pasiÓn alice munro (2004) (traducción de carmen aguilar)

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1 PASIÓN Alice Munro (2004) (Traducción de Carmen Aguilar) Hace poco, Grace buscaba la casa de verano de los Travers en el valle de Ottawa. No había estado en esa parte del país desde hacía muchos años y, naturalmente, estaba muy cambiada. La autopista 7 evitaba pueblos que antes atravesaba y era recta en lugares donde, según recordaba, había curvas. Esa zona del Escudo Canadiense está plagada de pequeños lagos, que los mapas corrientes no tienen sitio para identificar. Incluso cuando localizó el lago Little Sabot, o creyó haberlo localizado, había demasiados caminos que llegaban a él desde la carretera comarcal y luego, cuando se hubo decidido por uno de esos caminos, lo cruzaban otros asfaltados, todos con nombres que no recordaba. De hecho, cuando estuvo allí, hacía más de cuarenta años, las calles no tenían nombre. Y no estaban asfaltadas. Solo existía el camino de tierra que conducía al lago y el otro camino de tierra que seguía la orilla de un modo azaroso. Ahora había un pueblo. O tal vez se lo podría llamar suburbio; no vio ninguna oficina de Correos, ni siquiera una mínimamente prometedora tienda de comestibles. El asentamiento ocupaba cuatro o cinco calles a lo largo del lago, con casitas adosadas alineadas en reducidos terrenos. Algunas eran sin duda casas de veraneo; las ventanas ya estaban tapiadas como siempre en la estación invernal. Pero otras tenían aspecto de estar habitadas todo el año; en muchas de ellas vivía gente que llenaba los patios de juegos de plástico, barbacoas, bicicletas de entrenamiento para niños, motocicletas y mesas de picnic, en las cuales había personas almorzando o tomando cerveza, ese día todavía templado de septiembre. En otras vivía gente que no estaba visible, quizá eran estudiantes o hippies que vivían solos y colocaban banderas o papel de aluminio a modo de cortinas. Casas pequeñas, baratas, la mayoría de ellas decentes, algunas preparadas para pasar el invierno, otras no. Grace habría dado media vuelta de no haber visto la casa octogonal con grecas a lo largo del tejado y puertas en todas las fachadas. La casa de los Woods. Recordaba que tenía ocho puertas, pero en esta no había más que cuatro. Nunca había entrado para ver si el espacio estaba dividido en habitaciones. Tampoco creía que nadie de la familia Travers hubiera entrado nunca en ella. En otros tiempos, la casa estaba rodeada por grandes setos y brillantes álamos blancos, que el viento costero hacía susurrar. El señor y la señora Woods eran viejos ―como Grace ahora― y no parecía que recibieran visitas de amigos ni de niños. La original y pintoresca casa tenía ahora aspecto abandonado, equívoco. En los cuatro costados se aglomeraban los vecinos con radios portátiles, vehículos a veces desguazados, juguetes y coladas.

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Page 1: PASIÓN Alice Munro (2004) (Traducción de Carmen Aguilar)

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PASIÓN

Alice Munro (2004)

(Traducción de Carmen Aguilar)

Hace poco, Grace buscaba la casa de verano de los Travers en el valle de Ottawa. No

había estado en esa parte del país desde hacía muchos años y, naturalmente, estaba

muy cambiada. La autopista 7 evitaba pueblos que antes atravesaba y era recta en

lugares donde, según recordaba, había curvas. Esa zona del Escudo Canadiense está

plagada de pequeños lagos, que los mapas corrientes no tienen sitio para identificar.

Incluso cuando localizó el lago Little Sabot, o creyó haberlo localizado, había

demasiados caminos que llegaban a él desde la carretera comarcal y luego, cuando se

hubo decidido por uno de esos caminos, lo cruzaban otros asfaltados, todos con

nombres que no recordaba. De hecho, cuando estuvo allí, hacía más de cuarenta años,

las calles no tenían nombre. Y no estaban asfaltadas. Solo existía el camino de tierra

que conducía al lago y el otro camino de tierra que seguía la orilla de un modo azaroso.

Ahora había un pueblo. O tal vez se lo podría llamar suburbio; no vio ninguna

oficina de Correos, ni siquiera una mínimamente prometedora tienda de comestibles.

El asentamiento ocupaba cuatro o cinco calles a lo largo del lago, con casitas adosadas

alineadas en reducidos terrenos. Algunas eran sin duda casas de veraneo; las ventanas

ya estaban tapiadas como siempre en la estación invernal. Pero otras tenían aspecto

de estar habitadas todo el año; en muchas de ellas vivía gente que llenaba los patios

de juegos de plástico, barbacoas, bicicletas de entrenamiento para niños, motocicletas

y mesas de picnic, en las cuales había personas almorzando o tomando cerveza, ese

día todavía templado de septiembre. En otras vivía gente que no estaba visible, quizá

eran estudiantes o hippies que vivían solos y colocaban banderas o papel de aluminio a

modo de cortinas. Casas pequeñas, baratas, la mayoría de ellas decentes, algunas

preparadas para pasar el invierno, otras no.

Grace habría dado media vuelta de no haber visto la casa octogonal con grecas

a lo largo del tejado y puertas en todas las fachadas. La casa de los Woods. Recordaba

que tenía ocho puertas, pero en esta no había más que cuatro. Nunca había entrado

para ver si el espacio estaba dividido en habitaciones. Tampoco creía que nadie de la

familia Travers hubiera entrado nunca en ella. En otros tiempos, la casa estaba

rodeada por grandes setos y brillantes álamos blancos, que el viento costero hacía

susurrar. El señor y la señora Woods eran viejos ―como Grace ahora― y no parecía

que recibieran visitas de amigos ni de niños. La original y pintoresca casa tenía ahora

aspecto abandonado, equívoco. En los cuatro costados se aglomeraban los vecinos con

radios portátiles, vehículos a veces desguazados, juguetes y coladas.

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Lo mismo sucedía con la casa de los Travers cuando la encontró, un cuarto de

milla más allá. La carretera no acababa allí, y había otras casas a poca distancia del

porche que rodeaba la de los Travers.

Era la primera casa que Grace hubiera visto construida de esa manera: solo

tenía una planta y el tejado principal continuaba sin interrupción por los cuatro

costados y, cubría el porche. Después, en Australia, vio muchas casas como esa. Un

estilo que hacía pensar en veranos calurosos.

Se podía salir corriendo desde el porche cruzando el extremo polvoriento del

camino de entrada, a través de la arena pisoteada de una parcela ―también propiedad

de los Travers― cubierta de juncos y fresas silvestres, y luego saltar ―no, más bien

vadear― hasta meterse en el lago. Ahora era casi imposible ver el lago por culpa del

caserón ―una de las pocas viviendas suburbanas de los aledaños, con garaje para dos

coches― construido en medio de ese camino.

¿Qué era lo que verdaderamente buscaba Grace cuando emprendió la

expedición? Tal vez lo peor sería que consiguiera precisamente lo que buscaba: techo

para refugiarse, ventanas con mosquiteras, el lago enfrente, el bálsamo de arces y

cedros detrás; la conservación perfecta, el pasado intacto, cuando nada de eso podía

decirse de ella. A la larga quizá sería menos hiriente encontrar algo tan venido a menos

―todavía existente, pero sin importancia― como parecía ahora la casa de los Travers,

con las ventanas abuhardilladas añadidas y la sorprendente pintura azul.

¿Y qué habría pasado si hubiera desaparecido del todo? Estás enredándote. Si

cualquiera se acerca a escucharte, lloras la pérdida. Pero quitarte de encima antiguos

lastres o confusiones, ¿no te proporcionaría cierta sensación de alivio?

El señor Travers había construido la casa ―es decir, la había hecho construir― como

regalo de boda para la señora Travers. Cuando Grace la vio por primera vez, la casa

tendría unos treinta años. Los hijos de la señora Travers se llevaban muchos años de

diferencia: Gretchen, de veintiocho o veintinueve años, ya estaba casada, y era madre

a su vez; Maury, de veintiuno, este curso finalizaba sus estudios en la universidad.

Además estaba Neil, que mediaba la treintena. Pero Neil no se apellidaba Travers, sino

Borrow. La señora Travers estuvo casada antes con un hombre que había muerto. Ella

se ganaba la vida y mantenía a su hijo como profesora de inglés comercial en una

escuela de secretariado. Cuando el señor Travers hablaba de esa época de la vida de la

señora Travers, antes de que él la conociera, se refería a ella como un tiempo de

penurias, casi como de trabajos forzados difíciles de soportar, que había que

compensar con la vida holgada que a él le haría muy feliz proporcionarle.

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La señora Travers no decía lo mismo en absoluto. Vivía con Neil en la ciudad de

Pembroke, en una gran casa antigua dividida en apartamentos, no lejos de las vías del

tren, y muchas de las anécdotas que contaba a la hora de las comidas eran de

acontecimientos sucedidos allí, de los otros inquilinos y del propietario canadiense

francés, cuyo áspero acento mezclado con el inglés imitaba. Las anécdotas podían

haber tenido título, como los que Grace había leído en Antología del humor

norteamericano, encontrado inexplicablemente en la estantería de la biblioteca, al

fondo del aula del décimo curso. (En la estantería estaban también El último de los

barones y Dos años al pie del mástil.)

«La noche en que la vieja señora Cromarty salió al tejado.» «Cómo cortejaba el

cartero a la señorita Flowers.» «El perro que comía sardinas.»

El señor Travers nunca contaba anécdotas y tenía poco que decir durante las

comidas, pero si, por ejemplo, te veía mirar el suelo de piedra de la chimenea podía

preguntarte: «¿Te interesan las piedras?», y te decía de dónde procedía cada una de

ellas, cómo las buscó sin descanso de ese granito rosa especial, porque la señora

Travers se había maravillado ante una piedra igual que esa, atisbada en un talud de

carretera. O te podía enseñar alguno de esos detalles no tan raros, que él había

agregado al diseño de la casa; las baldas de la alacena esquinera de la cocina que

giraban hacía fuera, el espacio para almacenar bajo los poyos de las ventanas. Era un

hombre alto, encorvado, de voz suave y pelo fino estirado sobre el cuero cabelludo.

Llevaba zapatillas de baño cuando se metía en el agua y, aunque con ropa corriente no

parecía gordo, un rollo de carne blanca le asomaba por encima del bañador.

Grace trabajó aquel verano en el hotel de Bailey’s Falls, al norte del lago Little Sabot. A

principios de verano la familia Travers fue a cenar allí. No se fijó en ellos, no estaban en

una de sus mesas y aquella había sido una noche muy ajetreada. Ponía la mesa para un

grupo recién llegado cuando se dio cuenta de que alguien esperaba para hablarle.

Era Maury.

―Estaba pensando si querría usted salir conmigo alguna vez ―le dijo.

Grace apenas levantó la vista de los cubiertos que colocaba en su sitio a toda

prisa.

―¿Es una apuesta?

Porque Maury hablaba en voz alta, parecía nervioso y estaba tieso, como si se

viera forzado a hablar. Y se sabía que a veces grupos de jóvenes de las cabañas

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apostaban a quién conseguía salir con una camarera. No era del todo broma: habría

cita si ellas aceptaban, aunque con frecuencia solo fuera para estacionarse ahí, sin

invitación al cine ni siquiera a un café. De modo que se consideraba más bien

vergonzoso, más bien poco serio, que las chicas aceptaran.

―¿Cómo? ―preguntó él, apenado.

Y entonces sí, Grace interrumpió la tarea, levantó la vista y lo miró. En ese

momento creyó saber cómo era el verdadero Maury. Asustadizo, violento, inocente,

decidido.

―Vale ―contestó sin titubear.

Quizá quería decir: de acuerdo, poco a poco, sé que no es una apuesta, sé que

no lo harías. O: de acuerdo, saldré contigo. Ella misma no sabía qué había querido

decir. Pero él dio por descontado que Grace había aceptado, y en el acto, sin bajar la

voz ni hacer caso de las miradas que dirigían los comensales de su alrededor, dijo que

la recogería la noche siguiente al salir del trabajo.

Y sí la llevó al cine. Vieron El padre de la novia. A Grace no le gustó. Aborrecía a

chicas como Elizabeth Taylor en esa película, aborrecía a las niñas mimadas a quienes

nunca se les pedía nada, pero ellas sí engatusaban y exigían. Maury le dijo que era solo

una comedia, pero Grace insistió en que esa no era la cuestión. No fue capaz de aclarar

cuál era la cuestión. Cualquiera habría dicho que era el hecho de que ella trabajara

como camarera y fuera demasiado pobre para ir a la universidad y que, si quisiera algo

parecido a esa clase de boda, tendría que pasar años ahorrando para pagársela.

(Maury sí lo pensó y se despertó en él un respeto casi reverencial por ella.)

Grace no podía explicar ni entender que no sentía pura envidia, sino rabia. Y no

porque no pudiera comprar ni vestirse de esa manera. Era porque así se suponía que

debían ser las chicas. Así era como los hombres ―la gente, todo el mundo― pensaba

que debería ser ella. Bonita, apreciada, mimada, egoísta, cabeza hueca. Así debían ser

las chicas de quienes los hombres se enamoraban. Después se convertiría en madre y

se dedicaría ñoñamente a los bebés. Dejaría de ser egoísta, pero seguiría siendo una

cabeza hueca. Para siempre.

Echaba chispas con el tema, mientras estaba sentada al lado del muchacho que

se había enamorado de ella porque ―al instante― creyó en la entereza y singularidad

de su mente y su alma y consideró que su pobreza le daba un toque romántico. (Habría

sabido que era pobre no solo por el trabajo que desempeñaba, sino por su

pronunciado acento del valle de Ottawa, del que ella todavía no era consciente.)

Él aceptó sus opiniones sobre la película. La verdad es que después de haber

visto sus esfuerzos por explicarse, Maury luchaba a su vez por decirle algo. Dijo

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haberse dado cuenta de que no era nada tan sencillo, tan femenino, como la envidia.

Eso lo veía. Era evidente que Grace no aguantaba tanta frivolidad, no se conformaba

con ser como la mayoría de las chicas. Ella era especial.

Grace siempre recordaría lo que llevaba puesto esa noche. Falda acampanada

azul oscuro, blusa blanca ―a través de cuyos volantes calados se podía ver el

canalillo―, cinturón elástico ancho rosado. Había sin duda cierta contradicción entre

su manera de vestir y en cómo quería que la juzgaran. Pero nada en ella era afectado,

descarado ni rebuscado al estilo de la época. El dobladillo un poco irregular, las

pulseras plateadas más baratas, el pelo largo, suelto y rizado, que cuando servía las

mesas llevaba recogido con una redecilla, le daban un aire agitanado.

Especial.

Maury le habló a su madre de Grace y la madre le dijo: «Tienes que traer a esa

Grace tuya a cenar.»

Todo era nuevo para ella, todo delicioso. La verdad es que se enamoró de la señora

Travers, tanto como Maury se había enamorado de ella. Desde luego no estaba en la

naturaleza de Grace quedarse tan muda, tan devota como él.

A Grace la habían criado su tía y su tío, en realidad sus tíos abuelos. La madre había

muerto cuando ella tenía tres años y el padre se había marchado a Saskatchewan,

donde tenía otra familia. Sus padres adoptivos eran cariñosos y hasta estaban

orgullosos de ella, aunque los desconcertara, pero no eran dados a las conversaciones.

El tío se ganaba la vida haciendo sillas de mimbre y le enseñó a Grace a tejer los

asientos para que pudiera ayudarle y que llegado el momento en que a él le fallara la

vista, se encargara del negocio. Pero entonces consiguió el trabajo en Bailey’s Falls

durante el verano y, a pesar de lo duro que fue tanto para el tío como para la tía, la

dejaron ir. Creían que debía tomarle gusto a la vida antes de establecerse.

Tenía veinte años y acababa de terminar el instituto. Habría terminado un año

antes, pero tomó una decisión sorprendente. En la pequeñísima ciudad donde vivía

―no estaba lejos de Pembroke, donde residía la señora Travers― había un instituto de

cinco cursos, que preparaba para los exámenes de funcionarios gubernamentales y lo

que entonces se llamaba «matriculación mayor». Nunca era necesario estudiar todas

las asignaturas impartidas, y al final del primer año ―que tendría que haber sido su

último año, el décimo tercero― Grace se presentó a los exámenes de historia,

botánica, zoología, inglés, latín y francés, y sacó notas más altas de las exigidas. Pero

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allí apareció otra vez, en septiembre, decidida a estudiar física, química, trigonometría,

geometría y álgebra, aunque esas asignaturas se consideraban demasiado difíciles para

las chicas. Cuando terminó aquel año había completado todas las asignaturas del

décimo tercer curso excepto griego, italiano, español y alemán, porque en la escuela

no había ningún profesor que los enseñara. Lo hizo estupendamente en las tres ramas

de matemáticas y ciencias, si bien los resultados no fueron tan espectaculares como

los del año anterior. Incluso pensó en aprender por su cuenta griego, español, italiano

y alemán para presentarse a los exámenes del año siguiente. Pero el director de la

escuela tuvo una conversación con ella y le dijo que no le serviría de nada, puesto que

no iría a la universidad y, en cualquier caso, ninguna universidad exigía una

preparación tan completa. ¿Por qué lo hacía? ¿Tenía algún proyecto?

No, contestó Grace, lo único que quería era aprender todo lo que pudiera por

su cuenta, antes de meterse de lleno en el oficio de tejedora de mimbre.

El director conocía al gerente de la posada y dijo que la recomendaría si quería

probar el oficio de camarera durante un verano. También él habló de tomarle gusto a

la vida.

De manera que ni siquiera él, el director, creía que el aprendizaje tuviera nada

que ver con la vida. Y cualquiera a quien Grace le contara lo que había hecho ―lo

contaba para explicar por qué había tardado tanto en dejar el instituto―, decía algo

así como: «Estás loca».

Salvo la señora Travers, a quien habían mandado a una escuela comercial en

vez de la universidad porque le dijeron que debía ser útil, y lo que más desearía en ese

momento, decía, era en cambio, o en primer lugar, haberse llenado la cabeza de cosas

inútiles.

«Aunque no tengas más remedio que trabajar para ganarte la vida ―dijo―.

Trenzar mimbre parece algo útil. Ya veremos…»

Ya veremos, ¿qué? Grace no quería en absoluto pensar en el futuro. Quería que

la vida siguiera siendo como era. Cambió los turnos con otra chica para tener libres los

domingos después del desayuno. Eso significaba trabajar hasta tarde los sábados.

Significaba que había cambiado el tiempo que pasaba con Maury para pasarlo con la

familia. Así pues, Maury y ella no podían ir nunca al cine ni tener una verdadera cita.

Pero él la recogería cuando terminaba su turno, alrededor de las once, y se iban a dar

una vuelta en coche, paraban a comer un helado o una hamburguesa ―Maury tenía la

precaución de no llevarla a ningún bar porque Grace todavía no tenía veintiún años― y

acababan aparcando en cualquier parte.

Los recuerdos que Grace tenía de esas sesiones de aparcamiento ―que podían

durar hasta la una o las dos de la madrugada― eran más borrosos que los de los ratos

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pasados alrededor de la mesa de comedor de los Travers o ―cuando por fin todo el

mundo se levantaba y se iba con el café o un refresco―, sentada en el sofá de piel

rojiza, en las mecedoras o en las sillas de mimbre protegidas con almohadones, al otro

extremo de la habitación. (No era necesario enredarse en quitar la mesa ni fregar los

platos: una mujer a quien la señora Travers llamaba «mi amiga, la habilidosa señora

Abel», iría a la mañana siguiente.)

Maury siempre arrastraba cojines a la alfombra y allí se sentaba. Gretchen, que

nunca se vestía para la cena con nada que no fueran vaqueros o pantalones de fajina,

solía sentarse con las piernas cruzadas en un sillón ancho. Tanto Maury como ella eran

grandotes, anchos de hombros, con cierto parecido a la buena presencia de la madre:

tenían el mismo pelo ondulado color caramelo y ojos cálidos color avellana. En el caso

de Maury, hasta hoyuelos. «Guapo», decían las otras camareras de Maury. Le silbaban

por lo bajo. «Guay, guay.» Sin embargo la señora Travers medía apenas cinco pies, y no

parecía gorda sino bien rellenita, bajo sus coloridas túnicas sueltas, como una niña que

todavía no hubiera pegado el estirón. El brillo, la expresividad de sus ojos, su alegría

expansiva siempre dispuesta a estallar, no se podían heredar ni imitar. Tampoco el rojo

desigual de las mejillas, casi sarpullido. Eso era seguramente consecuencia de salir

hiciera el tiempo que hiciese sin preocuparse por el cutis y, como su silueta, como sus

túnicas, una prueba de su independencia.

A veces esas noches de domingo, además de la familia, había invitados. Una

pareja o alguna persona sola, en general de la edad del señor y la señora Travers y,

también en general, parecidos a ellos porque las mujeres eran más vitales e

ingeniosas, los hombres más callados, lentos y tolerantes. Contaban historias

divertidas, en las cuales se burlaban casi siempre de sí mismos. (Grace se enzarzaba

tanto en esas charlas de sobremesa que en algunas ocasiones sentía náuseas también

de sí misma; ahora le resultaba difícil recordar por qué en aquel entonces le parecían

tan insólitas. En su lugar de origen, la mayoría de las conversaciones animadas caían en

bromas de mal gusto en las cuales, desde luego, ni su tía ni su tío participaban. En las

raras ocasiones en que tenían invitados, las visitas elogiaban la comida, que ellos

lamentaban no haber hecho mejor, hablaban del tiempo y anhelaban fervientemente

que la reunión se diera por terminada lo antes posible.)

Después de la cena, si la noche era lo bastante fría, la señora Travers encendía

la chimenea. Jugaban a lo que la señora Travers llamaba «bobos juegos de palabras»,

en los cuales la verdad es que era necesario ser bastante listo, incluso para inventar

definiciones tontas. Y entonces quien se había quedado más bien callado durante la

cena empezaba a lucirse. Podían armar aparentes trifulcas a propósito de afirmaciones

disparatadas. Las iniciaba Wat, el marido de Gretchen, y, para deleite de la señora

Travers y de Maury, a los pocos segundos las seguía Grace. (Menos a Grace, a todos les

hacía gracia que Maury gritara: «¿Lo veis? Os lo dije. Es muy lista.») La propia señora

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Travers señalaba el derrotero de esa invención de palabras con argumentos

estrafalarios, garantizando que el juego no se convirtiera en algo demasiado serio ni

ningún participante se lo tomara a la tremenda.

La única vez que hubo un incidente y alguien se sintió incómodo en el juego fue

cuando Mavis, que estaba casada con Neil, el hijo de la señora Travers, se presentó a

cenar. Mavis y sus dos hijos se alojaban no muy lejos, en la casa que tenían los padres

de ella sobre el lago. Esa noche no había más que la familia y Grace porque esperaban

que Mavis y Neil fueran con los hijos. Pero Mavis fue sola ―Neil era médico y ese fin

de semana estaba muy ocupado en Ottawa―. Aunque la señora Travers se llevó una

desilusión, se sobrepuso y preguntó con burlona consternación:

―¡No me digas que los niños también están en Ottawa!

―Por desgracia no ―contestó Mavis―. Pero no estaban lo que se dice

encantadores. Estoy segura de que habrían gritado durante toda la cena. El bebé está

muy quisquilloso con el calor y sabe Dios qué le pasa a Mikey.

Era una mujer esbelta y bronceada. Llevaba un vestido color púrpura y una

cinta ancha también púrpura a juego, que le recogía el pelo negro hacia atrás. Bonita,

pero con algún asomo de aburrimiento o disgusto ocultos en la comisura de los labios.

Casi no probó la comida y dijo que era alérgica al curry.

―¡Ay, Mavis, qué vergüenza! ―exclamó la señora Travers―. ¿Es nuevo eso?

―¡Oh, no! Hace siglos que me pasa, no lo decía por educación, pero después

me paso la mitad de la noche vomitando.

―Si me lo hubieras dicho… ¿Qué te puedo ofrecer?

―No te preocupes. Estoy bien así. De cualquier manera, entre el calor y las

alegrías de la maternidad, no tengo apetito.

Encendió un cigarrillo.

Después, mientras jugaban, se enzarzó en una discusión con Wat a propósito

de una definición que él había dado, y cuando el diccionario demostró que era

correcta, dijo:

―¡Oh, lo siento! Supongo que vosotros lleváis ventaja.

Al llegar el momento de que todos anotaran su palabra en un pedazo de papel

para el siguiente turno, sonrió y meneó la cabeza:

―No se me ocurre ninguna.

―Pero, Mavis… ―dijo la señora Travers.

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―Vamos, Mavis. Cualquier palabra antigua sirve ―insistió el señor Travers.

―Es que no sé ninguna palabra antigua. Lo lamento. Me siento estúpida esta

noche. Podéis seguir jugando sin mí.

Eso es lo que hicieron, simulando que todo marchaba bien, mientras Mavis

fumaba y seguía sonriendo con su decidida, desdichada y dulcemente sufrida sonrisa.

Al poco rato se levantó, dijo que estaba cansadísima, que no podía dejar más tiempo a

los niños con los abuelos, que había sido una visita muy agradable e instructiva y que

tenía que volver a casa.

―La próxima Navidad tendré que regalaros un diccionario Oxford ―añadió al

salir sin dirigirse a nadie en particular, con cierto retintín enconado en la risa.

El diccionario de los Travers que Wat había usado era estadounidense.

Cuando ella se fue no se miraron el uno al otro.

―Gretchen ―dijo el señor Travers―, ¿te quedan fuerzas para preparar café

para todos?

Gretchen se fue a la cocina murmurando:

―¡Menudo tostón! ¡Por el amor de Dios!

―Bueno. Con los dos pequeños está desquiciada.

Un día a la semana, Grace tenía descanso entre la hora de recoger las mesas del

desayuno y la de ponerlas para el almuerzo. Cuando la señora Travers lo supo tomó

por costumbre recogerla en el coche en Bailey’s Falls y aprovechaba ese tiempo libre

para llevarla al lago. A esas horas, Maury estaba trabajando ―en verano trabajaba en

la reparación de la autopista 7―, Wat estaba en su despacho de Ottawa y Gretchen

nadaba con los niños o salía a remar con ellos por el lago. En general, la señora Travers

anunciaba que tenía compras que hacer, preparar la cena o escribir cartas y dejaba a

Grace a solas en la gran sala comedor, con el eterno sofá de piel gastado y las

estanterías atestadas de libros.

«Lee lo que se te antoje ―le decía―. Acurrúcate y duerme, si te apetece.

Tienes un trabajo muy duro y debes de estar cansada. Te aseguro que estarás de

vuelta a tiempo.»

Grace nunca dormía. Leía. Apenas se movía, y las piernas desnudas y sudadas

bajo los shorts se pegaban a la piel del sofá. Tal vez se debiera al intenso placer de la

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lectura. Casi nunca veía a la señora Travers hasta que llegaba la hora de que la llevara

de vuelta al trabajo.

La señora Travers no entablaba conversación hasta dar tiempo para que la

cabeza de Grace se librara del libro en el que se hubiera enfrascado. Luego podía

comentar que ella también lo había leído y decir qué pensaba de él, siempre de una

manera a la vez sensata y desenfadada. De Anna Karenina decía por ejemplo:

―No sé cuántas veces lo he leído, pero sé que al principio me identificaba con

Kitty y después con Anna… ¡Ay, con Anna fue tremendo! Y ahora ¿sabes?, simpatizo

siempre con Dolly. Con Dolly cuando se va al campo con el montón de niños, tiene que

encontrar la manera de lavar tanta ropa y hay problemas con los barreños…, supongo

que las simpatías cambian conforme te vas haciendo mayor. De cualquier modo, no

me hagas caso. No me haces caso, ¿verdad?

―No sé si hago demasiado caso a nadie―. Grace se sorprendió a sí misma y la

abochornó haberse mostrado engreída o infantil―. Pero me gusta oírla hablar.

La señora Travers se rió.

―Me gusta oírme a mí misma.

En aquella época, Maury empezó a hablar de matrimonio. Tardarían un buen tiempo,

no sería hasta que él estuviera preparado para trabajar como ingeniero, pero hablaba

como si fuera algo que tanto ella como él daban por sentado. «Cuando estemos

casados», decía, y, en lugar de contradecirlo, Grace lo escuchaba con curiosidad.

Cuando estuvieran casados tendrían una casa en el lago de Little Sabot; ni

demasiado cerca ni demasiado lejos de los padres. Desde luego no sería más que un

sitio de veraneo. El resto del tiempo vivirían donde los llevara su profesión de

ingeniero. Podría ser cualquier parte: Perú, Irak, los Territorios del Noroeste. A Grace

le encantaba la idea de hacer esos viajes, bastante más que la idea de lo que él llamaba

con severo orgullo «nuestra propia casa». Nada de eso le parecía en absoluto real,

pero también es cierto que la idea de ayudar al tío, de llevar la vida de artesana de

sillas en la misma ciudad y en la misma casa donde se había criado, tampoco le había

parecido nunca real.

Maury le preguntaba siempre qué le había contado de él a sus tíos, cuándo lo

llevaría a casa para conocerlos. Hasta la manera de utilizar con tanta soltura esa

palabra ―«casa»― le sonaba un poco fuera de lugar, aunque seguramente ella

también la habría usado. Le parecía más apropiado decir «la casa de mi tía y mi tío».

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La verdad es que no había dicho nada en sus breves cartas semanales, excepto

que salía con un muchacho que trabajaba allí en verano. Podía haber dado la

impresión de que él trabajaba en el hotel.

No es que nunca hubiera pensado en casarse. Esa posibilidad ―casi una

certeza― había pasado por su cabeza, junto con la vida dedicada a hacer sillas. A pesar

de que nunca la había cortejado nadie, pensaba que algún día ocurriría, y exactamente

de esa manera, con el hombre que decidiera las cosas en el acto. Él la vería ―a lo

mejor había llevado una silla para arreglar― y al verla se enamoraría. Sería guapo,

como Maury. Apasionado, como Maury. Luego llegarían las intimidades físicas

placenteras.

Y nada de eso había ocurrido. En el coche de Maury, en la hierba bajo las

estrellas, ella estaba ávida. Y Maury estaba dispuesto, pero no ávido. Creía tener la

responsabilidad de protegerla. Y la facilidad con que ella se le ofrecía lo desquiciaba.

Tal vez sintiera que era frío. Una entrega premeditada que no podía entender ni se

ajustaba en absoluto a la idea que se había hecho de ella. La misma Grace no podía

entender que fuera tan calculadora; creía que sus demostraciones de deseo

conducirían a los placeres que, en solitario y a fuerza de imaginación, conocía. Creía

que era Maury quien debía tomar la iniciativa. Algo que él no hacía.

Esos arrechuchos los dejaban a los dos perturbados y levemente furiosos o

avergonzados. Para compensarse uno a otro, cuando se daban las buenas noches no

paraban de besarse, apretarse, decirse ternezas. Para Grace era un alivio quedarse

sola, meterse en la cama en la residencia y borrar las dos últimas horas de su mente. Y

pensaba que también sería un alivio para Maury conducir por la autopista a solas,

reacomodando las huellas que su Grace dejaba en él de manera que le permitiera

seguir perdidamente enamorado de ella.

La mayoría de las camareras se iban pasado el día del Trabajo para volver a la escuela o

a la universidad. Pero el hotel seguía abierto hasta el día de Acción de Gracias con

menos personal, Grace entre ellos. Ese año se hablaba de volver a abrir a principios de

diciembre para la temporada de invierno o, por lo menos, hasta Navidad, pero

finalmente ni el personal de cocina ni el de comedor parecía saber si de verdad lo

harían. Grace escribió a sus tíos como si la temporada de Navidad fuera una certeza.

No hablaba en absoluto de que cerraran, al menos no antes de Año Nuevo. Por lo

tanto no debían esperarla.

¿Por qué lo hizo? No es que tuviera otros planes. Le había dicho a Maury que

creía que estaba obligada a pasar ese año ayudando al tío e intentando buscar a

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alguien que aprendiera a trenzar paja mientras él, Maury, cursaba último año de

universidad. Incluso le prometió que lo invitaría en Navidad para que pudiera conocer

a su familia, y él dijo que Navidad sería buen momento de formalizar el compromiso.

Estaba ahorrando las pagas del verano para comprarle una sortija de diamantes.

Ella también había ahorrado su salario. Así podría tomar el autobús a Kingston y

visitarlo durante el curso.

Hablaba de eso y lo prometía con tanta facilidad… ¿Pero creía o quería que así

fuera?

―Maury es un hombre cabal ―decía la señora Travers―. Bueno, eso lo puedes

ver tú misma. Será un marido cariñoso y sin complicaciones, como su padre. No como

su hermano. Neil es muy brillante. No quiero decir que Maury no lo sea; desde luego,

no se llega a ingeniero sin tener un cerebro, o dos, en la cabeza. Pero Neil es…

profundo. ―Se rió de sí misma―. «Profundas cuevas insondables oceánicas de la

foca»… Pero ¿qué estoy diciendo? Durante mucho tiempo Neil y yo solo nos tuvimos el

uno al otro. Por eso creo que es tan particular. Y no digo que no pueda ser divertido.

Pero a veces las personas más divertidas son también melancólicas, ¿verdad? Piensa

en ellas. Aunque, ¿qué sentido tiene preocuparse por los hijos ya crecidos? Neil me

preocupa bastante, Maury muy poco. Y Gretchen no me preocupa en absoluto. Porque

las mujeres siempre tienen algo que las hace salir adelante, ¿no es así? Algo que los

hombres no tienen.

La casa del lago nunca se cerraba hasta el día de Acción de Gracias. Gretchen y los

niños tenían por supuesto que volver a Ottawa por la escuela. Y Maury, cuyo trabajo

había terminado, tenía que ir a Kingston. El señor Travers solo iba los fines de semana.

Pero generalmente, le dijo la señora Travers a Grace, ella se quedaba. A veces con

invitados, otras sola.

Ese año cambió de planes. En septiembre se volvió a Ottawa con el señor

Travers. Fue una decisión repentina…, se suspendió la cena de fin de semana.

Maury le contó que, de vez en cuando, su madre tenía problemas nerviosos.

―Necesita descanso. Tiene que ingresar en el hospital un par de semanas o así

para que la estabilicen. Siempre sale estupendamente.

Grace le dijo que la señora Travers era la última persona del mundo que

hubiera imaginado que tuviera problemas de esa índole.

―¿Qué se los provoca?

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―No creo que se sepa ―contestó Maury. Pero al cabo de un instante añadió―:

Podría ser el marido. Me refiero a su primer marido. Al padre de Neil. A lo que pasó

con él y demás.

Lo ocurrido con el padre de Neil es que se había suicidado.

―Era muy inestable, creo. Tal vez no sea eso ―continuó―. Puede ser otra

cosa. Problemas que tienen las mujeres cuando llegan a su edad. Es así, aunque…

ahora la pueden controlar con facilidad, con fármacos. Han conseguido unos fármacos

magníficos. No hay por qué preocuparse.

Como había anticipado Maury, el día de Acción de Gracias, la señora Travers ya había

salido del hospital y se encontraba bien. La comida de Acción de Gracias se haría como

de costumbre en el lago. Y se celebraría el domingo ―algo que también era usual―,

así hacían las maletas y cerraban la casa el lunes. Para Grace fue una suerte porque su

día libre seguía siendo el domingo.

Estaría toda la familia. No habría invitados, a menos que Grace fuera

considerada una invitada. Neil, Mavis y los hijos se alojarían en casa de los padres de

Mavis y comerían allí el lunes, pero pasarían el domingo en casa de los Travers.

Cuando Maury y Grace llegaron al lago el domingo por la mañana, el pavo ya

estaba en el horno. A causa de los niños la cena se servía temprano, alrededor de las

cinco. En la encimera de la cocina estaban los pasteles: de ciruelas, manzana y frutos

del bosque. Gretchen se hizo cargo de la cocina: sus movimientos eran tan armónicos

como cocinera que como atleta. La señora Travers estaba sentada en la mesa de la

cocina, tomaba café y hacía un rompecabezas con la hija menor de Gretchen, Dana.

―¡Hola, Grace! ―saludó y se levantó para abrazarla. Era la primera vez que lo

hacía, y un movimiento torpe de la mano derribó las piezas del rompecabezas.

―¡Abuela! ―chilló Dana.

Janey, su hermana mayor, que la había estado observando con mirada crítica, recogió las piezas.

―Podemos volver a armarlas ―dijo―. La abuela lo ha hecho sin querer.

―¿Dónde guardas la salsa de arándanos? ―preguntó Gretchen.

―En la alacena ―contestó la señora Travers, apretando todavía los brazos de Grace, sin hacer caso del rompecabezas desarmado.

―¿En qué parte de la alacena?

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―¡Ay, la salsa de arándanos! No importa…, ya la hago. Primero pongo los arándanos en un poco de agua. Luego los dejo con el fuego bajo…, no, creo que primero los dejo en remojo…

―Vale, pero no tengo tiempo. ¿Me estás diciendo que no tienes salsa en conserva?

―Me parece que no. No debo de tener porque siempre la hago yo.

―Habrá que mandar a alguien a comprar.

―¿Quieres pedírsela a la señora Woods?

―No. Apenas he hablado con ella. No me he atrevido. Habrá que ir a la tienda.

―Querida, es el día de Acción de Gracias ―le recordó la señora Travers amablemente―. No hay nada abierto.

―Esa tienda de la carretera siempre está abierta ―Gretchen había levantado la voz―. ¿Dónde está Wat?

―Ha salido con el bote de remos ―gritó Mavis desde el dormitorio del fondo. Su voz era de advertencia, ya que intentaba dormir al bebé―. Se ha llevado a Mikey a remar.

Mikey había llegado al volante de su coche con los dos niños. Neil iría más tarde, tenía que hacer algunas llamadas telefónicas.

Y el señor Travers se había ido a jugar al golf.

―Necesito que alguien vaya a la tienda ―dijo Gretchen.

Esperó, pero del dormitorio no llegó ningún ofrecimiento. Levantó las cejas y miró a Grace.

―¿Sabes conducir? ―preguntó.

Grace dijo que no.

La señora Travers miró alrededor en busca de su silla y se sentó con un suspiro de alivio.

―Pues bueno, puede conducir Maury. ¿Dónde está Maury? ―volvió a preguntar Gretchen.

Maury estaba en el dormitorio de delante buscando su bañador, a pesar de que todos le habían dicho que el agua estaría demasiado fría para nadar. Dijo que la tienda no estaría abierta.

―Lo estará ―afirmó Gretchen―. Venden gasolina. Y si ahí no tienen hay otra gasolinera justo antes de entrar en Perth, ¿sabes?, aquella en la que venden helados.

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Maury quería que Grace fuera con él pero las dos niñas, Dana y Janey, la arrastraban para que viera el columpio que el abuelo había instalado al lado de la casa, bajo el arce noruego.

Al bajar los escalones notó que se le rompía la tira de una de las sandalias; se quitó las dos y caminó sin ninguna dificultad por el suelo arenoso, llantén aplastado y las numerosas hojas ensortijadas que ya habían caído.

Primero ella empujó a las niñas en el columpio, luego las niñas la empujaron a ella. Cuando saltó descalza del columpio le falló una pierna y soltó un grito de dolor sin saber qué había pasado.

Era el pie, no la pierna. El dolor le subía desde la planta del pie izquierdo, donde se había hecho un corte con el filo agudo de una concha de almeja.

―Dana trajo esas conchas ―dijo Janey―. Quería hacer una casa para su caracol.

―Se escapó ―explicó Dana.

Gretchen, la señora Travers y hasta Mavis salieron corriendo de la casa, creyendo que el grito lo había lanzado una de las niñas.

―Le sangra el pie. Todo el suelo está cubierto de sangre ―dijo Dana.

―Se ha cortado con una concha. Dana se dejó esas conchas ahí, quería hacerle una casa a Ivan. A Ivan, su caracol ―aclaró Janey.

Sacaron una palangana con agua para lavar la herida y una toalla. Todos le preguntaban si le dolía mucho.

―No, no mucho ―contestó Grace, que subía cojeando los escalones.

Las dos niñas competían para sostenerla y lo que hacían era cruzarse en su camino.

―¡Ay, qué lástima! Pero ¿por qué ibas descalza? ―preguntó Gretchen.

―Se le ha roto una tira de la sandalia ―dijeron a la vez Dana y Janey, al tiempo que un descapotable color burdeos daba un volantazo y, casi sin hacer ruido, se metía limpiamente en el sitio destinado a aparcar.

―Esto es lo que yo llamo sentido de la oportunidad ―dijo la señora Travers―. Aquí está el hombre que necesitamos. El médico.

Era Neil, a quien Grace no había visto hasta ese momento. Era alto, enjuto, rápido de movimientos.

―Tu maletín ―le gritó la señora Travers alegremente―. Tenemos un caso para ti.

―Bonito pedazo de trasto tienes ―dijo Gretchen―. ¿Es nuevo?

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―Es un capricho ―contestó Neil.

―El bebé se ha despertado. ―Mavis dio un suspiro de vago reproche y volvió a entrar en casa.

―No se puede hacer nada con ese bebé despierto ―dijo Janey con severidad.

―Más vale que te calles ―le advirtió Gretchen.

―No me digas que no lo has traído ―dijo la señora Travers.

Pero Neil sacó de un tirón el maletín del asiento trasero y ella continuó:

―¡Ah, sí!, lo has traído, menos mal, nunca se sabe.

―¿Eres tú la paciente? ―le preguntó Neil a Dana―. ¿Qué te pasa? ¿Te has tragado un sapo?

―Es ella ―dijo Dana cargada de dignidad―. Es Grace.

―Ya. Es ella la que se ha tragado un sapo.

―Se ha hecho un corte en el pie. No para de salirle sangre.

―Se ha cortado con una concha de almeja ―aclaró Janey.

―Quitaos de en medio ―pidió Neil a sus sobrinas. Se sentó en un escalón más abajo que Grace, le levantó el pie con mucho cuidado y dijo―: A ver, dadme ese trapo o lo que sea.

También con mucho cuidado secó la sangre para echar una mirada al corte. Estaba tan cerca de ella que Grace notó el olor que había aprendido a distinguir ese verano en la posada: olor a licor con un toque de menta.

―Sí, ya lo creo que le sale sangre. Sangra y sangra. Eso es bueno, así se limpia mejor. ¿Te duele?

―Un poco ―contestó Grace.

La miró a la cara un momento, escrutándola. Tal vez se preguntara si había notado el olor y qué pensamiento le había suscitado.

―Sí, claro, ¡cómo no te va a doler! ¿Ves ese pellejo suelto? Tenemos que mirar debajo de él para ver si está limpio. Después te daré un par de puntos. Aquí tengo algo con que te voy a frotar para que no te duela tanto. ―Miró a Gretchen―. Oye, llévate a los mirones de aquí.

Todavía no le había dicho una palabra a su madre, que no dejaba de repetir lo oportunamente que había llegado.

―Boy Scout. Siempre listo ―dijo él.

Ni sus manos ni sus ojos parecían de borracho. Tampoco parecía el tío jovial que fingía ser cuando hablaba con las niñas ni el transmisor de tranquilidad que con su

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parloteo quería ser para Grace. Tenía la frente alta y pálida, un mechón de pelo negro grisáceo muy rizado, ojos grises brillantes, boca ancha de labios finos que se doblaban hacia dentro en expresión de enérgica impaciencia, deseo o dolor.

Cuando allí mismo, en los escalones, la herida estuvo vendada ―Gretchen había vuelto a la cocina y se había llevado a las niñas, pero la señora Travers se había quedado y observaba sin parpadear, con los labios apretados, como si prometiera no interrumpir―, Neil dijo que lo mejor sería llevar a Grace al hospital de la ciudad.

―Para que le pongan la vacuna antitetánica.

―No parece tan grave ―dijo Grace.

―Esa no es la cuestión.

―De acuerdo ―aceptó la señora Travers―. El tétanos…, es tremendo.

―No debemos demorarnos ―afirmó Neil―. ¿De acuerdo, Grace? Yo te llevaré al coche.

La sujetó con un brazo. Grace se abrochó la tira de una sandalia y se las arregló para meter los dedos en la otra y poder arrastrarla al caminar. El vendaje estaba muy bien hecho y muy apretado.

―Está en rodaje ―dijo él cuando ella estuvo sentada en el coche―. Mis disculpas.

¿A Gretchen? A Mavis.

La señora Travers bajó del porche con el aspecto de vago entusiasmo que parecía natural en ella, desde luego ese día incontenible, y puso la mano en la puerta del coche.

―¡Qué bien! ¡Muy bien! ―dijo―. Eres una bendición caída del cielo, Grace. Tú te encargarás de mantenerlo alejado de la bebida hoy, ¿verdad? Sabrás cómo hacerlo.

Grace oyó esas palabras, casi sin hacer caso. Estaba demasiado consternada por el cambio de la señora Travers, con aquella rigidez de movimientos, aquel aire de benevolencia sin venir a cuento, aquella llorosa alegría que vertían sus ojos. Y una débil costra que parecía azúcar en la comisura de los labios.

El hospital estaba en Carleton Place a tres millas de distancia. Había una autopista que pasaba por encima de las vías del tren y la tomaron a tal velocidad que al llegar al punto más alto Grace tuvo la impresión de que el coche había despegado del asfalto y volaban. Casi no había tráfico, no tenía miedo y, en cualquier caso, no podía hacer nada.

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Neil conocía a la enfermera que estaba de turno en urgencias y, después de llenar el formulario y dejar que echara una mirada al pie de Grace («Buen trabajo», dijo sin mayor interés), pudo entrar y ponerle la inyección él mismo. («Ahora no te va a doler, pero puede que luego te duela un poco.») Acababa de ponerle la inyección cuando volvió a entrar la enfermera en el cubículo.

―Hay un muchacho en la sala de espera que la llevará a casa ―dijo.

―Dígale que todavía no está lista ―contestó Neil―. No, dígale que ya nos hemos ido.

―Le he dicho que ustedes estaban aquí.

―Pero cuando ha vuelto se ha encontrado con que nos habíamos ido.

―Dice que es su hermano. ¿No verá su coche en el aparcamiento?

―He aparcado detrás, en el aparcamiento de los médicos.

―Bonita jugarreta ―dijo la enfermera, mirándolo por encima del hombro.

Neil se dirigió a Grace.

―¿Verdad que no quieres volver a casa todavía?

―No ―contestó Grace, como si hubiera visto escrita la palabra en la pared, frente a ella. Como si le estuvieran controlando la vista.

Una vez más Neil la ayudó a llegar al coche. Grace llevaba suelta la tira de los dedos de la sandalia y se dejó caer en la tapicería color crema. Tomaron una calle trasera para salir del aparcamiento, un camino nada transitado que salía de la ciudad. Grace sabía que no se encontrarían con Maury. No tenía que pensar en él. Y mucho menos en Mavis.

Cuando más adelante contara ese pasaje, ese cambio en su vida, Grace podría decir ―y decía― que fue como si una puerta se hubiera cerrado de golpe tras ella. Pero en aquel momento no hubo ningún portazo; sencillamente la recorrió una oleada de abandono; los derechos de quienes había dejado atrás quedaron neutralizados sin más.

Su recuerdo de ese día permaneció nítido y preciso aunque hubiera variaciones en los momentos en que más le gustaba demorarse.

E incluso en algunos de esos detalles debía de confundirse.

Primero circularon por la autopista 7. Según recordaba Grace, no había ningún otro coche en la carretera y la velocidad cercana al vuelo excedía la permitida. Eso no podía

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ser cierto; seguro que había gente en la carretera, gente que volvía a su casa ese domingo por la mañana, para pasar el día de Acción de Gracias con la familia: camino de la iglesia o de la iglesia a casa. Neil tuvo que aminorar la velocidad cuando cruzaron pueblos o los aledaños de las ciudades o las curvas de la antigua autopista. Grace no estaba acostumbrada a viajar en descapotables; el viento en los ojos, el viento adueñado del pelo, daba la ilusión de constante velocidad, vuelo perfecto…, no frenético sino milagroso, sereno.

Y aunque hubiera borrado de su mente a Maury, a Mavis y al resto de la familia, algún retazo de la señora Travers seguía ahí, rondando, emitiendo un susurro con risa sofocada, extraña, avergonzada, su último mensaje.

«Sabrás cómo hacerlo.»

Es natural que ni Grace ni Neil hablaran. Grace recuerda que habría sido necesario gritar para hacerse oír. Y, a decir verdad, lo que recuerda, apenas se distingue de las ideas y las fantasías que tenía en aquel momento sobre el sexo. El encuentro fortuito, las señales mudas pero convincentes, el casi silencioso vuelo en el cual ella misma se veía más o menos como una cautiva. Una entrega etérea, que nada tenía que ver con la carne sino con una oleada de deseo.

Por fin se detuvieron en Kaladar y entraron en un hotel, el viejo hotel que todavía está ahí. Neil le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, aminoró el paso para ajustarlo a su disparejo andar. La llevó al bar. Grace se dio cuenta de que era un bar aunque nunca había entrado en ninguno. (Bailey’s Falls Inn todavía no tenía licencia; se bebía en las habitaciones o en un supuesto club nocturno destartalado, al otro lado de la carretera.) Aquel lugar era como ella esperaba: un local oscuro y sofocante, con mesas y sillas al fondo puestas sin esmero tras una limpieza hecha deprisa y corriendo, olor a desinfectante que no borraba el olor a cerveza, whisky, cigarrillos, pipas, hombres.

No había nadie…, a lo mejor no abrían hasta la tarde. Pero ¿no sería ya la tarde? Le fallaba la noción del tiempo.

De la otra habitación salió un hombre, que se dirigió a Neil:

―¿Qué hay, doctor? ―Y se metió detrás de la barra.

Grace pensó que sería siempre así: fueran a donde fuesen, siempre habría alguien que ya conociera a Neil.

―Ya sabe que hoy es domingo ―dijo el hombre en voz alta, severa, casi a gritos, como si quisiera que lo oyeran en el aparcamiento―. No puedo servir nada aquí los domingos. Y a ella no puedo servirle nada ningún día. Ni siquiera debería estar aquí. ¿Me entiende?

―¡Oh, sí, señor! Claro que sí ―contestó Neil―. Estoy completamente de acuerdo, señor.

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Mientras hablaban, el hombre que estaba detrás de la barra cogió una botella de whisky de un estante oculto, llegó un vaso y se lo alcanzó a Neil por encima del mostrador.

―¿Tienes sed? ―le preguntó el hombre a Grace, al mismo tiempo que abría una Coca-Cola.

Se la dio sin vaso.

Neil puso un billete en el mostrador y el hombre lo hizo desaparecer.

―Ya se lo he dicho. No puedo despachar.

―¿Y una Coca-Cola? ―preguntó Neil.

―No puedo vender nada.

El hombre ocultó la botella y Neil bebió de un trago lo que tenía en el vaso.

―Es usted una buena persona ―dijo―. El espíritu de la ley.

―Llévese la Coca-Cola. Cuanto antes se vaya ella, mejor me sentiré.

―Seguro ―contestó Neil―. Es una buena chica. Es mi cuñada. Mi futura cuñada. Eso tengo entendido.

―¿Es eso verdad?

No volvieron a la autopista 7. Tomaron el camino rumbo al norte, no estaba asfaltado pero era aceptablemente ancho y estaba bien nivelado. Por el modo en que conducía Neil, el trago parecía haber tenido el efecto contrario al que se supone que debe tener. Disminuyó hasta la velocidad apropiada, incluso precavida, que exige ese tipo de caminos.

―¿No te importa?

―Si no me importa, ¿qué? ―le preguntó Grace.

―Que te arrastre hasta cualquier sitio por viejo que sea.

―No.

―Necesito tu compañía. ¿Cómo tienes el pie?

―Muy bien.

―Te debe de doler un poco.

―No, de verdad que no. Está muy bien.

Neil le cogió la mano que no sostenía la botella de Coca-Cola, le apretó su palma contra la boca, le pasó la lengua y la soltó.

―¿Creías que te estaba secuestrando con malas intenciones?

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―No ―mintió Grace, pensando qué diría la madre de Neil de las palabras «malas intenciones».

―Hubo un momento en que pudiste estar en lo cierto ―dijo Neil, como si ella hubiera contestado que sí―. Pero hoy no. No lo creo. Hoy estás tan segura como en una iglesia.

El tono cambiado de su voz, que se había tornado íntima, sincera y serena; el recuerdo de sus labios apretados, la lengua que le había pasado por la piel habían afectado tanto a Grace que oía las palabras sin entender el significado de lo que le decía. Sentía cientos, cientos de pasadas de lengua, una danza de súplicas por toda la piel. Pero decidió decir:

―Las iglesias no siempre son seguras.

―Es verdad. Es verdad.

―Y no soy tu cuñada.

―Futura. ¿No he dicho «futura»?

―Tampoco lo soy.

―¡Ah, bueno! Supongo que no me sorprende. No. No me sorprende.

Volvió a cambiar el tono de voz, que se volvió profesional.

―Estoy buscando una salida por aquí, a la derecha. Hay un camino que tendría que reconocer. ¿Conoces estas zonas?

―No, estos alrededores no.

―¿No conoces Flower Station? ¿Oompah, Poland? ¿Snow Road?

Grace no había ni oído hablar de ellos.

―Quiero ver a alguien.

Doblaron a la derecha aunque Neil mascullaba dudas. No había señales. El camino era más estrecho y escabroso, con un puente de tablones de una sola dirección. Los árboles del bosque de maderas nobles entrelazaban las ramas en lo alto. Las hojas tardaban en marchitarse ese año por la temperatura inusualmente alta, de manera que las ramas todavía estaban verdes, excepto algunas aisladas, que de vez en cuando ondeaban como estandartes. Parecía un santuario. A lo largo de unas millas Grace y Neil permanecieron callados. Los árboles se sucedían sin interrupción, el bosque no tenía fin. En eso Neil rompió el silencio.

―¿Sabes conducir?

Grace contestó que no.

―Creo que debes aprender ―dijo él.

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Quiso decir que debía aprender en ese momento. Paró el coche, bajó, dio la vuelta hasta su lado y Grace tuvo que moverse para quedar al volante.

―Ningún sitio mejor que este.

―¿Y si pasa algo?

―No pasará nada. Si pasa ya nos las arreglaremos. Por eso elegí un trecho recto. Y no te preocupes, todo hay que hacerlo con el pie derecho.

Estaban al principio de un largo túnel bajo los árboles, en un camino salpicado por la luz del sol. No se molestó en explicarle cómo funcionaba un coche, simplemente le enseñó a poner el pie y le hizo practicar con los cambios de marcha.

―Bueno ―le dijo luego―, ahora haz lo que te diga.

El primer arranque del coche la asustó. Trabó los cambios y creyó que Neil daría por terminada la lección allí mismo. Pero él se rió.

―¡So…!, calma, calma. Sigue ―dijo.

Grace obedeció. Neil no comentó su manera de llevar el volante ni que el volante le hiciera olvidar el acelerador, excepto para decir:

―Sigue, sigue, mantente en el camino, no dejes que se pare el motor.

―¿Cuándo puedo parar?

―Cuando te diga cómo.

La hizo seguir conduciendo hasta que salieron del túnel y luego le dio instrucciones sobre el freno. En cuanto se detuvo, Grace abrió la puerta de modo que pudieran cambiar de asiento, pero Neil dijo:

―No. Esto es solo un respiro. No tardará en gustarte.

Al volver a ponerse en marcha Grace empezó a pensar que tal vez él tuviera razón. Su momentánea oleada de confianza por poco los hace caer en la cuneta. Aun así él siguió riéndose cuando tuvo que aferrarse al volante. Y la lección continuó.

No la dejó detenerse hasta que hubieron hecho lo que le parecieron millas y tomando ―despacio― varias curvas. Entonces Neil dijo que era mejor cambiar de turno porque, si no conducía, perdía el sentido de la orientación.

Le preguntó cómo se sentía y, aunque temblaba de pies a cabeza, contestó:

―Perfectamente.

Él le recorrió el brazo desde el hombro hasta el codo y dijo:

―¡Qué mentirosa!

No la tocó más ni hizo que volviera a sentir por ninguna parte el roce de su boca.

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Tuvo que recuperar el sentido de la orientación algunas millas más adelante, cuando llegaron a un cruce, porque dobló a la izquierda. Los árboles se espesaban, trepaban por un camino escabroso una montaña larga y, al cabo de unas millas, llegaron a un pueblo o, mejor dicho, a un conjunto de construcciones levantadas junto a la carretera. Una iglesia y una tienda, ninguna de las dos abiertas para servir a sus fines originales, pero probablemente habitadas a juzgar por los vehículos que había alrededor y las lastimosas cortinas de las ventanas. Un par de casas también en estado lamentable y, detrás de una de ellas, un granero desplomado lleno de heno viejo y oscuro que, como tripas hinchadas, asomaba entre las vigas resquebrajadas.

Neil lanzó una exclamación para festejar que había llegado allí, pero no se detuvo.

―¡Qué alivio! ―dijo―. ¡Qué… alivio! Ahora sé. Gracias a ti.

―¿A mí?

―Por dejar que te enseñara a conducir. Me he serenado.

―¿Te has serenado? ¿En serio?

―Tan verdad como que estoy vivo.

Neil sonreía, pero no la miraba. Tras haber cruzado el pueblo parecía muy ocupado mirando a un lado y a otro, a través de los campos que se extendían a lo largo del camino. Hablaba como para consigo mismo.

―Esto es. Tenía que ser. Ahora sabemos.

Y así siguió hasta que, evitando piedras y trechos de enebro, doblaron por un sendero que no corría derecho sino que rodeaba el campo. Al final del sendero había una casa… y no estaba en mejor estado que las del pueblo.

―Ya estamos. Ahí no te voy a hacer entrar. No tardaré más de cinco minutos.

Tardó más.

Ella se quedó en el coche a la sombra de la casa. La puerta estaba abierta, solo la mosquitera permanecía cerrada. La mosquitera tenía remiendos, alambres nuevos entretejidos con los viejos. Nadie se acercó a ella, ni siquiera un perro. Y con el coche parado el día se había cargado de un extraño silencio. Extraño porque era de esperar que una tarde tan calurosa estuviera llena de zumbidos, murmullos y gorjeos de insectos en la hierba, en los matorrales de enebro. Aunque no se los viera por ninguna parte, sus ruidos deberían surgir de todo lo que creciera sobre la tierra, hasta alcanzar el horizonte. Pero el año estaba demasiado avanzado, tal vez fuera demasiado tarde hasta para oír graznar a los gansos que volaban rumbo al sur. En cualquier caso, no se oía ninguno.

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Parecía que estuvieran en la cima del mundo o en una de las cimas. El campo caía en pendiente por todos lados, lo único visible eran los árboles de los alrededores porque crecían en terrenos más bajos.

¿A quién conocería él allí, quién viviría en esa casa? ¿Una mujer? No parecía posible que la mujer que él deseara viviera en semejante sitio, pero no había límite para las rarezas con las que ese día podía tropezar Grace. No había límites.

Tiempo atrás, aquella había sido una casa de ladrillos, pero alguien había empezado a tirar abajo las paredes. Quedaron a la vista simples tabiques de madera. Los ladrillos que las cubrían estaban apilados de cualquier manera en el patio, quizá a la espera de venderlos. Los ladrillos que quedaban en ese lado de la casa formaban una fila diagonal de escalones. Grace, que no tenía nada que hacer, se echó hacia atrás y reclinó el respaldo para contarlos. Lo hacía tonta y rigurosamente a la vez, del mismo modo que se deshojan los pétalos de las margaritas, pero sin decir palabras tan descaradas como «me quiere», «no me quiere».

«Afortunada». «Desdichada». «Afortunada». «Desdichada». Es todo lo que se atrevía a decir.

Se dio cuenta de que era difícil seguir la pista de los ladrillos colocados en zigzag, sobre todo porque la fila desaparecía encima de la puerta.

Lo supo. ¿Qué otra cosa podía ser? Un reducto de contrabandistas. Pensó que el contrabandista estaría en casa; un viejo de piel curtida, demacrado, taciturno y desconfiado. La noche de Halloween se apostaba en el escalón delantero con un rifle. Y pintaba números en los leños apilados junto a la puerta para saber si se los robaban. Pensaba en él ―o en ese―, amodorrado por el calor en la habitación sucia pero ordenada (sabía que era así por los parches de la mosquitera). Se levantaba de la litera o el catre desvencijados con la colcha manchada encima, que alguna allegada ya muerta le había hecho mucho tiempo atrás.

Aunque ella no había estado nunca en la casa de un contrabandista, en su tierra no estaba demasiado clara la frontera entre las maneras de vivir respetables y las que no lo eran. Ella sabía cómo eran las cosas.

Qué raro haber pensado en casarse con Maury. Habría sido una suerte de traición. Una traición a sí misma. Pero no era traición haberse ido de paseo con Neil, porque tenían bastantes cosas en común. Y ella sabía cada vez más y más de él.

Le parecía ver en la puerta a su tío, encorvado y perplejo, mirándola como si ella se hubiera alejado años y años. Como si hubiese prometido volver a casa, luego olvidara la promesa y, al cabo de tanto tiempo, él debiera estar muerto y no lo estaba.

Intentaba hablar con él, pero él estaba perdido. Se estaba despertando y moviendo. Se encontraba otra vez en el coche con Neil, en la carretera. Se había quedado dormida con la boca abierta y tenía sed. Neil se volvió hacia ella un instante y ―a pesar del viento que soplaba a su alrededor― Grace notó olor a whisky recién tomado.

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Era verdad.

―¿Estás despierta? Dormías como un lirón cuando he salido. Lo siento, he tenido que ser sociable un rato. ¿Cómo está tu vejiga?

Lo cierto es que era un problema en el cual había pensado cuando estaban parados frente a la casa. Vio un retrete al fondo, más allá de la casa, pero le dio vergüenza bajar y caminar hasta allí.

―Este parece buen sitio ―dijo Neil, y paró el coche.

Grace bajó y caminó entre varas de llantén y ásteres silvestres, para encontrar un lugar donde acuclillarse. Él se quedó entre esas flores al otro lado de la carretera, de espaldas a ella. Cuando Grace volvió al coche vio la botella en el suelo junto a sus pies. Más de la tercera parte del contenido había desaparecido.

Él vio que ella la veía.

―¡Oh, no te preocupes! No he hecho más que poner un poco aquí ―dijo, y le enseñó la petaca―. Es más cómoda cuando conduzco.

En el suelo había también otra Coca-Cola. Neil le pidió que buscara en la guantera el abridor.

―Está fría ―dijo sorprendida.

―De la nevera. En invierno cortan hielo de los lagos y lo almacenan en serrín. Lo guarda bajo la casa.

―Creí ver a mi tío a la entrada de esa casa ―contó Grace―. Estaba soñando.

―Podrías contarme algo de tu tío. Contarme dónde vives. En qué trabajas. Cualquier cosa. Lo único que quiero es oírte hablar.

Tenía más energía en la voz y le había cambiado la cara, pero no la expresión frenética de la borrachera. Era como si hubiera estado enfermo ―no gravemente enfermo sino deprimido por el calor― y quisiera demostrar que ya estaba mejor. Tapó la petaca, la puso en el suelo y buscó la mano de Grace. La apretó un poco, como señal de camaradería.

―Es bastante mayor ―dijo Grace―. En realidad es un tío abuelo. Es tejedor de paja…, es decir, arregla sillas de paja. No puedo explicártelo, pero te lo podría enseñar si tuviéramos alguna silla para arreglar…

―No veo ninguna.

Grace se rió.

―La verdad es que resulta aburrido.

―Entonces cuéntame qué te interesa. ¿Qué te interesa?

―Tú me interesas ―contestó Grace.

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―¡Oh! ¿Qué te interesa de mí? ―apartó la mano.

―Lo que vas a hacer ahora ―contestó Grace muy decidida―. Y por qué.

―Estás hablando de la bebida. ¿Por qué bebo, verdad? ―Volvió a destapar la petaca―. ¿Y por qué no me lo preguntas francamente?

―Porque sé qué dirías.

―Pues dilo. ¿Qué dirías?

―Dirías: «¿Qué otra cosa se puede hacer?». O algo por el estilo.

―Es verdad. Es lo que estaba a punto de decir. Bueno, entonces tú tendrías que decirme si estoy equivocado.

―No ―dijo Grace―. No. No te lo diré.

Una vez dicho eso se quedó helada. Creía haber hablado en serio y en ese momento se dio cuenta de que había intentado impresionarlo con sus respuestas, tratando de mostrarse tan mundana como él y, a medio camino, había llegado al fondo de la verdad. A esa falta de esperanza: auténtica, racional y eterna.

―¿No lo harás? No. No lo harás. Es un alivio. Eres un alivio, Grace.

―¿Sabes qué…? Tengo sueño ―dijo Neil al cabo de un rato―. En cuanto encontremos un buen sitio me haré a un lado y dormiré. Un rato nada más. No te molestará, ¿verdad?

―No. Creo que debes hacerlo.

―¿Me vigilarás?

―Sí.

―Así me gusta.

Encontró el sitio en una pequeña población llamada Fortune. Había un parque a las afueras junto a un río y un espacio cubierto de gravilla para los coches. Echó el respaldo hacia atrás y se durmió en el acto. Caía la tarde, se acercaba la hora de la cena, prueba de que no era un día de verano. Poco antes alguien había hecho el picnic de Acción de Gracias en ese lugar; todavía salía humo de la fogata al aire libre y el aire olía a hamburguesas. El olor no despertó precisamente el apetito de Grace, aunque sí le recordó que había tenido hambre en otras circunstancias.

En cuanto se durmió, Grace bajó del coche. Con tantas paradas y arranques durante la clase de conducción tenía bastante polvo encima. Bajo un grifo al aire libre se lavó lo mejor que pudo los brazos, las manos y la cara. Luego, para no forzar el pie herido, caminó despacio por la orilla del río. Vio lo poco profundo que era y los juncos que rompían la superficie. Un letrero advertía que en ese lugar las blasfemias, las obscenidades y el lenguaje soez estaban prohibidos y serían castigados.

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Probó los columpios instalados de cara al oeste. Impulsó el columpio bien alto, miró el cielo despejado: verde tenue, dorado apagado; en el horizonte, una franja color rosa chillón. Estaba refrescando.

Había creído en el contacto. Bocas, lenguas, piel, cuerpos, choque de hueso con hueso. Arrebato. Pasión. Pero no era lo que les estaba destinado. Eso era un juego de niños, comparado con cómo lo conocía, con cómo y hasta dónde había llegado a verlo por dentro.

Lo visto era definitivo. Como si estuviera al borde de una oscura masa de agua lista, que se extiende más y más. Agua fría, nivelada. Mirar esa agua fría, oscura, nivelada y saber que no había nada más.

No era culpa de la bebida. En cualquier caso, el problema siempre era el mismo. La bebida, la necesidad de beber…, era solo una forma de evadirse, como todo lo demás.

Volvió al coche y trató de despertarlo. Neil se movió, pero no se despertó. Grace se puso otra vez a caminar para mantener el calor y ejercitar el pie por el camino más fácil. Cayó en la cuenta de que a la mañana siguiente estaría otra vez sirviendo desayunos.

Lo intentó una vez más, le dirigió palabras apremiantes. Él contestó con distintas promesas, balbuceos, y otra vez se quedó dormido. Cuando oscureció del todo Grace se dio por vencida. Instalado el frío de la noche se le aclararon algunos hechos más. Que podían quedarse ahí, que a pesar de todo todavía estaban en este mundo. Que ella tenía que volver a Bailey’s Falls.

Con bastante dificultad lo empujó del asiento del acompañante. Si eso no lo despertaba era evidente que no lo despertaría nada. Tardó un rato en adivinar cómo se encendían los faros y luego empezó a mover el coche. Despacio, dando sacudidas, volvió a la carretera.

No tenía ni idea de qué dirección tomar y no había un alma en la calle a quien pudiera preguntar. Se limitó a seguir hasta el otro lado de la ciudad y allí, casi como una bendición, apareció la señal que indicaba el camino a Bailey’s Falls, entre otros sitios. No estaba más que a nueve millas.

Condujo a lo largo de la autovía de dos carriles, sin pasar nunca de las treinta millas por hora. Había poco tráfico. Una o dos veces pasaron coches tocando la bocina y los pocos con que se cruzó, también la tocaron. En una ocasión fue probablemente porque iba muy despacio; en otra porque no sabía poner las luces bajas. No importaba. No podía detenerse para recobrar valor en medio de la carretera. No le quedaba más remedio que seguir adelante, como él le había dicho. Seguir adelante.

Al principio, no reconoció Bailey’s Falls porque llegaba desde una dirección desconocida para ella. Cuando lo reconoció se asustó aún más de lo que lo había estado a lo largo de las nueve millas. Una cosa era conducir en territorio desconocido, otra doblar y entrar por los portones de la posada. Estaba despierto cuando ella se detuvo en el aparcamiento. No demostró ninguna sorpresa al encontrarse allí ni al ver

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lo que Grace había hecho: dijo que lo habían despertado los bocinazos, hacía unas millas, pero simuló seguir durmiendo porque lo importante era no asustarla. Y no se preocupó. Sabía que sería capaz de arreglárselas.

Grace le preguntó si ya estaba lo bastante despierto para conducir.

―Bien despierto. Tan lúcido como un dólar.

Le pidió que sacara el pie de la sandalia y lo apretó por distintos sitios antes de decir:

―Estupendo. No está caliente. No está hinchado. ¿Te duele el brazo? Quizá no te dolerá.

La acompañó hasta la puerta y le agradeció la compañía. Ella seguía asombrada de estar de vuelta y a salvo. Apenas se dio cuenta de que había llegado el momento de despedirse.

La verdad es que hasta el día de hoy no sabe si llegaron a decir la palabra «Adiós» o si él no hizo más que rodearla con los brazos y apretarla con tanta fuerza, tan repetidamente, cambiando tanto de postura, que parecía necesitar más de dos brazos. Se sentía acosada por él, con su cuerpo fuerte y ágil, exigiendo y renunciando a la vez, como si quisiera decirle que había hecho mal en confiar en él, que todo era posible, para luego decirle que no había hecho mal, que pretendía estamparse en ella y marcharse.

Por la mañana temprano el gerente golpeó la puerta de la habitación y llamó a Grace.

―Te han llamado al teléfono ―dijo―. No te preocupes, solo querían saber si estabas aquí. He contestado que iría a averiguarlo. Eso es todo.

Sería Maury, pensó ella.

Uno de ellos, en cualquier caso. Pero seguramente Maury. Ahora tendría que vérselas con Maury.

Cuando bajó a servir los desayunos ―con bambas de lona― oyó hablar de accidente. Un coche se había estrellado contra el pilar del puente a medio camino de la carretera al lago de Little Sabot. Se había estampado contra el pilar, quedó completamente destrozado y se incendió. No hubo ningún otro coche involucrado en el accidente y, por lo visto, el conductor iba solo. Tendrían que identificarlo por el examen dental. Probablemente a esa hora ya lo habrían hecho.

―¡Vaya una manera de matarse! ―exclamó el gerente―. ¡Más vale hacerse el harakiri!

―Puede que haya sido un accidente ―dijo el cocinero, optimista por naturaleza―. Tal vez se quedó dormido.

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―Sí. Claro.

A Grace le dolía el brazo como si le hubieran dado un golpe malintencionado. No podía mantener la bandeja en equilibrio, tuvo que llevarla delante de ella, sujetándola con las dos manos.

No tuvo que vérselas con Maury cara a cara. Él le mandó una carta.

«Di que él te obligó a hacerlo. Di que tú no querías ir.»

Ella le contestó tres palabras: «Sí, quise ir». Iba a añadir: «Lo siento», pero se contuvo.

El señor Travers fue a verla a la posada. Estuvo correcto, formal, firme, distante y nada antipático. Ahora lo veía en circunstancias que demostraba lo que era. Un hombre capaz de hacerse cargo de la situación, capaz de poner las cosas en su sitio. Dijo que era muy triste, que todos estaban muy tristes, pero que el alcoholismo era algo tremendo. Cuando la señora Travers estuviera un poco mejor se la llevaría de viaje, de vacaciones, a algún sitio de clima templado.

Después dijo que tenía que marcharse, tenía muchas cosas que hacer. En el momento de darle la mano dejó en ella un sobre.

«Todos esperamos que hagas buen uso de esto», dijo.

El cheque era de mil dólares. De inmediato pensó en devolverlo o en hacerlo trizas y todavía hoy cree que habría sido un gesto de dignidad. Pero al final, claro, le faltó valor. En aquellos tiempos ese dinero era suficiente para empezar una nueva vida.