novela fungible 2016 - centro de arte alcobendas · en su vigésimo quinta edición de relato joven...

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Héctor Sánchez Minguillán Nicolás Mattera El Fungible Alcobendas VIII Premio de Novela Corta 2016 aniver sario 2 5 El Fungible

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Héctor Sánchez MinguillánNicolás Mattera

El FungibleAlcobendasVIII Premio de Novela Corta 2016

aniver sario25

El Fungible AlcobendasXXV Premio deRelato Joven 2016Francisco Miguel Espinosa Cristina Barba

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El FungibleAlcobendas XXV Premio deRelato Joven 2016

El Fungible Alcobendas

VIII Premio de Novela Corta 2016

Héctor Sánchez MinguillánNicolás Mattera

Título: El Fungible 2016, VIII Premio de Novela Corta© 2016, Ayuntamiento de AlcobendasPatronato SocioculturalPlaza Mayor, 1. Alcobendas. 28100 Madrid

Maquetación: Doin, S.A.P.I. NEISA-SUR - Nave 14 Fase IIAvda. Andalucía, km. 10,300Tel.: 91 798 15 18 Fax: 91 798 13 36www.egesa.com

Depósito Legal: M-36660-2016Impreso en España - Printed in Spain

Fotografía de cubierta: © Korionov

Primera edición: Noviembre 2016Impreso por Estudios Gráficos Europeos, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Índice

Presentación ........................................................ 7

Jurado .................................................................... 11

Francés hasta el final ....................................... 15 Héctor Sánchez Minguillán

La estación de los conejos ............................. 125 Nicolás Mattera

El Fungible Alcobendas

Presentación

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PRESENTACIÓN

Un año más, es un placer y un honor presentar la edi-ción de El Fungible 2016, que estrena dos novelas que se sumergen sin miedo en la profundidad y complejidad del alma humana y dos relatos que se dirigen a los lectores más jóvenes con palabras directas y claras.

Este año, El Fungible cumple veinticinco años y celebra, en su vigésimo quinta edición de relato joven y octava de novela corta, que tiene mucho que contar, que quiere seguir siendo testigo, narrador y protagonista del talento lector de la ciudad de Alcobendas y del narrativo de los más de mil au-tores de novelas y relatos que confían en nuestro certamen.

El Fungible va unido a la historia cotidiana de Alcoben-das, a su pasado, presente y futuro literario. El Fungible Al-cobendas es una simbiosis llena de logros e ilusiones donde la literatura y las palabras lo impregnan todo y en la que se refleja la apuesta firme y constante por la cultura, la creatividad y el talento. Cultura, creatividad y talento que encuentran en Alcobendas oportunidades para darse a co-nocer o para crecer.

Muchos son los autores que han surgido de las publi-caciones de El Fungible a lo largo de casi tres décadas de esfuerzo continuado, autores en lengua castellana de dife-rentes países, algunos de ellos ya consagrados, como el es-pañol Juan Manuel de Prada, ganador de El Fungible en su primera edición. El Fungible, y con él la ciudad de Alcoben-das, tiene como objetivo ser foro de creación literaria, en-cuentro de voces apasionadas por la palabra y las historias,

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un lugar de tránsito y de refugio en el que escritores y lec-tores ponen en marcha un intercambio de experiencias y sensaciones.

La novela ganadora, Francés hasta el final, de Héctor Sán-chez Minguillán, recrea el mundo y el lenguaje cinemato-gráfico de François Truffaut y las complejidades de un alma humana atormentada que busca la catarsis en el amor y en la renuncia, mientras que el protagonista de La estación de los conejos, novela finalista del autor italoargentino Nico-lás Mattera, se centra en el valor del dolor como elemento de redención. Ambas son obras inquietantes y sus estilos atraen la atención del lector y le conducen por tramas llenas de sorpresas y recovecos, de reflexiones morales, éticas y literarias. Los relatos dan voz a los jóvenes, a la lucha por la supremacía en El rey de la colina, de F.M. Espinosa, o a la fragilidad del amor en Un año sin verano, de Cristina Barba.

Estas cuatro obras vuelven a invitar a nuestros lectores a disfrutar de la lectura. Son ellos, que nos acompañan en esta travesía de veinticinco años ya, los que han hecho que El Fungible Alcobendas siga creciendo. De nuevo, Luis Ma-teo Díez y Jorge Eduardo Benavides han sido jurado de este certamen y han vuelto a elegir las novelas y los relatos ganadores con cariño, sensibilidad, profesionalidad y amor por la literatura, conscientes del poder de la palabra y del crecimiento de nuestro certamen. A los autores premiados o aspirantes, a los técnicos municipales que con tanto cari-ño e impulso tratan cada nueva edición y, sobre todo, a los lectores: GRACIAS.

Nos vemos en la presentación y aniversario de El Fungi-ble Alcobendas.

Nos vemos en esta Gran Ciudad.

IGNACIO GARCÍA DE VINUESAAlcalde de Alcobendas

El Fungible Alcobendas

Jurado

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LUIS MATEO DÍEZ

Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005), La gloria de los niños (2007), Azul serenidad o La muerte de los seres queridos (2010), Pájaro sin vuelo (2011), Fábulas del sentimiento (2013), La soledad de los perdidos (2014) y las reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993) y Los frutos de la niebla (2008). En un único volumen titulado El pasado legendario (Alfaguara, 2000), prologado por el autor, se han recogido El árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la es-pina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males menores y Días de desván. El libro El reino de Celama (2003) reúne sus tres novelas ambientadas en ese lugar imaginario y El sol de nieve (2008) incluye por primera vez las aventuras de

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los niños de Celama. En el 2015 ha publicado en Galaxia Gutenberg Los desayunos del Café Borenes.

En el 2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica por La ruina del cielo. Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia Española y Premio Castilla y León de las Letras.

JORGE EDUARDO BENAVIDES

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó dictando talleres de literatura y como periodista radiofónico. Desde 1991 has-ta 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller En-trelíneas, y en la actualidad vive en Madrid, donde imparte y dirige talleres literarios de prestigio. Ha colaborado con pres-tigiosas revistas literarias como Renacimiento y los suple-mentos culturales de El País, y Caballo Verde, de La Razón. Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos (1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí contigo (Alfaguara, 2003) Un millón de soles (Alfaguara, 2008), La paz de los vencidos (Alfaguara, 2009), Un asunto sentimental (Alfaguara, 2013) y El enigma del convento (2014).

En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores, en el 2003 fue galar-donado con el Premio Nuevo Talento FNAC y en el 2013 ob-tuvo el Premio Torrente Ballester con El enigma del convento.

Fruto de su experiencia como profesor de talleres y ase-sor de novelistas ha publicado Consignas para escritores (Casa de Cartón, 2012). En la actualidad dirige el Centro de Formación de Novelistas.

Francés hasta el final

Héctor Sánchez Minguillán

GANADOR NOVELA CORTA

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HÉCTOR SÁNCHEZ MINGUILLÁN(Castellón de la Plana, 1975)

Nací el verano de 1975 en Castellón de la Plana. A los vein-tidós años leí “1984”, de George Orwell, y partir de esa lectura empecé a devorar libros, pongamos que de forma compulsiva. En 1999 me mudé a Barcelona, ciudad que he dejado varias veces. De estas experiencias temporales destaco las vividas en Dublín, Salamanca y Madrid. Mis primeros escritos fueron relatos cortos que mis amigos leían por razones de lealtad para esforzarse después en no darme un veredicto severo. Fue en Salamanca, allá por 2004, donde escribí mis dos primeras novelas, ambas mutiladas sin remilgos años después para que una terminara siendo un relato y la otra una novela corta. A pesar de los tijeretazos no alcanzaron la calidad esperada y descansan dignamente en el cajón de mis textos deslucidos. A los treinta y dos años entré en la Universidad de Barcelona para estudiar Filología Hispánica. No acabé la carrera. En un trimestre muy fructífero escribí una novela corta llamada ¿Por qué mató Julio Galope?, que acabó ganando un premio en Vi-llajoyosa. Poco antes me había llevado un concurso de relatos que organizaba la Universidad de Barcelona. También envié por esa época a un concurso de Zaragoza un poemario que había escrito en Salamanca. Para mi sorpresa, gané el concur-so. Viajé por China un verano y de vuelta escribí un libro de viajes inspirado en mi propia experiencia. Lo mandé al con-curso de literatura de viajes llamado Eurostars y también sonó la flauta y ganó. Con el dinero obtenido me dejé el trabajo que tenía, me alquilé un apartamento en Benicàssim y pasé un in-vierno aislado para dedicarme íntegramente a la escritura. De allí salió La vida puerca, publicada por Libros de la Vorágine. La novela que presenté al Fungible la escribí durante mi etapa en Madrid, allá por 2014. Perdí un trabajo y me propuse escri-birla en veintiún días. Al final fueron treinta y seis. Me gusta la idea de que haya sido premiada en un lugar que se encuentra a poca distancia de donde fue concebida.

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Es más indefenso el hombre de armas que es sorpren-dido sin su cota de malla que el insignificante hombre de paz que, por no haberla tenido nunca, tampoco siente nunca su carencia.

Fragmento de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato

Un

Conocí a Bernard en el centro donde yo estudiaba arte dramático. En aquel entonces me ganaba los garbanzos como camarera en un bar de la Barceloneta y tenía ilu-sión por dedicarme al mundo del espectáculo. Bernard vino una tarde a la escuela de teatro. Habló unos mi-nutos con el director; después se quedó sentado en un sofá que había en el vestíbulo. Cuando la clase finalizó, el director nos comentó que un señor de nacionalidad francesa deseaba pactar con tres estudiantes, dos chicos y una chica, una actuación privada que duraba un minu-to escaso. El director hizo entrar a Bernard. Iba vestido elegante, tenía porte de afligido y la barba canosa. Una de las piernas se le había quedado dormida y andaba con cojera; seguramente las tuvo cruzadas mientras es-peraba. El director dijo que el hombre estaba dispuesto a pagar cien euros cada día. Como no explicó nada más, quisimos saber en qué consistía la actuación. ¿Alguno

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de ustedes ha visto Jules et Jim?, preguntó Bernard con ese acento galo que suena candoroso, tan de hombre novelesco. Solamente dos levantamos la mano. Bernard dijo que los tres elegidos debían imitar una escena de aquella película. Recordé en ese momento el ritmo fre-nético que impulsó a la narración François Truffaut, un tipo al que yo imaginaba en su época con un entusiasmo rebosante, corriendo a todas partes. En sus películas uno creía estar viviendo otras vidas, habitando otros cuerpos. A mí me gustaba. En Jules et Jim había una escena en la que los dos chicos y la chica echaban una carrera sobre un puente. El personaje de ella, Catherine, me fascinaba; los tenía bien puestos y al mismo tiempo exhibía sínto-mas de flaqueza. Mujer hermosa y enérgica, juguetona con medias tintas, reflejaba de algún modo un prototipo de belleza desvalida y de contradicción femenina. En la carrera tenía dibujado un bigote porque iba disfrazada de hombre, daban ganas de comérsela a besos y vencía a los chicos haciendo trampas. Bernard quería contem-plar diariamente esa escena en un puente de la Ronda Litoral, un puente que, según él, se parecía mucho al de la película.

Me apunté al proyecto. Tras una deliberación, diga-mos que efímera, Bernard me prefirió entre las cuatro voluntarias que nos presentamos para el personaje de Catherine. Mi vanidad se hinchó de forma bárbara, a punto de explotar. Los elegidos para los otros papeles fueron Mario y Oriol, dos chicos que deseaban acostarse conmigo y que compartían la penosa pauta de disimu-larlo. Me llevaba bien con ellos pero no me atraían, lo cual no impidió que terminara acostándome con los dos.

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Bernard nos dio tres originales de la película para que la viéramos; nos instó a que consiguiéramos el mismo vestuario y a que memorizáramos las pocas frases de la escena. Pidió nuestros datos porque tenía intención de contratarnos (nunca lo hizo). Algo machacón, insistió varias veces en que debíamos imitar en la medida de lo posible lo acontecido en la carrera. A quienes estábamos allí nos carcomió la curiosidad por saber qué motivos tendría un francés setentón para ver todos los días el remedo de una escena cinematográfica. Sólo el director del centro −lógicamente interesado en conocer el be-renjenal en el que tres de sus alumnos se metían− tuvo valor de preguntárselo.

−Es una cuestión personal −expuso Bernard. −¿Cuánto tiempo tendremos que hacerlo? −pregunté. Y Bernard contestó: lo que dicte mi nostalgia. Nadie preguntó más, tal vez porque Bernard era un

hombre tan gris que no suscitó demasiado interés en mis compañeros. Concretamos un día para empezar y una hora invariable que nos viniera bien a los implicados. Empezaríamos en tres días; quedamos en que iríamos siempre a las cuatro de la tarde. El puente estaba a la altura de la Plaza Tirant lo Blanc. Teníamos que ir cada día, sin faltar. Antes de irse, Bernard dijo que nos pagaría ciento veinte euros, por aquello de cuadrar la división entre tres.

Esa noche invité a Mario y Oriol a ver la película en mi casa, ya que ellos no la conocían. Creo que fueron escogidos por sus parecidos físicos con los protagonis-tas. Mario tenía algo del moreno; Oriol podía pasar por el rubio. Aquello me hizo pensar que Bernard me había

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seleccionado porque yo quizá tenía un aire a la preciosa Jeanne Moreau. Esa posibilidad me puso el ego por las nubes. Para no molestar a mis compañeros de piso, vi-mos la película en mi habitación. Nos sentamos los tres en la cama y pusimos el ordenador encima del escrito-rio. Durante el visionado de la película, noté que Mario y Oriol me lanzaban miradas de reojo. Tal vez pensaban que lo que ocurría en la pantalla se podía materializar en la vida real. No teníamos mucha confianza y esa noche los dos procedieron con timidez, pidiendo las cosas por favor, disculpándose a cada rato. No eran precisamente dos canallas y no parecían descarriados, por eso no me gustaban. La escena del puente nos encantó, la vimos cuarenta mil veces. En un folio escribimos las frases que teníamos que decir y las descripciones del vestuario. Mis dos compañeros alucinaron con la peli, aunque parecían predestinados a encandilarse con todo. Bebimos Xibecas y fumamos un par de porros. Nouvelle Vague, marihua-na y cerveza lumpen: nada mejor para afrontar nuevas amistades. A las dos de la mañana, Mario y Oriol se fueron corriendo escaleras abajo y siguieron corriendo sobre el asfaltado de la calle, como si ya hubieran sido poseídos por los enardecidos espíritus de Jules y Jim.

El director consiguió los trajes al cabo de dos días. Primaban el blanco, el negro y tonalidades grises para reproducir la falta de colores del cine de aquella épo-ca. Nos los pusimos después de terminar la clase; luego echamos una carrera por el pasillo de la escuela, tratando de copiar al dedillo la escena de Truffaut. Terminamos tirados en el suelo, riendo como idiotas. El resto de com-pañeros contempló la escena con asombro, ocultando la

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envidia colectiva que les unía por el dinero que íbamos a ganar y por haber sido elegidos para un encargo es-trafalario. Mario y Oriol estaban exultantes, como si ya hubieran dado por sentado que interpretar a Jules y Jim iba a proporcionarles no sólo una pujante experiencia como actores, sino además la opción de copiar a los personajes y de consumar sus aspiraciones de llevarme a la cama, de gozar con la agresiva felicidad de compartir los favores sexuales de una musa en común. El frenesí de los dos destilaba inmadurez prolongada, un candor que centelleaba hasta achinar los ojos. Debo decir que sentirme deseada de una forma tan cristalina a veces me llegaba a ofender, como si mi capacidad intelectual estuviera en entredicho. Mi loquero decía que era una sensación apócrifa; añadía que aún no existía la mujer que se sintiera ultrajada de verdad porque alguien ex-pusiera sus deseos de follársela. Puede que fuera cierto, pero yo le solía decir que tampoco existía aún el loque-ro que no necesitara su propia terapia. Suerte que nos llevábamos bien.

El primer día que hicimos la escena de la carrera sentí ganas de conocer a Bernard. Fue un día extraño. Sobre las tres de la tarde salí de casa ataviada con el traje que debía utilizar para la interpretación. El jersey de lana me venía grande y las mangas cubrían mis manos, exacta-mente como lo llevaba Jeanne Moreau en la película. También me puse una gorra de cuadros con una visera enorme. Estaba un poco ridícula. Decidí pintarme el bi-gote más tarde, en el mismo puente, para no sentirme disfrazada durante el camino. Me llevé una bolsa con ropa de recambio, toallitas húmedas. Había quedado

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con Mario y Oriol en la base del edificio Mapfre para lle-gar juntos, pues los tres reconocimos que no nos hacía gracia llegar solos al punto de encuentro por si llegába-mos temprano y nos encontrábamos con Bernard, quien por alguna razón nos intimidaba. Mario y Oriol apare-cieron al mismo tiempo, con sus respectivos atuendos. Venían corriendo, desternillándose de risa. Me dio por pensar que se estaban metiendo demasiado en el per-sonaje, que la película de Truffaut les había corrompido hasta el punto de creerse dos vividores que hacían de sus vidas una feria constante. Se les percibía el artificio, pero estaban guapos con los trajes antiguos. Mario se había pintado asimismo un bigote; nada más llegar se le ocurrió quitarme el gorro y ponerme el suyo, acto que fue secundado por Oriol cuando puso su sombre-ro sobre la cabeza de Mario y le arrebató a éste el mío para ponérselo. Quise continuar el juego, así que las prendas pasaron de cabeza en cabeza varias veces. Pare-cíamos niños corpulentos sin juguetes. Hubo gente que nos miró con asombro sin saber que copiábamos una escena de Jules et Jim, que éramos imitadores de unos personajes tan exaltados como imposibles, reinventores al uso de nuestra pobre existencia, bufones por encargo de un jubilado francés dominado por la fiereza de su propia melancolía. La escena me habría divertido más si no se hubiera notado que Mario y Oriol la habían pre-parado a conciencia.

De camino al puente hablamos sobre Bernard, so-bre lo que podría tener en la cabeza para solicitar un servicio de aquellas características. Hicimos un diagnós-tico más o menos consensuado; dimos por hecho que

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tendría bastante dinero y un acopio de recuerdos da-ñinos, que sería un hombre con el alma desierta que malvivía a merced de un pasado lleno de despojos, que compilaría descalabros a espuertas y sería viudo o cóm-plice de asesinato o las dos cosas juntas. Dijimos eso y alguna tontería más. Nos dejamos llevar sin ser cons-cientes de que nos estábamos quedando cortos. Cuando llegamos al puente, vimos a Bernard en el lado opuesto, esperando de pie. Habíamos sido instruidos para in-terpretar la carrera sin antes saludarlo, como si no lo conociéramos. Los chicos también llevaban mochilas y nos preguntamos qué hacer con ellas. Fue Oriol quien propuso dejarlas en el punto de salida y volver a por ellas en cuanto termináramos la misión. Nos pareció bien. Me pinté el bigote antes de subir las escaleras, sintiendo nervios de camerino. Nos deseamos mucha mierda. Entre risas y codazos subimos al puente, el cual, dicho sea de paso, no se parecía mucho al de la pelí-cula. Como una señora lo estaba cruzando, esperamos. Al fondo de la pasarela estaba Bernard; el que iba a ser nuestro único espectador parecía inquieto y no paraba de moverse, de tocarse la nuca. De repente, sentí que no quería estar allí, como cuando asalta ese mismo deseo tantas veces en el trabajo. Duró poco. La señora abando-nó el lugar. Los tres, acto seguido, nos agachamos para adoptar la posición de inicio. Yo estaba en medio de los dos. Oriol contó hasta tres en francés y, cuando dijo el segundo número, yo empecé a correr. Desde el inicio de la carrera me puse a mirar a Bernard, como si mis zancadas hubieran tenido el objetivo de lanzarme a sus brazos. Los falsos Jules y Jim me siguieron detrás, mo-

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derando la velocidad, ya que la fidelidad a la escena les impedía adelantarme. Llegamos al final, alcé los brazos y solté un grito en señal de victoria. A poca distancia de Bernard, nos dejamos caer. Mario se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo, gesto que dio pie a que dijéramos las frases convenidas; luego me levanté mientras ponía el sombrero de Mario en su cabeza. Mis dos compañeros se incorporaron. Abandonamos el puente. Se acabó la función.

Nos dirigimos a Bernard para preguntarle si le había gustado y no pude evitar que su rostro me impresio-nara. Estaba como ausente, visiblemente emocionado. Nos dio las gracias poniéndose una mano a la altura del corazón, mientras hacía reverencias. Le faltó aplaudir. Nos dio cuarenta euros a cada uno en billetes de diez. Quiso recordar que debíamos comparecer al día si-guiente. Agradecimos el pago y nos despedimos porque ninguno de los tres supo qué diantres decir. Teníamos que regresar a la otra parte del puente para recoger las mochilas. Mario tuvo la idea de hacerlo mediante otra carrera que fuera real; él mismo contó hasta tres en fran-cés y otra vez yo me adelanté antes de tiempo, como si el personaje de Catherine aún me latiera por dentro. A mitad del puente los dos me adelantaron, dejando claro que ya no eran Jules y Jim, sino Mario y Oriol vestidos a la antigua; jugando a ser delirantes como probable-mente nunca antes lo habían sido. Al llegar al fondo, nos abrazamos en plan melé. Giré la cabeza y advertí que Bernard seguía en la misma postura, mirándonos. Dudé que le gustara lo que veía. Dije adiós agitando el brazo, pero no respondió. Se marchó cabizbajo, con

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las manos en los bolsillos. Sentí que aquel hombre me gustaba no sólo porque físicamente mantenía un ligero atractivo, sino porque se notaba que era atormentado y arrojaba un misterio goloso. Tuve ganas de ubicarme en el epicentro de su vida por si era capaz de sacudirla; me salió el impulso maternal y al mismo tiempo la ne-cesidad de una figura paterna, combinación nefasta que regía mis preferencias y que el loquero mencionaba en las sesiones con excesiva frecuencia.

Con el dinero obtenido, esa tarde fuimos los tres a un bar. Bebimos cerveza mientras ampliamos nuestras hipótesis acerca de Bernard. El alcohol favoreció que traspasáramos la línea que nos permitía propasarnos con él. Lo tachamos de loco para arriba; reímos con co-mentarios subidos de tono, poseídos por una jactancia lamentable. Al cabo de un rato, afloró el remordimiento y me sentí patética. En una visita al baño, me quedé pensando en lo fácil que nos resulta especular sobre las vidas de los demás mostrando superioridad. Si existía algo que me gustaba de mí era la capacidad para ser au-tocrítica; normalmente sucedía cuando tenía un angelito y un diablillo revoloteando en mi cabeza, rivalizando por algún asunto de índole moral. Aquella tarde la contienda estaba fundada en si obrábamos con ética agraviando tan abiertamente a Bernard. El perfil que ideamos lo de-jaba como a un hombre grotesco que merecía con creces ser objeto de burla. Tampoco hacíamos nada que fuera inadmisible, pero había ratos en los que no me gustaba formar parte de las bromas, como cuando escuchamos un chiste racista que nos parece monstruoso pero reímos porque valoramos su ocurrencia y luego nos sentimos

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mal. En aquel caso, tanto mi angelito como mi diablillo desenvainaron elementos de juicio bastante loables; solía pasar que terminaba dando a ambos la razón, pues nin-guno era lo suficientemente persuasivo para sacarme de dudas. Llegó un momento en que dije a los chicos que me quería ir. Los dos estaban crecidos y habían utilizado la figura de Bernard para canalizar el escaso ingenio que tenían. Se sintieron sorprendidos por mi marcha, como si desertar de ellos fuera algo que juzgaban de antemano imposible. Me despedí; regresé a casa en metro, todavía con el disfraz de Catherine. Tarde en darme cuenta de que la gente me miraba por el bigote.

Me costó dormir esa noche. Devoré una tableta de chocolate y, a golpe de bocados, inventé historias del pasado de Bernard que pudieran estar vinculadas a Jules et Jim. El hombre debía de tener una añoranza muy po-derosa para organizar una actuación en plena calle y, a pesar del resultado algo mediocre de nuestra secuela, lle-gar a emocionarse como lo había hecho. Recordé su cara después de la carrera, aquel gesto de estar abrigando emociones remotas que igual había dado por superadas, de capturar un instante que lo tuvo en su alma pero que, hasta ese momento, nunca se había revelado con semejante vigor. Imaginé en su interior resonancias de viejos latidos, suspiros a destiempo ejerciendo de trans-misores (esa función milagrosa que tiene por ejemplo el olfato cuando hace que un aroma rescate un recuerdo). Ni se me pasó por la cabeza que la regresión vivida por Bernard pudiera estar derivada de nuestras tres inter-pretaciones. Vi probable que él acudiera al puente con altas dosis de sugestión; llegué a la conclusión de que

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se habría turbado igualmente con otros actores. También imaginé a Bernard de joven, pasando no sólo tormentos sino también episodios gozosos. Le atribuí virtudes que acaso no tuvo o había dejado de tener, maneras de se-ductor parcialmente extinguidas. Pensando en él, llegué a excitarme tanto que acabé masturbándome, pero me quedé a medias debido a que me asaltó una solemne repulsa por la atracción hacia un hombre mayor. Los malditos prejuicios sociales son capaces de joderte un orgasmo.

Al día siguiente me sentí agitada hasta la hora de la actuación. Mario me envió un mensaje por la mañana para saber si la cita previa en el edificio Mapfre consti-tuía un ritual que debíamos mantener como costumbre. Le contesté que a partir de entonces nos viéramos en el puente todos los días; cada uno que se lo montara a su manera sin olvidar, eso sí, la puntualidad. Puede que no le gustara mi rechazo a llegar con ellos. Supuse que contactaría con Oriol para anunciarle mi negativa, que después hablarían de mí como dos amigos que compar-ten impresiones acerca de la misma mujer que desean. Entre ellos se habría creado una cordialidad que no es-taría exenta de estrategia, pues no dejaban de ser rivales. Me pregunté si para intercambiar detalles relacionados conmigo recurrían a la diplomacia o hacían uso de co-mentarios soeces. Pura curiosidad.

A las tres y media yo estaba en las inmediaciones de la Ronda Litoral por si encontraba a Bernard. Anduve por la plaza Tirant lo Blanc, pensando que igual se tomaba un café por allí antes de presenciar la carrera. Estaba nerviosa, con ganas de verlo. Sobre las cuatro menos

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diez lo vi aparecer. Venía de la zona de Poblenou; cami-naba despacio y con aire distraído, como acostumbran a pasear los jubilados. No tuve dudas a la hora de salirle al paso y saludarlo con familiaridad, como si nos conocié-ramos de toda la vida. Bernard se asustó de mi repentina aparición, o por lo menos puso cara de susto. Es lógico admitir que le gustó el abordaje, ya que mi presencia ponía al descubierto un interés innegable.

Me sentí impelida a justificarme con argumentos pro-saicos, más que nada por no poner tan pronto las cartas boca arriba. Le dije que necesitaba saber el tiempo aproximado que iban a durar las funciones callejeras. ¿Unas pocas semanas? ¿Acaso meses? Expliqué que es-taba asqueada con mi trabajo de camarera; que, debido al generoso salario siendo la Catherine de Truffaut, me había planteado abandonar momentáneamente el fati-goso mundillo de la hostelería. Bernard sonrió y por un instante pensé que había presagiado mi consulta. Era la primera vez que lo veía sonreír; sin embargo, me pareció una de esas muecas que algunas personas conceden en contadas ocasiones, como si regalaran la oportunidad imponderable de testificar un prodigio, una especie de exclusiva. Después me dijo que podía dejar el trabajo del bar, que dinero no me iba a faltar. No supe cómo tomarme aquel comentario. A pesar de ello, resultó tan infalible que esa noche comuniqué mi renuncia al due-ño del negocio, quien por su parte no dio muestras de lamentar la noticia.

En aquel primer encuentro a solas, Bernard y yo nos hicimos algunas preguntas superfluas que contestamos por pura cortesía. Al final me atreví a indagar por qué

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lo de Jules et Jim, por qué lo del puente, por qué todo. Bernard volvió a sonreír; me insinuó que estaba feo ha-cer preguntas tan íntimas. Faltaban cinco minutos para las cuatro y estábamos a pocos pasos del escenario. Ber-nard dijo que por favor cruzara el puente y que me fuera preparando para mi cita con Catherine. Utilizó esas pala-bras. Obedecí mansamente. Mario y Oriol estaban ya en la otra orilla de la Ronda, la que daba al mar; al verme llegar desde el lado de Bernard ambos mostraron perple-jidad. Los intuí celosos. Me propuse estudiar la manera en que iban a proceder en los próximos minutos. Creo que disimularon cuanto pudieron. Uno de ellos se animó a decir que estaba un poco rara, no recuerdo quién. En esa segunda función, corrí con tanto ímpetu que ellos hubieron de esforzarse para no quedar demasiado re-zagados. Cuando la escena concluyó, miré enseguida a Bernard. Lo vi emocionado; no obstante, a diferencia del día anterior, sus labios tenían perfilado un rictus que tal vez apelaba a la satisfacción. Nos pagó lo convenido. A la hora de irnos elegí la compañía de Mario y Oriol; juz-gué imprudente invitar a Bernard a tomar algo.

Esa tarde nos cambiamos los tres de ropa en un ban-co de los jardines adyacentes al puente, dando por hecho que la prolongación de los personajes ejercita-da el día anterior había sido un desliz. Usé las toallitas para quitarme el bigote; me vestí tan lentamente como pude. Estando en braguitas, llegué a fingir un buen rato que buscaba el móvil con el ánimo de exhibirme. Ma-rio y Oriol me comieron con los ojos; acaso pensaron que aquel numerito estaba dirigido a ellos. En realidad lo hice por si Bernard, parapetado tras un árbol, me

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observaba desde lejos sintiendo taquicardia en su pecho, alteraciones en la entrepierna y ese orgullo de hombre mayor cuando confirma que las piezas litúrgicas del de-seo mantienen su engranaje. A pesar de que también me sentí repasada por varios paseantes, lo único que me estimulaba era la posibilidad de ser observada por Bernard. Oriol me preguntó de qué habíamos hablado el francés y yo antes de la carrera. Cosas nuestras, con-testé haciéndome la interesante. Esa tarde no fuimos a beber cerveza y nos separamos a los pocos minutos. Mis compañeros estaban apagados. No pude evitar reírme pensando que la energía inagotable de Jules y Jim les había durado sólo un día.

De madrugada, de nuevo con un desvelo paliado con chocolate, me puse a pensar en los datos que me había facilitado Bernard durante nuestra corta conversación. Me había dicho que era parisino, que llevaba alrede-dor de una semana en Barcelona, en donde había fijado su residencia por razones personales que se abstuvo de revelar. Vivía solo en un piso de alquiler, sin animales domésticos; todos los días comía y cenaba en restauran-tes por una supuesta antipatía a los fogones. Su ritmo de vida requería una cuenta corriente abultada que imagi-né con dígitos mareantes. Cuando le pregunté cómo y dónde había aprendido español, se hizo el sueco. Dijo que lo había estudiado pero su contestación fue soltada con un tono enigmático, como si la respuesta pudiera extenderse con matices que prefería encubrir. Poco más conocía de él. No sabía si había estado casado, si tenía hijos, a qué se había dedicado. Bernard se me revela-ba como una incógnita, alguien del que podía extraer

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información valiosa acerca de los secretos que domi-naban al ser humano, pues me convencí de que era un sabio o algo parecido. No dudo de que comencé pronto a sobrestimarlo, pero eso que llamamos enamoramiento es un proceso en el que nuestra mente se somete a los hechizos de alguien a quien atribuimos más virtudes de las que tiene. Lo que entendemos por amor nos hace enormemente imaginativos. Esa noche volví a ver Jules et Jim, atenta a cada plano; analicé hasta detalles nimios, persuadida de que el personaje de Catherine contenía pistas relacionadas con la vida de Bernard que podían auxiliarme en la labor de desmontarlo.

A la carrera del día siguiente acudí con el tiempo jus-to. Llegué al puente, en donde Mario y Oriol estaban sentados. Me pinté el bigote y subí las escaleras. Todos a sus puestos, mucha mierda, un, deux, trois. Y a correr. En el diálogo final metimos la pata y hubo dos frases que se quedaron sin decir. A Bernard no le hice caso con la idea de ser más opaca. Recibimos el dinero, siempre en billetes de diez; luego me despedí de los tres, simulando tener prisa debido a un compromiso. Me fui por el paseo que bordeaba la playa en dirección norte y me escondí detrás de una caseta. Desde allí pude ver cómo se ale-jaban los chicos y la figura empequeñecida de Bernard, que caminaba por la acera con su habitual parsimonia. Lo seguí desde la distancia. Cogió la Rambla de Poble-nou; después torció a la derecha por Ramón Turró. En la calle Bilbao giró a la izquierda; entonces, cuando yo do-blé esa esquina segundos después, descubrí que lo había perdido. Lo más probable era que se hubiera metido en algún portal. De repente, sentí miedo por si aparecía y

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me pillaba in fraganti. Normalmente era lanzada con los hombres, pero a Bernard le tenía tal respeto que me veía forzada a operar de manera distinta. Salí corriendo por donde había venido, sintiendo vergüenza sin saber de qué. No dejé de correr sin mirar atrás hasta llegar de nuevo a la Rambla de Poblenou. Todavía iba disfrazada de chico y con el bigote pintado. En aquella espantada, me vi como a una Catherine timorata que estaba siendo perseguida por su jauría de complejos.

Pasaron unos días en los que, sobre el puente de la Ronda Litoral, los cuatro procedimos con la inercia que imponía ya la costumbre. Mario y Oriol adoptaban una actitud pragmática: llegaban al puente, hacían su trabajo, cobraban y se iban. Ninguno de los dos trataba ya de impresionarme, como si obrasen de acuerdo a un pac-to común. Dejaron de mirarme con deseo; se volvieron meditabundos. A mí me importaba tres narices lo que pudieran pensar, pero la mentalidad femenina es tan profusa en contradicciones que una parte de mí se sen-tía dolida por verme rechazada. Vi probable que Mario y Oriol arrojaran la toalla porque intuyeron que mi interés estaba focalizado en Bernard, con quien no desearían competir. Puede que se sintieran afrentados ante la cir-cunstancia de que una chica joven prefiriera a un pureta. No lo sé; el caso fue que aquella indiferencia provocó que yo comenzara a tenerlos en cuenta. En las clases de teatro, durante las cuales yo normalmente estaba con otros alumnos, me arrimaba a ellos o los elegía para de-terminados juegos de contacto que ordenaba el profesor. Comencé a buscarles las cosquillas y a provocarles con el fin de reavivar ese brillo en los ojos con el que me

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habían mirado los primeros días. Me negué a admitir que ya no me desearan. Las mujeres no entendemos que un hombre al que tenemos controlado muestre dejadez de golpe y porrazo. La indiferencia nos hiere, el retroceso nos descompone; entonces vamos tras él para rehabili-tar nuestro ego, sentirnos de nuevo poderosas −acaso heroicas− y recuperar el timón. A veces lo hacemos con tipos que no nos interesan, como era aquel caso, volca-das de pleno en ese eterno despropósito de perseguir al insolente y resistir al solícito. Lo conseguí, ya lo creo que lo conseguí. No tardé en retomar con ellos la seducción a tres bandas, a bromear con sutilezas. No fue difícil. Los hombres son tan domables que resulta turbio el dominio que las mujeres podemos ejercer sobre ellos.

A toro pasado, pensé acerca de este proceder y llegué a la conclusión de que lo había hecho por Bernard. Más tarde o más temprano, iba a llegar un día en que yo le propondría una cita o quizá sería él quien lo hiciera. Era indudable que Bernard sospechaba de mi atracción ha-cia él. Estas cosas se notan y la veteranía es un refuerzo. Cuando Mario y Oriol comenzaron sobre el cuarto día a actuar con desidia, mi instinto me llevó a enderezar esa situación porque yo quería exhibir ante Bernard que tenía otras opciones. No sólo existía la posibilidad de ponerle celoso −algo que por otra parte también nos encanta−, sino que quería hacerle ver que si un día me decidía a seducirlo no sería porque fuera mi única al-ternativa. A veces creo que somos un poco militares en estas lides, que las tácticas empleadas responden a cálculos demasiado cabales con el propósito de que nuestras defensas tengan el menor número de bajas. En

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más de una ocasión he leído sobre las conexiones en-tre el amor y la guerra, y no me desagrada la idea de que una seducción sea como un asedio y que tratar de conquistar a alguien sea meterse a cara de perro sobre un campo minado, con el orgullo como trágico escudo. Yo podía haberle dicho a Bernard directamente lo que sentía por él, sin ambages ni triquiñuelas, pero esa clase de arranques solamente los tenía con hombres que me importaban un bledo, aquellos que iban a aportarme el revolcón preciso para obtener satisfacción. También in-fluía que mi última relación terminara como el rosario de la aurora; por eso andaba con pies de plomo. Bernard me empequeñecía, motivo por el cual yo esperaba que fuera él quien diera un paso al frente.

Como ese paso no llegaba, una tarde me armé de iniciativa. Después de interpretar a Catherine, mientras Mario y Oriol volvían al otro lado del puente para coger sus pertenencias, invité a Bernard a tomar un café. Todo el mundo sabe lo que viene implícito en una invitación a priori ingenua como la de tomar un café, trastienda en donde anidan segundas intenciones como una prome-tedora velada o algo más inmediato. Bernard lo sabía pero me miró con desolación −o puede que fuera mi-sericordia−, como si lamentara mi ofrecimiento en lugar de celebrarlo. Me dio calabazas con la boca pequeña, pude verlo, esbozando un croquis probablemente falso de supuestas tareas que debía cumplir esa tarde. No le culpé; a fin de cuentas, algunos ejercicios de franque-za resultan costosos. Yo suponía que un hombre de su edad era capaz de refutar una proposición sin recurrir a evasivas, por lo que me sentí decepcionada y salí algo

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maltrecha del envite. Nos dijimos adiós. Acto seguido, se activó mi maquinaria para no enfangarme en el barro de la amargura tras un rechazo de aquellas dimensiones. Planteé a Mario y Oriol tomar unas cervezas en cualquier antro, hacernos unas risas, dejarnos llevar y, sin quitar-nos los atuendos de Jules y Jim, jugar, como hicimos el primer día, a inventarnos la vida miserable de Bernard. Mi oferta, lo sé, sonó desesperada; mi ansia de expiación era notoria. Imaginé que Mario y Oriol habían adivinado al quite de dónde provenía mi brusco entusiasmo, pues tontos no eran, así que aceptaron de buen grado. Por nada del mundo iban a desaprovechar una situación en la que yo daba señales de estar receptiva. Les pudo el optimismo y bien que hicieron, pues esa noche me em-borraché de lo lindo y permití que los dos me follaran.

Yo llevaba un tiempo sin acostarme con nadie, pero lo que pasó con Mario y Oriol fue lo que mi loquero de-nominaba tapar un boquete. El sexo había sido para mí un sustitutivo muy a mano cuando las cosas se torcían, clásica reparación para quienes errábamos con reinci-dencia. A veces, incluso, busqué algo que fuera extremo, tensé la cuerda para vivir una experiencia malsana que lograra humillarme, maniobra propia de alguien con trastorno de la personalidad, el diagnóstico con el que finalmente fui etiquetada. Con Mario y Oriol me dejé hacer de todo, sorprendida además del carácter perverso que los dos volcaron. No puedo decir que aquella noche sufriera con ellos un tormento, pero las prácticas sexua-les consumadas desde el resentimiento hacia una misma están lejos de ser placenteras. Mis dos amantes lucieron una fiereza asombrosa, como si hubieran aprovechado

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la coyuntura para ventilar una impudicia que tenían so-terrada; fueron otros, sin lugar a dudas, muy alejados de los Jules y Jim de Truffaut, esos dos intelectuales tan gentiles, civilizados, tan rabiosamente idílicos. Muchos hombres acostumbran a tomarse cada polvo como un trofeo, un dígito más en la suma de laureles −algunos de ellos inciertos− y la frecuencia con la que tienen éxi-to les condiciona la manera de afrontar el sexo. Mario y Oriol procedieron mediante un arresto que resonaba a pornografía vigente. No estaban muy curtidos, se les notaba cierto afán imitador. Influenciados por las cien-tos de imágenes que habrían patrocinado sus pajas, me trataron con el despotismo que seguro centelleaba a me-nudo en las pantallas de sus ordenadores. En mi papel de sumisa, yo no opuse resistencia; no quise, y cuando quise ya era tarde. El cariño no compareció y esa noche fui valquiria sometida de quita y pon, relleno en mal es-tado de sándwich; fui una Catherine abierta de piernas, rumbosa y a cuatro patas, prototipo de belleza agredida, absurdo patrón de penitencia. Y casi todo el rato con la boca llena. Vaya un cuadro.

A pesar de no disfrutar mucho, el rito terminó como yo tenía por costumbre. Una práctica que hacía cuando me acostaba con un hombre era tragarme su esperma; lo engullía porque evidentemente no me daba asco, pero sobre todo lo hacía como señuelo para no ser olvidada, sello personal, marca de la casa. Me constaba que era una práctica poco común en las mujeres; también me constaba que los hombres se cegaban con semejante ofrenda. Ninguno de los tipos que pasó por mi cama se habría casado conmigo, pero todos desearon verme

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de nuevo después de la primera noche. Una puede ser insoportable −a veces hasta temible−, pero un hombre nunca te olvida si le comes bien la polla y encima te tragas su semen; puedes asegurarte de que te ubica en el Olimpo de sus mejores recuerdos. Lo mío era un acto absoluto de egocentrismo, aprovechando el filón que me ofrecía la pasión que tienen los hombres por las fela-ciones. Me gustaba instalarme en la mente de ellos como poseedora de una filigrana que me distinguía del resto de chicas. Mario y Oriol no fueron menos y para aca-bar también les exprimí el miembro hasta no dejarles ni gota. Se vieron gratamente sorprendidos ante mi desata-da gentileza; después, los eché de casa porque apareció violentamente el vacío, la sensación de vergüenza, una tediosa desazón por verme ridícula, mujer fácil y puta barata. En definitiva: la culpa. Compañera infatigable, la culpa después del sexo emergía a veces con el dia-blillo revoloteando sobre mi cabeza; solía pasar que el angelito era maniatado y amordazado, de manera que no había defensa para la causa. La culpa es un misterio insondable. Resulta fácil responsabilizar a la cultura ju-deocristiana de estos lances mentales que me invadían de súbito, pero supongo que un pequeño porcentaje le era atribuible. Otorgar al alcohol una parte de respon-sabilidad también era un triste alegato, a pesar de que por aquella época lo esgrimía a menudo. Esa noche, después de vomitar, me miré al espejo y me prometí no beber más, no follar en mucho tiempo. Me costó dormir y encima no tenía chocolate.

Al día siguiente me planteé seriamente no acudir a la di-chosa carrera, pero acabé cediendo. Tenía un compromiso

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con Bernard y esa extravagancia cotidiana era mi fuente de ingresos. El reencuentro con Mario y Oriol fue rico en gestos incómodos, en silencios que se dilataban. Mis compañeros estaban tenebrosamente callados, como si también hubieran sido azotados por el remordimiento. Lo dudo mucho. Lo único que debían de tener en sus cabezas era una colosal resaca imponiéndose a la va-nagloria de haberse trajinado en equipo a una mujer rendida a sus caprichos. Poco antes de emprender la escena, vi a Bernard al fondo del puente. Sentí un odio profundo hacia él, como si hubiera sido el causante de lo acontecido la pasada noche. ¿Por qué un hombre de setenta años rechazaba a una joven de treinta? Llegué a la conclusión de que en Catherine estaba la clave. Segu-ramente, Bernard montaba aquella parafernalia porque mi personaje le aportaba una suerte de indemnización, el rescate de un cabo suelto que lo redimía de un su-ceso luctuoso de su pasado. Nos preparamos para la carrera. Oriol contó hasta tres y los falsos Jules y Jim salieron pitando. Yo, sin embargo, me quedé inmóvil. No fue una decisión consciente, pero traicioné la escena y permanecí en la posición de inicio, sintiendo ganas de llorar. Mario y Oriol se detuvieron en mitad del puente; se giraron para pedirme explicaciones. Bernard, a lo le-jos, agachó la cabeza.

−¡Cobaardeee! –grité poniendo un rencor progresivo en cada sílaba.

Nos quedamos estáticos, igual que si representáramos la pausa de una proyección. La situación me pareció horrenda, como si se tratara de una entelequia malévo-la. Cogí mi mochila; salí del puente y comencé a correr

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en plan demente por la Ronda Litoral. Me puse a llo-rar de pura cólera. Lo único que se me pasaba por la cabeza era lo que pudiera estar pensando Bernard en ese momento, la opinión que podría tener él de aquella Catherine subversiva que huía de las versiones más in-gratas de sí misma.

Durante tres días no fui al puente de la Ronda Litoral. Rompí el pacto y apagué el móvil para no ser molestada. Mario y Oriol me pidieron repetidas veces en la escue-la de teatro que explicara qué pasaba. Les daba largas; les pedía que me dejaran en paz. Eran muy machaco-nes. Una tarde Bernard se presentó en la escuela; con el permiso previo del director, entró en clase y anunció que necesitaba otra chica para el papel de Catherine. Se presentaron dos voluntarias. Bernard eligió directamente a Javiera, una chilena que, además de tener un nombre espantoso, no hacía buenas migas con casi nadie. Sentí rabia, celos, ganas de destrozar el mobiliario de la escue-la. Bernard dijo que yo debía darle cuanto antes a Javiera el vestuario de Catherine. Tras decir esto, se acercó a mi oído y, con suma gravedad, agregó que necesitaba hablar urgentemente conmigo.

Deux

Atrevimiento, beso o verdad. Yo siempre elegía beso, simplemente porque desde pequeña me faltaron mues-tras de afecto. A Bernard le conté mi vida y empecé diciéndole que cada vez que jugaba a ese juego me decantaba por la opción del besuqueo, sin importarme

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demasiado con quien tuviera que hacerlo. Lo importan-te era sentir la calidez de unos labios, cerrar los ojos y poner en el gesto toda esa ternura que me hacía falta. A Bernard le conté mi vida porque yo quería conocer la suya, que es lo que siempre se hace en los inicios de cada relación. Los romances suelen tener una aper-tura condimentada con mucho sexo, con la necesidad vanidosa de los dos cónyuges por hablar de sus res-pectivos pasados. Contar tu vida por enésima vez te da la opción de mejorar la última versión que hiciste de ella. La memoria es literatura; el pasado es como una novela que corregimos y cambiamos en virtud de la per-sona que ejerce de oyente. A Bernard quise hablarle con franqueza, pero también con desmesura. Lo veía tan des-amparado que me entró el antojo de ubicar mi pasado en un contexto más escabroso de lo que fue, acaso para hacerle ver que todos teníamos nuestros traumas y que no había persona sobre la faz de la tierra sin sufrir su exclusivo calvario por pensar que la vida pudo tener otro guión. Las experiencias de Bernard quizá eran in-superables en lo tocante a los daños morales sufridos, a tenor de su palmaria tristeza, pero cuando me presté a contarle mis penas reconozco que puse un aliño de exageración. No lo hice para intentar equiparar mi dolor al suyo, sino para que él se consolara con la idea de que la pesadumbre latía con fuerza en la mayoría de almas.

Le conté que nací en Castellón a principios de los años ochenta, época que la gente recuerda como un patio de colegio interminable, alegría callejera, un transitorio aquí todo vale y ese frenesí colectivo que sucede a las dictaduras. Cada uno habla de la feria como le va en ella,

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y yo fui concebida por error en medio de unos padres cuarentones que ya no querían más descendencia. Para ellos supuse uno de esos objetos decorativos que se re-galan y que el receptor acepta a regañadientes, sabedor que la función del objeto se limitará a ser un estorbo. Fui la guinda amarga de un pastel ya derretido, gazapo imprevisto que jodía el resto de la película. Comparecí sin ser deseada, que es como tener diariamente acceso gratis a la casa del terror. Tenía dos hermanos que ya cursaban estudios universitarios; vivían de alquiler en Valencia y sólo estaban en casa los fines de semana. Mi llegada les causó una indiferencia proporcional a las ganas que tenían de comerse el mundo. Mi madre pudo ser la única en poner algo de empeño para que yo tu-viera las atenciones propias de una niña, pero no fue así. Los parvos recuerdos que tengo de ella me sugieren la imagen de una mujer resignada, con poca energía. Tras tantos años de convivencia con tres varones, no quiso convertirme en una princesita para que yo instalara a cuentagotas un toque femenino en el ambiente domés-tico. Me ignoraba lo suyo, esa es la verdad. Mi padre también pasaba de mí y además ejercía de sargento. Él era el poli malo; no obstante, yo lo respetaba por el he-cho de que su proceder era inmutable. Mi madre, por su parte, era antojadiza y sus cambios constantes de humor provocaban desconfianza. Ella respondía al estereotipo de ama de casa amargada, con la cabeza maquinando huidas quiméricas y sueños de mujer liberada que re-monta el vuelo para vivir a toda pastilla las cosas que se ha perdido. Nunca he descartado que mi madre tuvie-ra planeado abandonar su matrimonio una vez sus dos

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hijos volaran del nido, pero aparecí yo para poner freno a sus ilusiones y cortarle las alas.

Mi madre decía a menudo que se quería morir. No creo que lo dijera en serio, pero se acabó yendo de este mundo a causa de un derrame cerebral. Estábamos viendo la tele, un viernes por la noche, cuando comenzó a sentirse mal. En la pantalla estaba el Un, Dos, Tres; la pareja de concursantes, ya en el tramo final del progra-ma, había perdido los mejores premios: el apartamento en Torrevieja, el coche rodeado de azafatas, el viaje a un paraíso caribeño. Los pobres se veían llevándose a casa cinco mil cepillos de dientes, por poner un ejemplo, o la paupérrima cantidad de dinero que Mayra Gómez Kemp les iba a ofrecer. Mi madre no paraba de decir lo mal que se encontraba, pero no fue hasta que se desmayó cuan-do tuvimos plena conciencia del problema. Mi padre llamó a una ambulancia con la voz trémula. Los sanita-rios llegaron en quince minutos, suficientes para que el cerebro de mi madre sufriera consecuencias nefastas en caso de sobrevivir. Yo tenía siete años, y el espectáculo de los médicos tratando de reanimar a mi madre en ple-na salita al mismo tiempo que Arévalo contaba chistes en la pantalla fue demoledor. Nadie propuso silenciar la tele o simplemente quitarla. Duele recordar que mi padre, aquellos invitados con llamativas vestimentas y yo misma desviamos la mirada hacia el televisor más veces de las que el decoro exigía. La bajaron en cami-lla y terminamos en la ambulancia, gritándonos unos a otros. Antes de salir, mi padre escribió una nota con letra asombrosamente legible que dejó sobre la mesa del recibidor; era para mis hermanos, que estaban de juerga.

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Cuando el alba ya despuntaba, mis hermanos llegaron al hospital. Mi padre y yo esperábamos en una sala, la cual juzgué muy sucia para pertenecer a un centro de salud. Mi padre estaba explicándome lo que era la muer-te; usó términos como cielo o descanso, expresiones del tipo “la mamá igual se va a encontrar con el abuelo”. A mis hermanos los vi raros, ambos con los ojos que daban miedo. Recuerdo la escena con tristeza porque no hubo componentes dramáticos por parte de ninguno, como si diéramos por sentado que la posible pérdida de mi madre no iba a causarnos mucho perjuicio. Nuestro len-guaje corporal reflejaba más cansancio que otra cosa. Yo estaba tan agotada que lo único que deseaba era volver a casa e invadir la cama. Mi padre había llamado desde una cabina a su hermana, mi tía Laura, con la idea de que viniera a recogerme, pero no recibió respuesta. Uno de mis hermanos, el que estudiaba Económicas, dijo por romper el hielo que se ponía en marcha en el país la li-beralización del precio del pan. Nadie hizo caso, pero él siguió hablando; pronosticó bajadas de precios, compe-tencia desleal, rifirrafes entre los panaderos. No consiguió ninguna réplica de quienes le acompañábamos, pues su conferencia importaba un comino dadas las circunstan-cias, pero yo acabé escuchándole con solicitud por mera educación. Al final salió un médico con gesto serio que nos comunicó el deceso. Cada vez que rememoro la pér-dida de mi madre, no puedo evitar hacerlo sin pasar por alto que las barras de pan en España comenzaron a tener a partir de su muerte precios variables.

En casa nos quedamos solos mi padre y yo. Ninguno de los dos daba la impresión de echar de menos a mi

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madre, detalle que sigue pareciéndome deplorable. Como él era un desastre con la cocina, nuestra alimenta-ción empeoró bastante. Echábamos mano de congelados, de platos precocinados, así como de raciones que mi tía Laura nos guisaba por solidaridad. De esa época, re-cuerdo los repartidores de pizza que, con sus uniformes rojos y sus motos desvencijadas, nos traían a menudo la cena. A mi padre se le agrió el carácter y se volvió to-davía más arisco; de repente, se topó con la posibilidad de vivir una segunda juventud, pero con un obstáculo que desbarataba cualquier iniciativa. Ese obstáculo, ob-viamente, era yo. El hombre no llegaba a los cincuenta años, estaba bien físicamente; yo creo que cada día se martirizaba por tener que cargar con una mocosa que le impedía disfrutar de la vida cuando más ganas tenía de hacerlo. Empezaron a hacerse frecuentes mis visitas a casa de la tía Laura, en donde me quedaba a dormir porque mi padre tenía sus planes de fin de semana, sus salidas nocturnas. Desconozco qué hacía, adónde iba, con quién. Me acostumbré a ir sola al colegio, a mentir en las redacciones escolares con las que debíamos ex-plicar virtudes de nuestras familias, a retrasar mi llegada a casa para pasar el tiempo deambulando por ahí a pe-sar de que aquellas demoras deparaban sopapos, pues mi padre cogió el gusto de soltar el brazo. Me gustaba perderme por las calles y sortear viandantes; perderme por los descampados y sortear jeringuillas. Tanto daba, el caso era estar sola. En el colegio andaba corta de amigos y con las chicas nunca tuve buenas conexiones. Alguna que otra compañera con la que compartía el iti-nerario de vuelta me invitaba a su casa unos minutos.

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Las excusas eran desde enseñarme un poster de la habi-tación hasta presentarme la tortuga, el gato, el perro o el canario de turno. Aquellas visitas eran un mazazo psico-lógico; en todas las casas se respiraba un ambiente tan alejado del que había en la mía que no hubo visita en la que yo no deseara una vida distinta. Yo quería tener hermanos pequeños, unos padres sonrientes, un baúl con juguetes que se actualizaran periódicamente; quería hacer cosas adecuadas a mi edad como vestir muñecas, jugar a la goma, llegar a casa y buscar a mi padre escon-dido en un armario, entregar con orgullo las notas llenas de P.A. (Progresa Adecuadamente), perseguir gamusinos como una tonta. Nada de eso tenía; todo era languidez y silencio, precocidad en ver la vida como un fastidio. Recuerdo los olores de aquellas casas que visitaba fu-gazmente, tan diferentes entre sí, tan acogedores. Sería capaz de reconocer esos hogares con el olfato si ahora me pusieran en tarritos la esencia de las familias que habitaban en ellos.

Bernard se quedó de piedra cuando le dije que la primera polla que yo había chupado fue la de mi pa-dre. Quizá le chocó más que lo proclamara con ligereza. Ocurrió una noche en la que hubo una gran tormenta. Yo tenía doce años. Las tempestades, por alguna razón, me dejaban en fuera de juego; perdía el arrojo y me re-ducía a una miedosa que no sabía dónde meterse. Esa noche le pedí a mi padre que me dejara dormir en su cama. Él accedió y desde el principio estuvo más cariño-so de lo habitual; me abrazó como nunca antes lo había hecho. Permanecimos largo rato a oscuras, abrazados, mientras afuera se sucedían relámpagos y retumbos. La

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tormenta fue amainando; entonces mi padre, cogió una de mis manos para dejarla sobre su miembro, crecido y duro como una piedra. Mis conocimientos sexuales se reducían a las revistas eróticas que mis hermanos tenían escondidas, revistas que un día encontré por casualidad y cuyas fotos me sobrecogían cada vez que las mira-ba. Yo había visto ya muchos penes, algunos de ellos agigantados en primeros planos y otros encajándose en distintos orificios que las mujeres de las revistas ofrecían abriendo sus piernas o a cuatro patas; sin embargo, aga-rrar con la mano el armatoste erecto de mi padre supuso un impacto de otra dimensión. Llegué a excitarme, sin pensar que aquello no estaba bien. ¿Cómo no iba a con-cebir ese instante una niña de doce años como si fuera un juego? La ignorancia provoca que a veces hagamos algo quebradizo sin ser en absoluto conscientes. Por eso no me opuse cuando mi padre me cogió la cabeza, la acercó lentamente a su pelvis y me susurró que, por favor, le diera besitos a esa cosita que tenía entre las piernas.

Al cabo de unos minutos, mi padre se levantó como un trueno; debió de entrarle el remordimiento o algo parecido. Se fue corriendo al cuarto de baño, en donde sospecho que remató él solito la faena y se descargó. Cuando regresó a la cama me propuso guardar aquel secreto; dijo que ni siquiera mis hermanos debían es-tar al tanto de lo ocurrido. Yo no entendía nada, pero prometí que no diría una palabra. Como la tormenta había terminado, volví a mi cama. Desde mi habitación pude escuchar el llanto de mi padre, que trató en vano de ocultar bajo la almohada. A partir de esa noche dejó

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de pegarme; comenzó a tratarme con una indulgencia un tanto empalagosa; me hacía la pelota y me conce-día el permiso para cualquier petición que yo hacía. El tono de su voz se tornó dulce y no volvió a levantar un grito. Cuando mis hermanos nos visitaban, se le notaba visiblemente nervioso y extendía sus cuidados. Yo sa-qué mis conclusiones: llegué a pensar que una felación proporcionaba un poder inmediato, que no había nada equivalente para subyugar la voluntad de un hombre. Por otra parte, mi padre fue un patrón preciso de esa clase de varones que anteponen su propio placer y lue-go no saben abordar el más mínimo contratiempo. Tuvo las agallas necesarias para incitarme a hacerle una ma-mada, pero el día en que me bajó la regla por primera vez no fue capaz de afrontar la situación. Llamó a su her-mana Laura para que ejerciera de tutora, una decisión no exenta de patetismo. No le guardo rencor ni nada pare-cido −al fin y al cabo actuó en relación a sus limitaciones y al estado anímico en el que se encontraba−, pero a lo largo de mi vida me he encontrado con demasiados hombres que responden a un perfil parecido, hombres que desean mostrar en la cama cualidades viriles y des-pués se cagan por las patas abajo ante el abanico de adversidades que impone la vida.

No volvimos a tener un episodio similar al de aquella noche de tormenta. Mi padre quedó avergonzado, de eso estoy segura, y no dudo que tendría una inquietud de por vida por lo que me había hecho. Yo guardé el secreto con ánimo de protegerlo, pues me acabé en-terando de que el incesto estaba lejos de considerarse normal; por otro lado, me excitaba recordando el suceso

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y exploraba mis partes íntimas en busca de placer. Des-de aquella noche, no paré de fantasear que a los chicos de mi clase y a los cantantes de moda les hacía lo mismo que le había hecho a mi padre. Imaginaba los miembros de todos ellos entre mis manos y mi lengua circulando lentamente, desde los escrotos hasta los glandes. Du-rante un tiempo repasé las revistas pornográficas de cabo a rabo, casi hasta el hartazgo, estimulándome con la emoción de figurarme dentro de las fotos para ser la beneficiaria de los monstruosos órganos que salían en ellas. Cuando estaba sola en casa, visionaba en el video cintas VHS con contenido porno que una tarde, hus-meando, descubrí en las habitaciones de mis hermanos. De la biblioteca sustraía novelas eróticas que luego leía con fruición. Me quedaba hasta las tantas viendo la tele porque las cadenas privadas –algunas recién paridas− sacaban programas picantes. Así pasé la transición que me llevó al bachillerato: con pedagogía sexual de andar por casa y masturbándome sin freno.

El instituto supuso un salto cualitativo y cuantitativo en las relaciones sociales. Los chicos eran ya para mí un objetivo prioritario; en el centro de estudios los había hasta de dieciocho años, que eran los que cursaban esa antesala de la universidad que antes se llamaba COU. Cambiando la tónica del colegio, conseguí una amiga ín-tima con la que podía volcar mis confesiones, una chica pelirroja que andaba persiguiendo experiencias simila-res a las que yo anhelaba. Pronto nos animamos a salir de fiesta, a ser revoltosas. En el instituto implantamos una competición entre las dos: se trataba de hacer ma-madas a los chicos que considerásemos atractivos. Lo

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hacíamos en los cuarto de baño, en alguna clase desocu-pada, en un rincón del gimnasio con el potro de madera como resguardo; cualquier lugar era óptimo. No tarda-mos mucho en ser populares. Era incontable la cantidad de interesados que se nos acercaban, con o sin timidez, mostrando más o menos insolencia, para obtener su momento de gloria. Entre las dos hicimos más de cin-cuenta felaciones; no lo recuerdo como algo vergonzante, sino como una diversión pasajera que me hermanaba con otra persona. Lo que conseguimos fue, básicamente, una fascinación descocada por parte de los chicos y un recelo manifiesto por parte de las chicas.

Un rasgo común en la mayoría de las adolescentes es romper el himen con un chico que esté por encima del resto, no con uno cualquiera. Por mucho que la pelirroja y yo tuviéramos el descaro de meternos en la boca las vergas que nos apetecieran, éramos reacias al coito por considerar que ningún chico merecía seme-jante cumplido. Yo tuve claro con quién quería hacerlo cuando estaba en tercero de BUP; me enamoré de un profesor, todo un clásico. El hombre tendría una edad similar a la de mi padre. Mi loquero me diría años des-pués que aquella experiencia supuso el punto de partida de mi afinidad con los hombres mayores. Me atribuyó una obsesión por encontrar la figura paterna que nunca tuve en casa, por restaurar una supuesta atracción que sentía desde pequeña hacia mi padre; según el loquero, mi aversión por las muestras de afecto y mis desma-nes sexuales estaban estrechamente ligados al complejo de Electra. Yo nunca supe qué rebatirle, pero mi padre era el punto donde confluían mis sesiones de terapia y

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siempre salía como responsable indirecto de mis neuras. Cualquier problema de inseguridad o de miedo que le planteaba a mi terapeuta tenía su origen en la relación remota con mi padre, como si mis actos de la infancia tuvieran tal elasticidad que fueran capaces de boicotear lo que yo acometía en el presente. A Bernard, no sé por qué motivo, le hizo gracia que yo perdiera la virginidad con un hombre maduro. Con aquel profesor llegué a acostarme cinco veces antes de que nos pillara su mu-jer y que su matrimonio, como en un juego recreativo, pasara de pantalla. Lo seduje por medio de un trabajo que nos mandó hacer para rematar el curso, un trabajo con el que debíamos explicar sucintamente las virtudes de los filósofos que habíamos estudiado durante los tres trimestres.

Lo que yo entregué fue una redacción emplazada en un contexto puramente sexual. Escrita en primera perso-na, una mujer relataba sus experiencias eróticas con los filósofos a tratar, de manera que las prácticas descritas estuvieran influenciadas por el carácter de cada pensa-dor. De esta manera −resumiendo un poco− la narradora hacía el amor con Platón y lo tachaba después de pasivo, de plasta y de poseer una calamitosa habilidad para dar placer, pues era más pasional con lo que ideaba que con sus embistes de amante misérrimo. Aristóteles, sin embargo, era un dechado de virtudes; ponía más ganas al tema y follaba como el animal racional que decía ser. Haciendo uso de una encomiable templanza, de valentía hasta aburrir y de una generosidad sin límites, echar un polvo con Aristóteles era garantía de placer. Se ponía impertinente taladrando la oferta de hacer un trío con

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un sujeto llamado Kant; repetía sin descanso su argu-mento del tercer hombre, la necesidad de que ese otro explicara las semejanzas entre él y la narradora. Al final ella lo abandonaba por cansancio, pero con el gusanillo de follarse a dos hombres a la vez. No tardaba en pro-barlo. Conocía a Heráclito, quien se bañaba en un río y decía que su pene era dinámico al tiempo que, por detrás de unos matorrales, aparecía Parménides soltando que el suyo era eterno, inmutable, perfecto. No tardaban en revolcarse los tres; sin embargo, la experiencia era desastrosa porque ambos pensadores se recriminaban mutuamente sus respectivas ideas con respecto al mo-vimiento (al pélvico, se entiende): si Heráclito proponía una postura nueva, Pármenides negaba el cambio; si este último señalaba que la mujer disfrutaba, el otro aducía que eran apariencias. Al final dejaban a la narradora a medias; Parménides se quedaba inmóvil para interpretar la figura estática que defendía ser; y Heráclito, como si fuera incapaz de fornicar sin la compañía de su oposi-tor, se marchaba al río para gritar desde el agua que se estaba bañando en un río distinto al de hacía unos minu-tos. La mujer tenía después una relación con Hume, un racista cuyas acciones aleatorias lo tenían desorientado, lo cual no le impedía defender que con su miembro hacía cosas razonables. Para muestra ponía siempre el mismo botón: cuando se corría señalaba el semen arro-jado como la prueba empírica de estar alcanzando sus deseos. A la narradora no le gustaba mucho. Al comuni-car sus intenciones de ruptura, Hume le daba el número de teléfono de Schopenhauer, pues quería probar que cuando un elemento sucedía a otro no tenía por qué

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haber conexiones entre ellos. La mujer recelaba del con-sejo y pasaba una temporada teniendo polvos sibilinos con hombres escandalosamente mustios que no le des-pertaban demasiado interés. Entre ellos estaban Spinoza, Descartes, Pascal o Russell, por citar algunos. Un día co-nocía a Hegel, que le hacía tilín, pero irrumpía Nietzsche como un torbellino para desordenar su cabeza y vivir una relación tormentosa. A Nietzsche se enganchaba por los revolcones salvajes que tenía con él y porque era un iracundo sin remedio. La narradora lo mimaba en plan madre, le cortaba los pelos de los bigotes, era solícita a tiempo completo. Nietzsche tenía un humor avinagrado, aullaba como un lobo, se cagaba en Dios cada media hora. Practicaban sexo anal, fist fucking, lluvia dorada, sadomasoquismo. La narradora terminaba empachada de tanta sordidez y abdicaba más allá del bien y del mal. Vivía un período de abstinencia con previo paso por un psicólogo, amigo a su vez de Hegel, llamado Marx, quien combinaba ideas geniales con otras de bombero retirado. Se acostaban tres veces, suficientes para que se dieran cuenta de que no coincidían en nada. Marx se quejaba de que la mujer obtenía cantidades ingentes de placer a costa de su esfuerzo; con ella se veía –en un ámbito estrictamente sexual− abocado a una infame plusvalía. No toleraba que él follara como un proletario mientras que ella, según su opinión, se movía entre las sábanas con aires de burguesa. Era el primer hombre que la dejaba. Una semana más tarde, a la narradora le daba por llamar a Schopenhauer; entonces, para su sor-presa, se enamoraba de él hasta la médula. El pensador, a pesar de ser un promiscuo confeso, lo de follar no se

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le daba especialmente bien; no obstante, le hacía reír tanto a la narradora, pero tanto, tanto, que ella decidía quedarse con él para siempre.

Era evidente el riesgo de que el texto me acarreara un suspenso, que mi padre tuviera que hacer una visita al jefe de estudios. Pero al profesor de filosofía le gustó el ejercicio y me puso un notable. También le llamó la atención lo que escribí como remate final. A modo de posdata, anoté con segundas el siguiente ejercicio re-suelto de lógica:

El guapo profesor de filosofía tendrá la tarde libre del próximo sábado = r

El próximo sábado estaré sola en casa esperando al guapo profesor de filosofía = p

Una cama grande, velas, condones, ganas de disfrutar, música de John Coltrane = q

(r ^ p) → q

El hombre no se pudo contener. La originalidad de la propuesta le hizo ver en mí a una jovencita que se desmarcaba del resto. Se lanzó a la piscina. Yo ignoraba que estuviera casado, pero lo habría hecho igualmente de haberlo sabido. Tenía dos hijos. Lo de la música de Coltrane era caballo ganador, ya que él había dicho en una clase que era su músico favorito. Ese sábado que nos vimos por primera vez no fue especialmente bueno pues se tiñó −nunca mejor dicho− de angustia cuando, después de revolcarnos, descubrimos que mi desgarro vaginal había dejado un manchurrón de sangre en las

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sábanas de mi padre, así como en el colchón. Se me an-tojó hacerlo en la habitación de mi padre simplemente porque mi cama era de noventa. Fue un error. Mi padre se enteró de que había llevado a alguien, pero por nada del mundo quise revelarle que el intruso era más o me-nos de su quinta. No se enojó demasiado, aunque yo creo que su actitud despreocupada respondió más bien a su nulidad para afrontar de nuevo un suceso espinoso y a que tenía la mente centrada en sus asuntos. La rela-ción con el profesor de filosofía duró cuatro encuentros más que tuvieron lugar en un apartamento de Benicàs-sim, propiedad de un colega suyo. Con respecto al sexo, no puedo decir que fuera glorioso; supuso un quiero y no puedo por parte de los dos. Cuando su mujer se enteró del entuerto, él reculó y optó por luchar para que su matrimonio no zozobrara. Me dio largas y orientó su energía en conseguir el perdón de su esposa. Era probable que ya no estuviera enamorado de ella, pues llevaban casados un buen puñado de años. Pero tuvo miedo de que todo el mundo se enterase de su desliz, de ser denunciado, de que sus hijos se avergonzaran de él, de perder el trabajo. Pura lógica.

Mi vida transcurrió por el mismo cauce, con nuevas y variadas prácticas. Una vez abierta la veda, me abría ya de piernas con el primero que me hiciera gracia. Siempre dispuesta a lo que fuera, a nadie decía que no. Volviendo al loquero, siempre indicaba que mi promis-cuidad provenía del tremendo vacío que yo tenía, de mis problemas familiares y de mi torpeza para socia-bilizarme, que nunca había buscado placer en el sexo sino una especie de redención; defendía que yo me

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enfrentaba a la concupiscencia con la misma desespe-ración que despliegan los fanáticos religiosos que se flagelan a sí mismos. Fue de las muchas cosas con las que estuve de acuerdo con él. Mi obsesión por acostar-me con tanta gente emanaba de algo tan sencillo como la desgracia de no tener en la vida una maldita pieza que funcionara bien. Carecía de modelos de referencia, mi familia era un disparate con tres hombres desperdi-gados que no me hacían el menor caso, era una solitaria empedernida con una obscena pelirroja como soporte. Tal era mi panorama. Tardé seis años en acabar el ba-chillerato debido a que repetí dos cursos, concentrada más en los vicios que en los estudios. Cada vez que recuerdo mi adolescencia, se disparan imágenes en las que caben amoríos ridículos, abortos encubiertos, comas etílicos, drogas de diseño, ambulancias a toda velocidad, sexo atropellado en lavabos de discotecas... Y mi padre mirando para otro lado. Lo peor es que varios años más tarde, en las liberadoras sesiones de terapia, me daría cuenta de que había hecho todo eso arrastrada por una ansiedad de la que no me podía librar, que me engañé con la idea de estar disfrutando cuando, en realidad, el goce nunca compareció. No me lamento tanto de haber tenido esas vivencias como de no haberlas saboreado. Supongo que se me fue la mano con tanto vacío.

Fui a estudiar a Valencia. Castellón tenía universidad desde hacía algunos años, pero me las apañé para esco-ger una carrera que no pudiera cursarse en mi ciudad. Quería cambiar de aires, alejarme de mi padre, a pe-sar de que el hombre siguió costeando mis gastos. No le quedaba otra. Mis hermanos estaban ya asentados,

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ambos con trabajos estables; uno de ellos incluso estaba casado y con un hijo. Apenas tenía relación con ellos. En Valencia me saqué la licenciatura de Bellas Artes en seis años, durante los cuales pasé por distintas fases in-tercaladas con épocas de seriedad ante los estudios y otras en las que dilaté el desfase iniciado en el instituto. Los últimos dos años fueron más moderados. Me puse a trabajar los fines de semana en un restaurante italiano para tener cierta autonomía económica y poder viajar los veranos. En uno de ellos hice un InterRail por la zona E, que comprendía los países de Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Viajé sola, pero estuve acompañada todo el tiempo. Del viaje recuerdo vagones llenos de jóvenes que compartíamos litronas de cerveza, albergues en don-de se ligaba con suma facilidad, porros a mansalva en sombríos locales de Amsterdam, reuniones improvisadas con gente diversa en las que decíamos querer cambiar el mundo cuando en realidad se nos veía perfectamente aclimatados a él. Aquel tipo de tertulias las viví muchas veces, sobre todo en calidad de oyente, tanto en Valen-cia como después en Barcelona, y siempre pensé que eran un reflejo de la hipocresía que latía en la gente de mi generación. Me cansé de escuchar eslóganes baratos de jóvenes que clamaban revoluciones mientras seguían siendo mantenidos por sus padres, lemas en contra del sistema soltados por quienes vivían en casas con criadas y varios cuartos de baño, frases de repulsa que no sona-ban convincentes cuando las decía alguien claramente acomodado. Supongo que era gratificante convencernos unos de otros de nuestra propia falsedad; no dejaba de tener su gracia. Aquellas conversaciones aliñadas con

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alcohol y drogas para cambiar el mundo suponían todo un recreo para quienes habíamos nacido después de la Transición; en ellas quedaba patente que nuestra con-ciencia política era de traca. Protestábamos de forma lúdica en un marco de ocio en estado puro, entregados a esa agitación de postín con discursos pueriles y man-sos que se evaporaban inexorablemente con la resaca del día siguiente.

En Valencia hice mis primeros pinitos en el teatro, actividad que me ayudó, no sé por qué, a relacionarme mejor con las chicas. El teatro me gustó lo suficiente como para plantearme vivir de la farándula. Cuando sal-dé la carrera, las inercias institucionales me exhortaron a buscar un trabajo de lo mío y entrar en la espiral produc-tiva. Decidí irme a Barcelona para seguir dando tumbos, para caminar un pasito más hacia ningún objetivo concreto. Mi padre sugirió que preparara oposiciones con el cuento de la plaza fija y las ventajas del funcio-nariado, pero yo no me veía matándome a estudiar otro año por algo tan prosaico como un puesto de trabajo vi-talicio. No me apetecía ganarme el sueldo en algún lugar atiborrado de formalismos con suelos pulimentados y esa dudosa urbanidad de oficina; no me apetecía, entre otras cosas, porque muchos de los que habíamos nacido en los ochenta lucíamos otro vicio confesable: prolongar la adolescencia; de esta manera, sorteábamos trabajos denominados serios y nos decantábamos por trabajos precarios para no sentirnos muy responsables. Como coartada, alegábamos vocaciones sobre las que supues-tamente volcábamos nuestros esfuerzos el tiempo que nos quedaba libre. Por supuesto, nada de compromisos

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conyugales a largo plazo ni de relaciones convencio-nales; y en caso de apuro económico: → llamada a los papás. En Barcelona descubrí decenas de camareros y camareras con una edad similar a la mía que respondían a este perfil, jóvenes que pasaban del cuarto de siglo cumplido y que seguían obstinados en tomarse la vida como balas perdidas, comparación que necesariamente tenían que oír de vez en cuando en boca de algún fami-liar tratando en vano de iluminarlos. Los había pintores, fotógrafos, diseñadores, actrices, bailarines, coreógrafas, escritores…, la mayoría con estudios universitarios pero con esa vocación suplementaria a la cual se entrega-ban, una entrega no exenta de lucha que hacía de sus adolescencias ampliadas una firmeza aproximadamente heroica. En cuanto me puse a trabajar en un restaurante, me sumé a ese hatajo de piterpanes que copaban los puestos de hostelería de la ciudad. Yo era exactamente como ellos, y mi coartada fue el teatro.

Los años en Barcelona que precedieron al encuentro con Bernard no fueron calmosos que digamos, pues se-guí la senda vertiginosa. Recalé en un grupo de teatro amateur, con el que tenía un bolo cada fin de semana en una sala llamada Llantiol, en el barrio del Raval. Trabaja-ba sirviendo menús en una pizzería, de lunes a sábado, cuatro horas diarias. Con el grupo de teatro no iba a llegar lejos, ya que era cualquier cosa menos serio, pero me servía para convencerme de estar creando algo que valía la pena. En realidad, lo que seguí haciendo fue salir por las noches y perpetuar los vicios de siempre, como si de verdad eso fuera lo importante. La noche de Bar-celona disponía de todo un catálogo de opciones para

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cometer locuras, a pesar de que quienes desde hacía tiempo vivían allí exponían que la marcha nocturna lle-vaba años en franca decadencia. A mí, sin embargo, me valía. El primer año continué acostándome con bastante gente; luego empecé a tener noviazgos de corta dura-ción. Podría decir que fueron breves historias de amor, pero sería una falacia. Eso que se hace llamar amor acaba siendo un vertedero donde confluyen heridas que sanamos a costa de otros.

No hay nada menos ventajoso que engancharse de una persona chiflada, pero una adicta al drama como yo no podía evitar una rara atracción por los traumas aje-nos. Salí con varios tipos acongojados porque con ellos notaba que mi ansiedad disminuía. Aquellos hombres se revolcaban por la vida como tenaces penitentes; eran tan frágiles que incluso a veces se ponían violentos. No me afectaba; me servían de atenuante. Y además los con-trolaba. Me gustaba acogerlos en mi seno, endulzar sus noches, hacerles el amor con empeño y rabia para que sus martirios se difuminaran y vieran el mundo a través de otro filtro. Trataba de resucitarlos, por decirlo así, para sentirme útil. En estos idilios suele pasar que los consortes acaban intercambiándose las energías, de ma-nera que quien ejerce de alentador se va inoculando la mierda de quien está siendo rescatado y la cosa finaliza al revés de cómo empezó. Yo siempre terminaba hecha una piltrafa por el esfuerzo realizado, además de aburri-da; perdía el interés y el cuerpo me exigía un perentorio cambio de pareja, como si mi vida se hubiera ubicado en una pista de baile con música frenética de fondo. Nor-malmente, para sobrellevar los periodos de transición

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volvía a salir hasta muy tarde, a consumir drogas con desconocidos, a deslizarme por los terrenos de mi sem-piterna lascivia. Luego venía un nuevo enganche con otro chiflado, una vez recobrada la entereza. Cada rela-ción era como un reto, una nueva batalla. Me divertía, o mejor dicho: creía divertirme. Hasta que llegó Fernando.

Son pocas las mujeres que no tienen en su currículum sentimental un idilio aterrador con un hijo de puta. La mayoría ha estado, más temprano o más tarde, en brazos de alguien capaz de descuartizarte el alma a cachitos y al mismo tiempo mantenerte a su lado. Bernard se rio cuando dije esto, no sé por qué. Hay casos a la inversa, por supuesto, pero me juego el cuello a que es mayor el número de mujeres que han pasado por ese calvario. Por entonces, yo iba de dura por la vida y presumía de hacer con los hombres lo que me daba en gana. Tenía, además, la manía de tragarme el esperma de todos; eso, según mis criterios infundados, me concedía la posibi-lidad de manipularlos y de maniobrar a mi antojo, una práctica con doble juego porque les hacía creer que eran ellos los que me tenían sometida. Cosas mías. Andaba subidita, lo reconozco, y en el fondo no me vino mal tropezarme con Fernando, quien me aportó mi parti-cular experiencia de atracción fatal y, de alguna forma, propició el hostión que me abrió los ojos.

No me extenderé mucho; el esbozo será captado gracias a lugares comunes. Chica que se creía de hie-rro conoció a chico atormentado. El chico, medio loco, no se relacionaba con nadie. La chica quiso ejercer de enfermera. ¿Por qué? ¿Por sentirse realizada? ¿Por llenar su cuerpecito vacío de esas cosas que dicen tener en sus

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interiores las personas que dicen ser felices? El chico su-fría brotes, protagonizaba episodios grotescos. A la chica se le ocurrió la estupidez de que podía curarlo. Los bue-nos momentos eran muy buenos; los malos era muy malos. El chico era doctor Jekyll y Mr Hyde. La chica nunca había creído en cuentos de hadas, pero cuando el chico era el doctor Jekyll ella se sentía en una nube y en su aturdida cabeza sonaban violines. El chico la golpeó una vez, inmerso en el papel de Mr Hyde, pero la chica lo perdonaba porque: a) había añadido la lástima a sus sentimientos por él, lo cual era catastrófico, nada ven-tajoso; b) el chico se la follaba como ningún otro se la había follado antes, a pesar de que ella contabilizara un centenar de amantes; c) se le metió entre ceja y ceja ser la primera mujer que consiguiera enamorarlo. El chico propuso que vivieran juntos. La chica aceptó. Cuando vivían juntos, el chico era Mr Hyde casi todo el tiempo. La chica, −cabezona, que no enamorada−, no se daba por vencida y seguía luchando. El chico ya no era nunca el doctor Jekyll. La chica perdía peso. El chico gritaba. La chica lloraba a escondidas, unas veces sobre un cacho de almohada; otras, sentada en el váter. El chico destro-zaba cosas. La chica, paso a paso, se iba marchitando. El chico la humillaba, sin pausa. La chica repetía ruegos. La casa, sucia y desordenada a más no poder, se convirtió en cárcel. El cielo, objetivo visual de soñadores, estaba siempre gris. La chica abandonó el grupo de teatro, dejó el trabajo, repudió la calle. El chico, al final, creció y se hizo gigante. La chica, al final, se hizo tan pequeña que su amor propio quedó reducido a migajas. El telón se cerró con manchas de sangre, de humedad, de una

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inmundicia heterogénea. La chica huyó dramáticamente del piso; se embarcó en la búsqueda precipitada de una habitación de alquiler. Como no tenía un hombro sobre el que sollozar, contrató a un loquero para quitarse el dolor tan grande que sentía en el pecho, un dolor que no alcanzaba a comprender porque parecía ramificarse, abarcar rincones de su alma en estado polvoriento. Lo primero que dijo el terapeuta a la chica fue que el fraca-so reciente habría sido causado por tener su mochila a punto de explotar.

−¿La mochila? −preguntó, cándida, la chica. Y el loquero propuso:−Vamos a repasar tu vida y ya verás cómo descubri-

mos que lo vivido recientemente con ese monstruo es lo menos diabólico que te ha pasado.

Siempre me gustó la sagacidad de mi terapeuta. Me abrió en canal y por primera vez eché un vistazo a las entrañas. Me di cuenta de lo pertinente que es recibir de alguien un minucioso tirón de orejas. Gracias a él, des-cubrí que hay heridas que, por mucho que se oculten, nunca prescriben. Me enseñó a hacerles frente. Desde que inicié las sesiones, cambié por completo mis coor-denadas: emprendí una etapa de continencia sexual, dejé de salir por las noches. Dediqué el tiempo libre a dar largos paseos, a leer libros, a ir al teatro. Llevé una vida templada, diurna, pasmosamente grata. Mi padre salió en seguida como causante de mis desvaríos en las elucubraciones del loquero, motivo por el cual tuve al principio un resentimiento consciente hacia él que surgía retardado; sin embargo, una parte de mis ejercicios para alcanzar la calma consistía en perdonarlo a destiempo.

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Desde que estaba en Barcelona, había ido a Castellón solamente dos veces, mientras que mi padre no se había tomado la molestia de ir a verme. El terapeuta me animó a que lo visitara y tuviera con él un conato de diálogo en el que ambos nos habláramos sin remilgos. Me invocó la metáfora sobre la conveniencia de ir cerrando puertas.

Seguí sus consejos, así que cogí un tren a los pocos días. Me bajé en la estación de Castellón sin ver el final de la película que había comenzado a proyectarse en Tarra-gona, lo cual me dio rabia. Como estaba constantemente en actitud reflexiva y veía señales por todas partes, me dio por pensar que llevaba años dejándome las cosas a medias, sin rematarlas. La visita a mi padre confirmó que las cosas no se pueden cambiar de la noche a la mañana. Fui incapaz de sincerarme con él; prácticamente no nos vimos. Volver a Castellón suponía un pequeño trauma debido a que la ciudad y la casa familiar simbolizaban excesivos recuerdos no precisamente buenos, mucho más después de haber radiografiado mi pasado en las sesiones retrospectivas con el loquero. Mi padre estuvo ausente casi todo el tiempo que anduve por casa. Lo vi demacrado, algo deprimido. Se había puesto conexión a Internet; al menos me distraje usando su portátil. No pude contener mi curiosidad y escudriñé como una co-tilla el historial de su navegador. Me quedé boquiabierta cuando vi webs de redes sociales destinadas a contactos eróticos, páginas donde se anunciaban jóvenes escorts de la ciudad y un sinnúmero de dominios de índole pornográfica. Descubrí su predilección por las mujeres gordinflonas, una asombrosa cantidad de videos con sexo entre hombres. No juzgué sus tendencias ni sus

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gustos, pero no cabía duda de que aquel rastreo venía a decir que mi padre estaba terriblemente solo. También pensé en lo poco que yo sabía de él, en lo poco que él sabía de mí. Me dio todo muchísima pena.

Dejé las cosas como estaban y no hablé con él. Fue mejor así, pues entendí que hurgar en el pasado no es agradable cuando te fuerzan a ello. Seguramente, mi padre se habría negado a hablar de cosas que prefería tener arrinconadas; que su hija sacara a la luz viejos fan-tasmas igual lo hacía más desgraciado de lo que era. Me despedí con la promesa de volver en Navidad, una fecha que servía de excusa para juntarnos con mis hermanos y escenificar la entrañable farsa de cada año. En Barcelona continué con mis nuevos hábitos de saneamiento; conse-guí trabajo en el bar de la Barceloneta y me apunté a la escuela de teatro para ampliar mi bagaje interpretativo. Durante un tiempo, mi vida marchó a pedir de boca. Las reuniones semanales con el loquero eran tan fructuo-sas que mi estado mental mejoraba a pasos de gigante. Aprendí a valorarme, a disfrutar de detalles que antes me la traían floja. Me volví dócil y almibarada. Creo que me hice más femenina. Cuando iba al cine, por ejemplo, me emocionaba con escenas no necesariamente intensas. Adopté una sensiblería novedosa y deseaba, como una romántica algo tontorrona, que alguien se acuartelara en mi vida para abrazarme los domingos. Fue en ese mo-mento de plenas reformas cuando Bernard se presentó en la escuela de teatro para buscar a los tres actores que le hicieran la escena de Jules et Jim.

A decir verdad, Bernard me atrajo desde el primer día. Es indudable que lo de las carreras sobre el puente de

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la Ronda Litoral escondía algo de él que se presagiaba llamativo. Tampoco descarto que me cautivara por la circunstancia de no haber solucionado el asunto con mi padre, como si la figura de aquel francés maduro me hubiera suscitado una oportunidad de enmienda. El caso fue que asumí el papel de Catherine con unas ganas inmensas de agradarle, confiada de mis cualidades para el cortejo. Pero el asalto, al principio, salió rana. Aquel rechazo a tomarse conmigo un café me sentó como un tiro, y el ménage à trois con Oriol y Mario no dejó de ser una muestra de que todavía coleaban en mi carácter esos impulsos exasperados que colmaban mi biografía. Fue un pasito atrás sin importancia, sexo de despecho, traspié que acontecía en mi proceso de mejora. Nada de qué preocuparse; sin embargo, me sentí dolida al traicio-nar tan a bote pronto los métodos de la terapia. Fue por eso que abandoné el puente al día siguiente, corriendo como una descosida. La supuesta fortaleza que estaba logrando quedó en evidencia. Durante unos días, estuve tambaleándome ante el temor de que nunca podría for-jarme una personalidad serena, sin apenas morralla. Lo que me dijo el loquero: paciencia y nada de censurarme. Lo hecho, hecho está. Ahora tocaba buscar un nuevo trabajo de lo que fuera y mirar para adelante. Poco más tarde, fue cuando Bernard volvió a la escuela de teatro para conseguir otra Catherine, aquella misma tarde que eligió a Javiera como sustituta y luego me dijo en pri-vado que necesitaba hablar urgentemente conmigo. Lo disimulé como pude, pero me temblaron las piernas.

Fuimos a una cafetería. Bernard me preguntó por qué había escapado del puente días atrás, rompiendo

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el pacto sin dar explicaciones y siendo −no se cortó en decirlo− bastante irrespetuosa con él y con los otros dos compañeros. No supe qué decirle, me hice la despistada. Bernard no insistió; zanjó el asunto a pesar de no ha-ber logrado una respuesta, detalle que agradecí. Luego, sin venir a cuento, me invitó a cenar esa noche en su casa, como si la reunión hubiera tenido el pretexto de aclarar mi dimisión pero lo trascendental fuera concer-tar una cita. Y lo hizo así, sin preámbulos. Quedé tan sorprendida que contesté afirmativamente antes incluso de plantearme la respuesta. Después hablamos un rato sobre teatro: sobre la función social del teatro y sobre la decadencia del teatro. No tardamos mucho en pedir la cuenta y dirigirnos andando a su casa. Todo iba muy deprisa. De camino por la calle, volvió al tema de mi renuncia. Me preguntó por qué el último día le había gritado cobarde antes de salir corriendo. Se me subieron los colores y le expliqué que había estado enojada por una cuestión personal, que me lo había gritado a mí mis-ma. No sonó ni mucho menos convincente, pero él dio por aceptable la explicación. Sin obviar el hecho de que ese día Bernard había sido lanzado y taxativo, su tempe-ramento mantenía la tristeza de siempre, como si fuera algo de lo que no pudiera librarse aunque el contexto favoreciera una actitud alegre.

Nada más llegar a la casa, declinamos la cena y nos metimos directamente en su cama para hacer el amor. Los dos sabíamos a qué habíamos ido. Las limitaciones físicas de Bernard debilitaron la intensidad del acto, pero se aplicó con tanta ternura que fue bonito. No nos corrimos ninguno de los dos. Él acabó llorando; yo

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preguntándole por qué lloraba. Alegó que se sentía feliz, sin más; luego dijo que no estaba seguro de merecer tanta felicidad. Aquel victimismo provocó que se me en-cendieran las alarmas. Vi señales de poder situarme otra vez en el papel de enfermera, y la verdad es que no me apetecía lo más mínimo.

Nos entró hambre y pedimos un par de pizzas por te-léfono. Llamamos con mi móvil porque Bernard carecía de cualquier aparato tecnológico. Esa noche hablamos de todo un poco, pero él se negó a dar información sobre su vida. Después de cenar, expuso que quería pedirme dos favores: el primero consistía en que me quedara esa noche a dormir con él porque lo necesitaba, según dijo; el segundo favor, no sé si con la intención de crear suspense, dijo que me lo iba a pedir al día siguien-te. Cuando volvimos a la cama, quise darle placer. Inicié una mamada pero a mitad de faena, cuando llevaba un minuto escaso, me pidió por favor que no siguiera. Le pregunté si acaso no le estaba gustando. Recuerdo que lo hice con un punto de orgullo, sintiéndome un pelín ofendida porque él rechazara algo en lo que yo me con-sideraba experta. Bernard no contestó; me cogió de los hombros, me trajo hacia su pecho y me abrazó con un brío desmedido, como si tuviera miedo de que yo pudie-ra salir volando. Así estuvimos varios minutos; después, me lanzó preguntas relacionadas con mi vida y entonces fue cuando le conferí un sumario bastante pormenori-zado sobre las cosas que me habían pasado. Quitando la desmesura, fui de lo más sincera, en parte porque me sugestionó la idea de que si yo le enseñaba mi vida sin envolturas él finalizaría relatándome su pasado.

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Cuestiones de equilibrio: una da lo que espera recibir. Se me quedó cara de tonta cuando, al poco de liquidar mi monólogo, Bernard apagó la luz. Abrazándome muy fuerte de nuevo, me deseó buenas noches en español y después me dijo:

−Bonne nuit, Claudine. Je t´aime. Es oportuno señalar que yo no me llamo así. No quise

preguntar.Al día siguiente, bajamos a un bar para desayunar.

Bernard tenía la nevera y las estanterías de la cocina va-cías; en su casa sólo había agua embotellada. Durante el desayuno, lo vi más triste que en ningún otro momento. ¿Estás bien, Bernard?, pregunté. Moviendo los hombros como un crío, dijo comme ci comme ça. Me prometí no hacer la misma pregunta al menos en varios días. Con el monstruo Fernando la había formulado cada dos por tres sin obtener nunca una respuesta específica; era algo infinitamente cansino. Bernard se fue al baño en cuanto terminó su café. Durante el recorrido que hizo entre las mesas del bar, estuve mirándolo. El hombre me seguía pareciendo atractivo, pero estaba mayor y arrastraba consigo aquel desánimo que dentro de una relación po-día llegar a ser, sin lugar a dudas, una carga. Me planteé las razones que me habían llevado a acostarme con él y no atiné a aclararme. ¿Por tantear? ¿Por aburrimiento? ¿Por dinero? Rechacé en seguida esta última. No me veía como una de esas sanguijuelas que se arriman a vie-jos opulentos no con la finalidad de tener un marido, sino un mayorazgo. Esa idea me repugnaba. Supongo que en mi atracción por Bernard influía la terapia que estaba llevando a cabo, los nuevos aires en mi vida, el

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ir despojándome de la frivolidad con la que había ac-tuado siempre. Era absurdo plantearse un futuro junto a él, pero sonaba bien la eventualidad de vivir una sana aventura con un señor del que podía aprender muchas cosas. Su misteriosa vida era todavía un acertijo, así que no pasaba nada por seguir saciando un poco más mi curiosidad.

Bernard regresó blanco del baño. Tenía aspecto de en-contrarse realmente mal o de estar angustiado por algo. Me mordí la lengua y no pregunté; poco después, dijo que quería pedirme el segundo favor. Bernard comen-tó que necesitaba que yo le hiciera una serie de cosas, arriba, en su casa. Pasaron unos segundos de silencio, durante los cuales ninguno de los dos pestañeó. Pre-gunté en qué consistían esas cosas. Bernard tragó saliva y suspiró con ostentación. Luego dijo que, ejem, eran cosas que guardaban relación con el sadismo, el dolor físico, determinados juegos de sacrificio. Pasó un ángel. Nos quedamos mirándonos el uno al otro. En ese ins-tante, creí darme cuenta de que Bernard me dirigía por lo común miradas penetrantes, miradas que atravesaban. Le pedí que fuera más explícito. Dijo que solamente necesitaba una sesión, que dicha sesión no duraría más de dos horas y que mi cometido consistiría en darle puñe-tazos, apagar cigarrillos sobre su piel, ocasionarle daños con unas tenazas, provocarle descargas con una pica-na eléctrica. Ese tipo de cosas. Por un momento, pensé que todo formaba parte de una broma; sin embargo, la cara de Bernard transmitía una sobriedad que asustaba. No supe qué decir. Para solventar la cuestión, dijo que yo lo pensara con calma ese día y que, si finalmente

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me decidía a complacerle, me pasara por su casa sobre las diez de la noche. Tras decir esto se levantó, me dio un beso en la mejilla y salió a la calle. Lo vi meterse en su portal, tras haber tenido dificultades para introducir la llave. Durante los siguientes minutos, estuve estudian-do las manchas que había en las cristaleras del bar para desviar mis pensamientos hacia terrenos fútiles. El truco no funcionó demasiado, como era lógico.

Volví a casa para darme una ducha y ordenar un poco mi cabeza. En realidad, hacía lo posible por no pensar en la propuesta de Bernard. A la hora de comer, llamé a una amiga para invitarla a un japonés. Por mandato del loquero, llevaba un tiempo fortaleciendo las pocas amistades que tenía en Barcelona. Un vínculo férreo con varias personas era, según él, lo más valioso que se po-día tener; a pesar de ello, no llamé a la chica como un paso más en el cumplimiento de objetivos, sino para tener la mente ocupada. Por supuesto, no le comenté nada acerca de Bernard. Lo penoso del asunto fue que mi amiga me taladró durante toda la comida, revelán-dome intimidades con un furor que no se correspondía con la medida de sus problemas, a mi juicio banales. Además, soltó perdigones sin tregua, haciéndome rumiar que el cómputo de granos de arroz lanzados por su boca superaba al de los granos ingeridos. Asqueroso. La co-mida derivó en pesadilla, en un auténtico tostón. Salí escaldada del encuentro porque quedó demostrado que yo no estaba cómoda en los dominios de la amistad. Du-rante aquella comida, deseé tantas veces estar sola y me arrepentí tanto de haber llamado a esa chica que tal vez era conveniente asumir que la soledad era mi principal

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refugio. Me propuse comentar esto al loquero en la si-guiente sesión; estaba segura de que él se iba a reír para luego ofrecerme la imagen de mí misma con setenta años, viviendo sola, rodeada de gatos. Debo reconocer que dicha estampa premonitoria no me desagradaba.

No lo pude evitar y por la tarde acudí al puente de la Ronda Litoral. No sé por qué lo hice, quizá para obser-var cómo Bernard observaba la escena de Truffaut. Me escondí detrás de un coche, a unos cuarenta metros del puente, en el lado más alejado del mar. La debutante Javiera estaba esperando en las escaleras, fumando un cigarro. Llevaba el disfraz puesto y creí apreciar que no tenía pintado el bigote. Antes de que se le consumie-ra el cigarro, llegaron Mario y Oriol, inseparables como siempre. Los tres rieron con teatralidad cuando hicieron el numerito de intercambiarse los gorros, seguramente orquestado de nuevo por los dos chicos. Bernard llegó al escenario por su lado habitual. Subió las escaleras y los tres intérpretes subieron a su vez; dejaron los macutos en el suelo y se posicionaron para iniciar la escena. Se oyó: ¡Un, deux, trois! Y allá iba Catherine, luminosa, tro-tando sin mirar atrás; y allá iban Jules y Jim, prendados de la belleza de la musa, a quien perseguían más allá de la mera carrera. Visto desde fuera, el acontecimiento era hermoso, una estampa que tenía algo de onírico, un genial soplo de aire fresco para un paisaje urbano que cada día vertía en aquel puente sus cuotas de ru-tina asumida. Me emocioné imaginando la emoción de Bernard en ese momento. ¿Qué le llevaba a ver diaria-mente aquella carrera? ¿Qué parte de su nostalgia poseía tanto poder como para hacer eso? Y sobre todo, la gran

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duda de ese día: ¿qué tenía un hombre para encontrar placer en ser torturado? Tras la escena, Bernard pagó a los actores. Se quedó hablando con Javiera un rato, los dos solos. Me dio por pensar que le estaba ofreciendo lo mismo que a mí; entonces, por alguna razón, conje-turé que si yo rechazaba la proposición sadomasoquista, el propio Bernard no tendría problemas en encontrar a otra persona que le infligiera los daños. Podría incluso pagar a alguien, contratar los servicios de una prostitu-ta versada en el tema. Y fue la certeza de que Bernard acabaría haciéndolo con o sin mí, lo que me condujo a presentarme en su casa a las diez de la noche. Puesto que parecía algo irremediable, preferí ser yo quien ejer-ciera de castigadora.

Bernard daba por hecho que me iba a rajar. Por eso, en cuanto llegué a su casa, confesó que no me estaba esperando. Le expliqué que unas horas atrás había esta-do en el puente (a veces me excedía con mi franqueza) de la Ronda Litoral para contemplar la escena, que lo había visto hablar con Javiera después de la actuación, que suponía que le había formulado la misma oferta que a mí y que por eso había decidido asistir. Bernard se quedó planchado; me comentó que con Javiera había discutido sobre algunas correcciones relacionadas con el personaje de Catherine.

−No llevaba bigote –dijo algo disgustado.Lo que pasó esa noche en su casa fue desagradable.

Es evidente que yo había accedido porque una parte de mí quería experimentar algo nuevo, no sólo como he-rramienta para complacer a Bernard. No me imaginaba disfrutando en aquel rol de sádica, pero sí me veía capaz

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de no pasarlo mal en caso de que él diera muestras de placer durante los actos de tortura. Bernard me dijo que estuviera tranquila, que no iba a hacer nada de lo que pudiera arrepentirme. Trajo unas tenazas y un cartón de tabaco que dejó sobre la mesa del salón. Preguntó si yo llevaba fuego. Le dije que sí. Se metió en la cocina y volvió con una picana eléctrica de alto voltaje, que tam-bién depositó sobre la mesa. Se fue a su habitación. Salió desnudo al cabo de unos minutos, con una silla, cinta aislante y una cuerda. Se sentó en la silla. Me pidió que atara con fuerza sus pies y sus manos. Acaté la orden; después, me dijo que sobre la mesa vería un folio en el que estaban escritas las instrucciones a seguir. Me su-plicó que cumpliera la totalidad del esquema diseñado. Por último, me ordenó que le tapara la boca con la cinta aislante. No quería gritar a voz en cuello; los vecinos podían alarmarse.

Todavía no sé por qué lo hice. No vale la pena lamen-tarse, aunque me consuela pensar que ayudé a Bernard a inducirse un ajuste de cuentas consigo mismo. Al prin-cipio, procedí convencida de que a Bernard le gustaba sentir dolor, estúpida de mí, cuando en realidad aquella trama estaba destinada a que se resarciera de un supli-cio que lo consumía desde hacía años. Quise seguir las instrucciones del folio paso por paso, de manera que cuando leí la primera orden descarté mirar el resto, por si me horrorizaban. Lo primero: cigarrillos. Tenía que encenderlos para apagarlos sobre distintas partes de su cuerpo. Gasté unos cinco paquetes, suficientes para que su piel se llenara de quemaduras redondas como repul-sivos lunares, marcas que anticipaban la aparición de

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futuras ampollas. Bernard estaba con los ojos cerrados, sufriendo el dolor. Y yo pensando que disfrutaba. Lo se-gundo: puñetazos. Con eso no pude. Apagar un cigarro sobre alguien es un acto violento que, sin embargo, no requiere brutalidad. Golpear a alguien es distinto porque hace falta un carácter propenso a determinados impul-sos. A mí no me salía, por lo que desestimé la orden. Lo tercero: la picana eléctrica. Cogí el artilugio. Lo puse sobre un brazo de Bernard y lo activé. Sufrió tal descarga que se cayó de lado, llevándose la silla. Me asusté mu-cho. Lo levanté y le dije que quería abandonar, que no estaba preparada para hacer algo así. Bernard abrió los ojos por primera vez, me señaló el folio con la cabeza. En la parte de la picana se especificaba que las des-cargas debían aplicarse en los genitales durante varios segundos. Entendí por qué Bernard me había pedido que le atara con las piernas separadas, con cada pie atado a un costado de la silla. Me miró y luego miró su entrepierna, haciendo un gesto con la cabeza. ¿De verdad quieres que te lo ponga ahí?, pregunté. Bernard asintió. En ese instante, me acordé de mi padre. Coloqué el aparato sobre los testículos de Bernard y lo accioné. Mantuve la picana unos segundos, durante los cuales él estuvo convulsionándose con los ojos en blanco, gritan-do de esa forma espeluznante que tienen los gritos que no salen y se quedan adentro. Fue suficiente. Le dije que renunciaba; le quité la cinta aislante, lo desaté y salí despavorida de su casa. De nada sirvieron los ruegos de Bernard para que le torturara con las tenazas. Andando a duras penas, salió renqueante detrás de mí, implorando que por favor terminara el ejercicio. Irrumpió desnudo

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en el rellano. Bernard no tuvo en cuenta mi estado de ánimo en ningún momento. Por primera vez desde que lo conocí, pensé que ese hombre estaba como una re-gadera.

Llegué a casa sintiendo miedo. Me obligué a no ver más a Bernard; a pesar de su apariencia pacífica, podía tratarse de un demente capaz de cualquier cosa. Olvidar-me de él no era tarea complicada, ya que mi curiosidad no era tan grande como para poner mi vida en peligro. Dediqué el día siguiente a dejar mi currículum en varios restaurantes, a pasear por la playa. Por la tarde toca-ba clase de teatro. No me sorprendí demasiado cuando Oriol me dijo, nada más verme, que Bernard no había comparecido ese día en el puente de la Ronda Litoral. Mi compañero estaba más mosqueado por la deslealtad del francés que preocupado por si le hubiera sucedido algo. Me preguntó si yo sabía los motivos de su ausencia, puesto que era la única persona que lo conocía ínti-mamente. No pasé por alto el comentario mordaz de Oriol, pero me limité a decir que no sabía nada. Mario y Javiera vinieron a preguntarme lo mismo en cuanto llegaron. Los tres parecían indignados. Al día siguiente no hubo clase y no me enteré de nada; no salí de casa. A los dos días volví a la escuela y mis compañeros di-jeron que el día anterior habían acudido al puente por si aparecía Bernard, pero que éste no apareció. Ese día tampoco había ido y decidieron de común acuerdo ol-vidarse para siempre de las carreras de Truffaut. Aquella noche, mientras regresaba a casa, tuve la tentación de ir a casa de Bernard por si ciertamente le había pasado algo malo, pero decliné hacerlo porque concluí que no

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era de mi incumbencia. Y así, poco a poco, me fui olvi-dando.

Pasaron casi tres semanas hasta que, una mañana, dos agentes de policía se presentaron en mi casa. Les recibí en pijama, pues me acababa de levantar. Me pregunta-ron si yo tenía relación con un francés de setenta años llamado Bernard que había sido encontrado muerto en su apartamento con síntomas de violencia; en concre-to, había sido apuñalado. Me puse a temblar como una niña. Les dije que no conocía a ese hombre, que no tenía nada que ver con ese asunto del que hablaban. Uno de los policías, con el tono de quien lucha por no perder la paciencia, dijo:

−Señorita, si fuera verdad lo que dice, ¿cómo se expli-can sus huellas dactilares en la casa del fallecido y que usted conste como la única heredera en su testamento?

Trois

A Bernard lo cambió la guerra, igual que a tantos hombres que se vieron obligados a empuñar un fusil y a luchar por un país en una época de sus vidas en la que todavía les excitaba afeitarse; jóvenes cuyo mayor deseo consistía en flirtear con muchachas bajo ese amparo que procura la última fila de un cine. Bernard −como a otros franceses de su generación− tuvo que vivir una época que maldijo hasta el delirio por sentir que había ido a nacer en un momento poco oportuno, en el país menos propicio. Cuestión de mala suerte, nadie elige dónde ni cuándo nace; la vida es una lotería. Él se recordaba buena

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persona antes de partir a Argelia, pero su experiencia en la colonia le hizo volver con el alma despedazada, un guiñapo por corazón y un cúmulo de imágenes tortuo-sas grabadas a traición, como el almagre que se estampa en el ganado. Al menos regresó. Otros corrieron distin-ta suerte en esa otra tómbola de los conflictos bélicos, durante los cuales la supervivencia y la muerte están en manos de factores casuales, algunos ciertamente frívolos.

Un año antes de que lo llamaran a filas, se había echa-do una novia llamada Claudine, con quien daba paseos por el Sena mientras se hacían esa clase de promesas in-verosímiles que desgranan algunos amantes. A veces caía un beso, un retirar esa mano que serpenteaba cerca del pecho, siempre con la sonrisa traviesa por estar come-tiendo actos impuros pero tan irrefrenables. Se querían a rabiar, eso al menos escribió Bernard en sus memorias, y ambos vislumbraban un casamiento en cuanto él liqui-dara sus servicios en Argelia.

Ante la cercanía de la partida, sin embargo, Bernard se tornó vidrioso y le entraron celos por anticipar que durante su ausencia Claudine se iría con otro. Ella trata-ba de calmarlo, susurraba palabras conmovedoras y se ponía melosa para quitarle de la cabeza aquellos pensa-mientos. Bernard cada vez hacía menos caso; tenía tanta fe en sus propios presagios que en ocasiones castigaba verbalmente a su novia por lo que presumía que ella iba a hacer. Los sentimientos de Claudine fueron per-diendo fuelle; las acusaciones preventivas destapaban fallas en el carácter de Bernard que ella empezó a tener en cuenta. No le entraba en la cabeza que su novio le imputara romances ubicados en un futuro imaginario.

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Una tarde fueron al cine y las sensaciones de ambos no pudieron ser más opuestas; mientras que Claudine salió enfervorizada, Bernard consideró la película un ejercicio zafio y sin decoro. De nuevo bordeando el Sena, discu-tieron con vehemencia; nada delicado si no hubiera sido porque utilizaron la película como excusa para soltar-se lindezas. Claudine explotó y dijo lo que llevaba días aguantándose: que él estaba irascible, poco afectuoso; también se vio con coraje para reseñar la personalidad de su novio, que tachó de reservada, de excesivamente sobria. Bernard perdió los estribos y, sin argumentos a mano, le dijo que era una zorra. Ante una réplica tan necia y denigrante, resultó natural que Claudine quisiera renunciar a seguir con él. No hubo ocasión de recondu-cir el desastre y aquella tarde dejaron de verse.

Pasaron varios días, pero la víspera de su viaje Ber-nard quiso hablar con ella para salvar la relación. Acudió a su casa vestido de soldado, pues estaba convencido de que el atuendo militar deslumbraba a las féminas. No sabía con certeza lo que le esperaba en Argelia, pero sospechaba que la información recabada de los círculos militares sobre el conflicto con la colonia se reducía a eufemismos. Quizás iba a sumergirse en los infiernos de un contexto bélico en toda regla, con sus bombas y trincheras, y le entró pavor el no tener una mujer que lo esperase y a la que pudiera recordar en los momentos duros. Claudine lo recibió en su casa, visiblemente ape-nada. Hablaron en el salón, delante de sus padres. En el ambiente flotaba un intenso olor a coliflor. Bernard pidió perdón por ser a veces un mostrenco y justificó su mal humor con la inmediata incorporación al campo de

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batalla. Estaba cagado de miedo, esa era la verdad, pero no quiso desplegar lasitud delante de Claudine y sus pa-dres. Él era un soldado que iba a luchar por los intereses de la patria y consideró que debía repetirlo en cada frase para que su hombría no pasara inadvertida. Los padres de Claudine parecían complacerse de su condición de soldado, pero lo único que dijeron fue que respetaban las decisiones de su hija sin instigarla nunca a que to-mara otras. Se hizo el silencio y todos los ojos buscaron el rostro de Claudine. Sus padres, tal vez sin querer, ha-bían provocado que ella tuviera que soltar su veredicto. Bernard rezó deprisa y corriendo en su fuero interno para que su amada no claudicase. De nada sirvieron sus plegarias. Con un hilo de voz, Claudine dijo que no le concedía una segunda oportunidad; luego se marchó a su habitación porque le sobrevino un llanto. Sus padres acompañaron a Bernard a la puerta, le palmearon la es-palda, le desearon buena suerte en Argelia. A punto ya de salir, Bernard reparó en la paz que se respiraba en esa casa, una paz que resultaba casi ofensiva. Orientó su furia en un suspiro que le salió inmenso y que pudo juzgarse sobreactuado. Le faltó bien poco para ponerse a llorar y abrazar a los padres de Claudine, suplicarles de rodillas que hicieran a su hija recapacitar, pero se impu-so su casta de militar. Poco después, pensó con angustia que no era nada alentador perder aquella batalla cuando estaba a punto de meterse en una guerra.

Bernard perteneció a la X Brigada de paracaidistas que, comandada por el general Jacques-Émile Mas-su, tuvo la misión de acabar con el Frente Nacional de Liberación de Argelia, el grupo revolucionario que

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estimulaba a fuego lento a las masas y que se estaba haciendo fuerte en la capital. Los soldados franceses de aquella tropa, algunos de los cuales habían combatido en Indochina, llegaron a Argel como si fueran héroes, a principios del año 1957, en un período del conflicto azo-tado por nutridos atentados contra los colonos. Bernard, sin embargo, llegó a Argel golpeado por su propia ira. No dejaba de pensar en Claudine y en lo estúpido que se sentía por haberla tratado con desdén. El disgusto de Bernard estaba extendido, además, por el detalle de que no se aceptaba a sí mismo. Nacido en una familia con-servadora, su carácter se había impregnado de cautela para afrontar cualquier situación. Era de mente cuadrada, poco dado a la espontaneidad. En sus dos relaciones anteriores a Claudine había sido abandonado, y ambas mujeres adujeron que fue el talante frío y calculador de Bernard lo que les había llevado a la ruptura. Bernard sabía que las mujeres buscaban hombres con un perfil enloquecido, apasionado, que lograra agitarlas; el estilo de hombre moderado y correcto se quedaba obsoleto, ya no atraía. Bernard sabía esto y al mismo tiempo era dolorosamente consciente de que no tenía gracia ni ca-risma. Las mujeres le dejaban de lado porque había otros hombres más sugestivos a quienes él deseaba parecerse. Llegó rabioso a Argel porque el rechazo tan reciente de Claudine había hurgado más en la herida, lo dejaba anímicamente desecho. La situación en Argelia, por otra parte, le traía al pairo. No había desarmado el macuto y ya estaba pensando en cuánto tardaría en volver a Paris.

Cuando se tiene un gran revés que viene a colmar una colección de fiascos, es habitual encontrarse de golpe

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con un contexto apto para el desquite. A Bernard le su-cedió eso: utilizó el conflicto argelino como instrumento para aliviarse de sus males; de igual manera que Francia, según escribió él mismo, hizo de Argelia un subterfugio para resarcirse de su derrota en Indochina. Bernard fue adoctrinado para dar caza a los cabecillas del FLN que se atrincheraban en la casba de la capital argelina, el barrio en donde residía la población árabe, situado sobre una colina y con un intrincado conjunto de callejuelas. Tras los atentados sufridos en los últimos meses, el ejército francés había situado numerosos puestos de control en torno a la casba para registrar a todo aquel que entrara o saliera de ella. La tarea que Bernard debía desempe-ñar respondía más bien a un ejercicio detectivesco, muy lejos de cualquiera de las misiones militares para las que había sido adiestrado. Los soldados dirigidos por el ge-neral Massu tenían potestad para meterse en las casas y registrar hasta el último rincón; para ello hacían uso de la fuerza y exponían una brutalidad discutible. Bernard se vio ejerciendo un poder que le resultaba placentero, por lo que fue de los primeros en extralimitarse con sus ceremonias de extorsión a los familiares de los rebeldes. La violencia llegó a la vida de Bernard en un momen-to apto para que él la asumiera sin plantearse dilemas morales. Estaba tan harto, que se entregó a ella sin con-templaciones.

Pronto destacó como efectivo inquisidor. De los inte-rrogatorios a sospechosos donde él participaba, obtenían información valiosa a costa de infligir al interrogado toda una gama de abusos. En ocasiones, las iniquidades sobre los detenidos se perpetraban con la misma saña a pesar

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de que algunos no tuvieran ni pajolera idea de nada y se supiera de antemano que no iban a soltar prenda. Bernard hizo de la tortura su rutina. Con el paso de los días, fue adquiriendo una crueldad que lo convirtió en protegido del general Massu, quien veía en él un ejemplo de lealtad a los principios militares, por muy sanguinarios y poco humanos que fueran. Las delacio-nes iban cayendo por parte de los torturados; día tras día se desmantelaba el organigrama del grupo revolucio-nario. Y lo peor era precisamente eso: el general Massu justificaba los medios empleados arguyendo que daban resultados satisfactorios. Los soldados sufrían alguna que otra emboscada, algún que otro sobresalto acaecido en el laberíntico escenario de la casba. Tuvieron unas pocas bajas, las cuales no provocaban otra cosa que aumentar el salvajismo en los interrogatorios. La guerra para Ber-nard, pues, no estuvo ubicada en un contexto clásico de zanjas y campo abierto, de polvo, barro y operaciones ensayadas a pequeña escala por los estrategas sobre un extenso mapa cubriendo una mesa; en su tiempo libre comía en restaurantes y tomaba cervezas en bares que había en los barrios donde residían los colonos. Vivió la guerra dentro de un decorado urbano y su campo de ba-talla se redujo a las calles angostas de la casba con casas precarias, dentro de las cuales el enemigo se ocultaba en escondites inimaginables.

A pesar de la urgencia de su labor, Bernard no deja-ba de pensar en Claudine. Sus compañeros de brigada recibían cartas de las prometidas que leían con fervor. Fue por ello que se animó a escribir una misiva con la esperanza de que ella contestara. Lo que plasmó en el

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escrito, según explicó él mismo, pudo simbolizar lo que el gobierno francés pretendía ocultar a la opinión públi-ca. El entonces presidente René Coty se hartaba de decir que la presencia del ejército francés en Argelia estaba concebida para pacificar los ánimos. Sus funciones se basaban meramente en la logística del amparo, como si estuvieran haciendo un favor a la población argelina. Los malos eran cuatro insurrectos a los que había que detener y hacerles, como se apresuraba a señalar, un juicio justo. Nunca explicaba que el conflicto se estaba yendo de madre y que en las zonas rurales ya se libraba la lucha armada. Operaciones banales, decía Coty. Ber-nard, a su vez, escribió en su carta que en Argelia había una atmósfera idílica; detalló el ambiente cosmopolita de Argel y tuvo el capricho de referirse a los olores de las calles, al colorido de los mercados y a la nobleza de los árabes como si lo descrito compusiera un mosaico celestial. Al final del texto, le escribió a Claudine que la amaba cinco veces seguidas, como si la redundancia tuviera la función de hacer más verdadero un mensaje.

Envió la carta el mismo día que otros soldados en-viaron las suyas a sus respectivas enamoradas. Bernard fingió delante de los compañeros que tenía una hermo-sa pretendiente con la que iba a contraer nupcias en cuanto terminara su servicio militar. Destacó con orgullo la belleza de Claudine y su carácter vivaracho, hacien-do ese extraño ejercicio que consiste en hablar de la persona amada presumiendo de un rasgo suyo que en realidad nos saca de quicio. Es muy vivaracha, repetía como intentando creerse a sí mismo. Los soldados saca-ban a veces fotografías de las chicas que les esperaban

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en Francia. “¡Mira qué guapa es la mía!” “¡En esta sale con un vestido que le regalé!” “¡Qué ganas tengo de verla!” Y besos a los retratos, muchos besos. Bernard se sentía imbécil al no llevar encima ninguna foto de Claudine; aquella privación, de algún modo, destapaba claramente su mentira. Al cabo de unas semanas, varios compañeros ya habían recibido la contestación por par-te de sus novias, mientras que Bernard estaba con las manos vacías y se consumía por dentro; sentía rabia y abandono, pero en los interrogatorios a los sublevados continuaba encontrando una vía de escape para volcar su resentimiento.

Escribió una segunda carta; en ella, volvió a repre-sentar pasajes cotidianos en un ambiente alejado de la realidad, como si contara anécdotas relativas a unas vacaciones. En esta segunda epístola, tampoco quiso mencionar la misión a la que había sido encomendado. Resultaba obvio que no especificara qué sucedía en los interrogatorios, entre otras cosas porque no era plato de buen gusto para el destinatario y porque los solda-dos suponían que sus cartas eran sometidas a examen antes de ser enviadas; sin embargo, Bernard no daba ni siquiera indicios de que estuviera inmerso en una misión del ejército. Cualquiera habría especulado que estaba en Argelia por asuntos de negocios o haciendo un trabajo de campo para una tesis. Sus descripciones se centraban incluso en ensalzar a los árabes, a quienes admiraba por su bravura y su pertinaz lucha en favor de sus ideales. Nada que ver estas palabras con su proceder cuando los interrogaba; además de ingeniar insultos distintos por cada sesión, los maltratos variaban según el día. Lo que

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Bernard no contó en sus cartas ni de refilón fue que muchos árabes terminaban dando información después de que les electrocutaran mediante una picana eléctri-ca conectada a los testículos, de que fueran enterrados durante dos o tres días con la cabeza descubierta para convertirla en blanco de patadas, de que fueran quema-dos por lámparas de soldar o, como contaban ciertas habladurías, despedazados tras haber sido ligados a dos camiones que hacían avanzar en sentido contrario; lo que tampoco contó fue que hubo hombres que prefi-rieron morir en aquellas condiciones antes que delatar a sus compinches, que otros murieron porque ciertamente no tenían nada que decir salvo rogar que no les mata-ran; y tampoco contó que un soldado con el que había trabado amistad fue capaz, en el ardor de un arrebato, de meter una ametralladora por el culo de un detenido para luego disparar a quemarropa.

Al cabo de unas semanas sucedieron dos cosas que lo cambiaron todo. Fueron dos acontecimientos que pa-saron el mismo día, lo cual ayudó a que el desconcierto de Bernard tuviera mayor empaque. El primero de ellos tuvo lugar en plena casba, dentro de la habitación de una casa en donde habían hecho prisionera a una argeli-na que, supuestamente, poseía información privilegiada sobre los dirigentes del FLN. Bernard y otros soldados fueron enviados al lugar para sonsacarle lo que la mujer supiera con las técnicas que juzgasen oportunas, tenien-do en cuenta que el general Massu daba carta blanca. Nada más irrumpir en la habitación, Bernard se quedó aturdido en cuanto reparó en la detenida: era físicamen-te muy parecida a Claudine. Sin ser tampoco una réplica

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exacta, sus rasgos faciales eran sin embargo tan similares que Bernard se vio al borde del desmayo. No tardó en po-nerse a temblar; optó por delegar la responsabilidad del interrogatorio en otros compañeros, ya que se vio inca-pacitado para soltar palabra. La mujer se negaba a cantar y mostraba una actitud resignada. Uno de los soldados abrió la veda y comenzó a golpearla. Bernard observaba, estático, notando que su corazón vivía una particular revuelta. A los pocos minutos, ya eran dos los soldados que apaleaban a la mujer, pero ni con esas sacaban in-formación. De repente, apareció uno con dos tenazas, ante las risas de los presentes. Bernard tuvo el impulso de atajarlo, pero lo paralizó el miedo a ser considerado un traidor, a mostrar flojedad cuando todos ellos estaban allí para lucir el poderío de la patria francesa, el miedo a obrar de golpe de manera contraria, a ser juzgado por defender los intereses de una adversaria cuya vida tenía escaso valor en aquel habitáculo, el miedo a un consejo de guerra, a sufrir burlas, a ser tachado de poco viril. No pudo mover un dedo, ni uno solo. Su mente pasó a otro estado, se cristalizó. Se dio cuenta súbitamente de que lo que estaban haciendo era monstruoso, mácula imper-donable de la raza humana, a la cual representaban. Se preguntó cómo había podido él mismo ejercer la tortura con una naturalidad tan atroz, como quien afronta un divertimento. Se contuvo las ganas de llorar y, antes de salir, dirigió una última mirada a la mujer. ¿Era aquel parecido físico con Claudine lo que le llevaba a recon-siderar sus principios morales? ¿Qué habría sucedido si jamás hubiera visto a nadie como ella? ¿Habría seguido torturando, sin más? ¿Necesitaba entonces imaginar a un

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ser querido en la peor de las situaciones para no marti-rizar a nadie? ¿Era ahí donde nacía la empatía? Tenía las tripas revueltas y salió del cuarto con ganas de vomitar. No vio cómo sus compañeros arrancaban los pezones de la cautiva apretando con inquina las tenazas, pero sí escuchó, horrorizado, los gritos de dolor que resonaron por toda la casa.

A partir de ese momento, Bernard lucharía contra un fuerte sentimiento de culpa. Salió de la vivienda y se ex-travió por las calles de la casba. ¿Cómo era posible que no hubiera sido consciente de aquella irracionalidad? ¿Cómo había permitido su conciencia algo tan siniestro? Por más preguntas que se hiciera, no daba con respuestas que tuvieran un mínimo sentido. Eran tantas las ganas que tenía de gritar que sentía dolor en las entrañas, como si por dentro sus órganos estuvieran rugiendo lo que su voz no sacaba. Por momentos, sentía mareos que lo hacían caminar como si estuviera ebrio. Vagó entre el bullicio de las calles, mientras se planteaba una forma astuta de escaparse. Argel le pareció un lugar infausto, punto de encuentro de fanáticos que se tomaban la gue-rra como una travesura, un ensayo del infierno al que estaban condenados. ¿Qué demonios hacía él en Argelia si la patria francesa le importaba un rábano? Tenía que salir de allí lo antes posible, pero no veía al alcance una solución. Daba por sentado que la justicia francesa se encargaría de condenarlo por deslealtad al ejército; quizá hasta saldría en los periódicos para que en la lejana me-trópoli los ciudadanos vieran el rostro de un traidor a la patria. Sus padres lo odiarían, Claudine lo odiaría, todos los franceses lo odiarían; de igual manera que en Argelia

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los árabes odiaban a los harkis, que eran aquellos arge-linos que se enrolaban en el ejército francés para luchar contra su propio pueblo. Tenía que seguir y hacer de tripas corazón, poner buena cara, dejar que fueran pa-sando los días. No cabía otra elección. Con suerte, igual el conflicto se solucionaba antes de lo previsto. Debía continuar, ser fuerte y afrontar con entereza las ignomi-nias que seguiría viendo, las que hasta entonces él había cometido maquinalmente, llevado por las inercias que imponía la guerra. Que Dios me perdone, se decía mien-tras imaginaba un patíbulo en el que era guillotinado a la vista de sus familiares, quienes reían cuando su cabeza caía en el cesto. Que Dios me perdone, repetía sin parar. Lo que no imaginaba era que al llegar al cuartel se iba a encontrar encima de su catre con una carta proveniente de París; y mucho menos que fuera de Claudine.

La carta lo dejó si cabe más confuso. Las palabras de Claudine no especificaban nada en concreto; no había una sola frase cariñosa. En unas líneas explicaba sus rutinas parisinas y poco más. Daba la impresión de que Claudine le había escrito porque sintió la obligación de responder, un acto que provenía de algo tan agra-viante como la cortesía. Bernard quiso ser positivo y se convenció de que la carta, por muy insulsa que fuera, reflejaba a las claras que las puertas estaban abiertas a una reconciliación. Claudine debía de estar sola y debía de echarle de menos lo bastante como para enviar una señal; aquel gesto simbolizaba que la llama no se había extinguido. Bernard especuló que aún estaba a tiempo de recuperarla, pero su misión en Argel igual se alargaba el tiempo que ella tardara en perder definitivamente el

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interés o en conocer a otro hombre. Tenía que volver ya a París, mandar al garete el ejército; mucho más después de la revelación que había vivido en la casba, con aque-lla prisionera tan parecida a la mujer que amaba. Todo concordaba: lo vivido esa jornada no era producto de la casualidad, sino que había pasado expresamente para que él supiera cuáles habían sido sus bajezas y cuáles eran ahora sus prioridades.

Trazó un plan meticuloso que le hiciera regresar a Pa-rís. Si no quería verse envuelto en un aprieto, tenía que cumplirlo a rajatabla y no dejar cabos sueltos. El primer objetivo era conseguir una pistola de un argelino. Se hizo con ella sin problemas, durante el registro de una casa. Los chivatazos de algunos detenidos originaban batidas con las que se aseguraba el éxito, en una de las cuales dieron con dos jóvenes que estaban escondidos dentro de un agujero minúsculo, extraño apéndice que tenía la cocina. En el momento en que fueron arrestados, Bernard aprovechó un despiste general para apropiarse del arma que uno de ellos llevaba encajada en el panta-lón. Normalmente, todo lo confiscado debía refrendarse en partes para tener un registro puntual de las operacio-nes, pero nadie vio a Bernard coger el arma. Primer paso cumplido; el siguiente era, sin duda, más complicado.

Una noche Bernard se metió en solitario por la casba con la finalidad de encontrar a un hombre cualquiera en un lugar libre de testigos. Estuvo paseando dos lar-gas horas con el corazón en un puño, sudando a mares y sin tener muy claro si iba a tener agallas para consu-mar su plan. A veces veía un momento apto para actuar, pero terminaba frenándose ante el terror que le inducía

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un posible fracaso. Finalmente lo hizo. En un recodo falto de luz se cruzó con un árabe al que apuntó con su pistola. El hombre, rendido, se limitó a levantar los brazos. Bernard sacó de un bolsillo la pistola robada y se disparó a sí mismo en el hombro. Nadie es capaz de imaginar lo que produce un impacto de bala, y Bernard sintió un dolor que no había presagiado. Cayó hacia atrás soltando maldiciones, mientras el árabe se que-dó preso de un estupor que lo mantuvo quieto. Desde el suelo, Bernard le disparó tres tiros con su pistola reglamentaria; uno de ellos le atravesó el corazón. El hombre cayó fulminado. El tiempo apremiaba y Bernard se levantó como pudo para dejar la pistola robada cer-ca del cadáver. Misión cumplida. Impecable puesta en escena. La razón de por qué se había disparado él pri-mero radicaba en que si surgía un testigo auditivo, éste pudiera certificar que la cronología de las detonaciones concordaba con la historia ficticia que Bernard se iba a inventar. Luego se puso a gritar para pedir ayuda; mien-tras controlaba el sangrado comprobó que respiraba bien, que su pecho se hinchaba sin problemas, que el pulso se mantenía firme. Sentía calor y tenía la clavícula destrozada, pero al estar consciente supuso que no se habría dañado ninguna arteria importante. Bernard es-cribió en sus memorias que se desmayó unos segundos después de pensar esto.

El peor momento fue cuando el general Massu lo visi-tó al hospital militar. Bernard lo vio llegar desde la cama y sus latidos se aceleraron, pues estaba seguro de que iba a ser interrogado por lo ocurrido. No se equivocó. El general era un hombre desconfiado hasta la médula y

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quiso saber los pelos y señales de un incidente que no terminaba de ver claro. Entró a degüello. Sin preguntar primero cómo estaba el hombro y el ánimo del paciente, pidió explicaciones nada más entrar, antes incluso de llegar hasta la cama. Bernard no se amilanó y contestó que tenía el recuerdo un tanto difuso, que todo pasó muy rápido. El general Massu respondía al estereotipo de militar de alto rango que solemos ver caracteriza-do en películas bélicas: mirada severa, contumacia por defecto, solemnidad con aires robóticos y frases con la pretendida intención de parecer más listo que nadie. Le dijo a Bernard que no le creía, y lo hizo con un estilo a la altura de sus galones.

−Cuando tengo un mentiroso delante se me empiezan a hinchar las pelotas –se ve que dijo−, y ahora estoy notando una presión en el pantalón que no me gusta.

Bernard tragó saliva y le entró el tembleque. No de-bía descomponerse. Parte de su inseguridad residía en que había estado sedado dos días, durante los cuales le habían extraído la bala y recompuesto su maltrecha clavícula. Desde que despertó, no había tenido ocasión de hablar con nadie que no fuera del personal sanitario, por lo tanto veía probable que el ejército hubiese creado un comité de investigación en torno a su caso y que el general Massu tuviera más información de la que pen-saba. Se avecinaba una contienda dialéctica y tenía que estar al tanto de no caer en una emboscada. Bernard explicó que un árabe le disparó en plena calle sin venir a cuento, que él sacó su arma y le descerrajó tres tiros. Y ya está. No dijo más.

−¿Qué hacías tú solo en la casba? −preguntó el general.

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Era su tiempo libre, le apetecía pasear. Contestó eso. El general Massu dijo que habían descubierto que la víc-tima no guardaba relación con el FLN. Era un hombre corriente que regentaba un comercio de alimentación, padre de dos hijos, musulmán moderado, buena gente. Alguien de su entorno había confesado que incluso apo-yaba la ocupación francesa.

−Un hombre así no tiene necesidad de llevar una pis-tola encima, y mucho menos de meterse en problemas.

−Estamos en una guerra, general –se apresuró a de-cir Bernard−. Algunas bombas que han estallado fueron puestas por mujeres de las que ni usted habría sospe-chado.

La observación era una temeridad y una verdad como un templo. El general Massu se acarició el mentón mien-tras clavaba su mirada rígida sobre el herido. Bernard pensó que aquel militar, arquetipo del resentimiento acumulado en Francia tras el fracaso en Indochina, no era la persona más indicada para dar lecciones de hon-radez. A poco de iniciarse las operaciones de su brigada en Argel, uno de los cabecillas del FLN fue capturado e interrogado. El tipo no dio información y a los pocos días apareció muerto en la celda donde estaba preso. Era un pez gordo que conocía de primera mano los entresijos del grupo rebelde. El parte oficial reseñó un presunto suicidio; sin embargo, era vox populi que el mismo Massu se lo había cargado con sus propias manos para después colgar su cuerpo con el objetivo de simu-lar el suicidio. Todos lo daban por hecho. A raíz de esa muerte, la prensa se interesó por el trato que recibían los prisioneros y las causas de por qué crecían las denuncias

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sobre desaparecidos. La palabra tortura había surgido ya en los periódicos. El general Massu, con una locuacidad imprecisa seguramente deliberada, explicaba sin des-peinarse que cualquier acto era justificable si conseguía frenar los peligros que acechaban a la nación francesa.

−Dígame la verdad –rogó el general cambiando el tono−. Le vamos a enviar a París de todas formas.

Bernard no picó el anzuelo; decidió hacerse la vícti-ma, recurso que acostumbra a ser efectivo en técnicas de manipulación.

−Un hombre casi acaba con mi vida, general−dijo muy lentamente−, y usted prefiere perder el tiempo en espe-culaciones antes que seguir con su labor de cortar de cuajo la raíz del problema. Queda mucho por hacer, y soy el primero en lamentar mi convalecencia al no poder seguir con la misión de restaurar aquí el orden. Créame que lo lamento.

El general Massu no quedó satisfecho, pero poco podía hacer. A efectos legales, Bernard era un soldado que había sido herido mientras protegía los intereses de Francia. Tenía sus dudas sobre el caso, pero carecía de pruebas que pudieran ventilar una posible artimaña por parte de Bernard para marcharse de allí.

−Suerte que la pistola era de bajo calibre, ¿verdad? −dijo antes de irse, una última intervención que refren-daba su gusto por las sutilezas.

Bernard consiguió lo que quería. No tardó mucho en regresar a París, en donde sus pocos allegados lo reci-bieron como si fuera un ídolo, alguien que merecía ser tratado con el máximo respeto. Su vendaje aparatoso en el hombro ponderaba, además, la heroicidad que le

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atribuían. Todos le pedían que glosara detalles acerca de la experiencia vivida, y Bernard, lógicamente, tuvo que maquillar los discursos de manera que sus oscu-ras diligencias en los interrogatorios quedaran ocultas. Por entonces, tenía la conciencia tranquila debido a que su mente estaba monopolizada por el inminente reen-cuentro con Claudine. No pensaba en otra cosa. Tras despachar los primeros dos días a la parentela, una tar-de decidió ir a verla a su casa por sorpresa. Durante el trayecto, imaginó las frases que le quería decir, el abrazo cauteloso que se iban a dar y un sinfín de pormenores deliciosos; abrazó un optimismo tan descabellado y es-taba tan impaciente que por momentos creía percibir el olor a coliflor que hubo en la casa de Claudine la víspera de su marcha. Recordó la paz que se respiraba en aquel hogar, una paz cuya evocación perpetua tal vez le había servido inconscientemente en Argel para cometer atroci-dades sin plantearse un solo día lo que estaba haciendo; de igual manera que ahora, mientras caminaba afanoso hacia la casa de Claudine, ni por asomo tenía presente en su cabeza que había matado a un hombre para poder encontrarse con ella.

El entusiasmo febril de Bernard se redujo a cenizas en cuanto los padres de Claudine le anunciaron que su hija no se encontraba en París. ¿Y dónde está?, preguntó ansioso. Los padres dijeron que estaba en Nantes, en casa de unas primas, pasando unos días. ¿Qué te ha pa-sado en el hombro, hijo? Nada, recibí un balazo. Oh là là. Bernard se negó a entrar cuando fue invitado a tomar café, decisión que pudo interpretarse desatinada por perder una buena ocasión para engatusar a quienes él

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deseaba como futuros suegros. Les pidió que le avisaran en cuanto Claudine volviera de Nantes. Regresó a casa marcando un itinerario que le hiciera pasar por luga-res en donde había estado con Claudine, la mayoría de ellos cercanos al Sena. Estuvo tentado de ir a la Gare du Nord y pillar un tren para Nantes, pero se dominó. Cenó con sus padres, quienes estaban radiantes, acaso algo caricaturizados, y no cesaban de dar muestras de ale-gría. Cada vez que sacaban el tema de Argelia lo hacían sin utilizar la palabra guerra, influenciados por la nega-tiva del gobierno francés a emplearla oficialmente, el cual reiteraba que en la colonia había cuatro terroristas mal contados. Bernard hacía lo posible para desviar la conversación hacia otros derroteros, pues cada vez que hablaban de Argelia tenía que inventarse cosas para no confesar que el ejército patrio estaba lleno de verdugos y que él, durante los últimos meses, había sido uno de ellos. Normalmente recurría al fútbol. Estaba de suerte porque el AS Saint-Étienne había ganado el campeona-to recientemente y su padre, que era fiel seguidor del equipo, se encontraba siempre dispuesto a contarle las hazañas que Bernard se había perdido mientras estuvo en Argelia. Lo que no terminaba de gustar a su padre era que la figura del equipo, un mediapunta llamado Rachid Mekhloufi, fuera argelino; y menos que el seleccionador nacional lo hubiese citado para representar a Francia en el mundial que se avecinaba.

Un día llamaron los padres de Claudine. Le dijeron que ella lo esperaba en casa, que podía pasarse cuando quisiera. Bernard se presentó en poco más de media hora, lo que tardó en ir desde el Sena hasta Port-Royal,

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corriendo a toda mecha por el Boulevard Saint-Michel. Ignoró el reposo que los médicos le habían aconsejado y el asfixiante calor de esa mañana; llegó empapado en sudor. Claudine abrió la puerta y los cinco segundos que siguieron fueron suficientes para suponer que pintaban bastos. No hubo abrazo y ella ni se interesó por el ven-daje. Se limitó a hacerle pasar con una formalidad nada halagüeña para las aspiraciones de Bernard. Entraron al salón, en cuyo centro estaban los padres sin aparente intención de irse. A Bernard le parecía cargante la asis-tencia de aquellos dos mochuelos en las reuniones que tenía con Claudine. Eran buenas personas, pero resul-taban odiosas al quedarse delante, quizá reforzando la retaguardia en caso de que su hija sufriera ataques im-previstos. La visita, además, fue nefasta. Claudine repitió su rechazo a Bernard, exactamente como la vez anterior. Bernard no entendía nada. Le pareció macabro vivir una segunda humillación tan calcada a la primera; hasta cre-yó apreciar que Claudine y sus padres llevaban la misma ropa que en aquella ocasión, como si los tres dispusieran de un vestuario concreto para repudiarlo. ¿Por qué me escribiste, entonces?, preguntó a Claudine. Porque me aburría, contestó ella con sequedad y malicia. Se hizo un silencio largo, durante el cual pudo apreciarse la exage-rada quietud de la casa. Bernard se levantó acalorado y se dirigió a la puerta de salida sin decir adiós. Le queda-ba orgullo. Claudine lo siguió, mientras que sus padres permanecieron en el salón, tal vez pensando que en esa última escena de despedida no debían comparecer. Una vez afuera, Bernard preguntó:

−¿Qué te ocurre? ¿Por qué me maltratas de esta forma?

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Claudine rio sardónicamente, al parecer le hizo gracia que Bernard empleara la palabra maltratar. Lo que res-pondió, antes de cerrar la puerta, fue:

−Tengo un amigo que trabaja en un periódico y me ha contado lo que estáis haciendo los paracaidistas en Argel. No quiero saber nada más de ti. No quiero asesi-nos en mi vida.

El golpe fue tremendo. A partir de entonces, Bernard se hundiría en una depresión que le dejó graves secue-las. No sólo el golpe fue duro porque había acudido con un entusiasmo elevadísimo, sugestionado de que Claudi-ne se prestaba a volver con él, sino porque el desprecio de su amada se debía a las actividades perpetradas por la brigada del ejército a la que había pertenecido. ¿Hasta cuánto sabía ella? Probablemente no demasiado, pero suficiente para estar al corriente de que muchos argeli-nos morían en circunstancias extrañas. Los intelectuales habían dado la voz de alarma y el gobierno, para calmar los ánimos, declaró que algunos generales iban a ser in-vestigados. Bernard estaba roto al haber sido denigrado por la mujer que amaba, pero le hundió más la acusa-ción tan directa acerca de sus actividades militares. Él se sentía mal por lo que había hecho en Argel, pero hasta que no fue calumniado por la misma Claudine no tomó plena conciencia de su descrédito. Aquella prisionera de la casba tan parecida a ella inició su proceso de arre-pentimiento, pero el rechazo de Claudine le hizo darse cuenta definitivamente de lo bajo que había caído como ser humano; fue como si las palabras de Claudine le hubieran devuelto a la realidad, como si su conciencia se hubiera sometido por fin a la única opinión externa

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que podía desnudarlo. Era un asesino, sin lugar a dudas. De ese día en adelante, pasó un calvario que lo postró en cama cinco años, durante los cuales no salió de su habitación. Vivió desolado por el crimen cometido y el recuerdo de los interrogatorios, entregado a la catarsis de revivir todas y cada una de las torturas en las que había participado. En esos cincos años, fue tratado por distintos médicos relacionados con la psiquiatría. Los padres de Bernard se ocuparon de él y presenciaron, atónitos, el declive mental de su hijo. Bernard no quiso declarar una sola palabra sobre su experiencia en Ar-gel, por lo tanto los variados diagnósticos derivaron de síntomas que cada doctor emplazó en la patología que creyó más ajustada. Le llegaron a prescribir cinco enfer-medades distintas.

A los pocos meses de encerrarse, cuando el tema de las torturas estaba ya en boca de todo el mundo, los pa-dres sospecharon que Bernard podría estar sufriendo los estragos de la guerra. Fueron a hablar con Claudine por si ella pudiera saber algo de lo que había vivido Bernard en Argelia. Claudine les impartió un discurso político que no esperaban. La izquierda francesa estaba condenando las prácticas del ejército y se exigían responsabilidades. Había un malestar general ante la idea de que los sol-dados franceses estuvieran masacrando a los argelinos, con quienes el pueblo galo tenía esos estrechos lazos que irremediablemente surgen entre un país y su protec-torado. Si Francia consideraba franceses a los argelinos, ¿por qué narices los iban a torturar? Cualquier guerra era absurda, expuso Claudine, pero los conflictos coloniales se ajustaban a la falta de entendimiento entre un pueblo

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que deseaba la autonomía y otro que deseaba impedír-sela, y los países colonialistas eran peligrosos cuando se rebelaban aquellos lugares en donde habían implantado su idioma y sus códigos; ninguno había pactado una transición sin dejar antes un reguero de sangre. Francia no iba a ser menos, y máxime cuando se trataba de un país históricamente engreído, pagado de sí mismo. Las colonias eran crueles artefactos de vanidad; los llama-dos países desarrollados formaban una civilización que encubría su barbarie divulgando un mundo de bienestar simulado. Bernard había formado parte de ese tinglado dominante, abusivo. Fueron solo unos meses, suficientes para darse cuenta de que estaba en el lado de los opre-sores; y ahora, simplemente, se mortificaba por haber sido cómplice. Eso es lo que pasaba con Bernard, ni más ni menos, opinó Claudine. Ella no lo perdonaba porque Bernard era uno más dentro de esa máquina de matar en la que se había convertido Francia, la misma nación que pregonaba a los cuatro vientos el pretencioso eslogan de liberté, égalité et fraternité, perfecta cuña propagandísti-ca para asesinar en nombre de quienes decían respetarla. Odio la hipocresía de este país, en donde me avergüen-zo de haber nacido, finiquitó Claudine, quien parecía ciertamente disgustada.

Los padres de Bernard se quedaron anonadados, pero su dignidad les hizo ponerse a la defensiva. Salieron de la casa de Claudine profiriendo insultos. Su hijo había sido tildado de asesino, y eso era imperdonable. De camino a casa pusieron verde a Claudine, cuyos oídos debieron de pitarle a base de bien. La que durante un tiempo concibieron como buena nuera ahora no la querían

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ni en pintura. Bernard escribió en sus memorias que sus padres simbolizaron fidedignamente el sector social de Francia que se vendó los ojos ante lo que sucedió en Argelia. Las acusaciones de Claudine les hizo rea-firmarse aún más y, con el objetivo de no deshonrar la imagen del hijo, se persuadieron de que el ejército esta-ba haciendo en tierras argelinas lo que tenía que hacer. Ellos tampoco salieron demasiado a la calle los años que Bernard estuvo aislado. Las palabras de Claudine los amedrentó hasta el punto de sentirse avergonzados, aunque nunca lo reconocieron. Discrepaban de las de-nuncias al ejército, pero hay que suponer que lo hacían porque el único hijo que tenían había formado parte de él. Disentían con quienes reclamaban justicia para los militares, pero tenían que tragarse la evidencia de que ellos no disponían de argumentos con los que rebatir. Para Bernard, sus padres fueron siempre dos ignorantes de ideas fijas y rigurosas, y ya se sabe que los ignorantes viven rendidos a la obligación de negar aquello que no entienden en lugar de hacer un esfuerzo por entenderlo.

Fueron cinco años raros. Bernard fue como una ver-sión anticipada de los llamados hikikomoris, esos jóvenes japoneses que se encierran en sus cuartos por la fobia social que padecen. En sus memorias escribió que fue muy consecuente con la medida de encerrarse, como si él mismo hubiera dictado una sentencia que lo conde-naba. En su conciencia llevaba el peso de las torturas que había ejecutado, pero se acabó imponiendo la pesa-dumbre por haber matado al argelino de la casba. Pensó mucho acerca del crimen, y llegó a la conclusión de que su fracaso con Claudine había convertido la muerte de

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aquel hombre en un acto improductivo. No tenía claro si le dolía más el hecho de haber matado o que el sacrificio no hubiera servido para nada. Él reconocía que si hu-biese acabado casándose con Claudine, el reconcomio jamás habría llegado, pues habría aceptado el asesinato simplemente como un penoso trago que hubo de pasar para lograr el objetivo. A Francia le pasaría tres cuartos de lo mismo: más de uno se preguntaría después qué necesidad había de matar a tanta gente para terminar ce-diendo la colonia a los argelinos. Bernard se dio cuenta de que cualquier crimen tenía valor siempre y cuando se conquistase el propósito por el cual se cometía. Pero él no consiguió a Claudine, así que tocaba enmienda, flagelarse con mesura y vivir un correctivo que le pur-gara. Por eso se encerró. Curiosamente, salió a la calle poco antes de que Francia perdiera la guerra y firmara los acuerdos de Evian que dieron a Argelia la indepen-dencia, como si el Bernard restablecido cediera el testigo a la nación francesa para que asumiera su inmediato proceso de penitencia.

No se sentía propiamente curado, pero consideró que cinco años tirados por la borda habían sido suficiente castigo. El día que salió, quiso dar un paseo por París y eligió los barrios que no guardaran lazos con su pasado. El Sena ni lo vio. Durante la caminata, notó el cansancio derivado de la inactividad y de los casi treinta kilos que había engordado. A sus padres se les notaba macilentos desde hacía un tiempo, ni siquiera se hablaban mucho entre ellos; pero a partir del día en que Bernard respiró aire de la calle recuperaron parcialmente la alegría. Esa misma noche, quiso el padre que cenaran los tres en

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un restaurante. Durante la cena, Bernard comunicó su intención de ponerse a trabajar, de reintegrarse como ciudadano. La madre lloró de emoción. No hablaron de la guerra, que daba sus últimos coletazos, ni del presidente De Gaulle ni de la masacre que había habido en París en octubre del año anterior durante una manifestación de argelinos, masacre que terminó con varios cadáveres arrojados al Sena. Bernard preguntó qué había hecho el AS Saint-Étienne aquellos años. La historia que escuchó, según relató Bernard, reflejó el cacao mental que tenía su padre. Al año siguiente de ganar el campeonato, el equipo de sus amores perdió a la estrella de origen ar-gelino, el tal Mekhloufi, que optó por abandonar todo lo que tenía en Francia mientras estaba concentrado –menuda ironía− con la selección francesa. Se marchó a Argelia, como la mayoría de argelinos que jugaban en la liga francesa, para formar un combinado que la FIFA no reconoció. Aquel equipo fue bautizado como FLN e hizo un tour por distintos países para apoyar la sobera-nía de Argelia. Fue un emblema itinerante, modelo de concordia, golpe bajo a Francia en la guerra psicológica. En algunos estadios fueron recibidos como auténticos mártires. Ganaron muchísimos partidos, uno de los cuales fue una paliza a Yugoslavia por seis a uno cuya relevancia mediática dio la vuelta al mundo. La cuestión es que el AS Saint-Étienne acusó la baja de su jugador más determinante y entró en barrena. Esa temporada, la 61/62, estaba flirteando con los puestos de descenso y se palpaba la posibilidad de que bajara a segunda. El padre de Bernard añoraba a Mekhloufi, el mismo al que había malmirado por ser argelino. Y lo añoraba porque

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el AS Saint-Étienne había degenerado tanto que ahora era un equipo vulgar, sin chispa. Bernard no desperdició la ocasión para decir a su padre que sólo veneraba a los argelinos cuando le aportaban un beneficio, igual que el gobierno. Su padre se atragantó o fingió que se atra-gantaba. De ahí en adelante, no se habló más del tema.

Se puso a trabajar en el negocio de la familia, una empresa que fabricaba maquinaria para la agricultura y la construcción. Fue colocado en la administración, lo cual provocó el recelo de algunos miembros de la plan-tilla al ver en Bernard al clásico trabajador elegido a dedo con los subsiguientes privilegios. El trabajo le hacía bien. Mantenía su mente ocupada en pedidos, cálculos y cuadrantes; de esta forma arrinconaba los fantasmas mentales que le seguían hostigando. Poco a poco, iba recuperando la serenidad en concordancia con Argelia, que vivía ya la calma de su independencia tras la tor-menta bélica. La vida social de Bernard era nula, pero él tenía la esperanza de hacerse con el tiempo un círculo de amistades, salir a divertirse, echarse una novia. En sus ratos libres paseaba o leía libros; de vez en cuando se dejaba caer por un cine. Una tarde vio Jules et Jim y lloró discretamente, acurrucado en su butaca; lloró porque Jeanne Moreau se parecía horrores a Claudine y tam-bién, como era lógico, a la mujer árabe que interrogaron en la casba; lloró porque vio en el personaje de Cathe-rine un montón de atributos vinculados a Claudine −esa vitalidad arrolladora, las ganas de vivir, su contagiosa tendencia a dejarse el alma en cada trance, por trivial que fuera−; lloró por la alegría que le quitaron de cuajo a la argelina, aquella mujer que miró las tenazas con un

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terror traslúcido; lloró porque la película era un canto a la vida y la suya estaba siendo un suplicio que tal vez nunca sería capaz de recomponer; lloró por tanta belleza que se estaba perdiendo, por las alegrías inalcanzables, por el futuro negro que le aguardaba; lloró, en resumi-das cuentas, de lo solo que estaba y de la mierda de vida que le estaba tocando vivir.

Decidió no ver más películas. Dio por sentado que las ficciones del celuloide hacían daño porque representa-ban ideales imposibles de alcanzar; bastante tenía como para recrearse en mundos poetizados que no existían. Truffaut le había atravesado el corazón y ya no pudo quitarse de la cabeza aquella escena del puente en la que el personaje de Catherine corría como una chiqui-lla. Recordaba la escena constantemente, variando los personajes femeninos en relación a su experiencia. Tuvo muchas pesadillas teniendo la carrera del puente como soporte; sin embargo, en ellas los intérpretes eran las personas que configuraban la nómina de sus espectros. Según la noche, veía a Claudine corriendo con su ener-gía encauzada para pasarlo en grande, a la argelina de la casba escapando de dos soldados; a veces se veía a él mismo corriendo sobre el puente junto al general Massu, como dos feroces Jules y Jim dando caza a una Catheri-ne aterida, muerta de miedo: otras veces eran su padre y aquel argelino que había matado quienes corrían detrás de la chica, ya fuera Claudine o la argelina. Era muy va-riada la miscelánea que creaba su mente, y muy efectiva la escenografía como siniestra flagelación. Bernard temía que cualquier detalle insignificante le recordara siempre lo mismo, como si a partir de ese momento todo lo que

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la vida le brindara fuera a estar vinculado, de una forma u otra, con lo que había hecho.

Pasaron varios años insulsos, teñidos de rutina. De casa al trabajo, del trabajo a casa. Su vida social no me-joraba; le superaba el hastío, el aplatanamiento. Francia había instaurado el silencio en relación a lo sucedido en Argelia. Era momento de depurar responsabilidades, pero las altas esferas miraron para otro lado y se ini-ció una etapa que duraría décadas, en la cual el tema argelino se consagró como prohibido. Una vez más, el futbolista Mekhloufi se convirtió en símbolo de la frater-nidad que a ambos países les convenía asumir. El jugador argelino resolvió volver a las filas del AS Saint-Étienne cuando Argelia obtuvo la autonomía; el club francés no tuvo problemas en readmitirlo. El equipo había bajado a segunda en su ausencia, pero Mekhloufi consiguió lo nunca visto: hacerlo campeón de la segunda división y al año siguiente vencer en la máxima categoría. El padre de Bernard debió de tener sus sentimientos más distraídos que nunca, ahogado en su mar de contradic-ciones; aunque parece ser que decidió mostrar, de cara a la galería, una actitud pasiva con respecto al fútbol. Pura fachada, explicó Bernard, en cuyas memorias insistió en equiparar los actos de su padre con los del gobierno.

A finales de los sesenta, Bernard se casó con una chica que trabajaba en el negocio de su progenitor. Sin llegar a ser tan depresiva como él, tampoco se podía decir que fuera alegre. Se llamaba Rosalie y era de pocas pa-labras, solitaria, algo rancia. Se acercaron el uno al otro porque escasa gente en la empresa les hacía caso, por-que estaban hartos de sus respectivas soledades, porque

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necesitaban como agua de mayo sentirse queridos. For-maron un dúo que basó su mecanismo en la necesidad de ambos por hacer que sus vidas se parecieran a las del resto de la gente. Ya se sabe que el roce hace el cariño, y si no lo hace modela al menos una afinidad maleable que a veces se traduce en sexo. Comenzaron dando paseos y prodigándose en un respeto recíproco que rozaba el absurdo. Prácticamente no reían, y cuando se animaban a proyectar un futuro conjunto lo hacían con una lamentable falta de entusiasmo, como si com-partieran la idea de que materializar esos planes no les iba a hacer, ni mucho menos, felices. Al final se subieron al carro de quienes se casan sin estar fascinados con la pareja que han elegido. Bernard dijo el “sí quiero” cru-zando los dedos de los pies, una anécdota real que él describió en sus memorias con aire desenfadado y que yo, al leerla, no encontré graciosa. (Creo que muchas tragedias domésticas se podrían evitar sólo con que la gente recapacitara antes de casarse.) Bernard, evidente-mente, nunca dejó de pensar en Claudine, y demasiadas veces forjaba el agravio comparativo que dejaba a su esposa Rosalie en una clara desventaja. Un conocido le informó de que Claudine también se había casado y que tenía un hijo llamado Daniel en honor a Cohn Bendit, el rubiales que había encabezado las manifestaciones de mayo del 68. Bernard se la imaginaba con atuendo hip-pie, más hermosa que nunca, como una madre ejemplar. No se hartaba de figurársela cada día sobre el puente de Truffaut, corriendo hacia él para colmarlo de besos.

Bernard y Rosalie tuvieron un hijo al que llamaron Maurice. Pasaron varios años en los que la empresa del

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padre de Bernard prosperó y la riqueza se hizo hueco en sus vidas. Bernard adquirió más responsabilidades en el negocio; su nuevo cargo le eximía de estar de cuerpo presente en la fábrica. Su matrimonio, no obstante, fue de mal en peor. Él era un hombre casero que disfrutaba jugando con su retoño, mientras que a Rosalie, después de pasar una depresión al verse desatendida por su ma-rido y darse cuenta de que la vida eran dos días, le floreció una repentina afición por el ambiente nocturno. Conoció a varias personas con vidas libertinas y se sumó a la fiesta. Hubo noches que ni siquiera volvía al lecho conyugal. Bernard no se desesperaba, ni mucho menos, ya que la compañía de su hijo colmaba sus aspiraciones. Adoraba los momentos que pasaba con él y se sentía feliz a su lado. El matrimonio entró en una dinámica en la que Rosalie hacía y deshacía fuera de casa lo que le venía en gana y Bernard veía gratificantes las ausen-cias de su mujer porque disfrutaba a solas con su hijo. Todos salían ganando; sin embargo, cuando Maurice tenía ocho años, Rosalie tuvo otra crisis pero esta vez se centró en preservar la unidad familiar. Para recuperar el amor de su esposo y forjar una nueva armonía, propuso la idea de que se marcharan de París y se mudaran a un pueblo costero. Vivir al lado del mar, eso fue lo que Ro-salie planteó como panacea para establecer una trinidad condenadamente feliz. Bernard, que de un tiempo a esta parte se había convertido en un trozo de pan, consintió la oferta y no puso reparos.

Se fueron a vivir a Cabourg, una localidad de la cos-ta atlántica situada en la región de Baja Normandía, un pueblo aburguesado que Marcel Proust visitó de vez

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en cuando y que luego retrató en alguna obra. Allá se marcharon con la gratuita aspiración de ser una familia venturosa como pocas. Compraron una villa lujosa con vistas al mar; hicieron algunos amigos que nadaban en la abundancia; se creyeron tan ricos como afortunados. Todo marchó sobre ruedas los primeros meses: Bernard propagó el negocio de su padre por aquella zona; Rosa-lie llevó una vida de aristócrata que le colmaba; Maurice creció jugueteando en la playa, sacando buenos resulta-dos en el colegio. Llevaban una vida suave, desprovista de preocupaciones, un bálsamo que para Rosalie, la inestable y novelera Rosalie, tuvo su fin cuando entró de nuevo en un declive que resultó definitivo. La misma que había pedido vivir al lado del mar exclamó un día a los cuatro vientos que no soportaba más el rumor de las olas. Inició voluntariamente una terapia, controlada por un especialista amigo de la familia, pero no fue pro-ductiva y la mujer acabó dejando el hogar para vivir sus quebrantos en otra parte. Bernard, lejos de disgustarse, lo celebró. Se quedó con la tutela de Maurice, entre otras cosas porque Rosalie no tuvo interés en llevárselo. Pa-dre e hijo se quedaron en Cabourg porque Bernard no quiso perjudicar con otra mudanza la educación escolar de su hijo, quien además tenía en el pueblo su pandilla de amigos. En sus memorias, Bernard reconoció que los años posteriores a la marcha de Rosalie fueron los más dichosos de su vida. Hasta que pasó lo que pasó y todo se fue a la mierda.

Cuando Maurice contaba con catorce años era ya un chico enormemente culto al que le apasionaba la astro-nomía. Bernard le prometió que alguna vez irían a un

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centro parisino en donde podían verse las estrellas como si estuvieran a pocos metros, una especie de planetario con cachivaches de última generación que hacía las de-licias de quienes, como Maurice, andaban locos con las ciencias astrales. Ese invierno, marcaron con una equis el día señalado para la excursión; la idea era aprovechar la visita y pasar el fin de semana en Paris, en casa de los abuelos. Maurice iba tachando los días que faltaban para el gran acontecimiento. Cuando llegó el viernes en que debían partir, Bernard confesó a su hijo que estaba cansado tras una semana de intenso trabajo y que, si no era molestia, el viaje se posponía para el siguiente fin de semana. En un principio, a Maurice le sentó fatal, algo lógico en un muchacho de su edad, pero luego se tomó la anulación de planes con cierta filosofía. Esa tarde salió a pasear por la orilla del mar y se fue lejos, más allá de donde terminaban las casas alineadas a pie de playa que configuraban el paisaje de acuarela de Cabourg. Hacía un viento del demonio y el mar estaba revuelto. Maurice nunca más volvió a casa. Según algunos testigos, se lo tragaron las olas del mar. Tuvieron que pasar dos días con sus dos noches hasta que una brigada marítima en-contrara su cuerpo sin vida.

En cualquier lance funesto subyacen elementos aza-rosos que llevan a la deliberación de que pudo haberse evitado. La muerte de Maurice hizo que a Bernard le reconcomiera la culpa por haber rechazado el viaje a París. No se podía quitar de la cabeza la dañosa cer-tidumbre de que si él hubiera aceptado la excursión, Maurice no habría acabado merodeando por la playa. Algunos pensarían que Maurice había muerto porque lo

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dictó esa supuesta providencia que escribe sin borrones las vidas de todos. A Bernard, sin embargo, le resultó innegable que pudo haber evitado él mismo la muerte sólo con que hubiera tenido más interés en poner las estrellas cerca de su hijo. Sentirse culpable supuso un desgarramiento con efectos abrasivos, pero su mecanis-mo de defensa se activó de forma automática para no acabar loco perdido. Necesitaba creer que otros com-plementos se inmiscuyeron, que la presencia de Maurice en la playa aquella tarde no solamente dependió de su negativa a realizar el viaje. Por eso consideró que debía compartir la culpabilidad con Rosalie, ya que ella fue quien puso el empeño en mudarse a la maldita Cabourg, fue ella quien, por culpa de sus desvaríos, volteó sus vidas. El matrimonio con Rosalie ya tenía en la época parisina visos de atrofiarse, y ella concibió la mudanza como la solución que precisaban. Maurice, debido a su corta edad, estuvo ajeno al descalabro marital pero Ro-salie supo ponerlo de su parte vendiendo la futura vida junto a la playa como una diversión desenfrenada que nadie, con dos dedos de frente, podía rechazar.

No es necesario carecer de sentido romántico para afirmar que el mar está sobrevalorado. Según Bernard, la gente aplicaba al mar virtudes que no eran sino pretex-tos para crearse un lenitivo a medida, igual que su mujer. Rosalie, con una visión de la vida en exceso idílica, soñó un tiempo con dormirse cada noche teniendo como preámbulo el sonido de las olas cuando alcanzan la ori-lla. No se puede negar que la idea fuera prometedora, pero la aspiración de su mujer respondió más bien a una de esas utopías que de tanto imaginarlas sin fisuras

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terminan decepcionando cuando se ponen en práctica. Se mudaron a la playa porque Bernard acostumbraba a consentir los cambios cimentados sobre buenas inten-ciones. Durante las primeras semanas, los tres se vieron inmersos en un lógico enardecimiento debido a la nove-dad. Se entregaron a la decoración de la casa, a disfrutar de la playa, a explorar los rincones del pueblo como si fueran turistas. Estuvieron entretenidos hasta el punto de olvidar el acopio de miserias que tiempo atrás les em-pujaba al abismo. Pero aquello tuvo fecha de caducidad porque −como todo el mundo sabe o debería saber−, cualquier proyecto diseñado previamente con un ardor desesperado, va diluyendo sus dosis de fantasía hasta que la esencia de las cosas vuelve a bullir en la ciénaga de lo puramente terrenal. A los pocos meses, el ambien-te familiar volvió a enfermar de las mismas patologías que sufría anteriormente, y ni la presencia del mar ni el ruido de su oleaje lograron detener la amenaza de una ruptura. Bernard se sirvió de estos recuerdos para bifur-car su sentimiento de culpa de manera que Rosalie −a la que veía poco porque, ironías de la vida, regresó a París tras su marcha− debía asumir parte de responsabilidad en la muerte de Maurice por haber colocado cerca del hijo el mar que lo acabó matando. En el cómputo de especulaciones que le asaltaron después de la tragedia, Bernard llegó a la conclusión de que si Rosalie no hu-biera glosado sus caprichos marinos, no habrían tenido que lamentar la pérdida.

Después del sepelio de Maurice, Rosalie y Bernard se enzarzaron en una discusión que aconteció en la casa. Él le echó en cara su porcentaje de culpa con los argumentos

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acabados de relatar, mientras que ella apeló a las escasas atenciones que Bernard tenía como padre para desenvai-nar que Maurice pasó demasiado tiempo solo. Rosalie, desde luego, no era la más indicada para incriminar una posible falta de esmero, pues ella había visitado a su hijo una vez por semana, generalmente los domingos, y resultó injusto que acusara a Bernard de algo sobre lo que ella no había predicado con el ejemplo. Fue una bronca triste, en la cual afloraron rencores ocultos que nunca habían tenido agallas de sacar a la luz. Cuando Rosalie dio por terminada la disputa y se marchó dando un portazo, Bernard sintió el vacío más absoluto. Ya no estaba enamorado de ella, pero le había reconfortado tenerla cerca con esa intermitencia que imponían sus vi-sitas dominicales. Compartir un hijo los había obligado a verse de vez en cuando, a tener un vínculo amistoso que a él le hacía sentir bien, por muy forzados que fueran los encuentros. Cuando Rosalie ya se hubo marchado, Bernard se dio cuenta de que, además de perder al hijo, tampoco volvería a ver a la mujer con quien lo tuvo y con la que había compartido parte de su vida. Se quedó, en definitiva, más solo que la una.

Cualquiera podría imaginar su dolor en esos días que sucedieron a la desgracia, pero se quedaría corto ante la avalancha de emociones sombrías que lo abordaron. Fue un varapalo de tal magnitud que no pudo por menos que plantearse si merecía la pena seguir viviendo. De repente, nada tuvo sentido; a veces le costaba entender cómo po-seía el denuedo de aplacar las constantes ganas que tenía de suicidarse. Bernard sintió que se aferraba a la vida no por suponer que le aguardaban tiempos mejores −con su

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historial era difícil suponer algo así− o por el pavor innato a la muerte, sino porque su raciocinio, entendió, estaba regido por un orgullo que le hacía admitir en la supera-ción de derrotas una especie de compromiso moral.

La tristeza que lo invadió estuvo aderezada por un arsenal de recuerdos. Durante días, su mente se entregó a una regresión de los buenos momentos que pasó con Maurice. Fue como si necesitara albergar la idea de que su dolor era intenso porque había tenido la suerte de vi-vir genuinos estados de felicidad. Se acordó de instantes que tenía por completo olvidados: escenas en casa con risas de fondo, excursiones en las que lucieron un frene-sí contagioso. Aquellas reminiscencias eran un arma de doble filo. Repasar su paternidad le ayudaba a olvidar las ganas de morir, pero no ignoraba que en esa nostalgia encabritada venía implícita la evidencia de que el futuro no iba a depararle tanta plenitud. Un día fue al planeta-rio de París, guiado por uno de esos impulsos de los que uno no es muy consciente. Compró dos entradas para entrar en una sala con forma de cúpula, en donde mos-traban el universo como una diseminación de astros que parecían alcanzables, las estrellas que su hijo no pudo ver. Mirando ese manto de milagros celestes, lloró por no tener a Maurice para decirle alguna frase, una de esas sentencias que a veces los padres desgranan frente a los hijos y que éstos escuchan con un interés devocional. La figura paterna como bricolaje preciso para construirse una sabiduría acorde.

Su estado mental fue dando paso a la resignación. Tocaba asumir que su hijo ya no estaba en este mundo como también tocaba reconocer que el resto de su vida

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iba a ser una lucha por hacer que su recuerdo fuera to-lerable. Aceptó por unos días la presencia de sus padres, así como las visitas de amigos que iban a su casa con el farragoso intento de animarle. Le resultaba ofensivo observar cómo algunos ejercían de bufones para sacarle una sonrisa. La mayoría de ellos soltaban soflamas ensal-zando lo maravillosa que era la vida, aunque sobre uno cayera la más puñetera de las desdichas. Bernard valo-raba la buena fe que dispensaban, pero en ocasiones le resultaba hiriente vislumbrar en ciertas frases de aliento una forzada impostura. Bernard pensaba que, si se deja de lado el contexto, encumbrar la existencia como algo sublime suponía un acto de exorcismo o una vaguedad urticante o ambas cosas a la vez.

Para explicar lo que sucedió a continuación, habría que volver al momento de la muerte de Maurice, al mo-mento en que Bernard recibió la noticia de que su hijo se había ahogado y en su cabeza no hubo lugar para especulaciones. Como el dolor lo impregnó todo, no sin-tió la necesidad de conocer a fondo las razones por las que a su hijo le había sucedido tal infortunio; no se le ocurrió plantearse si Maurice se arrojó al mar o cometió una imprudencia. Se había muerto y punto. Ya no se encontraba junto a él y eso estaba por encima de cual-quier recapacitación que, por otra parte, no estaba en condiciones de defender. Ni siquiera con Rosalie habló sobre las circunstancias del accidente; tampoco leyó las distintas crónicas que en los días posteriores trataron la noticia con sus cuotas de morbo, crónicas con las que, caso de haberlas leído, se habría enterado de que, la misma tarde en que desapareció Maurice, una chica

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del pueblo sufrió el mismo revés pero tuvo la suerte de ser rescatada por los servicios de emergencia. La su-cesión de hechos que envolvieron el suceso llegaron a Bernard de algún modo, pero esos días su atención debió de tener un filtro para esquivar cualquier infor-mación adicional que pudiera agudizar el martirio. Los vecinos le dieron el pésame en el entierro y alguno que otro maldijo la crueldad del océano, la perra parca que se lleva a los infortunados. Bernard recibió las condo-lencias como quien oye llover y después se encerró en casa; pero cuando había transcurrido un mes desde lo sucedido, algo pasó. Una tarde sonó el timbre de casa y Bernard fue a abrir. Afuera, se encontró con un hombre que debía de rondar los cincuenta años. Era un vecino del pueblo al que conocía de vista, pero con el que nunca había trabado conversación. El hombre parecía nervioso. Bernard le preguntó qué quería. El vecino dijo que tenía algo importante que decirle.

Pasaron al salón y se sentaron en el sofá. El invitado fue directo al grano y dijo que Maurice, el día que des-apareció, en realidad se había metido en el mar para intentar salvar la vida de una chica de quince años, que no era otra que la hija de ese señor. La adolescente tenía arrebatos suicidas y aquel día vio en el mar picado una invitación para mandar todo al carajo; no se lo pensó mucho y se lanzó. Unos testigos afirmaron haber vis-to cómo fue engullida por las olas y poco después a Maurice −que el pobre andaba por allí− quitándose la chaqueta para luego entrar en el mar con la clara inten-ción de salvarla. El equipo marítimo de salvamento se puso enseguida manos a la obra, pues fueron avisados

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con premura por los testigos. La rueda de la fortuna se accionó para repartir suerte y de ella salió invicta la chica, que fue localizada por los socorristas en un san-tiamén, mientras que el desdichado Maurice se perdió fatalmente entre el oleaje.

−Su hijo murió siendo un héroe −dijo el padre de la chica a punto de llorar−. Y mi familia y yo nunca podre-mos agradecerle el tremendo favor que nos hizo.

Lo primero que a Bernard se le cruzó por la mente fue abalanzarse sobre el hombre y estrangularlo; lo segun-do, fue que necesitaba estar solo para reflexionar sobre lo que acababa de oír. Con la educación que fue capaz de acopiar, echó al hombre de su casa.

Se puede decir que la noticia lo dejó noqueado, pero, tras quedarse solo y cavilar unos minutos, Bernard tuvo claro que Maurice había sido víctima de una injusticia. Decretó que era inadmisible que un acto suicida inter-firiera en la vida de otra persona. Aquella chica debió intentar matarse en un ambiente íntimo, en su habita-ción, por ejemplo, o en cualquier otro contexto que no hiciera peligrar a nadie. Sintió una rabia inconmen-surable al pensar que la chica en ese momento seguía viviendo, allí, cerca de su casa, que estaría leyendo o viendo la televisión o paseando por las calles de Ca-bourg, mientras que su hijo estaba muerto porque a ella se le había ocurrido arrojarse al mar delante de todo el mundo, acaso no para morir sino para llamar la atención. Aquello ya era lo último. Estaba harto; se acabó. Bernard no estaba dispuesto a que la vida le diera otro golpe de tamaña envergadura y quedarse de brazos cruzados. Era lo razonable que el padre pasara por lo mismo que él;

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era lo razonable que la chica muriera, pues al fin y al cabo fue su deseo aquella fatídica tarde de viernes; era lo razonable rematar algo que parecía haberse quedado a medias. En realidad, Bernard lo vio claro desde el prin-cipio: tenía que matar a la chica.

A partir de ese día, rastreó el pueblo sin descanso. No conocía el paradero de la chica ni a la chica en cuestión, por lo que su búsqueda se centró en el padre. Rondaba sin parar las calles, de un lado a otro, unas veces con la calma de un asesino experimentado y otras con la agita-ción de un hombre peligrosamente herido. Le costó tres días dar con el padre; durante esos tres días, se sintió de nuevo como en la casba de Argel: realizando labores de-tectivescas para fines abyectos. Bernard desconocía que por esa misma época, tanto en la dictadura argentina como en la chilena, los militares estaban practicando los métodos de tortura que él había ejercido como soldado. La doctrina francesa había logrado que sus técnicas omi-nosas permanecieran vigentes gracias a los cabrones de turno que las copiaban, perpetuando la idea del planeta como una cadena cíclica de tiranías. Bernard descono-cía esto, pero le hubiese importado bien poco en aquel momento porque ahora estaba centrado en su enésima guerra interna. Cuando localizó al hombre en una ca-fetería, lo siguió después hasta su casa; a partir de ese día, sus vigilancias estuvieron en torno a esa puerta que daba acceso al hogar donde vivía la chica. Tomó por costumbre salir a la calle con un cuchillo de cocina, por si se topaba con la oportunidad de cometer el crimen. Una tarde, vio salir de la casa a una jovencita que podía ser ella; la siguió hasta un comercio, en donde la chica

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compró verduras, frutas y pan. Bernard se decidió a en-trar en la tienda, mientras la chica pagaba. No le pasó desapercibida la tensión que se palpó cuando chocó de-liberadamente con ella, a pocos metros del mostrador. Hasta la tendera pareció pensar: ahí están la joven que fue salvada y el padre del que murió. Bernard le pregun-tó a la muchacha cuántos años tenía. La pobre se puso tan nerviosa que balbuceó algo incomprensible y se es-fumó a paso rápido. No cabía duda: era ella.

Todo pasó rapidísimo. Bernard salió del comercio y se fue tras la chica. La alcanzó a pocos metros de su casa, en un chaflán. Le estiró de un brazo y la giró. Ella abrió mucho los ojos, como si intuyera que algo gordo iba a pasar. Bernard pensó: ¿Para qué esperar más? La mató allí mismo. Sacó el cuchillo y le atestó nueve puñaladas; en el tórax, en el cuello, en el vientre. Se oyeron algunos gritos; se vio gente correr en distintas direcciones. La compra cayó al suelo y la bolsa se desanudó. El cuerpo de la chica se desmoronó junto a dos barras de pan y tres naranjas. Murió en el acto; las incisiones fueron precisas. Pronto hubo sangre por todas partes, ventanas que se abrían, otras que se cerraban. Bernard dejó el cuchillo sobre el asfalto y se sentó al lado del cadáver; con la camisa se limpió la sangre que tenía en las manos. Cogió una manzana de la bolsa y le dio un bocado. Se puso a mirar el cielo; quedó sorprendido por la veloci-dad que tenían esa tarde las nubes. Recordó el cielo de Argelia, los reflejos sobre el Sena, la nieve en la barba de un vagabundo que vio de pequeño. Se apostó consigo mismo a que la policía llegaría antes de que él terminara de comerse la manzana.

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Épilogue

Bernard ingresó en la cárcel tras caerle más de vein-te años. El crimen, además, tuvo un impacto social de tal calibre que el hombre alcanzó notoriedad. Aunque suene raro, la cárcel no le sentó mal. Hay personas con dificultades para afrontar la vida que se sienten a gusto en prisión, un lugar en donde dejan de tener el arduo compromiso de sobrevivir. Bernard pasó más de veinte años entre rejas, durante los cuales no se intentó suicidar ni una sola vez. Aprovechó su cautiverio para leer li-bros, aprender español, un poco de inglés y para escribir sin prisa sus memorias. Sus padres murieron mientras él estuvo encerrado; primero se fue el padre, quien ven-dió la empresa al mejor postor para garantizarse una jubilación ociosa, pero se murió sin que pasara un año como jubilado alegre; la madre murió seis años después que su marido. Bernard heredó una fortuna (dos casas y mucho, mucho dinero) que no podía disfrutar. Por las noches, siguió teniendo pesadillas que tenían como de-corado el imperecedero y estricto puente de Truffaut. Las carreras que configuraba su mente eran cada vez más grotescas y fastidiosas. Cada día, sin faltar uno solo, pensó en Claudine.

Cuando Bernard llegó a Barcelona, llevaba sólo dos semanas fuera del correccional. El hombre había recha-zado ayudas penitenciarias en los últimos años, favores que le habrían permitido permisos de fin de semana, por ejemplo; sin embargo, no quiso beneficiarse porque afuera no tenía a nadie que lo esperara y porque se había acostumbrado en tal grado a la prisión que no le

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apetecía salir de ella. Al final, tal y como explicó Ber-nard, dio la sensación de que lo echaron de la cárcel. El reencuentro con la libertad debió de ser, como mínimo, delirante. Imagino que Bernard se vio en medio de un mundo irreconocible, que estaría descolocado ante tanto cambio a su alrededor. Las memorias de Bernard reco-gieron su vida desde la infancia hasta los últimos años en prisión, por esa razón no se conocen sus impresiones de la flamante libertad ni el porqué de su viaje a Barce-lona, que quedó envuelto en un misterio. Siguiendo con las conjeturas, es admisible pensar que Bernard quiso huir de Francia porque allí, en su propio país, era donde llevaba la carga de ser ex presidiario, una condición que en cualquier sociedad se estigmatiza.

Una vez se instaló en Barcelona, aconteció lo que ya se ha contado. Es factible pensar que Bernard quiso ini-ciar una nueva vida aunque sintiera que en el mundo ya no había lugar para él. Pero descubrió el puente de la Ronda Litoral, que le hizo perder la cabeza; entonces rea-lizó aquel extraño rito sin imaginar que yo, que le hice de Catherine, acabaría una noche en su cama haciéndole también de Claudine. Fueron demasiadas emociones, y lo de la tortura en su casa reflejó que estaba enloque-ciendo. Él no lo quiso, pero con la tontería me metió en un lío. Al final, las pesquisas policiales me absolvieron del caso y decretaron que Bernard se había suicidado clavándose él mismo un cuchillo en varias partes del cuerpo; en el tórax, en el cuello, en el vientre. Murió desangrado. Junto a su cuerpo se encontró un testamen-to ológrafo. El papel, escrito a mano, dictaba que yo era la única beneficiaria de sus bienes. Aquel testamento

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fue al principio una traba que dificultó mi defensa, pues hizo viable la sospecha de un asesinato por mi parte; tampoco ayudó que yo confesara a la policía las prácticas de sadismo que habíamos hecho el último día que vi a Bernard. Complicaron algo las pesquisas, pero terminaron por no ser relevantes. Finalmente, yo tenía coartada y Bernard, según dijeron, un pasado nebuloso. Con respecto a la herencia, quise luchar por ella y con-traté a un abogado para que tramitara las diligencias. Se tardó meses en conseguir que el patrimonio de Bernard pasara a mi nombre, intervalo con un vaivén de pro-tocolos, instancias al juez, varios peritajes caligráficos, desestimaciones que no daban por válido el testamento, recursos y demás; todo ello con las dificultades intrínse-cas a la circunstancia de pelear con las legislaciones de dos países, las cuales tenían sus diferencias. Nunca puse tanta energía en conseguir un propósito, y tratándose de dinero −como era el caso− debo decir que nunca me vi tan avariciosa.

Llegó un día en que me encontré de repente con dos casas en Francia y una abultada cantidad de dinero. Era obsceno disponer de aquel caudal sin haber hecho mé-ritos en la vida para ganarlo, pero no conviene hacer ascos cuando las cosas vienen dadas. Me vi en la tesitura de poder cambiar de vida, de hacer lo que quisiera. La verdad es que no se me ocurrieron anhelos singulares ni nada por el estilo. Lo que determiné fue, antes que nada, ir a Paris a conocer mi casa. Esa tontería me em-briagó de ilusión. El juez me había dado un juego de llaves y con ellas me fui a París. La casa estaba en la Rue Saint-Séverin, cerca del Sena y de la catedral de

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Notre-Dame; allá llegué con un taxi desde el aeropuerto, acalorada y nerviosa. La fachada del edificio me gustó; me costó dar con la llave del portal, y lo mismo me pasó con la de arriba. La puerta se abrió con problemas, las bisagras aullaron de lo lindo. Entré en la casa y me encontré con una espectacular cantidad de polvo sobre un mobiliario añejo y descompuesto. No era un domici-lio excesivamente grande: constaba de dos habitaciones, salón, cocina y baño. Todo era viejo y no había ropa en los armarios; tampoco había libros ni elementos deco-rativos. Las camas no tenían sábanas. Lo único que me llamó la atención fue un cuaderno que había sobre la mesa del salón, en cuya portada ponía Mémoires. Eché un vistazo y presumí que lo había escrito Bernard. A partir de ese hallazgo, me obsesioné por saber lo que contenía el cuaderno. Pasé unos días en París, alojada en un hotel. Recorrí calles y calles por la ciudad sin dejar de pensar en que tenía que descubrir sin falta el contenido de aquellas memorias. Lo vivido con Bernard me había dejado un legado de dudas en torno a su persona, unas dudas que a veces me quitaban el sueño. Ahora tenía su patrimonio y seguía sin saber nada acerca de su vida. No pude esperar y me traje el cuaderno de vuelta a Bar-celona; contraté a un traductor freelance para que me pasara el texto al español. Al cabo de unos días, tuve la traducción y la devoré en una tarde. Fue entonces cuan-do me enteré de que la mala suerte se había cebado con Bernard. Por primera vez lo vi como un hombre de bue-na fe que simplemente no pudo vivir con la conciencia tranquila. Leyendo su biografía, me emocioné y lloré sin parar como jamás antes lo había hecho.

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Me fui a vivir a París. La desgraciada vida de Bernard me dio alas para tener la iniciativa de mudarme a su casa. Hice reformas en la vivienda, le cambié la cara y me dispuse a llevar una vida plena en el mismo lugar donde Bernard padeció sus tormentos. Lo quise hacer por él y por mí. Conocí la otra casa, la de Cabourg, que era deliciosa. Allí las reformas no fueron necesarias. Desde el salón se podía ver el Atlántico, la interminable extensión de agua que acabó con su hijo. La habitación de Maurice estaba intacta y del techo seguían colgados los planetas de cartulina que formaron su universo per-sonal. Aún está así. Como yo no tenía arraigo, no me costó adaptarme a las costumbres parisinas. La no ne-cesidad de trabajar me otorgaba una paz inaudita; no me importaba carecer de amigos, como tampoco me importaba imaginarme dentro de treinta años viviendo sola en aquella casa, rodeada de gatos. No hubo nada de España que echara de menos. Me apunté a clases de música, por gusto, y amplifiqué mi afición a la lectura. Me aficioné a pasear diariamente por París, del Sacré-Coeur a Les Champs-Élysées, de Montparnasse al Musée de l´Orangerie, del Parc Sainte-Périne a Ile Saint-Louis bordeando el Sena, fantaseando imágenes en blanco y negro en las que Bernard besaba con pasión a Claudine y luego, susurrando al oído, le prometía un futuro de vino y rosas.

La primera meta que me marqué cuando llegué a Francia fue la de olvidar mi lengua materna. Me propuse aprender el idioma francés hasta el final, hasta la última palabra; en ello sigo. Tengo la creencia de que llegará un día en que pensaré y soñaré en francés y entonces

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viviré una mutación extraordinaria. Se me ha metido en la cabeza que cuando la mente se ve en la obligación de asimilar un idioma nuevo, va eliminando los malos recuerdos que se vivieron con el idioma antepuesto. Ya veremos.

Estoy deseando comprobar si de esa forma las heridas prescriben.

La estación de los conejos

Nicolás Mattera

FINALISTA NOVELA CORTA

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NICOLÁS MATTERA (Buenos Aires, 1976)

Nací en Buenos Aires en 1976 pero llevo los últimos diez años de mi vida en Madrid. Soy Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, donde descubrí que por al-guna razón siempre llego tarde a las cosas buenas. Empecé a escribir a los 35 —aunque mi madre y un peregrino boletín escolar, firmado por una maestra gorda a mis 9 años, presa-giaran que sería escritor—, me compré mi primer auto a los 37 y a los 39 fui padre. Luego de haberme tragado casi toda la filosofía occidental terminé escribiendo ficción y hablando de política en fiestas oscuras. Tal vez por ello, luego de des-empeñarme en publicidad, fundé Falsaria.com, la Red Social Literaria más importante de habla hispana y soy director de desarrollo de Tregolam.com, agregador de concursos y becas literarias.

He sido finalista del prestigioso certamen Cosecha Eñe 2013, con el cuento Tomates y Mención de Honor en los Pre-mios Platero, del Club del Libro en español de las Naciones Unidas en Ginebra (ONU) en la modalidad Cuentos también en mismo año. El cuento Postales obtuvo el Primer accésit en el XXXI Certamen Gabriel Aresti (Ayuntamiento de Bilbao 2014) y fui finalista en el XXXVIII Certamen Literario Ciudad de Martos ( Jaén) 2014 con el cuento Tres años muy buenos.

Para no desmerecer mi condición de sociólogo —y porque se terminaron las fiestas— publico artículos de opinión en la revista El Estado Mental.

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I

Es difícil explicar la forma en que un hombre, aun carente de motivaciones sexuales como las mías, pue-da quedar definitivamente rendido a la belleza de otro hombre. Con el tiempo intentaré matizar esa belleza y en lo relativo a mí supongo que es suficiente con mencio-nar que conocí a Merino en un departamento de Madrid donde un amigo impartía clases de escritura creativa para quienes, como yo, intentábamos dominar la angus-tia. Nada sé, realmente, de literatura.

–¿Historiador?Preguntó Merino cuando yo ingresaba al salón por

primera vez y él, sobre una silla que siempre le que-daría pequeña, movió sus ojos redondos para verme pero, estoy seguro, la pregunta había nacido antes. Po-siblemente en el pasillo que yo atravesé registrando los detalles del departamento, perforado por ráfagas de luz que aparecían y desaparecían conforme franqueaba las habitaciones hasta llegar al salón donde todos me exa-minaron cuidadosamente. Sé, con certeza, que Sorge me preparó ante ellos con elogios. Puedo imaginarlo alabándome, él, un escritor experimentado y prolífico, comentando la llegada de otro alumno –uno más– que se unía al grupo con el fin, ese era siempre su discurso, de sumar talento y energía. Ninguna de las dos cosas

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poseo, pero aquí lo importante es Merino. Como dije, la pregunta nació antes de mi entrada al amplio salón y yo, avergonzado, me limité a contestar afirmativamente con-teniendo la impresión que me produjo estar frente a un ser incandescente al que no se puede mirar de frente sin quedar encandilado y confundido. Por lo demás, puedo jurar que esa fue la única conversación frontal que man-tuve con Merino durante mucho tiempo.

Las semanas siguientes, cuando yo comencé a ser un integrante más del grupo de Sorge, Merino se presentó ante mí con increíble incertidumbre. Él siempre estaba allí sentado, en su silla pequeña, abarcando con sus cien-to treinta kilos un espacio del salón inequívoco, como una lámpara de pie o un cuadro. Pensé que sin importar a la hora que yo llegara, Merino estaba ahí y supe que no mantenía con el dueño del piso más relación que la profesional. Supongo que, además de su forma de estu-diar a las personas –y en especial a mí–, otra de las cosas que me llamó la atención de él fue, justamente, esa: su poder de anticiparse a todos, siempre.

Este hecho me intrigó y en las reuniones siguientes forcé mi llegada diez minutos antes, incluso quince y en un lance de tenacidad, con una llamada telefónica previa, avisé a Sorge que por una sucesión de trámites inexisten-tes estaba en el barrio y antes de que yo pudiera formular mi intención completa, él me contestó: «Por supuesto, sube ahora mismo que aquí está Merino y nos estamos tomando unos vinos antes de que lleguen todos…»

Desconozco por qué me derrumbé, pero comprendí, una vez más, que en caso de existir algo extraño el ex-traño era yo.

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En cuanto ingresé al departamento donde Sorge y Me-rino conversaban apaciblemente de literatura, la energía del cuarto se recalculó a sí misma y se desplazó hacia las ventanas dejando al descubierto pequeños haces de luz juvenil.

–Llegó la primavera… –dije en tono desinteresado y Merino, saliendo de su pozo oscuro con una sonrisa sar-dónica, contestó sin mirarme:

–La estación de los conejos… Miré instintivamente a Sorge pero él, como es lógico,

no le daba mayor importancia a nada. Como dije anteriormente: estábamos solos en el depar-

tamento repleto de habitaciones disimuladas, atravesado por un pasillo angosto en forma de médula espinal que dejaba al descubierto una pretenciosa intención de mo-dernidad en la decoración que ahora llaman minimalista, y en el blanco desagradable que todo lo bañaba. Durante mucho tiempo, en otras tertulias de escritores en las que yo participé –y en las que, naturalmente, no estaba la insoportable presencia de Merino–, el departamento de Sorge se me había presentado como un iglú carente de alma. «Un laboratorio o una clínica dental», según las pa-labras cínicas del propio Sorge. Las manos de la gente, el tiempo y los libros habían atenuado esa apariencia cris-talina y ahora era un espacio módicamente insoportable.

Cuando por fin logré acomodarme en uno de los sillones más alejados, de forma involuntaria, pasaron dos cosas: la primera fue que Merino estalló en una car-cajada irritante –y, sin embargo, Merino no ríe, pero si de verdad riese esa hubiera sido la tarde perfecta para ello– y por primera vez en mi vida contemplé los tubos

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plásticos que asomaban desde su inmensa tripa, por de-bajo de la camisa, como un molusco, y el parche que le anegaba por completo el ombligo. Lo segundo, de manera continuada, perteneció a otro orden y de alguna forma fue el punto de partida que alimentó el «Problema Merino» y la serie de acontecimientos posteriores que aquí intentaré explicar.

II

Mi padre, con sus pequeños brazos deformes, ha sido inclemente en mis derrotas, que arrastro desde la pu-bertad y con mi renacer sexual. La primera vez que me encontró chupándole la polla a un niño tres años menor que yo, en el baño de casa, me atravesó la mano izquier-da con una aguja de tejer. Era la misma aguja que solía utilizar mi abuela para componer esos pulóveres que salían en las revistas de costura con patrones a tamaño irreal, repletos de líneas de puntos y formas romboida-les. Es curioso, a lo largo de los años, los orgasmos que he ido experimentando, algunos más penosos que otros, evocaban la textura de la lana, de mis manos elevadas y distantes recorridas por el rastro suave y en zigzag que mi abuela desenredaba y daba forma de ovillo para transformarlo, finalmente, en un abrigo que usaré todo el invierno de 1979 y que se perderá, de un modo absur-do, durante la comunión de un compañero en el campo de Acción Católica Juvenil.

Me disperso. Mi intención es, por el momento, volver a los hechos: «Merino ha escrito un libro y el libro fue

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publicado», fueron, creo con exactitud, las palabras que pronunció Sorge la tarde en que los tres nos quedamos solos en su departamento y yo descubrí de qué estaba hecho Merino. Como cabe suponer, me estremecí. Meri-no seguía allí, en su silla pequeña enfrentada a la mía sin reaccionar, con toda su horrenda deformidad expues-ta y consentida. Hasta el momento, yo no había tenido oportunidad de leer nada de él, nada había llevado a los encuentros semanales donde Sorge destripaba nues-tros estúpidos textos y los exponía con indecencia a la opinión de la mayoría. Esta lógica se extendió a lo largo de varias semanas y, sin embargo, por razones que ni siquiera él había expuesto, Merino seguía sin leer nada en cada encuentro.

Esa misma tarde, Sorge, a instancias de Merino, alabó el libro y cuando yo intenté preguntar de qué se trata-ba y dónde podía conseguirlo, el timbre sonó y todos, conforme iban entrando al departamento, fueron rom-piendo la burbuja que los tres habíamos formado y yo creía indestructible y perfecta. Pasadas las horas, ya no tuve el valor de enfrentar a Merino.

Me centro, antes que nada, en un detalle: esa misma tarde, al finalizar la lectura en voz alta de mi escrito, en cuya narración se mencionaba el comportamiento de un conejo que nada tenía que ver con el eje de la historia e ilustraba el pasaje de la vida doméstica de un niño, Merino me corrigió.

–Los conejos, usted debería saberlo, son fértiles du-rante todas las estaciones, pero la mayor cantidad de nacimientos se producen durante la primera mitad del año. Más precisamente sobre la primavera.

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No tiene sentido ocultar la vergüenza que sentí. El comentario me pareció estúpido y banal pero a su vez hiriente. Por lo demás, yo no podía mirarlo a los ojos –sus ojos eran traslúcidos, como reflejados en el agua: si me acercaba a él conseguía descubrir provisoriamente el monstruo que habitaba en su interior–, de modo que asentí tímidamente y Sorge, sin comprender lo que real-mente estaba sucediendo allí, retomó en su pizarra las nociones elementales del Simbolismo que pretendíamos desentrañar sin éxito. No pude ver el rostro de Merino porque estaba en penumbras y sin embargo creo recor-dar, aunque solo se trate de forma parcial, que sus ojos me penetraron durante demasiado tiempo, hasta hacerse insoportables y en consecuencia tuve que esconderme en el baño donde permanecí frente al espejo hasta tran-quilizarme. Medí mi respiración, pero seguía alterado: me preocupó, además, su afirmación sobre mi persona. ¿Qué significaba aquello de usted debería saberlo? ¿Por qué debería saber yo sobre el comportamiento de un animal por entero estúpido?

Además, lo obvio: esa era la segunda vez que Merino hacía referencia a los conejos.

III

Desconozco si el hallazgo de Merino coincidió con mi recaída o si el azar nos puso a ambos en el mismo camino, pero lo cierto es que aquellos meses no fueron buenos. El primer encuentro con mis perseguidores –luego de mucho tiempo– lo tuve una mañana soleada, a

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la salida de la iglesia de Nuestra Señora de la Paz donde me reunía con algunos polacos que comúnmente solían alquilar el recinto durante un par de horas para dar sus misas de domingo. A un costado, sin mayores preámbu-los, solían montar una mesa forrada de pana verde para vender sus libros religiosos o traficar con ejemplares inexistentes en España. En efecto, pagué por el original de Tadeusz Konwicki y bajé al metro en la estación de Pacífico. Como suelo hacer, busqué el vagón con menos gente pero, ahora lo sé, ese fue mi error.

Dentro del vagón, con el libro abierto, recordé al cuidador polaco que durante un tiempo, solo los días de semana en que yo trabajaba en el Archivo Regio-nal, cuidaba de mi padre hasta que el asco lo obligó a abandonarnos. Era un hombre silencioso y siempre vestía de chándal gris ceñido y unas zapatillas de depor-te. Como todos los hijos de esa cultura antiquísima, a la vez sanguinaria y brutal, me detestaba: entiendo que su intuición animal ya había olfateado mi condición de invertido. Por lo demás, sus manos eran enormes…

En algún momento, recuerdo, despegué la cabeza del libro y comprobé que un hombre, a cuatro asientos de distancia, me controlaba sin discreción. Llevaba ropa oscura y sin marca. Pensé que, en algún lugar de la ciu-dad, un hombre –otro hombre– al que yo no conocía, una persona con la que jamás me cruzaría, estudiaba mis pasos en un mapa y esos datos, incompletos por cierto, eran telegrafiados a un ejército de hombres como el que ahora, desprovisto del más mínimo sen-tido de la oportunidad, me acorralaba. No apartó los ojos cuando lo enfrenté y solo entonces descubrí su

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muñón derecho cetrino que se movía en la oscuridad de su manga.

Era enorme y por tanto caí exhausto ante la evidencia de su superioridad, de su potencia y de que nada po-día hacer en absoluto. Instintivamente bajé del vagón y comencé a correr por los túneles evitando las escaleras mecánicas donde un hombre de mi condición siempre es inferior. Aplasté el libro de Tadeusz Konwicki contra el pecho y volví a sentir el bigotillo de oruga del polaco rozándome la clavícula, respirando el mismo aire, ma-nipulando deportivamente a mi padre en su prisión de ruedas. Una de las cosas que llamó mi atención, como si el hecho de ser perseguido por un deforme no fue-ra suficientemente escandaloso, fue que, en el hall de salida de la estación, cuando solo restaba una escalera para salir a la calle y sentirme completamente a salvo, un perro negro revestido con un peto amarillo se quedó mirándome. Luego, de improviso, el animal se movió y en mi campo visual apareció una mujer con la mirada bobina sujetada a un pequeño pescante que la conecta-ba al lazarillo. La ciega comenzó a insultar al animal con crueldad, dejando al descubierto una suerte de largo y oscuro labio leporino que se hundía en el interior de su boca.

Una vez afuera, camuflado entre la gente, me sentí seguro, aunque eso fuera una especulación. Lo cierto es que no era la primera vez que me seguían, pero era la primera vez, sí, que lo hacían en un espacio público, atestado de personas lejanas y a plena luz del día. Algo había cambiado.

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IV

Antes de continuar, me permito hacer algunas acla-raciones que considero pertinentes para el posterior desarrollo de estas memorias: no he conocido a mi ma-dre. Durante muchos años padecí la incertidumbre de saber si aún vivía en Pfronten-Ried, si seguía en España o si había muerto, pero nada me impedía especular con que era, sin mayor evidencia que la lógica, una mujer desagradable. En palabras de mi padre: «Una golfa in-competente». ¿De qué otro modo, si no, puede concebirse que alguien haya mantenido relaciones sexuales con un hombre malformado y aún más, haber aceptado tener ese hijo, yo, que ella llevó criminalmente a término?

Muchas veces he intentado imaginar una escena en la cual mi madre se acostaba con mi padre y se abrazaban y él la penetraba y toda la complejidad de un acto sexual consumado con un tiranosaurio enano, llegado de una parte de Europa que no existía aún y que, finalmente, nunca existirá del todo para una región como Múnich. ¿Qué clase de persona era? ¿Por qué interesarse por un español cetrino que, durante todos los años que per-maneció en Pfronten-Ried, jamás fue capaz de expresar un solo sentimiento en alemán, aunque lo hablara a la perfección?

En este punto, la historia no es distinta a muchas otras: durante parte de los años sesenta, cuando mi abuela se hartó de ser maltratada por su marido, terminó emigran-do al pequeño pueblo de Pfronten-Ried donde trabajó en una fábrica que acondicionaba parabrisas para la Audi Tuning. Me permito un minuto para imaginar a ese

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niño de ocho años, con sus pequeños bracitos, más pe-queños aún que al final de su vida, cuando no es capaz, si quiera, de mover su silla de ruedas para coger un vaso de agua. Imaginar, decía, esa carga: la triple condición de ser español en un mundo que siempre nos ha des-preciado, pobre y deforme. Lo veo de pie, en un colegio público atestado de otros niños españoles emigrados a la industria metal-mecánica alemana, repitiendo «Haus» en voz alta, repitiendo «Ich arbeite», repitiendo «Baum» y finalmente, luego de meses de golpearse la cabeza y sentirse hundido dentro de un túnel oscuro, mudo, por fin aprender a gritar –como si fuera un niño de tres años–: «Meine mutter verwöhnt mich».

No es suficiente con esforzarse, no es suficiente pa-sar gran parte del día solo, –mientras su madre arma complejas piezas motoras en la fábrica–, haga lo que haga, nunca alcanza. Con el tiempo, él aprende otras palabras, pero en especial una, que su maestra ha re-petido más de una vez y que el resto de los niños no se atreven a pronunciar en español. «¡Verkrüppelt!». Eso grita un niño que hasta hace poco, cree él, era su amigo cuando se desvía por el valle verde, inagotable, del pue-blo. Pero ni siquiera lo dice correctamente, tal y como lo pronuncia la maestra, en su lugar grita algo impreciso que lentamente se convierte en un eco, en un apodo, en un estigma.

¿Habrá sido esa condición de disminuido la que sedu-jo a mi madre? Por supuesto, mi padre tardó demasiado tiempo en deducir la oscura conexión que unió a mi abuela con Alemania y a Alemania con su propia defor-midad, aunque ella haya muerto sin reconocerla.

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Pero eso es otro tema. Me urge hacer una aclaración relevante: todo lo que yo sé sobre mi madre, lo sé por haberlo inferido, nada o casi nada ha dicho mi padre. Entro en un campo de experimentación analítico, en meras suposiciones: imagino a mi abuela joven, común-mente maltratada, que trabaja diez horas por día en una fábrica de costura de zapatos de Madrid. Ella, pese a su condición de mujer casada, necesita trabajar. No puede faltar a pesar de las náuseas y los vómitos. Sin ir más lejos –¿por qué no?– ella ha vomitado alguna vez sobre una larga fila de alpargatas con suela de caucho y el olor adherido a la lona las hace inservibles. Sabemos que el capataz discute con ella, la amenaza. Ella vive en Madrid, en una buhardilla del barrio de La Paloma y no puede permitirse perder su empleo. Nunca ha tomado un me-dicamento en su vida, pero las náuseas, aun sabiendo que está embarazada de dos meses, continúan. También los mareos.

En virtud de la verdad, hay un detalle referente a esto que no logro comprender. ¿Cómo una mujer que nunca ha tomado más que infusiones caseras para el dolor de tripa o menstruación, accede a ese tipo de medicamen-tos? ¿Quién se lo recomienda? ¿Fue mi abuelo, que solo sabe vender carne en el mercado de La Cebada? Eviden-temente, no.

Le he dado muchas vueltas al asunto. De no ser yo una persona cobarde, o si no hubiese sido mi abuela un pilar en mi vida, tal vez debería habérselo preguntado, decir-le: «Abuela, ¿cómo has tomado ese medicamento que viene de Alemania y todas dicen que quita el malestar durante los primeros meses de embarazo? ¿Finalmente,

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cuando la evidencia fue inapelable, te preguntaste si lo que sucedía –ese niño en brazos, ese niño malo– era producto de ese robo, de esa tácita complicidad con la ignorancia?

Nunca se lo pregunté, prefiero este giro, este aguje-ro biográfico a una revelación descarnada –la realidad siempre es más simple que la ficción, por eso escribo–, prefiero imaginar su desesperación y valentía para per-severar en su independencia. Imaginar –y construir con eso este relato– que ella está llegando a una consulta en la Casa de Socorro y que el médico, experimentado, mo-derno, le receta sin miramientos esas pastillas que vienen de Alemania y quitan los malestares durante los primeros meses de embarazo. Le dice, lo imagino diciendo, que las náuseas y los mareos se irán. Que no hay peligro.

Como dije, soy por entero partidario de esta especula-ción histórica antes que suponer, como ha supuesto mi padre toda su vida, que la pobre mujer, en un acto de absoluta soledad, roba el medicamente a una compañe-ra y confiada a su patética ignorancia campesina, se lo toma a borbotones escondida en el baño de la fábrica.

V

En los días siguientes busqué el libro de Merino en Internet, pero, aunque esto parezca improbable, nada encontré. Ni una mención banal en blogs o páginas per-didas. Nada. De modo que recorrí las librerías de Madrid pese a que, naturalmente, yo desconocía la edición, el título y el año de su publicación y esa infinita cantidad

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de detalles, determinantes en mi opinión, no me permi-tieron avanzar. ¿Quién era realmente Merino? O dicho de otra forma –una forma, por cierto, que condicionaba todo análisis causal–: ¿qué tipo de escritor era Merino?

Desde el momento en que Sorge me comentó sobre la existencia del libro –sé que su comentario fue para mí, por mí y no solo por cortesía literaria–, una intriga ase-sina me tomó por asalto, pero no solo eso. El agravante lo representaba el propio Merino: todo su horrendo ser, su obesidad ramplona y desaliñada se presentó ante mí como un creador. Me explico: nada tiene de especial concurrir a una tertulia de escritores, no es una condi-ción para ser un buen escritor, y digo más: ni siquiera remotamente es una condición para ser escritor. Pero publicar, adherir al paso del tiempo un ladrillo al muro de la historia del arte, es otra cosa. Es una condición vital. Reconozco que es una apreciación estúpida y mu-chas veces inexacta, pero tampoco era una especulación tan improbable. Recuerdo, hace muchos años, haber co-nocido a un escultor en la Bienal de Arte de Lyon que me confesaba, no sin orgullo, que en el estado de mayor embriaguez creativa podía pasar dos días sin comer ni dormir y que esa euforia, por sí sola, lograba mantenerlo durante semanas aislado del mundo. Eso es, precisamen-te, ser un creador. A eso me refiero.

¿Alguien, en su sano juicio, puede imaginar a esa bola de sebo como un creador con talento? Por supuesto que no pero, debo confesar, un libro, la publicación de un libro, pone las cosas en perspectiva.

Analicé esa posibilidad desde múltiples aspectos, por ejemplo desde el hecho mismo de suponer que Merino

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había publicado un libro hacía tanto tiempo –era un hombre que, perfectamente, pasaba los sesenta años–, que su obra había desaparecido de los anaqueles de las librerías y en cuyo caso las bibliotecas municipales de-berían retener algún ejemplar –lo que indicaba la acción causal de buscar en todas las bibliotecas de Madrid–. Otro enfoque, posiblemente más realista, fue el de ima-ginar que Merino, si de verdad había publicado un libro, lo había hecho en su país. Quiero decir: era evidente que Merino no era español, que pese a un ligero siseo, una pésima deformación de la lengua por el paso del tiempo, su raíz estaba del otro lado del Atlántico. Fabulé que era argentino o uruguayo –solo por el desprecio que le tengo a esa cultura común– y que, sabiendo que uno escribe y piensa en una lengua materna, su tierra le ha-bría brindado mayores posibilidades de publicación que esta. Además: ¿no había sido el tono con que Sorge me había informado sobre el libro de Merino algo anodino, como quien dice: «¿Sabes que tengo una tía en Yekate-rinburgo?».

Finalmente, antes de prepararle la comida a mi padre y situarlo frente a la ventana, tuve una revelación de otro tipo –la más lógica, la más triste–: Merino no había pu-blicado su libro en una editorial de prestigio, pequeña o mediana, y por eso no había rastros en las librerías mejor nutridas del centro, sino que, como mucha gente suele hacer hoy en día –aunque eso es otra fabulación: también Thomas Mann lo hizo–, había financiado de su bolsillo una pequeña tirada, mediocre desde luego, de su obra.

Como entenderán, esta peregrinación fue una obvie-dad, el juego ansioso de un obsesivo: solo bastaba con

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volver a ver a Merino para preguntarle por su obra. Sin embargo, él no acudió a las siguientes tres tertulias, algo que, por el comportamiento de los demás, me exasperó.

De algún modo –yo no me atrevía a preguntar– todos asumían esa ausencia como justificada. Solo una mujer de mediana edad cuyo concepto de catarsis consistía en descubrir, de una vez por todas, el falo de su psicoana-lista, comentó el triste estado de Merino, al cual todos asintieron con pudor pero nadie más volvió a sacar el tema. Llegados a ese punto, al final de una exten-sa sesión de lingüística que carecía de interés para mí, cuando solíamos degustar vinos y charlar amenamente sobre nuestros fracasos literarios, me armé de valor y encaré a Sorge.

Lo arrinconé, recuerdo, cerca de su inmensa bibliote-ca, a medio camino entre la cocina y el pasillo, y él –sin duda borracho– me miró como si no me reconociera y a continuación, falto de ganas, me dijo:

–Bueno, Merino está enfermo… eso es obvio, ¿no?Y desapareció para reaparecer luego con otra botella

de Vega Sicilia. No obstante, me uní nuevamente al grupo que gritaba

entre humos de histeria, con una idea clara de lo que debía hacer a partir de entonces.

VI

Tal vez se caiga en la confusión de creer que la historia de mi abuela, ocurrida hace muchos años, es anacrónica –por absurda– con el «Problema Merino».

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Nada más inexacto. A tal caso, permítanme detallar los acontecimientos que, con posterioridad, derivaron en este penoso final.

Durante esa última tertulia, cuando fui informado por Sorge sobre la enfermedad de Merino, logré, pese a todo, avances considerables.

Al volver al salón, donde cada aspirante a escritor sos-tenía una copa y se hablaba indistintamente sobre el expresionismo alemán –me escandalizó descubrir que nadie había leído realmente a Arnold Bronnen, Otto Dix o Curt Corrinth–, o de la huella trazada por Faulkner en la literatura latinoamericana, me arrimé a Dora, una frágil mujer que escribía basura sentimental y que yo juzgué fatalmente atormentada.

Ante la duda es oportuno subrayar que no carezco de encantos ni de recursos personales para el arte de la se-ducción. Por lo demás, yo era mucho más joven que ella.

Hablamos discretamente de la obra de Merino, que por supuesto yo desconocía, y ella hizo hincapié en la sensibilidad y persuasión de una historia, si bien, senci-lla igualmente apasionada y desgarradora. Sus excesivos adjetivos calificativos me irritaban. Las personas que necesitan una enorme cantidad de calificativos para ex-presar sus emociones carecen de alma. Sin embargo, la toleré y aguardé pacientemente los detalles que dormían en la sedimentación última de sus palabras. Pregunté, con esforzado desinterés, dónde podía conseguir el libro –jamás mencioné que lo había buscado– y ella contestó con clara doble intención que tenía uno en su casa y que, ocasionalmente, podría ir por él un fin de sema-na. Tuve ganas de responder lo obvio: era ella quien

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debía traerlo a la próxima tertulia, algo infinitamente más cómodo que cualquier otra opción carente de sen-tido, pero callé.

El salón se había oscurecido por grados, pero en esas penumbras nos tratábamos en susurros, como hojas secas que se desplazaban sobre el agua. Desconozco el motivo por el cual recordé la primera vez en que tomé contactos con mis perseguidores, hace ya dema-siado tiempo. En aquel entonces, luego de mi revelador viaje por Alemania –con veintiséis años–, atravesé Italia y finalmente llegué a Atenas, en barco, desde Bríndisi. Tenía, como solía hacer en aquellos tiempos, destinado un albergue en la calle Keramikou pero, a falta de lu-gar, me destinaron a un hotel cercano que resultó ser una suerte de hostería de paso para las prostitutas que paraban en la avenida Persefonis. Naturalmente, yo no tenía opción, era tarde y estaba exhausto. La hostería permanecía en penumbras, iluminada por el absurdo de unas luces rojas, vagamente marcianas, y decorada con ruinosos afiches de las islas griegas. Entré a mi cuarto compartido y en una de las camas un hombre enor-me, de tez morena y la cabeza llena de rulos, dormía vestido. Me dejé caer en una de las camas contiguas sujetando, por seguridad, la mochila con ambas manos. Supongo que me dormí enseguida, sin embargo, duran-te la madrugada el teléfono del hombre enorme sonó y él instantáneamente se puso de pie, se desnudó –yo espié la monstruosidad de su pene desde los pliegos de mi almohada y sentí que era Príapo y que me pertene-cía–, volvió a vestirse, esta vez con ropa de noche. A las dos horas regresó. Yo me hice el dormido, acaso porque

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sospechaba que él habría descubierto mi deseo, pero fue en vano: el hombre enorme volvió a desnudarse –aún hoy recuerdo su vello púbico en movimiento, repleto de pequeños bucles, como moscas apiladas sobre su ingle que yo necesitaba espantar– y levanté la cabeza en di-rección a él para observarlo sin pudor, como se observa la carne de los mártires. Finalmente me hizo una señal y yo obedecí. No recuerdo cómo me desnudó, ni cómo llegaron sus manos a mi espalda, ni el estertor de su res-piración sin brío, como confinada, pero lo cierto es que todo duró muy poco. Antes de dormirme, y descubrir que me había robado el dinero que me quedaba para el resto del viaje, encontré brillando en la penumbra del cuarto, reflejada en un espejo vertical, una prótesis im-ponente que coronaba su muslo de la pierna izquierda y que minutos antes había consumido toda mi energía.

Una risa, que atravesó la profundidad del salón, me sacó de mis ensoñaciones y me devolvió a la realidad: todos comentaban con aprobación un comentario de Sorge que hablaba cerca de una lámina de Jasper Johns. El interés de Dora se había dispersado entre esas mismas conversaciones y ya no tuve oportunidad de hacerla mía. De modo que, entrada la noche, antes de despedir-nos, me incliné ante ella, en el sillón donde permanecía bebiendo, y recité mi número de teléfono para sugerir una cena en su casa. Ella apartó milimétricamente su cabeza y me miró juguetona: el alcohol se reflejaba en sus tristes ojos de urbanización. Sonrió como una niña y dijo: «Por supuesto».

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VII

Lo ocurrido en el departamento de Dora –intolerable, desde luego– me hizo reflexionar. Aunque de naturaleza completamente diferente, creo que no soy muy distinto a mi madre. En el fondo, sumidos en esa ingente cantidad de bloques genéticos, todos mantenemos con nuestros progenitores una huella irreductible y en relación a eso yo sigo intentando averiguar de quién soy culpa.

No estoy muy seguro de ello, pero lo cierto es que todo en Dora –su departamento, su vida, su biblioteca, su depresión clínica– era extremadamente funcionarial. Aunque lo referente a su vida carecía de interés para mí, ella insistió, empujada por el instinto, en brindarme detalles de su vida privada, su trabajo en alguna oscura dependencia municipal llamada Industrias Culturales –a lo que referí, no sin razón, que ese destacamento era contradictorio y por tanto estúpido–, sobre su soledad y otras nimiedades carentes de la más mínima importan-cia. Como un gesto hacia ella, me acerqué notoriamente a su biblioteca para contemplar el reflejo de su alma vacía, cristalizada por una gran cantidad de libros de au-toayuda, poesía clásica y de vanguardias y en el colmo de su superficialidad, toda una balda colorida de libros que ella valoró como «literatura del corazón» y yo volví a comprender el tremendo esfuerzo de mi madre deján-dose acariciar por los brazos pequeños de mi padre con la única razón, supongo, de gestar un descendiente que finalmente abandonará.

Tomamos vino. Ella se entregó al alcohol con una sobreactuación irritante. Como no podía ser de otra

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manera, el departamento, espacioso y angular, tan albi-no como el de Sorge, estaba en una urbanización situada en un páramo lunar del Ensanche de Vallecas, sin veci-nos exteriores, sin vida, sin alma, como Dora.

Cenamos salmón y en el cuarto, donde ella se desnu-dó y luego se ocultó entre sábanas para disimular que no había alcanzado –por mucho tiempo– un orgasmo mínimamente decente y yo asistí a ese espectáculo como un instrumento decorativo y ajeno, pude percibir a mi padre extendiendo sus alas, abarcándome con su som-bra maldita. Mi semen infecundo, pobre y malogrado, quedó detenido en el látex de un preservativo que ella me colocó y que en lugar de tirar al váter, como efec-tivamente hizo, debería haber echado al fuego: es un veneno que atraviesa generaciones y nos acercó al in-fierno desde que la abuela robara las pastillas alemanas.

En el preámbulo amoroso –antes de que yo la pe-netrara sin pasión–, me llamó la atención la sucesiva cantidad de marcas rojas, redondas como arandelas de dos o tres centímetros de diámetro, que recorrían su es-palda en espacios regulares. Atribuí esa anomalía a la pérdida de estrógenos que ciertas mujeres cercanas a la menopausia suelen padecer aunque eso no explicaba, del todo, la permanencia de un tejido duro como cicatri-ces en cada marca enrojecida.

Por lo demás, no hay razón para lamentarse: una vez terminada esa farsa, nuevamente junto a la biblioteca, Dora me habló primero de su soledad y luego, mansa-mente, de Merino. Todo lo que yo no había sentido en el cuarto, en su cama de funcionaria, lo sentí cuando pro-nunció su nombre, cuando se levantó y sin parsimonia

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–ya no hacía falta– recorrió las estanterías en busca de la invención de Merino, su criatura. Sentí mis papilas gus-tativas contraídas, como si estuviera a punto de probar vinagre, y hasta cierto punto disfruté esa demora, esa confusión del orden en torno a los libros industriales de su biblioteca. En algún momento se detuvo, levantó la ca-beza y sonrió. Me puse de pie –consciente de que ella no llegaría a esa balda– y lo cogí con mi mano temblorosa.

Al leer el título me tambaleé. Mi brazo derecho buscó el sillón: no podía ser de otra manera, Merino estaba jugando conmigo. No pude evitar disimular una sonrisa cínica al leer, en voz alta, el título del libro: La estación de los conejos.

Miré a Dora con desesperación, pero su rostro no ex-plicaba nada en absoluto.

–Te mentí –me dijo acomodándose el cabello. Estaba cansada. Supongo que entre ambos se había terminado el simulacro.

–¿Cómo?–Que te mentí: no leí el libro. Debería, supongo. Es

un trato, ¿no? Uno publica un libro y sus compañeros de tertulia lo leen, lo ponderan, felicitan a su autor. Pero lo cierto es que no lo leí: no me interesa en lo más mínimo la literatura de Merino…

–Pero si…–Oh, sí, en la última tertulia mencioné lo bueno que

era, puesto que estábamos con los demás, no era mi in-tención hacer pública esa evidencia. Nada en relación a Merino me importa ya.

Ahora mismo, apoyado en mi silla de mimbre, obser-vo el monte en sombras por donde trepan claras hebras

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de humo proveniente, tal vez, de alguna quema de cam-po, y me resulta imposible explicar el escándalo que sentí. Sentí, por lo pronto, su respiración como el vagido de un animal recién nacido, incapaz de entender que en todo laberinto, por ejemplo, suele esconderse una expli-cación que delimita el presente de las cosas. Hablaba, por si fuera poco, con los ojos semicerrados en señal de inseguridad. Hablaba porque no pensaba, como sus li-bros, en nada que no fuera vinculante con su yo muerto.

Pasé largo tiempo manoseando el libro, nervioso, dejando pequeñas marcas de sudor en la portada sin decidirme a nada y sin embargo, cuando instintivamente lo abrí y leí la dedicatoria, lo comprendí todo.

VIII

En la primera página en blanco del libro de Dora, de puño y letra, Merino escribió lo siguiente: «Ahora solo estoy a medio camino de la muerte. Ahora solo estoy tres cuartas partes muerto. Ahora solo estoy siete octa-vos muerto. El secreto de mi vida se retrae infinitamente bajo el contacto de tu dedo. Tú y yo podemos pasarnos la eternidad fraccionando el tiempo. Si me quedo quieto el tiempo suficiente te acabarás yendo. Ahora sólo estoy quince dieciseisavos muerto». Es la paradoja de Zenón, lo sé, evocada creativamente por Coetzee.

Debajo de esa frase –el pulso de Merino es irregu-lar y tembloroso– firma con un: «No permitamos que el presente empañe los recuerdos» y su firma infantil. ¿Qué recuerdos? Hasta un niño sería capaz de deducir que

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Merino y Dora habían sido amantes. Es posible que Dora haya mentido, nuevamente, al afirmar que nunca había leído La estación de los conejos, es posible que el libro, en tanto, se haya publicado posteriormente a la ruptura de la relación o que simplemente ella se sintiera lo sufi-cientemente defraudada y por ello mismo la opción de despreciar a Merino le pareció, como a mí, razonable. Las variables son finitas y por el despecho de Dora diría que relativamente recientes, aunque para una mujer como Dora el tiempo era elástico, marcado por hitos sentimen-tales que se sucedían cada diez, tal vez, quince años.

De todos modos, este descubrimiento abrió en mí mu-chos más interrogantes que certezas. ¿De qué forma un hombre poderoso y arrogante como Merino fue capaz de fijarse en alguien como Dora? ¿Por qué, en ese mo-mento, Dora no mencionó ni una sola palabra sobre el pasado de Merino? Esto último, por la magnitud de los acontecimientos futuros, me sigue resultando inaudito.

Bajo estas sustanciosas revelaciones, Dora cobró para mí un carácter excepcional. Se podría decir que fue un premio, una imagen cosificada que yo poseí –sin propo-nérmelo– durante cierto tiempo y que me emparentaba curiosamente con Merino. Yo, un ser frágil, convencido de que la fantasía autoafirmativa por la cual el niño im-potente roba la madre al padre, pertenece, sin más, a un género de la literatura fantástica, me encontraba luchan-do por despojar al Dios-Hombre de su amada. Penetré a Dora del mismo modo en que lo había hecho Merino, incluso –es natural pensarlo– en su misma cama, en ese trono funcionarial al que, por su peculiar pasado, Meri-no jamás podría pertenecer.

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Cuando esa misma noche llegué a casa mi padre aún seguía despierto. Me senté junto a él en el sillón de felpa marrón, desvencijado. Lo recuerdo con exactitud: allí es-tábamos ambos mirando la televisión, mi padre cagado hacía horas, con ataques esporádicos de llantos y yo eufórico y distante, anhelando la expectativa de abrir el libro y despertar a los fantasmas de Merino.

IX

Es curioso cómo el mundo está lleno de paradojas, si no el mundo mismo es una paradoja. Por ejemplo, como dije, mi abuela y su posterior exilio en el puebli-to cercano a Múnich. Permítanme extenderme en este sentido, deseo fabular: mi padre tenía diecisiete años, posiblemente se acostumbró –o no, lo cual, debido a su resentimiento posterior, también es posible– a ser un fenómeno. Y sin embargo hay algo que es solo aparien-cia, o solo revela su condición de tal el hecho de no conocerlo, y es su factible incapacidad. No lo es, sus brazos son pequeños, también sus manos naturalmente, pero aportan soluciones a la vida doméstica. El esposo de la antigua maestra de mi padre, un tal Oehring, es gerente de la fábrica que surte piezas a la Audi Touring, conoce a mi padre –todos lo conocen en Pfronten-Ried– y tiene un problema. El chico es recibido en una oficina plenamente protestante: cristales sucios, paneles celestes austeros, archivadores, escritorios. El pueblo se disemina del otro lado de una ventana cuadrada, un cuenco de luces, faros y sombras verdes.

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El muchacho, nervioso –¿intuirá que algo ocurre con su madre?– se sienta frente a Oehring, con el inmenso escritorio de por medio, y certifica cómo el hombre y su bigote rubio estudian sus manos.

–Ya eres un hombre… –comenta en español como señal de respeto.

– Ja, Sir –responde el chico en alemán.El hombre sonríe, se gira y de un armario extrae una

pequeña bolsa con una infinita cantidad de pequeñas piezas negras. Las piezas se esparcen en el escritorio haciendo ruido de canicas y Oehring, mansamente, le explica la forma de ensamblarlas: primero la más gran-de, redonda, con un agujero dentro y luego el perno que centra el dispositivo que a su vez se sujeta con otras arandelas y tuercas. El procedimiento es sencillo, pero Oehring es torpe a causa de unos dedos teutones que lo ponen muy nervioso. Mi padre une las piezas sin di-ficultad, tal y como le ha explicado el hombre. Mientras lo hace, recuerda una imagen que se asocia a su infan-cia: sus manitos arrancando las alas de las moscas que anidan torpemente en la mosquitera de su casa, y que guarda hábilmente en una pequeña caja de fósforos para estudiar su martirio en horas del colegio hasta que uno de esos mismos niños que lo acosan y maltratan la des-cubre, recoge las moscas convalecientes y, entre risas, lo obliga a comérselas, a extenderlas en su lengua, a mas-ticarlas. A tragarlas. Ahora todos saben que el niño de los brazos pequeños es tan pobre que come moscas, le gritan «¡schlecht! ¡schlecht!». Sus brazos, frente al gerente de la fábrica, se quedan inertes, a la espera. Oehring medita, dice:

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–Empiezas mañana. A las ocho…De modo que allí están los dos, mi abuela y mi padre,

trabajando en la misma fábrica. La consecuencia de las pastillas alemanas son unos brazos diminutos que traba-jan, paradójicamente, para ensamblar estrechas piezas de autos alemanes.

X

Sentado en esta habitación pequeña que «La Clínica» me brinda, convaleciente, no pienso trascribir en estas memorias el recorrido explícito de La estación de los co-nejos, solo decir, y debería ser suficiente, que Merino era, como temí, un creador.

Su obra es abrasadora, magnética. Encontré en ella los códigos precisos que yo necesitaba para conformar su cartografía personal. El libro, a grandes rasgos, relata la epopeya de un militante del Movimiento de Libera-ción Nacional-Tupamaros, que en La toma de Pando cae preso en la Jefatura de Policía de Montevideo, donde es torturado durante veintidós días sin descanso. Meri-no construye, en veintidós capítulos extensos, un delirio enervado por el dolor: la métrica exploración de la bru-talidad en el cuerpo de un hombre. Pocas cosas han sido más gratificantes en mi vida que ese relato minu-cioso, donde comparte cada sensación, cada elemento sensorial que, antes de sucesivos desmayos, es capaz de registrar un ser humano. En ese sentido, el capítulo ocho, por ejemplo, consta de veintinueve páginas dedi-cadas a los efectos producidos por la ingesta de agua

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inmediatamente después de recibir descargas eléctricas. En el nueve se enfoca en contabilizar, con maravillosa exactitud, la cantidad de veces que un destornillador de punta estrella le perfora la piel. El dos está dedicado al desgarramiento de mandíbula por golpes de puño. El dieciocho, sin ahorrarse un ápice de humor, a la tortura por ahogamiento –improductiva, según el protagonista, debido a los problemas técnicos del personal de tor-turas y a las voluminosas medidas del preso–. El siete a Posiciones forzadas. El catorce a formas «peregrinas» de utilizar la picana eléctrica –incluido enterramiento de elementos metálicos en el orificio anal–, etcétera.

Para el escándalo de Sorge –imagino– la obra carece de estructura. No hay tensión narrativa ni artilugios: es una obra neutra, una exacta receta de cocina.

Al respecto, el capítulo veintidós es una exquisitez a la altura de Merino: un análisis comparativo completamente detallado sobre, por un lado, la experiencia final del preso –en primera persona, como si estuviera impartiendo el castigo y no, como realmente sucedió, padeciéndolo– en relación a ese tipo de «técnicas» para la delación y ex-tracción de información relevante –que él relativiza– y por otro lado, el vaciamiento del yo revolucionario del sujeto hasta desproveerlo de todo vínculo racional con sus ideas que es, según el autor, la función más impor-tante del dolor inducido. Nada agrega sobre lo primero, o nada notable, pero sobre lo segundo, Merino llega a una conclusión maravillosa: en aquella experiencia, el personal de torturas carecía de los medios necesarios, el conocimiento técnico y la preparación para alcanzar esta meta fundamental. La última frase es reveladora: «No hay

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alteración residual del yo: el preso persiste en sus ideas. Se hace imperioso, por tanto, avanzar en otras direcciones».

Solo le otorga al lector un respiro monográfico, en el prólogo, que me permito transcribir en parte: «…En esa época, criábamos conejos, y así como es conocida la capacidad de los conejos para procrear, también son animales frágiles que suelen coger pestes que los matan, de modo que cuando aparecía un conejo muerto lo en-terrábamos debajo de los árboles frutales, ya que servían de abono para las plantas. La policía militar que vigilaba el campamento entendió que lo que enterrábamos no eran los conejos sino armas. Lo cual no dejaba de ser una apasionante paradoja: para nosotros los conejos, y las experiencias que extraíamos de sus comportamien-tos, eran las únicas armas posibles».

Más adelante supe que ese recuerdo hacía referencia a su período en Quarai, posterior a su confinamiento y tor-tura. La cita, pese a todo lo ocurrido con posterioridad, sigue allí, subrayada con lápiz rojo a modo de penetran-te revelación: ese fue, como dije en líneas previas, el momento en que entendí quién era Merino realmente.

XI

Vuelvo al tema de Dora para matizar un detalle: sin saber exactamente por qué, yo intuía que Dora y Merino habían sido amantes con anterioridad al encuentro amo-roso. No puedo explicar el porqué, tal vez por algo en la forma en que se miraban –impredecibles, como los sier-vos–, pero fue esa intuición la que me empujó a elegirla

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a ella y no a otra –u otro– entre las tertulianas que oca-sionalmente pasaban por el departamento de Sorge. En definitiva, había cuatro mujeres y tres hombres más en el grupo, todos ellos conocidos de Merino. Es una pulsión que ahora, a la distancia, me resulta difícil de explicar. Me movía el deseo de atravesar a Dora y llegar así a Merino y, por medio de ella, poseerlo, unirme a él de la única forma posible. No carece de cierta aprensión lite-raria este razonamiento. Sin ir más lejos, recuerdo haber leído un breve prefacio de Exiliados –en la introducción a la edición en inglés–, de James Joyce que me pareció exquisito: en realidad, sobre la base de un análisis más profundo, Richard Rowan tolera la infidelidad de su mu-jer, Bertha, con su mejor amigo Robert Hand, puesto que solo a través de ella –del cuerpo de ella–, logra cumplir su fantasía homoerótica de penetrar a Robert.

Más allá de esta metáfora simplona –nada sexual me une a Merino–, me desconcertó la relación tan profunda-mente sentimental que los ligaba. Una cosa es entregar el cuerpo a la distracción sexual, carente de sustento y que un hombre como Merino anhela y necesita como todo depredador para reafirmarse en su dominio, y otra muy distinta es exponerse al abismo de sus experimentaciones.

En su momento me desorientó, no ahora que todo me parece lógico: Dora había atravesado con éxito el labe-rinto de su depresión clínica y en el centro de su deseo encontró al Minotauro jadeante, deseoso, insaciable que finalmente la ayudó a encontrar la salida, pero una vez fuera, carente del sentido mimético del encierro, se dejó devorar por él.

Nuevamente me disperso.

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Vuelvo al eje del relato: es esencial decir que, gra-cias al libro de Merino, pude aportar mayor información sobre su vida. La primera y fundamental es que yo no estaba equivocado: Merino era un uruguayo presumible-mente exiliado a causa de su vasta militancia política, contraria al gobierno cívico-militar de Bordaberry. Na-cido en 1946, su formación académica era estrafalaria: «Cursó estudios de Medicina», eso dice en la solapa de portada. Pero, ¿qué significaba realmente ese detalle? En ese momento imaginé que sus estudios deberían haber-se interrumpido, a falta de pocas asignaturas, a causa de su avezada militancia política, de otro modo uno no pone en un libro que tiene estudios en algo.

Esa tarde, recuerdo, me encontraba en el Café Bar-bieri, en un rincón espejado al amparo de los mármoles que atenuaban el calor de un septiembre sofocante, acariciando la portada, estudiando el libro, cuando mi teléfono sonó varias veces. De más está decir que yo, siendo un hombre perseguido, jamás atiendo a un nú-mero desconocido. Lo cierto es que el aparato vibró y sonó en tantas oportunidades que lo apagué. Una hora más tarde, cuando me encontraba caminando por Fray Luis de León y hacía más de un mes de mi encuentro con Dora en su casa, detecté dos mensajes en un contes-tador que nunca había utilizado.

No sin dificultad accedí al primero: Dora lloraba al otro lado de la línea vacía, yerma, pidiéndome que acu-diera a su casa, que algo grave iba a pasarle. El segundo mensaje, varios minutos después, era, pude detectar, una respiración profunda y reñida, una pausa que duró unos segundos y desapareció.

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Sé que todos los defectos de carácter son fallos de crianza: hasta para pedir ayuda Dora adjetivaba en ex-ceso. La imaginé hablando con sus ojos entrecerrados y sentí asco.

Sin embargo, cuando al día siguiente me llamó Sorge supe que había cometido un error imperdonable.

XII

Más allá de estos hechos, que suelo evocar con im-precisiones ahora que por recomendación médica estoy empeñado en repasar la historia de mis padres, deseo aclarar que lejos de sentirme culpable, el suicidio de Dora, su larga agonía de ansiolíticos y alcohol, me trajo de vuelta a Merino y yo, que había leído La estación de los conejos, estaba preparado para recibirlo.

Para quienes no lo conozcan, el Tanatorio Sur es una mancha de cemento emplazada en un rincón de Madrid, entre la Avenida de los Poblados y la A42. El edificio es un modelo indecoroso del funcionalismo municipal, un espacio arbolado donde todo parece difuso, como si no quisiera o no pudiera adquirir un sentido. Escoger ese lugar para velar el cuerpo de Dora me pareció irritante. Y sin embargo, el lugar me recordaba tanto a ella que no pude más que admirar la visión Dora preparando detalladamente su propio funeral.

Desconozco por qué habría elegido un recinto mu-nicipal para un acto que, como todo el mundo sabe, debe ser expresamente privado. Lo cierto es que, desde el segundo piso, al cual se accedía por medio de un

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pasillo descubierto rodeado de árboles, se ingresaba a una sala numerada con arreglo a cierta decoración mi-tológica: rejas griegas, puertas en símil panteón, cortinas angelicales, iluminación pausada. Esa indefinición, creo, ratificaba el espíritu de Dora.

Cuando ingresé en la sala numerada, esquivando los rayos de un sol que penetraban por los corredores al aire libre, la imagen de Merino se me presentó violenta-mente –anticipado a todos, siempre–. Estaba más gordo, desarreglado dentro de una camiseta blanca similar a una sábana, sentado con la cabeza hundida. Al lado, extremadamente cerca para mi gusto, una mujer filipina sostenía un pañuelo blanco y parecía velar a Merino en lugar de a la difunta: cada tanto, levantaba la cabeza y espiaba a Merino con preocupación.

Por lo demás, mi primera reacción al verlo fue de feli-cidad plena, la adrenalina formó pequeños lunares rojos en mi cuello y la sensación de que estábamos predesti-nados a encontrarnos me engrandeció.

Todos estaban dentro –la gente de la tertulia, familia-res y compañeros del ministerio donde Dora moría cada semana–, y cuando yo atravesé una especie de zaguán y comprobé el cambio inmediato de temperatura, todos me observaron de golpe. Excitado, seguí caminando en dirección a Merino, que permanecía postrado sobre sus grasas, derribado, perdido con la mirada en el suelo y envuelto en un sudor sucio al final de una larga hilera de sillas, cuando registré que, del otro lado de una estrecha pared que creaba con el resto del ambiente una falsa sensación de pasillo, la muerta yacía con unos zapatos marrones improcedentes.

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Permanecí de pie algunos minutos. De pronto, Sorge, junto a otro hombre, se me acercó y ambos me tomaron del hombro.

–Creo que deberías salir un rato…, a tomar aire. Por favor.

–Pero si acabo de llegar. Necesito ver a...–Insisto… –me interrumpió el otro hombre con una

camisa negra. Me arrastraron levemente hacia la salida.Bajé los brazos y miré alrededor: como dije, todos me

observaban con horror y ciertas mujeres, con patéticos vestidos oscuros, se echaron las manos a la cara. Escu-ché, detrás de mí, un llanto y alguien que dijo: «¡Decoro, por Dios!» Entre el ángulo libre que formaban los brazos de los hombres que me sujetaban, Merino seguía en el mismo lugar: ni siquiera me había registrado.

XIII

Afuera, en el pasillo descubierto donde las familias salen a fumar y se entremezclan y los llantos se confunden de manera promiscua, el hombre de la camisa negra me siguió mirando, mientras daba caladas largas, aburridas, a su ci-garrillo. Intuí, no sin razón, que deseaba hacerme daño.

–Todos estamos muy alterados. Este ha sido un gol-pe brutal… –Sorge me hablaba como si yo tuviese que justificarme.

El hombre de la camisa negra y Sorge se regalaban miradas confusas.

–Uno no se presenta así a un velorio. Uno… compren-do la consternación –decía el hombre pero, extrañamente,

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miraba los árboles que rodean el Tanatorio Sur por don-de las sombras de los autos, allá en la avenida, parecen pájaros en vuelos rasantes–. ¿Por qué se reía usted ahí adentro? ¿Qué cosa le hacía tanta gracia? ¿Por qué se ha vestido de ese modo? ¿Acaso está jodidamente loco?

Desde donde yo permanecía, franqueado por ambos, podía divisar el cuerpo parcial de Merino entre los ven-tanales griegos de la puerta. Cerré los ojos, abismados en los pálpitos del reloj.

–No tiene importancia –dijo Sorge mirando al hom-bre–. Simplemente es mejor que…

Extrañamente me abrazó y con el brazo derecho ex-tendido intentó abarcar al otro hombre.

–Además –Sorge se repuso, me hablaba–, entiendo que para ti particularmente haya sido algo terrible…

Los tres permanecimos en silencio, el hombre de la camisa negra fumaba y cada tanto daba un pequeño paseo por el pasillo descubierto o se detenía en las esca-leras a contemplar el terreno. Yo conocía a la perfección el lenguaje privado de Sorge de modo que supe, con antelación, lo que estaba por decirme.

–Creo que debemos dejar las tertulias por este año. El ánimo se ha dispersado, sin Dora no tiene sentido que…

–No debe usted hacer una cosa semejante. Le exijo que rectifique…

Sorge levantó la cabeza con espanto y confusión, po-cas veces lo había visto dudar.

–¿Pero qué está diciendo? –exclamó con el rostro con-traído y fue en ese momento cuando comprendí que ya no tenía tiempo, que la muerte de Dora, efectivamente, había precipitado mis planes.

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–Permiso… –dije y me dirigí lentamente hacia el inte-rior de la sala numerada.

A un costado, sobre una mesa con mantel blanco, ha-bía tazas, café y masas y asumí que mis pasos debían adaptarse a la lenta parsimonia del duelo si quería tener éxito. Me serví un café que no probé, saludé e intercam-bié una serie de palabras con algunos compañeros de tertulia y felizmente logré sentarme junto a una lámpara dorada.

Al frente, a solo cinco pasos, Merino seguía inmóvil. Mientras el recinto se desangraba en un silencio de te-dio, yo me dupliqué: conversaba de algo con una mujer cuyo peinado la inmovilizaba y en mi laberinto buscaba a Merino. Permanecimos en ese estado durante al menos una hora hasta que él, en un movimiento grosero –como un elefante maniobrando en una charca, fatalmente heri-do–, ayudado por la pequeña mujer filipina, se puso de pie con pereza, primero sobre una parte de su cuerpo y luego sobre la otra y de esa forma, en falso equilibrio, avanzó con sus piernas rígidas hasta el rincón donde el cuerpo de Dora yacía, ridícula y solitaria. Apoyó ambas manos sobre féretro, de espaldas a todo el mundo –na-die prestó verdadera atención a eso–, y dejó caer su cabeza hacia adelante, en señal de abandono.

Este es, posiblemente, el punto de inflexión de mi relato. Ese instante en que Merino lamenta el suicidio de Dora –ahora lo sé: se sentía tremendamente culpable–, al final de un atardecer de septiembre y que es, paradó-jicamente, el comienzo de la historia.

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XIV

¿Habrá sido esa eficiencia que mi padre siempre desta-có de los alemanes la que, por medio de un improbable contagio, lo hizo crecer y ser un mejor trabajador? ¿Qué parte de la historia es incorrecta o parcial en relación a la fábrica de Pfronten-Ried? Sé, por ejemplo, que el hom-bre de los brazos pequeños que comenzó montando minúsculas piezas del salpicadero, en algún momento comprende bien el alemán y en pocos años se destaca. Protegido de Oehring, conoce el temperamento de los españoles que trabajan en la fábrica, a su vez –como todo hombre desgraciado–, nota un detalle que cual-quiera hubiera pasado por alto, un detalle entre otros detalles que constituyen la vida laboral diaria: Oehring no tiene hijos. No es normal en un pueblo de Múnich, de modo que se esfuerza para caerle bien y lo logra.

El hombre de los brazos pequeños se convierte en capataz. Es duro con los españoles, a quienes conside-ra inferiores. Me resulta perfectamente sencillo imaginar estas escenas: mi padre exigiendo mayor implicación en el trabajo, enseñando a los nuevos españoles sus pues-tos, despidiendo a otros, bloqueando cualquier intento de lucha sindical. Y digo que me resulta perfectamente sencillo porque lo reconozco bajo esa luz orbital de la fábrica, recorriendo los pasillos, germinando en él un aura de terror, el largo suspiro de un hombre que parece ajustar cuentas con el destino.

¿Por eso has renunciado, abuela? ¿Aun con tus cincuen-ta años y tu capacidad física intacta para seguir del otro lado de la cinta transportadora envolviendo salpicaderos

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parciales y tapas plásticas? ¿Fue esa tu única salida frente a un hijo malo que maltrata y acosa a tus compatriotas? ¿O hay algo más, algo trágico, que te avergüenza?

Naturalmente, ya nadie le grita «¡Verkrüppelt!». Alguno de los hombres que él acosa de forma cotidiana han sido compañeros en el mismo colegio de españoles, chi-cos discriminados que lo discriminaban por lisiado y por loco. Ahora te imagino, abuela, volviendo a esa España que has dejado años atrás: igualmente gris, insomne, ge-neralísima. Te veo bajando del tren, volviendo al barrio de La Paloma donde muchos te recuerdan, tomando una habitación en la corrala, pagada –no podría ser de otra manera– por ese hijo capataz que te avergüenza. Entre las puertas y los patios de la corrala hay una señal in-equívoca del destino: nadie te pregunta por el hijo.

Años después, él me diría, debido a mi insistencia, que la abuela se había vuelto para morir en su tierra. Doy por hecho que mi padre encontró en la rápida des-pedida de su madre un acto patriótico. También asumo que la conexión entre el todopoderoso Oehring y mi padre tuvo raíces místicas: ambos eran católicos en una tierra protestante. Solían cenar los domingos los tres jun-tos –con la esposa de Oehring, la antigua maestra de mi padre– y luego se dirigían a una pequeña parroquia en Füssen, donde un cura latinoamericano impartía misas gratificantes y quien tuvo –¡oh, mucho después lo supe!– una intensa y respetuosa relación con mi madre.

Nadie puede reprocharle al hombre de los brazos pequeños su sentido de la oportunidad. Y desde una perspectiva más realista, se puede decir que fue justa-mente esa voluntad heredada por mí la que, muchos

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años después, me empujaría hacia un Merino que, fan-tasmal, seguía junto al féretro, volcado sobre el cuerpo de Dora.

XV

–Necesitaba verlo –le dije, nervioso, y me acomodé junto a él, más cerca de los zapatos marrones de Dora.

–No es el momento.–Debe serlo. –No.–Leí La estación de los conejos… Yo sí lo entiendo. Yo

sí quiero formar parte del… –No, no, no…Susurró. Luego se llevó las manos a su poderosa ca-

beza calva. Se la frotó lentamente conforme negaba con los ojos cerrados, molesto y sin mirarme comenzó a re-troceder. Todo era lento en él. Se sostenía de las paredes, convirtiendo cada paso en incertidumbre. De inmediato la mujer filipina se puso de pie y fue en su ayuda, lo abra-zó para sostenerlo y juntos comenzaron a moverse hacia la puerta. La camiseta blanca de Merino estaba comple-tamente sudada, era una tela inmensa que le cubría casi todo el cuerpo, como un uniforme de balandrán.

Caminé detrás de él, estaba indignado. Sabía que me estaba esperando, sabía que él también me necesitaba, que su libro me hablaba y, sin embargo, como una reac-ción aislada, me daba la espalda, ayudado por una sierva indecorosa. Le susurré:

–Por favor no me deje…

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Pero él parecía indiferente. La perspectiva de no vol-ver a verlo en las tertulias me perturbaba. Pensé que todos tenemos una justificación y en consecuencia pro-nuncié su nombre en voz alta pero Sorge –nuevamente el impasible Sorge–, me sostuvo de la cintura.

–¡Le ordeno que se tranquilice! –como si yo fuera un niño.

Repito: la perspectiva de no volver a verlo me enlo-queció y lo que ocurrió a continuación no carece de heroísmo. Yo disimulé serenarme, disimulé una an-gustia que tenía otra raíz y cuando por fin me vi libre, unos quince minutos después de la partida de Merino, salí corriendo de la sala numerada. Lo busqué en los aparcamientos inferiores y en la larga fila de autos que rodeaba el recinto como una serpiente. Caminé por los alrededores, subí la loma de tierra frente a los edificios con juegos infantiles y cuando pensaba en desistir, sin aliento, contemplé a Merino dentro de un auto blanco, ingrávido, conducido por la filipina que se adentraba perezosamente hacia la M40.

XVI

No me costó dar con el auto blanco que, como un ani-mal en un territorio desconocido, ingresaba en la M40. Avanzaba a una velocidad tan anormalmente reducida que pronto temí que me descubrieran.

Otra paradoja curiosa: yo, un hombre comúnmente perseguido, me convertía en perseguidor por causas –es importante decirlo– completamente justificadas. Por lo

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demás, tardamos casi una hora en llegar a un pueblo de las afueras de Madrid, situado en el curso bajo del río Ta-juña y rodeado por montes verdes. A los costados de la pequeña carretera comarcal se desperdigaban plantacio-nes simétricas y vegas del río. El auto blanco se detuvo en una de las calles del pueblo: veinte metros más allá comenzaba un camino de tierra entre los cultivos de ajo.

La casa, en ese momento, me pareció una construc-ción confusa, de dos plantas y un terreno grande, con árboles y cercado por ligustros de dos metros de alto. Desde donde yo me encontraba, a unos cincuenta me-tros del auto blanco, y con la noche crecida en estrellas, la casa adquiría un aspecto exagerado. Esa percepción cambió cuando me acerqué camuflado entre las sombras de los faroles que dormían a unos pasos de la entrada. Ambos, Merino y la filipina, habían entrado con dificul-tad, paso a paso, y por esa misma dificultad supe que me encontraba a salvo.

Al cabo de unos minutos, las luces interiores se en-cendieron y ellos recorrieron la cocina alojada en la planta baja, luego el salón donde, al cabo de unos mi-nutos, un ruido de pequeña máquina batía el aire –¿un nebulizador? ¿un ventilador?–. No los veía, pero cierta convención me permitió registrar estos detalles.

Yo me acerqué a la fila de ligustros y matorrales que hacían de muro entrecosidos a una desaparecida reja oxidada. De más está decir que me latía el corazón a una velocidad disparatada pero aun así tuve el valor de encararme a las paredes de ligustros, buscar un hueco y permanecer en silencio. La noche permanecía increí-blemente estática, como si estuviera al servicio de un

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plan maestro. Observé el interior de la casa –a medio terminar, desconchada y en algunos tramos construida, esa fue mi sensación, con materiales inservibles– y el terreno interior repleto de malas hierbas, árboles mo-ribundos y algunas construcciones abandonadas que no pude definir. Pero eso fue todo: cuando había lo-grado una posición privilegiada se apagaron las luces y la noche me encontró en una postura ridícula. Apenas una luz temblorosa como un mechero iluminaba en el primer piso de la casa: el resto del terreno, como el va-lle, era una gran mancha negra. Aparté una brizna de hierba y me topé con la reja que sostenía los ligustros. Solo entonces reparé en la presencia de un ruido inter-puesto entre insectos que volaban en círculo. Me arrimé aún más a la reja, separando las ramas secas, y sobre una mancha de luz tenue contemplé el horror: una serie de conejos albinos, heridos, se agolpaban contra la reja oxidada, chillando como locos, luchando violentamente con sus ojos inyectados y nauseabundos.

XVII

Füssen es un paraíso medieval casi intacto a pesar del horror de la guerra. Visto con ojos extranjeros, es la típi-ca impronta bávara enclavada en verdes montañas, ríos y coronada por un castillo imperial en lo alto del cielo. En Füssen, por otro lado, vivía mi madre.

Entiendo que tanto Oehring como su mujer habrían manipulado adecuadamente la intención de mi padre, empujándolo a las misas de los domingos en una angosta

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parroquia roja, extravagante. Perteneciente al reducido núcleo de la Iglesia Católica de la zona, mi madre, de dieciséis años, había sido huérfana gran parte de su vida –posiblemente una de esas tantas hijas de la guerra– y que feligreses de Füssen habían acogido con cariño, in-teresándose en su educación y salud.

Encuentro en esta explicación un grado importante de contradicción: ¿Por qué, siendo Oehring y su mujer incapacitados para tener su propia descendencia, no in-tercedieron para adoptar a la chica? ¿Qué le impidió a la mujer de Oehring avanzar un paso más y proponerle a su marido una protección de carácter definitiva para con esa niña que, comúnmente, financiaban y protegían y que deseaban «unir» a mi padre?

Hay, a mi juicio, varias explicaciones posibles, pero asumo la siguiente como válida: dentro de los círculos cristianos, donde ellos se manejaban, no eran adecua-das las adopciones de hijas adolescentes en padres relativamente jóvenes y Oehring lo era. De modo que prefirieron cierta y elegante distancia para evitar cual-quier malentendido entre sus relaciones y en el primer domingo de misa –algún domingo de misa de algún mes de 1965–, la chica le fue presentada a mi padre con cordialidad. En este punto se producen, por las carac-terísticas de mi familia, otro vacío imperdonable. ¿Cómo es que, una mujer joven y guapa se entrega a los brazos de un deforme?

Frente a la evidente falta de información, me vuelvo a entregar al ámbito de la especulación y especulo, por tanto, que para una mujer de esa edad –muy probable-mente ya no-virgen, pobre y sin familia– fuera preciso

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encontrar un hombre capaz de hacerse cargo económi-camente de ella y, de paso, despejar rumores sobre su pasado. Un hombre, repito, que desconoce su historia y no carece de una buena posición social.

Otra alternativa, impensable para mí, es la hipótesis del amor: que la chica efectivamente, y a pesar de su deformidad, se enamorara del hombre de los brazos pe-queños al punto de aceptar el compromiso. Conociendo a mi padre esta alternativa debe ser superada: no es realista. Vuelvo a la hipótesis de la manipulación, en definitiva, es la más plausible y el abrupto final de esa relación parece confirmar ese hecho.

Los acontecimientos que se suceden luego de esa unión ficticia, hasta el hecho mismo de procrearme y que duraron algunos meses –que se aceptaran, que se casaran– son perfectamente comprensibles para mí bajo el prisma de la conveniencia común, salvo por un epi-sodio insólito: mi padre deja repentinamente la fábrica y emigra de regreso a Madrid un año después.

¿Por qué un hombre que gozaba de la total confianza del gerente de la fábrica –hasta tratarlo como a un hijo–, llegando incluso a una posición económica que nunca más tendría, de pronto entra en desgracia? ¿Por qué sien-do un capataz destacado pierde, de un día para otro, su trabajo?

Vuelven las dudas, vuelven las zonas oscuras que mi padre, y mucho menos mi abuela, jamás han querido ilu-minar. Por supuesto la clave está, otra vez, en Oehring. Es posible que en él radicara su desgracia: imagino que estaba condenado a esas calamidades por haber per-mitido que dispusieran de su destino libremente y sin

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resistencia. Siempre fue, para decirlo claramente, el la-cayo de Oehring.

Después de muchas idas y vueltas, llegué a interpretar una idea clara de este asunto crucial en la vida de mis padres: pese a su juventud, Oehring fallece de alguna enfermedad venial o a causa de un accidente laboral y ya nada se interpone entre la creciente desconformidad de los trabajadores españoles y los dueños, que ven en el hombre de los brazos pequeños un elemento de con-flicto. Por lo demás: los tiempos están cambiando en Alemania, el milagro de la reconstrucción se estanca, no es bueno repetir errores del pasado.

Siempre que pienso en esta posibilidad, mi imagina-ción me conduce a otro interrogante: ¿cómo habrá sido para una muchacha de Füssen emigrar al Madrid de aquel entonces? Pero también pienso en la España que mi padre dejó atrás a los seis años para convertirse, a su regreso, en lo que siempre será: un ser intermedio, ni español ni alemán del todo; simplemente un lisiado. Un verkrüppel.

XVIII

La tarde del 15 de octubre, cuando mi padre y yo nos disponíamos a cenar en torno a un programa de pre-guntas y respuestas que él, pese a no manifestar nada en absoluto, tanto amaba, un incidente aislado cambió mi idea de la situación. Sobre las diez de la noche mi padre presentó un cuadro clínico adverso, nada nuevo para mí, naturalmente: sentado en su silla de ruedas, esquivando la comida que yo intentaba acercarle con una cuchara,

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comenzó primero a moverse de un modo extraño y lue-go a convulsionar con violencia. Cayó al suelo con sus pequeños brazos inútiles y perdió el conocimiento.

En el hospital, pese a lo esperado, le salvaron la vida –una vez más, podría decirse– y permaneció internado en cuidados intensivos. Según me informaron los médicos, la operación consistió en un doble bypass que, sumado a uno anterior y a una angioplastia, hacían de su salud una incógnita. Era un hombre de sesenta y siete años en un cuerpo de uno de noventa, al cual las pastillas ro-badas por la abuela habían condenado a una fragilidad coronaria perpetua.

Durante la primera noche de internación –él aún con-valecía por los efectos de la anestesia–, volví a casa en busca de una muda de ropa, cepillo de dientes y dinero suficiente como para instalarme definitivamente junto a su cama. De regreso al hospital mi padre estaba despier-to, echado hacia un lado con su cara orbital buscando las esquinas del techo. Pedí ayuda a una enfermera para desnudarlo y en consecuencia ponerle el pijama que solía utilizar en cada una de las internaciones que ha-bíamos pasado juntos. En ese sentido, con mucha más experiencia, la enfermera le quitó la ropa –yo observaba el cuerpo insensible de mi padre con pudor– y en movi-mientos muy rápidos, ágiles y precisos, volvió a vestirlo. Recuerdo que yo estaba de pie, a unos metros detrás de ella, observando al enfermo de la cama de al lado que infructuosamente buscaba monedas para colocar en la urna que activaba el televisor colgado de la pared, y en ese momento, cuando me giré para mirar, durante un segundo –el segundo que ella tardó en acomodarle

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el pijama–, descubrí algo en mi padre que me alarmó. Quedé, durante unos minutos, inmóvil, hasta que la en-fermera hizo alusión a la cena y salió de la habitación.

Aún tardé varios minutos en reaccionar. Cuando mi padre se durmió me acerqué a su cama y con mucha delicadeza lo moví hacia un lado. Su espalda fibrosa se expuso ante mí en toda su podredumbre. A conti-nuación, levanté el pijama y sentí el golpe feroz de las náuseas: una sucesiva cantidad de marcas rojas, redon-das como arandelas, exactamente iguales a las que yo había visto en el cuerpo de Dora, le trepaban por la espalda en espacios regulares. Solté la prenda y grité: mi padre, como si hubiera estado presenciando la escena, inclinó su cabeza marciana y me sonrió alucinado.

XIX

Mi padre pasó semanas en el hospital y yo a su lado intentado evitar sus marcas. Raras veces, a lo largo de nuestra vida juntos, hemos podido hablar de cosas que no sean superficiales o banales y la estadía en el hospital no fue una excepción en ese sentido. Recuerdo, por ejemplo, cuando a los catorce años intenté de él la complicidad ne-cesaria para conocer un poco más sobre la historia de mi madre, pero nada obtuve. O sí, miento: un alegato escue-to con el cual yo he confeccionado, en mi juventud, las razones por las cuales mi madre nos abandonó. La escena es escandalosa: una mujer joven, posiblemente cohesio-nada por Oehring –y su cultura–, accede a casarse con un deforme, con el cual, naturalmente, duerme, mantiene

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relaciones sexuales y brinda su apoyo. Supongo que en una primera etapa, con mi padre atendiendo el poder de la fábrica y su buen pasar económico, no debería haber sido tan traumático. Pero, ¿y después? ¿Cuando lo des-piden como a un perro y no le queda más remedio que regresar a esa España de su infancia y que sigue siendo, pese a los años, color ala de mosca?

Esta es otra historia, o mejor dicho: ese momento, ese regreso con mi madre a Madrid, es otro comienzo. Lo sospecho compartiendo, junto a aquel hombre desdi-chado, los días y las tardes en la casa que han comprado con el dinero ahorrado, embarazada y sin comprender el idioma. Situémonos en su piel: sabe que su condición de preñada es una tara, no puede moverse ni planificar nada en ese estado hasta que por fin se da el milagro y se desprende de mí, me rechaza, me expulsa de su cuerpo –al cual, claramente, nunca pertenecí– y vuel-ve a Alemania, tal vez a Berlín y rehace su vida. Esta supuesta sucesión de acontecimientos –pronósticos que yo he ido completando con imaginación– no la eximen de responsabilidades, no la disculpan, la agravan en su naturaleza de mujer manipulada y obscena, una mujer capaz de dejarse preñar por el hombre de los brazos pequeños que todos –hasta su propia madre– rechazan indecorosamente.

Recuerdo estar tumbado en la cama, a los catorce años, estudiando un manual que ilustraba con vehemen-cia un volcán en erupción, cuando el hombre de los brazos pequeños entra a mi habitación y me dice: «Ella se fue por puta. Por alemana y por puta». Tiene razón, pienso: se fue por puta.

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XX

Durante los días en que pené a causa de la salud de mi padre y el miedo a ser encontrado por mis perseguidores, yo rememoré el libro de Merino. La portada, junto con la pequeña editorial que lo publicó, es funesta: un amarillo pastel con el logo en forma de inmensa marca de agua, rematado por letras verdes, que es todo cuanto puede decirse del diseño. En cuanto a la editorial, «Ediciones HS», con una dirección parcial en Barcelona, me resul-taba, como dije, completamente desconocida. Como un trasnochado –ahora, desde mi habitación de la «La Clínica» revestida de milagros, pienso que eso era exactamente–, me puse a inspeccionar los capítulos más relevantes y, sobre todo, la dedicatorio que Merino le había entregado a Dora. Aún hoy me disgusta por falsa, por poética.

Continué con los folios interiores y lejos del espíri-tu que comúnmente mueve al hombre corriente –las intrigas, los anonimatos, el control de los sueños o la po-lítica– hice un descubrimiento importante: en la última página, completamente en blanco, Dora –estimo– había anotado un número de teléfono en lápiz. El número, de Madrid, trepaba hacia arriba con descuido, como si Dora lo hubiese apuntado con urgencia.

Recuerdo que habían trasladado a mi padre a la oc-tava planta del hospital para practicarle una ecografía y, carente de significado sin él, yo me encontré solo en una angosta sala de espera pintada de celeste. Estaba cansa-dísimo y entre sueños trasladé uno a uno los números del libro a mi teléfono esperando una indicación inequí-voca de error –que al número, por ejemplo, le faltara

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algún dígito–, pero nada de ello ocurrió. Permanecí un tiempo con el teléfono preparado, sin marcar, observan-do el flujo de personas que entraban y salían del pasillo. Supongo que dormité un rato, es imposible saberlo. Lo cierto es que cuando me repuse, creyendo que era presa de un absurdo juego o movido por una voluntad que no era la mía, apreté el botón de llamada. Una voz femeni-na, al otro lado del aparato, dijo «¿Hola?» y corté.

¿Qué poseía de relevante ese número para mí? Nada. A esa altura de los acontecimientos, no es ni recomen-dable ni justificable llamarnos a engaños: luego de unos minutos volví a llamar a ese número y hablé cordialmen-te con una mujer y pregunté, con total convicción, con quién estaba hablando, porque eso era exactamente lo que el destino quería que pasara. No deseo extender-me sobre ciertos trayectos metafísicos de esta historia, creedme: no tendría sentido. Lo propio, citando a Co-leridge, sería que el lector apelara a una suerte de fe poética, que no es más que una voluntaria suspensión de la incredulidad para asumir como real lo que ocurrió a continuación.

XXI

Sí, repito, yo llamé a la mujer –cuyo nombre era Ade-la– y ella me comentó que era el número de teléfono de una clínica privada de nombre impronunciable –un acrónimo, supongo– y al cabo de cinco minutos, con excusas de celeridad, habíamos acordado una cita para el día siguiente.

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Accedí a la Clínica, no lejos de Cuatro Caminos, con la sensación de estar repitiendo una rutina. Mucho tiem-po después he pensado si esa indicación, en la última página de La estación de los conejos, no había sido opor-tunamente colocada por Merino para hacerme caer en la trampa. Lo desconozco pero, además, ese hecho ahora me resulta irrelevante.

Lo cierto es que Adela me atendió en su despacho, al final del pasillo de un edificio moderno y blanco, no muy grande, que funcionaba como clínica privada a par-tir, supongo, de la incontable cantidad de láminas de Paul Klee que revestían las paredes. También, natural-mente, por los linóleos brillantes del suelo.

Aunque no carezca de encantos, no soy un bufón de circo, de modo que, sin preámbulos, le indiqué a Adela mi verdadera intención. Le hablé de Dora, de la pasión que nos había unido, del gran golpe que yo había senti-do frente a una decisión que seguía sin entender y que, por lo demás –acompañé este golpe de efecto con lágri-mas–, me sentía culpable.

Adela, compungida, se acercó para delimitar un territo-rio reducido pero completamente propio. Utilizó un gran campo semántico de basura psicoanalista para hablar del duelo y de la «decisión personal inescrutable» que impli-caba, en última instancia, aquella trágica decisión.

–Supongo –me dijo con la taza de té en alto–, que en el fondo todos fuimos culpables. Dora estaba gritando desde hacía mucho y nadie la escuchó.

A continuación, justifiqué el llamado y el posterior en-cuentro como una obra involuntaria, como el deseo de «recorrer cada rincón donde ella había estado».

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–Y allí estaba el número –dije– y simplemente llamé. Quería saber qué era…

–No hace falta que se justifique. En definitiva, luego de tantos encuentros, nos habíamos hecho amigas.

–¿Tantos encuentros? ¿Ella estaba enferma?–Oh, bueno, no realmente enferma. La primera vez

que la vi había rehusado ir a un hospital público, creo que les tenía cierta fobia, y apareció aquí, por su propio pie, una tarde. La atendió un compañero, pero ella pidió por una mujer. Esa fue la primera vez que le curé las heridas…

–¿Qué heridas? –De pronto me sudaban las manos.–Unas marcas en la espalda. No cicatrizaban. Las tenía

desde hacía algunos días y no le dio demasiada impor-tancia, eso me dijo. Pero las heridas no terminaban de cerrar de modo que se le hizo una curación. En veinti-cuatro horas estaba perfecta.

–Hubo más, ¿verdad?–Oh, sí, naturalmente –Adela estaba nuevamente en

su escritorio, me hablaba con las piernas cruzadas–. Va-rias veces. Ella no quería hablar de eso, se le recomendó un psiquiatra porque, conversado convenientemente con un colega, llegamos a la conclusión de que eran autoinfligidas. Desconozco si alguna vez visitó alguno.

Hablaba de un modo didáctico, espeso, pero convin-cente. Miré hacia la pared celeste y me tomé la cabeza con las manos. Necesitaba pensar, pero ella interpretó ese gesto equivocadamente y volvió a mi sitio, se apoyó en el escritorio.

–La última vez que la vi, estaba deshecha. Había pasa-do, finalmente, unos días en el hospital porque nuevas

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heridas la habían inhabilitado. No podía caminar. Vino, supongo, a hablar y a que le cambiara los vendajes. Antes de que yo hubiera podido tocarla, ella se revolvió como una rama. Supe que no era el despropósito de un hom-bre, las heridas eran precisas, exactas, digamos: métricas. Solo pronunció una cosa: «No puedo más…» y rompió a llorar. Eso fue todo. Sin embargo, como sabrá, Dora era una mujer hermética, no había forma de ayudarla.

–Entiendo –dije y luego–: ¿solo vino ella?–¿Perdón?–Digo, si otros pacientes también tenían esas marcas…–Nunca vi algo parecido.A continuación, me puse de pie y me dirigí a la salida.

Antes de cruzar el pasillo, bajo el marco de la puerta, me volví y descubrí que Adela me estudiaba con curiosidad.

–¿Pueden ser conejos? Pareció extrañada, contestó:–¿Conejos?–Sí, conejos. Mordeduras de conejos… por ejemplo.–No, por supuesto que no –contestó y luego de un

segundo–. Olvídese de los conejos.Aprobé con un gesto y desaparecí.

XXII

La increíble posibilidad de huir: esa fue, en el momen-to en que salí de la clínica y me encontré en la calle, mi única preocupación.

No fue difícil descubrir, apostado junto a un triste ár-bol, a un hombre con la cara tronchada, una especie de

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hueco entre su nariz y la boca que se hundía en la os-curidad de su rostro. Aguardaba por mí escondido. Del otro lado de la calle, fumando junto a un auto aparcado, otro hombre reveló torpemente, en su muleta ortopédi-ca, su condición de perseguidor. Giré hacia la derecha y busqué en la glorieta de Cuatro Caminos un mar de gente donde camuflarme. Poseo, no es de extrañar, una serie de técnicas tomadas de la insurgencia urbana que completan mi plan de evasión. Simulando entrar a la boca del metro, divisé una hilera de taxis que avanzaban paralelos a mí y, dejando pasar el primero y hasta el segundo, me abalancé sobre el tercero para sumergirme en el asiento trasero donde me oculté hábilmente.

En esos casos siempre simulo buscar algo entre las alfombrillas del suelo, una moneda, un imaginario juego de llaves. Sé exactamente lo que tiene que ocurrir para que yo, atendiendo lo que pueda pasar, me arroje del auto en movimiento. Me refiero al hecho de cometer una equivocación imperdonable y seleccionar un taxi también implicado en mi captura –solo ha ocurrido una vez–. En este caso el taxista, como corresponde a su miserable condición, me preguntó qué ocurría, qué bus-caba, a través del espejo cóncavo donde yo encontré un triste bigote americano. Esas palabras son, comúnmente, un bálsamo, una clave de seguridad inequívoca. De no ocurrir así, en caso, digamos, de que el conductor siga su curso entre calles desiertas y los seguros automáticos del auto se activen, sé que he perdido.

No fue el caso, pero seguí exaltado. Sospecho que razono con precisión al suponer que las actividades que habían reclamado mi presencia en la clínica privada y la

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paciencia de mis perseguidores estaban por entero re-lacionadas. ¿Se hallaba Adela implicada en el «Problema Merino»? ¿Estaba, a su vez, Merino ligado a la trama de mis perseguidores que pugnaban por mi cuerpo desde hacía mucho? ¿Era todo aquello el resultado de la su-matoria de elementos que los presidían y que estaban allí desde el principio de los tiempos, antes, incluso, de conocer al hombre enorme en Atenas?

Volví a pensar en las marcas de mi padre y su repe-tición en la espalda de Dora y tuve ganas de volver a la clínica a interpelar a Adela, maltratarla, obligarla a confesar. No me veía con fuerzas suficientes, de modo que regresé al hospital donde mi padre, por fin, era tras-ladado a nuestra casa después de un largo período de convalecencia.

XXIII

Al igual que mi padre, tengo un temperamento mez-quino: jamás me pregunto por el significado de las cosas, yo no evalúo, yo ejecuto. El padre y el hijo están conectados por los hitos cosmogónicos de nuestras cul-turas: somos cazadores, somos exploradores, poseemos la tierra: estamos destinados a penetrarla. A través de la cultura grecobudista, el simbolismo heráclida –el hom-bre-explorador– fue transmitido, incluso, hasta el Lejano Oriente. Un ejemplo de ello ha llegado hasta la época moderna en las deidades guardianas Nio- que se hallan frente a los templos budistas japoneses. Ese es nuestro mandato, ¿por qué despreciarlo? Yo estoy condenado,

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sin embargo, a llegar donde él no ha llegado: yo necesito saber quién me ha creado, su semilla, para entenderme y entender así a mis perseguidores. Y en base a eso, an-tes de continuar con mi relato, abro un breve paréntesis referido al descubrimiento de la identidad de mi madre.

Como se imaginarán, para un archivista profesional –como dije trabajo en el Archivo Regional– encontrar un documento tan sencillo como una partida de nacimien-to de una fecha no exactamente remota de esta ciudad representa prácticamente un juego de niños. Parece un contrasentido: no saber, si quiera, el nombre de mi ma-dre. Alguna vez mi abuela –sé que temía a mi padre– me dijo que su nombre era Berta y ese nombre, por en-tero extraño para una mujer alemana, redistribuyó los parámetros de mi búsqueda. Berta era, naturalmente, un nombre estúpido, exento de agresividad, inocente, un nombre carente de toda mitología, y que se pierde en un pasado posiblemente judaico. Es decir: Berta era todo menos mi madre. Lo supe, insistí, pero ella, mi abuela, jamás habló y por lo demás murió cuando yo aún no es-taba en condiciones de tomar el relevo como explorador.

Volviendo a lo anterior: no hay dificultad para un hombre con una tarjeta magnética, un nombramiento de funcionario público y un trabajo de archivista. Me resul-tó casi vergonzoso descubrir, en menos de tres meses, el rastro de mi madre en este país, en esta ciudad cartogra-fiada sobre papeles amarillos por la infinita torpeza de nuestros ayuntamientos. Sentí la cálida ignorancia de la abuela cuando descubrí, durante mi viaje a Múnich a los veintiséis años, que su nombre no era Berta –como dije: yo lo suponía– sino Hertha, y su involuntario reemplazo

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de la «H» por una «B», en lugar de una «J» aspirada, como hello en inglés, me provocó ternura. Pobre abuela, la sé incompleta, incomprendida, estúpida. Naturalmente, fue con ese descubrimiento con el que enfrenté a mi padre siendo yo aún muy joven y él activamente atroz. Lo dije en la cocina del departamento y él me obligó a callar. No lo hice y al intentar volcarme el agua que hervía en la hornalla se quemó una pierna. Estaba fuera de sí, desen-cajado y nos costó mucho tiempo esa curación, de modo que nunca más volví a pronunciar su nombre frente a él.

«Hertha Rosenzweig», ese es su nombre, posiblemente oriunda de Fráncfort del Meno. Su ingreso al país está fechado el 18 de marzo de 1966, pero nada se dice de su salida. Si por el sistema burocrático español fuera, Hertha –mi madre–, aún seguiría viviendo en España y contaría con sesenta y nueve años. Lo cual es una ob-viedad, una mujer de esas características, fugada de un matrimonio legal en España, jamás cruzaría las fronteras de modo convencional.

Hubo un detalle, empero, que me resultó incompren-sible –conociendo el carácter del hombre de los brazos pequeños–: sobre este grave incidente, es decir: una posible fuga, jamás logré encontrar algún papel que acreditase una denuncia policial.

XXIV

Cuando mi padre y yo nos instalamos nuevamente en casa, y nuestras rutinas se habían convertido, una vez más, en otra de las tantas incomodidades sobre las que

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él nada podía decir y eran parte sustancial de nuestra relación, pasé muchas horas investigando a Merino en Internet. Todo lo ocurrido en la clínica privada y la pos-terior persecución de la que fui objeto, habían sembrado en mí un recelo inusual. Navegando por páginas incom-prensibles –que hacían referencia a la historia de aquel país lejano y absurdo en su propia independencia– des-cubrí algunos datos relevantes.

Además de esa larga sucesión de páginas cuya historia del Uruguay yo desconocía y no me interesaba en ab-soluto, encontré varias referencias a Merino. Como dije anteriormente, Merino había formado parte, al igual que el narrador de La estación de los conejos, de uno de los grupos más radicales de la guerrilla urbana Tupamaros, y su actividad política se reflejaba tenuemente en fanzi-nes y artículos periodísticos de la época. No obstante, eso es todo: su proyección vital desde su juventud en adelante, tanto como soldado o como civil, muere antes de nacer y se pierde en la oscuridad de la historia. No hay una sola mención concreta a Merino. Su nombre aparece como un relámpago, siendo parte de la cúpula fundadora del MLN-T, y se apaga un poco más allá sin ningún sentido. Solo emerge su nombre, al igual que en su libro, durante La toma de Pando puesto que, y esto sí pude acreditarlo, él participa y es detenido y libera-do veintidós días después por la Jefatura de Policía de Montevideo.

Es curioso que esa sea, para el miembro fundador de una organización guerrillera, la única mención relevante en la prensa uruguaya. Como sabemos, Merino no muere –una obviedad irreverente–, y emigra inmediatamente a la

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Argentina, primero, y luego a España, puesto que en la so-lapa de su libro dice textual: «Desde mediados de los años setenta reside en Madrid». ¿Qué pasó en su vida desde de La toma de Pando, en 1969, hasta su llegada a Madrid? ¿Ha sido Merino uno más de los tantos traidores que después de pasar por las torturas de la policía se convierte en un colaboracionista? ¿Miente su biografía literaria?

Es a partir de este punto cuando me dejo conducir por mi talento explorador, por mi experiencia en el se-guimiento del polvo de la historia, donde, por cierto, soy un profesional. Avanzando a ciegas, movido por el ins-tinto, encontré dos curiosas referencia: la primera es un extenso artículo en el diario El País de Montevideo que habla de una supuesta división dentro del MLN-T a cau-sa de los acontecimientos ocurridos en la mal llamada «Cárcel del Pueblo», una vivienda ubicada en la localidad de Parque Rodó, Montevideo, donde, entre otros, estu-vo secuestrado el embajador británico Geoffrey Jackson. La casa franca estaba operada por uno de los cuadros más importantes del movimiento guerrillero: el camara-da Martos. El artículo, como es de suponer, no describe a qué incidente se refiere, pero recoge el testimonio de Amodio Pérez –traidor que revela a la policía los movi-mientos del MLN-T para su posterior detención–. Dice textualmente: «Nunca habíamos visto nada parecido. Era «la casa del horror», así la llamaban algunas compañeras. El olor a carne quemada llegaba más allá de los bosques. La cúpula, escandalizada, decidió degradar y juzgar al camarada Martos».

Este acontecimiento, según Amodio Pérez, ocurre en 1970, unos meses después de la liberación de Merino.

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XXV

El segundo documento es más explícito todavía: un video cuyo nombre reza: «Comandante Martos, Quarai, 1972», fíjense, a modo de sutil evolución, el detalle sobre el cargo, se reemplaza «camarada» por «comandante». En él se puede distinguir, por un lapso de quince minutos y en blanco y negro, una sucesión de actividades insurgen-tes en la selva frondosa y complicada del extremo sur del Amazonas. En una primera etapa, o capítulo –aunque el video está claramente sin editar–, las imágenes se centran en la marcha ordenada de los guerrilleros, con machetes, con barbas infantiles, con caras campesinas, con hambre, por caminos de tierra improvisados a plena luz del día.

La segunda parte, cuyo audio es más precario, la cámara permanece inmóvil frente a un árbol inmen-so, rodeado por ramas caídas o lianas o ambas cosas, ocultas por sombras, posiblemente, de otros árboles. Un hombre aparece en el encuadre y se sienta apoyando su espalda contra el árbol. La cámara, conforme pasa el tiempo, se encuentra a unos diez metros del hombre, su rostro permanece entre sombras, solo emergen algunos rasgos anodinos, imposibles. Viste ropa militar y no es delgado. Quien se encuentra al otro lado de la cámara comienza a hacer preguntas en francés y el entrevista-do responde con una exasperante lentitud reflexiva. En este tramo, pese a no estar en movimiento, el sonido se hace más rocoso y lejano. El entrevistador –suponemos– pasa por delante del trípode e intenta arreglar algo: sus rasgos, en contraste, son nítidamente europeos. Hay un corte y nuevamente el entrevistado, moviendo algo con

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una pequeña rama, habla en francés. Dice: «La aliena-ción es el límite extremo que puede alcanzar el yo en la realización de su deseo de no sufrimiento y culmina, como sabemos, en la muerte del pensamiento propio –se detiene, mira al costado donde, al parecer, un grupo de insurgentes avanzan hacia una choza. Continúa, baja la voz–. Solo mediante el dolor somos libres de toda alienación…».

Se me pierden algunas palabras, algunas frases. De momento todo es inconexo y peregrino, como si estuvie-ra recitando oraciones sueltas. Unos minutos después, el entrevistador pregunta algo –incomprensible para mí– y Martos tarda demasiado en responder, como si temiera revelar algo, como si su seguridad y su aplomo, de pron-to, se viera amenazado por su propia honestidad. Dice: «…claro que estamos dispuestos a llegar hasta el final […], en condiciones de […]. Véalo de este modo: este es nuestro cántico del Hermano Sol». Lo siento sonreír a pe-sar de la espesura de la imagen, su inabarcable suciedad y su rostro oculto. Y pese a las dificultades del relato, incoherente en muchos tramos, su voluntad y su dis-curso no fueron un misterio para mí: su mensaje sigue claramente vigente en el libro La estación de los conejos.

Hay otro corte y la imagen enfoca un claro de la selva, rodeado por casas de adobe y paja, donde varias perso-nas rodean al comandante Martos, que está de espaldas, y este les acaricia la cabeza con ternura paternal. Todo está impregnado de una lividez húmeda y esponjosa. Pienso en algo que no está allí, pero puede sentirse: la adoración, el respeto. Pienso en eso cuando el grano angular se amplía y sobre el margen izquierdo aparece,

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finalmente, lo que buscaba: una joven, con una AK47 en-fundada en su pequeño hombro y traje militar, observa la cámara con curiosidad. Este le dice algo en castellano y ella sonríe. Es, mucho más joven y delgada, la filipina que acompañaba a Merino en el funeral de Dora.

XXVI

No debería exaltarme, pero lo hago, no puedo evitar-lo. En el fondo es absurdo, lo sé, era exactamente lo que buscaba: ese lazo que unía, felizmente, al comandante Martos con Merino, su poder de ubicuidad.

Teniendo en cuenta que todo empezaba a estar cla-ro para mí, avancé un poco más. Era evidente –así lo determinan los testimonios y las crónicas– que Martos abandona el MLN-T para marchar al norte, a alguna ciudad brasileña fronteriza –como Quarai o Rosario do Sul– para fundar, en 1971, un movimiento insurgente de carácter personalista. La imposibilidad de rastrear los archivos militares de esos países, me hizo naufragar por un tiempo: la sola documentación digital fue esca-sa, desordenada y repetitiva. Pese a esa limitación me congratula manifestar que logré aproximarme como un cazador nocturno por un terreno desértico, guiándome tan solo por los pliegues del viento, por la intuición li-gada a los pasos como una extensión inorgánica de mi propio ser. Me adentré por meandros que nada parecían revelar y, sin embargo, poco a poco, avancé hasta un punto donde todo estaba claro: supe que el movimien-to organizado y dirigido por el comandante Martos se

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llamaba «Hermano Sol» y, según supe, desapareció poco tiempo después de su creación. No hay acciones milita-res relevantes, no hay contraofensivas, solo la peregrina incorporación a un listado de movimientos guerrilleros olvidados. El resto es oscuridad. Y pese al sombrío muro con el que yo me topé entonces, ese descubrimiento fue suficiente para que todo se precipitara con un vértigo solo atribuible a la memoria.

Hago aquí una pausa: mi mano derecha, que suma fo-lios de esta libreta amarilla, se me acalambra. Es la hora de la tarde en que todo permanece quieto, donde el tiempo en este pueblo, rodeado de cultivos y montes, se consume entre la siesta y el tedio. Separo la espalda del respaldo de la silla y noto que, por el sudor, las gasas y las vendas se ha humedecido y siento el dolor que me re-corre las vértebras. Como ayer, un conejo pardo me visita, se mueve sin temor pero no me permite tocarlo. Se pierde en los rincones de mi habitación de enfermo, es marrón y está sucio. Me resulta difícil continuar, como dije, todo se precipita, me cuesta mucho recordar con exactitud y sin embargo necesito esas precisiones, me aferro a esas fe-chas porque todo lo que estoy a punto de escribir ocurrió tan deprisa que solo retengo imágenes furtivas.

Dicho esto, continúo.Luego de que yo reconociera las dos caras de Merino

descubrí que, en relación a la vida de mi padre, cierto círculo se había cerrado al fin. Por lo menos para quienes creen, como yo, en las simetrías. Volví al salón y enfren-té a mi padre que con sus brazos pequeños sostenía el mando a distancia y me miraba con su rostro infantil mo-mificado por la enfermedad. Corrí las cortinas, levanté

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las ventanas y él, como siempre, se quejó. Eran las once o doce de la mañana y un Madrid espeso y calmo atra-vesaba el salón recogiendo el olor a mierda a crema de coco a encierro con una prontitud gratificante. Moví bruscamente su silla de ruedas y lo coloqué de espaldas al televisor, del mismo modo en que yo solía hacer cuan-do necesitaba su atención. Me miró: sé que me temía del mismo modo en que yo le había temido durante toda mi vida. No había ecos del televisor y el silencio era tan horroroso como el peso de mis perseguidores.

–¿Quién es Merino?Pregunté con voz de mando y él intentó esquivarme.

Volví a preguntar.–¿Quién es Martos? Él gritó y como un poseso me arrojó el mando a dis-

tancia de la televisión. Lo perturbaba, supongo, que yo hubiera descubierto la ubicuidad de Merino, pero también ese pasado que lentamente le había anegado el cerebro. Me acerqué más y él se estremeció, quiso cubrirse el rostro con sus pequeñas manos inútiles mien-tras gemía y lloraba.

Finalmente me estudió con desprecio, parecía decir-me que, sea lo que sea, era Merino quien debía darme explicaciones.

XXVII

Esa misma tarde regresé al pueblo donde Merino tie-ne su casa. No me costó encontrarla, pero a medida que me acercaba me temblaban las manos. Me detuve

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frente a una panadería y permanecí un buen rato dentro del auto, pensando. Me sentía súbitamente cansado, no hacía calor, pero todo el dispositivo que Merino había dispuesto para despistarme funcionaba y yo acusaba esa fatiga. Bajé del coche –es decir: no lo acerqué a la casa, no podía arriesgarme– con el fin de hacer los últimos metros a pie.

Encaré la construcción desde las plantaciones de ajo y los vados secos, repletos de mosquitos y de esa forma, camuflado, llegué a un perfil de la casa inequívoco pero nuevo para mí: un ángulo rojizo donde se alzaba la edifi-cación, al otro lado estaba el inmenso y vallado terreno. El sol del mediodía se filtraba en columnas perpendicu-lares que dificultaban mi visibilidad. Me oculté detrás de inmensos árboles que completan un recorrido en lo que, supongo, vendría a funcionar como medianera entre las dos casas, era un pasaje de un metro y medio, por de-trás de la construcción de Merino repleta de vegetación que crece –aún en invierno– descontrolada, tanto por los muros como por las rejas de la casa contigua.

En ese punto me detuve para oír la música que salía del interior de la casa. Me posé contra el muro frío, per-manentemente en sombras, y sentí las vibraciones que retumbaban en el aire. Pasé así, seguro de mí mismo, un buen rato. Al cabo de unos minutos estaba conven-cido de que era música clásica, convencido de que era Debussy, convencido de que Merino estaba allí y me esperaba.

Bajo mis pies descubrí una infinita cantidad de plan-tas, de helechos húmedos que también trepaban por los árboles inmensos y de pronto me sentí en una selva, yo,

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el explorador, el conquistador, el amo. Entro, por decirlo de alguna forma, en una zona neutral libre del destino, libre de mis perseguidores. Arrastrándome contra la pa-red rojiza divisé una ventana y a través de esa ventana –cuadrada, enrejada– la cocina y más allá, del otro lado de la cortina de tela floreada, a un hombre sentado de espaldas que, en cierto sentido, no carecía de belleza pastoral: estaba arropado por el regocijo de la música como si todo lo demás, incluso yo, perteneciera a una dimensión irrelevante.

No tardé en comprender que esa figura era Merino –pero también que había más personas, no las veía, pero estaban– y como el explorador que soy, observé la rea-lidad mediante los ojos esféricos de una rana. Era una rana, un sapo camuflado, y por fin logré controlar todo lo que me rodeaba. Merino se movía ligeramente en su completa obesidad y por segunda vez me espantó el asco: su cuerpo, semidesnudo, pálido, permanecía co-nectado a una máquina situada a un costado, junto a la pared. Divisé largos tubos plásticos que transportaban sangre y palpitaban como la Hidra de Lerna: entraban y salían de su cuerpo y se multiplicaban y eran, eso creí, indestructibles. Me moví un poco, ligeramente, para observar con precisión: gasas, cajas, guantes de látex y material de esterilización rodeaban el aparato como si en realidad no importara.

La música seguía sonando y en ese momento logré re-tener el rostro del Monstruo: sus ojos cerrados, su rostro relajado viajaba en el sentido de Claude Debussy con total impunidad. Pese a la impresión exterior –ladrillos gastados, plantas, enredaderas y un terreno abandonado–

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el interior, lo que yo lograba percibir desde mi ventana, era ascético y perfecto: blanco, vestido con muebles clí-nicos y una luz espectral.

Repté ligeramente por el terreno y cuando intenté acomodarme mejor, un grito me enfrió el alma. El grito, descarnado, provenía de la segunda planta y atravesó el sonido de la música ambiente. Instintivamente miré a Merino pero él seguía inmóvil, se mecía ligeramente. Un quejido similar, pero más leve, me volvió a estremecer y me obligó a apartarme –¿de qué?–. Me agaché, con la ventana sobre mi cabeza, y permanecí en mi estado anfi-bio durante unos minutos, ensuciándome los pantalones con la humedad de la tierra.

Solo reviví al comprobar que los gritos cesaban, que el orden de las cosas seguía su cauce. Volví a mi puesto en la ventana y de pronto la filipina, que yo había observado en el velorio de Dora y en el video de Quarai, permanecía acariciándole la pera con la intención, supuse, de hacerlo volver en sí. Hablaban, pero yo no lograba oír esa conver-sación. Todo carecía de interés para mí, salvo el hecho de que aquella mujer tagala, vestida con un delantal blanco manchado de sangre, me observaba con horror.

XXVIII

En relación a mi madre, siempre me han perseguido las mismas dudas. ¿Cómo escapó del país, si realmente lo hizo? ¿Por qué, pese a los registros avanzados de estos tiempos, nada sé, nada supe de ella luego de abando-narnos?

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Yo necesito saber, esa es mi condena. ¿Debería aver-gonzarme agregar en estas memorias que escribo por prescripción del tratamiento al que me someto, el viaje que hice a Pfronten-Ried, a mis veintiséis años como escribí anteriormente, en busca de Hertha Rosenzweig y concluyó con el encuentro del hombre enorme en un hospedaje de Atenas? A opinión de quienes aquí me tra-tan, debería intentarlo. Creo que es suficiente con decir que fue un tiempo extraño y vulgar. En aquel enton-ces, mi padre trabajaba en una fábrica de panificación gracias a una nueva legislación que otorgaba tributacio-nes especiales a empresas que contratasen, como era su caso, a discapacitados y en algún momento, por razones que yo desconozco, su temperamento cambió.

Pasé varias semanas en Alemania, recorriendo Pfron-ten-Ried, acopiando testimonios de una mujer que, varias décadas atrás, se había casado con el hombre de los brazos pequeños, pero nada obtuve por el momento. Fue en Füssen, sin embargo, donde pude reconstruir la verdadera identidad de mi madre y, como dije, donde su huella reapareció ante mí con una evidencia inesperada: un cura peruano, que aún conservaba un acento pavoro-so, recordaba a aquella mujer, cuyo nombre era Hertha Rosenzweig porque era imposible olvidar al hombre de los brazos pequeños. Él me relató los paseos dominica-les de mi padre junto a Oehring y a su mujer y la breve historia de Hertha en aquel pueblo donde no tenía raí-ces. Insistí, pero nada más sabía, solo un puñado de descripciones físicas y el respeto que él mismo le ha-bía profesado a Oehring, antes de su desaparición. Esto último lo dijo, recuerdo, como rompiendo un voto de

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silencio: se detuvo inmediatamente y pese a mi desespe-ración se negó a continuar.

En relación a mi madre, me confirmó que luego de su partida a España, junto a su marido y un niño por nacer, nada más se supo. Ella, según el cura, jamás había regre-sado a Alemania. Sonreí con desprecio. Dije:

–Es imposible que usted sepa eso.–Posiblemente, pero de haber vuelto, lo habría sabi-

do. Créame. –Se equivoca –toda su mendicidad latina, en el viejo

reino de la supremacía racial, me desquiciaba.Se sacudió el traje negro con la mano, miró el suelo

y recogió una serie de palabras que representaron, sin lugar a duda, el final de mi búsqueda.

–Hay ciertos atributos, al que nos ata la confesión, que son determinantes. Nos unía la palabra dada, en última instancia, luego del escándalo de Oehring.

Perdí los nervios, quise golpearlo, le grité: «¡Habla!» pero él se negó invocando un absurdo secreto de confesión y cuando lo tomé del pecho y lo empujé pro-vocando su caída y la mía, él solo balbuceó: «Le temía. Le temía. Le daba asco…».

Después de tantos años, lo poco que sabía de mi madre, las conclusiones a las que yo había llegado en Alemania, eran las mismas que mi padre me manifestara tantas veces a lo largo de mi vida: Hertha Rosenzweig era una pobre mujer sin temperamento, capaz de acos-tarse con un deforme para salir por fin de ese pueblo de muertos.

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XXIX

Soy perfectamente consciente de que, en relación a ese viaje, no he transcrito todo lo ocurrido. Vuelvo a detenerme, dejo el bolígrafo a un lado. Afuera es de noche, pero una ligera bruma hace imperceptibles a las estrellas que comúnmente visten el cielo. Me llaman a cenar, pero me rehúso: no quiero perder el hilo de la historia y ellos lo entienden: saben que me tomo esta tarea muy en serio. Paso mucho tiempo ante el bloc amarillo pensando, y finalmente, teniendo en cuenta los acontecimientos posteriores a este punto, me decido a incluir lo que antes omití: considero que es útil para este proceso. La tenue huella de mi madre en Füssen no fue lo único que encontré en Alemania.

De regreso a Pfronten-Ried, luego del encuentro con el cura de Füssen, visité la biblioteca local y en su re-gistro busqué la palabra «Rosenzweig, Hertha» y para mi asombro –esperaba una rutinaria negativa– encontré una inmensa cantidad de referencias que me conducían di-rectamente a la hemeroteca. Cuando logré acceder a las máquinas con los acetatos de los medios gráficos que hacían mención a mi madre, se reveló ante mí el ori-gen de toda esta tragedia y su vínculo final con Merino: Oehring no había muerto –algo que yo había supuesto para explicar las razones por las cuales mi padre, en su mejor momento, había caído en desgracia y tuviera que abandonar la fábrica para regresar, finalmente, a Espa-ña–, ni había desaparecido como refiriera el cura.

No pude soportar las letras negras esmeriladas del Süddeutsche Zeitung. Volví a releer la nota, luchando

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contra el alemán, pero no logré terminarla: un golpe de calor doblegó mi voluntad, pintando de negro el ambiente donde yo me encontraba apenas iluminado por pequeñas constelaciones que flotaban sobre las co-lumnas de luz. Cuando desperté, permanecí tirado en el piso de la biblioteca, completamente estirado, junto a una cabeza rubia y unas mejillas rojas que me hablaban. Supongo que me dieron azúcar y alguien, para variar, mencionó la imposibilidad fisiológica de los mediterrá-neos para soportar temperaturas extremas –como si el frío fuera capaz, contrariamente, de provocar un golpe de calor–, y de a poco me fui reponiendo. Antes de ello, una joven paramédica me tomó la presión y me inquirió sobre ciertos medicamentos que yo tomaba –ella, extra-ñamente, no formulaba preguntas, sino afirmaciones en relación a esos supuestos medicamentos–, lo cual me hizo comprender que mi aspecto debía de ser penoso.

Felizmente todos se fueron y me dejaron en paz. Permanecí sentado sobre un largo taburete de made-ra rodeado de los complejos sistemas de calefacción que los alemanes suelen utilizar. Con un vaso de agua, volví a la pantalla giratoria donde estaba el artículo del Süddeutsche Zeitung, encabezado por una foto de Oehring esposado y franqueado por dos agentes de la bundespolizei. Para saciar mi espanto, busqué en otras de las referencias que hacían mención al nombre de mi madre, pero en todas ellas los acetatos recogían el mismo episodio: Oehring, con arreglo a su propia per-versidad sexual, se las había ingeniado para producir una serie de films pornográficos de producción casera, cuyos protagonistas, en la mayoría de los casos, era una

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joven pareja obligados a corromperse por el gerente de la fábrica. Uno de los jóvenes era, por supuesto, mi pa-dre y la otra Hertha Rosenzweig, quien en ese entonces no contaba con más de diecisiete años.

En un recuadro, un psicólogo de apellido Göring –la coincidencia me estremeció–, explicaba, con lujo de detalles, la fijación del «perverso con la malformación de una de las víctimas». Las películas incautadas, decía, «muestran que Oehring obligaba a su pupilo a utilizar sus brazos deformes como terminaciones sexuales, inclu-so, hacia su propia esposa –Nota: la de Oehring–, quien también había participado, ocasionalmente, en los films».

Cuando yo regresé de ese viaje, mi padre había cam-biado. Seguía trabajando en la panificadora, pero nuestra relación logró un punto de equilibro. No es bueno lla-mar a confusiones: pese a eso –o incluso a causa de eso– yo seguí repudiándolo con todas mis fuerzas. ¿Qué clase de hombre –y de mujer– era capaz de someterse a las veleidades de otro hombre por el simple hecho de alcanzar una posición social elevada? ¿Por qué permitie-ron ese abuso? Pasé muchos años sin poder mirarlo a la cara y en su completa discapacidad yo seguí viendo a un lacayo.

XXX

Avanzando en el tiempo, volviendo a mi investigación sobre el «Problema Merino», sé que para muchos es im-posible entender tantas contradicciones. Lo dicho: si era Merino, como vengo exponiendo, un ser desagradable

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y monstruoso: ¿por qué ir detrás de sus pasos? ¿Por qué exponerme a él, y a mis perseguidores, siguiéndolo has-ta su propia casa? ¿Qué quería yo de Merino?

Es difícil de explicar lo que sentía entonces pero di-gamos que comencé a sospechar, no sin razón, que el descubrimiento del pasado de Merino –su duplicidad en Martos y su experiencia en «La Casa del Pueblo»–, las manchas en el cuerpo de Dora, exactas a las de mi pa-dre, y el mensaje oculto en el libro La estación de los conejos, estaban relacionados con mi padre y que ese descubrimiento me conduciría por fin a mi madre.

Dicho esto, me permito continuar con los aconteci-mientos posteriores que se encaminarían, ya sin tantas dudas, a la confirmación de esta sospecha.

Luego del episodio de la casa de Merino y mi poste-rior encierro voluntario en el departamento junto a mi padre, noté que me controlaban. Es posible que el lec-tor interprete esto como una tarea imposible, no lo es. El primer signo inequívoco fue un sutil parpadeo en la emisión de la señal televisiva que mantenía a mi pa-dre ocupado durante horas, entre comida y siestas hasta la cena. Lo percibí, como suele ocurrir, de casualidad: deduje que luego de cierta pérdida de señal expuesta por el aparato, mi padre caía en un sueño profundo y anormal. Pasé horas detrás del televisor observando a mi padre y la precisión fue siempre exacta: comenzaba a las tres y treinta y tres de la tarde, duraba unos segundos y mi padre volvía en sí dos horas después. No existe, en la vida de un hombre, la precisión mecánica del lapsus, como todos saben, el inconsciente carece de tiempo. Repetí esta operación siete veces y las siete veces mi

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padre, frente al emisor de células fotoeléctricas, perdió el conocimiento a las tres y treinta y tres durante dos horas, luego de un desperfecto en la señal. Razoné, con inteligencia, del siguiente modo:

Control: mediante el televisor deberían estar contro-lando nuestros ciclos vitales,

Exploración; y que, si así era, a través de las cloacas del váter, deberían estar analizando nuestra alimentación y periodos de actividad –todo eso puede estudiarse con la orina–,

Sedación: y por medio del agua del grifo rebajando nuestros impulsos emocionales a efectos de utilización de Seconal u otros fármacos.

Análisis: dejé de usar Internet, desconecté el teléfono, para evitar que ellos registraran la información que con-sumíamos y hacía dónde nos dirigíamos.

Repeler: desde ese momento, comencé a utilizar los aparatos de la casa alternativamente: apagaba el televi-sor –con las consabidas quejas del hombre de los brazos pequeños– y lo encendía a deshora, juntaba las heces producidas a contranatura por mi padre y las unía a las mías para desecharlas, siempre en un horario distinto, una sola vez al día. Tomábamos agua embotellada. Siem-pre intenté despistarlos sin levantar sospechas.

Finalmente, cuando sentí que volvía a tomar el control de mi vida y de la de mi padre, en un acto desesperado, volví a ver a Sorge.

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XXXI

En virtud del último episodio en el que yo me vi en-vuelto, en el velatorio de Dora, la reunión no careció de incomodidad para Sorge. Me atendió, resignado –sé que había hecho lo imposible para no verme–, un martes cálido de noviembre en el que yo me sentía par-ticularmente osado. Lo recuerdo de pie, como siempre, apoyado en una de sus inmensas bibliotecas llenas de libros y de objetos –adornos, tarjetas, fotos–, valiosos solo para personas intrascendentes. Me contempló sin curiosidad, parecía aburrido.

–Bien sabe el riesgo que corro por venir a verlo –lo interpelé ni bien llegué al salón–. Solo espero de usted sinceridad.

–La tiene –rio como si yo fuera un niño.–¿Qué sabe de Merino?–¿A qué se refiere?–Voy a hacerle una serie de preguntas directas que

debería haberle hecho hace mucho tiempo, desde el mismo día en que conocí a Merino.

–Repito –dijo, sin darle importancia a nada, colocan-do su mano derecha en su pecho, como un boy scouts–, puede contar con mi sinceridad.

–¿Quién es la editorial que publicó La estación de los conejos y por qué accedió a hacerlo?

–Bueno, es una editorial muy pequeña, ciertamente. Su nombre es Ediciones H.S., tiene su residencia en Barcelona, y sobre el hecho concreto de su publicación, la respuesta es un poco más compleja, pero, digamos, que fue gracias a mi recomendación. El libro, por lo demás, es penoso.

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–No lo es.–Para gustos, la literatura –dijo complaciente.–¿Por qué una persona como Merino vendría a tertu-

lias literarias?–¿Porque soy bueno?–Hábleme sobre la máquina –no soportaba su ci-

nismo.–¿La máquina?–Usted sabe, sobre la máquina con su corazón girato-

rio a la cual se conecta Merino por medio de sus tubos plásticos.

–Oh, la máquina –una carcajada le interrumpió la res-piración–. Esa máquina. Bueno, eso es obvio: Merino está enfermo, sus riñones han dejado de funcionar por completo. Sin la máquina moriría de inmediato. Lo que usted llama La Máquina no es más que un equipo de diálisis peritoneal. Ya sabe… la sangre –hizo, con pe-reza, un movimiento giratorio con la mano–, hay que filtrarla, limpiarla cada día.

Cavilé un rato, me sentí desconcertado. Sorge me sir-vió más vino y apoyando su mano sobre mi hombro –yo permanecí sentado, él de pie– me dijo: «No le dé tanta importancia a todo, amigo». Repuse:

–¿Qué sabe del Cántico del Hermano Sol?Sorge abrió los ojos, me estudió con determinación.

Luego su expresión cambió, parecía pensativo.–¿Se refiere usted al Cántico compuesto por San Fran-

cisco de Asís antes de su muerte?–¿San Francisco?–Sí, ya sabe, el Cántico: «alabado seas, mi Señor, en

todas tus criaturas, especialmente en el Señor Hermano

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Sol, por quien nos das el día y nos iluminas…», etcétera. En fin, mala literatura.

–Pero, ¿qué significa eso?–Supongo –especuló– que San Francisco pensaba que

todo lo creado era obra divina y que todos los seres debían ser tratados como «hermanos» y «hermanas». Pero, además, esta gente, lejos de ser hedonistas, pensaban que se llegaba a la gracia de Dios mediante la renuncia. Mediante el sufrimiento…

–Mediante el dolor...–Sí, el dolor, llámelo como quiera…Entonces algo revelador ocurrió en ese instante: jun-

to a Sorge, en una balda de la biblioteca, había –en un descuido imperdonable, estimo– una tarjeta de la clíni-ca privada donde yo había sido entrevistado por Adela y donde Dora había pasado días aciagos. Me puse de pie, me acerqué y pude leer: «Clínica Privada HS». Pen-sé, como si recordara una regla nemotécnica, «Ediciones HS». Me tambaleé. Miré a Sorge con espanto mientras balbuceaba de modo inteligible: «Hache ese. Hermano Sol». Padecí un desdoblamiento súbito de energía.

–¿Tú también? –dije finalmente.–¿Perdón?Supuse, con desesperación, que los clanes son más

fuertes que las acciones que intentan destruirlos y que, por tanto, yo estaba atrapado: ellos también tenían a Sor-ge. Retrocedí –él me miraba, sin moverse, cansado– y corrí hasta la puerta. Sin embargo, la puerta estaba cerra-da, la forcé pero fui incapaz de abrirla. Escuché su voz llamándome con tranquilidad y sus pasos sobre la made-ra, desesperantes. Apareció en el pasillo con su estúpida

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copa de vino entre los dedos y me apartó suavemente de la puerta –tenía las llaves en la mano–. ¿Estaba bo-rracho? ¿Podía ser Sorge tan extremadamente frío como para no perder la calma incluso en esa situación? Dijo:

–Él quiere verlo. No siga con este juego. –No, no –dije. Me temblaban los labios.–En definitiva ¿No lo está buscando usted desde hace

meses?Inferí que si ellos habían estado controlándonos hacía

tiempo, mediante los dispositivos eléctricos, las cloacas y el agua, ningún sentido tenía mentir.

–Sí, lo busco –mis ojos persiguieron el suelo–. Pero le temo. Lo admiro y le temo…

–Nada tiene Merino en su contra. Lo espera.Con estas últimas palabras, Sorge abrió la puerta y yo

atravesé el marco de madera como si estuviera saliendo de un naufragio. El aire estaba sitiado por un haz de luz y por partículas que flotaban en el pasillo, en las escale-ras y finalmente en la acera donde yo vomité, agotado, contra un árbol diminuto.

XXXII

Cuando volví a mi departamento, esa misma tarde, encontré muerto a mi padre. Soy completamente sincero al exponer que desconozco cómo él, incapacitado en su mayoría, había logrado hacerse con el mando y encen-der el televisor frente al que pasó demasiadas horas. De modo que, rápidamente, llegué a la única conclusión viable: pese a mis precauciones, ellos habían logrado

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ingresar al departamento, encender el aparato, acomo-dar a mi padre y esperar hasta que las ondas emisoras hicieran su trabajo.

El golpe fue desolador. Además, su pérdida significaba la absoluta imposibilidad, pese a su estado, de arrancarle algún secreto más sobre el destino de mi madre. En ese contexto, el «Problema Merino» se agudizó. Pasé horas dentro del departamento tapiado, junto al hombre de los brazos pequeños sin vida, amortajado y ladeado en su silla de ruedas, pensando, formulando hipótesis de con-tinuidad, controlando cualquier punto de fuga, atrapado y sintiéndome desfallecer frente a ellos.

Logré cremar el cuerpo de mi padre sin mayores sobresaltos, solo, cerca del mismo lugar donde otros habían llorado a Dora. Fue un día duro. Añadan uste-des, si así lo desean, un escenario ensombrecido por la tarde gris y semanal de Madrid, bañado por silencios y el olor del cuerpo de mi padre ardiendo con emoción, desintegrando la condena de las pastillas alemanas y las marcas rojas, regularmente dispuestas, de su espalda. Las mismas marcas que yo llevo ahora. Incorporen la certeza de que, a Dora, la pobre Dora, y a mi padre los unió la muerte. Añadan todos esos detalles y encontrarán en mí a un ser desgraciado y perseguido, en el peor momento de su vida. Por último, recuerdo que en ese momento, frente al horno –el imaginario horno, por cierto–, divisé la imagen del comandante Martos franqueado por sel-vas, con su estampa de guerrillero torturado, que me indicaba el camino de salida de este asfixiante laberinto de dudas. Fabulé ideas enloquecidas, me vi desnudo y acabado.

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Por lo demás: me negué a las cenizas, siempre me han parecido un ritual ficticio.

Luego, más adelante –paciencia–, asociaría esa ima-gen, la del cuerpo de mi padre ardiendo, a las palabras que Merino me expresara, cercado yo por fantasmales temores, en el jardín de su casa: «Solo mediante el dolor es posible reparar el daño causado».

Comienzo así el final de este relato.

XXXIII

Vi a Merino en la puerta, esperándome. Era una pe-queña entrada que cortaba de cuajo el largo cercado de ligustros que hacían imposible divisar el terreno desde la calle, las mismas plantas que yo había manipulado la noche en que lo seguí por primera vez. Vestía, como en el velorio de Dora, una gran camisa blanca muy holga-da que llegaba hasta sus rodillas y dejaba en evidencia el despropósito de su gordura. Se protegía del sol de las diez de la mañana revestido en una espesa capa de crema blanca que trepaba hasta la mitad de su cabeza redonda y calva. Cuando me acerqué –su sonrisa pater-nal había barrido todo atisbo de temor–, él me tomó del cuello, luego de la cabeza con su inmensa mano hincha-da, y me apoyó sobre su hombro, en señal, claramente, de afecto. Así permanecimos unos minutos, en silencio, él acariciándome ligeramente la nuca y yo registrando su corazón y su respiración en mi pecho.

–Sabía que vendrías –me dijo al soltarme. Me estu-diaba.

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Lo vi caminar endurecido, moviendo sus pies con dificultad, sujetándose a las cosas. Finalmente me con-dujo hacia el interior del terreno herrumbroso, repleto de porquerías y malas yerbas. El cielo parecía sacado de una carta de color y permanecía atravesado por es-telas de condensación blancas que simulaban trazos, rejas, figuras. Nos sentamos en unos bancos de cerámi-ca, prácticamente ocultos entre la maleza y la suciedad. Merino descargó todo su cuerpo en el banco, enfrentado al mío, y su grasa buscó su lugar entre los pliegues de gelatina. Percibí el mismo gorgoreo de los conejos de aquella noche, pero, extrañamente, no los vi, no conse-guía dar con ellos.

Es importante saber que yo me había armado de valor para enfrentar a ese hombre poderoso y genial y cla-ramente desprovisto de rencor, un hombre que jamás duda –las personas que dudan, como yo, carecen de coraje– y por todo eso ahora me encuentro a su merced. Me habló del «Proyecto Hermano Sol», de los buenos resultados obtenidos y de la imperiosa necesidad de conservar un espacio concreto de experimentación. Dijo –se lamentaba–: «Vivimos en una sociedad destinada a un fin concreto, el ensayo y el error, por tanto, han sido relevados por el discurso de la eficiencia que otros de-terminan». Desconocía el sentido de esas palabras pero sus pausas, su hipnótica paciencia y su pasión me con-movieron. Sentí felicidad, la infelicidad no es para mí. Luego me hizo una seña para que lo ayudara y eso hice: con dificultad se puso de pie. Caminamos despacio por el terreno, me indicó los distintos tipos de construccio-nes –construcciones que yo había visto desde el otro

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lado de la hilera de ligustros sin encontrarle sentido–, algunas, simplemente, con formas de pajares grandes, otras más pequeñas: cajas de no más de un metro de alto con varias entradas y al final una larga hilera de edi-ficaciones precarias y destartaladas, que daban cuenta de un sencillo sistema carcelario. Las señaló:

–Ya no las usamos. El error, en un comienzo, fue su-poner que la inducción del dolor podía ser simbólica, digamos, la perdida de la libertad, la privación. Fue en vano…

Más adelante reconocí una piscina vacía, putrefacta. Los mosaicos habían sido arrancados por las raíces de las plantas y los esqueletos de viejas sillas de acero co-lindantes y oxidadas, junto a las escalerillas derruidas, ensuciaban las paredes y los fragmentos de hormigón. A medida que me acercaba, lentamente, comprendí que el suelo de la piscina se movía. El horror me encon-tró con un grito involuntario: cientos de conejos sucios pugnaban desesperadamente por salir entre manchas de sangre que quedaban impregnadas en los muros.

–Siempre están buscando la forma de escaparse –me dijo Merino, a mis espaldas–. Y algunos lo logran. ¿No es maravilloso?

Volví a él con espanto, pero antes de poder hablar me tomó del codo y me condujo nuevamente a los bancos de hormigón.

–Ya hace unos años –dijo cuando logró sentarse– que experimentamos con conejos. La mecánica, como co-rresponde a este tipo de acciones, es muy simple: esos compartimientos –señaló una de las construcciones de no más de un metro de alto–, tienen una placa metálica,

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que denominamos Estación y una sencilla palanca que abre la tapa desde adentro. Algunos de ellos entran y se produce el siguiente ejercicio: se les aplica una descar-ga eléctrica suave y ellos se alteran pero no hacen gran cosa. Al principio, la alteración es leve, pero, conforme a nuestros métodos de observación, vamos subiendo el voltaje. Mientras los conejos están sobre la placa eléctrica se ponen nerviosos, pero son incapaces de accionar la palanca y escapar, las descargas eléctricas emiten un so-nido muy suave, pero concreto. En este punto, contamos con un segundo grupo de control que colocamos del otro lado de la caja y que ya fueron electrocutados pre-viamente, de modo que el conejo está libre de peligro, aunque encerrado. Este segundo compartimiento tam-bién posee una palanca que abre la puerta y les permite escapar. El resultado es fascinante: cuando los conejos del segundo grupo, el grupo de control, escuchan el so-nido de las descargas eléctricas del otro lado de la caja, gritan desesperadamente hasta volverse locos. Escuche esto: gritan más, mucho más que los conejos que están recibiendo las descargas directamente y pese al pánico logran destrabar la palanca con el hocico y escapar.

Lo vi reír y menearse como un niño complacido, siem-pre cansado.

–La estación de los conejos –dije con los ojos cerra-dos, señalando la caja.

–¡Bravo! –Apuntó Merino y aplaudió.Ambos permanecimos en silencio, él estudiando el

despropósito del terreno, yo observando los movimien-tos de la casa, en la segunda planta, lentos y con las pautas de un leprosorio.

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–Lo importante –dijo, al cabo de unos minutos–, es saber el sentido de estas ideas: los conejos, al detectar las descargas del otro lado del compartimiento, gritan, se desesperan y finalmente escapan por la sencilla razón de que han conocido ese dolor físico y lo rechazan y, por tanto, están preparados para ser libres. Sin embargo, los conejos electrocutados son capaces de morir allí mis-mo, fritos, antes de saber qué hacer.

Merino respiraba quejosamente, con dificultad. Buscó la sombra de un gomero que colgaba.

–¿Eso fue «La Casa del Pueblo»? –pregunté con ironía, pero Merino se puso incómodo: el ímpetu o la decep-ción lo irritaban.

–No, no, aquello fue otra cosa… usted lo sabe. Aquello… fue un error de juventud: ellos no estaban preparados para entenderme. En definitiva, con el tiem-po aprendí que esta es una guerra para recuperar el Yo, y no para asaltar un poder abstracto que nada resuelve. Como le dije: ensayo y error…

Yo me avergoncé, temí que me creyera un pusiláni-me, alguien incapacitado para percibir la magnitud de su obra. Merino respiró profundamente, ya no me miraba.

–Pero ¿por qué mi padre? ¿por qué Dora? –dije con temor al rechazo.

XXXIV

Desde mi habitación en el segundo piso de la casa de Merino –él prefiera llamarla «Clínica»–, observo el valle cultivado de ajos, las acequias y finalmente la larga hile-

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ra de montes verdes que trepan como muros de sombra. Permanezco sentado, inmóvil, según la recomendación de Merino para no abrir las heridas rosas de mi espal-da, volcando en estas memorias, aunque todavía no esté preparado del todo, mi propia experiencia en el «Proyec-to Hermano Sol».

Luego de largas cavilaciones, de una profunda depre-sión y de la tiranía propia de la palabra escrita, me es imposible describir en su totalidad la conversación final con Merino, referida a la historia real de mis padres. Creo que aún no estoy preparado. Por lo demás, tam-bién fue recomendación suya obviarla en todo su rigor narrativo, puesto que, como dije, también él considera que no es bueno saltar etapas de mi curación.

Dicho esto, intentaré formular una descripción mera-mente telegráfica de sus palabras.

Lo cierto es que, según la versión de Merino –a la cual yo me atengo–, cuando mis padres regresaron a Madrid, luego de hacerse públicos los abusos de Oehring y tu-vieran que dejar la fábrica, al poco tiempo nací yo.

Lejos de facilitar las cosas, ya instalado en Madrid, mi padre seguía viendo en el rostro de Hertha Rosenzweig la repetición y multiplicación de su humillación. Veía en ella, entre otras cosas, la pasividad con que se había de-jado penetrar por los miembros malsanos de mi padre, como si ella, hubiera sido la culpable del último y más grave episodio de humillación que había sufrido a lo largo de su vida. Mi padre siempre ha sido un lacayo y como tal fue incapaz de asociar el objeto de su desgracia al explotador, Oehring, en lugar de dirigir su ira contra otro explotado, su mujer, su igual –palabras de Merino–.

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En ese estado de completa alienación la mató. No reve-laré aquí los pormenores de su desaparición, ni la forma en que el hombre de los brazos pequeños logró desha-cerse del cuerpo. Como dije: este relato me implica, ya por su simple naturaleza, un esfuerzo sobrehumano.

Lo cierto es que años después, en mi adolescencia, coincidente con el creciente interés por conocer a mi madre, mi padre había llegado al límite de su enajena-ción mental: la figura de mi madre, lejos de desaparecer, seguía creciendo y ocupando todos los espacios de su cabeza. Posteriormente, durante mi viaje a Alemania, mi padre se entregó voluntariamente a las manos de Meri-no, a quien conoció en una conferencia. Era un hombre deshecho, con la urgente necesidad de perdonarse y de expiar sus indecorosas deudas. Se sometió, como yo, al tratamiento aunque en ese tiempo, según el propio Merino –al igual que ocurriera, primero en la «La Casa del Pueblo», luego durante su estadía en la selva de Qua-rai, bajo la falsa identidad de comandante Martos, y aún en el tiempo en que mi padre lo conoció, el proyecto carecía de la eficacia con la que cuenta hoy en día–, su cuerpo, ya frágil de nacimiento, soportó irregularmente las descargas eléctricas controladas.

Contrariamente a lo imaginado, el tratamiento fue un éxito: mi padre, por primera vez en su vida logró esca-par a sí mismo. Poco después, sin embargo, un ictus lo inmovilizaría por el resto de su vida.

Considero adecuado, por cortesía, referirme breve-mente al caso de Dora. Como el lector sabe, Dora y Merino sostuvieron, sin hacerlo público, una intensa relación hace ya muchos años. Dora sufría depresión

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clínica y por amor –estas, claramente, no son palabras de Merino– se sometió al «Proyecto Hermano Sol», con peor suerte que mi padre. Su entrega, para el completo vaciamiento de su Yo mediante el dolor físico, careció de la profundidad que este tipo de tratamientos requieren. Venía, posiblemente, para estar cerca de Merino y quedó atrapada entre dos imposibilidades: la de seguir a Meri-no en su visión y la de continuar soportando su realidad cotidiana a la cual, con brevedad, yo me acerqué.

Las cosas van mejor en el momento en que escribo esto. Mi salud mejora, confío en mi curación. Por lo pronto, sigo al pie de la letra las indicaciones de Merino. Estoy a salvo, en mi cuarto no hay televisión ni aparatos eléctricos, acaso esta pluma y este bloc amarillo que me han entregado recientemente.

Poseo grandes esperanzas en el futuro: sé que aquí, al amparo de Merino y del «Proyecto Hermano Sol», ja-más seré encontrado por la persistencia alocada de mis perseguidores.