pasión de invierno (v)

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Valle Inclán, mítica ciudad Latinoamericana, es el escenario de la última pasión de maduro profesor universitario hacia atractiva estudiante de literatura.

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Capítulo I

I

Los macizos y apremiantes golpes de timbales, bajos, cellos y violines del comienzo de la Sinfonía

Nº 1 de Brahms remecieron los tímpanos de Ricardo Aragón, uniéndose inextricables a los latidos

de su corazón, repentinamente apresurado a raíz del augurador ring de su celular. Desde hacía un

tiempo, el tradicional sonido de su ya pasado de moda portátil negro le producía ese irrefrenable

efecto, más allá del férreo autocontrol al que había acostumbrado a unas domesticadas

emociones, tras más de 25 años de matrimonio y la crianza de dos hijos que ya habían partido

hacía unos años de la casa paterna, aunque sin darle aún nietos.

La adrenalina disparada -que prepara para el ataque o la huida- inundó su sangre inútilmente,

pues el llamado no permitía ni asalto, ni fuga. Aragón, maduro profesor de Literatura de la

Universidad Espírito Santo, una prestigiosa casa de estudios católica que retribuía bien su jefatura

de carrera con escasas horas de clases y charlas a estudiantes, no podía manejar el creciente

nerviosismo que le producía Leonora, una joven de abundante pelo miel ensortijado, largas y

voluptuosas formas, que cursaba su último año en Literatura y que lo había abordado hacía unos

meses en uno de sus seminarios, manifestándole coqueta admiración con palabras, gestos y

suaves contactos de sus blancas y tersas manos con las suyas, ya pintadas con el arsénico de la

edad.

Ricardo, casi en los 55, era un hombre bien conservado gracias a una genética proveniente de una

familia de fuertes campesinos y militares andaluces llegados a Valle Inclán en la primera mitad del

siglo XVIII y de una juventud y adultez sin excesos, guiada por la seriedad que le impuso a su

conducta el accidente automovilístico en que murieron tempranamente sus padres. A su edad,

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mantenía vigentes ritos de plena actividad física y mental, compartiendo con disciplina espartana

su tiempo entre trabajo, lecturas, investigación, trote, gimnasio y buena música.

De una elegante delgadez y altura, que delataba su estricta entidad, recibió del Liceo local y la

propia Universidad en la que estudió y que ahora enseñaba, la oportunidad de seguir su carrera,

ayudado por profesores que avalaban su dedicación y esfuerzo académico. Becas y créditos le

permitieron concluir su grado, continuar una maestría y seguir, en Europa, sendos doctorados que

terminó de pagar con trabajo, gracias a una relativa fama en el entorno académico que atraía

buenos alumnos a la casa de estudios.

El duro esfuerzo de laborar y estudiar, así como su temprano matrimonio y casi inmediata

progenie, lo transformaron en un personaje conducido por la racionalidad. De comportamiento

dirigido por la voluntad, creía que el hombre libre era aquel que se sobreponía a sus pulsiones,

dando a su destino la dirección y sentido que los principios le dictaban, aún sin preguntarse si

aquellos provenían de su propia naturaleza o eran una prolongación de una muy bien realizada

educación de padres exigentes, pero cariñosos, y de maestros atentos que vieron en él –y se lo

hicieron sentir- un ejemplo para su generación.

Espoloneado por una niñez sin necesidades, aunque una juventud gravada por la prematura

ausencia de sus padres, había desarrollado una agradable y atractiva personalidad que combinaba

equilibradamente simpatía y levedad, seriedad, profundidad e introspección, un modo de ser que

encantaba a amigos y mujeres, así como a sus profesores y autoridades académicas.

Vestía regularmente, sin ostentación, coherente con su personalidad nunca estridente. Su ropero

provenía de sus años en Europa, asegurándole una cierta imagen prototípica de intelectual que

Ricardo aparentemente no buscaba enfatizar, pero que sabía, tenía su origen en la admiración que

profesaba, hasta la imitación, de sus profesores en la Francia de mediados de los 70. Y aunque

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tenía abundante y oscura cabellera y una cerrada barba que delataba su origen hispano-mozárabe,

no transó nunca con la segunda y lucía siempre perfectamente afeitado, con un aroma after-shave

a limón y tabaco que inundaba sus entornos y transmitía a las manos de quienes saludaba. Una

tradicional pipa bicolor Dunhill Bruyere, que habitualmente portaba en el bolsillo superior de sus

chaquetas grises, ocres o azules -y que rara vez fumaba- completaba su típico atuendo de

“hombre de letras”.

Tal vez fueron los sutiles contactos con esa piel levemente sudorosa y suave de las yemas de sus

delgados dedos; o sus ojos, oscuros como el carbón, pero brillantes como el diamante, entornados

por negras y largas pestañas que le recordaban a Carolina, la amada irrealizable de su juventud, los

que despertaron en él emociones que creía aplacadas o muertas, tras haberlas vivido sin

discreción ni límite, en una profunda, aunque ahora serena relación con Mabel, su esposa, mujer,

compañera y madre de sus hijos, durante apasionados y felices primeros años de matrimonio que

debió combinar con trabajo, doctorados y crianza.

Mientras seguía tronando en su viejo tocadiscos Marantz el acetato de la intensa Sinfonía de

Brahms y el celular insistía en sus llamados, Aragón, con su índice en gancho amplió levemente el

cuello alto de su suéter de lana gris, buscando despejar su faringe para mayor ingreso de aire a los

pulmones, al tiempo que tomaba el teléfono portátil para constatar en la pequeña pantalla verde

la identidad del emisor. Con esfuerzos por ganarle a su incipiente presbicia y delimitando las letras

en el visor mediante un divertido entrecierre de párpados para hacer foco, buscó sus lentes y

luego de colocárselos sobre su varonil nariz, caminó con rapidez hacia el tocadiscos para reducir su

volumen. Afinada la mirada, el corazón le dio un vuelco: era Leonora.

II

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Ricardo Aragón había llegando casi corriendo esa tarde a la sala anfiteatro de la Universidad en la

que un centenar de jóvenes atestaba el lugar a la espera de la charla sobre literatura

hispanoamericana que daría el “doctor”, como le decían respetuosa y habitualmente colegas y

alumnos. Carraspeando suavemente para aclarar una voz grave -aunque mermada - que debía

lanzar sin micrófono desde la testera hasta la última fila, el profesor dio inicio a su exposición sin

recurrir a papel o ayuda memoria alguno. Era una más de las muchas que ofrecía como medio de

extensión y atracción de alumnos al claustro o perfeccionamiento de quienes ya estudiaban allí.

Esa tarde, sin embargo, sería especial. Mientras se desplazaba en el semicírculo base, anotando de

vez en cuando algún nombre o concepto en la extensa pizarra blanca que entornaba su podio,

comenzó a recorrer con la vista los rostros del joven público presente.

Era un rito que seguía sólo tras superar la inevitable tensión que le provocaban los comienzos de

charlas, no obstante sus largos años de experiencia y que, desde su perspectiva, le suscitaban una

serie de tic en el rostro, que para los otros eran casi invisibles, pero que a Aragón se le antojaban

descomunales. Con cierta frecuencia le preguntaba a Mabel, su mujer, si se notaba mucho el

nerviosismo en sus exposiciones. Mecánicamente ésta respondía con un casi aburrido “no”,

agregando que, por el contrario, se le veía siempre seguro y tranquilo.

Esta vez, empero, cuando sus ojos, en su ya más relajado recorrido, se encontraron de bruces con

los de Leonora, no obstante estar ella en la cuarta o quinta fila de la sala, parpadeó y bajó la vista

como si se hubiera trabado en él, de improviso, una luctuosa lucha entre fuerzas que lo impelían a

seguir admirándola y aquellas que le ordenaban esquivar la penetrante mirada de la muchacha

que, desde arriba, lo escrutaba con juvenil ímpetu. Para Aragón, la visión fue un deja vú que le

trajo al presente fantasmas de un pasado de vivas emociones, anterior a Mabel.

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La hermosa joven, de unos veintitantos años, tenía un rostro parecido a Carolina, una etérea

chiquilla con cuerpo de bailarina que, en los 70, estudiaba Antropología, mientras Ricardo cursaba

su licenciatura en letras. Aragón nunca la olvidó completamente, luego de un fugaz pero intenso

romance.

La había “descubierto” casi a su llegada a la Universidad y durante dos años intentó acercamientos

que “parecieran naturales”. Pero ella se había unido a un grupo de estudiantes de diversas

carreras del área social que se caracterizaba por su indisciplina, excentricidades y desacato a la

autoridad, en torno al cual se sucedieron expulsiones y suspensiones, retiros, escándalos de

drogas, intentos de suicidios y vida disoluta, apoyados en la influencia de padres cuya mayoría

eran personajes destacados de la vida pública y empresarial de Valle Inclán y la capital.

Durante un lluvioso día de verano, la encontró llorando en el parque cercano a la casa de estudios.

Por primera vez se atrevió a acercarse para ofrecerle ayuda. Nunca antes en el campus hizo

siquiera un esfuerzo. Ricardo la miraba desde lejos con obvio embeleso, aunque su racionalidad le

indicaba que ni él encajaba en esa especie, ni Carolina era una mujer con la cual podría establecer

el tipo de relaciones duraderas y seguras que le gustaban. Sin embargo, había algo en ella que la

hacía su alter ego. Le suponía una vida emocionante, llena de improvisación y aventuras, de

sorpresas y diversión perenne, nada parecida a la suya, aherrojada por la disciplina auto-impuesta

y exigida por sus profesores para que se cumpliera un destino que se había escrito antes que él

pudiera participar en la redacción.

Carolina veía en Ricardo a un interesante “macho triste”, atrincherado, como ciudadela del siglo

XII, entre fuertes murallones de indiferencia que no dejaban penetrar ni una nota de los bárbaros

cánticos paganos de esa alegría tonante y rebelde de la tribu sitiadora a la que ella pertenecía. Lo

imaginaba domesticado y pío, merced a persistentes y obsesivos ejercicios espirituales junto a los

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monjes de su iglesia interior, de la que ni siquiera asomaba. Nunca divagó sobre una eventual

relación amorosa con él, no obstante que, en su innata sapiencia femenina, percibía con claridad

el interés de Aragón.

Esa tarde, luego de abordarla en su circunstancial congoja, Ricardo caminó junto a Carolina en

silencio por el parque, durante un largo e indescifrable lapso, siguiendo las huellas dibujadas,

entre flores, arbustos y árboles añosos, por olvidados amantes. Insospechadamente, fueron

acumulando en sus corazones una suerte de sensualidad desatada por un descubierto tiempo

perdido, estimulados por las decenas de colores y aromas, a pasto y jazmín, hierba buena y tierra

húmeda, mientras la lluvia los empapaba, traspasando sus ropas hasta alcanzar la piel.

En algún momento, sin proponérselo, se detuvieron bajo un frondoso y verde sauce para

guarecerse, intentando dar cuenta del frio que comenzaba a penetrarlos. En un segundo, aquel

abrazo fraterno se tornó impulsivamente en desbordante deseo, en tensión y posesión. Apenas

separando sus rostros, ya fundidos en caricias, y sólo como para re-conocerse, sorprendidos por la

invasiva emoción, sus labios, plenos de lluvia y licor recién destilado de sus bocas, se unieron en

una apasionada lucha de tibios y anhelantes labios, de cálidas y sedientas lenguas, al tiempo que

ambos cuerpos de apretujaron, como queriendo traspasarse el uno al otro.

Navegaron por tiempo inescrutable en la barca de los espíritus que se lanzan por la torrente del

éxtasis, deseando abrir y abrirse, beber y saciarse de todos los néctares de aquellas flores de

vibrantes colores que, llenando salvajes vergeles, estallaban ante sus ojos cerrados, ambos

asombrosamente disponibles al mágico y vehemente intercambio de almíbares y fragancias que

terminaron por disolverlos y transformarlos alquímicamente en una única entidad, por un lapso

que, según les pareció, abarcó la totalidad del tiempo.

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Al abrir lentamente sus párpados, la lluvia había terminado y el entusiasta canto de pájaros

pequeños que revoloteaban alegres y veloces, anunciaba que el aguacero no volvería. El cielo,

comenzando a despejarse gracias a los suaves vientos veraniegos, mostró su azul ozono limpio y

oloroso, tras los albos nubarrones. Por entre los esponjosos cirrus nimbus post tormenta

ingresaron vívidos rayos de sol que, jugando con los últimos rezagos de llovizna, dibujaron para los

amantes el sublime espectáculo de un arcoíris que partía en la colina que quebraba el plano del

horizonte, para caer justo sobre la cúpula cobriza y brillante de la Iglesia de la ciudad. Las

campanas, anunciando la misa de cinco de la tarde, sonaron a lo lejos, contribuyendo al místico

momento.

Tras el intenso viaje, Carolina reía nerviosamente, mientras Aragón, más locuaz que de costumbre,

intentaba dar una explicación racional al suceso, causando aún mayor hilaridad en la joven. Los

silencios anteriores, todos esos de los más de dos años de saberse existentes, pero ignorarse,

fueron paulatinamente cubiertos con las miles de palabras que surgían a raudales desde la ahora

incontinente boca de Ricardo.

Carolina, de un temperamento aún más reservado, escuchaba con atención las descripciones y

recuerdos del joven, asintiendo con su cabeza cuando parecía coincidir con ellos o expresando sus

dudas mediante un agraciado arqueo de sus negras cejas, una vez que las elucubraciones de

Ricardo superaban sus más puras y directas miradas de esa realidad en conformación que Aragón

intentaba hacer emerger, como buscando ponerse al día en su retrasada conquista del amor.

Por eso, el poco tiempo que estuvieron juntos pasó para ellos en ritmo paradójico, una forma de

ser-estar que no conocían: fueron días veloces como relámpagos que enceguecen por su luz, pero

que no pueden fijarse, fulminantes, vertiginosos; también de una intensidad que Ricardo archivó

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como décadas, plenas, ahítas de sucesos, pesadas, angustiosamente densas, como gustaba

rememorarlas.

III

Cuando volvió a casa desde aquella clase en que conoció a Leonora, llegó -de algún modo- distinto.

Mabel, su madura aunque aún atractiva esposa, le preguntó si tenía algún problema. “Intuición

femenina”, pensó Ricardo y luego, sacando su pipa de la chaqueta, para hacer algo con las manos

que escondiera su secreta y naciente inquietud, levantó los hombros en signo de indiferencia. Con

mueca despectiva, expresada con la caída de las comisuras de sus labios, formuló una frase hecha:

“sin novedad en el frente”. Mabel lo miró por unos instantes, como intentando penetrar en la

veracidad de la afirmación y luego le recordó, como siempre, que la mesa estaba lista.

Durante la cena, Mabel comentó la polémica que había surgido en su Escuela entre la directora de

carrera y tres profesores jóvenes que habían sido contratados recientemente, a raíz de un tema

curricular que se inició como simple diferendo técnico, pero que a esas alturas ya se estaba

transformando en un verdadero cisma que involucraba a profesores y alumnos.

Desde casi tantos años como Ricardo, Mabel hacía clases de Estética en Espirito Santo y

paulatinamente se había ganado el respeto de autoridades y colegas a raíz de su rigurosidad y

calidad investigadora. Su curso preferido era Estética Medieval, área que desplegaba de la mano

de Umberto Eco, de quien había sido alumna por unos meses en Italia mientras acompañaba a

Aragón en sus doctorados, enseñando el especial sentido de realidad de esa época; aquella que

unida a la capacidad de goce de lo terrenal, discernible por los sentidos, agregaba otros signos más

profundos, trascendentes, metafísicos, según había rescatado de su maestro.

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Ambas bellezas, sensible e ininteligible, separadas impetuosamente por el tajo penetrante de la

avasalladora modernidad agnóstica sobreviniente, daban también sentido a la mirada del mundo

de Mabel. En su ordenado y pacífico universo interior, la perfección ininteligible y la belleza

sensible se manifestaban, como en el Medioevo, en un quehacer que incluía número y proporción,

misterio, color y luz, pero además una inefable brillantez divina; la palabra descriptora, que

contiene símbolo y alegoría mística. Para Mabel, como para Platón, la belleza era bien y verdad

inconmovible.

Atada a tales estructuras, era una mujer segura, asertiva y confiada alegremente en el amor que

había profesado y recibido de Aragón, nutrida por una historia de fidelidad y esfuerzos comunes

en el complejo proceso de crianza de sus dos hijos: Ricardo (como el padre), un joven de 28 años,

felizmente casado hacía un par de años con una simpática aunque deslavada “gringa”, Marie Ann,

compañera de su doctorando en Matemáticas en el MIT; y Marcela, su creativa hija pintora y

escultora, de 25 años, residente en Bélgica desde que, tras terminar su carrera, viajó a Europa en

lo que llamó su “año sabático” y que se transformó en estadía permanente, cuando conoció, en su

paso por Bologna, a un joven y promisorio pianista francés que comenzaba a ofrecer sus primeros

conciertos con grandes sinfónicas del viejo continente.

La habitual parquedad de Ricardo fue, durante días, buen cómplice para disimular la inquietud que

comenzaba a corroer su, hasta ese entonces, perfecto universo familiar, construido como fortaleza

veneciana, en la que el orden de las cosas era imperturbable, bajo la justa tuición de los

bienamados señores de la casa.

A las 6.30 A.M., Mabel se levantaba a preparar un desayuno consistente en jugo de naranjas, una

tostada de pan negro con aceite de oliva que reemplazaba a la mantequilla y un café de máquina

que, a esa hora y en las tardes, después del trabajo, se colaba por toda la amplia casona en la que

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ambos vivían cómodamente, en un condominio suburbano de Valle Inclán. Desde la partida de los

“niños” –como les decían- les parecía, empero, más grande que lo necesario, con aquellos

dormitorios y la sala de juegos y TV vacías, recordándoles insistentemente sus tiempos de padres

de familia.

Tras salir a recoger la suscripción del diario y apagar la mortecina luz de una ampolleta ecológica

que iluminaba de noche el frondoso jardín delantero de la casa alba de estilo inglés, llevaba a

Ricardo desayuno a la cama, mientras éste, ya despierto por el aroma a café de granos que subía

desde la cocina, se había levantado para lavarse los dientes antes de comer, como le gustaba.

Mientras Mabel se duchaba, Aragón terminaba de leer las noticias. A sus 51 años, ella cuidaba

diariamente su cuerpo y rostro, aplicando cremas y ungüentos que impregnaban de aromas un

baño pleno de vapores y espejos empañados que luego recibía al profesor, cálido y oloroso, todas

las mañanas.

A ojos del resto, Mabel era una mujer que representaba menos edad, gracias a su lozanía. No

fumaba y hacía ejercicios aeróbicos al menos tres veces por semana en el pequeño gimnasio de su

casa o con colegas en la Universidad. Se mantenía con jovial aspecto que incitaba a varios de sus

alumnos a considerarla una mujer deseable, cualidad que complementaba con un deportivo modo

de vestir, el que, sin embargo, no afectaba su natural garbo y elegancia.

Ricardo se afeitaba en la ducha y se secaba en el dormitorio, para vestirse rápidamente. Las toallas

húmedas sobre la cama matrimonial era el pequeño diferendo diario con Mabel. Todo el proceso

demoraba unos cuarenta y cinco minutos, por lo que a las 7.15 de la mañana, ambos estaban listos

para salir. La Universidad estaba a unos 20 minutos en auto, si es que las estrechas callejuelas del

condominio que lo unían a la carretera, entre arboledas y cierres de arbustos, no estaban

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congestionadas por la panne de algún vehículo vecino o un camión del gas que entorpecía la salida

y entrada al área suburbana.

La experiencia les había enseñado salir a esa hora pues el resto de la vecindad solía copar la ruta

cerca de las 7.30. Tras despedirse con un cariñoso beso en la mejilla, ambos tomaban sus coches -

Mabel su Volskwagen azul y Ricardo su Jeep verde musgo- y enrumbaban hacia la doble vía que los

llevaba directo a la casa de estudios, luego de unos 800 metros de ruta interna, plena de olores y

sonidos del campo valleinclano.

Una segunda despedida se producía llegando a Espirito Santo. Mabel torcía hacia la izquierda,

rumbo a la escuela de Bellas Artes, mientras Ricardo lo hacía hacia la derecha, en donde estaba

ubicado el solemne edificio estilo francés de la Facultad de Literatura. Mabel solía retribuir el

saludo que Ricardo le enviaba levantando los dedos, sin soltar el pulgar del volante, con un beso a

distancia.

Luego de esos ritos, ambos iniciaban una jornada que los separaba las próximas 10 a 12 horas,

pues habitualmente almorzaban en sus respectivos entornos de profesores, amigos o visitas

académicas. Al regreso, avanzada la tarde, Aragón llegaba después de Mabel, lo que le permitía

estacionar el auto en posición primera para la salida del otro día.

Capítulo II

I

Ricardo Aragón estaba en su ordenador redactando un informe pedido por rectoría cuando su

secretaria le avisó por citófono que tenía a una alumna en la antesala. Instintivamente se puso en

guardia y antes de preguntar quién era, le dijo que estaba ocupado y que le pidiera regresar a las

12 horas. Su corazón se aceleró al intuir-desear que la estudiante en espera fuera Leonora. Tras el

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“OK” de la secretaria, Ricardo siguió escribiendo, pero su concentración comenzó a flaquear. Miró

la hora. Eran las 9.50 y debía entregar el informe antes de las 12. Sintió que tenía tiempo para

detenerse un momento y auscultar sus sentimientos.

¿Qué me está pasando? se preguntó. Recordó los ojos de Leonora, su intensa y femenina mirada,

el acercamiento que tuvo con ella cuando terminó esa charla, su sonrisa, sus dientes blancos y

parejos, con los incisivos levemente más largos que el resto, el roce de sus manos con las suyas al

despedirse; su aroma, cuando se acercó para besarlo en la mejilla en que lo hacía diariamente

Mabel pero sobre lo cual no recordaba emoción alguna como la que le produjo la joven. ¿Habrá

sido ella? ¿Y si es ella, me comportaré como profesor y alumna? ¿Se notará mi debilidad?

Aceleró su trabajo. Aunque asediado por las imágenes de Leonora, debió suspenderlo un par de

veces más, antes de concluirlo a poco de la hora en que debía entregarlo al estricto rector Rojas. A

las 11.45, tras imprimirlo, Aragón salió de su oficina a paso firme rumbo a la Rectoría con el

informe encarpetado en un portafolio institucional.

Mientras caminaba por los adustos pasillos de la Facultad, en los que resonaban sus firmes pasos

sobre las añosas baldosas blanco y negro que los cubrían, recordó que Leonora volvería a su

oficina durante el recreo de las 12. Sonrió al darse cuenta que daba por hecho que se trataba de

ella. “Es deseo, no intuición”, se dijo. Por primera vez fue franco consigo mismo y volvió a sonreír

cuando pensó “que magnífico sería que fuera ella”.

Con el rictus inercial de la sonrisa en su rostro, Aragón abrió la puerta de la secretaría del Rector y

asomando medio cuerpo, preguntó a la hosca asistente del rector si podía recibirlo. Sin mirarlo y

manteniendo la actividad en la que estaba, la mujer de pelo canoso, rigurosamente peinado y

tomado en su nuca como deslavado tomate, marcó mecánicamente el citófono: “El doctor Aragón

está aquí”. “Que pase” fue la metálica repuesta en el altoparlante del aparato.

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Ricardo ingresó a la oficina. Luego de saludarlo y que el rector tomara el informe, lo hojeara sin

haberle solicitado que se sentara, lo miró y le preguntó “¿está todo aquí?”. “Si, Rector, todo”. Con

una sonrisa forzada y un irreproducible sonido que asemejaba a un “gracias”, Rojas dio por

terminada la cita. Aragón se despidió amablemente y salió. Pasó con calma frente a la vieja

secretaria, despidiéndose con una leve venia y luego, en el pasillo, trotó a su oficina.

No había alcanzado a sentarse y recuperar el aliento, cuando sonó el timbre de recreo de las 12

horas. Suspiró profundamente como para recuperar una más normal respiración y se lanzó hacia

atrás en su sillón, afirmando su nuca con las manos entrelazadas. Pasaron minutos que se hicieron

eternos y en los que Ricardo Aragón solo esperó que sonara el timbre del citófono.

Nerviosamente abrió una de las gavetas de su escritorio para buscar un algo indeterminado.

Encontró una pequeña cajita de lata con pastillas de menta que le había regalado hacia meses

Mabel, luego de una gira que realizara con un grupo de sus estudiantes a París. Intentó abrirla,

pero, en el esfuerzo, la cajita resbaló de sus manos, abriéndose al caer y desparramando las

pequeñas golosinas por todo el piso alrededor del escritorio y del sillón de dos plazas que servía de

asiento a las visitas.

Molesto, se hincó para intentar recuperarlas una a una. Mientras las recogía, sonó el

intercomunicador. De un salto se paró y tomó ansiosamente el aparato. “Doctor, la alumna está

aquí”, dijo la secretaria. Sin poder evitarlo, su corazón se apresuró y hasta sintió que su cara se

ruborizaba. “Un momento”, respondió y esperó unos segundos para tranquilizarse. Luego se

dirigió hacia la puerta de la oficina y la abrió.

De pié, aunque de espaldas, mirando hacia el campus por la ventana de la oficina de la secretaría

estaba Leonora con toda su fascinante humanidad. Al escuchar que la puerta de la oficina del

profesor se abría, volteó y con cálida sonrisa y su mano y brazo estirados para saludar, avanzó

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hacia él: “Gracias doctor por recibirme”, dijo con su voz de mezzo-soprano, más gruesa que lo

habitual, que la hacía parecer mayor. “Pase”, dijo Ricardo, intentando calmar los tic que en su

rostro surgían invasivos e involuntarios.

Tras ingresar a la oficina y mientras la joven miraba en su entorno ubicando donde sentarse,

Aragón pasó bruscamente sus manos por la cara, como lavándosela, en un intento de disimular

sus reacciones. Con un además, le ofreció el sillón de dos plazas, mientras el ocupaba su puesto

detrás del escritorio. Hubo un silencio durante el cual ambos se escrutaron, generando una curiosa

atmósfera de intimidad-lejanía. Leonora inspiró como quien se prepara a un examen oral y volvió a

agradecer. El profesor asintió caballerosamente y sin hablar la instó a expresar las consultas.

-Doctor, debo decirle que quedé impresionada con la exposición que nos hizo sobre Literatura

latinoamericana. Estoy terminando el grado y no he podido decidir una especialización para una

maestría o doctorado…

-¿Maestría o doctorado…?, preguntó Ricardo

-Deseo iniciar un post-grado inmediatamente luego de mi graduación, aquí o en el exterior, dijo la

joven.

La palabra “exterior” volvió a alterar su ritmo cardíaco como puñal clavado inadvertidamente, tal

si se tratara de la partida de una siempre amada. ¡Qué estúpido!, se regañó interiormente y volvió

a preguntar

-“¿No te parece mejor una maestría primero y luego un doctorado?

Leonora asintió dubitativamente, ante lo cual Aragón le explicó que desde una perspectiva

académica, lo mejor, a su edad, era intentar una maestría, que era más práctica y corta y que la

especializaría en algún tema de memoria. Luego, tras sus aplicaciones en el mundo del trabajo, la

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experiencia le permitiría definir mejor el área en la que podría investigar para crear conocimiento

a través del doctorado.

Mientras hablaba, Ricardo se desdobló escuchando sus propias palabras. Surgían, una tras otras,

casi automáticas, mientras otro centro de su cerebro disfrutaba de la presencia de la joven,

sentada apenas a dos metros. La distancia no sólo le permitía oler sus tenues aromas a primavera,

dulce y tierna, sino visualizar, no obstante su presbicia, cada detalle de su rostro y la bronceada y

brillante piel de sus largas piernas, que ostentaba orgullosa, bajo una corta falda de suave lino

verde que cubría apenas hasta la mitad de sus sólidos y proporcionados muslos.

Cada cierto tiempo, Leonora se llevaba la mano derecha a su ensortijado pelo miel para reubicarlo

graciosamente tras sus bien modeladas orejas, como un rito de desbroce de barreras que le

impidieran escuchar los consejos del maestro. Aragón, un amante de la lectura, sabía que esa

seña, bien conocida por los psicólogos y tan propia de las mujeres, se presentaba cuando ellas

tenían algún interés en la persona con la que conversaban. El mismo, al percatarse de su posición

en el escritorio, con casi medio cuerpo sobre la cubierta, como buscando aún más cercanía, se

reacomodó y lanzó hacia atrás, evitando indicios que pudieran informar a Leonora de su

predilección.

La conversación se extendió por casi media hora. Recordaron trabajos de Jorge Luis Borges,

Cortázar y Sábato; de García Márquez, Rulfo, Paz, Fuentes y Nervo y, desde luego, a Vicente

Huidobro y su “Arte del sugerimiento” y “Non serviam”.

Aragón rememoró la definición de Huidobro sobre el “creacionismo” publicada en “El Espejo de

Agua”:

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-“El poema creacionista se compone de imágenes creadas, de situaciones creadas, de conceptos

creados; no escatima ningún elemento de la poesía tradicional, salvo que en él sus elementos son

íntegramente inventados, sin preocuparse, en absoluto, de la realidad ni veracidad anteriores al

acto de realización”...

Leonora respondió a Aragón que, por su poca experiencia, parecía “creacionista” intuitiva, pues

solía imaginar mundos interiores para redactar y comunicarlos, usando más pasiones ajenas que

propias, las que había sentido pocas veces y que, por consiguiente, sus obras no eran más que un

íntegro invento, una re-creación de vivencias que había conseguido discernir en conversaciones o

a través de las obras literarias leídas.

Mientras Aragón erraba con Ángel Cruchaga por temas del amor y tristeza, inconscientemente

apuntando a su propia imposibilidad, Leonora le enseñó otra faceta que le recordó a Carolina, su

antigua pasión, desatando sentimientos adicionales, cuando le manifestó su admiración por la

visión “contestaría, dura y ácrata” de Pablo de Rokha. Con su codo sobre el escritorio, la mano

afirmando la mandíbula y medio tapando la boca con sus dedos, temiendo hacer la pregunta,

Ricardo inquirió:

-¿Porqué De Rocka y no Neruda…Premio Nobel, después de todo?

Leonora bajó la cabeza y suavemente fue recordando aspectos que conocía de la vida del poeta,

su nacimiento aristocrático, su empobrecimiento, su lucha social y suicidio a los 73 años, (“aún

joven”, dijo), luego de unos meses que su hijo Pablo tuviera igual destino y que su amigo, Joaquín

Edwards Bello, también hubiera partido al Hades.

Tras una pausa, en la que a Ricardo le pareció estar suspendido en el tiempo, Leonora leyó en su

cuaderno parte de la declaración que el poeta hizo al recibir su Premio Nacional de Literatura:

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“Cuando vivía Winett, mi mujer y también mi hijo, antes que la familia se destrozara, este galardón

me habría embargado de regocijo. Hoy, para un hombre viejo, este reconocimiento, que

indudablemente me emociona, no puede tener la misma trascendencia”.

Luego calló. Allí estaban descritas, sin ulterior intención, las dos puntas del propio conflicto de

Aragón: viejo para arrojarse a la creación destructiva de un romance revivificante; aún joven para

seguir creyendo en la aventura del amor, en la abrupta belleza del desear ilimitadamente,

respondiendo sin vallas a las pulsiones y llamado de su bárbaro interior.

Ricardo no quiso profanar el denso y respetuoso silencio. Con parsimonia tomó la cajita de dulces

recuperada que había dejado sobre el escritorio y la abrió para ofrecerla a la estudiante. Tras

pasar suavemente la mano por debajo de sus ojos, como secando inexistentes lágrimas, Leonora

sonrió, entre avergonzada y divertida, y se agachó levantando desde bajo su pie -calzado con

delicadas zapatillas de lona gris- uno de los dulces que Aragón no había recogido. “Gracias -dijo

mostrándoselo- aquí tengo uno”. Ambos rieron.

El ir y venir de signos y efluvios visibles e invisibles de simpatías, singularidades y percepciones; el

notable despertar de sensaciones que le provocaba la estudiante, hacían concebir en Ricardo un

estado del alma que no reconocía, pero que sospechaba ya vivido, aunque ahora se le antojara

distinto.

Esa mezcla de juventud, belleza e inteligencia que veía en ella lo provocaba a seguir hurgando en

ese mundo inexplorado, natural; de selva virgen, salvaje, vital y voluptuosa. Le parecía que ningún

desierto era posible en ese magnífico universo. Mientras Leonora hablaba y movía

armoniosamente sus labios y lengua, Ricardo imaginaba su sabor y textura, mientras la besaba

desde lejos, apasionadamente, aprisionando con sus manos la abundante cabellera que coronaba

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19

su porte distinguido, presionando con fuerza, casi hasta el dolor, la tierna boca rosa contra la suya.

Por primera vez en varios años sentía bufar a su apaciguada sexualidad.

Prevenido, mirando cautamente la hora, Aragón dio por finalizada la reunión, no sin antes esperar

que su naturaleza volviera a curso normal y lo dejara levantarse de su sillón sin pasar la

incomodidad de manifestaciones biológicas indecorosas. La joven se levantó como un resorte y se

acercó a Aragón por un costado del escritorio, traspasando la barrera simbólica que divide a

estudiantes del maestro. Allí, en el interregno, Leonora lo tomó suavemente de uno de los brazos

–que Ricardo tensionó para evitar una flaccidez propia de la edad- y le dio un afectuoso beso en la

mejilla. Aquel fue a dar muy cerca de la comisura de sus labios, luego que el profesor intentara

besarle el otro lado de la cara.

Simultáneamente, ambos rozaron sus muslos y con parte de su torso, Ricardo pudo sentir los

firmes senos de Leonora, lo que volvió a sacudir su hasta ahora tranquila naturaleza,

amenazándolo con el temor de una involuntaria reacción. Con un esfuerzo de posición y cambio

de foco, consiguió dominar la manifestación de su sensualidad y tras tomarla del codo, la llevó

hasta la puerta de la oficina.

Al salir, Leonora se volteó nuevamente, haciendo que su larga y suave cabellera se desplazara

desde su espalda hasta uno de sus bien formados hombros y volvió a agradecer. La secretaria miró

a la joven con ojos inquisitivos, como adivinando cierto coqueteo, y luego al profesor, quien, al

percibir de reojo la actitud de su asistente, evitó devolverle la vista, cerró apresuradamente su

puerta y volvió al escritorio, inquieto y alerta.

II

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20

Esa noche, ya en cama, mientras sonaba el “Stabat Mater de Pergolesi” recreado por Bach, en una

radio FM que Aragón sintonizaba en el aparato de TV Cable que tenía en el dormitorio, Mabel le

preguntó por su reciente retorno a Pablo de Rocka, cuya “Morfología del espanto”, Ricardo releía

con atención.

Aragón, cuya conducta le parecía cada vez más novedosa a Mabel, dejó el libro en el velador y

sacándose los anteojos, le contó que un alumno le planteó su interés en una investigación sobre el

poeta chileno y que le había pedido que fuera su profesor guía.

Mientras mentía, Ricardo volvió a recordar el encuentro de ese mediodía con la joven y, por

enésima vez, tras otro golpe inesperado de adrenalina que aceleró su corazón y despertó un bruto

placer que se movió como lagarto entre vientre y sexo, sintió su vigor crecer apasionadamente.

Acostumbrado a dormir con pijamas, se desabotonó la pieza superior y apagando la luz de su mesa

de noche comenzó a acariciar a Mabel. Algo extrañada por la manifestación, se dejo llevar por el

goce en los mimos de su esposo, tras varios días de no haber hecho el amor.

Mientras la besaba e invadía en la oscuridad, la imagen de Leonora venía incontrolablemente a la

mente de Aragón, provocándole mayor lujuria el imaginar que era ella con quien copulaba.

Arrastrado por la concupiscencia, penetró a su mujer violenta y profundamente, espoloneando

con renovados bríos y besándola ardientemente, de un modo que hacía años Mabel no había

sentido.

Entre gemidos de placer, jadeante y arrollado en su mente por el tsunami de sensaciones eróticas

que le provocaba el recuerdo de los aromas, piel, piernas, labios y lengua de Leonora, Ricardo

esbozó un gutural aunque suave y entrecortado “te amo”. Mabel, en medio de la explosión de su

propio éxtasis, respondió con sincero afecto.

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Tras la tempestad, una calma culposa se apoderó del profesor, quien, a modo de expiación, besó a

Mabel en repetidas oportunidades antes de levantarse al baño y volver a dormir plácidamente

hasta el otro día. Era jueves y los viernes, por lo general, salían a comer desde que los niños ya no

fueron un problema. Antes del sueño profundo, Mabel alcanzó a preguntarle:

-“¿Dónde vamos a comer mañana?

Ricardo esbozó un intento de respuesta que su mujer no entendió, pero respetando su cansancio,

lo dejó abandonarse al sueño.

Por la mañana, cuando despertó, Mabel ya estaba en el baño y el tradicional olor del café en

granos provenía esta vez de una fuente más cercana. La bandeja estaba en su velador y desde allí,

el suave y reparador aroma de la bebida se confundía con el del pan recién tostado y naranja

fresca. Se levantó, no sin cierto esfuerzo, pues le dolían dulcemente espalda y muslos. “Estoy

viejo” pensó y tras sentarse, cogió la bandeja, tomándose de un envión el jugo recién exprimido.

Mientras disponía el diario a su lado para hojearlo, tomó un sorbo del café que encontró menos

caliente de lo que gustaba. Dejó la tasa y dio un mordisco al pan. En ese momento Mabel salió del

baño. Vestida con su habitual bata de seda verde limón, traía en sus manos el libro de De Rocka.

“Es interesante”, le dijo y avanzando hacia él por el costado de la cama, lo dejó en el velador de

Aragón, al tiempo que le dio un ligero y sonoro ósculo en la frente, mientras el profesor aún

rumiaba su primera mascada de pan.

Ya listos para salir, Mabel se despidió bajo las verdes enredaderas que cubrían el añoso alerón de

la entrada a la casa, con un beso más largo que de costumbre, en el que le ofreció delicadamente

la punta de su lengua. El profesor mantuvo sus labios cerrados, aunque no los separó de su mujer

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hasta que ella lo hizo. Sonrió y dándole un suave golpecito en las posaderas –hábito masculino que

Mabel odiaba-, Ricardo bajó ágilmente los escalones de la entrada para dirigirse a su automóvil.

Antes de subir, la llamó y le recordó que había comprado entradas para el concierto de esa tarde

en el Municipal de Valle Inclán. El programa incluía la Sonata Nº 32 de Beethoven, interpretada

por uno de los mejores pianistas del país, Rodolfo Cienfuegos, una otrora joven promesa que

había recibido clases, poco antes de su muerte, del propio Claudio Arrau, en Alemania y que volvía

al país invitado por una poderosa empresa de telecomunicaciones.

Entre los compositores preferidos de Ricardo, si bien espontáneamente citaba a Brahms, Grieg o

Wagner, desde muy pequeño manifestó profundo amor por la obra de Beethoven, aunque de

aquella, una de sus más queridas era justamente la compleja Sonata Nº 32. Fue la última del

músico de Bonn, pergeñada en el verano de 1820, época en la que concibió sus tres últimas

sonatas para piano.

Aragón sostenía que la originalidad de esos trabajos no residía tanto en los temas como en su

relación con la cultura musical de la época. Con el propio autor, creía que tenían ese aroma a

mezcla perfecta entre progreso y conservación, suma de lo nuevo con lo mejor de la tradición, de

libertad creadora y estabilidad ordenadora, una perfecta “Kunstvereinigung” o “fusión artística”.

Tanto así, que el propio Thomas Mann, haciendo hablar a su Doctor Faustus, se refería a ellas

como “punto final” del que “no hay retorno posible”, es decir, una resolución en el plano espiritual

que lejos de toda tensión o conflicto irresoluto, era pura divinidad.

Mabel prefería, en cambio, la más tradicional perfección de los maestros ingleses y barrocos, tal

vez más consistentes con su estable mundo interior, más ingenuo, con menos vericuetos. Esas

diferencias musicales, sin embargo, no eran motivo de discordia. Por las noches escuchaban la

música barroca preferida por Mabel. Aunque Ricardo la irritaba cuando, evitando discusión, decía

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no importarle, pues era una música “especial para leer”, es decir, se podía escuchar en trastienda

y concentrarse “en algo más interesante”. Brahms, Mendelsohn o el Beethoven tardío, en cambio,

eran suficientemente complejos como para exigir toda la atención.

Para adentrarse en la música, Aragón no requirió pacto con el diablo, como el Faustus de Mann,

influido por aquel de Goethe que vendió su alma a cambio del retorcido deseo de juventud que

comenzaba a escaldar también al maduro Ricardo, enfrentado a la prohibida nueva pasión. Desde

niño, sus padres le inculcaron el gusto por la música y las elucubraciones que escuchaba en casa

fueron otorgándole una fina apreciación en esas artes.

Alrededor de los siete años, su madre lo incitó a estudiar piano, pero Aragón se percató

rápidamente que aquella musa era de una exigencia compatible sólo con la obsesión. Para ser

gran músico –pensaba- había que entregarse a ella por completo, sin juegos ni distracciones.

Aunque disciplinado, sabía que sus ansias de libertad lo disparaban en demasiados sentidos, todos

tan atractivos como el primero.

Dejó de tocar después de tres años, no sin cierta aflicción de su madre, quien se había

esperanzado con su “concertista” - como le decía- luego que en su propia juventud lo intentara. Su

progenitora solía entretener las tardes de verano de la casona paterna, en el centro viejo de Valle

Inclán, tocando el antiguo Bosendorfer, traído de Viena por sus abuelos, oportunidad en la que

reunían en la sala no sólo a la familia, sino a vecinos y amigos.

La mezcla de libertad creadora y estabilidad ordenadora que le parecía encarnaban

respectivamente Leonora y Mabel, comenzaban a transformarse para Aragón en polos

irreconciliables. Tal vez fue la razón por la que quería volver a escuchar la sonata, respondiendo a

una inconsciente necesidad de intentar penetrar en sus secuencias, en búsqueda de una solución

que le permitiera, siguiendo al Faustus de Mann, conseguir ese “punto final”, esa resolución en el

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plano espiritual, ajena a todo conflicto, para alcanzar vida plena en un infinito tiempo presente,

esquivando otra que parecía la penúltima estación, antes de un cristiano y resignado abandono en

las manos de Dios.

Mabel le respondió desde la puerta: “juntémonos donde Gregorio, a las 18.30”, un agradable pub

ubicado cerca del Municipal, donde servían unas exquisitas mixturas de jugos de frutas tropicales

con diversos destilados extraídos desde caña de azúcar, melocotones, piñas y mangos, todos los

cuales hacían divertido efecto en la mujer, relajando sus defensas culturales y transformando

simpáticamente su estructurado modo de conducta.

Ricardo gustaba de pasar allí a comer algunos bocadillos cada cierto tiempo y observar el cambio

de Mabel, quien, tras medio vaso, develaba una inusual pero encantadora avidez por contar

chistes y anécdotas, que, aunque repetidas y hasta absurdas, hacían reír a Aragón. En todo caso,

su estricta educación ponía límites a los desbordes, razón por la que, en general, solía tomarse

solo uno de los largos y dulces tragos.

III

El día viernes pasó con lerda lentitud. Ricardo terminó una serie de papeleos administrativos, la

parte del trabajo que detestaba. Su verdadera vocación era estar frente a los alumnos y traspasar

la información recogida, reorganizada, madurada e interpretada, poniéndola a prueba frente a las

potenciales nuevas miradas de sus educandos. De las varias veces que sonó su intercomunicador y

que invariablemente le remecieron su estómago, ni una de ellas era el anhelado llamado de

Leonora.

Durante una pausa, le pidió a su asistente que trajera un café de la máquina expendedora ubicada

en el pasillo central de ingreso a la Facultad. Como no contaba con monedas, le solicitó el importe

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con la promesa de devolvérselo apenas tuviera cambio. Miró sobre el escritorio y cogió

nuevamente el libro de De Rocka. Volviendo a hojearlo se detuvo distraídamente en el gran titular,

“Únicamente”.

“Winnet, panal, arteria de lirio o revolver iluminado, piscina de hondos ramajes, en la cual habita

un pez negro con la mirada terriblemente roja. Tonada de campo en las aldeas, en la que una gran

ventana de familia, da a la sociedad sin clases, que parece la franca montaña llena de yeguas

coloradas y potros, que son mundos rabiosos, vihuela de Licanten, en la cual se desnudan las

chichas más sagradas del futuro. A las riveras del gran clan familiar, circularon las arañas

declamando una gran tiniebla, que les salía del estómago, el alacrán pelado y antropófago del

calumniador y el difamador, en puntillas, el que arrastra, ensombrecido, las entrañas de Dios,

gritando entre las magníficas, mortales mandíbulas, el comerciante en corazones, nos aulló en los

grandes crepúsculos verdes y el cadáver del dolor nos bramó, desde los tejados, entre murciélagos

y anónimos, descolgándose, desde el Poniente, con bastante y mucha gran furia”.

Para el profesor, la improvisada lectura era oracular. Desde quién sabe qué mundo, el poeta

parecía criticarlo, con su veneración por Winnet, su mujer, con la dureza propia de su marmóreo

lenguaje. Bastaba cambiar Winnet por Mabel y la “piscina de hondos ramajes”, donde habitaba

ese “pez negro con la mirada terriblemente roja” se tornaba en ese mismo lago oscuro donde

había nadado tantas veces sobre el vientre de la amada, a la espera de tempestades y aguas

mansas que lo arrebataran con todo su ser al infinito, como un Elías elevado a los cielos, en cada

cópula sagrada con que germinó a esos hijos suyos en noches de dulce y voluptuosa armonía, o de

aquellas infértiles, en las que ambos fueron igualmente felices.

El sentimiento de culpa de Aragón se desató bruscamente, sintiendo que le acuchillaba las

entrañas como un batallón de marabuntas. Sin pretenderlo, se escuchó emitiendo un crudo

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gemido que disimuló con un carraspeo, sabiendo, desde siempre, que la división de madera y

vidrios troquelados que separaba su oficina de la secretaría, no alcanzaba a disminuir ni siquiera el

delicado y suave ritmo de su respiración, cuando, de vez en cuando, se tiraba en el sillón para

tomar una corta siesta. “El profesor está descansando”, le había escuchado decir a su secretaria a

más de algún alumno que requería de consejos, razón por la que varias veces la reprendió por el

doble desacierto de informar sobre sus siestas e impedir que sus estudiantes pudieran acceder a

sus servicios.

¿Qué diablos me está pasando?, se preguntó, sin entender cuándo, cómo y dónde se había

enredado en esta atracción sin provocaciones, ni planificación alguna, tan lejos del control de su

decidida y siempre victoriosa voluntad. ¡Estoy haciendo el ridículo! ¡Y a mi edad! se decía

castigador y despiadado.

En un esfuerzo por ordenar su revolucionada emocionalidad, buscó entre sus recuerdos los más

hermosos momentos con Mabel -su Winnet eterna- ahora agredida y traicionada en lo más

profundo de su ser por la emergencia de una exaltación sin báculo, sino la de un embriagamiento

inadvertido con el aroma de potentes feromonas que lo impactaron con la fuerza del tercer

espolonazo del Huáscar a la Esmeralda. Y parecía a punto de hundirse.

La melancolía que lo inundó se le ocurría un baturrillo de culpa infiel con dolorosa angustia por la

ausencia de la amada. Negándose al incómodo estado, se arrojó desesperado a la imagen virginal

y respetada de su esposa. “Oh Mabel, cómo te he abandonado, abriendo tan extenso campo para

que el enemigo entrara”, barruntó involuntariamente poco antes de levantarse del escritorio, tras

los leves toques en su puerta de Gloria, su secretaria, quien llegaba con el vaso plástico de café. Le

sonrió como pudo y reiteró que le devolvería el importe a la brevedad. La mujer, haciendo un

gesto equivalente a “no importa”, volvió a su puesto.

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Ricardo hizo amagos de continuar trabajando, pero se desmoronó sobre el sillón. Sin desearlo, las

imágenes de Leonora atacaron con furiosa virulencia a su inquieto y desprotegido imaginario y

recordó, como en mosaico, las piernas, boca, labios, ojos, olores y sensaciones táctiles que la joven

le provocaba, volviendo a desear con intensidad impensada, tenerla entre sus brazos, desnuda,

plena, dispuesta y amante, para adentrarse en ella con la saña de un bucanero que ataca un rico

puerto caribeño, aunque, al mismo tiempo, con la dulce entrega de un joven monje enloquecido

por la belleza de la Virgen de Ipacaratingo.

Alrededor de las 13.30, Gloria volvió a golpear la puerta de la oficina para avisarle que salía a

almorzar y que estaría de vuelta, como de costumbre, a las 14.30 horas. Aragon asintió y cuando la

escuchó salir, se levantó y puso pestillo a la puerta principal, de modo que nadie lo molestara en

ausencia de la asistente. Entró al baño para lavarse las manos y mientras se las frotaba con el

jabón lavanda que disponía la Universidad para los profesores, algunos de sus aromas le reiteraron

a Leonora, fresca como la menta y provocativa como una hetaira.

Sin intentar, esta vez, luchar contra la insistente exigencia de su más animal naturaleza, comenzó a

divagar en un ensueño erótico que lo llevó a desnudar a Leonora en la propia oficina, sin importar

la presencia de Gloria al otro lado del tabique, a poseerla, colmarla de su vitalidad, haciéndola

parir miles de titanes por segundo, como una reina madre de los peces, disparando millones de

ovas al sempiterno océano viviente. Sintió que su hombría se encabritaba como albo potro

crispado y relinchante, desobediente y rebelde, sin mando, arisco y dominante.

Casi sin proponérselo, Ricardo tomó su virilidad con las manos aún enjabonadas y suavemente

comenzó a acariciarla, sintiendo como crecía y robustecía con la sangre caliente que, circulando a

través de su razón, mudaba desde esa quietud azul oceánica y plácida de su madura adultez, hacia

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una roja coloratura, cálida y palpitante, contaminada al contacto con la juveniles y codiciadas

imágenes de la deseada.

Cerró los ojos y se dejó llevar por las oleadas de sensualidad que desataban en él sus divagaciones,

hasta que sintió venir desde entrepiernas, corazón y riñones, una irrefrenable pulsión por donar su

vigor, mientras visualizaba el rostro de Leonora en pleno éxtasis, sus labios hinchados y rojos, la

lengua rozando sus blancos incisivos, mientras ella misma dejaba escapar su propia exhalación,

haciendo sentir a Ricardo toda la tibieza húmeda de su pasión en sexo y muslos. Un quejido

abrupto que surgió irrefrenable de su garganta, lo retornó a la realidad, mientras intentaba evitar

que sus licores saltaran al vacío y dejaran las huellas de su ficticia infidelidad.

Jadeante y aún excitado por el interrumpido acto, terminó de lavarse y mirándose al espejo, vio a

ese hombre maduro, con obvias arrugas en torno a sus ojos y la frente, canas incipientes y una

papada en medio camino hacia una más cruda laxitud.

¡Pero, que ridiculez! dijo, mientras una risa nerviosa se apoderaba paulatinamente de él y que

terminó por estallar en francas carcajadas, como las de un niño sorprendido en alguna travesura.

De vuelta al escritorio, tomó el teléfono y marcó el celular de Mabel. El aparato resonó tres, cinco,

diez veces, hasta que desde la operadora escuchó el mensaje automático grabado que anuncia

que “la persona a la que Ud. llama tiene su celular apagado o se encuentra fuera del área de

servicios”. Colgó y sintió necesidad de tomar aire fresco en el amplio campus universitario. Se

colocó su chaqueta de lino oscuro y sin apagar su ordenador, dejó la oficina caminando

lentamente a través del gran pasillo por el que circulaban a esa hora decenas de estudiantes.

Enrumbó hacia el área de Ciencias, en donde la Universidad había construido un pequeño parque

botánico con especies traídas desde diversos puntos del globo. Mientras avanzaba, sacó su pipa

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desde el bolsillo superior del vestón y, sin cargarla, la puso en su boca, inspirando una bocanada

de inexistente tabaco.

“¿Muchas ganas de fumar, profe?”, le preguntaron graciosamente dos alegres alumnas que

pasaban y observaron su maniobra. Ricardo sonrió y movió la cabeza negativamente.

Había fumado un tiempo, hacia años, pero decidió dejarlo cuando el cigarrillo comenzó a afectar

sus trotes y carreras. Utilizó el artilugio de las boquillas, pero en Francia, durante su primer

doctorado, descubrió en uno de sus profesores la pipa. “Esto no es una pipa” decía, parafraseando

el motivo del cuadro de Maigret, aunque para explicar que muy pocas veces aquella servía para lo

que había sido fabricada. Cuando decidía transar con el mal hábito, la llenaba con una mezcla de

tabaco dominicano y una fragante hierba, que una vez encendido, no aspiraba.

Ya en el jardín botánico, mientras se dejaba llevar por la belleza y aromas de algunos de los cientos

de especies enclaustradas, sintió sonar su móvil. Era Mabel quien respondía el llamado perdido.

Aragón le explicó que sólo había querido saludarla y preguntarle si alcanzaban a comer juntos un

emparedado en el casino. Con tono de disculpa, la mujer le comentó que ya había almorzado -

ensalada y queso fresco- y que estaba preparando su clase de las 15 horas. Rodrigo le restó

importancia y le comentó que iría al casino o se comería un hot-dog en el kiosco de estudiantes.

Tras despedirse cariñosamente, Mabel se excusó nuevamente y le recordó que en la tarde estarían

juntos en el concierto y en casa.

Prácticamente sin hambre, Rodrigo volvió a su oficina. Cuando ingresó, Gloria ya estaba en su

puesto. Tras saludarlo le informó que a las 15.30 horas tenía programada la reunión de jefes de

Departamento en Rectoría. Miró la hora y le pidió que le comprara un sándwich. Encendió la radio

que emitía en ese momento “Viaje de Sigfrido por el Rihn”, de Wagner. Cerró los ojos y esperó.

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El celular volvió a sonar. Con calma, Aragón buscó en su chaqueta el aparato, sin encontrarlo.

Cuando logró ubicarlo, la llamada había terminado. Miró la lista de llamadas perdidas. Era un

número desconocido, respecto del cual volvió a imaginar, era de Leonora. Indeciso, apretó la tecla

para responder, pero inmediatamente cortó, como temiendo que resultara ser el móvil de la

joven. Lo dejó en el escritorio, justo en momentos en que su asistente golpeaba y entraba a

dejarle el emparedado con pasta de pollo y pimiento, empaquetado en una bandejilla de plástico.

Lo comió sin ganas hasta la mitad y luego ordenó los documentos que debía llevar a la reunión. A

las 15.20, Aragón se levantó parsimoniosamente de su asiento y partió, carpeta en mano, hacia la

rectoría.

La tediosa reunión de jefes de Facultad que quincenalmente le consumía casi toda la tarde del

viernes transcurría con el mismo sopor habitual, cuando nuevamente el celular de Rodrigo volvió a

sonar. Sobresaltado, lo buscó afanosamente en sus bolsillos hasta encontrarlo y rápidamente lo

apagó, no sin una mirada reprobatoria del rector Rojas. El profesor se disculpó. Después, todo

siguió igual.

Al término del encuentro, mientras regresaba a su oficina, siendo ya las 18 horas, revisó su móvil y

constató que el número de la llamada perdida era el mismo de comienzos de la tarde. Ya en la

oficina, dejó sus documentos, apagó el computador, cerró sus cajones y kardex con llave y salió de

la oficina rumbo al estacionamiento. Ya era la hora en que había quedado se encontrarse con

Mabel en “lo de Gregorio”.

Mabel ya estaba esperándolo con su típico trago blanco como la leche, compuesto de jugo de piña

y melocotón, con alcohol de caña y yerba menta, aunque no había iniciado su ingesta. La mujer se

levantó y ambos se saludaron cariñosamente. Ricardo pidió, como siempre, un whiskey blanco,

con tres cubos de hielo de agua destilada, como acostumbraba el pub a ofrecer su escocés para no

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distorsionar el sabor y aroma de un licor que sus fabricantes habían demorado años en destilar y

otros en almacenar en especiales barriles de maderas finas.

Iniciaron una conversación trivial sobre un reciente llamado de Ricardo hijo, quien le había

contado a su madre que la “gringa” estaba con una fuerte gripe y que hacía una semana que no

podía asistir a clases. Mabel le comentó que, por fortuna, “el niño no se había resfriado”, no

obstante dormir con ella. Ricardo, un poco ausente, miró la hora para asegurarse que no llegarían

tarde al concierto, aunque el Municipal estaba a media cuadra. Faltaban aún veinte minutos.

Mientras Mabel seguía dandole cuenta otros pormenores que, por lo general Aragón no

almacenaba, el celular volvió a sonar. Esta vez lo ubicó de inmediato en el bolsillo derecho de su

chaqueta y al mirar la pantalla su corazón se detuvo. Era el mismo misterioso número que no

había podido contactar ni al mediodía, ni en la reunión con el rector. Asediado por la duda, Aragón

siguió mirando el número, mientras decidía si responder o no. Mabel, que se percató de la

vacilación, lo instó a contestar. Ricardo apretó la tecla correspondiente y acercó el aparato a su

oído. Sin decir palabra, esperó oír la voz desde el otro lado. Un silencio que se le hizo eterno,

alterado sólo por el ruido indescifrable de las frecuencias radiales, detuvo la comunicación.

-¿Aló?, escuchó luego en el auricular.

Su estomago se apretó y le pareció que su cara cambiaba de color. Era una voz femenina que

asemejaba a la de Leonora. Mabel arqueó las cejas en señal de pregunta. Ricardo hizo un gesto de

“sin importancia”. La voz de la joven volvió a sonar metálica, pero, ahora, inconfundible

-¿Aló…profesor? El profesor cortó y le dijo a su mujer, con un mohín de indiferencia, “llamada

equivocada. Preguntaban por un tal Diego”.

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Ricardo tomó su vaso y bebió un buen sorbo, pero para Mabel no pasaron inadvertidos los

cambios en la cara de su ya muy transparente compañero de décadas.

-¿Llamada equivocada? ¿Y esa reacción?, le dijo tomándose un trago de su lechosa bebida. Aragón

volvió a escanciar otro poco del whiskey, para darse tiempo y le respondió entre serio y divertido:

-Es que era mi amante, así es que…

Mabel, fingiendo enojo, le dio un puntapié por debajo de la mesa que el profesor recibió solazado,

aprovechando la circunstancia para seguir bromeando. Tras volver a mirar el reloj, le dijo a Mabel

que apresuraran el cóctel para no llegar tarde al concierto. Ambos apuraron sus bebidas, mientras

Aragón llamaba al mozo por la cuenta. Luego de pagar, salieron rumbo al Municipal. La noche

estaba brillante, estrellada y con agradable temperatura.

IV

Los asistentes al teatro premiaron con un fuerte y prolongado aplauso la primera parte del

concierto en la que el joven Cienfuegos había interpretado el conocido “Arabeske” con acierto; y

sólida calidad técnica, el apasionado “Impromptus” de Schumann, obra que compuso sobre un

tema de su muy joven esposa-niña, Clara Wieck, en 1833.

Ricardo no pudo más que descifrar como nueva coincidencia significativa aquel “Impromptus”,

tema que no vio en la publicidad de la presentación, pues había fijado su atención en la sonata Nº

32 de Beethoven. Sin embargo, Schumann también parecía mostrarle algo sobre su nueva

realidad. Durante la obra, Aragón se había fugado mentalmente -entre las románticas frases

melódicas de músico alemán- junto a Leonora y había recorrido con la amada imaginaria las verdes

campiñas de la Sajonia del siglo XIX, a quien cubría en su sueño sólo con una volátil gasa blanca y

toca de flores frescas, al modo de una rubia hetaira griega, retratada por David.

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Recordaba que Schumann, cerca ya de los 30 años, se había enamorado perdidamente de Clara

Wieck, de sólo 16 años, la inteligente y talentosa hija de su maestro Friedrich, para entonces ya

afamada pianista y “niña prodigio” internacional. Fue un amor intenso y secreto, sostenido

mayoritariamente por carta, tanto debido a la diferencia de edad, como porque Clara viajaba

constantemente actuando por toda Europa. Aunque Schumann insistió ante su maestro, éste

siguió negándole la mano de Clara sistemáticamente. Sólo pudieron casarse recurriendo a los

tribunales, al no tener nunca la aprobación de Wieck. Aún así, permanecieron juntos hasta la

muerte de Robert y tuvieron ocho hijos.

Fantaseándose como una suerte de nuevo Schumann, Ricardo se dejó llevar por las emociones

descritas por el autor, aunque igualmente esperaba ansioso encontrar respuestas a sus

contradictorias pulsiones en el maestro de Bonn.

Junto a Ricardo, Mabel había escuchado la primera parte del concierto con racional interés,

buscando reconocer las bases armónicas tradicionales y barrocas en el músico romántico, pues

aseguraba que nada de lo que posteriormente se produjo en esta área, logró superar el aporte

estructural y metodológico de los maestros de los siglos XVII-XVIII.

En el intermedio, comentaron el buen trabajo de Cienfuegos con colegas y conocidos. Ricardo

estuvo especialmente distraído y varias veces debió disculparse cuando alguno de los del ocasional

grupo le preguntaba su opinión. Mabel, quien lo tomó de la mano para reingresar a la sala, le

apretó bruscamente los dedos y disimuladamente lo regañó preguntando qué le pasaba. Aragón,

cada vez más confundido, levantó los hombros sin responder.

Tras los tres timbrazos con que tradicionalmente se llamaba al público para retornar al concierto,

se apagaron las luces y se reabrieron las cortinas. Un potente cenital de luz blanca iluminó el

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círculo en el que destacaba el negro, brillante y soberbio Steinway de tres cuartos ubicado en el

centro del escenario.

Unos segundos después, desde entre los rojos doseles del ala izquierda del tablado salió

nuevamente el intérprete de riguroso chaqué negro y humita, siendo recibido con un franco y

sonoro aplauso que terminó tan intempestivamente como se inició. En un silencio que permitía

escuchar los leves crujidos del sillín, el pianista se sentó frente al teclado y alargó ambas manos en

posición de inicio.

Bajando su cabeza como para dar mayor fuerza a sus brazos y manos, Cienfuegos atacó con el

Allegro, el primer movimiento de la sonata en Do menor, con su forte sobre sétimas disminuidas

que de inmediato generaron la atmósfera de gravedad y severidad que suscitan las melodías en

tono menor y que a Ricardo se le antojó un llamado de atención en que el portavoz de alguna

divinidad olvidada le hablaba tonante y amenazador, anunciándole que lo que venía era un

discurso nada simple, nada contemporizador, sino directo, duro, de verdad indiscutible.

Seguida la advertencia por un pasaje cromático en piannissimo que conduce al primer tema, el

profesor comenzó a observar como aquellas notas, tan correctamente ubicadas, como un universo

increado, sin tiempo ni espacio, imposible de modificar, se amoldaban, empero, de modo mágico,

a sus propias estructuras internas, penetrando, y al mismo tiempo sin hacerlo, la totalidad de su

espíritu, sin oquedades. Inesperadamente, arribaron a su mente imágenes de su infancia, cuando

deseando cautivar a su madre, intentaba transmitir su total inexperiencia a un instrumento que se

resistía a sonar con la intención que él quería e intuía era la correcta.

Con el inicio de la exposición del tema, Aragón derivó al trágico momento en que supo de la

muerte de sus padres. Sin poder evitarlo, sus ojos se humedecieron con lágrimas pretéritas, nunca

totalmente purgadas. En sus divagaciones viajó a sus tiempos de estudiante universitario y se

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35

reencontró con Carolina, inducida por las frases y mezclas temáticas poco convencionales del

autor; y luego con Mabel, desde aquellos motivos en forma de fuga que le rememoraban la

presencia inevitable –como manifestaba su esposa- del kapellemeister Bach en ese y otros miles

de trabajos musicales.

Los primeros ocho minutos del Allegro habían bastado para introducirlo en su mundo interior,

revolucionado por esas curiosas sensaciones que volvía a revivir a su edad y que Ricardo creía ya

domeñadas, tanto por la fuerza de la civilización que había impuesto a sus sentimientos -no sin

cierta violencia- como por el obvio peso de sus años, los que sabiamente, al compas de la buena

naturaleza, merma los impulsos transformadores con arreglo a las posibilidades de un cuerpo que,

si bien busca sobrevivir y procrear, también responde a estructuras anteriores. Aquellas que, tras

actuar por siglos a través de la progenie, parecen continuar con su tarea incognoscible mediante

somas nuevos o, tal vez, migrando como espíritu o información hacia mejores especies en el

Universo.

El segundo movimiento, una arietta en tempo adagio molto, semplice e cantábile, como quería

Beethoven, lo introdujo de lleno en sus reflexiones sobre el amor como fenómeno inesperado, no

provocado, como arrobamiento indescifrable. Su especial métrica imprimía un ritmo juvenil,

simple, bárbaro, que le sugería alguna canción guerrera, entonada por jóvenes soldados listos a

sacrificar sus vidas en defensa de la amada.

Las evoluciones entre tonalidades mayores y menores sacudían el alma del profesor entre la

exaltación y la melancolía, como si estuviera viviendo en un mismo instante el arrebato gozoso de

la despedida de la adorada en la estación de trenes que los lleva al frente y la tristeza y evocación

de trincheras sucias y lúgubres en momentos de tregua, en las que el único sonido que interrumpe

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36

el inquieto descanso, es el de una armónica soplada a lo lejos, de modo inexperto, por algún joven

teniente insomne.

Intentando evitar abandonarse a explicaciones que lo confundían cada vez más, tomó la mano de

Mabel, mientras a fuerza de voluntad intentó sobreponer sobre los rugidos de la presencia

indisoluble de Leonora, la imagen de su mujer perenne, la de la Mabel eterna, plasmada en sus

recuerdos desde esos años de exaltación y fogosidad, aunque sin éxito. La nueva pasión había

desbordado todas las represas de su alma, inundando cada área del anterior reino, amurallado

como ciudad tiria y hasta ese momento, tan bien gobernado por la familia perfecta.

Cuando Cienfuegos terminó el último acorde de la coda, Aragón, aplaudiendo fervorosamente,

inspiró profundo, como quien desea re-oxigenar un oscuro subterráneo en el que se había trabado

una lucha desigual entre el más angélico habitante de su alma, contra maléficas y poderosas hijas

del diablo, bellas, inapelables, seductoras, cazadoras de los Parcifal del mundo, no por odio a su

pureza, sino por el avieso goce de triturar con sus propias manos la belleza del Grial tan

fatigosamente encontrado.

Mientras aplaudía, Mabel miró con ternura al emocionado Ricardo y en un acto de maternidad, lo

atrajo desde su cuello hasta su costado y con su mano izquierda, lo golpeó suavemente en su

mejilla. Aragón sonrió entre avergonzado y culpable. Juntos se levantaron cuando ya más de la

mitad del público había abandonado la sala. Caminaron de vuelta a los respectivos autos

estacionados a una cuadra del lugar, casi sin pronunciar palabra, tomados de la mano,

dulcemente, como siempre….

Capítulo III

I

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El sábado por la noche, Ricardo había invitado a comer a casa a dos matrimonios y, en un acto de

cierta conmiseración, también a Jorge Berroales, un brillante colega solterón y homosexual que

enseñaba literatura inglesa en la Facultad. Hacía un par de semanas, Berroales le había

confidenciado que su novio, un cincuentón traductor uruguayo que trabajaba para una minera

transnacional, fue asignado de vuelta a su país y había terminado inexplicablemente con él, no

obstante sus ruegos para que siguieran unidos, al menos a través de cartas.

Aragón forjó amistad con Jorge desde que lo defendiera exitosamente ante la Rectoría, a raíz de

una denuncia innominada para el claustro, `pero conocida por las autoridades de Espirito Santo,

que aseguraba que el profesor había participado en un pequeño escándalo en un Hotel de la

capital, al que llegó con un par de muchachones ebrios y amanerados.

Aunque la acusación no apuntaba directamente a sus preferencias sexuales, durante el proceso se

insinuaron. Ricardo, como su jefe, hizo un discurso elocuente y lógico que evitó la expulsión de

Berroales, razón por la que éste se le acercó agradecido y hasta le reveló sus reales tendencias.

Aragón, educado en Francia, en donde había tenido varios compañeros de igual condición, restó

importancia al hecho, aunque le recomendó que evitara expresar sus predilecciones en la

universidad o, incluso, en Villa Inclán, que a pesar de ser ciudad cabecera de provincia, en lo que

se refería a su elite era suficientemente pequeña como para que un rumor de tal naturaleza se

expandiera como huracán tropical. La idea de que Berroales vivía dolores similares a los suyos, en

soledad, le agregaba razones para invitarlo.

Ese sábado cerca del mediodía salió raudo de su casa al supermercado ubicado al norte de la

ciudad, vistiendo descuidadamente jeans, camisa y parca, con el propósito de adquirir los insumos

que faltaban para la comida. Mientras se paseaba por los pasillos del gran galpón con su

respectivo carrito de compras, sintió un delicado toque en el hombro. Al voltearse se encontró de

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bruces con Leonora, quien sonriente le preguntó que hacía por esos lados. Ricardo no pudo evitar

su perturbación y casi balbuceante, como niño de quince años ante la amada imposible, le

comentó que tenía gente a comer. Leonora se ofreció a acompañarlo, pues era el lugar en que

habitualmente compraba y sabía perfectamente en donde estaba cada artículo. Aragón agradeció

la ayuda, no sin antes negarse a que perdiera su tiempo. Pero la insistencia de la joven –y sus

deseos más francos y profundos- pudieron más.

Leonora le parecía más atractiva que nunca. Recién salida del baño, olía a limpieza y a un suave

aroma a perfume francés que Ricardo no pudo definir. Su clara cabellera brillaba como la miel de

abeja al sol y vestía con el mismo par de zapatillas de lona gris que traía cuando la recibió en su

oficina, albos calcetines que sólo cubrían sus delgados tobillos, pantaloncitos que permitían mirar

sin parapetos sus largas y bien torneadas piernas y una camiseta suelta, de algodón blanco, bajo la

cual se adivinaban sus pechos, sin brassieres, tersos y turgentes.

Evitando a cada paso mirarla y admirarla, inició una plática sosa sobre el costo de los productos

que la joven siguió sin mucho interés, mientras buscaba sus propios artículos para echarlos a la

canastilla que portaba en su bronceado brazo, en el que sus escasos, delicados y rubios bellos,

resplandecían cuando la luz del sol que ingresaba al local los acariciaba. Dándose cuenta de lo

pueril de su monólogo, Aragón arrancó en una segunda línea de conversación y le consultó sobre

sus lecturas.

-“Bueno, sigo con De Rocka” –dijo-. “Estoy cada vez más convencida que lo que deseo es

profundizar en literatura latinoamericana, pero en especial, chilena. ¡Hay tanto donde trabajar!”,

agregó con entusiasmo. Ricardo iba a responderle, cuando ella continuó y, sin mirarlo, mientras

recogía una caja de cereales desde la góndola dijo:

-“Estuve intentando comunicarme con Ud. ayer, pero fue imposible…”

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El profesor no pudo evitar el sobresalto. Su mente se aceleró a la velocidad del pensamiento

buscando una excusa inteligente para responder sensatamente. Aunque tenso, consiguió decirle,

con fingida calma, que no respondía llamados de números que no tuviera archivados en su celular.

Leonora se disculpó, con juvenil simpatía, recordándole, empero, que estuvo “a punto” de

contestar en la tarde. Aragón contraatacó diciéndole que estaba en un concierto y que apresurado

por cortar el llamado, que podía molestar a otra gente, seguramente presionó alguna tecla

equivocada. La respuesta debilitó a la joven, que acercándose audazmente y pasando su mano

por el hombro como quien limpia una mancha inexistente, volvió a excusarse. Ricardo la disculpó

diciéndole que anotaría su teléfono para, en lo sucesivo, responderle.

Se detuvieron en el pasillo y mientras Leonora, inercialmente coqueta por el embarazoso diálogo

anterior, le dictaba el teléfono de su casa y su celular y el profesor lo anotaba en el móvil, pasaron

por su lado los Álvarez, un simpático matrimonio joven con cuatro chiquillos concebidos casi

anualmente y que tenían entre los seis meses y los cuatro y medio años. Lo saludaron con

cordialidad, especialmente Fernando, ingeniero químico con una meteórica carrera en un

laboratorio italiano, que gustaba del cine y leer y que, conociendo la experiencia de Ricardo, le

había solicitado un par de veces recomendaciones de libros.

Ella, una rubia regordeta y simple, lo saludó con discreta seña de mano sin acercarse y miró con

evidente curiosidad a Leonora, que la superaba en estatura por más de 10 centímetros. Ricardo no

hizo amagos de presentar a la alumna y respondió a Fernando con un pequeño toque en el brazo,

saludando, desde lejos, a la mujer, con una señal de su mano. Cuando los Álvarez siguieron por el

pasillo, Aragón sólo dijo “unos vecinos” y siguió anotando. La pareja dobló al final de la góndola,

no sin antes volver a mirarlos, mientras copuchaban.

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Aragón y Leonora siguieron conversando y comprando sus menestras por más de 15 minutos. Eran

ya las 13.20 horas, cuando en la cola de cajas pagadoras, Ricardo se atrevió a ofrecerle a la joven

algo a lo que se había negando durante el encuentro y que había medido con extrema cautela,

considerando lo débil que se sentía frente a la joven y lo resbaladizo que era mantener más

cercanía de la indispensable con ella.

-“¿Quieres que te ayude a definir el área de estudios que debieras continuar en el post grado?”,

dijo.

Leonora dio un pequeño saltito que hizo temblar sus senos de aquel modo que confirmaba la

firmeza imaginada por Aragón.

-“Doctor, era lo que deseaba pedirle, pero no me atrevía, por su escaso tiempo. Desde que lo

escuché en su charla y luego que estuve en su despacho, había estado pensando en la forma en

que le pediría ese enorme favor, considerando sus obligaciones…”, respondió agradecida la joven.

Aragón levantó los hombros en señal de indiferencia y le dijo que colaboraría, con el mayor gusto,

en su proceso de decisión para evitarle pérdidas de tiempo en eventuales equivocaciones.

-“¿Qué edad tienes?”, preguntó Rodrigo con falsa apatía

-“27 años”, respondió Leonora. “Ingresé tarde a Literatura. Antes estudié Educación Física. Pero

después de mi enfermedad me di cuenta que la verdadera belleza está en el alma y no en el

cuerpo, que se va deteriorando y apagando…”, contestó la joven.

De un modo tragicómicamente inoportuno, Ricardo dijo:

-“Como yo, por ejemplo…” y sonrió con desgano.

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Leonora aprovechó el desliz para desplegar el conjunto de piropos que había sujetado, tras lo que

consideró insuficientes agradecimientos por la gratuita oferta de Ricardo. Le manifestó que se

mantenía en perfectas condiciones; que se veía joven aún; que en el siglo XXI los cincuentones son

los cuarentones de ayer. Aragón no pudo más que sonreír, mientras una adusta señora detrás de

ellos en la fila, miraba y escuchaba con maliciosa curiosidad.

Cuando salieron del supermercado, Leonora lo acompañó hasta el jeep y mientras lo cargaba, le

mostró el edificio en el que vivía, casi al frente del centro comercial.

-“¿Vives sola?”, preguntó tímidamente Aragón

-“Sí, prácticamente. Comparto el departamento con una amiga, Alice, que trabaja en Americana

Airlines. Vive viajando”, confesó.

Respondiendo a una inesperada reacción fisiológica, Aragón sintió que su masculinidad

comenzaba a participar del diálogo, groseramente, sin más provocación que la inocente

información entregada por la joven. Intentando que su respuesta biológica no quedara en

evidencia, soltó uno de los paquetes para agacharse a recogerlo y mantener un rato la posición en

cuclillas, de manera de evitar la expresión más obvia de su fantasía.

Leonora también se agachó a ayudarle, ante lo cual, a través del cuello de su leve camiseta

deportiva, dejó expuestos a la vista de Aragón los hermosos pechos, provocándole una

involuntaria y aún mayor reacción. Miró ostensiblemente en otra dirección, por lo que Leonora

tendió a taparse y junto con alzar su columna, se mantuvo en cuclillas y torso recto, posición en la

que sus senos, muslos y pantorrillas mostraban la máxima expresión de juventud.

Tras recoger la última lata de conservas, ambos se pusieron de pié y antes de cerrar la puerta

trasera del vehículo, Ricardo aceleró las acciones, despidiéndose de la joven. Sorpresivamente,

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Leonora se acercó y tomándolo desde la nuca, lo acercó a ella y lo beso en la mejilla. Ruborizado,

el profesor respondió con un beso al aire. La joven mujer partió al trote en dirección a su

departamento, mientras AragónG se subía al vehículo. Cuando se sentó, antes de echar a andar el

motor, suspiró profundamente. Luego puso la radio y partió de vuelta a casa. La emisora difundía,

coincidentemente, la sonata Nº 32 de Beethoven.

II

Los primeros en llegar a la cena de esa noche fueron los Alcalde. Un matrimonio de edad,

templado en la lucha conjunta por la existencia y de enorme simpatía. Se habían casado

relativamente jóvenes y llevaban juntos casi 40 años. No habiendo tenido hijos, dedicaron gran

parte de la juventud y adultez a forjarse una vida más acomodada que la que tuvieron en su niñez.

Aunque sin títulos universitarios, los dos habían conseguido desarrollar un exitoso negocio de

imprenta en los 60, que los transformó en los editores más importantes de la provincia de Vallejos,

de la cual Valle Inclán era cabecera.

El negocio editorial –que incluía el pequeño diario “El Independiente”, el segundo de la ciudad- no

era la fuente más productiva de su pequeño imperio: “No supera el 35%”, decía Antonio Alcalde.

Había hecho buenas migas con Ricardo luego de un contrato de asesoría que el impresor le ofreció

para estudiar una línea de producción de libros escolares. En ese ámbito, Alcalde Impresores había

ganado la mayoría de las millonarias licitaciones de libros educacionales a que convocaba el

Estado. Aragón calculaba que los Alcalde habían logrado reunir una fortuna de más de US$ 30

millones en sus casi 40 años de trabajo.

Pulidos por la experiencia y el roce social, mantenían, empero, ese humor pueblerino y simplón de

las clases menos educadas, aunque sus viajes al exterior y relaciones con la elite local los había

acercado a una conducta aceptable e incluso querible, no obstante la socarrona y destemplada

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manera de reírse que tenían y que violentaba los aristocráticos oídos de Mabel. Sin embargo, ella

los recibía siempre con agradecimiento y afecto, pues la contratación de Ricardo mejoró el

estándar de vida de su familia, razón por la que, además, Aragón programaba al menos un par de

encuentros semestrales con Antonio.

“El Independiente” le otorgaba a los Alcalde un cierto poder social del que Antonio nunca abusó y

que más bien traspasó a su viejo amigo de juventud, Alberto Maureira, quien tras haber estudiado

periodismo en una universidad capitalina, regresó a Valle Inclán con el proyecto de un matutino

alternativo a “El Mundo”, del que convenció a Alcalde en los 80. Por otro lado, de vez en cuando,

Ricardo y Mabel escribían alguna columna cultural, las que no obstante ser pro bono, les

proporcionaba momentos de cierta agradable notoriedad.

Con la calidez de siempre, el corpulento y panzón Antonio saludó cercanamente a Ricardo con

fuertes golpes en la espalda y pasó a la sala, poniendo de inmediato su atención en la mesa de

centro en la que ya estaba dispuesto el cóctel, consistente en pequeñas tostadas de pan de

cebada cubiertas con crema de queso, toques de jamón serrano y caviar, pinchos de camarones en

salsa holandesa, pocillos de pescado al limón y yerbas, sushi, unos quesos camembert con salsa de

berries y galletitas saladas.

Rosa, su mujer, saludó afectuosamente a Mabel, preguntándole de inmediato por sus hijos,

mientras Ricardo ofrecía asiento al impresor en uno de sus sillones individuales. “Whiskey, igual

que tú”, respondió Antonio a la oferta de Ricardo, quien invitó a las mujeres a degustar el especial

pisco sour que había preparado.

Aceptada la propuesta, Mabel caminó hacia la cocina seguida de cerca por Rosa. Ricardo sacó de

su pequeño bar una botella de whiskey “Queen Geneviere” y lo sirvió abundantemente en sendos

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vasos de cristal, con tres hielos de agua destilada producida en su refrigerador y dispuestos en la

sala en un recipiente de porcelana con motivos invernales estampados al horno.

Tras las indefectibles preguntas y respuestas de rigor sobre la salud y situación general, Antonio

puso pimienta de inmediato al encuentro y, no sin antes mirar hacia la cocina, como queriendo

evitar que las mujeres escucharan, le preguntó si sabía el último rumor circulante en la ciudad.

Con un gesto de atención, el profesor respondió negativamente. Antonio se arrellenó en el sillón y

preparó a su auditor:

-“¿Sabes que Gonzalo Iturbieta se separó de su mujer?”

Ricardo reaccionó sorprendido. Lo había visto por el centro hacía un par de semanas y se veía

mejor que en anteriores ocasiones, rejuvenecido, alegre, optimista.

-“¿Qué?” –dijo- “No te puedo creer. ¿Qué le pasó?”, respondió.

Impulsivo y atarantado como era, Antonio no se contuvo en sacar la espada detrás de la capa y,

demostrando su proverbial rudeza, la clavó de inmediato en el tungo del animal del morbo, sin

siquiera haber puesto una banderilla.

-“¡Se enamoró de una cabra joven!”, exclamó.

Ricardo se incomodó, aunque no dio señales visibles y continuó, como si tal cosa, preguntándole

sobre el suceso que “conmovía” a la elite de Valle Inclán. Gonzalo Iturbieta era uno de los

miembros de la cuarta o quinta generación de una de las familias fundadoras del lugar, la que

había mantenido por siglos su preeminencia, tanto por razones económicas como políticas. En su

larga historia había parido senadores y diputados, generales y cardenales, y en la actualidad, los

cinco hermanos de la última generación, a cargo de los negocios agroindustriales, pesqueros y

mineros de padres, abuelos y tatarabuelos, mantenían a buen recaudo la herencia patrimonial.

Page 45: Pasión de Invierno (v)

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De allí que la “locura de Gonzalo” fuera motivo de agitación: el divorcio implicaba importantes

efectos económicos, en la medida que tenía un matrimonio de más de 25 años, con cinco hijos y se

esperaba que su ahora ex mujer, otra relevante miembro de la sociedad local, de origen italiano y

un carácter ad hoc, estallara como bomba de racimo sobre los Iturbieta.

-“Y más encima la dejó embarazada. Imagínate!”, estoqueó más profundo Alcalde.

Cada frase de su tosco amigo le provocaba estremecimientos al analogar su secreta ilusión con las

del maduro empresario.

-“Pero ¿quién era la chiquilla?”, preguntó.

-“Qué crees tú…su secretaria, pues hombre….no soy culto, pero es sabido que la cercanía

constante de un hombre-no-importa-que-edad y una mujer buenamoza, produce estos

problemas”, dijo Antonio con tono sabihondo.

“Cercanía”, “belleza”, resonaron en Aragón.

-“Pero ¿qué gracia le encontró la cabrita a Gonzalo?, un hombre cercano a los 60 años”, re-

preguntó inocente.

-“Tú sabes cómo están las cosas. Las chiquillas no encuentran hombres jóvenes para casarse. Los

muchachos tienen 35 años y quieren seguir en la casa de los padres. No quieren compromisos. Y si

hay algo que las mujeres traen en la sangre, es su necesidad de hogar e hijos”, respondió Antonio.

-“Es cierto”, dijo condescendiente Ricardo, sin querer trabar una discusión.

-“Imagínate a la chiquilla. Esperando que el hombre se divorcie, viviendo en regio departamento,

servicio doméstico, auto a la puerta, para llegar al registro civil en un par de meses –antes que se

le note la panza- y amarrar un matrimonio sin separación de bienes. Lo que sea que le quede a

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Gonzalo, es mil veces lo que ella hubiera podido conseguir trabajando”, concluyó Antonio, en

medio de sus resonantes carcajadas.

Sin comentarios, Ricardo terminó de beber su whiskey y ofreció otro a Antonio, quien con una

seña declinó, mostrando que aún le quedaba licor en su vaso. Aragón iba por el segundo cuando

escuchó el timbre. Desvió el camino y se dirigió a la puerta. Eran los Stern, el matrimonio judío de

colegas de la Universidad. Ricardo los recibió amablemente y llamó a Mabel para que viniera a

saludarlos. La mujer se asomó y detrás de ella apareció Rosa, curiosa por conocer a los extranjeros

que había arribado hacia menos de un año a Valle Inclán.

Jacob y Marian eran profesores expertos en lenguas semítico-mesopotámicas y estaban en

Espirito Santo gracias a una beca de dos años, durante los cuales debían especializar a diez

alumnos de post grado y cinco profesores en estos trabajos. La universidad había querido

incursionar en nuevos desarrollos metodológicos con el propósito de preparar a un grupo de

investigadores capaces de iniciar el sueño de un par de directores de la casa de estudios:

decodificar la escritura pascuense. Ambos, también cincuentones, aunque menos conservados que

los Aragón-Dubois, se sentaron juntos en la sala, mirando alrededor con novedad y agrado. Marian

elogió el gusto de Mabel por su decoración y muebles, mientras Rosa confirmaba simpáticamente

las opiniones de la recién llegada.

Antonio se dirigió a Jacob para preguntarle por su trabajo. Con lentitud, para evitar una mala

pronunciación en su buen español, el calvo maestro resumió lo de la beca. El impresor, en tanto,

sin esperar que concluyera su respuesta, llamó a Ricardo para que le sirviera otro trago. Aragón,

empero, les anunció a todos que la cena estaba lista.

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No terminaba de indicar los asientos para cada cual, cuando el timbre sonó por tercera vez. Era

Berroales, quien vestido de elegante sport y pañuelo al cuello, llegaba con una botella de Veuve

Clicquot, de Dom Perignon, que le pasó a Ricardo con el encargo de enfriarlo un poco.

Jorge saludó a cada uno de los asistentes ya ubicados en la mesa, aunque en particular a Mabel, a

quien llenó de elogios sobre su estado físico y belleza. La mujer agradeció y tras ofrecerle asiento,

dio por iniciada la cena con una crema de calabacín con mantequilla de nuez; continuó con un

fritto misto de calamares, mejillones, sardinas frescas, pejerrey y jaiba al aceite de oliva y limón,

que ella preparaba con gracia y equilibrio; y cerró con unas crepes heladas al chocolate, todo

regado con exquisitos syrah chileno y sauvignon blanc de Burdeos, que Ricardo guardaba para

ciertas ocasiones. Al café, Aragón se levantó a buscar su pipa, mientras Antonio preguntó si

molestaba a alguien que encendiera un puro. Nadie se opuso y el gordo empresario sacó un H.

Upmann Connosieur Nº 1, prendiéndolo cuidadosamente.

Mabel se levantó e invitó a los asistentes a la sala. Una vez allí, en medio de las conversaciones

intrascendentes que suelen producirse tras una buena comida, Berroales intentó aunar la atención

del grupo elevando la voz: dirigiéndose a Mabel, casi desde una punta a otra del living, preguntó si

sabía que su Escuela estaba en proceso de reorganización y que se decía que llegaba una nueva

directora desde Italia.

La mujer lo miró extrañado, como preguntando cómo se había enterado. “Tengo mis fuentes”,

respondió femíneo, al tiempo que con un delicado gesto con la mano le sentenciaba, “pero no

tienes de qué preocuparte”. Antonio interrumpió diciéndole a Mabel, “tienes trabajo de inmediato

en El Independiente”, lo que ocasionó las risas de todos.

Rosa, que había estado concentrada en sus conversaciones con Mabel, ingresó a la arena de modo

torpe, cuando en voz alta repitió lo que Antonio había confidenciado antes de la cena a Ricardo.

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“¿Supieron lo de Gonzalo Iturbieta?”. Se produjo un silencio de segundos que fue aliviado por el

impresor, quien dijo con seguridad: “Es cuento viejo, mujer”.

Sin embargo, Berroales pidió conocer detalles, comentando que hacía poco había estado en una

cata de vinos en la que conoció a Germán, uno de los hermanos, y que le había parecido un

hombre conservador y pedante. No quiso comentar que éste había tenido peyorativas expresiones

sobre los esfuerzos de sectores liberales del parlamento por aprobar una ley sobre matrimonio

homosexual.

Pero nadie más que Antonio conocía a la familia Iturbieta, luego que, a raíz de ciertas

publicaciones en su diario, el jefe del clan, Germánico, lo había visitado en su casa para pedirle

algunas rectificaciones, las que, tras una leve discusión con el director, su amigo Alberto, el diario

publicó in extenso. Germánico agradeció la diligencia, invitando a Antonio y su mujer a varias

veladas que los sectores más influyentes de Valle Inclán organizaban en oportunidades.

-“Son buenos hombres”, dijo Alcalde, lanzando una densa bocanada de humo. “Pero se les

descarrió Gonzalito”, agregó.

Ricardo inquietó con el tema, no quiso interrumpir a su amigo y mecenas. “La chiquilla, su

secretaria, tiene como 30 años menos que él, pero debo reconocer que es buenamoza”, dijo.

Mabel hizo un gesto de desprecio y lanzó un duro dardo:

-“Un tipo de relaciones algo antiestético…”

Ricardo, que había estado en silencio, no pudo contener su ¿Por qué?

Mabel frunció su entre cejas y repreguntó: ¿Cómo que porqué?

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Manipulando la pipa que aún no prendía, Aragón replicó que sabía de muchos matrimonios con

fuertes diferencias de edad que habían funcionado, añadiendo que prefería no juzgar las

decisiones de hombres maduros.

Se produjo una desordenada manifestación de opiniones que permitieron a Ricardo un monólogo

interior en el que se reprendió por su espontánea intervención (¡“Quién me manda a meter la

cuchara…”!).

Los Stern manifestaron su apoyo, en principio, a la posición de Mabel, aunque, coincidiendo con la

de Ricardo, reconocieron que sabían de varias parejas de edad diversa que les había ido bien.

Berroales, por su parte, insistía que la edad física no era relevante, mientras Alcalde, mirando a su

mujer, le preguntó:

-“¿Y tú qué harías se me enamoro de una cabrita?”.

-¡Te mato!, gritó Rosa, atrayendo en un segundo la atención del grupo y deteniendo el barullo, casi

instantáneamente. La mujer miró a su alrededor e irrumpió en carcajadas. Los demás, que no

habían entendido bien la situación, aliviados, se unieron a su festejo.

La noche pasó sin mayores contratiempos, entre escuchar las experiencias de los Stern en Israel,

Egipto e Irán y los cuentos de Valle Inclán, actuales y pasados, sobre los que Rosa y Antonio eran

expertos. Aragón se dio tiempo para escuchar, tomando agua mineral y café, mientras Mabel y

Berroales dedicaron sus intervenciones a la literatura y plástica, informando a los asistentes sobre

los últimos autores y promesas.

Alrededor de las 1.30 de la mañana, los invitados comenzaron a retirarse. Los primeros fueron los

Stern, que agradecieron el convite y quedaron con Mabel de encontrase en la Universidad para ver

los trabajos de alumnos que la profesora les había recomendado. Luego se despidieron Antonio y

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Rosa, no sin antes bromear con Ricardo -provocando a Mabel- sobre las mujeres jóvenes. “Tiene

un montón de alumnas estupendas”, dijo divertido el impresor. Rosa lo golpeó suavemente en la

espalda, como regañándolo, y riendo, ambos subieron al Mercedes Benz que los esperaba.

Jorge Berroales se quedó intercambiando opiniones sobre los matrimonios, aunque rápidamente,

ante las evidentes señales de cansancio de ambos anfitriones, se levantó para llamar un radio taxi.

A los 10 minutos llegó el auto y mientras Mabel se despedía en la sala, Aragón lo fue a dejar hasta

la puerta.

-“¿Cómo estás de tiempo el lunes?” preguntó.

-“Sin problemas”, respondió Berroales.

-“Tengo algo que comentarte”, concluyó.

Tras volverse a despedir a lo lejos con el brazo en alto, Aragón ingresó a la casa y pasó a la cocina a

llenar un vaso de mineral para subir al dormitorio. Mabel estaba lavando algunas cosas. Ricardo la

invitó a dejar la tarea para el otro día.

Subieron al dormitorio y mientras se desvestían, Ricardo felicitó a su mujer por la comida. Mabel

agradeció y elogió la simpatía de los invitados, cada cual en lo suyo. Antes de entrar al baño, la

mujer se volteó hacia Aragón, que estaba estirado en la cama con sus ojos cerrados, sólo en

calzoncillos y le espetó:

-“Así que no es antiestético un hombre viejo con una mujer joven, ah?”.

Sin abrir los ojos, Ricardo replicó:

-“Un poco menos que una mujer vieja con un hombre joven”.

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Mabel no respondió y cerró la puerta del baño.

III

Mabel Dubois había cumplido 51 años. Desde muy joven había mostrado su interés, talento,

vocación y hondo amor por las artes plásticas. Combinaba con intuitiva armonía los categóricos

colores de témperas o las pálidas aguadas de acuarela; modelaba proporcionadas figuras humanas

en arcilla y fantaseaba con llegar a ser gran pintora o escultora, estimulada por los superlativos

con los que su padre, un experimentado y respetado miembro del cuerpo diplomático, calificaba

sus pequeños trabajos escolares.

Mabel era la hija única tardía del estable y maduro matrimonio, ambos ya en mejor vida, que

había conseguido engendrarla tras varios intentos asistidos, tanto por especialistas chilenos, como

de los otros países en los que su padre sirvió como embajador.

De singular atractivo, vivió una infancia pródiga, en un mundo afianzado por un lenguaje

inapelable que estructuraba rígidamente las relaciones de familia, modelo reclamado por la

inestabilidad espacial a la que estuvo sujeta, a raíz de los continuos cambios de geografía a los que

se veía expuesta, por las asignaciones de su padre, teniendo así, cada cierto tiempo, que

abandonar amigos, entornos, recuerdos y apegos.

Cuando llegó a Espirito Santo, a los 18 años, Mabel era una hermosa mujercita de mirada suave,

entrenada en una suerte de exacta proporción entre el acatamiento y la rebeldía, que conjugaba

con poderosos y bien proporcionados pómulos y maxilares, reveladores de una fuerte y segura

personalidad. Alba, casi transparente, de ojos pardos, pelo oscuro y un metro 70 centímetros de

estatura, se distinguía entre sus compañeras por su espigada figura, aunque especialmente, por

sus bellas y torneadas pantorrillas, fruto genético y de largas jornadas de trote y ejercicios.

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Para Ricardo, con toda su capacidad intelectual en ebullición, pero de una inmadurez emocional

aún estremecida por su temprana orfandad y la corta, intensa, pero frustrante experiencia

amorosa con Carolina, Mabel se le ocurría “imposible”. Con sus casi perfectos inglés, francés y

alemán, la recién llegada era tema de conversación y pasioncillas de sus iguales y hasta de

profesores, los que, en ocasione, recurrían a ella para confirmar la pronunciación de algunas

palabras o frases en alemán o francés inscritas en los textos a los que recurrían en clases. La

encantadora y musical articulación de Mabel, hacía exhalar una sorda exclamación de admiración

entre sus compañeros, que provocaba en ella una recatada y simpática sonrisa, apenas esbozada

con sus ojos, así como envidiosos comentarios de más de algunas de las co-educandas.

Cuando conoció a Ricardo, bastante meses después que éste se hubiera fijado en ella aún de ese

modo entomológico, como coleccionista de mariposas que las clava y olvida en su insectario para

gozar, de vez en cuando, de su belleza, sin pasión, ni esperanza, Mabel sintió cierta curiosidad por

ese espigado y un poco agresivo provinciano, aparentemente tan seguro de sí mismo, que con sus

10 centímetros más alto que ella, hablaba con desparpajo de lugares, situaciones y personajes que

para ella tenían algo de sagrado. “Bach no es músico. Es un matemático, un metodólogo. No un

inspirado”, afirmaba Aragón con el descaro de su juventud, para luego elogiar la creatividad de

Beethoven, Mahler o Stravinsky.

Mabel intentó durante un tiempo polemizar con él mediante sólidas exposiciones de juicios

históricos, estéticos y culturales, al modo en que se había educado, sin dejar pie a interpretaciones

mañosas de las palabras, para ella unívocas y estables. Pero pronto se percató que Ricardo sólo

competía para mantener su condición de macho alpha intelectual. Esta característica, descubierta

por Mabel rápidamente, la irritaba hasta el abandono y muchas veces cortó conversaciones con un

suave pero terminante “tengo que hacer”, partiendo casi sin despedirse.

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Sin embargo, fue esa particularidad la que, en medio de su disgusto, le reiteraba el rostro del

joven y algunos de sus divertidos mohines que volvían a ella en la reflexiva soledad de su pieza,

haciéndola sonreír y perdonarle sus irreverencias y provocaciones.

Para Ricardo, en tanto, la casi cotidiana cercanía y una cierta indescriptible sensación de que para

Mabel comenzaba a ser alguien especial del grupo, hizo que la imagen de la inalcanzable “hijita de

diplomáticos” se fuera transformando, imperceptiblemente, en un paulatino dejar paso a la

posibilidad de conquista.

Tal vez por la forma en que ambos se conectaban, siempre dentro de ese grupo de afinidades

culturales y escasas vocaciones políticas formado en pocos meses de convivencia académica,

Mabel nunca pudo o quiso mostrar interés especial en Ricardo, mientras éste, por su entrenada

conducta, tampoco dejó entrever su interés en ella. De allí que cuando la recién llegada comentó

con evidente entusiasmo que su novio francés, Jean-Jacques, venía con sus padres a Chile para el

verano europeo -invierno en el país- y que habían programado un viaje familiar a las cercanas

canchas de esquí de Villafáñez, ubicadas al borde de las blancas montañas que delimitaban el

horizonte de Valle Inclán por el Este, la molestia de Ricardo se expresó en un indisimulado

incremento de la agresividad que rigió los comienzos de la amistad, aunque en esta ocasión, quien

perdió la paciencia, fue él.

El día que Mabel informó al grupo que esa noche debía recoger en el aeropuerto a su prometido y

potenciales suegros, Aragón tuvo una ofuscada reacción en contra de Pablo, su mejor amigo. El

resto del grupo no atinó comprender, pues se trató de una pueril diferencia sobre el año de

nacimiento de Da Vinci.

Aragón se levantó de la mesa del casino, casi botando la silla, aunque rápidamente se controló y

con su rostro contraído, pidió excusas y se retiró. Mabel frunció sus entre cejas con esa gracia

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característica y miró a Pablo como preguntando qué había sucedido. Este levantó sus hombros y

con un rictus en boca y ojos respondió “no sé”, sin emitir palabras. “Anda con la Luna”, dijo

Alberto en voz alta, otro de los integrantes del grupo y líder del equipo de tenis de Espirito Santo.

Todos rieron con ganas.

IV

La semana que Mabel viajó a Villafáñez se le hizo a Ricardo, interminable. Las horas pasaban

tediosas y elásticas como si de pronto hubiera sido objeto de una maldición en la que su universo y

tiempo se extendían y rebotaban bajo sus pies como las mallas de seguridad de los trapecistas,

haciendo confuso y hasta ridículo sus movimientos para avanzar. Un sentimiento de pérdida, que

no había experimentado desde su abortada relación con Carolina, lo embargaba, sin comprender

sus razones, aunque sospechando que se trataba, otra vez, de una llamada inconsulta del amor.

Intentando sobreponerse al conjunto de insistentes e ingratas sensaciones que lo incomodaban y

amenazaban impedir un mejor desempeño en sus estudios, se sumergió en un obsesivo quehacer

académico, avanzando lecturas y análisis de cursos tomados para su sexto semestre, encerrándose

en el dormitorio de becarios por largas horas, para impedir el ingreso de cualquier distracción

emotiva que lo desafiara en su amurallado castro defensivo.

Así y todo, durante el sueño, debilitadas ya las protecciones levantadas por su briosa voluntad, las

imágenes entreveradas de Carolina y Mabel se cruzaban entre desafiantes y seductoras, mientras

Ricardo, como Odiseo moderno, luchaba contra el canto de las sirenas, agobiado por la paradoja

de un necesario y conveniente escape de aquellos hechizos, pero preso de una intensa

reclamación animal de seguir escuchándolo, aún a costa del sufrimiento que le causaba su

indescifrable belleza y ajeno propósito.

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Aragón despertaba en esas oportunidades sudado y sobresaltado, como previendo una catástrofe,

e imaginaba que, tal como decía su antigua nana indígena, aquellas reacciones eran la propia

Tierra que anunciaban su enojo, con algún terremoto o avalancha. Tras vigilar por largo rato con

oído atento su entorno, volvía a conciliar un sueño que, una vez conseguido, atacaba nuevamente

con aquellas imágenes. El resultado era un día plagado de bostezos y estiramientos de cuerpo

constantes, que llamaban la atención de sus amigos.

“Estás durmiendo mal”, le dijo Pablo a modo de pregunta y afirmación entretejida, luego de uno

de los ya reiterados suspiros de Aragón. Sin levantar la vista de la lectura, Ricardo asintió. Pablo

afirmó:

-“Te tiene liquidado la Carolita, ah?”

Ricardo soltó una sonora, pero falsa carcajada

-“¡Estás loco!”, respondió. “No me arrepiento de haber terminado”, dijo, mientras Pablo, casi

sádicamente le recordaba los atributos físicos de la particular mujer.

-“Alvaro dijo que la vio hace unas semanas en la capital. Andaba con jeans, botas y casaca de

cuero corta, que permitía adivinar su hermoso trasero y esas largas piernas torneadas de

bailarina”, reiteró Pablo. “Já”, respondió Ricardo, cerrando el libro y mirando a su amigo con

curiosidad.

-“¿Te gustaba?”, le consultó

-“¿Cómo que me gustaba” contestó Pablo con voz aguda y sonante. “¡Yo te la presenté, patudo!”,

agregó.

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Ambos rieron y comenzaron a recordar los sucesos que rodearon el momento en el que Aragón

inició su relación con esa enigmática y atractiva niña. No reconoció nunca que antes que su amigo

se la presentara, él ya la había descubierto. Pero en su pertinaz y reservado modo de ser, jamás

habría reconocido atracción alguna por una mujer con conductas tan divergentes de las suyas.

Rápidamente, se encontró recordando el día de su ruptura, cuando Carolina, hermosa como

nunca, llegó sin avisar a su dormitorio, mientras estudiaba. Casi sin pensarlo, Ricardo le dio esa

feroz estocada, diciéndole que le parecía inconveniente continuar con una relación que estaba

invadiendo desproporcionadamente su escaso tiempo para responder a las exigencias de su

carrera y beca. La chiquilla, sin responder, se había dado vuelta y había salido presurosa del lugar.

Minutos después, Ricardo se había percatado de su tremendo error.

Inundado de pronto por una indomable angustia que lo invadía como aceite caliente derramado

que se esparcía a toda velocidad por vejiga y bajo vientre, hasta ahogar el pleno plexo solar y el

corazón, corrió tras ella para intentar detenerla. Pero Carolina ya había desaparecido. Apuró

tranco hacia el hogar universitario en que vivía, con la esperanza de encontrarla y reparar el cristal

tan idiotamente quebrado. Cuando estuvo allí, tras trotar casi 12 cuadras, jadeante, tocó el

timbre. Martina, la líder del lugar, le abrió y mirándolo con gesto adusto y de mal modo, le

preguntó qué hacía allí. Ricardo, habituado al trato cortés, solo atinó a decirle que buscaba a

Carolina. La joven respondió molesta que no estaba y cerró la puerta en sus narices.

La consternación lo instó a insistir, tocando fuertemente con sus nudillos los vidrios labrados de la

mampara, ante lo cual Martina volvió a abrir, no sin antes lanzar una retahíla de insultos y

advertencias sordas que Ricardo pudo escuchar antes que la joven apareciera en la entrada y por

lo cual se puso en guardia para recibir otra andanada de improperios, decidido, como estaba, a

conversar con Carolina y disculparse.

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La mujer, de macizos 26 años, salió y empujó a Ricardo fuera del pequeño foyer, sacándolo a la

calle, al tiempo que lo recriminaba por hacer sufrir a la frágil chiquilla, que, según su puntual

defensora, se encontraba llorando “a mares” en su pieza, acompañada por un par de amigas

estudiantes que no lograban consolarla. Tras su blitzkrieg, Martina reingresó a la casa, sin esperar

respuesta, cerrando de un portazo la mampara, cuyo sonido le pareció a Ricardo, el fin de una

enérgica coda de Beethoven.

El recuerdo procesado en un par de segundo, no apareció en la conversación con Pablo, sino como

un secreto deja vú que lo hizo inspirar profundamente.

-“Pasé varios días en un silencio interno que aún retumba –paradójicamente- en mi cabeza”, dijo

en voz alta, sin dirigirse directamente a Pablo, sino casi como una confesión a algún ser invisible

que compartía con ellos el momento de intimidad. Luego calló por un rato y volviendo a la

realidad, le pegó una palmadita en la cabeza a su amigo y le pidió que lo acompañara a un café en

el kiosco de estudiantes de la casa de estudios.

-“¿No la has visto más?”, consultó Pablo, mientras caminaban.

-“No. Supe que había regresado a la capital y que quería seguir otra carrera en la U. Nacional…”,

respondió Aragón

-“Qué pena”, dijo Pablo. “O sea, ¿no hay posibilidades?”

-“Nunca las hubo”, respondió, volviendo a ser atacado por ese inmisericorde gusano de la

desesperanza, a raíz de la doble lectura que otorgó a su frase. Involuntariamente recordó a Mabel

y la imaginó en Villafáñez, asoleada y suavemente bronceada por la resolana de la cordillera,

abrazada con ese maldito francés desconocido, a quien, de modo masoquista, recreaba como un

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bello efebo que, con voz profunda y cálida, le hablaba insinuante a los oídos con ese sensual y

sicalíptico ritmo y tono de esa lengua.

Tras la semana, que para Aragón pareció un mes, el lunes Mabel llegó a clases con un suave

tostado que hacía relucir aún más su negra y larga cabellera, así como el color de sus ojos grises y

el carmín de sus labios. Ricardo la saludó a lo lejos, con un vuelco de corazón, cuando la divisó

entre los amigos, mientras Mabel le devolvió el saludo levantando el vaso de plástico blanco que

tenía en sus manos. Aragón dudó por momentos en aceptar lo que le pareció una invitación a

tomar café, pero se resistió y con un gesto de “no puedo”, siguió rumbo a su Facultad, no sin

sentir la tensión profunda que había experimentado en sueños por acercársele y entregarse a ella,

reconociendo todas sus ocultas emociones.

Tras las dos horas de clases, salió a recreo con la esperanza de encontrar a Mabel sola y conversar

con ella, aún cuando fuera algunos minutos, en privado. Sin embargo, cuando llegó a la mesa

donde se juntaba el grupo, ella ya estaba con dos de las compañeras y venía llegando, casi junto

con él, Alberto. Pablo arribó a los pocos minutos. La conversación versó esta vez sobre las

anécdotas de quienes había salido de Valle Inclán de vacaciones, aunque Ricardo no puso mayor

atención, hasta que Mabel comenzó a relatar la suya.

Aragón había notado una cierta atmósfera gris en su mirada, pero la había desestimado por

considerarla una transferencia de su propio estado. Sin embargo, cuando Mabel reveló que la

relación con Jean-Jacques estaba en crisis, tras haberse reencontrado, su corazón se sacudió en

una mezcla de incertidumbre y expectación que lo inquietó notoriamente y que lo hizo cometer un

segundo error de imprudencia. Sin esperar que otro integrante del grupo le preguntara lo

inevitable, fue él quien rompió el silencio suscitado, al consultarle -aún con cierto artificial

desgano- por el “grado de la crisis”. Los cuatro amigos hombres presentes lanzaron un

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desordenado conjunto de interjecciones y gritos de chanza que lo abochornaron, mientras Mabel

miraba curiosa el espectáculo.

Tras el impasse, recuperado dijo, con cierta seriedad, aunque con simpatía, que se trataba de una

legítima preocupación por una hermosa compañera. Las risas y mofas volvieron esta vez de parte

de las mujeres, ante lo cual Aragón se entregó y con un gesto dio por terminado el tema, no sin

antes ponerse el índice en su sien y mirando a Mabel, lo movió como señalándole alguna

enfermedad mental en los presentes. Mabel entrecerró los ojos fugazmente, intentado penetrar

en el habitualmente imperturbable rostro de Ricardo y luego sonrió entre complacida y coqueta.

Esa noche en su casa, durante la comida, Mabel comentó a sus padres que había decidido

terminar con Jean-Jacques, porque le era muy difícil mantener un noviazgo tan lejano. Su madre la

interpeló con severidad, recordando que llevaban tres años. Le recordó lo inteligente, educado y

buenmozo que era el francés y, lo que era más importante, lo enamorado que estaba de ella, al

punto que atravesó el Atlántico para visitarla.

La irritada madre, empero, ocultó que lo que le molestaba era ver como se diluía la posibilidad

fantaseada de ver a su familia vinculada a una antigua estirpe de la nobleza pre-napoleónica, con

rancios títulos y jugosa posición económica, que incluía un derruido castillo en el Langedoc

Rosellón galo.

Mabel, por su parte, tampoco reconoció que su determinación estaba cruzada por el sorpresivo e

inesperado surgimiento de interés por Ricardo Aragón, tras percatarse de su reacción y luego que

durante sus vacaciones, tuviera que luchar denodada y diariamente por mantener su virginidad,

agresivamente asediada por el ávido noblecillo, que la atacó con la furia de Mohamed contra

Constantinopla, todas las noches de esa semana.

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Fue justamente su férrea defensa la que había encolerizado en una de esas jornadas a Jean-

Jacques, mostrándole a Mabel una faceta desconocida de su personalidad, que comenzó a horadar

su hasta ese momento relativamente segura relación. Los dos últimos días, la pareja estuvo

esquiando junta, pero con una distancia que el despechado aprovechó para flirtear con sensuales

promotoras del lugar, lo que terminó por superar la paciencia de Mabel.

Sin aspavientos, la última noche antes de descender hacia Valle Inclán, bajo una luna brillante y un

cielo estrellado que permitía observar el conjunto de la Vía Láctea, sentados en la terraza del

lujoso hotel Las Nieves de Villafañez, Mabel lo reconvino en su muy culto y bien dotado francés.

Cuando Mabel razonaba, sus lógicos argumentos rara vez dejaban vacíos por los cuales penetrar.

Jean-Jacques, entonces, le había solicitado un par de semanas para reflexionar, oferta que ella

aceptó sin discusiones, al tiempo que sentenciaba que cualquiera de los dos que adoptara una

decisión, la comunicaría al otro, sin dilaciones.

Joven de consistente estructura moral e intelectual, Mabel no demoró en darse cuenta que no

sería feliz con un hombre que conjeturó malcriado, autocompasivo y desleal y en 48 horas, ya

había tomado una determinación, las cuales, por lo general, eran inapelables.

El padre de Mabel, incondicional como siempre, estuvo de acuerdo en su total confianza que “la

niña” adoptaba resoluciones siempre consciente de las complejidades involucradas, no obstante

su corta edad. Desde pequeña había elogiado la valentía con que Mabel, una vez asumida una

postura, avanzaba por ella sin recriminarse por las consecuencias que le pudiera provocar. Esta

especial conducta la había dotado de una tenaz personalidad, con la que muchas veces encubría

padecimientos que, empero, abordaba sola y silenciosamente, por miedo a la conmiseración, que

detestaba.

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Esa misma noche, mientras conciliaba el sueño, las imágenes de Ricardo consultándole por “el

grado de la crisis”, su rubor, las malas explicaciones posteriores y el obvio interés hasta ahora no

expresado tan claramente, la hacían sentir un grato calorcillo en sus entrañas, que le auguraba un

período de exquisitas sensaciones posibles, en una relación que tendría que ir estableciendo con

arreglo a sus estrictas normas y tiempos, sin saltarse ni una de las etapas requeridas para una

buena conclusión. Cuando la madre le preguntó si había alguien más en su vida que explicara la

insensata renuncia al buen partido francés, Mabel entre sonriente y seria le había dicho:

“proyectos, solo proyectos”.

V

Ricardo había dormido mal nuevamente, por lo que decidió levantarse más temprano que de

costumbre. Bajó al campus desde los dormitorios individuales que la Universidad destinaba a

alumnos de fuera de Valle Inclán y donde él pernoctaba desde hacía un par de años, gracias a su

condición de becado, para dirigirse al casino que abría en unos 15 minutos.

Esperó sentado en una de las blancas sillas de plástico promocionales de una bebida de fantasía

que quedaban fuera del local, releyendo el capítulo 7 de “Rayuela”, de René Cortázar. Mientras

recorría con deleite cada palabra y frase, traducía el texto en imágenes propias que surgían en su

confuso paradigma femenino, conformado por Mabel, Carolina y alguna amada insospechada que

habitaba en él desde milenios, como ocupante sin permiso de su alma.

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano,

como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y

recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la

cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi

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mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca

que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja”.

Mientras Cortázar describía a su amada, Ricardo iba construyendo internamente la suya con unos

labios que se parecían infinitamente a los de Mabel. Recorría la punta de su labio superior

levemente alzada en ese respingo con que concluía el perfecto canal superior que unía la

puntiaguda y fina base de su nariz, con el final de su bien proporcionado labio. Luego dibujaba

unas comisuras rosadas y brillantes que se elevaban, levemente, con un coqueto rictus que

semejaba a un arabesco, para terminar pasando su propio índice por el labio inferior, más grueso y

voluptuoso que el superior y con aquel leve pero notable corte intermedio que incrementaba la

percepción de volumen de las dos partes, como un pequeño valle dispuesto para realzar dos

lomas, límite entre las fronteras izquierda y derecha del hermoso rostro que, de vez en cuando, se

confundía con el de Carolina y, en otras, con la amada eterna que se sabe presente, pero que no

se encuentra nunca, como una perdida Penélope, a la que de tanto viajar, ya no se recuerda, sino

como un concepto.

“Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos

cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los

cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente,

mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos

donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan

hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si

tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos

mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del

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aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo

te siento temblar contra mí como una luna en el agua”.

Ricardo se estremeció, como si previera que en pocas horas más o en muchos años en su porvenir

volvería a sentir esas sensaciones que auguran la mayor felicidad tan bien descrita por Cortázar,

incorporadas, como están, desde siempre, en el soplo vital de la Divinidad en todas sus creaturas,

como expresión de su amor, antes que cualquiera de nosotros tuviera la posibilidad siquiera de

sentirlas, porque aún no éramos.

Su propia entidad fue nuevamente barro en las manos de un demiurgo que lo reconstruía paso a

paso, segundo a segundo, a su amaño, disponiéndolo dulcemente a ser flecha y objetivo de los

deseos redentores del amor hacia la mujer increada, naciendo recién desde su costilla, mezcla de

todas las mujeres, habidas y por haber, incluso de las imposibles, pero que están destinadas a ser

parte de otros, conminados a unirse en ese afán -discriminador y absoluto- de expandir el propio

légamo creador, siempre más y más allá, como instrumento de lo inexistente.

Mientras reflexionaba sobre ese “breve y terrible absorber simultáneo del aliento”, esa “muerte

instantánea y bella” buscando en su interior la emoción real que las palabras evocaban, el ruido

pesado y chirriante de la cortina de metal que protegía las puertas y ventanales de vidrio del

casino, lo trajo repentinamente a la realidad y levantándose del asiento, saludó a la mujer que,

con cierto esfuerzo, daba vueltas a la manilla con la que se levantaba el portalón. Le ofreció ayuda

que la dependienta agradeció y aceptó gustosa. Después de unos segundos, la cortina estaba

arriba y la mujer abría con sus llaves, la puerta de ingreso del lugar, al que ambos ingresaron.

La dependienta le ofreció café y Ricardo asintió, al tiempo que le pedía autorización para encender

el aparato de TV ubicado en el fondo del local, para ver las noticias de la mañana. Luego se sentó

en las mesas que habitualmente ocupaba junto a sus amigos y siguió leyendo a la espera del café.

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En su interior escuchó una voz que dijo “Ojalá que aparezca Mabel”. Sonrió como sorprendido por

lo evidente de su deseo.

La dependiente le había traído su brebaje hacía ya varios minutos, cuando comenzaron a arribar al

casino los primeros estudiantes, a unos 20 minutos de iniciarse la primera hora de clases. Ricardo

continuó absorto en la novela del escritor argentino y se hundió en su prosa de fácil pero

emocionante lectura, que le producía, con enorme facilidad, miles de imágenes que la hacían

eficazmente entretenida y casi propia en sus expresiones.

De pronto unas suaves aunque heladas manos se cruzaron en su campo visual y le taparon los

ojos, sin apretarlos. No había alcanzado a identificarlas, pero su aroma era inconfundible. Detrás

estaba Mabel, preguntándole: “Adivina quién soy”. Ricardo sintió una oleada de calor que subía

desde sus entrañas hasta la cara. “Mabel Dubois”, dijo, sin atreverse a pronunciar solo su nombre

de pila, lo que le pareció demasiado cercano.

Mabel rió y poniéndose a su lado, le besó la mejilla, justo al momento de sentarse a su lado.

-“¿Qué estas tomando”, preguntó coqueta.

Ricardo le respondió con cierto desgano, aunque con una tensión interior que, creía, se le notaba

en cada poro.

-“Voy a buscar uno”, dijo Mabel, levantándose ágilmente del asiento.

Cuando avanzó hacia el mesón ubicado a un costado del casino, Ricardo, por primera vez, pudo

observar sin pudor y sin testigos, descaradamente, casi insolente, la graciosa figura de la joven; su

delicado y elástico modo de caminar, su cintura y caderas de perfectas proporciones, sus largas

piernas enfundadas en apretados jeans que dejaban ver sus bien contorneados muslos y esa dócil

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y suave cabellera negra que caía como cola de potro azabache sobre unos hombros bien

contorneados y redondos.

Se quedó embobado, mientras seguía repicando en sus narices el aroma de sus manos.

Sorpresivamente Mabel se volvió hacia él, sorprendiéndolo en su observación. Ricardo bajó la

vista, para evitar el bochorno de su desparpajo, aunque ella hizo caso omiso y lo llamó para

preguntarle si quería algo. Con un gesto de su mano, Aragón declinó y levantando el vaso de

plástico con su café, le dijo que aún tenía suficiente.

Mabel volvió y se sentó a su lado. Intentando llamar la atención de Ricardo, que fingía leer con

atención, le preguntó por el libri. El joven levantó la novela y le mostró la tapa, evitando hablar

para esconder su nerviosismo.

-“Ah, Cortázar”, dijo Mabel. “Lee el Capitulo 7”, le dijo.

Ricardo levantó la vista sorprendido.

-“¡Increíble!, acabo de leerlo”, respondió ganoso. “Es un pequeño rubí”, agregó.

-“Un diamante”, retrucó Mabel

-“Un rubí, porque es un capitulo rojo, por su pasión”, contra-argumentó Ricardo, iniciando otra de

las absurdas competencias.

-“Un diamante, porque es brillante como la luz blanca del centro del Sol”, afirmó la joven

Ricardo estuvo a punto de continuar la polémica, pero se detuvo para evitar agriar la única

oportunidad que había tenido para estar a solas con ella, de buena manera.

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-“Está bien, es un diamante. Las palabras son plásticas. Puedes darle el uso que quieras. Y las

metonimias, más aún. Si te parece que el amor y la pasión son como luz clara, tienes toda la razón,

pero no es mi percepción. Para mí el amor es rojo, como los pétalos de las rosas”, dijo Ricardo.

Mabel reaccionó satisfecha y re preguntó.

-“¿Rojo, como la sangre…?

-“Obvio”, confirmó Ricardo, aprovechando la ocasión. “La sangre del corazón y las venas. Para

amar hay que tener sangre en las venas y no pura razón”, dijo, dejando subentendido que

entender el amor como “algo blanco y brillante”, era una metáfora posible solo en un alma que lo

interpretaba desde una radical pureza de formas y armonía estética. No desde las entrañas

animales, sin tiempo, ni espacio, sin cálculo, ni lógica, caótico, vital, como selva tropical, densa,

húmeda, atractiva, pero peligrosa, donde solo sobrevive quien ha experimentado y sentido su

poder meses o años”, añadió, utilizando un tono sabihondo.

-“Obvio. Nadie se mueve por la pura razón”, dijo simplemente Mabel. “Pero además las palabras

no son tan plásticas, que signifiquen lo que tú quieras”, consignó.

-“¿Eso crees?, preguntó Ricardo. “Lee e interpreta entonces el capítulo 68 de esta novela”,

desafió.

-“Déjame recordarlo”, dijo Mabel, estirando su mano para tomar el libro.

Antes de pasárselo, Ricardo lo hojeó para entregárselo en la página precisa. La joven comenzó su

lectura en voz alta, como para no perder la comunicación, pero rápidamente, con pudor, tras leer

la primera frase, prefirió seguir haciéndolo interiormente, enfrentada, como estaba, a una

interpretación que, por contexto, le sugirió a dos haciendo el amor apasionadamente.

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“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en

salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”. Mabel se sonrojó levemente y reduciendo el

volumen de su voz, siguió leyendo sólo para sí, mientras Ricardo insistía en que lo hiciera en voz

alta, sin problemas, dado que las palabras esgrimidas por Cortázar eran inventos, que no

significaban nada, neologismos no interpretables o al menos tan plásticos, que significaban lo que

el lector quisiera, un ejemplo que mostraba su equivocación sobre esa inmutabilidad de las

expresiones que ella pretendía.

En silencio, la joven sentía resonar los aleatorios y discrecionales términos cortazarianos en su

interior, como intentado observarlos fríamente, desde fuera. Pero atónita percibía, como en doble

faz, que inevitablemente le iban produciendo una sensación erótica que la comenzó a inundar, no

sin cierta inquietud, puesto que, en la cercanía de Ricardo, aquellos signos atrabiliarios, no

convencionales, se paseaban igualmente por su imaginación, conceptuales y constatables,

claramente comprensibles, como un apasionado momento de amor en el que “procuraba relamar

las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al

nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,

reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado

caer unas fílulas de cariaconcia”. Levantando la vista, Mabel intentó interrumpir la lectura para

racionalizar con Ricardo la lectura, pero éste continuó despiadado con la presión.

Buscando intensamente desviar su involuntaria intención comprensiva hacia una interpretación

distinta probable y posible, Mabel se sobrepuso desafiante para seguir con la lectura en voz alta,

aunque iniciando un mantra interior que la alejara de su decodificación. “Y sin embargo –continuó-

era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo

en que él aproximara suavemente sus orfelunios”.

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Tomando algo de aire, Mabel no pudo contener una carcajada que fue acompañada con igual risa

por Ricardo. Ambos continuaron riendo, ocasión que aprovechó el joven para tomar los hombros

de Mabel con sus dos manos y remecerla cariñosamente.

Ella, ya más relajada, continuó la lectura y con lentitud, como quien recita, dijo siguiendo a

Cortázar. Nuevamente, Mabel y Ricardo volvieron a las risas, al tiempo que la joven siguió para

concluir el párrafo. Ambos se miraron y entre risillas nerviosas y evidente coincidencia en la

descripción, desviaron la vista hacia otros rincones del lugar, para retomar la conversación en el

tono intelectual con que habían iniciando el encuentro, pero que obviamente se sustentaba en un

significativo impulso de atracción entre ambos.

-“Espectacular, no?”, dijo Ricardo, rompiendo el reciente silencio, al tiempo que tragaba el último

sorbo de café, ya semi-helado, de su vaso.

-“Increíble”, dijo condescendiente Mabel, sin querer profundizar en las emociones que le había

causado el texto.

-La interpretación es contextual y hay razones para que, por lo general, se interprete como lo

interpretaste, siguió Ricardo, sin dejarse interrumpir por Mabel que había hecho un gesto de

disconformidad ante la segura afirmación del joven.

-“Primero, habla de él y ella. Eso ya nos ubica en un universo masculino-femenino –especuló-.

Segundo, si te fijas en la construcción de los neologismos descubrirás que, por ejemplo, ¡Evohé,

Evohé!, es casi ¡Javhé, Javhé!, una exclamación mística elevada en medio de una pasión, que se

nos ha aclarado antes con “de pronto era el clinón, muy similar a cli-máx; la estefurosa, parecido a

esterores furiosos; convulcantes, como convulsiones de las mátricas o matrices; la jadehollante, o

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jadeos del orgumio, tan obvio como orgasmo; y el merpasmo, muy claro, en una sobrehumítica, o

sobrehumana agopausa, agónica pausa”.

Mabel lo miraba mientras leía y hacía su decodificación del texto, escuchando cada una de las

palabras que iban penetrando en ella, suavemente, envasadas como regalo de amantes, en ese

acogedor sonido de la grave y profunda voz del joven. Al mismo tiempo, descubría que las

imágenes que se había forjado en su propia lectura, volvían a recorrer su alma y cuerpo a través de

los mismos senderos que la habían inquietado, pero que esta vez le parecían un jardín que se

agrandaba, pero que también se hacía más acogedor, al revisitarlo de la mano de Ricardo.

Un leve retortijón en el vientre, le indicó que algo de ella había hecho conexión profunda con

aquel joven, produciéndole una novedosa satisfacción en su cercanía, al tiempo que una festiva

comparación con Jean-Jacques, a quien, en ese momento, divisó no sólo lejano y ajeno, sino hasta

despreciable. Sonrió coincidentemente en momentos en que Ricardo concluía su análisis, ante lo

cual el joven preguntó extrañado:

-“Porqué sonríes, ¿te parece una interpretación ridícula?”, dijo algo molesto.

Mabel se apresuró a responder que no. Al revés, coincidía plenamente con él, pero que al mismo

tiempo, su versión confirmaba su hipótesis de que las palabras, no obstante su arbitrariedad como

significantes, tenían un significado que era difícil obviar cuando ya estaban incorporadas en las

personas. Ricardo asintió, pero volvió a señalar que la polisemia de los términos era indiscutible.

Ricardo iba a iniciar un segundo round de la conversación, cuando el irritante sonido del timbre

que anunciaba el inicio de las clases sonó en el casino. Ambos se levantaron rápidamente y

despidiéndose con un afectuoso beso en la mejilla, partieron trotando hacia sus respectivas

escuelas, no sin antes ponerse de acuerdo para juntarse la próxima hora o al almuerzo. Cuando

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70

Mabel llegaba a su escuela, se encontró con sus tres amigas que también corrían apuradas. Así y

todo, la intuición femenina pudo más y una de ellas le dijo:

-“Te ves radiante. ¿Volviste con Jean Jacques?”

Mabel se rió y las cuatro ingresaron a la sala, justo antes que el profesor iniciara su curso.

VI

Cuando Ricardo terminó su clase de Literatura Hispana, salió trotando junto a Pablo, su amigo

hacia el casino. Eran escasos 10 minutos que tenía para volver a ver a Mabel, pero esta no fue la

oportunidad. Por alguna razón, ni Mabel ni sus amigas llegaron. Pablo observó cierta desazón en

Ricardo, la que atribuyó nuevamente a esa melancolía por la antigua amada, pero no quiso

preguntar.

Tomando un agua mineral, ambos terminaron conversando con Alberto, quien llegaba ufano de su

victoria el fin de semana: un disputado partido contra Eugenio Valleseco, su bestia negra, al que

había derrotado en tres largos set de 7-6; 6-7 y 6-4. Ambos felicitaron al campeón de Espirito

Santo, quien, luego que Ricardo y Pablo volvieron a clases, continuó compartiendo con el resto de

sus fans, alumnos y alumnas de otras carreras que se acercaron a saludarlo.

Las tres horas restantes para el esperado almuerzo pasaron lentas y hostigosas. Ricardo intentaba

concentrarse en la compleja clase sobre Somerset Maugham que desplegaba a toda experticia,

Matías Etcheveris, profesor del área.

-“Of Human Bondage, escrita en 1915, fue una de las novelas más importantes del siglo XX”, dijo

Etcheveris, añadiendo que había en ella muchos rasgos autobiográficos, como la tartamudez de

Maugham, que muta en una deformación de los pies del protagonista de la novela, el médico

Philip Carey, pues Maugham también había estudiado medicina. Y el vicario de Whitestable, que

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en la obra es el vicario de Blackstable, una obvia referencia al frio y despiadado tío que lo crió en

Kent, Henry MacDonald, tras la muerte de sus padres y, en donde se afirma, el escritor adquirió su

tartamudez, entre otros detalles. La referencia a la orfandad de Maugham aumentó la sintonía de

Aragón con el autor.

Pero cuando Etcheveris se refería el carácter bisexual del autor inglés y recorría su vida, Ricardo,

escapando de su afán por las coincidencias, comenzó a pasear mentalmente por los ojos, boca y

cuerpo de Mabel, reponiendo su atención al escuchar que, ya mayor, se alistó en cuando se

declaró la I Guerra Mundial, sirviendo en Francia como miembro de la Cruz Roja Británica, en el

grupo “Literary Ambulance Drivers”, compuesto por 23 escritores entre los que estaban Ernest

Hemingway, E. E. Cummings y John Dos Passos. En ese lapso conoció a Frederick Haxton, un joven

de San Francisco que se convirtió en su amante, hasta que murió en 1944.

Maugham había vuelto a Inglaterra dejando sus labores en la unidad de ambulancias para

promocionar su “Of Human Bondage”, aunque tan pronto lo hizo, retornó al campo de batalla,

para integrarse a los servicios secretos e iniciar trabajos como agente en Suiza, encubriéndose en

su calidad de escritor. En junio de 1917, Sir William Wiseman, el entonces jefe del Servicio Secreto

Británico pidió a Maugham para una misión especial en Rusia, que buscaba involucrar al Gobierno

de Kerensky en la guerra, haciendo frente a la propaganda de Alemania. Pero dos meses después,

los bolcheviques tomaron el control y el trabajo asignado se tornó imposible, aunque Maugham

decía que si hubiera llegado seis meses antes, lo habría conseguido.

La imaginación de Ricardo, que alternativamente a su carrera de Literatura había divagado con la

idea de practicar un periodismo de aventuras y riesgo, se disparó cuando Etcheveris analizó esos

aspectos de la vida del escritor inglés y su posterior viaje al Pacífico, para documentarse sobre su

novela, “The Moon and Sixpence”, basada en la vida de Paul Gauguin. En este viaje y posteriores,

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el autor estuvo acompañado por Haxton, a quien consideraba indispensable para su éxito.

Maugham era tímido, como Aragón, mientras el extravertido Haxton lo ayudaba a conseguir el

material que éste convertía en ficción.

Ricardo admiraba a Maugham, una especie de transferencia de su propia conducta. Era tranquilo y

observador, un temperamento ideal para el trabajo de inteligencia, una destreza especial para

emitir juicios duros y racionales y capacidad para no engañarse con las apariencias. Apasionado e

intenso, aunque contenido, cuando joven Aragón también había creado un personaje de aventura,

un espía elegante y distante, basado en el James Bond, de Ian Flemming, quien a su turno

reconocía influencia del Ashenden, de los cuentos que sobre agentes secretos escribió Maugham,

aprovechando sus experiencias en el servicio británico.

La activa imaginación de Ricardo y sus quimeras de escritor pródigo, le ayudaron a pasar más

rápido el intermedio entre aquel compartido Cortázar y el momento en que pudiera volver a

conversar con Mabel en un estado de relación distinta, tanto por el acercamiento que habían

experimentado esa mañana, como porque, en su alterada percepción, producto del exceso de

entusiasmo, sentía una nueva capacidad de conquista, transformado el mismo en misterioso

agente secreto, elegante, culto, y atractivo, que con clase, la tomaría entre sus brazos, sin

resistencia, besándola apasionadamente.

Cuando sonó el timbre de recreo, Ricardo dio un profundo suspiro, cerrando bruscamente su

cuaderno de apuntes, como aprestándose a una nueva y difícil tarea de zapa en la peligrosa y

desconocida nación a la que debía penetrar, sin que el enemigo se percatara, cayendo

sigilosamente en paracaídas negro, lanzado a 5 mil pies de altura en un silencioso vuelo nocturno.

Cuando llegó al casino, Mabel ya estaba allí junto a su grupo de amigas conversando

animadamente. De hecho, les había adelantado que lo de Jean Jacques era historia y que tenía

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“un” proyecto muy especial. Las mujeres habían intentado durante todas las horas siguientes

horadar el secreto de la joven, la que no aceptó dar más claves que decir: “es un chileno”.

-“¿Es de la Universidad?”, preguntaba ansiosa Pía

-“No daré más informaciones”, reiteraba Mabel, mientras vio venir a su “proyecto” directo hacia

ella, junto a Pablo.

En paralelo, se acercaba al grupo Alberto, quien seguía buscando a quien relatar su reciente

victoria en el tenis y sus personales pormenores. Ricardo y Pablo llegaron junto a la mesa y

acercaron sillas para compartirla, mientras saludaban al grupo. Aragón insistió en ubicarse al lado

de Mabel, en pequeña competencia con Alberto, quien más preocupado por tener auditorio,

aceptó colocarse a la cabecera de mesa. Sin intención, Ricardo y Mabel chocaron sus rodillas.

Aunque inicialmente ambos reaccionaron retirando la pierna, luego, suave y paulatinamente, las

rodillas volvieron a juntarse por debajo de la mesa para permanecer así, sin esfuerzo de ninguno

por separarlas.

En medio de la desordenada conversación en la que Alberto le contaba a Pía y Macarena los

avatares de su victoria deportiva y Pablo conversaba del trabajo para el miércoles con Ana María,

Ricardo y Mabel trabaron su propio diálogo, que los aisló del ruido ambiente, en una curiosa

esfera de olores, colores, sensaciones y tenue película, que se hizo evidente para las tres mujeres

que, disimulada y prudentemente, intercambiaron miradas cómplices: ahora sabían cuál era el

proyecto chileno de Mabel.

Cuando nuevamente sonó el timbre, Ricardo y Mabel conversaban animadamente sin percatarse

de su entorno, hasta que el resto de los estudiantes del grupo, tras dos o tres llamados de alerta

decidieron regresar a clases, dejando a la pareja continuar con su conversación. Las amigas de

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Mabel se dieron vuelta dos veces a mirarla antes de salir del casino, al tiempo que mantenían un

activo cuchicheo que no respetaba turno de expresión, pero que cada una podía comprender,

sacando risas y chillidos de todas, en algún momento del desordenado debate.

Alberto, un poco desconcertado, salió con Pablo dejando a la pareja en la mesa, aunque sin

comprender muy bien lo que sucedía, mientras el fiel amigo de Ricardo desviaba la conversación

hacia el tema preferido de Alberto.

-“¿Qué les pasa a esos dos?”, inquirió Alberto

-“¿El segundo set fue el más complicado?”, preguntó Pablo, sin responder a la pregunta original.

-“Ah, sí, lejos”, señaló Alberto, continuando con su descripción, ya más definida y clara, gracias a

las veces que la había repetido entre recreos y conversaciones de pasillo.

El silencio que se había producido de pronto resultó la mejor campanada para Mabel y Ricardo,

quienes mirando a su alrededor se percataron de que ya casi no había estudiantes en el lugar.

Mirando su reloj, Aragón advirtió a la joven que estaban atrasados en cinco minutos. Ambos

cogieron rápidamente sus pertenencias y partieron al trote hacia sus respectivas Facultades. Antes

de separarse en el punto que los llevaba en distintas direcciones, se detuvieron

momentáneamente y Ricardo se despidió con un beso en la mejilla, atrevidamente cercano a los

labios de Mabel. Ella no hizo amagos de modificar la posición y, por el contrario, al retirar la cara,

pasó a rozar con su boca, la de Aragón.

Cuando se volvía para continuar su tranco a clases, Ricardo la tomó, obligándola suavemente a

quedar frente a frente. Con renovada seguridad, el joven la atrajo desde ambos hombros hacia sí

y la besó nuevamente, esta vez, en la boca. Ambos se fundieron en un momento único,

aprovechando la ya escasa presencia de alumnos, que se hizo indefinible y que pareció arrojarlos a

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un remolino de emociones físicas y espirituales que en Ricardo renovaron su esperanza en el

amor, mientras a Mabel la remecían con la fuerza de la primera vez, con sensaciones de mujer que

no había sentido con tanta profundidad. Se acercó aún más al hombre con todo su cuerpo,

sintiendo sus senos alzarse al calzar perfecto con la bien conformada figura del atlético torso de

Ricardo, mientras aproximaba sus muslos, duros y tensos, a los de él, hasta el punto de sentir la

vitalizada virilidad del joven en su abdomen.

La inundó un profundo placer que automáticamente la impulsó a empujar suavemente con su

lengua la de Ricardo, al tiempo que se sentía arrollada por una desconocida pulsión de mover sus

caderas hacia adelante, en un esfuerzo por presionar la masculinidad de Ricardo hasta tocar sus

entrañas. Con delicada feminidad, empero, se retiró suavemente hasta apartarse totalmente de

Aragón, quien insistía en un segundo beso que reeditara el mágico momento. Mabel lo detuvo

amablemente y besándose la punta de sus largos y finos dedos, los puso tiernamente en la boca

de Ricardo. Luego siguió rumbo a su clase.

Aragón se quedó un instante mirándola, al tiempo que se repetía internamente “si me mira de

nuevo, estaremos juntos mucho tiempo”. Antes de ingresar al edificio, Mabel se volvió. Ricardo,

repuesto ya de las más fuertes sensaciones, alzó su mano para despedirse. La joven respondió con

simpático gesto, llevándose la mano al corazón. Un golpe de alegría inusitada en él tras la pena

que arrastraba luego del fracaso con Carolina, transitó a la velocidad de la circulación sanguínea

por todo su cuerpo, desde la planta de los pies, hasta su coronilla. Estaba feliz de nuevo, después

de todos ese tiempo en que había vivido una larga y aburrida tarde nublada, opaca, sin brillo, casi

por su pura voluntad para cumplir con los ritos que se le habían asignado.

Capítulo IV

I

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Temprano en la mañana de ese martes, Leonora golpeó la puerta de la secretaría de Ricardo antes

de abrir. Allí estaba Gloria, como siempre, llenando formas y documentos administrativos. La

asistente apenas levantó la vista, pero cuando se percató quien era, la recorrió con una mirada de

cierta desconfianza. “¿Qué hace esta niñita aquí?”, pensó.

-“¿Si?, ¿En qué puedo atenderte?”, preguntó con seco modo la secretaria

-“Vengo a ver si puedo hablar con el doctor Aragón”, respondió suavemente Leonora

-“Está ocupado, preparando una clase”, retrucó Gloria

Aragón, que estaba trabajando en su ordenador, escuchó el diálogo y se apresuró a tomar el

intercomunicador para consultarle a Gloria qué pasaba, intuyendo que se trataba de Leonora,

aunque sin seguridad. La secretaria le informó que “una” alumna deseaba conversar con él, pero

que le daría hora para el martes, cuando disponía de algún tiempo en la mañana para atender

peticiones de los educandos. Aragón se levantó del escritorio y salió a la secretaría, justo cuando

Leonora abría la puerta para salir.

-“Leo”, la llamó Ricardo. “¿Me buscabas?”

Leonora se dio vuelta ágilmente y casi coqueteando le respondió que requería hacerle algunas

consultas respecto del tema de la maestría.

-“Pasa”, dijo Ricardo, haciendo un gesto de ingreso a su oficina. Gloria miró la escena con

desagrado. Cuando la joven ingresó, movió la cabeza negativamente y siguió escribiendo.

Leonora, casi como siempre, vestía de modo deportivo, pero esta vez parecía recién salida del

baño, con su pelo aún húmedo y un fresco y lozano cutis, sin pinturas, que la hacía lucir menor.

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Aragón se arrellenó en el sillón de su escritorio, mientras Leonora se ubicó en el de cuero, con sus

piernas muy juntas.

-“Estuve haciendo averiguaciones por Internet, respecto de Magister en Literatura Hispana y me

encontré con que la Universidad está preparando uno”, dijo Leonora

-“Sí, pero es posible que sólo se lance en uno o dos años más. Es un proyecto, avanzado, pero un

proyecto aún. De hecho, estoy participando en la comisión que lo prepara”, dijo Ricardo.

-“Dos años más”, dijo Leonora como para sí. “¿Y qué le parece a Ud. el Magister de la Universidad

Nacional?”, añadió

-“Bueno, es una maestría que tiene ya alrededor de diez generaciones y cuenta con un equipo de

profesores de primera calidad y muy buen currículo. Pero lo dan sólo en la capital”, dijo Aragón

-“Sí. No sería problema. Tengo unos tíos viven allá, en la casa que dejaron mis padres cuando se

fueron a Nueva Zelanda”, respondió Leonora.

-“¿Y te gusta la capital?”, inquirió el profesor

- “No, para nada. Prefiero el aire y las personas de Valle Inclán. Hay más humanidad aquí”, dijo.

-“¿Y desde cuándo estás sola aquí?”, preguntó el doctor, como sin dar importancia a la consulta

-“Desde hace seis años. Mis padres se fueron con mi hermano menor en esa época. Yo estaba

decidida a terminar mis estudios en el país, así es que me quedé. Estudie los primeros cuatro años

de Educación Física en la capital. Pero fue allí cuando enfermé”.

Era la segunda referencia a la “enfermedad” que había hecho Leonora ante Ricardo, lo que dio pie

para que éste preguntara sobre su gravedad.

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-“No se la doy a nadie en el mundo. Ni a mis peores enemigos”, dijo con certeza Leonora

-“¿Qué fue?”

-“Depresión”, respondió tímidamente.

Se produjo un denso silencio que Aragón incrementó con el cierre de sus ojos, recordando la

experiencia vivida con ocasión de la muerte de sus padres. El vacío interior, el sinsentido, el dolor

de la existencia incomprendida, el abandono, la soledad oscura y la pérdida de la inocencia. Los

días ajenos, tristes y pesados. Cuando abrió los ojos, Leonora miraba hacia el piso, al parecer

recordando también el proceso con respetuoso silencio.

-“Es una enfermedad devastadora”, dijo Aragón, reubicando en el escritorio algunas de las hojas

sueltas que estaban sobre él. “¿Tuvo algún desencadenante?”, consultó sin mirarla

-“Sí. Un amor fallido”, dijo Leonora, casi imperceptiblemente. “Estaba muy enamorada. Fue mi

primer amor. Era bastante mayor que yo. Unos 12 años. Y cuando se fue, creí que el mundo se

terminaba. Se terminó, de hecho para mí, durante meses. Yo estaba en segundo año de Educación

Física y mis padres preparaban su viaje, así es que no estaban plenamente conscientes de lo que

me sucedía. El día que mi madre me escuchó llorando en el baño, fue la primera alerta. Por lo

general era una niña alegre y confiada. Fue un tratamiento largo, que siguió incluso después de la

partida de mis papas”.

-“Suelen ser largos y tediosos. Es una enfermedad maldita. ¿Te has sentido bien?”, inquirió

Aragón.

-“Bueno, ya no tengo esas recaídas que me dejaban en la cama por semanas. Me las ingenio para

superar cualquier señal de resurgimiento de aquellos estados. Hace un par de años que no tomo

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ningún medicamento y espero no tener que volver a hacerlo. Es que la Literatura me hace muy

feliz. Estoy escribiendo algunas cosas. Personales aún. Mías. No para compartirlas”, dijo precavida.

-“Pero a mí me las podrías mostrar”, dijo con tono divertido Ricardo.

Ambos rieron. Estuvieron conversando por casi 20 minutos, hasta que el intercomunicador de

Ricardo sonó. Era Gloria que le recordaba que tenía reunión de comité de profesores a las 10.30

horas. Tras agradecerle, Ricardo se acercó a la joven estudiante, quien ya se levantaba del sillón.

-“Bueno, espero que no te vayas a la capital”, dijo a modo de despedida Ricardo

-“No quiero hacerlo”, respondió ella sonriente. “Además tengo puestas mis esperanzas aquí,

especialmente en Ud.”, dijo coqueta.

Ricardo tendió a sonrojarse por la doble interpretación que dio a la frase, lo que originó un

simpático lapsus que posibilitó a Leonora duplicar el ataque.

-“Usted es el mejor profesor que he conocido en Literatura hispana y, además, no sólo sabe, sino

que es agradable y simpático”, agregó sonriente.

Aragón le expresó un nervioso “muchas gracias” y se acercó a darle un agradecido beso en la

mejilla. La joven respondió efusivamente, acercándose sin pudor hasta casi chocar con todo su

cuerpo contra el profesor.

-“Los hombres mayores entienden a las mujeres”, dijo la joven con desparpajo, turbando aún más

a Ricardo, quien riendo asintió, comenzando nuevamente a sentir el alboroto de su masculinidad

que aquella mujer le provocaba, por quién sabe qué razones.

El fresco olor del jabón y el shampoo de su cuerpo y pelo recién lavado, penetró en sus fosas

nasales como un incienso limpio, puro, dulce, que lo impulsó a sostener la mano de Leonora por

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un breve momento, sintiendo entre sus yemas, la tersa piel de la joven. Ella no hizo amago de

retirarla y la dejó, entregada a la suave prisión, mientras ambos se acercaban a la puerta de la

oficina. Poco antes de abrirla, Ricardo se la soltó levemente, de modo que al retirarla, Leonora

sintió la suavidad de los dedos del profesor recorrer los suyos completos, mientras Ricardo se

deleitaba con el dúctil recorrer de la piel de la joven por entre sus yemas. Con un amistoso “chao”,

ambos se volvieron a despedir en la puerta.

Una vez cerrada la puerta, Ricardo regresó a su escritorio con una especial dicha que surgía de la

boca su estomago y bajo vientre, que le recordaba días pasados. No obstante su edad, ella parecía

haber dado señales que dejaban rutas abiertas para la ilusión. “Los hombres mayores entienden a

las mujeres”. Su primer amor “era 12 años mayor”. Tal vez un complejo de Electra explicara los

datos que Aragón interpretaba a su amaño, como una corriente de simpatía que no sólo pudiera

ser la admiración de una estudiante a su profesor, sino algo más.

Pero en su realismo, Ricardo contrabalanceaba el exceso de entusiasmo recordando sus casi 55

años, el ya marchito, aunque bien tenido estado físico (“la verdadera belleza está en el alma”,

recordaba a Leonora); su feliz matrimonio de más de casi 30 años; lo peligroso de la relación

profesor-alumno en una Universidad católica (“nunca enredarse ni en el pay roll, ni en el libro de

clases”, le decía Alcalde). Pero la naturaleza es más fuerte y su animal, aún gallardo y engreído, se

sentía capaz de enamorar a la muchacha de 27 años. Estaba al tanto, por lo demás, de lo relevante

que era para las mujeres el buen humor y buen discurso, ambos talentos que Ricardo sabía

propios.

Tras tomar los papeles para la reunión, Aragón salió al pasillo y se encontró con Berroales a quien

saludó afectuosamente, con esa aura de las personas que han recibido una buena noticia.

-“Hombre, te ves muy bien”, dijo cariñoso Jorge

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-“Muy bien, pero con la lata de las reuniones”, respondió Ricardo, mientras seguían caminando

juntos.

-“¿Querías contarme algo?”, le preguntó Berroales. Ricardo frunció el seño, como haciendo un

esfuerzo para recordar, pero su amigo lo guió entre sus archivos, contextualizando la consulta.

-“La noche del sábado, tras la comida en tu casa”, dijo.

-“¡Ah!”, reaccionó acordándose repentinamente. Tuvo la tentación de contarle a su colega la

ilusión que comenzaba a forjar en su corazón, pero las reflexiones anteriores lo hicieron retenerse

y desvió la atención.

-“Sí, están revisando los currículos de algunos profesores con post grados para el Magister en

Literatura que estamos preparando para el próximo año”, dijo Aragón. “Bueno, tu nombre ha sido

incorporado como posibilidad. Pero te recomiendo que no divulgues el tema, porque puede fallar

todo el proyecto”, advirtió Ricardo.

Berroales le agradeció la información justo cuando ya debían separar sus rumbos.

II

Mientras escuchaba a Mozart en su casa, Ricardo rememoraba la conversación de esa mañana con

Leonora. La imaginaba sola en su departamento cerca del supermercado, leyendo algún libro

tirada sobre su cama, ensoñando alguna situación de amor, apasionada y ardiente, esperándolo

que llegara en cualquier momento. Se dejó llevar por las suaves emociones eróticas que el

recuerdo de la joven le producía, como esa salivación automática que la imagen mental de un

buen trozo de carne asada genera en el hambriento.

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Su padre debería tener más o menos de su edad y su madre, poco menor que él, pero nada de

aquello lo interpelaba con la necesaria crudeza como para no seguir elaborando situaciones, en las

que, más que sus intentos, eran la casualidad o la determinación de la joven, la que permitían la

materialización de su inmaduro desvarío.

Mabel lo interrumpió en sus divagaciones, preguntándole si tenía hambre. Ricardo respondió casi

maquinalmente que sí.

-“¿En dónde andas?”, pregunto Mabel

-“Haciendo clases”, respondió seguro, al tiempo que, como en un libro, Aragón cerraba las páginas

dedicadas a la joven y se disponía a pasar al comedor junto a su mujer.

Se sirvieron sus vasos de la tradicional agua mineral con que acompañaban la comida los días de

semana y silenciosamente comenzaron a degustar el plato de ensaladas y champiñones asados

con cortes de ave que cada 15 días disponía el planificado menú de Mabel. La mujer comentó las

secuelas de la polémica curricular en su escuela y la inminente llegada de una nueva jefa de

carrera. Ricardo, por su parte, le contó los avances en la revisión curricular que los profesores

encargados del comité de su carrera estaban llevando a cabo desde hacía varios meses bajo su

conducción.

En medio de la conversación, sonó el celular de Mabel quien corrió a la cocina a buscarlo, para

responder. Ricardo volvió a recordar la boca, piernas y ojos de Leonora, mientras Mabel iniciaba

una agradada conversación. Sus repetidas risas y bajo tono, llamaron la atención de Aragón, quien

puso atención a las frases que su mujer decía a su interlocutor incognito.

-“Si –dijo- mañana a las 13.30 horas. En el mismo lugar. Ok. Nos vemos”.

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Inquieto, cuando Mabel regresó a la mesa, con su rostro alegre, Aragón no pudo evitar preguntar

quién la llamaba.

-“No. Nadie”, dijo Mabel, “era la Elena Martí que quería almorzar conmigo”.

-¿Y por qué tanta alegría y risas?, repreguntó sin mirarla

Mabel, extrañada, le respondió que no tenía ninguna alegría o risa especial. Elena era una de sus

mejores amigas y se habían puesto de acuerdo para almorzar en un restaurante que quedaba

cerca de la Universidad, el Caravaggio, para comer pastas, luego de meses sin verla.

Para Aragón, Elena era una mala influencia. Mujer dos o tres años mayor que Mabel, había estado

casada con un diputado de la capital y se había separado notoriamente por motivos

sentimentales, luego que, durante una campaña, sus enemigos políticos trascendieran a los

medios que Gustavo Arrendondo salía con una joven militante de su partido, con fotos incluidas. El

hecho provocó no solo la ruina política del dirigente, que esa vez no fue reelegido, sino su divorcio,

no obstante tener una familia con tres niños.

Tras la separación, Elena, una hábil psicóloga que conoció a Mabel mientras estudiaban, había

vuelto a trabajar a la empresa en que lo hacía en su soltería como consultora de personal. Gozaba

de una buena situación económica, abundada con los ingresos que judicialmente debía entregarle

su ex marido, para solventar los estudios de los tres hijos universitarios.

Vivía sola, pues sus hijos se habían trasladado a diversas casas de estudio, fuera de Valle Inclán, y

hacía, por ello, una activa vida social con compañeros de trabajo y amistades sociales de la ciudad.

Por sus redes y muy bien mantenidos 53 años, Elena se le antojaba a Ricardo una persona

peligrosa, pues conocía a demasiados hombres maduros, con buena situación, solteros, viudos,

divorciados o casados que habitualmente la acompañaban en sus diversas actividades. Aunque

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confiaba plenamente en Mabel, Ricardo tuvo un mal presentimiento y curiosamente sintió renacer

en él, celos que hacía años no sentía.

Haciendo un inmaduro juego de imágenes y raciocinios, Aragón se pensó de pronto divorciado de

su mujer, debido a su infidelidad con un amigo de Elena. Estaba así libre de las cadenas que lo

ataban y no por decisión propia, sino por una falta de Mabel. Se vio siendo consolado por Leonora

y en algún momento, cuando ella ya no iba a clases en la Universidad, comenzaba a visitarla en su

departamento, iniciando un apasionado romance. Miró a Mabel con aire molesto, pero seguro.

-“¡Tú sabes que la Elena me carga!”, le dijo. Pero la mujer respondió tajante que su desagrado no

le impediría juntarse con ella.

Aragón alzó los hombros y tras comer el último trozo de comida, se levantó sin esperar tomarse la

tradicional taza de agua de yerbas que acostumbraba y se dirigió a su estudio para sentarse frente

al ordenador. Cuando estuvo allí, en medio de su irritación, recordó que hacía días estaba

interesado en leer el currículo de la joven, saber más de ella.

Abrió la página de la Universidad y comenzó a buscar entre los alumnos: Leonora Santoamor.

Aunque no sabía su segundo apellido, no había dos Leonora Santoamor en la Universidad, de

modo que abrió la página correspondiente y comenzó a leer. Efectivamente tenía 27 años y

cumpliría 28 en diciembre, pero le llamó profundamente la atención su segundo apellido: Latorre.

Era el mismo de Carolina, la antigua y nunca totalmente olvidada aventura de juventud.

Al revisar el nombre de los padres, su corazón dio un salto y debió tragar saliva para ajustar una

suave arcada que sobrevino acompañada por una instantánea sequedad de boca: Hija de Bruno

Santoamor Levy y de Carolina Latorre Koenig.

¡Leonora era hija de Carolina!.

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Sus pensamientos se desbandaron en forma acelerada y atolondrada y un conjunto de emociones

confusas lo paralizó frente a la pantalla, en donde destacaba la fotografía de la joven, tan bella

como siempre, pero ahora mortalmente parecida a su madre. Ricardo comenzó a recordar en

manada, gestos y modos de Leonora que hasta ese minuto le habían suscitado remembranzas no

identificables, como deja vu, pero que ahora cobraban todo su sentido. Su modo de mover las

manos, de caminar, casi como flotando; su sonrisa y coquetería innata, eran una reproducción de

su madre.

Con el corazón a 150 latidos por minuto, Aragón cerró la página en momentos en los que sintió

que Mabel llegaba al estudio con su taza de agua de yerbas.

-“Ya, tontito. Tómate esa agua para que no te enfermes del estómago. No se debe pelear en las

comidas”, dijo sonriente y contemporizadora Mabel.

Luego le explicó que Elena estaba de noviazgo con Sergio Miró-Bueno, el dueño de la empresa en

que trabajaba, un viudo de 65 años, lleno de vitalidad y fuerte liderazgo con el que había

transformado en 30 años la pequeña empresa de frio para exportaciones agrícolas que fundó, en

una de las más importantes del país. Ella estaba feliz con la noticia y quería compartirla con Elena

en ese almuerzo, pues merecía renovar su vida, después de sufrir tanto “por culpa del estúpido”

de Arrendondo.

Aragón aún no salía de su estupor con el reciente descubrimiento sobre Leonora, pero gracias a la

infidencia de Mabel pudo traslapar ambas emociones, usando sus evidentes expresiones de

asombro, para atender el caso del nuevo noviazgo, el que, por lo demás, involucraba a dos

personajes bien conocidos de la vida social de Valle Inclán.

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-“Increíble”, dijo con profunda convicción Aragón, mientras en su cabeza resonaban los apellidos

de Leonora y Carolina, pero que para Mabel, correspondían a una respuesta natural de su marido

frente al “notición”. “No lo puedo creer”, volvió a repetir en la misma fórmula.

Mabel se rió y comenzó a contarle detalles de su conversación con Elena, a los que Aragón intentó

poner atención, pero que llegaban a él, atolondrados, distorsionados, dispersos, en medio de la

erupción de imágenes que, en silente estallido, seguían circulando por su mente como un virus

computacional que va corroyendo el conjunto del disco duro.

Tras un rato de escuchar como a lo lejos las revelaciones de su mujer, Ricardo ingresó en un

silencio interno que hizo rebotar la voz de Mabel en su cabeza como en una vacía catedral. Para

evitar el desagrado de la sensación, Ricardo la interrumpió preguntándole la edad de Miró-Bueno,

a lo que ella respondió dándole el dato y agregando: “Es un hombre joven, todavía”. Aragón sonrió

y le dijo: “Entonces yo soy un niño”. Ambos rieron.

Tras tomarse el agua de yerbas en compañía de Mabel en su escritorio, subieron a acostarse.

Ricardo prendió el aparato de televisión. Como siempre, estaba sintonizado en la radio que emitía

música clásica y que en ese momento transmitía “Fidelio”, la única opera de Beethoven.

Nuevamente el corazón sufrió un giro: él sabía que el nombre original de esa obra era: Leonora.

“Coincidencias significativas”, pensó, aunque le llamó la atención que desde hacía unas semanas,

el nombre se le aparecía con mayor asiduidad en su entorno, como nunca antes. “Mecanismos de

la obsesión”, se dijo.

Como siempre se tiró sobre la cama en ropa interior a la espera que Mabel desocupara el baño.

Con sus ojos cerrados escuchó con nueva atención y perspectiva el “Fidelio”, haciendo un par de

correlaciones graciosas con el nombre de la primera versión (Leonora o el triunfo del amor

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conyugal) y su infiel ensueño ahora convertido en martirio, al reconocerse en la peor de las

posiciones en el juego de encantamiento que jugaba.

Se imaginó comentándole a Leonora el tórrido romance con su madre. El dolor provocado. La

angustia que el mismo vivió por su absurda reacción juvenil. La imposibilidad de volverla a ver. Su

depresión. El recuerdo que lo persiguió por meses, aunque temperado con el oportuno noviazgo

con Mabel, que lo salvó de hundirse en la tristeza.

Nada funcionaba. Veía la cara de sorpresa de la joven, transformada en una Medea vengadora y

tonante; la molestia por una revelación tan íntima, el quiebre de esa relación de afecto que se

había gestado en las pocas semanas de conversaciones y encuentros casuales. De pronto se

escuchó diciéndose a sí mismo en voz alta: “¡No!”.

Desde el baño, Mabel preguntó qué pasaba. Aragón sorprendido respondió: “Nada” y agregó que

se había acordado que no había hecho un informe que tenía que entregar mañana en la mañana.

-“¿Qué vas a hacer”, inquirió Mabel.

-“Mañana me las arreglo temprano con Gloria”, respondió.

Fidelio-Leonora junto con Rocco, el carcelero, llegaba a las puertas del calabozo en donde está su

amado esposo, el noble caballero Florestán, injustamente encerrado por el vil gobernador Don

Pizarro, reconociendo en Fidelio a su esposa Leonora.

Aragón ve en Leonora a Carolina y parece comprender su postrera obsesión. Pasó las manos

fuertemente por la cara, como hacía siempre para evitar los tics que lo embestían en momentos

de tensión y se levantó para apurar el uso del baño.

III

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Esa mañana, Ricardo se levantó más temprano que de costumbre y no esperó el desayuno que

Mabel le llevaba a la cama todos los días. Cuando la mujer llegó a la cocina, ya estaba bañado y

rasurado, aunque en bata, preparándole café y tostando el pan. Mabel lo besó cariñosamente y le

pidió continuar el quehacer. Ricardo tomó dos tazas y las dispuso con algunas pastillas de

endulzante. La cafetera ya comenzaba a rezumar el café molido de mezcla dominicana y la casa se

llenaban del aroma fuerte y agradable de la oscura poción. Ricardo salió a la puerta a recoger los

diarios. Revisó los titulares. Nada especial.

Tras una noche inquieta, en que los sueños lo derivaron a su pasión frustrada con Carolina, sus

renovados, aunque gratuitos celos con Mabel y otras escenas nada agradables, Ricardo había

decidido que recomendaría a la joven seguir su investigación respecto del post grado con el

profesor Mendieta, un joven doctor en Literatura, recién llegado de Europa, prometedor y muy

simpático -además soltero- que tenía toda la información más fresca sobre el tema que ella

requería. En todo caso, no sería él quien la buscara para dar cuenta del cambio, sino que esperaría

que ella llamara o fuera a verlo. Tomó su desayuno sin apresuramiento, mientras leía algunas de

las secciones de “El Independiente” y luego del matutino “El Mundo”, sin quedarse mucho tiempo

en cada texto.

Subió junto a Mabel al dormitorio, donde se vistió, quedando listo antes que su mujer. Se despidió

afectuosamente, señalándole que aprovecharía esas horas de la mañana, sin alumnos, ni rector,

para terminar el trabajo supuestamente pendiente del día anterior. Mabel se despidió con un

dulce “nos vemos en la tarde”, dando por hecho que la hora de almuerzo no la compartirían, por

su acuerdo con Elena.

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Aragón llegó a su oficina minutos antes que arribara Gloria, quien extrañada le consultó la razón

de su temprana presencia. Ricardo respondió con evasivas, señalándole que tenía trabajo atrasado

que debía terminar para ese día.

Sentado frente al computador, volvió a abrir la página de alumnos de la Universidad y el currículo

de Leonora, como para convencerse. Miró la foto de la joven por largo rato y luego, cerró la

página, para abrir dos trabajos pendientes para el Rector.

Siguió trabajando toda la mañana, sin interrupciones, hasta que, alrededor de las 13 horas, un

repiquetazo del intercomunicador lo sacó de su concentrada aplicación. Levantó el auricular y

desde el otro lado del aparato, Gloria le dijo: “Lo llama Leonora Santoamor”. Y luego, sin

consultarle si deseaba recibir el llamado, convencida de la obvia simpatía que Aragón manifestaba

por la estudiante, dejó paso al llamado.

Ricardo alcanzó a decir: “no”, pero ya estaba al teléfono la joven, quien de inmediato le preguntó:

“¿porqué no, profesor?” Aragón volvió a sentir ese nerviosismo de niño ante la amada imposible y

sólo atinó a decir:

-“No, estaba diciéndole que no a Gloria a una pregunta que me había hecho”.

-“Supongo que no sería “no”, a recibir mi llamada”, inquirió coqueta y segura

-“No, por supuesto que no, pues cariño”, dijo Ricardo, tratando de adoptar un tono más coloquial

y experimentado.

Ambos rieron y Aragón preguntó el motivo de la llamada. Leonora le recordó que habían quedado

de almorzar alguno de esos días y que suponía que podría ser este, debido a que había preparado

un exquisito plato de fetuccini con una salsa con jamón cocido y especias que le había quedado

increíble. Su amiga Alice, la azafata, andaba en Miami, por lo que estaba sola y con tiempo.

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Aragón sintió que se atragantaba con involuntario movimiento muscular a la altura de su garganta

que lo hizo titubear los segundos suficientes para posibilitar una nueva afirmación de Leonora

-“Además, tengo música que quisiera mostrarle para conocer su opinión, porque sé que Ud. es

experto”.

-“¡Que experto ni que nada!”, dijo Ricardo con voz confusa. “Mi mujer sabe mucho más que yo”,

agregó como poniendo un muro de defensa entre la joven y sus liadas emociones.

-“Bueno, pues invitémosla a ella y hacemos un trío”, dijo desafiante. “Sus opiniones sobre

literatura hispanoamericana también deben ser interesantes”, añadió.

Aragón estaba completamente desconcertado entre la pasión animal que le provocaba la

conversación interpretada desde su especial obsesión sensual, fantaseando con un cuadro erótico

en que los tres hacían brutalmente el amor y la muy posible y trivial observación de la joven de

recibir de la inteligente pareja un apoyo académico y paternal que la ayudara, especialmente en su

condición de joven sola, en la decisión de seguir estudiando.

En medio de su lucha interna, Ricardo intentó cambiar el escenario y le ofreció visitar su casa para

comer alguno de esos días con Mabel. Así la conocería y posiblemente harían buena amistad,

habida consideración de los gustos que ambas mostraban por la buena lectura y música. Al mismo

tiempo, le podría mostrar aspectos interesantes del área de la estética pictórica y escultórica en la

que su mujer estaba verdaderamente dotada. Leonora insistió que era una buena idea, pero que

lo conminaba a que almorzaran juntos ese día para que probara su mano de gourmet.

Dominado por una fuerte pulsión erótica, Aragón terminó por aceptar, aunque le dijo grave que

tenía tiempo sólo entre las 13.30 y las 15 horas. De modo que sería un almuerzo de trabajo que

debían aprovechar. Leonora dio un gritillo corto y juvenil y con alegría le reiteró que lo esperaba a

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las 13.30 horas. Luego le recordó su número del departamento, preguntándole al mismo tiempo,

si se acordaba del edificio. Aragón dijo que si, contenido, mientras en su estomago se desenrollaba

como serpiente, esa fuerte pasión que se expresó, como otras veces, en el involuntario encabritar

de su hombría, por varios años pacífica y manejable, pero ahora nuevamente inquieta como púber

inexperto.

Se acomodó en el asiento y miró la hora. Estaba a unos 15 minutos del lugar, de modo que si

quería llegar a la hora, debía comenzar a prepararse. Pasó al baño y se lavó cuidadosamente la

boca y luego, sacando del botiquín-espejo una pequeña botellita de su loción after shave, se la

untó en cara y manos. Se volvió a mirar al espejo. Estaba levemente asorochado, pero se veía más

delgado, lo que hacía más notoria la papada que comenzaba a formarse y que mostraba más un

león en invierno, que a un jaguar en primavera. Tras un curioso gesto con su cara, partió en busca

de su jeep.

-“¿Dónde va almorzar, jefe?”, preguntó Gloria.

Ricardo le contestó que con unos amigos, en un restaurante del centro. Que estaría de vuelta a las

15.15 horas, para la reunión pactada a las 15.30 con don Juan Gallegos, el empresario que

gustaba colaborar con los Juegos de Verano de la Universidad. Caminó ágilmente por el pasillo y

luego avanzó hacia los estacionamientos. A la salida, delante suyo a unos 100 metros, vio el auto

de Mabel que también partía a su almuerzo. La siguió hasta la curva en que enrumbaba hacia el

centro de la ciudad, mientras él continuó en la recta hacia el supermercado. Sacó su celular del

bolsillo de su chaqueta y buscó el nombre de Leonora en la lista. Cuando lo ubicó, llamó y cortó. Al

minuto estaba recibiendo el llamado de Leonora de vuelta.

-“¿Hay algún problema?”, le dijo

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-“No, ninguno. Solo te llamaba para saber si te gusta alguna marca de vino en especial”, dijo

-“La que Ud. le guste”, respondió la joven

-“Está bien. Pasaré antes por el supermercado”, añadió Ricardo.

Una vez en el establecimiento, Aragón eligió un buen vino tinto de marca y luego de pagarlo en

cajas, caminó hacia el edificio en donde vivía Leonora. Una vez dentro, saludó al portero. “406”,

dijo mentalmente y marcó el cuarto piso. Al llegar, el ascensor repicó con la típica campanilla y

abrió las puertas. Era un edificio nuevo, construido no hacía más de 10 años. Vivían allí jóvenes

solteros y parejas de recién casados. Aragón caminó en dirección al departamento que dedujo a la

derecha por el modo en que estaban dispuestos los números.

Frente a la puerta, dudo por algunos momentos y luego tocó suavemente el timbre. Sonó como

una chicharra, obligándolo a soltarlo casi de inmediato. En tres segundos sonó el pestillo del

seguro de la puerta y se abrió. Allí estaba ella, vestida de mujer grande, maquillada y perfecta para

una cena, no para un almuerzo. Aragón se sintió un poco desarrapado con su tradicional tenida

sport. Luego de elogiarla por su aspecto, se mostró a sí mismo, con la botella aún en la mano, con

desprecio. Ella, gentil y galante le dijo que estaba impecable, al tiempo que le recibió el vino.

-“Si quieres sácate la chaqueta”, le dijo mientras iba a la cocina y en un sorpresivo cambio de trato

desde el respetuoso “Usted”, al más cercano y amigable “Tu”.

Ricardo se percató con cierto entusiasmo del cambio, se sacó la chaqueta y la arrojó sobre el sillón

de dos plazas, cuyo respaldo daba hacia el ventanal a través de la cual se podía observar el enorme

supermercado y sus estacionamientos. Intentó divisar su auto, sin éxito. Luego, Leonora salió de la

cocina con la botella de vino y un descorchador y le pidió a Aragón que la destapara. El aparato era

aquel de dos brazos que se van levantando en la medida que el tirabuzón penetra en el corcho, y

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que, según sabía Aragón, era un invento de Salvador Dalí, lo que aprovechó para admirar a la

estudiante que no conocía de la anécdota.

-“Tengo un cuadro de Dalí en mi pieza”, le dijo Leonora, al tiempo que lo tomaba del brazo para

llevarlo hasta el dormitorio en donde, sobre el respaldo de su cama de una de plaza y media con

un fino cubrecama marfil, colgaba una reproducción del “Cristo de San Juan de la Cruz”, el más

famoso y difundido del pintor hispano. Nervioso por la cercanía del tálamo y de la joven, Ricardo

intentó rebasar su inquietud recordándole que la posición del Cristo no es idea del pintor, sino

basada en un cuadro del Monasterio de la Encarnación de Ávila, realizado por San Juan de la Cruz.

-“Lo pintó en los 40”, dijo sabihondo. Y acercándose a la pared, ocasión en que observó las

delicadas pantuflas de seda roja de la joven sobre la suave bajada de cama, Ricardo le mostró el

paisaje del fondo que corresponde a Port-Lligat, dibujado y estudiado por el pintor antes de

concebir el cuadro. Luego le dijo que Mabel le había comentado que ese Cristo está en una

perspectiva basada en la Ley renacentista de la Divina Proporción.

-“¡Que maravillas que se pierde uno cuando no sabe!”, comentó lealmente la joven, mientras

volvían al living comedor. Aragón terminó de destapar la botella y Leonora trajo dos copas grandes

de cristal, adecuadas para escanciar el vino. Luego de servirlo con precisión y justeza, Aragón lo

movió en su envase, mirando su color y oliendo su aroma. Tomó un leve sorbo y finalmente

remató: “muy buen vino para pastas”. Era un Merlot. La joven hizo lo mismo y tomó un poco,

asintiendo con la cabeza y marcando así la coincidencia de apreciación.

-“Almorcemos”, invitó Leonora, regresando a la cocina, desde donde volvió con los dos platos de

fetuccini servidos abundantemente y los dispuso en la mesa sobre los individuales color terracota

que ya estaban ubicados junto al servicio, panera y alcuza con aceite de oliva, aceto balsámico, sal

y pimienta. Aragón quedó al lado derecho de Leonora y ésta, mirando hacia la ventana del living.

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La joven metió el tenedor en los fetucchini y comenzó a enrollarlos, dando partida al almuerzo.

Aragón hizo lo mismo, apresurándose a probar el trabajo culinario de la estudiante.

-“Está delicioso. Al dente, como me gustan y la salsa está exquisita”, elogió Aragón

-“Gracias”, respondió la joven. “Alice dice que cocino pésimo”, remató.

-“Está equivocada”, dijo con seguridad Aragón, mientras coincidía con Leonora en atacar los

grissini en la panera, en la que ambos chocaron sus manos. Ricardo pidió excusas, pero Leonora le

restó importancia.

-“Tienes las manos frías”, agregó.

-“¿Frías? preguntó Ricardo, tomándoselas como para medir su temperatura. Casi

inconscientemente, tras fregárselas por breves momentos, le tomó una mano a Leonora para

demostrarle que estaban con una agradable calidez. Ella se dejó acariciar las palmas y sus dedos y

reconoció que estaban seductoramente tibias. Ambos sonrieron tensos y Aragón buscó pasar a la

relación académica, recordando, con cierta compasión, el frustrado amor de la joven.

-“¿Has seguido investigando autores chilenos?” le preguntó, ante lo cual Leonora disparó un

discurso casi preparado sobre Neruda, Armando Uribe y Enrique Lihn. Aragón la interrumpió al

recordar intempestivamente el pequeño y magistral verso de “Casi cruzo la barrera” de Lihn, que

recitó lenta y pausadamente, recordando la depresión:

“Casi cruzo la barrera

del espejo para ver

lo que no se puede ver:

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el mundo cómo sería

si la realidad copiara,

y no al revés, el espejo

llena, por fin, de su nada.”

Leonora lo miró con sus ojos brillosos, amenazantes de lágrimas, y le dijo emotiva que lo había

leído hacia unas noches, despertándole nuevamente ese maldito miedo a la nada que acompaña

la tristeza. Aragón, paternal, le tomó la mano, impresionado por la fina sensibilidad de Leonora.

Sin embargo, esta vez no sintió esa sensualidad que lo motivara a estar con ella, sino una especie

de profunda y quieta paz, como de quienes aman sin pedir recompensa y que viven ese amor, sin

depender del otro. Se acercó a su rostro y le dio un suave beso en la mejilla que hizo sonreír con

cierta vergüenza a la joven. “Soy una llorona” dijo y le devolvió el beso.

Ambos tomaron una segunda y tercera copa de vino, terminados ya los fetuccini, mientras la

conversación vagaba entre poemas e historias de amor de los vates analizados:

“No te amo, amo los celos que te tengo

son lo único tuyo que me queda,

los celos y la rabia que te tengo,

hidrófobo de ti me ahogo en vino.

No te amo, amo mis celos, esos celos

son lo único que me queda.

Cuando desaparezca en esos cielos

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de odio te ladraré porque no vienes”.

Leyó Leonora a Armando Uribe, con delicadeza femenina, como abriendo una puerta y haciendo

que Ricardo recordara a Mabel, en su propio almuerzo, conversando quien sabe qué cosas con su

amiga Elena, esa que varias veces le había presentado algunos amigos viudos o separados, quien

sabe con qué oscuros propósitos. Una brusca angustia perineal se apoderó de Ricardo. Pero allí

estaba él, quien celaba, confuso, infiel en lo más hondo de su alma, deseando poseer y ser poseído

por esa juventud, preciosa y henchida, representada en nada menos que la hija de Carolina, su

otrora amor imposible.

Ya no sentía celos, no importaba si Leonora tenía otros hombres, si se revolcaba con jóvenes

efebos que la complacían más allá de lo descriptible. Sólo le placía estar con ella, como un

Pigmalion frente a su idealizada Galatea. Escuchar su voz declamando versos de amor, como

dedicados a él. Siempre a él. Ambos se fueron inundando de las emociones que fluían de aquellos

poemas que iban y venían de múltiples fuentes hasta que estuvieron juntos, Ricardo sobre los

hombros de Leonora, leyendo en voz alta a Teresa Willms, cuando decía:

“...sabes mi trágica devoción a las leyendas

de príncipes encantados...

Sabes que una música melodiosa y un canto suave me hacían sollozar,

y que una palabra de afecto me hacía esclava de otra alma, y sabes, también,

que todo lo que soñé tuvo una realidad desgarradora”.

Ricardo escuchó que Leonora sollozaba. Había sentido su aroma a pocos centímetros por mucho

rato y ahora, en su extenuación poética, sin poder retenerse acercó sus labios a su bella oreja y la

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besó suavemente. Leonora seguía llorando, impactada aún por el lúgubre dolor de la poetisa e

identificada en su similar devoción por el amor imposible.

Se dejó llevar por las caricias y en un momento, ese hombre maduro y sensato y aquella joven

sensible y esclava del afecto, estaba unidos en un curioso beso melancólico, inquietante,

incomprensible, que hacía revivir en Ricardo todas las fuerzas naturales que pretendía ya

aquietadas y que en la joven removía sus corazas, dejando correr a campo traviesa su instintivo

goce de la conquista del padre-maestro. Casi instantáneamente ambos se separaron y mientras

Aragón miraba hacia abajo, Leonora se rio nerviosa.

-“Locuras de la poesía”, dijo la joven, anhelante de escuchar la apreciación de Ricardo.

-“Tuve un romance con tu madre”, respondió Aragón, brusco y sin reparos, aunque sin mirarla a

los ojos. “Eres igual a ella”.

Leonora miró primero con extrañeza al profesor y luego preguntó azorada

-“¿Qué? ¿Estuviste con mi mamá? ¿Cómo, cuándo la conociste?”

-“Aquí mismo, hace miles de años, cuando ambos éramos más jóvenes que tú”, dijo.

Leonora busco servirse un vaso más de vino, pero la botella ya estaba prácticamente vacía. Se

arregló el pelo y fue hacia su dormitorio. Volvió con un antiguo álbum en sus manos.

-“¿Estás seguro de lo que estás diciendo?”, dijo al borde de la desorientación.

-“Sí”, respondió calmadamente Ricardo. Leonora abrió el empaste y le mostró a su madre cuando

joven.

-“Carolina Latorre Koenig”, repitió pausadamente Aragón

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- “Pero ¡mierda!, porqué no me lo dijiste antes. Sabías perfectamente lo que hacías”, gritó

Leonora.

Ricardo calló e intentó una defensa absurda.

-“Creo que nunca dejé de amar a tu madre. De ahí la confusión”.

-“¡Mierda, mierda, mierda!”, exclamó enfurecida Leonora. Y se fue a su dormitorio.

Tras varios minutos en que la joven no volvía, Ricardo decidió iniciar la partida y se puso su

chaqueta. Tras despedirse desde el living comedor, sin recibir respuesta, Aragón salió del

departamento, más herido que nunca. Su corazón estaba desecho. Apenas caminaba. El cuerpo le

pesaba como un hombre de 70 años y casi sin darse cuenta estuvo en la calle rumbo a su auto.

Llegó a duras penas a la reunión con el empresario Gallegos, con quien conversó durante más de

una hora, maquinalmente, sin poner mucha atención al discurso con que el dinámico

emprendedor volvía cada año para ofrecer el apoyo de su empresa a los juegos de verano, en

función de la grandeza de Espirito Santo, donde había estudiado ingeniería y en honor de Valle

Inclán, donde había nacido de una familia de empeñosos comerciantes de clase media.

Tras la tediosa entrevista, Ricardo le pidió a Gloria que no le pasara ningún llamado, ni visita de

alumnos, porque requería terminar los trabajos que no había podido concluir en la mañana.

Luego, se lanzó sobre el sillón de dos cuerpos y, casi ovillado, intentó dormir un rato. Las imágenes

de la tensa situación producida con Leonora, si bien estaban en la dirección correcta en la medida

que había dado una estocada directa a la naciente relación, le dejaban, empero, un sabor amargo

por el modo brutal e inexperto con que operó el sable con que asestó el golpe final al toro de su

pasión.

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El animal estaba más vivo que nunca y bramaba por volver a tenerla en sus brazos, mientras su

ego luchaba por retrotraer la situación hasta antes del absurdo beso y su error de visitarla en su

departamento, con su culpa por la infidelidad de alma con Mabel, de sus insanos deseos de revivir

una pasión ya muerta, de la estupidez de seguir buscando el “amor perfecto”, cuando sabía que

cualquier vínculo comienza apasionadamente, pero termina por establecerse en pocos años, sea

cual fuere el nivel de demencia que involucra a los amantes.

Solía decirle a sus amigos que habían caído en la trampa de recobrar juventud con mujeres

menores que la propia, que se la imaginaran en diez años más, hartados ya de hacer una y mil

veces el amor. Ambos, casi con total seguridad, estarían viviendo una existencia tan plana y

desmotivadora como las que alegaban con sus actuales esposas.

- “Lo que estás buscando es revivir lo que experimentaste al comienzo con tu mujer”, les decía

Aragón. “Es revivificante, apasionante, pleno de adrenalina, pero eso es un año o dos. El resto será

siempre cotidianeidad, amistad, complicidad, proyectos conjuntos, y de vez en cuando, pasión

rediviva, si buscas nuevos escenarios para motivarla. El hombre no está hecho para vivir en un

constante estado de amor apasionado. Las hormonas y compuestos circulando a raudales en la

sangre nos matarían”, concluía Aragón.

Pero allí estaba él, el confidente, el censor, el sabio, tropezando con el mismo peñasco, agravado

porque “su” irrefrenable y despiadada pasión se le había presentado con la hija de un antiguo

amor. O tal vez, por eso mismo.

Su brusco término con Carolina le dejó ese aroma de frustración masoquista, que luego idealizó,

llevando lo que no fue a un punto superlativamente mejor que lo que pudo haber sido, atrapado,

como están siempre los hechos, por las miles de curvas en el camino que nos impiden ver el final

de cada fase. Los golpes de Gloria en la mampara de vidrio de su oficina lo trajeron de regreso.

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-“Profesor, me voy, son las 18.30 horas”, dijo la asistente, sin ingresar a su oficina.

Ricardo le agradeció y se despidió en voz alta, diciéndole que él cerraría la oficina. Cuando sintió

salir a la mujer, se levantó y se preparó a volver a casa.

Capítulo V

I

Los días después del desencuentro con la joven pasaron para Ricardo como semanas, con esa

tradicional laxitud y molicie que Aragón criticaba de vez en cuando de Villa Inclán. Ese ambiente

aún tan provinciano, no obstante ser una ciudad que había integrado ya lo mejor y lo peor de la

modernidad con que el país entero había inaugurado el nuevo siglo, tras años de gobiernos

exitosos en lo económico, aunque criticados en lo social y político.

Los nuevos héroes no eran ya dirigentes partidistas, sino empresarios, industriales y comerciantes

independientes y las nuevas epopeyas no las escribían los tribunos en sus discursos, sino los

tinterillos y reporteros que elogiaban diariamente los quehaceres e inversiones más o menos

rimbombantes en obras públicas o edificios, puertos, carreteras o centrales de energía anunciados

por los nuevos titanes.

La gente era relativamente feliz, porque no se interesaba por lucha por el poder, sino de su propia

supervivencia, la que gracias al crecimiento de la economía y la actividad, estaba más asegurada

que en otras naciones. La cantidad de inmigrantes de países vecinos llegados en las últimas

décadas eran muestra evidente de la afirmación. El país exportaba más de lo que importaba,

generando jugosos superávit fiscales. En Villa Inclán, casi todos tenían celular, incluso los más

pobres. Para que hablar de radios, televisión y juegos de video, refrigeradores, microondas y

lavadoras.

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La mayoría de la clase media contaba con un automóvil nuevo o usado adquirido en cuotas y

casas, que si bien implicaban una deuda a 20 años, dadas las bajas tasas de interés a raíz del

amplio circulante, se pagaban sin problemas, cuando los dueños de casa trabajaban.

La “universidad para todos” era un slogan preterido, porque teniendo ingresos medios, los hijos de

trabajadores podían pagar esos estudios merced a créditos. La educación había estado de moda

hacia fines de los 90 y había traído masivamente el Internet a hogares y colegios.

Y aunque las antiguas divisiones del siglo XX se habían ido esfumando, aún en las universidades

públicas los jóvenes seguían construyendo nuevas sociedades perfectas y aspiraban a ellas

mediante su lucha en las calles.

La cercanía de elecciones de concejales municipales o de parlamentarios y Presidente, que se

realizaban cada cuatro años, abría un boquete de seis a ocho meses en el tranquilo discurrir y

producía múltiples eventos y hechos noticiables que, por lo general, eran temas sin sabor sobre

ofertas de los elegibles o denuncias catastrofistas de los opositores o adversarios de tal o cual

candidato. Arrendondo, el ex de Elena, había sido una víctima de esas pueriles luchas.

“Las campañas permiten cierta moralización de los grupos dirigentes”, gustaba decir Ricardo,

aunque entendía que cualquier modificación sustantiva del modo de vida villainclense pasaba por

enfrentar el duro nudo de poderes que sustentaban la institucionalidad: como en la República

Veneciana, comerciantes, soldados y sacerdotes, conformaban un sólido arnés sobre los cachos

del pueblo, que bien alimentado y sus necesidades básicas satisfechas, trabajaba duramente la

semana para vivir sábados y domingo sus días de fiesta.

Aragón había sido un joven despolitizado y sólo cuando comenzó a hacer clases debió ir

educándose en el área de modo más consistente, debido a las permanentes consultas de sus

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alumnos que, como jóvenes que eran, esperaban definiciones concretas y certeras sobre los

diversos temas que atañen a la vida social.

Su tradición cristiana le había jugado malas pasadas con educandos agnósticos y petimetres que,

empero, habían defendido con cierto éxito posturas a favor del aborto, tópico con el cual Aragón

colisionaba frontalmente, al ser enemigo por principio de aquella práctica. Entendía la posición de

muchas mujeres que, en un trance de vida o muerte, podían verse obligadas a un acto en contra

de la vida que anidaba en sus propias entrañas y era partidario que, en ciertos casos, se

despenalizara la eventual operación. Sin embargo, alguna vez había escuchado decir a uno de los

curas con que estudió que ante la enorme cantidad de abortos clandestinos que había en el país,

“cuántas veces habremos asesinado a profetas, sabios y artistas, antes que pudieran cumplir su

destino”.

Con Mabel habían tenido todos los hijos que resultaron. Aragón era un hombre práctico, aunque

de principios morales estables y sólidos. Por eso su abyecta caída en la pasión por Leonora lo había

vapuleado sin poder compartir, por lógico pudor, esa extraña emoción con la persona más querida

y cercana en su vida, esa inadmisible reacción de su soma en una búsqueda que Aragón juzgaba ya

acabada y que Mabel debería representar en cuerpo y alma, como un Grial de carne y hueso, ya

protegido en sus buenas manos de maestro templario.

Durante las noches que siguieron, las conversaciones con Mabel mantuvieron la tónica de

siempre, referidas a la Universidad, los amigos o amigas, conocidos, familia e hijos, los arreglos de

la casa y en fin, todos aquellos hechos y situaciones que los unía más o menos directamente. En

varias oportunidades, luego que Mabel le consultara por esa sombría mirada que de pronto se le

pegaba a sus habitualmente tranquilos ojos, Ricardo estuvo a punto de confesar la aventurilla,

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dimensionándola como un affaire sin relevancia, en la medida que, nada más grave que el beso,

hubo entre él y la muchacha.

Pero retrocedía acordándose de otra de las tradicionales frases de Antonio Alcalde: “hasta el final

es no. Las mujeres te preguntan siempre. Ellas quieren escuchar un “no” como respuesta, porque

el “sí” implica desastre, separación y cambio. Y las mujeres –y nosotros- son conservadoras. No

debes darle razones para que ellas hagan lo que no quieren. Aún cuando tuvieran la certeza, tu

respuesta debe ser no. Incluso si eres sorprendido en el acto”, remataba riéndose.

Aragón recorriendo a la velocidad de la luz aquellas instrucciones-consejo, se rascaba la cabeza y

le preguntaba ingenuo a Mabel: “¿Qué mirada sombría?” y daba paso a nuevos temas.

En su oficina, de vez en cuando, aunque cada vez menos, recordaba sus conversaciones con

Leonora y cuando salía a pasear por los sectores de la Universidad que le gustaban, le parecía

verla, siempre impactado con un brusco retortijón de tripas irrefrenable, que le aceleraba el ritmo

cardíaco y lo ponía en posición de alerta.

Fueron semanas de melancolía y de restauración. Buscó un mayor acercamiento con Mabel y

salieron a comer más de lo corriente a restaurantes que no habían visitado por años y que tenían

exquisitos platos que habían dejado por el temor de ambos a aumentar de peso.

Una de esas noches, Ricardo vio a Leonora comiendo alegremente con Mendieta, el joven doctor

en literatura que había pensado en recomendarle y que con seguridad ella consiguió en consultas

con otros maestros. Aunque el joven era mal trecho, nada atractivo, era inteligente y simpático.

Sabía su tema, que era el que interesaba a la joven.

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Al verla, Ricardo rápidamente le pidió a Mabel que se marcharan, explicándole que no quería

estorbar la amena conversación que tenían el profesor y alumna. A la salida, Mabel no pudo evitar

mirar de nuevo a la joven.

-“Es muy hermosa para él”, dijo

-“Pero Mendieta es muy atractivo como persona”, afirmó Aragón

-“Es algo maltrecho”, respondió Mabel, con su consabida dureza estética.

-“El caso es que parece que están en una interesante conversación que vamos a interrumpir,

porque Mendieta va a pararse a saludarme y la niñita también…”

-“¿Es alumna tuya?”, interrumpió Mabel

Sorprendido por la fulminante pregunta, Aragón titubeó y reconoció que era la alumna que estaba

interesada en De Rocka.

-“Me habías dicho “un” alumno”, dijo Mabel, algo irritada.

-“Bueno, uso el masculino para estudiante”, respondió hábil Ricardo. “Un estudiante puede ser

una estudiante o un estudiante. Son estudiantes…ellos, en masculino”.

Tras espetarle su machismo, Mabel quedó igualmente insatisfecha. Y volvió a decirle con pachorra:

-“Un estudiante bastante atractivo, ah?”. Ricardo restó importancia a sus dudas, tratando de

desviar la conversación, pero el tema siguió penando durante toda la comida.

-“Que rara tu reacción, tan destemplada. Como si hubieras visto al diablo. Y era Mendieta con la

niñita ¿cómo se llama?, De Rocka?...”

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-“¡Ay Mabel!, que es esta escena de celos con una chiquilla que puede ser mi hija”, respondió

Aragón.

-“Gonzalo Iriarte se casó con una mujer que puede ser su hija. Los hombres no tienen decencia en

materia de pasiones”, sentenció Mabel.

-“Bueno, no me conoces. Curioso, después de 30 años ¿Y tú, como sabes de las pasiones de los

hombres?”, contraatacó molesto Ricardo, dejando el servicio al lado del plato, en un gesto de no

querer seguir comiendo.

-“¿No vas a comer?. ¿Ahora se te quitó el hambre? ¿Complejo, ah?” dijo burlona Mabel.

Aragón calló y comenzó a rastrear al mozo, en actitud de querer pedir la cuenta.

-“¿No vamos a comer postre?”, inquirió Mabel

-“Se me quitó el hambre. Estás muy pesada”, dijo cortante Aragón.

-“Bueno, entonces volvamos a casa”, concluyó terminante Mabel.

Al salir a buscar el jeep de Ricardo, ambos volvieron a pasar por el restaurante que Aragón había

evitado. Mabel volvió a mirar hacia la mesa, pero ya se encontraba vacía.

-“Ya se fueron los “tortolos”, dijo desafiante al aire, sin dirigirse a Ricardo

-“¡Que bueno!”, dijo Aragón irritado

-“Por Dios que te molesta que la niñita haya preferido a Mandieta para hacer su investigación

no?”, dijo Mabel insistente.

Ricardo hizo un mohín de desprecio con la boca y no respondió. Sólo cuando estaban en el auto y

en medio del silencio de la carretera, ya con muy menor circulación de vehículos, Aragón dijo

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-“Los jóvenes con los jóvenes, los viejos con los viejos”

-“¿Qué quieres decir?”, preguntó Mabel

-“Que es obvio que una mujer joven quiera investigar con un profesor guía más joven que yo. Yo

ya estoy caminando directo a los cuarteles de invierno. Es la ley de la vida”, dijo sombrío.

Mabel, culpable, inició un curioso nuevo discurso sobre la vigencia de la inteligencia sobre la edad

y de la experiencia sobre los bríos juveniles, muchas veces audaces y sin sentido. Aragón calló

hasta llegar a casa, si hacer comentarios de las afirmaciones de Mabel.

Más relajada, y en su territorio, pareció comprender la situación como una simple lucha de

caracteres académicos y celos profesionales, porque amablemente le ofreció a Ricardo la taza de

agua de yerbas que habitualmente tomaba. Pero Aragón estaba silencioso y molesto. Le agradeció

pero dijo que se acostaría de inmediato, porque había sido un día muy pesado. Subió raudo al

dormitorio y se encerró en el baño.

Mirándose al espejo, se encontró con la imagen de un hombre sombrío, triste, que comenzaba a

declinar más rápido que lo que habría deseado. No pudo recordar su rostro de los 25 ni de los 30

años. Y parecían tan cercanos. Sus ojos se comenzaron a desbordar con lágrimas impotentes. Evitó

el sollozo que irrumpió desde su estómago y garganta, para no dar más luces a Mabel sobre la

incómoda situación. Sin embargo, cuando salió del baño, Mabel le preguntó por sus escleróticas

irritadas. Aragón dijo “cansancio”. Y se acostó. La mujer extrañada, se hizo el propósito de

investigar qué había pasado.

II

Unos días más tarde, Mabel logró juntarse con una vieja amiga y profesora de Literatura, Rosa

Ezquerré, a la que no veía desde hacía años, en la sala de profesores de la Facultad. Era

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dependiente de Ricardo y hacía su tarea de esa forma silenciosa y casi imperceptible de los buenos

maestros. Severa, aguileña, enjuta y casi intangible, sus ropas eran habitualmente grises u oscuras,

las camisas albas y su pelo tomado casi como una monja. Era una buena maestra y mujer que

estimaba lealmente a Mabel. Mayor que ella unos 10 años, estaba en proceso de jubilación, pero

se resistía a dejar la docencia, que era su vocación.

Con voz grave dijo, respondiendo a la directa consulta de Mabel:

-“Ricardo trabaja todo el día. Tiene cientos de reuniones desagradables con colegas, gente de

afuera, autoridades de Educación, el Rector y Directorio. Apenas puede hacer clases y encima lo

cargan con la mayoría de los seminarios de extensión para chiquillos que no saben lo que quieren.

Aunque nunca hay que descartar líos entre alumnos y profesores”, afirmó experta, mientras sorbía

con parsimonia la taza de café soluble y caliente que había sacado de la máquina expendedora a

un costado de la sala de profesores.

-“Estoy preocupada. No sé de qué se trata. Pero lo he sentido deprimido nuevamente. Parece que

tuvo algunos problemas con colegas, alumnos o la Rectoría. Ha estado muy silencioso y esquivo.

Mucho más de lo que es habitualmente. Tengo temor que vuelva a caer en esas depresiones

horribles que lo aplastaban cuando joven”, advirtió Mabel.

-“No he sabido nada”, respondió segura Rosa. “Pero creo que deberías conversar con Berroales o

con Gloria, su secretaria. Ellos están cercanos a sus quehaceres. Tú sabes lo que Ricardo ha hecho

por mí. Si no fuera por sus intervenciones ante el Rector, yo estaría ya jubilada. Pero en general,

no me gusta molestarlo…”

-“Por eso quise conversar contigo, porque sé que lo estimas y que si supieras de algo grave que le

hubiera pasado en su desempeño profesional o personal me lo contarías…”, dijo Mabel.

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-“Obvio”, respondió Rosa, dando vueltas el palillo de plástico que hacía las veces de una cuchara

para su café. “Pondré más atención a lo que pudiera estar pasando. Puede ser que como estamos

ya casi a fines de año y en proceso de revisión de metas y calificaciones, Ricardo tenga problemas.

Si sé algo te avisaré”, concluyó

Mabel se levantó del sillón en que conversaba con Rosa y se despidió afectuosamente con un beso

en la mejilla, que la mujer respondió con igual cariño. Rosa volvió a sorber otro poco de la bebida

mientras miraba su antiguo reloj de muñeca para cerciorarse del tiempo que le quedaba para sus

clases. Emitió un murmullo incomprensible y se levantó hacia el escritorio en donde habían diarios

del día y anteriores. Hojeó el primero a la mano, sin poner atención a nada especial de sus

contenidos, como buscando modo de pasar el tiempo. Mabel, que saludaba a un profesor que

recién llegaba a la sala, antes de cerrar la puerta, volvió a despedirse de la profesora, que se volvió

hacia ella y le respondió con un gesto de su mano.

Una vez en el pasillo, la mujer enrumbó hacia la oficina de Ricardo con la intención de contactarse

con Gloria. Cuando llegó a ella, golpeó suavemente y abrió. Sin ingresar y sin emitir ruidos, casi

sólo con gestos, le preguntó a Gloria si estaba Aragón. Gloria respondió en voz alta que no, que

había salido a clases y que volvería en unos 50 minutos. Mabel ingresó a la secretaría y saludo a la

asistente con familiaridad. Tras las preguntas de rigor respecto de la salud, familia y padres,

Mabel, con gesto cómplice y divertido rictus de extrañeza fingida en su cara, le consultó:

-“¿Sabes si Ricardo está con algunos problemas?”

Gloria, confusa, delineó sus ojos como inquiriendo más detalles, al tiempo que le decía que no

sabía nada de problemas y que en general las actividades estaban más normales, incluso, que

otros años.

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-“¿No ha tenido diferencias con algún alumno, profesor o con la Rectoría?”

-“No, nada. No me ha dicho nada después de las reuniones y sólo me ha traspasado los trabajos

que hay que tipear, informes y evaluaciones”, respondió Gloria.

-“¿Y problemas con alumnos?”, volvió a consultar Mabel

La secretaria dudó y observando hacia arriba, como quien intenta recordar algún detalle, movió

negativamente su cabeza, para decir luego:

-“Lo único distinto ha sido la niña Santoamor, una chiquilla que termina este año Literatura. Ha

estado viniendo para que le ayude en un postgrado que quiere hacer sobre Literatura

Latinoamericana o creo que chilena”.

- “De Rocka”, dijo Mabel

-“Si, han estado revisando la obra de De Rocka, pero también de otros autores y poetas chilenos”,

contestó.

Mabel no quiso inquirir más detalles. Tras un breve silencio en el que miró hacia el campus a

través de las ventanas de la oficina de secretaría, se despidió, no sin antes consultarle a la

asistente por las veces que habían estado trabajando juntos.

-“Vino y llamó varias veces, pero de pronto desapareció. Parece que ahora está trabajando con

Mendieta”, dijo Gloria.

-“¿No será eso lo que lo tiene molesto?”, preguntó Mabel, casi saliendo de la oficina.

-“Puede ser”, respondió la asistente. “El doctor es celoso de su trabajo y sus alumnos. Parece que

la niña Santoamor simplemente dejó de venir, sin informarle sobre su elección de Mendieta”.

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Mabel sonrió casi amargamente y volvió a despedirse de la secretaria. Caminó apresuradamente

hacia su Facultad, llegando casi al tiempo en que sus alumnos comenzaban a ingresar a la sala.

Corrió hacia la oficina de secretaria y firmó el libro de profesores, tomó sus habituales libros,

plumón y borrador y salió rauda a clase. Como siempre, al ingresar, varios de sus alumnos,

muchachos de entre 20 y 24 años, exhalaron los suspiros y juegos de admiración de siempre.

Mabel hizo caso omiso y avanzó hasta la cabecera de la sala, dejando sus libros para iniciar su

clase sobre Iconografía Ortodoxa.

-“Los iconos no pueden compararse con otras obras de arte –sentenció Mabel- Los iconos no son

cuadros. Los cuadros, con su apariencia y color, nos hablan de los hombres y de lo que es. A contar

del Renacimiento, la vida y la naturaleza se manifestó en el arte en imágenes tridimensionales,

que nos contaban el mundo humano, animal, la naturaleza. Incluso cuando el tema era mitológico

se llevaba al lenguaje de las imágenes cognoscibles”, dijo.

“Pero la pintura expresionista y abstracta –agregó- buscan expresar el mundo interior del autor.

Dios y la belleza, ya no están fuera, sino dentro. Son emociones que transforman las proporciones

de los hechos y las cosas; las deforman hasta que no se reconocen o prescinden del todo de sus

imágenes. Estas experiencias llevan a los espectadores a otro mundo, a otro espacio y época, a

valores distintos. Tal es la misión que la cultura humana entregó a los iconos. Ellos no representan,

constituyen otro mundo. Y lo hacen de un modo especial, construido en el transcurso de siglos”.

Mabel había estado desarrollando casi automáticamente su clase, pero curiosamente, esta vez sus

palabras comenzaban a tomar un curso diverso y nuevo. Ya no se trataba del ícono ortodoxo,

tantas veces visitado, sino de esa divina capacidad de creación interna, del conocimiento como

conformador del mundo personal y sus consecuentes apreciaciones. Era esa más profunda

subjetividad, objetivada en el acto de transferir a una entidad ajena a la persona que la vive y va

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creando en su interior, un valor sublime que fetichiza la presencia divina y el amor en ese especial

objeto recreado en un corazón que se había vaciado y que se llena nuevamente de la luz.

Tal vez Aragón se había enfrentado a aquella iconización de modo irremediable, tal vez los años de

pacífica quietud y compañerismo que había gozado en la crianza de los hijos y posterior soledad

había vaciado el alma de Ricardo. Y en un intento de volver a llenarla con aquellos mundos

perdidos, había buscado algún objeto ajeno que recrear y adorar como nuevo icono que diera

sentido a su monótona vida.

Mabel se sobresaltó cuando continuando con su clase en dos planos, se descubrió describiendo el

rol que cumple el color en los iconos: ese lenguaje simbólico que debe expresar, ese lenguaje

abstruso del símbolo que siendo signo y significado, es y no es al mismo tiempo. “No el color de las

cosas”, afirmó intentando explicar el punto que se confundía con su inquietud emocional

apuntada al eventual trance en que se hallaba su marido. “Es su luminosidad y la que podríamos

ver en los rostros humanos, iluminados por la luz cuya fuente está fuera del mundo físico”. Dentro

de su cabeza surgió clara y determinante una voz proveniente de su más profundo ser: “Eso es

Amor”.

Mabel se detuvo bruscamente, antes de cerrar la idea con la última frase que se disparó en su

interior como un alerta que la hizo reaccionar físicamente, sintiendo como su voz se quebraba y de

sus ojos brotaban saladas lágrimas de convicción respecto de la violación del amor sagrado: “Los

espacios dorados de los iconos encarnan esta luz divina”, dijo casi imperceptible, evitando

transmitir a sus alumnos su conflicto. “Y el fondo dorado simboliza ese espacio que no es de este

mundo. Los iconos no tienen sombras, porque en el reino de Dios todo está lleno de luz”.

En la sala se produjo un silencio sepulcral. Los estudiantes, habitualmente participativos,

revoltosos y divertidos, callaron sin comprender qué había pasado con la siempre radiante y alegre

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profesora. Mabel se secó con disimulo las lágrimas que habían humedecido tibiamente sus mejillas

y carraspeando de modo suave para aclarar su voz, les pidió abrir el texto de estudio en una

página determinada. Luego solicitó a una de las alumnas de primera fila que leyera parte del

escrito. La clase continuó hasta el timbre final sin mayores interrupciones. La salida, empero, fue

una batahola de comentarios sobre la extraña conducta a la que habían asistido.

Mabel tenía un especial liderazgo entre las jóvenes, dos de las cuales se le acercaron para

preguntarle qué le pasaba. La profesora sólo atinó a mentirles. Estaba emocionada por una

reciente carta que había recibido de su hija, pero que no implicaba nada grave, sino sólo

melancolía propia de años sin ver a sus niños. Las educandas comprendieron el punto y sin más

comentarios salieron a diseminar la información.

III

Aquella tarde, Ricardo había llegado antes que Mabel a la casa y se había instalado en el living a

escuchar la Sinfonía Nº 1 de Brahms en su viejo tocadiscos Marantz. Los pesados y apremiantes

golpes de timbales, bajos, cellos y violines del comienzo de obra, habían remecido los tímpanos de

Aragón, uniéndose inextricables a los latidos de su corazón, repentinamente apresurado a raíz del

sonido de su celular. Mientras el celular insistía en sus llamados, Aragón, con su índice en gancho

amplió el cuello de tortuga de su suéter de lana gris, como buscando despejar su faringe para un

mayor ingreso de aire a los pulmones. Tomó el teléfono portátil para constatar en la pequeña

pantalla verde la identidad del emisor. Con esfuerzos por ganarle a su incipiente presbicia,

delimitando las letras en el visor mediante un divertido entrecierre de párpados para hacer foco,

buscó sus lentes y luego de colocárselos sobre su varonil nariz, caminó con rapidez hacia el

tocadiscos para reducir su volumen. Afinada la mirada, el corazón le dio un vuelco: era Leonora.

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Tímidamente Ricardo digitó el control y se acercó el aparato a su oído, sin pronunciar palabra.

Desde el otro lado del teléfono escuchó la voz de la joven con su inconfundible “aló”, pronunciado

de modo que la “o” tornaba delicadamente en casi una “u-e”.

-¿Aló?, respondió Aragón

-“Profesor..ehh Ricardo”, dijo Leonora

-“Sí. Hola cómo estás?”, dijo Aragón en un tono fingidamente tranquilo.

-“Bien. Y tú?”, preguntó la mujer

-“Escuchando a Brahms”, dijo sin tener otra respuesta a mano, estupefacto como estaba

-“Es hermoso, especialmente su Primera Sinfonía”, añadió Leonora

-“Precisamente era lo que escuchaba”, contestó Rodrigo, evitando un suspiro ineluctable que

emergía desde el centro de su corazón.

-“¿Porqué arrancaste el otro día del restaurante en que estábamos con Mendieta?...”

Ricardo se sobresaltó, pues hasta ese momento suponía que la joven no se había percatado de su

presencia, ni de la escena que tantos problemas le había traído con su mujer.

-“¿Me arranqué de un restaurante?”, dijo como ignorante de lo ocurrido

-“Sí, te arrancaste. Venías con tu mujer. Mabel. Es hermosa”, comentó la joven.

-“Sí, es hermosa”, dijo Aragón como en sonsonete

- “¿Porqué te fuiste? ¿Te molestó verme?”, preguntó Leonora

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-“¿Cómo se te ocurre?”, respondió apresurado Ricardo. “¿Porqué me va a molestar verte? Más

bien tú pareces molesta conmigo, al punto que preferiste seguir trabajando tu propuesta con

Mendieta”, agregó.

Leonora interrumpió.

-“No, no. Mi molestia es producto de tu poca transparencia”, dijo la joven con cierto tono crítico.

-“¿Poca transparencia?”, preguntó Ricardo. “Perdón, fue un exabrupto y me arrepiento

profundamente de mi conducta”.

Leonora se quedó en silencio por unos segundos.

-“¿Sigues ahí?”, indagó Aragón

-“Sí. Sigo aquí”, dijo la joven. “¿Te arrepientes de haberme besado?”, añadió con voz metálica

Rodrigo no tuvo respuesta inmediata, aunque luego de unos segundos, apostó nuevamente

-“De haberte besado, no. De habernos besado, si…”

-“¿Y cuál es la diferencia?”, inquirió Leonora

-“Básica. A mí me fascinó. Pero a ti te conflictuó…”, aseveró el profesor

-“A mí no me conflictuó tu beso, me conflictuó tu confesión”, interrumpió Leonora.

-“¿Y qué quieres? ¿Qué nunca te lo dijera?”, dijo Aragón, subiendo levemente su tono de voz.

-“No. Pero debes reconocer que la oportunidad fue pésima”, dijo la joven con una afectada flema

de mujer experimentada

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Ricardo rio con ganas, dejando escapar la tensión que había acumulado durante la conversación.

“No había ocasión buena para tamaño despropósito”, agregó aún riéndose.

-“Tal vez no, dijo la joven. Pero me irritó mucho”, señaló con cierto aire de convencimiento.

-“Por eso vas a seguir trabajando tu tema de hipótesis con Mendieta”, atacó Ricardo, buscando

desviar la conversación del ámbito personal.

-“No, por eso te llamaba. ¿No te molestaría que retomáramos los trabajos en que estábamos

avanzando?...”

Ricardo demoró la respuesta, enfrentado nuevamente a una situación que, tras semanas de

lejanía del objeto amado, se había mostrado en todo su enorme peso y consecuencias. Estaba ahí,

a centímetros de esa voz que le resultaba cada vez más acariciadora, volviendo a sentir la

ebullición de emociones que creía superadas, pero que habían emergido con una fuerza telúrica

inimaginable con la sola presencia de la mujer-niña; fetichizándola como a una diosa proterva,

pero de inapelable hechizo, junto a la cual pretendía poder crear mundos y universos nuevos.

Nuevamente era el Odiseo eterno, enfrentado por pura voluntad de ser y conocer a los seductores

cánticos de las sirenas del estrecho de Escila y Caribdis. El, que ya creía estar volviendo a Ítaca, a su

Mabel-Penélope amada, de nuevo estaba allí, en ese constreñido y agonizante paso, sin tapones

en los oídos, ni mástil al que atarse.

-“¿Porqué dudas?”, volvió a escuchar a Molpe, Radne y Teles, en la sola voz de Leonora

Tras un nuevo silencio, Ricardo se confesó

-“Porque me atraes demasiado como mujer…”

Agláope, Telxínoe, Pisínoe, Parténope y Ligeia rieron al unísono, suficientes, seguras, poderosas.

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-“Eres muy simpático…”, dijo la joven

-“No, no soy simpático. Suelo ser muy pesado, especialmente cuando creo que los estudiantes son

competentes y debo exigirlos”, respondió con tono profesoral.

-“Es precisamente lo que busco”, concluyó con seriedad la mujer. “Creo que eres lo

suficientemente profesional como para no confundir los planos”, añadió con frialdad.

-“¿Los confundió Mendieta?”, preguntó curioso Aragón

-“No, no”, respondió con rapidez la joven. “Solo que es evidente su falta de experiencia…”

La inteligente forma de plantear la propuesta terminó por convencer a Ricardo, quien ya había

medido la capacidad de Leonora para la investigación literaria, así como su sensibilidad estética e

idoneidad para detectar lo bello y nuevo.

-“Está bien”, dijo Ricardo, arrojándose a las agua profundas del estrecho para nadar hechizado

hacia el ícono-sirena, pura luz y belleza, impulso creador, juventud, vida y plenitud.

-“Nos vemos entonces el lunes en mi oficina, a las 12.30 horas”, dijo Ricardo.

-“Muy bien”, respondió Leonora, agradeciendo la decisión. “Ahí estaré sin falta”.

Tras cortar la comunicación, Aragón sintió un calorcillo que irrumpía desde sus gónadas hasta el

estomago, transformando el entorno hasta ese momento gris y opaco, en un nido de veraniega

luminosidad que lo invadía hasta tomarlo desde el corazón a la garganta. Sentía, como niño, ganas

de saltar. Una violenta energía se apoderó de su cuerpo, remeciéndolo desde las plantas de los

pies hasta la coronilla, desde donde presumía salía un rayo de luz blanca que lo comunicaba, como

un cordón umbilical mágico, con la totalidad.

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Volvió hacia su viejo Marrantz para dar nuevamente volumen a la Sinfonía Nº 1 de Brahms, al

tiempo que comenzaba a bailar al ritmo de sus acordes, alrededor de la mesa y sillones de su

clásico living afrancesado. En esos momentos escuchó el motor del Volskwagen de Mabel que

llegaba a casa.

IV

Mabel no pudo evitar detectar el profundo cambio de aspecto que mostraba Ricardo, aún cuando

éste ya había bajado el volumen del tocadiscos y se había sentado apresuradamente a seguir

leyendo “El Divorcio de Buda”, la novela del húngaro Sandor Marai, como si nada hubiera

ocurrido.

La mujer se acercó seria, aunque cortésmente a su marido y lo besó ligeramente en la cabeza.

Aragón la saludó como siempre, aunque no pudo evitar darle un leve golpecillo en sus nalgas

cuando ésta se alejaba hacia la cocina a dejar un par de bolsas con las que había llegado. Ricardo

sabía que el gesto irritaba a Mabel, pero esta vez la mujer no reaccionó.

Desde la cocina le preguntó si había comido algo y luego, sin querer parecer fisgona, inquirió

despreocupadamente por la razón de su estada tan temprana en casa.

-“Nada, no tenía nada pendiente, así que aproveché de venirme temprano para terminar de leer a

Marai”, dijo indiferente, aunque en el sonido de su voz había un nuevo componente que no pasó

inadvertido para la mujer

-“Te noto mejor que hasta hace unos días”, dijo Mabel mientras volvía de la cocina con los

adminículos para poner la mesa. Ricardo apercibido de la acción se levantó para ayudarle en la

tarea.

-“¿Me has notado mal?”, dijo Aragón, en tono displicente

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-“Sí, un poco depre”, respondió Mabel, mientras ambos seguían trayendo los materiales para

servirse la comida.

-“Ideas tuyas”, aseveró Ricardo.

-“No me parece, el otro día estabas llorando en el baño”, replicó.

Aragón se sobresaltó, pero ya había descubierto hacía mucho tiempo que la intuición femenina

supera por lejos a las de los hombres y que muchas veces ellas prefieren el silencio o pasar por no

advertidas respecto de sus constataciones para evitar conflictos, pero muy difícilmente los estados

emocionales resultan invisibles para ellas. “Claro -reflexionó- la Naturaleza las preparó durante

millones de años para ser expertas en deducir los estados internos de sus hijos a través de sus

gestos, risas, llantos, miradas y posturas. No se les puede mentir sobre lo que a uno le pasa. A lo

mejor, sobre lo que uno ha hecho, pero nunca sobre lo que nos sucede”.

Así y todo, decidió seguir en la charada. Por lo demás hoy estaba exultante de vitalidad y alegría de

vivir y eso no era malo. Al revés, su júbilo traía alegría a la casa y hasta podría salir a bailar con ella,

después de tanto tiempo. Mabel, por su parte, observaba el cambio de Ricardo con curiosidad y

cuando ya estaban sentados a la mesa, no pudo evitar ingresar en el tema que había masticado

por días.

-“¿Te peleaste con Mendieta?”, preguntó Mabel con tono casi desafectado, mientras pinchaba un

corte de queso gruyere que acompañaba a las ensaladas de rúgula y espinacas que consumían,

junto a la presa de róbalo a la plancha que sólo tuvieron que calentar.

Ricardo percibió la cercanía del peligro. Lector adolescente de novelas de espionaje y admirador

de Maugham, sabía muy bien que la pregunta estaba enlazada con otras que obviamente

esperaban agazapadas para saltar sobre la presa, en el momento menos esperado.

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-“¿Y por qué me habría de pelear con Mendieta? Es un muy buen profesor, cumplidor, buen

hombre, estudioso y preocupado de sus tareas…”

-“Porque pudiera querer levantarte algunos alumnos tuyos”, advirtió la mujer.

Aragón cayó en cuenta que Mabel sabía mucho más de lo que preguntaba, pero intentó sondear el

grado de información preguntándole: “¿Algunos alumnos míos? ¿Qué alumnos?, agregó. Haciendo

un gesto con la boca de “sin importancia”, Mabel volvió a clavar el tenedor en las verdes hojas de

la ensalada, se llevó un buen volumen a la boca y mascando con fiereza esperó a tragar el bocado

para asestar el golpe final

-“La niñita Santoamor, la interesada en Pablo de Rocka”, espetó.

Alertado como estaba, Ricardo sonrió victorioso y con parsimonia y esa voz calma que ponía

cuando quería sacar de quicio a su mujer respondió:

-“¿Y quién te dijo que Mendieta me levantó a la niñita Santoamor?”

Mabel, sorprendida, lo miró inquisitivamente, ante lo cual Aragón continuó triunfante:

-“Debo decirte que cuando el Doctor Aragón inicia trabajos con algún alumno, y nótese que hablo

de alumno, en masculino, sea éste mujer u hombre, ese alumno se iluminará finalmente con

Aragón y no con ningún otro maestro, porque yo, el doctor Aragón, soy invencible, simpático,

atractivo, excelente profesor, inteligente, capaz, creativo y fuerte”, dijo casi al borde del ataque de

risa. “¿Crees tú que el joven Mendieta, que le faltan 20 años para equiparar mi experiencia, me

puede levantar un estudiante?”, concluyó

-“Te sentías muy afectado ese día en el restaurante. Hasta te arrancaste de allí”, reiteró Mabel

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Ricardo se rió socarronamente, casi imitando a Antonio Alcalde, sabiendo que Mabel detestaba

esos arranques de conducta. “No, hija mía. Nadie me ha quitado ningún alumno”, insistió. “Más

bien no quise molestarlos, porque imaginé que podía tratarse de una relación distinta a la de

profesor-alumno y me habría cargado entrometerme en sus vidas”, añadió.

Mabel miró fijamente por un rato a su marido, como preparando el último ataque, mientras este

seguía sonriendo. De pronto reanudó su embestida

-“Entonces, ¿tienes de alumna a la niñita Santoamor?”

-“No, de alumna, no. Está pidiendo ayuda académica para preparar su pre hipótesis para el post

grado que quiere hacer en Literatura Hispanoamericana o chilena”.

-“Ah, que bien. ¿Y cuántas veces has estado con ella trabajando en la hipótesis?”, insistió Mabel,

irónica.

-“No me acuerdo. Son muchos los chiquillos que van a mi oficina a consultar diversos temas y

todos van una o varias veces. No llevo la cuenta”, dijo Aragón, mientras devoraba el último pedazo

de queso emmenthal de la tablita.

-“¿Pero a qué se debe esta escena de celos?”, remató divertido Aragón. “Ya estoy viejito para que

una muchacha veinteañera se fije en mi, pues Mabelcita”, agregó, mofándose.

Aparentemente más tranquila, Mabel dejó la discusión y se levantó para iniciar el despeje de la

mesa. Mientras iba hacia la cocina se volteó y simpática y coqueta le dijo: “No estás tan mal

todavía”, y soltó una de sus divertidas carcajadas con las que celebraba sus habitualmente

desabridos chistes.

Capítulo VI

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I

Aragón tuvo un buen fin de semana. Estuvo optimista y por alguna razón no sintió ansias ni

necesidad de ver a la joven. Se sentía tranquilo, seguro, como si la idea de ser su guía por tiempo

indefinido, le hubiera dado el poder equivalente a ser su hombre, tener su admiración, estar con

ella en territorio propio, con una potestad geográfica que hasta ese momento no había sentido

sobre la mujer. Leonora, por lo general, lo arrastraba hacia terreno pantanoso, extranjero,

amenazante. Y su cuerpo, anhelante, reaccionaba con un suave temblorcillo por debajo de la piel

cada vez que sentía la proximidad de la joven hembra.

Con Mabel a su lado, sentía aún mayor certeza. La miraba con afecto, con ese cariño con que

algunas veces, a hurtadillas, se espía a una hermana menor que se entretiene en su pieza con su

juguete preferido, sin saberse observada. Amaba su espontaneidad, sus delicadas formas, el leal

apego que le profesaba y los años de construcción-creación de ese amor quieto y estable que los

unía irreversible. Ni siquiera sentía culpa por su deslealtad, más bien volvía a amarla como

siempre: con esa mansedumbre de quien posee sin codicia; apacible y considerado como viento

de verano.

Durante sábado y domingo, Aragón no sólo leyó y escuchó música, sino que trabajó con ella en el

jardín de la casa, cortando algunas rosas y deleitándose con sus olores; sacando malezas y otras

matas ya añejas o muertas y removiendo la tierra alrededor de los manzanos, hortensias y

laburnos. La noche del sábado degustaron el quiché de ave que preparaba Mabel cuando quería

agradar a Ricardo y acompañaron la grata cena con un Merlot, cuya botella consumieron

totalmente durante la conversación de sobremesa.

Page 122: Pasión de Invierno (v)

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La imagen de Leonora, que tantas veces atacaba de improviso, no irrumpió sino con lejana y

prudente presencia, como si el hechizo se hubiera aplacado tan mágicamente como llegó. Fue un

buen fin de semana, como aquellos que tenían ambos cuando los niños estaban en la casa.

Sin embargo, desde las 6.30 de esa mañana del lunes, desde el despertar hasta el inicio de su

jornada en la Universidad, las horas comenzaron a dilatarse. A las nueve, cuando habitualmente

Gloria le ofrecía un café, llamó la atención de Aragón lo largo que se había hecho el tramo entre su

despertar y ese momento. Suponía que serían ya cerca de las 11 de la mañana. “El tiempo somos

nosotros”, se dijo. “Son apenas las nueve”, reflexionó, percatándose casi de inmediato sobre la

razón de su distorsionada percepción. Sonrió e intentó sumirse nuevamente en el trabajo para

dejar fluir las horas que faltaban para el mediodía.

Luego de trabajar profundamente concentrado, comenzaba a sentir un poco de hambre cuando

Gloria lo llamó por el intercomunicador: “La estudiante Santoamor está aquí profesor, dice que

tiene una cita”.

-“Sí”, dijo Aragón presuroso. “Déjala pasar”.

Se levantó del asiento como para abrir la puerta de su oficina, pero Gloria, golpeando

previamente, se le adelantó. La muchacha entró de costado por entre el marco de la puerta y la

secretaria que interrumpía parte del ingreso, como apresurándose a salvar el obstáculo, pasando

a llevar el brazo de la asistente, quien hizo una mueca de desagrado. Con un gesto de la mano,

Aragón la invitó a pasar, parado ya en el medio de su oficina y a un lado de la mesa de centro que

atiborrada de libros y revistas, se ubicaba frente al sillón de dos plazas de visitas. Leonora le sonrió

cálida y lo saludó

-“Ricardo, muchas gracias”, dijo amablemente

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La nueva cercanía del saludo llamó la atención de Gloria quien, prudente, cerró la puerta tras de sí,

dejándolos solos. Sin embargo, antes que ambos pudieran iniciar la conversación, la puerta de la

oficina se volvió a abrir y la asistente preguntó al profesor si deseaba algo. Aragón, bloqueado su

campo de visión por Leonora, sacó levemente la cabeza hacia un lado y la movió negativamente, al

tiempo que le agradecía. Una vez cerrada la puerta, Leonora se acercó a Aragón y lo besó

filialmente en la mejilla. El profesor le ofreció asiento en el sillón y se ubicó tras su escritorio.

Luego de volver a mirarla por unos segundos y percatarse extrañado de su aspecto levemente

descuidado, Aragón atacó

-“Bien. Vamos a partir por revisar lo que ya hemos visto”, dijo. Sacó una delgada carpeta roja

desde la pila que habitualmente tenía a mano izquierda del escritorio colmado de libros y papeles

y la abrió cuidadosamente. Dentro había un par de carillas escritas a mano y otras por ordenador.

Sin mirar a su interlocutora, el profesor comenzó a murmurar algunos aspectos del texto y luego,

buscando sus lentes, se los puso y le preguntó:

-“¿Has avanzado en la búsqueda del área temática? Tengo aquí notas de nuestras reuniones

anteriores y me parece que tus intereses se expanden demasiado para perfilar con éxito alguna

línea de investigación específica”, señaló.

Leonora escuchaba atenta y comenzó a tomar nota en su cuaderno en el momento en que Aragón

inició la lista de autores nacionales que habían tocado en sus conversaciones y que el maestro

había clasificado por épocas.

-“Blest Gana, Barros Grez, Acevedo Hernández, Isidora Aguirre…autores del siglo XIX…Podrías

buscar algún tema relacionado en un período”, dijo Aragón

-“Me gustaría concentrarme en una temática”, respondió Leonora

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Levantando la vista y mirándola por sobre los marcos de los lentes, Aragón hizo un gesto de

consulta con su cara.

-“Sí, una temática –reiteró la joven- Por ejemplo, el amor en la novela chilena del siglo XX, o XIX…”

Ricardo no pudo contener un suspiro profundo y sacándose los anteojos se echó hacia atrás en su

sillón.

-“¡Ahh!, el amor”, dijo entre sentencioso y sarcástico. “Gran tema para los jóvenes…”

Leonora bajó la vista y sonrió.

Aragón cerró los ojos y recordó al Neruda que por obvia coincidencia y circunstancia le llegó

espontáneo a su memoria:

“Mujer, yo hubiera sido tu hijo, por beberte

la leche de los senos como de un manantial,

por mirarte y sentirte a mi lado y tenerte

en la risa de oro y la voz de cristal.

Cómo sabría amarte, mujer, cómo sabría

amarte, amarte como nadie supo jamás!

Morir y todavía

amarte más.

Y todavía

amarte más

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y más”.

-“Amor”, de Neruda”, dijo Leonora en voz alta, como en un examen. “Pero te faltó una estrofa…”

Sorprendido, Aragón rió y adjudicó el olvido a la edad.

-“¿Porqué ese afán de envejecerte?”, preguntó la mujer

-“Porque un hombre de 55 años es un viejo”, dijo taxativo. “Viejo, al menos para desafíos como la

memoria, el rugby o el amor”, añadió casi bromeando.

- “Los cincuentones del siglo XXI son los cuarentones del siglo XX”, reiteró Leonora en el mismo

modo, tono y orden en que había formulado la frase hacía meses, cuando comenzaban a

conocerse.

Aragón no quiso continuar en ese juego y volvió al tema académico, indicándole que su propuesta

le parecía interesante, pero que era aún muy amplia, porque si la desarrollaba, por razones

metodológicas, debería investigar literatura y lenguajes de referencia de autores de otros países

para detectar algún patrón o hipótesis que justificara la investigación Debía encontrar alguna

característica sobre el concepto de amor con que habían trabajado sus obras los autores chilenos

que eligiera.

Leonora asintió comprensiva, intuyendo el enorme esfuerzo de investigación y lectura que aquello

implicaba. Rápida como era, esbozó una nueva posibilidad:

-“El amor en un autor chileno…”, dijo.

-“¿Cuál?”, retrucó Aragón

-“De Rocka”, dijo Leonora, casi sin meditarlo

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-“¿Y cuál sería tu hipótesis?”, inquirió el profesor.

-“El amor sublimado”, dijo Leonora

-“El amor perdido”, retrucó sombrío Aragón y recordó a De Rocka, recitándolo, suave pero con

una profunda y grave voz que nacía desde la boca del estómago:

“Fallan las glándulas

y el varón genital intimidado por el yo rabioso, se recoge a la medida del abatimiento

... o atardeciendo

araña la perdida felicidad en los escombros;

el amor nos agarró y nos estrujó como a limones desesperados;

yo ando lamiendo su ternura,

pero ella se diluye en la eternidad, se confunde en la eternidad, se destruye en

... la eternidad y aunque existo porque batallo y "mi poesía es mi

... militancia",

todo lo eterno me rodea amenazándome y gritando desde la otra orilla”.

Un tenue silencio se desparramó como aceite claro por la oficina. Aragón, que no había abierto los

ojos, escuchó a Leonora desde lejos, con su voz gruesa pero apacible continuar:

“Ahora la hembra domina, envenenada,

y el vino se burla de nosotros como un cómplice de nosotros, emborrachándonos,

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...cuando nos llevamos la copa a la boca dolorosa,

acorralándonos y aculatándonos contra nosotros mismos como mitos”.

Aragón abrió los ojos y echándose adelante en el asiento, la miró sorprendido. Era un texto de De

Rocka, poco conocido por estudiantes e incluso especialistas y le resultaba sorprendente que la

joven no sólo lo ubicara, sino que además lo recordara.

“Canto del Macho Anciano” había sido publicada por el poeta en los años 60, ocupando un injusto

segundo lugar en la memoria pública a raíz de la más conocida, sabrosa y sensual “Epopeya de las

Comidas y Bebidas de Chile”, junto con la que circuló en edición rústica. Tal vez no fue sino porque

en el Chile de los 60, un país aún joven y despreocupado, la vejez no era o no quería ser tema de

poetas, ni menos del vulgo, que más bien quería cantar a la vida, la alegría forzada y el amor

lozano de los adolescente, a esos Romeos y Julietas, bellos y luminosos, plenos de vibrante

mocedad.

Ricardo entendía ahora claramente por qué Leonora había llamado tanto su atención. Comprendía

que no era simplemente su evidente atractivo físico, ese día incluso mucho menos radiante que de

costumbre, más bien opacado, con un brillo mortecino de ampolletas de 20 wats, pero aún así,

misteriosa, melancólica, protegible, deseable.

-“Has estado leyendo a De Rocka”, sentenció Ricardo, mientras en su interior bullía el juego de

palabras con que la joven había proseguido mecánica o intencionalmente el párrafo aludido, el

que los vinculaba a ese infausto vino burlesco que los había arrastrado a ambos a aquel

intempestivo beso y que se unía irreverente a la mujer sirena, a la hembra que domina,

envenenada.

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Leonora, en un repentino giro, despachó la pregunta con un seco “si”, para repreguntarle, como

quien lanza un dardo

-“¿Porqué terminaron con mi madre?”

La inesperada consulta desestabilizó a Aragón, quien durante meses, en pensamientos e imágenes

construidas y reconstruidas durante todo el lapso del alejamiento, había logrado equilibrar sus

emociones, desnaturalizando la idea física de Leonora-mujer y ubicándola, sin procurarlo, en un

pedestal de virgen medieval, iconizada, sólo admirable, en un esfuerzo por distanciarla de su

antigua obsesión con Carolina, la madre.

Mediante una brusca inspiración por sus narices, como preparándose para un esfuerzo ciclópeo,

Ricardo intentó iniciar una explicación, aunque no sin antes exhalar buena cantidad del aire

recogido, haciendo a la salida un divertido sonido al filtrarlo por entre sus labios sueltos, como el

de un abejorro en una plácida tarde de verano en el campo.

-“Fue una estupidez”, dijo Ricardo, casi imperceptible. La frase dio comienzo a una suerte de

plañidera descripción-confesión, en la que sus recuerdos revolvían sueños, deseos y realidades, en

un relato que se deslizó penoso a través de palabras y conceptos colmados de una profunda

subjetividad, que más que describir hechos, transmitían los estados de ánimo que la experiencia

juvenil le había provocado. Eran recuerdos que se habían almacenado en una memoria ficta y

sorprendente, sita en su corazón y entrañas.

Los términos con que intentó desplegar los sucesos, estuvieron siempre vinculados a las imágenes

que permanecieron, aún después de tantos años, vivas en esa otra memoria, con la que la razón

de Aragón hacía ahora un tándem para explicar con la mayor sinceridad los antiguos vínculos

desechos.

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Cuando concluyó, sintió nuevamente ese curioso silencio y vacío interior que alguna vez se le

había antojado “iluminación dhármica” o experiencia fantasmal, en que ya no experimentaba

sensación corpórea alguna, ni dolor ni placer, aunque seguía en plena conciencia de lo que sucedía

en todo su universo exterior. Alguno de sus compañeros con los que había compartido su estado,

le aseguraron que se trataba de un trauma afectivo. Aragón recordaba que después de la ruptura,

cuando se evidenció irreparable, ese silencio se apropió por semanas de su alma y sólo tras varios

meses había comenzado a sentir nuevamente las voces de su alrededor, dándole sentido a esas

comunicaciones sin retorno a las que se había visto expuesto.

Leonora, que había escuchado en respetuoso silencio, se acomodó en el sillón y mirando hacia un

lugar indefinido de la oficina, dijo en voz alta: “Hay algo en ti que te arrastra hacia los imposibles”.

La voz de la joven resonó metálica, como un eco, haciendo volver a Aragón al lugar y despertando,

buscó una respuesta plausible a la afirmación de la muchacha, sin encontrarla. Carraspeando,

Aragón dijo:

-“He tratado de ser lo más fiel posible a los hechos y a mis recuerdos y sentimientos…”

-“Pero no has respondió a mi pregunta…¿Porqué terminaron? Afirmar que fue una estupidez no

explica nada”, expresó la joven.

-“La mayor parte de nuestros actos son inexplicables”, se defendió Ricardo

-“¿La mayor parte?”, puntualizó Leonora con un gesto inquisitivo

-“Si, la mayor parte. Lo que podemos racionalizar y verbalizar como re-conocimiento propio y del

otro es una mínima expresión de lo que somos. Hasta el espesor físico del delgado neo-cortex y el

grueso resto de las funciones animales en nuestros cerebros nos muestran esa dimensión de lo

humano. Nuestros impulsos nos determinan. Y los impulsos no son traducibles a expresiones

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conceptuales o racionales que puedan dominarse por el solo hecho de poder nominarlos, como

quería Jehová. Frente a cada hecho cotidiano, incluso ante aquellos que ni siquiera nos

percatamos, colisionan en nuestro interior esos impulsos animales indefinibles con nuestras

recónditas memorias, hábitos y aprendizaje, archivos genéticos y predisposiciones, sueños de

otras vidas o qué se yo. Nuestra animalidad es cuantitativa y cualitativamente más poderosa que

el conjunto de decisiones “racionales” tomadas por el conjunto de los seres humanos en

ambientes civilizados que tenemos en cuenta”, dijo Aragón casi sin detenerse en cada punto o

coma.

“Otra cosa –añadió casi sin respiro - es que esa batería de potencia animal tenga un estratega que,

montado como jinete en potro salvaje y sin siquiera pretender reprimir su manifestación, sepa

traducirla, civilizarla, sublimarla. Mi rotunda e inexplicable atracción por ti, una mujer que puede

ser mi hija, interpretada como un apetito no saciado de mi juventud, sería una simplificación

ramplona y facilista. Es del tipo de miradas unidimensional de aquellos que siempre parecen

buscar reducir a un solo axioma el conjunto de la experiencia de la vida en el Universo. Ese

monismo que es religioso, histórico y hasta científico, y que nos impulsa a buscar “la” causa para

todos los efectos posibles; ese minimalismo que nos impide gozar de la multiplicidad que convive

en nuestros entornos, no es más que una forma de evitar el miedo a lo cambiante, caótico,

extraño, porque parece amenazar nuestra supervivencia. Pero esos supuestos peligros son más

previsión contaminada de angustia ante lo inmanejable, que realidad”.

Leonora intentó interrumpir a Ricardo, pero este levantó la mano como deteniéndola hasta

terminar y continuando con su explicación-confesión añadió:

“Es probable que me hayas recordado a tu madre. O simplemente no. Que haya sido sólo tú. Pero

también es probable que aquel embriagamiento con tu madre haya tenido precedentes que no

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puedo explicar. Porque si el tiempo fuera multidimensional, como me imagino que es,

eventualmente ese supuesto pasado no fuera más que un futuro posible, una especie de edición

preparatoria para una experiencia presente”, afirmó Ricardo.

“Soy feliz con Mabel, continuó-. No hay “una” razón que explique esta pasión por ti. No estoy

saciando una necesidad insatisfecha. Bien podría ser una nueva, extraña, desconocida, que surgió

inevitable como secuencia de quien sabe qué causas pergeñadas por eones. Tal vez cuando

terminamos con Carolina, el tiempo hizo un loop para cumplir el resto de su curva 30 años

después”.

Tras un breve silencio que Leonora no quiso interrumpir, Aragón terminó: “Estoy atrapado. Pienso

en ti muchas veces al día. Me alegra suponer que podremos estar juntos por un buen tiempo y con

eso me basta. No quiero poseerte. No quiero contaminar la pureza de mi afecto, con el instinto

animal de tenerte, aún cuando haya sido una constante en mis sueños y desvaríos. No me importa

que ames a otros hombres. Ni siquiera que me veas a mí como un amante posible o desdeñable.

Me he dejado llevar por el claro, frio, agitado y torrentoso río en el que resbalé sin darme cuenta.

Luché varios meses por salvarme, intentando allegarme a cualquiera de las islas o ramas de árbol

que emergían en el furioso arrastre. Pero ahora simplemente estoy flotando, de espaldas al futuro

y el rio. Y mientras me desplazo, miro el cielo y el juguetear de las nubes, sin batallar, sin

angustiarme, sin apremios. No sé que me espera a la vuelta de cada recodo o caída de agua que,

imagino, vienen, pero que no veo. No me importan. Solo estoy dejándome llevar por el torrente,

convencido y sereno, como estoy ahora, que mi situación no tiene remedio desde mi voluntad.

Podré tenerla para no verte, para no estar contigo, pero el amor, el rio en el que me baño, no me

deja salir, aún con todo el esfuerzo que he puesto en ello. Habrá días de sol, cuando tú estés. Por

eso voy mirando hacia arriba, para llenarme de la luz de tus ojos. Los habrá de lluvia, para que no

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se note mi dolor y lagrimas y gotas se confundan. Pero llegará el día en que el rio, cansado ya

también de mí, me arrojará en alguna tranquila playa de arenas blancas, en las que podré

descansar y finalmente sonreír mansamente, recordándote”.

Leonora se levantó bruscamente del sillón, avanzó decidida hacia Ricardo y acercándose por un

costado del escritorio lo abofeteó sin demasiada fuerza en la cara. Aragón, que hasta ese

momento había estado hablando en un tono bajo, evitando que la conversación se filtrara hacia la

secretaria, se desconcertó y sólo atino a golpear sus dos manos, intentando imitar el sonido de la

cachetada.

La joven, cuyo impulso de agresión no había podido contener, pero que luego había recapacitado,

se abalanzó sobre el profesor e intentó excusarse y besarlo. La extraña situación confundió aun

más a Aragón, quien intentando pararse, resbaló y ambos cayeron bruscamente entre la pared y el

escritorio. La batahola llamó la atención de Gloria, quien se levantó de su asiento y golpeó la

puerta de la oficina. Aragón, desde el suelo, junto a Leonora, casi gritando, le pidió que le trajera

dos café. Gloria asintió y ambos se quedaron en el piso, paralizados, casi sin respirar, hasta que

escucharon que la secretaria salía de la oficina.

Aragón se volvió hacia la joven que había quedado con buena parte de sus largas y bellas piernas a

la vista; la tomó desde el cuello con su brazo y con su otra mano la atrapó desde sus bellas

quijadas con pulgar e índice, la atrajo hacia sí, besándola febrilmente, brutalmente, con pasión,

con deseo irrefrenable.

Tras breve resistencia de Leonora, ambos se confabularon para extender aquel beso imposible por

todo el tiempo que el Universo les regalaba, sin interrupciones, mientras sus labios se enrojecían

de dolor y placer y sus lenguas se revolcaban en fiera lucha por el intento de penetración mutua.

Casi sin respiración, ambos se separaron al unísono, inspirando con ansiedad el aire que

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comenzaba a faltarles. Aragón se levantó ágil y ayudó a la estudiante a hacerlo. Sin mirarse,

Leonora y Ricardo volvieron a sus puestos e intentaron reconstruir los últimos minutos antes del

extraordinario suceso.

-¿Porqué buscas enamorarme?, dijo Leonora suavemente, mirando a su profesor a los ojos

-“No busco enamorarte. Qué más quisiera”, dijo Aragón entre avergonzado y triunfante.

-“No lo hagas, por favor. No juegues conmigo como jugaste con mi madre”, agregó la joven.

Ricardo se tapó la cara con ambas manos y desde entre ellas emitió un tenue pero doloroso

quejido. “No quisiera desearte como te deseo. Pero es un sentimiento que está más allá de mi

capacidad de elección. Tú puedes elegir. Tú puedes decidir no seguir trabajando conmigo. Así,

lejos físicamente, sublimaré mis ansias, volviéndote a poner en el lugar de mi alma que

corresponde, tanto por el absurdo de nuestras diferencias, como por lo inapropiado que es mi

sentimiento, dados nuestros respectivos roles”.

Leonora calló por unos segundos y luego reiteró:

-“Quiero que seas mi profesor guía. No hay nadie que sepa lo que tú, ni que tenga tu experiencia.

Tú sabes que quiero escribir. Pero quiero hacerlo desde mi propia realidad. No quiero reproducir

realidades ajenas, extraídas de libros y películas. Quiero encontrar mi propia expresión, anárquica,

disímil, telúrica, personal, como De Rocka”, dijo la joven.

Rodrigo la miró con curiosidad, extrañeza. Recorrió penetrante cada línea y poro de su cara, labios

y mejillas. Se zambulló en sus ojos, intentando rasgar ese negro velo, más allá de sus pupilas, a

veces cálidas, como lago tropical, de pronto frías, como nitrógeno líquido. La observó como mira

un viejo león experimentado y de honrosas heridas de guerra en el rostro, a la joven leona que

presume y se restriega inquieta contra arbustos y troncos cercanos. La joven se quedó inmóvil,

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como dejándose acariciar a la distancia por el macho, aunque sin pretensiones de conquista. Ya se

sabía victoriosa.

-“Está bien”, dijo Aragón, arriando sus estandartes. En esos momentos, Gloria golpeó suavemente

la puerta e ingresó con los dos café en ambas manos, dejándolos encima del escritorio del

profesor. Luego saló casi tan rápidamente como había ingresado.

Aragón y Leonora se miraron y dejaron escapar una contenida carcajada cuyo evidente ruido

Ricardo disimuló como un carraspeo. Leonora se paró y tomó uno de los vasos y mientras los

soplaba para beber el primer sorbo, se sentó en el sillón con elegante femineidad. Aragón,

poniéndose sus anteojos, volvió a revisar los textos. Anotó algo más a mano y sirviéndose su

primer trago de café dijo a la joven que se juntaran el próximo miércoles, a las 15.30 horas. Tomó

el intercomunicador y consultó a Gloria por esa hora y día y luego confirmó la cita con la joven.

Mientras ambos apuraban el brebaje, Leonora comenzó a alistar sus cosas. Se levantaron al

unísono de sus asientos y se despidieron cordialmente con sendos besos en las mejillas, como si

nada hubiera pasado.

II

Las reuniones del profesor y la alumna se sucedieron con una cada vez más alta periodicidad.

Pasaban horas en la oficina de Ricardo analizando, leyendo, redactando, conversando,

intercambiando opiniones para ir ajustando con cada vez mayor rigor la propuesta de hipótesis.

Finalmente, la muchacha había conseguido imponer su punto de vista y la investigación fue

derivando hacia un análisis del concepto de amor con el que habrían operado la mayoría de los

autores chilenos durante el siglo XX.

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El trabajo era rudo y hostigoso. Había demasiados escritores y poetas, muchos de los cuales,

aunque desconocidos, aportaban puntos de vista que a ambos les costaba desechar, tanto por su

contribución a la idea que Leonora se iba formando en torno al concepto, como por sus cualidades

intrínsecas.

-“Escucha el siguiente verso”, le dijo Leonora a Ricardo ese jueves en la mañana y comenzó a leer

con parsimonia.

“No te amo...

No te amo, amo los celos que te tengo,

son lo único tuyo que me queda,

los celos y la rabia que te tengo,

hidrófobo de ti me ahogo en vino.

No te amo, amo mis celos, esos celos

son lo único tuyo que me queda.

Cuando desaparezca en esos cielos

de odio te ladraré porque no vienes”.

Luego de un breve silencio, Aragón intentó ubicar al autor…

-“Me suena a Barquero”, dijo Aragón dubitativo.

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-“No. Es Uribe”, dijo Leonora, sonriendo. “Esto es amor despechado. Pobres machos

abandonados, Tan frágiles. Cuando pierden a la mujer, pierden siempre, al mismo tiempo, a la

madre, esa única mujer que conciben propiamente de ellos. Tenía razón Carmen Montesinos”,

agregó bromeando la joven.

Ricardo sonrió de mala gana, realizando un gesto de burla y respondió:

-“Puede ser cierto que el macho nuestro sea un “huacho”, una cría abandonada, que, por lo

mismo, santifica y se apropia obsesivamente de la madre, como única tabla de salvación,

idealizando luego -a través de ella- a toda mujer amada. Pero no han sido los hombres quienes

generaron esa imagen. Las mujeres son quienes, en ausencia del padre, transmiten a sus hijos ese

mito del hombre-héroe, al que habrían amado eternamente -si hubiera permanecido a su lado-

como rey justo, protector, dadivoso, leal y valiente. He ahí entonces un Padre inalcanzable: un

icono, un semi-dios, un héroe perfecto que termina aplastando la propia autoimagen del niño,

radicalizándolo, rebelándolo frente a su propia incapacidad para superarlo. La presencia estable

del padre en la familia, en cambio, hace a un hombre maduro. El hijo aprende que su padre es

humano, que comete errores, que cae, se levanta y sigue adelante, ayudando a crear esa

resiliencia emocional que los hombres parecemos no tener frente a la pérdida de la amada, si es

que hemos de medir su ánimo mediante sus poetas y escritores”.

Leonora comenzó a reír con ganas.

-“Ya te digo. Ustedes son frágiles como mariposas”, retrucó. “¿Quiénes mantienen más de la mitad

de las familias? ¿Quiénes ahorran hasta el último peso para que el niño sea alguien? ¿Quiénes

prefieren no comer para darle un mendrugo de pan al hijo? ¿Quiénes soportan con mayor

facilidad la presión del trabajo, los abusos de los jefes, la excesiva carga horaria y las diferencias de

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remuneraciones? ¿Cuántas viudas sobreviven por años a sus hombres y cuántos hombres logran

sobrevivir a la muerte de sus mujeres?”, agregó, volviendo a soltar otra carcajada.

Ricardo evitó o no pudo contrarrestar el duro ataque de la joven, respecto de cuyo perfil feminista

Aragón no se había percatado. Simplemente respondió que las mujeres tienen una ligazón más

profunda con sus hijos por ser quienes lo llevan en su seno durante meses y que, desde una

perspectiva darwiniana, es perfectamente comprensible que ellas estén mejor dotada para

sostener la proyección de la especie.

Sin dejar de mofarse, Leonora le recordó que genéticamente la distribución de los sexos se

construye en el juego de tres X y sólo una Y, en el que las mujeres surgen de dos X y el hombre de

una X y una Y. “Esa simple relación matemática hace que los hombres sean un mero accidente de

menor probabilidad y por consiguiente, es obvio que la preferencia y poder de la vida pasa por lo

que es más abundante”.

Ricardo retrucó que con el desarrollo de la genética, los hombres también podrán, en lo sucesivo,

engendrar su propia progenie, sin requerir la matriz femenina. Leonora dio su último golpe al

contestarle que para el caso de las mujeres era lo mismo: bastaba con recurrir a la inseminación

artificial.

-“¿Qué significa esta lucha sexista?”, exclamó Ricardo, intentando poner fin a la polémica.

La joven dijo misteriosa: “Derridá ha puesto decenas de ejemplos de cómo el sexismo no es una

cuestión femenina, sino una actitud masculina que persiste mediante el uso del poder a través de

la lengua madre con la que nos educamos y civilizamos”. Ricardo hizo un gesto con su mano en

señal de “basta” y luego le pidió que escuchara el siguiente texto:

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138

-“El amor es un motivo persistente de la creación literaria en particular y artística en general. Pero

también es parte recurrente de conversaciones y casi sin excepción, todos hemos escrito alguna

vez un poema, una carta o una nota que lo expresa. Tema frecuente de nuestros diálogos

interiores, se mueve también entre confidencias al amigo, las consultas a sicólogos, sacerdotes y

médicos. Es un sentimiento que, en su inmensa variedad, resulta determinante en la vida humana

basado en ese común anhelo de la especie de traspasar los límites de nuestra individualidad,

proyectarse y fundirse para ser uno con el otro. Su complejidad lo hace muchas veces inefable, se

resiste al análisis de la razón, dando lugar a la creación artística, gracias a la flexibilidad que el

lenguaje metafórico tiene para transmitir lo inexpresable. Como figura mítica, Eros y Cupido

constituyen símbolos míticos con los que se sigue aludiendo al amor: arcos, flechas, ojos

vendados, antorchas con los que la traviesa divinidad niño enardece el corazón de los mortales.

Concebido en la cosmogonía órfica como la fuerza que brota del huevo de la Noche infinita que al

romperse da origen al Cielo y la Tierra, el amor se interpreta como centro del Universo, la unidad,

a regeneración y vida, una fuerza cósmica que todo lo aglutina, que se diviniza como un poder

irresistible que conduce a los mortales a enormes desgracias o a la plenitud personal”.

Aragón miró a Leonora mientras la joven tomaba nota en su cuaderno. Al proseguir, el profesor no

pudo evitar que comenzaran a surgir en su interior, casi en paralelo a la lectura, sus propias

cavilaciones en torno al inoportuno arrebato amoroso que estaba viviendo con la joven.

“Como tema literario –prosiguió- la tradición entrega tantas caras del amor como imaginación han

puesto los autores de diversas épocas, aunque todas son variantes de los dos concepciones del

amor que dominan la literatura occidental: el amor-pasión o sensual y el amor-idealizado o

romántico, ambos asociados a otros temas como el tiempo, la muerte, la trascendencia, búsqueda

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de la unidad y plenitud del ser, y las experiencias de soledad, dolor, el sufrimiento por la

imposibilidad, la ausencia y separación del ser amado”, concluyó.

Mientras la muchacha terminaba de escribir, el profesor la miró con detención, recorriendo sus

rodillas y nudillos de la mano con que redactaba, emblanquecidos por la presión de la piel contra

los huesos que impedía que la sangre circulara, realzando el hermoso color que ostentaba en el

resto de su cuerpo. En su mente volvieron a irrumpir las imágenes y recuerdos sensoriales de ese

apasionado y reciente beso, aunque, curiosamente, esta vez Aragón sufrió un involuntario traslape

de sentimientos que le recordaron a Mabel y Carolina, percatándose que la joven mujer estaba

ocupando la gaveta clasificatoria en la que había almacenado a sus dos amores más profundos.

“A qué edad más ridícula me vengo a enamorar de nuevo”, pensó sin poder evitar una leve

sonrisa. Y luego se preguntó: “¿amor-pasión o amor-idealizado?”. Moviendo la cabeza

rápidamente, como para sacudirse de la reflexión, Aragón interrumpió a Leonora para preguntarle

si quería un café. Eran las 11.30 de la mañana y había estado trabajando desde las 10. La joven

asintió con su cabeza, sin dejar de mirar su cuaderno donde escribía. El profesor se levantó con

cierta dificultad de su sillón para pedirle directamente a Gloria los café.

Tras cerrar la puerta de la secretaría, Ricardo se acercó a la pared y comenzó a restregar su

espalda contra el muro, intentando un auto-masaje. Leonora sonrió al verlo realizar la maniobra y

le consultó con simpatía si dolía o picaba. “Ambos” respondió amistoso Aragón. La chiquilla se

levantó y ofreció ayudarlo. Con tacones, Leonora era sólo levemente más baja que el profesor, de

modo que al pararse tras él, lo tomó sin dificultades desde los costados del cuello y comenzó a

apretar con fuerza sus músculos esplénicos. Ricardo emitió un leve quejido de dolor y placer,

echándose hacia atrás hasta casi chocar con su cabeza con la de ella. Escuchó a pocos centímetros

la respiración profunda de la mujer. “Ráscame, por favor”, le dijo, por lo que la joven comenzó a

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pasar sus dedos encogidos en forma de garra por toda la espalda, produciendo en Aragón un goce

que le hizo cerrar sus ojos. Alternativamente, Leonora frotaba y presionaba diversos puntos de la

espalda del profesor.

La visión desde fuera no debe haber sido muy propia, porque, mientras estaban en la infrecuente

actividad, Gloria abrió la puerta sin avisar y casi instantáneamente hizo amago de volver a cerrarla.

Aragón, aunque estaba de espaldas a la entrada, al percatarse de su presencia le pidió que pasara.

Leonora dejó el masaje a Ricardo, mientras Gloria entraba con los dos vasos casi sin mirarlos a la

cara.

Cuando la asistente cerró la puerta tras de sí, los dos se miraron. Esta vez, el profesor hizo un

gesto de preocupación a la joven. Leonora respondió con una mueca de “sin importancia”. Media

hora más tarde sonaba el timbre del mediodía y ambos salieron de la oficina. Aragón, hacia

Rectoría donde tenía una reunión y Leonora hacia su departamento. Se despidieron formalmente,

mientras cientos de jóvenes comenzaban a llenar los pasillos de la Universidad en su hora de

recreo.

III

Gloria era una asistente leal y eficiente. Ricardo había trabajado con ella más de ocho años. Era

una mujer de mediana edad, que se había casado y separado, sin tener hijos. Vivía con su madre y

tendía a capear su soledad entre una obsesiva preocupación por su trabajo y amistades mediocres

construidas en sus entornos estamentales universitarios y ex compañeras de estudios.

Su madre era un estricta católica que había enviudado joven, con dos hijos. El hombre se había

marchado de casa años ha y se había casado con una centroamericana que conoció en la capital.

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Luego, había partido a hacer fortuna a esa región con cierto éxito. Gloria cumplía entonces un

papel de hija única y voluntariamente se había sometido a la drástica disciplina moral materna.

De misa dominical, vestía habitualmente de blusa clara, suéter o chaqueta y faldas plisadas bajo

las rodillas, medias oscuras y tacones negros cerrados y rigurosos. Usaba pelo corto, no se pintaba

demasiado, sino ciertos toques de colorete en las mejillas y un suave tono en los labios. De buena

figura y aspecto, era una mujer jovial y externamente alegre, aunque su ya cuasi definitiva soltería

le jugaba malas pasadas que se manifestaban en períodos de melancolía que para Ricardo eran

evidentes.

Con un honesto e innegable afecto por el profesor y su mujer, a quien trataba respetuosamente,

los veía como un ejemplo de estabilidad y éxito familiar en un medio en que los fracasos

matrimoniales no eran infrecuentes, incluido el propio. Gloria era una de las invitadas ineludibles a

los cumpleaños de Ricardo en su hogar y llegaba regularmente con un regalo que Aragón recibía

con agrado, pero no sin alegar por el alto costo de los mismos, sabiendo el nivel de ingreso de su

asistente. Para su aniversario 54, Gloria le había obsequiado un hermoso juego de ajedrez en tabla

de marfil y castaño, con figuritas de loza delicadamente talladas, en las que las piezas imitaban los

vestuarios idealizados de reyes y dioses pascuenses.

Aunque comprendía el trabajo como profesor guía de su jefe, por alguna curiosa razón, a Gloria

había llamado su atención el especial vínculo entre Aragón y la niña Santoamor, así como esos

largos silencios, las habituales risas y carcajadas y los extraños ruidos que había escuchado desde

su escritorio cuando el doctor se reunía con la joven. La familiaridad del trato y esa inconveniente

cercanía entre ambos, expresada en el sorprendente masaje que le realizaba Leonora ese día en

que ingresó intempestivamente a la oficina para llevarles el café, la incomodaba.

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Sin embargo, no había hecho ningún comentario, como indicaba la prudencia. Ya sabía ella el

escándalo producido hacía unos años, cuando esa joven profesora de Educación Física, Jacinta

Corrales, fue acusada por una madre indignada de “abusar” de su hijo de 19 años. El chiquillo se

había enamorado perdidamente de la maestra y tras terminar la relación, intentó suicidarse. La

madre consiguió detectar la clandestina relación y tras confesar a su hijo en la clínica, pidió a la

Universidad que expulsara de la casa de estudios a la “corruptora”. Tras un breve juicio realizado

por el Directorio, Jacinta perdió el trabajo y fama, debiendo salir del país. Espirito Santo podía con

muchas modernidades, pero las sexuales no eran susceptibles de perdón.

Ese día en que Berroales llegó a la oficina de Ricardo para consultarle detalles administrativos y

tuvo que esperarlo mientras regresaba de una reunión fuera de la Universidad, Gloria, conociendo

la cercanía entre ambos, así como el afecto que Berroales profesaba por Mabel, cometió la

imprudencia de comentar el apego que el doctor había desplegado por la niña Santoamor, la que

también había sido alumna de Jorge en un curso de Literatura Inglesa del siglo XIX.

“No deja de tener razón”, dijo riendo con gracia Jorge, al tiempo que dibujaba finamente con sus

manos extendidas una figura curvilínea en el aire. La asistente hizo un gesto de molestia y le

reiteró su preocupación por esa proximidad improcedente, aunque siempre evitando pasar la línea

en la que su juicio pudiera rodar hacia una acusación de relaciones más allá de las académicas.

Fue, empero, la dicotomía entre sus expresiones y gestualidad las que llamaron finalmente la

atención de Berroales, quien, más serio, terminó por preguntarle directamente si creía que “había

algo más”. Gloria se apresuró a afirmar taxativamente que no, “al menos de parte del doctor”,

pero que ese tipo de flirteos con que Leonora se vinculaba con el profesor era un peligro en

Espirito Santo, pues siempre había ojos atentos a interpretarlos como pecatas mortalem de

adulterio o promiscuidad.

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Berroales inspiró profundamente antes de consultarle sobre las señales que Gloria veía como

indiciarias de algo extraño. Ella, recatada y casi susurrando, dijo que la había sorprendido

haciéndole masajes en la espalda al profesor, aunque sin agregar más intenciones que la mera

descripción. Añadió que, en todo caso, no creía que nada malo derivara de aquello, pero que si el

Rector hubiera sido quien entraba esa mañana a la oficina “otro gallo cantaría”.

Berroales, moviendo aparatosamente su cabeza en señal de rechazo, pronunció algunas palabras

indeterminadas entre dientes, al tiempo que decía en ese tono femenino que se le incrementaba

cuando hablaba con mujeres:

-“Esta Universidad es de una pacatería insoportable. Ah, Glorita y no lo digo por ti, sino porque te

encuentro toda la razón sobre lo que habría pasado si el Rector entra a la oficina y ve a la niñita

sobando la espalda de Ricardo”, dijo.

Gloria asintió como dando por finalizada la tarea de informar su sensación –más que la certeza-

sobre ese inusual vínculo entre la estudiante y el profesor. Luego, tomó unos papeles que estaban

sobre el escritorio y los comenzó a clasificar, poniéndolos en sus respectivas carpetas, al tiempo

que miraba su pequeño reloj de pulsera y decía “el doctor Aragón está por llegar”.

El profesor se arregló el pelo, cruzó sus delgadas piernas, casi como dama, tomó uno de los

magazines del porta-revistas ubicado a un lado de la silla en la que esperaba y comenzó a hojearlo

desaprensivamente, mientras tarareaba una vieja canción de Frank Sinatra. Unos minutos después

se abrió bruscamente la puerta. Era Aragón que llegaba acalorado y molesto, tras haber estado en

el centro de Valle Inclán al mediodía. Le pidió a Gloria un vaso de agua helada y al ver a Jorge

detrás de la puerta que había abierto, lo saludó con cariño y sorpresa.

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-“¿A qué debo tan ilustre visita?”, dijo Aragón, haciendo un gesto con la mano que lo invitaba a

ingresar a su oficina.

Berroales se levantó y golpeándole la espalda a modo de saludo, entró. Antes de cerrar la puerta,

Ricardo insistió con Gloria por el vaso de agua, al tiempo que le preguntaba a Jorge si deseaba algo

para tomar. Berroales declinó la oferta y se desmoronó sobre el sillón de dos plazas. Antes de

sentarse, Aragón se acercó a la ventana y hizo funcionar manualmente el aire acondicionado

ubicado en ella. “¡Qué maravilla!”, exclamó Berroales, mientras esperaba que el aparato

comenzara a refrescar la densa atmósfera producto del cálido día de primavera.

-“¿Qué es de tu vida, Jorge?”, dijo maquinalmente Aragón, a lo que Berroales respondió con su

frase de archivo: “Se sobrevive”. Ambos sonrieron y luego Jorge le planteó el problema que lo

llevaba a su oficina. Dos estudiantes de su curso de Literatura inglesa habían faltado más del 35

por ciento de las clases, pero por sus pruebas y trabajos, mostraban mejor nivel que otros que

tenían 100 por ciento de asistencia. Por razones normativas, la administración podía exigir la

repetición del curso a los estudiantes en falta, pero desde su perspectiva académica, a Jorge le

parecía una estupidez.

Aragón que mientras escuchaba había estado buscando unos papeles entre su especial desorden

de escritorio, coincidió: “Una lesera”, dijo, pero acto seguido le señaló que debía conversar el

tema con el director administrativo y que una manera simple y rápida de solucionarlo, sin más

burocracia, era que ambos se consiguieran licencias médicas o que cuando tuviera en sus manos

los libros de asistencia, el mismo modificara algunos días de inasistencia. “Tú siempre tan práctico

y eficiente”, le dijo Berroales sonriendo. Ricardo hizo un raro sonido que semejó a una risotada

lanzada sin ganas.

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Tras un breve momento en que Berroales se había quedado en silencio aprovechando las primeras

brisas de aire helado del aparato acondicionador, Aragón le preguntó nuevamente cómo le estaba

yendo. Jorge respondió nuevamente “sin novedades”. Aunque sin la convicción que fuera ese un

buen momento para conversar el tema, pues Aragón seguía concentrado en la búsqueda de algún

papel extraviado, el profesor se atrevió a lanzar una primera frase-lienza que le permitiera ir

construyendo la red a través de la cual, podría luego preguntarle directamente por su relación con

Leonora.

-“¿Tienes muchos estudiantes de último grado?”, dijo

Sin levantar la vista, Aragón asintió, aunque agregó: “menos que en año anteriores”. Luego dijo

que ese año la rectoría lo había llenado de trabajos administrativos latosos, de seminarios de

extensión, relaciones con la comunidad y que la parte que más le agrada de su profesión no

copaba ni el 20% de su día laboral. Jorge lanzó un “¡puchas!” en expresión de solidaridad, al

tiempo que añadió:

-“¿Y alguno en especial ha llamado tu atención?”

La pregunta sonó como una sirena de alarma para Aragón. Dejando de buscar el papel perdido,

levantó la vista y miró a Jorge fijamente como intentando descubrir en su mirada alguna intención

distinta a la que emergía de la aparentemente ingenua consulta. Luego que Jorge se mantuviera

imperturbable, Ricardo continuó con su faena respondiendo en voz grave: “No, nadie en especial”.

Berroales, previendo peligro, detuvo el interrogatorio e intentó vadear el momento preguntando

por Mabel.

-“¿Y tú, no la has visto?”, preguntó extrañado Ricardo. “Me dijo hoy en la mañana que te había

saludado anteayer en el casino”.

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Jorge se incomodó y fingiendo un sorpresivo recuerdo tras su repentina amnesia, reaccionó

golpeándose la frente con sus largos dedos: “¡Si!, de veras, tienes razón. Está estupenda ella, como

siempre”, afirmó.

Por fin, Aragón encontró el papel y lo levantó en gesto de triunfo. “Tengo mi orden”, se dijo, sin

esperar respuesta. Luego salió con él hacia secretaría y le pidió a Gloria que lo tipiara y lo enviara

por el sistema a su carpeta de Administración. Más relajado, se sentó en su escritorio, mientras

Berroales hacía amago de levantarse para volver a su trabajo.

-“No te vayas todavía”, le dijo cariñoso Aragón. “No he sabido nada de ti en semanas”. Gloria

ingresó con el vaso de agua helada y lo dejó encima del escritorio de Ricardo.

Ambos iniciaron una conversación que derivó entre lo profesional y lo familiar. Aragón le contó las

últimas novedades de sus hijos, Ricardito y Marcela, mientras Jorge le refirió lo último sobre su

alejado ex amante uruguayo, aunque, como siempre, cada vez que se refería al él en lugares

“problemáticos”, cambiaba su nombre por el de “tía Isabel”. La triquiñuela en la que habían

quedado de acuerdo con Aragón a raíz de su pasada crisis en la Universidad, le seguía causando

risa a ambos, aunque entendían que era una buena forma de evitar problemas.

La proximidad que provocó la conversación sobre temas más personales, posibilitó el ambiente

que Jorge esperaba antes de volver al ataque, tras la fracasada incursión de acercamiento que

había realizado.

-“Supe que estaba ayudando a la niñita Santoamor en la definición de su tema de hipótesis para

un post grado”, dijo Berroales, de modo fingidamente indiferente.

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Ricardo, que había sospechado algo raro desde que Jorge inició la conversación sobre sus

alumnos, pensó con la rapidez de los agentes de inteligencia que había imaginado en su juventud y

recordando a Maugham respondió picaresco:

-“¡Que niñita más estupenda ¿no? Y además, hiper-inteligente!”, dijo, aunque sin exagerar el

entusiasmo. Su triple salto mortal –pensó- había dejado fuera más comprometedoras respuestas

como: ¿quién te contó? o ¿cómo supiste?, que habrían mostrado cierta posición defensiva frente a

un secreto innecesario, dándole a Berroales señales de la situación y confirmando el seguro

chisme con que contaba e intentaba corroborar. También despejó el eventual doblez evidente que

habría emergido de contestar algo como: ¿Qué niñita Santoamor?… ah, esa”, con lo que su

predilección habría sido develada, justamente por su falaz indiferencia; y finalmente, el reconocer

directa y derechamente la belleza y talento de la joven, en tono simpático, implicaba para Jorge

una opinión esperada, aunque de un modo en que, dada la normalidad de su reacción, no dejaba

ver nada distinto a la postura de cualquier otro académico varón respecto de la agraciada

estudiante. Aragón se sintió conforme con su respuesta, aunque Berroales insistió:

-“Bella e inteligente. Le falta nada más el garbo y podría ser una descripción de Mabel”. Aragón lo

miró con extrañeza y respondió con cierta impaciencia, insistiendo en su posición de juego.

-“Además de la edad…”, añadió jocosamente

-“Las mujeres jóvenes son peligrosas para los leones maduros”, retrucó femenino Berroales.

-“No seas ridículo”, duplicó Aragón, “es una niña que podría ser mi hija”. Estuvo a punto de

revelarle que, además, había tenido un fugaz romance con su madre, pero se detuvo a tiempo.

“Me va a salir con la historia de la lagartija. Primero la madre, después la hija”, pensó, lo que hizo

detonar en él una risa incontenible. Jorge lo acompañó en su jolgorio, aunque en medio de las

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risotadas, insistió en que debía tener cuidado, porque algunas mujeres jóvenes tenían una

perversa predilección por tentar a hombres maduros, en un afán de competencia con sus madres

en ganar el amor del padre.

-“Estás muy jungeano”, dijo Aragón, entre alegre y displicente. “No te pases más rollos. Voy a

cumplir 55 años y ya no caigo en trampas femeninas”. Como nunca se alegró de no haber

profundizado con Berroales en su relación con Carolina, la madre de Leonora.

-“No. El amor no es una trampa. Es una realidad que, sin engaños, te atrapa sutilmente, sin que te

des cuenta”, respondió sombrío Berroales, recordando su propio dolor y abandono, del cual aún

no lograba salir tras meses de su separación forzosa.

El timbre de entrada a clases los apuró a ambos y Jorge se despidió apresuradamente con un fugaz

abrazo a su protector y amigo, mientras Ricardo salió a secretaría para pedirle a Gloria la carpeta

que había preparado para su próximo comité.

Mientras caminaba por el pasillo de la Universidad rumbo a la sala de reuniones, Aragón repasó

sobre su conversación con Berroales. Jorge sabía algo, sus frases estuvieron llenas de señales y

perspicacia. El tema era ¿cómo había sabido?. Lo más probable es que Gloria le hubiera hecho

algún comentario. Pero ella era demasiado leal como para ponerlo en problemas. Y si no fuera

Gloria ¿quién? Aunque, ese sí sería un inconveniente, porque indicaría difusión del chisme, más

allá de los estrictos límites que le había impuesto a su dulce obsesión. ¿Leonora podría haber

dicho algo? ¿Lo habría comentado con Mendieta?

Sintió que su estómago se apretaba y que una indescifrable inquietud corporal lo invadía, un

inasible y molesto cosquilleo en el abdomen y espalda. ¿Y si Mabel se enterara? Se enfrentaría a

otra absurda escena hogareña, por una “aventura” que había transcurrido fundamentalmente en

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su interior y cuyas máximas expresiones de “exterioridad” fueron ingenuos aunque apasionados

besos consumados casi como alumnos de educación media. ¡Qué ridiculez!, se sermoneó

fastidiado.

Capítulo VII

I

Las clases y encuentros de Ricardo y Leonora continuaron sin grandes sobresaltos ni novedades,

mientras su relación se profundizaba en lo espiritual, aunque sin abandonar nunca ese aspecto

lúdico y sadomasoquista del juego erótico preciso, levemente asomado, que aceita ataduras más

permanente entre hombre y mujer, sin importar la edad.

Aragón se fascinaba con la agudeza con que la joven razonaba en relación con el complejo tema

del amor y sus vertientes, como pasión o romance, y el notable talento que tenía para construir

metáforas que conjugaban perfectamente la emoción impalpable con la metonimia que conseguía

una comprensión y transmisión casi corpórea de aquella.

La percibía en ese campo tan madura como él e incluso, en algunos aspectos, aún más solvente.

Probablemente –se decía- el dolor de ese amor perdido, casi a la misma edad en que él había

sufrido las consecuencias de su tonta ruptura con Carolina, la habían hecho crecer a golpes, hasta

enfermarla. Tal vez su depresión le había aportado ese aspecto oscuro, denso y tupido de sus

escritos, muchos de los cuales lo hacían revivir y re-experimentar antiguas emociones, así como

reconocer otras, más propiamente femeninas, que había observado en Mabel y que le otorgaban a

sus textos un envidiable hálito de universalidad.

Los juegos de Verano de la Universidad se acercaban; se había reunido hasta la saciedad con

Gallegos; y el proceso de definición de tema y material para el desarrollo de la hipótesis de

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Leonora se acercaba a su fin. La mezcla entre la satisfacción de un trabajo bien hecho y el malestar

del fin de una relación gratificante, producían en Ricardo una confusa sensación de placer-dolor

que, empero, tenía el curioso beneficio de darle bríos creativos que el profesor desplegaba como

pavo real en celos en presencia de su alumna y amada irrealizable.

Leonora, por su parte, mientras crecía en conocimiento y experiencia, incrementaba su admiración

por aquel maestro que en el comienzo del invierno de su existencia, había dado firmes muestras

de hombría y virilidad, responsabilidad y galanura y había aceptado seguir jugando un juego que

ella, en lo más profundo, sabía pernicioso porque, como el pan recién horneado frente al

hambriento, iba corroyendo el núcleo de su noble alma, en una obligada y consciente abstinencia,

aún cuando en la superficie lucía impoluta, y al revés, parecía embellecerse como la emergencia

de esos especiales brillos de las estrellas en su último momento de luminosidad máxima, antes de

colapsar sobre sí mismas.

Aunque no era mujer calculadora, sabía que había usado su fuerza juvenil y hermosura para poner

a Aragón a su amaño. Quería ser escritora y no había mejor maestro que Ricardo para avanzar en

esa dirección. Pero en el juego de poderes, ella también se había envenenado con algo de la

enorme explosión de “aura magna” que había provocado como aprendiz de maga y que, de vez en

cuando, la tornaba melancólica, recordando esos momentos de fina galantería, de pasional

erotismo, de salvajes espacios racionales e intelectuales por los que paseaba junto al maestro,

cuando aquel no estaba, especialmente esos fines de semana en los que sola en su departamento,

imaginaba a Aragón y Mabel riendo y conversando en el living de su casa. Era cuando emergía

enérgica la necesidad y ese inexplicable impulso por llamarlo.

Desde su conversación con Gloria, Mabel había estado más atenta a las actividades de Ricardo, así

como a sus reacciones y estados de ánimo. Le había llamado la atención el buen humor con que se

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había comportado en los últimos meses, aunque también recordaba inquieta, que el cambio

coincidía con su dedicación como profesor guía de esa “niñita”, como le decía para sus adentros.

Sin embargo, no le cuadraba aquel período de depresión en que había caído, no obstante estar

trabajando con ella, de acuerdo a sus informes. Mabel no sabía que el oscuro lapso concordaba

con el período en el que Leonora abandonó la guía de Aragón y buscó reemplazarlo por Mendieta.

De haberlo descubierto, su inteligencia e intuición le habrían dado la respuesta que intuía: Ricardo

tenía una aventura.

Sin embargo, tanto por educación, como por su gran seguridad, Mabel solía no abundar en

aquellos embates masoquistas que, traicioneramente, su yo animal disparaba hacia su conciencia

mediante imágenes de su marido abrazando a la joven, pues le provocaban tan furiosos celos que

las esquivaba, tarareando en voz alta algún concierto barroco.

Sin pretenderlo, su subconsciente la proveía de sórdidos resultados para enfermizas ecuaciones

que combinaban febrilmente el raro comportamiento de Ricardo cuando vio a Leonora con

Mendieta, con su repentino interés por De Rocka, la curiosa negativa a informarle sobre su trabajo

con la joven, los datos que había recogido de Gloria y su Rosa, las excusas de Aragón frente a

llamados “equivocados”, sus cambios de estados de ánimo, para terminar obsesivamente en el

mismo resultado.

Pero le faltaban datos concluyentes. Sus conversaciones con Ricardo sobre el tema no arrojaban

certezas. Aragón siempre había sido un eficiente protector de sus secretos e intimidades y

penetrar en su mundo interior era muy dificultoso, dado su carácter.

Ese jueves en la tarde, a eso de las 18 horas, ya en casa, mientras preparaba la lista de invitados

para el próximo cumpleaños de su esposo, de pronto, al escribir el nombre de Berroales, se le

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iluminó el rostro: ¡Berroales!, exclamó interiormente. Antes de seguir con la nómina, se levantó y

buscó su celular en la cartera. Revisó los teléfonos grabados en la memoria, pero no lo encontró.

Marcó el número de la oficina de Aragón y respondió Gloria. Mabel la saludó cordialmente y luego

le preguntó si tenía el número de celular o teléfono fijo de Jorge. La asistente demoró breves

segundos y le dio la información. Tras cortar, marcó el número y luego de apenas dos repiqueteos,

respondió la típica y amanerada voz de Jorge.

Mabel se identificó y tras saludarla con efusividad y lisonjearla como era su costumbre, Berroales

le preguntó a que debía su llamado. Mabel le contó del cumpleaños y le anunció que recibiría la

respectiva invitación. En medio de la conversación que había servido como excusa, Mabel

delicadamente le preguntó si había notado algo extraño en Ricardo. Berroales, que hacía unos días

había conversado el tema de Leonor con Aragón, se sobresaltó, pero mantuvo la calma.

-“No, para nada. Lo veo poco, porque está lleno de trabajo”, dijo con aparente tranquilidad

-“¿Con sus alumnas?”, agregó sutil la mujer

-“Si, bueno, pero también con administración, que es un cacho”, respondió dudoso Jorge

-“¿Seguro que nada te ha llamado la atención?”, reiteró Mabel

Jorge calló unos segundos y mantuvo su negativa. La mujer cambio radicalmente el tema y volvió a

recordarle que reservara el cuarto sábado de diciembre para asistir a la fiesta de cumpleaños de

Ricardo. Tras confirmar su asistencia, se despidieron cariñosamente.

Mabel apagó el celular y regresó meditabunda a completar la lista de invitados. Mientras lo hacía,

recorrió mentalmente la conversación con el profesor y amigo, sus silencios, dudas y respuestas,

todo lo cual fue incrementando paulatinamente su certeza de que Berroales no había sido

plenamente sincero con ella.

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Su mente comenzó a divagar activamente en la posibilidad de deslealtad de Ricardo y sin darse

cuenta, una rabia profunda comenzó a pergeñarse como nubes grises que anuncian la tormenta y

que sólo consiguió domar en su manifestación inmediata, gracias a su disciplina y autocontrol.

Estaba culminando la tarea cuando sintió el motor del jeep de Ricardo. Eran las 19.30 horas. Tras

esconder la lista en su cartera, Mabel se apresuró a colocar la mesa con dos individuales, servicio,

servilletas y alcuza, como siempre. Luego partió a la cocina.

Aragón entró a la casa, llamándola en voz alta por su nombre. La mujer le respondió desde la

cocina, saludándolo con cordialidad, al tiempo que le preguntaba por su día. Tras el intercambio

de información de rigor, Mabel llevó a la mesa dos platos de verduras salteadas y atún. Aragón

había subido a lavarse las manos y justo cuando Mabel servía la comida, bajaba por la escalera,

sin chaqueta, listo para la cena.

Tradicionalmente, Mabel intentaba que las fiestas de cumpleaños que organizaba a su marido

fueran una sorpresa. Pero Ricardo presumía que su mujer ineluctablemente preparaba estos

encuentros, tanto por usanza, como porque le gustaba reunir a amigos en la casa. Ricardo le

rogaba, año tras año, que no hiciera nada especial, porque estaba cansado, tenía mucho trabajo, o

le aburría. Pero Mabel no transigía, así que la sorpresa pretendida se limitaba a los amigos

invitados y al regalo de Mabel.

-“¿A quién invitaste para el cumpleaños?”, preguntó Aragón mientras comía.

-“¡Puchas!, nunca puedo sorprenderte con la fiesta”, dijo con fingida desazón

Ricardo sonrío recordándole que una sorpresa sólo es posible en tanto el tiempo y el espacio sean

aleatorios y que las personas involucrada sean impredecibles. Mabel respondió la pregunta y fue

nombrando a quienes había considerado invitar para que Aragón las visara. Vetó un par de

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académicos del Consejo Superior “por pesados” y le recordó, aunque inútilmente, que no olvidara

a Berroales y Gloria.

-“Acabo de llamarlo para asegurarme que venía”, dijo Mabel. Aunque repentinamente atacada

nuevamente por los celos, agregó, sin mirarlo:

-“¿No te interesa invitar a alguno de tus alumnos?”

Ricardo extrañado, levantó la vista para constatar visualmente, en las señales del rostro de su

mujer, el real contenido de la pregunta.

-“¿Y desde cuándo invitamos alumnos a la casa?”, preguntó intrigado el profesor.

El vínculo de la inusual consulta con el llamado que Mabel había hecho a Berroales puso a Aragón

en repentina tensión, al recordar su especial diálogo con el colega días atrás. Intentó evitar que su

molestia se manifestara en el rostro, pero la intensidad del alerta lo obligó a fruncir su seño,

dando muestras de su enojo.

-“¿Y por qué tanto enfado, hombre?”, respondió Mabel, endureciendo la voz

-“Porque me parece que hay una intención capciosa en tu pregunta”, dijo Ricardo.

-“¿Capciosa?”, preguntó la mujer.

-“¡Si, capciosa! No intentes pasarme gato por liebre. Sigues con la historia de Leonora”, dijo con

fastidio Ricardo.

Mabel sintió el nombre “Leonora, como un puntapié en el estómago pronunciado por su marido.

Un conjunto de imágenes surgidas desde su más profundo ser se abalanzaron sobre su consciente

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con la ferocidad de aguas estancadas que se desbordan con la ruptura de una represa gigante.

Mirándolo con furia, la mujer le espetó:

-“¡Ahora es Leonora…ya no es la niñita Campoamor¡”

-“Santoamor”, corrigió Aragón.

-“¡Como se llame! Me parece que estás haciendo el ridículo y de paso me escarneces a mí”,

vociferó irritada.

-“¡Tú estás paranoica!”, respondió ácido el profesor.

-“¡No!, tú estás enfermo”, dijo agitada la mujer. “¡No es posible que un hombre grande como tú

tenga estas ilusiones adolescentes hacia el final de la vida!”

-“¿De qué estás hablando?”, preguntó ya sulfurado Aragón

-“¡De que has mencionado el nombre de esa muchacha dormido!…¡Me parece increíble!”

Ricardo enmudeció y sintió como la sangre se le agolpaba en la cara, tal como cuando su madre lo

sorprendía in fraganti en alguna falta. Mabel, al constatar su reacción, arrojó violentamente la

servilleta de género contra la mesa y tomando el plato a medio comer, se levantó rápidamente.

Desde su asiento, Aragón escuchó un sollozo sordo en la cocina que se le hundió en el corazón

como daga de hielo.

Para Mabel, la prueba de la traición se había consumado. Aunque la afirmación de que nombraba

a la joven en sueños no era más que una treta, la culpabilidad con que respondió el profesor hizo

el resto del trabajo, provocando en ella una certeza indignante sobre la felonía de su marido, que

arrasó con toda la racionalidad y control que había mostrado en el proceso de gestación de sus

sospechas.

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Aragón pasó vehementemente las palmas de sus manos sobre el rostro y trató de reanudar el

diálogo. Pero Mabel no aceptó explicaciones y le pidió que saliera de la casa.

-“¡No he hecho nada!”, alegó Aragón. “¡Nada¡”, reiteró

-“¡Porque no te lo han permitido!”, gritó Mabel.

II

Afectado en su dignidad, crispado consigo mismo por su infantil e involuntaria reacción, afligido

por la ansiedad de ser objeto de una pasión inmanejable e indebida, pero de ardor irrefrenable, se

sentía exánime, como muñeco de trapo destrozado a tirones en los colmillos de un pit-bull que lo

batía a su antojo por los aires.

Aragón sintió el deseo de huir del lugar y salió aceleradamente al jardín. Se dio vueltas en el

estacionamiento de piedrecillas que antecedía a la fachada y volvió a ingresar a la casa. Subió por

la escala a grandes zancadas hacia el dormitorio. Una vez allí, se puso su chaqueta, no sin antes

asegurarse de tener tabaco, pipa y la llave de su auto. Luego bajó y encaramándose en el jeep

partió del lugar a toda velocidad.

La noche estaba estrellada, pero oscura. Los árboles y arbustos que limitaban ambos costados del

camino de tierra interior del condominio, pasaban a toda velocidad por su lado, iluminados sólo

por las luces del vehículo. Aragón seguía discutiendo consigo mismo, mientras manejaba hasta el

portalón del lugar. Antes de ingresar a la carretera, se detuvo por unos segundos y luego de

asegurarse vía libre, tomó rumbo a la ciudad.

Sintió un profundo impulso por llamar a Leonora y pedirle que se juntaran, pero los meses de

trabajo junto le habían enseñado que la iniciativa de verse, siempre estaba en las manos de la

joven. Las veces que Aragón le había propuesto alguna actividad ajena a sus reuniones de estudio,

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la muchacha siempre tuvo alguna buena excusa para rechazarla. Ricardo, empero, estuvo

persistentemente dispuesto cuando Leonora lo había invitado a tomarse una cerveza al barrio

bohemio de Villa Inclán o cuando le pidió que fueran a degustar comida indostana a un nuevo

restaurante, cerca de su departamento.

Sacó el móvil de su bolsillo y buscó el número de Leonora en el archivo. Cuando lo ubicó, apretó la

tecla de llamado, aunque inmediatamente cortó. Dejó el teléfono en el asiento de acompañantes y

encendió la radio. Difundían en esos momentos Carmina Burana, de Karl Orff, en su fragmento

más frenético. Aumentó el volumen del aparato y aceleró. Unos segundos después, volvió a tomar

el celular y marcó el teléfono de la joven. Tras cinco toques de llamado sin respuesta, Aragón

colgó. Miró su reloj, eran las 22 horas.

Justo cuando llegaba a la división del camino que llevaba al centro de la ciudad o aquel que seguía

hacia el departamento de Leonora, su celular sonó. Antes de contestar miró el visor. Su plexo se

estremeció: era ella.

Con una extraña sensación de arcadas nerviosas que interrumpían la vocalización de sus palabras,

Aragón respondió con voz fingidamente neutra, al tiempo que detenía el auto en un costado de la

carretera, a pocos metros de la conjunción de caminos.

-“¿Me estabas llamado?”, preguntó la joven.

-“Sí, pero por nada urgente”, respondió.

-“¿Hay algún problema?”, consultó intuitiva Leonora.

-“No”, dijo el profesor, quedándose en silencio y perfecta ataraxia. El breve silencio dio pie para

que la joven insistiera

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-“¿Estás seguro que no hay problemas?”.

-“Bueno”, dijo dubitativo Aragón. “Me echaron de la casa”, añadió con desganada jocosidad.

Leonora se quedó en silencio unos segundos y repreguntó como para asegurarse de que había

escuchado bien.

-“¿Te echaron de la casa? ¿Te echó Mabel?”

-“Sí”, contestó tajantemente Aragón

Leonora no pudo evitar preguntarle porqué. Ricardo dio una vaga explicación general, pero evitó

vincular su situación a la joven.

-“¿Y qué vas hacer?”, preguntó Leonora

Aragón quiso decirle que deseaba verla, pero se contuvo. Quiso decirle que en esos momentos la

necesitaba más que a nada. Pero calló y sólo atinó a decir que no sabía. Le dijo que estaba yendo

al centro de Villa Inclán a tomarse un trago y a ver en cuál de los hoteles se quedaría a dormir.

Hubo un profundo silencio al otro lado del teléfono y sólo escuchó la respiración de Leonora.

Ambos callaron por un rato indefinible.

Tímidamente la joven rompió el mutismo para preguntarle

-“¿Quieres venir a mi casa?”

La sangre se agolpó en la cabeza de Ricardo, en violento frenesí. Un fogoso brío se expandió desde

el periné hasta la boca del estómago; su hombría se encabritó y su voz, que escuchó ajena y

enrarecida, respondió más grave que nunca, afirmativamente: “Voy para allá”.

Leonora respondió suavemente: “Te espero”.

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Echó a andar el auto y se encaminó hacia el departamento de la joven. De pronto, desde sus

entrañas se levantó una ola de felicidad animal que no había sentido por muchos años. Se percibía

a sí mismo hermoso, brillante y poderoso, como un joven bucanero tras la conquista de un

cuantioso tesoro, rumbo a la corte para ser ennoblecido.

Cuando bajó del jeep que estacionó en el supermercado, su estómago estaba apretado. Aragón lo

endureció aún más en un afán de relajar su tensa postura. Sentía ganas de correr hacia el edificio,

pero se detuvo, conjeturando que la joven pudiera estar observándolo desde su ventana.

Tras ingresar al edificio, saludó cortésmente al conserje y llamó el ascensor. Una vez en el piso,

caminó por el pasillo hasta el departamento. Antes de tocar el timbre, se arregló el pelo y se pasó

impulsivamente las palmas de la mano por la cara. Cuando sonó la irritante chicharra, Ricardo

carraspeó preparando la voz para el saludo. Se abrió la puerta y allí estaba ella, con polera blanca y

cortos pantaloncillos de buzo gris, sin calzado y una coqueta pulsera en uno de sus tobillos, que a

Aragón se le antojó un irresistible fetiche erótico.

Leonora hizo pasar al visitante, cerrando la puerta con pestillo. La acción provocó en él una

voluptuosidad desconocida. Estaba eligiendo donde sentarse, cuando Leonora se acercó a

saludarlo. Olía a jazmín fresco y estaba sin pinturas, lo que subrayaba las bellas y juveniles formas

de su armonioso rostro. Aragón acercó la cara para besarla, como siempre, en la mejilla, pero

Leonora lo abrazó, tomándolo del cuello con sus brazos. El profesor se apegó a ella con todo su

cuerpo, mientras sentía como su masculinidad comenzaba a tomar parte en la sinfonía de

sensaciones físicas y espirituales que le provocó la demorada, pero anhelada cercanía.

Se mantuvieron unidos por segundos interminables. Cuando Leonora sintió la completitud de

Ricardo, con un suave movimiento se alzó hacia su cúpula, quedando en punta de pie sobre ella.

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Ambos, ajustando oquedades y presencias, se fueron conjugando a la perfección en un hermoso

retozo de macho y hembra.

Un embriagamiento mágico envenenó la sangre de estudiante y profesor, de aprendiz y maestro,

de mujer y hombre, arrasando como maremoto con todos los símbolos y signos civilizados que

habían mediatizado el innegable lazo que se había tendido. Liberada su esencialidad, se

concentraron en lo sustantivo. Con los ojos cerrados se entregaron a caricias que hacían vibrar

cada poro de los amantes.

Avasallado por una sensualidad que lo arrancaba de su mundo ordenado, tan pacientemente

construido, Ricardo tomó a la joven de la cintura, levantándola en sus brazos, aún fuertes,

mientras la mujer con un pequeño salto, lo abrazó con sus piernas alrededor de su cintura,

colgándose de su cuello.

Aragón retrocedió con la joven en sus brazos y se sentó en el sillón de tres cuerpos del living.

Mientras seguían arrullándose febrilmente, Leonora se quitó la polera dejando a la vista sus

hermosos y redondeados senos, firmes y bien proporcionados, que culminaban en dos bellos

pezones rosa, levemente erectos por la pasión. Aragón los besó con ardor, dándole suaves

mordiscos. La joven nuevamente tomó la iniciativa y le quitó la chaqueta y luego la camisa,

dejando al descubierto el bien mantenido tórax de Ricardo. Abrazados y mientras la besaba en

cuello y hombros, Aragón sentía la turgencia y suavidad de los compactos senos de la mujer

acariciando su velludo pecho.

Tras un rato, Leonora se levantó y tomando de la mano a Ricardo, lo llevó hasta su dormitorio. Sin

prender la luz, se quitó sus pantaletas y calzones, quedando completamente desnuda. Su silueta

se dibujaba entre fantasmagórica y mágica, a medio iluminar por las luces de la calle y los

continuos cambios de colores de los avisos luminosos que provocaban un sobrenatural efecto con

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las curvas y sinuosidades del hermoso cuerpo. Aunque no había música, en la cabeza de Aragón

sonaba una sinfónica con un millón de violines, los que en perfecta sincronía, dibujaban en el aire

una romántica aunque indescifrable versión de la 1ª Sinfonía de Brahms.

Aragón se desvistió rápidamente y se acercó a la joven que lo esperaba ya tirada sobre la cama.

Cuando con su muslo entreabrió las piernas de Leonora y sintió la lisura y firmeza de esas

perfectas y jóvenes extremidades, Ricardo estuvo a punto de vaciarse sobre ella, pero se contuvo,

no sin esfuerzo de voluntad. Montado sobre uno de los muslos de Leonora, con su rodilla

presionando el periné de la joven, comenzó a acariciarle cada milímetro, al tiempo que con sus

dedos manipulaba suavemente todos aquellos puntos que su experiencia le indicaba daría un

mayor goce a la mujer.

Sin querer apresurar el clímax, arrulló a la joven por largo rato, hasta que la propia Leonora pidió

ser tomada. Abriendo suavemente sus piernas, las afirmó desde los delgados y bien torneados

tobillos y las levantó delicadamente. Con los pies ya a la altura de cara, observó con detalle la

graciosa tobillera que la joven traía y se fijó, por primera vez, en la armonía de sus pies, de largos

dedos, cuidadas uñas y suave piel.

Se ubicó hincado frente a ella, con los posteriores de los jóvenes muslos chocando contra su

pecho, mientras sus rodillas rozaban la firme grupa de Leonora. Flectó las piernas de la joven y

acercó su miembro al de ella, colocándolo suavemente a lo largo de toda la extensión del tibio

nido, sin penetrarla. Dulcemente y por largo rato acarició el rosado brotillo femenino, el que se fue

tornando duro y sedoso, mientras los licores amorosos facilitaban sus movimientos.

Los gemidos de placer escapaban desde la garganta de la joven cuando sentía desplazarse

rítmicamente por su pequeño capullo, la dura y oleosa cúpula bermellón, vibrante y firme del

hombre. Un nuevo quejido aumentó la borrachera sensual de Ricardo, quien mareado de placer

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seguía moviéndose cadenciosamente, poniendo todo su empeño en gratificar a la joven leona,

como alumno retrasado que intenta pasar el examen de marzo ante una severa profesora.

En un momento indefinido, Leonora henchida de pasión carnal, bajó su mano y tomó la

masculinidad de Ricardo para ubicarla de punta, como una espada, contra su bajo vientre.

Moviendo sus caderas, buscó facilitar la entrada de Aragón hacia su más profunda oquedad.

Ricardo estuvo nuevamente a punto de verter todo su amor cuando recién entrando en la joven,

sintió la calidez que lo envolvía. El gozo que el momento provocó en el ya maduro macho se

multiplicó cuando, maquinalmente, como en un impulso nacido desde su más burda animalidad,

su coxis atacó con fuerza hacia adelante, sepultando la totalidad de su arma en el ya rendido

territorio.

El gemido casi unísono que la acción provocó en los amantes, agregó una marea indescriptible de

infinitud por la que ambos se dejaron llevar, perdiéndose en sus universos interiores, arrancados

de toda geografía conocida. De allí en adelante, los cuerpos parecieron operar autónomamente,

adquiriendo un ritmo maquinal que se iba acelerando en sus avances y retrocesos y que declinaba

para evitar el término prematuro de la obra, para volver a acelerar y a detenerse, hasta que ambos

no pudieron más que entregarse al estallido final. Sobrecogidos, parecían asistir al espectáculo,

desde fuera, abrazados y unidos los dos en otra dimensión en la que el inmedible gozo era tanto

carnal como espiritual.

Los guturales sonidos que surgen de los amantes en el momento del éxtasis, les parecieron ajenos,

perdidos como estaban en esa eternidad oscura y clara del placer perpetuo e irredento. Tras los

estertores finales, Ricardo se deslizó hacia una calma chicha; flotó sobre un tranquilo y

transparente lago ubicado entre nevadas montañas, montado en un águila real que chillando en la

altitud, volaba en círculos sobre un objeto sobresaliente del agua, que Ricardo creyó Excalibur.

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Leonora, en tanto, oscilaba como rebotando en un benji telúrico, entre bruscas subidas hacia la

dulce inconsciencia y pasionales bajadas hacia el bruto placer concentrado en su bajo vientre.

Sentía un goce inextinguible ante cualquier movimiento o latido interno del amor que Ricardo

mantenía en sus entrañas: su mera tibieza la hacía desvanecerse, perdiendo nuevamente la noción

de sus límites corporales.

Cuando las respiraciones de los dos se hubieron calmado y parecía que ambos se hundían en un

plácido sueño, Ricardo se retiró de Leonora lenta y cansadamente, como los ejércitos que vuelven

del campo de batalla, felices por el deber cumplido y por haber sobrevivido. Se acostó a un lado de

la joven y la observó detenidamente desde la punta de sus pies hasta su redonda cabeza coronada

con esa cabellera miel que ahora yacía enredada entre hombros y almohada, junto a él, muy cerca

de él. Suavemente pasó su mano por debajo del cuello y la abrazó para besarla dulcemente en la

boca. La mujer respondió sin energías, exhausta, satisfecha y feliz, sin abrir los ojos.

III

Ricardo se despertó repentinamente saliendo a tiempo del mal sueño en que estaba. Una enorme

marejada se abalanzaba sobre una pobre cabaña en alguna isla del Pacífico Sur, donde esperaba

algo o a alguien. Despejando los ojos, miró alrededor. Allí estaba Leonora, ya dentro de la cama,

durmiendo plácidamente. Se levantó cuidadosamente para no despertarla, buscando su reloj

pulsera que encontró tirado cerca de sus zapatos y calcetines. Eran las tres de la mañana.

Recordó a Mabel y la imaginó sola y llorando en su dormitorio. Un brusco movimiento en sus

entrañas precedió a una desagradable sensación de angustia y pérdida. Buscó su celular, pero

recordó que estaba en la chaqueta. Salió en puntillas del dormitorio para buscarla en el living.

Manipuló el móvil para constatar llamadas perdidas. Nada.

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Se tranquilizó y volvió al dormitorio. Cuando estaba entrando a la cama, Leonora despertó y le

preguntó que hacía. “Fui por un vaso de agua”, respondió Aragón. Luego se acostó y se acercó a

ella por su espalda, acunándola. Cerró los ojos e intentó dormir, pero miles de imágenes se

agolpaban en su campo visual interno, desordenadas, caóticas, como augurando malos tiempos.

Suspiró profundamente para estabilizar su respiración y volvió a besar el hombro de la joven.

Concentrado en lentas y profundas inhalaciones y exhalaciones, se dejó llevar por su desordenada

actividad mental, participando en ella como espectador. Sin darse cuenta, pronto estaba

durmiendo profundamente.

Una ligera mano se posó en su hombro y lo movió con suavidad. Abrió los ojos. Leonora estaba

bañada y lista. Ricardo preguntó la hora. Eran ya las 7.30 horas. Apresuradamente se levantó, se

duchó y sin afeitarse, se vistió. Aceptó tomarse la taza de café que le ofreció la joven y se preparó

para salir a la Universidad.

Leonora hojeaba el diario sobre la mesa del comedor, en pantaletas y polera. Mientras se ponía su

chaqueta, Ricardo la miró nuevamente por detrás, revisando cada detalle de su perfecta forma.

Sintiéndose observada, la joven se volteó y sorprendió al maestro en la admiración. Sonrió

adulada. El se acercó y la besó cariñosamente para despedirse. La joven respondió con afecto y

cuando se iba, lo tomó de la mano y volvió a darle un beso en la boca. Aragón sintió una leve

ansiedad.

Ya fuera del departamento, mientras esperaba el ascensor, Ricardo sacó su celular y buscó el

número archivado de su casa. Iba a marcarlo cuando el elevador llegó al piso. Se subió y esperó a

estar en la calle para intentar la comunicación. Eran las 8.10 de la mañana. Mabel debía haber

salido ya hacía una media hora. No obstante, presionó la tecla de llamado y esperó. Tras diez

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tonos de marcado, Aragón renunció al propósito. Subió al jeep y guió hacia la Universidad.

Durante el viaje, volvió a intentar con el celular de Mabel, pero no tuvo respuesta.

El tránsito por la vía 23 de Villa Inclán era endemoniado. Estimando demoras en su tiempo de

viaje, llamó a Gloria para que avisara al apoderado con quien tenía reunión a las 9.00 horas, que lo

esperara unos minutos, si se atrasara producto del “taco”. Gloria preguntó si había habido algún

accidente, extrañada por una congestión en la carretera que unía la casa del profesor con Espirito

Santo, habitualmente de baja circulación.

-“No, no ha pasado nada. Sólo tuve que ir al centro temprano, antes de la Universidad y estoy en

la ruta 23”, le explicó Aragón.

La secretaria asumió la explicación sin más consultas y le confirmó que avisaría al invitado de su

eventual retraso.

No hubo necesidad de explicaciones. Aragón llegó a su oficina a las 9.05 y el apoderado Landaez

apareció a las 9.15, excusándose por el insoportable y tradicional “taco” de la 23. Tras la

entrevista, Gloria ofreció un café a Ricardo, percatándose de su barba de dos días.

-“¿Está con alergia, profesor?, preguntó.

Pasándose la mano por la pera, Aragón asintió y le pidió que le comprara una máquina de afeitar

desechable en el kiosco de afueras de la Universidad. La mujer salió a cumplir la solicitud, mientras

el profesor ingresó a su baño privado para lavarse los dientes. Se miró y lo que vio no le gustó.

Estaba ajado, ojeroso, demacrado y la barba de dos días aumentaba el efecto del cansancio. Se

volvió a lavar la cara para quitarse el mal aspecto y haciendo espuma con sus manos y el jabón de

la Universidad, intentó reemplazar la espuma envasada que usaba habitualmente. Estaba en el

proceso cuando sonó el teléfono. Se secó las manos con la toalla y corrió a responderlo.

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-“¿Aló?”, preguntó, pero un espeso silencio se hizo en el otro lado de la línea. Volvió a consultar

pero quien fuera, prefirió cortar.

“Amigos de la Gloria”, dijo para sí y volvió al baño a enjabonarse la barba. Gloria llegó con la

afeitadora y tras golpear, se la dejó en el escritorio. Aragón la tomó y se rasuró con calma.

Mientras lo hacía, nuevamente el teléfono volvió a repiquetear. Esta vez respondió Gloria. Sin

embargo, desde el baño le fue imposible deducir con quien conversaba.

Luego de terminar y mirarse detenidamente en el espejo, sobarse las bolsas debajo de los ojos y

arreglarse el pelo, Aragón regresó a su escritorio. El intercomunicador sonó y Ricardo lo tomó con

desgano. Gloria le informó que había llamado Mabel.

-“¿Que dijo?”, preguntó aparentemente indiferente

-“Nada, quería saber si había llegado”, respondió Gloria

-“Ok”, dijo Aragón y sin dar mayores luces, colgó.

Encendió su ordenador y se enfrascó en los trabajos administrativos y académicos del día. Durante

la mañana no tuvo mayores interrupciones que las que provenían de sus recuerdos de la mágica e

inesperada noche con Leonora. La memoria viva y corporal de su experiencia amorosa reeditaba

en él reacciones hormonales que lo obligaban a acomodarse continuamente.

Al mediodía, su celular comenzó a sonar. Se levantó a buscarlo en su chaqueta, pero no alcanzó a

llegar para responder. Revisó las llamadas perdidas. Era Leonora. Marcó de vuelta. La joven

respondió simpática y alegre que sólo quería saber de él, agregando que lo echaba de menos.

Ricardo se sintió ridículo al responder que él también.

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Repentinamente su necesidad de verla o estar con ella parecía haber bajado de tono. Se puso

mentalmente en el escenario de que si esa misma frase la hubiera escuchado anteayer de boca de

Leonora, lo habría hecho muy feliz. Sin embargo, ahora, la afirmación lo comprometía, generando

intranquilidad respecto de su porvenir y, en particular, zozobra sobre lo que sucedería con Mabel.

Ricardo le aconsejó que siguiera leyendo a los autores que había elegido para sustentar los juicios

de la hipótesis, para que en conjunto hicieran una revisión en la noche en su departamento.

-“Hoy vuelve Alice”, dijo con un tono aniñado y rezongón que le hizo sentir a Aragón la diferencia

de edad. “Pero podemos trabajar hoy en la tarde en tu oficina”, agregó Leonora.

Ricardo tuvo emociones encontradas, pero ese viernes tenía citas en Rectoría y Comité que le

ocupaban la tarde entera.

-“Estoy plagado de reuniones”, le respondió, “tenemos que dejarlo para el lunes a las 10.30”.

Con el mismo tono, la joven le preguntó si podrían verse en la noche, para tomarse un trago en el

centro. Aragón se imaginó paseando de la mano por el boulevard de Valle Inclán y se espantó.

-“Veámoslo”, fue su evasiva respuesta.

Almorzó en el casino de la Universidad con la esperanza de divisar a Mabel, pero ella no apareció.

Paseó por los sectores de la casa de estudio que le gustaban y se fumó una pipa. A las 15.15 horas

volvió a su oficina y preparó los papeles para las dos reuniones vespertinas. Se despidió de Gloria y

se dirigió a sus encuentros.

A las 18.30 horas, cuando terminó su jornada partió en busca de su automóvil. Se subió y se dio

cuenta que se dirigía automáticamente rumbo al condominio. Se detuvo y poniendo reversa, se

devolvió para encaminarse hacia el centro de la ciudad. Mientras manejaba, nuevamente

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rememoró la increíble noche con Leonora e instintivamente tomó el celular para llamarla. Tras

apenas dos timbres respondió la joven.

-“Hola. Vamos a tomarnos una cerveza al centro”, le dijo Ricardo

-“Vamos, en 15 minutos estoy lista. Espérame en el estacionamiento del supermercado”,

respondió jubilosa la joven.

Cuando la vio acercarse a media distancia, volvió a embelesarse en toda su magnífica belleza, su

pelo al aire, trotando en dirección al auto. Sus jeans apretados, que destacaban sus bellas piernas

y grupa y esa fina chaquetita de piel de marta, sobre la blusa blanca y abierta hasta la juntura de

los senos, eran un espectáculo.

Justo cuando llegaba a su lado, nuevamente, sus vecinos, los Álvarez y sus cuatro chiquillos, salían

del local con el carro del supermercado, rumbo a su automóvil. A unos 40 metros del jeep de

Ricardo, la mujer gesticulaba en contra de algo, mientras el joven ingeniero químico intentaba

poner orden en su pequeño rebaño.

Instintivamente, Aragón se tiró hacia el asiento de acompañantes para evitar ser visto, no obstante

que Álvarez era un fanático de los vehículos y podía reconocer un auto a cien millas. La sorpresiva

zambullida del profesor extrañó a la joven quien, abriendo la puerta, le preguntó qué pasaba.

El respondió que trataba de recoger una moneda que se le había caído. Siguió aparentando una

búsqueda, mientras Leonora se sentaba y ajustaba el cinturón de seguridad. Se levantó cuando

coincidentemente el vehículo de los Álvarez pasaba frente a ellos, impulsando a Aragón a una

nueva sumergida. La joven lo miró extrañado. El profesor, avergonzado, reconoció que no quería

ser visto por sus vecinos del condominio. Leonora le recordó que lo habían “expulsado del

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Paraíso”. Aragón, haciendo caso omiso a la sentencia, echo andar el motor y enrumbó hacia el

centro cívico de Valle Inclán.

Eligieron un pequeño y agradable pub, casi en las orillas del centro viejo, al que habitualmente

iban parejas de jóvenes y adultos. Leonora era una mujer llamativa, por lo que Ricardo se sentía

permanentemente observado. Sobreponiéndose a sus paranoias, bebió dos whiskey en las rocas

con agua mineral sin gas, antes de proponerle a la joven ir a cenar hotel Regal, a unas dos cuadras

del lugar, en donde había un muy buen restaurant.

Leonor había tomado dos daiquiris y estaba comenzando a sentir los efectos del alcohol. Se reía

con cierto desenfado que atraía las miradas del resto de los clientes y conversaba a un volumen de

voz inadecuado. Afortunadamente, el diálogo había transitado por temas de estudio y nada

personal fue pregonado indebidamente. Dos veces Ricardo le pidió que bajara el tono, pero las

órdenes del profesor producían efecto contrario. Rebelde y ácrata en su esencia, Leonora se reía

de la compostura y conservadurismo de Aragón.

Tras pagar, Ricardo y Leonora salieron tomados del brazo. Ella cargando ostensiblemente su peso

sobre Aragón y caminando con cierta dificultad con sus tacones medio que la hacían ver muy alta,

casi del inusual porte de Ricardo. Caminaron tranquilamente por las calles empedradas del casco

antiguo de la ciudad y llegaron a la puerta del moderno Hotel.

Al ingresar, el corazón de Aragón dio un giro. En el bar, junto a otros amigos, estaba Antonio

Alcalde riéndose a carcajadas. Puso todos sus alertas y avanzó con la joven a su lado hasta el

recodo que daba a los ascensores. Llamó el elevador e inmediatamente se abrieron sus puertas.

Subió apresuradamente y apretó el piso 12, terraza, donde se ubicaba el restaurante. “¿Con quién

más me voy a encontrar?”, pensó aliviado luego que -al parecer- Alcalde no se percatara de su

presencia, ni compañía.

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Cuando llegaron al lugar, había pocas personas y todas desconocidas. Se sentaron en una mesa

arrinconada para dos y el mozo presto, antes de ofrecer cualquier cosa, les encendió una

romántica vela. El juego de medias luces en el rostro de Leonora produjo un efecto mágico en

Ricardo quien, al mirarla y recordar su encuentro de la noche anterior, le propuso quedarse en el

lugar. Leonora asintió entusiasmada.

Tras comer livianamente y beber un par de copas de vino y postre, Ricardo se levantó a la caja y

preguntó al empleado si podía cargar la comida a la pieza. El funcionario le consultó el número de

habitación. Aragón respondió que no tenía, pero deseaba quedarse. El hombre tomó el

intercomunicador y habló a recepción. Explicó la situación y a los pocos segundos le dijo que un

mozo le llevaría la llave a la mesa.

Mientras tomaban café, un bellboy se acercó a ellos y le entregó una tarjeta y un díptico dentro

del cual venía información y una boleta con el consumo y la pieza. El mozo esperó a prudente

distancia, mientras Ricardo hacía el cheque. Lo puso dentro del volante y lo llamó. Mientras,

Leonora miraba la tarjeta. La pieza era la 1221. “Números de buena suerte”, dijo en voz alta. Tras

terminar con el café, los dos se levantaron y se dirigieron a la pieza ubicada en el mismo piso.

IV

Fue otra noche que Ricardo no olvidaría jamás. El efecto disipador del alcohol desató en ellos una

brutal voluptuosidad que expresaron en una feroz batalla por la posesión completa de sus cuerpos

y almas, como dos demonios liberados. El “animal de dos espaldas” como lo describiera tan

precisamente Shakespeare, se desencadenó bestial y crudo. Leonora ofreció todos sus puertos y

Ricardo invadió cada uno de ellos con violencia inusitada, como descargando una furia contenida y

contradictoria que luego le resonaba pecaminosa y culpable, en aquellos momentos en que la

ternura alterna a la pasión.

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Ricardo había ingresado a la habitación, yendo directamente al citófono para pedir que le lavaran

su camisa, calzoncillo y calcetines y que lo despertaran a las 8.30 A.M. con desayuno a la pieza. El

sábado no tenía Universidad, pero le gustaba levantarse temprano. Tras aquello, sin preámbulos

había empujado a Leonora a la cama, una King Size glamorosamente vestida con cubiertas

floreadas de buen gusto y sábanas blancas bordadas. Se había tirado encima de ella, sin

desvestirse y la había acariciado apasionadamente.

Mientras jugueteaban había sonado el timbre de la pieza. La empleada de lavandería venía por las

prendas para lo cual pasó una bolsa y esperó fuera. Aragón se había desnudado, metiendo en el

saquillo los tres artículos y, sin ropa, con una toalla del hotel como pareo, lo había entregado a la

mujer por la puerta entreabierta.

Leonora, que seguía tirada en la cama, retozando, esperó que Ricardo cerrara la puerta para

llamarlo. Sacándose la toalla, quedó completamente desnudo ante la joven, blandiendo su

hombría en pleno. La mujer se levantó y tomó su miembro con cierta brusquedad que le hizo

soltar a Aragón un quejido de dolor. Ella riendo, comenzó a desnudarse al son del “Camaleón”, de

Herbie Hancock, que suavemente sonaba como música ambiental en los parlantes de la pieza.

Como experta desnudista, la joven comenzó a moverse y desprenderse de sus ropas con ritmo,

gracia y cruel sensualidad.

Aragón tomó palco, echándose en la cama con sus manos en la nuca, para gozar del magnífico

espectáculo privado. Cuando ya restaban sólo los brassieres y la pequeña tanga roja que se hundía

entre sus blancas y tersas posaderas, remedando alguna película erótica, Leonora comenzó a

imitar juegos de autosatisfacción, pasando grácilmente los dedos por sus entrepiernas, para luego

llevárselos a la boca, semejando la sensual succión de un helado.

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Siguiendo el ritmo de la música, la mujer provocaba rotundas pasiones en Ricardo quien, con su

masculinidad casi estallando en deseos, esperaba impaciente el término del show, aún cuando

tenía la pulsión, casi inmanejable, de levantarse y violentar a la bella mujer.

Leonora se fue acercando paulatinamente hasta que subiéndose a la cama, siguió, ahora sin

brassieres, bailando de horcajadas sobre la hombría de Aragón. El profesor, casi fuera de sus

cabales, tomó la cubierta frontal de la pequeña tanga y la desplazó bruscamente hacia un lado,

abriendo camino hacia la puerta de la ciudad. Leonora se acomodó gradualmente sobre el espolón

que golpeaba la sublime entrada y poco a poco se fue auto-infiriendo esa nueva herida de amor

hasta que devoró toda la vitalidad del ataque de Aragón.

Durante la noche, Ricardo asedió tres veces la defensa de la urbe prohibida y las tres veces

penetró en ella con sus huestes, sin piedad, en batallas en donde todo estuvo permitido. A las tres

y media de la mañana, ambos contendientes se durmieron, exhaustos, sin un aliento de vitalidad

más que desplegar, después de aquella apasionada guerra a muerte.

El teléfono de la habitación comenzó a repicar lejano e irritante a la hora señalada, mientras

Aragón intentaba responderlo en sueño, corriendo fatigosamente, con sus piernas débiles y

empantanadas, desde la cocina hasta el living de su hogar, creyendo angustiosamente que Mabel

lo llamaba por auxilio, sin él poder socorrerla. La opresión de la pesadilla logró quebrar el

cansancio y Ricardo salió así, a duras penas, de su denso sopor, para contestar el llamado. Tras

agradecer el servicio, se quedó por un rato de espaldas en cama, con los ojos cerrados, mientras

Leonora seguía plácidamente entregada al sueño.

Sacando desde su cofre casi vacío las últimas reservas de valor, Ricardo hizo un nuevo esfuerzo y

se levantó fatigosamente, colocando con cuidado sus pies en la mullida bajada de cama del hotel.

Se puso de pie, pero el peso de los años le mostró ocremente la cruda realidad. Sus huesos,

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173

coyunturas y músculos ateridos y rígidos lo obligaron por unos segundos a desplazarse hacia el

baño con el ritmo cansino de un perezoso fuera del árbol. Con pudor volteó para constatar si

Leonora observaba el triste espectáculo. La joven dormía apacible.

Una vez en el baño, tras probar su temperatura, se metió a la ducha y dejó caer abundante agua

tibia sobre su cabeza durante minutos, apoyándose con ambas manos contra la pared y sin

moverse de la posición hasta que sintió que el pesado velo de la noche se disipaba lentamente,

dándole nuevos bríos para iniciar el día.

Como siempre, se lavó los dientes y rasuró en la ducha y salió del baño secándose el pelo y la

espalda enérgicamente con la blanca toalla del hostal; fue hacia la puerta de la habitación y la

abrió para recoger la bolsa en la que estaban impecables y doblados cuidadosamente, calcetines,

calzoncillos y camisa cuyo lavado había pedido la noche anterior, mientras tarareaba a Mozart,

para despertar a la joven.

Leonora, tras taparse la cabeza con la almohada y de varios quejumbrosos alegatos y divertidos

mohines infantiles que demostraban simpáticamente su contrariedad por el inoportuno despertar,

se estiró en la cama y saludó al profesor con afecto. Fingiendo un mejor estado físico y de ánimo,

Aragón le infundió valor recordándole el desayuno por llegar. De un brinco, Leonora se bajó de la

cama, dándole a Aragón una nueva oportunidad de comparar y observar, a la luz del día que ya

comenzaba a despuntar, el espléndido cuerpo de la joven.

Ricardo se apresuró a colocarse la camisa, levemente azorado por las obvias diferencias de

plasticidad y tersura. Ella, cariñosa, se acercó al maduro profesor y lo besó dulcemente en la boca

y entró al baño. Mientras la joven se duchaba, unos leves golpecillos en la puerta anunciaron la

llegada del ansiado desayuno. Aragón, ya vestido, abrió y la camarera ingresó con un carrito en el

que humeaban dos tazas de fragante café que le recordaron sus desayunos en casa, dos vasos de

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jugo de naranja, tostadas con mantequilla y un par de pequeños envases de mermeladas de frutas

individuales. Tras despedirse amablemente, la mujer salió y Aragón atacó con furia de hambriento

una de las tostadas, al tiempo que sorbía con fruición el oscuro brebaje.

Mientras desayunaba sentado al borde de la cama, escuchó a Leonora alegar por algo que no

alcanzó a entender. Se acercó a la puerta del baño y preguntó. La mujer reiteró con molestia: “No

hay secador de pelo”. Aragón fue hasta el intercomunicador y llamó a conserjería. La mujer en el

otro lado de la línea respondió que el aparato se colgaba en un recodo del baño de la propia

habitación. Ricardo agradeció e intentó dar cuenta a Leonora dónde estaba. La joven no consiguió

ubicarlo, por lo que ingresó encontrando a la mujer aún húmeda, brillante, con su cabellera

mojada y perfecto perfil recortado contra la oscura pared del baño.

Respirando en el tibio ambiente que inundaba el lugar, el profesor no pudo evitar observarla con

una admiración que Leonora detectó sin dudas. Sonrió y se acercó sensualmente a Aragón quien,

tratando de evitar que mojara su ropa, intentó separarla. Pero luego que la mujer lo besara

apasionadamente, se rindió, dejándose llevar por un extraño placer que mezclaba un fuerte

impulso mental por volverle a hacer el amor, con una saciedad invernal que impedía cualquier

manifestación física.

El profesor respondió con besos con los que comenzó a copar cada parte del hermoso y juvenil

cuerpo mientras ella le acariciaba su masculinidad por sobre el pantalón. Ricardo fue inclinándose,

no sin volver a sentir dolores de cansancio en sus muslos y suavemente besó su vientre, luego sus

muslos y finalmente su nido, que la joven volvió a ofrecer gustosa, afirmándose del lavamanos

para abrir sus piernas.

Los gemidos de placer de la joven volvieron a hacer su efecto en Aragón quien, no obstante,

percibir claramente que su hombría no lograba la plenitud de la noche anterior, se dejó llevar por

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una suerte de pasión castrada que inundaba su cerebro, pero que mantenía su soma casi

independiente del voluptuoso acto. Durante minutos, que se extendieron excepcionalmente,

Ricardo acarició con su lengua el ya rendido sitio, haciendo que la joven se retorciera y quejara,

casi como en un rito de castigo sadomasoquista.

Leonora sintió de pronto como la invadía nuevamente aquella sensación de pérdida de conciencia,

de expansión al infinito, ese arrebato que la transportaba hasta un lugar indefinible, sin tiempo ni

espacio, y maquinalmente aprisionó con fuerza la cabeza de Aragón entre sus firmes muslos.

Ricardo se retiró suavemente y se levantó de su posición para besarla rabiosamente en la boca,

mientras la joven oscilaba entre aquella plenitud atemporal que la mecía y ese dulce dolor-goce

centrado en su bajo vientre.

Ricardo retrocedió para mirar el rostro de la joven en pleno éxtasis, el que, tal como en sus

ensueños, se le presentaba ahí con sus ojos cerrados, que destacaban largas y tupidas pestañas,

fosas nasales dilatadas, como para llenarse de todo el oxigeno disponible y su proporcionada y

sensual boca entreabierta, con su rosada lengua situada levemente sobre el borde de sus bellos

incisivos, más largos que el resto de sus blancos dientes.

Leonora sentía que sus brazos apoyados contra el lavamanos comenzaban a temblar debido al

prolongado esfuerzo, por lo que buscó un cambio de posición. Aragón, que había estado

plenamente consciente durante el acto, constataba con placer y cierta satisfacción masculina, el

devastador efecto de sus caricias.

Ella con sus ojos entornados aún por la delectación, lo miró y sonrió débilmente. Luego,

mostrándole la camisa y pantalones con un gesto, emitió un afable ruido, similar a una risa:

Ricardo estaba con ambas prendas completamente mojadas. Aragón le restó importancia, aunque

en su interior rogó porque la ropa se secara antes de que salieran del hotel. Fuera del baño,

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continuó tomándose el café y luego su jugo de naranjas, mientras se secaba con la toalla que había

dejado sobre la cama, como era su costumbre.

La mujer salió después de unos minutos y tras vestirse rápidamente, tomó un poco de café y el

vaso de jugo de naranjas. Luego volvió a ingresar al baño para secarse el pelo.

Cuando estuvieron listos, cerca de las 10 horas, ambos se besaron nuevamente antes de salir de la

pieza, mientras Aragón volvía verificar si la humedad de su camisa y pantalones era o no evidente.

Tras revisar la habitación, ambos salieron rumbo al ascensor. En el camino, se encontraron con

una de las mucamas que los saludó amablemente. Cuando se despidieron en el elevador,

quedaron de juntarse más tarde, en algún lugar cercano al departamento de Leonora.

Capítulo VIII

I

Leonora llegó esa mañana de sábado a su departamento antes que Alice, su amiga y co-

arrendataria, partiera a las oficinas de la aerolínea en el centro de Valle Inclán. Las dos se

saludaron cálida y aparatosamente, mientras la azafata le preguntaba, en tono cómplice, cómo

había estado la noche. La joven hizo un gracioso gesto con su cabeza, moviéndola rápidamente en

señal de “ni te imaginas”, lo que fue recibido por Alice como gran noticia.

Ambas iniciaron un comidillo en la que la amiga intentaba tener más datos del hombre que había

provocado tal efecto, mientras Leonora, siempre prudente, esquivaba las acometidas de modo

cordial y juvenil, prometiéndole que sería la primera en saberlo, “cuando las cosas tomen el curso

que deben seguir”.

Para Leonora, con relativamente poca experiencia, lo vivido esa noche y madrugada rompía una

serie de prejuicios con los que se había criado y educado. Sus padres, no obstante la temprana

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juventud más alocada de Carolina, fueron progenitores comparativamente conservadores en su

crianza y habían optado por enviar a su hija al Saint Margaret, exclusivo colegio para elites dirigido

por monjas británicas, con el propósito de asegurarle buena base en materias generales y el

idioma inglés.

Bruno, su padre, un abogado apenas un par de años mayor que Aragón, era querendón y liberal y

deseaba fundamentalmente que su hija fuera feliz. Leonora fue el primer vástago de la pareja,

cuando luego de tres años de matrimonio, Carolina accedió a embarazarse, no sin antes haberse

asegurado del estable y sincero amor que Bruno le ofreció desde el comienzo de un accidentado y

largo noviazgo.

Carolina era desconfiada, tal vez por las malas experiencias que había tenido con sus prometidos,

entre ellos, el propio Ricardo, quien sin explicación alguna había terminado con ella cuando su

corazón estaba henchido de pasión por ese “macho triste” del que nunca imaginó enamorarse.

Cuando adolescente, Leonora ya destacaba por su belleza e ingenio. Fue, por ello, una de las niñas

más codiciadas por los alumnos del San Gaspar, coligado del Saint Margaret, donde cursó hasta el

4º medio. Y aunque de fuerte personalidad, había trabado pocas relaciones amorosas con jóvenes

de su edad debido a una rápida madurez intelectual. Por lo general, sus noviazgos fueron con

hombres que la superaban en varios años, pues sus relaciones exigían de cierta admiración por

aquellos y no soportaba lo que denominaba “estupidez” juvenil.

Sin embargo, en ese juego de insatisfacciones emocionales con personas de su edad había sufrido

las consecuencias de su temeridad un par de veces, una de las cuales la padeció duramente al

enamorarse de un hombre casado que nunca se divorció, lo que la llevó a esa depresión que la

hizo renunciar a vínculos amorosos por varios años.

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Durante ese largo lapso, terminó a duras penas su carrera como profesora de gimnasia –no

obstante que veneraba la actividad física- la que reemplazó por una obsesiva compulsión por

escribir, continuando así con Literatura en la misma Espirito Santo. En los últimos cinco años –

antes de descubrir a Aragón- había sublimado sus naturales pulsiones mediante prosa y poesía,

aunque esta última, pensaba, no era un talento del cual hubiera sido dotada.

Cuando conoció a Ricardo, Leonora quedó prendada de sus conocimientos y se había propuesto

acercarse a él con el objetivo de conseguirlo como profesor guía para preparar una pre-tesis que le

permitiera ingresar a una Maestría en Literatura, así como tenerlo a mano, cercano y confiable,

para el análisis y crítica piadosa, aunque rígida, respecto de lo que pudiera generar en sus afanes

por escribir la novela de éxito con que soñaba.

Aunque le parecía un hombre físicamente interesante, su apagado radar sensual no le aportó en

esa ocasión mayor información sobre ese aspecto, sino sólo cuando percibió en el maestro esas

curiosas reacciones con que se conducía cada vez que la miraba o conversaba con ella. Le parecía

aún más divertido el tremendo afán que el maduro hombre desplegaba en aparecer lejano y

doctoral, aunque su gestualidad delatara, sin contemplaciones, la obvia atracción que sentía por

ella.

Sabiéndose poderosa y atractiva, Leonora había programado un acercamiento que lograra retener

al maestro por más tiempo que el que entregaba a un alumno cualquiera. Por eso, una vez que se

percató de la debilidad de Aragón, trabajó conscientemente el conjunto de señales indirectas,

propiamente femeninas, que tienden a mostrar cierta reciprocidad en los atractivos, pero que no

pueden ser decididamente aducidas por los hombres como indiciarias de algo concreto, desatando

así un conjunto de especulaciones que los van arrastrando hacia la obsesión y consecuentes

emociones que, en el caso del profesor, creía aplacadas y domeñadas.

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Sin embargo, cuando los hechos fueron derivando en situaciones que sobrepasaron los límites

presupuestados por la joven y, en especial, una vez que tras el inocente jugueteo del primer beso

se enterara que Aragón había sido novio de su madre, algo sucedió que transformó la manejable

situación en un torrente de sentimientos confusos y difusos, patéticos y desagradables, pero

también misteriosos y aviesamente atrayentes, que no sólo la empujaron a continuar la relación,

dejando de lado al culto, simpático y sin problemas Mendieta, para volver a curiosear en el alma e

intelecto del espinudo Aragón.

Aunque nunca supo si Ricardo había hecho el amor con su madre, lo suponía, y aquello le

suscitaba una extraña e intensa emoción que no podía definir. Sentía, lejana y difusamente, una

suerte de placer culpable en esa torva competencia con su progenitora, respecto de ese hombre

que bien pudo ser su padre. No descartaba que su propensión a preferir hombres mayores

respondiera a un Electra subsumido que podría explicar la fuerza con que detonó su ahora

redimensionado fracaso con Darío, ese maldito hombre seguro de sí mismo, insincero, arrobador

que le había destrozado el alma nada menos que a ella, la preferida de los hombres,

desvalorándola hasta el infinito, transformándola en una prostituta bíblica, llorona empedernida

que gritó por centurias en el desierto, arrojándose arena a la cara para esconderse, despreciada y

humillada de por vida.

Y allí estaba ahora, ensoñando esas noches de pasión desatada con Ricardo, comparando su placer

presente, con el absurdo dolor, tanto tiempo sostenido, tras la pérdida del despreciable hipócrita.

Luego de comentar con Alice las noticias de Estados Unidos y Europa y sobre los precios de

productos de belleza y ropas en los “sales” de Nueva York, ambas se despidieron presurosas, ya

cerca de las 11 de la mañana.

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Cuando quedó sola, Leonora miró su agenda y sin tener ninguna obligación académica, decidió

volver a acostarse para recuperar las horas de sueño perdidas con Aragón. Suspiró suavemente al

recordar esos últimos minutos con Ricardo y desnudándose, se metió a la cama. Las sábanas

estaban heladas, pero rápidamente se fueron entibiando con el calor del cuerpo de la joven, al

tiempo que colmada de imágenes y sensaciones interiores, fue conciliando el sueño hasta caer

profundamente dormida.

II

A las 14 horas, la molesta insistencia de la chicharra del timbre de su departamento la despertó

bruscamente. Poniéndose rápidamente su polera y pantaloncillos grises, fue hacia la puerta. Antes

de contestar, miró por el visor. Era Alice que, preocupada, comenzaba a llamarla por su nombre.

Leonora extrañada abrió la puerta y adelantándose a la pregunta, su amiga le explicó que había

olvidado las llaves. Ingresó presurosa, directamente a su dormitorio y las recogió del velador para

ponerlas a buen recaudo en una de las chaucheras de su costosa cartera Louis Buitton.

-“¿Estabas durmiendo?”, preguntó. Leonora respondió desganada afirmativamente. Alice se

disculpó, diciendo que la entretenida conversación de la mañana la había retrasado, por lo que

salió sin percatarse de su olvido. Ambas rieron y olvidaron el impasse. La aeromoza le preguntó si

quería comer, pero Leonora se excusó: “Aún no logro despertarme completamente”.

Tras dejar su bolso y chaqueta sobre el sillón del living, Alice, que había comprado comida china,

dispuso la mesa para dos y destapó los envases plásticos con arroz chaufán, pescado en salsa de

camarones y arrollados en harina de arroz frito con verduras de temporada. El olor de la comida

despertó el apetito de Leonora quien, antes de sentarse, tomó uno de los envueltos y untándolo

en salsa de soya, se lo comió de dos mordiscos. Alice que observó la acción, se rió y acusó

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burlonamente: “menos mal que no tenías hambre”. Ambas festejaron la broma y se sentaron a

almorzar.

Alice le contó detalles de sus recientes 15 días de ausencia, comentándole su salida a comer en

Nueva York con una pareja de amigos, el concierto de rock al que había asistido, el pésimo clima y

vuelo entre Miami y Boston y sus últimas compras en Macy’s, mientras que Leonora la informó de

sus avances en la investigación que realizaba para ingresar a su ansiada maestría.

Mientras Leonora le contaba las complejidades de su propuesta y el tema abordado, la aeromoza,

con mayor experiencia que ella, le preguntó sorpresivamente:

-Con todo lo que trabajas en tus temas ¿no será que estás metida con algún profesor?

Leonora casi se ahogó con el arroz que había llevado a su boca al momento de la consulta, por lo

que expelió la comida explosiva y sonoramente, haciendo saltar de su asiento a Alice para evitar

ser regada por ella. Las dos mujeres comenzaron a reír nerviosamente, sin poder contenerse,

mientras Alice de pie, la apuntaba con su índice de modo burlescamente acusador y Leonora se

levantaba al baño para limpiarse.

Cuando el repentino embate de emociones amainó, las dos volvieron a sentarse, aun en medio de

cierta inercia de aquellas risas que dieron comienzo al momento e intentaron un diálogo que

siguió interrumpido por repentinas carcajadas conjuntas.

-“¡Estás loca!”, dijo Leonora

-“¡Nada de loca!”, dijo Alice, en medio de nuevas risas

-“¡Cómo se te ocurre!”, retrucó la joven, también riendo. “No volvería a caer en el mismo error”,

agregó

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-“¿Y por qué esa reacción? ¿Te gusta tu profe?”, atacó la azafata.

Leonora, aún limpiándose algunos granos de arroz que no había eliminado, miró su polera y

pantaloncillo, tranquilizándose bruscamente. Luego hizo un silencio que Alice siguió atenta a la

espera de la revelación.

-“Parece que sí”, dijo Leonora, sin mirar a su amiga.

Alice se tapó la cara con las dos manos y volvió a reír, aunque esta vez, contenidamente,

repitiendo por entre los dedos: “¡Estás loca!”. Leonora calló por unos momentos y explicó:

-“Es un hombre mayor. Pero tiene una fuerza espiritual increíble. Es inteligente, cariñoso,

apasionado, amante. Me hace sentir una diosa. Me devuelve la seguridad en mi misma. Me siento

protegida y respetada. Dominante y dominada. Pero también deseada y perversa. Extrae de mí no

sólo mi romanticismo, sino también mi “puta” interior”, afirmó con dureza, soltando otra

andanada de hilaridad, que Alice acompañó con la suya.

-“¿Y cómo es físicamente?”, preguntó la azafata.

Tímidamente Leonora describió a Ricardo, aunque evitando declarar su edad. Curiosa, la aeromoza

se la preguntó. La joven mintió afirmando que la desconocía, aunque ante la insistencia de Alice, la

estimó en unos 50 años. Aragón, en efecto, representaba menos edad gracias a su bien mantenido

físico, pero Leonora parecía temer que aumentar más allá de veinte años la distancia entre ella y

su amante fuera motivo de reprensión o crítica de su amiga, cuya personalidad taxativa y

autosuficiente Leonora admiraba, pero al mismo tiempo la asustaba, por lo definitivo de sus

aseveraciones.

Alice rio con complicidad y sonriendo le dijo:

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-“Ahora me explico tu cara de esta mañana”. Ambas rieron.

Mientras volvían a degustar un par de bocados más, la azafata le confesó que unos años atrás, en

París, había tenido una breve aventura con un pasajero italiano, un ingeniero civil que trabajaba

para la industria petrolera saudí, de unos 50 años, hombre de mundo, culto y divertido, que

además se mantenía un perfecto y cuidado estado físico. Salieron varias veces a comer, la llevó a

conciertos y a exposiciones, aunque ella, aún sin cumplir los 30, se resistía a entablar una relación

con un hombre mayor. Sin embargo, reconoció que una noche antes de que él partiera

nuevamente a Ryad, tras una regada comida en el Waldorf Astoria, donde se hospedaba, cayó en

la tentación de aceptar subir a su habitación.

-“Y pasó lo que pasó. Fue increíble”, dijo Alice, sin mirar a su amiga.

Leonora comenzó a sonreír levemente mientras miraba los ojos de la azafata y como penetrando

en su mente a través de las negras pupilas que centraban los azules iris de Alice, ingresó en el

arcón de sus propias memorias, frescas y recientes, recordando el momento en que Ricardo la

besó y amó en el baño del hotel.

No pudo contener otra andanada de risas que su compañera siguió con igual gana. En un gesto de

solidaridad, ambas se levantaron de sus asientos y se abrazaron. Sin hacer mayores comentarios,

Alice le ofreció una taza de café, pero Leonora lo rechazó diciéndole que iba al baño.

Ingresando a la cocina, la aeromoza preguntó:

-“¿Es casado?”

Leonora, que ya iba en el pasillo, se detuvo y tras unos momentos de silencio respondió:

-“Está separado…”.

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III

Aragón, que llevaba ya poco más de una semana fuera de casa hospedándose en el Regal, había

estado vistiendo la misma combinación de chaqueta y pantalón y enviando diariamente a la

tintorería la camisa, ropa interior y calcetines con que vestía el día de su partida. Decidió que ese

martes, cuando Mabel no estuviera, iría a rescatar algunas mudas para evitar que Gloria y/o sus

colegas pudieran deducir algún problema familiar de su repetido atuendo, aún cuando, por lo

general, no destacaba por un ropero muy variado.

Llegó al condominio alrededor de las 10.30 horas. Su ingreso al lugar le trajo a la memoria un

millar de imágenes y recuerdos de su agradable y apacible vida con Mabel. Al llegar a la casa, el

olor de los jazmines y rosas inundaba el lugar. El sonido de las piedrecillas del estacionamiento

bajo la presión de los neumáticos de su jeep se le antojó tibiamente recompesador de los días

fuera del hogar y supuso que sería feliz si Mabel lo llamara para reconciliarse. Sin embargo, la

calidez de esos recuerdos se estrellaba con la candente fogosidad de su nueva relación,

provocando en Ricardo una desazón de la que huía, desviando su atención de aquellos recuerdos.

Tras abrir la puerta, los aromas y olores de su hogar, que le fueran tan habituales hasta pocos días

atrás, le sugerían ahora un espacio y tiempo lejano, añorado, pero obviamente ajeno, implicado

como estaba ya en las artificiales fragancias de su pieza del hotel, donde habían transcurrido

“siglos” de su vertiginosa existencia presente. Decidió que si no había más solución que seguir

solo, se arrendaría un departamento en aquellos nuevos edificios que se estaban vendiendo en el

área de Bosques de Inclán, a media distancia entre el condominio y la Universidad.

Subió al dormitorio, donde las cosas estaban exactamente como las recordaba. Miró en rededor y

sintió un leve retortijón en su estómago que lo hizo moverse rápidamente hacia el closet en el que

guardaba su ropa. Allí estaba todo en orden. Sacó dos chaquetas de diverso color, pantalones y

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cinco camisas, calzoncillos y calcetines y los echó desordenadamente en la maleta azul de cuero,

aquella con que habían viajado juntos por Europa con Mabel. La cerró y bajó.

Antes de echar a andar el automóvil, Ricardo volvió a mirar la casa y su entorno. El silencio de

siempre le parecía ahora funesto. Hubiera querido que al menos los pájaros estuvieran cantando

para cubrir la sensación de abandono y culpa que se apoderaba de sus entrañas, provocándole

una molesta sensación de nostalgia, culpa y frustración. Inspirando una buena cantidad del fresco

aire de la mañana valleinclana en los suburbios, Aragón hizo andar el motor y salió lentamente del

estacionamiento, rumbo a la ruta interior que lo llevaba a la carretera.

Mientras viajaba de vuelta al Hotel, sacó cuentas del gasto semanal en lavado de camisas y el

costo de la habitación y comidas, así como los adicionales que había pagado con motivo de las

visitas de Leonora a su pieza. Se dijo que la alternativa del arriendo de un departamento pequeño

en Bosques de Inclán, era más conveniente, aunque el gasto de instalación en muebles y

artefactos electrodomésticos era una inversión alta. “Y si vuelvo con Mabel, todo eso quedará

botado”, se decía. Pero luego contra-argumentaba recordando que, lo más probable era que su

matrimonio estuviera definitivamente quebrado, no obstante que hasta ahora, había sido muy

discreto en su relación con Leonora.

“Mientras no se sepa, aún existen posibilidades de retorno”, pensó en una segunda voz que lo

sorprendió, pues descubría que una parte de sí mantenía la curiosa y admirable esperanza de

reconstruir su matrimonio. Recordó a Mabel con pesadumbre. Cuando aquello le sucedía, su

autoimagen tornaba en la de un hombre vil, cruel, ingrato, traidor, tendiendo a hundirse en un

ánimo gris, macilento como la cara de la muerte. Se sentía sin esperanzas, rendido a una

decadencia moral sin límites, autodestructiva y malsana que no sabía o no podía evitar. El placer

de las noches con Leonora trocaba así en indecencia, en hedonismo infausto, en aciaga corrupción

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del alma y cuerpo. Se veía a sí mismo como un padre disoluto, arrastrado por lo peor de su

animalidad, sin derecho siquiera a mirar a los ojos a Marcela o Ricardito.

Tratando de sortear la avalancha de recriminaciones, Aragón siguió razonando sobre su próximo

cambio a un departamento y buscó soluciones más practicas que sumaran las ventajas del

arriendo sin tener que invertir en muebles y artículos de casa. Tomó su celular y llamó a Berroales.

Tras solo dos ring del teléfono, la típica voz del profesor irrumpió en un mensaje grabado

informando que no podía responder en ese momento y que dejara su teléfono para comunicarse

después. Aragón no quiso dejar mensaje y colgó.

Tras llegar a los estacionamientos subterráneos del Regal, llamó el ascensor y subió hasta el cuarto

piso, donde se hospedaba. Abrió la puerta de la habitación pasando la tarjeta que hacía las veces

de llaves e ingresó a la fría pieza, iluminada con el sol de la mañana. Colgó sus chaquetas y dejó

camisas y ropa interior en los cajones del amoblado que había frente a su cama. Luego volvió a

bajar a los estacionamientos y tomó rumbo de regreso a la Universidad.

Mientras conducía, encendió la radio del vehículo en la que difundían el “Invierno” de las Cuatro

Estaciones de Vivaldi. Mabel volvió a invadir sus recuerdos, esta vez con mayor fuerza. La veía

acostada a su lado, leyendo y escuchando su querida música barroca, mientras le conversaba algo

que su memoria no conseguía reproducir y que sólo presentaba como imágenes de un televisor

que trasmite sin audio. Aragón tragó saliva para evitar que el nudo en la garganta se transformara

en un quejido.

Bajando el volumen de la radio, insistió en el llamado a Berroales, el que esta vez consiguió.

-“Aló, Jorge, como estás”, saludo con fingida energía Aragón

-“Hola Ricardo, que bueno escucharte”, respondió Berroales

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-“Quiero pedirte un favor”, le dijo. “¿Sabes cómo pudiera arrendar un departamento sin tener que

invertir en muebles?”

Berroales quedó en silencio por unos breves segundos y curioso preguntó

-“¿Qué pasó?”

-“Nada”, dijo Ricardo. “Sólo quiero saber si conoces algún modo de hacerlo”

-“Bueno. Para eso están los apart-hotel”, dijo el Berroales, sin insistir y explicándole su función.

Ricardo agradeció la información y le dijo que lo vería en un par de minutos, cuando llegara a la

Universidad.

-“¿Estás bien?”, preguntó nuevamente indiscreto Jorge.

-“Si”, respondió. “No te preocupes. Allí hablamos”.

Ambos se despidieron amablemente y Aragón continuó su viaje al campus. Cuando arribaba, vio a

la distancia el Volkswagen de Mabel estacionado en el parking de la Facultad de Artes. Su corazón

dio un pequeño salto. “Apart Hotel”, se dijo a sí mismo, sonriendo por las derivaciones que el

termino implicaban para su situación: “aparte”, “separado”. ¿Qué será de Mabel?, se dijo.

Apenas ingresó a su oficina, Gloria le dijo que el empresario Gallegos lo había llamado tres veces y

que necesitaba urgente hablar con él. Aragón hizo un gesto de malestar y le pidió que lo

comunicara telefónicamente. Se sentó en su sillón detrás del escritorio y con las manos juntas

sobre la mesa, tamborileó sobre la cubierta a la espera del llamado. Cuando sonó el

intercomunicador, Aragón lo tomó de inmediato y con voz fingidamente amable saludó a Gallegos.

Como siempre, se trataba de un detalle sin importancia sobre los Juegos de Verano que el

empresario apoyaba y cuyas fechas de realización se acercaban.

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IV

Mabel, al igual que Ricardo, había mantenido su discusión conyugal prudentemente en secreto,

siguiendo sus rutinas sin variaciones, aunque tanto sus amigas de gimnasia, como alumnas y

colegas, habían notado cierta melancolía en su rostro, lo que ella atribuía a la distancia y añoranza

por sus hijos en el exterior.

Durante la semana y días en que se había quedado sola en el enorme caserón, había llorado casi

diariamente por las noches, mientras escuchaba a Bach, Couperin, o Boccherini, aunque sus

expresiones de debilidad por la ausencia de Aragón se combinaban con una profunda rabia frente

a la injusta traición.

Había telefoneado a Marcela y Ricardo un par de veces, llamando la atención de sus hijos,

acostumbrados a comunicarse con sus padres mediante correo electrónico o acuerdos para hablar

vía Internet a través de Skype. Cuando le habían preguntado por el papá, Mabel había respondido

que se encontraba trabajando, preparando papeles y exámenes de fines de año, evitando

informarles de la situación para no preocuparlos.

Dormía mal. Se acostaba temprano tratando de conciliar el sueño rápidamente, después de días

atiborrados de tareas auto-impuestas, pero inevitablemente despertaba en las noches, al menos

un par de veces, alertada por ruidos y crujidos que no había escuchado cuando dormía junto a

Ricardo; o porque angustiosas pesadillas en las que se veía sola en medio de la nada, la

mortificaban de tal modo que su cerebro superviviente la rescataba, trayéndola de vuelta a la

ingrata realidad. Una vez despierta, debía prender la televisión para volver a dormir, fictamente

acompañada por el ruido ambiente de las pueriles conversaciones de los late shows españoles que

sintonizaba con ese único propósito.

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Enfrentada a su ira, Mabel hacia más ejercicios que nunca para evitar el stress y una eventual

depresión que la tenían aún más cansada, aunque entera y segura de sí misma como siempre,

frente a sus colegas, amigas y estudiantes. Así y todo, varias tardes estuvo a punto de tomar el

teléfono para llamar a Aragón y conversar, pero se había contenido hasta que no sintiera que

aquel encuentro la hallaría emocionalmente firme para no producir ni en Ricardo, ni ella misma,

esa malsana emoción de autocompasión o conmiseración que había detestado toda su vida.

Los preparativos de la fiesta de cumpleaños de Ricardo habían quedado en suspenso. Pero ese

sábado, tras llegar sorpresivamente a visitarla para copuchar un rato, Mabel pasó buena parte de

la tarde en su casa junto a los Mendieta y sus cuatro hijos. Cuando partieron, sintió el lugar aún

más vacío cuando se silenció aquel rumor de los tres mayores jugando a la pelota en el patio con

su padre, así como la insípida conversación de Mariela, la mujer y los llantos del menor, que aún

llevaba en brazos. Luego, buscando en qué evadirse, se había encontrado en su cartera con la lista

que preparaba para esa oportunidad.

Cuando miró la fecha, se percató que ya quedaban sólo algunas semanas y sintió un fuerte

impulso por llamarlo, aunque su cólera por la conducta de Ricardo la había detenido, en especial

porque estaba convencida que no debía dar el primer paso por ningún motivo, aunque muriera en

el intento, y suponía que Ricardo debía llamarla en breve, si es que quería sostener el matrimonio.

Las imágenes de Aragón besando a la muchacha Santoamor eran un magnífico freno, apalancado

en su brioso orgullo, pero al mismo tiempo, una daga que, utilizada, si bien cortaba de raíz sus

eventuales debilidades, también hería profundamente la palma de la mano que la blandía.

Convencida de su legítima y justa posición, Mabel sacaba fuerzas de la propia debilidad que el

profundo amor por Ricardo le donaba, pues desconocía al hombre que la había traicionado. Pero

seguía adorando a aquel que le había dado esos dos hermosos hijos suyos y años de felicidad y

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afectos compartidos. Oscilaba entre la rabia y el perdón, aunque este último, estimaba, debía ser

solicitado, porque quien había cometido el delito no era ella, sino ese desconocido hombre

maduro, caído en tentación ridícula, sin sentido, ni destino.

Sin embargo, el silencio de Aragón se había extendido más allá de cualquier expectativa razonable

de Mabel, lo que reforzaba su idea de que su esposo estaba enredado con la niñita Santoamor.

Aunque no había querido mover más el tema en la Universidad, por temor a que la situación

tornara en escándalo, ella había seguido uniendo piezas y la constatación de que Ricardo había

estado en la casa para llevarse más ropa, la puso en mayor tensión. Se dispuso, pues, a una guerra

prolongada y se preparó para confrontarla del mejor modo posible.

En otra noche más de desvelo, ese jueves previo a los Juegos de Verano, Mabel tomó uno de los

libros de Plástica que dejaba en su velador para intentar provocar el sueño e intentó leer. Sin

poder concentrarse, tomó el control del televisor y lo encendió. Mirando sin ver, se dejo llevar por

las imágenes que, más fuertes que las que emanaban del aparato, le llegaban abrupta y claras

desde su inquieto interior.

Sabiendo que los juegos de verano de Espirito Santo eran una oportunidad de tropezarse

“inesperadamente” con Aragón, Mabel comenzó a planificar el probable encuentro con cuidado y

precisión militar, imaginando desde su vestimenta, hasta el lugar y momento del choque con el

enemigo.

Faltaban poco menos de 24 horas para el suceso que reunía a toda la comunidad universitaria y

sociedad valleinclana en esos dos días de jolgorio de los que tradicionalmente habían surgido

amoríos y quiebres, aventuras y amistades, ilusiones y desilusiones, que se proyectaban en las

muchas parejas del lugar que, por décadas, habían iniciado su vínculo en esas fiestas, culminado

con la formación de varias de las familias bien habidas de la ciudad.

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191

Los juegos se iniciaban a las 0 horas del último viernes de noviembre y se extendían hasta

domingo. Los fuegos artificiales disparados, justo a la medianoche, desde el campanil ubicado en

el centro de la Universidad y que iluminaban y estremecían el campus y el parque adyacente

durante 15 minutos, daban la partida oficial al espectáculo que convocaba a buena parte de Valle

Inclán.

La tradición indicaba que para asistir era menester ingresar a la casa de estudios disfrazado y

enmascarado, aunque sin normas respecto del tema. Se mezclaban así miles de estudiantes,

profesores y jóvenes y adultos, transformados cada cual en un personaje, conformando un cuadro

de onírica belleza en donde piratas, hadas, extraterrestres, militares y monstruos, pululaban por

las callecitas, pasillos y pasajes de Espirito Santo, por prados y senderos del parque, como en

noche de brujas adolescentes y adultas.

Mabel pensó en vestirse de juvenil enfermera, con blanco delantal y cortas faldas, una alba cofia y

boca bien pintada, zapatilla y medias blancas y una negra liga al muslo que asomara coqueta a

cada paso. Pero reprimió la idea, por considerarla demasiado audaz y evidente. Luego acarició la

imagen de asistir como atleta olímpica, con malla y traje de baño ajustado, para convenir

finalmente en un disfraz que mezclaba su estado de ánimo con su personalidad conservadora: iría

de monja, aunque con hábito corto y sólo un pañuelo negro adosado a su pelo.

Se figuró a Aragón vestido de poeta, como casi siempre lo hacía, con boina y pipa, la pequeña

máscara negra de raso y esa absurda banda que se cruzaba al pecho en todos los juegos. Pero esta

vez lo veía acompañado de su musa, la niñita Santoamor, disfrazada con un blanco vestido de gasa

casi transparente, adosado a su juvenil cuerpo, como toga romana corta, coronada con un cintillo

de laureles y flores, caminando de la mano por en medio del campus, pavoneándose. Un pequeño

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192

golpecillo interior en su plexo e intestinos le dijo que el cuadro le hacía daño y moviendo su cabeza

rápidamente, como para remecer la idea, volvió a planificar el momento.

La hora y lugar sería a eso de las dos de la mañana, cuando hubieran terminado las competencias

internas de Facultad, en las que se nomina a sus representantes ante los juegos generales. Ella

había ganado en repetidas oportunidades la carrera femenina en sacos. Su aún juvenil resistencia

y agilidad la hacían imbatible respecto de su Escuela, incluidas sus alumnas.

Llegaría pues al foro de la competencia final, en la que Aragón era habitualmente jurado y

nuevamente derrotaría a sus contendores, como el año antepasado. Luego se acercaría al podio

para recibir su premio. Ricardo sería el encargado de colocarle la medalla. Cuando estuviera a su

lado, preocupado y nervioso, ella se inclinaría egregia como diosa griega para dejarse ubicar el

galardón en su cuello. En ese momento, Aragón, arrastrado por la pasión, no soportaría y la

besaría alocadamente. Sonrió divertida por sus especulaciones.

Prefirió un escenario más trivial, pero realista y decidió que tras los juegos de cada Facultad, a eso

de las dos de la mañana, concurriría a Literatura a buscar a Rosa, su amiga. Pasaría con ella a

saludar a Berroales y/o a Gloria y, sin desearlo, se encontraría con Ricardo, a quien saludaría,

como si nada, con un beso en la boca, especialmente si la jovencita estaba merodeando, “porque

en la Universidad nadie sabe lo que está pasando”.

Volvió a sonreír y tras apagar el televisor y dejar el libro en el velador, intentó dormir. Al ubicarse

de costado, como siempre lo hacía y estirar las piernas hacia el lado en que dormía Ricardo, no

sólo el frio de la sábana, sino la ausencia de compañía, la remeció y volvió a sentir pena. Como si

hubiera enviudado repentinamente.

V

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193

Tal como estaba presupuestado, justo a las “cero” horas del viernes de la última semana de

noviembre, inmediatamente después del discurso de bienvenida del Rector Rojas y el Arzobispo, el

estallido de cinco hermosas volutas de diversos colores que se expandieron en el cielo por sobre el

campanil de la Universidad, con acometedor estruendo, dieron inicio a la nueva versión de los

Juegos de Verano de Espirito Santo.

La tronadera de fuegos artificiales que se abrían en el aire dibujando distintas figuras y despliegues

asemejaba a una concluyente batalla entablada entre baterías enemigas a corta distancia, sacando

cada vez, exclamaciones de admiración de los miles de valleinclanos que se habían reunido en

torno al espectáculo.

Aragón, ubicado como siempre en el escenario que se instalaba para las autoridades civiles y

eclesiásticas frente al campanil para que dieran inicio a los Juegos y gozaran cómodamente de los

fuegos de artificio, estaba disfrazado apenas con su típica banda y vestía su chaqueta gris clásica y

suéter negro subido que le daban ese aire intelectual que lo caracterizaba.

Mabel, vestida de monja, con un pañuelo atado a su pelo que ya asomaba algunas canas, suéter

negro, camisa blanca abrochada al cuello y vestido, medias y zapatos negros, lo observaba a la

distancia, desde la plataforma en la que se ubicaba el resto de los asistentes.

Ricardo había tratado de ubicar a Mabel en la muchedumbre, aunque sin éxito, tanto por la

cantidad de presentes, como por su presbicia. Sin embargo, había encontrado sin problemas a

Leonora que, muy cerca del escenario, se había disfrazado de soldado, combinando una antigua

guerrera de húsar, de color rojo y doradas trenzas, con pantalones verdes de fatiga y bototos

negros sobre la canilla, la hacía lucir extrañamente atractiva y deseable. Un pequeño quepí negro

coronaba su aspecto que no pasaba inadvertido para el conjunto de jóvenes y mujeres de su edad

que la rodeaban. Desde lejos, cuando percibía que Aragón la observaba, ella sonreía.

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Tras los ensordecedores 15 minutos de fuegos, los parlantes ubicados en todo campus lanzaron el

himno de la Universidad y luego, el locutor oficial invitó a las distintas Facultades a iniciar sus

juegos internos para seleccionar a quienes participarían en los juegos generales a las 2 de la

mañana.

Los asistentes comenzaron a desplazarse por el campus rumbo a sus respectivas fiestas internas.

Mientras Leonora esperó que Ricardo bajara del escenario para caminar juntos hacia la Facultad

de Literatura, Mabel se quedó entre el público para observar qué haría su esposo. Desde prudente

distancia se percató que Aragón caminaba hacia su escuela, acompañado del rector, curas y otras

autoridades, mientras a unos metros de él se ubicaba la joven que conversaba animadamente con

otras compañeras disfrazadas de brujas, hadas, piratas y princesas árabes. Aún todos sin sus

máscaras, cuando regresaran al lugar para los juegos generales, esconderían sus caras detrás de

aquellas, como era tradición.

Cuando se convenció que nada parecía haber cambiado, Mabel tomó dirección hacia su escuela,

casi trotando, para unirse al resto de los profesores y estudiantes de su facultad y de mejor ánimo,

bromeó con unas alumnas que le elogiaron aparatosamente su vestimenta.

Tal como era previsible, Mabel ganó la carrera de sacos y quedó seleccionada para las finales en

los juegos generales. Durante la hora y media en que se extendieron las diversiones en su facultad,

Mabel escapó de las preocupaciones que la habían embargado en los días anteriores y se integró

alegremente a los esparcimientos, consistentes en tradicionales entretenciones del campo, tales

como palo ensebado, un pilar de madera de unos 3 metros, completamente embadurnado de

grasa que dificulta el agarre y que debe ser subido por los competidores hasta su tope; carrera del

huevo, que implica correr con una cuchara en la boca, sosteniendo un huevo crudo en ella; atrapar

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gallinas o cerdos pequeño sólo con las manos; competencias de obstáculos; de comidas y

similares.

Cuando los representantes de cada unidad estuvieron elegidos, paulatinamente profesores,

estudiantes y público comenzaron a retornar a la plataforma central de la Universidad para iniciar

las competencias generales. Nuevamente, Mabel se concentró en la búsqueda de Aragón. A las

2.30 recién el locutor oficial dio inicio a los juegos generales, anunciando el jurado que los

supervigilaría. Tras escuchar los nombres, Mabel se inquietó: Aragón, que habitualmente había

actuado como tal, no estaba. Miró hacia el escenario, atiborrado de personas que se subían sin

orden, pero no pudo ubicarlo.

Tan pronto anunciaron la competencia de carrera en saco, Mabel debió partir a la meta sin poder

aún ubicar a Ricardo. Molesta, se calzó el saco de crea blanca y se dispuso a esperar el pitazo. Tras

escucharlo, comenzó a saltar ágilmente, dejando rápidamente a buena parte de sus contendores

atrás, aunque se vio superada por una joven alumna de educación física que luego le sacó varios

metros de ventaja. Azuzada por su escuela, Mabel hizo esfuerzos por alcanzarla, pero la muchacha

parecía imbatible. Cuando llegó al punto de retorno, Mabel hizo un mal paso que la llevó al suelo,

aunque se levantó velozmente y continuó en carrera. Pero la chica de Educación Física ya le había

sacado metros inalcanzables. Mabel se debió conformar con un digno segundo puesto que fue

cálidamente aplaudido por su escuela.

Varias de sus compañeras profesoras y alumnos se le acercaron para levantara en andas, a lo que

Mabel accedió, no sin antes alegar que sólo había llegado en segundo lugar. Así y todo, la escuela

le brindó un homenaje de campeona. Más preocupada por la ausencia de Ricardo, Mabel

prontamente fue desligándose de los elogios y furtivamente se apartó del grupo para iniciar la

búsqueda de Aragón.

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Tras constatar que no estaba de vuelta en los juegos generales, comenzó a caminar rumbo a la

Facultad, en medio de cientos de otras personas que paseaban y jugaban en los prados y caminos

del campus, sin asistir a las competencias. Caminó rápido, como si quisiera sorprender al enemigo

en pausa y atacarlo desprevenidamente.

Una vez en la entrada de la Facultad, dudó brevemente y subió las escaleras de cemento casi

trotando. Se dirigió a la oficina de profesores con el propósito de ubicar a Rosa, pero la puerta

estaba cerrada con llaves. Miró hacia la oficina de Aragón y caminó decidida hacia ella. Golpeó

levemente la puerta. Nadie respondió. Abrió cuidadosamente, pero Gloria no estaba. Estuvo a

punto de ingresar a la oficina de Aragón, pero una corazonada la detuvo.

Le parecía haber escuchado a alguien dentro de la oficina de Ricardo, pero su intuición femenina le

dijo que no ingresara. Cerró tan cuidadosamente como había abierto y salió rumbo a reunirse con

sus colegas en los juegos generales. Un malestar en la boca del estómago y un amargor extraño en

la garganta la hizo correr, como para escapar de un fantasma.

Dentro de la oficina, Aragón y Leonora respiraron con alivio. Ambos se habían escondido en el

baño al sentir que alguien ingresaba a la secretaría, suponiendo que era Gloria. Cuando después

de un rato se aseguraron que nadie estaba allí, salieron subrepticiamente y mientras Leonora se

adelantaba, Aragón apagó las luces y cerró su oficina con llaves. Siguió a la joven a media distancia

y se unió a la muchedumbre.

En los jardines, Ricardo se acercó a Leonora que lo esperaba simulando abrocharse sus bototos y

disimuladamente le propuso marcharse. La joven asintió y caminó hacia los estacionamientos de la

Facultad donde sabía se encontraba el jeep de Aragón. Este esperó que ella avanzara unos diez

pasos y la siguió.

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A unos 50 metros, Gloria conversaba con una secretaria de otra escuela, observando el “casual”

encuentro. Sin dar muestras de su descubrimiento, la asistente siguió charlando con la otra mujer.

Capítulo IX

I

Tras los juegos, los días que acercaban el cumpleaños 55 se abalanzaron sobre Ricardo como una

estantería de libros que caía sobre su humanidad, sin consideraciones. Para Aragón, la cifra le

sonaba catastrófica e indiciaria de su decadencia inevitable. “Cinco más cinco son 10, el final del

ciclo” se decía.

Leonora, en tanto, se encargaba de recordarle que pronto la superaría en edad por su vida

completa. “55 menos 27 –decía burlona- son 28”. Aragón sonreía desganado, recordándole que

ella pronto también daría otra vuelta al Sol, mientras comían despreocupadamente en el

departamento de Leonora, otra vez geografía propia y sin intrusos, tras el nuevo viaje al exterior

que, por varias semanas, había iniciado Alice.

Unos días antes, Aragón le había confesado su deseo de arrendar un departamento o un apart

hotel, pero la joven le había insinuado quedarse en el Regal, dado que pagaba por noche y porque

durante la ausencia de Alice, se podía quedar allí. La solución era perfecta, porque a él le salía más

barato y ella lo tenía a su lado para amarlo y estudiar juntos, con todas las comodidades: su

biblioteca, ordenador y, en fin, dormitorio, comedor, cocina y baño, como le encantaba decirle en

tono jocoso.

Ricardo y Leonora habían tenido un mes de apasionado romance, el que diariamente se

manifestaba en ardientes tardes, noches o mañanas de inacabable voluptuosidad y pasión,

escondidos de la presión social de Valle Inclán en el recóndito nido. Sin embargo, el rumor del

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vínculo entre Aragón y la estudiante se había filtrado, no obstante las precauciones que ambos

tomaban cada vez que estaban en público.

Tanto Gloria, como Berroales, lo comentaban habitualmente a sus espaldas, por lo que la red de

siseos se había extendido. Y un sábado en que ambos habían decidido pasar la noche en el Regal,

mientras comían en el restaurante terraza, habían llegado al lugar los Alcalde. Aunque lo

saludaron cortésmente, lo habían espiado y murmurado todo el lapso en que estuvieron

tomándose el trago.

Aragón ya suponía, y con razón, que Mabel estaba enterada de su romance y que su matrimonio

estaba acabado. Por eso, no imaginó que ese lunes recibiría un llamado de su ex mujer en la

oficina. Cuando Gloria le dijo al citófono que Mabel estaba en línea, Aragón sintió un violento

vuelco en el estómago y nerviosamente tomó el aparato para responder.

-¿Aló?, dijo tímidamente Ricardo

-Hola, escuchó decir a Mabel, con voz segura y amablemente insensible. “Mañana es tu

cumpleaños y no quiero que la comunidad completa se entere que estamos separados. Te pido en

nombre de nuestros hijos, que te hagas un tiempo y vayas a la casa para celebrarlo. Están todos

tus amigos invitados”.

Aragón quedó pasmado ante lo que escuchaba. Intentó una disculpa, pero Mabel impidió que

siguiera, interrumpiendo su tartamudeo. “Además, tengo una noticia que darte, pero es una

sorpresa para mañana”, añadió. Ricardo, más perplejo que nunca, volvió a buscar alguna excusa,

pero la mujer concluyó con un adusto “te espero mañana a las 19 horas, de manera que estés en

casa cuando lleguen las visitas”. Luego se despidió afablemente y cortó.

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Ricardo se quedó en silencio con el teléfono en la mano, absorto por la asombrosa invitación, pero

pronto cayó en cuenta que no tenía salida y que debía prepararse para la singular velada. No

entendía la lógica de la situación. Si Mabel quería mantener las formas frente a los amigos era

porque no sabía de su romance. Es decir, nadie le había dicho nada. Pero si así fuera, la situación

era más grotesca, especialmente para ella, porque estaba conteste que los Alcalde lo habían visto

en el restaurante, un sábado a las 10.30 de la noche; y que Berroales y Gloria algo sospechaban.

¿A quién quería engañar? Y si los Alcalde sabían de su affaire, lo sabía medio Valle Inclán, aunque

nunca los hubieran visto en actitudes impropias. “¿Supiste lo del profesor Aragón?” se imaginaba a

Antonio comentando con sus amigos socarronamente…”Se enamoró de una cabrita…¿qué les pasa

a los machos viejos de Valle Inclán?”, agregaba.

Tan compleja como aquella era la situación que le esperaba con Leonora, quien seguramente no

entendería que su ex mujer le preparara una fiesta de cumpleaños. ¿Tendría que mentirle; decirle

que la Universidad lo enviaba a Juárez, por un par de días? Pero ¿Y si se enterara? ¿Si Gloria, fiel a

Mabel y mujer de armas tomar le hacía saber “inocentemente” que el cumpleaños del doctor

estuvo magnífico?

Estaba en un brete del cual no iba a salir bien parado. Más aún, si optaba por Leonora y no iba, no

sólo sepultaba para siempre la posibilidad del retorno, sino que ponía en un injusto trance a su

noble mujer y madre de sus hijos, frente a sus amigos y la Universidad. Si iba, se enfrentaría a la

joven leona, con quien sabe qué consecuencias, considerando el escabroso carácter que ya había

experimentado con ocasión de la revelación del amorío con Carolina, su madre.

Sintió que el piso de la oficina se le abría y se le desfondaba el alma por una enorme perforación

por la que caían en pedazos todos sus huesos, músculos, ligamentos y humores. Quería

desaparecer de la faz de la tierra o correr por el desierto gritando desnudo y enloquecido, hasta la

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extenuación. Volvió a repensar el cuadro, buscando calmarse del ataque de pánico que

amenazaba con apoderarse de su débil naturaleza, más aminorada aún tras tiempo de exigirle un

funcionamiento superior a sus fuerzas.

“Me declararé enfermo”, dijo. Pero una excusa como esa no tenía realización sin asumir un mal

que lo llevara hasta la clínica, porque un enfermo leve se acuesta en su casa. Tomó el citófono y

marcó el número de Gloria. La asistente respondió solícita.

-¿Sabías de mi fiesta de cumpleaños?, le preguntó

- “Si pues, profesor, todos los años su mujer le celebra el cumpleaños”, respondió con seguridad la

secretaria

Aragón calló por un momento y le preguntó si ella asistiría. Gloria le respondió: “como todos los

años”. Luego le consultó si sabía quién iba. La asistente regodeó la información, porque a Mabel le

gustaba la sorpresa, aunque luego transó en algunos nombres. “Bueno, el profesor Berroales, los

profesores Stern; don Antonio y su señora; las profesoras Henríquez, Martínez y Mendoza; entre

otros”, dijo. Aragón inspiró y agradeció los datos.

Luego de cortar, se tomó la cabeza a dos manos e imitó un grito mudo a toda boca, mirando hacia

el cielo de la oficina. Se levantó raudo y fue al baño donde, con la toalla como sordina dentro de la

boca, dejó escapar un largo alarido para desahogarse. Más tranquilo, se miró al espejo. Tenía el

rostro enrojecido por el esfuerzo y el pelo desordenado. Se pasó los dedos a modo de peineta para

arreglarlo. Las canas comenzaban a teñir sus sienes. “55 años, ¡que mierda!”, dijo, recordando la

irreverente edad de Leonora.

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Un aliento de racionalidad comenzó a horadar su hasta ahora convencida disposición a enfrentar

las consecuencias de su inmaduro episodio de otoño. “Tengo que remediar este desastre”, pensó,

mientras volvía al escritorio.

Abrió un documento Word en su ordenador e intentó escribir una carta dirigida a Leonora:

Amada Leonora:

“Los Universos nacen, crecen y desaparecen…se funden con otros Universos;

y cuando son, son únicos, brillantes, vibrantes y totales…

No hay solidaridad, ni necesidad entre Universos: son únicos y completos.

Cuando dos Universos chocan, crean un tercero, que es uno y otro; se tornan infinitos, pero más

allá de ellos; por eso siguen buscando el infinito en ellos mismos;

Así y todo, no hay necesidad entre Universos, porque son únicos, completos e irrepetibles.

Y como están separados, el Amor sólo circula dentro de sí mismos. Como si no existieran otros

Universos.

Cada Universo cree que los otros Universos son El mismo y se mueve como si los otros se

movieran a su antojo, porque en su afán de ser Uno e irrepetible, cree que Todo el Universo es

sólo él…

Los Universos aún no se percatan que a sus lados hay otros infinitos Universos, que son tan

Universos como el Universo mismo, aunque cada cual siga creyendo, ensimismado, que es el

Todo...

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Cuando los Universos crean otros Universos, juegan a ser unos con aquellos, por un tiempo. Pero

luego se dan cuenta que esos otros Universos tienen reglas diferentes; como antiguos universos,

olvidados; porque a todos les gusta creer que nunca hubo otros Universos y que no habrá otros

después, por innecesarios.

Porque los Universos se juran a sí mismos, por un tiempo, únicos, irrepetibles y eternos, y cada

Universo vive inconsciente el júbilo de su propia eternidad, en sí mismo, porque no existe el

Tiempo para el Todo.

El Universo no puede referirse a sí mismo, porque no hay espejos posibles fuera del Todo.

Por eso, junto a los otros infinitos Universos, el Universo jura que desaparecería el Todo si ellos ya

no estuvieran; y alegan, entonces, que no habría más que nada, a pesar que siempre habrá otros

Universos que seguirán bailando, infinitamente, la alegre danza de los Universos que aún se creen

infinitos.

Tal vez los Universos, todos juntos, son eternos como cree cada uno de los Universos, desde

siempre…

¡Que se abran, pues, los portones de todos los Universos, para mirarse en los espejos de los otros

Universos y comenzar a edificar el Multiverso!

Allí estaremos todos, únicos e irrepetibles, iguales y totales, sorprendidos de que desde infinito,

siempre hubo más tiempo atrapado en el Multiverso y pueda circular, así, el Amor, mucho más allá

del tiempo”.

Cuando concluyó, Aragón tenía sus ojos húmedos de dolor y un sollozo emergió desde su más

profunda autocompasión. Iba a imprimirla, cuando un llamado de Gloria lo interrumpió. “Doctor,

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203

tiene su conferencia en cinco minutos más”. Aragón apagó el computador y partió

aceleradamente hacia el auditórium.

II

Esa tarde, tras pasar por su oficina e imprimir la carta, cuando llegó al departamento de Leonora,

su aspecto era de evidente cansancio y desasosiego. La joven lo miró extrañada y le preguntó si

había algún problema. La primera reacción de Aragón fue la de siempre: “No, nada”. Pero

inmediatamente cayó en cuenta que era la oportunidad de conversar la situación por la que

atravesaba de modo maduro y sincero.

Evitando la frase clave “tenemos que conversar”, que según él, era como ese viento predictor de la

tormenta cuando es usada por las mujeres, Ricardo se sentó en el living, sin sacarse la chaqueta.

Leonora, que había partido a la cocina para preparar algo de comer, le repreguntó desde allí cómo

había estado el día.

Aragón le respondió que lleno de reuniones administrativas, de papeleo y una conferencia para

jóvenes de Antropología de terceros a quinto que llenaron la sala de conferencias para escuchar su

disertación sobre Theilard de Chardín y su “Himno al Universo”. El encuentro había sido

complejamente participativo por las diversas interpretaciones que surgieron en la conversación

posterior.

Leonora volvió de la cocina con una bandeja con dos platos servidos de comida preparada y

recalentada en el microondas. Luego de disponer individuales y servicios, se sentó para iniciar la

cena, pero se detuvo cuando se percató que Aragón seguía sentado en el living, hasta con

chaqueta puesta.

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Entre curiosa y sorprendida, la joven volvió a preguntar si pasaba algo. Ricardo, sin mirarla, asintió.

Leonora se levantó, fue hasta el sillón individual ubicado frente a Aragón y se sentó apoyándose

sobre una de sus pantorrillas. Lo miró largamente hasta que éste comenzó a hablar

-“Mabel, mi mujer…”, dijo

-“Tu ex mujer”, se apresuró a corregirle la joven

-Bien, Mabel mi ex mujer, preparó una fiesta para mi cumpleaños mañana e invitó a todo el

mundo.

Leonora, con los codos afirmados en sus rodillas y semi-encogida, se tapó la cara con las manos y

murmuró algo que Aragón no pudo entender. Levantando la mirada, clavó sus negros ojos en los

del profesor y pregunto fríamente, casi como una afirmación

-Y tu vas a asistir, porque no puedes provocarle esa vergüenza ¿no es cierto?

Aragón iba a responder, pero la joven se paró del asiento y caminando agitada por alrededor del

living y el comedor le espetó:

-¿Y qué hago yo con mi fiesta?

Ricardo cada vez más incómodo, balbuceó “¿qué fiesta?”, mientras la joven atropelladamente le

decía que había preparado un momento especial para ellos, comida, torta y hasta una película de

amor que quería vieran juntos. Aragón aspiró todo el aire que pudo y luego lo exhaló con fuerza

para darse tiempo de pensar. La mujer tomó su plato de la mesa y lo llevó a la cocina, arrojando la

comida a la basura. Luego volvió al ataque.

-“¡Que vas hacer!”, preguntó conclusiva. “¡Tienes que decidir!”, añadió con fuerza

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Tras un breve silencio, Aragón dijo:

-“Si me pones en ese trance, tendré que optar por el menor de los males…”

-¿Es decir?

-Ir al cumpleaños de Mabel…

La joven mujer se volteó bruscamente y dándole la espalda, le gritó:

-“¡Eres un maricón!” y caminó enfurecida hacia su dormitorio

Aragón se quedó en un silencio rotundo, indiscutible. No había un ruido en su mente y le parecía

que todo el Universo se hubiera detenido. Sintió un impulso irrefrenable de levantarse e ir tras la

mujer-niña para pedirle perdón, acariciarla, besarla, hacerle el amor, pero se contuvo. Un peso

rígido y una niebla espesa se instalaron en su pecho. Todo estaba concluyendo. Era el obvio y

terminante momento de la partida. El contrato de Aragón con su pura naturaleza estaba

finalizando.

Escuchó un sollozo de Leonora a la distancia. Pero aquella gravedad, dura como el hierro, se tornó

fría, intensa, quemante, mientras la niebla se propagaba como la peste negra por su corazón y

mente, apagando toda luz y visibilidad. Como si de pronto hubiera cumplido cien años, intentó

levantarse, pero una densidad de siglos lo mantuvo pegado al sillón. Debió ayudar a sus

debilitadas piernas con un impulso de sus brazos.

Se quedó de pie en el centro del living, mirando hacia el supermercado resplandeciente de colores

y actividad y el estacionamiento, apenas iluminado con aquellos haces mortecinos que daban a la

recién llegada noche, un aspecto fúnebre, como la sensación de gelidez y muerte que estaba

experimentando. Sacó de su bolsillo la carta impresa, la dejó sobre la mesa y caminó lentamente

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hacia la puerta. Sacando el pestillo que colocaba Leonora, la abrió lentamente, como esperando

que la joven lo llamara antes de su destierro. Se detuvo por unos segundos ante la puerta ya

abierta y salió, cerrándola con senil suavidad.

Mientras viajaba rumbo al Regal en su jeep, en la radio comenzaba la transmisión de una versión

que Aragón no había escuchado de la 1ª Sinfonía de Brahms. La efusión de la obra lo arrastró y

antes de volver al hotel, desvió su vehículo hacia las afuera de la ciudad, mientras daba rienda

suelta a su dolor, dejando escapar a raudales un llanto agónico y concluyente. Por un par de horas,

manejó sin rumbo, hasta que el agotamiento acumulado comenzó a hacer mella, recomendándole

el retorno al hotel. Llegó a las 1.30 de la mañana, cuando nadie más que el conserje lo saludó

cortésmente y le entregó la llave digital de la misma pieza que ocupaba habitualmente.

Una vez en la habitación, Aragón recordó sus mejores momentos con Leonora. Una inquietud

como la que se presenta tras quebrar un valioso cristal que no puede recomponerse, le aherrojó el

alma y hasta sus gónadas y una sensación de pérdida y desesperación ante lo inevitable lo atrapó

por instantes, provocándole una reacción de pánico que lo aterró y que lo puso en alerta frente a

aquellos estados de depresión que ya había conocido, sufrido y salvado, pero que ahora

amenazaban con atacar despiadadamente lo que quedaba de intacto en su castigado espíritu.

Leonora, en tanto, en medio de similares dolores, se levantó de su cama para buscar

afanosamente la caja de ansiolíticos que había guardado en alguna parte, pero que hacía tiempo

no necesitaba. Una vez encontrada, tragó una de las pastillas sin agua y encendió el televisor para

evadir el mal momento que le había recordado el ignominioso episodio con aquel maldito

insincero, Darío, “el casado irredento”. “Todos los hombres son iguales”, se dijo. Pronto, el

tranquilizante comenzó a hacer sus efectos y se quedó hipnotizada con el movimiento de las

imágenes en el televisor, sin intentar seguir o entender lo que sucedía en la pantalla.

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Aragón tomó el teléfono del velador para llamar a Leonora, pero se detuvo cuando iniciaba el

marcado. En subsidio, digitó el número de conserjería y consultó si había atención de restaurant.

El conserje le respondió negativamente. Ricardo se desvistió con la lentitud de un guerrero

exhausto y se acostó, encendiendo también el televisor para no escuchar ese ruido parco y

sostenido del silencio. Cayó dormido, casi sin percatarse. De pronto la bulla arenosa y persistente

del término de transmisiones en el aparato, lo despertó. Buscó el control a su lado, lo apagó y

acomodándose se volvió a dormir. Sintió el frio de la soledad en sus espaldas.

A las 6.30 de la mañana, el sonido del teléfono lo despertó, tal como solía hacerlo cuando se

hospedaba en el hotel. Agradeció y se levantó con dificultades. Hoy era el día. Con una extraña

pesadez persistente en el corazón, Aragón se duchó, se afeitó y se vistió para subir al piso 12 a

desayunar.

Un par de ancianos extranjeros, que eran sus únicos acompañantes a esa hora, lo saludaron

afablemente. Aragón respondió con una leve inclinación de cabeza. Casi no tenía fuerzas para

hablar. Eligió un par de cortes de piña fresca y un café cargado y se sentó a observar Valle Inclán

desde la altura. Abajo, la gente comenzaba a circular rumbo a sus trabajos.

La sensación de soledad que lo aprisionaba no cejó hasta que, llegado a la Universidad, Gloria,

Rosa y Berroales, que lo esperaban en su oficina, lo saludaron cariñosamente y desearon muchos

cumpleaños más. Un par de estudiantes que se encontraban citados por Aragón, al enterarse del

hecho, también lo felicitaron. Luego, la rutina del día se esparció sobre él como un bálsamo

aliviador de esos recuerdos y sentimientos retorcidos que lo habían abrumado la noche anterior y,

aún con esa sensación que queda en los ojos, tras mucho llorar, enfrentó el día con la mejor

disposición posible, aunque sin entusiasmo.

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A las cinco y media de la tarde, Gloria le recordó que debía partir a su casa para prepararse para la

fiesta de las 20 horas. Aragón le agradeció, aunque nuevamente sintió esa punzada en el

estómago que le anunciaba tensiones e inquietudes. Tras diez minutos en los que terminó un

documento que preparaba, Ricardo se levantó de su escritorio, apagó su ordenador, reubicó un

par de carpetas y salió, despidiéndose de Gloria. “Nos vemos en un rato más”, le dijo. Caminó

lentamente por el pasillo de la Facultad, como un condenado a muerte que atrasa el tranco

dificultado por los grilletes, con el propósito de ganarle segundos más a la vida, antes de llegar al

patíbulo.

Ya afuera, cuando se dirigía a su automóvil, un llamado a su celular lo alertó, suponiendo que era

Mabel asegurándose que iba a casa, pero deseando intensamente que fuera Leonora. Miró con

dificultad el visor del móvil, sin poder identificar al emisor. Apretó la tecla de responder. Sus

entrañas se remecieron al escuchar la voz de la joven, quien impasible, lejana, le solicitaba que

fuera a retirar “lo más luego posible”, la ropa que había dejado en su departamento. El timbre de

sus expresiones era parejo, sin emociones, como si estuviera hablando desde la glacial

tranquilidad de alguna droga. Aragón le prometió que sacaría sus cosas a la brevedad, no sin sentir

nuevamente que algo importante se trisaba dentro de sí y que partes de su ser, se deslizaban

hacia un infinito abismo, irrecuperables.

Tras la breve conversación, Aragón subió al auto y lo echó andar mecánicamente. Su cabeza

estaba atestada de pensamiento y reflexiones cruzadas e inconexas que intentaba atrapar, pero

de las que solo conseguía retazos caóticos. Cuando ya había conducido un buen trecho, su mente

comenzó a ordenarse. Automáticamente encendió la radio, la que en esos momentos difundía la

Sinfonía Nº 2, de Gustav Mahler, “Resurrección”.

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209

Sus recuerdos lo llevaron a comienzos de los 90, al momento en que junto a Mabel asistían a una

presentación de la obra, dirigida por Gilbert Kaplan, en Berlín. Tras breves minutos de escuchar sus

vehementes acordes, sus cansados ojos se nublaron con involuntarias lágrimas que emergieron

como cristalinas gotas exprimidas de esos recuerdos. Se secó las mejillas con el dorso de su mano

y siguió conduciendo hasta la entrada del condominio.

Por breves instantes se detuvo a mirar lo que había sido su hogar por años y una serie de detalles

en los que no había reparado, a pesar de las miles de veces que circuló a través del portal,

emergieron patentes desde sus escondrijos. Suavemente ingresó a la ruta de tierra interior,

volviendo a escuchar aquellos sonidos que se habían hecho tan habituales que se silenciaron

durante mucho tiempo, pero que ahora tenían un nuevo significado, al son de la obra de Mahler y

tamizados por su especial estado de ánimo.

Aragón sabía que esa sinfonía, que había nacido como “Totenfeier” o “Ritos fúnebres”, tiene un

programa narrativo creado por el propio Mahler, el que en su 80 minutos y cinco movimientos, se

mueve desde un primero que responde a preguntas como la vida después de la muerte; el

segundo, recuerda los momentos más felices de la vida que se fue; el tercero expresa la completa

pérdida de la fe, el hundimiento y la depresión, la vida como un sinsentido; el cuarto, un lied, que

representa el renacimiento de la fe; y el quinto, que tras el regreso de las preguntas del primero y

las dudas del tercero, lleva al hombre hacia la realización del amor en Dios y la consecuente

resurrección.

Su mágico y onírico retorno hacia el punto de partida, le pareció a Ricardo curiosamente similar al

recorrido místico de Mahler. Cada hoja de cada árbol y arbusto, iluminado por la luces del

automóvil, se transformaba en un millar de notas de un universal pentagrama presentado ante sus

ojos por la naturaleza. Mientras se acercaba a casa, Aragón se veía a sí mismo como un joven

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Siddhartha que se enfrenta por primera vez a la finitud inevitable de la vida, a una constricción

que le planteaba una frenética búsqueda de respuestas que lo salvaran de la angustia sobre la

total certeza de la muerte e infelicidad, al enfrentamiento de la depresión y el sinsentido; a la

reacción de su propia vitalidad frente a la amenaza que la idea de muerte cobrara sentido

instantáneo en el suicidio; y finalmente, a la recuperación de la fe en el amor y el regreso al origen

del amor, renovado, como una virtual resurrección en la bondad traicionada.

Cuando, embargado en sus pensamientos, el ruido de las piedrecillas del estacionamiento de su

casa le comunicó que había llegado, reaccionó volviendo a mirar el entorno. Allí estaba, iluminada

como siempre, la entrada y el ventanal que daba al living y el comedor. Apagó motor y radio y bajó

pesadamente del vehículo, encaminándose hacia la puerta. Aunque tuvo el impulso de golpearla,

decidió, en un acto de poder y posesión consciente, usar la llave que hacía tiempo no utilizaba.

Abrió y esos aromas, tan propios del hogar, lo inundaron como un bálsamo.

III

Mabel, que había escuchado el auto de Ricardo, corrió hacia a la cocina para revisar su aspecto en

uno de los espejos y arreglarse el pelo que se había cortado hacia unas semanas y que, teñido con

un leve tono miel, asentaba perfectamente con su color de piel. Vestida con aquel traje obscuro

que seducía a Aragón, con la vasta levemente sobre las rodillas y unas medias que, con finos

dibujos, reforzaban sus torneadas pantorrillas, Mabel, algo nerviosa y acomodándose la falda, lo

saludó con cortesía, aunque con frialdad.

-¿Cómo has estado?, respondió mecánicamente Aragón, cayendo en cuenta de lo extemporáneo

de su pregunta.

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211

La mujer no contestó. Cambiando radicalmente de tema, le reiteró que había invitado a la mayoría

de sus amigos. Luego comentó que sólo había preparado un coctel y que esperaban alrededor de

veinte personas. Aragón, en tanto, miraba a su alrededor como buscando alguna novedad, aunque

no consiguió detectar nada distinto a cómo dejó la casa cuando se fue. Tranquilizado por un tono

más condescendiente de Mabel, Ricardo le preguntó si podía ayudar en algo. La mujer le

respondió que estaba todo listo y que pronto llegaría Sonia, la empleada, a colaborar con el que

hacer y atención.

Aun de pié en el centro del living, con un gesto Mabel lo invitó a sentarse. Aragón ocupó el sillón

individual en el que habitualmente se sentaba y emitió un pequeño quejido de cansancio. La mujer

le preguntó si deseaba algo. El pidió un whiskey, aunque la conminó a sentarse, pues se lo serviría

el mismo. El profesor se levantó, mientras Mabel se sentaba arreglándose el pelo y se ubicaba en

frente del sillón que ocupaba Ricardo. Tras servirse una copa, sin hielo, Aragón fue al refrigerador,

desde donde sacó tres cubos de hielo y los echó en el vaso. Luego volvió al living.

Hubo un silencio de segundos que para Mabel parecieron horas. Casi coincidentemente, ambos

intentaron decir algo, pero sintiendo que se interrumpían el uno al otro, los dos callaron

simultáneamente. Sonrieron sin mucho entusiasmo. Luego, Aragón tomó la palabra y preguntó

por los “niños”. Mabel le comentó que Marcela había estado con una fuerte afonía, que seguía

viviendo con Jean Jacques, el joven pianista francés, aunque no habían decidido casarse aún.

Estaba siguiendo algunos talleres con un destacado pintor parisién, clases que inicialmente le

costaban un dineral, pero que, dado su talento, el maestro la invitó a permanecer en su atelier, sin

costo alguno, en tanto le ayudara con el resto de los alumnos. Ricardito, en tanto, tenía una

importantísima noticia.

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212

Mabel iba a continuar su charla, cuando sonó el timbre. La mujer se levantó musitando

“seguramente es Sonia”. Las mujeres se saludaron cortésmente y Mabel la llevó hasta la cocina

para explicarle en qué estaba todo y darle algunas instrucciones. Aragón aprovechó el momento

para tomarse un gran sorbo de whiskey. Cuando la mujer regresó, se sentó y preguntó, con

simulada indiferencia, dónde habían quedado.

-“Ricardito…tiene una gran noticia”, dijo Aragón recordando y se adelantó a consultar. “¿Terminó

su memoria?”

Mabel levantó la mano en señal de que se detuviera e hizo una pausa. Luego, casi como espetando

una información contenida dijo:

-Vas a ser abuelo…

Aragón que estaba a medio camino a servirse el segundo trago, quedó a medio camino y bajando

lentamente el vaso miró a Mabel. Abrió con cierta desmesura los ojos y preguntó, como si no

hubiera escuchado:

-¿Qué!?

-“Que vamos a ser abuelos”, dijo con más tranquilidad la mujer.

Aragón se tomó el último sorbo de trago y agua y mirando a la mujer, intentó penetrar en su

estado de ánimo. Entrenada como estaba a no expresar exageradamente ninguna de sus

emociones, Mabel lo miró de vuelta y con un gesto que Aragón no reconoció, una cara de

interrogante que no era la que recordaba, se quedó entre impávida y extrañada, con su cabeza

levemente ladeada, esperando una reacción del hombre.

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213

-“Increíble!, dijo Aragón con voz suave.”Pero Ricardo no ha terminado su doctorado”, agregó con

preocupación.

-“Bueno”, respondió Mabel, “lo de Mary Ann no era gripe”. Ricardo recordó las conversaciones de

unos meses atrás con su mujer, cuando le había comentado de la enfermedad de la esposa de su

hijo. Aragón volvió a la carga y preguntó:

-“¿Cuándo supieron?”

-“Hace dos días”, respondió Mabel.

Luego le contó que Ricardito había llamado el día anterior. Preguntó por él, pero prefirió no

informarle respecto de la situación por la que pasaban para no echar a perder el momento de

alegría. Sólo le había dicho que estaba trabajando.

Aragón se levantó del sillón y se paseó por el lugar como cuando reflexionaba sobre algún trabajo.

Se produjo un silencio indefinible que rompió Mabel cuando le dijo que, de acuerdo a las

ecografías, era un niño sano y fuerte.

-¿Un hombre?, dijo con cierto entusiasmo Aragón y sonrió. La miró con sorpresa y con gracioso

gesto, sin usar palabras, le mostró el vaso en señal de autorización para tomarse otro. Mabel

movió su cabeza afirmativamente. Ricardo se sirvió un abundante segundo corto y volvió, más

animado. Mabel estaba inclinada sobre sí misma, con sus codos sobre las rodillas y las manos

tapándose la cara.

Aragón preguntó:

-“¿Te pasa algo?”.

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214

La mujer levantó una de sus manos y la respondió negativamente. Luego volvió a su posición inicial

y le lanzó directamente la pregunta que Aragón había esperado:

-“¿Sigues enredado con esa niñita?”

Aragón sintió la consulta como un estilete que se le hundía entre esternón y costillas, cerca de su

plexo solar. Su colon se estremeció involuntariamente. No sabía que responder. Si decía que ya no

-lo que era verdad, tras el golpe que le propinara Leonora la tarde anterior- confirmaba todas las

versiones que, con certeza, tenía Mabel. Si se desligaba de la pregunta y negaba relación alguna,

se prestaría para una discusión de la que ambos saldrían en pésimas condiciones, a menos de una

hora que comenzaran a llegar los invitados. Si lo reconocía, en el sentido que no obstante el

romance había terminado –precisamente por la invitación de Mabel- aún seguía prisionero de su

pasión, el cuadro adquiriría una atmósfera lamentable, no sólo para su orgullo, sino también para

sus no declarados deseos de superar la situación de algún modo, ahora, o más adelante.

Aragón sabía que Mabel no perdonaría una traición, por lo que recordaba a Antonio Alcalde, quien

decía que siempre debía negar cualquier aventura, porque era lo que “las mujeres esperaban y

deseaban escuchar” para dar su posterior perdón, sin tener que escaldar el orgullo propio. “Una

mujer que no busca retorno, no hace ese tipo de consultas; simplemente termina todo vínculo”,

aseguraba el viejo impresor. Por lo demás, reconocer un romance no aportaba nada, sino

resentimiento, puesto que colocaba a la mujer en el insufrible escenario de perdonar por sobre la

vanidad herida, o cortar definitivamente la relación para mantener su dignidad incólume.

Aunque tales pensamientos se manifestaron a la velocidad de la luz, a Aragón le pareció que había

dudado durante largo rato, sin dar respuesta satisfactoria al perturbador momento. Nuevamente

recurriendo a las novelas de Maugham y sus héroes espías de la juventud, Ricardo optó por

esquivar una respuesta directa y operó mediante el contraataque.

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215

-“Fuiste tú quien me echó de la casa. Tengo mi dignidad”, dijo afectadamente

Mabel, sorprendida, lanzó un “¡ah!” ostentoso y disonante, como remedando el tono de la

“proterva Elena”, lo que provocó en Aragón una oleada de sensaciones que no pudo discernir,

pero que mezclaban la antipatía que siempre tuvo por esa mujer, con infundados celos que

seguían a su derivada argumental, casi sicótica, que aquellos modos eran resultado de la mayor

cercanía e influencia de Elena sobre Mabel, lo cual veía como un serio peligro, dada sus extensas

amistades masculinas en la elite valleinclana y su reconocido liberalismo en tales materias.

-“No tenías, ni nunca has tenido pruebas de alguna infidelidad mía”, arremetió Aragón

cínicamente, aunque detuvo su embestida, acuciado por una segunda voz interna que lo

conminaba a no profundizar en más hipocresías. Bastaba con sentar su punto.

Mabel calló por unos segundos y con tono burlonamente triste y apagado le respondió que había

conversado con muchas personas que lo habían visto sistemáticamente acompañado de la

jovencita. En restaurantes, en los Juegos de Verano, en el supermercado, en pubs. “Hasta la Rosita

Alcalde te vio en el Regal con la niñita”, concluyó.

Los pensamientos de Aragón se aceleraron más de lo conveniente. Se sentía descubierto ante la

cantidad de información que ostentaba Mabel. Ella sabía que se hospedaba en el Regal, que

compraba en el supermercado cercano al departamento de Leonora, que había estado con ella en

los Juegos, que salían a comer y a tomarse unos tragos. Y si eso no era un romance, cómo definirlo

razonablemente. Fastidiado por la situación, Aragón contraatacó estúpidamente:

-“¿Y tú no has salido nunca con algunos alumnos? ¿No fuiste con un grupo a España? ¿Tengo por

eso que cobrarte celos obtusos?”

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Mabel movió la cabeza negativamente sin pronunciar palabra, como cuando se acaba la paciencia.

Luego, con una calma que presagiaba tormenta dijo:

-“La ridiculez de tu argumentación me confirma que la niñita te comió los sesos. ¿Alguna vez me

viste ponerme colorada como tomate cuando preguntaste por alguno de mis alumnos? ¿Alguna

vez me viste sola, tomando un trago o comiendo en un hotel con uno de ellos?”

Aragón sintió esa desagradable tensión que lo asía desde su periné hasta la garganta, esa suerte

de angustia testicular, ese oscuro y atávico miedo a la castración, mientras escuchaba a su mujer

declamar con gruesa y profunda voz, como una Deméter bruscamente transformada en Medea,

inmolándose en su hogar abrasado por el fuego junto a los hijos de Jasón. Intentó detenerla con

un gesto, pero ella continuó implacable, aunque sin levantar la voz del nivel en que la ubicó para

no involucrar a Sonia. Aragón terminó de escuchar la filípica y volvió al ataque.

-“Las simples sospechas no son argumento para aplicar la pena de exilio”, dijo.

-“¿Simples sospechas?”, retrucó Mabel parodiando una apática carcajada.

-“Simples sospechas –respondió Aragón-. “No tienes nada de que acusarme. Solo de cometer el

error de involucrarme en un proyecto de una estudiante, más allá de lo usualmente aceptado,

pero que no implica nada más que mi deseo de hacer bien el trabajo”.

Mientras hablaba, intentaba que sus palabras resultaran convincentes y buscaba afanosamente

los adjetivos y verbos que coincidieran con algo de la verdad profunda, de modo de otorgar mayor

verisimilitud a sus afirmaciones y que, con coherencia, su gestualidad, su animal inocente y directo

aherrojado por esa felicidad del deseo satisfecho, no lo delatara.

Page 217: Pasión de Invierno (v)

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Mabel lo miraba con una mezcla de irritación y desengaño, pero su cuerpo se disponía en un modo

que decía “quiero creer”. Ricardo, en su búsqueda, continuó acercándose peligrosamente al

centro de gravedad inconfesable.

-“Es cierto. La niñita es preciosa. Llamativa e inteligente. Por eso, cualquier persona del sexo

opuesto que se pasee con ella, es candidato a las habladurías. Pero esas son proyecciones.

Sospechas fundadas en los propios deseos y opiniones de los que las difunden. ¿Hay alguien que

te haya dicho que me vio en alguna actitud indecorosa?”, afirmó con seguridad y lanzando la

pregunta como un desafío.

Mabel cerró los ojos como evitando responder, pero al mismo tiempo revisando su archivo en

busca de un hecho que pudiera arrojar como sentencia final. Cuando los abrió, tras el breve

silencio dijo:

-“La noche de los juegos de verano, te vieron yéndote a las 2.30 de la mañana con ella”.

Aragón sintió un estremecimiento en el corazón, una arritmia que el golpe de adrenalina detonado

por la afirmación de su mujer le había provocado. Los tics de su cara amenazaron con evidenciarlo,

pero, en un acto de voluntad, Ricardo se sobrepuso y afectadamente burlesco respondió:

-“Ja!, a las 2.30 de la mañana. Ese día estaba acostado a esa hora”, dijo seguro. “Me fui antes,

porque estaba cansado, aburrido y molesto. No estaba con ganas de celebrar nada. Estaba solo,

con trabajo que hacer. Efectivamente –agregó audaz- la joven se acercó a conversar conmigo, pero

para preguntar cuestiones académicas. Me consultó dónde estabas y tuve que mentir para no

enterar a todo el mundo de nuestra situación”, concluyó Aragón con voz leve y tono vacío, sin

sustancia, como esas frases que sólo se montan sobre sí mismas, como papel de volantín sin

soporte de cañas. “Eso fue más allá de lo conveniente” se reconvino mentalmente.

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218

Sonia llegó de la cocina a consultarle a Mabel por más aceite de oliva, pues la botella que utilizaba,

se había terminado. Aragón aprovechó la ocasión para ir nuevamente al comedor y servirse un

tercer trago, mientras Mabel se levantaba para ayudar a la empleada. Ricardo hizo una rápida

revisión mental de lo conversado y decidió dar por terminada la discusión, desviando la atención

hacia el nieto que venía. “Es buena forma para que cambie de foco”, pensó, mirando la hora. Eran

las 19.50 y las visitas comenzarían a llegar pronto.

Cuando después de unos minutos y más calmada, Mabel regresó a la sala, Aragón inició su

estrategia y preguntó si Ricardo y Marie Ann ya le tenían algún nombre al vástago. La mujer hizo

un mohín con su rostro y dijo que seguramente le pondrían Ricardo.

Aragón lanzó su discurso sobre la inconveniencia de dar a los hijos el mismo nombre del padre, no

obstante que su propio vástago llevaba el suyo. Recordó, empero, que en la oportunidad se había

negado, pero aceptado a instancias de Mabel y como homenaje a su fallecido padre, quien

también llevaba el mismo. La conversación derivó en temas triviales sobre el estado de salud de

“la gringa” y novedades de Marcela, entre otros temas familiares.

En medio de la conversación, sonó el timbre. Arribaban los primeros invitados. Mabel salió a la

puerta: era el puntual matrimonio de Jacob y Marian Stern, quienes la saludaron afectuosamente

y pasaron a la sala donde con igual amabilidad congratularon a Ricardo. La calidez del matrimonio

y su sincero aprecio, tranquilizaron a Aragón, quien supuso que aquellos no se habían enterado de

nada y que todo seguía igual. Jacob le entregó un pequeño paquete envuelto en un papel de

regalo y una pequeña rosa hecha de un lazo de fantasía que Aragón agradeció con pequeños

golpecitos en el brazo del profesor. “Son colleras”, pensó.

IV

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219

La fiesta de cumpleaños se desarrolló sin contratiempos y a ella llegaron prácticamente todos los

invitados de Mabel, con la sola excepción de las profesoras Martínez y Henríquez, que tanto ella

como Aragón, no extrañaron. El reencuentro de Ricardo con los Alcaldes fue el más tenso, pero

Rosa y Antonio se comportaron prudentes y corteses; el viejo impresor mantuvo la tradicional

simpatía y conducta con que siempre se había relacionado con Aragón.

Berroales y Gloria, que llegaron de los últimos, tocaron apartes, en voz baja y brevemente el tema,

pero con sensatez no volvieron a comentarlo y se unieron a la algarabía general, cantando a voz en

cuello el “Cumpleaños Feliz” a medianoche. Aragón apagó de un soplido las dos velas con forma

de cinco con que Mabel había coronado la torta de manjar y frambuesa, favorita de Ricardo,

mientras Antonio celebró que éste aún “soplara”, broma que aunque manida, causó la hilaridad de

los concurrentes, incluida la propia Mabel.

Alrededor de las 3 de la mañana se habían retirado todos los asistentes. Mabel y Ricardo quedaron

nuevamente solos. No obstante que durante la velada la mujer había estado normalmente

agradable con Aragón, una vez que los concurrentes se fueron, volvió a asumir esa actitud cortés,

pero distante con que lo recibió, lo que dio claras señales al profesor que la situación estaba lejos

superarse.

Cansado por la tensión y lo avanzado de la hora, Aragón anunció su partida, aunque antes de salir,

preguntó a Mabel por uno de sus suéteres de cuello alto y una chaqueta de lino que no había

sacado de la casa. Mabel, sin hacer comentarios, subió al dormitorio y regresó con ambas prendas.

El las recibió y, como despedida, intentó besarla en la mejilla, pero ella se retiró suavemente,

evitando el contacto. Un poco turbado por la reacción, partió con un resignado “buenas noches”.

Cuando estuvo en el jeep, miró la casa como por última vez y echó a andar el motor. Las luces del

living y el comedor se apagaron. Mientras maniobraba para salir, observó encenderse la luz del

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dormitorio, aquel lugar que hasta hace un tiempo era su guarida y santuario, en donde había

jugado alegremente con sus hijos, había hecho el amor tantas veces con Mabel, pero que ahora le

parecía extraño y ajeno, frio como la conducta de esa mujer a la que había tenido rendida en sus

brazos y con la que pensó morir a su lado, pero que ahora semejaba una desconocida.

Rumbo al hotel, le sobrevino la preocupación que siendo sábado no hubiera habitaciones libres y

que si ello ocurría, no podría lavar su camisa ni ropa interior. Su vestuario estaba en casa de

Leonora. Encendió la radio, pero el crepitante ruido de la estática le dijo que su emisora favorita ya

estaba fuera de transmisiones. Buscó alguna otra señal que le permitiera entretenerse mientras

conducía. Pero sólo aquellas radios nocturnas que emitían bulliciosa música pop, funcionaban.

Decidió apagar el aparato. El silencio de la noche, roto solo por el monótono ronquido de su jeep,

lo arrastró suavemente a una modorra que lo obligó a sacudirla moviendo con ímpetu su cabeza.

Ya en los estacionamientos del hotel, precavido, sin tomar ni el suéter ni la chaqueta que le había

devuelto Mabel, subió hasta el primer piso, pero, tal como imaginó, el lugar estaba completo. En

conversación con el conserje -quien lo regañó amablemente por no haberle reservado su habitual

pieza- le informó que a dos cuadras al norte estaba el Hotel Canadá, un pequeño hostal de menor

calidad, pero que podría servirle para pasar la noche. Aragón le pidió autorización para dejar su

jeep en el lugar y tras agradecer la atención, partió a pie rumbo al lugar recomendado.

La pieza era pequeña y aunque limpia y bien tenida, para Aragón resultó deprimente. Sus muebles

antiguos y oscuros, falta de un aparato de TV que le permitiera escapar del ruido de sus

pensamientos y la inexistencia de baño propio, lo perturbaron. Sacándose sólo la chaqueta y los

zapatos, se acostó sobre el añoso cubrecama y con las manos cruzadas tras la cabeza, recorrió el

cielo de la pieza con la mirada. Algunas manchas de humedad sobre la pintura blanca con que se

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221

intentó disimularlas, daban al lugar un halo adicional de abandono que Aragón comparó con sus

propias circunstancias. Una oleada de amargura lo hizo cerrar los ojos e intentó dormir.

Muy temprano, ruidos y caminatas en el pasillo lo despertaron. Se desperezó y saboreó el amargo

de su boca. No tenía ni siquiera su cepillo de dientes. Se sentó en la cama, aún cansado, y se calzó

los zapatos sin agacharse. Se levantó y asomó a la puerta. Al fondo del pasillo estaba el baño.

Cerrando su habitación, fue hasta el servicio donde apresuradamente se lavó la cara en el lavamos

y se enjuagó la boca. Luego regresó a la pieza y colocándose la chaqueta, miró en todas

direcciones para asegurarse no olvidar nada y salió.

Un asistente del hostal se despidió de él con amabilidad. Aragón hizo una leve venia y salió a la

calle. Era domingo y sólo circulaban una pareja de ancianos y una más joven con sus hijos, quienes

probablemente iban a misa de 8 de la mañana en la antigua Iglesia de Santa Eduvigis, a una cuadra

del lugar.

Caminó por algunos minutos sin rumbo, haciendo hora para desayunar en algún negocio, pero

decidió volver al Hotel Regal, donde a esa hora ya estaba abierto el restaurante. Allí pediría a algún

mozo que le reservara la pieza que primero se desocupara, le comprara cepillo dental, pasta y una

afeitadora desechable para darse un buen baño.

Ingreso al hotel justo cuando se producía el cambio de guardia en la conserjería, por lo que el

asistente de la noche alcanzó a preguntarle si le había gustado el hostal. Aragón, sin querer

parecer ingrato, le hizo un gesto de satisfacción con el pulgar de su mano en alto y le cerró un ojo.

El mozo sonrió satisfecho.

Tal como en otras ocasiones, el restaurante estaba prácticamente vacío, con apenas un par de

pasajeros madrugadores que ya desayunaban. Pero el mesón de las frutas y jugos, así como el de

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los salados, estaba debidamente servido y casi sin tocar. Tomó uno de los platos y lo llenó de

frutas, especialmente melones verdes y chirimoyas. Luego, pasó por el mesón de salados,

eligiendo un par de cortes de jamón cocido, mantequilla y tres tostadas. Caminó hasta una de las

mesas pegadas a los ventanales y tras dejar el plato, volvió al mesón para servirse el café negro

que humeaba en una de las máquinas de auto-expendio.

Se sentó y mientras las vistas de Valle Inclán desde las alturas se mezclaban con las imágenes de su

cumpleaños y las caras enfurecidas de Leonora expulsándolo del Edén, Aragón, que buscaba

afanosamente evitar un peor estado de ánimo, miró hacia la esquina del salón buscando los

diarios del día. Se levantó y tomó “El Mundo”.

Leyendo y degustando sin ganas las aún heladas frutas, desayunó con la parsimonia de quien tiene

todo el día para sí. Cuando había terminado, uno de los mozos se le acercó y le dijo que su

habitación estaba lista. Eran las 9.30 de la mañana.

V

Ya duchado y afeitado, aunque con la misma ropa del día anterior, Ricardo bajó al subterráneo en

busca de su jeep. Salió rumbo al este de la ciudad, con el propósito de tomar la carretera tarificada

que llevaba más rápidamente al departamento de Leonora. Mientras conducía y escuchaba radio,

que a esa hora transmitía la música barroca preferida de Mabel, Aragón, absorto en sus

pensamientos, pasó de largo la salida correspondiente y sólo varias cuadras más allá se percató del

error. Tomó la salida más inmediata y salió de la carretera. Tras varias vueltas por barrios que no

conocía, llegó a la avenida que lo dirigió directamente al supermercado. Cuando arribó, miró la

hora en su celular y marcó el teléfono fijo de Leonora.

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223

Tras varios repiques, una voz masculina respondió. Sorprendido, Aragón cortó. Divagó pensando

que podría haberse equivocado de número o que algún novio de Alice se encontraba en el

departamento. Luego de unos minutos, volvió a marcar. Esta vez respondió Leonora.

-“Hola”, dijo Aragón, casi culpable por la hora y circunstancias.

La joven respondió con un neutro “que tal”. Ricardo le preguntó si era oportuno sacar sus cosas.

Leonora calló por algunos segundos y le pidió que lo hiciera más tarde, porque estaba ocupada.

Aragón preguntó a qué hora y la mujer respondió “alrededor del mediodía”. Luego, ambos

cortaron la comunicación sin mayores comentarios ni despedidas.

Ricardo suspiró profundamente, haciéndose la idea de esperar un par de horas en el barrio y

atacado por el conjunto de sospechas respecto de la voz masculina que había contestado a su

primer intento. Una curiosidad malsana lo hizo quedarse en el auto, espiando la puerta de entrada

del edificio y mirando hacia las ventanas del departamento de la joven.

Encendió la radio y echando el sillón del auto hacia atrás, aunque sin perder de vista sus focos de

vigilancia, se dispuso a descansar para recuperarse un poco de la mala noche en el hostal.

Alrededor de las 11 horas, Aragón vio que se abrían las cortinas del departamento de la joven. Se

preocupó de que pudiera ver su jeep estacionado y se hundió levemente en el sillón, como

escondiéndose. Le pareció distinguir una figura que supuso podría ser Leonora o Alice, recién

llegada. Luego, un ala se volvió a cerrar. Aragón sabía que a esa hora el sol entraba directamente y

que las jóvenes cerraban uno de los doseles para evitar el exceso de luz y calor. Después de los

movimientos, nada más.

Alrededor de las 11.20 y mientras vigilaba la puerta de ingreso al edificio, el corazón le dio un

nuevo brinco. Leonora salía acompañada de un joven treintón, atlético y atractivo, unos pocos

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224

centímetros más alto que ella, vestido de jeans, polera y zapatillas. Ambos cruzaron corriendo

prestamente la avenida que los separaba del supermercado e ingresaron tomados de la mano al

vasto local.

Aragón sintió una profunda desazón que se le fue acumulando como estanque de aguas muertas

en su estómago y entrañas. No obstante el apasionado sentimiento que aún mantenía por la joven

y el dolor que le causaba perderla, su razón, a la que había dejado de escuchar tanto tiempo, le

vociferaba que aquellos dos “eran tal para cual” y que lo que estaba sucediendo “era lo natural”,

un reencauce de las alborotadas aguas, después de una salvaje riada.

Agobiado por el peso de la realidad, aunque forzadamente reflexivo, se quedó inmóvil en el auto,

envuelto por emociones diversas que circulaban caóticamente por su cabeza, cuerpo y espíritu,

como los trastornados decursos de miles de hormigas que escapan de una colonia destrozada por

la rama de algún niño travieso. Esperó con la mirada fija en la entrada del supermercado, aunque

realmente sin verla, pues su atención estaba en sus propias reflexiones.

Unos 10 minutos después, los jóvenes salieron riendo a carcajadas producto de alguna diablura o

porque daban gracias a la vida por la juventud e intensidad de la que aún gozaban. Leonora, de

buzo, hermosa como siempre, llevaba la bolsa plástica de compras en su mano, mientras el joven

jugueteaba haciéndole cosquillas. Leonora las recibía con animadas risas, arrancando a pocos

pasos del muchacho, de modo que este pudiera volver a retozar. Era un bello espectáculo

primaveral de bellos jóvenes enamorados. Pero para Aragón eran filudas estocadas que

penetraban feroces en su entumecida humanidad.

Los siguió con la mirada hasta que volvieron a cruzar la avenida corriendo e ingresaron al edificio.

Sentía un sabor amargo-ocre en su boca, que se le había secado hasta lastimar su faringe. Un

aliento tibio y aromático llegó desde el oeste, inundándolo de recuerdos sobre Leonora. Su

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frescura, su desfachatez juvenil, su inteligencia, su tersura, suavidad y pasión, sus expresiones y

gestos. Nada de eso le pertenecía ahora. Y allí estaba, a milímetros del abismo que se le abriría

una vez que la viera por última vez, cuando subiera a buscar sus pertenencias.

Mientras divagaba, unos 20 minutos después vio salir del edificio al misterioso joven de jeans y

polera. Cruzó la avenida ágilmente e ingresando al estacionamiento del supermercado, se acercó a

un pequeño city-car blanco, estacionado a unos 50 metros de su jeep. Tras unos segundos, el

vehículo salió rugiendo hacia la avenida, tomando dirección hacia el centro de Valle Inclán.

Ricardo notó que se aceleraban, sin razón aparente, los latidos de su extenuado corazón. Inspiró

profundamente y una oleada de jazmín lo inundó con suavidad. Recordó los momentos en los que,

muy cerca de la joven, podía oler su aroma a flores, como aquel jardinero que de mañana huele

con fruición su propia flor, esa flor que ha cuidado con esmero y que merced al tiempo, se

transformó en flor única, distinta, que el jardinero conoce de tal modo, que puede describir cada

pliegue de sus pétalos, entre millones de flores iguales. Se vio a sí mismo vistiendo una chaqueta

militar azul de dorados entorches, sobre un pequeño planeta, extrañando una lejana rosa roja,

como un nuevo Saint Exupery.

Cuando bajó del auto, Aragón sintió físicamente el dolor que cargaba. Sus piernas agarrotadas y

rígidas, le impidieron dar los primeros pasos con soltura. Tras un par de movimientos bruscos, las

desentumedeció, pero la tirantez en su estómago lo obligó nuevamente a detenerse y comprimir

los músculos para aflojar su tensión.

Cancinamente, Aragón llegó a la avenida y continuó hasta la esquina siguiente para esperar la

señal del semáforo y cruzar sin prisas. Al llegar al edificio, volvió a sentir esa molesta sensación en

el bajo vientre, pero dándose ánimo, dijo para sí la vieja frase de Julio César antes de cruzar el

Rubicón: “Alea jacta est”.

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Cuando estuvo frente a la puerta del departamento, Ricardo pulsó el timbre como quien toca una

olla caliente, de manera de evitar que el desagradable sonido de la chicharra le crispara los

tímpanos, irascible como estaba, tras los momentos vividos. Pasaron los segundos como minutos y

cuando estaba a punto de volver a tocar, la puerta se abrió impetuosamente. Allí estaba ella, la

flor amada, con todos esos detalles que Aragón concebía sin máculas. Sin saludarlo, Leonora le dio

la espalda y caminó hacia la cocina, dejando campo libre para que Ricardo entrara a buscar sus

cosas.

El, educado, saludó a la joven sin esperar respuesta y pasó directo al dormitorio. La cama estaba

hecha y todo seguía igual como cuando compartieron el lugar como secreto santuario de un amor

prohibido, inviable, pero realizado como la obra de un Demiurgo desquiciado que se dispuso a

crear un hecho cuyas probabilidades de ocurrencia eran de uno en un trillón de trillones. Pero

había sido. Porque allí estaban las pruebas de su existencia. El mismo era testigo único y

privilegiado, aunque ahora podía llegar a creer que todo no había sido sino un delirio, producto de

la mente enfermiza de un poeta esquizofrénico.

Tomó con parsimonia cada una de sus prendas y las fue colocando, de una en una,

ordenadamente, en la maleta que le recordó el día de su furtiva visita a casa de Mabel. Tuvo el

impulso de llamar a la joven, pero con su nombre en la punta de lengua y garganta, Ricardo se

contuvo y continuó su tarea. Como últimos objetos de una ensoñación, Aragón echó sus zapatos

envueltos en bolsas plásticas y cerró la valija presionando los dos pestillos que la aseguraban.

Aquellos sonaron a sus oídos como dos castañuelas que, lejanas y a destiempo, cerraban un

masculino y pasional fandango que había embargado su alma al tronar de tacos que golpeando

con fuerza el tablado y suspendidos repentinamente, también paralizaron su corazón.

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Como un viajero nómade, Ricardo miró por última vez a su alrededor, con el equipaje en su mano

y salió de la pieza al pasillo que lo llevaba a la puerta final que lo apartaría para siempre de aquella

irrazonable pasión.

Leonora no apareció. Sentada en un sillín de cuatro patas en la cocina, molesta, la joven revisaba

despreocupadamente sus hermosas piernas, mirándolas con atención y sacudiéndose, de vez en

cuando, inexistentes pelusas, mientras esperaba que la incómoda visita concluyera. Aragón no

quiso partir en silencio y en voz alta dijo: “Nos vemos”, como si nada hubiera pasado.

Cuando salió al pasillo del edificio y cerró la puerta detrás de sí, curiosamente sintió una ola de

alivio. Le pareció que la forma en que asumió el pleito la joven era la más adecuada. Nada más que

decir, nada más que decirnos.

Tal vez, en alguna vida posterior ambos podrían conjugar en tiempo y espacio, en estadios

compatibles, para culminar la desatinada obra que el Creador quiso que protagonizaran, pero que,

ante su imposibilidad, no pudo continuar el argumento, cortando la presentación de un hachazo.

Tal vez, en otra vida, en otra geografía, ellos, o al menos parte de ellos, se reencontrarían para

amarse sin los temores que atacan desde la razón - bendición y castigo humano- y transformados

en el ala de una mariposa que acaricia inocente la hoja de un viejo naranjo, seguirían gestando

delicias, sin ellos saber siquiera que son o deberían ser, si no participando como partes del deleite

universal mismo.

Inconsultamente recordó a Kant y recitó para sí: La naturaleza instintiva del hombre se subordina a

la razón desde el momento en que puede desear lo inexistente, pues la razón y su instrumento, las

palabras, es la única que puede imaginarlo. Quizá su pasión por la joven y la supuesta felicidad que

producía su relación con ella, no había sido instintiva, increada como el Amor eterno, sino un

desvarío senil, una posibilidad inexistente, generado por una razón secretamente manipulada por

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su propia mujer interior, que se le hacía presente a través de Leonora. Quizá sólo había estado

enamorado de sí mismo.

Capítulo X

I

Los apagados días de Aragón siguieron el monótono ritmo de Valle Inclán. Dadas las

circunstancias, decidió arrendar un departamento amoblado que, aunque relativamente alejado

de la Universidad, era cómodo, agradable y seguro. Durante las últimas semanas de clases y tareas

administrativas, Ricardo iba de la Universidad a su apartamento, del apartamento a la Universidad.

De vez en cuando se encontraba con Mabel, a quien saludaba amigablemente a la distancia.

Leonora, por su parte, continuó su nuevo romance, pero el entusiasmo inicial fue decayendo y

para las vacaciones de febrero, la joven se alejó sin traumas del hermoso muchacho de “cabeza

hueca”. Era su sino. De un día a otro, la mujer desapareció de Valle Inclán y se perdió entre la

muchedumbre de la capital.

Algunos de sus compañeros comentaban que había viajado a estudiar el post grado a España,

otros a Italia y algunos, que se había enamorado de un comerciante árabe y que vivía como reina

en un sultanato petrolero del medio oriente. La leyenda en torno a Leonora continuó por meses

hasta que de pronto, ya nadie se acordaba de ella.

En cuanto a Alice, la gente de la aerolínea comentaba que, en uno de sus viajes, había conocido a

un rico empresario turístico catalán con quien terminó casada. Había renunciado a su trabajo casi

en paralelo con la partida de Leonora del departamento, el que, según el conserje, estuvo

desocupado por varios meses, hasta que lo ocuparon un par de jóvenes isleños, los únicos rapa-nui

que estudiaban en Espirito Santo.

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Así, hacia las vacaciones, el desbordado río que afectó las vidas de Ricardo, Mabel y Leonora,

comenzaba a volver a sus cauces, ayudado por el deslumbrante sol de verano y la alegría

contagiosa de quienes, tras laborar un año completo, comienzan a preparar las valijas para un

merecido descaso en Balajares, la mejor playa cercana Valle Inclán.

Por esos días, los Stern organizaron una pequeña recepción de despedida a la que invitaron sólo

un pequeño grupo de cercanos, entre ellos a Aragón y Mabel. Partían rumbo a Israel, donde uno

de sus dos hijos, que servían en el ejército, había sufrido graves heridas en un atentado. Fue una

velada triste, pero cargada de ese optimismo judío que, ante las desgracias, parece fortalecerse.

El proyecto por el que ambos llegaron a Espirito Santo había fallado, luego que no se completara

ni la cantidad de alumnos ni de profesores necesaria para transmitirles sus nutridas experiencias y

conocimientos. Sólo un académico y dos estudiantes mostraron interés en el plan.

Cuando a mediados de marzo comenzaron a reanudarse las actividades de la Universidad, Ricardo

fue de los primeros en reintegrarse al trabajo, dictando sus reconocidas y bien remuneradas

conferencias para estudiantes y aspirantes.

Durante el verano, para aliviar un poco el alma, había partido un par de semanas hacia el Sur del

país y en la soledad de rumorosos y cristalinos ríos, montañas ahítas de vegetación, cielos

intensamente azules y nubes blancas como la piel de una hada, pescando truchas y salmones que

devolvía al rio, Aragón fue curando las heridas de su desventurada efusión de otoño, como un lobo

que, solitario, lame en su madriguera los mordiscos y magulladuras de su última salida a cazar.

Cuando regresó a Valle Inclán, aunque se sentía más viejo, se pretendía más sabio; aunque más

débil, más completo y claro. Había asumido que su pesar no fue más que resultado de un deseo

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inoportuno de recuperar un tiempo perdido que, habiéndose frustrado en su momento, nunca

realmente dejó atrás y lo cargó, inconsciente, más allá de la razón.

Había descubierto que el amor es un sentimiento que nos acompaña muy de cerca, siempre, pero

que habitualmente no lo vemos. Lo negamos por miedo a ahogarnos en su naturaleza tan

espontánea y salvaje como nuestra animalidad y cuando audaces nos atrevemos a vivirlo, casi

siempre su intensidad nos quema vivos, porque el verdadero amor no entiende de razones,

aunque haya sido la razón la que lo nominó y clasificó.

Valle Inclán y las autoridades de la Universidad había asumido con delicadeza y madurez la

separación de los Aragón-Dubois. Ambos siguieron siendo respetados y queridos y nadie intervino

indebidamente en una decisión que, se asumía, había sido adoptada por personas maduras y

cultas.

Los hombres de la elite se enteraron del affaire de Ricardo, pero nunca lo discutieron en entornos

femeninos y, por cierto, impetraban coincidentes que jamás hubo pruebas de su infidelidad.

Las mujeres terminaron por creer en la versión de Aragón. Tal vez –decían- como el mismo le

había reiterado a Mabel, nunca hubo nada entre él y “esa chiquilla”. No obstante, mantuvieron su

solidaridad con la profesora de estética, porque finalmente “los hombres no son de confiar y ya

ves lo que le hizo Gonzalo Iturbieta a su señora”.

Gloria lo mantenía al tanto de las novedades de Mabel y su familia y, un par de veces al mes,

Ricardo iba a la casa a resolver algún problema menor de gasfitería o electricidad. El nombre

“Leonora” fue excomulgado de los entornos de Aragón y nunca más se tocó del tema. Con los

meses, todo parecía haber sido un mal sueño y la pasión y lesiones fueron evaporándose

paulatinamente, con el tiempo y el sol como mejores remedios.

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Hasta Berroales ganó su lucha contra la soledad. Cuando a fines de ese enero recibió la impensada

invitación desde Uruguay para visitar a su ex amante, con todos los gastos pagados y hasta un

pasaje de avión en primera, Aragón accedió a adelantarle las vacaciones en tres días, para que el

programa que el traductor había preparado para su amigo, pudiera cumplirse a cabalidad.

A comienzos de marzo, Ricardo recibió un mail de Jorge para informarle que no volvería a tomar

los cursos de Literatura inglesa en Espirito Santo. Había decidido quedarse a vivir en Montevideo

con su amado y, además, había conseguido una cátedra en un “excelente” instituto privado.

Entre sus clases, conferencias y reuniones administrativas, Ricardo colmaba sus días. Seguía

trotando un par de veces a la semana, pero ya no más de tres kilómetros. “Simplemente para no

acumular grasa en las arterias del corazón”, como decía a sus amigos más sedentarios.

El recuerdo de Leonora y la juventud perdida se hacía cada vez más lejano y los fantasmas de sus

ensoñaciones se desvanecían hasta parecer desteñidas fotografías sepia, como las del siglo

pasado.

Cuando llegaron las primeras lluvias de ese nuevo invierno y culminando ya el primer semestre,

recibió un llamado directo de Mabel para contarle que Marie Ann había parido a Ricardo IV y que

la nueva familia tenía programado un viaje a Valle Inclán para el siguiente verano, inmediatamente

después de las fiestas de fin de año, las que celebrarían con los padres de la nuera, en Tennessee.

Aragón agradeció la llamada y aprovechó de consultarle sobre su salud y situación económica. No

obstante que religiosamente le enviaba buena parte de su sueldo, sabía que la casa tenía altos

gastos y que la remuneración de Mabel alcanzaba para los últimos dividendos y comprar algunas

menestras. La mujer respondió, como siempre, que con lo que tenía alcanzaba “de sobra”, al

punto que había ahorrado para cambiar su viejo Volkswagen. Aragón la felicitó por su capacidad

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contable y administrativa. Por primera vez la escuchó reír francamente. Un regocijo suave y tibio le

acarició el estomago.

II

Una noche, Aragón recibió una singular llamada a su celular. Era un número desconocido, los que

habitualmente no contestaba. Pero esta vez, cansado de leer, respondió para reposar un rato sus

malogrados ojos. Era nada menos que el rector Rojas, quien le consultó sobre su disposición a

hacerse cargo del decanato de la Facultad. Aragón recibió la noticia con alegría intelectual, aunque

no manifestó ninguna reacción somática. Desde hacía tiempo no sentía con intensidad. Según

recordaba, solo la franca risa de Mabel lo había confortado en las últimas semanas. Una especie

de frigidez emocional lo hacía vivir de modo neutro, sin emociones negativas, pero tampoco

positivas ni intensas. Bien sabía que su juventud se nutrió de aquellas experiencias y que las que

albergaba como mejores recuerdos eran justamente aquellas que lo hicieron sentir vivo, pleno,

consumido en cuerpo y alma por la exaltación mística.

-“Estoy con disposición a tiempo completo”, Rector, dijo con voz grave y tranquila.

-“Está bien”, respondió seco Rojas, como de costumbre. “Entonces, voy a confirmar al directorio

su acuerdo”. Aragón agradeció la confianza, mientras Rojas de modo adusto dijo que no había

nada que agradecer y que era sólo el resultado de su calidad y trabajo constante.

Cuando colgó, Aragón quiso llamar a Mabel, pero se detuvo a mirar la hora. Eran las 22.30.

Posiblemente aún estaba despierta. Dudó, aunque prefirió esperar darle la noticia en persona el

sábado, cuando la visitara en casa. Siguió intentado leer otro poco, pero cansado, cerró el libro y

encendió el pequeño radio en su velador. Sonaba el primer movimiento alegro molto apassionato

del Concierto en Mi menor para violín, de Félix Mendelssohn.

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Recordó esas entretenidas conversaciones con Mabel y sus diferencias musicales. Y sin embargo, si

algún músico los unía, era Mendelssohn. “Coincidencia significativa”, dijo esa segunda voz que le

cuchicheaba cuando conversaba consigo mismo. El autor, aún en su avanzado romanticismo,

reconocía su admiración por el inalcanzable Bach de Mabel y fue, por ello, profundamente

tradicionalista en su búsqueda, evitando innovaciones musicales más arrojadas como las de sus

coetáneos, Liszt o Wagner.

Mabel le había comentado que, con sólo 20 años, Mendelssohn le había propuesto a su maestro

dirigir en público “La Pasión según San Mateo”, que no se ejecutaba desde la muerte del músico,

en 1750. Su profesor lo consideró imposible, pero el entusiasmo del joven Félix se impuso y la obra

se interpretó en marzo de 1829, en Berlín.

El éxito de la representación fue determinante en el redescubrimiento de Bach para los alemanes

y europeos, en una época en que predominaban Haydn, Mozart, von Weber, Rossini y Händel.

También le proporcionó gran aceptación, lo que lo llevó a una de las pocas referencias que

Mendelssohn hizo sobre sus orígenes judíos: “¡Pensar que se ha tenido al hijo de un judío para

reanimar la mejor música cristiana para el mundo!”.

Mientras planeaba sobre los acordes del músico judío-alemán, recordó a los Stern y deseó que el

hijo herido de ambos hubiera superado su trance. Sin haber sabido más de ellos, las imágenes de

Marian y Jacob Stern y de Mabel, de esos momentos juntos, conversaciones y alegrías, se fueron

transformando en telón de fondo para el concierto. Viajó a Jerusalén y visitó el Muro de los

Lamentos, imaginando el dolor de tantos en esa violentada Tierra Santa. Sin percatarse, se fue

hundiendo en un reparador sueño.

III

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234

Ese sábado, Aragón se levantó temprano para pasar a comprar aquellos quesos que gustaban a

Mabel. Bien rasurado y con ropa recién lavada y planchada por la empleada que le ayudaba a

mantener en orden su departamento, un par de veces por semana, partió en el jeep rumbo al

centro. En la tradicional Salumería Suiza, cerca de la plaza, compró algunos gruyeres, camembert y

bries franceses, más caros que los nacionales, pero de una calidad inigualable. Quiso llevar una

botella de buen Malbec, pero se arrepintió, pues aún percibía en Mabel resentimientos que, ante

la oferta de unas copas, podría prestarse a equívocos y desagrado.

Se lustró los zapatos a la plaza y luego encaminó hacia el condominio por la ruta 23, la que como

siempre a esa hora, estaba atestada de automóviles. Eran las 11.15 cuando ingresó y tras una

lenta marcha y desvíos de rigor, logró llegar al portalón del lugar alrededor del mediodía, hora en

que había acordado encontrarse para revisar una falla en uno de los calefón de la casa.

Mabel escuchó el jeep de Aragón y pidió a Sonia que apresurara la preparación de los bocados que

preparaba para su ex marido. Subió al segundo piso para cambiarse ropa y darse “una mano de

gato”. Tras golpear, Aragón ingresó anunciando su llegada con un “aló” en voz alta. Sonia salió de

la cocina y le informó que la señora bajaría de inmediato. Tras recibirle los quesos, le ofreció una

taza de café que Ricardo aceptó. Se sentó en su sillón preferido. “El Independiente” estaba sobre

la mesa de centro, abierto en una de las páginas. Con satisfacción reconoció la foto del rostro de

Mabel acompañando su columna de crítica cultural.

La semana anterior había visitado Valle Inclán la exposición del artista visual Arturo Duclos,

adherente a movimientos conceptuales de comienzos de los 80 que basaron su discurso plástico

en la semiología y teoría de la comunicación. Mabel destacaba en su escrito las ideas de

transmutación y cambio en la apariencia de las cosas que aparecían en la obra del autor, así como

sus trabajos que, con nombres sugestivos como Alquimia o Cábala y materiales e imágenes

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vinculadas a la religión, ciencia o la guerra, reflejaban la punzante ironía e inquietud del artista

ante la crisis de identidad y valores de la sociedad post moderna.

La nota desplegaba la erudición plástica de Mabel, pero al mismo tiempo su capacidad pedagógica

y comunicacional, yendo de la forma al fondo de la obra de un autor que, con objetos y materiales

tan disímiles como salsa de soya, huesos y formatos digitales, establecía nuevos ordenes

sistémicos y reescribía significados a partir de una reflexión metonímica sobre la desintegración y

corrupción en la historia contemporánea.

-¿Qué te parece?, le escuchó decir a Mabel, quien desde la escalera lo había visto leyendo el

artículo.

Aragón alabó su penetración en la obra, así como su capacidad y buena redacción, que facilitaba la

lectura y comprensión de las complejidades de la percepción plástica y artística. Mabel agradeció

casi coqueta los elogios y se sentó frente a él, con sus piernas juntas, mostrando sus hermosas

rodillas, sin medias, que empalidecían con la presión de la piel sobre la rótula, dándole al resto de

la pierna un punto de comparación que embellecía por su vitalidad. Aragón no pudo evitar mirar,

pero desvió la vista hacia el diario y siguió comentando el artículo, casi en abundamiento. Mabel

se percató, pero evitó evidenciar cualquier expresión.

Ricardo no se había sacado aún la chaqueta, por lo que ella le ofreció colgarla en el perchero de la

entrada de la casa para que estuviera más cómodo y trabajara con mayor libertad en el calefón,

frase a la que le agregó un simpático tonillo, cuyo subtexto decía “que no se te olvide a lo que

vienes”. Aragón tomó el último sorbo del café y le dijo a Mabel que había comprado unos quesos

franceses que podían comer en el intertanto.

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La mujer se levantó y tras una breve conversación con Sonia, volvió con los quesos en una tabla de

raulí con azulejos pintados que Aragón no había visto. “Me la regaló Elena”, dijo Mabel. Aragón

arriscó levemente la nariz, pero celebró la belleza de los grabados. Con el pequeño cuchillo de

punta redonda dispuesto en un calado de la tabla, Ricardo cortó un trozo de camembert, el que

tras ponerlo en su boca, acompañó con un galletica que Mabel había dispuesto en un pequeño

tiesto de cerámica. Ella hizo lo propio con un corte de gruyere, añadiendo que había faltado “un

buen vino”.

El no quiso comentar que estuvo a punto de comprar una botella y que se había arrepentido,

porque habría debido explicar el raciocinio en que fundó la negativa. Y aquello era una necedad,

luego que la propia Mabel lo había pedido. Tímidamente le preguntó por los vinos que guardaba

en su “cava”, ubicada en un pedazo del subterráneo de la casa en el que, años atrás, construyó un

pequeño estante para colocar unas 60 botellas.

Mabel lanzó una carcajada y dijo con gracia: “No queda nada”. Aragón la miró sorprendido y le

preguntó qué había pasado. La mujer siguió riendo y le dijo:

-“Qué esperabas después de tanto tiempo y frio? ¿Con qué crees que agasajé a las amigas que han

venido a visitarme?”.

Ricardo rió con desgano, pasándose la mano por la frente como para borrar alguna mala idea

sobreviniente y reforzar un “tienes razón”, sin decirlo. Sonia llegó en ese momento con el resto de

los bocadillos que había preparado Mabel para el encuentro.

Tras los aperitivos, ambos pasaron a almorzar unas tradicionales paltas rellenas con camarones

ecuatorianos como entrada y luego un róbalo a la plancha, en salsa de champiñones, que Mabel

preparaba con excelencia, acompañado de ensaladas verdes. Tras la comida, ambos bebieron agua

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de yerbas mixtas y volvieron a sentarse en la sala. Mabel le comentó detalles de sus clases, nuevos

alumnos, discusiones y chismes de la Escuela, así como pormenores de Ricardo, Ricardo IV y Mary

Ann y sobre Marcela y Jean Jacques.

Aragón, por su lado, se guardó la noticia de su ascenso al decanato para última hora. Cuando le

comunicó la nueva, Mabel no pudo evitar dar un pequeño saltito de victoria en el sillón, reacción

que alagó el espíritu de Ricardo y volvió a sentir ese agradable y cálido placer en su bajo vientre,

como quien, tras larga travesía, llega finalmente al hogar, a sus perfumes y seres queridos.

Sin poder dar más detalles que la oferta, Aragón prefirió desviar la atención hacia el deber que lo

había traído a casa: ver el calefón malo. Los dos salieron al patio trasero y Aragón frotándose las

manos, se preparó para intervenir, solicitándole destornillador y alicates. Mabel entró a la casa y

volvió a los pocos minutos con ambas herramientas en una mano y la pesada caja verde en la que

Aragón guardaba el resto de sus instrumentos caseros, en la otra.

Luego de un cuarto de hora en que estuvo absorto en la tarea, mientras Mabel ayudaba a Sonia

arreglando la cocina, Ricardo dio por terminado el trabajo. “Quedó listo”, dijo ingresando a la

cocina con la caja de herramientas. Mabel le agradeció y éste hizo un gesto de suficiencia que hizo

reír a las dos mujeres. Por su mente comenzaron a pasar escenas de cuando vivía allí con los niños;

cuando partió Ricardo a Estados Unidos; cuando se fue Marcela. Una cruda nostalgia por la patria

perdida ensombreció su rostro. Pensó que le habría gustado estar cuando llegara su nieto, en unos

meses más. Pero apartó las imágenes de su mente recordando el desafío que tenía por delante,

cuando fuera nombrado oficialmente Decano de Literatura.

De nuevo sentados en la sala, tras escuchar juntos la Sinfonía Nº 3 de Brahms, cuyo tercer

movimiento ambos relacionaban con la película Aimez vous Brahms? de Anatole Litvak y dormir

una pequeña siesta en el sillón de siempre, Aragón agradeció la velada y se preparó a partir. Creyó

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percibir una leve mueca de decepción en Mabel, pero no quiso profundizar en el supuesto. Sin

embargo, esta vez ella aceptó, por primera vez, que la besara en la mejilla. Ambos sonrieron

nostálgicos y una vibración leve, calma, casi imperceptible, los envolvió sutil. Parecía que una

pequeña luz, como la de una luciérnaga extraviada en un oscuro bosque nocturno, aún brillaba en

lo más profundo de sus silenciosos y vapuleados corazones.

IV

Los meses pasaron vertiginosamente. Cuando Aragón asumió el decanato de la Facultad, los

Alcalde le ofrecieron una fastuosa recepción en su mansión de los Álamos, donde llegaron todas

las autoridades de la Universidad, amigos y, por cierto, Mabel, con quien Aragón volvió a bailar

cuando, tras la comida, el anfitrión anunció que había contratado una orquesta que amenizó la

fiesta con alegres canciones, hasta altas horas de la madrugada de ese sábado.

Al ritmo de “It’s not for me to say”, que en los 70 hiciera popular Johnny Mathis y que ambos

recordaban con nostalgia, Mabel sintió, con revitalizada inquietud, el aún fuerte brazo de su ex

marido en torno a su cintura, que la atraía hacia su cuerpo y que hacía que las piernas de ambos se

cruzaran a la altura de sus rodillas y muslos y sus vientres se juntaran de vez en cuando, mientras

se desplazaban por la pista. Ella, no obstante que en un comienzo mantuvo cierta distancia de

Ricardo, se dejó llevar por la rica sensación de renovada atracción por el hombre, acicateada por

Rosa y Antonio que, también bailando románticamente, les hacían gestos traviesos y divertidos

para que se abrazaran con mayor intensidad.

Ricardo, que hacía “siglos” no sentía tal cercanía con su ex mujer, volviendo a percibir los aromas y

perfumes naturales de esa piel que lo sedujo, pareció revivir los mejores momentos con su pareja

y, sorpresivamente, descubrió que su virilidad, por tiempo aturdida y quieta, comenzaba a

revitalizarse, estimulada por la suavidad de las manos de Mabel, su delgada cintura, firmes muslos

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y agitada y tibia respiración inundando su cuello. Ambos, además, rompiendo su habitual

sobriedad, habían bebido ya varias copas del regio champaña ofrecido por los Alcalde, así como un

par de copas de vino durante la comida, de modo que sus defensas se habían debilitado: sus

guardianes dormían sonrientes una irresponsable siesta, mientras las puertas de las fortalezas se

entreabrían, sin candados.

Cuando en una de las vueltas del baile, Ricardo la atrajo con fuerza hacia su cuerpo, Mabel se

percató del estado de su pareja al percibir su hombría erguida y rígida en su vientre.

Delicadamente, ella retiró sus caderas a leve distancia, reacción que no pasó inadvertida para

Aragón, quien volvió a llenar el espacio abierto. Mabel volvió a retroceder, aunque en el juego de

ataque y retirada, de pronto ella mantuvo posiciones y arremetiendo por un flanco de la fuerza

enemiga, acercó su mejilla a la de Ricardo respirando directamente sobre su oreja, lo que provocó

un inusitado incremento de la temperatura en los contendientes.

Mathis terminaba de cantar y el piano daba sus toques finales, cuando ambos se separaron

levemente transpirados e inquietos. Rosa y Antonio Alcalde, que no habían perdido detalle del

baile, aplaudieron calurosamente. Todos rieron y regresaron dicharacheros a la mesa.

La fiesta culminó alrededor de las 4 de la mañana y tras despedirse cariñosamente de los

anfitriones, Ricardo y Mabel caminaron rumbo al jeep en el que habían llegado, luego que Aragón

la pasara a buscar a la casa. De vuelta al condominio, ninguno de los dos quiso hablar, como

evitando romper la atmósfera de reconciliación y acercamiento que habían conseguido

paulatinamente, pero que esa noche se había vuelto a encender de un modo como ninguno

supuso podía suceder, luego del doloroso trance vivido.

Ya en las puertas de la casa, Mabel se quedó sentada en el automóvil, inmóvil, mientras Aragón

luchaba por tomar la iniciativa y besarla. La mujer observó su casa y luego, mirando hacia abajo, le

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agradeció, acercándose grácilmente a su cara, para besarlo en la mejilla. Aragón giró bruscamente

y tomándola amorosamente desde el cuello, la besó en la boca. Ella se dejó llevar y con delicadeza

entregó sus labios y tímidamente su lengua, la que Aragón acarició suavemente con la suya.

Pero las imágenes del pasado arribaron torvas y masivas. Mabel empujó a Ricardo desde el pecho

y lo separó, pidiéndole que se detuviera. Ricardo, obediente, de echó atrás y la miró con ternura,

con una expresión desconocida para Mabel, en la que su clamor por perdón y tregua, inundaron

sus ojos. Ella miró hacia el piso y abriendo la puerta del auto, se despidió. Aragón observó su

esbelto cuerpo y ese caminar ágil y gatuno que conservaba y sintió, como nunca, una necesidad

profunda de volver a la Ítaca perdida.

V

Las visitas de Ricardo a la casa de Mabel siguieron un ritmo cansino y con menor frecuencia, a raíz

de la mayor carga de trabajo que había asumido en la Universidad. Sin embargo, Aragón se las

había ingeniado para conseguir cierta periodicidad asegurada, tras pedirle a su ex mujer

autorización para llevar ropas a lavar y planchar a la casa. Así, cada semana, ambos se veían

aunque fuera por unos minutos, ocasión en la que además se enteraba de la familia y situación

general de la casa. Un par de veces, Mabel aceptó asistir con Aragón a algún concierto o al cine,

momentos en los que volvían a tomarse de las manos, como viejo matrimonio.

A pocas semanas de la llegada de los Aragón-Mc Millan, ya hacia fines de año, mientras revisaba

sus mails, Aragón le llamó la atención uno que firmaba “P. de Rocka”. Lo abrió con cierto temor,

en medio del ataque de oscuros fantasmas del pasado, pues la primera imagen que vino a su

mente fue la de Leonora, transformada en solitaria sirena, descansando sobre una roca en medio

de un agitado y turbulento mar nocturno.

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El “estimado maestro”, hizo el efecto de un rayo. Con el mouse del ordenador bajó frenéticamente

la página Word para leer el nombre del remitente al final del texto. Aunque se creía preparado

para un reencuentro sin pasión ni confusiones con Leonora, el salvaje animal dormido, que ya no

aullaba, lloraba, ni gemía, despertó bruscamente, disparándole todas las alertas de su razón.

Movió enérgicamente sus hombros para soltar una sorpresiva tensión en sus hombros.

-“He estado siguiendo mi amado post grado en literatura aquí en Madrid. Como dedico todo mi

tiempo al trabajo, he avanzado notablemente en mi tesis y creo que podré concluirla más o menos

en paralelo con el término de los cursos que curricularmente debo cumplir para presentar mi

propuesta.

“Finalmente, deseché trabajar con los autores chilenos. Pero he seguido hurgando en el amor y

me he dedicado a investigar la obra de Gustavo Adolfo Becquer.

“Serpiente del amor, risa traidora,

verdugo del ensueño y de la luz,

perfumado puñal, beso enconado...

¡eso eres tú!”

“Su poesía acompañó mis primeros nublados y tristes días de soledad en esta vieja capital. Me

acunó y cuidó con un calor que no creía pudiera existir en las palabras. Comencé a leerlo

desprevenidamente un día, para evitar caer en mis tristezas. Pero pronto descubrí que también

podía ser un excelente material para mi tesis.

“Pensé varias veces en qué opinión habrías tenido, de habértelo consultado. Pero vi tu rostro

esquivo, con tus lentes a media nariz, mirándome extrañado y acusador. Y aquí estoy, a poco de

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concluir un trabajo que, espero, sea bien evaluado. Hasta ahora tengo buenas calificaciones y soy

de las pocas que asiste regularmente a clases, participa y entrega sus tareas puntualmente. Espero

finalizar esta aventura exitosamente y titularme hacia mediados o fines del próximo año.

“Mi madre me preguntó extrañada la razón de mi partida de Valle Inclán y la decisión de estudiar

en Europa. Cuando le contesté que mi profesor valleinclano Ricardo Aragón me lo había

“aconsejado”, por primera vez, en años, recibí respuesta casi instantánea, para preguntarme tu

segundo apellido.

“¡Olé! ¡Qué chico es el mundo, eh?! le respondí y le conté que sabía de su romance de juventud.

No sabes que ira le provoqué. No sería raro que algún día recibieras carta suya. Pero, en fin, no te

preocupes. Nada de lo nuestro.

“En el magister he conocido a varios escritores con los que comparto ideas y perspectivas. Uno de

ellos trabaja ya, hace años, para una casa editorial y me ha ofrecido presentarme cuando termine

y tenga algo que mostrar. No me atrevo a decirle que escribo para mí. Ya vendrá el “showtime”.

“Ricardo: he logrado comprender que estamos limitados por nuestras pieles y que lo que creemos

de los demás no son sino proyecciones de nosotros mismos. A veces te recuerdo con rabia, otras

con profundo cariño y nostalgia. No te culpo de nada. No era más que una chiquilla malcriada y

egoísta. Algún día espero que, de encontrarnos, compartamos, ahora simétricamente,

experiencias para seguir creciendo en este arte de escribir. Con el afecto y respeto de siempre

Leonora Santoamor

La sirena había cantado de nuevo, en ese idioma inefable, indescifrable, con el que hablaba

seducía y castigaba, dejando a su interlocutor en medio de un débil puente colgante sin saber si

avanzar o retroceder. ¿Qué significaba ese verso de Becquer? ¿Un acto de provocación o simple

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azar? ¿Porqué había mezclado realidad y ficción tan peligrosamente, contándole a Carolina sobre

la supuesta sugerencia suya de que fuera a estudiar a Europa? ¿Qué quería decir cuando afirmaba

que esperaba compartir –simétricamente- experiencias. ¿Era una crítica a la relación o un desafío

académico?

Aragón tuvo la intención de responder inmediatamente el mail, pero dudó unos segundos y, sin

más, dirigió la flecha de la pantalla de su ordenador hacia la interfaz de “Borrar”. La ubicó encima

del símbolo, con su mano sobre el mouse. Levantó su índice dejándolo suspendido sobre el

dispositivo para el click final. El recuerdo de Mabel irrumpió en medio de la vacilación y Aragón

dejó caer el dedo como la cuchilla de una guillotina sobre el cuello del ajusticiado. Sintió una

mezcla de nostalgia, pérdida y alivio.

VI

Aragón había pasado de madrugada por casa de Mabel para ir juntos al aeropuerto de las Peñas,

donde llegaría el avión de aerolíneas de América en que venían los Aragón-Mc Millan y su

progenie, Ricardo IV, que ya contaba con seis meses de edad. Sentados en el café del aeropuerto

esperaban inquietos la llegada del vuelo 98 que anunciaba su arribo a las 8 A.M. Mabel miraba su

reloj de pulsera insistentemente, mientras Aragón mascaba su pipa, sin tabaco, para aquietar la

presión.

Hacía tres años que no veían a Ricardito y a Marie Ann sólo la conocían por las fotos que el hijo les

enviaba cada cierto tiempo, por correo electrónico. Cuando los altavoces anunciaron la llegada del

vuelo, Ricardo pagó apresuradamente los café y ambos caminaron presurosos a ubicarse en la

salida de los vuelos internacionales.

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Debieron esperar que el nutrido vuelo casi se desocupara, mirando con ansiedad como otras

familias recibían a los suyos con grandes abrazos y expresiones de alegría, para ver caminando

hacia ellos, con toda la tranquilidad del padre, a Ricardo y su delgada mujer norteamericana, con

el niño en los brazos, arropado en un mullido plumón blanco que impedía dimensionarlo a la

distancia. Mabel, que estaba tomada del brazo de Aragón, lo apretó bruscamente al verlos. Ambos

levantaron sus manos para indicarles donde estaban, en medio de la multitud de viajeros y

familias que seguía en el lugar.

Ricardito hizo lo mismo y sonriendo avanzó hacia ellos. Mabel soltó a Aragón y caminó al

encuentro del hijo amado. Lo abrazó con afecto durante un rato, mientras le decía al oído quien

sabe qué secretos de madre. El muchacho se libró suavemente de la prisión de los cariñosos

brazos maternos para presentarle a su esposa. Mabel la miró a los ojos y junto con saludarla en

perfecto inglés, la besó en la mejilla. Marie Ann respondió cordialmente, mientras la abuela se

zambullía en el rostro del nieto, un albo niño rubio, como su madre, de ojos profundamente

azules, que miró a su abuela con aire distraído y confiado. La mujer comenzó a hacerle

morisquetas y cariños con la punta del dedo índice en las redondas mejillas. En niño sonrió,

provocando el regocijo de Mabel.

Mientras tanto, Ricardito había saludado a su padre con expresivo apretón de manos que Aragón

transformó en un abrazo, atrayéndolo hacia sí y saludándolo “qué es de su vida, doctor”, a lo que

Aragón Jr. respondió que aún no ostentaba tal título. “Pero lo tendrás”, le dijo con seguridad

Ricardo. Luego, se habían acercado a las dos mujeres y participado de los juegos y cariños que

Mabel compartía con su primer nieto, saludó a su nuera y los invitó a todos a caminar hacia el

jeep. Con dos grandes maletas, pero instaladas en carritos con rueda, el traslado hasta el auto fue

rápido, para luego volver directamente al condominio.

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Mientras regresaban, Mabel conversaba con Marie Ann sobre su parto, la salud del niño y

similares, mientras Aragón le mostraba a su hijo los adelantos de Villa Inclán. Una vez en el

condominio, Mabel llevó a la mujer hacia el dormitorio de Ricardito, donde dijo, se quedarían y le

mostró una pequeña cuna que había dispuesto para ubicar a Ricardo IV. Marie Ann agradeció las

atenciones de su suegra, con quien simpatizó de inmediato, facilitando la conversación y

acercamiento de las familias.

Aragón, entre tanto, en el living con su hijo se enteraba de los pormenores de su doctorado y la

calidad de las universidades norteamericanas, mientras éste le preguntaba sobre su asunción al

decanato de Literatura y las novedades culturales de Valle Inclán. La mañana se consumió como

fuego de artificio, entre recuerdos e intercambio de regalos. Luego ya estaban en la mesa,

almorzando el menú que Mabel había definido y que fue magistralmente materializado por Sonia.

Los comensales aplaudieron la comida y, tras el postre, pasaron a la sala a tomar café.

El largo viaje desde Estados Unidos durante toda la noche había hecho sus efectos en el joven

matrimonio, por lo que, muy pronto, Ricardo III le insinuó a su madre -que seguía entusiastamente

dialogando con Mary Ann y cuidando al nieto mientras dormía- que deseaban con el alma una

reparadora siesta. Ya tendrían tiempo durante la semana que estarían en la casa.

Tras los cariños y despedidas de rigor, Aragón y Mabel quedaron solos en la sala. Se miraron y la

mujer no pudo contener expresar la alegría de tener al “niño y su familia” en casa, además de

comentar por enésima vez sobre la belleza de su nieto. Ricardo estaba inmerso en una profunda y

extraña calma. Sentía como si nunca hubiera partido del hogar, como si todo lo sucedido no

hubiera sido más que un mal cuento, como si en una horas más compartiría despreocupadamente

con su hijo y nieto, escucharían música, comerían y, luego, cada cual iría a la cama a descansar,

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para mañana continuar con su vida matrimonial, dándole tiempo al jardín o a arreglar esos

detalles de la cocina.

Sonia se acercó a Mabel para informarle que había dejado todo listo para la cena y que mañana

volvería alrededor de las 10 de la mañana. La mujer agradeció y se sentó en el sillón individual

frente a Aragón. Cuando la empleada cerró la puerta, se produjo un manso silencio que permitía

escuchar el canto de los pájaros que se multiplicaban entre los árboles del condominio. Mabel

miró por un largo rato a aquel hombre que dormitaba en su sillón preferido. De pronto, sin

dudarlo dijo suavemente:

-Quédate conmigo…

Aragón abrió los ojos, sin poder creer lo que escuchaba. Se levantó y se hincó delante de ella para

quedar a la altura de su rostro. Mirándola dulcemente, la acarició con el dorso de la mano, como

para no mancharla con sus pecados y luego la besó con tranquila pasión.

Sintió que por primera vez besaba a esa mujer con la que había estado toda la vida. Una onda de

impensada admiración y donación, surgida desde un espacio interior con el que no había

contactado, invadió su cuerpo, originando una alegría profunda, que estremeció sus músculos y

huesos y recorrió su piel a la velocidad de la luz, iluminándola. Las fragancias de Mabel, tan

conocidas, volvieron a ser nuevas y una sensación de conformidad y paz aplacó a su animal, el que

dócil se arrellenó en su madriguera interior, como si de pronto, un San Francisco incógnito lo

hubiese aquietado con su amor.

Cuando abrieron los ojos, ambos se miraron con afecto. Aragón vio por primera vez a esa mujer

como un otro, desigual a él, distinta, al tiempo que amable y respetable. Comprendió la profunda

entrega de aquella hembra que le brindó su tiempo sin pedir nada a cambio, donando su libertad,

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sus caprichos y necesidades al propósito mayor de cuidar y lanzar sus semillas al infinito a través

de hijos, nietos y bisnietos. Ellos serían la nave del tiempo a través de la cual, en miles de años

más, visitarían esos nuevos mundos inimaginables que la Humanidad seguiría construyendo en la

búsqueda de la esquiva felicidad que su razón inventa como algo delante, pero que siempre ha

estado a su lado.

Pero Ricardo ya no necesitaba alcanzarla porque ya estaba en la tierra prometida. Su travesía por

el desierto había concluido y, de nuevo en casa, como un Moisés redivivo, no sólo la divisó desde

la montaña, sino que ingresó y se durmió para siempre en esa buena tierra destinada por Dios

para él.

Mabel, sin percatarse del profundo cambio experimentado por Ricardo, pero intuyéndolo, lo miró

con detención curiosa, como buscando descubrir ese insondable universo cuya superficie conocía

perfectamente tras haberla escudriñado por años, pero que de pronto, al adentrarse en el “hoyo

negro” de sus pupilas, le abrió un mundo interior infinito e incognoscible, misterioso,

indescifrable, otro universo que colisionaba con el de ella, pero que se mantenía ajeno y secreto.

Una ola de estremecimiento recorrió su columna vertebral y cerrando los ojos volvió a besarlo,

buscando fundir su ser en esa inmensidad descubierta, para desparecer en ella junto al amado.

El pequeño y lejano llanto del nuevo universo que había explosionado a través de su hijo y la

extranjera de un país tan lejano, alertó a Mabel y volviendo a ser la Deméter de siempre, acarició

la mejilla de su esposo, casi como excusándose, y se levantó para socorrer a su nuera.

Coincidentemente, un llamado telefónico hizo que Ricardo se levantara. Era Marcela, su hija,

desde Bélgica. Aragón informó casi a gritos que la “niña” estaba llamando de Europa, al tiempo

que la saludaba con sincero afecto. Mientras Aragón hacía las preguntas de rigor sobre salud,

estudios y amor, el resto de la familia ya estaba a su alrededor exigiéndole un minuto para hablar

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con ella. Pasándole el auricular a su hijo, el profesor volvió nuevamente a la sala y se sentó a

observar el amoroso cuadro familiar.

Esa noche, los Aragón-Dubois y los Aragón-Mc Millan compartieron la cena mezclando español e

inglés y un poco de francés para integrarlos a todos a esos viejos recuerdos que construyeron el

equilibrado mundo familiar y se rieron alegremente de las anécdotas que cada cual llevó a la mesa

sobre aquellos tiempos en que los cuatro desarrollaban ese instinto de manada que volvía a brillar.

Desde el estacionamiento, la acogedora casa inglesa resplandecía nuevamente bajo la luz de la

luna llena y la felicidad reconquistada.

Finalle Presto, Ma non Troppo

Los animosos aplausos del pequeño auditórium atestado de críticos literarios de diarios, revistas,

radios y TV, fueron una señal inequívoca que la obra sería un éxito de ventas y el inicio real de mi

carrera de escritora. Había estado escribiendo por varios años para la editorial española a la que,

finalmente, me presentó mi compañero de Magister. Pero hasta ahora no había conseguido

traducir ese esfuerzo en recompensa. Llevaba buen tiempo en España y había viajado por todo el

viejo continente y hasta la India y China, buscando material para escribir mi “opus magna”.

Pero fueron las memorias, emociones y mi vida en una pequeña capital de provincia en el Nuevo

Continente las que calarían el alma de los lectores. La aceptación que produjeron los párrafos

escogidos para la lectura en el acto de lanzamiento de la novela, preanunciaban buena venta y la

posibilidad que, a contar de ese momento, dejara de vivir de los envíos de dinero de mi buena

madre, ya viuda, y comenzara a sobrevivir a los treinta y tantos años, de ingresos propios.

La editorial, en un acto de generosidad mayúsculo con un escritor no probado, pagó pasajes y

estadía para realizar un evento especial de lanzamiento de la obra en propio lugar de los hechos:

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Valle Inclán. Esa tarde, mientras firmaba algunos libros a los asistentes al acto, una mano, suéter

gris a la muñeca y chaqueta de tweed del mismo color que puso ante mis ojos un ejemplar de mi

novela para autografiarla, me suscitó un deja vú de otras vidas.

No pude evitar alzar la vista. Allí estaba Alberto (Ricardo), más viejo y sus ojos más cansados,

aunque igualmente brillantes. Percibió mi sorpresa y sonrió amablemente. Lo saludé con el cariño

que aún anida en alguna parte, por lo que significó para mi crecimiento espiritual y profesional. El

maestro, como siempre, hizo un gesto con su mano para que callara y luego se despidió con un

suave apretón de manos. Cuando la acerqué a mi cara para arreglarme el pelo, el aroma de ese

after shave tabaco-limón que usaba desde siempre invadió mis recuerdos.

Una mujer de mediana edad me sacó de mis breves divagaciones para que le dedicara uno de los

ejemplares. Tras escribir un texto de compromiso y firmar, alcancé a verlo salir lentamente de la

sala. Una joven y bella muchacha se cruzó en su camino. El maestro se detuvo como a leer algo en

mi libro y cautelosamente se volteó para mirarla. Luego, percatándose que lo observaba a la

distancia, sonrió travieso. Yo me despedí para siempre.

Leonora Santamor, Villa Inclán, a septiembre de 2010 A.D.