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©Oscar Pizarro González 2011

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©Oscar Pizarro González 2011

Prólogo

En un deseo genuino por compartir contigo algo que sea divertido y útil, me hizo pensar en muchas cosas. Pensé en cómo podía impactar tu vida

utilizando diferentes medios que sean dinámicos y atractivos. Pensé en una herramienta que te llevará a un mundo de imaginación, creatividad; una realidad en múltiples perspectivas, pero sobre todo a la propia reflexión del

mundo que nos rodea.

Pues meditando en cuál podría ser esa herramienta, comprendí que la pieza esencial de ella, debía ser la palabra. Es a través de la palabra que nosotros podemos imaginar y representar en nuestras mentes el mundo que

nos rodea, pues todo lo material, lo tangible, no penetra en nuestro pensamiento sino es a través de la palabra. Esto se hace posible si nosotros

nombramos las cosas, les damos cualidades y le atribuimos acciones. Por eso, la palabra es tan necesaria en nuestras vidas para comprender todo lo que habita en nuestro alrededor. Entonces, debemos entender que los textos como

tejidos de palabras, son el modelo ideal para pensar y reflexionar sobre todo aquello que forma parte de nuestra vida cotidiana y que nos permite adquirir

una enseñanza para usarla en el camino de la vida.

A fin de cuentas, concluí que el mejor regalo que podría hacerte sería un mundo lleno de sorpresas a través de la lectura. Parece que se nos ha olvidado lo divertido que es leer y lo bueno que es navegar el mundo con

nuestra mente a través de la palabra escrita. Es la lectura (específicamente el mundo de los cuentos, de las historias) lo que nos permite expandir nuestro

conocimiento a través de la diversión, de la investigación y de la reflexión. Esto nos permitirá obtener nuestro propio resultado de lo que significa la vida. No olvidemos lo divertido que es pensar y de creernos inteligentes cuando

llegamos a conjeturas y conclusiones. También la lectura sirve de modelo para escribir, más bien, atrevernos a crear nuestras propias aventuras y sobre todo

tomar decisiones sabias para enfrentar las situaciones de nuestro diario. Date la oportunidad de explorar lo divertida y dinámica que es la lectura

y verás que tus conocimientos se expandirán y tendrás otras herramientas que te mantendrán firme en un mundo en el que cada día se pierden los valores y

nos hacemos entes sumamente individuales. Comparte esto con quienes te rodean y disfruten juntos de esta travesía. El cuento espera porque pongas tu ingenio a prueba y retes al escritor con tus teorías, conjeturas y reflexiones.

Adelante y éxito en este nuevo camino que emprenderás. Te aseguro que no te arrepentirás de él.

Oscar Pizarro González

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Conviértete en un detective en el proceso de lectura

Para muchos de nosotros, el proceso de lectura tiende a ser un proceso muy

pesado. Muchas veces el acercamiento que tenemos para leer es negativo porque

posiblemente hemos tenido experiencias no muy agradables con la lectura. Sin

embargo, leer es una actividad como cualquier otra que puede ser divertida.

Lamentablemente para las clases tenemos que leer, por lo que se convierte en una

actividad obligatoria. Démosle otro giro a la lectura. De ahora en adelante haremos

de esta una actividad propia y muy interesante si nos convertimos en detectives de la

lectura.

Recuerdan ustedes los dibujos animados “¿Dónde en el mundo está Carmen

Sandiego?”. Estos muñequitos consistían en la búsqueda de una astuta ladrona que iba

a diferentes partes del mundo a robar monumentos históricos de gran valor cultural.

Esto provocaba que el ingenio de dos jóvenes investigadores se pusiera a prueba para

intentar capturarla. Para ellos poder dar con el paradero de Carmen Sandiego, debían

estudiar de dónde provenía ese monumento y qué importancia tenía para la cultura a la

cual pertenecía. Por tanto, ellos tenían que leer e investigar (utilizar medios

tecnológicos para este proceso) y viajar a diversos lugares para lograr el objetivo de

capturarla. Aunque su propósito era detener a la delincuente, ellos aprendían un

montón sobre otras culturas y a través de esta animación, nos presentaban de una

forma diferente y dinámica, todo el conocimiento posible que nos rodea y que forma

parte de nuestra cultura. Entonces por qué no pensar que la lectura es un juego de

investigación en el cual uno como investigador va a descifrar la situación que se está

planteando, averiguar los móviles según las características de los personajes hasta que

finalmente se dé con la solución del caso. Esto nos ayudaría a ver la lectura de otra

forma.

Si logramos hacer esto en el proceso de lectura y nos hacemos lectores

activos, nos divertiremos mucho y nos convertiremos en lectores eficaces, activos y

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perspicaces. De esta forma podremos adquirir un amplio vocabulario, conocer la

variedad de la lengua a través de diferentes épocas y lugares del mundo, un buen

manejo de la comunicación escrita y oral, así como el desarrollo de las destrezas que

nos provocan el pensamiento crítico y que finalmente nos lleva a la construcción del

conocimiento propio.

Para que tengas una estructura que te permita acercarte a la lectura y a la

misma vez te diviertas, te recomiendo lo siguiente:

1. Pregúntate: ¿Con qué propósito yo me acerco a esta lectura?

2. Acércate al título cuestionándote: ¿Qué me sugiere el título sobre la lectura?

¿Qué podría esperar de la lectura?

3. Comienza a leer y marca aquellos aspectos que son importantes: vocabulario o

palabras que no conoces, personajes, lugares en que se desarrolla la historia,

descripciones que presenta de los lugares, personajes o de la situación o

situaciones que plantea el cuento.

4. Haz relaciones de elementos que se te presenten en la lectura: relaciona una

cosa con otra para ver los diferentes paradigmas que puedas encontrar.

También puedes relacionar lo que dice el texto con tus experiencias personales.

Es más, piensa en lo que conoces sobre el tema y debátelo, compáralo y/o

abunda sobre ello. Esto te permitirá establecer comunicación con el escritor

aunque no esté presente al lado tuyo, pues su objetivo es comunicarte algo y

que tú reacciones a ello.

5. Debes hacer un resumen sobre lo que estás leyendo. Lo puedes hacer al final de

un párrafo o capítulo, como también al final del texto.

6. Otra alterativa es ir comentando lo que lees al margen de la página (a esto se le

conoce como glosas). Esto lo acostumbran hacer los grandes estudiosos para ir

comprendiendo, interpretando y analizando lo que leen, a la vez que sintetizan

lo analizado.

7. Utiliza alguna estructura o esquema que te permita recopilar todo lo que has

leído a través del texto para que lo analices y llegues a tus propias

conclusiones. Un ejemplo de ello es lo que encontrarás a continuación que es

una estructura que te puede servir de guía para relacionar los elementos más

importantes de la lectura. Puedes hacerlo partiendo de los temas más

relevantes o de los términos más importantes, datos o personajes que se

destacan en el texto.

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Escribe de acuerdo al

texto, cuál es tu objeto

de estudio: si es el título,

un personaje, la situación

que se plantea, etc.

Describe aspectos

importantes que ayuden a

comprender el objeto de

estudio que presentas.

Presenta aspectos

que son

importantes que

rodean al objeto de

estudio:

personajes, lugares,

entre otros.

Describe y conecta ideas,

pistas o conclusiones de

esos aspectos que rodean

al objeto de estudio.

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Resumiendo para ir comprendiendo…

Para muchas personas, comprender un texto significa tomarlo por partes e ir

despedazando lo que cada una de ellas dice. Esto es un proceso que conlleva una

reflexión continua sobre ¿qué yo entendí, en mis propias palabras, sobre lo que se

habla en el texto? Para ello, recurren a realizar pequeños resúmenes de párrafos

o fragmentos del texto que destacan un tema o una situación en particular.

A continuación te proveo una herramienta que te podría ayudar a realizar

resúmenes del texto por párrafos, por segmentos, por los temas o cómo se mueve

la problemática dentro del texto. En la primera parte de la tabla, colocarás el

capítulo, número de párrafo o tema que estás trabajando. La segunda parte de la

tabla es para que escribas el resumen del aspecto que estas mencionando. Es

importante que coloques y resumas de forma ascendente para que lleves un orden

cronológico de las cosas. Ejemplo:

Cuento: Viaje a la semilla de Alejo Carpentier

Parte 1:

Había unos hombres desconstruyendo una casa y éstos ven a un viejo dando vueltas alrededor de la propiedad observando y tarareando palabras incomprensibles. Ya se asomaba la tarde y la casa estaba casi desconstruida, prácticamente sin ningún decorativo. De ella solo quedaba la estructura desnuda.

Es importante que el resumen lo hagas en tus propias palabras y que revises lo

que escribiste y lo compares con lo que leíste para ver si el resumen expresa lo

comprendido de la lectura. En este proceso, tu cerebro está trabajando en el

análisis del texto que finalmente te dará una síntesis del mismo. Cuando hablamos

de análisis es procesar la información por partes o aspectos como los presentas en

el resumen. Por el contrario la síntesis es cuando ya tú tienes un marco general de

los aspectos trabajados y construyes tus propias conclusiones para tomar un juicio

respecto a lo que estudiaste o investigaste en el texto.

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“Bitacoriando” mis pasos por la lectura

Hoy día, gracias a los medios cibernéticos y las redes sociales, hacemos

constante uso de la herramienta de la bitácora. ¿Qué es una bitácora? Pues

como dicen por ahí en buen español, es un “blog”. La bitácora originalmente era

un instrumento de navegación que se fijaba en la cubierta cerca del timón, ya

que allí se instalaba la aguja náutica que facilitaba la navegación. La bitácora

albergaba un cuaderno que se le conocía como el “cuaderno de la bitácora”. Es

allí donde se relataba el desarrollo de los viajes. Eventualmente, la bitácora ha

sido utilizada para narrar de forma cronológica diferentes contenidos que

muestran un proceso de estudio de cualquier cosa, esto lo hace ser un

instrumento de carácter científico. Esto facilita el proceso de compartir con

otros los hallazgos o las reflexiones realizadas de forma organizada y

sistemática.

Nosotros podemos aplicar el uso de la bitácora en la navegación de un

texto. Cuando leemos, estamos navegando un mundo conocido y, a la misma vez

desconocido, que parte de la realidad y creatividad de otra persona. Es una

navegación que necesita evidenciar nuestro proceso de reflexión en la medida

que vamos leyendo. Leer no debe ser meramente decodificar las grafías o

palabras que se nos presenta en el texto, sino desmenuzar y comprender qué se

nos está queriendo decir en este tejido de letras.

A continuación te presento un ejemplo de una bitácora que puedes utilizar

para seguir el proceso de lectura que estás realizando. En él puedes evidenciar

cómo tu agilidad en la lectura ha avanzado; cómo el proceso de comprender,

analizar, sintetizar y reflexionar se ha ido potenciando; cómo se desarrolla

dentro del texto la situación que se plantea y cómo se desenvuelven los

personajes de forma tal que permiten llevar el problema a su máximo punto de

desenvolvimiento y finalmente una solución.

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Para el ejemplo, evidenciaremos brevemente cómo ha ido avanzando mi

proceso de lectura a través del cuento “La muñeca menor” de Rosario Ferré.

Fecha de

lectura.

Capítulo

o

párrafo

que leo.

Situación que

plantea el

texto.

Personajes

y descrip-

ciones.

Punto de

mayor

intensidad

en el texto

que leo.

Solución

del

conflicto.

Temas que

presenta.

Reflexión

sobre lo

leído.

1 de agosto de 2011

Primer párrafo

Una tía solía sentarse en el balcón a mirar el río donde se bañaba cuando joven y en el cual fue mordida por algo extraño en la pantorrilla.

Una tía- le gustaba hacer muñecas. Al parecer es una persona mayor y tiene sobrinos o sobrinas.

Disfrutando del agua, la tía sintió que la mordían en la pantorri- lla.

La sacaron del agua y se la llevaron para la casa.

Contempla-ción de la naturaleza. La vida cañaveral.

Hay que tener cuidado cuando nos metemos al agua, pues podemos encontrar animales peligrosos. Por eso hay que conocer primero el agua para estar más seguros de ella.

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Índice

Prólogo 2

Conviértete en un detective en el proceso de la lectura 3

Resumiendo para ir comprendiendo 6

“Bitacoriando” mis pasos por la lectura 8

Índice 10

Cuentos 13

¿Qué es un cuento? 14

Cuentos de Puerto Rico 15

Manuel A Alonso

La linterna mágica 16

Perico Paciencia 19

Abelardo Díaz Alfaro

El Josco 24

Santa Clo va a la Cuchilla 28

Emilio Díaz Valcárcel

El asedio 31

Rosario Ferré

La muñeca menor 38

José Luis González

En el fondo del caño hay un negrito 42

La noche que volvimos a ser gente 45

La carta 54

René Marqués

En la popa hay un cuerpo reclinado 55

Pedro Juan Soto

Campeón 64

Cuentos de Hispanoamérica 69

Isabel Allende

Dos palabras 70

De barro estamos hechos 76

Juan José Aureola

Ágrafa musulmana en papiro oxyrrinco 83

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos 83

Mario Bennedetti

A imagen y semejanza 86

La noche de los feos 87

Requiem con tostadas 90

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Alfonso Bioy Casares

La trama celeste 93

Jorge Luis Borges

Las ruinas circulares 116

Los dos reyes y los dos laberintos 119

Juan Bosh

La mujer 120

Alejo Carpentier

Los advertidos 123

Viaje a la semilla 130

Julio Cortázar

Carta a una señorita en París 139

Casa tomada 144

Historias de cronopios y famas 148

La noche boca arriba 150

Lejana 155

Rubén Darío

El Rubí 161

El velo de la reina Mab 167

Marcos Denevi

Dulcinea del Toboso 169

La inmolación de la belleza 169

José Donoso

Una señora 170

Gabriel García Márquez

El ahogado más hermoso del mundo 174

Leopoldo Lugones

La lluvia de fuego (Evocaciones de un descarnado de Gomorra) 178

Augusto Monterroso

Caballo imaginando a Dios 186

Dejar de ser mono 186

El burro y la flauta 186

El dinosaurio 187

La mosca que soñaba que era águila 187

La rana que quería ser una rana auténtica 187

Senel Paz

No le digas que la quieres 188

Horacio Quiroga

A la deriva 194

El almohadón de plumas 197

La gallina degollada 200

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Más allá 206

Manuel Rojas

El vaso de leche 214

Juan Rulfo

Es que somos muy pobres 221

No oyes ladrar los perros 224

Cuentos de España 229 Leopoldo Alas (Clarín)

¡Adios, Cordera! 230

Gustavo Adolfo Bécquer

El gnomo 237

Los ojos verdes 248

Camilo José Cela

Pequeña parábola de “Chindo” perro de ciego 254

Miguel Delibes

El amor propio de Juanito Osuna 256

Rafael Diste

El regreso 261

Enrique Jardiel Poncela

El amor que no podía ocultarse 263

El amor tomado del natural 266

Ana María Matute

Bernardino 271

Los chicos 277

La rama seca 280

Rosa Montero

La gloria de los feos 286

Emilia Pardo Bazán

Al buen callar 287

El corazón perdido 290

Un poco de ciencia 291

Joaquín Ruyra

Noche de ánimas 294

Juan Valera

El doble sacrificio 298

Las gafas 303

Bibliografía 304

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¿Qué es el cuento?

En algún momento dado de nuestra vida, todo el mundo ha tenido la necesidad

de contar. Sí, desde los números que son los que nos establecen orden cuando

designamos posiciones a las cosas, hasta relatos o historias que nos han pasado o

simplemente son producto de nuestra imaginación. Aunque no lo crean, entre contar

números y relatar una historia no existe mucha diferencia, pues el cuento viene de la

palabra “computum” que significa cálculo o cómputo. De ahí sale el concepto de contar

datos o sucesos. Este arte es uno de los más antiguos, ya que todos tenemos la

capacidad de contar algo, ya sea que le sucede a uno, a alguien o a varias personas.

Estos sucesos van ligados a una importancia propia, ya que pueden formar parte de

nuestra cultura o vivencia social. Además, los cuentos nos permiten adquirir

aprendizaje a través de las experiencias narradas, para modificar nuestros estilos de

vida.

Entre las características que posee el cuento están: narración escrita en prosa

(lenguaje de uso común); de carácter ficticio, aunque puede estar basado en un hecho

real; de poca extensión o narración corta, por ende, concentra la atención del lector

en una sola acción, lugar, tiempo y pocos personajes. También existen diferentes

clasificaciones de cuentos de acuerdo a los temas y los movimientos literarios que han

existido a través de la historia. Cuando hablamos de un movimiento literario, hablando

de un auge en la forma de escribir que se enmarca en una cierta época y que afecta,

no solo el estilo de la escritura, sino los temas que de acuerdo a una vivencia social,

emergen.

Los cuentos se clasifican en: cuentos de hadas, cuentos heroicos, las leyendas

locales, cuentos etiológicos (explican el origen de algo), el mito (contiene significado

religioso), cuentos de animales o fábulas y los chistes que comúnmente hacemos para

divertirnos. No importa el tipo de cuento, todos cumplen con una misma estructura

narrativa que es exposición (parte en la que se presentan los personajes con sus

descripciones, se nos da detalles del tiempo y espacio en que se desarrolla la historia

con un problema dado); el desarrollo o punto culminante (parte del cuento en que el

problema se intensifica) y el desenlace (donde se resuelve el problema).

Es importante que conozcas la estructura del cuento para que tengas presente

a la hora de leer, lo que te puedes encontrar en este mundo maravilloso. El cuento es

solo uno de los tantos géneros que existen que a través de la palabra nos trasmiten un

mensaje y que nos hace pensar sobre diferentes temas de la vida. Disfruta ahora de

la selección de múltiples cuentos y desarrolla gustos por alguna clasificación, algún

autor, algún estilo, para que eventualmente te conviertas en un agente que nos regalen

experiencias a través de las historias y el mundo de las palabras.

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La linterna mágica

Manuel A. Alonso

Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos

arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los

parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como

indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado

delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un

Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para

despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una

calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que

un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce

Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.

Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida,

cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie

de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que

tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los

que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente

vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de

harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:

-Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la

luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y

señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de

marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa

desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los

trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias.

Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal,

retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el

número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre

varios otros despropósitos:

-Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen

esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche,

que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número

treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha

de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.

Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad

le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.

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-Oiga, usted -le dije-, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita

en cierto país que yo sé?

-Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.

Quédeme pasmado, y él añadió:

-No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted

que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.

En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se

corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después

de un rato de música de pito y tamboril,

-Muchacho -dijo el charlatán-, métete dentro del diablo.

Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se

metió el asqueroso muchacho.

-¿Estás ya listo?

-Sí, señor, ya estoy dentro.

-Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.

-Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos

ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual

cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.

-Bueno, muchacho; y, ¿qué más?

-Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.

-Muchacho, sigue, ésos son unos tontos.

-Señor, hay una vieja que dice que es hereje.

-Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al

diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.

-Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que

conocen.

-Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver

la falta y no el culpable, y para que sean más nobles y no crean tan bajo al autor.

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-Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el

autor es frío, y el otro que demasiado caliente.

-Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.

Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de

diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos

ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que

todo lo aplaudían; finalmente dijo:

-Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que

hacen con mucha calma sus observaciones.

-Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos

señores, que deben ser hombres de talento.

Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había

oído.

Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello

de ser yo el autor de El jíbaro.

-Muy sencillamente -me respondió-: días pasados estuve donde imprimen la obrita,

allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo

mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o

menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.

¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que

no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto-Rico ni hay quien me

crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos

que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus

defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas

que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión

mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos,

porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy

cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle:

Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a

que se dedica.

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Perico Paciencia

Manuel A. Alonso

Tratábase de celebrar la fiesta del santo patrón de un pueblo de esta Isla, y siguiendo

la costumbre establecida en casos semejantes, comenzó el Alcalde por abrir una suscripción

en la que pronto figuraron los nombres de las principales personas de dicho pueblo. Vivía

en el mismo un vecino joven que el señor Cura recogió cuando niño porque tuvo la

desgracia de perder a sus padres, y lo había criado, dándole la educación que pudo, pues el

buen señor hasta de lo necesario solía privarse para socorrer a los desgraciados y esto

quiere decir que su bolsa estaba tan limpia de dinero como su alma de pecados.

Pedro González, que así se llamaba el niño, creció teniendo siempre a la vista el

buen ejemplo del sacerdote y como de suyo era bien inclinado, llegó a ser el mozo más

honrado, servicial y bonachón; tanto que lo conocían todos por el nombre de Perico

Paciencia, y así le llamaban sin que por ello se le diera un comino.

Pensando sin duda en hacer una buena obra iba nuestro hombre por la calle, cuando

se encontró con el Alcalde, que, con la lista en una mano y el lápiz en la otra, le interpeló

de este modo:

-Vamos, Perico, a ver con cuánto te apuntas para los gastos de la fiesta.

-Señor Alcalde, con mucho gusto; lo que siento es que no tengo más que un peso,

que si más tuviera vería usted qué pronto se lo entregaba, como hago con éste.

Y, en efecto, entregó cuatro pesetas, único caudal que poseía en aquel momento y

que llevaba consigo.

-Pero algo más puedo hacer: usted tendrá que mandar por los músicos al pueblo

vecino porque aquí no los hay; yo tengo mi caballito, iremos los dos y se ahorra el alquiler

de un hombre y un caballo. Además iré también a llevarlos después de la fiesta.

-Gracias, Perico, gracias y acepto tus ofrecimientos. Mañana temprano es preciso

marchar.

-Lo dicho, señor Alcalde, al amanecer saldré de aquí para estar de vuelta antes del

mediodía, porque a las doce debo disparar los truenos y repicar las campanas.

A la mañana siguiente llegaba Perico con una recua de siete caballos a la casa del

director de la orquesta; mas el Alcalde parece que en materia de repartos no era muy

inteligente y había echado la cuenta sin los violines, el trombón y el contrabajo, de modo

que, después de estar a caballo los seis músicos, se encontró Perico con que tenía que

acomodar en el séptimo caballo, que era el suyo, dos violines con su caja, el contrabajo con

la suya, un trombón y su no pequeña humanidad. No vaciló por esto y dos horas después

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entraba en su pueblo precedido de los músicos y el caballo cargado con los demás

instrumentos, menos el contrabajo que llevó sobre su cabeza para que no sufriera la menor

avería.

Media hora después, repicaba las campanas que era un gusto y entre uno y otro

repique disparaba una porción de truenos que sin subvención de ningún género había

fabricado. Por la noche cantó en la salve, dirigió la alborada, disparó los cohetes y dio

muchos vivas al Santo patrón y al Alcalde, que lo había dejado a pie y con carga. Al día

siguiente tocó el Ave María, cantó en la misa y cuidó del arreglo del salón en que por la

noche debía darse el baile. Llegó la hora de éste y con ella la de recoger Perico el premio de

todos sus trabajos. Ya el Alcalde, el Síndico y demás notables acompañados de sus caras

mitades y no menos caras hijas ocupaban la sala, y la juventud masculina tosía, se arreglaba

el cuello de la camisa o hacía otras cosas por el estilo, aguardando el momento de poner en

juego las piernas al compás de la música. Perico se presenta a la puerta vestido con una

levita nueva, que así como el resto de su traje no estaba muy conforme con el último figurín

de modas, aunque podía pasar, y unos botines que le apretaban sin piedad, pero no piensa

en esto cuando se trata de bailar con la hija del Alcalde, de quien estaba secretamente

enamorado. Desde aquel sitio descubre a la niña que lleva un hermoso traje, regalo de su

papá y comprado con el producto de la visita de tiendas de aquel año; los ojos de Perico se

anublaron y su corazón dejó de latir y empezó a galopar. Perico se quedó como todos nos

hemos quedado en iguales circunstancias.

Mientras tanto la escogida concurrencia estaba escandalizada.

-¿Cómo -decía uno- atreverse a venir al baile un hombre que lleva recados de todo

el mundo?

-Y que ha traído los músicos -añadía otro.

-Y el contrabajo a cuestas.

-Y que dispara truenos.

-Y que toca las campanas.

-Y que da vivas al Patrón y al Alcalde.

-Y que arregló esta sala.

-Pues lo que es yo -decía la chica del Alcalde- no bailo con él. ¡No faltaba más! Un

hombre que fue descalzo a llamar la comadre cuando el último parto de mamá.

-Ahí tiene usted -añadía la señora del Síndico- lo que son las cosas, ese chico

aunque hijo de mi prima Josefa (que en gloria esté) como el Cura es así tan... tan... pues...

tan llano, no le ha enseñado más que a ser honrado.

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-Verdad, doña Brígida, pero no puede entrar en la buena sociedad porque sus

costumbres y sus modales no son de lo mejor -dijo la señora del abastecedor de la carne,

íntimo amigo del Alcalde.

Éste, lejos de calmar la tormenta la aumentaba sonriendo a uno, guiñando el ojo al

otro, y dando la razón a todos. Por último, cuando vio que la opinión era unánime se dirigió

a Perico, que repuesto algo de su emoción penetraba resueltamente a donde más le valiera

no haber entrado.

-Perico, óyeme una palabra.

-Sí, señor -contestó poniéndose colorado, porque pensó que habían sorprendido su

secreto amor.

-Mira, Perico: siento lo que voy a decirte; pero es preciso. Los concurrentes al baile

tienen a mal el que hayas venido, y yo te aconsejo que te vayas para evitar un lance.

-Pero ¿qué he hecho yo para que me echen así? ¿No soy un hombre honrado y

trabajador? ¿No están ahí mis parientes?

-Es cierto: pero ellos tienen una posición que tú no tienes y tus circunstancias y las

mías no me permiten admitirte.

-Y ¿por qué no? Mi padrino ¿no me ha enseñado lo que saben todos esos señores?

¿No cumplo con todos mis deberes? ¿No he pagado como ellos los gastos de la fiesta? Y,

además, ¿no he trabajado sin cesar para que quedara lucida?

-No sé qué decirte, hijo; pero el caso es que tienes que marcharte, porque así lo

quieren y yo te mando que lo hagas.

-Bien, señor Alcalde, bien; me voy por obedecerle; pero maldito si entiendo el

motivo, y le juro que no he de parar hasta dar con la explicación de todo esto.

Aquella noche no durmió Perico; más de dos horas pasó hablando con el Cura, que

estaba despierto cuando llegó a su casa y que se admiró de verle volver tan temprano y

nada alegre.

A la mañana siguiente se presentó de nuevo al Alcalde.

-Señor Alcalde -le dijo- aquí estoy a cumplir lo ofrecido. Vengo para ir a llevar los

músicos.

-Perico: mucho siento lo de anoche, no fue culpa mía; pero qué quieres, las

circunstancias...

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-Usted, señor Alcalde, hizo lo que creyó bien hecho, yo haré lo que debo y nada

más.

***

Quince años después de lo que acabo de referir llegó también el día de la fiesta y

para convidar a ella se repartían esquelas redactadas así: "Don Pedro González, Síndico de

la Junta Municipal de... comisionado por ésta y los demás vecinos contribuyentes, tiene el

honor de invitar a usted para la fiesta que en obsequio del Patrón celebrará dicho pueblo en

los días de... de los corrientes; esperando se sirva usted concurrir para mayor lucimiento."

Don Pedro González, Síndico de la municipalidad y vecino influyente, no era otro

que Perico Paciencia. Nada se hacía en el pueblo sin contar con su voto, y el antiguo

Alcalde se envanecía de tenerle por yerno; pues hay que saber que aquella misma hija suya

que no quería bailar con Perico llegó después a quererle de veras, de modo que cinco años

más tarde era su esposa.

¿Qué había hecho Perico para que de tal manera variase de opinión?

Perico hizo lo que cualquier hombre honrado y laborioso puede hacer, y llegó a

donde no podía menos de llegar.

Al salir del baile donde no lo admitieron, por no creerle bastante digno, fue

inmediatamente a contarle todo al sacerdote, su segundo padre. Éste fue poco a poco

calmándole y cuando lo hubo logrado, le dijo en resumen:

-Hijo mío: tan pobre como tú, no dudé en recogerte cuando murieron tus padres;

seis años tenías entonces; yo no era joven y hoy he llegado a ser viejo. Pensé, lo primero,

en hacerte honrado y laborioso, y, gracias a Dios, lo he conseguido; todos te estiman porque

tienes ambas cualidades, pero mi pobreza no me permitía gastar en buenas ropas y calzado

para ti lo que otros más infelices necesitaban para no morirse de hambre, tu corazón era y

es hermoso, tu ropa fea y remendada, hasta que hace poco has podido comprar otra mejor

con el producto de tu trabajo. Aspiras a alterar con las principales personas del pueblo y

nada más justo; por tu bondad lo mereces, si bastara ella sola para lograrlo, y por tu origen

ninguno hay que te aventaje; sólo falta el que no lo solicites, sino que aguardes a que tus

méritos te allanen el camino y que te busquen los mismos que hoy te rechazan.

"Nada de odios, nada de chismes; refrena hasta tu bondad; si algo puedes dar, dalo

con discernimiento, y no dejes que la vanidad te lleve, sin que tú mismo lo conozcas, a ser

despilfarrador cuando piensas ser generoso. Trabaja mucho y sin cesar y yo te aseguro que

serás de los primeros, aquí donde hoy eres de los últimos. Cuando tengas una casa en la que

reine la abundancia, no te faltarán amigos y querrá entrar en ella siendo tu esposa la mejor y

más bella de las jóvenes que hoy no te miran siquiera. Ánimo, pues y en lugar de

lamentarte como un niño, pórtate como un hombre."

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Perico, como he dicho, no durmió aquella noche pesando en las palabras del señor

Cura. Al día siguiente había tomado su partido. Cuando volvió al pueblo después de llevar

los músicos a nadie habló de lo ocurrido en el baile; si se lo recordaban no se daba por

entendido. No faltó alguno de esos enredadores, que por desgracia hay, que le aconsejó que

se quejara al Capitán General Gobernador Civil, delatando ciertos pecadillos verdaderos o

falsos que se atribuían al Alcalde; Perico contestó que el oficio de delator no le hacia

maldita la gracia y que no quería servir de instrumento a nadie; y que lo que quería era

trabajar y nada más que trabajar. En una palabra, se condujo tan bien que los vecinos

empezaron a confesar que era un excelente chico, y como su tema era siempre el trabajo,

acabaron por ayudarle y protegerle, de suerte que la pequeña tienda, que debiendo cuanto

en ella había, estableció al principio, se convirtió pocos años después en la mejor del

pueblo, sin que a nadie debiera un centavo.

Allí se reunía lo más escogido en los días festivos; la niña que tanto había hecho

penar al pobre Perico, iba a hacer sus compras y echaba al dueño unas miradas y le sonreía

de un modo que al recordarlo equivocó más de una cuenta.

Al primer baile que concurrió, lejos de ser rechazado, todos querían obsequiarle, y

más de una mamá pensó que era joven, bien parecido y que tenía con qué sostener los

gastos de una familia. Perico nada advirtió, porque estaba deslumbrado y sólo veía a

Angelina, su antiguo tormento; dirigiose a ella y esta vez conoció que se alegraba al bailar

con él... lo demás se suprime para no cansar al benévolo lector. Unos meses después se

casaron y cuento concluido.

Tal es la historia de Perico Paciencia, que nunca he olvidado y que creo representa

al vivo la de nuestra Isla. Pobre y desvalida era al comenzar el siglo presente y Dios sabe lo

que de ella hubiera sido sin el bien natural de sus habitantes y los socorros que recibió.

Como Perico tuvo quien le ayudara, pero también el protector empobreció y no pudo hacer

más que conservarle la vida y hacerla honrada; el vestido era viejo y remendado, zapatos no

pudo hasta más tarde comprarlos. ¡Pobre sacerdote que no podría dar aquello de que él

mismo carecía!

Pasaron años: Perico creció, robusto y bonachón hasta más no poder, y creyó que

podía asistir al baile; para ello se necesitaba algo más que ser bueno y no fue admitido. Tal

fue la situación de la Isla en el año 1837, cuando se le negó la representación en Cortes.

Entonces hicimos como Perico, siguiendo lo que nuestra buena índole, más que nuestra

escasa instrucción, nos aconsejó. Parece que un santo repitió a nuestros oídos: "Nada de

odios, nada de chismes. Trabaja y cuando tus méritos te hagan acreedor nadie te negará lo

que hoy no puedes conseguir el que te otorguen". Siempre que alguno nos daba un mal

consejo cerrábamos los oídos y nunca reñimos con quien no debíamos reñir.

Este comportamiento hizo que se empezase por reconocer que éramos buenos

chicos; después no faltó quien dijese que era preciso ayudarnos, y hace años que una parte

de la prensa aboga en nuestro favor. Hoy el clamor es casi unánime y los que dirigen el

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baile tratan sobre si se nos envía una esquela de convite; de modo que debe esperarse que al

fin... Perico se casará con la hija del Alcalde.

¡Cuidado, señor novio! ¡Cuidado! Tenga usted juicio; si no, aunque pueda usted

mantener la mujer, aunque su ropa sea a la última moda, aunque baile usted a las mil

maravillas y por más que lo conviden; no hará otra cosa que... llevar a cuestas el contrabajo.

El Josco

Abelardo Díaz Alfaro

Sombra imborrable del Josco sobre la loma que domina el valle del Toa. La cabeza

erguida, las aspas filosas estoqueando el capote en sangre de un atardecer luminoso.

Aindiado, moreno, la carrilluda en sombras, el andar lento y rítmico. La baba gelatinosa le

caía de los belfos negros y gomosos, dejando en el verde enjoyado estela plateada de

caracol. Era hosco por el color y por su carácter reconcentrado, huraño, fobioso, de

peleador incansable. Cuando sobre el lomo negro del cerro Farallón las estrellas clavaban

sus banderillas de luz, lo veía descender la loma, majestuoso, doblar la recia cerviz,

resoplar su aliento de toro macho sobre la tierra virgen y tirar un mugido largo y potente

para las rejoyas del San Lorenzo.

-Toro macho, padrote como ése, denguno; no nació pa yugo -me decía el jincho

Marcelo, quien una noche negra y hosca le parteó a la luz temblona de un jacho. Lo había

criado y lo quería como a un hijo. Su único hijo.

Hombre solitario, hecho a la reyerta de la alborada, veía en aquel toro la

encarnación de algo de su hombría, de su descontento, de su espíritu recio y primitivo. Y

toro y hombre se fundían en un mismo paisaje y en un mismo dolor.

No había toro de las fincas lindantes que cruzase la guardarraya, que el Josco no le

grabase en rojo sobre el costado, de una cornada certera, su rúbrica de toro padrote.

Cuando el cuerno plateado de la luna rasgaba el telón en sombras de la noche, oí al

tío Leopo decir al jincho:

-Marcelo, mañana me traes el toro americano que le compré a los Velilla para

padrote; lo quiero para el cruce; hay que mejorar la crianza.

Y vi al jincho luchar en su mente estrecha, recia y primitiva con una idea demasiado

sangrante, demasiado dolorosa para ser realidad. Y tras una corta pausa musitó débilmente;

como si la voz se le quebrase en suspiros:

-Don Leopo, ¿y qué jacemos con el Josco?

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-Pues lo enyugaremos para arrastre de caña, la zafra se mete fuerte este año, y ese

toro es duro y resistente.

-Usté dispense, don Leopo, pero ese toro es padrote de nación, es alebrestao, no

sirve pa yugo.

Y descendió la escalera de caracol y por la enlunada veredita se hundió en el mar de

sombras del cañaveral. Sangrante, como si le hubieran clavado un estoque en mitad del

corazón.

Al otro día por el portalón blanco que une los caminos de las fincas lindantes, vi al

jincho traer atado a una soga un enorme toro blanco. Los cuernos cortos, la poderosa testa

mapeada en sepia. La dilatada y espaciosa nariz taladrada por una argolla de hierro. El

jincho venía como empujado, lentamente, como con ganas de nunca llegar, por la veredita

de los guayabales.

Y de súbito se oyó un mugido potente y agudo por las mayas de la colindancia de

los Cocos, que hizo retumbar las rejoyas del San Lorenzo y los riscos del Farallón. Un

relámpago cárdeno de alegría iluminó la faz macilenta del jincho.

Era el grito de guerra del Josco, el reto para jugarse en puñales de cuernos la

supremacía del padronazgo. Empezó a mover la testa en forma pendular. Tiró furiosas

cornadas al suelo, trayéndose en el filo de las astas tierra y pasto. Alucinado, lanzó

cabezadas frontales al aire, como luchando con una sombra.

El jincho en la loma, junto a la casa, aguantó al toro blanco. El Josco ensayó un

tranco ligero, hasta penetrar en la veredita. Se detuvo un momento. Remolineó ágil y

comenzó a estoquear los pequeños guayabos que bordean la veredita. La testa coronada se

le enguirnaldó de ramas, flores silvestres y bejucales.

Venía lento, taimado, con un bramar repetido y monótono. Alargaba la cabeza, y el

bramar culminaba en un mugido largo y de clarinada. Raspó la tierra con las bifurcadas

pezuñas hasta levantar al cielo polvaredas de oro. Avanzó un poco. Luego quedó inmóvil,

hierático, tenso. En los belfos negros y gomosos la baba se le espumaba en burbujas de

plata. Así permaneció un rato. Dobló la cerviz, el hocico pegado al ras del suelo,

resoplando violentamente, como husmeando una huella misteriosa. En la vieja casona la

gente se fue asomando al balcón. Los agregados salían de sus bohíos. Los chiquillos de

vientres abultados perforaban el aire con sus chillidos:

-El Josco pelea con el americano de los Velilla.

En el redondel de los cerros circunvecinos las voces se hicieron ecos. Los chiquillos

azuzaban al Josco.

-Dale, Josco, que tú le puedes.

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El Josco seguía avanzando, la cabeza baja, el andar lento y grave. Y el jincho no

pudo contenerse y soltó el toro blanco. Este se cuadró receloso, empezó a escarbar la tierra

con las anchas pezuñas y lanzó un bronco mugido.

Jey... Jey... Oiseee... Josco -gritaba la peonada.

-Palante, mi Josco- vibró el jincho.

Y se oyó el seco y violento chocar de las cornamentas. Acreció el grito

ensordecedor de la peonada.

-Dale, jey. . . Josco.

Las cabezas pegadas, los ojos negros y refulgentes inyectados de sangre, los belfos

dilatados, las pezuñas firmemente adheridas a la tierra, las patas traseras abiertas, los rabos

leoninos erguidos, la trabazón rebullente de los músculos ondulando sobre las carnes

macizas.

Colisión de fuerzas que por lo potentes se inmovilizaban. Ninguno cejaba; parecían

como estampados en la fiesta de colores del paisaje.

La baba se espesaba. Los belfos ardorosos resonaban como fuelles. Separaron

súbitamente las cornamentas y empezaron a tirarse cornadas ladeadas, tratando de herirse

en las frentes. Los cuernos sonaban como repiquetear de castañuelas. Y volvieron a unir las

testas florecidas de puñales.

Un agregado exclamó:

-El blanco es más grande y tiene más arrobas.

Y el jincho con rabia le ripostó:

-Pero el Josco tiene más maña y más cría.

El toro blanco, haciendo un supremo esfuerzo, se retiró un poco y avanzó egregio,

imprimiéndole a la escultura imponente de su cuerpo toda la fuerza de sus arrobas. Y se vio

al Josco recular arrollado por aquella avalancha incontenible.

-Aguante mi Josco- gritaba desesperado el jincho.

-No joya; usté eh de raza.

El Josco hincaba las patas traseras en la tierra buscando un apoyo para resistir, pero

el blanco lo arrastraba. Dobló los corvejones tratando de detener el empuje, se irguió

nuevamente y "rebuleó" rápido hacia atrás amortiguando la embestida del blanco.

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-Lo ve; es mah grande -añadió con pena un agregado.

-Pero no juye -le escupió el jincho.

Y las patas traseras del Josco toparon con una eminencia en el terreno, la cual le

sirvió de sostén. Afirmado, sesgó a un lado, zafando el cuerpo a la embestida del blanco,

que se perdió en el vacío. A éste faltó el equilibrio, y el Josco, aprovechándose del

desbalance del contrario, volteó rápido y le asestó una cornada certera, trazándole en rojo

sobre el albo costado una grieta de sangre. El blanco lanzó un bufido quejumbroso,

huyendo despavorido entre la algarabía jubilosa del peonaje. El jincho vibrante de emoción

gritaba a voz en cuello:

-Toro jaiba, toro mañoso, toro de cría.

Y el Josco alargó el cuerpo estilizado, levantó la testa triunfal, las astas filosas

doradas de sol, apuñaleando el mantón azul de un cielo sin nubes.

El blanco siempre se quedó de padrote. Orondo se paseaba por el cercao de las

vacas.

Al Josco trataton de uncirlo al yugo con un buey viejo que lo amaestrara, pero se

revolvió violento poniendo en peligro la vida del peonaje. Andaba mohíno, huraño, y se le

escuchaba bramar quejoso, como agobiado por una pena conmensurable.

Tranqueaba hacia el cercao de los bueyes de arrastres, de cogotes pelados y de

pastar apacibles. Levantando la cabeza sobre la alambrada, dejaba escapar un triste mugido.

Se veía buey rabisero, buey soroco, buey manco, buey toruno, castrao.

Aquel atardecer lo contemplé al trasluz de un crepúsculo tinto en sangre de toros,

sobre la loma verdeante que domina el valle del Toa. No tenía la arrogancia de antes, no

levantaba al cielo airosamente la testa coronada; lo veía desfalleciente como estrujado por

una inmensa congoja. Babeó un rato, alargó la cabeza y suspendió un débil mugido,

descendió la loma y su sombra se fundió en el misterio de una noche sin estrellas. A eso de

la medianoche me pareció escuchar un mugir dolorido. El sueño se hizo sobre mis

párpados.

Al otro día el Josco no aparecía. Se le buscó por todas las lindancias. No podía

haberse pasado a las otras fincas, no había boquetes en los mayales, ni en las alambradas de

las guardarrayas. El Jincho iba y venía desesperado. El tío Leopo apuntó:

-Tal vez se fue por el camino del Farallón a las malojillas del río.

El Jincho hacia allá se encaminó. Regresó decepcionado. Luego se dirigió hacia una

rejoya entre árboles en la colindancia de los Cocos, donde el Josco solía sestear. Lo vimos

levantar la manos y con la voz transida de angustia gritó:

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-Don Leopo, aquí está el Josco.

Corrimos presurosos donde el Jincho estaba, la cabeza baja, los ojos turbios de

lágrimas. Señaló hacia un declive entre raíces, bejucales y flores silvestres. Y vimos al

Josco inerte, las patas traseras abiertas y rígidas; la cabeza sepultada bajo el peso del cuerpo

musculoso.

Y el Jincho con la voz temblorosa y llena de reconvenciones exclamó:

-Mi pobre Josco, se esnucó de rabia. Don Leopo, se lo dije. Ese toro era padrote de

nación; no nació pa yugo.

Santa Clo va a La Cuchila

Abelardo Díaz Alfaro

El rojo de una bandera tremolando sobre una bambúa señalaba la escuelita de Peyo

Mercé. La escuelita tenía dos salones separados por un largo tabique. En uno de esos

salones enseñaba ahora un nuevo maestro: Mister Johnny Rosas.

Desde el lamentable incidente en que Peyo Mercé lo hizo quedar mal ante Mr. Juan

Gymns, el supervisor creyó prudente nombrar otro maestro para el barrio La Cuchilla que

enseñara a Peyo los nuevos métodos pedagógicos y llevara la luz del progreso al barrio en

sombras.

Llamó a su oficina al joven y aprovechado maestro Johnny Rosas, recién graduado

y que había pasado su temporadita en los Estados Unidos, y solemnemente le dijo: "Oye,

Johnny, te voy a mandar al barrio La Cuchilla para que lleves lo último que aprendiste en

pedagogía. Ese Peyo no sabe ni jota de eso; está como cuarenta años atrasado en esa

materia. Trata de cambiar las costumbres y, sobre todo, debes enseñar mucho inglés, mucho

inglés."

Y un día Peyo Mercé vio repechar en viejo y cansino caballejo la cuesta de la

escuela al nuevo maestrito. No hubo en él resentimiento. Sintió hasta un poco de

conmiseración y se dijo: "Ya la vida le irá trazando surcos como el arado a la tierra."

Y ordenó a unos jibaritos1 que le quitaran los arneses al caballo y se lo echaran a

pastar.

Peyo sabía que la vida aquella iba a ser muy dura para el jovencito. En el campo se

pasa mal. La comida es pobre: arroz y habichuelas, mojo, avapenes, arencas de agua,

bacalao, sopa larga y mucha agua para rellenar. Los caminos casi intransitables, siempre

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llenos de "tanques". Hay que bañarse en la quebrada y beber agua de lluvia. Peyo Mercé

tenía que hacer sus planes a la luz oscilante de un quinqué o de un jacho de tabonuco.

Johnny Rosas se aburría cuando llegaba la noche. Los cerros se iban poniendo

negros y fantasmales. Una que otra lucecita prendía su guiño tenue y amarillento en la

monotonía sombrosa del paisaje. Los coquíes punzaban el corazón de la noche. Un gallo

suspendía su cantar lento y tremolante. A lo lejos un perro estiraba un aullido doliente al

florecer de las estrellas.

Y Peyo Mercé se iba a jugar baraja y dominó a la tiendita de Tano.

Johnny Rosas le dijo un día a Peyo: "Este barrio está muy atrasado. Tenemos que

renovarlo. Urge traer cosas nuevas. Sustituir lo tradicional, lo caduco. Recuerda las

palabras de Mr. Escalera: Abajo la tradición. Tenemos que enseñar mucho inglés y copiar

las costumbres del pueblo americano".

Y Peyo, sin afanarse mucho, goteó estas palabras: "Es verdad, el inglés es bueno y

hace falta. Pero, ¡bendito! si es que ni el español sabemos pronunciar bien. Y con hambre el

niño se embrutece. La zorra le dijo una vez a los caracoles: 'Primero tienen ustedes que

aprender a andar para después correr.'"

Y Johnny no entendió lo que Peyo quiso decirle.

El tabacal se animó un poco. Se aproximaban las fiestas de Navidad. Ya Peyo había

visto con simpatía a uno de sus discípulos haciendo tiples y cuatros de cedro y yagrumo.

Estas fiestas traían recuerdos gratos de tiempos idos. Tiempos de la reyada, tiempos de

comparsa. Entonces el tabaco se vendía bien. Y la "arrelde" de carne de cerdo se enviaba a

los vecinos en misiva de compadrazgo. Y todavía le parecía escuchar aquel aguinaldo:

Esta casa tiene

La puerta de acero,

Y el que vive en ella

Es un caballero.

Caballero que ahora languidecía como un morir de luna sobre los bucayos.

Y Johnny Rosas sacó a Peyo de su ensoñación con estas palabras: "Este año hará su

debut en La Cuchilla Santa Claus. Eso de los Reyes está pasando de moda. Eso ya no se ve

mucho por San Juan. Eso pertenece al pasado. Invitaré a Mr. Rogelio Escalera para la

fiesta; eso le halagará mucho."

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Peyo se rascó la cabeza, y sin apasionamiento respondió: "Allá tú como Juana con

sus pollos. Yo como soy jíbaro y de aquí no he salido, eso de los Reyes lo llevo en el alma.

Es que nosotros los jíbaros sabemos oler las cosas como olemos el bacalao."

Y se dio Johnny a preparar mediante unos proyectos el camino para la "Gala

Premiere" de Santa Claus en La Cuchilla. Johnny mostró a sus discípulos una lámina en

que aparecía Santa Claus deslizándose en un trineo tirado por unos renos. Y Peyo, que a la

sazón se había detenido en el umbral de la puerta que dividía los salones, a su vez se

imaginó otro cuadro: un jíbaro jincho y viejo montado en una yagua arrastrada por unos

cabros.

Y mister Rosas preguntó a los jibaritos: "¿Quién es este personaje?" Y Benito,

"avispao" y "maleto" como él solo, le respondió: "Místel, ese es año viejo colorao."

Y Johnny Rosas se admiró de la ignorancia de aquellos muchachitos y a la vez se

indignó por el descuido de Peyo Mercé.

Llegó la noche de la Navidad. Se invitó a los padres del barrio.

Peyo en su salón hizo una fiestecita típica, que quedó la mar de lucida. Unos

jibaritos cantaban coplas y aguinaldos con acompañamiento de tiples y cuatros. Y para

finalizar aparecían los Reyes Magos, mientras el viejo trovador Simón versaba sobre "Ellos

van y vienen, y nosotros no." Repartió arroz con dulce y bombones, y los muchachitos se

intercambiaron "engañitos".

Y Peyo indicó a sus muchachos que pasarían al salón de Mr. Johnny Rosas, que les

tenía una sorpresa, y hasta había invitado al supervisor Mr. Rogelio Escalera.

En medio del salón se veía un arbolito artificial de Navidad. De estante a estante

colgaban unos cordones rojos. De las paredes pendían coronitas de hojas verdes y en el

centro un fruto encarnado. En letras cubiertas de nieve se podía leer: "Merry Christmas".

Todo estaba cubierto de escarcha.

Los compadres miraban atónitos todo aquello que no habían visto antes. Mister

Rogelio Escalera se veía muy complacido.

Unos niños subieron a la improvisada plataforma y formaron un acróstico con el

nombre de Santa Claus. Uno relató la vida de Noel y un coro de niños entonó "Jingle

Bells", haciendo sonar unas campanitas. Y los padres se miraban unos a otros asombrados.

Mister Rosas se ausentó un momento. Y el supervisor Rogelio Escalera habló a los padres y

niños felicitando al barrio por tan bella fiestecita y por tener un maestro tan activo y

progresista como lo era Mister Rosas.

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©Oscar Pizarro González 2011

Y Mister Escalera requirió de los concursantes el más profundo silencio, porque

pronto les iba a presentar a un extraño y misterioso personaje. Un corito inmediatamente

rompió a cantar:

Santa Claus viene ya...

¡Qué lento caminar!

Tic, tac, tic, tac.

Y de pronto surgió en el umbral de la puerta la rojiblanca figura de Santa Claus con

un enorme saco a cuestas, diciendo en voz cavernosa: "Here is Santa, Merry Christmas to

you all!"

Un grito de terror hizo estremecer el salón. Unos campesinos se tiraron por las

ventanas, los niños más pequeños empezaron a llorar y se pegaban a las faldas de las

comadres, que corrían en desbandada. Todos buscaban un medio de escape. Y Mister Rosas

corrió tras ellos, para explicarles que él era quien se había vestido de tan extraña forma;

pero entonces aumentaba el griterío y se hacía más agudo el pánico. Una vieja se persignó y

dijo: "¡Conjurao sea! ¡Si es el mesmo demonio jablando en americano!"

El supervisor hacía inútiles esfuerzos por detener a la gente y clamaba

desaforadamente: "No corran; no sean puertorriqueños batatitas. Santa Claus es un hombre

humano y bueno."

A lo lejos se escuchaba el griterío de la gente en desbandada. Y míster Escalera,

viendo que Peyo Mercé había permanecido indiferente y hierático, vació todo su rencor en

él y le increpó a voz en cuello: "Usted, Peyo Mercé, tiene la culpa de que en pleno siglo

veinte se den en este barrio esas salvajadas."

Y Peyo, sin inmutarse, le contestó: "Míster Escalera, yo no tengo la culpa de que ese

santito no esté en el santoral puertorriqueño."

El asedio

Emilio Díaz Valcárcel

I

Una familia normal y feliz, pensó apoyada sobre el volante. Un padre gordo y de

apariencia próspera, recién afeitado, una bella pareja de niños, y una madre que alcanza ya

los treinta años, mofletuda, satisfecha como toda mujer que siente colmados sus instintos

cardinales.

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©Oscar Pizarro González 2011

Sintió subírsele a la garganta el confuso sentimiento de ilegitimidad que permanecía

anclado en ominoso acecho en el fondo de su espíritu. Un espíritu contrahecho, pensó,

regocijándose en su propio flagelo. O tal vez el espíritu esté intacto, murmuró agarrándose

a una posible reconciliación consigo misma. Pero ningún alivio provino de este

pensamiento. Y, sin saber por qué, tiró molesta de su falda hacia abajo, como si con ello

cortara el torturante fluir de pensamientos que había comenzado justamente cuando ella

detuvo el automóvil frente al edificio de departamentos. La falda, que delataba unas caderas

secas, no era lo suficientemente larga para cubrir las rodillas nudosas, casi masculinas.

Neida no vendría a las tres. Tenía que cumplir compromisos con sus amigas, hablar

del matrimonio, del joven actor de la última hora, de la temporada playera. Tenía que

desenvolverse naturalmente entre los suyos. La podía ver sin mucho esfuerzo: menuda y

ágil, primorosa en su ceñido traje beige.

Esperó quince minutos, apoyada aún sobre el volante. El hombre gordo y de

apariencia próspera, la madre mofletuda y la bella pareja de niños, que durante un largo

rato habían estado detenidos frente a la escalera principal del edificio en actitud de esperar

a alguien, decidieron al fin entrar por la gran puerta de cristal esmerilado. (El macho

vigilante y serio, cumpliendo a cabalidad su tradicional misión, seguido de la sumisa

hembra y de la cría -meditó.) Imaginó esa familia ubicada en un siglo remoto: una tosca

guarida en una cueva, el macho y la hembra en cueros, la cría comida por piojos y pústulas

hoy desconocidos, trepando dificultosamente el primer peldaño de la historia humana. Esta

imagen del origen del hombre la movía a risa. Era su desquite.

Neida, la maldita, la irresponsable Neida no vendrá -se dijo. Atisbó hacia el tercer

piso torciendo el cuello por la ventanilla del auto hacia afuera: allí estaban las begonias, los

geranios, la jaula con el canario que nunca canta, todo lo que resultaba familiar a su figura.

Pero no vio la fina mano posada en la baranda, ni el dorado cabello reflejando el sol de la

tarde. Encendió el motor y arrancó calle arriba. Al infierno si no quiso venir, se dijo.

Manejó durante quince minutos por las calles abandonadas. Eran las calles del

domingo. Estaba aburrida. La radio sólo le ofrecía sermones religiosos. Se dirigió a las

afueras de la ciudad.

II

Vio el letrero (LUGO’S) y se detuvo. Estacionó su automóvil cerca de la entrada y

entró al establecimiento. En el patio interior danzaban lentamente unas parejas. Se sentó a

una de las mesitas y pidió una bebida. Era su rutina. De casa de Neida al Country Club y de

ahí al infierno. Afuera, los automóviles pasaban rugiendo por la ancha carretera de

cemento.

Sospechó que tendría visita. Unos hombres la miraban moviendo los labios.

Exactamente lo de siempre. Dos vientres abultados pasaron rozándose ante su nariz,

movidos por la ligera música del gramófono, bajo el revuelo de hojas arrancadas por la

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incipiente brisa veraniega. El árbol de mango se elevaba en medio de la plazoleta, una

plazoleta resquebrajada y llena de hojarasca. A la gente, a la estúpida gente le gusta la

naturaleza, meditó. Neida con sus geranios y su canario machorro. El amor a la naturaleza,

al orden, a la perfección...

-¿Bailamos, señorita?

Se sintió incómoda. Era como si le acreditaran un acto heroico que no le pertenecía,

como si efectivamente hubiera habido una terrible equivocación al dirigirse a ella y

condecorarla con las palabras. Pero tenía que participar de la farsa.

-Gracias. Espero a alguien.

No dio importancia al gesto del hombre. Ya no la alcanzaban. Estaba sola en el

fondo de una soledad sin nombre, sin esperanzas de salir alguna vez hacia un mundo cálido

y deseado, el mundo de los otros.

Desde una mesa, cuatro hombres la miraban y sonreían. Pensó que la habían

descubierto. Se levantó y fue hasta el salón de las damas. El letrerito le despertó la amarga

sensación de ilegitimidad que la abrumaba siempre que debía enfrentarse a sí misma. Se

empolvó la nariz descuidadamente, ojeó su cuerpo seco y anguloso, se arregló distraída el

severo cuello de anchas solapas, abotonado casi hasta la asfixia, y salió nuevamente a la

plazoleta de baile. Sentía un ligero dolor de cabeza. Vas a tener problemas a la noche, se

dijo. Tendrás que tomar por centésima vez ese maldito sedante.

Un matrimonio joven y dos niños ocuparon la mesa de al lado. Otra vez la imagen

del matrimonio feliz, pensó. Los niños, como si hubiesen estado esperando el instante en

que sus padres apoyaran los codos sobre la mesa, irrumpieron en el salón de baile, saltando,

interrumpiendo en ocasiones a los bailadores. No los quiso mirar. Los odiaba. Temía que se

le acercaran con sus latentes amenazas. Frente a ellos siempre estaría desarmada. Cada niño

encubría el embrión de un enemigo: mientras mantuvieran su inocencia, no había por qué

temer al peligro escondido en cada uno; pero sabía que con el correr del tiempo el

conocimiento de la desgracia ajena les daría suficientes armas para la maldad. Había que

esperar a que el germen creciera y se manifestara para entonces atacarlo debidamente.

Entretanto, no tendría razones suficientes para demostrar su odio.

-¿Bailamos?

Hubiera golpeado aquella mano de dedos tabacosos extendida ante sus ojos, pero en

cambio alzó la cara y movió negativamente la cabeza. Los niños la rozaron con su juego.

-Cuidado, pueden darse un golpe -dijo con disimulada furia (tuvo que decirlo, tuvo

que aceptar que dos chicos jugaban frente a su mesa y que cuatro ojos paternales la

observaban llenos de orgullo y estudiando en ella una posible reacción).

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Pegó los labios a su vaso y sorbió con lentitud el gintonic. Adivinaba un sordo

movimiento subterráneo, manos y rodillas acariciadas debajo de las mesas; un rumorante

mundo de palabras íntimas y pasos bailados. Vio, sin proponérselo, al grupo de hombres

que la vigilaban desde una mesa. Había aprendido a esquivar con éxito esa clase de mirada.

Siempre que observaba a un hombre con detenimiento advertía su pronta petulancia, su

inmediata preparación para el combate. El primitivo cazador, orgulloso y sobreposeído por

sus dotes: el oscuro origen de la primacía y la actual petulancia masculina, meditó. Tendrás

que quedarte recluida en casa. Tendrás que huir antes de que te encierren como a un animal

extraño.

La camarera le trajo otro vaso de bebida. La miró un momento.

-¿Qué le pasó a tu prima?

-Se fue. No quiere trabajar más aquí.

-¿Dónde trabaja ahora?

-No lo sé. Dijo que se iba a casar.

-¿Sí?

-Sí. Ella dijo eso.

-¿Y tú, cuándo te casas?

-¡Cristiana!

-Todas las mujeres ambicionan casarse. ¿No te gustaría a ti?

-Claro. Pero los hombres son tan difíciles de entender que a veces es preferible

quedarse soltera.

-Sí, algunas mujeres preferimos quedarnos solteras.

-¿Usted es soltera?

-Desde luego. Tengo mala suerte.

-No diga eso -dijo la chica-. La suerte la hace una misma.

-Es verdad. Yo misma he hecho mi mala suerte. Pero no me arrepiento. Y prefiero

salir con amigas, no con hombres. Las amigas somos más sinceras.

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Sorbió el brebaje mirando de reojo el cuerpo enjuto de la muchacha, los tirantes que

le prestaban un aire absurdamente infantil, el talle alto, ridículo. Sin embargo, estaba

formada exactamente igual que las demás.

-¿Y usted, espera a alguien?

La pregunta de la muchacha era inútil, pero el ritual debía ser ejecutado en su más

mínimo detalle.

-Vine a tomar el fresco. No hay mucho que hacer los domingos por la tarde. ¿Por

qué no te sientas un momentito?

-Ahora no puedo. Usted comprenderá, el trabajo.

No, no era sólo el trabajo, pensó mientras sonreía amablemente a la muchacha. Las

curiosidades (ella era una curiosidad, estaba segura de eso) interesan a las personas, pero no

tanto como para acercárseles peligrosamente. Sólo sirven para ser observadas desde lejos,

desde la seguridad de un balcón, o a través de un espeso cristal, o desde un enrejado de

zoológico.

La camarera le devolvió la sonrisa y se fue a atender a otros clientes.

-Estoy segura de que Dios Nuestro Señor no permitirá que nuestros hijos vayan a

otra guerra -gritaba una mujer de mediana edad en una mesa cercana.

-Las guerras son fenómenos que pertenecen a los hombres -graznó el vejete que

estaba a su lado-. Ellos saben cómo sacarles buen partido.

-Tú te olvidas de Dios -chilló la rubia mujerona, pegando los labios al vaso de

cerveza-; tú te olvidas de Él, y todos nos olvidamos y ahí está el resultado, las muertes, mi

marido muerto en la guerra.

-Eso estuvo bien -dijo el vejete-. Si no hubiera sido por eso, no estaríamos juntos

disfrutando esta hermosa tarde.

-¡No hables de mi difunto marido! -sollozó la mujer, apresurándose a ingerir un

largo sorbo-. Por lo menos respeta su memoria, ya que no respetas a su pobre viuda.

-Dios lo tendrá en su regazo.

-Eso es lo único que me tranquiliza, Liborio. Sírvete otro trago.

Si es verdad que Dios existe, pensó ella, debe ser lo más sadista que conoce la

humanidad.

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Los niños, después de corretear un largo rato por entre las mesas, regresaron

jeremiqueando donde sus padres.

-Yo se los decía -gruñía la madre-. Encima de eso debiera darles una paliza.

-¡Agustina, Agustina! -intervenía el hombre.

La camarera la observaba desde el fondo del salón. Ella le hizo una discreta señal

con la mano. Es ridícula, pensó, ridícula. La muchacha le sonrió y caminó hacia la barra.

(La mujer de los primeros siglos, sin espejos, sin almizcle, sin Revlon... ahora los afeites,

los tirantes, el rouge, la absurda estrategia.)

La camarera puso la cuenta sobre la mesa.

-¿A qué hora sales?

-A las doce, a la una, depende de los clientes. ¿Por qué?

-Por nada. Pensé que podría venir a charlar un rato. Podríamos dar un paseo; no te

imaginas lo sola que me siento.

La muchacha limpió la mesa, cobró, luego dijo:

-Lo siento de veras. Será otro día.

-¿Pero por qué? Yo tengo un carro, te puedo llevar a tu casa. Tú y yo nos podríamos

llevar muy bien.

-Venga otro día. Hoy viene a buscarme un amigo.

Estaba mintiendo, pero se vio obligada a sonreírle. Ridícula, pensó envuelta en una

súbita llama de rabia, ningún hombre se preocuparía por tu asqueroso cuerpo. Bebió un

sorbo más. Las parejas bailaban en alegre torbellino, bajo la fresca brisa del anochecer. Es

hora de que te largues, se dijo; no vale la pena gastar el tiempo entre esta basura.

III

Su departamento estaba ubicado en un quinto piso, frente a la avenida central del

elegante suburbio capitalino.

Entró al amplio dormitorio y encendió la luz. Se contempló en el espejo. Te estás

poniendo vieja, murmuró; te estás poniendo vieja sin haber logrado nada de la vida, sin

haber sido ni siquiera un poco sincera. La imagen de Neida apareció en su memoria:

sonriente, juguetona, un poco inocente ante sus palabras, burlándose de sus continuas

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lecturas, de las reproducciones de pintura moderna, pero seria, intolerante cuando llegaban

los momentos íntimos, incapaz de ceder ante sus impulsos.

Levantó el auricular y marcó un número. Contuvo el aliento mientras hablaba:

-... sí, soy yo... ¿está Neida?

Mientras escuchaba la respuesta, le llegaba el ruido acolchado por la altura, de

voces humanas y de bocinazos. A esa hora la ciudad entera empezaba a hervir llena de vida.

Neida tal vez estaría perdida en ese tumulto. Tenía los ojos fijos en la primorosa

reproducción de un Modigliani: una mujer en tonos ocres y rojizos, con un largo cuello

estilizado. La copia fue comprada en Macy’s el invierno pasado, luego de la visita al Museo

de Arte Moderno, después de las largas charlas sobre Arte y Personalidad Contemporáneos.

Neida se había reído mucho de ese cuadro, y se había dejado caer sobe el canapé

descuidadamente mostrando una blanca rodilla. Esa noche ella descubrió la furia con que

Neida subrayaba sus negativas. Y el cuadro quedó allí, testigo mudo e inútil de otra noche

perdida.

-... sí... muchas gracias, cuando regrese le dice que la llamé, gracias...

Colgó el auricular de un golpe. Miró hacia la ventana, cerca de la cual colgaba un

grabado de Rafael Tufino. Un grupo de hombres desyerbando, trazados con vigorosas

líneas. Esa puede ser la felicidad, meditó; en esos brazos nudosos y en esos rostros

contraídos por la miseria hay un serio compromiso con la vida, una sinceridad de

propósitos que tú, la scholar, la humanista, nunca has tenido.

Escuchó el creciente rumor nocturno. Domingo en la noche. Las parejas enamoradas

bailaban bajo la luna, o hablaban en su particular jerga en los automóviles estratégicamente

estacionados. El mundo, ese brillante mundo poblado de ruidos y luces fluorescentes se le

desplomaba encima. Los cinematógrafos estaban repletos de jóvenes parejas, de jadeos;

dedos ciegos como el instinto se sumergían en un mar de enaguas almidonadas. No quería

pensar en la honradez del campo -representada en cierto sentido, en parte, por el grabado

junto a la ventana- en la honradez amatoria del campo, en las orillas de los ríos, en el cálido

abandono de los bosques, en los anónimos jergones primitivos donde el amor es más puro y

menos dialéctico. El mundo seguía su curso, el curso normal, trazado por algún asesino. El

rumor subía por la ventana: voces de hombres, de mujeres, risas, risas que golpeaban el

centro mismo de su existencia.

Se asomó a la ventana. Vislumbró las siluetas en trajes de noche, los abrigos, la

alegría, los descotes, el constante bullicioso fluir humano por la puerta del Casino. Casi

podía adivinar la blancura de los dientes, la suavidad innominable de los cuellos femeninos,

el concienzudo acicalamiento general, las espantosas manos de los hombres.

Sacó la cabeza ventana afuera. La brisa caliente, bochornosa, que pesaba sobre el

ruidoso tráfago de la ciudad, le produjo vértigo. Escupió hacia la noche, hacia la

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humanidad, hacia aquella multitud de seres altivos y bárbaramente normales que la

asediaban con el alarde de la felicidad. Escupió una, dos, tres veces, hasta que sintió que el

llanto, un llanto duro que se negaba a humedecer su rostro, se cuajaba bajo sus párpados.

La muñeca menor

Rosario Ferré

La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al

cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven

se bañaba menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola

de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La

cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el

sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían

llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible

en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas

retorciéndose de dolor.

El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido

mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al

cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había

introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente

comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a

salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo

hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado

aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de

remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la

chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.

Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de

gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa

rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas

de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por

aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor

con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se

desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las

peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su alrededor

y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de

guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.

Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al

principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones

perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la

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reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo

sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni

siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía

había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la

estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una

muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen

exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había ciento

veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la

sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o

en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco.

Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que

echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas

canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos,

así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco

que le dejaban entre los brazos.

El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente

al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los

cambios de agua de las cañas y sólo salía de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o

cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para

que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de

la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a

comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los

colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación a la

niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una

mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos

caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La

porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que

contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía

enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un

movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de

cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el

aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el

contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la

muñeca.

Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que

estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde

Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado

sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a

reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba

con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de

algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no

variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas

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de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada una el mismo

lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.

Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les

regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una

sonrisa: ―Aquí tienes tu Pascua de Resurrección.‖ A los novios los tranquilizaba

asegurándoles que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse

sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía

observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano

la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de

aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante,

faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas

muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche

cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena

de guata, sino de miel.

Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando

el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de

sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se

quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por

la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía

pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y

cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el

movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre.

Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el

padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios

durante veinte años.

En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era

evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia

anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el

ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de

examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco

ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella

le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos

como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le

intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne

de delfín.

El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y

encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las

manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció

en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche.

Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de

los ojos sus dormilonas de brillantes.

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El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un

bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que

pasaban por la calle supiesen que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo

de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de

papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los

ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con

una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero

con los ojos bajos.

A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la

menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una

buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la

próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían descubierto

por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado

.―Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas

las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los

dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea.‖ Esa noche el

médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.

Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la

clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder

ver de cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía

sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos.

Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se

acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto

de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar

involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos

unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.

Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba

poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la

iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para

observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el

estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó

los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas

de las chágaras.

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©Oscar Pizarro González 2011

En el fondo del caño hay un negrito

José Luis González

I

La primera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño1 fue

en la mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta

la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del

agua allá abajo.

Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos

extendidos en el piso, junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:

-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho desinquieto!

Y Melodía, que no había aprendido a entender las palabras pero sí a obedecer los

gritos, gateó otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un

dedito porque tenía hambre.

El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la

sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con

ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sueño con

aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin maldad. La primera vez

que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la

noche que se acostaron juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla

despabilarse así todas las mañanas.

El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.

-Bueno -se dirigió entonces a la mujer-. Cuela el café.

Ella tardó un poco en contestar:

-Ya no queda.

-¿Ah?

-No queda. Se acabó ayer.

Él empezó a decir: ―¿Y por qué no compraste más?‖, pero se interrumpió cuando

vio que en el rostro de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella

mueca que a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas

como la que acababa de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el

rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella pero la

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©Oscar Pizarro González 2011

borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella

mueca.

-¿Conque se acabó ayer?

-Ajá.

La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre,

todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los

agujeros de su camiseta.

Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró

y le preguntó a la mujer:

-¿Tampoco hay na pal nene?

-Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.

-¿Cuántos días va que no toma leche?

-¿Leche? -la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz-. No me

acuerdo.

El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró

hacia afuera. Le dijo a la mujer:

-La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote.

Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas y

camiones pasaban en un desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los

vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel

brazo de mar: el ―caño‖ sobre cuyas márgenes pantanosas había ido creciendo hacía años el

arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la

guagua o el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volviendo

gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión tomaba la curva allá

adelante y se perdía de vista. El hombre se llevó una mano desafiante a la entrepierna y

masculló:

-¡Pendejos!

Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la

puerta de la casa había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer

nuevamente el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puentecito de

tablas, que se cubría con la marea alta.

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©Oscar Pizarro González 2011

Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de

los automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha.

II

La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue

poco después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia

abajo.

Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía

había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya.

Entonces hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito también hizo así

con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció que también desde allá abajo

llegaba el sonido de otra risa. La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de

hojas de guanábana ya estaba listo.

Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango

endurecido de las márgenes del caño, comentaban:

-Hay que velo. Si me lo bieran contao, biera dicho que era embuste.

-La necesidá, doña. A mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí.

Yo que tenía hasta mi tierrita.

-Pues nosotros juimos de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más

sequecita, ¿ve? Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien

dice. Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?

-A mí me dijieron que por ai por Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón

de negros arrimaos. A lo mejor son desos.

-¡Bendito!... ¿Y usté se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si

yo tenía unas hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana

que me quedaban.

-¡Ay, Virgen, bendito...!

Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las

monedas en el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un

vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El blanco que pasó

por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el compañero de trabajo que le

prestó su carretón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona

para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando.

Mañana será otro día.

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Entró en un colmado y compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche

evaporada. Pensó en Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para

ahorrarse los cinco centavos del pasaje.

III

La tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al

atardecer, poco antes de que el padre regresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de

asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a

hacer así con la manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía sintió un súbito

entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.

La noche que volvimos a ser gente

Jose Luis González

¿Qué si me acuerdo? Se acuerda el Barrio entero si quieres que te diga la verdad,

porque eso no se le va a olvidar ni a Trompoloco, que ya no es capaz de decir ni dónde

enterraron a su mamá hace quince días. Lo que pasa es que yo te lo puedo contar mejor que

nadie por esa casualidad que tú todavía no sabes. Pero antes vamos a pedir unas cervezas

bien frías porque con esta calor del diablo quién quita que hasta me falle la memoria.

Ahora sí, salud y pesetas. Y fuerza donde tú sabes. Bueno, pues de eso ya van

cuatro años y si quieres te digo hasta los meses y los días porque para acordarme no tengo

más que mirarle la cara al barrigón, ése que tú viste ahí en la casa cuando fuiste a

procurarme esta mañana. Sí, el mayorcito, que se llama igual que yo pero que si hubiera

nacido mujercita hubiéramos tenido que ponerle Estrella o Luz María o algo así. O hasta

Milagros, mira, porque aquello fue... Pero si sigo así voy a contarte el cuento al revés, o sea

desde el final y no por el principio, así que mejor sigo por donde iba.

Bueno, pues la fecha no te la digo porque ya tú la sabes y lo que te interesa es otra

cosa. Entonces resulta que ese día le había dicho yo al foreman, que era un judío buena

persona y ya sabía su poquito de español, que me diera un overtime porque me iban a hacer

falta los chavos para el parto de mi mujer, que ya estaba en el último mes y no paraba de

sacar cuentas. Que si lo del canastillo, que si lo de la comadrona... Ah, porque ella estaba

empeñada en dar a luz en la casa y no en la clínica donde los doctores y las norsas no

hablan español y además sale más caro.

Entonces a las cuatro acabé mi primer turno y bajé al come-y-vete ése del italiano

que está ahí enfrente de la factoría. Cuestión de echarme algo a la barriga hasta que llegara

a casa y la mujer me recalentara la comida, ¿ves? Bueno, pues me metí un par de hot dogs

con una cerveza mientras le tiraba un vistazo al periódico hispano que había comprado por

la mañana, y en eso, cuando estaba leyendo lo de un latino que había hecho tasajo a su

corteja porque se la estaba pegando con un chino, en eso, mira, yo no sé si tú crees en esas

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©Oscar Pizarro González 2011

cosas, pero como que me entró un presentimiento. O sea que sentí que esa noche iba a pasar

algo grande, algo que no podía decir lo que iba a ser. Yo digo que uno tiene que creer

porque tú me dirás qué tenía que ver lo del latino y el chino y la corteja con eso que yo

empecé a sentir. A sentir, tú sabes, porque no fue que lo pensara, que eso es distinto.

Bueno, pues acabé de mirar el periódico y volví rápido a la factoría para empezar el

overtime.

Entonces el otro foreman, porque el primero ya se había ido, me dice: ¿Qué, te

piensas hacer millonario para poner un casino en Puerto Rico? Así, relajando, tú sabes, y

vengo yo y le digo, también vacilando: No, si el casino ya lo tengo. Ahora lo que quiero

poner es una fábrica. Y me dice: ¿Una fábrica de qué? Y le digo: Una fábrica de humo. Y

entonces me pregunta: ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer con el humo? Y yo bien serio, con una

cara de palo que había que ver: ¿Adiós?... ¿y qué voy a hacer? Enlatarlo para vendérselo a

los americanos, que compran cualquier cosa con tal de que venga en lata. Un vacilón, tú

sabes, porque ese foreman era todavía más buena persona que el otro. Pero porque le

conviene, desde luego: así nos pone de buen humor y nos saca el jugo en el trabajo. Él se

cree que yo no lo sé, pero cualquier día se lo digo para que vea que uno no es tan ignorante

como parece. Porque esta gente aquí a veces se imagina que uno viene de la última sínsora

y confunde el papel de lija con el papel de inodoro, sobre todo cuando uno es trigueñito y

con la morusa tirando a caracolillo.

Pero, bueno, eso es noticia vieja y lo que tengo que contarte es otra cosa. Ahora, que

la condenada calor sigue y la cerveza ya se nos acabó. La misma marca, ¿no? Okay. Pues

como te iba diciendo, después que el foreman me quiso vacilar y yo le dejé con las ganas,

pegamos a trabajar en serio. Porque eso sí, aquí la guachafita y el trabajo no son

compadres. Time es money, ya tú sabes. Pegaron a llegarme radios por el assembly line y

yo a meterles los tubos: chan, chan. Sí, yo lo que hacía entonces era poner los tubos. Dos a

cada radio, uno en cada mano. Chan, chan. Al principio, cuando no estaba impuesto, a

veces se me pasaba un radio y entonces, ¡muchacho!, tenía que correrle detrás y al mismo

tiempo echarle el ojo al que venía seguido, y creía que me iba a volver loco. Cuando salía

del trabajo sentía como que llevaba un baile de San Vito en todo el cuerpo. A mí me está

que por eso en este país hay tanto borracho y tanto vicioso. Sí, chico, porque cuando tú

quedas así lo que te pide el cuerpo es un juanetazo de lo que sea, que por lo general es ron o

algo así, y ahí se va acostumbrando uno. Yo digo que por eso las mujeres se defienden

mejor en el trabajo de factoría, porque ellas se entretienen con el chismorreo y la habladuría

y el comentario, ¿ves?, y no se imponen a la bebida.

Bueno, pues ya tenía yo un rato metiendo tubos y pensando boberías cuando en eso

viene el foreman y me dice: Oye, ahí te buscan. Yo le digo: ¿A quién, a mí? Pues claro, me

dice, aquí no hay dos con el mismo nombre. Entonces pusieron a otro en mi lugar para no

parar el trabajo y ahí voy yo a ver quién era el que me buscaba. Y era Trompoloco, que no

me dice ni qué hubo sino que me espeta: Oye, que te vayas para tu casa que tu mujer se está

pariendo. Sí, hombre, así de sopetón. Y es que el pobre Trompoloco se cayó del coy allá en

Puerto Rico cuando era chiquito y según decía su mamá, que en paz descanse, cayó de

cabeza y parece que del golpe se le ablandaron los sesos. Tuvo un tiempo, cuando yo lo

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©Oscar Pizarro González 2011

conocí aquí en el Barrio, que de repente se ponía a dar vueltas como loco y no se paraba

hasta que se mareaba y se caía al suelo. De ahí le vino el apodo. Eso sí, nadie abusa de él

porque su mamá era muy buena persona, médium espiritista ella, tú sabes, y ayudaba a

mucha gente y no cobraba. Uno le dejaba lo que podía, ¿ves?, y si no podía no le dejaba

nada. Entonces hay mucha gente que se ocupa de que Trompoloco no pase necesidades.

Porque él siempre fue huérfano de padre y no tuvo hermanos, así que como quien dice está

solo en el mundo.

Bueno, pues llega Trompoloco y me dice eso y yo digo: Ay, mi madre, ¿y ahora qué

hago? El foreman, que estaba pendiente de lo que pasaba porque esa gente nunca le pierde

ojo a uno en el trabajo, viene y me pregunta: ¿Cuál es el trouble? Y yo le digo: Que viene a

buscarme porque mi mujer se está pariendo. Y entonces el foreman me dice: Bueno, ¿y que

tú estás esperando? Porque déjame decirte que ese foreman también era judío y para los

judíos la familia siempre es primero. En eso no son como los demás americanos, que entre

hijos y padres y entre hermanos se insultan y hasta se dan por cualquier cosa. Y no sé si

será por la clase de vida que la gente lleva en este país. Siempre corriendo detrás del dólar,

como los perros esos del canódromo que ponen a correr detrás de un conejo de trapo. ¿Tú

los has visto? Acaban echando el bofe y nunca alcanzan al conejo. Eso sí, les dan comida y

los cuidan para que vuelvan a correr al otro día, que es lo mismo que hacen con la gente, si

miras bien la cosa. Así que en este país todo venimos a ser como perros de carrera.

Bueno, pues cuando el foreman me dijo de qué yo estaba esperando, le digo: Nada,

ponerme el coat y agarrar el subway antes que mi hijo vaya a llegar y no me encuentre en

casa. Contento que estaba yo ya, ¿sabes?, porque iba ser mi primer hijo y tú sabes cómo es

eso. Y me dice el foreman: No se te vaya a olvidar ponchar la tarjeta para que cobres la

media hora que llevas trabajando, que de ahora palante es cuando te van a hacer falta los

chavos. Y le digo: Cómo no, y agarro el coat y poncho la tarjeta y le digo a Trompoloco,

que estaba parado allí mirando las máquinas como eslembao: ¡Avanza, Trompo, que vamos

a llegar tarde! Y bajamos las escaleras corriendo para no esperar el ascensor y llegamos a la

acera, que estaba bien crowded porque a esa hora todavía había gente saliendo del trabajo.

Y digo yo: ¡Maldita sea, y que tocarme la hora del rush! Y Trompoloco que no quería

correr: Espérate, hombre, espérate, que yo quiero comprar un dulce. Bueno, es que

Trompoloco es así, ¿ves?, como un nene. Él sirve para hacer un mandado, si es algo

sencillo, o para lavar unas escaleras en un building o cualquier cosa que no haya que

pensar. Pero si es cuestión de usar la calculadora, entonces búscate a otro. Así que vengo y

le digo: No. Trompo, qué dulce ni qué carajo. Eso lo compras allá en el Barrio cuando

lleguemos. Y él: No, no, en el Barrio no hay de los que yo quiero. Esos nada más se

consiguen en Brooklyn. Y le digo: Ay, tú estás loco, y en seguida me arrepiento porque eso

es lo único que no se le puede decir a Trompoloco. Y se para ahí en la acera, más serio que

un chavo de queso, y me dice: No, no, loco no. Y le digo: No, hombre, si yo no dije loco,

yo dije bobo. Lo que pasa es que tú oíste mal. ¡Avanza, que el dulce te lo llevo yo mañana!

Y me dice: ¿Seguro que tú no me dijiste loco? Y yo: ¡Seguro, hombre! Y él: ¿Y mañana me

llevas dos dulces? Mira, loco y todo lo que tú quieras, pero bien que sabe aprovecharse. Y a

mí casi me entra la risa y le digo: Claro chico, te llevo hasta tres si quieres. Y entonces

vuelve a poner buena cara y me dice: Está bien, vámonos, pero tres dulces, acuérdate, ¿ah?

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Y yo, caminando para la entrada del subway con Trompoloco detrás: Sí, hombre, tres.

Después me dices de cuáles son.

Y bajamos casi corriendo las escaleras y entramos en la estación con aquel mar de

gente que tú sabes cómo es eso. Yo pendiente de que Trompoloco no se fuera a quedar atrás

porque con el apeñuscamiento y los arrempujones a lo mejor le entraba miedo y quién iba a

responder por él. Cuando viene el tren expreso lo agarro por un brazo y le digo: Prepárate y

echa palante tú también, que si no nos quedamos afuera. Y él me dice: No te ocupes, y

cuando se abre la puerta y salen los que iban a bajar, nos metemos de frente y quedamos

prensados entre aquel montón de gente que no podíamos ni mover los brazos. Bueno,

mejor, porque así no había que agarrarse de los tubos. Trompoloco iba un poco azorado

porque yo creo que era la primera vez que viajaba en subway a esa hora, pero como me

tenía a mí al lado no había problemas, y así seguimos hasta Columbus Circle y allí

cambiamos de línea porque teníamos que bajarnos en la 110 y quinta para llegar a casa,

¿ves?, y ahí volvimos a quedar como sardinas en lata.

Entonces yo iba contando los minutos, pensando si ya mijo habría nacido y cómo

estaría mi mujer. Y de repente se me ocurre: Bueno, y yo tan seguro de que va a ser macho

y a lo mejor me sale una chancleta. Tú sabes que uno siempre quiere que el primero sea

hombre. Y la verdad es que eso es un egoísmo de nosotros, porque a la mamá le conviene

más que la mayor sea mujer para que después le ayude con el trabajo de la casa y la crianza

de los hermanitos. Bueno, pues en eso iba yo pensando y sintiéndome ya muy padre de

familia, te das cuenta, cuando... ¡fuácata, ahí fue! Que se va la luz y el tren empieza a

perder impulso hasta que se queda parado en la mismita mitad del túnel entre dos

estaciones. Bueno, la verdad es que de un momento no se asustó nadie. Tú sabes que eso de

que las luces se apaguen en el subway no es nada del otro mundo: en seguida vuelven a

prenderse y la gente ni pestañea. Y eso de que el tren se pare un ratito antes de llegar a una

estación tampoco es raro. Así que de momento no se asustó nadie. Prendieron las luces de

emergencia y todo el mundo lo más tranquilo. Pero empezó a pasar el tiempo y el tren no se

movía. Y yo pensando: Coño, qué mala suerte, ahora que tenía que llegar pronto. Pero

todavía creyendo que sería cuestión de un ratito, ¿ves? Y así pasaron como tres minutos

más y entonces una señora empezó a toser. Una señora americana ella, medio viejita, que

estaba cerca de mí. Yo la miré y vi que estaba tosiendo como sin ganas, y pensé: Eso no es

catarro, eso es miedo. Y pasó otro minuto y el tren seguía parado y entonces la señora le

dijo a un muchacho que tenía al lado, un muchacho alto y rubio él, tofete, con cara como de

irlandés, le dijo la señora: Oiga, joven, ¿a usted esto no le está raro? Y él dijo: No, no se

preocupe, eso no es nada. Pero la señora como que no quedó conforme y siguió con su

tosecita y entonces otros pasajeros empezaron a tratar de mirar por las ventanillas, pero

como no podían moverse bien y con la oscuridad que había allá afuera, pues no veían nada.

Te lo digo porque yo también traté de mirar y lo único que saqué fue un dolor de cuello que

me duró un buen rato.

Bueno, pues siguió pasando el tiempo y a mí empezó a darme calambre en una

pierna y ahí fue donde me entró el nerviosismo. No, no por el calambre, sino porque pensé

que ya no iba a llegar a tiempo a casa. Y decía yo para entre mí: No, aquí tiene que haber

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pasado algo, ya es demasiado de mucho tiempo que tenemos aquí parados. Y como no tenía

nada que hacer, puse a funcionar el coco y entonces fue que se me ocurrió lo del suicidio.

Bueno, era lo más lógico, ¿por qué no? Tú sabes que aquí hay muchísima gente que ya no

se quieren para nada y entonces van y se trepan al Empire State y pegan el salto desde allá

arriba y creo que cuando llegan a la calle ya están muertos por el tiempo que tardan en caer.

Bueno, yo no sé, eso es lo que me han dicho. Y hay otros que le tiran por delante al subway

y quedan que hay que recogerlos con pala. Ah, no, eso sí, a los que brincan desde el Empire

State me imagino que habrá que recogerlos con secante. No, pero en serio, porque con esas

cosas no se debe relajar, a mí se me ocurrió que lo que había pasado era que alguien se le

había tirado debajo al tren que iba delante de nosotros, y hasta pensé: Bueno, pues que en

paz descanse pero ya me chavó a mí, porque sí que voy a llegar tarde. Ya mi mujer debe

estar pensando que Trompoloco se perdió en el camino o que yo ando borracho por ahí y no

me importa lo que está pasando en casa. Porque no es que yo sea muy bebelón, pero de vez

en cuando, tú me entiendes... Bueno, y ya que estamos hablando de eso, y quieres

cambiamos de marca, pero que estén bien frías a ver si se nos acaba de quitar la calor.

¡Aja! Entonces... ¿por dónde iba yo? Ah sí, estaba pensando en eso del suicidio y

qué sé yo, cuando de repente -¡ran!- vienen y se abren las puertas del tren. Sí, hombre sí,

allí mismo en el túnel. Y como eso, a la verdad, era una cosa que yo nunca había visto,

entonces pensé: Ahora sí que a la puerca se le entorchó el rabo. Y enseguida veo que allá

abajo frente a la puerta estaban unos como inspectores o algo así porque tenían uniforme y

traían unas linternas de ésas como faroles. Y nos dice uno de ellos: Take it easy que no hay

peligro. Bajen despacio y sin empujar. Y ahí mismo la gente empezó a bajar y a preguntarle

al míster aquél: ¡Qué es lo que pasa, qué es lo que pasa? Y él: Cuando estén todos acá abajo

les voy a decir. Yo agarré a Trompoloco por el brazo y le dije: ¿Ya tú oíste? No hay

peligro, pero no te vayas a apartar de mí. Y él me decía que sí con la cabeza, porque yo

creo que del susto se le había ido hasta la voz. No decía nada, pero parecía que los ojos se

le iban a salir de la cara: los tenía como platillos y casi le brillaban en la oscuridad, como a

los gatos.

Bueno, pues fuimos saliendo del tren hasta que no quedó nadie adentro. Entonces,

cuando estuvimos todos alineados allá abajo, los inspectores empezaron a recorrer la fila

que nosotros habíamos formado y nos fueron explicando, así por grupos, ¿ves?, que lo que

pasaba era que había habido un blackout o sea que se había ido la luz en toda la ciudad y no

se sabía cuándo iba a volver. Entonces la señora de la tosecita, que había quedado cerca de

mí, le preguntó al inspector: Oiga, ¿y cuándo vamos a salir de aquí? Y él le dijo: Tenemos

que esperar un poco porque hay otros trenes delante de nosotros y no podemos salir todos a

la misma vez. Y ahí pegamos a esperar. Y yo pensando: Maldita sea mi suerte, mira que

tener que pasar esto el día de hoy, cuando en eso siento que Trompoloco me jala la manga

del coat y me dice bajito, como en secreto: Oye, oye, panita, me estoy meando. ¡Imagínate

tú! Lo único que faltaba. Y le digo: Ay, Trompo, bendito, aguántate, ¿tú no ves que aquí

eso es imposible? Y me dice: Pero es que hace rato que tengo ganas y ya no aguanto más.

Entonces me pongo a pensar rápido porque aquello era una emergencia, ¿no?, y lo único

que se me ocurre es ir a preguntarle al inspector qué se podía hacer. Le digo a Trompoloco:

Bueno, espérame un momentito, pero no te vayas a mover de aquí. Y me salgo de la línea y

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voy y le digo al inspector: Listen, mister, my friend wanna take a leak, o sea que mi amigo

quería cambiarte el agua al canario. Y me dice, el inspector: Goddamit to helI, can't he hold

it in a while? Y le digo que eso mismo le había dicho yo, que se aguantara, pero que ya no

podía. Entonces me dice: Bueno, que lo haga donde pueda, pero que no se aleje mucho. Así

que vuelvo donde Trompoloco y le digo: vente conmigo por ahí atrás, a ver si encontramos

un lugarcito, y pegamos a caminar, pero aquella hilera de gente nos se acaba nunca. Y

habíamos caminado un trecho cuando vuelve a jalarme la manga y dice: Ahora si ya no

aguanto, brother. Entonces le digo: Pues mira, ponte detrás de mí pegadito a la pared, pero

ten cuenta que no me vayas a mojar los zapatos. Y hazlo despacito, para que no se oiga. Y

ni había acabado de hablar cuando oigo aquello que, bueno, ¿tú sabes cómo hacen eso los

caballos? Pues con decirte que parecía que eran dos caballos en vez de uno. Si yo no sé

cómo no se le había reventado la vejiga. No, una cosa terrible. Yo pensé: Ave María, éste

me va a salpicar hasta el coat. Y mira que era de esos cortitos, que no llegan ni a la rodilla,

porque a mi siempre me ha gustado estar a la moda, ¿verdad? Y entonces, claro, la gente

que estaba por allí tuvo que darse cuenta y yo oí que empezaron a murmurar. Y pensé:

Menos mal que está oscuro y no nos pueden ver la cara, porque si se dan cuenta que somos

puertorriqueños... Ya tú sabes cómo es el asunto aquí. Yo pensando todo eso y Trampoloco

que no acababa. ¡Cristiano, las cosas que le pasan a uno en este país! Después las cuentas y

la gente no te las cree. Bueno, pues al fin Trompoloco acabó, o por lo menos eso creí yo

porque ya no se oía aquel estrépito que estaba haciendo, pero pasaba el tiempo y no se

movía. Y le digo: Oye, ¿ya tú acabaste? Y me dice: Sí. Y yo: Pues ya vámonos. Y entonces

me sale con que: Espérate, que me estoy sacudiendo. Mira, ahí fue donde yo me encocoré.

Le digo: Pero, muchacho, ¿eso es una manguera o qué? ¡Camina por ahí si no quieres que

esta gente nos sacuda hasta los huesos después de esta inundación que tú has hecho aquí!

Entonces como que comprendió la situación y me dijo: está bien, está bien, vámonos.

Pues volvimos adonde estábamos antes y ahí nos quedamos esperando como media

hora más. Yo oía a la gente alrededor de mí hablando inglés, quejándose y diciendo que qué

abuso, que parecía mentira, que si el alcalde, que si qué sé yo. Y de repente oigo por allá

que alguien dice en español: bueno, para estirar la pata lo mismo da aquí adentro que allá

afuera, y mejor que sea aquí porque así el entierro tiene que pagarlo el gobierno. Sí, algún

boricua que quería hacerse el gracioso. Yo miré así a ver si lo veía, para decirle que el

entierro de él lo iba a pagar la sociedad protectora de animales, pero en aquella oscuridad

no pude ver quién era. Y lo malo es que el chistecito aquél me hizo su efecto, no te creas.

Porque parado allí sin hacer nada y con la preocupación que traía yo y todo ese problema,

¿tú sabes lo que me ocurrió a mí entonces? Imagínate, yo pensé que el inspector nos había

dicho un embuste y que lo que pasaba era que ya había empezado la tercera guerra mundial.

No, no te rías, yo te apuesto que yo no era el único que estaba pensando eso. Sí, hombre,

con todo lo que se pasan diciendo los periódicos aquí, de que si los rusos y los chinos y

hasta los marcianos en los platillos voladores.., pues claro, ¿y por qué tú te crees que en

este país hay tanto loco? Si ahí en Bellevue ya ni caben y creo que van a tener que construir

otro manicomio.

Bueno, pues en esa barbaridad estaba yo pensando cuando vienen los inspectores y

nos dicen que ya nos tocaba el turno de salir a nosotros, pero caminando en fila y con

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calma. Entonces pegamos a caminar y al fin llegamos a la estación, que era la de tan lejos

de casa, pero tampoco tan cerca porque eran unas cuantas calles las que nos faltaban.

Imagínate que eso nos hubiera pasado en la 28 o algo así. La cagazón, ¿no? Pero, bueno, la

cosa es que llegamos a la estación y le digo a Trompoloco: Avanza y vamos a salir de aquí.

Y subimos las escaleras con todo aquel montón de gente que parecía un hormiguero cuando

tú le echas agua caliente, y al salir a la calle, ¡ay, Bendito! No, no, tiniebla no, porque

estaban las luces de los carros y eso, ¿verdad? Pero oscuridad si porque ni en la calle ni en

los edificios había una sola luz prendida. Y en eso pasó un tipo con un radio de esos

portátiles, y como iba caminando en la misma dirección que yo, me le emparejé y me puse

a oír lo que estaba diciendo el radio. Y era lo mismo que nos había dicho el inspector allá

abajo en el túnel, así que ahí se me quitó la preocupación esa de la guerra. Pero entonces

me volvió la otra, la del parto de mi mujer y eso, ¿ves?, y le digo a Trompoloco: Bueno,

paisa, ahora la cosa es en el carro de don Fernando, un ratito a pie y otro andando, así que a

ver quién llega primero. Y me dice él: Te voy, te voy riéndose, ¿sabes?, como que ya se

había pasado el susto.

Y pegamos a caminar bien ligero porque además estaba haciendo frío y cuando

íbamos por la 103 o algo así, pienso yo: Bueno, y si no hay luz en casa, ¿cómo harán hecho

para el parto? A lo mejor tuvieron que llamar la ambulancia para llevarse a mi mujer a

alguna clínica y ahora yo no voy a saber ni dónde está. Porque, oye, lo que es el día que

uno se levanta de malas.

Entonces con esa idea en la cabeza entré yo en la recta final que parecía un

campeón: yo creo que no tardamos ni cinco minutos de la 103 a casa Y ahí mismo entro y

agarro por aquellas escaleras oscuras que no veía ni los escalones y... ah, pero ahora va

empezar lo bueno, lo que tú quieres que yo te cuente porque tú no estabas en Nueva York

ese día, ¿verdad? Okay. Pues entonces vamos a pedir otras cervecitas porque tengo el

gaznate más seco que aquellos arenales de Salinas donde yo me crié.

Pues como te iba diciendo. Esa noche rompí el récord mundial de tres pisos de

escaleras en la oscuridad. Ya ni sabía si Trompoloco me venía siguiendo. Cuando llegué

frente a la puerta del apartamento traía la llave en la mano y la metí en la cerradura al

primer golpe, como si la estuviera viendo. Y entonces, cuando abrí la puerta, lo primero

que vi fue que había cuatro velas prendidas en la sala y unas cuantas vecinas allí sentadas,

lo más tranquilas y dándole a la sin hueso que aquello parecía la olimpiada del bembeteo.

Ave María, y es que ése es el deporte favorito de las mujeres. Yo creo que el día que les

prohíban eso se forma una revolución más grande que la del Fidel Castro. Pero eso sí,

cuando me vieron entrar así de sopetón, les pegué un susto que se quedaron mudas de

repente. Cuantimás que yo ni siquiera dije buenas noches sino que ahí mismo empecé a

preguntar: Oigan ¿y qué ha pasado con mi mujer? ¿Dónde está? ¿Se la llevaron? Y

entonces una de las señoras viene y me dice: No, hombre, no, ella está ahí adentro lo más

bien. Aquí estábamos comentando que para ser el primer parto... Y en ese mismo momento

oigo aquellos berridos que empezó a pegar mi hijo allá en el cuarto. Bueno, yo todavía no

sabía si era hijo o hija, pero lo que si te digo es que gritaba más que Daniel Santos en sus

buenos tiempos. Y entonces le digo a la señora: Con permiso, doña, y me tiro para el cuarto

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y abro la puerta y lo primero que veo es aquel montón de velas prendidas que eso parecía

un altar de iglesia. Y la comadrona allí trajinando con las palanganas y los trompos y esas

cosas, y mi mujer en la cama quietecita, pero con los ojos bien abiertos. Y cuando me ve

dice, así con la voz bien finita: Ay, mi hijo, qué bueno que llegaste. Yo ya estaba

preocupada por ti. Fíjate, bendito, y que preocupada por mí, ella que era la que acababa de

salir de ese brete del parto. Sí, hombre, las mujeres a veces tienen esas cosas. Yo creo que

por eso es que les aguantamos sus boberías y las queremos tanto, ¿verdad? Entonces yo le

iba a explicar el problema del subway y eso, cuando me dice la comadrona: Oiga, ese

muchacho es la misma cara de usted. Venga a verlo, mire. Y era que estaba ahí en la cama

al lado de mi mujer, pero como eran tan chiquito casi ni se veía. Entonces me acerco y le

miro la carita, que era lo único que se le podía ver porque ya lo tenían más envuelto que

pastel de hoja. Y cuando yo estoy ahí mirándolo me dice mi mujer: ¿Verdad que salió a ti?

Y le digo: Sí, se parece bastante. Pero yo pensando: No, hombre, ése no se parece a mí ni a

nadie, si lo que parece es un ratón recién nacido. Pero es que así somos todos cuando

llegamos al mundo, ¿no? Y me dice mi mujer: Pues salió machito, como tú lo querías. Y

yo, por decir algo: Bueno, a ver si la próxima vez formamos la parejita. Yo tratando de que

no se me notara ese orgullo y esa felicidad que yo estaba sintiendo, ¿ves? Y entonces dice

la comadrona: Bueno, ¿y qué nombre le van a poner? Y dice mi mujer: Pues el mismo del

papá, para que no se le vaya a olvidar que es suyo. Bromeando, tú sabes, pero con su

pullita. Y yo le digo: Bueno, nena, si ése es tu gusto... Y en eso ya mi hijo se había callado

y yo empiezo a oír como una música que venía de la parte de arriba del building, pero una

música que no era de radio ni de disco, ¿ves? Sino como de un conjunto que estuviera allí

mismo, porque a la misma vez que la música se oía una risería y una conversación de

mucha gente. Y le digo a mi mujer: Adiós, ¿y por ahí hay bachata? Y me dice: Bueno, yo

no sé, pero parece que sí porque hace rato que estamos oyendo eso. A lo mejor es un party

de cumpleaños. Y digo yo: ¿Pero así, sin luz? Y entonces dice la comadrona: Bueno, a lo

mejor hicieron igual que nosotros, que salimos a comprar velas. Y en eso oigo yo que

Trompoloco me llama desde la sala: Oye, oye, ven acá. Sí, hombre, Trompoloco que había

llegado después que yo y se había puesto a averiguar. Entonces salgo y le digo: ¿Qué pasa?

Y me dice: Muchacho, que allá arriba en el rufo está chévere la cosa. Sí, en el rufo, o sea en

la azotea. Y digo yo: Bueno, pues vamos a ver qué es lo que pasa. Yo todavía sin

imaginarme nada, ¿ves?

Entonces agarramos las escaleras y subimos y cuando salgo para afuera veo que allí

estaba casi todo el building: doña Lula la viuda del primer piso, Cheo el de Aguadilla que

había cerrado el cafetín cuando se fue la luz y se había metido en su casa, las muchachas

del segundo que ni trabajan, ni están en el welfare según las malas lenguas, don Leo el

ministro pentecostal que tiene cuatro hijos aquí y siete en Puerto Rico, Pipo y los

muchachos de doña Lula y uno de los de don Leo, que ésos eran los que habían formado el

conjunto con una guitarra, un güiro, unas maracas y hasta unos timbales que no sé de dónde

los sacaron porque nunca los había visto por allí. Sí, un cuarteto. Oye, ¡y sonaba! Cuando

yo llegué estaban tocando ―Preciosa‖ y el que cantaba era Pipo, que tú sabes que es

independentista y cuando llegaba a aquella parte que dice: Preciosa, preciosa te llaman los

hijos de la libertad, subía la voz que yo creo que lo oía hasta en Morovis. Y yo allí parado

mirando a toda aquella gente y oyendo la canción, cuando viene y se me acerca una de las

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muchachas del segundo piso, una medio gordita ella que creo que se llama Mirta, y me

dice: Oiga, qué bueno que subió. Vengase para acá para que se dé un palito. Ah, porque

tenían sus botellas y unos vasitos de cartón allí encima de una silla, y yo no sé si eran de

Bacardí o Don Q, porque desde donde yo estaba no se veía tanto, pero le digo enseguida a

la muchacha: Bueno, si usted me lo ofrece yo acepto con mucho gusto. Y vamos y me sirve

el ron y entonces le pregunto: Bueno, ¿y por qué es la fiesta, si se puede saber? Y en eso

viene doña Lula, la viuda, y me dice: Adiós, ¿pero usted no se ha fijado? Y yo miro así

como buscando por los lados, pero doña Lula me dice: No, hombre, cristiano, por ahí no.

Mire para arriba. Y cuando yo levanto la cabeza y miro, me dice: ¿Qué está viendo? Y yo:

Pues la luna. Y ella ¿Y que más? Y yo: Pues las estrellas. ¡Ave María, muchacho, y ahí fue

donde yo caí en cuenta! Yo creo que doña Lula me lo vio en la cara porque ya no me dijo

nada más. Me puso las dos manos en los hombros y se quedó mirado ella también,

quietecita, como si yo estuviera dormido y ella no quisiera despertarme. Porque yo no sé si

tú me lo vas a creer, pero aquello era como un sueño. Había salido una luna de este tamaño,

mira, y amarilla amarilla como si estuviera hecha de oro, y el cielo estaba todito lleno de

estrellas como si todos los cocuyos del mundo se hubieran subido hasta allá arriba y

después se hubieran quedado a descansar en aquella inmensidad. Igual que en Puerto Rico

cualquier noche del año, pero era que después de tanto tiempo sin poder ver el cielo, por

ese resplandor de las millones de luces eléctricas que se prenden aquí todas las noches, ya

se nos había olvidado que las estrellas existían. Y entonces, cuando llevábamos yo no sé

cuanto tiempo contemplando aquel milagro, oigo a doña Lula que me dice: Bueno, y parece

que no somos los únicos que estamos celebrando. Y era verdad. Yo no podía decirte en

cuántas azoteas del Barrio se hizo fiesta aquella noche, pero seguro que fue en unas

cuantas, porque cuando el conjunto de nosotros dejaba de tocar, oíamos clarita la música

que llegaba de otros sitios. Entonces yo pensé muchas cosas. Pensé en mi hijo que acababa

de nacer y en lo que iba a ser su vida aquí, pensé en Puerto Rico y en los viejos y en todo lo

que dejamos allá nada más que por necesidad, pensé tantas cosas que algunas ya se me han

olvidado, porque tú sabes que la mente es como una pizarra y el tiempo como un borrador

que le pasa por encima cada vez que se nos llena. Pero de lo que sí me voy a acordar

siempre es de lo que le dije yo entonces a doña Lula, que es lo que te voy a decir ahora para

acabar de contarte lo que tú querías saber. Y es que, según mi pobre manera de entender las

cosas, aquélla fue la noche que volvimos a ser gente.

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La carta

José Luis González

San Juan, puerto Rico

8 de marso de 1947

Qerida vieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida

incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el

alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una

de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito

al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo

guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al

llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas.

Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia

arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la

carta.

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En la popa hay un cuerpo reclinado

René Marqués

Son of man,

You can not say or guess, for you know only

A heap of broken images, where the sun beats.

T. S. Eliot (The waste land)

A pesar del sol inmisericorde, los ojos se mantenían muy abiertos. Las pupilas,

ahora, con esta luz filosa, adquirían una transparencia de miel. La nariz, proyectada al cielo,

y el cuello en tensión, parecían modelados en cera: ese blanco cremoso de la cera, esa

luminosidad mate del panal convertido en cirio. Lástima que el collar de seda roja ciñera la

piel tan prietamente. Lucía bien el rojo sobre el blanco cremoso de la piel. Pero daba una

inquietante sensación de incomodidad, de zozobra casi.

El cuerpo desnudo estaba reclinado suave, casi graciosamente, en la popa del bote.

Desnudo no. Los senos, un poco caídos por la posición del torso, lograban a medias

ocultarse tras la pieza superior de la trusa azul.

Remaba lenta, rítmicamente. No le acuciaba prisa alguna. No sentía fatiga. El

tiempo estaba allí inmovilizado, tercamente inmóvil, obstinándose en ignorar su destino de

eternidad. Pero el bote avanzaba. Avanzaba ingrávido, como si no existiese el peso del

cuerpo semidesnudo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa...

El bote pesa menos que el sentido de mi vida junto a ti. Y los remos trasmitían la

levedad del peso a sus manos. Sus músculos, en la flexión rítmica, apenas si formaban

relieve en los bíceps; meras cañas de bambú, apenas nudosos, sin la forma envidiada de

otros brazos, a pesar de las vitaminas que en el anuncio del diario garantizaban la posesión

de un cuerpo deAtlas, de atleta al menos.

Observó su propio pecho hundido. Debo hacer ejercicio. Es una vergüenza. La

franja estrecha de vellos negros separando apenas las tetillas. Dejaré de fumar el mes

próximo. Me estoy matando. No sentía el sol encendido en su espalda. Quizás por la brisa.

Era una brisa acariciante, suave, fresca, como si en vez de salitre trajera humedad de hoja

de plátano o rocío de helechos. Resultaba extraño. Ninguna de sus sensaciones

correspondía a la realidad inmediata. Pero el bote avanzaba. Y su propio vientre escuálido

formaba arrugas más arriba del pantaloncito de lana. Y abajo, entre sus piernas, el bulto

exagerado a pesar de lo tenso del elástico.

Porque hay un absurdo cruel en el sentido equilibrio de ese

alguien responsable de todo; que no es equilibrio, que no tiene

en verdad sentido, que no es igual a mantener el bote a flote

con dos cuerpos, ni hacer que el mundo gire sobre un eje

imaginario, porque estar aquí no lo he pedido yo, del mismo

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modo que nunca pedí nada. Pero exigen, piden, demandan, de

mí, de mí sólo. Eres tan niño. Y tienes ya cosas de hombre. Y no

supe si lo decía porque escribía a escondidas o por lo otro.

Pero no debió decirlo. Porque una madre haría bien en estrujar

cuidadosamente las palabras en su corazón antes de darles

calor en sus labios. Y nunca se sabe. Aunque por saberlo acepté

ir con Luis a la casa de balcón en ruinas donde vivía la vieja

Leoncia con las nueve muchachas. Y comprobaron todas que sí,

que yo tenía cosas de hombre, y gozaron mucho, sobre todo la

bajita de muslos duros y mirada blanda como de níspero. Pero

fíjate que eso no es ser hombre. Porque ser hombre es tener

uno sentido propio. Y ella lo tenía por mí: No te cases joven,

hijito. Y el sentido no estaba en el amor. Porque el amor estaba

siempre en una muchacha negra, o mulata, o pobre o generosa

en demasía con su propia cuerpo. Y no era ése el sentido que

ella tenía para mí, sino una blanca y bien nacida. Y tampoco

era en escribir: Deja esas tonterías, hijito, sino en una

profesión, la que fuese, que no podía ser otra sino la de

maestro, porque no siempre hay medios de estudiar lo que más

se anhela. Y murió al llevarle yo el diploma, no sé si de gusto,

aunque el doctor aseguró que era sólo de angina. Pero de todos

modos murió. Y yo creí que al fin mi vida tendría un sentido.

Pero no se puede llenar una vida vacía de sentido como se

ahita una almohada con guano, o con plumas de ganso, o con

plumas más suaves de cisne. Porque ya yo era maestro. Y no

pasaría necesidades, teniendo una carrera, como había

asegurado ella, ni escribiría jamás. Y te conocía a ti que

prometías dar amor a mi vida, suavidad a mi vida, como pluma

de cisne. Y me casé contigo que entonces tenías los pechitos

erguidos y eras de buena cuna, y creí que sería hombre de

provecho porque no fui más a la casa vieja de balcón en ruinas

(a Leoncia sólo la vi luego cargando el Sepulcro, los Viernes

Santos, en la procesión de las cuatro), y me dediqué a trabajar

como lo hacen los mansos y a quererte como el que tiene

hambre vieja de amor, que eso tenía yo, porque no hay ser que

viva con menos amor que el hijo de una madre que dirige con

sus manos duras el destino, y es esclava de su hijo. Y esa

hambre de amor que yo tenía desde chiquito y que no saciaban

las muchachas de la casa vieja (eran nueve las muchachas)

estaba en mí para que tú la saciaras, y por eso no escribí ya

más, y todo ello para que estés ahora ahí, quieta, en la popa del

bote, como si no oyeras ni sintieras nada, como si no supieras

que estoy aquí, gobernando la nave, yo, por vez primera, hacia

el rumbo que escoja, sin consultar a nadie, ni siquiera a ti, ni a

mi madre porque está muerta, ni a la principal de esa escuela

donde dicen que soy maestro ("mister", "mister", usted es lindo

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y me gusta y el mundo se está cayendo), ni a la senadora que

demanda que yo vote por ella, ni a la alcaldesa que pide que yo

mantenga su ciudad limpia, ni a la farmacéutica que exige que

yo, precisamente yo, le pague la cuenta atrasada, sonriendo,

como sonríen los seres que tienen siempre la vida o la muerte

en sus manos, ni a la doctora que atendió al nene, ni a todas las

que exigen, y obligan, y piden, y sonríen, y dejan a uno vacío,

sin saber que ya otra había vaciado de sentido, desde el

principio, al hombre que no pidió estar aquí, ni exigió nunca

nada; a nadie, ¿entiendes?, a nadie.

¿Por qué se afinaba tanto la costa? La copa de los cocoteros se fundía ya con las

tunas y las uvas playeras. Era una pincelada verde, alargada, como una ceja que alguien

depilara sobre el párpado semicerrado de la arena. El mar parece azul desde la costa, pero

es verde aquí, sólo verde. ¿No había una realidad que fuese inmutable sin importar la

distancia?

Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glú-glú rápido. Y a pesar de

ser dos los remos, el sonido era simultáneo, como si fuese uno. El cuerpo en la popa seguía

ejerciendo una fascinación indescriptible. No era que los senos parecieran un poco caídos.

Eso sin duda se debía a la posición de ella frente a él. Pero el vientre no era tan terso como

la noche de bodas.

-No, así no quiero. Los hijos deforman el cuerpo.

Precisamente allí, donde la pieza inferior de la trusa azul bordeaba la carne tan

apretadamente, se había deformado el vientre.

-Ay, mi pobre cuerpo. Por tu culpa.

Y había crecido ahí, precisamente ahí, en el lugar que había sido terso y que él

besara con la pasión de una luna perdida en la búsqueda inútil de su noche. Hasta que no

pudo crecer más y rompió la fuente de sangre y gritos.

-Es un niño.

¡Qué débil y frágil es! Como son siempre los niños. Aunque la fragilidad de la

embarcación no le impedía llevar el peso de los dos cuerpos rasgando el verde desasogado

del mar. El sol de nadie tenía piedad. Y él remaba sin prisa, el infinito a su espalda. ¡Es tan

frágil la infancia! Tan frágil un cuerpo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa

del bote.

Ahora no sentía el cansancio de las noches y las mañanas.

-El nene está llorando.

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-Levántate tú. Yo estoy cansada.

Remaba rítmicamente, sin esfuerzo casi, sin fatiga, la brisa salpicando de espuma el

interior del bote.

-Por mí, querido, un televisor.

-No sé si pueda. Este mes...

-La vida no tiene sentido sin televisor.

La vida no tenía sentido, pero el sol evaporaba rápidamente las gotas tenues de mar

sobre la piel de ella.

-Mañana vence el plazo de la lavadora eléctrica.

Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glu-glú rápido, huidizo.

Pero lento, angustioso, enloquecedor, saliendo de la incisión en la garganta del nene por el

tubo de goma con olor a desinfectante.

-Si se obstruye el tubo, muere el niño. (El niño mío, quería decir ella, el niño que

era mi hijo.)

Café negro y bencedrina. Aléjate, sueño, aléjate. Limpiar el tubo, mantener el tubo

sin obstrucciones. Glu-glú, al unísono, los remos saliendo del agua. Glu-glú, el reloj de

esfera negra, sobre la mesa de noche.

-Papi, mami está llorando porque se le quemó el arroz. (Ay, se le quemó el arroz.

Otra vez se le quemó el arroz.)

Glu-glú, y la espuma del tubo, que era preciso limpiar. Cuidadosamente.

Cuidadosamente, con el pedazo de gasa desinfectada.

-Papi, cuando yo sea grande, ¿me casaré también?

Café negro y bencedrina. ¿Por qué los remos empezaban de súbito a sentirse

pesados y recios bajo sus manos? Café negro...

-No puedo más. Quédate tú ahora con el nene.

-Yo no. Los nervios me matan Soy sólo una débil mujer.

Glu-glú. Glu-glú. Minuto a minuto. Glu-glú, en el reloj de la mesa. Glu-glú, en la

punta de los remos. Glu-glú, en los párpados pesados de sueño. Glu-glú. Glu-glú. Glu...

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-Otra vez tarde. Y ayer faltó usted a clase.

-Ayer enterré a mi hijito.

Ya la tierra no se veía. Ya el horizonte era idéntico a su izquierda o a su derecha,

frente a sí, o a sus espaldas. Ya era sólo un bote en el desasosiego del mar. Y ahora que era

sólo eso, ahora que no importaban los límites ni los horizontes, los remos empezaban a

perder su ritmo lento para moverse a golpes secos, febriles, irregulares.

-Este vecindario se ha vuelto un infierno.

-Era bueno cuando nos mudamos.

-Hay algo que se llama el tiempo, querido. Y que pasa. Pero nosotros...

Nosotros somos una pareja de tantas, porque el marido es

maestro y la mujer una bien nacida, y peor hubiese sido si soy

escritor, aunque no estoy seguro. La principal es mujer, y la

senadora es mujer, y mi madre fue mujer, y yo soy sólo

maestro, y en la cama un hombre, y mi mujer lo sabe, pero no

es feliz porque la felicidad la traen las cosas buenas que se

hacen en las fábricas, como se la trajeron a la supervisora de

inglés, y a otras tan hábiles como ella para atraer la felicidad.

Pero mi mujer no. Pero Anita, de la Calle Luna, es feliz cuando

me goza, o aparenta que me goza, a pesar de que es mayor que

aquellas muchachas de la vieja casa de balcón en ruinas (eran

nueve las muchachas y la menor tenía los muslos duros y la

mirada de níspero), pero no pide absurdos, sólo lo que le doy,

que es bastante en un sentido, mas no exige un traje nuevo para

la fiesta de los Rotarios el mismo día en que me ejecutan la

hipoteca, y los cuarenta dólares que me descuentan del sueldo

por el último préstamo y quince más para el Fondo del Retiro,

porque la ley que hizo la senadora es buena y obliga a que yo

piense en la vejez (la de mi mujer quiere decir la ley, porque no

hay ley que proteja al hombre), aunque antes de llegar a esa

vejez que la ley señala no se tenga para el plazo atrasado del

televisor (nadie puede vivir sin televisor, ay, nadie puede), y

ella insiste en que lo eche afuera para conservar el cuerpo

bonito y lucir el traje nuevo (no ése, sino el último, el de la

falda bordada en "rhinestones"), si tan siquiera fuese para

gozarlo (su cuerpo, digo), pero apenas me deja, con esa

angustia de lo completo, y todo por no usar la esponja chica,

como dijo la trabajadora social de Bienestar Público que es en

verdad Malestar Privado o cuando no con aquello de no, me

duele, que Anita me dice porque se conforma con los tragos en

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la barra y los cinco dólares, más dos del cuarto que usamos esa

noche, y no se queja, ni le duele, porque no es bien nacida y

tampoco estoy seguro de que sea blanca.

-¿Es que no tienes vergüenza ni orgullo, querido? La gente decente vive hoy en las

nuevas urbanizaciones. Pero nosotros...

Las puntas del pañuelo rojo que ceñía el cuello tan justamente flotaban al aire

gritando alegrestrap-traps. Él estaba seguro de haber apretado el lazo con firmeza al notarlo

demasiado flojo (por eso ahora parecía un collar de seda), pero lo había hecho con gestos

suaves para no incomodarla, para que no se alterara en lo más mínimo la posición graciosa

del cuerpo sobre la popa. Por lo demás, el bote avanzaba.

-Si yo fuese hombre ganaría más dinero que tú. Pero soy sólo una débil mujer...

Una débil mujer destinada a ser esclava del marido porque yo

soy el marido y ella la esclava. Mi madre era también una débil

mujer. Y si mi hijo no hubiese muerto también habría sido el

amo de dos esclavas y es mejor que muriera. Un maestro no

muere, pero precisa tenerlo todo eléctrico, porque no hay

servicio y cómo ha de haberlo si las muchachas del campo se

van a las fábricas o a los bares de la Calle Luna (a casa de

Leoncia no porque murió un Viernes Santo, mientras cargaba

el Sepulcro en la procesión de las cuatro), y se niegan a servir,

lo cual es una agonía en el tiempo porque creen ser libres, y no

lo son si luego aspiran a salir de la fábrica, y tener, y exigir, y

el marido agonizar, porque la estufa eléctrica es buena, y la

olla de presión también, pero el arroz se amogolla, o se quema,

y las habichuelas se ahuman, y los sáñuiches de "La Nueva

Aurora" no son alimento para un hombre que trabaja, y hay

que gastar en vitaminas que la farmacéutica despacha con su

sonrisa eterna, y a veces me dan tentaciones de pedirle veneno,

pero en casa no hay ratas, aunque es cierto que tengo una

especie de erupción en las ingles, y alguna cosa habrá para esa

molestia (me pregunto si la farmacéutica sonreirá también

cuando le hable del escozor en mis ingles), un polvo que sea

blanco y venenoso porque ahora en el verano es peor (la

erupción, quiero decir), y tengo que llevarla a la playa y me

dará dolor de cabeza hablándome del auto nuevo que debo

comprar, y de las miserias que pasa, y de su condición de mujer

débil y humillada, hasta que me estalle la cabeza y me den

ganas de echarle plomo derretido en todos los huecos de su

cuerpo, pero no le echaré nada porque soy maestro de

criaturas inocentes ("mister", "mister", a esa niña la preñó el

conserje), y para sentirme vivo tengo que ir a la Calle Luna,

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pero a Anita, claro está, ya no le haría daño, y es que en casa

es donde soy el amo, hasta que reviente.

Vio en el fondo del bote sus propios pies desnudos: los dedos largos, retorcidos,

encaramándose uno encima del otro. Me aprietan, madre. Ese número te queda bien,

hijito. Pero me aprietan, madre. Ya los domarás; son bonitos, como si quisieran protegerse,

unos a otros, contra la crueldad del mundo. Y vio luego los pies de ella formando óvalos

casi perfectos, con los dedos suaves y pequeños, las uñas de coral encendido.

-¿Para qué estás amolando ese cuchillo tan viejo?

-Para mañana. Para abrir unos cocos en la playa mañana.

-Me da dentera.

Observó el vuelo de un ave marina sobre el bote: el plumaje tan blanco, los

movimientos tan gráciles, la forma toda tan bellamente encendida de sol. Y el ave se lanzó

sobre el agua y volvió a remontarse con un pez en sus garras. Y eran unas garras poderosas,

insospechadas en la frágil belleza del cuerpo aéreo.

-Tenemos que cambiar la cortina vieja del balcón, querido. ¡Qué vergüenza! Somos

el hazmerreír del vecindario.

El vecindario ríe, y oigo su risa, y debe sus cuentas en la misma farmacia. La

farmacéutica entregándole el pequeño paquete: la calavera roja sobre dos huesos en cruz.

"Uso externo." ¿Veneno para las ratas? Sonriendo, sonriendo siempre.

El cuchillo viejo estaba a sus pies, en el fondo del bote, las manchas negras

oscureciendo el filo.

-¡Cuidado, que el coco mancha!

-No importa, queridita. Pruébalo. Es fresco y dulce. (Uso externo no; interno,

interno.)

-Es demasiado picante.

-No importa, queridita. Vamos a pasear en bote. Y no tendremos agua a mano por

un buen rato. Bebe.

Remaba ahora con furia, sin sentido del rumbo. El bote, inexplicablemente,

describía círculos amplios, más amplios...

-No es que yo sea mala, querido. Es que nací para otra vida. ¿Qué culpa tengo, si el

dinero...?

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Los círculos, cortados limpiamente a pesar del desasosiego del agua, daban la

sensación de que había en ello un propósito definido. ¿Pero lo había? El bote giraba

locamente empezando a estrechar los círculos. ¿Qué busca él bote, qué busca el bote?

-Mami dice que tú eres un infeliz. ¿Por qué tú eres un infeliz, papi?

El sudor de la frente le caía a goterones sobre los párpados, atravesando las pestañas

para dar a la visión del mundo la sensación de un objetivo fuera de foco.

-¿Sabes, querido? Un hombre de verdad le da a su mujer lo que ella no tiene.

Y la nicotina en los bronquios, aglutinándose para obstruir la respiración. El pecho

escuálido era un fuelle de angustia y ruidos, la franja estrecha de pelos separando apenas las

tetillas. Y era desordenada, exasperante la flexión de los brazos moviendo los remos.

El bote acortaba los círculos, los hacía más reducidos, pero siempre inútiles,

furiosamente inútiles, como un torbellino que aparenta tener sentido oculto, sin tenerlo,

excepto el único de girar, girar con rabia atroz sobre sí mismo, devorando sus propios

movimientos concéntricos.

De pronto, dejó de remar. El bote, huérfano de orientación y mando, osciló

peligrosamente. El sudor seguía dando a sus pupilas la visión de un mundo fuera de foco.

Pero reinaba el orden porque allí, de súbito, estaba ahora la anciana de pelo blanco,

semidesnuda en la trusa azul, asqueante, su cuerpo expuesto al sol inmisericorde.

-Eres muy joven para pensar en el matrimonio. No pienses en eso todavía, hijito.

-No pienso en eso, madre. Lo juro. No pienso en eso, ya.

Jadeaba de fatiga, aunque sus brazos permanecían inmóviles, laxos, doloridos,

abandonados los remos que flotaban y se deslizaban de sus manos, y se alejaban, sin

remedio, en el tiempo, sobre lo verde...

-Papi, mami dice que tú no debías...

Pero debí hacerlo desde hace años. Debí hacerlo. Porque hay

algo que le roe a ella las entrañas, demandando, exigiendo, de

mí, que no tengo la culpa de poseer lo que ella no tiene y nunca

pedí a nadie. Sólo vivir tranquilo, buscando un sentido de mi

vida. O angustiado, no logrando encontrarlo jamás. Pero sin

esa presión horrible de la envidia de ella, sin esa exigencia de

siempre proporcionar a su vida cosas que no entiendo. Ayer se

llevaron la lavadora eléctrica. Porque piensa que ser hombre

es sólo eso. La casa nueva, querido. Pero ser hombre es, por lo

menos, saber por qué está uno en un bote sobre las aguas

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verdes que de lejos parecen ser azules. Y sin embargo, si ella lo

pide. Si tú lo pides...

Lo pedía, dentro de la trusa azul, reclinada en la popa, aquella criatura radiante y

juvenil, de belleza sobrehumana. Baile en los Rotarlos, querido. El sol de nadie tenía

piedad. ¿Me queda bien lo rojo, querido? El cuchillo a sus pies tuvo un chispazo cegador a

pesar de las manchas negruzcas en el filo. Ni pensar en otro hijo. ¡Y con tu sueldo...! Al

inclinarse a agarrarlo sus ojos resbalaron sobre el abultado relieve entre sus piernas. Ay, no,

querido, que me haces daño.

Daño en el alma a un hombre que no pide sino buscar el

sentido de su vida. Llamada urgente del banco. Tampoco mi

hijo lo hubiese encontrado. Llamada urgente... Y es mejor que

muriera. Ejecutaron ya... Pero no puedo. Porque antes he de

saber por qué estoy aquí. Sin prórroga... Y no me han dado

tiempo. Muy señor nuestro, lamentamos…No me han dejado

paz para la búsqueda. Telegrama del Departamento.

Telegrama... ¡Todo lo que quieran por tener la paz!

Lamentamos…Y saber. Saber…

-Cosas de hombre, hijito.

-Sí, madre, del hombre que nunca conociste.

Se puso de pie. El bote osciló bruscamente, pero él logró mantener el equilibrio. En

la popa había un cuerpo. Inmóvil ya, era cierto. Pero el mundo allá, en la playa, seguía

siendo un mundo de devoradoras y de esclavos. Y acá, era un viaje sin retorno. Introdujo el

cuchillo entre su carne y el pantaloncito de baño. Volteó el filo hacia afuera. Rasgó la tela.

Hizo lo propio en el lado izquierdo y los trozos de lana, junto a las tiras de elástico, cayeron

al fondo del bote entre sus pies desnudos.

El bote estaba solo entre el cielo y el mar. Nada había cambiado. El sol era el

mismo. Y la brisa seguía arrancando alegres trap-traps a las puntas del pañuelo de seda

roja. Pero el tiempo, antes inmóvil, empezaba a proyectarse hacia la eternidad. Y ahora él

estaba desnudo en el vientre del bote. Y en la popa había un cuerpo reclinado.

-Un hombre da a su mujer…

Sí, querida, ya lo dijiste antes. Con la mano izquierda agarró el conjunto de tejido

esponjoso y lo separó lo más que pudo de su cuerpo. Levantó el cuchillo al sol y de un tajo

tremendo, de espanto, cortó a ras de los vellos negros. El alarido, junto al despojo

sangrante, fue a estrellarse contra el cuerpo inmóvil que permanecía apoyado suave, casi

graciosamente, sobre la popa del bote.

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Campeón

Pedro Juan Soto

El taco hizo un último vaivén sobre el paño verde, picó al mingo y lo restalló contra

la bola quince. Las manos rollizas, cetrinas, permanecieron quietas hasta que la bola hizo

"clop" en la tronera y luego alzaron el taco hasta situarlo diagonalmente frente al rostro

ácnido y fatuo: el ricito envaselinado estaba ordenadamente caído sobre la frente, la oreja

atrapillaba el cigarrillo, la mirada era oblicua y burlona, y la pelusilla del bigote había sido

acentuada a lápiz.

-¿Qui'ubo, men? -dijo la voz aguda-. Ése sí fue un tiro de campión, ¿eh?

Se echó a reír, entonces.

Su cuerpo chaparro, grasiento, se volvió una mota alegremente tembluzca dentro de

los ceñidos mahones y la camiseta sudada.

Contemplaba a Gavilán -los ojos, demasiado vivos, no parecían tan vivos ya; la

barba, de tres días, pretendía enmarañar el malhumor del rostro y no lo lograba; el

cigarrillo, cenizoso, mantenía cerrados los labios, detrás de los cuales nadaban las

palabrotas- y disfrutaba de la hazaña perpetrada.

Le había ganado dos mesas corridas. Cierto que Gavilán había estado seis meses en

la cárcel, pero eso no importaba ahora. Lo que importaba era que había perdido dos mesas

con él, a quien estas victorias colocaban en una posición privilegiada. Lo ponían sobre los

demás, sobre los mejores jugadores del barrio y sobre los que le echaban en cara la

inferioridad de sus dieciséis años -su "nenura"- en aquel ambiente. Nadie podría ahora

despojarle de su lugar en Harlem. Era el nuevo, el sucesor de Gavilán y los demás

individuos respetables. Era igual... No. Superior, por su juventud: tenía más tiempo y

oportunidades para sobrepasar todas las hazañas de ellos.

Tenía ganas de salir a la calle y gritar: "¡Le gané dos mesas corridas a Gavilán!

¡Digan ahora! ¡Anden y digan ahora!" No lo hizo. Tan sólo entizó su taco y se dijo que no

valía la pena. Hacía sol afuera, pero era sábado y los vecinos andarían por el mercado a esta

hora de la mañana. No tendría más público que chiquillos mocosos y abuelas

desinteresadas. Además, cierta humildad era buena característica de campeones.

Recogió la peseta que Gavilán tiraba sobre el paño y cambió una sonrisa ufana con

el coime y los tres espectadores.

-Cobra lo tuyo -dijo al coime, deseando que algún espectador se moviera hacia las

otras mesas para regar la noticia, para comentar cómo él, Puruco, aquel chiquillo demasiado

gordo, el de la cara barrosa y la voz cómica, había puesto en ridículo al gran Gavilán. Pero,

al parecer, estos tres esperaban otra prueba.

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Guardó sus quince centavos y dijo a Gavilán, que se secaba su demasiado sudor de

la cara:

-¡Vamos pa'la otra?

-Vamoh -dijo Gavilán, cogiendo de la taquera otro taco para entizarlo

meticulosamente.

El coime desenganchó el triángulo e hizo la piña de la próxima tanda.

Rompió Puruco, dedicándose en seguida a silbar y a pasearse alrededor de la mesa

elásticamente, casi en la punta de las tenis.

Gavilán se acercó al mingo con su pesadez característica y lo centró, pero no picó

todavía. Simplemente alzó la cabeza, peludísima, dejando el cuerpo inclinado sobre el taco

y el paño, para decir:

-Oye, déjame el pitito.

-Okey, men -dijo Puruco, y batuteó su taco hasta que oyó el tacazo de Gavilán y

volvieron a correr y chasquear las bolas. Ninguna se entroneró.

-Ay, bendito -dijo Peruco-. Si lo tengo muerto a ehte hombre.

Picó hacia la uno, que se fue y dejó a la dos enfilada hacia la tronera izquierda.

También la dos se fue. Él no podía dejar de sonreír hacia uno y otro rincón del salón.

Parecía invitar a las arañas, a las moscas, a los boliteros dispersos entre la concurrencia de

las demás mesas, a presenciar esto.

Estudió cuidadosamente la posición de cada bola. Quería ganar esta otra mesa

también, aprovechar la reciente lectura del libro de Willie Hoppe y las prácticas de todos

aquellos meses en que había recibido la burla de sus contrincantes. El año pasado no era

más que una chata; ahora comenzaba la verdadera vida, la de campeón. Derrotado Gavilán,

derrotaría a Mamerto y al Bimbo... "¡Ábranle paso a Puruco!", dirían los conocedores. Y él

impresionaría a los dueños de billares, se haría de buenas conexiones. Sería guardaespaldas

de algunos y amigo íntimo de otros. Tendría cigarrillos y cerveza gratis. Y mujeres, no

chiquillas estúpidas que andaban siempre con miedo y que no iban más allá de algún

apretujón en el cine. De ahí, a la fama: el macho del barrio, el individuo indispensable para

cualquier asunto -la bolita, el tráfico de narcóticos, la hembra de Riverside Drive de paseo

por el barrio, la pelea de esta pandilla con la otra para resolver "cosas de hombres".

Con un pujido, pifió la tres y maldijo. Gavilán estaba detrás de él cuando se dio

vuelta.

-¡Cuidado con echarme fufú! -dijo, encrespándose.

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©Oscar Pizarro González 2011

Y Gavilán:

-Ay, deja eso.

-No; no me vengah con eso, men. A cuenta que estah perdiendo.

Gavilán no respondió. Centró al mingo a través del humo que le arrugaba las

facciones y lo disparó para entronerar dos bolas en bandas contrarias.

-¿Lo ve? -dijo Puruco, y cruzó los dedos para salvaguardarse.

-¡Cállate la boca!

Gavilán tiró a banda, tratando de meter la cinco, pero falló. Puruco estudió la

posición de su bola y se decidió por la tronera más lejana, pero más segura. Mientras

centraba, se dio cuenta de que tendría que descruzar los dedos. Miró a Gavilán con

suspicacia y cruzó las dos piernas para picar. Falló el tiro.

Cuando alzó la vista, Gavilán sonreía y se chupaba la encía superior para escupir su

piorrea. Ya no dudó de que era víctima de un hechizo.

-No relajeh, men. Juega limpio.

Gavilán lo miró extrañado, pisando el cigarrillo distraídamente.

-¿Qué te pasa a ti?

-No -dijo Puruco-; que no sigah con ese bilongo.

-¡Adió! -rió Gavilán-. Si éhte cree en brujoh.

Llevó el taco atrás de su cintura, amagó una vez y entroneró fácilmente. Volvió a

entronerar en la próxima. Y en la otra. Puruco se puso nervioso. O Gavilán estaba

recobrando su destreza, o aquel bilongo le empujaba el taco. Si no sacaba más ventaja,

Gavilán ganaría esta mesa. Entizó su taco, tocó madera tres veces y aguardó turno. Gavilán

falló su quinto tiro. Entonces Puruco midió distancia. Picó, metiendo la ocho. Hizo una

combinación para entronerar la once con la nueve. La nueve se fue luego. Caramboleó la

doce a la tronera y falló luego la diez. Gavilán también la falló. Por fin logró Puruco

meterla, pero para la trece casi rasga el paño. Sumó mentalmente. No le faltaban más que

ocho tantos, de manera que podía calmarse.

Pasó el cigarrillo de la oreja a los labios. Cuando lo encendía, de espaldas a la mesa

para que el abanico no apagara el fósforo, vio la sonrisa socarrona del coime. Se volvió

rápidamente y cogió a Gavilán in fraganti: los pies levantados del piso, mientras el cuerpo

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se ladeaba sobre la banda para hacer fácil el tiro. Antes de que pudiera hablar, Gavilán

había entronerado la bola.

-¡Oye, men!

-¿Qué pasa? -dijo Gavilán tranquilamente, ojeando el otro tiro.

-¡No me vengah con eso, chico! Así no me ganah.

Gavilán arqueó una ceja para mirarlo, y aguzó el hocico mordiendo el interior de la

boca.

-¿Qué te duele? -dijo.

-No, que así no -abrió los brazos Puruco, casi dándole al coime con el taco. Tiró el

cigarrillo violentamente y dijo a los espectadores-: Uhtedeh lo han vihto, ¿veldá?

-¿Vihto qué? -dijo, inmutable, Gavilán.

-Na, la puercá esa -chillaba Puruco-. ¿Tú te creh que yo soy bobo?

-Adioh, cará -rió Gavilán-. No me pretgunteh a mí, porque a lo mejol te lo digo.

Puruco dio con el taco sobre una banda de la mesa.

-A mí me tieneh que jugar limpio. No te conformah con hacerme cábala primero,

sino que dehpueh te meteh hacer trampa.

-¿Quién hizo trampa? -dijo Gavilán. Dejó el taco sobre la mesa y se acercó,

sonriendo, a Puruco-. ¿Tú diceh que yo soy tramposo?

-No -dijo Puruco, cambiando de tono, aniñando la voz, vacilando sobre sus pies-.

Pero eh qui así no se debe jugar, men. Si ti han vihto.

Gavilán se viró hacia los otros.

-¿Yo he hecho trampa?

Sólo el coime sacudió la cabeza. Los demás no dijeron nada, cambiaron de vista.

-Pero si ehtabah encaramao en la mesa, men -dijo Puruco.

Gavilán le empuñó la camiseta como sin querer, desnudándole la espalda fofa

cuando lo atrajo hacia él.

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-A mí nadie me llama tramposo.

En todas las otras mesas se había detenido el juego. Los demás observaban desde

lejos. No se oía más que el zumbido del abanico y de las moscas, y la gritería de los

chiquillos en la calle.

-¿Tú te creeh qui un pilemielda como tú me va llamar a mí tramposo? -dijo Gavilán,

forzando sobre el pecho de Puruco el puño que desgarraba la camiseta-. Te dejo ganar doh

mesitah pa que tengas de qué echártelah, y ya te creeh rey. Echa p'allá, infelih -dijo entre

dientes-. Cuando crehcas noh vemo.

El empujón lanzó a Puruco contra la pared de yeso, donde su espalda se estrelló de

plano. El estampido llenó de huecos el silencio. Alguien rió, jijeando. Alguien dijo:

"Fanfarrón que es".

-Y lárgate di aquí anteh que te meta tremenda patá -dijo Gavilán.

-Okey, men -tartajeó Puruco, dejando caer el taco.

Salió sin atreverse a alzar la vista, oyendo de nuevo tacazos en las mesas, risitas. En

la calle tuvo ganas de llorar, pero se resistió. Eso era de mujercitas. No le dolía el golpe

recibido; más le dolía lo otro: aquel "cuando crehcas noh vemo". Él era un hombre ya. Si le

golpeaban, si lo mataban, que lo hicieran olvidándose de sus dieciséis años. Era un hombre

ya. Podía hacer daño, mucho daño, y también podía sobrevivir a él.

Cruzó a la otra acera pateando furiosamente una lata de cerveza, las manos

pellizcando, desde dentro de los bolsillos, su cuerpo clavado a la cruz de la adolescencia.

Le había dejado ganar dos mesas, decía Gavilán. Embuste. Sabía que las perdería

todas con él, de ahora en adelante, con el nuevo campeón. Por eso la brujería, por eso la

trampa, por eso el golpe. Ah, pero aquellos tres individuos regarían la noticia de la caída de

Gavilán. Después Mamerto y el Bimbo. Nadie podía detenerle ahora. El barrio, el mundo

entero, iba a ser suyo.

Cuando el aro del barril se le enredó entre las piernas, lo pateó a un lado. Le dio un

manotazo al chiquillo que venía a recogerlo.

-Cuidao, men, que te parto un ojo -dijo, iracundo.

Y siguió andando, sin preocuparse de la madre que le maldecía y corría hacia el

chiquillo lloroso. Con los labios apretados, respiraba hondo. A su paso, veía caer

serpentinas y llover vítores de las ventanas desiertas y cerradas.

Era un campeón. Iba alerta sólo al daño.

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Dos palabras

Isabel Allende

Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su

madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con é1. Su oficio era

vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas

calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un

toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No

necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la

conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea

con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por

cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños,

por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos

irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas

historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un

pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano,

se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña

multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las

vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le

comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la

melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño

colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin

en el universo y más allá.

Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía

nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde

algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros

no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo

se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud

que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó

enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió

echar a andar por las l1anuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la

muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras,

fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el calor.

De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el

espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al

hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar

debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de

lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto

al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión.

Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno

y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que

alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y

esteros.

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Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura.

Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de

periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin

adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo rnás que su timidez. Se acercó a un hombre

que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.

--¿Qué es esto?--preguntó.

--La página deportiva del periódico--replicó el hombre sin dar muestras de asombro

ante su ignorancia.

La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó

a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.

--Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el

tercer round.

Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y

cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró

su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas

de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció

una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó

otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también

escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su

negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y

escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta

la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras

envasadas.

Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario

en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo

que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho

bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la

escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en

el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un

gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe.

Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus

nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros

entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y

dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a

perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado

otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo

mismo le extrañó que se dirigiera a ella.

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--A ti te busco--le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de

decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el

tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero

sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.

Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el

corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro

manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con

dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un

sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo,

pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la

mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.

--Por fin despiertas, mujer--dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un

sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.

Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba

sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del

campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre

dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje

y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía

ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le

sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.

--¿Eres la que vende palabras?--preguntó.

--Para servirte--balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.

El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de

frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba

frente al hombre más solo de este mundo.

--Quiero ser Presidente—dijo él.

Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que

ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años, durmiendo a la

intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos

inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en

verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos

de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo

huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los

hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido

ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio

para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al

Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por

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allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser

elegido por votación popular en los comicios de diciembre.

--Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para

un discurso?--preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.

Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo

negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el

Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un

palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus

manos, de estrecharlo entre sus brazos.

Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando

en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por

el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos

virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban

desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las

confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de

los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al

cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al

Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol.

La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma

palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba

sujetándolo con la punta de los dedos.

--¿Qué carajo dice aquí?--preguntó por último.

--¿No sabes leer?

--Lo que yo sé hacer es la guerra--replicó é1.

Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera

grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de

la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban

de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.

--Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que

esta vaina sirve, Coronel--aprobó el Mulato.

--¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?--preguntó el jefe.

--Un peso, Coronel.

--No es caro--dijo é1 abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los

restos del último botín.

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--Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas--dijo

Belisa Crepusculario.

--¿Cómo es eso?

Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le

obsequiaba una palabra de uso exclusive. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el

menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien.

Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde é1 estaba sentado y se inclinó para

entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se

desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de

sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrándo en su oreja las dos palabras secretas a las

cuales tenía derecho.

--Son tuyas, Coronel--dijo ella al retirarse--. Puedes emplearlas cuanto quieras.

El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con

ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo

con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque

creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.

En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso

tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo

habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire

triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de

basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por é1.

Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían

caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba

atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus

proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de

corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la

arenga del candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por

fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el

aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el

político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra

civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el

territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de é1. Viajaron

de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus

seguidores y de sus enemigos.

--Vamos bien, Coronel--dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.

Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como

hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las

murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar

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su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en

que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se

le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el roce

terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus

propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de

los presidentes.

--¿Qué es lo que te pasa, Coronel?--le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que

por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos

palabras que llevaba clavadas en el vientre.

--Dímelas, a ver si pierden su poder--le pidió su fiel ayudante.

--No te las diré, son sólo mías--replicó el Coronel.

Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se

echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por

toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su

oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el

arma empuñada.

--Tú te vienes conmigo--ordenó.

Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó

el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en

todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el

miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco esta dispuesto

a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de

batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después

llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante

de toda la tropa.

--Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te

devuelva la hombría--dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.

El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la

distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del

hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros

del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.

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De barro estamos hechos

Isabel Allende

Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos,

llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable

cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los

llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha

obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras

la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie

se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás

estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí

encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.

Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón,

encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de

medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez.

Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos

eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban

a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de

la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido

anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de

barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del

vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los

sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones

de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían

desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a

los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había

más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un

caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la

vista sino un inmenso desierto de barro.

Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí

de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó

sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos

como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo

mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.

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Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los

bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor

pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las

pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía

sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de

niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz

tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y

catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me

asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir

su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había

confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina

tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver

los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa

distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.

Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la

descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con

insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su

pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una

cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces

sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y

el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante

que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de

flor-. No te muevas, Azucena -le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué

decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El

aire a su alrededor parecía.tan turbio como el lodo.

Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por

donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la cuerda y se la

amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le

achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en

seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la

cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos,

pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las

piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo

escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.

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-No te preocupes, vamos a sacarte de aquí -le prometió Rolf. A pesar de las fallas de

transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo

miró sin responder.

En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para

rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio intolerable para la

prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo

que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con él

durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban

ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía

desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista,

en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que

colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del

hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a

ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado,

cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para extraer el

agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que no había

transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.

-¡No podemos esperar tanto! -reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie

se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él

aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión

irremediable.

Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón

funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.

-Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba -trató de consolarla Rolf Carlé.

-No me dejes sola -le pidió ella. -No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a

la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña

vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes de que

reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El

periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría

biem llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería

trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría

visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le

gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando

que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para

engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y

cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier

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cosa que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole

en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la

incertidumbre.

Ésa fue una larga noche.

A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha.

No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé

noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que

vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los

senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador

norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba

para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por

radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de

recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos

detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto

para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla

reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de

Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él,

sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme

con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del

pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad,

a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y

creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.

En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de

hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche

por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario de

una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a

los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil

intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de

espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio

informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que

ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los

alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al

menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban

interrumpidos y además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por

los cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos.

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Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La

inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía

hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como

si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y

sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la

calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado

por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que

nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de

Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en

ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que

retenían a la muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a

utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y

plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y

comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos

estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla

y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave,

persistente.

-El cielo está llorando -murmuró Azucena y se puso a llorar también.

-No te asustes -le suplicó Rolf-. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte

tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera.

Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella

ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de

cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido, luces,

pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido

y carnarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el

mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio

resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos

más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que

Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio írreductible. Pude

seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de

su prisión y para ayudarla a soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y

el resto pude adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la

distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco

de nuestra cama.

Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas

canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron

gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y

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entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de

Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más

profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a -su paso los obstáculos que

por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella

tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo anterior al suyo, era incapaz de

imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota, ni de la tarde

en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar a los prisioneros

muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una

montaña de leños, parecían de loza quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas

a esa niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada

con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló,

pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado

borrar. Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse

con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí

mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad

de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado

en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre,

quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido

inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo

agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para

castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no

ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio

corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos encontró a

su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la existencia escondida con la

esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella

bajo la mesa del comedor y all.í ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños

permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó

mezclado con. el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién

horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la- suya, su

jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su

mirada. Katharina, Katharina... surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el

mantel blanco- convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla

abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos

reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control

su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la

realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de

coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero

había llegado el instante de la verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era

Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia

casi olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre,

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vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la

viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó

para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle-que cogiera una pala, porque

la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.

-No- llores. Ya no me duele nada, estoy bien -le dijo Azucena al amanecer.

-No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo -sonrió Rolf Carlé.

En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones.

El-Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de.campaña para

confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones

hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían

inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras

fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares

de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos

vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas

del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas

inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y

enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo conducir al lugar

donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la

vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos registraron

su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la

patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del

asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el

noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como

una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él,

adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al

dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había

tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien

le dio consuelo a él.

Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al

tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches,

espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece

años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin

conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar a nadie,

más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían dormido en sus

brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese

pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre

cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía

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nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se

desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron

juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar

la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era

posible soportar tanto dolor.

Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general

dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al

anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien

máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido

hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada

contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en

el barro.

Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño

al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo

que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.

O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están

abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado ante la

ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior

de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas

caminaremos otra vez de la mano, como antes.

Ágrafa musulmana en papiro de oxyrrinco

Juan José Arreola

Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para

encontrarte.

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos

Juan José Arreola

Estimable señor:

Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis

zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.

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En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy

contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar:

por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y

puedo repetirlas.)

Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente

mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder

mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen

algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.

Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados.

Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta

hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado

flamante.

Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus

promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de

transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.

Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies

están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No

sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están,

en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.

Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el

trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en

materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en

cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.

Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido

fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más

que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora

que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y

resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y

profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi

persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.

También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los

tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido

corregir.

Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no

me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En

vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos

brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas

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modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas

como usted.

Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy

feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte

todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda

la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está

cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen

peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis

zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban

ciertas líneas estéticas. Y ahora...

Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra.

El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un

quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero,

tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades

humanas.

Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también

muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para

derrochar.

A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta

carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de

eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la

tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus

manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted

es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó

cómo se repara un par de calzado.

Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen

solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas

leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.

Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero

mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.

Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su

corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos,

intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.

Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa

carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.

Soy sinceramente su servidor.

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A imagen y semejanza

Mario Benedetti

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras.

Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno

de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel

color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se

detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor

de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las

patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin

embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación

de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo

sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar

bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca

del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que

marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después

de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez

clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo

entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la

mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla

aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie

se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía

lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado.

Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre

sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse.

Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero

no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre

una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de

algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el

palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces

se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado.

Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin

embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo

o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma.

Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el

palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple

paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de

nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en

una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo,

emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una

facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más

favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada,

estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició

la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus

respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la

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hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla,

significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un

particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y

un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa

tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El

palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura,

que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance

erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le

llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la

superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él,

sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a

cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con

respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga

quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua

dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era

rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su

meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un

ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.

La noche de los feos

Mario Benedetti

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido.

Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca

viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de

justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de

ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan

la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya

unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que

cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos

hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero

con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras

respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas

parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del

brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin

curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me

otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera

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mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja

quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía

mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja

fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo

héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi

animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de

otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es

que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si

Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le

faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se

detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato

en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida

que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de

asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad

enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente

simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos

alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y

aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas

un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía,

junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para

sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la

prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos

hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y

convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

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"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan

equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente,

y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo

lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero

hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total.

¿Me entiende?"

"No."

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la

vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,

tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella

respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la

espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una

versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

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En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo

mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No

éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió

lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y

convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego

progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó

el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Requiem con tostadas

Mario Benedetti

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en

conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de

lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi

madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de

eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se

la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que,

después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas

de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá

también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio,

o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía

borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos

miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas

cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres

diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera

ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta

llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el

Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha

acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted

apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no

bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto,

duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor

motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque

no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos

hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo

hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al

Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no

llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo

cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores.

Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía

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estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo

llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un

muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener

una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos.

Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo

destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese

que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá

disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable

de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca

qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba,

se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros

vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en

el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca

alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y

comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días

en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo

menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a

la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron

demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba,

ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie,

pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la

vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a

llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos

tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba

ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía

nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía

miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la

escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre

temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a

golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo

era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni

mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero

por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y

bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi

papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se

pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a

ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con

nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses.

Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo

pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted,

porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue

importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré

decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin

embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una

emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía

joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se

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merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente,

por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa

vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el

hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban

unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En

realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes

de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada,

más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó

un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta,

tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara

de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me

sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese

cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un

almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella.

Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no

esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo.

Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así

como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí?

Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de

comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese

a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mí, o cuando

arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella,

por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe

por cuánto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo

menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al

natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice

nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo

mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le

parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado

tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado

a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos?

No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa

que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él

habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio

sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo.

Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con

tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle

todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy

callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.

Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio

para ella, que no lloraba nunca.

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©Oscar Pizarro González 2011

La trama celeste

Alfonso Bioy Casares

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico

homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas

comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una

comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano

utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en

esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del

comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo

se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a

máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS

Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un

héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha

de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o

de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero

destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey

Arturo:

Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;

ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;

pero la tumba de Arturo es desconocida.

También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de

que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la

astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para

que aparezcan o desaparezcan los espíritus.

Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia,

lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el

repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.

Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos

que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su

descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una

sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos

ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas

habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada

belleza de nuestras mujeres, nos unen.

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Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una

muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo

confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las

funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba

en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo

apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y

organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al

cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.

Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.

Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible,

una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven

militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar

ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:

—¿Hablo?

Le dije que hablara. Continuó:

—El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.

Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:

—A sus órdenes.

—¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.

—Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas...

—Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la

venia. Se retiró en el acto.

Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me

interpeló:

—¿Sabes quién es la única persona que te interesa?

Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi

sobrina salió del cuarto, corriendo.

Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre

de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente

inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca

sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de

una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de

volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era

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un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones

postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.

Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.

Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de

una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza

ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de

la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.

Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido

mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos

azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una

incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi

vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba

las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con

azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un

cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía

que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de

Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más

envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se

detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía.

Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de

cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un

pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.

El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es

tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su

apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico,

delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.

Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en

la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que

jugaban al dominó:

—Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.

Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:

—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de

circunstancias así—miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos

días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.

Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me

quedara un rato.

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—No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.

Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido

errores, no el de mandar libros a Ireneo.

Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos

Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de

provocarlos.

En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo

conocía.

—Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta

disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración

del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira,

con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres.

Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo

quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.

—No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma

un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides:

dosis infinitesimales.

Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres

semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi

sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos

viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su

cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!

Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera

a verlo cualquier tarde.

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Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay

naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores

venenos inventados por la alopatía no las abruman.

Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me

sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno,

administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca

encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que

habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared

colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap

Rhys, conocido como el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.

Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo

tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué

responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si

no le fatigaba me contara todo desde el principio.

Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.

Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército.

Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había

conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.

Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había

hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia

era extraordinaria.

Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente,

llegó a ejecutar uno solo.

Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en

zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos);

después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo

poseía "el esquema clásico de sus pruebas".

Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo

Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una

patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto.

Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —"como lo había hecho hoy"—,

dibujó el esquema —"el mismo que yo tenía en el bolsillo"—. Después se entretuvo en

complicarlo; después —"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos

amigablemente"— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.

El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso.

Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo

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sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies.

Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te

aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me

comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de

combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo

que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos

metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba".

Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró.

Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la

vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito"

peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios

nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el

conocimiento", embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y

feliz, como la visión de un radiante paraíso... Apenas consiguió enderezar el aeroplano

cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.

Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto,

de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó

que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido;

que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en

recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había

perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez... De esto hablaré mas

adelante.

La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.

Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había

un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el

centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla,

porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con

torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el

hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni

peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró:

"Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda."

Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo

una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la

máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:

—¿Su nombre?

No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo

el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales

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rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los

oficiales dijo:

—Podía inventar algo menos increíble. —Ordenó al soldado de la máquina—:

Escriba, no más.

—¿Nacionalidad?

—Argentino —afirmó sin vacilaciones.

—¿Pertenece al ejército?

Tuvo una ironía:

—Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.

Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).

Continuó:

—Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.

—¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.

—En Palomar —respondió Morris.

Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente,

ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar,

quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo

contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía

un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier

cosa para que lo dejaran en paz.

¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué

simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo

tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué

defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba

decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a

"entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el

modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es

fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le

aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de

responsabilidad.

Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente

Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.

A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la

vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el

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mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la

cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:

—Vení, hermano.

Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:

—Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?

La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con

una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—... Kramer

contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:

—Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.

Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre

ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de

Kramer, y la voz de un oficial que repetía "A mí no me sorprende, créame que no me

sorprende. Tiene un descaro."

Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor

violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las

sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se

conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no

dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era

indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una

inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían

ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un

padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.

Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan

ridículo en el ejército argentino.

Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido

mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar

los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para

convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el

significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído:

su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar

nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado

por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del

ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a

enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país

hermano." Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció

emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero

han descubierto que las costuras son diferentes." Agregó: "Un detalle imperdonable", y

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Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para

disimular, la besó en la boca y la abrazó.

A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un

domicilio falso." Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de

la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia.

Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo

precisarla.

La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos

antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era

argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.

—Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que

reclaman tu muerte.

Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que

sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada.

La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. "Aunque te

parezca ridículo, me gustaba verla contenta." La mujer le pidió que "reconociera" que no

era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí

complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades:

—Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi

declaración es falsa.

—No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías.

Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los

partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.

Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:

—Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.

Morris me explicó:

—No me quedaba nada que perder...

"Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:

—Confieso que soy uruguayo.

A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una

estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba

instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer,

la azoto.

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Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la

enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía

revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.

—Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que

yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos

quedaba. Me recomendó no ser intransigente.

—El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.

—Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.

La enfermera siguió:

—La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás

bien, irás solo.

Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.

—Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la

cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y

los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.

La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de

señor.

—¿Tenés el papel? —le pregunté.

—Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó

displicentemente.

Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra

femenina y firme ("del Sacré-Coeur", declaró Morris, con inesperada erudición).

—¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.

Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:

—La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.

Continuó su relato:

Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las

doce y media resolvió salir.

Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto.

El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra

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una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo

indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró

el anillo y salió.

Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de

media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle

arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante

una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio,

blanca en la noche.

Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.

—¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.

El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia.

Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la

que caían tres chorros de agua.

Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de

Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a

pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la

curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el

anillo del convivio".

—¿El anillo del qué?... —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate

¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?

El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:

—Muéstreme ese anillo.

Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.

El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato

con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa;

seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación

verdadera, mi confesión."

Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la

entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.

Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la

entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco,

interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y

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siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la

dirección de su casa: Bolívar 971.

Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran

todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.

Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían;

pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su

desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que

parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz—

rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el

ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció

inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien

estaba soñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi." Ahora recordaba el

nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su

padre la compró, hacía más de quince años.

Grimaldi irrumpió:

—¿Qué quiere?

Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las

infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la

Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera.

—¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, "ganando tiempo".

Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó

alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un

tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha

reconocido."

En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a

puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar

una denuncia en la seccional." Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y

envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.

Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un

taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris

le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que

deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y

nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le

ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.

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Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris

ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le

dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó

con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo

estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la

comisaría.

—Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera

y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.

—Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:

Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer

seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus

pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó

Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al

pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se

interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas,

el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.

Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.

Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un

espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al

parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio

a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris

siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él;

rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le

preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado,

como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir

algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.

Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a

Caseros y Entre Ríos.

En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin

atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.

La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:

—La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que

aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de

confianza en su persona, lo ofendió.

Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.

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La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero

habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.

Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso

justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba

a preocuparse.

Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —"no hacia el

desagradable espía"— la promesa de que "las mejores influencias intervendrían

activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción

realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la

prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.

Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos

plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al

Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en

que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.

Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó

radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para

el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.

La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:

—Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo

prometés?

Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que

me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia." Ignoraba que se despedían.

Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.

—Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos,

mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.

—Si vos no jugás al truco —le dije.

Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.

—Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.

Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían

hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:

—Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba

tan loco que llegué a creer que la había olvidado...

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Lo interpreté:

—¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?

—¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:

Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo

esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelo —dijo

Morris—, un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron

hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doble-faetón, créeme".

Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al

Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez

fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar

era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó." Por apatía

dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo

esquema de prueba.

Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte

del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder

el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre

el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.

Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un

cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba

detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.

Completé su pensamiento:

—Una alucinación que tenías en el instante de despertar.

Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres

o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo

avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.

Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres

días."

Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.

Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me

creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la

historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.

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Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después

(pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el

jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris

le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la

madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.

Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla.

Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.

Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el

establecimiento".

La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección "Al

margen de los deportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me

mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros.

(Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había

mandado nada.)

Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por

eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era

tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que

nunca le traerían el anillo...

—Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro

de Idibal.

—No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un

desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.

—¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.

—Sí —respondió—. En lugar seguro.

Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una

vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un

busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de

alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que

ese anillo era una pieza de valor.

Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una

mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre

la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial

dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla:

novena; base: El Palomar."

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©Oscar Pizarro González 2011

Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el

nombre; ésta era una segunda declaración; "sin embargo —me dijo— se notaba algún

progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su

escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el

23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número

no era 304 —aclaró Morris—. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese

viejo Dewotine... Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23

ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo

habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.

Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de

haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado

furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración

continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.

Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló

una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.

—Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner

cara de amigos.

Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no

tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones,

hermano." Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le

pidió a Kramer que me viera.

Me atreví a preguntar

—Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?

—El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.

Yo no le había escrito ninguna nota.

Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja

de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:

La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de

imprenta; éstas eran "inglesas". Leí:

Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin

duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje "Owen" sino en la calle

Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por

ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y

dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.

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Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo

leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me

interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había

escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.

Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris

felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de

tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de

la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me

asombra y lo propongo a la atención del lector.

Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy

joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros

y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un

plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra

por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y

en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina

se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.

Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había

concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de

Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de

Hogden, de Alberto el Grande.Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y

las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel

Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante

una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se

emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos

nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.

El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo

ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas

políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la

sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en

largas tendencias.

Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo

borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos

y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.

En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído

íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es "L'Éternité par les Astres" un poema en

prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.

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En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.

Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la

calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.

Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una

poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y

transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente

de la Noria.

Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y

Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadavia —me

dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías." Como era previsible, allí no existe ninguna

calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni

en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está

San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La

inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle

es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.

Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario:

son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.

No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se

encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio

obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.

Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle

Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de

esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz.

Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me

preguntó:

—¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?

Le di la razón.

—Sin embargo, sería importante... —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de

recordar si junto a la cruz no había alguna figura.

—Tal vez —murmuró—, tal vez un...

—¿Un trapecio? —insinué.

—Sí, un trapecio —dijo sin convicción.

—¿Simple o cruzado por una línea?

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—Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio

no me acordaba nada... De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio

cruzado por una línea con puntas dobladas.

Hablaba animadamente.

—¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?

—Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que

levantara el inventario.

Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que

me repitiese el nombre de la enfermera.

Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría

ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me

interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.

Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos

mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito

y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente

parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi

encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en

otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi

igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras

diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que

Morris no poseía.

Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón,

en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los

interrogatorios, lo confirma.

Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó.

Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese

Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de

su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen... Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride,

y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo

Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El

Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen",

porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su

nombre.

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Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible

Grimaldi.

La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció.

Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.

Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español.

¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?

El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris

estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la

piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un

símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?

Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente

con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens—

están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable

Moloch...

Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de

Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de

estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no

ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo

llegar antes que yo a las obras políticas.

Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición

de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó "L'Éternite par les

Astres". Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de

ignorar el pasaje Owen.

Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los

demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus

viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de

movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y

desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los

movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.

Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos

veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).

Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su

ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él

no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.

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Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me

comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía

esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te

interesaste en mí." La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: "Kramer se

interesa en mí; soy feliz."

Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí

a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero

atendido por "solicitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas

manos.

Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar,

incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no.

Le oí hablar de la enfermera.

No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me

incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de

mi ex libris,o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de

aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.

Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me

preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un

modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la

degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.

Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado.

Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre

ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía

un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos

del gentleman (alias, infalible, delcambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba.

Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris

está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.

Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo

indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una

reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

C. A. S.

El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua

leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es

una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro

mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.

Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.

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Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera

del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.

El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después

visitaríamos una "fazenda" interesantísima.

Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie

de jockey bajó. Era el capitán Morris.

Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era

secretario, o sirviente, de un contrabandista.

No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras:

tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de

ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres... Sin duda exageró su astucia

y su valor. No podré exagerar su monotonía.

De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a

investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.

Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de

que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de

diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después

pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.

Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y

detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de

armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet,

viejo amigo de su casa, lo atestiguan.

La explicación es evidente:

En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de

junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió

de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires

de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese

Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este

Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron.

Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio,

con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después,

con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá

lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la

cartaginesa.

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Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue, tal

vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico;

por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son,

no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón, Primeras Académicas, II,

XVII); o: "Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número

infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos

nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas

circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este

mismo tema? [id., id., II, XL].

Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios

y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se

preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los

mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi

incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos

paralelos.

Las ruinas circulares

Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú

sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre

taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba,

en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y

donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la

ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y

se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo

de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un

templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo

dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el

sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y

durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese

templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no

habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses

incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la

medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos

higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto

su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la

muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un

hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto

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mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su

propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le

convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la

cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus

necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su

cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza

dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún

modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de

los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo

precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los

rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si

adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de

vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia,

consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores,

adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que

mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar

de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que

arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y

de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una

tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de

horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo

alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que

repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de

los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo

maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del

sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con

la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable

lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas

alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo

rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves

palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de

ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que

se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre

todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda

de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era

inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó

otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas

que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto

continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese

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período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera

perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios,

pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó

con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en

la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó,

durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba:

se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo

vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria

pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo

satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el

nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un

año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil.

Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir

los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra

ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de

sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda

su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los

númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal

vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La

soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas

vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su

nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido

sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las

criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso.

Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas

pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio

desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años)

a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse

de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al

sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una

impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar

los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado

me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que

embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó

otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que

su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo

envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable

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selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se

creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y

del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal

ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o

soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas

del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su

vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo

que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo

despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un

hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El

mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que

componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese

recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en

ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No

ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable,

qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una

mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo,

pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.

Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro;

luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las

humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias.

Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del

fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los

muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego

comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó

contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron

sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él

también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

Los dos reyes y los dos laberintos

Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días

hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a

construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban

a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la

maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo

vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la

simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y

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confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la

puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en

Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego

regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con

tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo

rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le

dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en

un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido

a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni

fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y

lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con

aquel que no muere.

La mujer

Juan Bosh

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni

en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo

que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo

de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y

palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue

muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero

blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se

agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después

aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta

amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces

coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de

blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse

día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se

veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre

la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el

sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los

ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas.

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Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura

desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de

la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un

auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si

fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las

fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie

dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves

rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno,

la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra,

desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.

-¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía

evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente

deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al

volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado

la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura

sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe,

frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la

gran momia.

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Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la

mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para

limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había

vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba

a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su

mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos

del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el

pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre

al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra

como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó

seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los

brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz

brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos

pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía.

Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá,

al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos

en el acero.

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Los advertidos

Alejo Carpentier

…et facta est pluvia super terram…

I

El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible

confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano

Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez

de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se

enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas

para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban.

Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y

hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas

fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan,

que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías,

mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado

quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles,

seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno

de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los

testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas,

bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin

mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la

concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los

bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los

pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las

Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no,

los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y

su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la

cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los

Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía;

que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que

acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los

montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano,

había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien

con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya

cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir

que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o

bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero

cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que

el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano

Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.

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Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se

tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas,

los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la

piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía

apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como

algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes

Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían

puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los

motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los

montes, a las cordilleras. ―Ahí donde nada crece‖, dijo un Wapishan a un Shirishan que

escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda

donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: ―¿Y hemos remado

durante dos días y dos noches para oír esto?‖, ―¿Qué ocurre en realidad?‖, gritaban los de la

derecha. ―¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!‖, gritaron los de la izquierda. ―¡Al

grano! ¡Al grano!‖, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a

callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de

revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes

cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran

vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que

habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y

mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que

mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos

de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles

limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de

taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los

troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme

explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por

cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el

trabajo.

II

―El viejo está loco.‖ Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los

decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que

con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello

se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana.

Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres

Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles-

absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a

alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas

espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con

tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo

más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con

cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo

tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes,

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allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los

pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y

maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban

grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el

Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para

rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el

más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las

Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había

porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus

servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el

techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado.

Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los

pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna

llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de

navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche

andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-

Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del

anciano. ―Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de

palmera por encima de su hombro.‖ A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba

la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. ―¿Por

qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado

a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para

asumir las grandes tareas?‖ Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada

para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la

luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos,

incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de

Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones,

que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de

vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó

de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos,

encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en

la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre

cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo

hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que

hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre

el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los

venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes

largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la

última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y

subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto

que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y

rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de

las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-

de-Quien-todo-lo-Hizo: ―Cúbrete los oídos‖, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido,

retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa

quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses,

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pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo.

Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya

caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de

la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser

encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora,

con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días

por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la

canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción

hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una

tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero

de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última

atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre

montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y

animales. La Enorme-Canoa flotaba.

III

Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron,

aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del

timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de

raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su

misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba

a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada

(¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las

montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora

arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en

tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos

inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya

amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de

veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran

remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado

pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si

La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían

regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la

Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran

carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a

dormir en su chinchorro.

Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era

cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados,

intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres,

armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con

madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las

cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los

pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo

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rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de

cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente

singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los

grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por

debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente

animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con

chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de

anchura, y unos treinta codos de alto. ―Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he

dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de

tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.‖ Se abrió la escotilla de la extraña nave,

apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado.

―¿Qué? ¿No atamos cabos?‖, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de

palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos

días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak

mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano

de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales

traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de

animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban

estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un

oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y

unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban ―onzas‖. ―¿Qué hace usted aquí?‖,

preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. ―¿Y usted?‖, contestó el anciano. ―Estoy salvando

a la especie humana y las especies animales‖, dijo el hombre de Sin. ―Estoy salvando a la

especie humana y las especies animales‖, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres

del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de

dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano

Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves.

Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de

anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con

ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que

fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas

barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que

todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha.

Decía: ―Me dijo Iaveh: "Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y

la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y

tercero‖. ―Aquí también hay tres pisos‖, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: ―Y yo, he

aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya

espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un

pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos

contigo…‖ ―¿No fue eso acaso lo que hice?‖, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el

otro el recitado de su Revelación: ―Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada

especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las

aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie

entrarán contigo para que hayan vida‖. ―¿Así no hice yo?‖, preguntábase el anciano

Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones

que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los

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nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y

el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y

el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas,

tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de

comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en

el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal

había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas

en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo

en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga

espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin

despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La

vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el

ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.

IV

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-

lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones

más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio

ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin.

Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué

hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de

nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias

cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable

finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá.

Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: ―Soy Deucalión

-dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del

Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio‖ ―¿Y dónde

lleva los animales en una nave tan exigua?‖, preguntó Amaliwak. ―No se me ha hablado de

los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los

huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada

guijarro nacerá un hombre‖. ―Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras‖, dijo

Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más

próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé.

Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. ―Soy

Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-

las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además

de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha

pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna

que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no

regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar

llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la

hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada,

dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas‖. Y dijo el hombre de Sin: ―Pronto

abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la

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guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a

la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un

dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos

curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo‖. ―Todo

está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos

deben haberse salvado en las cimas de los montes.‖

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin

embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había

venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran

varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. ―Por ahí deben andar otras naves

como las nuestras‖ dijo Our-Napishtim, amargo. ―Más allá de los horizontes; mucho más

allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe

haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes‖. ―Debe haberlo de los Imperios del

Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.‖ En ese instante La-Gran-Voz-de-

Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: ―Apártate de las demás naves, y

déjate llevar por las aguas‖. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a

todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros,

volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua

que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo

con su gente y con sus animales. ―Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos

dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y

turbamulta en torno a las cosas del Universo.‖ Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le

tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de

una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que

llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en

hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a

la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes

de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que

llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud

en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo

cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de

combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado

un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía

el otro con el cráneo abierto por una piedra. ―Creo que hemos perdido el tiempo‖, dijo el

anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.

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Viaje a la semilla

Alejo Carpentier

I

-¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía.

Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de

frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con

su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería,

haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las

almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto-

cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles

encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda.

Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de

negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones

borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban

en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro

de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el

cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que

viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las

poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y

pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron

escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco,

aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas

en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de

sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún

relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían

sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de

acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la

voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca

de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas

de sus bisagras desorientadas.

II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su

cayado sobre un cementerio de baldosas.

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©Oscar Pizarro González 2011

Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra.

Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal

claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a

hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.

En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron

sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura

del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y

vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua

llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir

ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento

amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro

murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho

acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño,

los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La

casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un

teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos

de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las

palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con

desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo

la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la

confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo,

aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en

medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente

celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y

corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en

el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola

se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y

escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus

pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla.

Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras

que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y

desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos,

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títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se

enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al

cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su

firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por

ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor

acababa de dar la seis de la tarde.

IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez

mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable.

Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos

crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con

una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la

Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la

calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el

resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la

inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego,

las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y

palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos,

niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su

presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el

vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la

Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy

claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano

regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera

cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más

fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de

gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura

fresca llenó la casa.

V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los

biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes.

Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el

ingenio, en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y

charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior

de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de

Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de

benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer

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sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de

oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas

y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un

amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida,

ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia,

y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se

devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces,

cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por

algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser

desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue

sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi

imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los

velones.

VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados

por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las

cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la

percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de

vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles

firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la

menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de

edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los

registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que

los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los

códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una

guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que

tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.

Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los

fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial,

que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando

en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván,

de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los

trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor

descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras

emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de

damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de

amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de

chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.

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La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de

carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para

avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de

regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse,

que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por

la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían

hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de

fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los

entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la

gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo

chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos

encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se

alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en

grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se

contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera de movida una

guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo

Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio

sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el

garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando

miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se

sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de

ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de

alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo

quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando

Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez

menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que

había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas,

controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera.

Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por

bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase

sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo

Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban

aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a

poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo

alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en

el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto?

Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera

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no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros.

El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el

octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres

que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que

llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor,

como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron

llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para

siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le

hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal,

cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de

los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de

porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles

con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños,

con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido.

Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de

cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que

recobraban su color primero.

VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de

la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando

el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las

butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No

había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de

mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de

jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el

tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de

estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el

piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al

abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la

marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un

resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...

Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces

por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

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Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando

percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes.

Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen

a notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del

mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y

perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos,

rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba

debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las

notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones -

órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el

almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis

pasteles de la confitería de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos,

después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente,

entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres

vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.

Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo

sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor

era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en

una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se

prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El

Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí,

padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como

las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones

que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía,

en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable

y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero,

relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el

ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos

a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y

desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de

compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para

Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería

el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

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X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había

debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía

encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo

dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había

elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don

Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los

animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica

oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de

aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en

las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había

apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la

Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial

hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La

izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles

dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas,

sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los

muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial

y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el

"Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo,

siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses,

debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce

mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

XI

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse

a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas;

el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas

determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba

los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida

de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en

cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con

brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba

cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido

abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con

sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

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Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón,

para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba

castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban,

en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la

compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro",

Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un

bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la

fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor,

los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante

entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá",

sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el

ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

-¡Guau, guau! -dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar,

con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas

realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre.

Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera

la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El

universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes

nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El

cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos

sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva,

dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas,

desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo

tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos

en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de

carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las

persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.

Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía

dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los

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herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían,

engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se

metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un

yermo en lugar de la casa.

XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el

trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un

anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos

de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una

Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares.

Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las

horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las

que más seguramente llevan a la muerte.

Carta a una señorita en París

Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No

tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido

ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la

lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de

Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto

todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del

otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el

cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un

sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y

tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera

sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.

Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí

simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de

la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en

medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los

contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante

más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de

toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la

casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono

de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y

desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

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Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo

parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me

quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan

de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a

mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a

causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez

porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado

tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a

ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo

las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota

indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la

mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo

piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por

deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en

cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el

hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la

privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me

ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para

que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como

una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una

efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo

instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito

blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy

pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.

Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el

conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel,

moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la

piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa

de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el

trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol

tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un

tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida

en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza?

No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes,

había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con

un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos.

Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y

al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el

conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra

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maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la

mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo

conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres,

Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No

era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el

método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de

Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que

vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a

usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes

distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta

Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el

copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros

minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no

uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en

su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted

que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una

cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro

cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba

arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de

animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el

sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle

revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final,

y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un

pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del

orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones

donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo

ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que

más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el

más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para

desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para

quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro.

Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre

generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad

que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche

nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo

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©Oscar Pizarro González 2011

golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar

que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal

y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una

noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me

llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su

honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero

al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez,

hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y

como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo

esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con

un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea,

Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de

pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que

ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran,

remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante

nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo

que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene

usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los

tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni

estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra,

a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una

parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el

sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose

detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra

cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome

dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia

de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es

culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también

por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar

así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la

derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De

día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal,

vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman

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©Oscar Pizarro González 2011

por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me

invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no,

invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de

evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso

me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros

del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta.

¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y

caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento

especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los

mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las

patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá

imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su

infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las

patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y

despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la

limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro

contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo

el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de

manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer

sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas,

pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa,

Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose

ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y

entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días

contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez

conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes

y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad,

ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos

crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se

me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y

entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la

creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo

aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente,

Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que

une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde

mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado

del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando

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©Oscar Pizarro González 2011

la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once

conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no

importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el

destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se

la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante,

alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no

por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio.

Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto

Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz

de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no

creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la

tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es

casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa,

usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento

que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a

mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un

armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque

decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y

una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está

este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les

sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos,

atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros

colegiales.

Casa tomada

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas

antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos

de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa

casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,

levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones

por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no

quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando

en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces

llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes

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©Oscar Pizarro González 2011

sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos.

Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y

silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por

nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos

primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los

ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese

demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal

se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo

creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no

hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias

para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en

un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana

encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a

comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que

devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y

preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada

valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo

importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro,

pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día

encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.

Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a

Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses

llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el

tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos

como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se

agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con

gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que

mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa

parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living

central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán

con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,

abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al

frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se

franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía

girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que

llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era

muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora,

apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca

íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo

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se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus

habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se

palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de

macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento

después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.

Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió

poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de

roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o

en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la

alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un

segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me

tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el

cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para

más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate

le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.

Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte

tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban

todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con

frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las

cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun

levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos

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©Oscar Pizarro González 2011

de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el

almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene

cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba

molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos

bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco

perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la

colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos

mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más

cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que

viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco

empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude

habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la

garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían

caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se

escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán

que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el

roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La

puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban

tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones

de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos

irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a

los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos

despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene

empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de

acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la

puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el

baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca

manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los

ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el

baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la

puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos,

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a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se

oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras

iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del

otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi

dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi

brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de

alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No

fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con

la casa tomada.

Historias de cronopios y famas

Julio Cortázar

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano,

tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo,

los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va

llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el

perfume del pan. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Atelo pronto a su muñeca, déjelo latir

en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo

alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de

sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y

comprendemos que ya no importa.

Educación de príncipe

Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen, pierden la cabeza y

ocurren cosas extraordinarias. Por ejemplo, un cronopio tiene un hijo, y en seguida lo

invade la maravilla y está seguro de que su hijo es el pararrayos de la hermosura y que por

sus venas corre la química completa con aquí y allá istas llenas de bellas artes y poesía y

urbanismo. Entonces este cronopio no puede ver a su hijo sin inclinarse profundamente ante

él y decirle palabras de respetuoso homenaje.

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El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente. Cuando entra en la edad escolar,

su padre lo inscribe en primero inferior y el niño está contento entre otros pequeños

cronopios, famas y esperanzas. Pero se va desmejorando a medida que se acerca el

mediodía, porque sabe que a la salida lo estará esperando su padre, quién al verlo levantará

las manos y dirá diversas cosas, a saber:

-Buenas salenas cronopio cronopio, el más bueno y más crecido y más arrebolado,

el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos!

Con lo cual los famas y las esperanzas junior se retuercen de la risa en el cordón de

la vereda, y el pequeño cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará por hacerle

una mala jugada entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no

sufren demasiado con eso, porque tambien ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que

ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo.

Sus historias naturales

León y cronopio

Un cronopio que anda por el desierto se encuentra con un león, y tiene lugar el

diálogo siguiente:

León.-Te como.

Cronopio (afligidísimo pero con dignidad).-Y bueno.

León.-Ah, eso no. Nada de mártires conmigo. Échate a llorar, o lucha, una de dos.

Así no te puedo comer. Vamos, estoy esperando. ¿No dices nada?

El cronopio no dice nada, y el león está perplejo, hasta que le viene una idea.

León.-Menos mal que tengo una espina en la mano izquierda que me fastidia

mucho. Sácamela y te perdonaré.

El cronopio le saca la espina y el león se va, gruñendo de mala gana:

-Gracias, Androcles.

Cóndor y cronopio

Un cóndor cae como un rayo sobre un cronopio que pasa por Tinogasta, lo acorrala

contra una pared de granito, y dice con gran petulancia, a saber:

Cóndor.-Atrévete a afirmar que no soy hermoso.

Cronopio.-Usted es el pájaro más hermoso que he visto nunca.

Cóndor.-Más todavía.

Cronopio.-Usted es más hermoso que el ave del paraíso.

Cóndor.-Atrévete a decir que no vuelo alto.

Cronopio.-Usted vuela a alturas vertiginosas, y es por completo supersónico y

estratosférico.

Cóndor.-Atrévete a decir que huelo mal.

Cronopio.-Usted huele mejor que un litro entero de colonia jean-Marie Farina.

Cóndor.-Mierda de tipo. No deja ni un claro donde sacudirle un picotazo.

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Flor y cronopio

Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a

arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y

juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile,

zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor

y se duerme envuelto en una gran paz.

La flor piensa: «Es como una flor».

Fama y eucalipto

Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los

árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los

famas y temen lo peor. En medio de todos está un eucalipto hermoso, y el fama al

verlo da un grito de alegría y baila tregua y baila catala en torno del perturbado

eucalipto, diciendo así:

-Hojas antisépticas, invierno con salud, gran higiene.

Saca un hacha y golpea al eucalipto en el estómago, sin importársele nada. El

eucalipto gime, herido de muerte, y los otros árboles oyen que dice entre suspiros:

-Pensar que este imbécil no tenía más que comprarse unas pastillas Valda.

Tortugas y cronopios

Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es

natural.

Las esperanzas lo saben, y no se preocupan.

Los famas lo saben, y se burlan.

Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de

tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.

La noche boca arriba

Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la

calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En

la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado

adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo,

para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto

ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes

vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el

verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que

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dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo

distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura,

por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le

impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la

calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie

y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque

perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban

sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo

alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no

parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y

seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al

cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la

garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la

causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero

el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo

de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió

en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda

donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos

de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía;

de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los

labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y

nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo

él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al

hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en

una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros,

cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una

pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una

camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las

enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del

estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía

húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones.

Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de

mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de

blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le

palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.

Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los

tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia

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compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan

natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única

probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de

la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño

algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del

juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su

ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,

temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado

por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado

del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del

cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que

escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero

el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que

seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada

instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido

echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó

el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia

adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,

amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.

Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de

la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como

si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para

mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido

dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,

escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna

pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia

le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un

tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un

aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la

noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un

relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes;

como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y

quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un

trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El

brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces

una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un

azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero

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al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de

felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante

embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque

arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada",

pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no

podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas.

Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para

escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.

Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del

puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto

protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices,

y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo

tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la

oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había

empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo

profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá

los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían

hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que

los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro

del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se

incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a

guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en

hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres.

Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé

del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció

deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo

protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y

seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas

en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se

lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.

Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los

armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía

apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién

hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y

le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar.

Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que

fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa

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nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él

hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal

contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio

mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja

partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse

sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora

volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en

su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las

malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,

pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y

lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una

oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos.

Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la

espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto,

y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo

del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de

la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su

turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un

quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se

defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros

que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó

de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a

la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El

chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por

zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba

hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor

de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia,

los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se

reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en

su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca

arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de

antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan

bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final.

Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un

reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la

escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya

iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban

llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo

impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la

vida.

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Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra

blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados.

En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra

la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de

esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía

formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que

ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen

sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los

ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana

esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un

vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas

fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse,

subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura

una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente

se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector

de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la

escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las

rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que

chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por

las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por

despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la

cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la

figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la

mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse,

que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los

sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa,

con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que

zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del

suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca

arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Lejana

Julio Cortázar

Diario de Alina Reyes

12 de enero

Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink champagne y

la cara de Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuceante, de retrato de Dorian Gray a lo

último. Me acosté con gusto a bombón de menta, al Boogie del Banco Rojo, a mamá

bostezada y cenicienta (como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose,

pescado enormísimo y tan no ella.)

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Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su hermana

a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de

lo diurno y moviente, quiero dormir y soy una horrible campana resonando, una ola, la

cadena que Rex arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep...

Tengo que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e, con las

cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una

vocal (tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño

la mira mira, el niño la está mirando. Con tres y tres aslternadas, cábala, laguna, animal;

Ulises, ráfaga, reposo.

Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palindromas. Los fáciles, salta

Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y hermosos, átate, demoniaco Caín o me

delata; Anás usó tu auto Susana. O los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars;

Alina Reyes, es la reina y... Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no

concluye. Porque la reina y...

No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que otra vez

odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina del anagrama; que será cualquier

cosa, mendiga en Budapest, pupila de mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango,

cualquier lado lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez, sentirla y

el odio.

20 de enero

A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto,

aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella todavía más porque le

pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o

corto un vestido o son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o

al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo;

la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo

aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un

soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde

antes, previsoramente.

Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y me

reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la

nieve me entra por los zapatos rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que

en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en

que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto bien

porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó

anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo

horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a

cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le

hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los

arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo

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sobre ella y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis

María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a

desgarrar por dentro sentir que me pegan o la nieve me entra por los zapatos cuando Luis

María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a mediodía, un

sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y

entonces tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad

entre esa nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.

25 de enero

Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M'hijita, la última vez que te pido que

me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué sabía yo de papelones, la acompañé

como pude, me acuerdo que la oía con sordina. Votre âme est un paysage choisi... pero me

veía las manos entre las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente

a Nora. Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque no se

animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.

Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo, ahora

sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy feliz, cuando Nora canta Fauré me

conozco allá y no queda más que el odio).

Noche

A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina y anda por

ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas, saber que sus hijos están bien o que

no tiene hijos -porque yo creo que allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima,

caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop

espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá tanto

puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi aúllo, casi corro

a despertar a mamá, a morderla para que se despertara. Nada más que por pensar. Todavía

no es fácil decirlo. Nada más que por pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest,

si realmente se me antojara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres

páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al cuatrocientos.

Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he soñado,

no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se

llama Rod -o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar,

eso vuelve de día en día, entonces es seguro que lo amo.

Más tarde

Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada y a

tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre

furiosa, una soledad.

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Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a un

puente donde hay nieve y alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la

secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si estoy... Pero

solamente loca, solamente... ¡Qué luna de miel!

28 de enero

Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana. Tal vez

ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo. Mandarle un telegrama, unas medias...

Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea

como no son nunca las tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina

Stana, en la perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos,

hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la Dobrina

con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese frío y dejarme el abrigo

en el Burglos), hasta una plaza contra el río, casi en encima del río tronante de hielos rotos

y barcazas y algún martín pescador que allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.

Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir. Era la

tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el Odeón, me vestí sin ganas sospechando

que después me esperaría el insomnio. Este pensar de noche, tan noche... Quién sabe si no

me perdería. Una inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina

Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras hubiera

llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí donde un

nombre es una plaza.

Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple.

Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste haberme interrumpido,

saber que estoy en una plaza (pero esto ya no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos

que nada). Y que al final de la plaza empieza el puente.

Noche

Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre y el

camino. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el

nacimiento del puente, un poco andando y queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas,

en chicos abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo

Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa

Piaggio entre un Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la

plaza, con la entrada del puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo

mismo queanagramar es la reina y... en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa

de los Suárez y no a mi lado. Es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que

dárseme la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos -No lo otro, no el sentirla tener frío

o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber adónde va, para

enterarme si Luis María me lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a

Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora

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porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más

aplausos y «¡La polonesa!», como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me

empuja con el viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura

hacia el medio del puente.

(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba

el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero

me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé:

«Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando

me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo

mejor me llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de

catorce años, o ya es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía

bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una siempre cae en el tiempo parejo. Si

ahora ella estuviera realmente entrando en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde

aquí. Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo

pensaba). Valía asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí

abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de adentro -

o era el desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy

modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo

mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí o en

Francia.

Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea. Escribo hasta

ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me va a hacer mal si sigo

acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una cosa curiosa.

30 de enero

Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O

debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.

31 de enero

Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció que él

entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe nada, es como el peoncito de dama

que remata la partida sin sospecharlo. Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina

y –

7 de febrero

A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el concierto. Anoche la

sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo,

pero basta de crónica. Si me hubiese limitado a dejar constancia de eso por gusto, por

desahogo... Era peor, un deseo de conocer al ir releyendo; de encontar claves en cada

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©Oscar Pizarro González 2011

palabra tirada al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y

los ruidos, y después... Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.

Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener

veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi cachorro, mi bobo, basta de pensar, a

ser al fin y para bien.

Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un diario,

las dos cosas no marchan juntas -Ya ahora no me gusta salirme de él sin decir esto con

alegría de esperanza, con esperanza de alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé

la noche del concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien mío.) En el puente la hallaré

y nos miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo ahí abajo.

Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación indebida y sorda.

Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con

sólo ir a su lado y apoyarle una mano en el hombro.

*

Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se alojaron en

el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la tarde del segundo día Alina salió a

conocer la ciudad y el deshielo. Como le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa-

anduvo por veinte lados buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado,

dejando que el deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una

vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.

Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo porque la nieve

se oponía y del Danubio crece un viento de abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía

cómo la pollera se le pegaba a los muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de

dar vuelta, de volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la harapienta

mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa, en el pliegue

de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo,

ahora lo sabía, gestos y distancias como después de un ensayo general. Sin temor,

liberándose al fin -lo creía con un salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó

también las manos, negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y

las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado golpeando en los

pilares.

A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le clavaba entre los

senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera

y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de

palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de

fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria, sin

celebrarlo por tan suyo y por fin.

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©Oscar Pizarro González 2011

Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque sintió

mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si tuviera allí un golpe. También

el cuello, y de pronto los hombros, agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal

vez gritaba ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba

entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes

lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta la cara y

yéndose.

El rubí

Rubén Darío

-¡Ah! ¡Conque es cierto! Conque ese sabio parisiense ha logrado sacar del fondo de

sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi

palacio!

Y al decir esto el pequeño gnomo1 iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos,

por la honda cueva que le servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de

su gorro azul y puntiagudo.

En efecto, un amigo del centenario Chevreul -cuasi Althotas-, el químico Fremy,

acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.

Agitado, conmovido, el gnomo -que era sabidor y de genio harto vivaz- seguía

monologando.

-¡Ah, sabios de la edad media! ¡Ah Alberto el Grande, Averroes, Raimundo Lulio!

Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar

las fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo décimo

nono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues el

conjuro! Fusión por veinte días, de una mezcla de sílice y de aluminato de plomo:

coloración con bicromato de potasa, o con óxido de cobalto. Palabras en verdad, que

parecen lengua diabólica.

Risa.

Luego se detuvo.

***

El cuerpo del delito estaba ahí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro;

un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de granada al sol.

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©Oscar Pizarro González 2011

El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas

concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían

llegado.

Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de

los carbunclos2 que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en

focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo.

A aquellos resplandores, podía verse la maravillosa mansión en todo su esplendor.

En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de lapislázuli, formaban

caprichosos dibujos, como los arabescos de una mezquita, gran muchedumbre de piedras

preciosas. Los diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus

cristalizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían sus

resplandores verdes, y los zafiros, en amontonamientos raros, en ramilletes que pendían del

cuarzo, semejaban grandes flores azules y temblorosas.

Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en franjas el recinto; y en el

pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en

trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical, a gotas armónicas, como las de

una flauta metálica soplada muy levemente.

Puck se había entrometido en el asunto, ¡el pícaro Puck! Él había llevado el cuerpo

del delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación

entre el centelleo de todo aquel encanto.

Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas hachas en las

manos, otros de gala, con caperuzas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos

curiosos, Puck dijo así:

-Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación humana, y he

satisfecho esos deseos.

Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las gracias a Puck,

con una pausada inclinación de cabeza; y los más cercanos a él examinaban con gesto de

asombro, las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo.

Continuó:

-¡Oh Tierra! ¡Oh Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un

esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra.

Y luego, como si hablase en el placer de un sueño:

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©Oscar Pizarro González 2011

-¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes.

Brillaban en los collares de las cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los

rastaquers, en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas.

Y con pícara sonrisa siempre:

-Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga... Había una hermosa mujer

dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.

Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!

-¡Eh, amigo Puck!

¡Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de hombre o de

sabio, que es peor!

-¡Vidrio!

-¡Maleficio!

-¡Ponzoña y cábala!

-¡Química!

-¡Pretender imitar un fragmento del iris!

-¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!

-¡Hecho de rayos del poniente solidificados!

El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su

aspecto de patriarca, su cara llena de arrugas:

-¡Señores! -dijo- ¡que no sabéis lo que habláis!

Todos escucharon.

-Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar

las facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he

cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he dado un día un puñetazo a

un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo

se hizo el rubí.

Oíd:

***

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©Oscar Pizarro González 2011

Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas palidecían

a los resplandores de la pedrería, y cuyas manos extendían su movible sombra en los

muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen

granos de arroz.

-Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las minas de

diamantes, tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los

cráteres de los volcanes.

El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las hojas verdes y

frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el grano y brota el gorjeo, y el campo todo,

saludaban al sol y a la primavera fragante.

Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y

santa nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia ardía profundamente, y en el

animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había risa y placer.

Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De

un salto me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé

cerca de un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas

cristalinas. Yo tenía sed. Quise beber ahí... Ahora, oíd mejor.

Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas, panecillos de marfil coronados

de cerezas; ecos de risas áureas, festivas; y allá, entre las espumas, entre las linfas rotas,

bajo las verdes ramas...

-¿Ninfas?

-No, mujeres.

***

-Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la arena negra y

llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!

Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas piedras deslavadas

por la corriente espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la

cintura, con este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba

quedó el asombro; abajo el gnomo soberbio y vencedor.

Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso que brillaba como un astro y

que al golpe de mi maza se hacía pedazos.

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©Oscar Pizarro González 2011

El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho trizas. La mujer

amada descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en

un lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como una diosa.

Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida, mi bella, me engañaba.

Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es capaz de traspasar la tierra.

Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros. Éstos pasaban

los poros de la corteza terrestre y llegaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de

cierto jardín; y ella, la enamorada, tenía -yo lo notaba- convulsiones súbitas en que estiraba

sus labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con

ser quien soy, no lo sé.

Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de diamantes hechos en un día; la

tierra abría sus grietas de granito como labios con sed, esperando el brillante

despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió

una roca y me dormí.

Desperté al rato al oír algo como un gemido.

De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las reinas de

Oriente, había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay! Y

queriendo huir por el agujero abierto por mi masa de granito, desnuda y bella, destrozó su

cuerpo blanco y suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos.

Heridos sus costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las

lágrimas. ¡Oh, dolor!

Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas la sangre

corría inundando el recinto, y la gran masa diamantina se teñía de grana. Me pareció que

sentía, al darle un beso, un perfume salido de aquella boca encendida: el alma; el cuerpo

quedó inerte.

Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semidiós de las entrañas terrestres,

pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos...

***

Pausa.

-¿Habéis comprendido?

Los gnomos muy graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra falsa,

hechura del sabio.

-¡Mirad, no tiene facetas!

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©Oscar Pizarro González 2011

-¡Brilla pálidamente!

-¡Impostura!

-¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!

Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de

arabesco, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho

sangre; y decían:

-¡He aquí! ¡He aquí lo nuestro, oh madre Tierra!

Aquello era una orgía de brillo y de color.

Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían.

De pronto, con toda la dignidad de un gnomo:

-¡Y bien! El desprecio.

Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los

fragmentos, -con desdén terrible- a un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva

carbonizada.

Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes resplandecientes,

empezaron a bailar asidos de las manos una farandola loca y sonora.

¡Y celebraban con risas, el verse grandes en la sombra!

***

Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién nacida, camino de una pradera

en flor. Y murmuraba -siempre con su sonrisa sonrosada!:

-Tierra... Mujer...

Porque tú, ¡oh madre Tierra!, eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro; y

de tu vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y

la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú, mujer, eres espíritu y carne,

toda Amor!

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El velo de la reina Mab

Rubén Darío

La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de

petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de

una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes,

lamentándose como unos desdichados.

Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos

habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros

unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos

cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes

cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro

encendido; y a quiénes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas

caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera.

Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al

otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.

***

La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:

-¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el

bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso

en la blanca y divina Venus que muestra su desnudez bajo el plafond color de cielo. Yo

quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la

estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el

cerebro, y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias!

Tú eres para mí soberbio y augusto como un semi-dios, en el recinto de la eterna belleza,

rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico chitón, mostrando la

esplendidez de la forma, en sus cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el

mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol,

oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las

Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el

colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi

pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy.

Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a medida que cincelo el

bloque me ataraza el desaliento.

***

Y decía el otro:

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©Oscar Pizarro González 2011

-Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris, y esta gran paleta del

campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He

recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana

y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la

luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo,

con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas.

He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero

siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para

poder almorzar!

¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el gran cuadro que

tengo aquí adentro...!

***

Y decía el otro:

-Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones.

Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de

Wagner. Mis ideales, brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la

percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden

aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de

mis escalas cromáticas.

La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde

el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita

cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio.

***

Y el último:

-Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y

para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso

que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del

celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada.

Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el

huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso,

y escribo la estrofa, y entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas,

porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y

los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y

de los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento

del buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de

miseria y de hambre...

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©Oscar Pizarro González 2011

***

Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo

azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y

pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la

vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e

impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza,

y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas

decepciones a los pobres artistas.

Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño

azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se

bailan extrañas farándolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín

viejo, de un amarillento manuscrito.

Dulcinea del Toboso

Marcos Deveni

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo

y de Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de caballería, porque era muy

alfabeta, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en

su presencia las gentes se arrodillasen y le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero

tenía treinta años y pozos de viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre

de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en

busca de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para

hacer méritos antes de casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la ventana

aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgo de los alrededores, un tal Alonso

Quijano, que a pesar de las viruelas estaba prendado de Aldonza, ideó hacerse pasar por

don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las

hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se

presentó delante de Dulcinea, Aldonza Lorenzo había muerto.

La inmolación de la belleza

Marcos Denevi

El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos,

sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía

un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas

horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en

una bola para ocultar su rubor.

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©Oscar Pizarro González 2011

Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de

rociarlo con agua o arrojarle humo -como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta

de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o

tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas

artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas

del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.

Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un

emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se

encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo

miraba algún envidioso, un bufón.

El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad.

Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje

miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros

fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.

Una señora

José Donoso

No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su

existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba

un barrio popular.

Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar

algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un

libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el

tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho

del vidrio para mirar las calles.

No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el

tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo,

misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido

antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese

conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa

deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la

esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero bostezó junto al

buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla cubierta por

un impermeable verde junto a mi rodilla.

Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en

indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación

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con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de

esa rodilla cubierta con un impermeable verde.

Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un

sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por

miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban

los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la

nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.

Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la

señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena

conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se

encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La

hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta,

dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios

exiguos.

Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó

del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a

pensar en ella?

No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.

Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el

tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás

de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte

de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el

cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me

antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un

instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó

bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables

verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar

de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra

acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la

calle solitaria.

Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El

movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para

discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus

oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con

todo esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera

extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el

resto de los habitantes de la ciudad.

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En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas

partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la

idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que

ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me

gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella

lo cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella

pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba,

pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo

grande, bastante vulgar.

Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo

un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de

concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos

que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de

importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de

cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa.

A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para

salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a

encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.

Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el

banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un

accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos,

como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un

sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras

de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que

al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles.

Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara

mayor intimidad.

Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban

con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono

acongojado:

-¡Imposible!

La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla.

Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.

Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para

preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas

cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.

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No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la

esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse

extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de

concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en

la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a

algunas personas que se me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la

señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa

semana.

Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para

quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de

varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero

no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo

momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al

cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no

apareció por parte alguna.

Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón

de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la

boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise

seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.

Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella

ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es

que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas

que habitan la ciudad.

Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba

muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi

barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal

peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos

para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el

aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a

morir.

Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.

Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue

madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose

más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto

con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y

movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el

jardín vecino. Un perro ladró.

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Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un

pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio

desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían

cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un

final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me

debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.

Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia

anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.

Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre

personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor.

Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una

tranquilidad especial.

Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.

A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es

más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que

voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa,

porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos

todos iguales.

El ahogado más hermoso del mundo

Gabriel García Márques

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por

el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba

banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la

playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de

cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un

ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena,

cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que

lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos

conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado

tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en

el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si

cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la

muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma

permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de

una coraza de rémora y de lodo.

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No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo

tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en

el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre

con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban

causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y

todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó

con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si

no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando el ahogado. Le

quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos

y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían,

notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas

estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron

también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de

otros ahogados de mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados

fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de

hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte,

el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban

viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa

bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más

altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado.

Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle

unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia,

para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo,

contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido

nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían

que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre

magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el

techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas

maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría

tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus

nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales

de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo

compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer

en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos

en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.

Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que

por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión,

suspiró:

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- Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no

podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con

la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol,

pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones

mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón

hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los

silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas

dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le

habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de

compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces

cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si

hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado

por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin

saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la

casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo ―siéntese aquí, Esteban,

hágame favor‖, y él recostado contra las paredes, sonriendo, ―no se preocupe, señora, así

estoy bien‖, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo

mismo en todas la visitas, ―no se preocupe, señora, así estoy bien‖, sólo para no pasar la

vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían ―no

te vayas, Esteban, espérate siquiera que hierva el café‖, eran los mismos que después

susurraban ―ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso‖. Esto

pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le

taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para

siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas

de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras,

alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más

deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban,

hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el

más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de

que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo

entre las lágrimas.

- ¡Bendito sea Dios –suspiraron-: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de

mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era

quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día

árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las

amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los

acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que

fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos

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se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la

orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más

cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas

picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando por aquí porque querían

ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle

una pulsera de orientación, y al cabo de tanto ―quítate de ahí, mujer, ponte donde no

estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto‖, a los hombres se les subieron al

hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar

mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo

iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla,

llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en

lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante

alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las

mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara,

y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho

Sir Walter Raleigh, quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con

su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente

podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos

pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó

con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de

que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera sabido

que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, ―en serio, me

hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como

quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto

de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre

que no tiene nada que ver conmigo‖. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los

hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo

que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y

otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para

un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos

vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más

flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta

gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las

aguas, y le dieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos,

tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser

parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza

del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas

de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente

escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la

desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al

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esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería,

y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró

la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron la necesidad de mirarse los unos a los

otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero

también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las

puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de

Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se

atreviera a susurrar en el futuro ―ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto

hermoso‖, porque ellos iban a pintar la fachadas de colores alegres para eternizar la

memoria de Esteban y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y

sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los

pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y

el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su

estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el

horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, ―miren allá, donde el viento es ahora tan

manso que se queda a dormir bajo las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben

hacia dónde mirar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban‖.

La lluvia de fuego

Evocación de un desencarnado de Gomorra

Leopoldo Lugones

Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.

Levítico, XXVI - 19.

Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles

atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.

Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un

trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...

A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de

cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban

en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no

decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.

Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de

abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar

largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre

ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el

golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.

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Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en

una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel

cobre? ¿Era cobre?...

Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no

caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se

levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las

chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado.

No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.

En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al

comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo,

corrido para evitar el sol, me resguardaba...

¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude

descubrir.

En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato

sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo.

Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino

de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había

podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he

dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.

¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis

jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes

muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al

anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.

La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres.

Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una

que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año...

Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin

elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho —lo digo sin orgullo— a

un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un

nuevo beso.

Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban

admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de

fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.

De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir

un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible.

Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa

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voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera

contener sus ayes.

Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no

desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había

desconcertado.

Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya

sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a

tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El

tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de

cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la

actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron

compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más

acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.

Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias

de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella

limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era

esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose

invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre —pero el firmamento

permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa

rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables

interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa

precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis

cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...

¿Huir? . . . Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del

desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento

leche cuajada, trigo tostado, miel agria...

Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el

desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco

visible, debía ser general.

No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo

discutía conmigo mismo, un poco enervado a la verdad por el letargo digestivo de mi siesta

consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí.

Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro.

En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con

ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi

acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía,

doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos.

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©Oscar Pizarro González 2011

Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario la

animación vespertina que era todo amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos

afanosos recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado a

comprar. Era todo cuanto quedaba de la grande amenaza celeste.

Más numerosa que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que

sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un

salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el

seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su

indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón erguido en su carro manejaba como si fuese

una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de

fieras: ayunta-mientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta

por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, a fe mía; y garantida la autenticidad

de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados

con opio y con asafétida.

Seguido por tres jóvenes enmascarados pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en

los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas.

También depilaba al oropimente y sabía dorar las uñas.

Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez,

pregonaba al son de crótalos de bronces, cobertores de un tejido singular que producía el

insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido los ciudadanos honrados.

Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron

conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la

ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de

aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente

borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había

aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas,

alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas,

excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los

transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se

bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques

palpitaba de parejas.

Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de

sueño.

Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un

rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un

latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda

vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.

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©Oscar Pizarro González 2011

La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso

vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire Por fortuna, mi

casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas.

Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso,

cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización

mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.

Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se

había ido. Envueltas las piernas en un cobertor de viso, acorazándome espaldas y cabeza

con una bañera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas.

Los caballos habían desaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor a mis

nervios, me di cuenta de que estaba perdido.

Afortunadamente, el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano,

atestado de vinos. Bajé a él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la

vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego

extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega

poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor

claro e insípido, de efectos instantáneos.

Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir,

la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso

todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre

incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena.

Subí a la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso a ella. Veía desde

allá lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no

se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, o explosión anormal. El ambiente

estaba rojo; y a su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima.

Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La

luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte

estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en ceniza. Sobre el lago flotaba un denso

vapor, que algo corregía la extraordinaria sequedad del aire.

Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como

el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras

flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá.

Mis pájaros comenzaban a morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles

agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al

fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá,

habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con

tendencia a salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías,

para cortar a mi agua toda comunicación con el exterior.

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©Oscar Pizarro González 2011

Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemaba en sus

domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y

la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de

una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los

edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la

quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor

infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas

que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras.

Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se

estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que

tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de

la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa

cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no

acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un

huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un

inefable pavor de eternidad!...

Bajé a la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero

enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga,

al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un

miedo que no sentía –estoy seguro– desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una

presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo,

allá en un rincón, sin rubor alguno.

No fue sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió

apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la

estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de

salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo a cada instante en modorras

que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá

cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna

era asaz lóbrega. Hasta llegué a comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En

cambio bebí mucha agua.

De repente mis lámparas empezaron a amortiguarse, y junto con eso el terror, el

terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado, sin prevenirlo, toda mi luz, pues no

tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, traerlas todas conmigo.

Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba a

llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo

era preferible a morir asfixiado como una alimaña en su cueva.

A duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor

cubrían...

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©Oscar Pizarro González 2011

...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía.

Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era

colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban

aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya

crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta,

muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.

La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el

regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una

curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie y asiéndome de las adarajas

pude llegar hasta su ápice.

No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho a un escorial

volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de

fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un

arenal de cobre. En las montañas, a la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste

condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire

durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba a agobiarme con

una honda desolación cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las

ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía a mí.

No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino a

sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero

apuñaleando a su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía.

Asegurado a este respecto, empecé a interrogarlo. Todos los barcos ardieron, los

muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en

voz baja, no me atreví —ignoro por qué— a levantar la mía.

Ofrecíle mi bodega, donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos,

todo el vino...

De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una

carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama o de

Seboim.

Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como

peligroso.

Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían a la

ciudad como a un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo.

La sed y no el hambre los enfurecía, pues pasaron junto a nosotros sin advertirnos.

¡Y en qué estado venían! Nada como ellos revelaba tan lúgubremente la catástrofe.

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©Oscar Pizarro González 2011

Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los

ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo

y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre —todo

aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las

inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos.

Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente

reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también, hasta que sentándose

por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de

desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse a rugir.

Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda

era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una

evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto a

alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba a sus terrores de muerte, el

pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cuotidiano, el cielo eterno, el

desierto familiar, ¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea

de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte

de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había

estado cayendo la lluvia infernal; y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa

tremenda que causaba su padecer. Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que

conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la

catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio,

la eterna sed...

Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó a llover de nuevo, más

compacto, más pesado que nunca.

En nuestro súbito descenso, alcanzamos a ver que las fieras se desbandaban

buscando abrigo bajo los escombros.

Llegamos a la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas; y comprendiendo

que aquel nuevo chaparrón iba a consumar la ruina, me dispuse a concluir.

Mientras mi compañero abusaba de la bodega —por primera y última vez, a buen

seguro—decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar

inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su

limpieza.

Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar apenas

turbado por la curiosidad de la muerte.

El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi

existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la

limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme.

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©Oscar Pizarro González 2011

Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la

bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la

puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios, y...

Caballo imaginando a Dios

Augusto Monterroso

"A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por

un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los

otros días el caballo.

Todo el mundo sabe -continuaba en su razonamiento- que si los Caballos fuéramos

capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete."

Dejar de ser mono

Augusto Monterroso

El espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han

descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces

de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono diligente que a fuerza de teclear una

máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente, los sonetos de Shakespeare. Tal

cosa, como es natural, llena estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca

nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes compraban las

cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las

Casas pudo convencer a los europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma

porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.

El burro y la flauta

Augusto Monterroso

Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta

que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el

sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.

Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y

ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el

uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.

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El dinosaurio

Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

La mosca que soñaba que era águila

Augusto Monterroso

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se

encontraba volando por los Alpes y por los Andes.

En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le

causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo

demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo

ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias

humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.

En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho

menos.

Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar

montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan

inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes

en la almohada.

La rana que quería ser una rana auténtica

Augusto Monterroso

Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se

esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su

ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día

o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de

la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro

recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

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Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus

piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada

vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr

que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las

comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que

parecía pollo.

No le digas que la quieres

Senel Paz

Arnaldo enteró a todo el mundo de que aquella noche yo me acostaría con una

mujer. Claro, no les dijo que era Vivian, pero vaya, alguien tuvo que imaginárselo porque

en esa escuela nadie es bobo. Entonces aquel día esperé a que todos se bañaran y cuando no

faltaba nadie y nadie me iba a apurar, entré a bañarme yo, con toda mi calma. Me

restregaba bien duro, jabón una y otra vez, uña, enjuagándome, enjuagándome. Los rusos,

ellos son muy buenos, los que nos defienden a nosotros, pero hacen unos jabones muy

apestosos. Pensaba que a lo mejor ella me olería aquí, allí, me tocaba, no sé, seguramente

me iba a tocar y quería estar bien limpio y oler bien y repasaba mentalmente los lugares

donde a mi vez la besaría, donde tenía que besarla, según Arnaldo, para que nunca me

olvidara, para que nunca olvidara esta primera vez con un hombre, conmigo, y que cuando

sea incluso una viejecita al pensar en mí me tenga en un alto concepto. Entonces Arnaldo

me había explicado tres o cuatro cosas que hay que hacerle a las mujeres, y sobre todo me

explicó que nunca, por nada de la vida, le dijera que la quería, ni en el momento supremo,

porque si una mujer sabe que tú la quieres, mira, ahí mismo te perdiste, te coge la baja y te

hace sufrir lo que le dé la gana. Pero aquel día yo cantaba y todo. Me restregué las orejas,

por aquí, por allá, me lavé la cabeza con shampoo, tres veces, me froté la espalda, me afeité

de lo mejor, me cepillé los dientes y la lengua, ya te digo. Quede que brillaba y tenía una

contentura tan grande que me sonreía cada vez que tropezaba conmigo en el espejo y me

hacía señitas como si fuera un Charles Chaplin o alguien así porque imagínate, sabía lo que

iba a pasar, y era la primera vez, y era con Vivian y, te lo juro, trataba de no pensar en nada,

no adelantarme a los acontecimientos y respetarla con la mente. Pero tú sabes cómo es la

mente de uno, la mente mía, que a la mente mía tú le dices no pienses esto porque es una

falta de respeto y ella te dice: ― Sí, sí no lo voy a pensar.‖ Mentiras, es lo que más piensa.

Entonces figúrate, me di cuenta de lo que la mente mía estaba pensando, pero yo quería

respetar a Vivian y no quería adelantarme a los acontecimientos. Sin embargo, mi mente,

te digo, estaba pensando eso; y el sexo, él solo, se me fue embullando, y lo que hice fue

agarrarme fuerte del lavamanos y concentrarme bien e imaginarme un campo de florecitas,

bien extenso, muchas florecitas, y se me pasó, y la respeté, porque cuando yo me excito por

gusto o en un lugar donde no debe ser, en el aula, vamos a decir, un ejemplo, pienso en

florecitas y me da resultado. Pero tienen que ser amarillas.

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Entonces aquel día estaba en el baño, te lo dije, muy contento y sintiendo esa

emoción que yo siento cuando pienso en Vivian, y otras emociones, y ya había acabado y

estaba resplandeciente cuando abrí la puerta, aquel día. Alabao, todo el mundo estaba

esperándome, tan calladitos que no los había oído, formados en una doble hilera que iba

hasta mi cama, la corte esa que va a despertar a los reyes. ―¡Eheeéeeeh!‖, me recibieron,

aquellos bandidos, y almohadazos y pescozones. Traté de cerrar. ―¿Así que te ibas a hacer

el hombre sin decírselo a los socios, eh?‖ ―¡A perfumarlo!‖ Me cargaron en cueros y me

subieron a una silla. ―¿Le untamos betún en los huevos para que le brille?‖ ―No, caballeros,

eso no que se demora‖ ―¿Y pasta de dientes en los sobacos?‖ Decidieron que no estaría

elegante con mi camisa de salir, qué calladito me lo tenía ¿eh?, sino con el pulóver lilita

que le trajeron a Jorge de Checoslovaquia, ¿había tomado ostiones, eh? Me echaron como

cinco tipos de desodorantes y perfumes, me obligaron a comer un caramelo de menta para

que tuviera buen aliento. ―Yo no tengo mal aliento, ¿quién dijo eso?‖ ―La menta también

sirve para otra cosa, bobito.‖ Me llevaron hasta el espejo y cuando se cansaron de peinarme

opinaron que no había actor de cine mejor tipo, parecía primo de Alain Delon. Revisaron

mi cartera y agregaron la contribución de los socios. Estaban burlones, amigos, envidiosos,

pero eran como las tres, caballeros, tarde, y me dejaron, aquellos bandidos. Arnaldo me

explicó una vez más cómo tenía que hacer para que en el lugar no notaran que era novato, y

me deseó suerte, mucha suerte, que cuando regresara lo despertara y le contara, y que no le

dijera a Vivian que la quería, mira que a mí se me notaba que podía caer en esa debilidad,

que no se lo dijera. Lo dice porque le he contado que cuando nos besamos yo veo chispas,

flores, fuegos artificiales, qué sé yo la maraña que se me forma en la cabeza cuando beso a

Vivian y me parece que doy vueltas en un tiovivo. ―No, jodas, David. Qué chispas ni

tiovivos. Lo que tienes es que resoplar como caballo, sacar la lengua, decir puta, yegua y

empujar con toda tu alma para que te sienta el bulto. Eso es lo que les gusta.‖ Yo todavía

dudaba, te lo digo. No, a esa hora empecé a dudar más que nunca y a ponerme nervioso.

Quería que el tiempo echara para atrás y que no llegara el momento, a esa hora. Me

preguntaba si estaba haciendo bien, si hice bien al exigirle esto a Vivian, si era quererla

como yo la quería. Pero ya no podía arrepentirme. No había modo. ¿Arnaldo que pensaría?,

¿Vivian qué pensaría? Y ahora lo sabían los otros. ¿Comprendes que no podía

arrepentirme? Al menos que me diera un dolor de estómago muy grande, de apendicitis o

algo así, o que empezara a llover de verdad. Pero nada, y me acordé de los flanes, de eso

me acordé. A mí no me gustaban estos dulces, o no me gustaban especialmente, pero aquí

en la escuela los sirven a menudo y su movimiento suave, su modo de ser erectos, su color,

esa manera en que te miran los flanes con ganas de que te los comas, a mí me recuerdan los

senos de Vivian, dirías que estoy loco, sus senos son tan lindos que caben en el hueco de mi

mano, en un solo beso de mi boca, y me como tres, cuatro, cinco flanes, los cambio por el

pescado. Aunque no sé si fue en ese momento que me pasaron los flanes por la cabeza o si

fue después, cuando llegué a su albergue, que me salió vestida de negro. Una rubia vestida

de negro es lo más lindo que hay. O de verde. Y tampoco podía echarme para atrás porque

tenía un compromiso político. Sí. El año pasado me eligieron joven ejemplar, pero no

quedé militante de la Juventud porque me faltaba madurez, dijeron, y tenía que trabajar,

me dieron un año para que trabajara y adquiriera la madurez, leyera los periódicos y

estuviera al tanto de la situación internacional. Y yo hacía todo eso, podía enumerar por

continentes los golpes militares y las injusticias cometidas por el imperialismo en el último

semestre, hasta que llegó Vivian al aula, que ya te dije cómo me puse. Nadie me había

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advertido que teníamos una compañera nueva y cuando entré al aula la vi, así de repente.

Tuve que sentarme. Había oído decir que las muchachas lindas daban mareos, pero no sabía

que era verdad. Y entonces en la asamblea de los ejemplares, muchacho, no alcancé ni

nueve votos. Una hora ahí criticándome, diciendo que había perdido condiciones y que cuál

era mi opinión porque lo importante era que ya aceptara las críticas, que las interiorizara

como dice el compañero de la Juventud, y yo dije que sí, que las aceptaba, que las

interiorizaba, pero me fijé en todo el que no votó por mí. Javierito no votó. Después

Arnaldo me dijo que guardar reservas era peor, que admitiera que yo no atendía a clases,

que el mundo me importaba un pepino y que me pasaba la vida detrás de Vivian. Así, ¿qué

militante comunista podía ser? ―Aparte de que tú no tienes combatividad, David. Tu oyes a

alguien expresando una idea incorrecta y no le sales al paso.‖ Yo y Arnaldo en un rincón

analizando estas cosas. A él lo mandaron a hacer trabajo político conmigo, me di cuenta en

seguida, y lo sentía porque lo quiero como a un hermano, pero la tarea le iba a quedar mal,

hasta que dijo: ―¿Sabes lo que a ti te pasa, compadre? Tu problema con Vivian‖ ―¿Qué

problema con Vivian, mi socio? Déjate de esas. Yo no tengo ningún problema con Vivian,

para que lleves carta.‖ Yo no hablo así pero en la escuela hay que hablar así, y atajando a

Arnaldo porque sabía por donde podía venir. ―Sí, chico –se suavizó él-, Vivian es una

mujer que exige mucho, y las relaciones de ustedes han llegado a un punto, han alcanzado

un desarrollo, cómo decirte... Vaya, que se tienen que acostar o más nunca serás militante.‖

―Párate ahí, ¿de qué clase de mujer crees que estás hablando? Yo la respeto y ella me

respeta. Nosotros nos respetamos.‖ ―Vosotros os respetáis, pero debéis acostarse. A mí no

me quieras tupir con tu carita de santo y tus poesías. Sí, escribes poesías, pero a la hora de

buscar novia te buscaste una con tremendo culo.‖ ―Oye lo que te voy a decir, yo no te

permito...‖ ―Tremendo culo bien, tremendo culo. Si te tira un peo en la cara te tumba los

dientes.‖ Arnaldo es así y no se puede discutir con él. ―Además-continuó-, éste es un país

en peligro. ¡Qué bonito que mañana nos invadan los yanquis y tu caigas en combate así, sin

haberla visto!‖ Lo miré, ese argumento si era para tenerlo en cuenta. Me tiró el brazo sobre

los hombros y echamos a caminar. ―¿Tú sabes lo que pasa? Que ahora no es como antes. En

el capitalismo cumplías los trece o catorce años y tu papá o un hermano tuyo te llevaba a un

prostíbulo y ya, empezabas. Ahora no, porque eso era una lacra social y hubo que

eliminarlo, yo estoy de acuerdo. Pero, ¿sabes qué?, que nosotros nos quedamos en el aire.

En ésa no pensó nadie. Debieron haber dejado un prostíbulo, uno solito, pedagógico, para

los estudiantes, ¿no crees?‖ Lo miré no muy convencido y tratando de adivinar adónde

quería llegar. ―Entonces uno se tiene que acostar con las novias, y no hay problemas.

El Manifiesto comunista dice que en el socialismo el amor es libre.‖ ―El Manifiesto

comunistadice eso? ¿Qué el amor es libre? Voy a leerlo.‖ ―Léelo, léelo, que dice otras

cosas, además.‖ ―Con Vivian no se va a acostar más nadie.‖

Me quedé pensando en todo esto. La cosa política, quiero decir, y cuando estuve

solo juré que, sin dejar de pensar en Vivian, no iba a tener más fallas ni egoísmos en mi

comportamiento social. No le juré eso al Che, porque el Che no es un santo ni nada, pero

me estaba acordando de él cuando me lo prometí a mí mismo. Claro que no era esto lo que

yo pensaba cuando iba a recoger a Vivian aquel día. No. Yo pensaba en ella y la veía como

me arreglaba el menudo para que no me siguiera sonando en el bolsillo al caminar.

Recordaba nuestras conversaciones, las volvía a conversar, esas interminables

conversaciones nuestras en el aula, en los recreos. Gracias a ella sé de memoria el nombre

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©Oscar Pizarro González 2011

de sus familiares, los cumpleaños, y ella el de los míos, la disposición de su casa, los

lunares que tenemos. Nos hemos contado millones de veces cómo están ordenados nuestros

albergues, quién duerme en cada litera, si roncan, si comparten la comida, los militantes

que consideramos buenos de verdad. Hemos hablado y hablado: del director, de los

profesores, de la escuela, de lo que haríamos si de pronto vemos a Fidel. Le he contado casi

todo lo que sé de lo que significa ser hombre, cómo es el desarrollo de nosotros, que las

tetillas me dolieron como loco a los doce o trece años y que no hay como un golpe en los

testículos y ella en los senos, que su primera regla fue a los doce y que el huequito por

donde orina es otro. ¿Tu no hablas esas cosas con tu novia? Nosotros sí, y nos escribimos

en las últimas páginas de las libretas, de las mías porque con las suyas es muy celosa. Las

tienes forradas y sobre cada forro una fotografía del Che. Lo miramos a veces, al Che.

―¿Dónde estará ahora?, me pregunta. ―En un lugar de América.‖ Estaba en Bolivia pero no

lo sabíamos. ―A veces pienso que puede pasarle algo.‖ ―¿Al Che? No, muchacha, no. ¿Tu

eres boba? Sus ideales son justos, él lucha por la libertad de los pueblos.‖ Y mientras

conversábamos nos mirábamos de cerquita, a los ojos, su boca tan roja, qué boca tiene

Vivian, y nos tomábamos las manos para saber si las teníamos frías, para ver quién las tiene

más grandes, y siempre era yo, para estudiarnos las líneas de la vida y de la muerte. Todo

eso disimulando, ¿tu entiendes?, porque cuando esto todavía no éramos novios. A ella le

gustan Los Beatles y Silvio Rodríguez y a mí sólo Los Beatles; aunque no sé si será

correcto porque son americanos o ingleses. Lo que más le gusta de Silvio Rodríguez es que

siendo revolucionario anda con melena y la ropa sucia. ―Eso es ser hippie, rebelde por

gusto, en nuestra sociedad no hay que protestar‖, me incomodo a veces, pero ella lo

defiende. ―¿No comprendes que lo que quiere decir es que nosotros somos como nosotros y

que no nos planifiquen tanto las cosas?‖ ¿Y te acuerdas de aquel día terrible? Le había

dicho que teníamos que conversar, teníamos que vernos en el receso. Iba a enamorarla. No

podía seguir sin enamorarla y quería encontrar una forma bien original. Arnaldo enamoró a

una muchacha jugando a adivinar palabras en una libreta. Le escribió Me gustas, la M y los

guiones, y ella lo adivinó; pero Vivian en cuanto comprendió lo que decía no quiso seguir.

En una novela leí que una muchacha le dijo al muchacho, ofreciéndole las manos: ―Léeme

el destino.‖ Y él le contesto: ―Tu destino no está en tus manos sino en las mías.‖ Oye, qué

lindo eso, compadre, ¿por qué no se me ocurrió a mí? Entonces cuando llegamos a la

escuela, aquella mañana, todo el mundo estaba formado en el patio central y la gente

guardaba silencio como jamás se había logrado en aquel patio, la mañana ésta. La busqué y

la miré de lejos, queriéndole decir que en el receso íbamos a hablar aquella cosa tan

importante, ¿se acordaba?; pero ella lo que me preguntó con los ojos fue: ―¿Qué pasa?,

sabes qué pasa?‖ Y entonces yo también comprendí que pasaba algo. Los profesores

estaban bajo los almendros, lo sabían y era terrible. Algunas maestras lloraban. ¿Vendría

una invasión americana? El director subió a la tarima y nos miró a todos, atentos a él. Si

hubieras visto aquella mirada del director. Ya no quedaban dudas de que algo grave había

ocurrido, pero ¿qué era? El director, nervioso, dio unos golpecitos en el micrófono, que

funcionaba perfectamente y no necesitaba que nadie lo golpeara, y es que no podía, no le

salían las palabras y nos miraba, hasta que finalmente lo dijo de un tirón: ―Mataron al Che

en Bolivia. Iremos a la Plaza a una velada solemne, la mayor disciplina, vayan para las

aulas.‖ Así dijo, Vivian se recostó a mi hombro, Oí que lloraba. ―Sabía que eso podía pasar

uno día‖, dijo, y nos fuimos hacia el aula, sintiéndonos mal, viendo la mirada del Che en

todas partes, su sonrisa, cuando dice en el imperialismo no se puede confiar ni un tantico

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©Oscar Pizarro González 2011

así, como si camináramos bajo un cielo de imágenes del Che y en cada hoja de los

almendros hubiera imágenes suyas y una lluvia. María se nos unió. ―¡Ay Vivian, ay

Davisito!‖, dijo, y los tres nos fuimos abrazados. Qué tristeza sus libretas. Quitó los forros

y los guardó en silencio. Finalmente dijo que no lo creía, no lo creía de ninguna manera

porque no, no podía ser. ―Ojalá, Vivian, pero figúrate, ¿estás loca?‖ De todos modos nos

quedamos con algún pedacito de ilusión, hasta que estuvimos en la Plaza, todos en la Plaza,

y el Fidel más triste del mundo dijo que sí, que al Che lo habían matado en Bolivia pero

que nosotros no podíamos morirnos por eso ni por nada, y regresamos a la escuela, ella y

yo tomados de la mano, no porque fuéramos novios, no, sino para ayudarnos. Y no la

enamoré esa semana, creo que tampoco lo otra, no me acuerdo. Y no por nada, se me

quitaron los deseos...

Pero bueno, aquel otro día tenía puesto el vestido negro que te dije fuimos al cine y

cuando salimos del Payret qué linda estaba la noche. Había llovido y había luces y colores

y ¿mucha gente y humedad y caminaba a mi lado apretada contra mí, con el pelo suelto.

―¿Por qué vamos tan de prisa? ¿Qué te pareció la película? Vamos a comentarla.‖ Y

empezó a decir su parecer, el enfoque social no se qué cosa. Yo ni la oía ni había visto la

película y el corazón se me quería salir porque en el cine, imagínate, se me ocurrió

acordarme de que hay parejas, dicen, que la primera vez no pueden: ella coge miedo, tiene

unas hemorragias tremendas y hay que llamar a la ambulancia o él no reacciona porque se

pone nervioso, los nervios no lo dejan. Si mis nervios me hacen eso los mato. Y le dije:

―No vamos para la escuela.‖ ―¿Y para dónde vamos?‖ ―A un lugar.‖ No le había explicado

nada más desde que hablamos. ―Es aquí‖ Entramos a un edificio, rápido, hablé con un

hombre, rápido, pasamos puertas, pasamos puertas, pasamos puertas, la llave no quería

abrir, no quería abrir, abrió y entramos... Me quedé contra la pared, oyéndome el corazón.

La luz estaba encendida y Vivian avanzó dos o tres pasos, se detuvo, cambió la cartera de

mano, así como cambia ella la cartera de mano. El cuarto era alto y feo, horrible, para qué

te cuento. Había un escaparate pequeño, sin puertas y con percheros de alambre todos

jorobados. Sobre una mesa despintada, una palangana con agua, una jarra de aluminio, dos

vasitos soviéticos, papel sanitario y jaboncitos de olor. La luz amarillenta proyectaba las

figuras contra las paredes, en las que había dibujos y palabras groseras. Ella fue hasta la

ventana, que estaba abierta, y leí sobre su cabeza, pero lejísimos, ocultándose un poco en su

pelo, ese letrero rojo que dice Revolución es construir y que está sobre algún edificio de la

Habana. Lo leía como cinco veces y no me atrevía a hablar. En la ventana también estaba la

luna y eso y unos celajes que le pasaban por delante. Era lindo, no pude dejar de fijarme, y

de repente me calmé un poco. Yo sé que nosotros ya no tenemos que mirar la luna, que eso

es ser romántico y dulzón, esta parte yo no se la cuento a Arnaldo, pero se veía lindo, tú, te

lo juro, y Vivian se volvió, lentamente. Qué impresión me hizo. Como nunca. Cierro los

ojos y la veo. Qué linda estaba, tú, qué linda. Estoy tan enamorado de ella que me da

vergüenza, si no te lo contaba: los dolorcitos en el corazón, las cosas que hago. Me

preguntó con una voz terrible: ―¿Esto es una posada, verdad?‖ Iba a responder que no, a

decirle que era un hotel malo, de segunda, pero le dije la verdad. ―Sí.‖ Un sí chiquitico. Me

dio la espalda. ―Es lo que dice mamá: yo soy mala, en mí no se puede confiar: Ella

creyéndome muy tranquila en la escuela y yo en una posada, con mi novio.‖ Me fui

acercando, no sabía qué decir, qué hacer, imagínate, tenía razón, para uno no es lo mismo,

si yo le digo a mi mamá que estoy en una posada con una mujer se pone contentísima, y

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empecé a sentirme mal, a arrepentirme de haberla llevado, a comprender su situación.

Menos mal que me acordé de lo que dice Arnaldo, que a las mujeres no se les puede coger

lástima porque ni a ellas mismas les gusta eso. Se viró, tú, con los ojos muy abiertos. ―¿No

tenías otro lugar adonde llevarme?‖ No tenía, no, ¿qué sabía yo de esos lugares?, yo

también era la primera vez. Me dolió que me hablara así , que no me comprendiera, y me

sentí peor. ―Si tú quieres -le dije-, si no te gusta el lugar, nos vamos y no me pongo bravo

ni nada.‖ Y la abracé, para ayudarla a no estar sola, a no sentirse culpable ella sola, en todo

caso el culpable era yo, ¿no?, y para decirle que sí, estaba allí pero con un hombre que,

bueno, la quería tanto, era el hombre de su vida, y entonces el lugar no tenía esa

importancia. También ella me abrazó y me quería y quedé frente a la ventana abierta y leí

de nuevo el letrero de Revolución es construir. ―No nos pongamos nerviosos –dijo- , sólo

que es una pena que tengamos que hacerlo en un cuarto tan feo.‖ De verdad, tú, esos

lugares debían ser más lindos, y no que uno siente que está haciendo algo malo. Luego

apagó la luz, a las mujeres les gusta la luz apagada, y se fue desvistiendo. Qué lindo se

quitó la ropa, no te figuras, y se sentó al borde de la cama. La claridad que entraba por la

ventana, de la luna y eso, la iluminaba. Me quité el pulóver. Oí como el pulóver cayó al

piso y me sentí satisfecho de haberme puesto el pantalón negro, no el otro, porque la

portañuela del negro es de ziper, y me gustó tanto el ruido del ziper, me sentí tan varón al

descorrerlo delante de una mujer y saber que también ella lo había escuchado, y al pantalón

que bajaba por mis muslos, salía de mis piernas, caía al piso y estábamos ambos desnudos,

sin mirarnos, un poco amarillentos por la luz, un poco rojos, sin saber mucho qué hacer.

Temíamos que en ese momento se abriera la puerta y aparecieran el director de la escuela,

su mamá, el Ministro de Educación, escandalizados, y la mamá gritara: ―Ay, Dios Santo,

Virgen del Cielo, Gran Poder de Dios, lo que está haciendo mi hija. Si el padre la agarra la

mata.‖ Te lo juro. Esperamos, esperamos y no apareció nadie. Me acerqué, nos abrazamos

como por primera vez en el mundo, y fuimos dejándonos caer sobre las sábanas.

Empezamos a deshacer torpezas, a adivinar, a dejarnos llevar por una brisa que soplaba,

fuerte olor a mar. El instinto nos guiaba y no nos pareció que estábamos suficientemente

abrazados hasta que aparecieron las flores. Había flores húmedas en todo el cuarto:

acolchonaban el piso y la cama, pendían del techo, sobresalían del descanso de la ventana.

Pusimos atención y nos llegaron los pequeños ruiditos del amor: un río lejano, caracoles,

dos hojas, y estaban también nuestros cuerpos, su piel y la mía, nuestros labios y manos y

ojos y pelo. Nos estábamos bebiendo tanto que vimos lo mismo: dos niños que corrían un

amanecer, cuesta arriba, por un prado de brillantes girasoles. Iban asustando mariposas.

Ella llevaba una sombrilla, él una espada y un tambor, los dos vestidos de blanco y tomados

de la mano. Cuando comenzó la lluvia se lanzaron sobre los girasoles, pero no se

hundieron, quedaron flotando y comenzaron a girar, perseguidos por las mariposas,

abrazados y como si los arrastrara una corriente, hasta quedar varados entre raíces de un

árbol, y ella vio que él se erguía, levantaba la espada, que brilló en lo alto, destellos

azulados, y sintió que la mataba y que la corriente se los llevaba de nuevo, se los llevaba,

hasta un remolino, y mientras descendían entre hojas y limos iban viendo y pronunciando

todas las palabras: pomarrosa, hojarasca, arena, zaguán, obelisco, conejo, palmarreal, jícara,

almidón, paloma... y cuando la última palabra posible se desprendió y se perdió estaban

tendidos bajo el mismo árbol, abandonados allí por la resaca, y de las ramas colgaban

hilachas de luz, y nosotros dos, Vivian y yo, nos moríamos en otra parte, o allí mismo, muy

lejos o muy cerca, y en el último instante vimos sentimos que los niños se incorporaban y

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se alejaban, tomados de la mano. Olvidaban la sombrilla y el tambor. Pasaron sobre

nosotros, ella le dijo algo a Vivian, alto porque ya iban distantes, y él me dijo a mí, o

cantaban, contentos, diciéndonos adiós, sin volver al rostro, felices y cada vez más lejos,

más lejos, hasta que se perdieron, se perdieron.. Y nosotros Vivian y yo, poco a poco

fuimos resucitando. Nos volvieron las palabras, la respiración, y me moví sobre ella, que

sonrió, ya sin fuerza para mantener las manos en mi pelo. Me incorporé, algo, y no entendí

lo que sentía: una música lejana, un aleteo en el pecho. Me incorporé, aún más, mire en

derredor, allí, vi el pelo de Vivian desparramado en la almohada, su sonrisa, los senos, los

ojos abiertos pero cerrados, de los que goteaba un brillo, y aunque me acordé de Arnaldo no

pude y se lo dije. Te quiero, le dije, me abracé de nuevo a su cuerpo, y una bandada enorme

de pájaros levantó el vuelo en mi mente, como una estampida.

A la deriva

Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó

adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma,

esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban

dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más

la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las

vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un

instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a

invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada

hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el

hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado

desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica

sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos

puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel

parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró

en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

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Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no

había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro

dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre

gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una

monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a

la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la

par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la

frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.

Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río,

que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a

Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río;

pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de

sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que

reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo

vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El

hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda

a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo

fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,

exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza

del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para

llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

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©Oscar Pizarro González 2011

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien

metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de

basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna

muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones

de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer,

sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo

un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se

sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en

lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía

fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó

que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya

nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú?

Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se

había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer

sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una

pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre

sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez

mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón

Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses

y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en

Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.

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©Oscar Pizarro González 2011

El almohadón de plumas

Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro

de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a

veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba

una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte,

la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más

expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del

patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de

palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas

paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los

pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su

resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había

concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa

hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró

insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín

apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con

honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,

echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el

llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó

largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció

desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y

descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una

gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,

llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha

agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba

visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en

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©Oscar Pizarro González 2011

pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi

en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con

incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y

proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba

en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que

descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no

hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó

de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se

perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo

rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su

marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra

sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se

acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última

consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la

muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay

que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía

siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada

mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la

vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada

en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la

abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que

le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos

que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

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©Oscar Pizarro González 2011

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las

luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio

agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor

ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,

miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen

de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a

ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil

observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,

lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del

comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la

sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a

los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había

un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le

pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente

su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura

era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su

desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco

días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en

ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente

favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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©Oscar Pizarro González 2011

La gallina degollada

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del

matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían

la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba

paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.

Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz

enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían

al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con

alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía

eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose

la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un

sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas

colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se

notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los

tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y

mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos

enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un

mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles

de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de

matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que

tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles,

y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa

atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades

de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero

la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado

profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su

madre.

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©Oscar Pizarro González 2011

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su

primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse

en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.

Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un

soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el

pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener

sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.

Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los

dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía

idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor

estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su

apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más

belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de

redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto

por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran

compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad,

no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun

sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de

los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.

Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían

entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en

cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos

pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de

nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera

aplacado a la fatalidad.

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©Oscar Pizarro González 2011

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón

de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la

parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante

las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar

a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había

la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las

manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus

hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No

faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería

decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

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©Oscar Pizarro González 2011

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables

reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando

siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su

complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala

crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita

olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la

hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija

echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.

Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor

contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse

perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es,

cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua

falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía

mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La

sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban

casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota

caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas

que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y

fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes

pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

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©Oscar Pizarro González 2011

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa

a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que

querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha

muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos

tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,

pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu

pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló

instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido,

y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente

una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los

agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las

emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada

largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una

palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,

ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la

sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había

aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo

como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados

uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno

perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,

naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado

era su humor con los monstruos.

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—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su

banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el

matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un

momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había

traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos,

más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de

cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba

pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla

desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto

topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba

pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la

cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con

el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija

en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula

bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La

pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del

otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados

en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de

sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,

apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna

hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta,

arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

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©Oscar Pizarro González 2011

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se

despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le

heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la

cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó

un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del

padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido

como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la

cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

Más allá

Horacio Quiroga

Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que

tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me

dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina,

aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semana antes:

-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que

decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que

me visite?

Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me

detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro

afuera, lanzándome de atrás:

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©Oscar Pizarro González 2011

-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?-

preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre

esto.

Esto dijo papá.

-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca

más les volveré a hablar de él.

Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y

de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él

estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría

en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre?

Nosotros lo éramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.

-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.

Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi

ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un

instante?

Morir era preferible, sí, morir juntos.

Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para

cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la

desesperación de no volverlo a ver más.

Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el

sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.

No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de

morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del

pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis

ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.

No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida

porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro

y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar,

comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de

haber llegado a ser su novia, su esposa.

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©Oscar Pizarro González 2011

A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media

entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos

que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme...

¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron.

Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si

hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.

Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me

estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.

¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!

El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos

abrazados a la tumba.

-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo

tanto que te llevo conmigo.

-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.

No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a

contemplar nuestra agonía? ¿Que golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?

-Me han seguido y nos vienen a separar... -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.

Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente

pues en ese momento perdía el conocimiento.

***

Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde

apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue

sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo.

Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.

¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie

como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi

encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que

rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de

habernos encontrado.

Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que

yo estaba como él: muerta.

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Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento.

Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi madre desesperada me

sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.

Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva

nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros,

muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por

el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?

-¡Amada mía!...-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad

de ahora!

-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más,

¿verdad?

-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.

-¿E irás todas las noches a visitarme?

Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que

debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no

pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.

Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros

cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues

pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los

dedos muy rígidos.

Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra

vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras,

amenazando hacer rodar a todos con ellos?

¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida

misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes... no había

podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues

iría a casa como novio mío.

-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.

-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.

-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche,

Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!

-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?

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©Oscar Pizarro González 2011

-Sí. Hasta luego, amor mío...

Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de

la primera cita de amor que se repetiría esa noche.

***

A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en

casa, de visita!

-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán

-Claro que no... ¿Estás tú allí?

-Sí.

-¿Muy desfigurada?

-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!

Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz

muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver

durante horas y horas desde la esquina.

-Estás muy parecida -dijo él.

-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo,

arrullándonos.

Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con

curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de

Luis.

-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?

En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se

acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí,

lo acompañaban.

-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas

-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón ... Como

estábamos al morir.

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-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el

rostro excavado de dolor de sus hermanas:

-Pobres chicas... -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez

por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué

dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.

Enterrándonos... ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de

hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros

cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin

embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos

una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.

-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.

-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.

Y nos olvidamos otra vez de todo.

***

Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos

veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera

retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la

puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media,

aun las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra

yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida,

paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.

Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro,

asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en

la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en

desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.

Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi

amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun

encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y

transparente, que nos separaba a mil leguas.

Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe

paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro

idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender

nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y

más amantes.

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©Oscar Pizarro González 2011

Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del

cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos

sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde

brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de

nuestra muerte; nada más.

-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -

añadió después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos

epitafios.

Dijo, y quedamos otra vez callados.

Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la

impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin

redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la

realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos

llamas de un mismo amor.

Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca

nuestra felicidad sin nubes.

Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin

otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no

diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de

haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce

cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir

que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin

hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que

sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez,

al irse, acortábamos más la despedida.

Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera

decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría

cualquier cosa, para evitar mirarlo.

Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se

despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo

las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por

nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:

-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba

desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra

situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos

recobraron la clara ternura de otras veces.

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©Oscar Pizarro González 2011

-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.

-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.

Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta

palabra nunca más.

Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca

antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no

podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un

metro uno del otro.

¡Ah! Preferible era...

La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis

rodillas.

-Mi amor -murmuró.

-¡Cállate! -dije yo.

-Amor mío -recomenzó él.

-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez ...

Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se

encontraron por primera vez desde muchos días atrás.

-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?

-Tú lo sabes bien -respondí yo.

-¡Dímelo!

-¡Lo sabes! ¡Me muero!

Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En

ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de

amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de

lo imposible.

-Me muero... -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo

comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo

rato.

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©Oscar Pizarro González 2011

-No nos queda sino una cosa que hacer... -dijo.

-Eso pienso -repuse yo.

-¿Me comprendes? -insistió Luis.

-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me

dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.

¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que

podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un

ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad!

¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir!

¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar,

cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro

de un amor!

Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto

una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera

dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros

fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto

sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.

Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse

sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio,

tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias

vulgares, y nos aguarden.

De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos

ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me

desvanezco...

El vaso de leche

Manuel Rojas

Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía

en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes.

Con la otra mano atendía la pipa.

Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el

mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos,

distraído o pensando.

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©Oscar Pizarro González 2011

Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:

-I say; look here! (¡Oiga, mire!)

El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:

-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)

-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)

Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un

paso más corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al

marinero una sonrisa triste:

-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias,

marinero.)

-Very well. (Muy bien.)

Sacose la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándosela de nuevo entre los

labios, miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara

sentimientos de caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su

negativa.

Un instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos,

grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin

llamarlo previamente, le gritó:

-Are you hungry?

No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes

el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:

-Yes, sir, I am very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)

Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del

hambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el

suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de

puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como para

pedir de comer a uno que hable ese idioma.

El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la

escena.

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©Oscar Pizarro González 2011

Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y

más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de

los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún

paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría

hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las

rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.

Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había

dejado allí un vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de

un vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus

ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó hacia el

norte embarcose ocultamente. Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a

trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y

allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo

en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo

comer, pero después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de

tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscura, sin

esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y

muere aturdida por un tráfago angustioso.

Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas

como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios

viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos

trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían explicación.

Después que se fue el vapor anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir

de algún modo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto

tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.

Ambulaban por allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata,

como él, desertados de un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al

ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los días como

las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o

no esperando nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de

aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar.

*

Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a

cualquier medio para procurarse alimentos.

Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que

cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados

sacos, desde los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde

los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta que atreviose a hablar con el

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©Oscar Pizarro González 2011

capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila de

cargadores.

Durante el tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse

fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al

hombro, viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del

muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios,

glogloteaba sordamente.

A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a

comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo

a descansar, disimulando su hambre.

Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo

último. Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz,

y cuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y titubeante, aunque sin

contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible

conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.

Contestole el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía

sería necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por

otro lado, no adelantaban un centavo.

-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No

tengo más.

Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le acometió

entonces una desesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo

doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como

un borracho. Sin embargo, no había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era

obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba

aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una quemadura en las entrañas, y se

detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En

ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se

veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba

apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el

desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin

se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.

Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a

comer a cualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que

lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió

mentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido,

dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.

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©Oscar Pizarro González 2011

No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no

tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".

Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería.

Era un negocio muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un

mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.

Eligió ese negocio. La calle era poco transitada. Habría podido comer en uno de los

figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y

bebía.

En la lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz

metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la

silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se retirara,

paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la

quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y parose a un

lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.

¿Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginarse que era un enemigo

suyo, quien, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas

de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le

indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto

reducido.

Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un

sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la

puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.

Apenas estuvo en la calle, afirmose los anteojos, metió de nuevo la nariz entre las

hojas del periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer

con más detenimiento.

Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no

sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de

camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.

Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la

que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:

-¿Qué se va a servir?

Sin mirarla, le contestó:

-Un vaso de leche.

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©Oscar Pizarro González 2011

-¿Grande?

-Sí, grande.

-¿Solo?

-¿Hay bizcochos?

-No; vainillas.

-Bueno, vainillas.

Cuando la señora se dio vuelta, él se restregó las manos sobre las rodillas,

regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante

él un gran vaso de leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto

detrás del mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de un trago y comerse después

las vainillas, pero en seguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con

curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo

y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había

pedido.

Pausadamente tomó una vainilla, humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió

un sorbo de leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y

deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo

apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a

sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo

rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y mientras

resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer.

Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su

nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.

Afirmó la cabeza en la manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia,

con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado.

*

Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada

cabeza y que una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:

-Llore, hijo, llore...

Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera

vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo

penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba

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pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de

agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.

Cuando pasó el acceso de llanto se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya

tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la

calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante él, había un nuevo vaso

de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si

nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba

detrás del mostrador.

Cuando terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla

eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin

ocurrírsele nada oportuno.

Al fin se levantó y dijo simplemente:

-Muchas gracias, señora; adiós...

-Adiós, hijo... -le contestó ella.

Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto.

Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles.

La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.

Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo

propósitos de pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero

estos pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no

quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.

De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando

con firmeza y decisión.

Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elásticamente, sintiéndose

rehacer, como si sus fuerzas interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran

sólidamente.

Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo

y se sentó sobre un montón de bolsas.

Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un

reguero rojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo

largo rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.

Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar

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Es que somos muy pobres

Juan Rulfo

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado,

cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover

como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba

asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos

tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos

los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía

del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos

que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy

dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en

seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que

se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque

reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez

el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había

seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más

cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo

poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le

dicenla Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes

chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de

río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les

llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién

sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no

se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da

cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río

en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que

cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el

puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos

subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto

al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y

como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca,

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©Oscar Pizarro González 2011

donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue

donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi

hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una

oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando

sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan

atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás

por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral

porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien

quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al

sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de

regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y

dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo

Dios sabe cómo.

Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto

también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto.

Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí

dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de

vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy

ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que

arrastraba.

Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río

abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora

que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había

conseguido ala Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el

fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras

dos hermanas, las más grandes.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi

casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que

crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas

aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de

la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno

menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y

cada una con un hombre trepado encima.

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Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero

más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para

Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a

resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de

su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda

casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar

difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse

con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le

haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está

tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese

modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos

fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a

nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas

aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro

dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre.

No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las

dos."

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda

aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de

senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados

para llamar la atención.

-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal;

como que estoy viendo que acabará mal.

Ésa es la mortificación de mi papá.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está

aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de

llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de

ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De

su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar

y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de

allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo,

sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su

perdición.

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No oyes ladrar los perros

Juan Rulfo

— Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves

alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo,

trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo.

Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de

fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba

detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

—Sí, pero no veo rastro de nada.

—Me estoy cansando.

—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin

soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,

porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas

antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

— ¿Cómo te sientes?

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—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.

Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y

porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que

traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él

apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

— ¿Te duele mucho?

—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te

alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta

veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y

colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la

tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin

sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

— ¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para

volver a tropezar de nuevo.

—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya

hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está

cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

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—Bájame, padre.

— ¿Te sientes mal?

—Sí

—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que

allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te

dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

—Te llevaré a Tonaya.

—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.

—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en

sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la

cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque

usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,

donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy

haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo

más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor

seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas

que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus

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malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber

de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre

que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: ―¡Que se le

pudra en los riñones la sangre que yo le di!‖ Lo dije desde que supe que usted andaba

trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no,

allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él

también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: ―Ese no

puede ser mi hijo.‖

—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba,

porque yo me siento sordo.

—No veo nada.

—Peor para ti, Ignacio.

—Tengo sed.

— ¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han

de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz

por oír.

—Dame agua.

—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te

bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

—Tengo mucha sed y mucho sueño.

—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque

ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé

que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que

descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su

sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado

otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

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Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las

rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la

cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero

nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de

cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido.

¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos

bien hubieran podido decir: ―No tenemos a quién darle nuestra lástima‖. ¿Pero

usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la

impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el

último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el

cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su

cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta

esperanza.

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¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas (Clarín)

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una

colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el

camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de

conquista, con susjícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda,

representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible,

eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días

el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea

y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al

extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a

tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de

Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba

resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con

arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando

los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en

contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,

aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que

pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo

ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá,

tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en

el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente,

de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo

civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente,

como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había

vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo,

meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de

su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera

profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia,

debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela. Si

pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que

ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la

heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin

perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los

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mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a

gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y

todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

―El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan

lejos!‖

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del

ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de

lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días,

renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera

vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a

convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo

sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable

monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y

desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y

persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una

excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas,

después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en

gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de

la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes

desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se

ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda

humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo

los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la

proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza

silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo

mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las

peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas

estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de

Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria

Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados

cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando

son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos

como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo

que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca

abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta

lazacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne

serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado,

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caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso.

LaCordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a

los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella

les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía

de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de

solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este

regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática,

esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las

rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos.

Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más

tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las

pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el

narvaso2 para estrar

3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la

Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos

heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y

regalo de la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la

pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero

subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en

cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a

testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su

vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo.

Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5, sabía

someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza

torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la

imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas

por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de

privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar

la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en

renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos.

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Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del

matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de

cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto

mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como

salvación de la familia.

―Cuidadla, es vuestro sustento‖, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que

murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su

cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo,

y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria

no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor

Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el

collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre

los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. ―Sin duda, mio pá6 la había

llevado alxatu.‖ No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala

gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin

saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y

cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había

puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que

nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían

alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al

que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último

momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad.

―No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo

que vale.‖ Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender

el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y

novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían

con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a

quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole

pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca.

Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la

carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los

separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una

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calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta

su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media

semana sepersonó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma

parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía

reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda.

Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con

horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue

comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y

volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás

caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la

venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al

yugo.

―¡Se iba la vieja!‖ -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

―Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.‖

Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre.

La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie

aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la

derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en

adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel

mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de

Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a

la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero

en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias

de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la

res tantos y tantosxarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué,

si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos?

Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador,

olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón

de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos

por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se

arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón,

agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró

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en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste

grupo del indiferente comisionado y laCordera, que iba de mala gana con un desconocido y

a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:

-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con

voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando

casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó

de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los

chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste,

resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.

* * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron

al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El

Somonte sin la Corderaparecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado,

en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos

cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que

volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del

mundo:

-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los

indianos.

-¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Cordera!

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©Oscar Pizarro González 2011

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo

enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas

ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...

-¡Adiós, Cordera!...

-¡Adiós, Cordera!...

* * *

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra

carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para

declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del

tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la

máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por

las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres

quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la

patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la

patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana;

casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas

la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo

de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!...

―Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca

para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del

mundo, para las ambiciones ajenas.‖

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren

perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los

peñascos...

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los

alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo,

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©Oscar Pizarro González 2011

lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo

clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del

pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de

abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que

sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

El gnomo

Gustavo Adolfo Bécquer

I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían

cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre

algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo

alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El

tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco,

la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven

soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por

último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni

deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más

estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando

estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que

entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol

poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos

a lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez

obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y

sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que

comenzó a hablarles de esta manera:

-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento,

atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención

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©Oscar Pizarro González 2011

para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas.

Os daré en su lugar un consejo.

-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no

es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará

el señor cura.

-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que

el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el

tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver

que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no

faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el

dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con

las amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los

mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros

hasta la entrada del pueblo?

-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre

de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a

loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua,

pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a

todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os

sorprendiese en él la noche.

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio,

que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y

burla tornaron a insistir:

-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con

tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos

comerán acaso los lobos?

-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan

en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no

sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los

lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres

solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche

bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura,

y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los

árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan

esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan

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cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las

noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre

estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la

Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente

naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más

peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las

jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en

las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de

los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras

preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre

del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el

cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?,

pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es

horroroso y magnífico a la vez.

Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la

boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha

visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el

secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento

con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna

adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un

resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes

allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo,

la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían

jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y

plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras

preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y

diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no

supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al

contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se

percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel

laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y

murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.

El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin

hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo

murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de

agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un

murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su

alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y

largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad

discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez,

pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y

pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre

la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en

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©Oscar Pizarro González 2011

forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y

retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz

del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus

fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan

después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus

joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún

valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo

en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por

caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos

raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y

piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas,

armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en

fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba

a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que

todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había

parecido.

Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron

por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un

profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios

ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas

rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción

de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:

-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?

-Nada -contestó el tío Gregorio.

-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.

-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que

la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista

de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a

apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en

aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero

del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó,

digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que

hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.

Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la

Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de

aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un

gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.

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©Oscar Pizarro González 2011

Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces

entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que

produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la

inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos,

prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.

Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado

y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron

devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío

Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó

su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos

del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde

habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:

-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?

-¡Yo no! -dijo una.

-¡Yo tampoco! -exclamó otra.

-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un

momento.

El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos

de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a

desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los

labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas

con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa

lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.

De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se

llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando

llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal,

Marta dijo a Magdalena:

-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?...

-Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?

-¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que

deseo creer.

II

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©Oscar Pizarro González 2011

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez,

vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por

caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el

peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre

aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria

y el sufrimiento; y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación,

una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta

contraposición como sus tipos.

Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la

expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca.

Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la

vio llorar y reír a la vez como los niños.

Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase

que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.

La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de

oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus

ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y

cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un

manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada,

pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus

sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.

A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas

habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido

confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias

que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un

egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba

a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.

Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus

pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del

corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer

enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un

mismo hombre.

La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso;

en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que

necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas

guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera

hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas

muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del

objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.

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Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo

castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una

historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de

Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales

y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y

después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el

Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas

piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó

un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al

otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.

Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la

pastorcita:

-Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo

he de dar al instante.

-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.

-No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya,

y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó

la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor

asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.

La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo

secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos

enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado

por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus

noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de

esperanza.

La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas

del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido.

Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día

que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de

todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.

Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su

hermana:

-¿Vamos a la fuente?

Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle:

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-¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la

vuelta.

Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero:

-Yo no quiero ir hoy.

-Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el

cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la

causa da su resolución.

III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas.

La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a

cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y

cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La

fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga

alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se

escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas

cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de

percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el

ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera

campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la

soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.

Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas

por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus

pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies

al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a

la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de

sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y

uniforme.

Marta y Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies

como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba

para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel

sonar eterno del aire y del agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de

vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo.

Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les

pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un

niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y

otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por

último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua

saltando de risco en risco.

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Y hablaban así:

EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo

besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis

ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis murmullos son palabras.

EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente,

en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y

murmuraré al oído frases cariñosas.

MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota

en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas! Habla misteriosa corriente.

MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi

frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.

EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto

de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde

germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que

lo comprendes.

EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al

cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un

lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas,

una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu

corazón y le inundaré de felicidad.

MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea,

no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que

yo debía comprender al cabo.

MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais

dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro

rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.

El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe

entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas

movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina

inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros

entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y

rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las

ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo

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saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el

poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la

colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de

niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he

recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son

inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños

venturosos.

Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la

fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los

cuales brotaba el manantial.

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del

cielo.

Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura:

-Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.

En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las

estrellas:

-Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.

El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante,

tornaron a hablar; y dijeron:

EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura

grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu

espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal

vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu

frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y

libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al

pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su

seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores.

Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel

que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y

todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula

como un fluido por sus arterias subterráneas.

EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones

etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja

que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que,

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teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo

remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento! Vive oscura como la

violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor

hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu

alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a

las regiones de la luz en una nube roja.

Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.

El gnomo era como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz,

semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y

mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba

brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los

pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en

prodigio.

Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus

extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las

escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas,

sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.

-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a

paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la

ráfaga, que iba suspirando por la llanura.

Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua

siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.

IV

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano

toda la noche.

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al

borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse.

Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el

Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de

Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última

parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a

penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.

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Los ojos verdes

Gustavo Adolfo Bécquer

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy,

que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de

papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en

sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran:

luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los

árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación

de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un

cuadro que pintaré algún día.

I

-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las

zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro

joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto

mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas,

azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles

una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si

la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir

de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso

tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los

marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas,

jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había

salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la

fuente.

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de

marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron

refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de

Argensola, el primogénito de Almenar.

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-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el

asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la

pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas

perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar

ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la

fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su

corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la

salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores

somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta

fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el

ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha

herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún

se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame...,

déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que

llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus,

Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel

en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que

se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él,

permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su

caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías.

Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el

capellán con su hisopo.

II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día,

que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la

res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los

montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos.

Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para

enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la

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noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los

despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente

astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar

sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no

hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido

en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más

de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus

rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder

guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi

semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que

envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha

visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al

escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste, después de

coordinar sus ideas, prosiguió así:

-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los

Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado

huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y

cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que

crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro

y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando,

susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se

alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a

su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas;

otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.

Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me

he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente

misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el

viento de la tarde.

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©Oscar Pizarro González 2011

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos

lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los

álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los

invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del

hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no

fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde

de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella

mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los

ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería

una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen

esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que

encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos

ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he

hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi

puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una

mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas

brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo

había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la

mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un

golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y

le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al

prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio

o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más

améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su

venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las

lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha

visto nacer.

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©Oscar Pizarro González 2011

-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi

padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las

mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré

dejar yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los

párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento

sombrío:

-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en

tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu

litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche

profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos

por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a

poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de

las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a

los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus

rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol

que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos

esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar

algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera

onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que

dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo

quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

-O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se

dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo

fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

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-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino

amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te

amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro.

No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres

superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas,

fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al

que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal

superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso

extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica

hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de

la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas

que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo

te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que

no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un

pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza

entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del

lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad

como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas

palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa

lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un

beso...

Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles

que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y

vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de

plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

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Pequeña parábola de “Chindo” perro de ciego

Camilo José Cela

―Chindo‖ es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la

piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. ―Chindo‖ es un perro hospiciano y

sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises

gorriones de la ciudad. ―Chindo‖ tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños

pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta

que alguien, seguramente, habrá perdido ya.

―Chindo‖, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a

veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un

olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo ―Chindo‖ ve.

―Chindo‖, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en

hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en

la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.

El primer amo de ―Chindo‖, siendo ―Chindo‖ un cachorro, fue un coplero barbudo y

sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley

Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía.

Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el

Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que

empezaba diciendo:

Si t´agrada córrer mon,

algun dia, sense pressa,

emprèn la llarga travessa

de Ribes a Camprodon,

passant per Caralps i Núria,

per Nou Creus, per Ull de Ter

i Setcases, el primer

llogaret de la planúria.

―Chindo‖, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae

rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la

mano de las vírgenes muertas. ―Chindo‖, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos,

supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves,

se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.

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©Oscar Pizarro González 2011

Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se

quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un

capelló gentil.

―Chindo‖ aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los

montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres

se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y ―Chindo‖, a

quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los

dos amigos Josep y ―Chindo‖- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un

camino ancho y misterioso.

¿Cuánto tiempo vagó ―Chindo‖, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo

a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un

ángel? ―Chindo‖contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía

envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba.

Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los

hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en le

mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las

plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos

boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se

disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte,

como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en

forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al

caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.

―Chindo‖, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la

marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido

al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.

Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza

adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra

Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían

trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de

cascabel.

―Chindo‖, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:

-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un

escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo

―Chindo‖, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de

conversación.

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―Chindo‖ hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero ―Chindo‖ sintió

un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se

fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.

―Chindo‖ ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga

que cantaba:

Si t´agrada córrer mon, algun dia, sense pressa…

―Chindo‖, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie

del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.

Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.

El amor propio de Juanito Osuna

Miguel Delibes

Eso sí, Juanito Osuna es amigo de sus amigos; créame, es un tipo estupendo. Le

contaría de él y no acabaría. Juanito Osuna se entera en París de que uno está en un aprieto

en Madrid y se coge el primer avión. Eso, fijo. Nada le digo en lo tocante a dinero. Ya de

chico era igual. Mi amistad con Juanito Osuna viene desde que éramos así. Es un caso de

voluntad este muchacho. ¿Qué? Sí, ahora andará por los cincuenta y uno. Es un tipo

estupendo, Juanito. Y habrá usted notado que es fuerte. De muchacho ya era así. De un

mamporro tumbaba al más guapo. ¡Qué manos! Son como mazas. Lo habrá usted advertido.

En el Colegio, el profesor de gimnasia se sentía disminuido. Ejercicio que proponía, Juanito

Osuna lo mejoraba. ¡Había que verle en las salidas de paralelas! Ahora ha engordado un

poco, pero sigue fuerte el condenado. Se habrá usted fijado en las manos. Dan miedo. Eso

sí, nunca las empleó con ventaja. Juanito tiene un exacto sentido de la justicia. Pero por

encima de todo, incluso de la justicia, pone Juanito Osuna la amistad. Juanito Osuna se

entera en París de que está usted en un aprieto en Madrid y se agarra, sin más, el primer

avión. Yo con Juanito Osuna, qué le voy a decir, una amistad fraternal. Anduvimos juntos

desde que nacimos. Juanito Osuna es hijo de uno de los más grandes terratenientes

extremeños, don Donato Osuna. Ella era hija de la Marquesa de Encina; un Osuna con una

Castro-Bembibre; dos fortunas. Ella era una mujer original, pero estaba completamente

loca; le daba miedo dormirse; era capaz de traer en jaque a toda la casa con tal de no

acostarse. Así ha salido Juanito.

Juanito Osuna lo que quiera de generosidad y corrección, pero está completamente

loco. Es una pena que no se quede usted más tiempo; le conocería bien. Esto de hoy no ha

sido más que una muestra. Pero Juanito las gasta así. Cuando la guerra lo pasó mal. Salvó

la piel gracias al hijo de un criado a quien don Donato Osuna hizo operar por su cuenta en

la mejor clínica de Madrid. Créame, los Osuna nunca miraron el dinero. Si usted saca una

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conversación en que se roce el dinero delante de Juanito Osuna, le dirá que es una

ordinariez. Pero en la guerra lo pasó mal. Tuvo mala suerte, le requisaron los dos coches y

él anduvo movilizado. Mal. Pasó muchas privaciones. ¿Eh? Sí, creo que en Sanidad, pero

de soldado raso, no se vaya usted a pensar. Imagínese a un Osuna con el caqui, un

despropósito. Lo pasó mal; verdaderamente mal. Pero él es fuerte. Ya ve, a los cincuenta y

uno continúa haciendo gimnasia sueca todas las mañanas. Juanito Osuna es un caso de

voluntad. Y es fuerte. ¿Ha reparado usted en sus manos? La escopeta entre ellas parece una

estilográfica. Y tira bien, el condenado. No voy a negar la evidencia. En Mérida yo le he

visto, no es que hable por hablar, que lo he visto yo, hacer treinta pichones sin cero a treinta

metros. No creo que esta marca la mejore Teba siquiera. Claro que un día es un día. Yo, en

una ocasión, sin homologación, hice treinta y dos. Esto no quiere decir nada. Juanito Osuna

es un gran tirador, pero el amor propio le perjudica. Desde luego, Juanito es un tipo

estupendo, pero está completamente loco. El mes pasado asistió a veintidós cacerías,

algunas distanciadas entre sí más de doscientos kilómetros. ¿Cómo? Sí, naturalmente,

un Mercedes de aquí hasta allá. ElMercedes anda mucho. Pero de todos modos veintidós

batidas en treinta días es un disparate. Fallan los nervios, se altera el pulso... Siento que no

se quede usted más tiempo, le conocería bien. Por otro lado, es como un muchacho. De que

ve venir la barra de perdices, antes de matar la primera, se pone temblón como un novato.

En el tiro le pasa igual. Luego coge el tranquillo y un pájaro detrás de otro... Tira bien,

desde luego. Ahora, eso de que sea la primera escopeta de la provincia... Pero, además, lo

que yo digo, esto de tirar mejor o peor, no tiene importancia. Lo importante, creo yo, es

salir al campo y tomar el aire. Bueno, pues a Juanito Osuna no le vaya usted con ésas. Ya le

vio hoy. Y le anticipo que Juanito es un amigo como no habrá otro. A Juanito Osuna le

dicen en París que usted anda en un aprieto en Madrid y se agarra el primer avión aunque

tenga que maniatar a la azafata. Es un gran muchacho. Ahora, el amor propio le ciega. Ya

le vio usted hoy. No quiere enterarse de que a mí el matar o no matar me trae sin cuidado.

Bueno, pues habrá que oírle ahora en el Club. Julia, le digo a este señor que habrá que oír a

Juanito Osuna ahora en el Club. No quiera usted saber. Ya le oyó en el bar. «¡Cuarenta y

siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» ¿Le oía usted? Bueno. Bien. Otra vez será al revés.

Y con más frecuencia de lo que él quisiera: lo de hoy no es normal. Y no es que yo presuma

de tirador, la verdad. Ahora, modestia aparte, yo, en batida, mato todo lo que entre para

matarse. Pero no hago de esto una cuestión de amor propio. Yebes me elogió una vez en

el ABC. Bueno, no me han salido plumas por ello. A propósito del artículo de Yebes, tenía

usted que haber visto a Juanito Osuna cuando se lo dieron a leer en una batida al día

siguiente. Ji, ji, ji. Se puso loco. No había quien le contuviera. Yo no lo tomaba en serio. A

mí, el matar o no matar, me trae sin cuidado, ya me conoce usted. Pero empezaron todos

con el pitorreo y él acabó por decirme que cada uno teníamos una escopeta en la mano y

cuando quisiera. Ji, ji, ji. ¡Buen muchacho Juanito! Lástima que esté completamente loco.

Usted le ha visto esta tarde. Julia, este señor te puede decir el plan de Juanito esta tarde:

«¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A voces por las calles. Y voy y le

digo: «Estos días traerán otros», y él, entonces, que el día que yo le echaba mano era por

una perdiz o dos, mientras que él hoy me había más que doblado la cifra. Ya ves, como si

esto para mí fuera una cuestión vital. ¡Con su pan se lo coma! A mí, la verdad, no me da

frío ni calor, pero me fastidia que se ponga en ese plan delante de los batidores y toda la

ralea. Para qué voy a darle más vueltas, Julia, como el día de las pitorras. ¿Te acuerdas del

día de las pitorras en la sierra? Pues el mismo plan. Ahora, no se vaya usted a pensar que yo

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no estime a Juanito Osuna. No hay en Extremadura un tipo mejor que él. ¿Eh? ¿Cómo? Sí,

creo que ocho. ¿Son ocho o nueve, Julia? Ocho, ocho tiene, tres varones y cinco

muchachas. Eso. Y con los chicos no quiera usted saber. A usted, ¿qué le decía? ¿Qué le

decía, eh? Que los picadillos con los muchachos eran fingidos, ¿verdad? Eso dice a todo el

que llega. Julia, ¿oyes? Que los picadillos con los muchachos son de mentirijillas. Mire, yo

he visto a Juanito Osuna, y de esto no hará más de dos temporadas, ponerse temblón porque

Jorgito le sacó dos piezas en la primera batida. ¿Qué le parece? Jorgito es el mayor de la

serie. Es un buen rapaz, pero está completamente loco. Ahora anda metido en un estudio

sobre la justicia o la injusticia del latifundio. Ya ve usted qué le irá a él que el latifundio sea

justo o no lo sea. Es un tímido, eso le pasa. Eso sí, orgullo y amor propio como su padre; si

va a cazar es para ser el primero. Y usted ha visto cómo han rodado hoy las cosas. Yo no

creo que sea inmodesto si digo que he matado todo lo que podía matarse. ¿Podría decir

Juanito Osuna lo mismo? La primera batida todavía. Ahí la perdiz, usted lo vio, entró

repartida. Tiramos todos. Bueno, pues Juanito se apuntó diez y yo nueve. Luego, ya lo vio

usted. De punta, volviendo el cerro, y cargando aire. Es un puesto de castigo, ése. Si no

disparo la escopeta, ¿cómo voy a matar? Eso no es posible. Pero no le vaya usted con

razones a Juanito Osuna. Usted le oyó esta tarde como un energúmeno: «¡Cuarenta y siete

pájaros contra veintitrés, Paquito!» A estas horas toda la ciudad andará en lenguas. ¡Y

todavía pretendía que fuera con él al Club! Tú sabes, Julia, lo que es Juanito en el Club el

día que cobra más que yo. Oye, Julia, por favor, dile a este señor cómo se puso Juanito el

día de las pitorras. Créame, el día que mata se pone inaguantable. Y es el cochino amor

propio. Porque a mí, si acepto una batida, es por tomar el aire y aguantar en forma. Matar o

no matar es secundario. Si se mata, bien. Si no se mata, también. Pero él... Habrá que oírle

ahora. Me juego la cabeza a que toda la ciudad está enterada a estas horas de que me ha

doblado los pájaros. ¡Figúrese qué tontería! Cincuenta y un años y es como un muchacho.

Y en la tercera batida ya lo vio usted. La del canchal, quiero decir. Bueno. Empecemos

porque un cancho pelado no es un puesto envidiable. O asomas y te ven o no asomas y no

la ves. Así y todo, usted lo presenció, derribé cinco. Pero perdices redondas como hay que

matarlas. Bueno, salgo con Carmelo y no tropezamos más que tres. Las otras dos habían

volado. Lo que pasa es que los secretarios de Pepe Vega, ya le ha conocido usted, el

otorrinolaringólogo, andaban más despabilados. La caza es así.

Este Pepe Vega es un médico estupendo, pero como cazador es un chambón. No

creo que en ninguna batida haya hecho más de diez. Y hoy va y me saca siete pájaros.

¿Vamos a decir por eso que Pepito Vega las sujeta mejor que yo? Le digo a este señor de

Pepito, Julia. Pepito Vega es un buen muchacho, pero está completamente loco. Si no

tuviera usted tanta prisa le conocería a fondo. Y le advierto que Pepito Vega, donde le ve

usted con esa apariencia de truhán, es de una de las mejores familias de por aquí. Veguita,

padre, tenía título. ¿Qué título tenía el padre de Pepito, Julia? No recuerdo ahora. Lo cierto

es que este chico ha derrochado en whisky tres dehesas de más de tres mil fanegas cada una;

bueno, pues Pepito Vega tiene ese récord. Y hablando de whisky, Juanito Osuna tampoco se

queda atrás. Es una esponja. Juanito bebe como un cosaco. Eso sí, jamás le he visto dar un

traspiés. Juanito Osuna tiene una naturaleza envidiable. Es fuerte como un toro. .¿Ha

reparado usted en sus manos? Son como palas; pero tenga por seguro que nunca las empleó

con ventaja. ¡Habrá que verle ahora pavoneándose en el Club! Usted le oyó esta tarde, en el

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bar: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» Yo no es que vaya a discutirle

que tire bien. Discutir eso sería tonto. Ahora, cuando Yebes dijo lo que dijo en ABC tendría

algún fundamento, creo yo. Yebes conoce el paño y nunca habla a humo de pajas. Y Yebes

estuvo precisamente en la batida de Granadilla, con Teba y toda la pesca. Aquel día las

cosas rodaron bien y quedé a dos pájaros de Teba. Usted ha visto tirar a Teba, supongo.

Julia, este señor no vio tirar nunca a Teba. Es un espectáculo, créame. A uno le entra la

barra y se pone temblón. Teba, no. Teba sujeta dos pájaros por delante y dos por detrás,

como mínimo. Si le dijera que hay quien asiste a una batida con Teba y no tira sólo por el

placer de verle tirar a él. Bueno, pues Yebes asistió a la batida de Granadilla y me sacó en

el ABC. A Juanito Osuna le mostraron el recorte en la cacería siguiente y le llevaban los

demonios. Cómo andarían las cosas, que terminó diciéndome que cada uno teníamos una

escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. Juanito es un gran muchacho, pero está

completamente loco. ¿No es cierto, Julia, que Juanito Osuna está completamente loco? Ya

le vio usted hoy. A voces por las calles. En cambio, cuando yo quedo por delante, se

amurria como si tuviera encima una desgracia. ¿Eh, cómo dice? ¿Cazando? Toda la vida.

Juanito Osuna no hizo otra cosa en su vida que pegar tiros. En la guerra lo pasó mal. Le

requisaron los dos coches y le movilizaron. ¿Cómo? Julia, ¿fue en Sanidad o en Intendencia

donde anduvo Juanito durante la guerra? Bueno, es igual. El caso es que lo movilizaron.

Pasó una mala temporada. Pero fuera de eso no ha hecho otra cosa que pegar tiros. Ahora

que recuerdo, Juanito tenía un tío general. Un tipo pintoresco. No era mala persona, pero

estaba completamente loco. Anduvo por la parte de Don Benito. Contaban que dormía con

las condecoraciones prendidas en la colcha. Un tipo divertido... Sí, era un tipo divertido el

general aquel. Yo no sé qué fue de él. Seguramente murió. No me acuerdo ni de su nombre.

A Juanito le ayudó mucho aquella temporada. Todos, en realidad, han ayudado siempre a

Juanito. Puede decirse que es un muchacho mal criado. Todo el mundo, desde chico, a

reírle las gracias. De ahí, seguramente, su amor propio. Usted le vio esta tarde. Era como

para matarle o dejarle. ¡Y aún tenía la pretensión, el botarate, de que fuésemos con él al

Club! Es una pena que usted no se quede más tiempo. Llegaría a conocerle. ¡Si le

pudiéramos ver ahora por una rendija! ¿Eh, Julia? Digo que si pudiéramos ver a Juanito

Osuna por una rendija ahora, en el Club. Estará imposible. Se habrá sacudido media docena

de whiskys y sus cuarenta y siete perdices se las habrá refrotado cuarenta y siete veces por

la nariz a la concurrencia. Y lo malo es que, detrás, irán las veintitrés mías. Sus cuarenta y

siete pájaros sin los veintitrés míos no tienen ningún valor para él. Habrá que oírle. Y usted

ha sido testigo. A mí, si me quitan la primera batida, la cuarta y la sexta, prácticamente no

he disparado la escopeta. He matado lo matable; lo que entraba para matarse. Nada más. Y,

además, lo he matado como había que matarlo. ¿Reparó usted en la segunda batida aquellas

tres que le cayeron a Juanito alicortas? Eso no es matar. Matar es hacer una bola con la

perdiz. Perdiz que no suelta plumas en el aire no es perdiz matada. La perdiz alicorta se ha

encontrado un perdigón. Eso es todo. Pero eso no es matar. Bueno, pues me juego la cabeza

a que a Juanito le han cobrado hoy sus secretarios más de una docena de piezas alicortas.

¿Qué te parece, Julia? Más de una docena, alicortas. Así. Si se las restas le quedan treinta y

cinco.

Añade a las veintitrés mías las dos del tercer ojeo, el del canchal, usted las recuerda,

más las siete u ocho que entre Pepito Vega y Floro Gilsanz me han quitado a izquierda y

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derecha y las tres perdidas en las dos últimas batidas y me salen treinta y seis, una más que

Juanito Osuna. Esta es la realidad. Usted es testigo. Parto de la base de que a mí matar más

o menos no me importa. Yo salgo al campo a respirar. Pero lo que es de justicia es de

justicia y usted lo ha visto. Es una lástima que no se quede más tiempo. Si se quedara

podría asistir a la revancha. Ya me gustaría que viera usted a Juanito Osuna en un día de

vacas flacas. Se encoge como un perro apaleado. Entonces es la mala suerte, o que no ha

tirado, o que la batida estaba mal organizada. Él siempre encuentra disculpas. ¿Eh, Julia?

Le digo de Juanito que cuando no mata, siempre hay una razón. No se me olvidará nunca el

día de las tórtolas en el Cornadillo. Ji, ji, ji. Y ese día no podrá decir. Tiramos el mismo

número de cartuchos. Bueno, pues cincuenta por treinta y seis. Ahí no hay vuelta de hoja. Y

es que la caza es así. Que él mate hoy más que yo no quiere decir nada. Ya ve, Yebes en

Granadilla nos vio a él y a mí. Bueno, pues en el ABC sólo me mentó a mí. Y no es que yo

vaya a pensar que soy por eso mejor tirador que él. No. La caza es eso. Y hoy yo y mañana

tú. Prácticamente, yo no he tirado hoy en tres batidas. De punta y cargando aire, no se

puede pensar en matar. Usted lo ha visto, y si le pone un promedio de ocho perdices por

batida, pues ya estoy a su altura. Y no hay más. O me quita usted de al lado a Pepito Vega y

Floro Gilsanz, que se apuntaban las mías, y son una pila de perdices más. Florito Gilsanz ya

sabe usted quién es, ese grueso de las alpargatas. Bueno, pues este muchacho no pega

ordinariamente un baúl y hoy, ya lo ha visto usted, veinte perdices. Casi las mías. El bueno

de Florito... Es pena que usted tenga que marchar mañana. De Florito Gilsanz podríamos

hablar toda una noche. Es un tipo. Tiene una dehesa, El Chorlito, de la parte de la Sierra,

que es la más bonita de Extremadura. Me gustaría que asistiera usted a esa batida. Alfonso

XIII corrió los jabalíes una vez, allí, de noche. Eran unas cazatas aquellas como para

romperse la crisma. Pero le decía de Florito... Florito Gilsanz, metido en juerga, es lo más

salado que usted puede imaginar. Oye, Julia, Florito, digo. Para que usted se dé cuenta,

Florito, una vez caldeado, rompe los frascos del whisky y se pasea descalzo sobre los

cascotes como si tal cosa. Es como un faquir. Ni sangra, ni se araña, ni nada. Este

muchacho podría muy bien ganarse la vida en el circo. Un buen tipo, Florito. Lástima que

esté completamente loco. Es de los que andan siempre con las pastillas y eso. El bueno de

Florito Gilsanz. Bueno, ya no sé adonde íbamos a parar. ¿Qué es lo que yo iba a decir,

Julia? ¡Ah! Bueno, eso, Florito Gilsanz es un excelente muchacho, como le digo, pero de

caza, cero. El va al campo a comer y a beber y a reír un rato con los amigos. Lo demás le

importa un rábano. Bueno, pues hoy, usted lo vio, veinte perdices. Más o menos, las mías.

¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que Florito tuvo el santo de cara y yo le tuve de

espaldas. Pero váyale usted a Juanito Osuna con estas historias. «¡Cuarenta y siete perdices

contra veintitrés, Paquito!» Usted le oyó. Como un energúmeno. Oye, Julia, que no es que

lo diga yo, pero me gustaría que hubieras visto a Juanito, como un loco, a veces, por las

calles. Eso mismo, su histeria, le demuestra a usted que no está acostumbrado a esta

ventaja. Lo que siento es que se marche usted sin ver la otra cara de la luna. Me gustaría

que viese a Juanito Osuna en barrena. Pero, por otra parte, este pique no conduce a nada. A

mí me trae sin cuidado una perdiz más o una perdiz menos, ya lo sabe usted. Pero él... Julia,

¿cómo es Juanito para esto de la caza? ¡Díselo, anda! Y figúrese usted si hay cosas

importantes en la vida. Bueno, pues no; para Juanito Osuna, la caza lo primero. Y todo el

día de Dios incordiando y liando. La de hoy ha sido buena, pero me gustaría que le hubiera

visto el día de las pitorras, en la Sierra. ¡Dios del cielo! Y no se piense usted que con hoy se

acabe. Hasta la próxima batida tendremos murga. ¡Y no quiero decirle si en la próxima

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tengo la suerte de hoy y Juanito vuelve a quedar por delante! Espero que Dios no lo

permita. Julia, le digo a este señor que qué sería de mí si en la próxima batida vuelvo a

tener el santo de espaldas. Eso sería horrible. ¿Miraba usted a la niña? Sí, a la que pone la

mesa, digo. Le parece una mujer, ¿verdad? Pues catorce años. Aquí las muchachas son así.

Es la hija del pastor que anda en el chozo. Buena persona, pero un animal de bellota.

Anastasio, digo, Julia, ¿eh? Un tipo serio, previsor, pero le escarba usted un poco... y loco

de remate. ¿Qué dirá que hace con la lana de sus ovejas? ¿Eh, Julia? La lana de sus ovejas,

digo. ¡La guarda! ¿Y sabe usted para qué? Para hacer el colchón de las muchachas el día

que se casen. Esa, la niña, es la mayor. ¡Hágase cargo! Las otras van detrás y tiene cuatro.

Aquí la gente es así. Julia se empeña en dialogar con ellos, pero es mejor dejarles. Y le

prevengo que Juanito Osuna si en vez de nacer donde ha nacido nace en otro medio,

hubiera sido lo mismo, como éstos. ¡Igual! Ya le ha visto usted hoy con las perdices.

Volvemos a Juanito, Julia. ¿Cenar? Cuando quieras. Vamos a cenar si a usted no le

importa. Estará usted cansado, claro. No estando acostumbrado, el campo aplana. Pase,

pase. Pues del bueno de Juanito Osuna le estaría hablando una vida y no acabaría. Y amigo

lo es de los de verdad, eso que conste. A Juanito le dicen en París que uno anda en Madrid

en un aprieto y se agarra el primer avión aunque tenga que amenazar al piloto. ¿Eh, Julia?

Juanito, digo. Siente, siéntese. Juanito Osuna, defectos aparte, y todos tenemos defectos, es

un tipo estupendo; lástima que esté completamente loco.

El regreso

Rafael Diste

Sentada al amor de la lumbre, donde un pequeño fuego todavía se esfuerza en

hacerle compañía, la vieja Resenda tiene fijo el pensamiento en lejanos recuerdos, y puede

que en algún presagio que esa noche le espantó el sueño. A veces se mueve un poco,

escucha, y en seguida retorna a su embeleso...

Le quedó el nombre de Resenda porque su difunto marido era el señor Resende, y

también como un modo de guardarle respeto.

Aún trabajaba el viejo cuando el mozo gallardo, su Andresiño, regalo de la casa, se

fue en grey con otros, mordiendo un clavel, a tierras de Morería. Poco supieron decir de él

los otros. Sí, lo habían visto por allá. Pero, debéis tener en cuenta... Allá no es como aquí.

Millares y millares de hombres, una romería impresionante. Unos yendo hacia adelante,

otros aguantando la sed en la cumbre de un cerro, o transportando los víveres... ¿Quién

habla de muerte? Se sabría. Y venía entonces el tejer y destejer sospechas, conjeturas: casos

de los que se pierden, de cautivos, de los que andan en secretas encomiendas. Con aquellas

historias la ansiedad de los viejos se entretenía. Pero el tiempo corría... En fin, se dejó de

hablar del asunto, y pronto el viejo perdió los ánimos y aquel amor a la tierra que levanta a

los labradores. No duró mucho. Un día sintió frío y se encogió en el lecho con el deseo de

un largo, infinito reposo, el rostro perdido en no se sabe qué lejano amanecer. Estuvo

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encamado una temporada, sin ningún deseo de hablar. Un día llamó a la compañera a su

lado, le apretó la mano y, muy bajo, murmuró: No vuelve...

Aquella noche el viejo moría.

La vieja Resenda quedó sola, sola. Pero en su espíritu una palabra única se levantó

para nunca más ser derribada. El viejo agonizante había dicho: No vuelve. Ella, con una

seguridad hecha de anhelos y presentimientos, dijo: ¡Vuelve! Y esperó a lo largo de

muchos inviernos...

Un andar suave, amortiguado, se deslizó por el piso de arriba.

Después el portón de la cocina se abrió un poco, silencioso y cauto. Pero de repente

se cerró y batió violentamente en el marco de perpiaño.

Los sueños de la anciana huyeron. Con los ojos encendidos levantó la cabeza y se

puso a escuchar...

Todo enmudece en la casa a no ser las pisadas blandas, leves.

-¿Quién anda ahí? -gritó. Y su propia voz sin respuesta la llenó de extrañeza.

Se sintió sola por vez primera, y como pasmada, todavía más que atemorizada, de

aquella soledad.

Entonces comenzó a llamar al hijo como si estuviera allí adormilado, con la mira de

espantar al ladrón, pero también para sentirse menos desamparada:

-¡Despierta, perezoso, que anda gente por la casa! Coge esa hacha y corre a ese

lobicán que viene a robar a los pobres. Para una corteza de pan que ha de encontrar en el

horno es capaz de estrangularme.

La voz se le ovilló. Alguien parecía ahora empujar la puerta desde fuera con esa

lentitud astuta de los gatos o del viento tramposo. Chirriaron de improviso los goznes, con

un lamento de pereza importunada, y la puerta quedó franca. Allí, deteniendo el paso, como

para dar tiempo a la madre para serenarse, estaba, erguido y alegre, el hijo de la vieja

Resenda. El resplandor del pequeño fuego, que en aquel instante se avivó de súbito,

relampagueó en su rostro. Era el de siempre... Los dientes, mozos, mordían todavía el

clavel.

Alguna mujer que pasó volando junto a la casa, sintió gritar a la vieja el nombre de

su hijo. Otros dicen que la sintieron hablar a deshora, y hasta canturrear mientras iba y

venía. Otros (tiempo después) que un mendigo forastero, sospechoso, había estado espiando

un ventanuco de la casa, encima de un emparrado, para ver dónde escondía la vieja unas

onzas de oro que, según rumor corrido por la aldea, tenía costumbre de contar diciendo: Las

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guardé para ti, hijo mío. Pasé malos años, pero aquí están. Y se dice que ese mendigo nada

pudo decir de semejante oro... Sí del terrible acontecimiento, y que fue a confesarse muy

arrepentido.

Al día siguiente -ya no calentaba el sol- los vecinos llamaron hasta hartarse en la

puerta de la casa silenciosa. Finalmente decidieron, después de hablar en grupo con la

alegría inconfesada de las alarmas insólitas, echar la puerta abajo. Por el hueco que abrieron

los empujones del más corpulento se colaron todos.

Muy pronto dieron con la vieja Resenda. A poco trecho del hogar la encontraron

tendida en el suelo, con los ojos tan abiertos que no parecía que estuviese muerta.

De Andrés nunca se supo. Todos dicen que fue comido por los cuervos en tierras de

Morería.

El amor que no podía ocultarse

Enrique Jardiel Poncela

Durante tres horas largas hice todas aquellas operaciones que denotan la

impaciencia en que se sumerge un alma: consulté el reloj, le di cuerda, volví a consultarlo,

le di cuerda nuevamente, y, por fin, le salté la cuerda; sacudí unas motitas que aparecían en

mi traje; sacudí otras del fieltro de mi sombrero; revisé dieciocho veces todos los papeles

de mi cartera; tarareé quince cuplés y dos romanzas; leí tres periódicos sin enterarme de

nada de lo que decían; medité; alejé las meditaciones; volví a meditar; rectifiqué las arrugas

de mi pantalón; hice caricias a un perro, propiedad del parroquiano que estaba a la derecha;

di vueltas al botoncito de la cuerda de mi reloj hasta darme cuenta de que se había roto

antes y que no tendría inconveniente en dejarse dar vueltas un año entero.

¡Oh! Había una razón que justificaba todo aquello. Mi amada desconocida iba a

llegar de un momento a otro. Nos adorábamos por carta desde la primavera anterior.

¡Excepcional Gelda! Su amor había colmado la copa de mis ensueños, como dicen

los autores de libretos para zarzuelas. Sí. Estaba muy enamorado de Gelda. Sus cartas,

llenas de una gracia tierna y elegante, habían sido el lugar geométrico de mis besos.

A fuerza de entenderme con ella sólo por correo había llegado a temer que nunca

podría hablarla. Sabía por varios retratos que era hermosa y distinguida como la

protagonista de un cuento. Pero en el Libro de Caja del Destino estaba escrito con letra

redondilla que Gelda y yo nos veríamos al fin frente a frente; y su última carta, anunciando

su llegada y dándome cita en aquel café moderno -donde era imprescindible aguantar a los

cinco pelmazos de la orquesta- me había colocado en el Empíreo, primer sillón de la

izquierda.

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©Oscar Pizarro González 2011

Un taxi se detuvo a la puerta del café. Ágilmente bajó de él Gelda. Entró, llegó junto

a mí, me tendió sus dos manos a un tiempo con una sonrisa celestial y se dejó caer en el

diván con un ―chic‖ indiscutible.

Pidió no recuerdo qué cosa y me habló de nuestros amores epistolares, de lo feliz

que pensaba ser ahora, de lo que me amaba...

-También yo te quiero con toda mi alma.

-¿Qué dices? -me preguntó.

-Que yo te quiero también con toda mi alma.

-¿Qué?

Vi la horrible verdad. Gelda era sorda.

-¿Qué? -me apremiaba.

-¡Que también yo te quiero con toda mi alma! -repetí gritando.

Y me arrepentí en seguida, porque diez parroquianos se volvieron para mirarme,

evidentemente molestos.

-¿De verdad que me quieres? -preguntó ella con esa pesadez propia de los

enamorados y de los agentes de seguros de vida-. ¡Júramelo!

-¡Lo juro!

-¿Qué?

-¡¡Lo juro!!

-Pero dime que juras que me quieres -insistió mimosamente.

-¡¡Juro que te quiero!! -vociferé.

Veinte parroquianos me miraron con odio.

-¡Qué idiota! -susurró uno de ellos-. Eso se llama amar de viva voz.

-Entonces -siguió mi amada, ajena a aquella tormenta-, ¿no te arrepientes de que

haya venido a verte?

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©Oscar Pizarro González 2011

-¡De ninguna manera! -grité decidido a arrostrarlo todo, porque me pareció estúpido

sacrificar mi amor a la opinión de unos señores que hablaban del Gobierno.

-¿Y... te gusto?

-¡¡Mucho!!

-En tus cartas decías que mis ojos parecían muy melancólicos. ¿Sigues creyéndolo

así?

-¡¡Sí!! -grité valerosamente-. ¡¡Tus ojos son muy melancólicos!!

-¿Y mis pestañas?

-¡¡Tus pestañas, largas, rizadísimas!!

Todo el café nos miraba. Habían callado las conversaciones y la orquesta y sólo se

me oía a mí. En las cristaleras empezaron a pararse los transeúntes.

-¿Mi amor te hace dichoso?

-¡¡Dichosísimo!!

-Y cuando puedas abrazarme...

-¡¡Cuando pueda abrazarte -chillé, como si estuviera pronunciando un discurso en

una plaza de Toros- creeré que estrecho contra mi corazón todas las rosas de todos los

rosales del mundo!!

No sé el tiempo que seguí afrontando los rigores de la opinión ajena. Sé que, al fin,

se me acercó un guardia.

-Haga el favor de no escandalizar -dijo-. Le ruego a usted y a la señorita que se

vayan del local.

-¿Qué ocurre? -indagó Gelda.

-¡¡Nos echan por escándalo!!

-¡Por escándalo! -habló estupefacta-. Pero si estábamos en un rinconcito del café,

ocultando nuestro amor a todo el mundo y contándonos en voz baja nuestros secretos...

Le dije que sí para no meterme en explicaciones y nos fuimos.

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©Oscar Pizarro González 2011

Ahora vivimos en una ―villa‖ perdida en el campo, pero cuando nos amamos,

acuden siempre los campesinos de las cercanías preguntando si ocurre algo grave.

El amor tomado del natural

Enrique Jardiel Poncela

LA DAMA

La mesa de al lado estaba vacía. Pero estuvo vacía poco tiempo.

Porque una mujer joven y elegante entró en el café, miró a su alrededor, dio unos

pasos, vaciló, se detuvo, dudó y, por fin, vino a sentarse a la mesa de al lado.

La dama se ceñía con un abrigo negro, y llevaba debajo del abrigo dieciocho gramos

de vestido verde.

El verde del vestido era «verde jade».

El negro del abrigo era «negro Flemming».

Despedía una intensa atmósfera de perfume de Laissemoi-mon-vieux; parecía muy

orgullosa del rubio frenético de sus cabellos, y tenía -resueltamente- el aire de una persona

que no pierde el aplomo jamás.

Me miró al pasar. Me miró como hubiese mirado a un paraguas que alguien se

hubiera dejado olvidado en el asiento. Miró también las cuartillas que, a medio escribir,

yacían desparramadas por la mesa, y en sus ojos claros hubo un cabrilleo fugaz en el que

descubrí sus ideas. La dama estaba pensando indudablemente:

«¿Quién será este idiota y qué majaderías estará escribiendo?».

Porque la misma mujer desconocida que, al leer vuestras cosas, va a quedar de

pronto ensimismada y tratando de imaginarse vuestra vida, si os ve escribiendo esas

mismas cosas pensará de vosotros que sois unos imbéciles.

El café entero, por su parte, la miró a ella, y todos los ojos se dilataron por el

asombro y el deseo. En cuanto a mí, me limité a echarle una sola y levísima ojeada, y para

mis adentros le dediqué este parrafito:

«Finge, engaña a los demás, adopta actitudes desdeñosas e interesantes de falsa

emperatriz en el destierro. Te aseguro que trabajas en balde. Sé que por dentro has de ser

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©Oscar Pizarro González 2011

igual de tonta, igual de vanidosa e igual de aburrida que otra mujer vulgar cualquiera. Por

mi parte, puedes seguir fingiendo…».

Y yo me quedé tan ancho, y volví a ocuparme de mis cuartillas.

El CABALLERO

Al poco rato entró en el café el caballero con quien estaba citada la dama. Era un

individuo corriente: ni tan viejo que hiciera pensar en el hombre de Cro-Magnon, ni tan

joven que mereciese que se le regalara un triciclo; elegante también. Y provisto de un

bigote que se atusaba de vez en cuando, para convencer a la gente de que era suyo.

EL DIÁLOGO DE AMBOS

El caballero se sentó junto a la dama. Sonrisas tiernas. Un largo apretón de manos.

Y comenzaron a hablar en un tono tenue, pero no tan tenue que no llegase a mis

oídos, impidiéndome seguir trabajando y obligándome a atender a su diálogo.

Oíd la clase de cosas que se decían:

ÉL. - ¿Qué hiciste anoche?

ELLA. - Me acosté temprano.

ÉL. - ¿Pensaste en mí?

ELLA. - Hasta dormirme.

ÉL. - ¡Amor mío…!

ELLA. - ¿Y tú? ¿Qué hiciste anoche tú?

ÉL. - Me acosté en seguida de comer.

ELLA.- ¡Embustero!

ÉL.- Te lo juro.

ELLA.- ¿Sí ¿Y pensaste en mí?

ÉL.- Me dormí con tu retrato bajo la almohada.

ELLA.- ¡Nene…!

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©Oscar Pizarro González 2011

En este instante yo bostecé por primera vez.

ÉL.- Sé que anteanoche fuiste al cine…

ELLA.- Sí. Con mi hermano.

ÉL.- ¿De veras que fuiste con tu hermano?

ELLA.- ¡Qué celoso eres! ¿Con quién iba a ir? Tú sabes que, si no es contigo, no

soy feliz con nadie.

ÉL.- ¡Chiquilla...!

Segundo bostezo mío y primera náusea contenida.

ÉL.- ¡Qué bonita vienes!

ELLA.- ¿Te gusto hoy más que ayer?

ÉL.- Infinitamente más.

ELLA.- ¿Qué te parece este sombrero?

ÉL.- Estupendo.

ELLA.- ¿Y el vestido?

ÉL.- Maravilloso. Y además pienso que...

Unas frases del caballero al oído de la dama.

ELLA.- Poniéndose encarnada con una facilidad escamante. ¡Calla, tonto! Si

alguien te oyera...

Me revolví nervioso en mi asiento.

ELLA.- ¿Y los zapatos? ¿Te gustan?

ÉL.- Son divinos.

ELLA.- ¿Y el abrigo?

ÉL.- Precioso.

ELLA.- ¿Este broche?

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©Oscar Pizarro González 2011

ÉL.- Es una filigrana.

ELLA.- ¿Y las medias?

ÉL.- Encantadoras.

Suspiré profundamente y comencé a hacer esfuerzos para no oír tanta simpleza.

Pero nuevas simplezas siguieron martillando mi cerebro.

ÉL.- ¿Me quieres todavía un poquito?

ELLA.- Te adoro.

ÉL.- Pero no tanto como yo a ti…

ELLA.- ¡Más!

ÉL.- ¿Más? Más es imposible.

ELLA.- ¡Adulador!

Me puse, nerviosísimo, a tararear un cuplé.

ELLA.- ¡A cuantas les habrás dicho lo mismo!

ÉL.- Sólo a ti.

ELLA.- No me gusta que mientas.

ÉL.- Arrellanándose en el diván. Dime, mi cielo, ¿me querrás siempre como ahora?

ELLA.- Siempre.

ÉL.- ¿Eternamente?

ELLA.- Eternamente.

Segunda y tercera náuseas por mi parte.

ÉL.- Si yo muriese algún día, amor mío, ¿volverías a amar?

ELLA - Nunca.

ÉL.- Nunca, ¿verdad?

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©Oscar Pizarro González 2011

ELLA.- Jamás.

ÉL.- ¿Qué harías?

ELLA.- Iría a diario al cementerio, a llevarte flores y a llorar...

ÉL.- ¡Mi tesoro! Besándola en las manos. ¡Mi gloria! ¡Mi reina!

Fue entonces cuando me levanté y llamé al camarero, que era un joven de

veintitantos años.

Acudió el mozo; le puse una mano en el hombro, y con la otra mano señalé a la

pareja. Y hablé así:

-Querido camarero y amigo: ahí tienes el amor... Míralo bien; grábalo a fuego en tu

memoria: no se te olvide nunca... Ese espectáculo estúpido es lo que vienen cantando desde

hace siglos los poetas.

ÉL y ELLA alzaron los rostros y me miraron sorprendidos. Yo continué como si tal

cosa:

-Eso que tienes delante de las narices, querido camarero, es el amor, y, en la opinión

de mucha gente, la única razón de la existencia. Obsérvalo, estúdialo a fondo. Amor es

decirse mentiras y bobadas apretándose las manos por debajo de una mesa... Amor es

preguntar a qué hora se ha acostado uno... Amor es jurar que, fuera de la persona amada, lo

demás no existe... Amor es llamarse celoso mutuamente... Amor es elogiar los vestidos y

los sombreros de la elegida... Amor es discutir, en un diálogo irresistible, quién quiere más

al otro... Amor es afirmar que se tiene la eternidad en la mano... Amor es decir que se va a

ir al cementerio a diario a llevar flores... ¡¡Amor es creerse todo eso!!

Levanté los brazos al techo en una actitud de héroe griego, y grité:

-¡Y pendiente de semejante pamema vive la Humanidad desde que el planeta

comenzó a voltear por los espacios! ¿No es para reaccionar violentamente? ¡¡Sí!! ¡Sí

lo es! ¡¡Mira!!

Y cogiendo en alto una silla, la dejé caer sobre la cabeza de la dama y luego sobre el

cráneo del caballero.

Y sólo cuando los vi desvanecidos y tirados del revés en el diván abandoné el café

satisfecho de mí mismo y con aire de filósofo en la escuela contundente.

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©Oscar Pizarro González 2011

Bernardino

Ana María Matute

Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que

Bernardino era un niño mimado.

Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en

―Los Lúpulos‖, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con

árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La

finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes

bosques comunales.

Alguna vez, el abuelo nos llevaba a ―Los Lúpulos‖, en la pequeña tartana, y, aunque

el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las

tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas,

fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como

ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como

roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad

tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:

-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del

segundo matrimonio de su padre, muchos años después.

Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser

extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a ―Los Lúpulos‖ nos vestían incómodamente,

casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían

en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto

parecía tener una sola explicación para nosotros:

-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.

Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un

flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A

pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito.

Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba

molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de

comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi

hermano mayor decía:

-Ese chico mimado... No se puede contar con él.

Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar

mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás

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©Oscar Pizarro González 2011

salía de ―Los Lúpulos‖ como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o

paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.

Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano

Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta,

nos dijo:

-A ese Bernardino le vamos a armar una.

-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los

chicos del pueblo.

-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un

día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque...

¿Queréis vosotros?

Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.

-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?

-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas,

golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.

Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que

fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino,

pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran

hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte,

las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las

montañas. Bernardino tenía un perro que se llamaba ―Chu‖. El perro debía de querer

mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El

nombre de ―Chu‖ venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro

sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por

lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer

en seguida.

-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a ―Chu‖ ni una palmada en

la cabeza. ¡No sé cómo ―Chu‖ le quiere tanto! Ojalá que ―Chu‖ fuera mío...

A ―Chu‖ le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al

salir de ―Los Lúpulos‖ intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar,

por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento ―Chu‖ nos dejaba con un

palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto,

mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.

-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese...

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©Oscar Pizarro González 2011

Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.

Una tarde en que mi abuelo nos llevó a ―Los Lúpulos‖ encontramos a Bernardino

raramente inquieto.

-No encuentro a ―Chu‖ -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En

toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro...

-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.

-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren...

Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más

que él.

-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.

-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca...

-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al

río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!

Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el

muro que cercaba ―Los Lúpulos‖, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la

cabeza.

Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino

le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco,

porque era muy orgulloso.

Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos

llamando a ―Chu‖, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo

encontramos.

Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el

caminillo del bosque:

-¡Eh, tropa!...

Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y

Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial.

Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.

Mi hermano dijo:

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©Oscar Pizarro González 2011

-¿Habéis visto a ―Chu‖?

Mariano asintió con la cabeza:

-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?

-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía

haber perdido su timidez.

-¿Dónde está ―Chu‖? -dijo. Su voz sonó clara y firme.

Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino.

Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.

Efectivamente: ellos tenían a ―Chu‖. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de

una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a ―Chu‖ por las patas

traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío

nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y

vagabundos. Bernardino se paró en seco, y ―Chu‖ empezó a aullar, tristemente. Pero sus

aullidos no llegaban a ―Los Lúpulos‖. Habían elegido un buen lugar.

-Ahí tienes a ―Chu‖, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.

Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia

Mariano.

-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!

-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os

da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del

huerto de Manuel el Negro!

Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí

los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.

-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a ―Chu‖.

-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada,

como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.

Mariano y Buque se miraron con malicia.

-Dineros -dijo Buque.

Bernardino contestó:

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©Oscar Pizarro González 2011

- No tengo dinero.

Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:

-Bueno, pos cosa que lo valga...

Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se

desprendió la medalla de oro. Se la dio.

De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la

medalla y la examinaron.

-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho!

¿Sabes? ¡Un mal bicho!

De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo

veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le

apaleaba por algo.

-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni

eres hombre ni... ná!

Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos

fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:

-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho...

Todos miramos a Bernardino, asustados.

-No... -dijo mi hermano.

Pero Mariano gritó:

-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...?

Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las

palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (―Ese pez...‖, que decía mi

hermano). Contestó:

-Está bien. Dadme de veras.

Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida

dijo:

-¡Hala, Buque...!

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©Oscar Pizarro González 2011

Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida,

amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque

le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:

-Empieza tú, Gracianín...

Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano.

Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.

A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los

aullidos de ―Chu‖ y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y

dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir

el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa

fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (―Ese

pez‖, ―Ese pavo‖, sonaba en mis oídos).

Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado.

Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le

ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.

Mariano miró de frente a Bernardino.

-Puerco -le dijo-. Puerco.

Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.

Bernardino se acercó a ―Chu‖. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban

en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre.

Lentamente desató a ―Chu‖, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma.

Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de

color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos

entusiastas de ―Chu‖. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como

siempre.

Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo

la medalla, que brillaba contra la tierra.

-Vamos a devolvérsela -dijo.

Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a ―Los

Lúpulos‖. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano

mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.

Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba

desesperadamente, abrazado a su perro.

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©Oscar Pizarro González 2011

Los chicos

Ana María Matute

Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban

quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol

caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no

circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que

levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos

latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos

escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.

Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las

mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos

oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que

tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las

nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como

pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido

terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían

prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros

ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre

los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi

siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los

presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos

habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no

se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados.

«Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado

una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus

presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.

El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto,

que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde

el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos,

pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros,

audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.

El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de

polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de

refugio.

-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!

No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el

espíritu del mal.

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©Oscar Pizarro González 2011

-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de

admiración.

Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del

río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el

aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que

sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la

cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la

tierra.

Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas

como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de

siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos.

Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y

volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y

sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.

Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le

imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con

sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.

Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y

cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la

medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo

negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio,

donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua

aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al

chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo

perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos,

hacia sus chabolas.

Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis

hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada

a él, y un gran frío nos subía por la garganta.

Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía

desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y

empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con

un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra.

Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del

río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse

detenido. Como todas las voces.

Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco,

fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía

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©Oscar Pizarro González 2011

la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas

negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó

contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano

mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho

más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas

separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén

en aquel momento!

-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los

colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...

Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó.

Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la

nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.

-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.

-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!

Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le

seguíamos.

Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no

podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El

chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy

achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de

sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente

me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de

topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una

vergüenza dolorida.

El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le

arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda,

renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por

qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como

otro cualquiera".

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La rama seca

Ana María Matute

1

Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega,

con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y

le decían:

-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama

a doña Clementina.

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día

sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".

Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la

otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con

un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se

sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.

-¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

-Juego con "Pipa" -decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a

poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del

peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer,

con alguien.

-¿Con quién hablas, tú?

-Con "Pipa".

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por

"Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un

hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus

habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un

principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de

la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le

ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:

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©Oscar Pizarro González 2011

-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de

cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es

aún pequeña para llevarla a los pagos...

-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá

arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la

echaré a faltar -se decía.

2

Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".

-La muñeca -explicó la niña.

-Enséñamela...

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver

claramente.

-No la veo, hija. Échamela...

La niña vaciló.

-Pero luego, ¿me la devolverá?

-Claro está...

La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó

pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con

un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La

niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

-¿Me la echa, doña Clementina...?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana.

"Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la

niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba

infatigablemente con "Pipa".

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©Oscar Pizarro González 2011

-"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un

palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate

quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña...

La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos

muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el

plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía

despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de

su comida.

-Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...

Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras.

Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y

el rumor de la acequia.

3

Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la

mujer Mediavilla:

-¿Y la pequeña?

-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

-No sabía nada...

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la

leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se

reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En

realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del

alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir,

aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la

que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que

crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

-¡Pascualín! ¡Pascualín!

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©Oscar Pizarro González 2011

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un

ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque

la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo

de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al

verla, abrió más sus párpados entornados.

-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?

La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó

y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.

-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me

devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...

Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y

algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.

Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la

espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas,

brillaban al sol como dos piezas de cobre.

-Pascualín -dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y

muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!

Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.

Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como

si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":

-Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían

despacio hasta la manta.

-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:

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©Oscar Pizarro González 2011

-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

4

A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en

Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal".

Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El

Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy

hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que

imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí

misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando

la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo!

¡Quién iba a pensar...!

Cortó sus exclamaciones.

-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.

-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...

La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado

en la pared, temblaba, amarilla.

-Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.

Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su

carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó

caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente,

como acostumbraba.

-No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".

La madre empezó a chillar:

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-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña

Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y

solitaria, y le tenían cierta compasión).

-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se

tratara de una flor.

-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió

en un retal. Subió a ver a la niña:

-Te traigo a tu "Pipa".

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a

sus ojos oscuros.

-No es "Pipa".

Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado.

Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas

alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha:

se va a morir, de todos modos...

-¿Se va a morir?

-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en

otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

5

En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un

pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su

pequeña madre.

6

Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando

en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal.

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Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un

rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la

miró, bajo los rayos pálidos del sol.

-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y

triste tiene esta muñeca!

La gloria de los feos

Rosa Montero

Me fijé en Lupe y Lolo, hace ya muchos años, porque eran, sin lugar a dudas, los

raros del barrio. Hay niños que desde la cuna son distintos y, lo que es peor, saben y

padecen su diferencia. Son esos críos que siempre se caen en los recreos; que andan como

almas en pena, de grupo en grupo, mendigando un amigo. Basta con que el profesor los

llame a la pizarra para que el resto de la clase se desternille, aunque en realidad no haya en

ellos nada risible, más allá de su destino de víctimas y de su mansedumbre en aceptarlo.

Lupe y Lolo eran así: llevaban la estrella negra en la cabeza. Lupe era hija de la

vecina del tercero, una señora pechugona y esférica. La niña salió redonda desde chiquitita;

era patizamba y, de las rodillas para abajo, las piernas se le escapaban cada una para un

lado como las patas de un compás. No es que fuera gorda: es que estaba mal hecha, con un

cuerpo que parecía un torpedo y la barbilla saliéndole directamente del esternón.

Pero lo peor, con todo, era algo de dentro; algo desolador e inacabado. Era guapa de

cara: tenía los ojos grises y el pelo muy negro, la boca bien formada, la nariz correcta. Pero

tenía la mirada cruda, y el rostro borrado por una expresión de perpetuo estupor. De

pequeña la veía arrimarse a los corrillos de los otros niños: siempre fue grandona y les

sacaba a todos la cabeza. Pero los demás críos parecían ignorar su presencia descomunal, su

mirada vidriosa; seguían jugando sin prestarle atención, como si la niña no existiera. AI

principio, Lupe corría detrás de ellos, patosa y torpona, intentando ser una más; pero, para

cuando llegaba a los lugares, los demás ya se habían ido. Con los años la vi resignarse a su

inexistencia. Se pasaba los días recorriendo sola la barriada, siempre al mismo paso y

doblando las mismas esquinas, con esa determinación vacía e inútil con que los peces

recorren una y otra vez sus estrechas peceras.

En cuanto a Lolo, vivía más lejos de mi casa, en otra calle. Me fijé en él porque un

día los otros chicos Ie dejaron atado a una farola en los jardines de la plaza. Era en el mes

de agosto, a las tres de la tarde. Hacía un calor infernal, la farola estaba al sol y el metal

abrasaba. Desaté al niño, lloroso y moqueante; me ofrecí a acompañarle a casa y le

pregunté que quién le había hecho eso. "No querían hacerlo", contesto entre hipos: "Es que

se han olvidado". Y salió corriendo. Era un niño delgadísimo, con el pecho hundido y las

piernas como dos palillos. Caminaba inclinado hacia delante, como si siempre soplara

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©Oscar Pizarro González 2011

frente a él un ventarrón furioso, y era tan frágil que parecía que se iba a desbaratar en

cualquier momento.

Tenía el pelo tieso y pelirrojo, grandes narizotas, ojos de mucho susto. Un rostro como de

careta de verbena, una cara de chiste. Par entonces debía de estar cumpliendo los diez años.

Poco después me entere de su nombre, porque los demás niños Ie estaban llamando

todo el rato. Así como Lupe era invisible, Lolo parecía ser omnipresente: los otros chicos

no paraban de martirizarle, como si su aspecto de triste saltamontes despertara en los demás

una suerte de ferocidad entomológica. Par cierto, una vez coincidieron en la plaza Lupe y

Lolo: pero ni siquiera se miraron. Se repelieron entre sí, como apestados.

Pasaron los años y una tarde, era el primer día de calor de un mes de mayo, vi venir

por la calle vacía a una criatura singular: era un esmirriado muchacho de unos quince años

con una camiseta de color verde fosforescente. Sus vaqueros, demasiado cortos, dejaban

ver unos tobillos picudos y unas canillas flacas; pero lo peor era el pelo, una mata espesa

rojiza y reseca, peinada con gomina, a los años cincuenta, como una inmensa ensaimada

sobre el cráneo. No me costó trabajo reconocerle: era Lolo, aunque un Lolo crecido y

transmutado en calamitoso adolescente. Seguía caminando inclinado hacia delante, aunque

ahora parecía que era el peso de su pelo, de esa especie de platillo volante que coronaba su

cabeza, lo que Ie mantenía desnivelado.

Y entonces la vi a ella. A Lupe. Venia por la misma acera, en dirección contraria.

También ella había dado el estirón puberal en el pasado invierno. Le había crecido la

misma pechuga que a su madre, de tal suerte que, como era cuellicorta, parecía llevar la

cara en bandeja. Se había teñido su bonito pelo oscuro de un rubio violento, y se lo había

cortado corto, así como a lo punky. Estaban los dos, en suma, francamente espantosos:

habían florecido, conforme a sus destinos, como seres ridículos. Pero se los veía anhelantes

y en pie de guerra.

Lo demás, en fin, sucedió de manera inevitable. Iban ensimismados, y chocaron el

uno contra el otro. Se miraron entonces como si se vieran por primera vez, y se enamoraron

de inmediato. Fue un 11 de mayo y, aunque ustedes quizá no lo recuerden, cuando los ojos

de Lolo y Lupe se encontraron tembló el mundo, los mares se agitaron, los cielos se

llenaron de ardientes meteoros. Los feos y los tristes tienen también sus instantes gloriosos.

Al buen callar

Emilia Pardo Bazán

No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas

flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que

le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de

terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y

brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro

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y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los

dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y

los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos

de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba

con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño

don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de

cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y

delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en

la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y

agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no

corregía tan funesta propensión.

-Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la

indiscreción misma -advertía a su hijo el duque-. Por la boca solemos morir como los

simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe -

solía añadir.

Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de

que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo

consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo

hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:

-Hijo Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más activos;

pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan

atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a

nadie envenenarás.

Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto

y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la

catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le

hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al

duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más

aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.

-Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad

ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre

provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.

-Antes pienso, padre -replicó el precoz don Sancho-, que al lado de los reyes, por

ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni

acción que deba ser oculta o reservada.

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Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria

ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando

aliento:

-No, hijo -exclamó por fin-, no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu

razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto

a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.

Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que

promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.

-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio.

Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os

prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.

Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso

que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño

en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje

en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo

todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole

extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al

pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano

cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras

veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio

penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el

pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el

palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos

enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia;

entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a

cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y

merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y

mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate

y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido,

celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad

tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo

pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo

el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío

del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada

momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho,

poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.

Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso,

tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué

decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y

desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y

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favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo

de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante,

acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías,

fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas

con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso

de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en

el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había

evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua

con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado

a no decir oxte ni moxte): «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos

dientes o con mi puñal te corto y te echo a los canes.»

Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar,

sin otra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho.»

El corazón perdido

Emilia Pardo Bazán

Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto

rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de

habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna

víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su

dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi

ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle.

Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del

corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son

el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el

corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera

mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la

propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón

y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró

que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía

perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la

dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho

vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco

ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos

aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba

el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo

advirtiese.

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Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y

pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que

del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había

perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el

corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él

se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se

atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un

pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis

prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por

fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé

por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan

despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he

aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón

que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.

Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las

emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos

vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el

amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a

suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir

doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones

de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos

cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho

de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos

y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma.

Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se

había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en

la calle.

Un poco de ciencia

Emilia Pardo Bazán

Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito

donde mi madre -cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado- me obligaba a

residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado

en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había

publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo,

y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que

aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre.

Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron

humanamente evitarlo.

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He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a

una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna.

Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la

enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es

menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta

correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas

restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su

sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.

Y, siendo ello es verdad, es preciso añadir que mi sabio, don Matías Caldereta,

aparte de su ciencia epigráfica, era hombre de agradable trato, más ligero de sangre de lo

que suelen ser sus congéneres, y con una nota de dulce escepticismo en lo que respecta a la

infabilidad de los demás especialistas en los varios géneros y subgéneros en que la Ciencia

se divide, como torta cortadita en trozos. Contaba anécdotas chuscas, errores de doctos y

consuelo de ignorantes. Recuerdo ahora una, que nos hizo reír una tarde entera bajo una

parra, cuyas uvas empezaban a pintar, al borde de una charca en que las ranas, verdes y

confianzudas, nos miraban un punto con sus ojos saltones, chapuzándose en seguida entre

cañas y espadañuelas.

Caldereta reía más, halagado en su amor propio de sabio trasconejado y oscuro, por

la idea de que también estas eminencias de extranjis, trompeteadas y célebres, se equivocan

como cada hijo de vecino, como puede equivocarse la notabilidad de campanario que

vegeta en el rincón silencioso de un pueblo, igual que las ranas en su palude, croando a la

luna.

-Si, sí -repetía-. ¡Sepa usted que se trata nada menos que de Champollion, del gran

preste de los epigrafistas..., del que descifró los jeroglíficos y reveló, mediante ellos, el

misterio de Egipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahora tan oscuro como están los

códices mayas! Y, sin embargo, el caso es auténtico: una de esas historias que recuerdan a

veces, al final de las sesiones académicas, los académicos viejos a los novatos... Estos días

ha vuelto a salir a colación, a propósito de los famosos escarabajos del rey Necao,

fabricados ayer por un falsificador y consagrados un momento por todo el areópago de los

inteligentes, y comprados y colocados en un famoso Museo...

La cosa se remonta a la época en que comenzaba en el del Louvre, en París, a

organizarse esa sección de antigüedades egipcias que ha llegado a ser la primera del

mundo. Diariamente recibía el director del Museo fardos y cajas conteniendo momias,

diosecitos, collares, objetos encontrados en las sepulturas, papiros cubiertos de jeroglíficos

misteriosos. Al punto los copiaba exactamente un pintor de mala mano, que en trabajo tan

modesto se ganaba el pan.

Y he aquí que cierta mañana llama el director al pintor a su despacho y le entrega un

papiro con infinitos garabatos y dibujos.

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©Oscar Pizarro González 2011

-Agradeceré -advirtióle- que me copie este papiro para esta tarde misma. Hoy tengo

convidado a comer al ilustre Champollion, y quiero darle la sorpresa de que antes que nadie

vea la nueva remesa y la traduzca.

Cargó el pintor con el papiro amarillento y se retiró a cumplir la orden. Era una

tarea asaz penosa: ¡copiar tanto garabato antes del anochecer! Un poco nervioso dio

principio a su labor... Y he aquí que, por culpa precisamente de los nervios, alterados con la

prisa, da un manotón involuntario, y el tintero, enterito, se vuelca sobre aquellas tiras de

papiro que el escriba, con su delicada cañita, bordó de figurillas y emblemas hace tantos

miles de años...

Era un lago negro, un baño absoluto... En vano quiso el pintor remediar el mal.

Cuanto más trabajaba con la esponja, el paño y el raspador, tanto más penetraba la tinta,

borrando hasta la idea de lo que hubiese debajo.

«¿Qué hacer? -pensó el mísero-. ¿Confesar las desgracias? ¿Perder su colocación, el

sustento de sus hijos?»

El mísero sudaba frío y se mordía las uñas desesperado. ¡Aquellos papiros,

justamente aquellos, que era preciso copiar con tanta urgencia! ¡Y de pronto acudió la idea,

salvadora acaso!

«Desde que copio estas malditas tiras -pensó-, ¿no he notado que son todas iguales?

Hiladas y más hiladas de cocodrilos, de hombres con cabeza de perro, de escarabajos, de

cruces con asas, de grullas, de toros... El señor de Champollion viene a comer; por muy

sabio que sea, después de comer no va a ponerse a descifrar. ¡Qué demonio! ¡Preferirá

echar un sueñecito, o fumar, o charlar, o jugar a la báciga! ¡Será un hombre, qué caramba,

al menos mientras digiere! ¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto le sacan a estar siempre

con la nariz sobre estos garrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar la copia... Mañana

diré que ha sido el ordenanza el que, al arreglar la mesa, ha volcado el tintero..., y malo será

que, por lo menos, no les quede la duda...»

Y, en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas a capricho -pues él no entendía palabra

de lo que copiaba diariamente-, de ibis, cocodrilos, escarabajos sagrados y cruces con asa...

Hecha la habilidad, llevó el manuscrito al director, que estaba en gran conferencia con el

propio Champollion, comentando los recientes envíos.

-Bueno -exclamó el director, bondadoso-; hoy come usted con nosotros... Es muy

justo...

Nuevo sudor frío... Pero el pintor no tuvo más recurso que aceptar. A los postres -a

los amargos postres-, hubo que desenvolver el manuscrito de impostura, porque el director,

frotándose las manos, ordenó:

-Ahora, enséñele usted al señor de Champollion la sorpresita...

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Con manos trémulas, el culpable desató el balduque... Parecía su cara la de una

momia; sus piernas temblaban... Iba a descubrirse el enredo... ¿No valía más echarse de

rodillas, confesar, pedir misericordia?

Champollion, reposadamente, tomó el rollo; aproximóse a la lámpara, lo aplanó con

la mano, y se enfrascó un momento en la contemplación de aquellos signos, sólo para él

comprensibles... Entre el silencio se oían el volver de las hojas y la respiración congojosa

del falsario, a pique de ser descubierto...

De pronto se alzó la voz del gran Champollion, del revelador del Egipto antiguo...

Leía en alto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía, majestuoso, la inscripción que no

existía!...

-«A la gran Isis, señora de lo creado, y a Osiris Ammon Ra, que domina la tierra y

el agua, yo, Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevado un templo votivo...»

El pintor cayó desplomado en el sillón... ¡Y Champollion seguía leyendo sin

interrupción... sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja! ¡Hasta el último jeroglífico!

-Y ahí tiene usted -añadió Caldereta- por lo que he llegado a desconfiar de la ciencia

y de sus engaños... Sólo le aseguro que el caso que acabo de contar no puede ocurrir con

una lápida romana. En eso..., vamos, no me equivoco. En eso no cabe falsificación... ¡Las

lápidas romanas son lo más serio de la epigrafía!

Noche de ánimas

Joaquim Ruyra

El eco de tu postrera danza, oh Fiesta de Todos los Santos, fenece.

La orquesta penetró en el mesón. En la vasta cocina, ante el hogar, sentados en el

banco, o en sillas y escabeles, los músicos se calientan las piernas, y suavizan con unas

sopas en vino las gargantas secas y agobiadas. Cada cual sostiene con la mano izquierda,

sobre la rodilla, un plato de tierra muy hondo, en cuyo seno se hinchan y colorean los

pedazos de pan que flotan en el líquido humeante. Los dedos pellizcan, sorben tenaces las

bocas y los semblantes adquieren vida al influjo del saludable refrigerio.

En tanto el abuelo echa un sueñecito en su rincón, casi rozando los purpúreos

tizones. Ora levanta poco a poco la cabeza hasta poner en descubierto las piltracas

marchitas de su papada, ora la deja caer pesadamente sobre el pecho.

Media docena de jóvenes payeses bien trajeados y rasurados, con las barretinas

encrestadas en la cabeza con esmero coquetón, y luciendo a guisa de joyas unos brotes de

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albahaca en las orejas, conversan de pie formando corro detrás de los músicos. Sus caras

llamean todavía con el fuego que encendiera la danza; de vez en cuando enjugan con

pañuelos multicolores el sudor que resplandece en caras y cogotes.

La mesonera y las criadas van con presura del hogar a los hornillos, de los hornillos

al armario.

Un mozalbete, puesto en cuclillas dentro del cuévano de hierbas, lo espía todo con

ojos despabilados.

El candil que pende de la pequeña bóveda de los hornillos apenas deja ver su

lucecita amarilla entre la humareda que surge de cazos y sartenes. En cambio los

resplandores rojos y volubles del hogar vagarean por el ámbito sombrío. Todo danza en un

caos de luz y de tinieblas.

Al toque de oración algunos payeses empiezan a hablar de la noche de ánimas, de la

noche que va a cerrar. Se cuentan casos de apariciones sobrenaturales. Cada cual trajo su

historia, y procura interesar con ella todo lo posible. Un músico, hombrón de elevada

estatura, flaco, de recias espaldas, de faz prolongada, frente calva y patillas blancas, luego

de sorber las heces de su plato, mete baza en la conversación y dice:

-No sé si habrán conocido a Refila de Navata… Yo sí. En todo el Ampurdán no

había tenora como la suya; era un gran músico, un compositor de sardanas de los que entran

pocos en libra. Sus sardanas… ¡ya lo creo!… se tocan aún y se danzan con devoción… Esta

es la palabra… Se danzan con devoción porque su música tiene algo de religioso, de santo,

de… no puede explicarse, ea. Fue mi maestro de tenora. En aquellos tiempos sería ya

viejecito, pero estaba fresco y reluciente… era un hombre chiquitín… ¡si parece que lo

estoy viendo!… carirredondo, el cogote prolijo… Vestía calzas y delantal, al uso añejo, y la

chaqueta adornada con vistosa botonadura de hoja de lata. No vayan a creer que diera en

pisaverde… nada de eso. No le importaba que cayese al azar su barretina morada, que le

colgaba como un saco vacío por encima del hombro. Las medias lo arrastraban y él no se

daba cuenta. Todo el día estaba soñando solfas. Ah, no recuerdo todas estas cosas para que

se rían, no… que no es cosa de risa… las digo para que vean cuán presente tengo a mi

hombre y para que entiendan que no es ningún cuento lo que voy a referirles.

Aquí el narrador se detiene unos instantes. Reina el silencio. Las sartenes de los

hornillos cesaron de chirriar. No se oye más rumor que el sordo ronquido de la enorme olla

de hierro que pende de las caramilleras, y empieza su hervor. El mozalbete del cuévano no

aparta su vista de los labios del músico como si espiase el surgir de las palabras. El músico

prosigue su relato de esta suerte:

-Hoy cumplen años de mi historia. Refila de Navata había ido a tocar en las danzas

de la fiesta de hoy en un pueblo comarcano. Cuando hubo terminado, al cerrar la noche,

emprendió solito el camino de su casa. Él mismo me lo contó más adelante. Con la tenora

metida en la bolsa de cuero y sujeta a la espalda, tras, tras, descendía de la montaña,

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tomando cuantos atajos encontraba. Pero a no tardar, aunque las piernas de Refila seguían

triscando por los senderuchos, sus pensamientos andaban lejos, lejos… se habían

desprendido ya de la tierra. Lo había conmovido una inspiración, y componía allá en sus

adentros. Nadie puede imaginar, si no lo ha experimentado alguna vez, de qué modo las

inspiraciones arrebatan el alma de un artista.

Aquí todos los músicos balancearon la cabeza en señal de aprobación, y el narrador

continuó diciendo:

-Pasaba el tiempo, y Refila, distraído, hechizado, no tenía la menor idea de que

transcurriese. Y andando, andando, al fin tropezó con una cepa desarraigada. Entonces

volvió en sí… esto es, salió de su preocupación… y como desvelándose empezó a mirar a

una y otra parte. Mira acá, mira acullá… Señor, se había perdido en mitad del bosque, ante

unos barrancos muy hondos que infundían pavor al hombre de más denuedo. La noche

había cerrado totalmente. La luna era casi nueva. Apenas se divisaba en la diafanidad del

cielo algo así como una pequeña sombra más clara y azulada que el fondo del cielo,

ribeteada por un blanco hilillo de luz. Los senderos… ya lo imaginan… se borraban a

cuatro pasos de distancia. Refila estaba desorientado por completo. Y he aquí, muchachos,

que mientras él examinaba crestas y vertientes de montañas, buscando algún detalle

conocido, llegó a su oído, en una racha suave, algo así como una música singular y

embelesadora. Era una música que apenas se oía, fina, finísima, casi desmayada en el aura.

Sonaba como un zumbido de abejas que acercándose ahora, alejándose presto, aumentaba o

disminuía, aunque siempre débil, confusa… ¿Qué iba a ser aquello, qué iba a ser?… Al

principio, Refila se creyó juguete de una ilusión; que le zumbaban las orejas… que una

expansión de la sangre murmuraba las armonías soñadas durante la marcha. Pero ¡quiá!…

no tardó en venir el desengaño. Aquella música no se parecía a nada que él hubiese nunca

imaginado u oído. Era un nuevo aire de sardana apacible, melancólico… que se apoderaba

del corazón despertando en él las más dulces ilusiones de la vida pasada. Llevaba al alma

un recuerdo parecido al del placentero son de los primeros besos de amor, pero al mismo

tiempo despertaba una tristeza honda, muy honda, ¡Jesús mío! Lástima que por la

obscuridad no se pudiese escribir media palabra, de lo contrario, Refila hubiese apuntado

las maravillas que llegaban a su oído. Sólo podía escuchar, eso sí… y para lograrlo mejor,

poquito a poco echó a andar hacia el paraje de donde parecía llegar el zumbido armonioso.

Calló el músico por breve espacio, suspirando. La mesonera y las sirvientas habían

vuelto la espalda a los hornillos y atendían boquiabiertos, con ojos amilanados. No se oía a

nadie ni respirar. Solamente se distinguía el sordo roncar de la olla enorme de hierro que

hervía colgada de las caramilleras. Al cabo de escaso tiempo el narrador continuó su relato

del modo siguiente:

-Refila de Navata no se acordaba de su casa ni de su familia, ni del camino perdido.

No le movía más anhelo que el de impregnarse de aquella finísima corriente de armonía,

cuyo rastro andaba siguiendo. Refila era músico en cuerpo y alma. Al sortear un avance de

la sierra divisó en una hondonada brumosa un lugarcillo lejano, que parecía dorado a la luz

de la celistía. Se encaminó hacia allá… A medida que avanzaba, los sones seductores se

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oían más claros, menos inciertos… ¡Adelante!… Chocó de pronto con una pared revestida

de hiedra, una pared muy baja… tras la cual se extendía una salceda compacta y frondosa.

Surgía de allí una húmeda vaharada; así, como de tierra agitada o regada poco ha. ¡Pardiez!,

allí se danzaba. Refila oía las pisadas de la gente, unas pisadas continuas, acompasadas…

dóciles al aire musical. Era indudable; a la sombra de aquellos árboles, se danzaba la

sardana sin más luz que la de las estrellas. Costaba algún esfuerzo reparar en los danzantes,

pero a medida que la vista se enseñoreaba de las tinieblas, se notaba confusamente su

vaivén, el rodar incesante y los saltos. Era gente angulosa y deplorable. Sus pies daban en

el suelo con crujido áspero, seco. Algunos llevaban los pliegues de la ropa tachonados de

una tierra que con el movimiento se iba desprendiendo y caía con rumores tenues de

llovizna. Refila se estremeció de pies a cabeza, comprendiéndolo todo. El recinto era un

cementerio. Los sauces, las plazuelas orilladas por rosales en flor, las cruces medio

derruidas que en medio de ellas se divisaban, algunos hoyos que parecían cavados

recientemente… todo explicaba la verdad del caso. Era noche de ánimas y los danzantes

serían unos buenos difuntos ampurdaneses que, con permiso divino, se holgaban bailando

la sardana, el baile de sus dulces recuerdos. Los músicos, encaramados sobre una antigua

tumba, aterciopelada por el musgo, tocaban sus tenoras y caramillos con apagado aliento

que no llegaba jamás a hinchar sus mejillas hundidas. ¡Y con qué finura y exquisitez

seguían tocando! Su música era suave, embelesadora… se apoderaba del corazón,

despertaba en él las ilusiones de la vida pasada, pero al mismo tiempo derramaba una

congoja muy lastimera. ¡Jesús mío! Refila no se cansaba de escuchar. A pesar del miedo

que sentía, el pobrecillo no hubiera sabido arrancarse a aquel deleite. Y entretanto la

sardana se acercaba hacia el lugar en que se hallaba y los cuerpos glaciales de los bailarines

exhalaban un cierzo sepulcral, un airecillo cortante que los rosales experimentaban desde

muy lejos. ¡Vaya si hería a los rosales!… Se hubiera dicho que pasaba por sus ramillas algo

parecido a una pavura, y las rosas súbitamente se dilataban, se desfloraban, dejando caer

doquiera sus hojas diminutas. Refila sentía también aquel frío en la cabeza, en el pecho y en

la médula de los huesos… y no tenía ya fuerzas para huir, y sus piernas se doblaban, y sus

párpados cerrábanse con sueño invencible, despótico como el de la muerte. ¡Pobre Refila

de Navata! Cayó, cayó sin sentido al pie de la cerca… y ¡líbrenos Dios de un sueño

parecido al suyo!

Aquí el narrador calla suspirando, inclinando sobre el pecho la cabeza meditabunda.

Se oye, al mismo tiempo, el canto lejano de un gallo, cual una queja prolongada y

misteriosa. Todos se estremecen. El mozalbete del cuévano vuelve el rostro, pálido y

azorado; creyó sentir un aliento frío que le escarolaba los pelos del cogote. Tras una larga

pausa, el músico suspira de nuevo, y dice:

-¡Mundo, mundo, albergue de sandios! ¿Saben lo que la gente supuso cuando Refila

contó lo que le había ocurrido? Pues nada… que el relente de otoño le había atacado el

cerebro, y había deshojado las rosas. Y los médicos que lo visitaron… -porque desde

entonces acá siempre estuvo enfermo, flaco, abatido, sin colores- ¿saben lo que dijeron?

Que sí, que había perdido el seso, y que sus relatos no eran más que engendros y fantasías.

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-Y a usted, ¿qué le parece? -pregunta el mozalbete del cuévano con voz ansiosa y

apagada.

-Yo creo que Refila es más sabio que nosotros y que todo el protomedicato -

responde el músico sentenciosamente.

Todo el mundo hace un gesto de aprobación. A aquellos ampurdaneses no les

parece raro que los difuntos, por regaladas que estén sus almas en el cielo y por helados que

deban de hallar sus cuerpos bajo la tierra, quieran, con el divino permiso, holgarse una vez

al año danzando la sardana, el baile de sus dulces recuerdos, la danza sagrada de la tierra.

El doble sacrificio

Juan Valera

EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO

Málaga, 4 de abril de 1842.

Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar,

vive hace dos en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones,

recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me

inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan

honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral,

cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan

pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más

espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus

canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente

enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador don Gregorio, la persigues con

audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste.

Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a

enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que

tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de

haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por

amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a

Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no

quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.

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DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ

Villalegre, 7 de abril.

Mi querido y respetado maestro: El tío Paco, que lleva desde aquí vino y aceite a esa

ciudad, me acaba de entregar la carta de usted del 4, a la que me apresuro a contestar para

que usted se tranquilice y forme mejor opinión de mí. Yo no estoy enamorado de doña

Juana ni la persigo como ella se figura. Doña Juana es una mujer singular y hasta cierto

punto peligrosa, lo confieso. Hará seis años, cuando ella tenía cerca de treinta, logró casarse

con el rico labrador don Gregorio. Nadie la acusa de infiel, pero sí de que tiene embaucado

a su marido, de que le manda a zapatazos y le trae y le lleva como un zarandillo. Es ella tan

presumida y tan vana, que cree y ha hecho creer a su marido que no hay hombre que no se

enamore de ella y que no la persiga. Si he de decir la verdad, doña Juana no es fea, pero

tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por baja, ni por muy delgada, ni por gruesa llama la

atención de nadie. Llama, sí, la atención por sus miradas, por sus movimientos y porque,

acaso sin darse cuenta de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente. Se pone

carmín en las mejillas, se echa en la frente y en el cuello polvos de arroz, y se pinta de

negro los párpados para que resplandezcan más sus negros ojos. Los esgrime de continuo,

como si desde ellos estuviesen los amores lanzando enherboladas flechas. En suma: doña

Juana, contra la cual nada tienen que decir las malas lenguas, va sin querer alborotando y

sacando de quicio a los mortales del sexo fuerte, ya de paseo, ya en las tertulias, ya en la

misma iglesia. Así hace fáciles y abundantes conquistas. No pocos hombres, sobre todo si

son forasteros y no la conocen, se figuran lo que quieren, se las prometen felices, y se

atreven a requebrarla y hasta a hacerle poco morales proposiciones. Ella entonces los

despide con cajas destempladas. Enseguida va lamentándose jactanciosamente con todas

sus amigas de lo mucho que cunde la inmoralidad y de que ella es tan desventurada y tiene

tales atractivos, que no hay hombre que no la requiebre, la pretenda, la acose y ponga

asechanzas a su honestidad, sin dejarla tranquila con su don Gregorio.

La locura de doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le

dicen están enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano

pasado vi y conocí a doña Juana en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy aquí, ella

ha armado en su mente el caramillo de que he venido persiguiéndola. No hallo modo de

quitarle esta ilusión, que me fastidia no poco, y no puedo ni quiero abandonar este lugar y

volver a Málaga, porque hay un asunto para mí de grande interés, que aquí me retiene. Ya

hablaré de él a usted otro día. Adiós por hoy.

DEL MISMO AL MISMO

10 de abril.

Mi querido y respetado maestro: Es verdad, estoy locamente enamorado; pero ni por

pienso de doña Juana. Mi novia se llama Isabelita. Es un primor por su hermosura,

discreción, candor y buena crianza. Imposible parece que un tío tan ordinario y tan

gordinflón como don Gregorio haya tenido una hija tan esbelta, tan distinguida y tan guapa.

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La tuvo don Gregorio de su primera mujer. Y hoy su madrastra doña Juana la cela, la

muele, la domina y se empeña en que ha de casarla con su hermano don Ambrosio, que es

un grandísimo perdido y a quien le conviene este casamiento, porque Isabelita está

heredada de su madre, y, para lo que suele haber en pueblos como éste, es muy buen

partido. Doña Juana aplica a don Ambrosio, que al fin es su sangre, el criterio que con ella

misma emplea, y da por seguro que Isabelita quiere ya de amor a don Ambrosio y está

rabiando por casarse con él. Así se lo ha dicho a don Gregorio, e Isabelita, llena de miedo,

no se atreve a contradecirla, ni menos a declarar que gusta de mí, que soy su novio y que he

venido a este lugar por ella.

Doña Juana anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he

podido hablar y a quien no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.

Desde Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque

involuntaria y candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas

miradas que yo solía dirigirle.

Fiado sólo en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.

Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un

auxiliar poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de don

Gregorio, que vive en su casa como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y la adora, y

que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su niña, como porque a

ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la chacha Ramoncica, que se ha puesto

en relación conmigo, sé que Isabelita me quiere; pero que es tímida y tan bien mandada,

que no será mi novia formal, ni me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar

conmigo por una reja, dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su

padre y la que tiene hoy en lugar de madre. Yo he insistido con la chacha Ramoncica para

ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja; pero la chacha me ha explicado

que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para salir del cual tendría que

pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su madrastra, y apoderarse además de la

llave, que su madrastra guarda después de haber cerrado la puerta de la alcoba.

En esta situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha

Ramoncica es muy ladina y tiene grandísimo empeño en fastidiar a doña Juana. En la

chacha Ramoncica confío.

DEL MISMO AL MISMO

15 de abril.

Mi querido y respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio,

aunque, para mí, benéfico y socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que

me ha proporcionado para mañana, a las diez de la noche, una cita con mi novia. La chacha

me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se llevará a doña Juana para que

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no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que todo lo tiene perfectamente

arreglado y que no habrá el menor percance. En su habilidad y discreción pongo mi

confianza. Espero que la chacha no habrá imaginado nada que esté mal; pero en todo caso,

el fin justifica los medios, y el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo

que sucede.

DEL MISMO AL MISMO

17 de abril.

Mi querido y respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo

prometido. Abrió la puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa. Llevándome de

la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas.

Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos

mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había

valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás

hubiera yo consentido en realizarle. Vamos... si no es posible que adivine usted lo que allí

pasó. Don Gregorio se había quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa

chacha Ramoncica, engañándome, acababa de introducirme en el cuarto de doña Juana.

¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con esta señora! Dejo de referir

aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama. Las muestras de dolor y

de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por

ella, y los demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué

responder ni cómo justificarme. Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad

de la chacha Ramoncica. A don Gregorio, varón pacífico, pero celoso de su honra, le

escribió un anónimo revelándole que su mujer tenía a las diez una cita conmigo. Don

Gregorio, aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su

esposa, acudió con don Ambrosio para cerciorarse de todo.

Bajó del caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su

cuñado. Por dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado muy bien,

don Gregorio tropezó en la obscuridad con un banquillo que habían atravesado por medio y

dio un costalazo, haciendo bastante estrépito y lanzando algunos reniegos.

Pronto se levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de

su mujer. Allí oímos el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos criminales, nos

llenamos de consternación. ¡Cielos santos! -exclamó doña Juana con voz ahogada-. Huya

usted, sálveme; mi marido llega. No había medio de salir de allí sin encontrarse con don

Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin refugiarse en el cuarto de Isabelita, que estaba

contiguo. La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me

llevó al cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló don Gregorio tan

turbada a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido

siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita. Ésta, la chacha Ramoncica

como tercera y yo como novio, nos pusimos humildemente de rodillas, confesamos

nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo por medio del santo

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sacramento del matrimonio. Después de las convenientes explicaciones y de saber don

Gregorio cuál es mi familia y los bienes de fortuna que poseo, don Gregorio, no sólo ha

consentido, sino que ha dispuesto que nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a

regañadientes, ha tenido que consentir también, a lo que ella entiende para salvar su honor.

Y hasta me ha quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y más

agradecida ha quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de

lo enamorada que está de don Ambrosio.

No he de negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la

chacha Ramoncica tiene mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando

yo tan enamorado de doña Juana y estando Isabelita tan enamorada de don Ambrosio, los

cuatro correríamos grave peligro si mi futura y yo nos quedásemos por aquí. Así tenemos

razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos eche la bendición el cura, y huir de

dos tan apestosos personajes como son la madrastra de Isabelita y su hermano.

DE DOÑA JUANA A DOÑA MICAELA, HERMANA DEL PADRE GUTIÉRREZ

4 de mayo.

Mi bondadosa amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha

ocurrido. Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y sin

embargo, yo no sé en qué consiste; sin duda, sin quererlo yo, y hasta sin sentirlo, se escapa

de mis ojos un fuego infernal que vuelve locos furiosos a los hombres. Ya dije a usted la

vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a don Pepito, y lo mucho que éste

me ha solicitado, atormentado y perseguido, viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no

he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a

que se arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa

y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué

peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo! Don Gregorio llegó cuando

menos lo preveníamos. Y gracias a que tropezó en un banquillo, dio un batacazo y soltó

algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos sorprende. La

presencia de espíritu de la chacha Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un

drama sangriento. ¿Qué hubiera sido de mi pobre don Gregorio, tan grueso como está y

saliendo al campo en desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por

fortuna, se llevó a don Pepito al cuarto de Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy

agradecida. Pero, aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado don Pepito, que, por no

comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y, hacia mi propia hija política, que ha

renunciado a su amor por don Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño.

Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi

crédito. Ayer se casaron y se fueron enseguida para esa ciudad. Ojalá olviden ahí, lejos de

nosotros, la pasión que mi hermano y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que

no se tengan un amor muy fervoroso, lo cual no es posible cuando se ha amado con

fogosidad a otras personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio, afecto, que es el que

más dura y el que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía no me

ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este involuntario fuego

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abrasador que brota a veces de mis ojos, que me propongo no mirar a nadie e ir siempre con

la vista clavada en el suelo.

Consérvese usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que

me devuelva el sosiego que tan espantoso lance me había robado.

Las gafas

Juan Valera

Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a

Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias

lejanas.

Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las

tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.

Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de

hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas

extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un

periódico, y decía:

-Con éstas no leo.

Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras

gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.

-Con éstas leo perfectamente.

Luego las pagó y se las llevó.

Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse

gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:

-Con éstas no leo.

Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y

como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:

-No leo con éstas.

El tendero entonces le dijo:

-¿Pero usted sabe leer?

-Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?

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Bibliografía

A continuación se presentan las fichas bibliográficas de los libros de

textos que sirvieron de guía para la realización de esta antología. Algunos de

los libros son textos teóricos y otros textos antológicos.

Ballester I; Cruz, Y; Quintana, H.E; Santiago, J.; Sarriera, C (2008) El

placer de leer y escribir (9na ed); San Juan PR: Editorial Plaza Mayor,

INC 2002

Alberty, C; Auffant, V; Cardona, S; Matos, S; Sotomayor, A.M (1994)

Antología de textos literarios (1era ed); Rio Piedras, PR: Editorial de la

Universidad de Puerto Rico

Sigarreta, G; Bustamante, C (2004) Introducción a los Géneros

Literarios; Rio Piedras, PR; Editorial Panamericana, INC.

Onieva, JL (1998) Introducción a los géneros literarios: a través del

comentario de textos (5ta ed); San Juan, PR; Editorial Plaza Mayor

Las fichas bibliográficas a continuación poseen una colección de

fragmentos de obras literarias de diversos autores a través del habla hispana

y del mundo, así como contienen biografías, fotos, artículos que nos permitan

comprender y analizar los textos.

www.ciudadseva.com

www.sololiteratura.com

www.epdlp.com