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Oscar Oszlak La formación del Estado argentino Orden, progreso y organización nacional

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Oscar OszlakLa formación del Estado argentinoOrden, progreso y organización nacional

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cación de gravámenes a la exportación.68 Salvo la aduana, no fue nacionalizada ninguna institución provin­

cial. El gobierno nacional garantizó a la provincia el presupuesto de 1859 hasta 1866 y se hizo cargo, además, de las deudas de la Confede­ración, de las provinciales y de las nacionales —empréstito Baring— atendidas hasta entonces por Buenos Aires.

69 El gobierno provincial mantuvo bajo su jurisdicción al Banco de la Provincia de Buenos Aires, a pesar de los reiterados intentos de nacio­nalización. Controló de ese modo el crédito interno y la emisión y circu­lación monetaria. El gobierno nacional fue deudor permanente de la pro­vincia durante los veinte años anteriores a la federalización de la ciudad de Buenos Aires. En 1866 debió reintegrar la jurisdicción sobre el muni­cipio, sin haber resuelto el problema de la residencia, y quedó virtual­mente en calidad de huésped de las autoridades provinciales. Asimismo, durante los primeros años las principales obras públicas fueron realiza­das por el gobierno provincial.

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LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO

3i

//

War made the State, and the State made war.

Charles Tilly

Introducción

“El Estado ha muerto; viva el Estado.” Bien podían haber sido éstas las palabras del vencedor de Pavón, luego de que su triunfo produjera el derrumbe de la Confederación Argentina y despejara el camino para la definitiva organización nacional sobre las bases impuestas por Buenos Aires.1 La promesa cierta de un futuro de abundancia y progreso hacía auspicio­so el comienzo de este nuevo experimento de construcción del Estado nacional. Un ave fénix parecía renacer de las cenizas de la guerra civil.

Sin embargo, la confirmación de la hegemonía porteña so­bre el resto del territorio nacional argentino, no significó la resolución del viejo problema de la institucionalización del po­der que el país venía arrastrando prácticamente desde el mo­mento mismo de su independencia. Si los acontecimientos que desembocaron en la nueva situación institucional tenían una lógica propia, inexorable, predeterminada, independiente de los actores —como afirmaba el general Mitre en su primer mensaje al Congreso—, esta lógica no podía asegurar la vi­gencia continuada de una solución impuesta a sangre y fuego.

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Mantener y extender el movimiento iniciado desde Buenos Ai­res _ la “revolución liberal”— requería la centralización e ins- titucionalización del poder estatal en el nuevo gobierno nacio­nal surgido después de Pavón. Era preciso ordenarse para or­denar; regularizar el funcionamiento de los instrumentos de dominación que harían posible el sometimiento de los diver­sos planos de interacción social a las exigencias de un sistema de producción que se insinuaba con fuerza avasalladora.

Por cierto, el triunfo de Pavón creaba una situación sin pre­cedentes en la historia institucional del país. A partir de en­tonces, la lucha política se entabló desde posiciones diferen­tes. De un conflicto “horizontal”, entre pares (v.g. lucha entre caudillos —como en la larga etapa de la anarquía— o entre bloques formados por efímeras alianzas —como ocurriera du­rante los enfrentamientos entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires—), se pasó a una confrontación “vertical”, entre desiguales. Toda movilización de fuerzas con­trarias al orden establecido por los vencedores sería califica­da, de ahí en más, como “levantamiento” o “rebelión interior”. Al carácter segmentario de la organización social se había su­perpuesto una dimensión jerárquica. Desde un Estado que se erigía como forma dominante de integración social y política, como instancia que abarcaba y coronaba esa organización seg­mentaria de la sociedad civil, una alianza de sectores sociales con aspiraciones hegemónicas pretendía resolver definitiva­mente un pleito de medio siglo asumiendo por la fuerza el con­trol político del país.

Caracterizar esta alianza, que cortaba a través de regiones, “partidos”, clases, actividades y hasta familias, es una tarea que sociólogos e historiadores aún tienen pendiente.2 Conven­gamos al menos que el centro de la escena política fue ocupa­do por una coalición de fracciones de una burguesía en forma­ción, implantada fundamentalmente en las actividades mer­cantiles y agroexportadoras que conformaban la todavía rús­tica aunque pujante economía bonaerense, a las que se vincu­laban 1) por origen social, un nutrido y heterogéneo grupo de intelectuales y guerreros que por su control del aparato insti­tucional —burocrático y militar— de la provincia porteña,

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constituía una auténtica clase política; y 2) por lazos comer­ciales, diversas fracciones burguesas del Litoral fluvial y el interior, cuyos intereses resultaban crecientemente promovi­dos a través de esta asociación.

Sin embargo, al integrar en sus filas sectores sociales tan variados, distaba mucho de ser una coalición fuerte o estable. Sus latentes diferencias internas, que pronto comenzarían a manifestarse, no eran menos profundas que las que la enfren­taban al pacto confederal. De aquí que el liderazgo inicial de Buenos Aires pronto se diluiría en un complejo proceso de re­composición de la coalición dominante, cuyos rasgos esencia­les serían el descrédito y posterior crisis de su núcleo liberal nacionalista3 y el ensanchamiento de sus bases sociales a tra­vés de la gradual incorporación de las burguesías regionales. Transcurrirían todavía dieciocho años hasta que se consolida­ra un “pacto de dominación” relativamente estable. A lo largo de ese período, también se irían consolidando los atributos materiales del Estado, es decir, un sistema institucional con alcances nacionales. El presente capítulo está dedicado a exa­minar el proceso de imposición del orden y de institucionali- zación del Estado nacional durante ese lapso histórico.

Ambitos de actuación y formas de penetración del E stado

Hemos visto en el capítulo introductorio que la existencia y desarrollo de las instituciones estatales puede observarse co­mo un verdadero proceso de “expropiación” social, en el senti­do de que su creación y expansión implica la conversión de in­tereses “comunes” de la sociedad civil en objeto de interés ge­neral y, por lo tanto, en objeto de acción de ese Estado en for­mación. A medida que ello ocurre, la sociedad va perdiendo competencias, ámbitos de actuación, en los que hasta enton­ces había resuelto —a través de diferentes instancias y meca­nismos— las cuestiones que requieren decisiones colectivas de la comunidad.

Al disolverse la Confederación Argentina, se retornó de he­cho al arreglo institucional vigente antes de su creación. Con excepción de las relaciones exteriores, confiadas al gobierno provisional de Mitre, la resolución de los asuntos “públicos”

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siguió en manos de los gobiernos provinciales y de algunas instituciones civiles como la Iglesia o ciertas asociaciones vo­luntarias. La construcción del Estado suponía enajenar a es­tas instituciones parte de sus facultades, apropiando ámbitos funcionales que constituirían en el futuro su legítimo d om i­nium . A su vez, esta apropiación implicaba una profunda transformación del marco de referencia de la actividad social.

Aun cuando la Constitución Nacional, vigente desde hacía una década, continuó proporcionando un esquema institucio­nal y normativo imprescindible para la organización del Esta­do nacional, su desagregación e implementación estaban to­davía pendientes. Ello suponía materializar en acción lo que hasta entonces era una formal declaración de intenciones. En parte, se trataba de adquirir el monopolio de ciertas formas de intervención social reservadas, hasta ese momento, a la ju­risdicción de las provincias, aun cuando su ejercicio por éstas contraviniera expresas disposiciones constitucionales. En parte, también, de una invasión por el Estado nacional de ám­bitos de acción propios “particulares”, convirtiendo sus intere­ses en objeto de atención e interés “público”. En parte, final­mente, de la delimitación de nuevos ámbitos operativos que ningún otro sector de la sociedad estaba en condiciones de atender, sea por la naturaleza de la actividad o la magnitud de los recursos involucrados. En otras palabras, la existencia del Estado nacional exigía replantear los arreglos institucio­nales preexistentes, desplazando el marco de referencia de la actividad social de un ámbito local-privado a un ámbito nacio­nal-público. Pero al mismo tiempo, esa misma existencia del Estado implicaba una concentración de recursos materiales y de poder a partir de los cuales resultaba posible resolver — mediante novedosas formas de intervención— algunos de los desafíos que planteaba el incipiente proceso de desarrollo ca­pitalista que tenía lugar paralelamente.

Sin perjuicio de referirme más adelante a las cristalizacio­nes burocráticas a través de las que se manifestó la acción del Estado, quiero detenerme aquí en las diferentes formas que asumió este proceso de apropiación y/o creación de los ámbi­tos de actuación que constituirían su jurisdicción funcional.

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Sin duda, la transferencia —forzada o no— de funciones ejer­cidas de hecho por las provincias, concentró los mayores es­fuerzos del gobierno nacional, que fueron dirigidos especial­mente a la formación de un ejército y un aparato recaudador verdaderamente nacionales.4

Disuelta la Confederación Argentina, las fuerzas militares de Buenos Aires pasaron a constituirse en el núcleo del nuevo ejército nacional, al reunirse la Guardia Nacional de Buenos Aires con efectivos de la Confederación y transferirse al orden nacional el Ministerio de Guerra y Marina y la Inspección y Comandancia General de Armas de la provincia de Buenos Ai­res.5 Formalmente, Mitre organizó un ejército regular en 1864, creando cuerpos de línea que se distribuyeron estraté­gicamente por el interior del país. Sin embargo, transcurri­rían todavía muchos años hasta que la institución militar con­siguiera organizarse sobre bases más o menos estables. A las dificultades inherentes a la organización de sus cuadros, las provincias, nunca resignadas a perder su poder de convocato­ria de milicias, sumarían nuevos obstáculos manifestados en diversas formas de enfrentamiento con el gobierno nacional.6

Como en el caso del ejército, aunque por razones mucho más obvias, la reorganización del sistema rentístico y su apa­rato recaudador se llevó a cabo a partir de los recursos y or­ganismos correspondientes de la provincia de Buenos Aires. No obstante, transformarlos en una institución implicó des­plegar diversas actividades, tales como adquirir el control de las aduanas interiores que aún se hallaban en manos de las provincias, deslindar de hecho las jurisdicciones impositivas de la nación y las provincias, asegurar la viabilidad presu­puestaria de los gobiernos provinciales, organizar y unifor­mar los organismos de recaudación y control, y activar la bús­queda de recursos alternativos dada la insuficiencia de los in­gresos corrientes.7

No menores fueron los obstáculos que halló la creación de otras instituciones destinadas a normativizar y/o ejercer con­trol sobre las demás áreas que el gobierno nacional comenza­ba a reivindicar como objeto de su exclusivo monopolio. Como en el caso del ejército y la aduana, en algunas áreas se trata-

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ba de que las provincias consintieran en transferir a la nación algunas de sus prerrogativas, tales como la emisión de mone­da o la administración de justicia de última instancia. La apa­rente simplicidad de estos actos de transferencia se vio, sin embargo, erizada de dificultades. El problema ya no se redu­cía a montar, sobre la base de instituciones de Buenos Aires, organismos con proyección nacional, sino a apropiar y concen­trar atribuciones, ejerciéndolas a través de mecanismos gene­ralmente creados ex novo. Esto explica en parte el fracaso de los proyectos iniciales de nacionalizar la moneda y la banca. Ganar la confianza de un comercio descreído por anteriores fracasos, cuyas prácticas seguían incorporando como premisa una total anarquía monetaria; superar las resistencias de los comerciantes y hacendados porteños, que no consentían en perder el férreo control que ejercían sobre el Banco de la Pro­vincia de Buenos Aires, principal instrumento monetario y crediticio del país; tales algunos de los desafíos que recién pu­dieron vencerse dos décadas más tarde.8 Otras veces, en cam­bio, la provincia cedería prestamente la iniciativa, como en el caso de los esfuerzos por extender la frontera con el indio. Luego de Pavón fue el ejército nacional el que asumió esa res­ponsabilidad, y aunque la Guardia Nacional de las provincias —especialmente la de Buenos Aires— colaboró en este esfuer­zo, fue la nación la que llevó adelante la campaña y suminis­tró el grueso de los recursos.

Pero conquistar el orden también suponía para el gobierno nacional apropiarse de ciertos instrumentos de regulación so­cial hasta entonces impuestos por la tradición, legados por la colonia o asumidos por instituciones como la Iglesia. Su cen­tralización en el Estado permitiría aumentar el grado de pre­visibilidad en las transacciones, uniformar ciertas prácticas, acabar con la improvisación, crear nuevas pautas de interac­ción social. A diferencia de la apropiación de áreas funciona­les bajo control provincial, no había en estos casos una clara lógica de sustitución. La variedad de ámbitos operativos en los que el gobierno nacional comenzó a reclamar jurisdicción señalan más bien un alerta pragmatismo, muchas veces reñi­do con la filosofía antiintervencionista del liberalismo que

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inspiraba su acción en otros terrenos. Este avance sobre la so- cie a civil tuvo probablemente su más importante manifes­tación en la tarea de codificación de fondo.

Las heterogéneas disposiciones, costumbres, instituciones y prácticas socialmente aceptadas, que desde la colonia y a través de la caótica etapa de vida independiente del país ha­bían conformado un cuerpo jurídico amorfo e inconsistente, ueron entamente sustituidos por modernos códigos. Inspira- os en la tradición jurídica europea, pero adecuándose a la

i íosincrasia de la sociedad argentina y a los requerimientos que e nuevo orden imponía, estos códigos anticiparon y regu- aron minuciosamente los más diversos aspectos de la vida ci­

vil y la actividad económica.9A veces, la apropiación funcional implicó la invasión de fue­

ros ancestrales. Por ejemplo, cuando años más tarde el Estado tomó a su cargo el registro de las personas, la celebración del matrimonio civil o la administración de cementerios, funciones ra ícionalmente asumidas por la Iglesia.10 Otras veces, supu­

so a incursión en ciertos campos combinando su acción con la e os gobiernos provinciales y la de los particulares. El ejem-

p o que mejor ilustra esta modalidad es la educación, área en a que el gobierno nacional tendría una creciente participación

y se reservaría prerrogativas de superintendencia y legislación genera . El caso de los ferrocarriles también representa un tí­pico campo de incursión compartida con las provincias y el sec- or privado incluso bajo la forma de jo in t ventures —. Men­

cionemos, además, las áreas de colonización, negocios banca- rios y construcción de obras públicas, como otros tantos ejem- p os e esta modalidad. A menudo el gobierno nacional utilizó a ormu a de concesión —con o sin garantía— para la ejecu- ion e as obras o la prestación de los servicios, contribuyen-

j °, ° rillación de una clase social de contratistas y socios s a o recuentemente implantada además en otros secto­

res de la producción y la intermediación.11inalmente, el mismo desarrollo de las actividades produc-

ivas, a mayor complejidad de las relaciones sociales, el rápi- ° a e anto tecnológico, entre otros factores, fueron creando

nuevas necesidades regulatorias y nuevos servicios que el go-

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bierno nacional comenzó a promover y tomar a su cargo. En esta categoría se inscriben actividades tan variadas como la organización del servicio de correos y telégrafos, la promoción de la inmigración, la delimitación y destino de las tierras pú­blicas, la exploración geológica y minera, el control sanitario, la formación de docentes y el registro estadístico del comercio y la navegación.

En general, el Estado se apropió de las actividades hasta ahora mencionadas sustituyendo en su ejecución a otros agen­tes sociales. Esta sustitución, casi siempre imperativa, impli­caba una transferencia y concentración de ámbitos funciona­les cuyo control representaría, a la vez, una fuente de legiti­mación y de poder. Asumiendo la responsabilidad de imponer un orden coherente con las necesidades de acumulación, el Estado comenzaba a hallar espacio institucional y a reforzar los atributos que lo definían como sistema de dominación. Las otras instancias articuladoras de la actividad social cedían te­rreno y se subordinaban a nuevas modalidades de relación que lentamente se incorporaban a la conciencia ordinaria de los individuos y a la rutina de las instituciones.

Pero si bien la apropiación y creación de ámbitos operati­vos comenzó a llenar de contenido la formal existencia del Es­tado, también dio vida a una nueva instancia que sacudía en sus raíces formas tradicionales de organización social y ejer­cicio del poder político. Por eso, luego de la instalación del go­bierno de Mitre, las reacciones del interior no tardaron en producirse. Fundamentalmente, se manifestaron en pronun­ciamientos de jefes políticos dispuestos a cambiar situaciones provinciales adictas o contrarias al nuevo régimen, así como en la continuidad de prácticas autónomas lesivas para el po­der central. Antes de cumplir el primer año de su período pre­sidencial, Mitre informaba al Congreso que si bien las provin­cias habían adherido al nuevo orden, se había hecho necesa­rio prever cualquier reacción distribuyendo estratégicamente las fuerzas militares bajo su mando. Al mismo tiempo, seña­laba que hallándose la sede del gobierno nacional en Buenos Aires y siendo ésta centro de todos los recursos, podían resol­verse rápidamente las situaciones de desorden o rebelión.

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En verdad, a pesar de que el movimiento iniciado en Bue­nos Aires contaba con aliados de causa en el interior, fue la rá­pida movilización de su ejército el argumento más contunden­te para “ganar la adhesión” de las provincias. La centraliza­ción del poder y los recursos resultaban insuficientes. Para ser efectiva, debía ir acompañada por una descentralización del control, es decir, por una “presencia” institucional perma­nente que fuera anticipando y disolviendo rebeliones interio­res, y afirmando la suprema autoridad del Estado nacional

Sin embargo, esta presencia no podía ser sólo coactiva. Los largos años de guerra civil habían demostrado la inviabilidad de varios experimentos de creación del Estado, fundados en la fuerza de las armas o en efímeros pactos que cambiantes cir­cunstancias se encargaban rápidamente de desvirtuar Si bien durante la guerra de independencia la organización del Estado nacional había tenido un claro sentido político, las lu­chas recientes habían puesto de relieve el inocultable conteni­do económico que había adquirido esa empresa. Por eso, la le­gitimidad del Estado asumía ahora un carácter diferente Si la represión —su faz Cóercitiva— aparecía como condición ne­cesaria para lograr el monopolio de la violencia y el control te­rritorial, la creación de bases consensúales de dominación aparecía también como atributo esencial de la “estatidad” Ello suponía no solamente la constitución de una alianza po­lítica estable, sino además una presencia articuladora —ma­terial e ideológica— que soldara relaciones sociales y afianza­ra los vínculos de la nacionalidad. De aquí el carácter multi- facético que debía asumir la presencia estatal, y la variedad de formas de penetración que la harían posible.

A pesar de ser aspectos de un proceso único, las diversas modalidades con que se manifestó esta penetración podrían ser objeto de una categorización analítica. Una primera mo­dalidad, que llamaré represiva, supuso la organización de una fuerza militar unificada y distribuida territorialmente, con el objeto de prevenir y sofocar todo intento de alteración del or­den impuesto por el Estado nacional. Una segunda, que deno­minaré cooptativa, incluyó la captación de apoyos entre los sectores dominantes y gobiernos del interior, a través de la

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formación de alianzas y coaliciones basadas en compromisos y prestaciones recíprocas. Una tercera, que designaré como m a­terial, presupuso diversas formas de avance del Estado nacio­nal, a través de la localización en territorio provincial de obras, servicios y regulaciones indispensables para su progre­so económico. Una cuarta y última, que llamaré ideológica, consistió en la creciente capacidad de creación y difusión de valores, conocimientos y símbolos reforzadores de sentimien­tos de nacionalidad que tendían a legitimar el sistema de do­minación establecido.

Las próximas secciones ilustrarán los mecanismos específi­cos a través de los cuales se expresaron estas distintas formas de penetración. Es conveniente advertir, sin embargo, que tratándose de categorías analíticas excluyentes, su examen separado no debe hacer perder de vista la simultaneidad y compleja imbricación con que se manifestaron en la experien­cia histórica concreta.

P enetración represivaEsta modalidad implica la aplicación de violencia física o

amenaza de coerción, tendientes a lograr el acatamiento a la voluntad de quien la ejerce y a suprimir toda eventual resis­tencia a su autoridad. En la experiencia argentina, el instru­mento clave empleado por el Estado para imponer esta forma de control coercitivo fue la institucionalización de un ejército nacional.

Puede parecer extraño que medio siglo después de iniciado el movimiento emancipador, y a pesar de la continuidad de los enfrentamientos armados y la guerra exterior, la organización del ejército se planteara aún como tarea pendiente. Hubo sin duda ejércitos: expedicionarios, libertadores, de línea, custo­dios de fronteras interiores. Hubo también intentos orgánicos de establecer una institución militar permanente, como ocu­rrió bajo las presidencias constitucionales de Rivadavia y Ur- quiza. Pero hasta 1862, y a todo lo largo del extenso período de guerras civiles, la conducción del aparato represivo fue un atributo compartido por el gobierno nacional y las provin­cias.12 Estas mantenían una guardia permanente sobre cuya

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r

base se constituían ejércitos locales, muchas veces coaligados con los de otras provincias para sostener enfrentamientos con el de Buenos Aires o con otras precarias coaliciones de ejérci­tos provinciales.

Hacia 1861, la Confederación contaba con un ejército de re­serva estimado en 121.500 hombres, que cálculos más opti­mistas elevaban a 164.705 guardias nacionales (Memoria Guerra y Marina, 1861). Ello implicaba que una sexta parte de la población —una gran proporción de la población mascu­lina adulta— podía ser movilizada para el servicio activo. Cla­ro está que esas cifras eran puramente teóricas, ya que las provincias tendían a ocultar información sobre sus efectivos y a retacear su apoyo toda vez que se les requería el recluta­miento de contingentes de guardias nacionales. Esta práctica, que continuaría vigente luego de la definitiva organización nacional, manifestaba la renuencia de las provincias a ceder el privilegio de la conducción de las fuerzas militares radica­das en su territorio, base de la defensa de su autonomía pero a la vez escollo para la formación de un ejército nacional. Son elocuentes en este sentido las palabras del ministro de Gue­rra y Marina en 1857, cuando refiriéndose a la necesidad de establecer un sistema de relevos, basado en el principio de que todos los cuerpos debían participar con igualdad en los di­versos servicios militares, señalaba como su principal objeti­vo desarraigar la localización de los cuerpos, que destruye to­da idea de un Ejército verdaderamente nacional” (Memoria Guerra y Marina, 1857).

Ya he señalado que correspondió a Mitre la organización de un ejército regular, cuando transcurría el segundo año de su presidencia. Al comienzo, los problemas más acuciantes a re­solver fueron: 1) la simultaneidad o sucesiva alternancia de los frentes de lucha, que obligaban a un permanente despla­zamiento de tropas siempre insuficientes; y 2) la falta de pro- fesionalización, derivada de las dificultades de reclutamiento, ausencia de reglamentos, etc. El nuevo ejército nacional, com­puesto originariamente de 6000 efectivos, debió afrontar de inmediato la defensa de la línea de frontera con el indio, al tiempo que acudía a sofocar los numerosos levantamientos

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producidos en el interior luego del triunfo de las fuerzas por­teñas.13 Por esta misma razón, sus dimensiones debieron mo­dificarse reiteradamente para adecuarse a las alternativas, en gran medida imprevisibles, de la institucionalización del poder estatal.14 La falta de una ley de conscripción obligatoria —problema arrastrado prácticamente desde las guerras de la independencia— obligaba al gobierno nacional a destinar al servicio activo a guardias nacionales indisciplinados, faltos de instrucción y desprovistos del aplomo y la profesionalidad del soldado de línea. El gobierno también debió afrontar el pro­blema de la homogeneización de los cuadros militares, ya que: 1) no se contaba con una fuerza integrada con el aporte de to­das las provincias; y 2) no existía una adecuada distribución jerárquica entre los diversos rangos.15

La creación de un ejército nacional no eliminó automática­mente a las guardias nacionales mantenidas por las provin­cias. El gobierno nacional no contaba por entonces con poder suficiente para avasallar este caro atributo de la autonomía provincial. Además, la capacidad de convocatoria militar con­tinuaba en manos de los gobiernos locales, por lo cual depen­día de su aporte para integrar una fuerza nacional. Esta ca­pacidad local también explica la relativa facilidad con que los caudillos provinciales organizaron ejércitos e intentaron recu­rrentemente alzarse contra la autoridad nacional.16

Durante más de una década, que abarcó prácticamente las presidencias de Mitre y Sarmiento, el gobierno nacional debió enfrentar rebeliones interiores, sostenidas muchas veces por poderosas fuerzas militares de las provincias. En general, es­tas rebeliones estuvieron inspiradas por una motivación co­mún: la defensa de las autonomías provinciales, amenazadas por la creciente centralización del poder en un Estado nacio­nal que, a los ojos del interior, encarnaba el proyecto hegemó- nico de Buenos Aires. Un poder capaz no solamente de repri­mir insurrecciones sino también de desplegar una serie de ac­tividades “preventivas”, dirigidas a imponer o restituir un “orden” compatible con un esquema de dominación en el que la autoridad nacional resultara afianzada.

Ya en su primer mensaje al Congreso, Mitre exaltaba el he-

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roísmo de las provincias —guiadas por Buenos Aires— en su lucha “contra la barbarie, el despotismo y la montonera”. Con­trolada la situación en las provincias litorales y liquidadas las resistencias en Cuyo, La Rioja y Catamarca por las fuerzas de Buenos Aires17 la organización del ejército nacional se planteó en términos de una disminución de los efectivos movilizados en la campaña militar y una concentración de esfuerzos en custodiar las fronteras, especialmente las “internas”, peligro­samente acechadas y violadas por incursiones ¡indígenas.

La presidencia de Mitre fue un período de dura prueba pa­ra el nuevo ejército nacional. Cuando recién empezaba la or­ganización de sus cuadros, debió enfrentar compromisos béli­cos que constituían una formidable experiencia iniciática. Só­lo entre 1862 y 1868 se produjeron —según Nicasio Oroño — 107 revoluciones y 90 combates en los que murieron 4728 per­sonas.18 “No se os ocultan las dificultades con que ha debido luchar el Gobierno para poner al Ejército en pie de guerra”, expresaba el vicepresidente Marcos Paz dirigiéndose en 1866 al Congreso: “cuando ninguna preparación existía y era nece­sario crearlo todo con la premura exigida por las circunstan­cias. Armar y equipar un ejército de 25.000 hombres, proveer a su subsistencia y a sus comodidades... era una obra que a más de ser sobremanera costosa para el tesoro, requería toda la actividad, la energía y el celo de la administración”. El si­multáneo o sucesivo empleo de efectivos en la frontera exter­na, en las provincias o en la frontera interior,19 exigió el des­pliegue de una creciente capacidad operativa, rapidez en la toma de decisiones y cuantiosos recursos.20 Ello se evidenció en el número de acciones militares, en la cantidad de tropas movilizadas y en el volumen de gastos realizados.

La intercambiabilidad de las fuerzas (u.g. ejército de línea o guardias nacionales) y de los destinos militares se convirtió en un hecho cotidiano, sobre todo a partir de la declaración de guerra al Paraguay.21 Ello determinó que, aun en medio de in­tensas polémicas, el Estado nacional continuara apelando a contingentes de guardias nacionales —reclutados por las pro­vincias— para cubrir los servicios de frontera con el indio. Pa­ralelamente, intentaría sin mucho éxito una suerte de cons-

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cripción obligatoria, al solicitar a los gobiernos de provine* contingentes de reclutas para remontar los cuerpos de lmea.22 Posteriormente, por ley del 21 de setiembre de 1872, dispon­dría innovaciones en el sistema de reclutamiento que, en lí- neas generales, se ajustarían al mismo principio aunque como en el caso anterior, tampoco tendrían vigencia efectiva.

Hasta 1876 la Guardia Nacional sirvió —como hemos vis­to— de importante refuerzo del ejército regular, ante contin­gencias que colocaban a éste en situación precaria. Al consti­tuirse prácticamente en una institución permanente, su exis­tencia posibilitó y aceleró la capacidad de penetración del Es­tado nacional en todo el ámbito territorial. Cuando en 1866 el vicepresidente Marcos Paz indicaba que todas las provincias se hallaban “representadas” en el ejército nacional, ponía de manifiesto dos circunstancias: 1) que el Estado nacional había conseguido ganar o imponer el apoyo de las provincias, pero 2) que aún no había podido establecer una fuerza diferenciada de su origen provincial y continuaba dependiendo del apoyo de los gobiernos locales para el mantenimiento del aparato re­presivo nacional. Por eso, cuando culminaba la presidencia de Sarmiento, el servicio de fronteras continuaba llevándose a cabo con tropas regulares y guardias nacionales.23

Antes de desaparecer, la Guardia Nacional continuaría siendo movilizada, no sólo para custodiar las fronteras inte­riores sino además para sofocar nuevas rebeliones. A los rei­terados levantamientos de López Jordán en Entre Ríos suce­dió la insurrección de Mitre, luego de las controvertidas elec­ciones presidenciales que llevaron al poder a Avellaneda. Es­te último episodio militar exigió convocar a 60.000 hombres, que se movilizaron sobre una extensa región del territorio na­cional, librando batallas decisivas en las provincias de Bue­nos Aires y Córdoba. Un último y definitivo enfrentamiento, en 1880, cerraría un ciclo histórico de siete décadas de guerra civil: la insurrección del gobierno de Buenos Aires contra las autoridades nacionales, que originó una nueva e importante movilización. Pero para entonces el ejército nacional había adquirido un perfil institucional diferente.

Ya no era la fuerza amorfa e indisciplinada de los prime-

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la conquista del orden y la institucionalización del estado 109

r0g años de la organización nacional. Desde 1876, al decre­tarse el licénciamiento de la Guardia Nacional, había asumi­do la exclusiva responsabilidad de la actividad militar, for­mando sus cuadros con tropas enganchadas voluntariamen­te. Su protagónica actuación en los hechos decisivos que es­labonaban el nuevo orden había favorecido su profesionalis­mo e institucionalización. Durante 18 años las fuerzas ar­madas nacionales habían salido airosas de sus diversos com­promisos militares, ganando en capacidad organizativa y operativa. Su estricta subordinación al poder civil, destaca­da por Sarmiento y Avellaneda,24 acentuaron su espíritu de cuerpo evitando la división interna y el fraccionamiento par­tidario. Ya no tenían cabida en sus filas (o se iban extin­guiendo) los enganchados involuntarios, los mercenarios ex­tranjeros o los “destinados” por crímenes. La próspera situa­ción económica del país durante el gobierno de Sarmiento había permitido normalizar el aprovisionamiento, vestuario, armamento y puesta al día de los sueldos.25 Nuevos institu­tos militares apoyaban la formación y perfeccionamiento de los cuadros.26 Y el avance tecnológico —sobre todo el acceso al ferrocarril, al telégrafo y al nuevo armamento adquirido en la década del 70— multiplicaba la capacidad ofensiva del poder militar nacional.27

Tocó a Avellaneda heredar el comando de una fuerza cons­tituida en pivote de la penetración estatal y control coactivo del territorio nacional. Una fuerza institucionalizada en la lu­cha, en la renovada experimentación organizativa, en la pre­sencia de sus efectivos en apartadas guarniciones y en múlti­ples escenarios de combate. Una fuerza que había conseguido deshacer la Unión del Norte, prevenir los intentos secesionis­tas de Corrientes, reprimir las rebeliones entrerrianas, los le­vantamientos de Cuyo, las montoneras riojanas, las resisten­cias y conspiraciones cordobesas o santafecinas. Una fuerza, en fin, que Avellaneda concentraría en la “solución final” del problema indígena, lo cual equivalía a ganar el definitivo con­trol de extensos territorios y su incorporación al sistema pro­ductivo. Todo esto suponía mantener el nivel de actividad y la presencia institucional del aparato militar en gran parte del

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1 no sólo porque la Cam paña del D e s ie r ta territorio nacional, no sol° p 4 x ÍSj sino tam bién porque se extendía a diversas reg egtatalP obre las situaciones pro­el afianzamiento del con tdigtribuir cuerpos de ejércitos en di- vinciales exigía formar y ^ ^ cuales pudiera ejercerseversos puntos estratega , reDresiva. Ello explica que du- una eficaz acción preven iv Y resupUesto militar ha-rante la presidencia de A ^ ü a n e d a e £ V dog presiden_

£ £ £ £ £ " r e c u r s o s de, presupuesto naciona, en

militarizar el país.*» pretendido apoliticismo de lasComo veremos e" sef u ' ¿ icPa di8tribucióu y empleo signó

fuerzas armadas y u m esg ^ ^ precisamente la ficaron un invalorable r Estado, la tardía compro-conciencia de este nuevo p f militar el gobierno

r t í S E T S de, vóstago cuyo desarro,,o siemprecreyó controlar. Entonces ya sena tar - al clfras

Si el relato de los h . t t e « ' ” racterización del aparato pueden servir para com pleta ^ gu p e s0 en esta eta-represivo del Estado nacmna^y l g g 4 y 1879> el totalpa de penetración m sti do el Estado se mantu-del personal civil y militar P En am bos años, sólo el per-vo entre 12.000 y 13.000 p e r s o n a ^ m b o ^ ^ ^ 30sonal de tropa constituyo aP ^ rebelión q la intensi-Y en los momentos de cris ’ requería el reclutamien-r d f n u e ^ “ = T ^ f r t r o p a . q m ovi,izadas podía al-

Guerra y Marina insumiere , ^ excluyen ios servicios de la nificativa del presupuesto. dog a la obtención de recur-deuda pública, en gran pa presupuesto bélico suSOS para sostener el a p l a t o “ 1 to J e3 del gobtemo.pero casi siempre la mitad de

n 0 l a FORMACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO ■

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LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO 111

£n 1863, las sumas destinadas a cubrir los servicios de la deu- ¿a pública y el presupuesto militar representaron las dos ter­ceras partes de las ejecuciones totales.31 La guerra de la Triple Alianza consolidó aun más esta estructura presupuestaria, al elevar tanto la significación de las asignaciones a Guerra y Marina (que oscilaron entre el 55% y el 65% del gasto total del gobierno nacional) como el pago de la deuda pública. Tal como se desprende de los cuadros 1, 2 y 3, estos dos rubros absorbie­ron prácticamente la totalidad de los incrementos producidos en las rentas, que entre 1863 y 1868 fueron de casi 100%.

El grado de exigencia que planteaba al Estado nacional la ac­tividad del aparato represivo, puede también constatarse —y hasta cierto punto medirse— a través de la comparación de los gastos presupuestados con los ejecutados. En el cuadro 4 y grá­fico I se han dispuesto ambas series para el Ministerio de Gue­rra y Marina. De su lectura surge que hasta 1880, el Estado no tenía ninguna capacidad de prever el volumen de sus gastos mi­litares, los que a menudo superaban varias veces las cifras pre­supuestadas. En cambio, a medida que se avanza en la década del 80, la discrepancia resulta cada vez más insignificante.

Las cifras precedentes ponen de manifiesto el abrumador peso que tuvo el componente represivo en la configuración ini­cial del aparato estatal. Su contrapeso fue el incremento de los recursos, sobre todo de los provenientes del uso del crédi­to. En parte, su obtención fue posible merced a un celoso cum­plimiento de los servicios de la deuda pública. A su vez, el flo­recimiento de los negocios, al amparo de un “orden” que ten­día a desligar el ámbito de la producción y el comercio de la lucha armada,32 provocaba un continuo aumento de las rentas estatales.33 Este constante aumento, unido al hecho de que ahora era el gobierno nacional el que monopolizaba la podero­sa aduana de Buenos Aires y, pese a sus penurias, cumplía es­trictamente sus compromisos financieros, empezó a despertar el interés y la confianza del capital extranjero, ávido en ese entonces por hallar nuevas plazas para sus inversiones. De este modo, se consiguió activar un poderoso mecanismo de ab­sorción de recursos con el que pudieron satisfacerse las exi­gencias del hipertrofiado aparato militar.34

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to

Año

1863

1864

1865

1866

1867

1868

1869

1870

Cuadro 1

Ejecuciones presupuestarias del gobierno nacional* (en pesos fuertes)

Interior

962.508

973.349

964.879

Relaciones

Exteriores

43.059

70.255

79.297

1.003.191

922.443

2.380.911

81.669

77.951

83.106

Hacienda**

Just. Culto e Inst. Púb.

Guerra y Marina*** Marina

3.353.962 223.826 3.342.347 —

2.812.948 280.151 2.983.228 —

4.019.723 353.971 7.099.276 —

4.017.112 335.718 8.308.221 —

3.412.834 404.079 9.292.770 —

Total

117.925.702

7.119.931

12.517.146

3.296.637 488.019

1.767.558 93.619 4.312.267 723.321

10.444.733

8.056.666

13.745.911

14.110.077

16.693.434

14.953.431

1.710.649

2.217.836

88.452

94.078

7.498.289

9.784.542

882.974 9.259.602

1.036.157 8.033.617

19.439.966

21.166.230

1872 2.480.299 97.029 16.027.640 1.087.421 6.770.398

1873 4.192.885 99.728 14.423.613 1.304.794 11.004.051

1874 5.835.137 128.306 13.005.967 1.397.948 9 416.837

1875 7.240.207 172.514 9.413.525 1.560.499 10.181.116

26.483.930

31.025071

29.784.195

28.567.861

1876 3.479.604 158.602 9.660.959 1.474.953 7.378.930 — 22.153.048 '

1877 2.149.007 t 113.185 9.021.198 1.288.515 7.353.055 — 19.924.960

1878 3.211.630 169.895 10.627.950 1.119.235 5.712.208 — 20.840.918

1879 2.371.566 126.010 11.066.795 1.336.597 7.622.190 — 22.523.158

1880 3.844.331 128.302 8.933.151 1.321.632 11.428.678 1.263.201 26.919.305

1881 6.216.386 296.420 10.292.107 j í 1.440.712 8.055.701 * . 2.079.836 28.381.152

1882 13.092.007 298.914 31.880.778 3.102.727 7.627.059 2.005.522 58.007.007

1883 16.464.861 345.270 13.096.881 3.862.414 8.118.074 2.943.877 44.831.376

1884 20.259.570 402.516 19.774.408 4.671.968 7.818.929 3.512.746 56.440.137

1885 20.674.665 464.662 17.744.310 4.902.279 7.734.089 3.985.654 50.505.659

1886 15.902.386 499.675 20.696.982 5.883.011 8.331.778 3.144.503 54.394.585

1887 16.305.919 1.322.584 29.536.992 6.515.421 8.328.103 3.132.969 64.693.028

1888 27.798.921 3.041.793 24.034.475 8.059.821 8.764.755 4.177.915 75.877.681

1889 50.309.448 3.246.589 26.754.086 10.161.009 9.478.050 7.301.948 107.251.130

1890 42.486.885 2.239.536 26.103.044 8.575.016 9.697.728 6.261.04 95.363.596

Fuente: Elaborado sobre la base de las Memorias del Ministerio de Hacienda.* Incluyen los ejecuciones ordinarias y extraordinarias derivadas de leyes especiales y acuerdos de gobierno.** Incluye el pago de servicios de la deuda pública, cuya incidencia oscila entre un 50 y un 90% del total ejecutado. *** A partir de 1880 los gastos correspondientes a Marina se consignan por separado.

LA

FO

RM

AC

IÓN

DE

L E

ST

AD

O A

RG

EN

TIN

OL

A C

ON

QU

IST

A D

EL

OR

DE

N Y

LA

INS

TIT

UC

ION

AL

IZA

CIÓ

N D

EL

ES

TA

DO

113

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114 LA FORMACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO

Cuadro 2

Gobierno nacionolEjecuciones presupuestarias (18 63 -1 8 9 0 )

1863 64 65 66 67 68 69 70 71 72 73 74 75 76 77 78 79 80 81 82 83 84 85 86 87 88 89 90

I_I Deuda público.

□ Guerra y marina.

I Interior.

I hacienda, Justicia, Culto e Instrucción Pública.

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LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO 115

Cuadro 3

Rentas ordinarias del gobierno nacional Período 1863-1880 (en miles de pesos fuertes)

Año TotalDerechos de importación

Derechos oe exportación Otros

1863 6.478,7 4.273,4 1.821,7 1 383 61864 7.005,3 4.268,7 2.221,7 514 91865 8.295,1 5.321,8 2.380,9 592 41866 9.568,6 6.686,1 2.164,3 71821867 12.040,3 , 8.713,1 2.533,6 793,61868 12.496,1 9.660,5 2.281,4 554,21869 12.676,7 9.949,8 2.489,3 237,61870 14.833,9 12.092,1 1.860,1 88171871 12.682,2 10.176,1 1.582,3 923,81872 18.172,4 14.464,9 2.621,4 1.086,11873 20.217,2 16.516,7 2.488,5 1.212,01874 16.526,9 12.512,9 2.303,0 1.711,01875 17.206,7 12.893,5 2.616,6 1.696 61876 13.583,6 9.577,7 2.591,8 1.414,11877 14.824,1 10.843,4 2.324,5 1.656,21878 18.451,9 12.033,0 2.299,6 4.119 31879 20.961,9 12.844,7 2.887,4 5.229,81880 19.594,3

-»4

12.055,8 3.520,4 4.018,1

Fuente: Memorias del Ministerio de Hacienda, República Argentina.

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Cuadro 4

Gastos presupuestados, ejecuciones presupuestarias e índice de im previsión 1862 -1 890

Año

1862

Presupuestado

1

526

InteriorEjecutado

2

D iferenc.

1 2=3

Indice Presupuestado Imprev.

3:1.100=4 1

— 1.297

Guerra y M arina Ejecutado

2

D iferenc.

1-2=3

Indiceimprev.

3:1.100=4

Presupuestado

1

MarinaEjecutado

2

D iferenc.

1-2=3

Indiceimprev.

3:1.100=4

1863 _ 92 — — — 3.342 — — — — — —

1864 1.106 973 + 133 + 1,2 3.375 2.983 + 391 +11,6 — — — —

1865 1.012 965 + 47 + 4,8 2.734 7.099 -4.365 -159,6 — — — —

1866 1.097 1.003 + 94 + 9,3 2.733 8.308 -5.575 •203,4 — — — —

1867 1.091 922 + 168 + 11,8 2.813 9.293 - 6.480 -230,3 — — — —

1868 981 2.381 -1.400 •70,1 3.104 10.445 - 7.341 -236,5 — — — —

1869 1.063 1.767 -705 -60,3 3.443 8.057 -4.613 -133,9 — — — —

1870 1.405 1.711 -306 -21,8 3.728 9.260 -5.535 -148,3 — — — —

1871 1.536 2.218 -682 -44,4 4.049 8.033 -3984 -98,4 — — — —

1872 3.678 2.480 + 1198 + 32,5 4.882 6.770 -1888 -38,6 — — — —

1873 2.307 4.192 -1.885 -81,7 5.741 11.004 - 5.263 -91,7 — — — —

1874 2.484 5.835 -3.351 -134,8 5.732 9.417 3.684 -64,3 — — — —

1875 3.190 7.240 -4050 -126,9 5.939 10.181 - 4.242 -71,4 — — — —

1876 2.486 3.840 <■ •994 -40,0 5.649 7.379 -1.729 -30,6 — — — —

1877 1.877 2.149 -272 -14,5 5.016 7.353 -2.337 -46,6 — — — —

1878 2.056 3.212 -1.156 -56,2 5.218 5.712 -494 -9,4 — — — —

1879 2.015 2.371 -357 -17,7 5.110 7.622 -2.512 -49,1 — — — _

1880 2.583 3.844 -1251 -48,4 4.438 11.$9 -6.991 -157,5 r*— — — _

1881 3.262 6.216 - 2.954 -90,5 4.643 8.056 -3412 ^ ' 73-5 641 1.263 -622 -97,1

1882 4.886 13.092 -8.206 -167,9 4.841 7.627 -2.786 -57,5 845 2.080 -1.235 -146,1

1883 6.380 16.465 -10.084 ■ 158,0 5.702 8.118 -2.416 -42,4 1.743 2.006 -262 -15,0

1884 6.951 20.259 -13.309 191,4 6.151 7.819 -1.668 -27,1 2.384 2.944 -559 ■ 23,9

1885 10.330 20.675 -10.344 -100,1 7.435 7.734 -299 -4,0 2.549 3.513 -963 - 37,7

1886 8.243 15.902 -7.659 -91,9 6.938 8.332 -393 -16,7 3.514 3.986 -472 13,4

1887 9.878 16.306 -6.428 -65,0 8.121 8.328 -206 -2,5 2.753 3.144 -380 -13,8

1888 12.814 27.799 -14.976 -116,8 7.100 8.764 -1664 -23,4 3.197 3.133 -64 -2,0

1889 15.602 50.309 - 34.707 -222,4 8.311 9.478 -1.167 -14,0 2.769 '4 .178 -1.409 -50,8

1890 16.237 42.487 - 26.249 -161,6 9.507 9.697 -190 -2,0 2.908 7.302 - 4.393 •151,0

Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos de las Memorias del Ministerio de Hacienda.

LA

FO

RM

AC

IÓN

DE

L E

ST

AD

O A

RG

EN

TIN

O

I L

A C

ON

QU

IST

A D

EL

OR

DE

N Y

LA

INS

TIT

UC

ION

AL

IZA

CIÓ

N D

EL

ES

TA

DO

1

17

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118 LA FORMACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO

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LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO 119

<Ministerio

deGuerra y Marina

(+)0

(-)20

40

60

80cz

22

! 100 QJ

^ 120

140

160

180

200

Diferencia egresos ptesup.H ejec Egresos presup. x 100

220 -

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120 l a f o r m a c i ó n d e l e s t a d o a r g e n t i n o

P e n e t r a c i ó n c o o p t a t i v a

Como he señalado, la penetración cooptativa se refiere a la captación de apoyos entre los sectores dominantes locales y gobiernos provinciales, a través de alianzas y coaliciones ba­sadas en compromisos y prestaciones recíprocas tendientes a preservar y consolidar el sistema de dominación impuesto en el orden nacional. La esencia de este mecanismo remite a las reglas más elementales del juego político: debilitar al adver­sario y reforzar las propias bases sociales de apoyo. Sin em­bargo, su aparente simplicidad no debe ocultar dos importan­tes consideraciones: 1) la estrecha relación entre cooptación y otras formas de penetración estatal, que en experiencias his­tóricas concretas se reforzaban o cancelaban mutuamente; y 2) la variedad de tácticas y recursos puestos en juego, cuyo examen puede iluminar algunos aspectos todavía no suficien­temente aclarados del proceso de constitución de la domina­ción estatal.

Para ser estrictos, ciertas formas de cooptación ya habían sido ensayadas por Buenos Aires durante los años de virtual secesión de la Confederación Argentina. Hemos visto que ni las clases dominantes porteñas constituían un bloque homo­géneo ni el interior se hallaba amalgamado sin fisuras contra Buenos Aires. Luego de los sucesos del 11 de setiembre de 1852, origen del separatismo porteño, el gobierno de Buenos Aires dictó una ley autorizando al Poder Ejecutivo a efectuar los gastos necesarios para el envío y desempeño de una misión a las provincias del interior —confiada al general José María Paz— “con el objeto de promover los intereses comunes de to­do género y de fortificar las relaciones recíprocas”. Aunque el objetivo inmediato de la misión —desbaratar las tratativas de Urquiza de reunir un Congreso Constituyente— resultó un fracaso, la iniciativa marcó el comienzo de una serie de accio­nes destinadas a convertir a Buenos Aires en el núcleo de la organización nacional. A partir de entonces, el oro de su ban­co y los argumentos de sus mejores hombres se convirtieron en el sutil complemento político de la acción paralelamente desarrollada en el terreno militar. Por eso pudo afirmar Mitre en 1869 que la política seguida después de la batalla de Cepe-

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¿ a posibilitó que el Partido Liberal que dirigía “se hiciera un poder nacional”.35 No en vano Buenos Aires había observado durante casi una década la experiencia de la Confederación. Había detectado sus debilidades, conocía a fondo los pilares que sostenían ese precario edificio y aquellos que podían des­tronarlo. Y no había desechado oportunidades para poner a prueba su fortaleza.36

A pesar de que Urquiza impuso un estilo presidencial fuer­te, su poder efectivo radicaba en los recursos de la provincia federalizada (su natal Entre Ríos) y en relaciones personales con caudillos locales, resabio de la tradición rosista, cuyo apoyo lejos de ser incondicional debía ser objeto de negocia­ción permanente.37 Como fundamental factor de cohesión po­lítica, Urquiza representó la continuidad de una práctica de dominación personalista que al no contar con el sustento de una alianza política estable ni haber impuesto la estructura formal de la constitución, fue incapaz de oponer una resisten­cia eficaz a la acción disolvente de Buenos Aires. Su gobier­no, así como el de su sucesor, Derqui, demostraron la incapa­cidad de la Confederación para subsistir sin la provincia por­teña. Para ser viable, el Estado nacional debía contar con una clase social capaz de articular la economía a nivel nacio­nal y desequilibrar la correlación de fuerzas políticas a nivel regional.38 Buenos Aires promovió toda posibilidad de disi­dencias entre Derqui y Urquiza, tratando de aliarse con el primero, a quien la tutela de Urquiza pesaba demasiado. Aunque fracasó en este propósito, su acción no sería ajena a la actitud asumida por Urquiza en Pavón. Por otra parte, no descuidó ocasión para socavar la adhesión de las provincias al gobierno del Paraná o para comprar la lealtad de jefes u oficiales confederales.39

Durante el interregno entre Pavón y la asunción de Mitre como presidente constitucional, Buenos Aires asumió de he­cho el gobierno nacional. A partir de allí, como ocurrió des­pués de la Revolución de Mayo, como lo intentaron infructuo­samente Rivadavia y Urquiza, el gobierno nacional debió en­frentarse una vez más al mismo dilema: diferenciarse de su matriz porteña sin traicionar los intereses asociados al Puer-

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to; pero a la vez, lograrlo sin convertirse en una mera excre­cencia del autonomismo provincial. En el camino se erigía la “idea federal” como formidable obstáculo a las posibilidades expansivas de un Estado nacional. Por ello, si bien la acción desarrollada por el gobierno de Mitre fue racionalizada en el discurso político como “ganar la adhesión de las provincias , su intención última fue más bien desplazarlas como eje de ar­ticulación de relaciones sociales y sustituirlas por una instan­cia territorial y socialmente más abarcativa.

Sin embargo, las provincias no podían ser ignoradas en su fundamental papel constitutivo de uno de los poderes del Es­tado. La constitución de 1853, que creó el mecanismo del Se­nado, convirtió a este órgano en “la verdadera llave maestra del sistema político”.40 Formado por 20 senadores del interior y ocho del Litoral (más dos que corresponderían a la Capital Federal una vez instalada), con entera independencia de fu­turas fluctuaciones de la población, otorgó al interior mayo­ría permanente, capaz de impedir con sus dos tercios la san­ción de cualquier ley. Por eso, ganar la “adhesión’ provincial implicaba la creación de mecanismos que contrabalancearan esa importante fuente de poder que había quedado formal­mente reservada a las provincias, procurando un creciente control de sus situaciones locales. Los intentos en tal senti­do, que reflejarían además la necesidad del Estado nacional de diferenciarse institucionalmente de las provincias, provo­carían bajo nuevas formas una reedición del viejo conflicto entre federalismo y unitarismo. La reivindicación de la auto­nomía del Estado nacional presuponía negar que la autori­dad que investía emanaba de la soberanía y autonomía pro­vinciales — posición ardorosamente defendida por Alsina y Tejedor—. Para Mitre, como de hecho para Sarmiento más tarde, su autoridad antecedía a la de las provincias y era constitutiva de ésta.41

La historia de esos años estaría matizada por innumerables episodios en los que este principio no siempre sería respetado por las provincias, y gran parte de los conflictos suscitados en­tre éstas y el gobierno nacional giraría alrededor de sus respec­tivas autonomías.42 El ámbito jurisdiccional y el poder decisorio

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de cada parte se pelearían palmo a palmo. Y no sólo a través de una discusión teórica, que desde ya fue intensa, sino además mediante la producción de hechos que pondrían a prueba las fuerzas de cada contrincante. En ese proceso se cristalizarían nuevas reglas del juego que acabarían por redefinir las carac­terísticas del sistema político. La autonomía y jurisdicción fun­cional de las provincias se irían desdibujando al ritmo de la múltiple acción penetradora del Estado nacional.

Desde el punto de vista de la modalidad que aquí nos preo­cupa, se trataba de incorporar a los sectores dominantes del interior, no tanto como representantes de intereses regiona­les o locales sino más bien como componentes de un nuevo pacto de dominación a nivel nacional. En medio de gobiernos locales recelosos y a menudo alzados, por un lado, y la pode­rosa provincia porteña no resignada a perder sus privilegios, por otro, el Estado nacional jugó sus cartas a dos puntas: a veces, usando la fuerza y los recursos de Buenos Aires para someter a las provincias interiores; otras, valiéndose de pac­tos y coaliciones con las burguesías provinciales, para contra­rrestar la influencia éjfercida sobre el gobierno nacional por la burguesía porteña.

Además de la represión abierta, utilizada extensamente so­bre todo durante las presidencias de Mitre y Sarmiento, el Es­tado fue afirmando sus bases sociales de apoyo a través del empleo relativamente discrecional de ciertos mecanismos de cooptación. Uno de ellos fue el otorgamiento de subvenciones a las provincias. Mientras en tiempos de la Confederación éstas debían contribuir, magramente por cierto, al sostenimiento del gobierno nacional, la situación se invirtió a partir del gobierno de Mitre. Sobre todo durante los primeros años de su presiden­cia, en que el descalabro de las finanzas provinciales ocasiona­do por las guerras civiles demandó la contribución del gobier­no nacional para la atención de los gastos más elementales.

Con el tiempo, sin embargo, la significación de esos subsi­dios tendió a decrecer. Su monto en las asignaciones presu­puestarias se mantuvo prácticamente en el mismo nivel abso­luto durante casi tres décadas. Más aún, disminuyó durante los gobiernos de Avellaneda y Roca y sólo hacia el final del go-

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bierno de Juárez Celman recobró y superó en algo su nivel an­terior. Las cifras correspondientes se indican en el cuadro 5.

No obstante, los valores absolutos no son totalmente ade­cuados como indicador de la importancia de estos subsidios, ya que de acuerdo con los criterios de asignación empleados, los mismos tuvieron un peso diferencial según las provincias consideradas. En principio, se estableció una distinción entre “auxilios” y “subsidios”, es decir, entre contribuciones ex­traordinarias motivadas por acontecimientos que amenaza­ban la viabilidad financiera de una provincia y aportes ordi­narios destinados a contribuir a su sostenimiento. En 1862 se adoptó, como norma de alcance general, acordar a cada pro­vincia la suma de 1000 pesos fuertes mensuales, sin perjui­cio de “auxiliar” adicionalmente a algunas de ellas. Se seña­laba explícitamente que las provincias que tenían mayor po­blación, también obtenían generalmente mayores recursos, por lo que resultaba equitativo fijar un subsidio uniforme.43 De aquí que el peso del subsidio en los presupuestos provin­ciales resultara muy dispar. En 1871, la provincia de San Luis recibía un subsidio del Gobierno Nacional de 26.660 pe­sos fuertes, equivalente a sus recursos totales propios (v.g. 26.691,68 pesos fuertes), en tanto que el subsidio a La Rioja prácticamente doblaba la cifra de sus recursos (45.150 y 27.600 pesos fuertes respectivamente). También en provin­cias como Catamarca, Tucumán y Mendoza la proporción era bastante significativa.

Por lo tanto, la súbita suspensión de las subvenciones a provincias cuyas situaciones no eran favorables, o el refuerzo de partidas a aquellas otras en que los sectores dominantes eran adictos al gobierno nacional, constituía un instrumento de acción política que, hábilmente manejado, permitía conso­lidar las posiciones de sus aliados en el interior.44

Similares efectos producía la utilización de cargos públicos como mecanismo de cooptación. La declinación de las econo­mías del interior, acentuada con escasas excepciones a partir de la organización nacional, convirtió al empleo público en un importante factor compensador, pero a la vez en un preciado instrumento para la captación de apoyos al gobierno nacional.

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- - - - - - - - - - - - - - —Cuadro 5

Subsidios del gobierno nacional a las provincias■ cnuuu IU U J -IU 7 U t e n mués ue pesos rueriesj

Año

1863Total

229,0% DE EJEC. PRESUP.

2,891864 214,8 3,021865 215,9 1,721866 170,3 1,24*1867 153,5 1,091868 148,7 0,89

O»-oco 228,0 1,521870 220,0 1,131871 f

i 216,7 1,021872 220,0 0,831873 225,0 0,731874 221,2 0,741875 225,0 0,791876 154,2 0,701877 52,5 0,261878 52,5 0,251879 52,5 0,231880 52,5 0,201881 52,5 0,181882 52,5 0,091883 97,2 0,221884 97,0 0,171885 57,0 0,101886 57,0 0,10

_ 1887 57,0 0,091888 340,2 0,451889 318,6 0,301890 154,9 0,16

Ti/ente'Memorias del Ministerio de Haciendo, Repúblico Argentino.

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Romero destaca el uso del presupuesto nacional con este obje­to durante el período 1862-76, especialmente a través de la creación de nutridos contingentes de funcionarios nacionales y provinciales, de profesores y maestros —en colegios llamados precisamente “nacionales” por ser pagados por el Estado— de miembros de las fuerzas armadas, del poder judicial, etc.45 Se­ñala este autor que los ocupantes de estos nuevos cargos se convirtieron en pilares de la estabilidad política de un interior donde los “dostores” desplazaban definitivamente a los milita­res y caudillos. De ahí que las capitales de provincia fueran, desde entonces, principalmente centros administrativos.46

El nepotismo y la institución del spoils system , consecuen­cia inevitable de negociaciones pre y post-electorales, multi­plicaban el uso instrumental de los cargos públicos, ya que la elección de un gobernador o de un presidente traía apareja­dos cambios en la administración pública, desde los niveles más bajos de las municipalidades hasta los más altos de los ministerios.47

Una idea aproximada de la importancia que fue adquirien­do este mecanismo la da el veloz crecimiento del número de empleados públicos nacionales radicados en el interior. Hasta 1862, la presencia del Estado nacional en las provincias se li­mitaba prácticamente a las aduanas y receptorías existentes en diversos puntos fronterizos y a las oficinas de rentas que funcionaban vinculadas al tráfico aduanero. Sólo 15 años des­pués, una elevadísima proporción del personal civil y militar del gobierno nacional se hallaba radicado o se desempeñaba en forma itinerante en el interior del país. De acuerdo con una estimación que he efectuado para el año 1876, sobre una do­tación total de 12.835 funcionarios, 10.956 se hallaban afecta­dos de uno u otro modo a funciones desarrolladas en las pro­vincias. Si bien gran parte de este personal era militar, tam­bién la dotación civil (y el clero, a cargo del gobierno central) era ampliamente mayoritario respecto al radicado en Buenos Aires (véase cuadro 6). Se trataba, sin duda, de una situación verdaderamente excepcional, por cuanto la centralización de la dotación y recursos del Estado en jurisdicción federal sería posteriormente la regla.

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Cuadro 6

I \ * r r mi Estimación de funcionarios públicos nacionales en 1876

Dependencia Total Ciudad de Bs.As. Interior Exterior

Presidencia de la Nación 6 6 — —

Congreso Nacional 162 162 — —Ministerio del Interior 913 244 654 t 15Ministerio de Reloe. Exteriores 34 12 — 22Ministerio de Hacienda 1.304 575 729 —

Ministerio de Justicio, Culto e Instrucción Pública 1.454 125 1.329 —

Ministerio de Guetta y Marina 8.962 718 8.244 —

Totoles f 12.835 1.842 10.956 37

Fuente: Elaborado sobte la base de datos del Presupuesto Nacional contenidos en la Memoria del Ministerio de Haciendapata el año1876.

Un último mecanismo, quizás el más evidente y el que más atención ha recibido por parte de la literatura especializada, fue el de la intervención federal.48 Acordado constitucional­mente por las provincias al Poder Ejecutivo Nacional, este re­curso le permitía intervenir en los asuntos provinciales a fin de “restablecer la forma republicana de gobierno cuando ésta se hallare amenazada”. La relativa vaguedad del texto consti­tucional sobre este asunto hizo posible que su aplicación no tuviera una modalidad precisa. Y no creo que haya sido casual que la especificación legal y reglamentaria de este atributo del Estado nacional haya estado precedida de una larga prác­tica, a través de la cual se fueron experimentando métodos más o menos eficaces para convertirlo en un poderoso instru­mento de control sobre los poderes locales.

Los cómputos estadísticos que efectúan Sommariva y Bota­na, si bien sugestivos desde un punto de vista cuantitativo, son insuficientes para categorizar instancias y modalidades concretas de intervención federal. Las circunstancias fueron por lo general complejas y demandaron prolongadas y agita­das negociaciones. La falta de legislación sobre el tema, mu­chas veces denunciada en las memorias del ministro del Inte-

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rior al Congreso, aumentaba a veces el poder discrecional de los comisionados o interventores, pero limitaba otras su capa­cidad de iniciativa, dependiendo, por ejemplo, de las persona­lidades involucradas, instrucciones recibidas, reacciones pro­vocadas o fuerzas militares disponibles.

El empleo de la fuerza armada, la suspensión de subvencio­nes de la provincia insurrecta, la retirada estratégica del in­terventor para no legitimar con su presencia elecciones inde­seables para el gobierno nacional, el pedido de auxilio o de no intervención a gobiernos de provincias vecinas, la amenaza de sanciones a provincias aliadas a movimientos insurrectos ope­rantes en otras que demandaban la intervención, fueron algu­nos de los medios de que se valió el gobierno nacional para ha­cer más efectiva la gestión de los comisionados federales.49 Como habitualmente los levantamientos o rebeliones tenían un carácter y una base local, y sólo ocasionalmente se exten­dían a otras provincias, el principio divide et im pera le permi­tió prevenir coaliciones50 y enfrentar a las provincias una a una con notoria diferencia de fuerzas. En este proceso de con­tinuo aprendizaje, el Estado nacional pudo desarrollar y po­ner a punto un instrumento invalorable, que allanaría el ca­mino al régimen oligárquico instaurado en el 80, arrasando con los residuos federalistas que aún se oponían a su preten­sión de concentrar y centralizar el poder político.

Antes de culminar el período presidencial de Mitre, este mecanismo ya había sido largamente ensayado. En sólo un año (entre mayo de 1866 y abril de 1867) las provincias de Catamarca, Mendoza, La Rioja, Santa Fe, Córdoba y Tucu- mán sufrieron disturbios y conmociones de diversa magni­tud, motivando en casi todos los casos la intervención fede­ral. La intensa actividad desplegada por el Estado nacional fue progresivamente configurando una cierta filosofía sobre el significado y alcances de este atributo constitucional, aun antes de que su ejercicio fuera reglamentado por la legisla­ción. En 1868, Rawson fijaba la doctrina que habría de regir en este aspecto, la que extendía sobremanera la interpreta­ción que un criterio más ajustado podría otorgar al texto constitucional:

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“Si hubiera de prevalecer la doctrina de que la misión de la autoridad Na­cional cuando es llamada á intervenir, es un mero instrumento de poder que va solo á sostener ó reponer al Gobierno que le llamó en su auxilio, es­ta preciosa garantía con la que la constitución ha entendido asegurar la es­tabilidad de las instituciones republicanas, —sería una garantía acordada á los malos Gobiernos, á la opresión, al despotismo. Pretender limitar las facultades del poder interventor, en previsión de peligros quimeros ó en castigo de pretendidos abusos reduciéndole al rol de simple espectador de los estravíos del Gobierno que sostiene, por grandes que ellos sean, —es convertirle en verdugo del pueblo, cuyos sufrimientos e§ llamado á presen­ciar, sin tener el poder de hacer cesar, buscando en la observancia de la ley la armonía de todos los intereses y de todos los derechos. El Gobierno de la Nación jamás podría aceptar tan funesto y menguado rol” (Memoria Minis­terio del Interior, 1868).

Los gobiernos posteriores continuaron empleando la inter­vención federal como un recurso habitual, pese a que la opi­nión pública consideraba este procedimiento como un reitera­do avasallamiento a la autonomía provincial. Juárez Celman llegaría al extremo de afirmar que todas las intervenciones fe­derales constituían “actos de administración” (Mensaje, 1887), con lo cual pretendía legitimar la intromisión federal en las provincias y la digitación de gobernadores, por enton­ces practicadas desembozadamente.

La intervención federal no fue un mecanismo destinado únicamente a restablecer el orden o “asegurar la forma repu­blicana de gobierno”, como lo quería la Constitución. Su utili­zación selectiva apuntó más bien a la conformación de un sis­tema político en el que los “partidos” provinciales dominantes se someterían a las orientaciones fijadas desde el gobierno na­cional. Por eso, un análisis de la penetración cooptativa no puede dejar de considerar el carácter y el papel jugado por los partidos en esta singular etapa.

Para ser estrictos, sería erróneo calificar como partidos a la inmensa variedad de tendencias, facciones y agrupamien- tos escasamente orgánicos a través de los que se expresó la actividad política desde la independencia hasta las últimas décadas del siglo pasado. Durante ese extenso período, el tér­mino “partido” se utilizó en el sentido de “parcialidad”, de co­rriente aglutinadora de intereses relativamente inmediatos y

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coyunturales de un segmento de la sociedad, antes que en su moderno sentido corporativo. Lideradas generalmente por caudillos que les imprimían un fuerte sello personalista, es­tas agrupaciones se formaban en ocasión de elecciones, desig­nación de representantes, fijación de posiciones frente a asuntos en debate, o cuestionamiento de autoridades consti­tuidas, desapareciendo tan pronto quedaba llenado su objeto o surgían en su seno diferencias irreconciliables. Su acción se manifestó mediante una amplia gama de formas institucio­nales, incluyendo logias, grupos acaudillados, sociedades pa­trióticas, clubes políticos y hasta salones literarios y periódi­cos de opinión.

La historiografía liberal nos propone sin embargo tajan­tes antagonismos, reduciendo el complejo y cambiante esce­nario de la política a partidos opuestos: unitarios y federa­les, “chupandinos” y “pandilleros”, nacionalistas y autono­mistas. Por cierto, más allá de las efímeras facciones que permanentemente alteraban ese escenario, persistieron ciertas visiones doctrinarias (v.g. federalismo, liberalismo) que sirvieron como símbolo de identificación antes que como efectiva guía para la acción o base para la conformación de un mecanismo partidario. No puede decirse, en tal sentido, que haya existido un partido unitario de Rivadavia. Ni que el federalismo de Rosas haya sido mucho más que una ban­dera ideológica, por lo demás frecuentemente desconocida en los hechos por los propios federales. Refiriéndose a estos primitivos “partidos” (federal y unitario) surgidos durante el anárquico período posterior a las luchas independentis- tas, D’Amico señala:

“...esas denominaciones que habían existido como calificativos de partidos, después se convirtieron en denominaciones caprichosas, porque ni los unos querían la federación de los Estados Unidos, ni los otros el sistema unita­rio de gobierno. Esa división era enteramente personal: amigos y enemigos de Rosas”.51

Caído Rosas, tanto en la Confederación como en Buenos Ai­res flamantes federales se confundieron con exaltados unita­rios, creándose bandos con similares teorías de gobierno pero

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con diferencias de personalidad en su conducción. Eran parti­dos personalistas, a punto tal que Mitre gobernó con la mis­ma Constitución de la Confederación.

Luego de Pavón, la división del partido liberal pareció reac­tualizar la contradicción federalismo-unitarismo, expresada en la creación de sus ramas Autonomista y Nacional lideradas por Alsina y Mitre.

“Esas personalidades no querían confesar lo vacía de principios que era la plataforma de cada una, y en artículos sin número, hacían un galimatías, que ni ellas ni nadie comprendía, y del cual parecía deducirse: que los na­cionalistas (Mitre) querían la Nación Argentina predominando sobre las Provincias, o sea un gobierno absorbente y fuerte, y los autonomistas (Al­sina), querían que las provincias primaran sobre la Nación, o sea un go­bierno descentralizador y moderado. Pero luego se vio en la práctica, que los que subían al poder cambiaban banderas con los que bajaban y los al- sinistas se hacían absorbentes y fuertes con Sarmiento y Avellaneda; mientras que los mitristas se convertían desde abajo en descentralizado- res, y enemigos de la fuerza en los gobiernos...”.52

Esta ubicuidad se manifestaba en la sucesiva creación y di­solución de clubes políticos y en la frecuencia con que los in­tegrantes de esa verdadera “clase política”, cabeza visible del nuevo régimen, cambiaban de “partido”.53 Ello revelaba una flexibilidad y un pragmatismo atentos a consideraciones ads- criptivas e intereses cambiantes, antes que a principios ideo­lógicos contradictorios. Pero esta misma fluidez permitía al presidente de turno combinar y manipular sus variados re­cursos a fin de mantener y afianzar las situaciones provincia­les que le eran favorables y volcar en su favor las contrarias. Un gobierno nacional al que pesaba enormemente la tutela de Buenos Aires y que aún no contaba con apoyos claros —y so­bre todo estables— en el interior, debía alentar un juego polí­tico abierto en todos aquellos casos en que potenciales aliados podían llegar a controlar la escena política provincial, acu­diendo en su auxilio —y cerrando el juego— cuando las cir­cunstancias resultaban desfavorables. Despojada de retórica, la definición inicial del gobierno de Mitre sobre intervención federal y papel de los partidos resulta coherente con esta in­terpretación:

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“Respetando el principio fundamental del sistema de gobierno establecido por la Constitución, el Ejecutivo Nacional ha procurado ser muy sobrio en el empleo de su influencia bajo cualquier, forma, en los asuntos interiores de las Provincias. Los intereses morales de las Provincias exijen que los partidos internos cuya existencia tendrá siempre razón de ser en pueblos rejidos por instituciones liberales se desenvuelvan con libertad sin sujecio­nes estrañas é influidos solamente por la disciplina que la misma lucha pa­cífica impone. El Gobierno Nacional considera que mientras las luchas de los partidos se mantengan circunscritas y aisladas en el terreno provincial, ó mientras no produzcan una subversión en el orden interno y la consi­guiente requisición que la Constitución prescribe, ninguna injerencia le es dado tomar en asuntos locales sean cuales fueran las vicisitudes de la con­tienda y las solicitaciones que pudieran venir de uno ú otro de los partidos interesados naturalmente en tener el apoyo de la autoridad Nacional o de cualquier modo manifestada” (Memoria Ministerio del Interior, 1863).

A pesar de la relativa discrecionalidad con que aplicara es­te principio, el gobierno nacional no siempre las tendría todas consigo. La incompleta decantación de una fórmula política, en circunstancias contextúales particularmente desfavora­bles, impidieron tanto a Mitre como a Sarmiento imponer su sucesor.54 Correspondería a Avellaneda, mucho menos com­prometido con las contiendas partidarias y mucho más presio­nado por la necesidad de crear una fuerza política propia, sen­tar las bases de un nuevo pacto de dominación. Su adveni­miento al poder, si bien contó con las simpatías de Sarmiento, no fue el resultado de la “verdad del sufragio” que este último propiciara,55 ni de una aceitada maquinaria política.56 Pero una vez en el gobierno, apeló a todos los recursos para conso­lidar un mecanismo político-partidario que, mediante el con­trol de la sucesión presidencial, permitiera al poder ejecutivo asegurar la continuidad del régimen.57

P e n e t r a c ió n m a t e r ia l

Bajo esta denominación incluiré aquellas formas de avance del Estado nacional sobre el interior, expresadas en obras, servicios, regulaciones y recompensas destinados fundamen­talmente a incorporar las actividades productivas desarrolla­das a lo largo del territorio nacional al circuito dinámico de la economía pampeana.58 Esta incorporación producía dos tipos

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¿e consecuencias: 1) ampliaba el mercado nacional, multipli­cando así las oportunidades y el volumen de los negocios; y 2) extendía la base social de la alianza que sustentaba al nuevo Estado, al suscitar el apoyo de los sectores económicos del in­terior beneficiados por dicha incorporación. La penetración del Estado se hacía efectiva en la medida en que los recursos movilizados permitían la articulación de actividades e intere­ses, conformando nuevas modalidades de relación social. ¿Pe­ro en qué circunstancias y a través de qué mecanismos se ma­nifestaba su presencia?

Plantear el tema de la presencia material del Estado nacio­nal en la sociedad, en un período histórico como el considera­do, exige incorporar al análisis la dimensión física o geográfi­ca que enmarcaba y constreñía la vida de esa comunidad. Desde este punto de vista, el país se reducía a un ramillete de viejas ciudades coloniales, esparcidas sobre un vasto territo­rio. Poco más allá de sus límites, estos núcleos urbanos reu­nían la población y la economía de un espacio geográfico —la provincia— cuyos contornos políticos, como hemos visto, eran más una reivindicación originada en un localismo exacerbado por el fracaso de los sucesivos intentos de organización nacio­nal que un territorio sobre el cual se ejerciese control efecti­vo-59 El “país” o territorio heredado de la colonia luego de las luchas independentistas no coincidía con el espacio de la so­beranía, fuera ésta nacional o provincial. Ni siquiera con el que quedara conformado luego de las secesiones del Paraguay, el Alto Perú y la Banda Oriental.

Esa extensa geografía contenía una gradación de espacios diferenciados según lo que entonces se denominaba “la escala del progreso en la ocupación del suelo” (Memoria Ministerio del Interior, 1865). La provincia, reducida en su jurisdicción efectiva a la vida social organizada alrededor de sus escasas poblaciones, y el Desierto,60 “inconmensurable, abierto y mis­terioso” según lo describiera el poema de Olegario Andrade, tierra de indios y matreros, constituían en esencia dos países. Su frontera era objeto de constante lucha y negociación, y los límites provinciales se expandían o estrechaban en función de los resultados de esa lucha.61 Entre la Provincia y el Desierto

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comenzaron a surgir, junto con su gradual poblamiento, esta­dos intermedios que la Constitución Nacional denominó “terri­torios”, y que por coincidir con espacios prácticamente inexplo­rados e inhabitados, no sujetos al dominio de gobierno local al­guno, quedaron subordinados a la jurisdicción nacional.

Esta particular conformación del espacio había tenido has­ta entonces profundas repercusiones sobre la sociedad argen­tina. Afirmada por las distancias y el consiguiente aislamien­to, había debilitado el desarrollo de vínculos nacionales, sen­timientos de pertenencia y comunidad de destino, factores no desdeñables en la intensidad que adquirieron las guerras in­teriores. También había impedido la formación de un merca­do nacional. En el interior, las producciones locales no consu­midas dentro del ámbito geográfico inmediato, eran dificulto­samente derivadas hacia los mercados a los que permitían ac­ceder las antiguas y precarias rutas coloniales.62 La circula­ción había adquirido así un característico sentido centrífugo, orientada hacia mercados que luego de la independencia pa­sarían a estar localizados fuera del territorio nacional (espe­cialmente en Chile y Bolivia). A su vez, la producción del Li­toral pampeano fue acentuando su orientación hacia merca­dos ultramarinos, dada la privilegiada posición de sus puer­tos, la fecundidad de sus tierras y la creciente demanda para sus productos desde el exterior.

A pesar de las dificultades, las actividades mercantiles y las derivadas de la explotación pecuaria registraron impor­tantes progresos desde comienzos de siglo. Pero su escala no se compadecía con las inmensas posibilidades que, a los ojos de esa incipiente burguesía, abrían la potencialidad del terri­torio y la sostenida expansión de los mercados externos. Sobre todo, teniendo a la vista el ejemplo de los Estados Unidos, otro vasto país en el que aceleradamente se quemaban las etapas que le permitirían alcanzar un lugar de privilegio en el “concierto de las naciones”.63 Esa experiencia señalaba rum­bos y ponía de manifiesto carencias. Por eso la Constitución Nacional dictada en esos años no adjudicó al Estado nacional un rol abstracto ni una misión utópica, sino un programa muy concreto, avalado en situaciones comparables por resonantes

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éxitos, cuya realización no haría sino materializar un orden social prefigurado en las mentes más lúcidas de la época.

No es un accidente histórico que el proceso de organiza­ción nacional comenzara a transitar terrenos más firmes re­cién al promediar el siglo, precisamente cuando la distancia entre el país posible y la cruda manifestación de su atraso material se hizo más patética. La organización nacional no podía apelar únicamente a argumentos ideológicos. Si bien la gesta independentista arraigó sentimientos de nacionali­dad, al mismo tiempo exaltó un férreo localismo que se cons­tituyó en importante escollo para el afianzamiento de un or­den nacional.64 Tampoco era posible construir la unidad na­cional mediante el solo recurso de las armas, como lo demos­traban los largos años de guerras civiles. Los vínculos mate­riales sobre los que se asienta una comunidad nacional eran todavía débiles, y esa debilidad era en gran parte resultado de carencias notables.

Hemos visto que la formación de un mercado nacional, o más genéricamente, de una economía de mercado, exige como condición necesaria la convergencia y ensamble de los clásicos factores de la producción. Aunque el país era pródigo en tie­rras, su ocupación efectiva y puesta en producción exigía tra­bajo y capitales. No fue casual que el verbo “poblar” se hicie­ra sinónimo de “gobernar”, en más que un sentido simbólico.65 De nada servían las tierras ociosas; nada podía hacerse con ellas si no se contaba con fuerza de trabajo capaz de incorpo­rarlas a la producción. Aun contando con la población necesa­ria, difícilmente hubieran podido explotarse grandes exten­siones sin el auxilio de inversiones en capital fijo y tecnología que articularan la producción y la circulación. Y hasta tanto los hombres y los capitales no afluyeran a explotar los cam­pos, poblar las ciudades y construir la infraestructura física que ligara las distintas etapas del proceso económico, la socie­dad argentina no rompería su cerrado localismo ni emergería de su tradicional y mediocre nivel de existencia material. Es­to lo sabían de sobra los saladeristas entrerrianos, los produc­tores laneros de la campaña bonaerense, los viñateros de Cu­yo y los importadores porteños. También lo conocían los inte-

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lectuales y “hombres públicos” que en la época señalaron en sus discursos y escritos el programa de transformaciones que debía dar paso a un nuevo orden social.

Pero cuando en el plano institucional parecían allanados gran parte de los obstáculos que se oponían a la definitiva or­ganización nacional, las barreras de la naturaleza y la inmo­vilidad o inexistencia de recursos seguían erigiendo formida­bles escollos. Tomemos como ilustración las comunicaciones, posiblemente el eslabón más débil de los circuitos económicos de entonces. En 1863, el ministro del Interior, Guillermo Raw- son, informaba al Congreso sobre el estado de los caminos de la república en estos términos:

“Puede decirse sin exageración que en la República Argentina no hay ca­minos, si no se da ese nombre a las huellas profundas y sinuosas formadas no por el arte, sino por el ir y venir de las gentes al través de vastas llanu­ras, por en medio de los bosques o por las cumbres de las colinas y monta­ñas. En esta inmensa extensión de territorio se encuentran catorce o diez y seis ciudades separadas unas de otras por centenares de leguas, sin que jamás la mano del hombre se haya empleado en preparar las vías que de­ben servir a la comunicación entre esas escasas poblaciones. Y si la civili­zación, la riqueza y la fraternidad de los pueblos están en razón directa de la facilidad y rapidez con que se comunican, mucho debe ser el atraso, la pobreza y la mutua indiferencia de las Provincias Argentinas separadas entre sí por largas distancias, y por obstáculos naturales que apenas se ha intentado superar” (Memoria Ministerio del Interior, 1863).

El dramático tono de esta descripción no alcanza sin em­bargo a transmitir totalmente el cuadro de precariedad domi­nante.66 La inexistencia de caminos se hallaba asociada a ca­rencias de muy diversa índole, que se constituían a su vez en obstáculos para su construcción. Además de importantes pro­blemas técnicos y económicos, la realización de un camino de­pendía de que previa o simultáneamente se resolvieran pro­blemas de otra índole. Por ejemplo, la escasez de agua en cier­tas travesías exigía perforaciones en busca de aguas artesia­nas. Accidentes naturales como ríos y montañas podían re­querir la erección de puentes. A su vez, las posibilidades de in­ternarse en extensas y desoladas comarcas debían considerar

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l a c o n q u is t a d e l o r d e n y l a in s t it u c io n a l iz a c ió n d e l e s t a d o 1 37

la existencia de postas que ofrecieran albergue y facilidades para la continuación de la travesía. “Postas, correos y cami­nos eran necesidades que no atendía el gobierno...”67 Por otra parte, y aun satisfechos los aspectos técnicos de un posible ca­mino, su factibilidad económica dependía en última instancia de un probable volumen de tráfico que justificara la inversión.

Estos ejemplos ilustran una típica modalidad de eslabona­miento de la actividad social, en el sentido propuesto por Hirschman.68 Hacia “atrás”, la construcción de un camino creaba la necesidad de obras complementarias tales como apeaderos, pozos artesianos y puentes. Hacia “adelante”, abría nuevas posibilidades para la ocupación y explotación de tierras, el establecimiento de mensajerías y la formación de nuevas poblaciones. Para tomar otro ejemplo, la libre navega­ción de los ríos originaba necesidades de canalización, obras portuarias y de balizamiento, y a su vez hacía posible el transporte de pasajeros, correspondencia y carga, fomentaba la exploración de tierras (como el territorio del Chaco) e im­pulsaba la ejecución de obras que unían regiones práctica­mente desvinculadás entre sí. Sería posible construir otras cadenas o rastrear efectos secundarios a partir de cada uno de los fenómenos recién mencionados. Pero lo importante es re­flexionar sobre el sentido más profundo de estas transforma­ciones, ya que la utilización acrítica de un concepto tan suges­tivo como el de “eslabonamiento” conlleva el riesgo de trans­formar una historia rica en “accidentes” y contradicciones en un mecánico, acumulativo y, sobre todo, inevitable proceso de evolución social.

A mi juicio, ese sentido profundo de los cambios sociales ra- dica en la peculiar asociación que en cada caso se establece entre el surgimiento de una oportunidad, el desarrollo de un interés y la creación de una necesidad. Una oportunidad su­pone la presencia de una o más circunstancias favorables pa­ra el desenvolvimiento de alguna actividad o empresa conve­niente. Esta conveniencia está determinada por el beneficio probable que la actividad puede reportar a quienes la em­prendan. En la medida en que éstos perciben la oportunidad y deciden aprovecharla, desarrollan un interés, es decir, la as-

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piración a una eventual obtención de aquel beneficio. Sin em­bargo, oportunidad e interés no son condiciones suficientes para que la actividad sea encarada. Es preciso además que el interés sea materializable. Generalmente, obstáculos o caren­cias dificultan su concreción por la sola acción de los actores interesados, y crean la necesidad de superarlos. Para que “al­guien” esté dispuesto a satisfacer esa necesidad, debe a su vez tener un interés, basado quizás en la oportunidad que crea la necesidad de su contraparte, de la que también pueda derivar algún beneficio. Y así sucesivamente. Los “multiplicadores”, “eslabonamientos” o “círculos virtuosos” no son otra cosa, en­tonces, que descriptores de estos procesos de encadenamiento —y expansión— de la actividad social.

Ciertamente, estos procesos no se verificaron exclusiva­mente en la época histórica que estamos considerando. Más genéricamente, son propios de formaciones sociales capitalis­tas basadas en la acumulación, la propiedad privada y el be­neficio individual. Si procuro desentrañar su funcionamiento es debido a que en ese período se estaban constituyendo los elementos (intereses, sectores, relaciones, clases) que caracte­rizarían al capitalismo argentino. Y es esta especificidad lo que un análisis del papel cumplido por el Estado en la articu­lación de la actividad social, permitiría esclarecer.

¿En qué sentido fue el Estado argentino un factor de arti­culación social? Aunque la pregunta remite a la esencia, a la definición misma, del concepto de Estado, lo que aquí intere­sa es establecer las modalidades específicas de esa articula­ción. Es indudable que a partir de 1862, el Estado nacional tuvo un papel preponderante en la creación de oportunida­des, la generación de intereses y la satisfacción de necesida­des que beneficiaron a regiones, sectores y grupos sociales ca­da vez más amplios. Pero el hecho saliente es que estas for­mas de intervención penetraban efectivamente la sociedad, convirtiendo al Estado en un factor constituyente de la mis­ma y a su acción en un prerrequisito de su mutua reproduc­ción. Es decir, este aspecto de la actividad estatal sirvió no solamente para unir las piezas sueltas de una sociedad nacio­nal aún en ciernes, sino además para establecer una vincula­

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ción efectiva entre esa sociedad y el Estado que la articulaba. Como en definitiva constituirse en instancia de articulación de relaciones sociales es la razón de ser del Estado, esta for­ma de intervención tendía a afirmar su legitimación y viabi­lidad institucional. O sea, el reconocimiento social de su in­dispensabilidad, y el suministro de los apoyos y recursos ne­cesarios, para reproducir el patrón de relaciones que su pro­pia intervención conformaba.

No olvidemos, sin embargo, que la penetración material fue sólo una de las formas en que el Estado intentó extender su control sobre la sociedad. Por eso quizá convenga marcar algunos de sus rasgos distintivos. Al referirme a esta forma de penetración sugiero una modalidad de control social basa­da en la capacidad exclusiva —no compartida por ningún otro agente social— de crear, atraer, transformar, promover y, en última instancia, ensamblar los diferentes factores de la producción, regulando sus relaciones. En este sentido, la pe­netración material comparte con la cooptativa y la ideológica un común fundamento consensual, aun cuando este consenso tiene en cada caso referentes distintos: el interés material, el afán de poder o la convicción ideológica. En cambio, la pene­tración represiva implica la aplicación de violencia física o amenaza de coerción, tendientes a lograr el acatamiento a la voluntad de quien la ejerce y a suprimir toda eventual resis­tencia a su autoridad. El mantenimiento del orden social se sustenta aquí en el control de la violencia, a diferencia de lo que ocurre con las otras formas de penetración, en que el or­den se conforma y reproduce a partir de “contraprestaciones” o beneficios que crean vínculos de solidaridad entre las par­tes que concurren a la relación, consolidando intereses comu­nes y bases de posibles alianzas. La penetración cooptativa intenta ganar adeptos a través de la promesa o efectiva con­cesión de alguna suerte de beneficio conducente a incorporar nuevos grupos o sectores a la coalición dominante. La pene­tración ideológica reviste la represión desnuda o los intereses individuales de un barniz legitimante, tendiente a convertir la dominación en hegemonía, el beneficio particular en inte­rés general.

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Claro está que estos beneficios y contraprestaciones, en tanto están dirigidos a ciertos sectores de la sociedad, impli­can a menudo privilegios que, por oposición, condenan a otros sectores indirectamente perjudicados a una existencia econó­mica, cultural o políticamente marginal. Por eso la represión y las formas más consensúales de penetración son procesos si­multáneos: ganar aliados da lugar muchas veces a ganar tam­bién enemigos, y el “progreso” en el que se enrolan los unos exige el “orden” que debe imponerse sobre los otros.

El revisionismo histórico argentino se ha preocupado a me­nudo de reivindicar sectores, actividades o regiones que fue­ron desplazados por el incesante desarrollo de las fuerzas pro­ductivas que acompañó el avance del capitalismo, y que el concurso del Estado contribuyó a materializar. La nostálgica evocación del boyero, del rústico tejedor, del indio de la tolde­ría, del gaucho errante, en fin, de esa extensa galería huma­na que tipificó en la conciencia de las “clases acomodadas la barbarie y el atraso, no pasa sin embargo de ser un ejercicio sensiblero y en buena medida estéril.69 No resulta útil para comprender la dinámica del proceso que transformó a esa so­ciedad, creando redes de relación, homogeneizando intereses, originando nuevos sectores de actividad, relegando a otros, constituyendo, en fin, las bases materiales de una nación, un sistema de dominación y un nuevo modo de producción. Este es, en esencia, el sentido que tuvieron las formas de penetra­ción estatal que denomino materiales, y que junto a la repre­sión, la cooptación y la manipulación ideológica contribuyeron a crear un nuevo orden.

No obstante, soy consciente de que esta abstracta observa­ción deja pendiente un análisis más minucioso del funciona­miento de este mecanismo de penetración. Por ello, aunque sin pretender ceñirme a una historia rigurosa, intentaré una interpretación matizada con algunas ilustraciones.

Nada mejor que la propia visión de los protagonistas para expresar el sentido de la acción del Estado en este terreno:

“...la situación de la República exige un pronto y saludable remedio á la miseria que la abruma. Todos los espíritus están ajitados por la presión de necesidades no satisfechas; el orden, el respeto á las Autoridades constitui­

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das se mantienen tan solo por la virtud de los pueblos y por el prestigio que el nuevo Gobierno Nacional debe á la grandeza de su orijen y á la sanidad probada de sus intenciones: empero hay fuerzas irresistibles que obran en el seno de las sociedades y que las precipitan á veces en abismos descono­cidos, cuando la previsión de los Gobiernos no se anticipa á preparar el re­medio de los males, dando dirección saludable á esa vitalidad exuberante y peligrosa. Tal es la situación de la República en mi concepto, y pienso que es necesario ganar meses y días al tiempo para presentarles algo que los aliente en su abatimiento, que los conforte en su miseria, que moralice sus sentimientos y los encamine al bien y á la prosperidad común” (Memoria Ministerio del Interior, 1863).

Tales conceptos, expresados a poco de formalizada la orga­nización nacional, tenían un evidente contenido programáti­co, aun cuando las circunstancias que los motivaran fueran bastante específicas.70 El desorden era tam bién visto como producto de la miseria y, si el progreso requería orden, tam­bién el orden requería progreso. Es decir, el progreso era un factor legitimante del orden, por lo que la acción del Estado debía anticiparse a resolver un amplio espectro de necesida­des insatisfechas que “agitaban los espíritus” y amenazaban destruir una unidad tan duramente conseguida.

¿Pero qué necesidades? Cuando “todo estaba por hacerse” —como es frecuente leer en los escritos de la época— ¿cómo fi­jar prioridades si el nuevo gobierno ni siquiera conocía el ver­dadero estado del país? Lo primero, entonces, era tomar con­ciencia sobre la real envergadura de los problemas enfrenta­dos, de las oportunidades desaprovechadas, de las aspiracio­nes, necesidades e intereses despertados a partir de las nue­vas circunstancias que dominaban la escena político-institu­cional de la sociedad argentina. Un nuevo diálogo comenzaría así a entablarse entre representantes de un Estado, convenci­dos del inexorable destino de progreso del país, y los agentes sociales que intuían los mecanismos que podían concretarlo. Por eso no es extraño que una de las primeras medidas adop­tadas en todos los ramos de la actividad del gobierno fuera es­tablecer contacto con los gobernadores provinciales recabando información sobre los aspectos más elementales de la vida de una comunidad: producciones predominantes, estado de los caminos, facilidades acordadas a la inmigración, situación de

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la educación, capacidad de convocatoria de milicias y así su­cesivamente. En este sentido, los gobiernos provinciales asu­mieron inicialmente un claro papel de voceros de los intereses económicos de sus respectivas localidades, dada la ausencia de otros mecanismos de representación, tales como partidos u organizaciones corporativas.

Si bien los informes de gobernadores y la nutrida corres­pondencia y contactos mantenidos con representantes del go­bierno nacional permitían, en general, contar con un elemen­tal cuadro de situación, gran parte del papel articular cumpli­do por el Estado nacional se efectivizó a partir de una comple­ja red de interacciones entre “empresarios” estatales e indivi­duos o sectores interesados. Resultaría difícil establecer a qué parte correspondió la mayor proporción de iniciativas. Pero lo cierto es que las condiciones creadas por el nuevo proceso ins- titucionalizador produjeron una intensa movilización de em­presarios, profesionales, intermediarios políticos (o “influyen­tes”) y unidades estatales, dispuestos a explorar y explotar las oportunidades creadas por el propio proceso, poniendo en jue­go todos sus recursos.

Desde el punto de vista de la acción estatal, esto supuso echar mano a diversos mecanismos: 1) la provisión de medios financieros y técnicos para la ejecución de obras o el suminis­tro de servicios; 2) el dictado de reglamentos que introdujeran regularidad y previsibilidad en las relaciones de producción e intercambio; 3) la concesión de beneficios y privilegios para el desarrollo de actividades lucrativas por parte de empresarios privados; y 4) el acuerdo de garantías —tanto a empresarios como a usuarios— sobre la rentabilidad de los negocios em­prendidos con el patrocinio estatal, la ejecución de las obras y la efectiva prestación de los servicios. En la realidad, estos di­versos mecanismos se confundían muchas veces en un mismo caso, tal como ocurriera por ejemplo con la construcción y ex­plotación de ferrocarriles. Pero la distinción analítica permite en todo caso mostrar la variedad de manifestaciones de la pre­sencia articuladora del Estado.

En general, y sobre todo antes de que comenzaran a afluir los empréstitos directos al gobierno nacional, los recursos fi­

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nancieros movilizados por el Estado se orientaron hacia la ejecución de pequeñas obras de infraestructura y el estable­cimiento de ciertos servicios regulares. Durante la presiden­cia de Mitre se suscribieron numerosos contratos con empre­sarios privados para la construcción de caminos, la erección de puentes, el transporte de correspondencia, la mensura de tierras, etc.71 Habitualmente, las contrataciones eran prece­didas por estudios técnicos a cargo de ciertos funcionarios cu­ya misión encerraba, en germen, funciones que serían más tarde asumidas por unidades burocráticas especializadas. Un Inspector de Postas y Caminos o un Ingeniero Nacional (como los Visitadores de Aduana o los Inspectores de Educa­ción, en otros ramos) eran verdaderos empresarios estatales, hombres de gran versatilidad acostumbrados a recorrer el país y a enfrentar toda suerte de obstáculos. Su juicio era por lo general decisivo para poner en marcha un proyecto o con­cluir una negociación.

También fue evidente la influencia de estos “Adelantados” estatales en la confección de los diversos reglamentos que in­tentaron introducir orden en ciertas transacciones y activi­dades sometidas, como tantos otros aspectos de la vida del país, a la anarquía y al abuso. Por ejemplo, mediante el de­creto del 30 de octubre de 1862, el flamante gobierno regla­mentó el servicio de postas garantizando la regularidad de su prestación y la propiedad de los empresarios.72 De la misma manera, expidió una serie de importantes disposiciones ten­dientes a organizar un servicio de correos, reglamentando el funcionamiento de oficinas, la seguridad de la corresponden­cia y las responsabilidades emergentes del desempeño de funciones vinculadas a este ramo. También se requirieron in­formes a los gobernadores sobre los patrones de pesas, medi­das lineales y de capacidad empleadas en cada provincia, en previsión de que su falta de uniformidad dificultaría la deli­ncación de tierras públicas, el establecimiento de ferrocarri­les o la rectificación y mensura de caminos. Algunos años más tarde se reglamentaría un sistema uniforme de pesas y medidas para todo el país.

Cuando los recursos financieros y técnicos de que podía

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disponer el Estado resultaban insuficientes para encarar ciertos proyectos; o cuando la iniciativa privada descubría nuevas áreas de actividad económica potencialmente lucra­tivas, se apelaba habitualmente al mecanismo de la conce­sión estatal para la disposición de bienes o la explotación de servicios. El ejemplo quizá más difundido es el de concesión para la construcción y explotación de ferrocarriles. Sin em­bargo, vale la pena utilizar precisamente este ejemplo para examinar con algún detenimiento ciertos aspectos poco cono­cidos del mecanismo de concesión, aunque fundamentales para entender los patrones de vinculación que comenzaban a establecerse entre Estado y sociedad. Para ello recurriré al caso del Ferrocarril Central Argentino, uno de los primeros grandes proyectos encarados por el gobierno nacional bajo este sistema.73

Una ley de setiembre de 1862 autorizó al Poder Ejecutivo a contratar la construcción de un ferrocarril de Rosario a Córdoba, estableciendo las bases y condiciones a las que de­bía ajustarse el contrato. El proyecto ya venía siendo objeto de negociaciones desde hacía ocho años con el representante de un consorcio de capitalistas ingleses, William Wheel- wright. Dictada la ley, el Ministerio del Interior quedó encar­gado de proseguir las tratativas con este empresario, que en su afán de resultar adjudicatario del proyecto había iniciado por su cuenta algunas obras. Sin embargo, apartándose de las condiciones fijadas por la ley, Wheelwright exigía para firmar el contrato un acuerdo sobre cinco puntos: 1) la cesión de una legua de terreno a cada lado y en toda la extensión de la línea, con algunas excepciones; 2) la fijación del capital ga­rantido en 6400 libras por milla74; 3) la fijación de los gastos de explotación en un 45% de los ingresos brutos; 4) un míni­mo de 15% de beneficio neto antes de que el gobierno pudie­ra intervenir en las decisiones sobre tarifas; y 5) la exención de la garantía o caución pecuniaria a que el contratista esta­ba obligado por la ley.

Las propuestas, contrapropuestas y recursos arguméntales empleados por cada parte en el curso de las tratativas, fueron mostrando la variedad de intereses representados, la capaci­

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dad negociadora de cada una y, sobre todo, el poder relativo de los recursos puestos en juego. Finalmente, apelando al decisi­vo argumento de que si no se cumplían sus condiciones no po­dría levantar en Inglaterra los capitales necesarios para la empresa, Wheelwright obtuvo satisfacción a todas sus deman­das. Claro está que en el ínterin, el ministro Rawson había mantenido negociaciones paralelas sin resultado positivo. Otros dos empresarios londinenses, Smith y Knight, presen­taron al ministro una oferta aun más leonina que la de Wheelwright. También un conocido comerciante de Rosario, Aarón Castellanos, peticionó ante el ministro a nombre de va­rios empresarios y propietarios de esa ciudad, proponiendo encuadrarse en las condiciones fijadas por la ley, pero sin ofre­cer garantías pecuniarias ni convencer demasiado a Rawson de que podría emprender la obra levantando en el país y en Europa los capitales necesarios.

Si bien es cierto que la aceptación de las condiciones de Wheelwright se fundaba en gran parte en la ausencia de al­ternativas, también es cierto que este último utilizaba un ar­gumento contundente: si no se cedían a la empresa las tierras al costado de las vías (punto central de la controversia), la es­peculación la harían de todos modos los particulares, sin exis­tir ninguna garantía de que ello condujera a la colonización de esas tierras. La empresa, en cambio, colonizaría planificada- mente. Ello aumentaría el tráfico y las ganancias de la empre­sa, lo cual disminuiría el importe de las garantías por las que el gobierno respondía hasta cubrir la rentabilidad mínimaacordada.75

Anunciando la firma del contrato a los gobernadores de provincia, el ministro del Interior solicitaba su colaboración para que se suscribiera a la empresa el mayor número de per­sonas, con capitales grandes o pequeños, señalando que este ferrocarril era el primer paso, “la base de un plan de ferroca­rriles argentinos”. Agregaba que la obra reportaría ventajas a los pueblos y a los individuos, “acreciendo la prosperidad del Litoral de la República, y haciendo participar de ella al inte­rior, fomentando en las provincias mediterráneas nuevos gér­menes de prosperidad y de riqueza” que asegurarían la paz y

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la harían “fecunda y gloriosa en el sentido del progreso” (Me­moria Ministerio del Interior, 1863).

El vaticinio ministerial no era infundado. El país había co­menzado a experimentar el impacto de los “caminos de fierro”, cuya extensión crecería a un ritmo vertiginoso,76 modificando radicalmente la estructura espacial y económica del país. En este contexto, fueron muy pocos quienes lograron percibir los efectos negativos que podría acarrear la particular configura­ción adquirida por el desarrollo de los ferrocarriles, incluso en aquellas regiones destinadas a padecer tales efectos con mar­cada intensidad.77

Sin caer en simplificaciones ni catalogar al ferrocarril, sin más recaudos, como un agente destructor y empobrecedor que contribuyó a quebrar un supuesto desarrollo económico autó­nomo —lento pero armónico— en algunas regiones del país, corresponde señalar que en algunos casos, como en Santiago del Estero, las expectativas que rodearon su llegada no fueron satisfechas. En general, los ferrocarriles nunca llegaron a in­tegrar a las viejas poblaciones en las provincias interiores, normalmente asentadas en terrenos apenas aptos para la subsistencia. En muchos casos las vías férreas atravesaron zonas desérticas, creando estaciones efímeras que terminaron por aislar a las poblaciones asentadas en su derredor. El aba­ratamiento del costo de los fletes, que en teoría acompañaba al trazado de la red ferroviaria, poco significó en estos casos. Los pueblos que fueron virtualmente “esquivados” tuvieron que ejercer serias —y a menudo infructuosas— presiones pa­ra lograr el beneficio del algún ramal tardío.

El manejo relativamente discrecional de las tarifas sirvió, además, como un instrumento clave para favorecer o perjudi­car el desarrollo de las diferentes regiones del país. Denun­ciando el supuesto incumplimiento de los términos de las con­cesiones en materia tarifaria, señalaba el diputado Osvaldo Magnasco en 1887:

“Han servido (los ferrocarriles) como los elementos legítimamente espera­dos, o por el contrario han sido obstáculos serios para el desarrollo de nuestra producción, para la vida de nuestras industrias y para el desenvol­vimiento de nuestro comercio. (...) Ahí están las provincias de Cuyo, por

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ejemplo, víctimas de tarifas restrictivas, de fletes imposibles, de imposicio­nes insolentes, de irritantes exacciones, porque el monto de esos fletes es mucho mayor que el valor de sus vinos, de sus pastos y de sus carnes (...) Ahí están Tucumán, Salta y Santiago...”.78

Puede sostenerse, entonces, que el impacto del ferrocarril fue desigual, jugando en el Litoral un rol articulador que con­trasta con el disímil papel cumplido en el interior. Los ferro­carriles crearon, sin duda, un mercado interno nacional, pero sobre todo posibilitaron la explotación de la Pampa húmeda, generaron un alza inédita en el precio de la tierra y contribu­yeron, de este modo, a la consolidación de los terratenientes pampeanos como clase hegemónica.79

Desde esta perspectiva más matizada, es evidente que los juicios contemporáneos sobre el “entreguismo” y los “vendepa­trias” — que, sin duda, también existieron— pasan por alto tanto los factores contextúales y circunstanciales que restrin­gían la capacidad de acción de los agentes estatales, como la complejidad de los intereses mediatos e inmediatos que inter­venían en sus decisiones. Sobre todo, la urgencia de acelerar la formación de un mercado nacional y hacer sentir, en ese mismo proceso, la presencia articuladora del Estado.80

Un último punto, que también requiere alguna reflexión, es el que se refiere a la garantía estatal de que las relaciones articuladas con su auspicio se perfeccionarían bajo cualquier circunstancia. En este particular sentido, la noción de “garan­tía” asumía un significado mucho más lato. La garantía del Estado estipulada en un contrato de concesión no se limitaba a la asunción de un compromiso teórico ni a la eventual efec- tivización de compensaciones monetarias. Muchas veces exi­gía una participación intensa y protagónica en el suministro de bienes, servicios y regulaciones que formalmente podía o no corresponderle efectuar, pero cuyo compromiso no podía re­huir. Por ejemplo, en la concesión del Ferrocarril Central Ar­gentino, el gobierno nacional intervino activamente en el trá­mite de expropiación y transferencia de tierras provinciales a la compañía propietaria, en virtud del contrato de concesión. Ello supuso presionar a los gobernadores, urgir a los comisio­nados nacionales encargados de las expropiaciones, tranquili-

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zar al director residente de la empresa, pasar por alto exigen­cias especulativas de los propietarios de tierras o asumir cos­tos inesperados.81

La garantía funcionaba no sólo hacia los concesionarios, si­no también hacia los gobiernos provinciales y los particulares. Por ejemplo, el Estado nacional se responsabilizaba de que el ferrocarril funcionaría con regularidad, comodidad y seguri­dad. Para ello enviaba inspectores nacionales a examinar las vías y construcciones para determinar si se estaba en condi­ciones de habilitar el servicio, sin perjuicio de los informes re­mitidos por los técnicos de la empresa. Recogía, por otra par­te, las quejas de los gobiernos provinciales y daba traslado de las denuncias a la empresa, asumiendo de este modo otra for­ma de garantía.82

También el Estado se constituía en vocero de los accionis­tas del país (incluido el propio gobierno nacional) ante la em­presa del ferrocarril, ejerciendo su representación en las asambleas, denunciando la paralización de obras, exigiendo su continuación, planteando la reducción de tarifas para ha­cer accesible el tráfico, o requiriendo el poblamiento de las tie­rras entregadas como condición contractual. Excediendo in­cluso sus compromisos, llegó a darse el caso de que el Estado acudiera en auxilio de la empresa ante dificultades coyuntu- rales de financiamiento.83

Otro interesante ejemplo de garantía puede hallarse en la actitud del gobierno nacional frente a la Colonia del Chubut, que inmigrantes galeses habían establecido en la Patagonia. Ante las graves dificultades iniciales enfrentadas por los colo­nos, derivadas de la pobreza de las tierras, la falta de agua y la escasez de todo elemento necesario para asegurar la subsis­tencia, el gobierno asignó en un comienzo la suma de 4000 pe­sos fuertes. Más tarde, ante el riesgo de que los colonos no contaran con provisiones mínimas (por subsistir las condicio­nes iniciales), acordó un subsidio mensual de 700 pesos fuer­tes para víveres. En cierto momento, frente al riesgo de que se eternizara el subsidio, comisionó a M. Alvarez de Arenales a inspeccionar el estado de la colonia y sus perspectivas.84 Fi­nalmente, en 1867 Mitre resolvió continuar con una subven-

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ción de 400 pesos fuertes, a condición de que los colonos per- manecieran en el establecimiento

Puede apreciarse entonces la multiplicidad de los compro- mtsos asumidos por el Estado. Se garantizaban los capitales en su rend.rn.ento, la fuerza de trabajo en su reproducción y la tierra en su posesión. Lucro, energía y propiedad. Tres fuerzas de cuya deb.da articulación dependía el progreso.

Quisiera destacar finalmente, que una importante conse­cuencia de estas modalidades de penetración del Estado fue el papel -directo o indirecto- que comenzó a cumplir como empleador de fuerza de trabajo y formador de un extenso sec­tor de contratistas e intermediarios. En el primer aspecto no me refiero solamente al personal directamente empleado por el Estado, sino además al constituido por asalariados y tra­bajadores no permanentes indirectamente retribuidos me- dmnte fondos públicos. Es decir, me refiero a la capacidad del Estado para generar socialmente nuevas oportunidades de trabajo asalariado, extendiendo así las relaciones de produc- cion capitalistas. F

esteírnaqbaeiotT POng9'N1; de afl°S el período o m in a d o ensueltos q Kr™ nar a‘gUnaS «■'«estancias y datos sueltos observables a comienzos de la década del 80, que per-” nMoens trde ' * 7 ^ i que parece haber tenido este desconocido aspecto de la acción del Estado En elsWentfn aper,tUra de sesi°nes del Congreso de 1883, el pre-rrües L T ^ “ la “ " - ‘ «icción de diez ferroca­rriles nacionales, provinciales y particulares (en ultima ins­tes''Este ññntlZad°S P° r 61 EStad0) “ «npleaban 14.500 obre- lM r !fc nu" lcro pnopu-'i-na una pauta importante para eva-baio teta, ñf Pf ° qUf tenia’ d“ ‘ ™ d- 1« floten de tra-en las inn Pers °nál empleado por contratistas del Estado en las innumerables obras financiadas por los gobiernos na-

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el estudio de la topografía, medición y subdivisión de las nue­vas tierras conquistadas; las tareas de estibaje portuario, las obras de defensa de terrenos bajos; o la construcción de obras de infraestructura en las cabezas de los nuevos territorios na­cionales.85

Si bien no es posible aventurar cifras, estas referencias re­flejan al menos la enorme gravitación que la presencia mate­rial del Estado comenzó a tener en esta crucial etapa formati- va de la sociedad argentina.

P e n e t r a c ió n id e o l ó g ic a

A diferencia de las modalidades consideradas hasta ahora, la penetración ideológica apeló a mecanismos mucho más su­tiles, a veces subliminales. Mecanismos que, operando sobre un campo de percepciones, valores, actitudes, representacio­nes y comportamientos sociales claramente asociados a los sentimientos de pertenencia a una comunidad nacional, ten­dieran a legitimar el nuevo patrón de relaciones sociales que se venía conformando.

La penetración ideológica, junto con la cooptación y las di­versas formas de penetración material del Estado, contribu­yeron a crear la base consensual sobre la cual podía construir­se un sistema de dominación. Si bien, inicialmente, el Estado nacional se había edificado fortaleciendo principalmente su aparato represivo, ningún sistema de dominación estable po­día sobrevivir sin consolidar, a la vez, un consenso más o me­nos generalizado acerca de la legitimidad del nuevo orden. Después de todo, combinaciones variables de coerción y con­senso han sido siempre las bases de sustentación de cualquier esquema de dominación política.

Si bien la penetración ideológica del Estado nacional impli­ca lograr que en la conciencia ordinaria de los miembros de una sociedad se instalen ciertas creencias y valores hasta con­vertirlos en componentes propios de una conciencia colectiva, es preciso diferenciar dos aspectos distintos de este proceso. Por una parte, la creación de una conciencia nacional, es de­cir un sentido profundamente arraigado de pertenencia a una sociedad territorialmente delimitada, que se identifica por

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una comunidad de origen, lenguaje, símbolos, tradiciones, creencias y expectativas acerca de un destino compartido. Por otra, la internalización de sentimientos que entrañan una ad­hesión “natural” al orden social vigente y que, al legitimarlo, permiten que la dominación se convierta en hegemonía.

Así como en el primer caso, la penetración ideológica pro­cura crear una mediación entre Estado y sociedad basada en el sentido de pertenencia a una nación,86 en el segundo pro­mueve el consenso social en torno a un orden capitalista, un modo de convivencia, de producción y de organización social que aparece adornado de ciertos atributos y valores desea­bles, tales como la libertad e iniciativa individual, la aparen­te igualdad ante la ley de empresarios y asalariados, la pro­mesa del progreso a través del esfuerzo personal o la equidad distributiva que eventualmente eliminará el conflicto social. En ambos casos, sin embargo, lo que está en juego es la capa­cidad de producción simbólica del Estado, que como se recor­dará es uno de los atributos de la estatidad que apela al con­trol ideológico como mecanismo de dominación.

En términos prácticos, resulta difícil distinguir histórica­mente estos diferentes aspectos, sobre todo porque en sus ma­nifestaciones concretas han tendido casi siempre a reforzarse mutuamente.

A título ilustrativo analizaré algunos de ellos, vinculados a las cuestiones de la educación, el control sobre el culto, el ma­trimonio civil y el servicio militar obligatorio. Cabe aclarar que estos mecanismos de concientización consiguieron perfec­cionarse especialmente después de 1880.

La educación constituyó un vehículo privilegiado en el mar­co de la estrategia de penetración ideológica del Estado. Al respecto, Tedesco sostiene que “los grupos dirigentes asigna­ron a la educación una función política y no una función eco­nómica vinculada meramente a la formación de recursos hu­manos.8' Es decir, las funciones asignadas a la educación no se limitaron a completar el proceso socializador e integrador de nuevas generaciones de argentinos dentro de los patrones culturales hegemónicos. La escuela primaria cumplía un pa­pel integrador no tanto por la difusión de valores nacionales

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tradicionales —que sin duda realizaba—, sino por la transmi. sión de valores seculares y pautas universalistas, una de cu­yas manifestaciones fue el laicismo.88

El criterio axial que lograba imponerse era el de utilizar la educación como instrumento que asegurase la gobernabilidad de “la masa”. Un pueblo embrutecido podía operar como base de maniobra de un “tirano” y, en consecuencia, ser “ingober­nable”, sin importar tanto que, en estado de relativa ignoran­cia, ese pueblo estuviera condenado a realizar magros aportes al progreso material y social del país. La educación se conce­bía más como garantía del orden que como condición del pro­greso.

Se privilegiaba, en cambio, la preparación de sujetos aptos para el manejo de las funciones burocráticas —políticas y ad­ministrativas—, desalentando la formación de recursos hu­manos idóneos para insertarse en las actividades productivas.

En el marco de un régimen político oligárquico y restricti­vo, esta concepción tendió naturalmente al elitismo y el enci­clopedismo. La creación de “colegios nacionales” y el énfasis puesto en la enseñanza media, en desmedro de la educación primaria, confirmaban el carácter elitista que inspiraba la po­lítica oficial.89

El debato en torno a la Ley 1420 (de educación común, gra­tuita, laica y obligatoria) que tuvo lugar durante el año 1883, se vinculó estrechamente con el papel de la educación prima­ria como instrumento de control social, siendo objeto de dispu­ta a quién debía corresponder este control. La política del go­bierno nacional en esta materia avanzaba hacia una exten­sión del papel del Estado, a través de la expansión del apara­to educativo nacional, una creciente centralización de las fun­ciones reguladoras y la gradual “expropiación” de atribucio­nes a la Iglesia y a otros sectores que, desde planteos “popu­lares”, le disputaban parcialmente facultades de control. Es­tos sectores advertían en el proyecto oficial un severo recorte a la autonomía de la educación, que pasaba a depender cen­tralmente del poder político. En 1883, Eduardo Wilde recono­cía la inevitabilidad del control de la instrucción pública por parte del Estado nacional.

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LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO

Los conflictos entre Estado e Iglesia respondieron, en su origen’ a causas similares relacionadas con el poder y autono- ¡nía relativa de cada parte. A diferencia de los ejemplos “clá­sicos”, en la Argentina fueron los grupos católicos quienes, partiendo de algunas propuestas extremas de integración ins­titucional planteadas en 1853, en oportunidad de dictarse la Constitución Nacional, terminaron propiciando la total sepa­ración del Estado y la Iglesia. En cambio, durante su proceso formativo, el Estado nacional no se propuso qonstituir a la Iglesia en una institución “separada” y autónoma; por el con­trario, buscó sencillamente controlarla, imaginando una fór­mula de “unión” que reforzara su dependencia material, ins­titucional e ideológica.

La influencia del positivismo tuvo mucho que ver con esta actitud. Esta corriente de pensamiento, hegemónica durante la segunda mitad del siglo XIX, reconocía y valoraba —contra lo que usualmente se supone— las funciones sociales de la re­ligión. La relación con la Iglesia tenía, para los sectores domi­nantes, un sentido eminentemente instrumental: si la Iglesia controlaba conciencias, el Estado controlaba a la Iglesia. En este sentido, resultan sumamente ilustrativos los argumentos expuestos por el diputado Onésimo Leguizamón, cuando en el debate en torno a la que sería Ley 1420, se oponía al proyec­to católico en estos términos:

“La educación no es un asunto puramente doméstico o religioso, que afec­ta solamente a las conciencias o a las familias; es un asunto que se relacio­na directamente con la vida social y política de la entidad nacional. (...) La influencia de la educación es un medio de gobierno, es un medio de poder sobre las sociedades y, tal vez, este es el único secreto porque todos los po­deres se han disputado, en todas las épocas, el derecho exclusivo sobre la educación (...), es el poder que en cada nación es responsable de los desti­nos del pueblo llamado a educarse. (...) Si la educación es un medio de di­fundir las nociones elementales de su gobierno, una nación cometería el ac­to más contrario a sus propios intereses dejando que fuesen enseñados con entera libertad doctrinas y principios tendientes a derribar las institucio­nes que se ha dado... . Cámara de Diputados, Diario de Sesiones, 4 de ju­lio de 1883, tomo I, pp. 478-485. Citado en Cristina San Román, Roca y su tiempo, Buenos Aires, CEAL, 1983, pp. 52-55.

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Las relaciones entre Estado e Iglesia también se vieron afectadas por el proyecto oficial que instituía el matrimonio civil. Los antecedentes de esta institución en la Argentina se remontan a una ley promulgada por el gobernador santafeci- no Nicasio Oroño hacia 1867. Dos años más tarde se aproba­ba el Código Civil redactado por Vélez Sarsfield, que estable­cía el matrimonio religioso. Sin embargo, los cambios que se venían produciendo en la estructura económica y social del país impulsaban, entre otras iniciativas, reformas en la insti­tución matrimonial. El movimiento de bienes y personas im­primía un dinamismo inédito a la sociedad, creando en la éli­te gobernante la necesidad de instrumentar, en materias vin­culadas con el matrimonio, mecanismos de control que la Igle­sia ya no estaba en condiciones de ejercer ni garantizar.

La ley de matrimonio civil fue aprobada en 1888.90 Pese a que establecía definitivamente el control civil de esta institu­ción, la ley presentaba claras limitaciones. Por ejemplo, no se apartaba en lo sustancial de las concepciones tradicionales so­bre la familia, en particular con respecto al rol de la mujer, a la que negaba facultades para disponer de sus bienes, para ce­lebrar contratos y contraer obligaciones, ratificando así la au­toridad del pater.

Los debates en torno a la ley pusieron de manifiesto el fuerte arraigo de concepciones ultramontanas y los diversos puntos de contacto entre los sectores más reaccionarios de la sociedad y algunos miembros de la elite gobernante. La defen­sa de la familia autoritaria y tradicional, la clara reivindica­ción del modelo procreativo y la necesidad de garantizar un papel subordinado para la mujer expresaban, en última ins­tancia, la adhesión a un modelo de sociedad que no siempre generó contradicciones insalvables entre los hombres del “progreso” argentino.

El matrimonio civil era considerado como una institución cuya función básica era “darle hijos al Estado”. El debate de fondo giraba en torno a la familia, concebida como célula social básica, como el sólido pilar de un ordenamiento social conside­rado deseable. Como en otros casos, las concepciones liberales cedieron ante el temor de que los efectos inesperados de cier­

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tas leyes más avanzadas acabaran por trastocar el orden cons­tituido. El orden volvía a prevalecer sobre el progreso.

Como última ilustración de las modalidades de penetración ideológica del Estado nacional, me referiré a la institución del servicio militar obligatorio. Si bien en un primer análisis el tema podría vincularse más cercanamente con la modalidad de penetración represiva del Estado, una reflexión más pro­funda permite observarlo como un poderoso mecanismo de so­cialización y adoctrinamiento. ¡

El antecedente más lejano del servicio militar obligatorio fue la “Guardia Nacional”, creada después de Caseros. Duran­te la presidencia de Juárez Celman se introdujo un sistema de sorteos para la conformación de la Guardia91 y en 1895, en el contexto de los conflictos limítrofes con Chile, se dictaron nor­mas que imponían la convocatoria obligada a todos los argen­tinos nativos que hubieran alcanzado los 20 años de edad.92 Finalmente, en 1902, La Ley 4031 (también llamada Ricche- ri) estableció el servicio militar obligatorio.

Si bien esta innovación institucional formaba parte del conjunto de medidas destinadas a perfeccionar los mecanis­mos represivos frente a la necesidad de garantizar la sobera­nía nacional, permitía satisfacer a la vez otro tipo de exigen­cias derivadas del mantenimiento del orden interior. Hacia fi­nes de siglo y comienzos del actual, el dinamismo e incesante transformación de la sociedad argentina había generado dife­rentes focos de conflictividad, formas de cuestionamiento po­lítico y de acción colectiva que, como nunca en el pasado, preo­cupaban seriamente a los sectores dominantes.

El nuevo ejército creado por Roca durante su segunda pre­sidencia, y el servicio militar obligatorio que alimentó sus contingentes, nacieron en el contexto de la “huelga general” y la “ley de residencia”, pero sus fundamentos no fueron pura­mente represivos. La faz coercitiva del aparato militar se complementaba, por la vía de la conscripción obligatoria, con un poderoso mecanismo de penetración ideológica y control social claramente percibido por los responsables del proyecto.

Nada mejor, para comprobar esta aseveración, que las pa­labras del propio coronel Pablo Riccheri, cuando en el debate

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parlamentario en torno a su proyecto de organización del ejér­cito sostenía lo siguiente:

“Un ejército que renueva así, periódicamente, recibiendo en su seno una porción notable de la mejor población del país, y que le devuelve en cam­bio cada año un contingente de soldados licenciados, preparados, (...) echa todos los diez años en la masa popular, cerca de un millón de buenos ciu­dadanos, y éste es un poderoso instrumento de moralización pública.”93

Concebido como un riguroso rito de pasaje, el servicio mili­tar venía a cumplir fines similares a los contemplados en la Ley General de Educación y, en más de un sentido, la comple­mentaba. Luego de pasar por las filas del ejército, el proyecto oficial preveía que los jóvenes conscriptos serían “devueltos” a sus hogares expurgados de todo sentimiento contestatario y convertidos en “elementos de moralización pública”.

Pero además, el pasaje por las filas podía constituirse tam­bién en un instrumento de homogeneización étnica —el míti­co “crisol de razas” imaginado por los hombres del 80— fren­te al carácter aluvional que adquiría la población a medida que se extendía el proceso inmigratorio.

Este argumento se sumaba al expuesto anteriormente, cuando el ministro de Guerra Riccheri retomaba la palabra en la siguiente sesión del debate parlamentario:

“...hay un deber de parte de los gobernantes de este pueblo, y es tratar de refundir en una sola todas las razas que representan los individuos que vienen a sentarse al hogar del pueblo argentino (...) Ante todo, según nues­tro entender, el servicio obligatorio va a acelerar la fusión de los diversos y múltiples elementos étnicos que están constituyendo a nuestro país en forma de inmigraciones de hombres, porque no se nos negará que el respe­to, sino el amor a la misma bandera, la observancia de la misma discipli­na, y quizá los mismos sinsabores, los mismos peligros, asaz poderosos pa­ra realizar esa fusión de nacionales y extranjeros, de que tanto necesita­mos, para llegar de una vez al tipo que nos tiene señalado el destino .94

La carga simbólica internalizada durante el pasaje por las filas completaba un proceso de socialización que se deseaba uniforme, de modo de “argentinizar” o nacionalizar más veloz­mente a los hijos de una población de orígenes, lenguas y tra­

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diciones heterogéneas. La fusión, la homogeneización, el cri­sol de razas también convertiría a esos hombres en ciudada­nos previsibles. Rituales y símbolos —en síntesis, instrumen­tos de penetración ideológica— contribuyeron a “modelar”, en su sentido estricto, esas conciencias. La idea de un destino co­mún, la sacralización de la familia como célula básica y ámbi­to natural de convivencia, la construcción de un disciplinado “nosotros”, la adhesión a los justamente llamados “símbolos patrios” —a través del juramento a la bandera,<la entonación del himno nacional o el lucimiento de una escarapela durante las festividades patrias— fueron algunos de los mecanismos de los que se valió el Estado para crear en la conciencia ordi­naria de los ciudadanos la convicción de que el orden institui­do coincidía con un orden legítimo y deseable.

C r is t a l iz a c io n e s in s t it u c io n a l e s

Como contrapartida de estos avances sobre la sociedad ci­vil, en el ámbito del propio Estado nacional también comenza­ban a producirse cambios notables. Su aparato burocrático y normativo, correlato manifiesto de la dominación estatal, ex­perimentaba permanentes transformaciones que no hacían si­no marcar el ritmo y el carácter que adquiría su intervención social. La descentralización del control, condición inseparable de la centralización del poder, implicaba diferenciar organis­mos, especializar funciones, desagregar y operacionalizar de­finiciones normativas abstractas, sin perder de vista la nece­sidad de coordinar e integrar la actividad desplegada por un sistema institucional crecientemente complejo. Estas cristali­zaciones de la penetración estatal no eran más que momentos en el proceso de adquisición de uno de los atributos esenciales de la estatidad: la emergencia de un conjunto funcionalmente diferenciado de instituciones públicas relativamente autóno­mas respecto de la sociedad civil, con cierto grado de profesio- nalización de sus funcionarios y de control centralizado sobre sus actividades.

La precariedad de este aparato al comenzar el gobierno de Mitre95 contrasta con la relativa consolidación alcanzada sólo dos décadas más tarde, cuando cuerpos de ejército se hallaban

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distribuidos a todo lo largo del país y efectivos de la armada y prefectura patrullaban costas y ríos interiores; colegios nacio­nales, escuelas normales y numerosas escuelas primarias es­tatales funcionaban en capitales de provincia, territorios y co­lonias; más de 400 oficinas postales y más de 100 de telégra­fo se habían instalado en todo el país, además de sucursales del Banco Nacional, tribunales de la justicia federal, delega­ciones de la policía federal y médicos nacionales de sanidad; vastos territorios eran atravesados por ferrocarriles del Esta­do, que previsiblemente alcanzaban los puntos más extremos del país; cuadrillas de obreros construían las obras públicas más diversas (u.g. puentes, caminos, edificios públicos, di­ques, puertos, balizamientos, tendido de rieles, de hilos y pos­tes telegráficos); colonias oficiales eran sostenidas por el go­bierno en provincias y territorios, así como hoteles destinados a alojar a la creciente ola inmigratoria; y el departamento de agricultura distribuía plantas y semillas en todo el territorio. El Estado nacional se había convertido en el núcleo irradiador de medios de comunicación, regulación y articulación social, cuya difusión tentacular facilitaba las transacciones económi­cas, la movilidad e instalación de la fuerza de trabajo, el des­plazamiento de las fuerzas represivas y la internalización de una conciencia nacional.

Pero el simple contraste de dos momentos históricos puede sugerir una evolución lineal y una predeterminación exitista poco fieles a los hechos. Ya he señalado que en los primeros años de la organización nacional, la imposición de un poder territorial efectivo se hallaba restringida no solamente por un pasado reciente —y una realidad todavía vigente— de autono­mías localistas, sino también por la precariedad de recursos con que el gobierno nacional podía aspirar a articular un sis­tema de dominación alternativo.

El aparato institucional que surgía en esos primeros años era, esencialmente, un aparato militar. La burocracia estatal estaba constituida principalmente por los organismos cas­trenses, que empleaban alrededor de tres cuartas partes del total de personal a cargo del Estado nacional. Fuera de un re­ducido conjunto de organismos centralizados en Buenos Aires,

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el gobierno sólo contaba con un ramillete de pequeñas unida­des administrativas esparcidas a lo largo de las fronteras y en las principales poblaciones del interior, heredadas en su ma­yoría de la Confederación. Todavía a fines de los años 60, el personal civil se distribuía entre unos pocos establecimientos de enseñanza, las oficinas de correos y telégrafos, la construc­ción y operación de ferrocarriles nacionales, el departamento de ingenieros, las oficinas de inmigración, de estadísticas, de patentes, de agricultura, y el conjunto de dependencias de rentas, aduana, contabilidad y tesorería.96

En estas condiciones, el gobierno nacional no sólo era “huésped” poco grato en la propia Buenos Aires, sino también en las diversas poblaciones donde la actividad de sus organis­mos tenía por objeto consolidar su capacidad de extracción de recursos y control social. La vastedad de los territorios a con­trolar con personal y recursos nunca suficientes, así como las enormes distancias y dificultades de comunicación con la ad­ministración central, determinaron que la inserción de esas unidades en el medio local estuviera signada por lealtades contradictorias. Una integración poco conflictiva exigía por lo general una alta dosis de “flexibilidad” en la aplicación de las disposiciones legales y reglamentarias establecidas por las autoridades centrales, lo cual podía significar desde la acep­tación de alteraciones de hecho en la observancia de los pro­cedimientos administrativos, hasta la venalidad, el cohecho y otras formas de corrupción frecuentemente denunciadas por la prensa y los propios informes oficiales.

En el caso concreto de las aduanas y receptorías, la figura del contrabando —que desde la época de la colonia continua­ba siendo una arraigada práctica— aparece señalada perma­nentemente como mal casi inevitable, especialmente en aque­llos puestos fronterizos más alejados, con mayores dificulta­des de control territorial y menor significación como plaza de intercambio comercial. A menudo, la falta de control desde Buenos Aires conducía a la pronta desnaturalización de los procedimientos (v .g . mercaderías introducidas, depositadas en casas particulares y luego recién denunciadas; utilización de formularios no oficiales, fácilmente falsificables), a formas

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de connivencia con, o permeabilidad a la influencia de comer­ciantes locales, y al sometimiento o dependencia del apoyo de caudillos locales.97

La incompleta institucionalización de las unidades admi­nistrativas nacionales en el interior también se manifestaba en su escasa especialización y reducida legitimidad. Por ejem­plo, si bien las aduanas y receptorías tenían como misión es­pecífica controlar el comercio limítrofe y recaudar las rentas por derechos, era frecuente la realización de “comisiones” pa­ra el gobierno central (v.g. el embargo de bienes del gobierno paraguayo durante la Guerra de la Triple Alianza o la elección de un nuevo local para la estación del ferrocarril Central Ar­gentino por parte de la Aduana de Rosario), la convivencia en una misma oficina con la Colectoría de la provincia y el Co­rreo, la falta de privilegios como organismo estatal frente a la posibilidad de evicción y expropiación por parte de locadores privados o gobiernos provinciales, o la conversión de oficinas nacionales en cuarteles de gobiernos provinciales.

En tales circunstancias, resulta destacable el carácter “ex­plorador” y “empresario” del funcionario destacado en el inte­rior. En un período de profundos cambios en la organización productiva y espacial, los funcionarios nacionales revelaban un atento sentido de oportunidad frente a la apertura (o cie­rre) de posibilidades de expansión y mejoramiento de los ser­vicios. En este aspecto, asumían un claro papel intermediador entre los intereses del gobierno nacional y los de la comuni­dad de su jurisdicción, sin olvidar naturalmente la promoción de sus propios intereses. Eran frecuentes las iniciativas para la simplificación de procedimientos, la concesión de ventajas a comerciantes y productores, la realización de construcciones o mejoras de inmuebles, el traslado de dependencias a centros en expansión, etc. Los informes de estos funcionarios también manifestaban preocupación por las consecuencias de las gue­rras y rebeliones interiores sobre la percepción de rentas, o por las tendencias centralizantes de la administración estatal en Buenos Aires.

Estas observaciones ilustran una singular etapa de transi­ción entre la burocracia colonial y el modelo institucional que

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comenzaría a delinearse a partir de la década del 80. En ver­dad, la herencia institucional de la Colonia influyó en muy es­casa medida sobre las características que desde un comienzo fue adquiriendo el aparato burocrático del Estado argentino, a diferencia de lo ocurrido en países como Brasil, Perú o México. Fue más bien a nivel provincial donde esa herencia definió con mayor fuerza el perfil institucional de sus gobiernos.98 La ob­servación es válida asimismo en el caso de gobiernos que asu­mieron algunas de las prerrogativas de un Estado nacional, aunque sin lograr adquirir plenamente sus atributos. Tales, las experiencias de la Confederación rosista, la Confederación Argentina y, en menor medida, el Estado de Buenos Aires.

Por lo tanto, al reconstituirse en 1862, el gobierno nacional debió afrontar una situación inédita: continuar atendiendo el funcionamiento de organismos —de la Confederación y Bue­nos Aires— cuya responsabilidad asumía, tratando de crear al mismo tiempo un andamiaje institucional sin cuya existencia resultaba poco menos que imposible asegurar su gestión. ¿Cuál era el modelo institucional (si es que había alguno) pre­sente en este proceso de construcción burocrática? ¿Se trata­ba de una creación original o se recurría a otras experiencias? Desde el punto de vista de los determinantes sociales del mo­delo institucional adoptado, ¿qué organismos se creaban en respuesta a (o en anticipación de) qué problemas? ¿Qué forma organizativa (en términos de ubicación jerárquica, delimita­ción funcional, estructura interna, ámbito operativo) adqui- rían y por qué? Incluso, ¿por qué se asumían ciertas funciones como propias del Estado nacional y no de otros ámbitos de de­cisión y acción (v.g. los estados provinciales, la “iniciativa pri­vada”, el capital nacional o extranjero)?

Sobre la existencia o no de un modelo autóctono, es eviden­te que la heterogeneidad congènita del aparato estatal —sus resabios coloniales, el arrastre de organismos provinciales, las precipitadas creaciones ex novo siguiendo no siempre bien asimiladas fórmulas foráneas— permite descartar, al menos, toda hipótesis acerca de una presunta concepción global de la burocracia ajustada a algún modelo nítidamente reconocible. No obstante, durante los años 60 y 70 comenzaría a manifes-

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tarse, cada vez más crudamente, la influencia de modas y mo­delos extranjeros en la organización y procedimientos buro­cráticos. Convendría efectuar, tal vez, una breve digresión so­bre este fenómeno, puesto que sus repercusiones trascendie­ron el plano de la mera creación institucional.

La imitación, fruto de la dependencia cultural e ideológica que se fue estableciendo junto con la que se consolidaba en los órdenes político y económico, influyó el pensamiento y la ac­ción de la época. En un país nuevo, sin tradición cultural pro­pia, que rechazaba la arcaica cultura colonial legada por una España decadente," la clase dirigente argentina miró hacia Europa y los Estados Unidos, adoptando sus modelos de orga­nización social y funcionamiento institucional. Constitución norteamericana, prácticas presupuestarias francesas, organi­zación administrativa y comercial inglesas, fueron sólo algu­nas de las múltiples manifestaciones de esta mimesis. Sin du­da este fenómeno no se dio exclusivamente en la Argentina. Con distintos grados se observa en la experiencia de la mayor parte de los latecom ers al proceso de desarrollo capitalista. Ideas, innovaciones, técnicas e instituciones administrativas o políticas fueron, o bien adoptadas del exterior con adapta­ciones menores, o bien desarrolladas con consciente referen­cia a cambios producidos externamente.

Sin embargo, en el caso de países que resolvieron exitosa­mente las restricciones del capitalismo tardío (v.g. Rusia, Ja­pón, Alemania) la adopción y adaptación tuvieron una contra­parte material —condiciones sociales de producción, forma de inserción en el mercado mundial— que hizo de la imitación una consideración secundaria en la evaluación de la eficacia de los trasplantes. En cambio, en el caso argentino (y, en general, en América Latina) la adopción de conceptos y modelos forá­neos sobre los estándares apropiados del comportamiento ins­titucional no siempre se ajustó a las reales necesidades de la gestión estatal, teniendo en cuenta el grado de desarrollo de las fuerzas productivas en la sociedad argentina de la época.

En cierto modo, el aparato burocrático que se concibe e in­tenta desarrollar en la primera etapa de la organización na­cional definitiva, constituye un armazón formal que sólo muy

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gradualmente irá adquiriendo contenido. Si de entrada es re­vestido de una apariencia solemne, racional y sofisticada, no es más que para ocultar las debilidades de un Estado aún em­brionario, dotado de recursos limitados y rudimentarios, ex­puesto al ensayo y al error, pero en el que existe conciencia de que la recreación de formas institucionales modernas, ya en­sayadas en países más evolucionados, aumentaría su legitimi­dad. Ello le permitiría no sólo afianzar su autoridad sino tam­bién mejorar su imagen como garante de un nuevo orden, pre­cisamente en circunstancias en que el país comenzaba a con­vertirse en potencial plaza para la inversión extranjera.100

Desde el punto de vista de la diferenciación estructural y funcional del aparato burocrático, el gobierno de Mitre man­tuvo el esquema previsto «n la Constitución Nacional. El des­pacho de los asuntos a cargo del Poder Ejecutivo continuó siendo atendido a través de cinco ministerios especializados. Resulta difícil sustraerse a la tentación de vincular la resul­tante distribución de funciones con las modalidades de pene­tración institucional del Estado y, en última instancia, con el proceso de adquisición de los atributos de la “estatidad”. In­dudablemente, estos atributos se fueron conformando a tra­vés del involucramiento del Estado en procesos que implica­ban una profunda transformación del marco de relaciones so­ciales. Esto supuso modalidades de penetración material e ideológica del Estado en la textura de una sociedad que su misma intervención contribuía a formar. De aquí la estrecha vinculación entre estas modalidades y el tipo de instituciones especializadas requeridas.

Tres ministerios se constituyeron en los instrumentos de las distintas formas de penetración ya discutidas. En primer lugar, el Ministerio de Guerra y Marina, organismo dentro del cual se fueron creando e integrando las diferentes unidades que asumieron la conducción del aparato represivo del Esta­do. En segundo lugar, el Ministerio del Interior, articulador de los distintos mecanismos de penetración cooptativa, cuya mis­ma denominación señala el carácter funcionalmente indife­renciado pero estratégicamente crítico de su misión: estable­cer un m odus vivendi entre el Estado nacional y las provin-

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cias, delimitar sus respectivas jurisdicciones, ganar aliados entre los sectores dominantes locales. Pero algo más: movili­zar los recursos e instituciones disponibles para producir ade­lantos materiales que, a la par de afianzar la labor de coopta­ción, permitiera un mayor control sobre las situaciones loca­les. Por eso, en sus orígenes, ese ministerio asumió todas las actividades funcionalmente no delegadas a otros ministerios: desde la administración de correos y telégrafos hasta la cen­tralización del registro estadístico; desde la canalización de las corrientes inmigratorias hasta la planificación y adminis­tración de las obras públicas o la promoción de la agricultura. En tercer lugar, el Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, órgano fundamental de penetración ideológica en sus diversas expresiones: el derecho, la religión y la cultura. Tres vehículos de formación de conciencias, de internalización de nuevos valores, de legitimación de nuevos patrones de inte­racción social.

Estos tres ministerios, y sus diversas unidades, se vieron apoyados por el Ministerio de Relaciones Exteriores y el de Hacienda, cuya misión consistía, respectivamente, en: 1) la gestión diplomática tendiente a afirmar la soberanía del Es­tado nacional y consolidar los vínculos que permitieran la in­tegración de la economía argentina a los mercados mundiales; y 2) la organización y administración de un eficaz aparato de extracción y captación de recursos internos y externos; sobre cuya base pudiera asegurarse la normal gestión del conjunto de unidades estatales.

N u e v a d iv is ió n s o c ia l d e l t r a b a j o

Verdaderos procesos de apropiación funcional, estos avan­ces del Estado nacional darían lugar a que poco a poco se fue­ra conformando un nuevo esquema de división social del tra­bajo. Es decir, los ámbitos de acción individual y colectiva se redefinirían en función de la presencia de una nueva instan­cia de articulación y control social que cuestionaba prerroga­tivas, competencias y prácticas establecidas, o creaba nuevos espacios funcionales. Así, los gobiernos provinciales pronto perderían a manos del Estado nacional el poder de reunir

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ejércitos, emitir moneda, decretar el estado de sitio, adminis­trar justicia en ciertos fueros o instancias o recaudar determi­nados gravámenes. Su intervención se concentraría en asegu­rar el normal desenvolvimiento de las relaciones sociales en el ámbito local de la producción y el intercambio, fundamental­mente mediante el disciplinamiento de la fuerza de trabajo (educación, justicia, cárceles) y la provisión de algunos servi­cios. A su vez, las instituciones civiles y los particulares se en­frentarían a situaciones dispares. En ciertos terrenos, como la enseñanza, la beneficencia o el registro civil, sus actividades se verían circunscriptas, invadidas o expropiadas por el Esta­do, mientras que en otros (v .g . ejecución de obras civiles, pres­tación de ciertos servicios públicos) encontrarían oportunida­des de desarrollar nuevas actividades bajo los auspicios y la garantía de ese mismo Estado.

Quedaría reservado al gobierno nacional un ancho abanico de funciones: desde enfrentar al indio extendiendo el control territorial hasta atraer la inmigración y asegurar el empleo productivo de la fuerza de trabajo, conducir las relaciones ex­teriores, atraer capitales y orientar su inversión productiva, o regularizar las relaciones económicas introduciendo reglas de previsibilidad y sanción. Es decir, aquellos aspectos de la pro­blemática del “orden” y el “progreso” cuya resolución difícil­mente podía quedar librada a la iniciativa o los recursos de al­gún sector de la sociedad civil.101 No obstante, durante el pe­ríodo que estamos considerando la acción del Estado tendió a concentrarse sobre todo en aquellas actividades que deman­daban más su iniciativa y capacidad de gestión que sus recur­sos materiales, por entonces todavía escasos. Caben dentro de esta categoría de actividades la promoción de la inmigración, que en los años sesenta y setenta adquirió un auge considera­ble; la contratación de empréstitos y otras formas de financia- miento extraordinario, destinados en gran parte a solventar los gastos militares pero también a financiar la construcción y garantía estatal de los primeros ferrocarriles e, indirecta­mente, la concesión de crédito a empresarios privados; y, en general, las obras de infraestructura más urgentemente re­queridas para acelerar la integración de los diferentes merca-

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dos regionales. A pesar de todo, las vicisitudes de los conflic­tos armados, la vulnerabilidad estructural de la economía a las coyunturas externas y las periódicas crisis fiscales, contri­buyeron a que la acción del Estado se desplazara errática­mente de uno a otro rubro, en función del surgimiento de de­mandas que los recursos no siempre permitían satisfacer ade­cuadamente.

Cabe reiterar que esta nueva división social del trabajo no sólo tuvo características cambiantes durante los dieciocho años que estamos analizando, sino también manifestaciones diferentes a nivel de las diversas instancias (nación, provin­cias, instituciones civiles) en que se distribuía la actividad social. Así como durante la presidencia de Mitre se tendieron las líneas estratégicas de la penetración estatal en el tejido de una sociedad aún desmembrada y convulsionada por las guerras civiles, en la de Sarmiento se profundizaron los sur­cos abiertos por su antecesor, dándoles contenido. Si el “or­den” fue el lema recurrente en el discurso y la acción de Mi­tre, el “progreso” fue el leit m otiv de la gestión sarmientina. Esta se inauguró bajo los mejores auspicios: una cruenta gue­rra internacional prácticamente terminada, una crisis lanera recién superada, un generalizado repunte de la producción y un clima de excelentes relaciones con la provincia de Buenos Aires.102 Estas circunstancias contribuyeron a producir un inusitado despegue, una primera ola expansiva, cuyos efectos pronto se hicieron sentir en el volumen del comercio exterior, los ingresos fiscales y el gasto público. La abundancia de re­cursos, en gran medida producto de la contratación de em­préstitos en Londres, creó nuevas posibilidades para la pro­moción de los negocios y redujo la incertidumbre del gobier­no respecto a su propia viabilidad. Unos pocos indicadores pueden servir para apreciar la magnitud de los cambios pro­ducidos:

1867 1873 D iferencia

MILLONES S ORO MILLONES S ORO %

Exportaciones 38,5 62,4 62,1

Ingresos ordinarios del gobierno nacionol 11,7 19,6 67,5

Egresos totales del gobierno nacional 14,5 31,9 120,0

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Si bien los ingresos ordinarios del Estado siguieron aproxi­madamente el movimiento del comercio exterior —resultado lógico dado que la estructura tributaria estaba estrechamen­te ligada a ese mercado— los egresos presupuestarios efecti­vos, en cambio, experimentaron un incremento muy superior como consecuencia de la capacidad de gasto creada por el flu­jo de capitales externos ingresados en forma de empréstitos. Fueron estos mayores recursos los que permitieron extender y garantizar las obras y servicios públicos, sofocar las rebelio­nes de los últimos caudillos e, incluso, facilitar el crédito a particulares a través de bancos oficiales.

La expansión afectó diferencialmente a las diversas regio­nes del país. Aquellas que consiguieron incorporarse a la eco­nomía agroexportadora vieron aumentada la capacidad con­tributiva de su población, dado que el incremento de los nego­cios y la valorización de la propiedad inmueble que acompa­ñaron esa incorporación constituían las fuentes de los princi­pales recursos que habían quedado reservados a la jurisdic­ción provincial. Ello aumentó en consecuencia las posibilida­des financieras de lós gobiernos provinciales localizados en esas regiones. En cambio, las provincias marginadas del pro­ceso de expansión “hacia afuera”, o aquellas que no consiguie­ron generar un mercado nacional para su producción prima­ria — como lo hicieron hacia el final del período Tucumán y Mendoza103— hallaron mayores dificultades para recomponer sus ya débiles finanzas y cayeron en una dependencia cada vez más estrecha de los subsidios y el empleo proporcionados por el gobierno nacional.

El cuadro resultante podría resumirse así: 1) un Estado na­cional que crecía espasmódicamente, invadiendo nuevos ám­bitos funcionales sujetos a alta incertidumbre, que comprome­tían su viabilidad política y económica, pero que al mismo tiempo le exigían desarrollar una capacidad de extracción y asignación de recursos que robustecía su presencia institucio­nal y legitimación social; 2) Buenos Aires y, en menor medida, los demás estados provinciales de la pampa húmeda, prácti­camente relevados de aquellas actividades altamente riesgo- sas como la guerra o las grandes obras de infraestructura—

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pero con capacidad de generar ingresos tributarios (funda­mentalmente patentes al comercio y contribuciones sobre la propiedad) suficientes para asegurar la reproducción del nue­vo patrón de relaciones sociales: servicios básicos, capacita­ción de la fuerza de trabajo, mantenimiento del orden inter­no, etc.; y 3) las restantes provincias, con economías declinan­tes debido a su desvinculación de los mercados externos y al auge del comercio importador de Buenos Aires que gradual­mente sustituía la producción local, cuya precaria situación financiera se vio muchas veces agravada por alzamientos ar­mados dirigidos contra las autoridades nacionales o contra sus propios gobiernos.104 De esta forma se configuró una si­tuación que tendía a reforzar la hegemonía de las provincias pampeanas y sus clases dominantes.

La distinción efectuada debe verse también desde otro án­gulo. Al asumir el gobierno nacional el conflicto que por déca­das había sobrellevado Buenos Aires, ésta —y más tarde sus socias menores105— se encontraron en óptimas condiciones para reorientar sus esfuerzos y recursos. A partir de 1862, mientras el gobierno nacional intentaba dificultosamente de­limitar un ámbito operativo en un medio hostil y con recursos harto limitados, la ciudad y la provincia de Buenos Aires su­frían una expansión extraordinaria.106 En tanto Mitre se de­dicaba a reprimir levantamientos y malones, librar la guerra del Paraguay y afrontar una pesada y creciente deuda públi­ca, Buenos Aires prosperaba en sus escuelas, ferrocarriles, puentes, caminos y colonias agrícolas. Durante los gobiernos de Saavedra y Alsina —como más tarde los de Castro, Acosta, Casares y Tejedor— se produciría una profunda transforma­ción institucional, física, cultural y económica de la provincia. En muchos aspectos, Buenos Aires se anticiparía en su legis­lación y en sus instituciones a las que luego establecería el go­bierno nacional.107

La burguesía porteña se creó, de este modo, una doble ba­se de sustentación. A través del control de las instituciones y recursos provinciales aseguró las condiciones contextúales y las garantías de coerción indispensables para organizar y pro­mover una actividad productiva y mercantil en rápida expan­

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sión y frecuente transformación.106 A través de su privilegia­do acceso al gobierno nacional, movilizó los recursos e institu­ciones que suprimirían los diversos focos de cuestionamiento al nuevo sistema de dominación y acercarían al puerto unida­des productivas y mercados interiores creados a impulsos de una vasta actividad de promoción, garantía de la inversión y construcción de grandes obras de infraestructura.109

R e l a c ió n n a c ió n - p r o v in c ia s <

Hemos visto que las diferentes formas de penetración esta­tal produjeron sustanciales cambios en el carácter de las rela­ciones Estado-sociedad. Por una parte, la creciente apropia­ción por el Estado de nuevos ámbitos operativos y su activo involucramiento en la resolución de las dos cuestiones centra­les que dominaban la agenda de una sociedad que se consti­tuía paralelamente, dieron lugar a una nueva división social del trabajo. Por otra parte, el Estado se fue haciendo visible a través de un aparato burocrático y normativo crecientemente especializado, en el que se condensaban y cristalizaban los atributos de la “estatídad”. Naturalmente, estos procesos ten­dieron, al alterarse la relación de poder entre el gobierno na­cional y las provincias, a desplazar los ejes de articulación so­cial e integración política. En esta sección efectuaré algunas reflexiones sobre esos desplazamientos, sugiriendo que en menos de dos décadas, no sólo cambió globalmente la correla­ción de fuerzas entre el Estado (o “la Nación” en los términos de entonces) y las provincias, sino también la situación rela­tiva de cada una de éstas con respecto al primero.

En un cierto sentido, el proceso de formación del Estado im­plicó la gradual sustitución del marco institucional provincial como principal eje articulador de relaciones sociales. Parte de este mismo proceso fue la transformación de diversos sectores dominantes del interior en integrantes de una coalición domi­nante a nivel nacional. Sin embargo, a pesar de que esto dio lugar a que las bases del poder político tendieran a perder su estrecha asociación con la dominación local, la provincia conti­nuó siendo —al menos hasta 1880— el otro término de la con­tradicción que planteaba la existencia de un Estado nacional.

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Esta circunstancia justifica el empleo de categorías “insti­tucionales” —como “la provincia”— en lugar de categorías que aluden a “fuerzas sociales”. Más que los partidos, que en el li­mitado juego político de la época cumplían muy parcialmente el papel de mecanismos de representación de las distintas fracciones burguesas, fueron los gobiernos provinciales los que continuaron siendo los interlocutores políticos del Estado nacional y el ámbito en el que se gestaron las alianzas, oposi­ciones y conflictos en torno a la organización nacional. Por lo tanto, el carácter que asumió la relación entre el Estado y los diversos sectores de la incipiente burguesía no puede descono­cer el papel intermediador de la instancia provincial.

De todos modos, cabe aquí reiterar una distinción entre Buenos Aires y las demás provincias, ya que sus respectivas relaciones con el Estado nacional se ajustaron a patrones di­ferentes. Recordemos que este Estado surgió de una solución impuesta, del desenlace de un largo período de enfrentamien­tos. Su existencia no puso fin a los enfrentamientos sino que contribuyó a localizarlos en el propio ámbito provincial, al constituirse en una fundamental base de apoyo institucional de fracciones burguesas del interior adictas a la políticas del gobierno nacional. El proceso de legitimación del Estado im­plicó centralmente la cooptación y continuado apoyo de estas fracciones, a través de una acción diversificada que tendió a promover sus intereses. La alianza inicial se vio así creciente­mente engrosada por sectores dominantes del interior que descubrían que a través de su participación en las decisiones y la gestión estatal, podían incorporarse ventajosamente al circuito dinámico de la economía pampeana.

La relación nación-provincias sufrió así diversas vicisitu­des en función de las resistencias y apoyos que el proyecto li­beral, encarnado en el Estado, halló tanto en las provincias que habían pertenecido a la Confederación como en la propia Buenos Aires. Si bien el Estado nació con el decidido auspicio de los sectores dominantes porteños, también nació expuesto a sus tensiones y contradicciones. Buenos Aires apoyó —inclu­so prestando sus propias instituciones— toda iniciativa diri­gida a penetrar el territorio nacional y afianzar la hegemonía

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porteña. Pero resistió todo intento del gobierno nacional de coartar su autonomía y atribuciones, en tanto su pérdida su­ponía reducir o poner en peligro los recursos que sus sectores dominantes podían manejar en su exclusivo beneficio desde el gobierno provincial. Por más decisiva que fuera la influencia que ejercieran en el gobierno nacional, el suyo era un poder que en esta instancia compartían con las burguesías del inte­rior. Y aunque éstas encontraban creciente terreno de conver­gencia en sus intereses de largo plazo con los de los sectores dominantes de Buenos Aires, no estaban dispuestas a aceptar que el Estado nacional se constituyera en un mero epítome institucional de la burguesía porteña.

Por eso es importante sustraerse a la visión maniquea que considera al sistema de dominación surgido de Pavón como simple prolongación de la burguesía porteña en el Estado. Si­métricamente, tampoco debe caerse en el otro extremo de atri­buirle total autonomía. Cortado el cordón umbilical con Bue­nos Aires, la viabilidad del Estado nacional se vio condiciona­da no sólo por una relación de fuerzas que fijaba límites al ma­nejo discrecional de su aparato por parte de los sectores domi­nantes de Buenos Aires,110 sino también por exigencias inhe­rentes a su reproducción que resultaban a menudo contradic­torias con las necesidades expansivas de estos sectores.111

Esta circunstancia podría explicar el diferente carácter que asumieron los enfrentamientos entre el Estado nacional y las provincias a partir de 1862. Como vimos, inicialmente se pro­dujo un arrollador avance del primero sobre el interior —con el respaldo explícito de Buenos Aires y sus aliados de causa en las provincias — , basado fundamentalmente en la represión y el control coactivo de las situaciones provinciales. Las resis­tencias a este avance se originaron en aquellos sectores no re­signados a convertirse en víctimas de una fórmula impuesta coercitivamente, que tendía a promover los intereses asocia­dos principal o subordinadamente a la internacionalización de la economía.

Sin embargo, el padrinazgo porteño muy pronto dio lugar a enfrentamientos en el interior de las clases dominantes de Buenos Aires, una de cuyas manifestaciones fue la división del

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partido liberal en sus fracciones “nacionalista” y “autonomis­ta”. Las relaciones del gobierno nacional con el de la provincia de Buenos Aires —controlados respectivamente por estas dos fracciones— pasó así de un deshonroso “concubinato”112 a una inestable convivencia, para luego manifestarse en un crecien­te distanciamiento a medida que las concesiones y compensa­ciones efectuadas a las provincias por un Estado que buscaba afirmar su propia personalidad institucional, fueron produ­ciendo un reflujo del avance inicial y una paulatina inserción en el Estado de las burguesías del interior. En este proceso, los sectores dominantes de Buenos Aires comenzaron a tomar con­ciencia de que si bien la “delegación” de algunas atribuciones provinciales constituía una condición necesaria para viabilizar su propia fórmula política, también implicaba una efectiva pérdida de poder (v.g. el directo control de las relaciones con el exterior y el interior del país). Ello dio lugar a conductas rece­losas y agraviantes, fuente de no pocos conflictos.1,1 La elec­ción de Avellaneda y el inmediato levantamiento de Mitre fue­ron la primera manifestación elocuente de que se había produ­cido un cambio de sentido en la relación nación-provincias, y la “caída de Buenos Aires”, en 1880, su más dramática expresión. Por eso es posible afirmar que el Estado nacional interiorizó en su seno el conflicto que durante décadas había dividido a Buenos Aires y el interior. Esta mediatización del conflicto convirtió al Estado en una arena de negociación y enfrenta­miento, pero al mismo tiempo contribuyó a constituirlo en un actor diferenciado de las partes en pugna. Sólo cuando este “tercer personaje” entró en escena —como diría J. Alvarez , cuando el Estado pudo definir su propia personalidad y con­vertirse en árbitro de la situación nacional, fue posible resol­ver el secular conflicto definitivamente.

Desde esta óptica, podría afirmarse que el gobierno de Bue­nos Aires, y la burguesía porteña, fueron quizá los últimos en reconocer que el Estado había desplazado definitivamente a la provincia como centro de gravedad de la actividad social. Esto puede sonar paradójico si se tiene en cuenta que fueron esa provincia y esa burguesía quienes gestaron el nuevo Esta­do. Pero por esta misma razón, les resultó más difícil aceptar

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que su “retoño” había cobrado entidad nacional e institucio­nal, que sus bases sociales (y por ende, sus intereses y orien­taciones) se habían diversificado, y que ya no constituía, como en un comienzo, una simple extensión en el orden nacional de la dominación que ejercían en el orden provincial.

N o t a s

1 Las palabras pronunciadas en su primer Mensaje como encargado del Poder Ejecutivo tenían ese mismo significado: “En él instante en que los poderes públicos se disolvían y en que la manifestación material de la unidad argentina se borraba, por decirlo así, era necesario pensar y decidir que ese eclipse era transitorio, y que esa disolución aparente era una verdadera labor de regeneración de la que la República surgiría en breve, fuerte, compacta y libre, reposando en las conquistas laboriosas de su pasado, en la lisonjera realidad de su presente y en las grandes promesas de su porvenir” (Mensaje, 1862).

2 La inadecuada caracterización de la clase dominante argentina ha sido destacada en el artículo de Roberto Etchepareborda, “La estructu­ra socio-política argentina y la generación del ochenta”, L a tín A m erica n R esearch R eview , vol. XIII, Nu 1, 1978. Entre los trabajos que intentan cubrir parcialmente este vacío, se incluyen los de Tulio Halperin Dong- hi, P royecto y construcción de una n ación (A rg en tin a 1 8 4 6 -1 8 8 0 ) , Cara­cas, Biblioteca Ayacucho, 1980; Jorge Federico Sábato, “Notas sobre la formación de la clase dominante en la Argentina moderna (1880-1914)”, Buenos Aires, C IS E A , 1979; María del Carmen Angueira, “El proyecto confederal y la formación del Estado nacional argentino 1852-1862”, te­sis de maestría Fundación Bariloche, Segundo Curso de posgrado del Departamento de Ciencias Sociales, 1978; y Waldo Ansaldi, “Notas sobre la formación de la burguesía argentina, 1780-1880”, trabajo presentado al V Simposio de Historia Económica de América Latina, Lima, Perú, 5- 8 de abril de 1978 (m im eo).

Halperin explica este desplazamiento señalando que el grupo mi- trista “despegó” desde la pista formada por los intereses porteños para intentar una estrategia de vuelo a nivel nacional. A pesar de su éxito ini­cial (Mitre logró la presidencia), su fuerza dependía estrictamente del Estado en sus diversas manifestaciones (burocracia, ejército, gobiernos provinciales), de modo que al carecer de raíces en el seno de la sociedad, estaba fatalmente destinado a perder predicamento político en cuanto desaparecieran las circunstancias que le dieron vida. Véase Halperin (1980), op. cit.

4 En un mensaje al Congreso Mitre señalaba: “Después de cincuenta años de lucha no interrumpida había que organizar por la primera vez la nación Argentina en toda su integridad (...) había que crear en cierto

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modo todos los recursos, regularizando la renta nacional totalmente desquiciada, atendiendo desde luego a todas las exigencias de una situa­ción normal, y al mismo tiempo (...) había que organizar (...) la fuerza pública” (Mensaje, 1863).

5 Véase Haydée Gorostegui de Torres, A rg en tin a : la organ ización n a ­cional, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1972.

6 Al referirme más abajo a la penetración represiva del Estado, me extenderé sobre el carácter de estos enfrentamientos.

7 Un mayor desarrollo de estos puntos puede hallarse en el capítulo IV.8 La anarquía monetaria se manifestaba en la circulación de tres o

cuatro monedas diferentes en cada provincia. Una misma moneda va­riaba hasta 25% de una provincia a otra. En 1875 y 1879 se dictaron leyes ordenadoras que resultaron frustradas en su aplicación. Recién en 1881 se logró ordenar el sistema monetario (ley 1130) y dos años después se dispuso la conversión de la nueva moneda a la par. En cuanto al sistema de bancos, también fueron reiterados los fracasos. Un proyecto de bancos libres fue tempranamente frustrado por el mo­nopolio de emisión ejercido por el Banco de la Provincia de Buenos Ai­res. La primera Oficina de Cambio, creada en 1867, se estableció como dependencia de este mismo banco. Recién en 1872 se creó el Banco Na­cional, con el aporte de capitales privados, y durante la década del 80 se fueron estableciendo otras instituciones oficiales y privadas. Cf. Ra­fael Olarra Jiménez, E v o lu c ió n m on eta ria a rg en tin a , Buenos Aires, Eudeba, 1968.

9 Como ocurriera en otras áreas, la codificación también recogió ini­ciativas y proyectos del gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Co­rrespondió al propio Urquiza —como gobernador interino ante la renun­cia de López y Planes— designar una comisión para redactar los códigos civil, penal y comercial. En 1858 la provincia puso en vigencia el código de comercio, redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield y Eduardo Aceve- do. Mitre lo adoptaría en el orden nacional en 1862, y se mantendría vi­gente hasta 1889, fecha en que sería sustituido por el actual. También en 1862 se encargó a Vélez Sarsfield la redacción del código civil y en 1864, a Carlos Tejedor, el código penal. El primero fue concluido en 1869 y entró en vigencia en 1871. Recién en la década del 80 serían sanciona­dos los códigos penal y de minería, luego de varios años de revisión y dis­cusión parlamentaria.

10 En la ciudad de Buenos Aires, la administración de estas áreas quedaría a cargo del gobierno municipal por delegación del Estado na­cional. La institución del matrimonio civil recién tendría vigencia bajo la presidencia de Juárez Celman, coincidiendo con el movimiento laicis­ta iniciado en la década del 80.

11 Ya en tiempos de la Confederación Argentina la empresa de “Men­sajerías Nacionales”, servicio de diligencias bajo concesión estatal orga­nizado por Timoteo Gordillo (a la sazón Inspector de Postas y Caminos),

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contaba como socios a Urquiza, del Carril y Virasoro, todos ellos promi­nentes políticos y funcionarios en la misma época. También Urquiza se asoció a Wheelwright, Thornton (ministro británico en Buenos Aires), Parish (vicecónsul), el gobierno nacional, el gobierno y el Banco de la Provincia de Buenos Aires para la construcción del ferrocarril Central Argentino. Para agregar un ejemplo más, la sociedad anónima que dio origen en 1872 al Banco Nacional fue constituida por varios conocidos empresarios, políticos y gobernadores, suscribiendo además el gobierno nacional un importante porcentaje del capital.

12 Estos ejércitos provinciales, como es sabido, tuvieron su origen en la desmovilización de tropas y la sublevación de batallones de los ejérci­tos revolucionarios, coincidiendo con la culminación de la guerra de la in­dependencia y el fracaso de los sucesivos proyectos de unidad nacional. El caudillismo, la anarquía y el arraigo de la idea federal son fenómenos íntimamente vinculados a la constitución de estas fuerzas locales.

13 La permanente movilización del ejército pronto se convertiría en un fundamental instrumento de penetración y control territorial, sobre todo una vez que la experiencia de la larga y cruenta guerra con el Pa­raguay le otorgara una mayor aptitud profesional.

14 Por ejemplo, el primer cuerpo de ejército, al mando de W. Paune- ro, que interviniera en las operaciones contra Peñaloza, caudillo de La Rioja, fue disuelto un año después de organizado el ejército; pero a par­tir de 1864, la guerra qon el Paraguay exigió armar y equipar un ejérci­to que llegó a contar con 25.000 hombres. Lo mismo ocurrió con la pe­queña fuerza de marina. Reducida en un comienzo a sólo tres buques en pie de guerra (los demás fueron arrendados a particulares), pronto de­bió redimensionarse con motivo del conflicto bélico.

15 Sobre el primer aspecto, recién en 1866 se expresaría oficialmente que todas las provincias se hallaban “representadas” en el ejército na­cional (con especial mención de la eternamente rebelde provincia de Co­rrientes), aun cuando ello no significaba todavía una verdadera integra­ción. En cuanto a la distribución jerárquica, se trataba —como en otros aspectos— de una situación de arrastre. El otorgamiento de grados mi­litares durante la guerra contra España y las disputas locales produjo una hipertrofia en el escalafón de jefes y oficiales. En 1822 se intentó ‘jubilar” (sin éxito por falta de recursos) un “excedente” de 11 generales, 63 jefes y 180 oficiales. También la Confederación Argentina legó al nue­vo gobierno nacional un crecido número de personal militar que revista­ba en posiciones aparentemente superiores a las que indicaban sus rea­les méritos, situación atribuida a “la prodigalidad de la administración caduca del Paraná . Es así como en 1864 el escalafón del personal con goce de sueldo incluía 25 generales y 60 coroneles (Alvarez, 1910). Es ra­zonable suponer, claro está, que además de atacar estos excesos, la “ra­cionalización de los cuadros también perseguía el propósito de depurar­los de aquellos elementos antagónicos a la causa porteña.

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176 LA FORMACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO

16 A diferencia del viejo ejército de línea, integrado por voluntarios y efectivos reclutados a partir de levas forzosas, la Guardia Nacional es­taba constituida como reserva y debía cumplir obligaciones militares pe­riódicas en caso de agresión externa o conmoción interior. En su totali­dad, sus jefes y “tropa” estaban conformados por civiles.

17 Reorganizadas las fuerzas de Buenos Aires después de la bata­lla de Pavón, Mitre ocupó las ciudades de Rosario y Santa Fe, luego de librar combate en Cañada de Gómez. Urquiza se había retirado a Entre Ríos y pese a las presiones para que invadiera esta provincia, Mitre prefirió evitar el desgaste de su ejército, destinándolo en su lu­gar a cambiar las situaciones políticas de las provincias, de modo que el partido gubernista de Buenos Aires contase con gobiernos afines en todas ellas. Mitre y Urquiza llegaron a entenderse sobre la base de que: 1) la República sería gobernada con la Constitución Federal en 1853, reformada y jurada en 1860; 2) la provincia de Entre Ríos no se­ría invadida por las fuerzas de Buenos Aires; 3) Urquiza, como gober­nador de Entre Ríos, desconocería a las autoridades de la Confedera­ción, que de hecho había caducado, y la provincia reasumiría su sobe­ranía dejando sin efecto las disposiciones relativas a la fijación de la capital y territorio federalizado; 4) Urquiza desarmaría las baterías construidas en el Diamante y la escuadra de la Confederación, e in­fluiría sobre Corrientes para que adoptara una actitud similar a la de su provincia; 5) el gobierno de Buenos Aires invitaría a las provincias a reasumir su soberanía local, retirando sus autoridades del Congre­so caduco, y convocaría a un nuevo Congreso para reconstruir los po­deres públicos que habrían de regir la Nación. Posteriormente, las di­visiones del ejército de Buenos Aires ocuparon casi todas las provin­cias. En la primera, Santa Fe, el presidente de la Confederación huyó y el gobernador fue depuesto. En Corrientes, no obstante la actitud pacífica que asumieron sus autoridades, el gobierno fue derrocado por un movimiento armado. Mientras un batallón mitrista iba a ocupar la provincia, desde Buenos Aires se enviaban dinero, armas y municio­nes. Cuando se acercaba a Córdoba el primer cuerpo de ejército de Buenos Aires al mando de Paunero, un grupo de diputados de la Le­gislatura provincial derrocó al gobierno y declaró su adhesión a la po­lítica de Mitre. Desde Córdoba salieron entonces varias divisiones pa­ra operar sobre Cuyo, provincias en las que también los gobiernos fue­ron sustituidos por hombres adictos a la política de Buenos Aires. El ataque se centró luego sobre La Rioja, foco de resistencia del general Peñaloza, quien se hallaba auxiliando en Catamarca al general Nava­rro. Las fuerzas combinadas de Taboada, Paunero y Rivas derrotaron a los caudillos que intentaron la resistencia. Por su parte, restableci­da la paz en las provincias del Litoral, Mitre regresó a Buenos Aires con parte de su ejército y reasumió el gobierno de la provincia. La Le­gislatura de Buenos Aires lo autorizó a aceptar y ejercer las faculta­

LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO 177

des inherentes al Poder Ejecutivo Nacional que delegaron en él las provincias de la Confederación y a convocar a elección de un nuevo Congreso, cuya apertura tuvo lugar el 25 de mayo de 1862. C f. Adolfo Saldías, U n sig lo d e in stitu cio n es, tomo II, La Plata, Taller de Impre­siones Oficiales, 1910.

18 Declaraciones del senador Nicasio Oroño el 28 de setiembre de 1868. Citado por J. L. Busaniche, H istoria argen tin a , Buenos Aires, So- lar-Hachette, 1969.

19 A pesar de que en ciertas coyunturas el Estado debió atender al mismo tiempo estos tres frentes de conflicto, sus esfuerzos en cada uno de ellos tendieron a concentrarse en períodos diferentes: la guerra con el Paraguay, al promediar el período presidencial de Mitre; la sofocación de los levantamientos fle caudillos (v .g . los Taboada, López Jordán y el propio Mitre), entre los últimos años del gobierno de Mitre y el final de la presidencia de Sarmiento; y las campañas contra el indio, durante la presidencia de Avellaneda. En parte, esto refleja la creciente capacidad del Estado nacional para afianzar su poder frente a las situaciones pro­vinciales, concentrando —una vez alcanzado este propósito— sus me­dios de coerción sobre el último escollo que se oponía al pleno control te­rritorial: la línea de frontera con el indio. Por eso, cuando estaba empe­ñado en esta última campaña, podía afirmar Avellaneda en su mensaje al Congreso de 1877: “Después de estos dos últimos años, ha quedado co­mo un hecho perfectamente demostrado que no existe ya entre nosotros teatro para esas ‘revoluciones’ que cambien con fuerza irresistible la si­tuación de la Nación o de una provincia”.

20 Véase H. Gorostegui de Torres, op. cit.21 En 1867, divisiones del ejército del Paraguay fueron distraídas de

la contienda para sofocar rebeliones interiores. El ejército del Norte, al mando de A. Taboada y compuesto de Guardias Nacionales de Santiago, Tucumán y algunas de Catamarca y La Rioja, combinado con una divi­sión de otro ejército del interior comandado por W. Paunero, fueron des­tinados a combatir rebeliones en Cuyo y La Rioja. Parte de la Guardia Nacional de esas provincias y algunos cuerpos de línea permanecieron en dichas regiones en previsión de nuevos alzamientos. También el Ejér­cito del Norte debió reprimir levantamientos en Salta y Jujuy. Parte del ejército» retornó luego a la lucha en el frente paraguayo. Terminada la guerra, se libró la orden de licénciamiento del Ejército del Norte. Por su parte, el ejército de línea destinado a cubrir el servicio de fronteras a su regreso del Paraguay debió acudir a conjurar la rebelión iniciada por Ló­pez Jordán en Entre Ríos, luego del asesinato de Urquiza.

22 Por decreto del 27 de enero de 1870, Alsina —vicepresidente de la República— ordenaba que las provincias contribuyeran proporcional­mente, con un total de 2560 hombres, a la remonta de los servicios de lí­nea a fin de cubrir sus fronteras. Se consagraba allí un principio que al­teraba la base del servicio de fronteras, al disponerse que todas las pro-

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1 7 8 LA FORMACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO L A C O N Q U IS T A D E L O R D E N Y L A IN S T IT U C IO N A L IZ A C IÓ N D E L E S T A D O 1 7 9

vincias, tuvieran o no fronteras que guardar, debían contribuir propor­cionalmente a defenderlas. Fundamentando la constitucionalidad de es­te principio, la nota con la que el general Martín de Gainza, ministro de Guerra, enviaba el decreto a los gobernadores, señalaba que se trataba “de compartir el peso de una carga común..., porque en la vida nacional no hay antagonismo de intereses, no puede haber indiferencia tampoco, y la riqueza que encierra la provincia de Santa Fe, que es fuente de ren­ta nacional, tiene derecho a ser defendida por el esfuerzo y sacrificio de todos, como riqueza argentina, como riqueza de todos”. Es de hacer no­tar que ya en 1864, Emilio Castro —futuro gobernador de Buenos Ai­res— había sostenido en la legislación bonaerense el carácter inconsti­tucional de este servicio. Y que hacia fines de esa década, el sistema de contingentes de enganchados, periódicamente enviados a las guarnicio­nes de fronteras, daba origen a intensos debates parlamentarios y a una influyente corriente de crítica social, recogida especialmente por la lite­ratura y el periodismo.

23 Saliendo al paso de las críticas que esta situación ocasionaba, Sar­miento encontraba en la experiencia histórica propia y ajena adecuada justificación para esta situación: “Desde las plantaciones avanzadas adonde el Gobierno de un país no alcanza, hasta el sistema militar pru­siano, el deber, la obligación y la necesidad de defender la propiedad y la vida, cuando son atacadas, o la integridad y el honor nacional, repo­san sobre cada individuo de la sociedad, cualquiera que sea la forma de gobierno. Las poblaciones nuevas en esta y la otra América se armaron desde el primer día de su existencia para defenderse, y sólo cuando se constituyeron en naciones, hicieron de esta defensa local un sistema de defensa común, llamándole Guardia Nacional. El ejército regular puede suplirla o exonerarla; pero toda vez que aquél no esté en proporción con la necesidad, la universalidad de los ciudadanos constituye el ejército nacional, llámese milicia, Landwer o reserva. Toda limitación que pon­ga al poder nacional militar sobre el uso de la Guardia Nacional, es sui- cidar la Nación y hacer nacer por fuerza lo que con tantos sacrificios des­truimos o neutralizamos entre todos, a saber: las milicias que con Ramí­rez y Quiroga sublevaron el país y mantuvieron la guerra constante en las provincias; las de Buenos Aires, comandadas por el General D. Juan Manuel de Rosas durante veintiséis años, y las veinte mil lanzas de En­tre Ríos a las órdenes del Capitán General Urquiza. La guerra civil de cincuenta años fue sólo la antigua milicia localizada bajo un caudillo” (Sarmiento, Mensaje, 1872).

24 Véanse, por ejemplo, las declaraciones en tal sentido efectuadas en los mensajes al Congreso de 1872 y 1875.

25 Este último problema constituía casi una tradición, al punto de que el pago de haberes de los 60.000 hombres convocados bajo armas en 1874, antes de ser licenciados, significó —según lo expresara Avellane­da— un “acto administrativo que no tiene hasta hoy precedentes”.

26 Entre otros, fueron creados el Colegio Militar, la Escuela Naval, la Inspectoría General del Ejército, etc.

27 Comentando tres victorias obtenidas sobre fuerzas insurrectas del interior, Sarmiento señalaba que las mismas “...confirmaban un hecho ya vulgar, pero olvidado por los rebeldes; y es que el vapor y el telégra­fo andan más de carrera que los caballos en que voltejea el caudillo” (Sarmiento, Mensaje, 1874).

28 Denominación genérica de las campañas militares destinadas a re­primir las incursiones indígenas y a ganar el control sobre territorios ubicados fuera de las fronteras interiores. En particular, se aplica al conjunto de acciones militares desarrolladas contra eí indio entre me­diados de los años 70 y comienzos de los 80, que culminaron con el defi­nitivo control del territorio nacional según su actual configuración.

29 Críticas del diario L a N a ción (Buenos Aires, 14-1-76), citadas por Guillermo H. Gasio y María C. San Román, L a con q u ista del p rogreso , 1 8 7 4 -1 8 8 0 , Buenos Aires, Ediciones La Bastilla, 1977.

30 Alberto Martínez, E l ¿r e su p u e s to nacional, Buenos Aires, 1890.31 Ningún otro rubro —ni siquiera el costo del aparato recaudador-

llegó a constituir durante la presidencia de Mitre una proporción signi­ficativa del gasto público.

32 Lucha que a la vez contribuía en buena medida a aquel floreci­miento. No cabe duda de que el enorme poder de compra del aparato mi­litar afectó al conjunto de la actividad económica. La alimentación y ves­tuario de la tropa, la adquisición de armamentos y pertrechos, entre otros rubros, contribuyeron a dinamizar la producción y la intermedia­ción. Durante la época de mayor gravitación de los gastos militares, la asociación entre intereses económicos y actividades bélicas popularizó al Partido Liberal de Mitre como el “partido de los proveedores”.

33 Según se desprende del cuadro 3, entre 1863 y 1868 los recursos ordinarios —fundamentalmente rentas aduaneras— crecieron en un 92,9%. El incremento resulta algo mayor si se consideran los recursos derivados del uso del crédito.

34 El presupuesto militar a partir de la década del 80 continuó cre­ciendo en una medida no despreciable, aunque su participación relativa en el presupuesto ejecutado del gobierno nacional disminuyó en forma considerable. Pero a diferencia de décadas previas, el incremento presu­puestario en valores absolutos se dedicó más a la institucionalización y equipamiento de las fuerzas armadas que a la atención de conflictos ar­mados. La segunda presidencia de Julio A. Roca (1898-1904) marca la definitiva consolidación de la institución militar y el surgimiento de un ejército profesional y moderno. Se concreta la separación del ejército y la marina; se fundan la Escuela Superior de Guerra y la Escuela de Su­boficiales y se adquieren los terrenos de Campo de Mayo.

35 Cf. Adolfo Saldías, U n sig lo de in stitu cion es, vol. II, La Plata, Im­presiones oficiales, 1910.

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36 En el mensaje ante el Congreso de la Confederación Argentina de 1859, el vicepresidente Del Carril atacaba al gobernador de Buenos Ai­res, imputándole que al pronunciarse contra la “idea federal” atacaba la soberanía y existencia de cada una de las provincias incluida Buenos Ai­res, conmovía el orden establecido e iniciaba un estado de guerra, conse­cuencia inevitable de un propósito de centralización administrativa diri­gido a destruir la autonomía y personalidad política de cada provincia.

37 James R. Scobie, L a lu cha p o r la con solid a ción de la nacionalidad a rgen tin a (1 8 5 2 -1 8 6 2 ) , Buenos Aires, Hachette, 1964.

38 Scobie, ib íd em .39 Su intervención en el conflicto entre el gobernador de Córdoba De

la Peña y el de San Luis Saa mediante el envío de armas y mil onzas de oro; la proclamación de Mitre de que debía apoyarse incondicionalmen­te al partido liberal en el interior; y el ofrecimiento de honores y pagos de sueldos atrasados a militares (sobre todo extranjeros) al servicio de la Confederación, son algunas ilustraciones de una conducta reiterada a lo largo de esos años.

40 H. Gorostegui de Torres, op . cit.41 Cf. Bartolomé Galíndez, H istoria p olítica a rg en tin a : la revolución

del 8 0 , Buenos Aires, Coni, 1945.42 Los mensajes presidenciales no dejaban de señalar el estado —cor­

dial o inamistoso— de las relaciones del gobierno nacional con las pro­vincias. Particularmente intensos fueron los conflictos suscitados con el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, sobre todo alrededor de la “cuestión Capital” —que en 1862 se resolvió con un rotundo triunfo del autonomismo porteño— y el de la jurisdicción sobre el municipio de Bue­nos Aires. Pero en general, el gobierno nacional debió disputar todos aquellos poderes que alguna vez correspondieron a las provincias, des­de la exclusiva atribución de establecer el estado de sitio (que, por ejem­plo, declararon algunos gobernadores ante la cercanía de las montone­ras de Peñaloza) hasta la de recaudar ciertos tributos o movilizar fuer­zas armadas.

43 Se exceptuaba a Buenos Aires, que tenía garantida la integridad de su presupuesto por pactos preexistentes incorporados a la Constitución.

44 Después del 80, el gobierno nacional recurriría a mecanismos más sofisticados, tales como leyes especiales, líneas de crédito privilegiadas, concesiones e inversiones directas para el desarrollo de ciertas regiones o productos (v .g . la industria azucarera tucumana).

45 Luis A. Romero, “Decadencia regional y declinación urbana en el Interior argentino (1776-1876)”, R evista P a ra g u a ya de S ociología , 42- 43, añol5, 1978.

46 En igual sentido véase H. Gorostegui de Torres, op. cit.47 Gasio y San Román, op . cit.48 Cabe aclarar que este mecanismo contiene elementos de coacción

que también permitirían caracterizarlo como un medio de penetración re­

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LA CONQUISTA DEL ORDEN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL ESTADO 181

presiva. Es bien sabido que, por lo general, las intervenciones federales eran auxiliadas por fuerzas militares del ejército nacional. Pero ello no de­be hacer perder de vista sus esenciales ingredientes de conciliación, nego­ciación y compromiso, y por ende su papel en la formación de alianzas po­líticas. Entre los autores que han tratado extensamente el tema de la in­tervención federal, cabe mencionar a Luis H. Sommariva, H istoria de las intervenciones federales en las provin cias, Buenos Aires, 1929, y Natalio Botana, E l orden conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1978.

49 Se fue así delineando un importante papel legitimador del Estado nacional de los poderes locales, especialmente a través de la utilización diferencial de la fuerza. Por ejemplo, los interventores y comisionados nacionales se valieron de ella para imponer determinados candidatos, pero también quitaron apoyo militar al gobernador local, a veces vital para mantenerse en el poder (v .g ., caso del gobernador de Santa Fe en 1868). En otros casos, el gobierno nacional se abstuvo de intervenir, adu­ciendo la ausencia de “tendencia reaccionaria” o guerra civil que pusie­se en peligro la tranquilidád general, aun cuando resultara obvio que sin este apoyo el gobernador local (en este caso, el de Tucumán en 1868) no podía recuperar su cargo. Similar conducta observó Sarmiento en 1872 ante la revolución de Corrientes, aun cuando envió al entonces co­ronel Roca y al contador mayor de la nación Cortínez con la misión de contribuir a la pacificación.

50 Como la Unión .¿el Norte, liderada por Taboada, que Sarmiento desbarató.

51 Carlos D’Amico, B u en os A ires , su s h om b res, su p olítica (1 8 6 0 - 18 90 ), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1977.

52 Carlos D’Amico, op. cit.53 Durante la década del 60, los cambios de afiliación política involu­

craron a algunas figuras conspicuas de esta “clase”. Mariano Saavedra, gobernador mitrista de la provincia de Buenos Aires, pasó al autonomis- mo. Avellaneda, ministro de Mitre, lo fue luego de Alsina en el gobierno provincial; y Emilio Castro, otro gobernador autonomista, se convirtió al mitrismo. Cf. Romero Carranza y otros, H istoria p olítica de la A rg e n ti­na, Buenos Aires, Pannedille, 1975.

54 Las dificultades económicas, sumadas a la política seguida en la guerra eon el Paraguay y en las intervenciones a las provincias, crearon una fuerte oposición al gobierno de Mitre, tanto de parte de los autono­mistas porteños como de un interior que, acaudillado por la provincia de Córdoba, desbarató sus propósitos continuistas. Tampoco Sarmiento, que enfrentaba los comienzos de una dura crisis sin haber conseguido sustraerse al juego de mitristas y alsinistas creando una fuerza política propia, obtuvo los apoyos necesarios para modificar la relación de fuer­zas. No obstante, fue quizás el primero de los presidentes constituciona­les que logró afirmar la presencia institucional del Estado nacional en la vida política del país.

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55 Sarmiento cifraba esperanzas en sustituir la influencia de l0s caudillos por la de hombres dispuestos a colaborar con el Ejecutivo Na­cional, lo que debía expresarse en los comicios. No obstante, las eleccio­nes se desenvolvieron en un clima de violencia y fraude. Sarmiento mismo lo reconoció en el Mensaje al Congreso de ese año: “Las fuerzas nacionales suplieron en algunas partes la falta de autoridad de las po­licías locales. Los partidos se han echado en cara fraudes recíprocos...” (Mensaje, 1874).

56 Avellaneda fue apoyado por sectores del interior, otrora pertene­cientes al Partido Liberal, que permanecieron fieles a Sarmiento al pro­ducirse una escisión en 1868; por algunos grupos del viejo Partido Fede­ral; y por otros núcleos provinciales, todos los cuales constituyeron el llamado Partido Nacional. Como en 1868, Adolfo Alsina fue el candida­to del Partido Liberal Autonomista, pero su nominación resultó cuestio­nada tanto por ser vicepresidente en ejercicio como por identificárselo como cabal representante del porteñismo. Mitre, candidato del Partido Liberal Nacionalista, tuvo posibilidades de imponerse en Buenos Aires, Corrientes, Santiago del Estero y San Juan. Perdidas las esperanzas de triunfo luego de los comicios, Alsina se decidió a pactar con Avellaneda una fórmula mixta (nacional-autonomista) integrada con Mariano Acos­ta como vicepresidente, la que triunfó el 12 de abril de 1874 por amplia mayoría de electores.

57 La llamada “conciliación de los partidos” primero, y la “liga de go­bernadores” después, apuntaron al control electoral de los gobernadores provinciales, pieza clave para allanar la negociación anticipada del su­cesor presidencial.

58 Por circuito dinámico de la economía pampeana entiendo el con­junto de actividades productivas, mercantiles y financieras que, basadas en el intercambio con el exterior, se desarrollaban en Buenos Aires y su h in terla n d pampeano.

59 Aludiendo a la escasa población de su provincia, el gobernador de San Juan expresaba en 1863 en carta al ministro del Interior Rawson. “la Provincia de San Juan, puede decirse, está limitada a la ciudad, su­burbios y Departamentos rurales adyacentes” (Memoria Ministerio del Interior, 1863).

60 El temprano calificativo de “desierto” ha sido atribuido al descono­cimiento geográfico. Por tradición se lo siguió utilizando aun después de corroboradas las posibilidades productivas de las regiones conquistadas a los indígenas.

61 Sobre el tema de la frontera interior y sus movimientos existe una extensa bibliografía. Algunos títulos incluyen a Roberto Cortés Conde, E l p ro greso a rgen tin o; y las colaboraciones de Néstor T. Auza y Colin M. Lewis en Gustavo Ferrari y Ezequiel Gallo, comps., L a A rg en tin a del ochen ta al cen ten ario, Buenos Aires, Sudamericana, 1980.

62 Para un trabajo que presta especial atención a este punto, véase

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Roberto Cortés Conde, E l p ro g reso argen tin o, Buenos Aires, Sudameri­cana, 1979.

63 Los testimonios que recoge la historiografía argentina acerca de la influencia de la experiencia norteamericana sobre el pensamiento y la acción de los estadistas argentinos son tan numerosos como coinciden­tes. Los documentos oficiales, incluso originados en niveles de autoridad intermedios, así lo ratifican. Escribía, por ejemplo, el presidente de la Comisión de Inmigración de la Provincia de Buenos Aires al ministro del Interior Rawson: “Cuál llegará a ser... el desenvolvimiento de nuestras industrias y la animación producida por la planteación de otras nuevas, fácil es concebirlo, por tener el ejemplo de los Estados linidos” (Memo­ria Ministerio del Interior, 1863).

64 La patria grande” y la “patria chica”, símbolos de esta contradic­ción, fueron tema recurrente de trabajos clásicos de la literatura Argen­tina, como el F a cu n d o de Sarmiento y el D o g m a socia lista de Echeve­rría.

65 Esta observación alude ala famosa frase “gobernar es poblar” acuña­da por Juan B. Alberdi, máximo inspirador de la Constitución argentina.

66 En sus M em oria s de un viejo, Vicente G. Quesada (Víctor Gálvez, 1942) relata las duras alternativas de una travesía entre Rosario y Cór­doba, hacia mediados de la década del 50. Andando sin rumbo a través de una planicie ondulada, sin árboles ni accidentes, sobre una tierra se­ca y polvorienta, la soledad era únicamente interrumpida por las tropas de carretas o las arrias de muías, expuestas a ser atacadas y robadas por los indios.

67 Víctor Gálvez, op. cit.68 Albert O. Hirschman, “A linkage approach to development”, E co-

n om ic D ev elo p m en t a n d C u ltu ra l C h a n g e (en español, E l trim estre eco ­n óm ico, 1977).

69 Esta afirmación, sin duda controvertida, merece algunas pun- tualizaciones. Si bien este ensayo no pretende dilucidar cuestiones de tipo historiográfico, conviene aclarar que no siempre, en el marco del revisionismo histórico, la reivindicación de los sectores, actividades o regiones desplazadas por el desarrollo capitalista se tradujo en evoca­ción nostálgica de un pasado tradicional, precapitalista. Distintas ex­presiones* de esta corriente —en toda la gama del espectro ideológi­co— han “detectado” en estos sectores y actividades (denominadas “industrias artesanales” o simplemente “artesanías del interior”) el germen (abortado) de un desarrollo capitalista “autónomo”. Más que a evocación nostálgica (subyacente en muchas lecturas revisionistas), en algunos casos habría que referirse a una búsqueda retrospectiva del burgués progresista y nacionalista” o del “demiurgo industrialis­ta . La identificación y a veces el compromiso político militante de los intelectuales revisionistas con el proyecto industrializador de un sec­tor del ejército en la década del 40, con el peronismo después, o con el

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184 LA FORMACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO

desarrollismo más tarde, reforzaron esta tendencia en la producción historiográfica.

70 El párrafo transcripto es parte de un memorándum dirigido p0r el ministro del Interior al presidente Mitre, en el que al detallar las negociaciones mantenidas con empresarios británicos y argentinos pa. ra conceder la construcción del Ferrocarril de Rosario a Córdoba (o Central Argentino), señalaba la imperiosa necesidad de emprender la obra, incluso pasando por alto exigencias lesivas para el interés nacio­nal inmediato.

71 Según el caso, se utilizó la contratación directa o la licitación, es­tableciéndose el pago de una suma global en el caso de obras y de sumas mensuales o anuales en el caso de servicios. En ocasiones, el gobierno encargaba la realización de obras concediendo el beneficio de su explo­tación (v .g . peajes). A menudo, la iniciativa y propuesta de obras y ser­vicios correspondió a los propios empresarios que luego resultaban ad­judicatarios de las mismas.

72 Con ello se intentaba extirpar prácticas abusivas inveteradas, so­bre todo de parte de los propios funcionarios públicos que no pagaban el servicio de “postage”, produciendo un recargo considerable a los maes­tros de posta que a veces acababan por interrumpir el servicio.

73 El análisis se basará en cartas e informes oficiales. Un estudio so­bre los efectos económicos de este ferrocarril puede hallarse en Paul B. Goodwin Jr., “The Central Argentine Railway and the economic develop- ment of Argentina”, H isp a n ic A m erica n H istorica l R eview , vol. 57, N° 4, noviembre 1977.

74 Suma que servía de base para el cálculo de la rentabilidad mínima a que tendría derecho la empresa.

75 Cabe hacer notar que Wheelwright también propuso como opción encarar la obra bajo su dirección, levantando capitales en el país, entre los particulares y el gobierno, y en el extranjero, a través de la provisión de equipo y material rodante. Que el gobierno optara por conceder la obra aceptando las condiciones de la empresa, y que ésta posteriormen­te obtuviera un enorme beneficio al constituir una compañía de tierras subsidiaria, transferirle las tierras adjudicadas a un valor ínfimo y re­ducir de este modo sus utilidades nominales a los efectos de la garantía estatal, no modifica la razonabilidad de la decisión adoptada. A veces, los juicios retrospectivos no toman en cuenta cuánto pesan imperiosas circunstancias. “Aproximar a la capital de la República las relaciones que hoy existen a distancias remotas”, señalaba, por esos años, Irineo Vega, inspector de Postas y Caminos del Oeste, “es una medida política que por sí sola se recomienda, pues así se hace efectiva la acción del Go­bierno” (Memoria Ministerio del Interior, 1865).

76 De los 39 km construidos hacia 1860 se pasó a 732 en 1870, a 2313 en 1880, a 9254 en 1890 y a 16.767 una década más tarde. Véase “El de­sarrollo de los ferrocarriles argentinos desde su comienzo hasta fines de

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1913”, en el A n u a rio de la D irección G en eral de E sta d ística s, Buenos Ai­res, 1914, pp. 865 y ss. Citado en Roberto Cortés Conde, “Problemas del crecimiento industrial (1870-1914)”, artículo incluido en T. S. Di Telia, G. Germani, J. Graciarena y colaboradores, A rg en tin a , socied a d de m a ­sas, Buenos Aires, EUDEBA, 1965, pág. 47.

17 Tal es el caso de la provincia de Santiago del Estero, donde en 1884 el presidente de la Comisión Popular de Recepción del Ferrocarril en Santiago del Estero, Dr. Argañaraz, saludaba alborozado la llegada del ferrocarril en estos términos: “¡Bienvenido seas, portador del progreso y prosperidad! (...) La llegada del ferrocarril a esta capital es un aconteci­miento que hará época en los anales de nuestra historia...”. Diario E l País, 14 de octubre de 1884, Santiago del Estero. Citado en Raúl Dar- goltz, H a ch a y Q u ebra ch o: S a n tia g o d el E stero , el d ra m a de una p r o v in ­cia, Buenos Aires, Ediciones del Mar Dulce, 1985, pp. 88 y 89.

78 Extracto de un discurso pronunciado en 1887 en la Cámara de Di­putados de la Nación. Citado en Raúl Dargoltz, op . cit., pág. 85.

79 Jorge Schvarzer apujita, al respecto: “Esa enorme inversión fue realizada en sociedad más o menos explícita entre terratenientes pam­peanos, especuladores e intermediarios ingleses. Los terratenientes se beneficiaban del alza brusca e inaudita del precio de la tierra mientras los segundos extraían jugosas comisiones en cada una de las facetas del negocio. Los intermediarios británicos atraían al capital necesario interesado en un triple sentido: la inversión de excedentes líquidos en ese medio de transporte ofrecía elevadas tasas de retorno; la compra de locomotoras, rieles y equipos que fabricaba la industria británica abría paso a un excelente negocio comercial y, finalmente, esas opera­ciones preparaban la explotación de las Pampas que beneficiaría, me­diante la oferta de materias primas y alimentos locales, a la metrópo­li . En opinión de este autor la malla ferroviaria tendida en la Argen­tina constituyó un factor promotor de la siderurgia británica. Impulsó efectivamente la producción primaria, pero fue también un factor de estancamiento al desalentar la industrialización y contribuir a la con­fusión entre “modernización formal” y “riqueza real”. Véase Jorge Schvarzer, L a in d u stria q u e su p im o s con seg u ir , Buenos Aires, Plane­ta, 1996, pp. 66-68.

89 N© muchos años después, cuando refiriéndose a la concesión del Ferrocarril Argentino, un observador afirmaría que fue “la empresa generadora de todas las demás de su género, sostenidas ó planteadas en el país con capitales extraños”; que Santa Fe debía en gran parte sus adelantos a esa concesión, “que pareció en su tiempo enorme y fue tan combatida entonces como justificada lo ha sido en la actualidad; que era un sebo necesario, y que perdiendo a los ojos de la rutina mio­pe, el país ganaba en realidad intensamente”. Véase Carlos E. Villa- nueva, E l litora l y el in terior, Buenos Aires, Colegio Pío IX de Artes y Oficios, 1887.

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81 Es interesante como ilustración el esfuerzo desplegado en dg ciembre de 1866 para lograr que el gobierno de la provincia de Córdo­ba cediera las tierras expropiadas al gobierno nacional (para que éste, a su vez, pudiera transferirlas a la compañía del ferrocarril), en una carrera contra el tiempo para producir un impacto psicológico en la reunión de accionistas que debía tener lugar en Londres dos meses más tarde.

82 Por ejemplo, mediante nota del 9 de noviembre de 1866, el gober­nador de Córdoba denunciaba al ministro del Interior que en los hechos la introducción del ferrocarril en nada había modificado las condiciones en que se encontraba el Interior mediterráneo con relación al Litoral, pues el tráfico continuaba efectuándose como antes, por medio de carre­tas de bueyes. Ello se debía en apariencia a deficiencias del servicio y de la administración de la empresa.

83 En febrero de 1867, la Compañía del Ferrocarril Central Argenti­no solicitó al gobierno argentino una ayuda de 300.000 libras esterlinas para proseguir las obras, dada la incertidumbre y el endurecimiento del mercado financiero de Londres con motivo de la crisis de 1866/7. El go­bierno argentino propuso emitir bonos del crédito público y suscribirse a la suma requerida con el producido de aquella colocación.

84 El informe de Arenales es un magnífico estudio antropológico en el que se desmenuza la vida de esa comunidad, caracterizando a los vagos, los disconformes, las relaciones con indios vecinos, los esfuerzos de ex­ploración de territorios contiguos y la viabilidad futura de la colonia.

85 A nivel provincial y municipal cabría mencionar además la cons­trucción de hospitales, cementerios, asilos y obras de urbanización, ta­les como pavimentos, redes cloacales y de electricidad.

86 Para un tratamiento detenido del concepto de nación como media­ción entre Estado y sociedad, véase O’Donnell, 1982.

87 Véase Juan Carlos Tedesco, E d u ca ción y so cied a d en la A rgen tin a (1 8 8 0 -1 9 0 0 ) , Buenos Aires, CEAL, 1982, pág. 36.

88 La violenta campaña de política educativa lanzada por Ramos Me- jía en 1906 expresa una reacción (nacionalista) algo tardía contra la se­cularización de la enseñanza y un intento de reforzar los mecanismos de control social ante el crecimiento de los niveles de conflicto social. Los años previos al centenario marcan, precisamente, el apogeo del anar­quismo y la plena incorporación a la agenda del Estado de la denomina­da “cuestión social”.

89 Al respecto, Tedesco iop. cit.) señala que hacia 1890, y gracias a la acción desplegada por las primeras camadas de maestros normalistas, formados en una tradición cuasipositivista, comenzó a reclamarse la in­troducción del trabajo manual como materia de enseñanza. Pero, agrega, “esta acción estuvo limitada a las provincias de Buenos Aires y el Litoral; el resto sólo participó muy embrionariamente y, a pesar del entusiasmo con que se encaró la tarea, no logró cambiar la fisonomía de la educación .

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90 En su tesis doctoral presentada en 1882, Julio Sánchez Viamonte plantea la necesidad del matrimonio civil. La tesis fue rechazada y más tarde publicada con un prólogo de Nicolás Matienzo.

91 Este sistema fue rápidamente abandonado como consecuencia de irregularidades cometidas a través del pago a reclutas sustitutos, dis­puestos a reemplazar a los sorteados.

92 También en este caso se produjeron irregularidades, ya que mu­chos convocados conseguían eludir esta obligación por la vía de la ocu­pación de un cargo público o la emigración.

93 Debate Parlamentario sobre la Ley de Servicio Militar Obligatorio, 28a. sesión ordinaria, 11 de setiembre de 1901. Citado enR. Rodríguez Mo­las, E l servicio m ilitar obligatorio, Buenos Aires, CEAL, 1983, pág. 107.

94 Debate Parlamentario sobre la Ley de Servicio Militar Obligatorio. 29a sesión ordinaria, 12 de setiembre de 1901. En Rodríguez Molas, op. cit. pág. 109.

95 En la Memoria de 1863 presentada al Congreso Nacional, el minis­tro Dalmacio Vélez Sarsfíeld expresaba: “El Gobierno Nacional tal como lo ha creado la Constitución, principió a mediados de octubre del año pa­sado en que se formaron los ministerios. Nada existía, faltaban los pri­meros antecedentes indispensables a toda Administración. Recién en­tonces acababa de establecerse la residencia de las autoridades naciona­les... No había Tesorería ni Contaduría Nacional; todo era preciso crear­lo, aun para el servicio.más urgente”.

96 Los organismos que conformaban la administración central tenían escasa incidencia dentro del total de las ejecuciones presupuestarias. En 1870 —según Memorias del Ministerio de Hacienda— la instrucción pú­blica en las provincias costó al gobierno nacional casi un 50% del total invertido en sueldos de funcionarios y gastos de oficina de la adminis­tración central. La garantía pagada al Ferrocarril Central Argentino costó un 28,1% de esta última suma, mientras que los gastos para el sos­tenimiento del ejército y la “pequeña marina”, o los exigidos por la gue­rra de Entre Ríos, la superaron varias veces.

97 Los informes de unidades administrativas del gobierno elevados durante esos años dan reiterada cuenta de estas circunstancias. Conser­vando todavía esa frescura e ingenuidad que emana del relato meticulo­so de lo*cotidiano, aunque sin renunciar al lenguaje obsecuente y retóri­co, estos informes proporcionan una curiosa pero bastante fidedigna imagen del significado, alcances y dificultades de la acción de un Esta­do que pretendía hacer sentir su presencia institucional.

98 En su segunda carta a Pedro de Ángelis, Echeverría señalaba la razón fundamental por la cual el Cabildo colonial persistió en las locali­dades como institución: “tenía la sanción del tiempo, radicada en la cos­tumbre. De ahí emanaba su fuerza y vitalidad, sobre todo en la época de la anarquía”. Echeverría, op . cit.

" Verdad es que en España la cultura pública raya a tan bajo nivel,

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que parece una ironía el que aquellos hombres creyeran en serio que es­taban civilizando el continente americano.” Juan Álvarez, H istoria s de la p ro vin cia de S a n ta F e (Buenos Aires, 1910).

100 Resulta ilustrativo, en tal sentido, el hecho de que la “cuestión in­dígena” sólo consiguió resolverse definitivamente a partir de la plena asunción de esta responsabilidad por parte del Estado nacional. Las nu­merosas y célebres campañas llevadas a cabo hasta entonces durante más de medio siglo, habían resultado infructuosas. El ejemplo de la Con­quista del Desierto muestra, como pocos, la íntima correlación entre or­den y progreso, al combinar en una misma estrategia de penetración es­tatal componentes coercitivos y materiales que permitieron incorporar amplios territorios al proceso productivo, consolidar la propiedad funda­ría y afianzar institucionalmente al ejército nacional.

101La imitación no se restringió a la esfera organizacional del Esta­do sino que también caracterizó a sus políticas. Sorprende, por el grado de actualización, la frecuentación de autores de moda, de cuyo juicio se valían funcionarios y legisladores por igual para avalar sus respectivas posiciones frente a asuntos en debate. Son ilustrativas en este sentido las frecuentes polémicas sobre temas económicos, en las que se apelaba a la autoridad externa o se aludía a exitosas (o fracasadas) experiencias foráneas. Basta citar los enfrentamientos entre proteccionistas y libre­cambistas, conversionistas y anticonversionistas, partidarios del presu­puesto equilibrado y emisionistas.

102 El hecho de que el líder del autonomismo, Adolfo Alsina, ejercie­ra la vicepresidencia contribuyó sin duda a este mejoramiento de las re­laciones, sometidas a tantas fricciones y enfrentamientos durante la presidencia de Mitre.

103 La producción de azúcar en Tucumán y de vino en Mendoza ad­quirieron creciente significación para la economía de estas provincias recién a partir de la década del 70, y sobre todo con la llegada del ferro­carril. La situación de las finanzas de estas provincias entre fines del si­glo pasado y comienzos del actual ha sido estudiada por Balán y López Nisnovich, “Burguesías y gobiernos provinciales en la Argentina: la po­lítica impositiva de Tucumán y Mendoza entre 1870 y 1974”, D esarrollo E con óm ico , vol. 17, N° 67, octubre-diciembre de 1977.

104 De este último grupo corresponderá excluir más adelante a las provincias que, como ya he indicado, consiguieron crear mercados nacio­nales para su producción agro-industrial.

105 Es el caso de Entre Ríos hasta el asesinato de Urquiza y las rebe­liones de López Jordán, y de Córdoba y Santa Fe en la década del 70, acompañando la efímera prosperidad que en el orden nacional iniciara la presidencia de Sarmiento.

106 Por entonces se produjo el comienzo de lo que se conoce como el segundo gran período de fundación urbana del país. Decidida la erec­ción de pueblos en todos los partidos que no tuviesen centro de pobla­

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ción, se fundaron en apenas dos años (entre 1863 y 1865) nada menos que 21, construyéndose en todos ellos los edificios públicos necesarios. Saldías, op. cit.

107 Sobre todo, en la organización de los tribunales de justicia y en el sistema de educación común.

i°8 Descontando los servicios de su deuda pública (que exigían casi el 50% de los recursos ordinarios), el presupuesto de la provincia de Buenos Aires para 1877 destinaba un 20% del remanente a la educa­ción secundaria y superior, un 30% a la administración de justicia y cárceles, más del 20% a la administración de los poderes ejecutivo y le­gislativo, y casi un 10% a obras públicas. En cambio/la seguridad pú­blica —básicamente el batallón y regimiento provinciales— demanda­ban menos del 10%. .

109 Con esta división funcional la actividad económica de la provincia se desenvolvería sin mayores sobresaltos, justificando afirmaciones co­mo ésta: “El presupuesto de la provincia... no tiene puede decirse parti­das eventuales. Marca en tódos sus capítulos propósitos decididos, para obtener resultados, previstos también” (Rufino Varela, en la Memoria del Ministerio de Hacienda de la Provincia de Buenos Aires, 1877). El contraste con la siempre incierta situación de las finanzas nacionales re­sulta, en tal sentido, sumamente elocuente.

110 Aunque no siempre eficaz para contrarrestar la influencia de Bue­nos Aires, la fórmula constitucional para la composición del Senado de la Nación —que asignaba igual representación a todas las provincias- impuso claras restricciones a la hegemonía porteña y a la discrecionali- dad del Poder Ejecutivo Nacional. Al menos, mientras este último no dispuso del aparato represivo y jurídico necesario para anular, median­te el recurso de la intervención federal a las provincias, el poder equili­brador del Congreso. Pero cuando ello ocurrió, ya la base social del Es­tado se había transformado; las burguesías “del interior” se estaban con­virtiendo aceleradamente en burguesía nacional y sólo debían definir con el sector “ultralocalista” de la burguesía porteña los términos de un nuevo pacto de dominación.

111 Por ejemplo, las resistencias de los ganaderos del Litoral a la im­posición de derechos sobre las exportaciones, crearon severas restriccio­nes a la capacidad de generación de recursos tributarios del gobierno nacional. Pese a que la recaudación de estos gravámenes fue perdiendo importancia en el cuadro de recursos fiscales, el gobierno nacional pudo resistir la presión de este sector para su eliminación.

Ante el fracaso de la iniciativa de Mitre de declarar a Buenos Ai­res capital de la República, las autoridades nacionales pasaron a residir en esta ciudad en el carácter de “huéspedes”. Esta situación se prolongó hasta 1880, cuando luego de la derrota porteña a manos del ejército na­cional se resolvió definitivamente la llamada “cuestión capital”.

ü 9 Además de los ejemplos indicados previamente, pueden mencio-

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narse los conflictos en torno a la jurisdicción sobre los territorios con­quistados en la Campaña del Desierto y los suscitados entre el Banco Nacional y el Banco de la Provincia de Buenos Aires. Estos últimos han sido analizados en un trabajo de Susana Rato de Sambuccetti, A v ella n e­da y la nación versu s la p ro vin cia de B u en os A ires , Buenos Aires, Ed. La Pléyade, 1975.

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EL COSTO DEL PROGRESO Y LA REPRODUCCIÓN DEL ESTADO

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Los impuestos son el precio que pagamos por la civilización.

Juez Oliver W. Holmes

In t r o d u c c ió n

Pocas veces una famosa frase, como la del epígrafe, sinteti­za tan bien un aspecto de la realidad social encerrando, a la vez, tantas ambigüedades. Si la civilización tiene precio es porque a “alguien” le cuesta producirla. En este caso, ese al­guien no es una abstracción sino un sujeto social concreto. Un sistema institucional —el Estado en su manifestación mate­rial—, cuya viabilidad exige el continuado ejercicio de la ca­pacidad de extraer de la sociedad los recursos necesarios pa­ra reproducirse y reproducir un determinado orden social. La pretensión de ejercer esta capacidad extractiva —la “potestad fiscal” en términos constitucionalistas— no sólo se halla res­paldada por recursos de coerción sino además por la legítima invocación de ser el Estado el único actor capaz de garantizar la vigencia y continuidad de ciertos parámetros de organiza­ción social. Esos parámetros definen un sistema de conviven­cia que nuestra frase denomina “civilización”.

En el presente capítulo propongo estudiar el “precio de la ci­vilización en un contexto y tiempo históricos bastante singu­lares, tanto por la naturaleza del Estado que apropiaba los re­cursos como por el particular significado que la noción de “ci-