras originales proyectadas en la pared. Esto es, por no aceptar el univer-so de creencias y mitos sostenedores de la polis. Dirn,

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    adems, que quien ha salido de la caverna es un hombre que no puede ya comunicarse con ellos. En la alegora platnica es el que ya no ve bien por haber estado frente a la luz, frente al sol y es incapaz ahora de distin-guir las sombras: es la metfora de la supresin del len-guaje comn entre ellos. Si, adems, alguno de los que han vuelto intentara liberar a los que estn en la caverna y conducirlos hacia afuera, sencillamente lo mataran. Esto es lo que le ocurri a Scrates y le sucedi en una votacin democrtica, la democracia haba vuelto a Ate-nas despus de la dictadura. Entre los numerosos pro-blemas que aqu se plantean, sealar uno que, quiz, sea pertinente a nuestro asunto: deber volver a la caverna la persona que despus de un tremendo esfuerzo sali de ella? Este problema podra traducirse as: cules son las relaciones entre quienes poseen el saber, los lsofos, y la ciudad, la polis o la cultura propia? Platn pensaba que eran dos rdenes de vida y de creencia, y crea adems que los hombres necesitan la caverna. sta es una de las cosas ms importantes de la alegora platnica, pues Pla-tn no est diciendo que la caverna se resuelva slo en las apariencias, y sea, por tanto, absolutamente negativa. No, la caverna es la ciudad de los hombres; el que se aleja de ella, abandona la ciudad de los hombres. ste es, pre-cisamente, el problema. Platn pensaba que los hombres necesitan la caverna, la comunidad, la solidaridad y, por consiguiente, slo unos cuantos, los lsofos, podrn salir de ella: al regresar, se enfrentarn a los que all vi-ven y tendrn que aislarse o mantener relaciones muy ambiguas para protegerse de la ciudad. Aqu es donde

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    en tra la Academia platnica, que representa el sitio en el que se renen aquellos que salieron de la caverna y que habitan, precavidos, en una comunidad aislada, atemori-zados, sin intervenir en la vida de la polis.

    La imagen platnica se ajusta y expresa muy bien el movimiento profundo de El laberinto de la soledad. En este sentido, el libro podra inscribirse en una temtica mayor, pues pertenece a lo que podramos llamar litera-tura de iluminacin, la que recoge las aventuras espiri-tuales de un personaje con nombre propio, Octavio Paz en este caso. Esto es lo que distingue El laberinto de la soledad de un libro acadmico, el movimiento del viaje espiritual, que no es lo que usualmente encontramos en un libro de ese corte. Me gustara recalcar otro asunto: la discusin de El laberinto no es una discusin sobre otros textos, de lo que a rma un texto o lo que sostiene otro, que es lo que sucede con harta frecuencia en la -losofa. En losofa muchas veces discutimos tesis que estn en otros libros, y las dosis de realidad que incor-pora cambian segn las pocas. Sealo lo anterior para resaltar que el libro de Octavio Paz se mueve, digamos, en el mbito de la realidad vivida.

    Quisiera, ahora, mencionarles algunas tesis, algunas ideas de Octavio Paz que en esta relectura me han llama-do la atencin, algunas con aprobacin y otras con sor-presa. Quiz porque no las recordaba cabalmente, quiz porque soy otra persona, quiz porque los tiempos han cambiado. Por lo pronto dir que me parecen magistra-les las descripciones de la conducta del mexicano medio, probablemente el del altiplano. Recuerdo, por cierto, que

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    en los aos cincuenta, cuando todo este tipo de re exio-nes estaban a la orden del da, ste era uno de los puntos metodolgicos ms debatidos: precisar a quin exacta-mente se refera un libro como El laberinto de la sole-dad; si a un hombre del norte de Mxico, a uno del sur, a un hombre del altiplano, a un hombre urbano o de cam-po; a qu clase social exactamente se refera, etc., etc. Con el pretexto de la precisin se pretenda contrastarlo con supuestas puntualizaciones sociolgicas o estadsti-cas. Yo, desde luego, no rechazo las estadsticas, pero no creo que sean el instrumento para criticar esta clase de libros, compuestos por conceptos formadores, por gran-des intuiciones conceptuales que ordenan la realidad. Es como si alguien me quisiera refutar la verdad literaria de una novela ms o menos realista con unas estadsticas en la mano. Ahora, cincuenta aos despus, nos damos cuenta de que es absolutamente trivial juzgar el libro con esos instrumentos crticos.

    Recordemos ciertas categoras que utiliza Octavio Paz: la mscara, la esta, lo abierto y lo cerrado, ms la pareja fundamental: soledad-comunin. La esta es, en efecto, categora esencial en el libro de Octavio, pues le permite entrar en un tema que lo fascin toda su vida, que es el tiempo mtico; no el tiempo del reloj, no el tiempo lineal, sino el tiempo detenido, el instante eterno. Esto lo en-contrarn ustedes en los ensayos y en la poesa de Octa-vio. Permtanme leerles una cita:

    Nuestro calendario est poblado de estas. [] Cada ao,

    el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las pla-

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    zas de Mxico celebramos la Fiesta del Grito; y una multi-

    tud enardecida efectivamente grita por espacio de una ho ra,

    quiz para callar mejor el resto del ao. Durante los das

    que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiem po sus-

    pende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos

    hacia un maana siempre inalcanzable y mentiroso, nos

    ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juer ga,

    de comunin y comilona con lo ms antiguo y secreto de

    Mxico. El tiempo deja de ser sucesin y vuelve a ser lo

    que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasa-

    do y futuro al n se reconcilian.

    Y una de las instancias privilegiadas de ese tiempo detenido es el amor, tema privilegiado en la obra de nues-tro autor. Las categoras mencionadas son herederas de una poca, y en este caso provienen de la sociologa francesa, es decir, del Colegio de Sociologa y Filosofa que fundaron Roger Caillois y Georges Bataille con un grupo de amigos en los aos treinta. Nos gustar ms o nos gustar menos esta terminologa, pero en todo caso a Octavio le sirve para hacer unas descripciones extraor-dinarias, muestra de una inteligencia agudsima. Toda esta parte es verdaderamente notable. Se trata de un estudio de caracteres y salta a la vista la habilidad del nove lista en el trazo de estas conductas paradigmticas. Estupendos retratos de personajes que l cali ca de elusivos, des-con ados, defensivamente corteses, inmensamente sus-ceptibles, hermticos, recelosos, miedosos ante cual quier apertura. Al releer el libro, me pregunto si las personas que tanto han alabado El laberinto de la soledad, y entre

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    las cuales debe haber habido este tipo de personajes, los hermticos, los susceptibles, los simuladores Paz ana-liza, por cierto, El gesticulador, la pieza teatral de Usigli, los defensivamente corteses, etc., me pregunto si se ha-brn dado cuenta de lo que les estaba diciendo. Cun-tos sapos gordos, cuntos funcionarios recelosos, cuntos li cenciados descon ados se habrn visto de pronto re- ejados ser yo, no ser yo? en estas pginas que son como espejos implacables, de una lucidez sin ampa-ro. Permtanme que les lea una cita de Octavio Paz sobre esto:

    Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o li-

    cenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se

    encierra y se preserva: mscara el rostro y mscara la son-

    risa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y corts a un

    tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la pala-

    bra, la cortesa y el desprecio, la irona y la resignacin. Tan

    celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se

    atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede

    desencadenar la clera de esas almas cargadas de electri-

    cidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede he-

    rirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje est

    lleno de reticencias, de guras y alusiones, de puntos sus-

    pen sivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarro-

    nes, arcos iris sbitos, amenazas indescifrables. Aun en la

    dispu ta pre ere la expresin velada a la injuria: al buen

    enten dedor pocas palabras. [] El mexicano siempre est

    lejos, lejos del mundo y de los dems. Lejos, tambin, de s

    mismo.

  • 19

    Hay otra categora que se contrapone a la de la ms-cara y que l utiliza para estas descripciones duras, des-carnadas, del mexicano medio, y es la de la autenticidad. Es muy importante porque le servir para hacer el puen-te con la re exin histrica. Es sta una palabra, por cierto, que, cuando Octavio Paz escribi El laberinto, era de uso intelectual corriente; la haban puesto en circu-lacin muchas personas, pero sobre todo los lsofos heideggerianos y existencialistas en general, y Oc-tavio Paz fue cercano a ese mundo los co que en M-xico se desarroll en los aos cuarenta. Tampoco olvi-demos que Octavio es un hijo intelectual de la Revista de Occidente, y de su esplndida coleccin de libros. La palabra autenticidad tambin fue usada por un lsofo ms bien ensayista ahora olvidado, pero que Octa-vio Paz tena presente; recuerdo haber hablado con l so bre esta persona, que es Ludwig Landgrebe, el autor de Experiencia de la muerte, editado por Sneca en 1940, la editorial que diriga Bergamn. Para Octavio, autentici-dad es palabra clave, que l utiliza para ordenar y perio-dizar la historia de Mxico. Segn Octavio, por ejemplo, el por rismo es inautntico. La pareja es esa: autentici-dad e inautenticidad y a veces, claro, como la expresin no le da para tanto, utiliza otras, como contradicciones, o falta de armona entre creencias, ideas y actos. Pero la bandera gua es la autenticidad. Del liberalismo y la Re-forma, de la cual l hace un interesantsimo anlisis, re-conoce que fundan el Estado moderno mexicano, pero tambin sostiene que no expresan los mitos, la comu-nin, el festn de la nacin mexicana. El liberalismo se-

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    ra una ideologa que no representa la realidad social del pas; es una ideologa abstracta, no es autntica. La Refor-ma tendr muchas virtudes, pero no la de la auten ticidad, y por eso fracas, porque expresaba un universo de ideas profundamente separados de la realidad mexicana:

    La permanencia del programa liberal, con su divisin clsi-

    ca de poderes inexistentes en Mxico, su federalismo

    terico y su ceguera ante nuestra realidad, abri nueva-

    mente la puerta a la mentira y la inautenticidad. No es ex-

    trao, por lo tanto, que buena parte de nuestras ideas pol-

    ticas sigan siendo palabras destinadas a ocultar y oprimir

    nuestro verdadero ser.

    Hay, pues, una bsqueda del grado de autenticidad en las diferentes etapas de la historia de Mxico, historia que Octavio siempre ve confusa, disfrazada, enmascara-da y, por tanto, nunca plenamente autntica. Octavio quisiera, pienso yo, que el desarrollo histrico coincidie-ra con el descubrimiento del alma autntica, que el des-arrollo histrico de Mxico concluyera en un gran acto de sinceridad anmica colectiva e individual. Esta idea, dicha as, re eja otra de Hegel. En la Fenomenologa del espritu, lo que Hegel pretende es que las etapas de la historia sean etapas de progresiva autoconciencia. Hegel no habla de autenticidad, pero el diseo terico es muy parecido y no me extraara que Octavio lo guardara en el trasfondo de su cabeza. Cmo entenda, entonces, el impulso hacia la autenticidad? Como la nostalgia de una comunidad. Fjense bien, porque todo ahora comienza a

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    trabarse. La nostalgia de la comunidad no es el anhelo sentimental por una comunidad cualquiera, no; tampo-co es la nostalgia de Platn frente a la polis de su poca, no; se trata de la nostalgia de la Edad de Oro, que sera precisamente la edad sin mscaras, el sitio, entre otras cosas, donde se da el verdadero amor, el amor sin velos, el amor que es lo contrario del amor rodeado de conven-ciones, se trata del amor revolucionario, una idea que le viene del surrealismo. Tenemos entonces: bsqueda de la comunidad, entendida como la Edad de Oro, crticade la historia de Mxico siempre desde la categora de la autenticidad, la cual, claro est, segn los casos se mo-dula con categoras polticas e histricas del momento al que se re ere. Pero siempre que habla de autenticidad, piensa en la Edad de Oro. Y la Revolucin mexicana es para Octavio el momento de la sinceridad histrica; se-ra el momento de la recuperacin de este ser original que l intenta descubrir en El laberinto de la soledad.Y dentro de la Revolucin mexicana ser el zapatismo el que ms se acerque a la autenticidad anhelada. La Revo-lucin restablece el tiempo original, la Revolucin busca la fundacin de un tiempo mtico anterior. Cul es ese tiempo mtico? Es la Edad de Oro, justamente. El zapa-tismo le sirve para ejempli car la idea general de que las revoluciones pretenden volver a la Edad de Oro. Por qu el zapatismo? Porque ste desea revivir la propiedad co-munal. Entonces, fjense ustedes en la secuencia: auten-ticidad, revolucin, tiempo mtico, edad de oro y zapa-tismo. Me parece que sta es una secuencia fundamental de El laberinto de la soledad, aunque, por supuesto, se le

  • 22

    cruzan otras ideas y en ocasiones Octavio especula que el futuro de Mxico podra no ser el zapatismo sino la industrializacin. En todo caso, la fascinacin con el za-patismo es enorme y siempre piensa que all est la sin-ceridad del pas, en la propiedad comunal. Octavio con-centra a la Revolucin mexicana en el zapatismo. Cada vez que en El laberinto habla de la Revolucin mexicana, cada vez que describe a la Revolucin mexicana ms que a Obregn, a Carranza o a Villa, se re ere a Zapata; todas las ideas y las re exiones sobre la Revolucin se centran en el zapatismo, los otros sucesos no le interesan dema-siado como tema. En esta relectura me sorprendi el elogio del zapatismo histrico y de la propiedad comu-nal. La historia vuelve a cruzarse con el descubrimiento del alma propia. La Revolucin y dentro de la Revo lucin el zapatismo sera el descubrimiento del alma autentica, del alma sincera.

    Tambin me llam la atencin que hablara poco del mestizaje, que ha sido la frmula prctica de la democra-cia mexicana. Octavio, por otro lado, privilegia mucho una visin de la unidad de la nacin frente a la posible fragmentacin, de tal manera que si hoy da alguien plan teara el problema de un Estado multitnico, no en-contrara en El laberinto demasiada simpata, quiz ms en el Octavio Paz posterior, pero en El laberinto, poca. Por ejemplo, Octavio elogia a la Colonia porque es un proyecto universal que permite la sustitucin del impe-rio azteca y hace posible la inclusin de la poblacin indgena en el proyecto espaol. Esto lo ve l como un enorme logro de la conquista espaola, como uno de los

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    rasgos singulares que la distinguen de la que se llev a cabo en los Estados Unidos.

    El catolicismo leemos en El laberinto es el centro de la sociedad colonial porque de verdad es la fuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, las virtudes y hasta los pecados de siervos y seores, de funcionariosy sacerdotes, de comerciantes y militares. Gracias a la religin el orden colonial no es una mera superpo sicin de nuevas formas histricas, sino un organismo viviente.

    Esto ltimo es una de las preocupaciones de Octavio: critica a la Reforma precisamente por eso, porque no era un organismo viviente, es decir, no haba relacin entre ideas y sociedad, entre proyectos polticos y sociedad, la poltica y la realidad social estaban divorciadas. En la Colonia no es as:

    Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de

    la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a

    todos los pobladores. []

    Por la fe catlica los indios, en situacin de orfandad,

    rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dio-

    ses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el

    mundo. Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo, as

    fuese en la base de la pirmide social, les fue despiadada-

    mente negada a los nativos por los protestantes de Nueva

    Inglaterra. Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe

    catlica signi caba encontrar un sitio en el Cosmos.

    Por supuesto no necesito aclararlo, Octavio no est defendiendo aqu a la Iglesia o a la religin catlica

  • 24

    por sus verdades religiosas; est simplemente hablando de la funcin histrica que cumpli en los primeros aos de la Conquista y durante los tres siglos de la Co-lonia. No se mete para nada, no le interesa hacer apolo-gas de fe.

    Tambin me sorprendi la defensa que hace Octavio del Estado emanado de la Revolucin. Claro, yo estaba acostumbrado al Octavio de los ltimos veinte o treinta aos, muy diferente al que aparece aqu. En El laberinto de ende, en efecto, el Estado creado por la Revolucin, pues lo considera un factor de unidad poltica y de jus-ticia social. Hay crticas, por supuesto, pero son meno-res, relativas al autoritarismo ya presente y a la progresi-va corrupcin. Pero desde luego nunca pone en cuestin la legitimidad del Estado revolucionario. Esto es lo im-portante, que es un Estado legtimo. Y la defensa de Oc-tavio quiz nos parezca ahora algo simple, blanco y ne-gro. Escribe Octavio, por ejemplo, que debemos defender al Estado revolucionario frente a los banqueros y a los es peculadores. Hoy da tal vez tengamos una visin algo ms complicada, ms compleja, del asunto. Qu es, en-tonces, lo que me sorprendi? Pues el izquierdismo del Octavio de aquella poca y la clarsima in uencia mar-xista. Yo la recordaba ms diluida. No, nada de eso, est muy clara, y adems muy asumida, y no slo la marxista en general, sino las variantes trotskistas. Le tuvo mucha simpata al trotskismo e indudablemente se nota en el li-bro. Sobresale, pues, la utilizacin constante de la teora de la lucha de clases: es ella, en realidad, la que articula el libro, la que lo ayuda a explicar una serie de fenme nos

  • 25

    sociales e histricos. Para no hablar ahora de ar ti culacio-nes ms generales del marxismo, como decir, por ejem-plo, que el por rismo representaba el feudalismo. En el contexto de los pases en desarrollo, l reivindica la fun-cin de un Estado fuerte y un Estado rector. Aunque hay que subrayar que Octavio ya desde ese momento se da perfectamente cuenta del problema de la libertad. Tal vez a consecuencia de sus lecturas trotskistas. Como us-tedes saben, Trotski haba hecho ya una crtica muy fuerte del Estado sovitico y en particular del estalinis-mo. Octavio las ley muy pronto, a principio de los cua-renta, y se da muy bien cuenta de este problema de la li-bertad, pero no obstante reivindica la necesidad de un Estado fuerte y rector. No olvidemos, por otra parte, que Octavio Paz es uno de los primeros entre nosotros en llevar a cabo la crtica del Estado totalitario sovitico. Pero esta crtica quede bien claro la hace defendien-do a la vez la idea del Estado rector, o sea, una tesis que ahora cali caramos como contraria al liberalismo clsi-co. Por eso no es sorprendente que el liberalismo clsico que asume la Reforma le parezca una mala eleccin que no solucion los problemas del pas.

    La crtica al liberalismo clsico tiene, cuando menos, dos fuentes fundamentales: la primera y permanente es un motivo casi potico, la visin de la Edad de Oro, la utopa de la comunidad igualitaria de los hombres, esen-cial para la crtica al capitalismo y al liberalismo. Es el len-guaje de la sinceridad del alma. La otra, claro est, es el marxismo y en particular la teora marxista y leninista so-bre el imperialismo. Bien saben ustedes que es Lenin quien

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    propone la teora de que la etapa nal del capi talis mo es el imperialismo. En el marxismo haba en tonces dos te-sis famosas sobre el imperialismo, la de Rosa Lu xem bur-go y la de Lenin, que fue la que tuvo xito histrico.

    La in uencia de Marx se advierte en muchos aspec-tos de El laberinto de la soledad. Por ejemplo, en la tesis de la enajenacin. Recordarn esa palabra tan de moda en una poca y que ya nadie usa mucho. Enajenacin es un trmino que, como bien saben ustedes, viene de los Manuscritos de Marx, los cuales fueron muy ledos en-tre nosotros. La tesis de la enajenacin se basa en la cr-tica a un modo de produccin capitalista que convierte al obrero en una suerte de robot y en la exaltacin del artesanado, que sera el ejemplo del obrero libre y creati-vo. Se da aqu una curiosa paradoja: Marx en el fondo estaba en contra de los artesanos, le pareca que repre-sentaban una historia superada y le molestaban much-simo las reivindicaciones del artesanado en su poca; y sin embargo el modelo del obrero no enajenado en la etapa industrial es el artesano. En este horizonte ideol-gico de Octavio tambin encontraremos una idea muy negativa del capital extranjero como agente del desarro-llo econmico del pas y una reivindicacin de la econo-ma dirigida. Leer una cita.

    En un pas que inicia su desarrollo econmico con ms de

    dos siglos de retraso era indispensable acelerar el creci-

    miento natural de las fuerzas productivas. Esta acelera-

    cin se llama: intervencin del Estado, direccin [] de la

    economa.

  • 27

    Resumamos este conjunto de ideas: Octavio percibe a la Revolucin como el momento de la sinceridad his-trica, y de la sinceridad personal; reivindica al nuevo Estado mexicano, el cual debe oponerse precisamente a los banqueros, a los especuladores; est en contra del ca-pital extranjero que se quiere apropiar del pas, y para ello reivindica una economa dirigida. Bueno, dnde nos en contramos? Pues en el amplio universo del movimien-to tercermundista. All es exactamente donde estamos. Todos los pases tercermundistas apoyaban estas tesis. Te sis que con el pasar del tiempo Octavio abandon, pero que aqu le son muy tiles para conceptuar y cali -car como positiva a la Revolucin mexicana. En la Re vo-lu cin se daban los mismos problemas que en otros pue -blos. Ya no estbamos aislados, ahora formbamos par te de este gran conjunto de naciones que era el Tercer Mundo; M xico era un pas que padeca problemas se-mejantes a los de pases marginales. Las di cultades de Mxico, polticas y sociales, no eran slo las de una cul-tura cerrada, enigmas privados, sino que expresaban los problemas universales de ese momento, los cuales colo-caban a Mxico en el concierto global como uno ms de los pueblos dependientes. Hay que recordar, para no ser injustos, que es sta una poca de gran optimismo acer-ca de los movimientos tercermundistas, pero a la vez no hay que olvidar que la historia ha sido implacable, casi todos esos movimientos tercermundistas han termina-do en fracasos de orden poltico o de orden econmico, cuando no en dictaduras lamentables y sangrientas.

    Tambin es muy interesante observar en El laberinto

  • 28

    de la soledad lo que yo llamara ideologizacin del pen-samiento. Octavio, por ejemplo, analiza al positivismo que era la losofa o cial del Por riato bajo la pers-pectiva de ideologa de Estado ms que como concepcin los ca, en la misma lnea que los trabajos de Leo poldo Zea. Y lo mismo sucede en otros anlisis de las diversas etapas de la historia de Mxico: se ponderan los pensa-mien tos no tanto por su valor terico, cuanto por su uti lizacin como ideologa social. Se trata de un pro ce di- miento bsico de El laberinto de la soledad. En El laberin-to de la soledad la losofa se reduce a dos elementos: la losofa como creadora de mitos necesarios para la co mu-nidad, y como ideologa, como instrumento de la vida comunitaria.

    Me parece, dicho todo esto, que sera una tontera reducir el libro a un tratado poltico o histrico, o a un tratado los co. Incluye estos aspectos, pero creo que El laberinto de la soledad es algo ms: en primer lugar, es un supremo acto de voluntad personal, un profundo ejercicio de liberacin personal y colectivo, pues Octa-vio no acepta el ejercicio de liberacin slo como indivi-dual; quiere, por el contrario, que sea armnico con el des arrollo de la historia de Mxico y es esto lo que hace particularmente interesante y original al libro. Un es-fuerzo de autognosis que con una prosa de extraordi-naria pujanza cre una imagen de Mxico. Se dice fcil. Yo creo que el libro es, esencialmente, un mito ordena-dor y, al mismo tiempo, una hazaa potica y un altsi-mo despliegue de inteligencia. As es Octavio, el poeta inteligente.

  • EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

  • Lo otro no existe: tal es la fe racional, la in-

    curable creencia de la razn humana. Identi-

    dad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo

    hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno

    y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar;

    subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en

    que la razn se deja los dientes. Abel Martn,

    con fe potica, no menos humana que la fe

    racional, crea en lo otro, en La esencial

    He terogeneidad del ser, como si dij ramos

    en la incurable otredad que padece lo uno.

    ANTONIO MACHADO

  • 33

    EL PACHUCO Y OTROS EXTREMOS

    TODOS, en algn momento, se nos ha revelado nues-tra existencia como algo particular, intransferible

    y precioso. Casi siempre esta revelacin se sita en la ado les cen cia. El descubrimiento de nosotros mismos se ma ni fiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nos otros se abre una impalpable, transparente mu ralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero nios y adultos pueden tras-cender su soledad y olvidarse de s mismos a travs de jue go o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante en -tre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo su cede la reflexin: inclinado sobre el ro de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singula ridad de ser pura sensacin en el nio se transforma en problema y pregunta, en con-ciencia interrogante.

    A los pueblos en trance de crecimiento les ocurre

    A

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    algo parecido. Su ser se manifiesta como interroga cin: qu somos y cmo realizaremos eso que so mos? Mu -chas veces las respuestas que damos a estas preguntas son desmentidas por la historia, acaso por que eso que lla man el genio de los pueblos slo es un complejo de reacciones ante un estmulo dado; frente a circunstan-cias diversas, las respuestas pue den variar y con ellas el carcter nacional, que se pretenda inmutable. A pesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicologa na cional, me parece reveladora la insistencia con que en ciertos periodos los pueblos se vuelven sobre s mismos y se interrogan. Despertar a la historia sig ni-fi ca adquirir conciencia de nuestra singularidad, mo -men to de re poso reflexivo antes de entregarnos al hacer. Cuan do soamos que soamos est prximo el des per-tar, dice Novalis. No importa, pues, que las res pues tas que de mos a nuestras preguntas sean luego corregidas por el tiempo; tambin el adolescente ignora las futu-ras transformaciones de ese rostro que ve en el agua: indescifrable a primera vista, como una piedra sagrada cubierta de in cisiones y signos, la mscara del viejo es la historia de unas facciones amorfas, que un da emergie-ron confusas, ex tradas en vilo por una mirada absorta. Por virtud de esa mirada las facciones se hicieron rostro y, ms tarde, mscara, significacin, historia.

    La preocupacin por el sentido de las singularidades de mi pas, que comparto con muchos, me pareca hace tiempo superflua y peligrosa. En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, no sera mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino

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    al que es capaz de sumergirse en ella? Lo que nos puede distinguir del resto de los pueblos no es la siempre du dosa originalidad de nues tro carcter fruto, quiz, de las circunstancias siempre cambiantes, sino la de nues tras creaciones. Pensaba que una obra de arte o una ac cin concreta definen ms al mexicano no solamen-te en tanto que lo expresan, sino en cuanto, al ex pre-sarlo, lo re crean que la ms penetrante de las des-cripciones. Mi pregunta, como las de los otros, se me apareca as como un pretexto de mi miedo a enfrentar-me con la rea li dad; y todas las especulaciones sobre el pretendido ca rcter de los mexicanos, hbiles subter-fugios de nuestra impotencia creadora. Crea, como Sa muel Ramos, que el sentimiento de inferioridad influ-ye en nuestra pre dileccin por el anlisis y que la escasez de nuestras creaciones se explica no tanto por un cre ci-miento de las facultades crticas a expensas de las crea-doras, como por una instintiva desconfianza acerca de nuestras capacidades.

    Pero as como el adolescente no puede olvidarse de s mismo pues apenas lo consigue deja de serlo nos-otros no podemos sustraernos a la necesidad de interro-garnos y contemplarnos. No quiero decir que el mexica-no sea por naturaleza crtico, sino que atra viesa una etapa reflexiva. Es natural que despus de la fase explosi-va de la Revolucin, el mexicano se recoja en s mismo y, por un momento, se contemple. Las preguntas que todos nos hacemos ahora probablemente resulten incompren-sibles dentro de cincuenta aos. Nuevas circunstancias tal vez produzcan reacciones nuevas.

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    No toda la poblacin que habita nuestro pas es ob -jeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, cons ti-tuido por esos que, por razones diversas, tienen concien-cia de su ser en tanto que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nues tro te rri-torio conviven no slo distintas razas y lenguas, sino varios niveles histricos. Hay quienes viven antes de la historia; otros, como los otomes, desplazados por suce-sivas invasiones, al margen de ella. Y sin acudir a es tos extremos, varias pocas se enfrentan, se ignoran o se en tredevoran sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilmetros. Bajo un mismo cielo, con h roes, costumbres, calendarios y nociones morales diferentes, viven catlicos de Pedro el Ermitao y jacobinos de la Era Terciaria. Las pocas viejas nunca desaparecen com-pletamente y todas las heridas, aun las ms antiguas, manan sangre todava. A veces, como las pirmides pre-cortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen no ciones y sensibilidades enemigas o distantes.1

    La minora de mexicanos que poseen conciencia de

    1 Nuestra historia reciente abunda en ejemplos de esta superposi-cin y convivencia de diversos niveles histricos: el neofeudalismo porfirista (uso este trmino en espera del historiador que clasifique al fin en su originalidad nuestras etapas histricas) sirvindose del posi-tivismo, filosofa burguesa, para justificarse histricamente; Caso y Vasconcelos iniciadores intelectuales de la Revolucin, utilizando las ideas de Boutroux y Bergson para combatir al positivismo porfiris-ta; la Educacin Socialista en un pas de incipiente capitalismo; los frescos revolucionarios en los muros gubernamentales Todas estas aparentes contradicciones exigen un nuevo examen de nuestra histo-ria y nuestra cultura, confluencia de muchas corrientes y pocas.

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    s no constituye una clase inmvil o cerrada. No sola-mente es la nica activa frente a la inercia indoespa-ola del resto sino que cada da modela ms el pas a su imagen. Y crece, conquista a Mxico. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos. Basta, por ejemplo, con que cualquiera cruce la frontera para que, oscuramente, se haga las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en Mxico. Y debo con fesar que muchas de las refle xiones que forman par-te de este ensayo nacieron fuera de Mxico, durante dos aos de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quiz la ms profunda de las respuestas que dio ese pas a mis preguntas. Por eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros das, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte.

    Al iniciar mi vida en los Estados Unidos resid algn tiempo en Los ngeles, ciudad habitada por ms de un milln de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero adems de la pureza del cielo yde la fealdad de las dispersas y ostentosas cons truc cio-nes la atmsfera vagamente mexicana de la ciudad, im po sible de apresar con palabras o conceptos. Esta me -xi ca nidad gusto por los ado r nos, descuido y fausto, ne gligencia, pasin y reserva flota en el aire. Y digo

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    que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de precisin y eficacia. Flota pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o suea, hermo-sura harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de des-aparecer.

    Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos aos de vivir all, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergenza de su origen, nadie los confundira con los norteamericanos autnticos. Y no se crea que los rasgos fsicos son tan determinantes como vulgarmente se piensa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la poblacin es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del pndulo, un pndulo que ha perdido la razn y que osci-la con violencia y sin comps. Este estado de espritu o de ausencia de espritu ha engendrado lo que se ha dado en llamar el pachuco. Como es sabido, los pa chucos son bandas de jvenes, generalmente de ori-gen mexicano, que viven en las ciudades del sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su con-ducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado ms de una vez el racismo norteamericano. Pero los pachucos no reivindican su raza ni la naciona li-dad de sus antepasados. A pesar de que su actitud revela

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    una obstinada y casi fantica voluntad de ser, esa vo lun-tad no afirma nada concreto sino la decisin am bigua, como se ver de no ser como los otros que los rodean. El pachuco no quiere volver a su origen mexicano; tam-poco al me nos en apariencia desea fundirse a la vida nor teamericana. Todo en l es impulso que se niega a s mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: pachuco, vocablo de in -cierta filiacin, que dice nada y dice todo. Extraa pala-bra, que no tiene significado preciso o que, ms exacta-mente, est cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de significados! Que ramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

    Incapaces de asimilar una civilizacin que, por lo de ms, los rechaza, los pachucos no han encontrado ms respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmacin de su personalidad.2 Otras comunidades re ac cionan de modo distinto; los negros, por ejemplo, per seguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por pa sar la lnea e ingresar a la socie dad. Quieren ser co mo los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta, pero lejos de intentar una problemtica adaptacin a los modelos ambientes, afir-

    2 En los ltimos aos han surgido en los Estados Unidos muchas bandas de jvenes que recuerdan a los pachucos de la posguerra. No poda ser de otro modo; por una parte la sociedad norteamericana se cierra al exterior; por la otra, interiormente, se petrifica. La vida no puede penetrarla; rechazada, se desperdicia, corre por las afueras, sin fin propio. Vida al margen, informe, s, pero vida que busca su verda-dera forma.

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    man sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas no tables. A travs de un dandismo grotesco y de una con ducta anrquica, se alan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimi-larlos, como su vo luntad personal de seguir siendo dis-tintos.

    No importa conocer las causas de este conflicto y me nos saber si tienen remedio o no. En muchas par tes existen minoras que no gozan de las mismas oportuni-dades que el resto de la poblacin. Lo caracterstico del hecho reside en este obstinado querer ser distinto, en esta angustiosa tensin con que el mexica no desvalido hurfano de valedores y de valo res afirma sus dife-rencias frente al mundo. El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religin, costumbres, creencias. Slo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiem-po, lo destaca y asla: lo oculta y lo exhibe.

    Con su traje deliberadamente esttico y sobre cu -yas obvias significaciones no es necesario detenerse, no pretende manifestar su adhesin a secta o agru pacin alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta en ese pas en donde abundan religiones y atavos tri bales, des-tinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de sentirse parte de algo ms vivo y concreto que la abs-tracta moralidad del American way of life. El traje del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, sim-plemente, una moda. Como todas las modas, est hecha de novedad madre de la muerte, deca Leopardi e imitacin.

  • 41

    La novedad del traje reside en su exageracin. El pa -chu co lleva la moda a sus ltimas consecuencias y la vuel-ve esttica. Ahora bien, uno de los principios que ri gen a la moda norteamericana es la comodidad; al volver est-tico el traje corriente, el pachuco lo vuelve im prctico. Niega as los principios mismos en que su modelo se inspira. De ah su agresividad.

    Esta rebelda no pasa de ser un gesto, vano, pues es una exageracin de los modelos contra los que pretende rebelarse y no una vuelta a los atavos de sus antepa sa-dos o una invencin de nuevos ropajes. Gene ral men- te los excntricos subrayan con sus ves tiduras la de cisin de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y ms cerrados grupos, ya pa ra afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se advierte una am bi gedad: por una parte, su ropa los asla y distingue; por la otra, esa misma ropa cons tituye un homenaje a la so ciedad que pretenden negar.

    La dualidad anterior se expresa tambin de otra ma ne-ra, acaso ms honda: el pachuco es un clown impasible y siniestro, que no intenta hacer rer y que procura aterro-rizar. Esta actitud sdica se ala a un deseo de autohumi-llacin, que me parece constituir el fondo mismo de su carcter: sabe que sobresalir es peligroso y que su con-ducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae la per-secucin y el escndalo. Slo as podr establecer una relacin ms viva con la sociedad que provoca: vctima, podr ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, ser uno de sus hroes malditos.

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    La irritacin del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mtico y por lo tanto vir-tualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singu la-ridad. Todos coinciden en ver en l algo hbrido, per tur -bador y fascinante. En torno suyo se crea una cons te lacin de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrir-se de poderes alternativamente nefastos o benficos. Unos le atribuyen virtudes erticas poco comunes; otros, una perversin que no excluye la agresividad. Fi gu ra por ta do-ra del amor y la dicha o del horror y la abo mi na cin, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo pro-hi bido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; al guien, tambin, con quien slo es posible tener un contacto secreto, a oscuras.

    Pasivo y desdeoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradic-torias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfaccin, esta-llan en una pelea de cantina, en un raid o en un motn. Entonces, en la persecucin, alcanza su autenticidad, su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocacin, se cierra: ya est listo para la reden-cin, para el ingreso a la sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escndalo; ahora, que es vctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.

    Por caminos secretos y arriesgados el pachuco in ten-ta ingresar a la sociedad norteamericana. Mas l mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto.

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    Niega a la sociedad de que procede y a la norteamerica-na. El pachuco se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el pachuco no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada vo luntad de no-ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que tambin es un adorno brbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se re de s misma y que se engalana para ir de cacera. El pachuco es la presa que se adorna para llamar la atencin de los cazadores. La persecucin lo redime y rompe su soledad: su salvacin depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunin y salud, se convierten en trminos equiva lentes.3

    Si esto ocurre con personas que hace mucho tiem-po abandonaron su patria, que apenas si hablan el idio-

    3 Sin duda en la figura del pachuco hay muchos elementos que no aparecen en esta descripcin. Pero el hibridismo de su len gu aje y de su porte me parecen indudable reflejo de una oscilacin psquica entre dos mundos irreductibles y que vanamente quiere conciliar y superar: el norteamericano y el mexicano. El pachuco no quiere ser mexicano, pero tampoco yanqui. Cuan do llegu a Francia, en 1945, observ con asombro que la moda de los muchachos y muchachas de ciertos barrios especialmente entre estudiantes y artistas recordaba a la de los pachucos del sur de California. Era una rpida e imaginativa adaptacin de lo que esos jvenes, aislados durante aos, pensaban que era la moda norteamericana? Pregunt a varias personas. Casi todas me dijeron que esa moda era exclusivamente francesa y que haba sido creada al fin de la ocupacin. Algunos llegaban hasta a considerarla como una de las formas de la Resistencia; su fantasa y barroquismo eran una respues-ta al orden de los alemanes. Aunque no excluyo la posibilidad de una imitacin ms o menos indirecta, la coincidencia me parece notable y significativa.

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    ma de sus antepasados y para quienes esas secretas races que atan al hombre con su cultura se han secado casi por completo, qu decir de los otros? Su reaccin no es tan enfermiza, pero pasado el primer deslumbramiento que produce la grandeza de ese pas, todos se colocan de mo do instintivo en una actitud crtica, nunca de entre-ga. Re cuerdo que una amiga a quien haca notar la belle-za de Berkeley, me deca: S, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aqu hasta los pjaros hablan en ingls. Cmo quieres que me gusten las flo-res si no conozco su nombre verdadero, su nombre in -gls, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los ptalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambilia, t piensas en las que has visto en tu pue blo, trepando un fresno, moradas y litrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugam-bilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdas despus de haberl olvidado. Esto es muy hermoso, pero no es mo, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptos no lo dicen para m, ni a m me lo dicen.

    S, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos ms profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos asla o nos distingue. Y nuestra soledad aumenta porque no buscamos a nuestros compatrio-tas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un pe no so sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El me xi cano, fcil a la efusin sentimental, la rehye. Vivimos ensimismados, como esos adolescentes taci-tur nos y, de paso, dir que apenas si he encontrado

  • 45

    esa especie en tre los jvenes norteamericanos dueos de no se sa be qu secreto, guardado por una apariencia hosca, pe ro que espera slo el momento propicio para re ve larse.

    No quisiera extenderme en la descripcin de estos sentimientos ni en la aparicin, muchas veces simul t-nea, de estados deprimidos o frenticos. Todos ellos tie-nen en comn el ser irrupciones inesperadas, que rom-pen un equilibrio difcil, hecho de la imposicin de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un sentimiento de real o supuesta inferioridad frente al mun do podra explicar, parcialmente al me nos, la re serva con que el mexicano se presenta ante los dems y la vio-lencia inesperada con que las fuer zas reprimidas rom pen esa mscara impasible. Pero ms vasta y profunda que el sentimiento de in fe rio ridad, yace la soledad. Es impo-sible identificar ambas actitudes: sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de sole-dad, por otra parte, no es una ilusin como a veces lo es el de inferioridad sino la expresin de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos.

    No es el momento de analizar este profundo sen ti-miento de soledad que se afirma y se niega, alterna-tivamente, en la melancola y el jbilo, en el silencio y el alarido, en el crimen gratuito y el fervor re ligioso. En todos lados el hombre est solo. Pero la soledad del me xicano, bajo la gran noche de piedra de la Altiplani-cie, poblada todava de dioses insaciables, es diversa a la del norteamericano, extraviado en un mundo abstracto

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    de mquinas, conciudadanos y preceptos morales. En el Valle de Mxico el hombre se siente suspendido entreel cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas con-trarias, ojos petrificados, bocas que devoran. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, existe por s misma, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre. El mexicano se siente arrancado del seno de esa realidad, a un tiempo creadora y destructora, Madre y Tumba. Ha olvidado el nombre, la palabra que lo liga a todas esas fuerzas en que se ma ni-fiesta la vida. Por eso grita o calla, apualea o reza, se echa a dormir cien aos.

    La historia de Mxico es la del hombre que busca su filiacin, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispa-nista, indigenista, pocho, cruza la historia co mo un cometa de jade, que de vez en cuando re lampaguea. En su excntrica carrera, qu persigue? Va tras su catstro-fe: quiere volver a ser sol, volver al centro de la vida de donde un da en la Conquista o en la Independen-cia? fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mis-mas races que el sentimiento religioso. Es una orfan-dad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente bsqueda: una fuga y un regre-so, tentativa por res tablecer los lazos que nos unan a la creacin.

    Nada ms alejado de este sentimiento que la so ledad del norteamericano. En ese pas el hombre no se siente arrancado del centro de la creacin ni suspendido entre fuerzas enemigas. El mundo ha sido construido por l y est hecho a su imagen: es su espejo. Pero ya no se reco-

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    noce en esos objetos inhumanos, ni tampoco en sus se mejantes. Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Est solo entre sus obras, perdido en un pramo de espejos, como dice Jos Gorostiza.

    Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son econmicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacie-ron en la Democracia, el Capitalismo y la Re volucin industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopo-lio y el Feudalismo. Por ms profunda y determinante que sea la influencia del sistema de produccin en la creacin de la cultura, rehso creer que bastar con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo econmico para que desaparezcan nues-tras diferencias (ms bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolucin). Mas para qu buscar en la historia una respuesta que solo nosotros pode mos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, qu nos hace diferentes, y en qu consisten esas diferencias?

    Voy a insinuar una respuesta que quiz no sea del todo satisfactoria. Con ella no pretendo sino aclararme a m mismo el sentido de algunas experiencias y admito que tal vez no tenga ms valor que el de constituir una respuesta personal a una pregunta personal.

    Cuando llegu a los Estados Unidos me asombr por encima de todo la seguridad y la confianza de la gente, su aparente alegra y su aparente conformidad con el mun do que los rodeaba. Esta satisfaccin no impide, cla ro est, la crtica una crtica valerosa y decidida,

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    que no es muy frecuente en los pases del sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho ms cautos para expresar nuestros puntos de vista. Pero esa crtica res-peta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las races. Record entonces aquella distincin que haca Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba esp ritu revolucionario. El revo-lucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, si no los usos mismos. Casi todas las crticas que es cuch en labios de norteamericanos eran de carcter reformista: dejaban intacta la estructura so cial o cultural y slo tendan a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareci entonces y me sigue pareciendo todava que los Estados Uni-dos son una sociedad que quiere realizar sus ideales, que no desea cambiarlos por otros y que, por ms amenaza-dor que le parezca el futuro, tiene confianza en su super-vivencia. No quisiera discutir ahora si este sentimiento se encuentra justificado por la realidad o por la razn, sino solamente sealar su existencia. Esta confianza en la bondad natural de la vida, o en la infinita riqueza de sus posibilidades, es cierto que no se encuentra en la ms reciente literatura norteamericana, que ms bien se complace en la pintura de un mundo sombro, pero era visible en la conducta, en las palabras y aun en el rostro de casi todas las personas que trataba.4

    4 Estas lneas fueron escritas antes de que la opinin pblica se diese clara cuenta del peligro de aniquilamiento universal que entra-an las armas nucleares. Desde entonces los norteamericanos han per-dido su optimismo pero no su confianza, una confianza hecha de

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    Por otra parte, se me haba hablado del realismo ame-ricano y, tambin, de su ingenuidad, cualidades que al parecer se excluyen. Para nosotros un realista siempre es un pesimista. Y una persona ingenua no puede serlo mucho tiempo si de veras contempla la vida con realis-mo. No sera ms exacto decir que los norteamericanos no desean tanto conocer la realidad como utilizarla? En algunos casos por ejemplo, ante la muerte no slo no quieren conocerla sino que vi siblemente evitan su idea. Conoc algunas seoras ancianas que todava tenan ilusiones y que hacan planes para el futuro, como si ste fuera ina gotable. Desmentan as aquella frase de Nietz-sche, que condena a las mujeres a un precoz escepticis-mo, porque en tanto que los hombres tienen idea les, las mujeres slo tienen ilusiones. As pues, el realismo americano es de una especie muy particular y su inge-nuidad no excluye el disimulo y aun la hipocresa. Una hipocresa que si es un vicio del carcter tambin es una tendencia del pensamiento, pues consiste en la negacin de todos aquellos aspectos de la realidad que nos pare-cen desagradables, irracionales o repugnantes.

    La contemplacin del horror, y aun la familiaridad y la complacencia en su trato, constituyen contrariamente uno de los rasgos ms notables del carcter mexicano. Los Cristos ensangrentados de las iglesias pueblerinas, el humor macabro de ciertos encabezados de los diarios, los velorios, la costumbre de comer el 2 de noviembre

    resignacin y obstinacin. En realidad, aunque muchos lo afirman de labios para afuera, nadie cree nadie quiere creer que la amenaza es real e inmediata.

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    pa nes y dulces que fingen huesos y calaveras, son h bi-tos, heredados de indios y espaoles, inseparables de nuestro ser. Nuestro culto a la muerte es culto a la vida, del mismo modo que el amor, que es hambre de vida, es anhelo de muerte. El gusto por la autodestruccin no se deriva nada ms de tendencias masoquistas, sino tam-bin de una cierta religiosidad.

    Y no terminan aqu nuestras diferencias. Ellos son crdulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historias policiacas, nosotros los mitos y las leyen-das. Los mexicanos mienten por fantasa, por desespe-racin o para superar su vida srdida; ellos no mien-ten, pero sustituyen la verdad verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad social. Nos emborracha-mos para confesarnos; ellos para olvidarse. Son optimis-tas; nosotros nihilistas slo que nuestro nihilismo no es in telectual, sino una reaccin instintiva: por lo tanto es irrefutable. Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcsticos; ellos ale-gres y humorsticos. Los norteamericanos quieren com-prender; nosotros contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en el tra-bajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegra, que es una embriaguez y un torbellino. En el ala-rido de la noche de fiesta nuestra voz estalla en luces y vida y muerte se confunden; su vitalidad se petrifica en una sonrisa: niega la vejez y la muerte, pero inmoviliza la vida.

    Y cul es la raz de tan contrarias actitudes? Me pa re-

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    ce que para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir. Ellos son modernos. Nosotros, como sus ante-pasados puritanos, creemos que el pe cado y la muerte constituyen el fondo ltimo de la naturaleza humana. Slo que el puritano identifica la pureza con la salud. De ah el ascetismo que purifica, y sus consecuencias: el culto al trabajo por el trabajo, la vida sobria a pan y agua, la inexistencia del cuerpo en tanto que posibili-dad de perderse o encontrarse en otro cuerpo. Todo contacto contamina. Razas, ideas, costumbres, cuerpos extraos llevan en s grmenes de perdicin e impureza. La higiene social completa la del alma y la del cuerpo. En cambio los mexicanos, antiguos o modernos, creen en la comunin y en la fiesta; no hay salud sin contacto. Tla-zoltotl, la diosa azteca de la inmundicia y la fecundidad, de los humores terrestres y humanos, era tambin la diosa de los baos de vapor, del amor sexual y de la con-fesin. Y no hemos cambiado tanto: el catolicismo tam-bin es comunin.

    Ambas actitudes me parecen irreconciliables y, en su estado actual, insuficientes. Mentira si dijera que algu-na vez he visto transformado el sentimiento de culpa en otra cosa que no sea rencor, solitaria desesperacin o ciega idolatra. La religiosidad de nuestro pueblo es muy profunda tanto como su inmensa miseria y desampa-ro pero su fervor no hace sino darle vueltas a una no ria exhausta desde hace siglos. Mentira tambin si dijera que creo en la fertilidad de una sociedad fundada en la imposicin de ciertos principios modernos. La his-

  • El laberinto de la soledad

    Postdata

    Vuelta aEl laberinto de la soledad

    a aparicin de El laberinto de la soledad de Octavio Paz, en el medioda del siglo xx, dej una huella indeleble en el pensamiento mexicano moderno. A contracorriente de las interpretaciones psicolgicas o metafsicas de la po-ca, Octavio Paz restituy al mexicano su individualidad histrica y a nuestra nacin su sitio entre los conflictos de la civilizacin occidental. El laberinto de la soledad se lee desde 1950 como una pieza magistral del ensayo en lengua espaola y como un texto liminar donde la cr-tica y el mito libran las batallas de la transparencia. Octavio Paz no poda ser indiferente a las dramticas consecuencias de 1968 en la historia mexicana y aquel ao suscit Postdata (1969), la clebre secuencia de El la-berinto de la soledad. Este libro fue un gesto de responsa-bilidad y un llamado de alerta. Paz volvi sin vacilacio-nes a las heridas mexicanas y afirm su creencia en esa profunda reforma democrtica cuya actualidad habr de reconocer en Postdata a uno de sus antecedentes in-telectuales ms firmes. Esta nueva edicin de El laberinto de la soledad y Postdata, junto con las precisiones de Paz a Claude Fell en Vuelta a El laberinto de la soledad (1975), es un homenaje a la imaginacin moral y al aliento crtico del poeta mexicano. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporneos de todos los hombres, escri-bi Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Seis dcadas despus la voz de Octavio Paz ha ganado una audien-cia universal y mexicana, clsica y contempornea. Una obra cuyo punto de partida es El laberinto de la soledad, li-bro grabado en la conciencia intelectual de Mxico como pocos en nuestra historia.

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