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1 Los orígenes de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís Tomado de: Historia de la Tercera Orden Franciscana Fr. Pedro Peano O.F.M. Traducción y Apéndices de Fr. Fidel de Jesús Chauvet OFM Editorial Fray Junípero Serra

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Los orígenes de la Venerable Orden Tercera

de San Francisco de Asís

Tomado de: Historia de la Tercera Orden Franciscana Fr. Pedro Peano O.F.M.

Traducción y Apéndices de Fr. Fidel de Jesús Chauvet OFM Editorial Fray Junípero Serra

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Parte I Los orígenes de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís Fr. Pedro Peano O.F.M.

El Pobrecillo, ante tal exceso de celo, no pudo detenerlos sino haciéndoles una promesa: “No obréis así; yo arreglaré lo necesario para vuestra salvación”. Y les rogó que continuaran en sus trabajos y obligaciones mientras el proseguía sus predicaciones; pero desde aquel día se puso a pensar con mayor insistencia sobre los medios de conciliar los dos preceptos, tan imperiosos el uno como el otro: el deber que retiene al cristiano laico en el mundo y el llamamiento del Maestro que le invita a abandonarlo, para ir en pos de Él, cargando con su cruz (Mc 8, 34).

La personalidad de San Francisco de Asís domina el siglo XIII. El ejemplo de aquel que fue llamado el Pobrecillo, en razón de su viviente amor por su dama, la Pobreza, había atraído tras sus huellas a muchos cristianos fervorosos que entraron en las dos fraternidades que había fundado: Los Hermanos Menores y las Damas Pobres o Clarisas.

La predicación familiar del Santo había entusiasmado a un número mayor de fieles que no querían otra cosa, después de haberlo escuchado, sino seguir sus consejos y exhortaciones religiosas. “En efecto, escribe su primer biógrafo Tomás de Celano, muchas personas de la nobleza y del pueblo, clérigos y laicos, acudieron a San Francisco, movidos por la gracia de lo Alto”. (Vida 1ª. XV) para pedirle una regla de conducta.

Hacia 1212, después de haber establecido la Orden de las Clarisas y de haber recibido del cielo la confirmación de su vocación apostólica, francisco salió de Santa María de la Porciúncula para anunciar la palabra de Dios a los habitantes de la Umbría. Llegó a la aldea de Cannara, a dos leguas de distancia de su ciudad natal. Allí, el santo predicó con tan feliz éxito que todos los habitantes decidieron seguirle, abandonando todo, aún su modesta población.

El Pobrecillo, ante tal exceso de celo, no pudo detenerlos sino haciéndoles una promesa: “No obréis así; yo arreglaré lo necesario para vuestra salvación”. Y les rogó que continuaran en sus trabajos y obligaciones mientras el proseguía sus predicaciones; pero desde aquel día se puso a pensar con mayor insistencia sobre los medios de conciliar los dos preceptos, tan imperiosos el uno como el otro: el deber que retiene al cristiano laico en el mundo y el llamamiento del Maestro que le invita a abandonarlo, para ir en pos de Él, cargando con su cruz (Mc 8, 34). Pasó a Bevagna, Aliviano y a otras aldeas de la Umbría, que lo recibieron con alegría y escucharon sus vibrantes llamados a la penitencia.

Francisco recorrió en seguida los floridos valles de toscaza, dominadas por las numerosas ciudades de los señores feudales. En las villas y aldehuelas al escuchar su palabra toda inflamada y apostólica, la generosidad de sus oyente son fue menor,

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sino antes se hizo más apremiante para procurar la solución a sus piadosos deseos. En Florencia el Poverello dio forma a lo que había entrevisto en sus oraciones y meditaciones; congregó. En efecto, en una fraternidad a todos los hombres de buena voluntad; éstos como hubiesen reunido algunas limosnas, se echaron a cuestas la empresa de levantar un hospital, cerca de las murallas, para remedio y alivio de los enfermos y ancianos. Las mujeres, por su parte, fundaron su propia congregación con las mismas finalidades de beneficencia cristiana.

Parte II Los orígenes de la Venerable Orden Tercera de San Francisco: El Beato Luquesio

Beato Luquesio Modestini

Prescribiéndole el traje que de allí en adelante sería el hábito de los terciarios; un sayal de color ceniza, modesto en sus medidas, y una simple cuerda. La Crónica que nos ha conservado estos detalles, añade que el Pobrecillo le enseñó “algunas oraciones de viva voz” (Wadding, Annales Minorum, al año 1221, XIII)

Algún tiempo después, el Santo se hallaba en la ciudad imperial de Poggibonzi, sobre el camino de Florencia a Siena. En esta ciudad vivía un hombre llamado Luquesio quien, poco antes de la visita de Francisco, se había convertido a una vida mejor; renunció al lujo y a las prácticas comerciales fraudulentas, para vender la mayor parte de sus bienes y distribuir generosamente su producto a los pobres. El también se presentó al predicador en demanda de una regla de vida. Leyendo en su corazón, como Cristo en el del joven del Evangelio (Mt 19, 16 y ss), descubrió su sincero deseo de perfección y lo aceptó como hijo espiritual.

Prescribiéndole el traje que de allí en adelante sería el hábito de los terciarios; un sayal de color ceniza, modesto en sus medidas, y una simple cuerda. La Crónica que nos ha conservado estos detalles, añade que el Pobrecillo le enseñó “algunas oraciones de viva voz” (Wadding, Annales Minorum, al año 1221, XIII)

Francisco dio él mismo el hábito a Luquesio Modestini –la tradición lo venera como el primer terciario- y a numerosos fieles de la ciudad y lugares vecinos del valle de Elsa. La historia recuerda algunos nombres: Bonadonna, esposa de Luquesio, convertida a instancias de su marido; Bruno de Colle y su mujer; su pariente Pedro de Colle. Así se completó la Orden de Penitencia, el año de gracia de 1221.

Pero debía hacerse sentir la necesidad de poseer una regla escrita para la buena marcha de estas fraternidades nacientes. El Santo mismo cayó en la cuenta de que sus consejos y exhortaciones eran provisorias, poco apropiadas para el gobierno de

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una obra llamada a sobrevivirle.

Al separarse de estos cristianos que había atraído y, posteriormente comprometido a profesar la vida de la perfección, compuso una “carta a los fieles”; en donde trazaba algunas prácticas de la vida religiosa, según el Santo Evangelio.

¿Débese ver en este escrito “el preámbulo y principio” de la regla de la Tercera Orden? (Cf P. Fr. De Amberes O.M. Cap. La Tercera Orden de San Francisco de Asís).

Sea de ello lo que fuere es verdad que esa epístola resultaba aún insuficiente para quienes aspiraban a una existencia cristiana más ferviente y de mayor unión con Cristo Jesús, en la fraternidad común de sus oraciones y de sus actividades.

Parte III Los orígenes de la Venerable Orden Tercera de San Francisco: La Regla de 1221

He aquí el título de ese documento, traducido a nuestra lengua: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amen. Memorial de lo que se proponen LOS HERMANOS Y HERMANAS DE LA PENTENCIA que viven en sus propias casa, a comenzar del año de 1221”. Así principiaba la regla que Francisco proponía a sus hijos espirituales que vivían en el siglo (“en sus propias casas”) y querían seguir sus huellas.

El santo Patriarca, indudablemente afectado por esta preocupación, manifestándosela a su gran amigo y protector de su obra, el Cardenal Hugolino de Segni, obispo de Ostia. Ayudado por los consejos de este gran hombre de estado, el Pobrecillo, en 1221, compuso el texto de la primera regla de la III Orden.

Este documento, de tan extraordinaria importancia para nosotros, no nos ha llegado. El año de 1901 Pablo Sabatier, protestante, el renovador de los estudios críticos sobre los orígenes franciscanos, descubrió una copia de la regla de la III Orden, cuyo texto se aproxima mucho al de 1221.

Publicó por primera vez en 1903, en el I Fascículo de sus “Opúsculos de Crítica Histórica” (París 1903). Posteriormente se han descubierto otros dos textos de la misma Regla y han sido publicados en el Archivum Franciscanum Historicum de 1913 y 1921 respectivamente, según los códices de Koenigsberg (Alemania) y de Venecia.

El texto descubierto personalmente por Sabatier, procedía del convento franciscano de Capistrano (Abruzos, Italia). A la luz de estos descubrimientos, diversos especialistas, como el P. Mandonnet, O.P., Carlos Müller y particularmente el P. Fidencio Van der Borne, O.F.M, han hecho muy interesantes estudios y nos han

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permitido conocer mejor los orígenes de la Tercera Orden Franciscana.

He aquí el título de ese documento, traducido a nuestra lengua: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amen. Memorial de lo que se proponen LOS HERMANOS Y HERMANAS DE LA PENTENCIA que viven en sus propias casa, a comenzar del año de 1221”. Así principiaba la regla que Francisco proponía a sus hijos espirituales que vivían en el siglo (“en sus propias casas”) y querían seguir sus huellas.

Contenía esa regla trece capítulos, referentes unos a la santificación individual de los terciarios, otros a la vida social, otros, en fin, a la organización de las fraternidades.

DE LA SANTIFICACION INDIVIDUAL DE LOS TERCIARIOS.

Los hermanos y hermanas, decía la Regla, debían vestir modestamente, conforme al estado de penitencia que habían abrazado. Y el Capítulo I determinaba la materia, la forma, el color y aún el precio del los vestidos. Las pieles de los penitentes habían de ser de cordero; las bolsas y los cinturones, de simple cuero, sin ribetes ni cinta de seda.

Les estaba vedado asistir a convites, espectáculos, danzas y otras diversiones mundanas; y se habían de contentar con dos comidas al día guardando abstinencia cuatro veces por semana y ayuno todos los viernes y, además, cien días al año.

En caso de necesidad, el “Visitador” concedía las oportunas dispensas a los enfermos, menestriles y mujeres embarazadas.

Los Terciarios que sabían leer, debían diariamente recitar las siete horas canónicas; cuando no, rezar cincuenta y cuatro padresnuestros con el gloria patri; y durante la Cuaresma, a no estar impedidos, acudir todos a maitines. Habían de hacer examen de conciencia por la noche, confesarse y comulgar tres veces al año y reunirse cada mes para asistir a la Misa, oir el sermón y participar en la oración común.

DE LA VIDA SOCIAL.

Los penitentes cuidarían de pagar los diezmos señalados, de satisfacer las deudas contraídas y de restituir los bienes mal adquiridos. Tenían la obligación de instar a sus familiares al servicio de Dios, de exhortar a los enfermos a la penitencia, y de denunciar ante los Ministros o el Visitador, a los miembros de la Fraternidad que dieren escándalo.

Debían asistir a los funerales de los cofrades y recitar por ellos cierto número de salmos o de padrenuestros con el Réquiem aeternam.

En la reunión mensual se mandaba en la Regla hacer una colecta a favor de los pobres y de los enfermos; y estos nunca han de ser abandonados, antes bien los Ministros cuidarán de procurarles visitas reconfortantes y toda clase de auxilios necesarios.

Ordenaba también la Regla que todos hicieran testamento dentro de los tres meses, que se reconciliaran con sus enemigos y evitaran hacerse otros nuevos. Finalmente,

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se prohibía a los hermanos tomar las armas y prestar juramento solemne sin consentimiento del Soberano Pontífice.

Parte IV - Los orígenes de la V.O.T. de San Francisco: Relaciones de la T.O.F. con los franciscanos

Pero este “Memorial”, que no lleva el nombre de regla en un sentido canónico, no era sino un esbozo. ¿En la forma en que nos ha sido transmitido brotó del fundador Francisco y del genio jurídico del cardenal Hugolino? Ciertamente no. Porque, sin detenernos a discutir –como lo han hecho los especialistas- sobre el problema de conocer cuáles son los capítulos realmente originales, los que pertenecieron a la redacción original y los que posteriormente se añadieron, nos basta saber que, en los años siguientes a su primera composición, esta Regla fue aumentada con algunas particularidades.

LA ORGANIZACIÓN DE LA FRATERNIDAD

La Fraternidad estaba regida por un Visitador, dos Ministros y varios Consejeros.

El Visitador tenía la suprema autoridad. Entendía en las infracciones de la Regla, concedía las dispensas necesarias y decretaba la expulsión de los incorregibles. Los dos Ministros se elegían cada año por los Ministros salientes y por los Consejeros.

A ellos les incumbía examinar la ortodoxia de los postulantes, recibir a los nuevos profesos, ante notario; urgir el compromiso de observar fielmente la Regla hasta la muerte, convocar a la reunión mensual, repartir las limosnas y cuidar de los enfermos.

Por fin, el oficio de los Consejeros era ayudar a los Ministros y designar junto con ellos los oficios subalternos de la Fraternidad. (Hasta aquí Omer Engelbert, Vida de San Francisco de Asís, traducción al español. Buenos Aires. 1949, página 250-1).

Esta Regla servirá de base a las reglas futuras que no aportarán en definitiva sino modificaciones debidas a circunstancias, retoques de forma y de estilo, dejando intacto el fondo mismo de las obligaciones y, sobre todo, el espíritu que el Pobrecillo quiso inspirarle, para atraer las almas de buena voluntad a Cristo, por esta vía espiritual adaptada para todos.

Pero este “Memorial”, que no lleva el nombre de regla en un sentido canónico, no era sino un esbozo. ¿En la forma en que nos ha sido transmitido brotó del fundador Francisco y del genio jurídico del cardenal Hugolino? Ciertamente no. Porque, sin detenernos a discutir –como lo han hecho los especialistas- sobre el problema de conocer cuáles son los capítulos realmente originales, los que pertenecieron a la redacción original y los que posteriormente se añadieron, nos basta saber que, en los

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años siguientes a su primera composición, esta Regla fue aumentada con algunas particularidades.

Es cierto que algunas modificaciones fueron introducidas posteriormente, ya que el texto del manuscrito de Capistrano trae un capítulo, el XIII (que data de 1228), que encierra algunos cambios de entre los cuales el más importante es indudablemente la disposición de los párrafos 4 y 5:

“Estatuimos que el Visitador y los Ministros de la Fraternidad pidan al Ministro o Guardián de los Frailes Menores un hermano menor del convento, por cuyo consejo y la voluntad de los hermanos, sea gobernada la fraternidad y en todo regida. Y si ese hermano (menor) dejase el convento, que pidan otro en su lugar, de manera que, siempre, dicha fraternidad, que debe su origen al bienaventurado Francisco, quede bajo la dirección de los Frailes Menores”.

Indicábanse así, claramente, la relación de la tercera Orden con los Franciscanos, la naturaleza de los lazos que debían unir a las dos fundaciones del seráfico Padre, punto esencial que la redacción original, sin embargo de ello, no había señalado. Durante la vida de Francisco, era difícil encontrar una solución, ya por el número poco elevado de sacerdotes, ya porque el Fundador hubiera deseado una mayor autonomía para la Orden de Penitencia.

Después del glorioso tránsito del Pobrecillo, el 3 de Octubre de 1226, tenía que obrarse de otra manera; la Orden de los Menores había tomado amplitud en la multitud y calidad de sus hijos; por otra parte la necesidad se hizo sentir para grupos casi exclusivamente reclutados entre las gentes del siglo, de recibir un impulso y dirección única.

Esta unidad, tanto en la fundación y en la mentalidad como en los ideales, debía pues someter a la tercera Orden a las directivas experimentadas y seguras de los hermanos menores. Para reforzar aún esta unión, el mismo capítulo ordenó que la reunión mensual se tuviera en la iglesia de los Franciscanos. Además, otra innovación: la confesión se hizo mensual, en lugar de las tres veces por año, previstas en 1221.

Nacida de la predicación de Francisco, madurada al calor de sus reflexiones y de las luces de lo Alto, la Orden de Penitencia se estableció, pues, en 1221. Como el granito de mostaza, la Tercera Orden se desenvolvió rápidamente para llegar a ser, a su vez, un gran árbol.

La obra, creada por el genio del Patriarca umbro, iba a llegar a ser un hogar de santidad, de vida cristiana, según la forma del Santo Evangelio

Parte V Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIII: Personalidades notables

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Los hijos de Francisco partieron entonces de Santa María de los Ángeles, para ir a los diversos países que les había asignado la obediencia. Llevaban consigo el ideal de su Padre Seráfico, en la esperanza de hacerlo amar, de hacerlo revivir bajo otros cielos. Su primera finalidad era fundar casas a imitación de las que el fundador había establecido en el Valle de Umbría, de Toscaza y regiones limítrofes.

Parte V – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIII: Personalidades notables

Francisco de Asís, como heraldo del gran rey, había sembrado en las almas de sus compatriotas, nobles deseos; pero, según la palabra del Maestro, no faltarían obstáculos que pudiesen impedir el desarrollo de su obra: las espinas y zarzas, las aves del cielo y los hombres.

El Santo había atraído a la perfección a nuevos discípulos, más expuestos aún a los choques del mundo que sus primeros hijos. Les había delineado las prácticas religiosas esenciales para mantener y acrecentar su vida interior y, sobre todo, les había recomendado este poderoso medio de sostenimiento y de aliento para la unión de los corazones y de las voluntades: la Fraternidad.

Favorecida por las gracias de Dios, hacia quien deben propender todas las energías, sostenida por la protección de los Soberanos Pontífices, esta obra del Pobrecillo iba a producir magníficos modelos de santidad en el campo de la iglesia.

Otras fundaciones del mismo género existían ya en la Cristiandad: la Tercera Orden de los Humillados, en Lombardía, la Tercera Orden de Santo Domingo o cofradías de penitentes y de Continentes, por aquí y por acullá; pero el nuevo instituto de la Penitencia los superaría, tanto por el número de sus miembros, cuanto por la influencia de sus hermanos y hermanas y, sobre todo, por la calidad de su vida interior.

Fieles al ejemplo de su Fundador y Padre, los Franciscanos de la primera generación se esforzaron por propagar la tercera Orden, como nos lo sugiere la Leyenda tradicional de los Tres Compañeros: “Aún hombres y mujeres, comprometidos con los vínculos del matrimonio que no podían destruir, según el consejo saludable de los Hermanos, se pusieron a practicar una vida de rígida penitencia en sus propias casas” (Acta Sanctorum, Octubre, II, p. 737)-.

Esos vínculos impuestos por Dios eran harto providenciales para que el Santo pretendiera hacerlos romper. Su Orden secular se proponía conservarlos y ennoblecerlos, impidiendo empero que llegasen a convertirse en obstáculo para el cumplimiento del mandato divino: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”, del Sermón de la Montaña.

La Tercera Orden Franciscana se estrenó en plena Edad Media. El feudalismo estaba aún vigorosamente establecido y normaba casi todas las relaciones humanas. En los

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territorios comunales, sin embargo de ello, sus habitantes tomaban conciencia de su poderío, sacudían el yugo de los castillos vecinos que los amenazaban con sus moles imponentes.

En las ciudades mismas, unidas por momentos contra amos demasiado prepotentes, se mezclaban las divisiones intestinas a las luchas de unas contra otras, y de unos señores contra otros. Los “Mayores” dueños de las tierras, y los “menores”, pequeños burgueses comerciantes y artesanos, se animaban a imponer su partido, con perjuicio de los demás ciudadanos.

A todos la Tercera Orden procuraba la paz y la concordia en la caridad, por su espíritu extraído del mismo Santo Evangelio. Su Regla era para todos, sin excepción alguna, “Mayores” y “Menores”.

A pesar de estas brillantes perspectivas que hubieran debido atraerle la simpatía y el favor de los cristianos fervorosos, la Orden de la Penitencia encontró, desde sus primeros días de vida, la oposición de aquellos a quienes contradecía en sus ardores bélicos y en sus desmesuradas ambiciones.

Y todo eso, no precisamente sobre los puntos esenciales de la vida espiritual terciaria en sus prescripciones religiosas, sino en cuestiones que se referían a las relaciones de la nueva hermandad con la sociedad civil de entonces: el servicio militar, el juramento de fidelidad, las funciones municipales que la regla prohibía a sus profesos y que el feudalismo se proponía mantener en beneficio propio.

La Tercera Orden, en efecto, era una Orden religiosa, un tanto apartada por el hecho de que sus miembros aunque vivían con todos los demás ciudadanos, sin embargo de ello, estaban particularmente sujetos a la Iglesia, y sustraídos por su Regla de las preocupaciones de este mundo.

En consecuencia, los organismos ciudadanos, sobre todo en Italia, no miraban con buenos ojos esta exención de sus habitantes, este desinterés de los mejores en los negocios temporales de importancia y prestigio para la patria chica local.

Los Papas, que habían favorecido el movimiento naciente, tomaron la defensa de los terciarios. La primera carta pontificia que abre el bulario de la Tercera Orden Franciscana fue promulgada a favor de los hermanos de Faenza y alrededores, para declarar que estaban desligados del juramento de tomar armas y de seguir a sus jefes a la guerra, declaración que hizo Honorio III por su breve “Significatum est” del 16 de diciembre de 1221, el año mismo de la redacción de la Regla.

Otras bulas en los años siguientes precisaron esta separación respecto del mundo, propuesta por el Estigmatizado de Alvernia, para salvaguardar el espíritu religioso. El cardenal Hugolino, promovido el 19 de marzo de 1227 al papado, con el nombre de Gregorio IX, por su carta “Detestanda humani generis” del 30 de marzo de 1228, marcó aún más netamente esa separación.

En 1217, la Orden de Frailes Menores había recibido, en el Capítulo General de la Porciúncula, un comienzo de organización en provincias que se dividían las regiones

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de Europa y Tierra Santa.

Los hijos de Francisco partieron entonces de Santa María de los Ángeles, para ir a los diversos países que les había asignado la obediencia. Llevaban consigo el ideal de su Padre Seráfico, en la esperanza de hacerlo amar, de hacerlo revivir bajo otros cielos. Su primera finalidad era fundar casas a imitación de las que el fundador había establecido en el Valle de Umbría, de Toscaza y regiones limítrofes.

Pero una vez asentados en las regiones que los habían acogido, debieron irradiar en los alrededores para suscitar vocaciones para hermanos y ganar almas para Cristo. Posteriormente, cuando su Padre hubo fundado la milicia de la Penitencia, procuraron también darla a conocer. Así la Orden Tercera SE EXTENDIO en la cristiandad medieval gracias al celo apostólico de los hijos del Pobrecillo.

Desgraciadamente no tenemos suficiente información sobre el desenvolvimiento de estas primeras misiones franciscanas y sobre la expansión de la Orden de la Penitencia en los reinos y principados del Medioevo. ¡Hemos de contentarnos con noticias fragmentarias! Y esas noticias aún nonos son proporcionadas sino por las vidas de Santo personajes que abrazaron el nuevo género de vida; no tenemos pues sino conocimientos de hechos aislados.

Desde sus orígenes, la Orden tercera se reveló a los ojos de todos como una fuente de santidad. Los Anales del primer siglo franciscano nos ofrecen modelos de virtudes cristianas.

Santa Isabel de Hungría, duquesa de Turingia (fallecida el 19 de noviembre de 1231) quien, según la tradición, se alistó en la milicia terciaria desde el establecimiento de los hermanos menores en Einsenach, la capital de sus estados y quien, a pesar de las pruebas que la afligieron, practico los consejos de Francisco a la letra; lo que le valió llegar a ser la patrona y protectora celestial de las Hermandades de la Tercera Orden; es realmente su gloria, porque fue su primer florón, habiendo recibido la primera los honores de la canonización, en 1236, de parte de Gregorio IX.

Otros soberanos conformaron a esta Regla su vida privada y su vida pública, como San Luis IX, rey de Francia (fallecido el 25 de agosto de 1270) y San Fernando III (fallecido el 30 de mayo de 1252), rey de Castilla y León, en España. En una situación aparentemente inferior y menos vistosa en la escala social, otros cristianos llegaron también a la perfección, porque dondequiera que la obra había penetrado, santificaba el medo ambiente, conduciendo a las almas hasta la unión con el Maestro, único objetivo de Francisco y sus mejores discípulos.

Hojeando las páginas de la hagiografía franciscana, se descubren admirables figuras de servidores de Dios: el beato Luquesio Modestini (fallecido el 28 de mayo de 1260), el primer terciario, cuya caridad sin límites socorría a todos los pobres, a todos los enfermos, a todos los afligidos que encontraba en su camino; el bienaventurado Gerardo de Villamagna (fallecido en 1242), quien, después de su admisión en la Orden de Penitencia, llevó vida solitaria, al igual que la beata Viridiana de Castelfiorentino (fallecida el 13 de febrero de 1242), la cual fue recibida por San

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Francisco en persona y pasó su vida de penitencia y de reclusión cerca de su ciudad natal; asimismo el bienaventurado Gerardo de Lunel, terciario francés (fallecido hacia el año 1270) que una graciosa leyenda, de que hace eco el breviario de la diócesis de Montepellier, nos muestra tomando el hábito en edad muy temprana de manos del mismo Fundador, al regreso de este de España.

En este período nos encontramos también con Santa Rosa de Viterbo, la “santita” de los Estados Pontificios, que predica la sumisión a los sucesores de Pedro y muere a los 18 años, el 6 de marzo de 1252, después de haber padecido el destierro que le valió la audacia de erigirse en juez de los poderosos de la tierra.

Otros terciarios se santifican en el hogar o en el trabajo, como la beata Humiliana de Cerchi, de Florencia (fallecida el 13 de mayo de 1246) y sus dos compatriotas, ambos artesanos. El beato Novelote de Faenza (fallecido en 1280) y Pedro de Siena (fallecido el 4 de diciembre de 1289).

Y este capítulo de la santidad en el siglo XIII, por lo que toca a la Tercera Orden Franciscana, se cierra con Santa Margarita de Cortona (fallecida el 22 de febrero de 1297), llamada la “Magdalena franciscana”, la gran penitente seráfica que reparó algunos años de extravío con una vida de oración, de mortificación y de abundantes buenas obras: con insistencia imploró su admisión en la tercera Orden; lo que no consiguió sino después de tres años de prueba. Pero en seguida, su vida santa atrajo en torno a sí varias mujeres, de quienes se convirtió en madre espiritual y a quienes agregó a la fraternidad de Cortona; bajo su dirección, ese pequeño cenáculo de buenas voluntades hizo reinar, en la ciudad, la caridad y la paz cristianas.

Al lado de estos fieles a quienes la Iglesia ha otorgado títulos para nuestra admiración y para nuestra veneración, otros aún, de los cuales la historia ha conservado solamente algunos nombres, se refugian en la obra del Pobrecillo umbro, para recibir allí el alimento de su piedad, de su amor para el creador y las creaturas. Bástenos recordar la noble dama de Settesoli que San Francisco llamaba “Fray Jacoba”, Rolando de Chiusi, el donador del Monte Alvernia y el santo párroco Davanzati (los nombres de estos siervos de Dios figuran en el Martyrologium Franciscanum, publicado en Roma en 1828).

“Estos nobles ejemplos, escribe el P. Fredegando de Amberes en su libro “La Tercera Orden de San Francisco de Asís”, seguidos ininterrumpidamente por una serie numerosa y escogida de santos, de príncipes, de estadistas, de sabios, de artistas, de letrados, han contribuido indudablemente a la difusión de la Tercera Orden en todas las clases de la sociedad; a pesar de ello es imposible precisar exactamente su papel al respecto, porque no se limita a su medio ambiente inmediato, sino se extiende en el tiempo y en el espacio a todos cuantos sintieron el influjo de su santidad, el prestigio de su saber, y el encanto de su arte”.

Parte VI – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el

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Siglo XIII: Las Hermandades

La Regla de 1221 no hablaba del papel que correspondía a los Hermanos Menores en la dirección de los Terciarios. Por el contrario, las adiciones posteriores de 1228 habían precisado la dependencia de las Hermandades, que debían tener sus reuniones en las iglesias franciscanas del lugar, y recibir de los Frailes consejos y correcciones. Pero algunos años más tarde, probablemente bajo el generalato de Fray Elías, en 1234 –fecha en la cual había sido publicada la segunda Regla de la Tercera Orden, según el P. Mandones-, la cuestión había sido reconsiderada en el sentido de la separación de las dos Órdenes, de suerte que la Orden de Penitencia recibiría de los obispos diocesanos sus directores espirituales (1).

Parte VI – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIII: Las Hermandades

En la Parte V tratamos algunas de las personalidades terciarias más eminentes del siglo XIII, ahora nos referimos brevemente y de modo particular a las diversas hermandades que en ese siglo florecieron. Pero, por falta de los documentos que las vicisitudes de los tiempos han dispersado o destruido, bien poco sabemos sobre tal argumento.

A las veces, sin embargo, entrevemos algunos episodios a través de las raras piezas documentales publicadas por algunos afortunados investigadores. A pesar de esta laguna, descubrimos la irradiación de la Tercera Orden Franciscana en el siglo XIII, en diversas regiones de Italia, ante todo, y en otros países de la cristiandad, y en dondequiera, en una palabra, que los Hermanos Menores habían establecido sus moradas conventuales.

“Porque, al fin de este siglo –añade el P. Fredegando de Amberes en su obra ya citada en la Parte V- la Tercera Orden Secular de San Francisco había alcanzado la categoría de un hecho universal en el mundo cristiano”.

Para convencernos recordemos la célebre frase que se ha atribuido a la pluma de Pedro de la Vigna, canciller del Emperador Federico II, pero que en realidad fue pronunciada por un eclesiástico, adversario de las Órdenes Mendicantes, y de sus adeptos seglares. A pesar de su tono exagerado, su alcance prueba fácilmente la vitalidad de la obra de San Francisco y su influencia social en el mundo medieval.

“Al presente, para mejor abatir nuestro poder y privarnos del afecto de los fieles, ellos (los dominicos y franciscanos) reciben tanta cantidad de hombres y mujeres que apenas si queda el nombre de alguno que no se haya inscrito con los unos o con los otros”.

Algunos indicios por sí solos confirman esta afirmación demasiado general y nos muestran esa vitalidad y esa influencia. La independencia de las Hermandades acaso es la principal dificultad para el historiador que quiere establecer los influjos

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espirituales que generalmente animaron a estas diversas agrupaciones.

En cada ciudad, hubo pronto una asamblea de terciarios; pero en los centros urbanos más importantes se estableció la costumbre de tener dos asociaciones, la primera reservada a los varones y la segunda a las mujeres. Por lo demás, ésta división se irá perfilando y definiendo más claramente en tiempos posteriores. Hacia la misma época, algunas de estas fraternidades se agrupan en congregaciones, ya sea de índole regional, o bien de carácter profesional.

Este corporativismo terciario se fortificará particularmente a principios del siglo siguiente, sobre todo entre los sastres del norte de Europa: los Países Bajos y Flandes.

Las congregaciones regionales se organizan sobre todo en Italia y en Alemania, particularmente en Estrasburgo y Colonia, como lo demostró el P. Bihl, OFM, en su trabajo “De tertio Ordine S. Francisci in provincia Germaniae Suprioris sive Argentinensi sintagma” (Archivum Franc. Hist. De 1922-1925).

Volviendo a Italia recordemos que desde 1246 se creó la congregación de los Penitentes de Lombardía, que en esa fecha recibió peculiares privilegios de parte de Inocencio IV. Más adelante, estas congregaciones de la Italia Septentrional celebraron aún capítulos generales. Podemos citar dos, el habido en Plasencia y el otro en Bolonia, en 1289. (Las actas correspondientes han sido publicadas en el Archivum Franc. Hist. De 1909 y 1925).

Asistimos en consecuencia a un intento de “federación” como se diría a principios del siglo XX. Cada hermandad envía a su delegado para representarla en sesiones; los ministros de las provincias presiden las deliberaciones, deciden las cuestiones que les son sometidas y precisan los puntos de la Regla. Porque lo que caracteriza a la Orden de Penitencia en el siglo XIII, es el hecho de que se le considera una verdadera orden religiosa; posee su Constitución y su hábito particular; en consecuencia sus miembros están exentos de la jurisdicción civil y quedan sometidos al fuero eclesiástico. El terciario tiene sus peculiares derechos y aún cierta autonomía.

El estado de las relaciones entre la Primera y la Tercera Ordenes Franciscanas sufre en consecuencia algunas fluctuaciones.

La Regla de 1221 no hablaba del papel que correspondía a los Hermanos Menores en la dirección de los Terciarios. Por el contrario, las adiciones posteriores de 1228 habían precisado la dependencia de las Hermandades, que debían tener sus reuniones en las iglesias franciscanas del lugar, y recibir de los Frailes consejos y correcciones. Pero algunos años más tarde, probablemente bajo el generalato de Fray Elías, en 1234 –fecha en la cual había sido publicada la segunda Regla de la Tercera Orden, según el P. Mandones-, la cuestión había sido reconsiderada en el sentido de la separación de las dos Órdenes, de suerte que la Orden de Penitencia recibiría de los obispos diocesanos sus directores espirituales (1).

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Así continuaron los terciarios, bajo la dirección de sacerdotes diocesanos, hasta la elección del beato Juan Buralli de Parma, de tendencia rigorista y que por tanto pretendía reconducir la observancia franciscana a su primer fervor. Pidió pues al Papa Inocencio IV volver a colocar a las hermanas y hermanos de la Tercera Orden bajo la dirección de los Frailes Menores: lo que concedió el pontífice por su carta “Vota devotorum” del 13 de junio de 1247, dirigida a los Provinciales de Italia y de Sicilia, encargándoles entonces de las funciones de Visitadores y Directores en todas las Hermandades de Penitencia.

El 5 de agosto de 1247, otro ejemplar de este documento fue enviado a los superiores de Lombardía, confiriéndoles los mismos poderes en sus administraciones. Los ministros terciarios de estos países, celosos de sus derechos, protestaron contra esta “innovación” y, al año siguiente, el papa accediendo a sus demandas, permitió a los dichos terciarios permanecer bajo la dependencia de las autoridades episcopales.

San Buenaventura, sucesor de Juan de Palma, se mostró poco favorable a la intromisión de sus subordinados en la dirección de las congregaciones seculares, como por otra parte se oponía asimismo a la dirección de las Clarisas.

A la vez, la competencia entre el clero secular y los religiosos mendicantes tomaba amplios vuelos, y el Santo Doctor trataba de evitar en tal situación reclamaciones y quejas. San Buenaventura expone su punto de vista en su obra DETERMINACIONES QUAESTIONUM, q. 14, p. 368 y s del tomo VIII de su Opera Omnia, Quaracchi.

Los Ministros Generales posteriores adoptaron hasta cierto punto la opinión de San Buenaventura.

Según advierte el P. Mandonnet, los Franciscanos de tendencia espiritual sintieron marcada predilección por la Tercera Orden y se constituían de buen grado en sus sostenes y consejeros. Por el contrario, los de tendencia moderada o amplia, encontraban en sus relaciones ocasión de choques y fricciones. Los primeros, en efecto, deseaban seguir los ejemplos de su Santo Padre en todo, y por consiguiente, no podían desinteresarse de su obra. Lo comprobaremos más tarde, cuando la lucha se hizo más aguda entre las dos corrientes que dividieron la Orden Franciscana.

El gran predicador del siglo XIII y jefe de los espirituales del Mediodía de Francia, Hugo de Digne, se manifestó como ferviente propagandista de la Tercera Orden, según el cronista franciscano contemporáneo, Fr. Salimbene.

Recibía en su celda del convento de Hyeres, Provenza, a cantidad de personalidades de la ciudad para “exponerles las doctrinas del abad Joaquín, explicarles los misterios de la Sagrada Escritura y predecir los sucesos futuros”.

Y el propio cronista añade: “Hay gran número de Hermanos de Penitencia, hombres y mujeres, que permanecen entre ellos y llevan el hábito de los seglares; están muy aficionados a los Hermanos Menores y gustan de oír la Palabra de Dios, cuando la predican ellos”. De ahí nacerá bien pronto la Orden de los Hermanos de la Penitencia

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de Jesucristo, la cual, desgraciadamente, se extravió a causa del joaquinismo y que el Concilio Ecuménico de Lyon de 1274 hubo de suprimir, si bien sobrevivió hasta mediados del siglo XIV.

En cambio el grueso de la Orden Tercera aprobada y favorecida por los Sumos Pontífices, dirigida, ya por los obispos ya por los Menores, se extendió rápidamente y se vigorizó por sus numerosas fraternidades.

No estará por demás advertir que el preciso nombre de TERCERA ORDEN DE SAN FRANCISCO, según los datos actuales, aparece por primera vez en el breve de Gregorio IX, el amigo de San Francisco de Asís Cardenal Hugolino, “Cum dilectgi filii fratres tertii Ordinis Sancti Francisci” del 4 de junio de 1230.

En la segunda mitad del siglo XIII, lanuela institución tomó aún mayor importancia en la vida espiritual de las ciudades de entonces. No hay sino recordar la aureola de santidad y de crédito que rodeaba, aún en vida, a muchos de sus miembros.

La obra del Pobrecillo probó entonces su universalidad y su facilidad de adaptación. Habiendo sido fundada para permitir a los cristianos fervorosos, retenidos en el mundo por los lazos indisolubles, el practicar también ellos la vida religiosa, y el seguir los consejos evangélicos, realizó la Orden su papel de medio poderoso de santificación, en el cumplimiento fiel de las obligaciones familiares y en el empleo sobrenatural de la existencia social.

La propia institución será de singular utilidad a las almas más generosas, que, abandonando todo, irán a establecerse lejos en los desiertos y eremitorios y en las cabañas de reclusos, esperando dar origen a la vida común integral de la Tercera Orden Regular.

(1) Nota bene: El texto de la Regla de 1234 fue publicado por Waddingo en sus ANNALES MINORUM, año de 1221, y en su edición latina de los Opúsculos de Nuestro Padre San Francisco, Amberes, 1623, p. 223 ss

Parte VII– Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIII: Influjo social y espiritual

El ejemplo, sobre todo, del fundador, prodigando sus cuidados a los enfermos más repugnantes, los leprosos y distribuyendo generosamente a los necesitados hasta sus vestiduras, cuando no tenía otra cosa, no estaba hecho para dejar a sus hijos que vivían en medio de los infortunados del mundo, en un desinterés egoísta, lejos del deber que marca la palabra del Señor: “Todo lo que hiciereis por uno de los míos, lo habréis hecho por Mí mismo”.

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El movimiento de la Tercera Orden no podía quedar imitado al plenamente puramente espiritual: necesariamente habría de desbordarse sobre la sociedad, influenciarla para infundirle el espíritu del Evangelio y sobre todo para venir en su ayuda, para aliviar las miserias que son la consecuencia de los períodos turbulentos del Evangelio y sobre todo para venir en su ayuda, para aliviar las miserias que son la consecuencia de los períodos turbulentos de la historia.

Es verdad que la Regla de la Tercera Orden no prescribía ninguna actividad particular, ni orientaba a sus profesos hacia ninguna forma particular de caridad; estas obras de misericordia no debían ser sino la expansión y la aplicación práctica de la vida, saturada de las esencias evangélicas, que palpitaba en cada terciario, en cada fraternidad.

El ejemplo, sobre todo, del fundador, prodigando sus cuidados a los enfermos más repugnantes, los leprosos y distribuyendo generosamente a los necesitados hasta sus vestiduras, cuando no tenía otra cosa, no estaba hecho para dejar a sus hijos que vivían en medio de los infortunados del mundo, en un desinterés egoísta, lejos del deber que marca la palabra del Señor: “Todo lo que hiciereis por uno de los míos, lo habréis hecho por Mí mismo”.

En una palabra, se trataba de llevar eficazmente al terciario a la conformidad con Cristo crucificado.

Los primeros hermanos de la Orden de Penitencia se complacieron en realizar la lección divina. El bienaventurado Luquesio, después de haber revestido el hábito color ceniza de la Orden, se entregó a obras de misericordia corporal y espiritual, atravesando las poblaciones cercanas a su residencia, para distribuir gratuitamente los remedios que llevaba sobre su asnillo, y extremaba su generosidad hasta llevar sobre sus espaldas a pobres enfermos, que alojaba en su propia casa y a quienes prodigaba esmerados cuidados.

Santa Isabel, en Turingia, lo propio que Santa Margarita de Cortona, en Toscana, fundan con sus rentas o con limosnas, hospitales en que ellas ejercitan el oficio de enfermeras.

Pero tal actividad no era solamente propia de las personas que guardaban la regla, sino aún de las fraternidades, a las cuales se vinculaban fundaciones de beneficencia cristiana cuyo sostenimiento y administración corrían por cuenta de fervientes terciarios.

En esta época en casi todas las ciudades de Italia, existía una casa para enfermos, en donde prodigaban sus desvelos y cuidados los hermanos y hermanas de la localidad. Roma sola poseía cuatro hospitales o establecimientos de caridad, administrados por los hijos de San Francisco; Florencia tenía el suyo que era el más importante de la población y al que estaba anexo un hospicio para ancianos.

Los lugares de menor importancia no se dejaban superar excesivamente por los citados: Cortona, Faenza, Bolonia, Imola, Brescia, etc. Hicieron construir edificios

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con el mismo objetivo.

El mismo celo floreció en Francia, en donde Guido de Joinville, en 1230, funda en París, una fraternidad de terciarios enfermeros. Pero la buena voluntad no se limitó a esta sola actividad exterior, revistió aún otras formas, según las necesidades: asistencia a domicilio a pobres vergonzantes, instrucción religiosa a jóvenes ignorantes, etc.

Por todas partes, cuantos abrazaban la profesión del género de vida renovada por el Pobrecillo para las personas del mundo, se encaminaban a la santificación personal, esto es, a la perfección de la acción impregnada de amor y caridad. Y es allí en donde se debe buscar el secreto de la difusión rápida de la Orden y su influencia espiritual y social, porque las almas atormentadas por la sed de su formación interior y la urgencia de ayudar al prójimo, encontraron allí abundantemente con qué satisfacer sus más legítimos deseos.

Parte VIII – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIII: La Regla

El Sumo Pontífice, al obrar de esta manera, no imponía ni componía una nueva Regla, porque el texto que entendía promulgar y por tanto aprobar, existía ya como acabamos de verlo en las Fraternidades. Se contentó, en efecto, fuera de algunas adaptaciones, con ordenar las prescripciones según un plan más metódico.

Parte VIII – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIII: La regla y su nueva redacción por Nicolás IV

La Regla que en 1221 fray Francisco había delgado a los hijos de la Umbría y de la Toscana no era sino un memorial, un recordatorio de sus exhortaciones a mejor amar al Señor en la penitencia y la mortificación. En los años siguientes, ese Memorial sufrió mortificaciones que completaban las disposiciones primitivas.

No pocas fraternidades habían aún transformado su texto, para adaptarlo a los imperiosos requerimientos locales. Y a pesar de ello, ese texto conservaba su sello práctico, nos e ocupaba sino de los deberes aceptados por sus miembros. Estas diversas formas, así como ciertos puntos que habían padecido algunas fluctuaciones, debían conducir a una redacción única y oficial.

No obstante las aprobaciones de viva voz de los Pontífices Romanos, estos diversos textos no poseían una índole propiamente oficial.

Entre 1234 y 1247 –el P. Mandonnet, O.P prefiere la primera fecha- el Memorial revistió una forma más regular de regla Canónica. Es el texto que encontraremos en el gran analista de la Orden, Lucas Waddingo. Pero le faltaba siempre la sanción escrita, que hiciera de él un instrumento religioso adaptado al derecho eclesiástico.

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Por otra parte la obra de Francisco estaba ya bien comprobada por la experiencia. El Papa, guardián de la fe y pastor de los fieles, podía pues dar su decisión definitiva, al confirmarla con todo el peso de su autoridad. Así lo hizo el primer papa franciscano, Nicolás IV, por su bula “Supra montem” del 18 de agosto de 1289. El texto crítico de este documento puede verse en la obra Seraphicae legislationis Textus originales, Ad Claras Aguas (Quaracchi-Firenza), páginas 77-96.

El Sumo Pontífice, al obrar de esta manera, no imponía ni componía una nueva Regla, porque el texto que entendía promulgar y por tanto aprobar, existía ya como acabamos de verlo en las Fraternidades. Se contentó, en efecto, fuera de algunas adaptaciones, con ordenar las prescripciones según un plan más metódico.

Después de recordar en los dos primeros capítulos el examen previo del candidato y la manera de recibir al postulante, la Constitución Apostólica de 1289 trata “de la forma del hábito y de la calidad de los vestidos”, de la vida de los profesos que se comprometen no sólo a evitar cuanto puede manchar la mortal cristiana, sino sobre todo a llevar una vida de penitencia: ayunos y abstinencias, vbida interior más intensa y profunda, confesión y comunión tres veces al año (según las restrictivas costumbres piadosas de aquellos tiempos), recitación del oficio, asistencia a la Santa Misa, diariamente si fuere posible.

Otras obligaciones completaban las anteriores prescripciones, como la prohibición de portar armas, excepto para servicio de la Iglesia, obligación de hacer oportunamente el testamento, propagar la paz, evitar los juramentos, prescripciones a las cuales se añadían la concurrencia a las reuniones mensuales, la visita de los hermanos enfermos y la oración por los difuntos.

Finalmente los últimos capítulos se referían al gobierno de la Fraternidad, encomendado a los Ministros, la visita canónica y las dispensas necesarias, la expulsión de los incorregibles y aquellas prescripciones que se reducían a simples consejos cuyo cumplimiento se dejaba a la generosidad y al fervor de los profesos, en plena libertad y voluntariamente.

Todas estas disposiciones se encerraban en veinte cortos capítulos. Para terminar, Nicolás IV, en virtud de su autoridad apostólica, aprobaba este género de vida, recordando las censuras eclesiásticas, esto es, las penas espirituales de la Iglesia, a aquellos que se atrevieran temerariamente a contestar y contradecir la constitución de la Tercera Orden de San Francisco.

El punto principal que fue afectado por las modificaciones aportadas por la bula se halla en el capítulo XVI: “De la Visita y de la corrección de los contraventores”. Estaba formulada como sigue: “Por cuanto la presente de vida fue instituida por el bienaventurado Francisco, Nos aconsejamos que se escojan en la Orden de los Frailes menores a los Visitadores y Directores, que serán asignados por los Custodios y Guardianes de la misma Orden, después de haber sido estos últimos requeridos para ello”.

Lo cual significaba volver a colocar las fraternidades bajo la jurisdicción de la

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Primera Orden y resolver así el conflicto relativo a la autoridades que debería regir de allí en adelante a las Fraternidades.

Algunos terciarios, apoyados por ciertos obispos que se veían despojados de su influencia sobre grupos de cristianos fervientes, en provecho y beneficio de los religiosos, se elevaron contar el documento pontificio. Los primeros llegaban hasta pretender que quienes lo observaban y guardaban comprometían gravemente su salvación eterna: los segundos, como el obispo de Florencia, Andrés Mozzi, quien recelaba de las Fraternidades de su ciudad episcopal que aceptaban la Regla de Nicolás IV, sin ni siquiera pedirle su consejo, se apresuró a sustraerles la caja en que custodiaban el texto de la Constitución Pontificia y les prohibió administrar los bienes que los hermanos y hermanas habían legado a las obras de caridad.

Al año siguiente, por sus letras “Unigenitus Dei Filius”, del 8 de agosto de 1290, el papa mantuvo su decisión, declarando nulos los procesos que algunos habían intentado y querían proseguir contra los que habían obedecido, concediendo a estos últimos el beneficio de los privilegios otorgados a la Orden de Penitencia. Permitió aún a los que se sometían el que pudieran nombrar nuevos Ministros y fundar Fraternidades separadas.

El obispo de Florencia, también él, fue abiertamente llamado al orden y obligado a restituir los documentos que había tomado, bajo pena de incurrir en las sanciones eclesiásticas.

Esta oposición no tuvo lugar sino en casos aislados, porque en la gran mayoría, los terciarios recibieron fiel y sumisamente las decisiones pontificias. Basta consultar las actas del Capítulo que se celebró en Bolonia, algún tiempo después de la publicación de la bula, el 14 de noviembre de 1289, y al cual concurrieron los delegados de las Fraternidades de Italia septentrional, que comprendía las provincias de Venecia, Lombardía, Liguria y Bolonia.

Sus decisiones se refieren por dos veces “a la Regla bulada por el Señor Apostólico, el papa Nicolás IV”. “Que nadie”, se dice allí, “se atreva a portar el hábito de los hermanos o de las hermanas de Penitencia… si no promete guardar por todo el tiempo de su vida las prescripciones contenidas en esta regla”.

Esta constitución de Nicolás IV marca pues una etapa en la historia de la tercera Orden secular franciscana, porque, además de las adaptaciones de la regla primitiva a las necesidades de la época, la índole oficial de la aprobación apostólica, estrechaba aún más de los lazos que debían unir las dos fundaciones del Santo Patriarca de asís. Gracias a esta vinculación, los profesos pudieron beneficiarse mayormente de la savia espiritual que brota del ideal franciscano.

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Parte IX – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIV: Personalidades de relieve

El siglo XIV guarda exteriormente la estructura, la forma austera y recta del anterior, pero en su seno comienzan a pulular las ideas más modernas, de más amplias perspectivas, como ese castillo de los Papas de Aviñón, erguido sobre el curso impetuoso del Ródano; fortaleza, en lo exterior, y, en lo interior, palacio inmenso con su pura capilla clementina y sus salas de altas ventanas, abiertas a los vastos horizontes soleados del mediodía de Francia.

El siglo XIV es el heredero directo del siglo XIII. Es como su continuación y, en algunos aspectos, su desarrollo. El siglo de las catedrales ojivales, de la escolástica y de la fundación de las órdenes mendicantes, se refleja en el siglo de los papas de Aviñón, de las grandes controversias teológicas y políticas.

La transición es casi imperceptible, porque la fe permanece siempre firme, pero se advierten ya los elementos que van a cerrar la Edad Media para reemplazarla por el Renacimiento del derecho romano y del neo-paganismo. El arte mismo se refina, se desenvuelve y hace más complicado.

El siglo XIV guarda exteriormente la estructura, la forma austera y recta del anterior, pero en su seno comienzan a pulular las ideas más modernas, de más amplias perspectivas, como ese castillo de los Papas de Aviñón, erguido sobre el curso impetuoso del Ródano; fortaleza, en lo exterior, y, en lo interior, palacio inmenso con su pura capilla clementina y sus salas de altas ventanas, abiertas a los vastos horizontes soleados del mediodía de Francia.

La Tercera Orden de Francisco, también ella, en esta época, evoluciona en un sentido análogo: en el siglo XIV somos testigos y espectadores de las altas cimas que alcanza en sus esfuerzos y aspiraciones. La Regla, aprobada ya solemnemente, va a desenvolverse, durante la mayor parte de este período, produciendo los abundantes frutos que su fundación permitía prever.

Los Pontífices que sucedieron a Nicolás IV favorecieron por su parte este movimiento, prescribiéndose a los obispos que velaran sobre la observancia de la Constitución de 1289, haciendo las aclaraciones necesarias por los conflictos que las dificultades locales provocaban, y tomando así bajo su protección a los terciarios oprimidos.

Completaban todas estas decisiones benévolas con la concesión de privilegios espirituales. Clemente V, el primer Papa de Aviñón, por su breve “Cum illuminatam”, firmado en Burdeos el 8 de mayo de 1305, concedió una indulgencia mensual a todos los hermanos que escuchasen en las reuniones la lectura de la regla de la “venerable Orden tercera de San Francisco”, cuyos hijos e hijas viven en “todas las partes del mundo”, como puede verse por el artículo del P. Oliver Livario:

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Privilegium Clementes V pro lectione Regulae III Ordinis, en latín y en italiano publicado en el Archivum Franciscanum Historicum, XVI (1923) páginas 252-4.

A partir del día en que los Frailes Menores recibieron sobre sí la responsabilidad de guiar las fraternidades terciarias, estas progresaron rápidamente, hasta el punto de que en todas la sregiones cristianas, florecían las hermandades ala sombra de las fundaciones franciscanas. El impulso dado así hará de estos grupos, verdaderos hogares de santidad que sobrepasarán en este aspecto al propio siglo XIII.

¡Cómo no citar esa pléyade de cristianos que son la gloria de sus familias religiosas! Lo que produce admiración en ellos es su ardiente anhelo de perfección auténtica. En lugar de contentarse con vivir sus ideales en el mundo, la mayoría los guarda en la soledad y alejamiento del siglo.

No pocos, después de haber emitido la profesión, se retiran a los parajes más abruptos de Sicilia o de las provincias entonces menos frecuentadas de la Italia meridional.

Por ejemplo San Vivaldo de San Geminiano (fallecido hacia 1320) quien alentó y sirvió en la tribulación, a su párroco, el bienaventurado Bertoldo Buompedoni (1227-1300), también terciario y afectado por la lepra; San Conrado Confalonieri de Plasencia (fallecido el 19 de febrero de 1331); el bienaventurado Hugolino Magalotti de Camerino (fallecido el 11 de diciembre de 1373),el bienaventurado Juan Masacio (fallecido el 22 de abril de 1399); el bienaventurado Juan Pelingotto) fallecido en 1304).

También las mujeres quisieron internarse por este camino; formaron el grupo de “continentes”, de vírgenes que se encerraron en algún reducto de su domicilio o en una casita fuera de la ciudad y que la Edad Media llamó las “reclusas”, como la bienaventurada Juana de Signa (fallecida en 1307), Cristina de Santa Cruz (fallecida en 1310), Juana de Santa María (fallecida hacia 1360); todas ellas vivieron en el seno de la tercera Orden de Toscaza, y la bienaventurada Lucía de Caltagirone (fallecida hacia 1400) en Sicilia.

Los grandes personajes del siglo continuaron las admirables tradiciones de los reyes terciarios del siglo precedente: Santa Isabel de Portugal (fallecida el 4 de julio de 1336), pacificadora de su familia y de su reino; el bienaventurado Carlos de Blois (fallecido el 23 de septiembre de 1364), y sobre todo, San Elzeario de Sabrán, fallecido en París el 27 de septiembre de 1323, descendiente de una de las más nobles familias de Provenza, quien en el estado mismo de matrimonio, hizo voto de virginidad juntamente con su esposa la beata Delfina de Glandéves, cuyo feliz tránsito a la patria eterna ocurrió el 27 de noviembre de 1360.

Francia se gloría de otros santos terciarios: San Ivón (19 de mayo de 1303), santo sacerdote de la Bretaña Francesa y venerado en nuestros tiempos como patrón de los abogados y juristas; San Roque de Montpellier, quien después de una vida de continuas peregrinaciones, regresó a su ciudad natal, y allí, desconocido hasta de sus parientes, entregó gozosamente su alma a Dios el 16 de agosto de 1323: la

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piedad popular lo honra como protector en tiempo de peste y de epidemia.

Esta lista sería incompleta, si, al lado de estos cristianos entregados a la penitencia y ala continencia, no se añadiera el bienaventurado Jacobo de Castel delle Pieve, sacerdote que dio su vida en 1304 por la defensa de los derechos de la Iglesia; el bienaventurado Francisco de Pésaro, más conocido bajo el diminutivo de “Chico”, fallecido el 5 de agosto de 1350 y la bienaventurada Micaela Metelli, asimismo de Pésaro, santa viuda fallecida el 19 de junio de 1356.

Dos personajes gozaron de una mayor influencia sobre sus contemporáneos: santa Angela de Foliño (fallecida el 4 de enero de 1309), se convirtió milagrosamente al pie de la tumba de San Francisco; reunió en torno suyo a un grupo de damas terciarias y llegó a ser su directora espiritual en los caminos de Dios. Su “Libro de las Visiones”, que atestigua la acción divina sobre su alma, la coloca entre las grandes místicas de todos los tiempos.

El siglo XIV nos presenta aún el relevante carácter de otro gran terciario, el bienaventurado Raimundo Lulio, un convertido que llegó a ser escritor, profesor, filósofo y teólogo y, sobre todo, ardiente apóstol de los ideales misioneros. Intervino cerca de los poderosos de la tierra, no menos que cerca de los papas y del Concilio Ecuménico de Viena, para lograr la fundación de colegios destinados a la formación de los futuros apóstoles de los países paganos y musulmanes, en donde los alumnos se iniciaran en las lenguas orientales.

Uniendo el ejemplo a la palabra, Raimundo viajó en diversas ocasiones a África del Norte para intentar la evangelización de sus poblaciones; y allí coronó su obra y su vida muriendo por el amor de Cristo, el 27 de noviembre de 1315.

Otros hijos de San Francisco, en el seno de la tercera Orden, se distinguieron por sus obras, como el gran poeta Dante Alighieri, autor de la “Divina Comedia”, quien desterrado por las luchas políticas, lejos de su patria, fue a morir a Ravena el año de 1321; sus restos mortales reposan en la Iglesia de San Francisco, como puede verse por ele Studio de H. Matrod en ETUDES FRANCISCAINES, París, 1910, páginas 577-599.

Terciario fue también Giotto di Bondone, el renovador de la pintura occidental, autor de prodigiosas iconografías de san Francisco en Florencia y Asís, y quien murió el 8 de enero de 1336.

El movimiento franciscano vio crecer su influencia por la bendición de Dios y la obra de aquellos de sus miembros que, correspondiendo fielmente a la gracia, trabajaron fervientemente por su propio perfeccionamiento y el de los demás. Su actividad caritativa, tan felizmente iniciada, no disminuyó: hospitales, hospicios, casas de preservación, continuaron mostrando a los ojos de todos, la vitalidad de la Tercera Orden de Penitencia.

Al margen de las fraternidades y propiamente dichas seculares formadas por hermanos y hermanas que vivían en el mundo, comenzaron a formarse otras

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asociaciones que el tiempo transformaría en comunidades religiosas que vivirán, empero, de acuerdo con el espíritu y la letra de la Regla de la Tercera Orden. Y su empuje no conocerá barreras. En Italia, sobre todo, piadosas uniones o “Contorciones” se erigen bajo el patronato de la Santísima Virgen y de San Francisco.

En Francia, las Fraternidades de Penitencia, de las cuales deben su origen al movimiento franciscano, imitan su hábito y algunas de sus prácticas. Algunas de estas nuevas fundaciones, de tipo meramente local, guardan algunas afinidades con la Tercera Orden Secular.

Las prescripciones de la regla pasan más o menos literalmente a los estatutos de estas agrupaciones. Tal, por ejemplo, la de Brescia que floreció espléndidamente en esta época: poseía su “casa de misericordia” para recibir a los mendigos e inválidos, casa fundada por uno de sus afiliados, muerto en 1304. Instituciones parecidas se encuentran también en Parma, Regio-Emilia, Génova y en otros lugares de la Península Itálica.

En Bélgica, en Holanda y en el Norte de Francia la Tercera Orden al implantarse revisitió una forma peculiar. Allí también existían fraternidades “regulares”, pero, a su lado, vivían otras congregaciones que se reclutaban entre los tejedores, ya que en estas regiones la industria principal era la textil. Estas comunidades estaban formadas exclusivamente por artesanos, obreros de oficio, quienes uniéndose entre sí para defenderse sus intereses de clase, buscaban, en la Tercera Orden, ayuda para una existencia genuinamente cristiana. Fueron apodados “begardos”. Unidos por los vínculos del trabajo, quisieron además llevar vida común y erigieron conventos. En 1346 los delegados de 17 de estas casas decidieron no recibir miembros si previamente no pertenecían a la Orden de Penitencia.

Estos terciarios “Begardos”, como puede verse en Van Merlo, en su artículo “Begardisme” del “Dictionnaire d’Histoire et de Géographie ecclésiastique, fueron el objeto de vigorosos ataques a principios del siglo XIV, a causa de sus doctrina sreligiosas. Pero el papa Clemente V tomó su defensa y prohibió les molestaran aquellos que, de mala fe, pretendían su aniquilación, confundiéndolos con ciertos herejes.

En efecto, numerosas sectas pululaban entonces en la Iglesia y ocultaban sus errores y sus prácticas inmorales bajo los bonitos nombres de “Hermanos del libre espíritu”, “Penitentes de Jesucristo”, “Apóstoles”, “Hermanos pobres”, “Hermanos de la vida pobre”, algunos de los cuales llegaban hasta revestirse del hábito franciscano para mejor engañar a la gente. Para cortar por lo sano con esta confusión que protegía a los cristianos extraviados, con detrimento de los auténticos fieles, el Sumo Pontífice, por decisión del Concilio Ecuménico de Viena en Francia (1311-1312), denunció la doctrina nefasta de estos grupos extravagantes y los excomulgó.

Pero las definiciones pontificias no lograron el restablecimiento de la paz; algunos

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prelados y príncipes fingieron creer que los discípulos de San Francisco estaban, también ellos, comprendidos en la reprobación pontificia.

La voz del Papa se hizo oír de nueva cuenta para llamar al orden a quienes creaban una atmósfera de suspicacias desfavorables a la tercera Orden.

Pero esas sospechas, unidas a otras causas, crearon finalmente una difícil crisis de la cual trataremos a continuación.

Parte X – Desarrollo de la Tercera Orden Franciscana en el Siglo XIV: Una grave crisis

En Narbona y en Beziers, los rigoristas reocuparon sus conventos y expulsaron de los mismos a sus adversarios. Algunos terciarios seculares se mezclaron en estas querellas e hicieron suya la causa de los “espirituales”, quienes, a sus ojos, encarnaban los primitivos ideales de San Francisco. Los miembros de este movimiento tomaron el nombre de “beguinos”, nombre que puede prestarse a confusiones, pues con el mismo nombre eran designados ciertos herejes de Bélgica, de Alemania y del Norte de Francia.

Si bien no todos los terciarios hacían suyas las doctrinas condenadas por Clemente V. algunos de ellos, sin embargo, se dejaron arrastrar por funestos errores. Es de saber que también los franciscanos de la Primera Orden eran víctimas de una violenta crisis que ni el Concilio General de Viena ni el Papa, con sus declaraciones sobre la Regla, habían logrado remediar.

Algunas pocas provincias franciscanas –por cierto no más de cuatro entre las cuarenta y cuatro en que entonces estaba organizada la Orden- se habían dividido dolorosamente en tendencias opuestas: los “espirituales” por una parte, y, por la otra, los hermanos que seguían la vida común; los primeros reclamaban la observancia literal y rígida de la Regla y del Testamento del Santo Fundador; los segundos por el contrario, profesaban una interpretación más amplia de esos documentos y pretendían vivir la Regla franciscana según los privilegios y las dispensas pontificias, no siempre acordes con el espíritu franciscano.

A la muerte del Pontífice Clemente V, en 1314, la lucha se encendió, de nueva cuenta, con ardor, particularmente en el Sur de Francia, en la Provenza.

En Narbona y en Beziers, los rigoristas reocuparon sus conventos y expulsaron de los mismos a sus adversarios. Algunos terciarios seculares se mezclaron en estas querellas e hicieron suya la causa de los “espirituales”, quienes, a sus ojos, encarnaban los primitivos ideales de San Francisco. Los miembros de este movimiento tomaron el nombre de “beguinos”, nombre que puede prestarse a confusiones, pues con el mismo nombre eran designados ciertos herejes de Bélgica,

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de Alemania y del Norte de Francia.

El grupo de “beguinos” meridionales posee su historia aparte, aunque desgraciadamente confundida o relegada a segundo plano por los historiadores, como puede verse por la amplia biografía de F. Vernet, en su artículo “Fraticelles, béguins, hétérodoxes et bizoques” publicado en Dictionnaire de Théologie Catholique.

La Tercera Orden Franciscana se había rápidamente propagado en las principales ciudades del Languedoc, en la Francia Meridional; estaba allí bien arraigada; pero vino a caer en manos de los “espirituales”. Estos se empeñaron en enseñar a los terciarios sus propias doctrinas, contaminadas de errores joaquinistas y de rigorismo, y pusieron en sus manos los diversos escritos populares de Pedro Juan Olivi, traducidos al Provenzal.

En 1299, el sínodo de los obispos de la provincia, celebrado en Béziers, puso en guardia contra estas agrupaciones que incitaban a una “”nueva superstición”. Estos terciarios, relativamente pocos, habían heredado de ciertos frailes de la Primera Orden, algunos de los ya dichos errores del abad cisterciense Joaquín (hacia 1132-1202), como por ejemplo: la división de la historia del mundo en tres grandes edades: la del Padre Eterno, la del Hijo y la del Espíritu Santo, que correspondían respectivamente a los tiempos del Antiguo Testamento, del Nuevo testamento o de los clérigos, y del Novísimo Testamento o de los “espirituales” mendicantes.

Cada una de esas grandes edades se subdividía a su vez en dos sub-edades, de las cuales la más interesante sería la última, en la cual, después de la persecución del Anticristo entraría a reinar la Iglesia espiritual sobre la Iglesia carnal de los curas, de los obispos y de los Papas.

A estas fantasías apocalípticas, sacadas de dicho abad cisterciense y calabrés, cuyo nombre completo era Joaquín de Fiore, unían una profunda veneración por Pedro Joaquín Olivi a quien llamaban el “Santo Padre” y cuya fiesta celebraban el 14 de marzo. Por lo demás, hay que puntualizar que Olivi fue un religioso realmente ejemplar, aunque demasiado fogoso en la defensa de sus ideales.

El error por parte de los terciarios provenzales estuvo en su exagerado culto por esa personalidad. Otro error del dicho grupo: negaban el poder del Papa sobre los votos religiosos y en particular sobre su derecho a explicar la Regla de San Francisco, igual, para ellos, al Evangelio. Fundaron además para sus secuaces “casas de pobreza”, especie de lugares de retiro.

Bajo Juan XXII, sucesor de Clemente V, la disputa se envenenó entre los sobredichos grupos de franciscanos, pero los de la Comunidad o vida común, lograron imponerse, y comenzaron de nueva cuenta a perseguir a los “espirituales”.

Hostigados por los superiores de la Orden y por los inquisidores e la fe, algunos encontraron fácilmente asilo entre lo s “beguinos”, de tipo septentrional, quienes los ocultaron en sus casas, o en sus alquerías campestres, sustrayéndolos así a las

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investigaciones del Santo Oficio, representado por los Frailes Predicadores o Dominicos en todo el Languedoc y en otros muchos países católicos.

Contra ese grupo de terciarios rebeldes y turbulentos, según consta por los procesos y documentos conservados, el procurador de los franciscanos, Raimundo de Fronsac, presentó al Papa una súplica “ a fin de que a todos estos ‘beguinos’ no se les considere ya como miembros de la Tercera Orden”, ‘ut non repuntar de tercio ordine’.

Juan XXII, en respuesta a esta súplica, promulgó la bula, “Sancta Romana”, dada en Aviñón el 30 de diciembre de 1317, que condenaba a los “espirituales” de Provenza, Toscana, Marca de Ancona y a “los numerosos que se decían pertenecer a la Tercera Orden de San Francisco”.

El 26 de febrero de 1322, dirigió otra carta “Si ea” a los arzobispos de las provincias eclesiásticas de Narbona, Tolosa, Auch, Burdeos, Tarragona (España), Arles, Aix, Viena y Embrun imponiéndoles buscaran a los “hermanos y hermanas de la tercera Orden que intervienen en disputas teológicas con detrimento de la fe”.

Pronto las prisiones del Santo Oficio se llenaron de “beguinos” perseguidos, entre los que se encontraban varios sacerdotes seculares. En 1319 o poco antes, comenzaron los procesos de los terciarios, por casi toda la región de Languedox. Los más recalcitrantes fueron condenados según el derecho penal de entonces, a la muerte por el fuego. De 1319 a 1322, unos cincuenta de ellos, que habían rehusado la retractación, fueron quemados públicamente en Narbona, en Capestang, Lodeve, Béziers, Lunel y Pézenas.

Los sobrevivientes se apresuraron a recoger los restos calcinados para llevarlos a sus hogares y venerarlos como reliquias de mártires; más aún, circulaban letanías en su honor que sus admiradores recitaban fervorosamente. Otros que habían dado señales de penitencia, sufrieron la pena del “emparedamiento” o prisión perpetua a pan y agua; algunos recibieron penas más benignas: peregrinaciones o sambenitos, especie de túnicas largas exteriores, marcadas con una gran cruz, que debían portar sobre sus vestiduras ordinarias.

Algunos –entre ellos los “beguinos” de Montepellier”-, lograron escapar a estos rigores del terrible tribunal, refugiándose en Calabria y en Sicilia, lugares de asilo para los Franciscanos “espirituales”. Allí, Felipe de Mallorca había fundado una nueva Orden, a pesar de las prohibiciones pontificias, bajo la protección de su pariente, la reina Sancha de Nápoles. El Pontífice mandó rastreara los fugitivos, pero el rey, que les era favorable, aparentó no percatarse de ello.

En 1321, uno de estos “beguinos”, de quien la historia no nos ha conservado el nombre, fue causa de la célebre disputa sobre la pobreza de Cristo y de los Apóstoles. Para él, como para todos los “espirituales”, la regla de San Francisco era “inspirada” en sentido estricto y, por tanto, comparable a los evangelios; afirmaba, pues, que Jesús y sus discípulos, para dar ejemplo, no habían poseído nada ni en

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particular ni en común.

El inquisidor de Narbona, el dominico Juan de Beaune, le exigió que se retractara. Pero como el propio inquisidor dudara sobre la nota teológica con qué condenar la dicha proposición teológica, reunió a los principales eclesiásticos, seculares y regulares de la ciudad, a fin de asesorarse con ellos.

El profesor o “lector” de los franciscanos, defendió al inculpado, declarando que no había traza de herejía en los dichos del acusado. El negocio así comenzado tomo tal proporción que el Capítilo General de Perusa lo sujetó a deliberación e hizo suya la doctrina sobredicha. Sin embargo de ello Juan XXII la condenó por su bula “Cum inter nonnullos”.

No pocos Menores rehusaron someterse y el Ministro General, seguido por algunos religiosos, se refugió en el campo de los enemigos del Papa.

Las condenaciones del Pontífice y la represión severa de los Inquisidores quebrantaron la obstinación de los “beguinos”. En 1535 encontramos por última vez un proceso entablado en Aviñón contra un ‘hermano de la Tercera Orden de San Francisco’. Después el grupo desaparece, así también como el de los “espirituales”.

La mayor parte de los terciarios, felizmente, no participaron de esas ideas y sentimientos; los hermanos de la Tercera Orden, llamados en algunas regiones los “beguinos”, se constituyeron en comunidad desde fines del siglo anterior, en 1289. El Papa, al confirmar sus estatutos, les permitió emitir votos solemnes. Hacia este período y sobre todo en el siglo XIV –como ya lo hemos visto- tiene lugar la fundación de estas comunidades y de estas congregaciones de la Tercera Orden Regular, las cuales sin dejar de seguir la regla de Nicolás IV, se comprometían por los votos religiosos a vivir la vida común, regulada por constituciones y ordenamientos particulares.

De fines de este siglo nos ha llegado una estadística franciscana que nos da una idea de las tres órdenes en 1385, como se puede ver en un erudito artículo del P. Ubaldo de Álencon, O.M. Cap. En Etudes Franciscaines, X (1903).

La Tercera Orden estaba dividida en congregaciones o agrupaciones de varias fraternidades locales. En Italia contaba ciento cuarenta y cinco de estas congregaciones, de las cuales existían veinte en Umbría y otras veinte en Toscana. Los otros países de Europa contaban noventa y nueve de las mismas. Aragón poseía diez, y en seguida, Estrasburgo, Aquitania y Castilla, cada una con ocho congregaciones.

Un franciscano de esta época, Bartolomé de Pisa, compuso en mil trescientos noventa y nueve un volumen: “Las conformidades del bienaventurado Francisco”, en el cual trata, entre otras cosas, de la excelencia de la tercera Orden, de las nobles y notables personas que se le han afiliado, de la dignidad de los profesos, tanto eclesiásticos como seculares; finalmente declara que es la orden secular más numerosa de su tiempo, y que en épocas anteriores lo había sido aún más. (fol. 82ª

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y 86ª de la edición de 1510: hay edición moderna en dos volúmenes, debida a los beneméritos Padres de Quaracchi).

Los últimos años del siglo XIV vieron cómo la relajación se introducía en las familias religiosas y en la propia Iglesia. Las guerras, en efecto, asolaron numerosas regiones y dejaron en pos de sí funestas consecuencias: destrucción de los conventos y dispersión de los habitantes.

Además, el gran cisma de Occidente dividió a los fieles en varias obediencias, porque, a partir de 1378, tres Papas reclamaban para sí la suprema dirección del pueblo cristiano. Tales situaciones sembraron la confusión en las conciencias y relajaron la moral y la disciplina. La Tercera Orden secular, más abierta de suyo a las influencias temporales, sufrió naturalmente las consecuencias que se tradujeron en una grave crisis.

Parte XI – Renacimiento y Decadencia en los siglos XV y XVI: Movimientos de Reforma

No olvidemos a Teobaldo de Gesitlingen, el “Apóstol de Austria” (fallecido en 1520); a Pelberto de Temesvar, en Hungría; ni a los bienaventurados y Simón de Lipniez (fallecido en 1482) y Juan de Dukla (fallecido en 1484) y Ladislao de Gielniow (fallecido en 1505, grandes lumbreras de Polonia.

Después del cisma de Occidente, que fue tan perjudicial para la Iglesia, la idea de reforma “en la cabeza y en los miembros” se abre paso. Precisa, en efecto, reparar los desórdenes introducidos a la sombra de las perturbaciones y partidarismos. Y cada cual trabaja en ello a más y mejor.

En la Orden de San Francisco, la renovación gana pronto vida y terreno; se la conoce con el nombre de la OBSERVANCIA. Partiendo del conventito de Brugliano, en la Umbría, del de Mirabeau, en Turena, y de diversos puntos de España, la Observancia va a dar a la Orden de los menores un renovado impulso.

De entre los Observantes, quienes obtienen en el concilio de Constanza su autonomía, surgen predicadores célebres por la Santidad de su vida y por la elocuencia de la palabra: San Bernardo de Sena, San Juan Capistrano, San Jácome de la Marca, Bernardino de Bustis, Bernardino de Feltre, en Italia; Oliverio Maillard, Francisco Menot, Tomás Ilírico y Fray Ricardo, confesor de Juana de Arco, en Francia, San Pedro regalado, Pedro de Villacreces, López de Salazar, Pedro de Santoyo, Pedro de Pernia, Juan de Baeza, etc., en España; al paso que en Alemania Meridional florecían Juan de Minden (fallecido en 1413), Enrique de Werl, Juan de Werden, Juan Brugmann (muerto en 1478) y Teodorico Coelde (muerto en 1515); y en el septentrional Pedro Christmann (fallecido en 1483), Juan Alphart (fallecido en 1492), Enrique Kastner y Esteban Fridelin, comparado frecuentemente con el

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célebre Tauler.

No olvidemos a Teobaldo de Gesitlingen, el “Apóstol de Austria” (fallecido en 1520); a Pelberto de Temesvar, en Hungría; ni a los bienaventurados y Simón de Lipniez (fallecido en 1482) y Juan de Dukla (fallecido en 1484) y Ladislao de Gielniow (fallecido en 1505, grandes lumbreras de Polonia.

Estos apóstoles tienen por único anhelo vivir la existencia pobre y misionera de su Padre espiritual y de restaurar en las ciudades la vida cristiana según el Evangelio. Ejercitarán un influjo benéfico y apaciguador entre la muchedumbre.

Importaba reconquistar la paz para enseguida dar nueva vida al Cristianismo. La Tercera Orden secular, decaída en la languidez y oscuridad, era el medio indicado. Pero precisaba ante todo reagrupar a los miembros, conseguir nuevos y restablecer el fervor primitivo.

San Bernardino de Sena (fallecido en 1444) señaló y abrió el camino. Su discípulo San Juan de Capistrano (1336-1456) se convirtió en el propagandista celoso de la tercera Orden franciscana. Para defenderla contra los ataques de sus enemigos, compuso un tratadito, cuyo título es significativo: “Defensorium Tertii Ordinis beati Franciscio” (Defensa de la III Orden de San francisco), que dirigió a todos los hermanos y hermanas de Penitencia, como puede verse por la obra del P. Hilario de París, OMC, Liber Tertii Ordinis, Ginebra-París, 1888, p. 803, 24).

En este opúsculo, se levantó enérgicamente contra los que pretendían que los terciarios son “como los otros seglares, que no gozan de ningún privilegio de los institutos religiosos”. Propone claramente el problema controvertido: “¿Los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, presentes y futuros, recibidos de acuerdo con la regla, son capaces de gozar de los privilegios e inmunidades de las personas eclesiásticas, cuanto al fuero y cuanto a los derechos propios o concedidos a las mismas personas?”

Expone las objeciones de los adversarios y responde satisfactoriamente a ellas, a continuación da su opinión sobre la exención de los terciarios, tal cual había sido formulada por los Papas del siglo XIII.

Añade aún: “El nombre de esta Orden florece en la alta sociedad, como puede verse en Roma, Nápoles, Florencia, Sena, Perusa yen otras numerosas ciudades de la Marca de Ancona, y de otras provincias tanto de Italia, como de fuera de Italia, en una palabra, en todas las regiones del mundo cristiano”. Y concluye: “La Tercera Orden se coloca entre el estado secular y el estado regular, pero más cercana a este último…; imita el estado religioso…, se sitúa entre las Órdenes privilegiadas… y por consiguiente hace parte de la familia del Señor”. Este pequeño tratado lo compuso en Milán y lo terminó el 28 de mayo de 1440.

Otro predicador famoso, Bernardino de Bustis (fallecido en 1500) no dejó en sus correrías apostólicas a través de la península italiana, de extender y propagar la Tercera Orden. Entre sus obras publicadas, llama la atención un vibrante sermón

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sobre las ventajas espirituales de ingresar en la Orden de Penitencia.

En Francia, asimismo, los Observantes se ingeniaron para difundir la institución. Santa Coleta (fallecida en 1447) reformadora de Clarisas y frailes profesó la regla de la III Orden antes de ingresar en la Segunda. Hizo valer su extraordinario crédito espiritual para extender aquella; y así, siguiendo sus consejos, Santiago de Borvón, conde de la Marca, su bienhechor, abrazó ese género de vida.

Los soberanos Pontífices apoyaron con su autoridad las iniciativas y los esfuerzos de los hermanos Menores para restablecer el fervor de los fieles para con la tercera Orden secular. Todos los Papas, en efecto, desde Martín V que puso fin al gran cisma de Occidente, hasta Clemente VIII aprobaron estas tentativas.

Para hacerlas más eficaces insistieron particularmente sobre la dirección que corresponde a los sacerdotes de la Primera Orden. Martín V, por su bula “Licet inter cetera” del 9 de diciembre de 1428, ordenó bajo pena de censuras que todos los terciarios, presentes y futuros, se sujetasen a los ministros generales y provinciales, tanto de los Conventuales como de los Observantes.

Sixto IV, Papa franciscano, en 1471, precisó de nueva cuenta estas relaciones: “visita de las fraternidades, instrucción y corrección de los terciarios, recepción a la profesión y a la vestidura, nombramiento de los visitadores y de los confesores de la Orden”. Salvo algunas excepciones y por poco tiempo, estos vínculos entre los dos institutos franciscanos no debían ya sufrir cambios hasta nuestros días.

Los Papas se preocuparon asimismo en promover la pura observancia y en estimular el celo de los terciarios por su estado. Bonifacio IX da orden a los tres obispos de Alemania para restablecer la regla de Nicolás IV en las fraternidades que la descuidaban… Martín V y Eugenio IV probaron su solicitud por el progreso espiritual de la institución terciaria en Italia como más allá de los Alpes. Pero lo que más sorprende en los bularios de estos dos papas, es el número siempre creciente de los grupos de hermanos y hermanas, que realizan la vida común con votos, en una casa regular, bajo un gobierno particular. Es decir la III Orden secular se convertía en propiamente regular. Los Pontífices romanos aceptaron esta transformación y la favorecieron por la concesión de privilegios e indulgencias.

Eugenio IV aprobó, el 15 de enero de 1439, los estatutos del “Colegio” de las fraternidades de hermanas de Perusa ya sancionados, bajo Bonifacio IX, pero por un cardenal de su respectiva obediencia. Dióles fuerza de ley por su bula “Sedis apostolicae providentia”, como puede verse por Wadding, Annales, XI, 441 y siguientes.

Por este documento, les permitió separarse de los Frailes y tener una superiora general, asistida por una priora y una discreta por sección. Estos estatutos presentan una mezcla de disposición de la Regla y de costumbres locales; imponen también tener un registro, en donde se inscribirán los nombres de todos los miembros y de un segundo libro para anotar los ingresos y egresos económicos.

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La bula termina por la confirmación de la exención: en caso de conflicto que ninguna hermana apele a un juez, clérigo o secular, a causa de una injuria hecha a otra hermana, sino se remita al visitador; si el desafuero procede de otra persona religiosa o laica, o bien si es demasiado grave y que la conciliación no sea posible, con el permiso del propio visitador, la hermana podrá elevar su queja ante el juez competente.

Parte XII – Renacimiento y Decadencia en los siglos XV y XVI: Vicisitudes y Alternativas

Por su parte, otro observante, más conocido como autor de Crónicas Franciscanas, Marcos de Lisboa, hizo florecer la Orden en Portugal. En 1557, cuando era guardián de Viseo, pronunció un elocuente sermón en la catedral e impuso en seguida el hábito a gran número de fieles, entre los cuales figuraban el Vicario Capitular de la diócesis y otras altas personalidades. En España Francisco de Zamora, más tarde general de los Menores, creó en Segovia, por 1550, una floreciente fraternidad de 250 terciarios.

El General de la Orden, Andrés Álvarez, hizo en el siglo siguiente y precisamente en 1547, nuevas leyes para los Hermanos de Penitencia, que habitaban en España y en las Indicas Occidentales; Paulo III las aprobó ese mismo año.

De acuerdo con estas legislaciones se señalaban tres estados para los terciarios: los ermitaños, los reclusos y los casados: la regla se compendiaba en diez capítulos y prescribía cuatro confesiones y comuniones al año, el examen de conciencia y el capítulo de culpas.

Gracias a estas influencias, La tercera Orden alcanzó nuevo vigor. Enviado por Eugenio IV a Europa Oriental, en calidad de legado especial, Sanjuán de Capistrano, el defensor de los derechos de la III Orden, estableció fraternidades en los países que atravesaba: Alemania, Polonia y Silesia.

Por su parte, otro observante, más conocido como autor de Crónicas Franciscanas, Marcos de Lisboa, hizo florecer la Orden en Portugal. En 1557, cuando era guardián de Viseo, pronunció un elocuente sermón en la catedral e impuso en seguida el hábito a gran número de fieles, entre los cuales figuraban el Vicario Capitular de la diócesis y otras altas personalidades. En España Francisco de Zamora, más tarde general de los Menores, creó en Segovia, por 1550, una floreciente fraternidad de 250 terciarios.

A pesar del alimento de los sumos Pontífices, a quienes los esfuerzos de los grandes fundadores de la Observancia hacían eco, la tercera Orden Secular no logró reconquistar su primitivo fervor. Por otro lado, el movimiento que llevaba

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hacia la Tercera Orden Regular se desenvolvía dando lugar a la fundación de nuevas congregaciones de los dos sexos. León X le dará el 20 de enero de 15521 su estatuto definitivo, que, además de los votos solemnes-, prescribía una clausurará so menos estricta y severa según la actividad caritativa del monasterio, y daba a su gobierno una reforma más precisa.

De la regla de 1289, el Papa no conservó sino lo que podía convenir y adaptarse a la vida religiosa practicada comunitariamente en una casa formada.

La Tercera Orden Secular quedaba sometida a las dificultades inherentes a la época, las cuales obstaculizaban su expansión y su pleno desenvolvimiento, el espíritu pagano se había colado doquiera sin perdonar las costumbres eclesiásticas. Además, la reforma Protestante con sus innovaciones, inquietaba las conciencias cristianas y engendraba luchas fratricidas y guerras de religión.

La situación se agravaba por el hecho de que la Orden de los hermanos Menores, a su vez, también se dejaba arrastrar por el remolino y padecía, como tras muchas familias religiosas, el influjo nefasto de los tiempos. La Observancia se había constituido vigorosamente en los países cristianos: en Italia, en Francia, en España, en Alemania, en los Países Bajos, y aún en las Américas, evangelizadas por sus misioneros.

Con León X, en 1517, se había convertido en la rama principal de la Primera Orden, dividida desde entonces en dos familias distintas: Los Observantes y los Conventuales.

En el siglo XVI sobre todo, el fervor primitivo se había atenuado. La responsabilidad de ello no recaía exclusivamente sobre los religiosos mismos,. Fuera de Italia y España los demás reinos de Europa conocían de nueva cuenta la era de los mártires y de la presecución. Las guerras entre católicos y protestantes habían destruido los conventos y con ellos la influencia espiritual que irradiaba en torno suyo.

Los hijos de San Francisco, viviendo en el mundo, se veían dejados a sí mismos y no podían, en estos períodos turbulentos, recibir el impulso y la dirección de que tenían necesidad. La Tercera Orden secular padeció pues un nuevo eclipse. Víctimas de las triquiñuelas y rivalidades de cristianos menos que mediocres, los terciarios seculares no estaban en condiciones, por entonces, de defenderse.

Por otra parte, sus privilegios yen particular su exención, no estaban ya de acuerdo con las exigencias e ideas de los tiempos. Se hacía necesario readaptar las instituciones según las necesidades. Fue encargado de este trabajo el Concilio Ecuménico que León X convocó en Letrán. El año 1516 el papa publicó la bula “Dum intra mentis nostrae” del 19 de diciembre, que reintegraba el el derecho compón a los terciarios seculares, por cuanto concernía a la sepultura, la recepción de los sacramentos y el pago de los impuestos. El 1º. De marzo de 1518, confirmaba estas disposiciones por letra apostólica. Lo que equivalía a suprimir de

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un plumazo sus libertades y su independencia.

A pesar de la tibieza de la época encontramos con alegría algunas magnífica figuras de terciarios, como en el siglo XIV, la bienaventurada María de Maillé, quien, después de la muerte de su marido, se despojó de todos sus bienes y se construyó una diminuta cabaña cerca de la iglesia franciscana de Tours; allí, después de haber practicado las más bellas virtudes, entregó su alma al Señor el 28 de marzo de 1414.

Los ermitaños de Sicilia continuaron afiliándose a la III Orden: entre ellos San Vidal de Bastia (muerto en 1491) yel bienaventurado Guillermo de Siclone (fallecido en 1450). Según la tradición, otros santos ilustres habrían sido igualmente terciarios: Santa Juana de Arco (muerta en 1431); la beata Lidwina de Schiedan (muerta en 1433) y Santa Franciscana Romana (fallecida en 1440).

El siglo siguiente inscribió en sus fastos a la beata Paula Gámbara Costa (fallecida en 1505), modelo de esposas y de viudas cristianas; la beata Jeremías Lambertenghi (falecida en 1515); la beata Luisa Albertoni (fallecida en 1533), noble y caritativa dama romana, y Santa Angela de Merici (fallecida en 1540), fundadora de las Ursulinas.

Aún en las más lejanas misiones de América, como de las Filipinas y del Japón, los franciscanos habían introducido la Orden de la penitencia entre las almas que se abrían a la luz y a la gracia de Cristo.

Estas fraternidades implantadas en las cristiandades nacientes, se nos hacen presentes cuando estallan las persecuciones sangrientas. Sus miembros manifestaron ser preciosos auxiliares de los apóstoles de la verdad. Por ende, cuando estos últimos fueron arrestados, arrojados en prisión, para morir en seguida sobre la cruz, hubo terciarios que compartieron sus sufrimientos.

Y a la vera de los cadalsos en que expiraron San Pedro Bautista y sus compañeros, se erigieron otros en los cuales estos hijos de la tercera Orden de Francisco ofrecían su vida, a Aquél que había redimido al mundo por una muerte semejante sobre el Calvario. Diecisete terciaros de las fraternidades japonesas, en 1597, pagaron con la vida, en Nagasaki, su inquebrantable voluntad de permanecer cristianos, muriendo crucificados.

Estamos mal informados sobre estas fraternidades en los países de misión: precisó la muerte gloriosa de los terciarios japonses para revelarnos su existencia.

Hemos señalado ya el hecho dominante de este período: la evolución de la tercera Orden secular hacia la existencia claustral. Numerosas almas encontraron allí la paz en la unión penitencial con Cristo. Pero no todos se sentían llamados a la vocación tan exigente: obligaciones urgentes e indisolubles retenían a muchos en el mundo.

Entre las nobles figuras de este período descuellan Santo Tomás Moro, excanciller de Inglaterra y víctima de las iras de Enrique VIII, así como Cristóbal Colón,

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afortunado navegante que alentado y ayudado por los franciscanos de la Rábida, descubrió el Nuevo Mundo.

A pesar, pues, de las dificultades y acontecimientos contrarios, la tercera orden, en los siglos XV y XVI, cumplido honrosamente el papel santificador y querido por su Fundador estigmatizado.

(Tomado de: Historia de la Tercera Orden Franciscana Fr. Pedro Peano O.F.M.) Traducción y Apéndices de Fr. Fidel de Jesús Chauvet OFM Editorial Fray Junípero Serra México. Prefacio del Traductor: 21 de mayo de 1974

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