nochlin, linda. women, art, and power and other essays

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1 Tomado de: Nochlin, Linda. Women, Art, and Power and Other Essays. New York: Harper & Row Publishers, 1988. Traducción: Inés Elvira Rocha T. ¿POR QUÉ NO HA HABIDO GRANDES MUJERES ARTISTAS? Aunque el reciente resurgimiento de la actividad feminista en este país ha sido liberador, su fuerza ha sido fundamentalmente emocional –personal, psicológica y subjetiva- y centrada, al igual que los otros movimientos radicales con los que está relacionada, en el presente y sus necesidades inmediatas más que en el análisis histórico de los temas básicos que el ataque del feminismo al status quo despierta. 1 Sin embargo, al igual que cualquier revolución, el feminismo tendrá que enfrentar tarde o temprano las bases intelectuales e ideológicas de las varias disciplinas intelectuales y eruditas – historia, filosofía, sociología, psicología, etc.- de la misma manera en que cuestiona la ideología de las instituciones sociales actuales. Si, como sugirió John Stuart Mill, tendemos a aceptar todo lo que es como natural, esto se aplica tanto al ámbito de la investigación académica como a nuestro orden social. En la investigación, los supuestos “naturales” deben ser cuestionados y las bases míticas de los llamados ‘hechos’ deben ser develadas. Y es ahí donde la posición de la mujer como intruso reconocido, el “ella” disidente en vez del neutral “uno” –en realidad la posición-aceptada-del-hombre-blanco considerada natural, o el escondido “él” como sujeto de todos los predicados eruditos xxxxxxxxxxx ventaja, más que un simple obstáculo o una distorsión subjetiva. En el área de la historia del arte, el punto de vista del hombre blanco occidental, inconscientemente aceptado como el punto de vista del historiador del arte, puede resultar 1 Notables excepciones son las de Kate Millett, Sexual Politics, Nueva York, 1970 y Mary Ellman, Thinking About Women, Nueva York, 1968. Rocha Comentario: La fotocopia no es legible en este renglón!

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arte feminismo

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Tomado de: Nochlin, Linda. Women, Art, and Power and Other Essays. New York: Harper & Row Publishers, 1988.

Traducción: Inés Elvira Rocha T.

¿POR QUÉ NO HA HABIDO GRANDES MUJERES ARTISTAS? Aunque el reciente resurgimiento de la actividad feminista en este país ha sido liberador, su

fuerza ha sido fundamentalmente emocional –personal, psicológica y subjetiva- y centrada,

al igual que los otros movimientos radicales con los que está relacionada, en el presente y

sus necesidades inmediatas más que en el análisis histórico de los temas básicos que el

ataque del feminismo al status quo despierta.1 Sin embargo, al igual que cualquier

revolución, el feminismo tendrá que enfrentar tarde o temprano las bases intelectuales e

ideológicas de las varias disciplinas intelectuales y eruditas – historia, filosofía, sociología,

psicología, etc.- de la misma manera en que cuestiona la ideología de las instituciones

sociales actuales. Si, como sugirió John Stuart Mill, tendemos a aceptar todo lo que es

como natural, esto se aplica tanto al ámbito de la investigación académica como a nuestro

orden social. En la investigación, los supuestos “naturales” deben ser cuestionados y las

bases míticas de los llamados ‘hechos’ deben ser develadas. Y es ahí donde la posición de

la mujer como intruso reconocido, el “ella” disidente en vez del neutral “uno” –en realidad

la posición-aceptada-del-hombre-blanco considerada natural, o el escondido “él” como

sujeto de todos los predicados eruditos xxxxxxxxxxx ventaja, más que un simple obstáculo

o una distorsión subjetiva.

En el área de la historia del arte, el punto de vista del hombre blanco occidental,

inconscientemente aceptado como el punto de vista del historiador del arte, puede resultar 1 Notables excepciones son las de Kate Millett, Sexual Politics, Nueva York, 1970 y Mary Ellman, Thinking About Women, Nueva York, 1968.

RochaComentario: La fotocopia no es legible en este renglón!

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inadecuado no sólo por motivos éticos y morales, o por ser elitista, sino también por

razones intelectuales. Al revelar el fracaso de buena parte de la historia del arte académica

–y de la historia en general- al dar cuenta del sistema de valores no reconocido, la

presencia misma de un sujeto intrusivo en la investigación histórica, la crítica feminista

pone al descubierto también su presunción, su ingenuidad meta-histórica. En un momento

en que todas las disciplinas se están volviendo más tímidas, más conscientes de la

naturaleza de sus presupuestos tal como se presentan en el lenguaje y estructura de las

variadas áreas del saber, la aceptación –sin criterio crítico- de “lo que es” como “natural”

puede ser intelectualmente fatal. Así como Mill vio la dominación masculina como una en

la larga serie de injusticias sociales que deben ser superadas si se espera crear un orden

social verdaderamente justo, nosotros podemos ver la tácita dominación de la subjetividad

del hombre blanco como una en la serie de distorsiones intelectuales que deben ser

corregidas para lograr una más adecuada y acertada percepción de las situaciones

históricas.

Es el intelecto femenino comprometido (como el de Stuart Mill) el que puede perforar las

limitaciones culturales-ideológicas de la época y su “profesionalismo” para revelar

prejuicios e insuficiencias, no sólo en el tratamiento del tema de la mujer, sino en la forma

de formular las preguntas fundamentales de la disciplina como un todo. Así, la tan llamada

cuestión femenina, lejos de ser un sub-tema menor, periférico y risible injertado a una

disciplina seria y establecida, puede convertirse en un catalizador, una herramienta

intelectual, que ponga a prueba los supuestos “naturales”, ofreciendo un ejemplo para otros

cuestionamientos internos y, a su vez, brindando enlaces a paradigmas establecidos por

posiciones radicales en otras áreas. Inclusive una pregunta simple como ¿Por qué no ha

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habido grandes mujeres artistas? puede, si se contesta adecuadamente, producir una

reacción en cadena, ampliándose hasta cubrir no sólo los supuestos aceptados del área

individual, sino también hasta abarcar la historia y las ciencias sociales o, incluso, la

psicología y la literatura y así desafiar el supuesto de que las divisiones tradicionales del

cuestionamiento intelectual son todavía adecuadas para responder a las preguntas

fundamentales de nuestro tiempo.

Examinemos, por ejemplo, las implicaciones de la eterna pregunta “Bueno, si las mujeres

realmente son iguales al hombre, ¿Por qué nunca ha habido grandes artistas mujeres (o

compositoras, matemáticas, filosofas) o tan pocas?”

¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? La pregunta repica como un reproche en el

fondo de casi todas las discusiones del problema femenino. Pero, al igual que tantas otras

preguntas relacionadas con la “controversia” feminista, falsifica la naturaleza del tema al

mismo tiempo que ofrece insidiosamente su propia respuesta: “No ha habido grandes

mujeres artistas porque las mujeres son incapaces de alcanzar la grandeza”.

Los supuestos detrás de esta pregunta son variados en rango y sofisticación, yendo desde

“demostraciones científicas” de la inhabilidad de los seres humanos dotados de matriz -en

vez de pene- para crear nada significativo, hasta la relativamente abierta posición de

sorpresa porque la mujer –a pesar de tanto años de aparente igualdad- no hayan logrado aún

nada de significación excepcional en las artes visuales.

4

La primera reacción de las feministas es comerse el anzuelo y tratar de contestar la

pregunta tal como se ha planteado: o sea, rebuscar ejemplos de mujeres valiosas o

insuficientemente reconocidas a lo largo de la historia; rehabilitar carreras modestas,

aunque interesantes y productivas; “redescubrir” pintoras de flores olvidadas o seguidoras

de David y argumentar su valor; demostrar que Berthe Morisot era menos dependiente de

Manet de lo que nos han enseñado –en otras palabras, comprometerse en la actividad

normal del erudito especializado que defiende a su propio maestro olvidado. Dichos

intentos, producidos ya sea desde el enfoque feminista –como el ambicioso artículo sobre

mujeres artistas que apareció en el Westminster Review2 en 1858- o por estudiosos eruditos

hablando sobre artistas como Angelica Kauffmann y Artemisia Gentileschi3, son un

esfuerzo valioso que contribuye a nuestro conocimiento de los logros femeninos o de la

historia del arte en general. Sin embargo, no contribuyen al cuestionamiento del supuesto

que hay tras la pregunta ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Por el contrario, al

tratar de contestarla, refuerzan tácitamente las implicaciones negativas de la misma.

Otra forma de contestar la pregunta implica un cambio de táctica y afirmar, como lo

hacen algunas feministas contemporáneas, que hay un tipo distinto de “grandeza” en el arte

femenino, postulando así la existencia de un estilo femenino distinto y reconocible,

diferente en sus cualidades expresivas y formales, y basado en el especial carácter de la

situación y experiencia femenina.

2 “Mujeres artistas”. Reseña del Die Frauen in die Kunstgeschichte por Ernest Guhl en The Westminster Review (edición americana), LXX, Julio 1858, pp.91-104. Agradezco a Elaine Showalter por mencionarme esta reseña. 3 Véase, por ejemplo, los excelentes estudios de Peter S. Walch sobre Angelica Kauffmann, o su disertación doctoral (sin publicar) “Angelica Kauffmann”, Princetown University, 1968; para Artemisia Gentileschi, véase R. Ward Bissell, “Artemisia Gentileschi – A New Documented Chronology”, Art Bulletin, L (Junio 1968), pp. 153-68.

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Superficialmente esto puede parecer racional: en general, la experiencia y situación de la

mujer en la sociedad es diferente a la del hombre y, naturalmente, el arte producido por un

grupo de mujeres unidas por el objetivo de dar cuerpo a una conciencia grupal de la

experiencia femenina puede resultar identificable estilísticamente como arte feminista, si no

arte femenino. Desafortunadamente, aunque sea una posibilidad, hasta ahora no ha

ocurrido. Mientras los miembros de la Escuela Danube, los seguidores de Caravaggio, los

pintores reunidos alrededor de Gauguin en Pont-Aven, el Blue Rider o los cubistas pueden

ser reconocidos por ciertas cualidades estilísticas y expresivas claramente definidas, no hay

cualidades comunes a la “feminidad” que unan los estilos de las artistas en general, como

no hay las hay que enlacen a las escritoras –un caso brillantemente discutido, contra los

más devastadores y contradictorios clichés masculinos, por Mary Ellmann en Thinking

about Women. Ninguna sutil esencia femenina podría unir el trabajo de Artemisia

Gentileschi, Madame Vigée-Lebrun, Angelica Kauffmann, Rosa Bonheur, Berthe Morisot,

Suzanne Valadon, Käthe Kollwitz, Barbara Hepworth, Georgia O’Keeffe, Sophie Taeuber-

Arp, Helen Frankenthaler, Bridget Riley, Lee Bontecou o Louise Nevelson, como tampoco

el de Safo, María de Francia, Jane Austen, Emily Brontë, George Sand, George Eliot,

Virginia Woolf, Gertrude Stein, Anaïs Nin, Emily Dickinson, Silvya Plath y Susan Sontag.

En todos los casos, las artistas y escritoras parecen estar más cerca de otros artistas y

escritores de su época y visión que lo que están entre ellas.

Se puede afirmar que las artistas son más introspectivas, más delicadas en el tratamiento de

su medio. Pero, ¿cuál de las mujeres citadas es más introspectiva que Redon, más sutil y

matizada en el manejo del pigmento que Corot? ¿Es Fragonard más o menos femenino que

Madame Vigée-Lebrun? ¿Será más bien que todo el estilo rococó del siglo XVIII en

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Francia es “femenino”, si lo juzgamos en una escala binaria de “masculino” versus

“femenino”? Ciertamente, si los criterios de exquisitez, delicadeza y preciosidad deben

contarse como señales del estilo femenino, resulta que no hay nada frágil en La feria de

caballos de Rosa Bonheur, nada exquisito o introspectivo en las lonas gigantes de Helen

Frankenthaler. Si las mujeres han preferido las escenas domesticas o de niños, Jan Steen,

Chardin y los impresionistas también las prefirieron –Renoir y Monet al igual que Morisot

y Cassatt. En cualquier caso, la escogencia de un ámbito temático o la limitación a ciertos

motivos no puede equipararse a un estilo, mucho menos a algún tipo de estilo femenino

quintaesencial.

El problema no radica tanto en el concepto de algunas feministas sobre la feminidad,

sino en la falsa idea –compartida por el público en general- de qué es el arte: en la

ingenua idea de que el arte es la expresión directa y personal de la experiencia emocional

individual, una traducción de la vida personal a términos visuales. El arte casi nunca es eso;

el arte importante nunca lo es. Hacer arte implica un lenguaje formal auto-consistente, más

o menos dependiente o libre de convenciones temporalmente definidas, esquemas o

sistemas de notación, que deben ser aprendidos o resueltos ya sea por lecciones, prácticas o

un largo periodo de experimentación individual. El lenguaje del arte es encarnado en

pintura y línea en tela o papel, en piedra o barro o plástico o metal – no es un lamento ni un

susurro confidencial.

El hecho real es que no ha habido artistas femeninas supremamente importantes, hasta

donde sabemos -aunque ha habido muchas interesantes y muy buenas que siguen sin ser

suficientemente apreciadas y estudiadas-, como no ha habido grandes pianistas de jazz

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lituanos, ni jugadores de tenis esquimales, sin importar cuánto lo lamentemos. Que este sea

el caso es lamentable pero ninguna manipulación de la evidencia crítica e histórica podrá

alterar la situación; tampoco se distorsionará la historia por la acusación de chauvinismo

masculino. No hay mujeres equivalentes a Miguel Ángel o Rembrandt, Delacroix o

Cézanne, Picasso o Matisse, o en tiempos más recientes a Kooning o Warhol, como

tampoco hay negros americanos equivalentes a ellos. Si realmente hubiese grandes

cantidades de artistas femeninas “escondidas”, o si realmente debiesen usarse diferentes

estándares para el arte de las mujeres –como opuesto al de los hombres- entonces ¿por qué

pelean las feministas? Si las mujeres han alcanzado realmente el mismo estatus que los

hombres, entonces el status quo está bien como está.

Pero de hecho sabemos que las cosas como son y han sido, en las artes y cientos de otras

áreas, son ridículas, opresivas y desalentadoras para todos aquellos, las mujeres incluidas,

que no tuvieron la suerte de nacer blancos, clase media y, sobre todo, hombres. La falta no

radica en nuestra estrella, nuestras hormonas, nuestros ciclos menstruales o nuestros

espacios vacíos internos, sino en nuestras instituciones y nuestra educación –educación

entendida como inclusiva de todo lo que nos ocurre desde el momento en que llegamos a

este mundo de símbolos, signos y señales significativas. De hecho el milagro es que, dadas

las apabullantes desigualdades de las mujeres o los negros, tantos de ellos hayan logrado la

excelencia total en aquellos campos de prerrogativas para hombres blancos como lo son la

ciencia, la política y las artes.

Y es cuando pensamos seriamente en las implicaciones de la pregunta “¿por qué no ha

habido grandes artistas mujeres?” que empezamos a entender hasta qué punto ha sido

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condicionada nuestra conciencia de cómo son las cosas en el mundo –condicionada y, con

frecuencia, falsificada- por la forma en que se plantean las preguntas más importantes.

Tendemos a dar por hecho que realmente existe un problema en el Oriente Asiático, un

problema de pobreza, un problema negro y un problema femenino; pero, primero, debemos

preguntarnos quién formula estos “problemas” y, luego, qué objetivo cumplen (podemos

refrescar nuestra memoria con las connotaciones del “problema judío” de los nazis). En

nuestra época de comunicación instantánea, se formulan fácilmente “problemas” para

racionalizar la mala conciencia de aquellos en el poder: así el problema planteado por los

americanos en Vietnam y Cambodia es denominado por ellos mismos el problema del

Oriente Asiático, mientras que para los asiáticos podría ser, más realistamente, el problema

americano; el tan mencionado problema de pobreza puede ser visto por los habitantes de los

guetos urbanos o los eriales rurales como el problema de la riqueza; la misma ironía

convierte el problema blanco en el problema negro; y la misma lógica invertida aparece en

nuestra formulación del estado de cosas actual como el problema femenino.

El problema femenino, al igual que todos los problemas humanos (y la idea de denominar

“problema” a algo relacionado son seres humanos es una idea bastante reciente), no es

sensible a la “solución” ya que los problemas humanos involucran una reinterpretación de

la naturaleza de la situación o una alteración radical de postura por parte de los

“problemas” mismos. Por esto la mujer y su situación en las artes, como en otras áreas de

desempeño, no son un “problema” para ser visto a través de los ojos de la elite masculina

dominante. Las mujeres deben concebirse a sí mismas como potenciales –si no reales-

sujetos iguales y deben estar dispuestas a enfrentar la situación tal cual es, sin lástima de sí

mismas, al mismo tiempo que ven su situación con el grado de compromiso emocional e

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intelectual necesario para crear un mundo en el que la igualdad no sólo sea posible sino

activamente estimulada por las instituciones sociales.

No sería realista esperar que la mayoría de los hombres, en las artes u otras áreas,

repentinamente entendieran esto y vieran que es en su propio interés concederle igualdad

total a las mujeres, como afirman optimistamente algunas feministas, o sostener que los

hombres comprenderán muy pronto que se están disminuyendo a sí mismos al negarse

acceso a campos tradicionalmente “femeninos” y a las reacciones emocionales; al fin y al

cabo, hay pocas áreas que les estén realmente “negadas” a los hombres si el nivel de

desempeño exigido es suficientemente trascendental, responsable y bien remunerado: los

hombres que tienen una necesidad “femenina” de involucrarse con bebes y niños alcanzan

estatus como pediatras o psicólogos infantiles y tienen una enfermera (mujer) que haga el

trabajo rutinario; aquellos cuyo impulso los lleva a ser creativos en la cocina adquieren

fama como chefs; y, desde luego, los hombres que aspiran a lo que frecuentemente se ha

tachado de “intereses artísticos femeninos” se desempeñan como pintores y escultores, no

como asistentes voluntarios en museos o ceramistas de medio tiempo, como terminan

frecuentemente sus contrapartes femeninas; en cuanto al trabajo erudito ¿cuántos hombres

estarían dispuestos a cambiar su trabajo de profesores o investigadores por el trabajo

voluntario de asistente de investigación y mecanógrafa o por el de niñera o empleada

doméstica?

Quien tiene privilegios, inevitablemente se aferra a ellos, sin importar qué tan marginal sea

la ventaja, hasta que un poder superior lo obliga a doblegarse. Por esto, la cuestión de la

igualdad de las mujeres –en arte como en otros campos- no recae en la relativa

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benevolencia o maldad del hombre individual, ni en el desprecio o la confianza en sí

mismas de mujeres individuales, sino en la naturaleza de nuestras estructuras institucionales

y la visión de la realidad que ellas imponen a los seres humanos que las conforman. Tal

como lo señaló John Stuart Mill hace más de un siglo: “Todo lo que es usual parece natural.

Siendo la subordinación de la mujer al hombre una costumbre universal, cualquier

alejamiento parece innatural.”4 La mayoría de los hombres, aunque hablen de la igualdad,

son reacios a renunciar a este orden “natural” de cosas en el cual sus ventajas son inmensas;

para las mujeres, el caso se complica aún más por el hecho de que –como señaló

astutamente Mill-, a diferencia de otros grupos y castas de oprimidos, los hombres les

exigen no sólo sumisión sino también afecto incondicional; por ello las mujeres son

debilitadas por las demandas internas de la sociedad dominada por el hombre así como por

multitud de bienes materiales y comodidades: la mujer de clase media no pierde sólo las

cadenas… tiene mucho más que perder.

La pregunta ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? es simplemente la punta de un

iceberg de malas interpretaciones y conceptos errados; debajo reposa un gran cúmulo de

tambaleantes idées reçues sobre la naturaleza del arte y sus concomitantes situacionales,

sobre la naturaleza de las habilidades humanas en general y la excelencia en particular, y

sobre el papel del orden social en todo ello. Mientras que el “problema de la mujer” como

tal puede ser un pseudo-tema, las falsas concepciones implicadas en la pregunta ¿por qué

no ha habido grandes mujeres artistas? señalan áreas mayores de obcecación intelectual que

sobrepasan los temas específicamente políticos e ideológicos relacionados con la

subordinación de la mujer. En la base de la pregunta hay muchos supuestos ingenuos, 4 John Stuart Mill. Sobre la esclavitud de las mujeres (1869).

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distorsionados y poco críticos sobre los procesos del arte en general y del gran arte en

particular. Estos supuestos, conscientes o inconscientes, juntan estrellas tan disímiles como

Miguel Ángel y van Gogh, Rafael y Jackson Pollock bajo el calificativo de “grandes” –un

honor respaldado por el número de monografías académicas dedicadas a dichos artistas- y

el “gran artista” se concibe, desde luego, como aquel que tiene “Genio”; el Genio a su vez

es considerado como un poder atemporal y misterioso metido, de alguna forma, en la

persona del “gran artista”. Tales ideas están relacionadas con premisas meta-históricas no

cuestionadas, frecuentemente inconscientes, que hacen parecer a Hippolyte Taine y su

formulación de las dimensiones del pensamiento histórico como un modelo de

sofisticación. Pero estas suposiciones son intrínsecas a una gran cantidad de escritos

históricos sobre arte. No es por accidente que rara vez se haya investigado la pregunta

crucial sobre las condiciones generalmente productivas del gran arte, o que los intentos por

realizar la investigación de problemas tan generales, hasta hace poco, se haya rechazado

como poco erudita, demasiado amplia o dominio de alguna otra disciplina como la

sociología. Fomentar un acercamiento desapasionado, impersonal, sociológico e

institucional pondría en evidencia la sub-estructura romántica, elitista, glorificadora de egos

y productora de monografías sobre la que está basada la profesión de historiador del arte y

que solamente ha sido cuestionada recientemente por un grupo de jóvenes disidentes.

Tras la pregunta sobre la mujer artista, entonces, subyace el mito del Gran Artista –sujeto

de cientos de monografías, único y divino- que lleva en sí mismo desde su nacimiento una

esencia misteriosa llamada Genio o Talento que, al igual que el asesinato, tarde o temprano

debe salir a flote sin importar si las circunstancias son adversas.

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El aura mágica que rodea las artes figurativas y a sus creadores ha dado origen a mitos

desde el principio de los tiempos. Es interesante que las mismas habilidades mágicas

atribuidas al escultor griego Lisipo en la antigüedad –la misteriosa llamada interna en la

temprana juventud, la ausencia de maestros aparte de la Naturaleza- sea repetida en el siglo

XIX por Max Buchon en su biografía de Courbet. Los poderes supernaturales del artista

como imitador, su control de poderes inmensos y tal vez peligrosos, han funcionado

históricamente para situarlo aparte de todos como un creador divino, uno que crea a partir

de la nada. El cuento del descubrimiento del Niño Maravilla -usualmente oculto tras un

humilde pastor- por un artista mayor o un mecenas perspicaz ha estado en el repertorio de

la mitología artística desde que Vasari inmortalizó al joven Giotto, descubierto por el gran

Cimabue mientras cuidaba sus rebaños y pintaba ovejas en las piedras; Cimabue vencido de

admiración por el realismo del dibujo, invitó al niño a ser su aprendiz.5 Por alguna extraña

coincidencia, artistas posteriores como Beccafumi, Andrea Sansovino, Andrea del

Castagno, Mantegna, Zurbarán y Goya, todos fueron descubiertos en similares

circunstancias de pastoreo. Aun cuando el joven Gran Artista no tenía la fortuna de

aparecer equipado con un gran rebaño de ovejas, su talento siempre se manifiesta muy

temprano en la vida y sin ningún incentivo externo: sobre Filippo Lippi, Poussin, Courbet y

Monet se nos ha informado que dibujaban caricaturas en los márgenes de sus cuadernos

escolares en vez de estudiar las materias requeridas –desde luego, nunca hemos oído sobre

los jóvenes que descuidaban sus estudios para dibujar en sus cuadernos pero nunca llegaron

a ser más que vendedores de zapatos o funcionarios de almacenes de cadena. Miguel Ángel

5 Una comparación con el mito paralelo de la mujer, la historia de Cenicienta, es reveladora: Cenicienta asciende de estatus con base en un atributo pasivo, “de objeto sexual”, -los pies pequeños- mientras que el niño maravilla siempre se revela por sus logros activos. Para un estudio a fondo de los mitos sobre artistas, véase Ernst Kris y Otto Kurz, Die Legende vom Künstler: Ein Geschichtlicher Versuch, Viena, 1934.

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mismo, según su biógrafo y alumno Vasari, se dedicó más a dibujar que a estudiar en su

infancia. Vasari informa que su talento era tan sobresaliente que cuando su maestro,

Ghirlandaio, se ausentó momentáneamente de su trabajo en Santa María Novella, el joven

estudiante aprovecho la oportunidad para dibujar “el andamiaje, los caballetes, los botes de

pintura, las brochas y a los aprendices en su oficio” y, lo hizo tan hábilmente, que al

retornar el maestro sólo pudo exclamar: “Este muchacho sabe más que yo.”

Como suele suceder, estas historias, que probablemente encierran algo de verdad, tienden a

reflejar y perpetuar las actitudes que subsumen. Aun cuando están basados en hechos, estos

mitos sobre las tempranas manifestaciones del genio son engañosos. Por ejemplo, es cierto

que el joven Picasso pasó los exámenes de admisión de las academias de arte de Barcelona

y Madrid a los quince años en un solo día, una proeza de tal dificultad que la mayoría de los

candidatos requerían un mes de preparación para ella. Sin embargo, me gustaría oír más

sobre otros candidatos precoces de las academias de arte que, a pesar de todo, luego sólo

llegaron a ser mediocres artistas o completos fracasos –pero los historiadores del arte no se

interesan en ellos- o estudiar con mayor detalle el papel desempeñado por el papá de

Picasso, profesor de arte, en la precocidad pictórica de su hijo. ¿Qué habría pasado si

Picasso hubiera sido niña? ¿Le habría puesto la misma atención el señor Ruiz? ¿Le habría

estimulado tanto la ambición a la pequeña Pablita?

Lo que se resalta en todas estas historias es la naturaleza aparentemente milagrosa,

indeterminada y asocial del conocimiento artístico; esta concepción semi-religiosa del papel

del artista es elevada a hagiografía en el siglo XIX cuando la tendencia de los historiadores

del arte, críticos e inclusive algunos artistas fue elevar la creación artística hasta hacerla una

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religión sustituta, el último baluarte de los valores en un mundo materialista. El artista, en

las leyendas del siglo XIX, lucha contra la oposición de padres y sociedad, sufre las hondas

y flechas del oprobio social como cualquier mártir cristiano y, finalmente, triunfa contra

todas las posibilidades –generalmente después de morir- porque de su interior irradia esa

esencia misteriosa y sagrada: el Genio. Ahí está van Gogh, el loco, produciendo girasoles a

pesar de los ataques epilépticos y el hambre; Cezanne, enfrentando el rechazo paterno y el

desprecio público para revolucionar la pintura; Gauguin despreciando la respetabilidad y

seguridad financiera con un gesto para seguir el llamado del trópico; Toulouse-Lautrec,

enano, tullido y alcohólico, sacrificando su título aristócrata en favor del ambiente sórdido

que le inspiraba.

Hoy en día ningún historiador del arte serio toma tales cuentos de hadas en sentido literal.

Aún así, son este tipo de mitos sobre el logro artístico los que forman los supuestos

inconscientes e indiscutidos de los eruditos, sin importar qué tanto provenga de la

influencia social, las ideas de la época, las crisis económicas, etc. Tras las investigaciones

más sofisticadas sobre los grandes artistas –más específicamente, la monografía histórica

del arte, que acepta la noción del gran artista como fundamento y las estructuras sociales e

institucionales en las que se desarrolló como “influencias” secundarias o trasfondo- se

esconde la teoría estrella del genio y el concepto del logro individual. Basados en esto, la

falta de logros sobresalientes por parte de las mujeres en el campo del arte se puede

formular como un silogismo: Si las mujeres tuvieran el Genio, este se revelaría; nunca se ha

revelado; por tanto, las mujeres no tienen Genio artístico. Si Giotto, el humilde pastor de

ovejas, y van Gogh con sus ataques pudieron lograrlo ¿por qué las mujeres no?

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A pesar de todo, cuando abandonamos el mundo de los cuentos de hadas y las profecías y

nos concentramos desapasionadamente en las situaciones reales en las que ha existido una

producción artística importante, en el ámbito amplio de sus estructuras sociales e

institucionales a lo largo de la historia, descubrimos que las preguntas relevantes para el

historiador se plantean de otra forma. Se podría preguntar, por ejemplo, ¿de cuáles clases

sociales provenían –con mayor probabilidad- los artistas de una determinada época de la

historia del arte, de qué castas y subgrupos? ¿Qué proporción de pintores y escultores

provenían de familias en las que los padres u otros parientes cercanos eran pintores,

escultores o se dedicaban a profesiones relacionadas? Como lo señala Nikolaus Pevsner en

su discusión de la Academia Francesa de los siglos XVII y XVIII, la transmisión de la

profesión artística de padre a hijo era considerada algo obvio (como sucedió con Coypels,

los Coustous, los Van Loos, etc.) y, de hecho, los hijos de los académicos estaban exentos

del pago de los costos de las lecciones. A pesar del notorio y dramáticamente satisfactorio

caso de los grandes révoltés rechazadores del padre en el siglo XIX, podríamos estar

obligados a admitir que una gran proporción de artistas, grandes y no tan grandes, de la

época en que era normal que heredaran la profesión del padre, era hijos de padres artistas.

Entre los artistas más importantes, los primeros que vienen a la mente son Holbein y

Durero, Rafael y Bernini; aun en nuestra época se pueden citar los nombres de Picasso,

Calder, Giacometti y Wyeth como miembros de familias de artistas.

En cuanto a la relación entre clase social y ocupación artística, un interesante paradigma

para la pregunta ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? podría resultar de

preguntarnos ¿por qué no ha habido grandes artistas de la aristocracia? Es difícil pensar,

antes del siglo XIX al menos, en ningún artista que proviniese de una clase más elevada

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que la alta burguesía; aún en el siglo XIX, Degas pertenecía a la baja nobleza –algo más

cerca de la alta burguesía que de la nobleza verdadera- y solamente Toulouse-Lautrec,

metamorfoseado al rango de los marginados por una deformidad accidental, puede

considerarse como miembro de lo más encumbrado de las clases altas. Mientras que la

aristocracia ha sido siempre el mayor proveedor de públicos y mecenas para el arte – como

sigue sucediendo en nuestros tiempos democráticos a manos de la aristocracia del dinero-,

ha contribuido muy poco a la creación artística más allá de uno que otro ejemplo de

aficionado, a pesar del hecho de ser quienes han tenido las mejores ventajas en la educación

(como muchas mujeres también), la mayor disponibilidad de tiempo y, al igual que las

mujeres, el apoyo e incentivo para que cultivaran las artes y se convirtieran incluso en

aficionados respetables –tal como la prima de Napoleón III, la princesa Matilda, quien

exhibía en los Salones oficiales, o la Reina Victoria quien junto con el príncipe Alberto

estudiaba arte con Landseer. ¿Podría ser que la estrella del Genio está ausente en la

aristocracia al igual que en la psique femenina? ¿O será, más que un problema de genio y

talento, que el tipo de exigencias y expectativas planteadas tanto a los aristócratas como a

las mujeres –el tiempo que tienen que dedicar a actos sociales, las actividades en que deben

sobresalir- excluía la opción de dedicarse total y profesionalmente a la producción artística

en el caso de los hombres de la clase alta y las mujeres en general?

Cuando se hagan las preguntas correctas sobre las condiciones para producir arte, en el cual

el gran arte es un sub-tópico, necesariamente habrá alguna discusión sobre los

concomitantes situacionales de la inteligencia y el talento en general, no solamente del

genio artístico. Piaget y otros han recalcado en sus epistemologías que, en el desarrollo de

la razón y la imaginación en los niños, la inteligencia –o lo que nos gusta llamar genio- es

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una actividad dinámica y no una esencia estática, una actividad de un sujeto en una

situación. De acuerdo con las investigaciones sobre el desarrollo del niño estas habilidades,

o esta inteligencia, se van construyendo minuciosamente, paso a paso desde la infancia, y

los patrones de adaptación-acomodación pueden quedar establecidos tan tempranamente en

el sujeto-en-un-ambiente que pueden parecer innatos al observador no experto. Dichas

investigaciones implican que, aun sin tener en cuenta los argumentos meta-históricos, los

eruditos tendrán que abandonar la noción –articulada consciente o inconscientemente- del

genio individual como algo innato y central para la creación de arte.6

La pregunta “¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas?” nos ha llevado a la

conclusión, hasta ahora, de que el arte no es una actividad libre y autónoma de un individuo

superdotado, “influenciado” por artistas anteriores y más vaga y superficialmente, por

“fuerzas sociales”. Más bien, la situación total del hecho artístico, tanto en términos de

desarrollo del artista como de la naturaleza y calidad de la obra de arte misma, se da en una

situación social, es parte integral de esa estructura social, y está mediada y determinada por

instituciones sociales específicas y definidas, ya sean academias de arte, mecenazgos, mitos

del creador divino, el artista como machote o marginado social.

LA CUESTIÓN DEL DESNUDO

Podemos acercarnos ahora a la pregunta desde una posición más razonable, ya que parece

probable que la causa de la ausencia de grandes mujeres artistas se deba no a la naturaleza 6 Las tendencias contemporáneas –earthworks, arte conceptual, arte como información, etc.- se alejan de este énfasis en el genio individual y sus productos comerciables: en historia del arte, Harrison y Cynthia White en Canvases and Careers: Institutional Change in the French Painting World, Nueva York, 1965 abren una nueva perspectiva a la investigación como lo había hecho Nikolaus Pevsner en su Academies of Arts en 1940. Ernst Gombrich y Pierre Francastel, a su manera cada uno, siempre han tendido a ver el arte y los artistas como parte de la situación total más que aislados del mundo.

18

del genio individual o a la falta de este, sino a la naturaleza de unas determinadas

instituciones sociales y a aquello que éstas prohíben o promueven en las diferentes clases o

grupos de individuos. Examinemos primero un tema simple pero crítico: la posibilidad de

acceder a un modelo desnudo por parte de las aspirantes a artista en el periodo

comprendido entre el Renacimiento y fines del siglo XIX, un periodo en el que era esencial

en el aprendizaje de cualquier artista joven el estudio prolongado y cuidadoso del modelo

desnudo para la producción de cualquier obra que tuviese pretensiones de grandeza y para

la esencia de la Pintura Histórica, generalmente aceptada como la más alta categoría

artística. De hecho, los grandes defensores de la pintura tradicional del siglo XIX afirmaban

que no podía haber gran pintura con figuras vestidas, ya que el vestido inevitablemente

destrozaba tanto la universalidad temporal como la idealización clásica requerida por las

grandes obras de arte. No es necesario decir que la parte central del programa de las

academias, desde sus comienzos a finales del siglo XVI y principios del XVII, era el dibujo

en vivo del desnudo, generalmente masculino. Además, grupos de artistas y sus aprendices

se reunían a menudo en sesiones privadas de dibujo de desnudo en sus talleres. Mientras los

artistas y academias privadas comúnmente empleaban modelos femeninos, el desnudo

femenino era prohibido en casi todas las escuelas de arte públicas hasta l850 y más tarde —

situación que Pevsner llegó a calificar como «difícil de creer”.7 Más creíble,

desafortunadamente, era la completa imposibilidad para las aspirantes a artista de acceder a

ningún modelo desnudo, masculino o femenino. Hasta 1893 las mujeres no fueron

7 Las modelos femeninas aparecieron en las clases al natural en Berlin en 1875, en Estocolmo en 1839, en Nápoles en 1870 y en el Royal College of Art de Londres después de 1875. Las modelos de la Academia de Bellas Artes de Pennsylvania usaron mascaras para esconder su identidad hasta 1866 –como lo confirma un carboncillo de Thomas Eakins- o más tarde.

19

admitidas en las clases de dibujo del natural de la Real Academia de Londres, e incluso

después, el modelo debía estar “parcialmente vestido”.8

Una breve revisión de representaciones de clases de dibujo al natural revela: una clientela

totalmente masculina dibujando desnudo femenino en el estudio de Rembrandt; hombres

trabajando a partir de un desnudo masculino en representaciones de clases académicas en

La Haya y Viena; hombres trabajando a partir de un desnudo masculino sentado, en la

pintura de Boilly del interior del estudio de Houdon a principios del siglo XIX. La obra

realista de Leon-Mathieu Cochereau, Interior del estudio de David -expuesta en el Salón de

1814-, muestra un grupo de hombres jóvenes dibujando o pintando un modelo desnudo

masculino cuyos zapatos pueden verse frente a la tarima.

La gran cantidad de dibujos de “academia” -detallados estudios de desnudo- que han

sobrevivido de la obra de juventud de artistas de la época de Seurat y hasta bien entrado el

siglo XX, confirman la gran importancia de esta rama de estudio en el aprendizaje y

desarrollo del principiante talentoso. El programa académico formal normalmente se

desarrollaba a partir de la copia de dibujos y grabados, para pasar al dibujo de

reproducciones de esculturas famosas y, finalmente, al dibujo del modelo vivo. Estar

privado de esta última etapa del entrenamiento significaba, para todos los efectos, estar

privado de la posibilidad de crear grandes obras de arte, a menos que fuera una dama

realmente dotada de genio o, simplemente -como casi todas las mujeres que intentaban ser

pintoras-, se restringiesen a las áreas “menores”: retrato, género, paisaje o naturaleza

8 Nikolaus Pevsner, Academies of Art, Past and Present. Cambridge, 1940, p. 231.

20

muerta. Es como si los estudiantes de medicina estuviesen privados de la posibilidad de

hacer disecciones o examinar el cuerpo humano.

No existen, que yo sepa, representaciones históricas de artistas dibujando modelo desnudo

que incluyan mujeres, aparte de la propia modelo. Una cuestión interesante para el tema de

lo apropiado: es correcto para una mujer (de clase baja, desde luego) aparecer desnuda-

como-objeto frente a un grupo de hombres, pero le está prohibido participar en el estudio y

hacer un registro del hombre-desnudo-como-objeto o, incluso, el de una mujer. Un ejemplo

divertido del tabú de confrontar a una mujer vestida con un hombre desnudo se encuentra

en un retrato de grupo de los miembros de la Real Academia en 1772, realizado por

Zofanni. Reunidos en el taller de modelo natural, delante de dos modelos desnudos

masculinos, están todos los distinguidos miembros de la academia… Todos, excepto el

único miembro femenino -la renombrada Angélica Kauffmann- quien, en consideración a la

propiedad, está presente únicamente como efigie en un retrato que cuelga de una de las

paredes. Un dibujo algo anterior del artista polaco Daniel Chodowiecki, Damas en el

estudio, muestra a las damas retratando a una modelo modestamente vestida. En una

litografía de la época relativamente liberal que siguió a la Revolución Francesa, el litógrafo

Marlet representa a algunas mujeres realizando apuntes entre un grupo de estudiantes a

partir de un modelo masculino, pero el modelo ha sido castamente protegido con algo

parecido a un vestido de baño, una prenda difícilmente propicia al sentido de elevación

clásico; sin duda, dicha licencia era considerada como un atrevimiento en su día y las

jóvenes damas como sospechosas de moral dudosa, pero incluso esta situación algo más

liberal parece haber durado poco tiempo. En una imagen estereoscópica inglesa del interior

de un estudio en 1865, el modelo barbado masculino que aparece de pie está tan cubierto de

21

ropajes que ni un atisbo de su anatomía escapa de su discreta toga, excepto un hombro y el

brazo: aún así, el modelo tiene la discreción de apartar sus ojos en presencia de las jóvenes

dibujantes vestidas de crinolinas.

A las mujeres en las clases femeninas de modelado en la academia de Pennsilvania no se

les permitía, evidentemente, ni este modesto privilegio. Una fotografía de Thomas Eakins

alrededor de 1885 muestra a estas estudiantes modelando a partir de una vaca (¿toro?

¿buey?, las regiones inferiores están oscurecidas en la fotografía), una vaca desnuda con

toda seguridad, quizá una atrevida libertad cuando se tiene en cuenta que durante esta época

hasta la pata del piano debía ser escondidas bajo pantalettes. (La idea de introducir un

modelo bovino en el estudio del artista surge de Courbet, quien llevó un toro a su academia

en la década de 1860). Sólo a finales del siglo XIX, en la atmósfera relativamente liberal y

abierta del estudio y el círculo de Repín en Rusia, encontramos representaciones de mujeres

artistas trabajando desinhibidamente a partir de un desnudo femenino, en compañía de

hombres. Incluso en este caso, debemos señalar que algunas fotografías representan la

reunión de un grupo privado de dibujantes en la casa de una de las artistas; en otra, el

modelo está cubierto; y, el retrato de grupo, realizado por dos mujeres y dos hombres

estudiantes de Repin, es una reunión imaginaria de todos los discípulos del realismo ruso,

pasados y presentes, no una imagen real del estudio.

He tratado en detalle la cuestión de la posibilidad de acceder al modelo desnudo, un aspecto

más de la discriminación automática e institucionalizada contra la mujer, para demostrar

tanto la universalidad de esta discriminación y sus consecuencias, como la naturaleza

institucional -más que individual- de una de las muchas facetas necesarias en el estudio

22

para adquirir la habilidad mínima, más que grandeza, en la ámbito del arte. Se podrían

examinar igualmente otras dimensiones de la situación tales como el sistema de

aprendizaje, el modelo educacional de la academia el cual -en Francia específicamente- era

casi el único camino al éxito. Este modelo tenía un desarrollo regular y concursos

programados, encabezados por el Premio de Roma, que permitía al joven ganador trabajar

en la Academia Francesa en esa ciudad –algo impensable para las mujeres, por supuesto- y

en el cual las mujeres no pudieron participar hasta finales del siglo XIX, cuando ya todo el

sistema académico había perdido su importancia. Parece claro, tomando como ejemplo a

Francia en el siglo XIX (un país que probablemente tenía una proporción mayor de artistas

mujeres que cualquier otro, tomando el porcentaje del número total de artistas que

expusieron en el Salón), que “las mujeres no eran aceptadas como pintoras profesionales”.9

A mediados del siglo, las mujeres eran sólo un tercio del total de los artistas pero incluso

esta medianamente alentadora estadística es engañosa cuando descubrimos que, de este

número relativamente escaso, ninguna había llegado al último escalón en el ascenso hacia

el éxito artístico, la Escuela de Bellas Artes; sólo un 7 % había recibido un comisión oficial

o había tenido un cargo oficial -y esto incluye los trabajos más serviles; sólo un 7% había

recibido alguna medalla del Salón y ninguna recibió nunca la Legión de Honor. Carentes de

estímulo, facilidades educativas y premios, es casi increíble que un porcentaje de mujeres

perseverara e intentase ser artista profesional.

Todo ello hace evidente el por qué las mujeres fueron capaces de competir en términos

bastante más igualitarios con los hombres —llegando incluso a ser innovadoras— en

literatura. Mientras el quehacer artístico ha requerido tradicionalmente el aprendizaje de 9 H. y C. White. Op Cit., p. 51.

23

técnicas y habilidades específicas, en una secuencia determinada y en un ambiente

institucional fuera de casa, así como llegar a familiarizarse con un vocabulario específico

de la iconografía y los temas, el poeta o el novelista no tenían estas exigencias. Cualquiera,

incluso una mujer, debe aprender el idioma, puede aprender a leer y escribir, y puede

confiar sus experiencias personales al papel, todo ello en la privacidad de la propia

habitación. Esto, naturalmente, es una simplificación excesiva de las dificultades reales y

las complejidades involucradas en la creación de buena y gran literatura, hecha tanto por

hombres como por mujeres, pero nos da una pista para entender la existencia de una Emily

Brónte o una Emily Dickinson y la inexistencia de sus contrapartes en las artes visuales, al

menos hasta hace muy poco.

Por supuesto no hemos llegado a abordar los requisitos complementarios para los grandes

artistas, que probablemente estarían –la mayoría- psicológica y socialmente vetados a la

mujer, incluso si hipotéticamente hubieran podido alcanzar la grandeza requerida en el

desarrollo de su trabajo: en el Renacimiento y posteriormente, el gran artista, además de

participar en los asuntos de la academia, podía intimar con miembros de los círculos

humanistas con los cuales podía intercambiar ideas, establecer relaciones beneficiosas con

mecenas, viajar extensa y libremente, hacer política e intrigar; tampoco hemos mencionado

la perspicacia y habilidad organizativa que requería dirigir un gran estudio como el de

Rubens. Era necesaria una gran confianza en sí mismo y un extenso conocimiento

mundano, así como una sentido natural del dominio y poder, para ser un gran chef d’école,

tanto para llevar a cabo el producto final de la producción pictórica, como para el control e

instrucción de la gran cantidad de asistentes y aprendices.

24

LA REALIZACION DE LA MUJER

En contraste con la dedicación exigida del chef d’école, podemos contemplar la imagen de

la “dama pintora” establecida por los libros de etiqueta del siglo XIX y reforzada por la

literatura de la época. Es precisamente la insistencia en que, para una joven bien criada, un

nivel aficionado, modesto, hábil y auto-degradante, es un “logro apropiado” ya que

naturalmente querrá dedicar la mayor atención al bienestar de otros –familia y esposo; es

esta insistencia la que primaba en la época, y aun hoy en día, e impide cualquier verdadero

logro por parte de las mujeres. Es esta insistencia la que transforma cualquier compromiso

serio en excesos frívolos o terapia ocupacional y, hoy en día más que nunca, en baluartes

suburbanos de la mística femenina, y distorsiona totalmente la noción de lo que es el arte y

el papel social que juega. En la muy popular obra de la señora Ellis, The Family Monitor

and Domestic Guide, publicada en la primera mitad del siglo XIX, se prevenía a las

mujeres para que no cayesen en la trampa de tratar de sobresalir en un campo:

No se debe suponer que la autora defiende, como algo esencial para la

mujer, ningún nivel extraordinario de logro intelectual, especialmente si

está confinado a un área específica de estudio. “Me gustaría sobresalir en

algo” es una expresión frecuente y, hasta cierto punto, loable pero ¿de

dónde surge y qué busca? Ser capaz de hacer muchas cosas medianamente

bien es infinitamente más valioso para una mujer que sobresalir en una sola.

La primera opción hace de ella alguien útil en general; la segunda le

permitirá brillar por una hora. Siendo apta y medianamente hábil en todo

podrá llevar cualquier situación de la vida fácil y dignamente –dedicando su

tiempo a lograr la excelencia en un campo, permanecerá incapacitada para

todas las demás.

El ingenio, el saber y los conocimientos son deseables en la medida en que

favorezcan la excelencia moral de la mujer, no más. Todo aquello que

ocupe su mente y excluya cosas mejores, todo aquello que la involucre en

25

los laberintos de la adulación, todo aquello que aleje sus pensamientos de

los demás y los centre en ella misma, debe ser evitado como algo maligno,

sin importar que tan brillante y atractivo sea.10

Antes de sentirnos tentados a reír, refresquemos nuestra memoria con ejemplos más

recientes del mismo mensaje, citados ya sea en Femenine Mystique de Betty Friedan o en

ejemplares recientes de revistas femeninas.

Los consejos suenan familiares: apoyados en un poco de teoría freudiana y algunas

muletillas de las ciencias sociales sobre la personalidad integral, la preparación de la mujer

para su carrera principal –el matrimonio- y el carácter poco femenino del compromiso

profundo con un trabajo y no con el sexo, los consejos siguen siendo los mismos. Dicha

visión protege a los hombres de la indeseada competencia en sus “serias actividades

profesionales” y les garantiza una “asistencia integral” en el hogar, de tal manera que

puedan tener sexo y familia además de realizarse en el campo de sus talentos.

En relación a la pintura específicamente, la señora Ellis considera que tiene una ventaja

inmediata para la joven con respecto a su rival, la música: es silenciosa y no molesta a nadie

(esta virtud, desde luego, no aplica para la escultura, pero el dominio del martillo y cincel

nunca es contemplado como una actividad apropiada para el sexo débil); adicionalmente,

Ellis afirma “[pintar] es un oficio que distrae la mente de muchas preocupaciones… La

pintura es, entre todas las ocupaciones, la mejor calculada para alejar la mente de la

obsesión con uno mismo y para mantener esa alegría que es parte de las obligaciones

10 Mrs. Ellis, The Daughters of England: Their Position in Society, Character and Responsibilities (1844) en The Family Monitor, Nueva York, 1844, p. 35.

26

sociales y domésticas… También puede dejarse y retomarse, según las circunstancias o los

deseos del momento, sin consecuencias serias.”11 Una vez más, antes de que creamos que

en los últimos 100 años hemos progresado mucho, cito el comentario de un brillante doctor

que, cuando la conversación recayó en su esposa y sus amigas aficionadas al arte, gruñó:

“Bueno, por lo menos las mantiene alejadas de problemas.” Ahora, al igual que en el siglo

XIX, la afición sin compromiso real, el snobismo y el énfasis en el carácter chic de sus

hobbies, hace que las mujeres sigan alimentando el desprecio de los hombres profesionales

y exitosos que están involucrados en “verdaderos” trabajos y pueden, con algo de justicia,

acusar a sus mujeres de falta de seriedad en sus actividades artísticas. Para estos hombres,

el “verdadero” trabajo de la mujer es aquel que directa o indirectamente sirve a la familia;

cualquier otra ocupación cae bajo la categoría de diversión, egoísmo, egolatría o, en el

extremo no mencionado, castración. Es un círculo vicioso en el cual el filisteísmo y la

frivolidad se alimentan mutuamente.

En la literatura, como en la vida, aun si el compromiso de la mujer con el arte era serio, se

esperaba que abandonara la carrera y su compromiso a favor del amor y el matrimonio: esta

lección sigue inculcándosele a las niñas hoy en día, directa o indirectamente, desde el

momento en que nacen. Inclusive la dedicada heroína de Olivia, la novela de mediados del

siglo XIX sobre una artista exitosa, una mujer joven que vive sola, busca la fama y la

independencia y logra mantenerse con su arte –comportamiento nada femenino que sólo

logra excusarse por que la protagonista es lisiada y automáticamente se descarta la

posibilidad de matrimonio- sucumbe finalmente a los ataques del amor y el matrimonio.

Como lo deja claro Patricia Thomson en The Victorian Heroine, la autora, Mrs. Craik, 11 Ibid. pp.38-39.

27

habiendo disparado la flecha en el curso de la novela, se contenta finalmente con dejar que

su heroína –cuya grandeza es indudable para el lector- se sumerja en el matrimonio: “Sobre

Olivia, la señora Craik comenta sin perturbarse que la influencia de su marido privará a la

Academia Escocesa de ‘quien sabe cuantas obras maestras.’”12 Antes, al igual que ahora a

pesar de la mayor “tolerancia” de los hombres, la opción de la mujer parece ser el

matrimonio o una carrera; o sea, la soledad y el éxito o sexo y compañía sin una profesión.

Es un hecho que el éxito en el campo del arte, como en cualquier otro, exige lucha y

sacrificio; también es un hecho que esto ha sido así desde la segunda mitad del siglo XIX,

cuando las instituciones tradicionales de apoyo a las artes y el mecenazgo dejaron de

cumplir esta labor. Delacroix, Courbet, Degas, van Gogh y Toulouse-Lautrec son ejemplos

de grandes artistas que abandonaron las distracciones y obligaciones de la vida en familia

para dedicarse totalmente a sus carreras artísticas. Sin embargo, a ninguno de ellos se le

negó automáticamente los placeres del sexo y la compañía por causa de esta escogencia.

Tampoco se les ocurrió a ellos que hubiesen sacrificado su hombría o su rol sexual al tomar

la decisión de dedicarse totalmente a la búsqueda del éxito profesional. Pero, si el ejemplo

fuese una mujer artista, se le adjudicarían mil años de culpas, dudas y objecthood para

acrecentar las dificultades inherentes a ser artista en el mundo moderno.

En Nameless and Friendless (1857) (Fig. 9, Capítulo 1) de Emily Mary Osborn, el aura

inconsciente de excitación que surge de la representación visual de una aspirante a artista a

mediados del siglo XIX, un lienzo que representa a una joven pobre pero respetable

esperando nerviosamente el dictamen de un comprador de arte sobre su obra mientras dos 12 Patricia Thomson, The Victorian Heroine: A Changing Ideal. Londres, 1956, p. 77.

28

“amantes del arte” miran, no es tan diferente en los supuestos esenciales de obras como el

Debut de la modelo de Bompard. El tema de ambas obras es la inocencia, la deliciosa

inocencia femenina, expuesta ante el mundo. El verdadero sujeto de la pintura de Osborn es

la encantadora vulnerabilidad de la artista -y de la ingenua modelo en Bompard- no el valor

de su obra o su orgullo por haberla creado: como siempre, la cuestión aquí es sexual más

que seria. El lema de la joven aspirante a artista en el siglo XIX podría ser “siempre

modelo, nunca artista”.

EXITOS

¿Pero qué pasa con la pequeña banda de mujeres heroicas, de todas las épocas, que a pesar

de los obstáculos han logrado sobresalir, aunque no con la grandeza de un Miguel Ángel, un

Rembrandt o un Picasso? ¿Hay algunas cualidades que se pueda afirmar las han

caracterizado como grupo o individuos? Aunque no puedo tratar el tema en detalle en este

artículo, puedo señalar algunas características sorprendentes de las artistas en general:

todas, casi sin excepción, era hijas de padre artista o –en los siglos XIX y XX- tenían una

conexión personal muy cercana con una personalidad artística masculina fuerte y

dominante. Esta característica no es, desde luego, inusual en los hombres artistas como ya

hemos visto, sin embargo en sus contrapartes femeninas es cierta casi sin excepción, al

menos hasta hace poco tiempo. Desde la legendaria escultora Sabina von Steinbach, en el

siglo XIII, quien según la tradición local es la responsable del portal sur de la Catedral de

Estrasburgo, hasta Rosa Bonheur la pintora de animales más famosa del siglo XIX, e

incluyendo artistas eminentes como Marietta Robusti, hija de Tintoreto, Lavinia Fontana,

Artemisia Gentileschi, Elizabeth Chéron, Mme. Vigée-Lebrun y Angelica Kauffmann, todas

sin excepción eran hijas de artistas; en el siglo XIX, Berthe Morisot estaba asociada con

29

Manet –luego se casó con su hermano-, y Mary Cassatt se apoyó para buena parte de su

obra en el estilo de su buen amigo Degas. En la segunda mitad del siglo XIX, la ruptura de

los lazos tradicionales y el rechazo de las prácticas establecidas, que permitió a los artistas

tomar caminos muy diferentes a los de sus padres, permitió también a las mujeres, con

dificultades mayores seguramente, comenzar a trabajar por sí mismas. Muchas de las

artistas más recientes, como Suzanne Valadon, Paula Modersohn-Becker, Käthe Kollwitz o

Louise Nevelson, provienen de medios no artísticos, si bien muchas mujeres artistas

contemporáneas se han casado con artistas.

Sería interesante investigar el papel jugado por padres benignos, si no abiertamente

favorables, en la formación de las mujeres artistas: tanto Käthe Kollwitz como Barbara

Hepworth hacen referencia a la influencia de sus padres, colaboradores y siempre

alentándolas, en sus carreras artísticas. En ausencia de una investigación a fondo del tema,

sólo podemos reunir datos sueltos sobre la presencia o ausencia de rebeliones contra la

autoridad de los padres en las mujeres artistas y sobre la posibilidad de que sean más o

menos rebeldes ellas que sus contrapartes masculinas o viceversa. Sin embargo, una cosa

está clara: para que una mujer opte por una profesión, más aun si la carrera es arte, se ha

requerido una cierta cantidad de originalidad, tanto en el pasado como en el presente; si la

mujer artista se rebela o aún si recibe apoyo en la familia, debe en todo caso tener una veta

rebelde fuerte para hacerse camino en el mundo del arte y no someterse al rol social de

esposa y madre, el único rol que se le asignará automáticamente. Las mujeres han logrado

tener éxito en el mundo artístico sólo adoptando los atributos “masculinos” de resolución,

concentración, tenacidad y absorción en las ideas y técnicas por sí mismas.

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ROSA BONHEUR

Resulta instructivo examinar en detalle a una de las más exitosas y sobresalientes pintoras

de todos los tiempos, Rosa Bonheur (1822 – 1899), cuyo trabajo –a pesar de los estragos

causados en su estimación por los cambios de gusto y una real falta de variedad- sigue

representando un logro impresionante para cualquier interesado en el arte del siglo XIX y en

la historia del gusto en general. Rosa Bonheur es una artista en quien, en parte debido a su

reputación, se destacan todos los conflictos, todas las contradicciones internas y externas, y

las luchas típicas de su sexo y profesión.

El éxito de Rosa Bonheur establece firmemente el papel de las instituciones y del cambio

institucional como una causa necesaria para el éxito artístico. Podemos afirmar que Bonheur

escogió una época afortunada para ser artista si iba a tener, al mismo tiempo, la desventaja

de ser mujer: comenzó a trabajar a mediados del siglo XIX, un momento en el cual la lucha

entre la tradicional pintura histórica y la menos pretenciosa pintura de género, paisaje y

naturaleza muerta había sido ya ganada por ésta última. Estaba en proceso un cambio

radical en el apoyo institucional y social del arte: con el ascenso de la burguesía y la caída

de la aristocracia culta, las pinturas pequeñas, sobre temas del día a día –más que las

grandiosas escenas mitológicas y religiosas- estaban en pleno apogeo. Citando a los White:

“Puede haber trescientos museos provinciales, puede haber comisiones gubernamentales

para trabajos públicos pero, el único destino pagado para la inmensa producción de cuadros,

son las casas de la burguesía. La pintura histórica no lucía bien, y nunca lo haría, en los

salones de la clase media; las formas “menores” del arte representativo –género, paisaje y

31

naturaleza muerta- si.”13 En la Francia de mediados del XIX, como en Holanda en el siglo

XVII, los artistas tenían la tendencia a tratar de lograr algún tipo de seguridad en el

inestable mercado especializándose, haciendo su carrera en un tema específico: la pintura de

animales era muy popular, como lo anotan los White, y Rosa Bonheur era sin duda alguna

su representante más sobresaliente y exitosa, seguida en popularidad solamente por Troyon,

miembro del grupo de Barbizon (quien, en un momento dado, no alcanzaba a cumplir con

los pedidos de cuadros de vacas y tuvo que contratar un ayudante que pintara los fondos). El

ascenso de Rosa Bonheur a la fama acompañó el de los paisajistas de Barbizon, todos

apoyados por los Durand-Ruels, astutos comerciantes que luego se dedicaron a los

Impresionistas. Los Durand-Ruels fueron de los primeros comerciantes que aprovecharon

el creciente mercado de la decoración móvil para la clase media. El naturalismo y la

habilidad de Rosa Bonheur para captar la individualidad –el “alma”- de cada uno de los

animales que pintaba, coincidían con el gusto burgués de la época. La misma combinación

de cualidades, con una mayor dosis de sentimentalismo y falacia patética, aseguraron el

éxito de su contemporáneo Landseer en Inglaterra.

Hija de un maestro de pintura venido a menos, Rosa Bonheur dejó ver su interés en el arte

desde muy temprano; al mismo tiempo, exhibía una independencia de espíritu y una libertad

en sus costumbres que inmediatamente le ganaron fama de hombruna. Según sus

narraciones posteriores, su “protesta masculina” se inició muy joven; hasta qué punto

cualquier demostración de persistencia, terquedad y vigor era considerada “masculina” en

la primera mitad del siglo XIX, es algo que no sabemos. La actitud de Rosa hacia su padre

es algo ambigua: aunque era consciente de su influencia al dirigirla hacia lo que sería el 13 H. y C. White. Op. Cit. p. 91.

32

trabajo de su vida, sin duda alguna resentía el tratamiento desconsiderado que daba a su

muy querida madre y, en sus recuerdos, se burla de forma afectuosa de su extraño idealismo

social. Raimond Bonheur había sido miembro activo de la breve comunidad de Saint-

Simon, establecida en la década de 1830 por “El padre” Enfantin en Mènilmontant. Aunque

en años posteriores Rosa se burlaba de algunas de las excentricidades de los miembros de la

comunidad y desaprobaba del exceso de trabajo que representaba para su madre el

apostolado de Raimond, no hay duda que sus preceptos sobre la igualdad de la mujer -

no estaban de acuerdo con el matrimonio, la vestimenta femenina con pantalones anunciaba

la emancipación y su líder espiritual, el Padre Enfantin, hizo extraordinarios esfuerzos por

encontrar una Mujer Mesías que compartiera su reinado- causaron una fuerte impresión en

ella cuando niña y bien pueden haber influenciado su comportamiento posterior.

“¿Por qué no debería estar orgullosa de ser mujer?” le preguntó a un entrevistador. “Mi

padre, aquel entusiasta apóstol de la humanidad, muchas veces me aseguró que la misión de

la mujer es elevar la raza humana, que ella es el mesías de los siglos futuros. A sus doctrinas

debo la inmensa y noble ambición que tengo para el sexo al que orgullosamente pertenezco

y cuya independencia apoyaré hasta el día en que muera…”14 Cuando era poco más que una

niña, él le inculcó la ambición de sobrepasar a Mme. Vigée-Lebrun, el modelo más

importante que podía seguir, y apoyó sus primeros esfuerzos al máximo. Al mismo tiempo,

el espectáculo de la creciente debilidad de su madre, debida al exceso de trabajo y la

pobreza, puede haber constituido una influencia más realista en su decisión de controlar su

propio destino y nunca convertirse en esclava de un esposo e hijos. Lo que es especialmente

interesante desde el punto de vista feminista moderno, es la habilidad de Rosa Bonheur para 14 Anna Klumpke. Rosa Bonheur: Sa Vie, son ouvre. París, 1908, p.311.

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combinar la protesta masculina más vigorosa e inexcusable con afirmaciones descaradas y

contradictorias sobre la feminidad “básica”.

En aquellos tiempos pre-freudianos, Rosa Bonheur pudo explicarle a su biógrafo que nunca

quiso casarse por miedo a perder su independencia. Mantenía que demasiadas jovencitas se

dejaban llevar al altar como corderos al sacrificio. Pero, al mismo tiempo que rechazaba el

matrimonio para ella y hacía implícita su creencia en la inevitable pérdida de sí misma para

cualquier mujer que se casara, consideraba el matrimonio –a diferencia de los

sansimonianos- “un sacramento indispensable para la organización de la sociedad”.

Mientras se mantenía indiferente a las ofertas de matrimonio, se involucró en una relación

amable, de por vida y aparentemente platónica con otra mujer artista, Nathalie Micas quien

evidentemente le ofreció la compañía y el afecto que necesitaba. Obviamente la presencia

de esta amiga no exigía sacrificar la dedicación a su profesión, como lo haría un

matrimonio: son obvias las ventajas de este arreglo para mujeres que no querían tener hijos

en la época anterior a los anticonceptivos.

Sin embargo, al mismo tiempo que rechazaba francamente el rol femenino convencional de

la época, Rosa Bonheur era atraída a lo que Betty Friedan ha llamado el “síndrome de la

blusa con volantes”, esa versión inofensiva de la protesta femenina que aún hoy en día lleva

a las profesionales exitosas a adoptar alguna pieza de vestido ultra-femenina o a insistir en

probar su habilidad para hornear tortas. A pesar del hecho de haberse cortado el pelo y usar

habitualmente prendas masculinas, siguiendo el ejemplo de George Sand cuyo

Romanticismo rural influenciaba fuertemente su imaginación, a su biógrafo le insistía que

34

lo hacía sólo por las exigencias especificas de su profesión –y seguramente lo creía

sinceramente. Negando indignada a su biógrafo los rumores según los cuales en su juventud

había recorrido las calles de París vestida como un niño, orgullosamente le entregó un

daguerrotipo de sus 16 años, vestida con el traje femenino convencional, excepto por su

cabeza rapada que excusó como una medida práctica luego de la muerte de su madre:

“¿quién habría cuidado mis rizos?”15

En lo referente a su vestimenta masculina, rápidamente rechazaba la sugerencia de su

interlocutor de que los pantalones eran un símbolo de emancipación: “Culpo a las mujeres

que renuncian a su atuendo acostumbrado por el deseo de hacerse pasar por hombres”

afirmaba. “Si hubiera considerado que los pantalones le sientan bien a mi sexo, me habría

deshecho por completo de las faldas, pero no es el caso y nunca he aconsejado a mis colegas

pintoras que vistan trajes de hombre en sus actividades ordinarias. Si, aun así, me ve vestida

como lo estoy, no es con el objetivo de hacerme la interesante, como han intentado

demasiadas mujeres, sino simplemente para facilitar mi trabajo. Recuerde que en una época

pase días enteros en el matadero. Sin duda, es necesario amar el arte para vivir entre charcos

de sangre… También estaba fascinada con los caballos y ¿qué mejor lugar para estudiarlos

que las ferias equinas? No tuve más remedio que reconocer que las prendas del sexo

femenino eran un estorbo: por eso decidí pedir permiso al Prefecto de Policía para usar ropa

masculina.16 El traje que estoy usando es mi traje de trabajo, nada más. Los comentarios de

los tontos nunca me han molestado. Nathalie (su compañera) también se burla de ellos. A

ella no le molesta en lo más mínimo verme vestida como un hombre pero, si usted se siente

15 A. Klumpke. Op. Cit. p.166. 16 París, como muchas ciudades inclusive hoy en día, tenía leyes que prohibían vestirse como el sexo opuesto.

35

molesto, estoy preparada para ponerme una falda ya que sólo necesito abrir el armario para

encontrar un gran surtido de trajes femeninos.”17

Al mismo tiempo, Rosa Bonheur admitía: “Mis pantalones han sido mis más grandes

protectores… Muchas veces me he felicitado por haberme atrevido a romper con tradiciones

que me habrían obligado a abstenerme de cierto tipo de trabajos, debido a la obligación de

arrastrar mis faldas a todas partes…” Pero, una vez más, la famosa artista se siente obligada

a calificar su honesta admisión con mal asumida “feminidad”: “A pesar de la metamorfosis

de mi vestido, no existe una hija de Eva que aprecie tanto los detalles como yo; mi

naturaleza brusca y algo asocial nunca ha impedido a mi corazón seguir siendo totalmente

femenino.”18

Es un poco patético que esta artista tan exitosa -incansable en su esmerado estudio de la

anatomía animal, diligente en la búsqueda de sus sujetos equinos y bovinos en los

ambientes menos agradables, laboriosa en la producción de obras populares a lo largo de

una larga carrera, firme, segura e incontrovertiblemente masculina en su estilo, ganadora de

un primer puesto en el Salón de París, Oficial de la Legión de Honor, Comandante de la

Orden de Isabel la Católica y de la Orden de Leopoldo de Bélgica, amiga de la reina

Victoria- se sintiera obligada al final de su vida a justificarse y calificar su razonable

adopción de las maneras masculinas, por el motivo que sea, y a atacar a sus compañeras de

género -usuarias de pantalones- menos modestas, con el fin de satisfacer las demandas de su

propia conciencia. Para su conciencia, y a pesar del apoyo de su padre, su comportamiento

17 A. Klumpke. Op. Cit. pp..308-9. 18 Ibid. pp. 310-11.

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poco convencional y el logro del éxito mundano seguían condenándola como una mujer

“poco femenina”.

Las dificultades impuestas a la mujer por este tipo de demandas siguen siendo un peso extra

en la difícil empresa, aun hoy en día. Compárese, por ejemplo, a la contemporánea Louise

Nevelan con su combinación de dedicación absolutamente anti-femenina a su trabajo y sus

conspicuas pestañas postizas; su admisión de que se casó a los diecisiete, a pesar de saber

que sería incapaz de vivir sin crear, por que “el mundo decía que te debías casar”.19 Incluso

en los casos de estas dos artistas sobresalientes –y sin importar si nos gusta o no La feria de

caballos [4], debemos admirar los logros profesionales de Rosa Bonheur- la voz de la

mística femenina con su potpurrí de narcisismo ambivalente y culpa internalizada, diluye y

subvierte sutilmente aquella confianza total, aquella certeza absoluta y la

autodeterminación, moral y estética, necesarias para el logro de un trabajo artístico

innovador y de la mayor calidad.

CONCLUSION

He tratado de analizar una de las eternas preguntas utilizadas para cuestionar la exigencia de

las mujeres de una igualdad verdadera, examinando toda la errada subestructura intelectual

sobre la cual se apoya la pregunta ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas?; he

cuestionado la validez de la formulación de los denominados “problemas” en general y el

“problema de la mujer” específicamente; he sondeado algunas de las limitaciones de la

historia del arte como disciplina. Al hacer énfasis en las condiciones previas institucionales

–lo público- y no en las individuales –privadas- para el éxito o fracaso en las artes, he 19 Citada en Elizabeth Fisher, “The Woman as Artist, Louise Nevelson”, Aphra, (Primavera 1970): 32.

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tratado de ofrecer un paradigma para la investigación de otras áreas del tema. Al examinar

en detalle un caso de privación o desventaja –la falta de acceso a modelos desnudos por

parte de las mujeres- sugiero que, de hecho, era institucionalmente establecida la

imposibilidad de la mujer para lograr la excelencia artística o el éxito, en condiciones de

igualdad con los hombres, sin importar la potencia de su talento o genio. La existencia a lo

largo de la historia de un pequeñísimo grupo de mujeres artistas sobresalientes, si no

grandes, no contradice este hecho como tampoco lo hace la existencia de unas pocas

superestrellas entre los miembros de cualquier grupo minoritario. Los grandes logros son

raros y difíciles de lograr en el mejor de los casos; son aún más raros y difíciles si, mientras

se trabaja, se debe luchar también con los demonios interiores de la duda y la culpa y los

monstruos externos del ridículo o el incentivo proteccionista, ninguno de los cuales tiene

conexión alguna con la calidad de la obra como tal.

Lo que es importante es que las mujeres reconozcan la realidad de su historia y su situación

presente, sin buscar excusas ni resoplar mediocridad. La desventaja puede ser una excusa

pero no es una posición intelectual. Por el contrario, si las mujeres utilizan su situación de

debilidad en el reino de la grandeza y de forasteros en el mundo de la ideología, pueden

revelar debilidades institucionales e intelectuales en general y, al tiempo que destruyen las

falsas conciencias, tomar parte en la creación de instituciones en las que el pensamiento

claro y la verdadera grandeza sean desafíos abiertos a cualquiera, hombre o mujer, con el

coraje para arriesgarse y saltar a lo desconocido.