nuestra señora del buen ayre enrique larreta

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«NUESTRA SEÑORA DEL BUEN Ai RE» Enrique Larreta, gran sembrador de aivor a España, obra de su difundido y ferviente apostolado por tierras de América, decora hoy nuestras "páginas teatrales'' con su pin- ina procer, al enviarnos la autocrítica de "Nuestra Señora del Buen Aire" 1 , poema dramático, hijo de su acendrado sentimiento españolista, que recibirá mañana su bautis- mo en el escenario del teatro Español. He aquí la Autocrítica Conquista de Méjico. Conquista del Perú. Cortes, Pizarro. Nadie ignora hoy día esas epopeyas de España; nadie ignora esos nom- bres. En cambio, ¡ cuan desconocida en todas partes la conquista del Río de la Plata y en especial, lar—expedición de don Pedro de Mendoza^; Ha^éfcuatro o cinco años, en un breve_en- say 0 ) escribí yo mismo: "Quién sabe si la /-'Sensibilidad actual más golpsa de expresión que de brillo no encontraría belleza mayor en la quijotesca desgracia de la expedición de Mendoza, con su fondo de horizonte desola- do, que en las aventuras espléndidas de Cortés y Pizarro al empezar la conquista. Por lo-me- nos, un sabor más •agudo, la especia del des- engaño, sabor cervantino, pimienta de In- .sula". En efecto, si aquellas empresas deslumhra-, doras pueden compararse por mo tientos con libros de caballerías ésta de Mendoza, por su desaforada ilusión y áspero destino, aseméja- se mucho al libro de Cervantes. Allí, el Ama- dis; aquí, el Quijote. Las capitulaciones de Mendoza decían: "Que de uJos lo= tesoros que se ganden, >a fueran metales, piedras preciosas u otros objetos y joya-,..." "Que en caso de conquistar algún imperio opulento..." Y todo íué desventura, tragedia; todo fue morirse elehambre o caer a bulto a manos de los salvajes. Los pocos que quedaban siguie- ron después río arriba, en busca de sustento, echados de espaldas sobre la cubierta de los bergantines, como espectros heroicos. España está ahora a punto de ofrecer a la admiración universal el conocimiento de una nueva epopeya. Llamóla nueva porque habrá de serlo para muchos, habrá de ser- lo aun en Buenos Aires, donde la primera fundación, la verdaderamente gloriosa, ha permanecido olvidada y será conmemorada dentro de poco, por vez primera. Un episodio trágico, la muerte del Maes- tre de Campo, Juan Osorio, al desembarcar en las costas del Brasil, en la misma bahía donde hoy reluce de día y de noche la he chicera ciudad de Río de Janeiro, dotó a esa expedic'ón de un documento único en la crónica de aquelíos tiempos. Único, digo, por la fuerza y la riqueza de los pormeno- res. Ese documento, que no es otra cosa que la querella judicial del padre de la víctima, con más de cien testimonios declaratorios, existe intacto en el Archivo de Indias y ha sido la fuente principal de mi poema dramá- tico Santa María del Buen Aire. Preconcebidamente, me he limitado a tra- segar a la escena lo que surge de esos pape- les, desarrollando según mis propios atis- bos el movimiento lógico de aquellas almas atormentadas, de aquellas sombras de pesa- dilla. Es asunto tan maravilloso y tan admi- rablemente urdido por la misma fatalidad, que hubiera sido s>ran pecado deformarlo o ahogarlo bajo una fábula demasiado posti- za. Sin embargo, los documentos pueden ser una verdad; pero nunca "la verdad". Hue- so de la historia o, si se quiere, radiografía de la historia, requieren revestimiento, com- plemento vital, para llegar a ofrecernos, el trasunto del ser. Ba^te decir, en este caso, que en aquellas naos, en atención quizá a la alta jerarquía de los señores que en ellas se embarcaban y por privilegio nuevo v espe- pialísimo, iban mujeres. L JVCi obra se divide en tres actos y cada uno de estos en tres cwadros. Así lo exigía la am- plitud enorme del tema y a la vez ese ritmo nuevo que, bueno o malo, es va una necesi- dad para todos. Coger una de esas hojas desecadas que una soñadora costumbre solía esconder en otros tiempos entre las páginas de un libro, devol- verle su color, su parénquima, pintarla de sol. de luna, de tempestad y hacerla temblar de nuevo en el aire de la vida, sin quebrar sus nervios, sin descomponer su forma, de modo c,ue el botánico pudiera luego identificarla, he ahí metafóricamente lo que me propuse con esta reconstrución. Ya no podemos seguir el ejemplo de los románticos que convertían amenudo la his- toria en un bric a brac de falsificaciones audaces y de guiñapos absurdos. Se ha es- tudiado mucho. Y hoy día hasta el público de los teatros quiere aprender y aprender sin engaño. Refiriéndome ahora a los sentidos genera- les que pretenden simbolizar mis protagonis- tas, no creo incurrir en gre.ve delito de inele- gancia al mencionarlos yo mismo, ¡ Son tan evidentes ! Además, me place insinuar que pa- ra mí la invención literaria se justifica ante todo como un medio de alta expresión, más eficaz en ocasiones que el de la misma filoso- fía; verdadero superlenguaje en que las fi- guras y episodios hacen veces de grandes vo- cablos, de entelequias gramaticales. ¿Quién no echará de ver que Mendoza, sin más que seguir textualmente la histo- ria, puede presentar de modo exaltado esa eterna pugna entre nuestra quimera y nues- tra flaqueza, entre nuestra ambición infinita y nuestra humana insuficiencia? Todos te- nemos algo de Mendoza. Lo probará, cuanto a mi, la obra presente. Ayolas es el ejemplo de uno de aquellos conquistadores que al sentirse en un medio libre y salvaje, recogían en su frenética as- tucia la lección terrible de la naturaleza. El jaguar, el aguará, la liana misma y el mismo árbol de las selvas con su ferocidad' sigilo- sa: he ahí sus maestros. El mismo locon- fiesa. Hubo' de todo en la conquista. Huelga de- cirlo. Humano hervor torrencial, oíase la escala completa, desde la palabra del santo hasta el grito del facineroso. Gran felici- dad, seamos francos, para nosotros los no- velistas y dramaturgos. Lo que cabe averi- guar es cuál fue el espíritu de esa obra es- pañola. Ahí están las leyes, las ordenanzas, las capitulaciones, inspiradas todas en el más generoso sentimiento cristiano, ahí están, en miles y miles de esquelas las recomendacio- nes de equidad y caridad que salían conti- nuamente de España; y ahí también los se- verísimos juicios de residencia contra los mandatarios despiadados e injustos. Ningu- na nación puso tanta nobleza y tanto idea- lismo evangélico en su conquista y coloni- zación como España; y eso es harto fácil comprobarlo, sin que sea menester la defen- sa de nadie. Pon fin Elvira, figura auténtica como to- das las demás, representa la alucinación, aquella alucinación que, a manera de hechi- zo, movía todas esas empresas delirantes y muy particularmente la de Mendoza. Había que corporizar ese hechizo y lo hice mu- jer, vale decir lo encarné en una mujer, substancia de ilusión, ilusión para ella mis- ma, como lo expresa su propio amor desdo- blado y hasta esa zarabanda también autén- tica, palabra y música (i), que ella canta en el puente de la carabela y tan ajustada (1) Debo el raro hallazgo de su acom- pañamiento musical a la buena voluntad y grande erudición del señor don Eduardo Torner. Su niño se criará mejor é con al asunto, que muchos tendrían derecho a suponer que la he fabricado yo mismo, si no fuera tan hermosa. Que si me gané, que si me perdí, Si es, si no es; si no soy, si no fui. Esa alucinación se hace al final alucina- ción enloquecida. Es la santa locura de Es- paña, creadora de naciones. El público y la crítica dirán ahora si los tales sentidos que acabo de señalar están bien echados afuera y convenientemente expresa- dos o se quedaron como fantasmas infantiles en el limbo de mi vanidad de escritor. Finalmente, estoy ya en condiciones de poder anticipar que, por su primoroso cui- dado y magnífico estilo, la interpretación será asombro de todos, pues aunque tomen parte en ella, como protagonistas y directo- res, Borras y Calvo, glorias máximas de la escena española, de quienes es esperan siem- pre cosas grandes, ha sido esta vez tan vivo el afectuoso empeño de toda la compañía, que yo mismo he visto trasmutarse por mo- mentos en materia preciosa mis pobres cuen- tas de vidrio. Ahora nos toca a nosotros, los hijos de América. No hay que olvidar que los españoles nos conquistaban también con abalorio, en aquellos tiempos. ENRIQUE LARRETA LA SALA Y LA ESCENA Entre las múltiples lecciones .de discipli- nas que suelen dejarnos las compañías ex- tranjeras que de tarde en tarde nos visitan, no es la de menor importancia la obstinada negativa de los artistas a reaparecer en los mutis, cerrados los oídos a la insistencia de los aplausos. Esa conducta que la sorpresa de algunos entusiastas califica de descortés responde, sin embargo, a la idea rectora de la representación, la de que los aciertos parciales son simples auxiliares del con- junto, cuyo feliz logro exige el sacrificio de las preferencias y, llegado el caso, el de las mismas categorías. ~EA hecho, ciertamente, no deja de ser in sólito para nosotros, tradicionalmente habi- tuados a los partidismos de toda índole, los cuales^nos mandan señalar sobre la marcha los méritos de nuestro ídolo, arrojándole al instante la rama de laurel, a fin de que re- sulta perfectamente subrayada la victoria de su gesto. Probablemente, Fernando Díaz de Mendoza, aquel excelente artista y gran director, que llevó a su escenario la novedad de resistirse a las ovaciones interruptoras, no se daba cuenta del disgusto que deter- minaba en los grupos febriles, sobre todo cuando la soberana actitud y la entonada réplica de María Guerrero al abandonar la escena, reclamaban la aprobación inmediata, pues no verla salir despojada del coturno y como tal María Guerrero, defraudaba tris- temente al sobreexcitado concurso. Diríase que las gentes no están en el tea- tro, que no se hallan en presencia de una obra de arte, espirkualmente dispuestas a recibir su emoción, sino ante unos conocidos que, pasajeramente, han hilvanado una farsa más o menos aceptable, pero que son conocidos suyos, antes que comediantes y que nada. Y así como nadie olvidaba anta- ño que aquel personaje era Rafael Calvo o Antonio Vico, convenientemente disfraza- dos, nadie olvida hoy que este alcalde enér- gico e hidalgo es Enrique Borras, ni que esta mujer atormentada es Margarita Xir- gu. De ahí aquellas ovaciones inenarrables, cuyos ecos han llegado hasta nosotros, por- que Manuel Catalina descorría elegantemen- te el portier con el bastón o porque Julián Romea se quitaba los guantes con inimitable elegancia, sin contar con la estentórea car- cajada de José Valero en el drama de ese título, de quien se refiere que quedaba des- trozado todo un día, ni con el maravilloso descenso de la escalera que realizaba An- tonio Vico en el último acto de Gusmán el ABC (Madrid) - 05/12/1935, Página 14 Copyright (c) DIARIO ABC S.L, Madrid, 2009. Queda prohibida la reproducción, distribución, puesta a disposición, comunicación pública y utilización, total o parcial, de los contenidos de esta web, en cualquier forma o modalidad, sin previa, expresa y escrita autorización, incluyendo, en particular, su mera reproducción y/o puesta a disposición como resúmenes, reseñas o revistas de prensa con fines comerciales o directa o indirectamente lucrativos, a la que se manifiesta oposición expresa, a salvo del uso de los productos que se contrate de acuerdo con las condiciones existentes.

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  • NUESTRA SEORADEL BUEN Ai RE

    Enrique Larreta, gran sembrador de aivora Espaa, obra de su difundido y fervienteapostolado por tierras de Amrica, decorahoy nuestras "pginas teatrales'' con su pin-ina procer, al enviarnos la autocrtica de"Nuestra Seora del Buen Aire"1, poemadramtico, hijo de su acendrado sentimientoespaolista, que recibir maana su bautis-mo en el escenario del teatro Espaol.

    He aqu la

    AutocrticaConquista de Mjico. Conquista del Per.

    Cortes, Pizarro. Nadie ignora hoy da esasepopeyas de Espaa; nadie ignora esos nom-bres. En cambio, cuan desconocida en todaspartes la conquista del Ro de la Plata y enespecial, larexpedicin de don Pedro deMendoza ;

    Ha^fcuatro o cinco aos, en un breve_en-say0) escrib yo mismo: "Quin sabe si la

    /-'Sensibilidad actual ms golpsa de expresinque de brillo no encontrara belleza mayoren la quijotesca desgracia de la expedicin deMendoza, con su fondo de horizonte desola-do, que en las aventuras esplndidas de Cortsy Pizarro al empezar la conquista. Por lo-me-nos, un sabor ms agudo, la especia del des-engao, sabor cervantino, pimienta de In-.sula".

    En efecto, si aquellas empresas deslumhra-,doras pueden compararse por mo tientos conlibros de caballeras sta de Mendoza, por sudesaforada ilusin y spero destino, asemja-se mucho al libro de Cervantes. All, el Ama-dis; aqu, el Quijote. Las capitulaciones deMendoza decan: "Que de uJos lo= tesorosque se ganden, >a fueran metales, piedraspreciosas u otros objetos y joya-,..." "Que encaso de conquistar algn imperio opulento..."Y todo u desventura, tragedia; todo fuemorirse ele hambre o caer a bulto a manos delos salvajes. Los pocos que quedaban siguie-ron despus ro arriba, en busca de sustento,echados de espaldas sobre la cubierta de losbergantines, como espectros heroicos.

    Espaa est ahora a punto de ofrecer ala admiracin universal el conocimiento deuna nueva epopeya. Llamla nueva porquehabr de serlo para muchos, habr de ser-lo aun en Buenos Aires, donde la primerafundacin, la verdaderamente gloriosa, hapermanecido olvidada y ser conmemoradadentro de poco, por vez primera.

    Un episodio trgico, la muerte del Maes-tre de Campo, Juan Osorio, al desembarcaren las costas del Brasil, en la misma bahadonde hoy reluce de da y de noche la hechicera ciudad de Ro de Janeiro, dot aesa expedic'n de un documento nico enla crnica de aquelos tiempos. nico, digo,por la fuerza y la riqueza de los pormeno-res. Ese documento, que no es otra cosa quela querella judicial del padre de la vctima,con ms de cien testimonios declaratorios,existe intacto en el Archivo de Indias y hasido la fuente principal de mi poema dram-tico Santa Mara del Buen Aire.

    Preconcebidamente, me he limitado a tra-segar a la escena lo que surge de esos pape-les, desarrollando segn mis propios atis-bos el movimiento lgico de aquellas almasatormentadas, de aquellas sombras de pesa-dilla. Es asunto tan maravilloso y tan admi-rablemente urdido por la misma fatalidad,que hubiera sido s>ran pecado deformarlo oahogarlo bajo una fbula demasiado posti-za. Sin embargo, los documentos pueden seruna verdad; pero nunca "la verdad". Hue-so de la historia o, si se quiere, radiografade la historia, requieren revestimiento, com-plemento vital, para llegar a ofrecernos, eltrasunto del ser. Ba^te decir, en este caso,que en aquellas naos, en atencin quiz a laalta jerarqua de los seores que en ellas seembarcaban y por privilegio nuevo v espe-pialsimo, iban mujeres.L JVCi obra se divide en tres actos y cada uno

    de estos en tres cwadros. As lo exiga la am-plitud enorme del tema y a la vez ese ritmonuevo que, bueno o malo, es va una necesi-dad para todos.

    Coger una de esas hojas desecadas que unasoadora costumbre sola esconder en otrostiempos entre las pginas de un libro, devol-verle su color, su parnquima, pintarla de sol.de luna, de tempestad y hacerla temblar denuevo en el aire de la vida, sin quebrar susnervios, sin descomponer su forma, de modoc,ue el botnico pudiera luego identificarla,he ah metafricamente lo que me propusecon esta reconstrucin.

    Ya no podemos seguir el ejemplo de losromnticos que convertan amenudo la his-toria en un bric a brac de falsificacionesaudaces y de guiapos absurdos. Se ha es-tudiado mucho. Y hoy da hasta el pblicode los teatros quiere aprender y aprendersin engao.

    Refirindome ahora a los sentidos genera-les que pretenden simbolizar mis protagonis-tas, no creo incurrir en gre.ve delito de inele-gancia al mencionarlos yo mismo, Son tanevidentes ! Adems, me place insinuar que pa-ra m la invencin literaria se justifica antetodo como un medio de alta expresin, mseficaz en ocasiones que el de la misma filoso-fa; verdadero superlenguaje en que las fi-guras y episodios hacen veces de grandes vo-cablos, de entelequias gramaticales.

    Quin no echar de ver que Mendoza,sin ms que seguir textualmente la histo-ria, puede presentar de modo exaltado esaeterna pugna entre nuestra quimera y nues-tra flaqueza, entre nuestra ambicin infinitay nuestra humana insuficiencia? Todos te-nemos algo de Mendoza. Lo probar, cuantoa mi, la obra presente.

    Ayolas es el ejemplo de uno de aquellosconquistadores que al sentirse en un mediolibre y salvaje, recogan en su frentica as-tucia la leccin terrible de la naturaleza. Eljaguar, el aguar, la liana misma y el mismorbol de las selvas con su ferocidad' sigilo-sa: he ah sus maestros. El mismo lo con-fiesa.

    Hubo' de todo en la conquista. Huelga de-cirlo. Humano hervor torrencial, oase laescala completa, desde la palabra del santohasta el grito del facineroso. Gran felici-dad, seamos francos, para nosotros los no-velistas y dramaturgos. Lo que cabe averi-guar es cul fue el espritu de esa obra es-paola. Ah estn las leyes, las ordenanzas,las capitulaciones, inspiradas todas en el msgeneroso sentimiento cristiano, ah estn, enmiles y miles de esquelas las recomendacio-nes de equidad y caridad que salan conti-nuamente de Espaa; y ah tambin los se-versimos juicios de residencia contra losmandatarios despiadados e injustos. Ningu-na nacin puso tanta nobleza y tanto idea-lismo evanglico en su conquista y coloni-zacin como Espaa; y eso es harto fcilcomprobarlo, sin que sea menester la defen-sa de nadie.

    Pon fin Elvira, figura autntica como to-das las dems, representa la alucinacin,aquella alucinacin que, a manera de hechi-zo, mova todas esas empresas delirantes ymuy particularmente la de Mendoza. Habaque corporizar ese hechizo y lo hice mu-jer, vale decir lo encarn en una mujer,substancia de ilusin, ilusin para ella mis-ma, como lo expresa su propio amor desdo-blado y hasta esa zarabanda tambin autn-tica, palabra y msica (i), que ella cantaen el puente de la carabela y tan ajustada

    (1) Debo el raro hallazgo de su acom-paamiento musical a la buena voluntad ygrande erudicin del seor don EduardoTorner.

    Su nio se criar mejor con

    al asunto, que muchos tendran derecho asuponer que la he fabricado yo mismo, sino fuera tan hermosa.

    Que si me gan, que si me perd,Si es, si no es; si no soy, si no fui.

    Esa alucinacin se hace al final alucina-cin enloquecida. Es la santa locura de Es-paa, creadora de naciones.

    El pblico y la crtica dirn ahora si lostales sentidos que acabo de sealar estn bienechados afuera y convenientemente expresa-dos o se quedaron como fantasmas infantilesen el limbo de mi vanidad de escritor.

    Finalmente, estoy ya en condiciones depoder anticipar que, por su primoroso cui-dado y magnfico estilo, la interpretacinser asombro de todos, pues aunque tomenparte en ella, como protagonistas y directo-res, Borras y Calvo, glorias mximas de laescena espaola, de quienes es esperan siem-pre cosas grandes, ha sido esta vez tan vivoel afectuoso empeo de toda la compaa,que yo mismo he visto trasmutarse por mo-mentos en materia preciosa mis pobres cuen-tas de vidrio. Ahora nos toca a nosotros, loshijos de Amrica. No hay que olvidar quelos espaoles nos conquistaban tambin conabalorio, en aquellos tiempos.

    ENRIQUE LARRETA

    LA SALA Y LA ESCENAEntre las mltiples lecciones .de discipli-

    nas que suelen dejarnos las compaas ex-tranjeras que de tarde en tarde nos visitan,no es la de menor importancia la obstinadanegativa de los artistas a reaparecer en losmutis, cerrados los odos a la insistencia delos aplausos. Esa conducta que la sorpresade algunos entusiastas califica de descortsresponde, sin embargo, a la idea rectora dela representacin, la de que los aciertosparciales son simples auxiliares del con-junto, cuyo feliz logro exige el sacrificio delas preferencias y, llegado el caso, el de lasmismas categoras.

    ~EA hecho, ciertamente, no deja de ser in-slito para nosotros, tradicionalmente habi-tuados a los partidismos de toda ndole, loscuales^nos mandan sealar sobre la marchalos mritos de nuestro dolo, arrojndole alinstante la rama de laurel, a fin de que re-sulta perfectamente subrayada la victoriade su gesto. Probablemente, Fernando Dazde Mendoza, aquel excelente artista y grandirector, que llev a su escenario la novedadde resistirse a las ovaciones interruptoras,no se daba cuenta del disgusto que deter-minaba en los grupos febriles, sobre todocuando la soberana actitud y la entonadarplica de Mara Guerrero al abandonar laescena, reclamaban la aprobacin inmediata,pues no verla salir despojada del coturnoy como tal Mara Guerrero, defraudaba tris-temente al sobreexcitado concurso.

    Dirase que las gentes no estn en el tea-tro, que no se hallan en presencia de unaobra de arte, espirkualmente dispuestas arecibir su emocin, sino ante unos conocidosque, pasajeramente, han hilvanado unafarsa ms o menos aceptable, pero que sonconocidos suyos, antes que comediantes yque nada. Y as como nadie olvidaba anta-o que aquel personaje era Rafael Calvo oAntonio Vico, convenientemente disfraza-dos, nadie olvida hoy que este alcalde enr-gico e hidalgo es Enrique Borras, ni queesta mujer atormentada es Margarita Xir-gu. De ah aquellas ovaciones inenarrables,cuyos ecos han llegado hasta nosotros, por-que Manuel Catalina descorra elegantemen-te el portier con el bastn o porque JulinRomea se quitaba los guantes con inimitableelegancia, sin contar con la estentrea car-cajada de Jos Valero en el drama de esettulo, de quien se refiere que quedaba des-trozado todo un da, ni con el maravillosodescenso de la escalera que realizaba An-tonio Vico en el ltimo acto de Gusmn el

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