nacionalismo y cosmopolitismo, 2010, chernilo
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Bases da crítica ao nacionalismo metodologicoTRANSCRIPT
NACIONALISMO Y COSMOPOLITISMO: ENSAYOS
SOCIOLÓGICOS
DANIEL CHERNILO
Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010.
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Índice
Prólogo
Primera Parte. Nacionalismo
Capítulo 1. El Nacionalismo Metodológico de la Teoría Social: Mito y Realidad
Capítulo 2. Clases y Naciones en la Sociología Histórica Reciente. Con Robert Fine
Capítulo 3. La Sociología Clásica y el Estado-Nación: Una Reinterpretación
Capítulo 4. La Sociología del Estado-Nación de Talcott Parsons
Segunda Parte. Cosmopolitismo
Capítulo 5. Cosmopolitismo y Teoría Social
Capítulo 6. En Busca del Universalismo: Reevaluando la Naturaleza del Cosmopolitismo de la Teoría
Social Clásica
Capítulo 7. Entre el Pasado y el Futuro: Las Equivocaciones del Nuevo Cosmopolitismo. Con Robert Fine
Capítulo 8. Universalismo y Cosmopolitismo en la Teoría de Jürgen Habermas
Bibliografía
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Prólogo
El propósito de este libro es reflexionar sobre el rol del nacionalismo y del cosmopolitismo en la formación
y desarrollo de las sociedades modernas y su novedad radica en que esa interrogación se hace desde una
matriz disciplinar que no los ha tenido entre sus temas prioritarios. Pero es precisamente la adopción de
una perspectiva sociológica lo que da forma a su tesis principal: lejos de ser los puntos extremos y opuestos
de un continuo, nacionalismo y cosmopolitismo se requieren y presuponen mutuamente. Las relaciones
entre nacionalismo y cosmopolitismo son fundamentales para acercarse a la pregunta por los principios
constitutivos de la legitimidad política moderna porque mediante su estudio se expresa de manera
privilegiada la tensión entre particularismo y universalismo.
El núcleo particularista del nacionalismo radica en el principio de autoidentificación colectiva mediante el
cual un grupo humano, en razón de compartir algunos atributos específicos como el idioma, la religión o
habitar un territorio determinado, habría de tender de forma natural a constituirse políticamente como
estado. El nacionalismo exacerba la importancia de ese contenido particular que define a la nación para
distinguirla de cualquier otra colectividad y lo coloca al tope de la jerarquía identitaria y normativa. La
nacionalidad, para el nacionalista, es más fundamental y permanente que la clase, el género, o las diferencias
ideológicas puesto que estas últimas pueden siempre expresarse al interior de la nación. El estado-nación,
aquel espacio en que se fusiona territorio, identidad cultural y aparato burocrático, deviene entonces en la
forma necesaria de organización sociopolítica de la modernidad. El núcleo universalista del
cosmopolitismo, por su parte, se fundamenta en la creencia de que todos los individuos pertenecen a una
única especie humana. Las afiliaciones colectivas que definen sus identidades particulares – entre ellas por
supuesto la identidad nacional – quedan subordinadas a la creencia universalista de su igualdad
fundamental qua seres humanos. La filiación política central del cosmopolitismo sería entonces la
formación de aquella polis que ha de reunir al mundo entero en una comunidad política indivisa. Puesto
que el cosmopolitismo implicaría el rechazo al principio de la soberanía nacional que tiende a la creación de
un sistema internacional compuesto exclusivamente por estados-nación, como filosofía política debería
entonces expresarse en la creación de un estado mundial.
Así reza, matices más matices menos, la visión convencional sobre las características distintivas del
nacionalismo y del cosmopolitismo y esa la forma en que se concibe el rol de ambos en la comprensión del
problema de la legitimidad política en la modernidad. Pero la perspectiva sociológica con que se aborda
aquí el tema permite dar un giro a este argumento. Los ocho trabajos que componen este libro expresan la
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convicción de que una adecuada comprensión del nacionalismo y del cosmopolitismo sólo puede lograrse
mediante una reflexión sobre sus implicaciones mutuas. El nacionalismo tiene en su seno un doble
momento universalista. Éste se expresa, primero, en el hecho de que el principio particularista de la
identificación nacional se regula por los postulados universalistas de la autonomía moral del individuo y de la
deliberación democrática del colectivo mediante los cuales los integrantes de la nación deciden con libertad sobre
las características específicas que han de organizar su vida en común. La nación moderna surge y se funda
en este horizonte ilustrado y democrático. Y segundo, porque todo grupo que reclama para sí el principio
de autodeterminación nacional – el derecho de una nación a autoorganizarse y crear su propio estado – se
ve también presionado a reconocer que otros grupos pueden hacer la misma reclamación. El derecho a
constituirse como nación se gana al precio de reconocerlo como un derecho universal que se debe estar
dispuesto a reconocer, al menos en principio, a todos los grupos que lo reclamen. El momento
particularista del cosmopolitismo, por su parte, dice relación con que las preferencias identitarias a las que
los individuos adscriben voluntariamente no pueden simplemente quedar subordinadas a la pertenencia
genérica a la especia humana sin, en los hechos, violentar la misma igualdad fundamental que pretende
resguardar. Cuando individuos o grupos deciden que hay aspectos específicos de su identidad particular
que encuentran valioso reivindicar, mantener o potenciar no es posible negarles ese derecho e imponer sin
más como superior la neutralidad necesariamente abstracta del cosmopolitismo. La verdadera orientación
universalista de cosmopolitismo consiste en reconocer y aceptar a los individuos con sus creencias e
identidades particulares para sólo desde allí buscar aquello que pueda llegar a constituir el fundamento de la
unidad de la especie humana. Así, del mismo modo en que el nacionalismo no implica única, prioritaria o
exclusivamente a los estados-nación, el cosmopolitismo contemporáneo requiere del asentimiento libre de
todos los potenciales involucrados y es por ello perfectamente capaz de acomodarse con una pluralidad de
formas de organización sociopolítica – las ciudades, las regiones, los bloques geopolíticos y por supuesto
también los propios estados-nación.
Pero, ¿por qué es la tradición de la teoría social capaz de producir estos nuevos rendimientos para estudiar
las relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo? ¿En qué consiste la especificidad de la perspectiva
sociológica que permite arribar a estos resultados? La respuesta a estas preguntas debe considerar razones
tanto históricas como sistemáticas. Desde el punto de vista histórico, el período de formación de la teoría
social coincide con el de la formación de las instituciones y estructuras más importantes de la modernidad.
Entre ellas se cuenta la idea de derechos humanos universales a los que ya Kant colocó al centro del ideario
normativo moderno, así como también el estado-nación en tanto la forma de organización sociopolítica
más representativa de la modernidad (aunque, como se verá a lo largo del texto, no como su forma única,
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natural o necesaria). En otras palabras, los pensadores que definieron los conceptos y teoremas centrales de
la teoría social como tradición intelectual – Marx, Weber, Durkheim, Simmel, Parsons – intentaban explicar
el surgimiento y características principales de la modernidad y no estuvieron especialmente preocupados de
si la nación, o el estado-nación, habría o debería transformarse en el principio organizador fundamental de
la vida colectiva. A los clásicos de la sociología se los ha criticado por no haber dedicado más atención al
problema de la nación y del cosmopolitismo y la explicación convencional de ese olvido es que para ellos
era innecesario explicar la primera porque la asumían como un dato atemporal y cuasi-natural y el segundo
podía pasarse por alto porque no era más que un ideal sin correlato en el mundo real. Nada más lejos de la
verdad. Si bien es cierto que los clásicos dedicaron comparativamente menos atención a la nación y al
cosmopolitismo que a sus temas preferidos – el capitalismo, el socialismo, la racionalización, la ciencia
moderna o la burocracia – simplemente no es cierto que no tengan nada que decir sobre ellos. Lo que
sucede, más bien, es que los clásicos consiguieron mirar al estado-nación en perspectiva histórica y
comparada justamente porque no estaban obsesionados con su supuesto halo mítico. Y su orientación
cosmopolita se expresa más al nivel de los fundamentos filosóficos de sus trabajos que en un programa
normativo explícito. La tradición sociológica que así se inaugura es entonces capaz de producir un
concepto de nación que se separa tanto de la idea de una comunidad esencial y ahistórica como de la
noción de una comunidad artificial y puramente imaginada. Y esta reconfiguración nacional de las
identidades colectivas está montada sobre la idea de que todos los seres humanos sin excepción son
igualmente capaces de crear sociedad y transformarla – aunque nunca en condiciones de su elección ni con
resultados completamente satisfactorios. El estado-nación comienza a aparecer como una forma
sociopolítica moderna con una tendencia crónica a las crisis, como una estructura de data reciente pero con
pretensiones de eternidad y como un forma de organizar la vida colectiva que está cruzada por la tensión
normativa entre particularismo identitario y derechos humanos universales.
Desde un punto de vista sistemático, el problema central con que surge la sociología clásica es la aparición
y el desarrollo del capitalismo moderno. Su foco es la comprensión de sus características fundamentales: su
origen geográfica y culturalmente particular vis-à-vis su alcance y consecuencias globales; la ambivalencia
entre la ampliación de los espacios de libertad y autonomía individual y colectiva vis-à-vis las experiencias
específicamente modernas de pobreza, alienación y anomia; la autonomización de un conjunto de esferas
sociales que surgen a su amparo – la ciencia, el arte, el derecho, las relaciones íntimas – pero que no
encuentran, en realidad ya no buscan, un principio organizador que las unifique. Desde la teoría social, las
relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo se observan desde un ángulo algo incómodo y con luz
indirecta; la reflexión se hace siempre en el contexto más amplio de intentar explicar el decurso general de
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la modernidad. Si bien ello implicó que efectivamente la teoría social clásica – y también buena parte de la
teoría social contemporánea – no les ha dedicado toda la atención que hubiese sido necesario, lo que
durante mucho tiempo se entendió como deficiencias insalvables en el tratamiento de la nación y del
cosmopolitismo se transforma ahora no sólo en una posibilidad de originalidad sino directamente en una
ventaja analítica. Las relaciones lógicas entre nacionalismo y cosmopolitismo se despliegan con mayor
nitidez, sus rendimientos ideológicos no se aceptan con ingenuidad y sus actualizaciones políticas se tornan
más reales y específicas.
La estructura del libro intenta desplegar el carácter necesario de la relación entre nacionalismo y
cosmopolitismo que se ha esbozado en este prólogo. La primera parte incluye cuatro artículos en que se
investiga el origen y características principales del estado-nación en el marco de la crítica al nacionalismo
metodológico – la igualación artificial entre la idea de sociedad y la formación histórica de los estados-
nación en la modernidad. La tesis central de esa primera parte es que las ciencias sociales podrán
comprender el estado-nación en la medida que no lo entiendan como el centro organizador de las
relaciones sociales modernas. Así, mientras el capítulo 1 reconstruye los orígenes del nacionalismo
metodológico como problema sociológico y discute sus implicaciones principales, el segundo evalúa los
resultados de la tradición de la sociología histórica a partir de la tesis de que las clases y las naciones son las
dos formas principales de identidad sociopolítica en la modernidad. El capítulo 3 explora algunas vías de
solución a los problemas que genera el nacionalismo metodológico con la ayuda de la teoría social clásica –
la comprensión de la opacidad del estado-nación en la modernidad – y el capítulo 4 refuerza ese camino
mediante un intento por formalizar la teoría del estado-nación que el sociólogo norteamericano Talcott
Parsons nunca llegó a formular explícitamente. La segunda parte del texto, también de cuatro capítulos,
reflexiona sobre el estatuto filosófico y sociológico de la pretensión universalista del cosmopolitismo. La
tesis central de la segunda parte es que esa pretensión universalista es un elemento fundante de la tradición
sociológica desde sus inicios y que aquello que hace clásica a la sociología clásica – aquello que la hace una
tradición intelectual pertinente para estudiar la sociedad contemporánea – es justamente esa pretensión
universalista. Se explica por qué las ciencias sociales requieren efectivamente de una infraestructura o
fundamento cosmopolita para hacer de la pretensión universalista el centro de su horizonte cognitivo y
normativo (capítulo 5), se evalúa en qué medida la teoría social clásica es un eslabón clave en la
reconstrucción de la pretensión universalista del cosmopolitismo como horizonte normativo de la
modernidad (capítulo 6), se critican los excesos de algunas versiones de pensamiento cosmopolita en las
ciencias sociales contemporáneas (Capítulo 7) y se termina discutiendo la que es posiblemente la versión
más sofisticada de teoría social cosmopolita en el presente en la obra de Jürgen Habermas (Capítulo 8).
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Los ocho ensayos que componen este libro datan de entre los años 2003 y 2007. Siete de ellos fueron
escritos originalmente en inglés, están publicados en diversas revistas y volúmenes editados en ese idioma y
aparecen aquí por primera vez en español gracias a la colaboración de David Mateo. La revisión final, y por
tanto la responsabilidad por los cambios realizados, es mía. Inserté referencias cruzadas entre los distintos
capítulos para favorecer el sentido de unidad del libro, pero los textos mantienen su naturaleza original de
artículos independientes que se leen como las traducciones que son. Asimismo, como me interesaba
mostrar la forma en que mi enfoque se ha ido consolidando en el tiempo, no introduje bibliografía más
reciente, es posible encontrar algunas repeticiones y diferencias entre capítulos y hay formulaciones que
ahora habría presentado de otra manera. Mantuve también las notas de agradecimiento tal y como
aparecieron originalmente como muestra de aprecio hacia quienes leyeron, una y otra y otra y otra y otra
vez, los innumerables borradores de los distintos capítulos.
No puedo dejar de mencionar que desde el año 2004 he contado con el apoyo de diversos proyectos
FONDECYT (3040004, 1070826, 1080213) y aprovecho de expresar mi reconocimiento a Manuel Vicuña,
Decano de la Facultad de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales, por el interés
inmediato que tuvo en este proyecto. Trabajar con amigos es una suerte y yo tuve la fortuna, durante varios
años, de encontrarme diariamente con Aldo Mascareño, Omar Aguilar y Luis Campos en el Departamento
de Sociología de la Universidad Alberto Hurtado. Con ellos se dio la combinación improbable de
cooperación entre colegas, sentido del humor y pasión por el trabajo intelectual que permite querer dedicarse
a estudiar.
Sin proponérselo, Leonor me ha hecho ver que hay cosas tanto más importantes que escribir, pero al
mismo tiempo me ha dado un gran aliciente para terminar este libro. Cada vez que me encierro a trabajar,
lo hago esperando que me interrumpa con su vocecita: “¡¿papá?!”. Los capítulos 2 y 7 están escritos en
coautoría con Robert Fine y se publican ahora con su autorización. Su presencia se expresa en todo lo que
hay de bueno en estos ensayos y en agradecimiento por una relación de maestro a alumno que ya se
apronta a cumplir una década, le dedico a Robert la publicación de esta colección de ensayos.
D. Ch.
Santiago, julio de 2009.
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Referencias de las versiones originales
Capítulo 1. ‘Social theory’s methodological nationalism: Myth and reality’, European Journal of Social Theory 9
(1): 5-22, 2006.
Capítulo 2. ‘Classes and nations in recent historical sociology’, en Delanty, G. e Isin, E. (eds.) Handbook of
Historical Sociology, Londres, Sage, 2003. Con Robert Fine.
Capítulo 3. ‘Classical sociology and the nation-state: A re-interpretation’, Journal of Classical Sociology 8 (1):
27-43, 2008.
Capítulo 4. ‘Talcott Parsons’ sociology of the nation-state’, inédito.
Capítulo 5. ‘Cosmopolitanism and social theory’, en Turner, B. S. (ed.), The New Blackwell Companion to Social
Theory, Oxford, Blackwell, 2008.
Capítulo 6. ‘A quest for universalism: Re-assessing the nature of classical social theory’s cosmopolitanism’,
European Journal of Social Theory 10 (1): 17-35, 2007.
Capítulo 7. ‘Between past and future: The equivocations of the new cosmopolitanism’, Studies in Law,
Politics, and Society 31: 25-44, 2004. Con Robert Fine.
Capítulo 8. ‘Universalismo y cosmopolitismo en la teoría de Jürgen Habermas’, Estudios Públicos 106: 175-
203, 2007.
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PRIMERA PARTE: NACIONALISMO
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Capítulo 1. El Nacionalismo Metodológico de la Teoría Social: Mito y Realidad*
La pregunta por la historia, características principales y legado del estado-nación en la modernidad es
central para comprender aquellos procesos sociales que comúnmente se agrupan bajo el nombre de
“globalización”. Por mucho, el argumento más recurrente sobre cómo la tradición de la teoría social ha
explicado la posición del estado-nación es el de una supuesta equiparación entre el concepto de “sociedad”
y el “estado-nación” en la modernidad. El nacionalismo metodológico se puede definir como la creencia
omnipresente de que el estado-nación es la forma natural y necesaria de la sociedad en la modernidad; el
estado-nación se toma como el principio de organización de la modernidad.
Si bien comenzó en los años setenta, el debate sobre el nacionalismo metodológico se ha convertido en un
asunto relevante en los debates académicos sólo en los últimos años. Sin embargo, no parece que hayamos
conseguido una comprensión cabal sobre qué es realmente nacionalismo metodológico y tampoco hemos
indagado sistemáticamente en el nacionalismo metodológico – supuesto y real – de la teoría social. Este
primer capítulo intenta contribuir a la clarificación de ambas cuestiones. Sin duda, el nacionalismo
metodológico debe ser rechazado pero, como intentaré demostrar aquí, la manera en que actualmente se ha
intentado hacerlo no consigue trascenderlo realmente. Mi argumento es que las discusiones actuales sobre
el nacionalismo metodológico nos han impedido enfrentar con claridad el problema de fondo que una
“teoría social del estado-nación” debe abordar: comprender la posición y el legado del estado-nación en la
modernidad. Mientras el canon de la teoría social siga siendo indiscriminadamente considerado como presa
del nacionalismo metodológico, habremos de seguir rechazándolo pero no seremos capaces de superarlo.
En términos de su estructura, este capítulo reconstruye primero los orígenes de la crítica al nacionalismo
metodológico en los años setenta del siglo pasado y distingue entre sus versiones lógica e histórica. Luego
se pasa revista a la crítica más reciente de Ulrich Beck al nacionalismo metodológico y se sostiene que la
tesis de Beck sobre el nacionalismo metodológico inmanente de la teoría social es innecesariamente
exagerada y que carece de una conceptualización del estado-nación que sea distinta del propio nacionalismo
metodológico que critica. Se concluye entonces que los intentos ambivalentes de la teoría social para
* Esta investigación se realizó, con apoyo financiero de FONDECYT, en la Universidad Alberto Hurtado (Proyecto 3040004). Quisiera agradecer a Margaret Archer, Craig Calhoun, Andrés Haye, Jorge Larraín, Aldo Mascareño, William Outhwaite, Guido Starosta y Marcus Taylor por su ayuda, comentarios y críticas durante distintas etapas de esta investigación. Mi deuda más profunda es con Robert Fine por haber compartido conmigo su pasión por la teoría social. No hace falta decir que ellos no necesariamente comparten mis argumentos y yo soy el único responsable por los errores aquí cometidos.
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conceptualizar el estado-nación reflejan la ambivalencia real de la posición del estado-nación en la
modernidad: su opacidad histórica, su incertidumbre sociológica y su ambigüedad normativa.
El surgimiento de la crítica al Nacionalismo Metodológico
En la teoría social, los primeros argumentos sistemáticos acerca de las conexiones entre el concepto de
sociedad y la formación histórica del estado-nación fueron desarrollados a principios de los años setenta
del siglo XX. Una característica central de lo que se conoce como la “segunda crisis de la modernidad” fue
precisamente una aproximación más reflexiva e incluso crítica hacia la historia de las relaciones entre la
teoría social, la idea de sociedad y el estado-nación (Wagner 1994: 30-1). De hecho, un número importante
de investigadores empezó a reflexionar sobre las implicaciones de la equiparación entre la sociedad y el
estado-nación en la sociología de aquella época – y una breve reconstrucción de sus tesis principales nos
ayudará a clarificar algunas de los asuntos que están hoy en juego. Por ejemplo, hacia el final de su volumen
sobre la estructura de clase de las sociedades avanzadas, Anthony Giddens (1973: 265) sostiene lo siguiente:
La unidad primaria del análisis sociológico, la ‘sociedad’ del sociólogo – al menos en relación
al mundo industrializado – ha sido siempre, y debe continuar siendo, el estado-nación definido
administrativamente. Pero la ‘sociedad’ en ese sentido, nunca ha estado aislada, o se ha
‘desarrollado internamente’ como normalmente lo ha implicado la teoría social. Una de las
debilidades más importantes de los conceptos sociológicos de desarrollo, desde Marx en
adelante, ha sido la tendencia persistente a pensar el desarrollo como el ‘despliegue’ de
influencias endógenas en el seno de una sociedad dada (o más a menudo, un ‘tipo’ de
sociedad). Los factores ‘externos’ son tratados como el ambiente al cual la sociedad debe
‘adaptarse’, y por lo tanto como meramente condicionales en la progresión del cambio social
(…) De hecho, cualquier comprensión adecuada del desarrollo de las sociedades avanzadas
presupone el reconocimiento de que los factores contribuyentes a una evolución ‘endógena’ se
combinan siempre con influencias ‘del exterior’ en la determinación de las transformaciones a
las que una sociedad está sometida
Opiniones similares se expresaban en la sociología británica en ese entonces y Herminio Martins acuñó el
término “nacionalismo metodológico” para describir, con intención crítica, lo que él consideraba era un
desarrollo crucial en la sociología. De acuerdo a Martins (1974: 276):
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En las últimas tres décadas, aproximadamente, el principio del cambio inmanente ha
coincidido en gran parte con una presunción general – apoyada por una gran variedad de
académicos en el amplio espectro de las opiniones sociológicas – de que la sociedad ‘total’ o
‘inclusiva’, de hecho el estado-nación, se considera el estándar, el óptimo o incluso el
‘delimitante’ máximo del análisis sociológico (…) En general, el trabajo macrosociológico ha
estado mayormente sometido a predefiniciones nacionales de realidades sociales: un tipo de
nacionalismo metodológico – que no va necesariamente de la mano con un nacionalismo político de
parte del investigador – se impone por sí mismo en la práctica, con la comunidad nacional
como la unidad terminal y la condición límite para la demarcación de los problemas y
fenómenos para las ciencias sociales (mis cursivas)
En su discusión sobre la definición del nacionalismo metodológico de Martins, Anthony D. Smith le da un
énfasis ligeramente diferente. Su argumento es que “el principio del ‘nacionalismo metodológico’ opera en
todos los niveles de la sociología, la política, la economía y la historia de la humanidad en la era moderna”,
por lo tanto:
El estudio de la ‘sociedad’ está hoy, casi indiscutiblemente, equiparado con el análisis de los
estados-nación… Hay muy buenas razones para proceder esta manera, pero el fundamento teórico
deriva gran parte de su fuerza de la aceptación de concepciones nacionalistas, y hace bastante
para reforzar tales concepciones. De este modo, el sistema mundial del estado-nación se ha
convertido en un componente duradero y firme de la totalidad de nuestra perspectiva
cognitiva, con total independencia de las satisfacciones psicológicas que confiere (Smith 1979:
191, mis cursivas)
El primer aspecto a destacar de estas citas es que la tesis del nacionalismo metodológico de la sociología
estaba destinada a expresar una cierta crítica a lo que estos autores consideraban como tendencias y
prácticas bien establecidas de ese tiempo. Haber “descubierto” este nacionalismo metodológico, haber
instalado una discusión sobre él, era visto como una contribución crucial para el fortalecimiento y
desarrollo de las ciencias sociales. Estos autores rechazaban el nacionalismo metodológico de modo que no
continuase ejerciendo su influencia de forma inadvertida, entienden el nacionalismo metodológico como
un resultado involuntario de ciertas tendencias intelectuales (Martins) y prácticas institucionales (Smith) y
afirmaban que la hegemonía parsoniana era la responsable de su importancia.1 En lo fundamental, por lo
1 Ver Dahrendorf (1958), Giddens (1977), Poggi (1965) y el capítulo 4.
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tanto, sus argumentos sobre el nacionalismo metodológico estaban pensados como una contribución para
la reconstrucción de la teoría social desde el interior de la propia teoría social.
El nacionalismo metodológico sigue siendo una expresión mal definida, por lo que un análisis más
detallado de estos diferentes argumentos puede ayudarnos a llegar a una concepción más clara sobre lo que
verdaderamente tratamos de decir con él. Todas estas posiciones aceptan, desde diferentes puntos de vista,
la idea de que el concepto central de la sociología, la sociedad, ha sido igualado a uno de los referentes
sociopolíticos más importantes de la modernidad, el estado-nación. Ellos también están de acuerdo en el
hecho de que esta equiparación entre sociedad y estado-nación asume una explicación endógena o
internalista del cambio social y piden una revisión completa de la imagen autosuficiente de la sociedad. Es
entonces interesante destacar que estos autores no ven ningún problema intrínseco en equiparar el estado-
nación con el concepto de sociedad siempre y cuando el enfoque internalista quede definitivamente
descartado. Su problema radicaba, sobretodo, en la imagen autocontenida del estado-nación. Finalmente,
ellos también comparten el argumento de que el estado-nación se ha transformado en el tipo “normal” de
sociedad en la modernidad – con la interesante aunque poco desarrollada salvedad de que esto se aplica
mejor al “mundo occidental”. El nacionalismo metodológico surgiría entonces cuando la perspectiva
intelectual de la sociología se basa en una equiparación entre la sociedad y el estado-nación, por un lado, y
cuando la explicación sustantiva del cambio social se basa en una concepción internalista y autosuficiente
del estado-nación, por el otro.
Si estos argumentos comparten las características que acabo de mencionar, ellos difieren, sin embargo, en la
identificación de las fuentes del nacionalismo metodológico. Creo que podemos utilizar estas diferencias
para explorar con mayor profundidad cuestiones definicionales para desde allí llegar a un punto de vista
más abstracto e intentar superar el nacionalismo metodológico. El argumento de Martins, primero, se
plantea en relación a presuposiciones lógicas y definiciones conceptuales; la aparición del nacionalismo
metodológico es para él resultado de un proceso largo, que se incubó por más de treinta años, basado en
un conjunto de supuestos que son coherentes con una imagen autosuficiente de la sociedad. Dado que la
teoría social presupuso que el cambio social era “controlado internamente”, la sociología habría siempre de
concebir su objeto de estudio como autocontenido; el vínculo entre la sociedad y el estado-nación se
construye sobre la base de la estructura nacional de las categorías sociológicas. El argumento de Martins
opera específicamente en el nivel del desarrollo disciplinar de las categorías sociológicas, de modo que llamaré
a su posición la versión lógica del argumento del nacionalismo metodológico. Smith, por su parte, se
concentra en el hecho de que son los propios estados los que están interesados en reforzar su imagen de
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solidez e independencia, así como también en el surgimiento de un “sistema internacional de estados-
nación” que reforzó la importancia del estado-nación en todos los niveles: social, intelectual y político.
Smith afirma que hay un grado de “satisfacción psicológica” natural de parte de burócratas e intelectuales
de países pequeños cuando ven sus banderas al lado de las banderas de estados-nación más poderosos e
“históricos”. Smith entiende el surgimiento del nacionalismo metodológico como otra consecuencia de la
importancia del nacionalismo estatal durante el siglo XX. En su opinión, entonces, el nacionalismo
metodológico surge a partir de insuficiencias en la conceptualización sustantiva del desarrollo histórico del
estado-nación y por ello este segundo argumento se puede llamar la versión histórica del nacionalismo
metodológico.
De hecho, cuando estas opiniones sobre el nacionalismo metodológico se presentaron por primera vez en
los años setenta, el argumento histórico (el estado-nación como proyecto político) pudo ser considerado
como menos polémico que el argumento lógico – el énfasis internalista en la equiparación entre la sociedad
y el estado-nación. Esta crítica al nacionalismo metodológico acepta a-críticamente el argumento de que
durante algunas décadas del período de la segunda posguerra algunos pocos estados-nación podían
considerarse, o se consideraban a sí mismos, como la encarnación del proyecto de la modernidad. Sin
embargo, el problema que ahora enfrentamos es que el argumento histórico es al menos tan polémico e
importante como el argumento lógico: el estado-nación ya no puede sin más considerarse como la
representación final de la sociedad en la modernidad.
Es por ello fundamental tener presente que las versiones lógica e histórica del argumento del nacionalismo
metodológico son diferentes y que aunque se refuerzan mutuamente ellas no se requieren necesariamente.
Entre más inadvertidas pasan las diferencias entre estas versiones más se crea la ilusión, como tendremos
ocasión de revisar, de que el estado-nación es el principio organizador natural y necesario de la
modernidad. La mezcla explosiva de la crítica lógica de los conceptos científico-sociales con una
concepción autosuficiente del estado-nación impide que capturemos la atormentada historia del estado-
nación en la modernidad y las formas en que tales dificultades se reflejan en los intentos de la propia teoría
social por estudiar el estado-nación. El asunto debe reflexionarse simultáneamente en los planos lógico e
histórico, por lo que ahora me propongo explorar en qué medida la literatura actual ha tenido éxito, o no,
en sus propuestas para trascender el nacionalismo metodológico en ambos niveles.
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La nueva ortodoxia de la teoría social sobre la globalización y su crítica al nacionalismo
metodológico: El caso de Ulrich Beck
El mejor punto de partida para una reconstrucción de las críticas actuales al nacionalismo metodológico es
el trabajo de Ulrich Beck. No es otro que Beck (2000a: 21-4) quien trajo el nacionalismo metodológico de
vuelta a los debates contemporáneos y las referencias a este tema se han vuelto cada más destacadas en sus
publicaciones (Beck 2002b, 2003, 2004).2 Su argumento es que la transformación en las actuales
circunstancias históricas ponen en jaque el núcleo de la teoría social porque sería precisamente la estructura
nacionalmente constituida de la teoría social la que, supuestamente, la incapacitaría para dar sentido a un
mundo que ya no se organiza más alrededor del estado-nación. En lo que sigue voy a sostener, sin
embargo, que Beck no consigue diferenciar entre las dos versiones del nacionalismo metodológico que
acabo de proponer y por ello su enfoque, en vez de ayudarnos, nos coloca dificultades adicionales para
trascender el nacionalismo metodológico. Su análisis, me parece, está contaminado con una cierta
imprecisión conceptual; una simplificación excesiva de las preocupaciones normativas; además debilidades
en la representación histórica del pasado vis-à-vis un culto a lo nuevo como valor en sí mismo.3
El punto de partida fenomenológico de Beck es interesante: las personas comienzan a experimentar
transformaciones sociales aceleradas en el nivel de la vida cotidiana y es esta percepción de cambio de
época la que le hace serias exigencias a las ciencias sociales. En la “sociedad del riesgo global”:
La ciencia social debe ser reestablecida como una ciencia transnacional de la realidad de la
desnacionalización, transnacionalización y ‘re-etnificación’ en la era global – y esto en los
niveles de los conceptos, teorías y metodologías así como organizativamente. Esto conlleva
que los conceptos fundamentales de la ‘sociedad moderna’ deban ser reexaminados. El hogar, la 2 Para una discusión adicional, ver el informe del seminario sobre nacionalismo metodológico preparado por el Centre for the Study of Global Governance (2002) del London School of Economics and Political Science. 3 Discuto en detalle los argumentos de Beck porque los entiendo como compatibles con los de otros participantes en este debate a quienes Robert Fine y yo hemos llamado la “nueva ortodoxia” sobre la globalización (capítulo 7). Dentro de la corriente principal de las ciencias sociales, Martin Albrow (1996) se refiere a una “era global” en la que el declive del estado-nación marca además el fin de la modernidad; Manuel Castells (1996, 1997) centra sus impresionantes análisis empíricos en la idea de la “sociedad red” en la que el estado-nación se desvanece entre los millones de nodos en que las relaciones sociales se organizan hoy; John Urry (2000) rechaza la posibilidad de otorgar cualquier significado relevante a la sociedad debido a la declinación de los estado-nación y Jan Aart Scholte (2000) amplía el argumento porque, a su juicio, el surgimiento de la globalización da la “despedida” al “territorialismo metodológico” de todas las ciencias sociales. Al vincular la supuesta declinación del estado-nación con la obsolescencia de la sociedad como uno de los conceptos centrales de la sociología, esta literatura ha sido descrita como la expresión tardía de la crítica posmoderna en la disciplina (Shaw 2000: 2-14, Wagner 2001a: 75). Ver, sin embargo, Outhwaite (2006) para un argumento renovado sobre la importancia de la idea sociedad en la teoría social contemporánea.
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familia, la clase, la desigualdad social, la democracia, el poder, el estado, el comercio, lo público, la comunidad,
la justicia, el derecho, la historia y la política deben ser liberados de los grilletes del nacionalismo
metodológico y deben ser reconceptualizados y establecidos empíricamente en el marco de
una ciencia social y política cosmopolita (Beck 2002b: 53-4)
El argumento es que el nacionalismo metodológico domina en las ciencias sociales, pero es más intenso en
la sociología porque “‘la sociología moderna’ es definida en sus libros más representativos como la ciencia
‘moderna’ de la sociedad ‘moderna’. Esto tanto oculta como ayuda a ganar aceptación a un esquema
clasificatorio que podríamos llamar la teoría del contenedor de la sociedad” (Beck 2000a: 23). La conclusión es
que el concepto de sociedad ya no puede seguir manteniendo un significado teórico fuerte. Beck sostiene
que la idea de sociedad se ha vuelto indistinguible de las condiciones que supuestamente caracterizaron a
los estados-nación a lo largo de la modernidad, de forma tal que cuanto más débiles son los estados-nación
tanto más innecesario es el concepto de sociedad. El argumento es que la agenda de investigación y las
herramientas conceptuales de la teoría social deben modificarse de modo que se hagan compatibles con las
transformaciones del propio mundo social. La teoría social estaría en una encrucijada fundamental: si no
consigue cambiar, el propio cambio social las dejará cesante:
El nacionalismo metodológico da por sentadas las siguientes premisas: iguala sociedades con
estados-nación y observa estados y sus gobiernos como las piedras angulares del análisis de las
ciencias sociales. Asume que la humanidad está dividida naturalmente en un número limitado
de naciones que en el interior se organizan a sí mismas como estados-nación y que en el
exterior fijan los límites para distinguirse de otros estados-nación. Va incluso más allá: esta
delimitación externa, así como la competencia entre los estados-nación, representa la categoría
más básica de la organización política (...) De hecho, la visión de las ciencias sociales está
arraigada en el concepto de estado-nación. Una perspectiva del estado-nación sobre la
sociedad, la política, el derecho, la justicia y la historia es la que gobierna la imaginación
sociológica (Beck 2002b: 51-2)
La definición de Beck del nacionalismo metodológico se ha apartado en un sentido fundamental de las
formulaciones originales de Martins y Smith – él ha naturalizado un argumento que empezó con intención
crítica. Ya he demostrado que la tesis del nacionalismo metodológico surgió como una visión crítica de la
idea del estado-nación como una formación autónoma y autosuficiente. Martins y Smith esperaban
reorientar la teoría social del estado-nación desde dentro de la tradición intelectual de las ciencias sociales –
16
el suyo era sobretodo un esfuerzo autocrítico. Contra estas primeras formulaciones, la reciente crítica al
nacionalismo metodológico de Beck se niega a establecer su propia posición dentro de la tradición
intelectual de las ciencias sociales. Él no sólo desatiende el espíritu reflexivo de la primera crítica al
nacionalismo metodológico sino que, más importante aun, toma su propia teoría de la modernización
reflexiva y la transforma en la teoría social como tal.
El proyecto original de Beck, una teoría de la modernización reflexiva, se desarrolló al interior de la tradición
de la teoría social; incluía la meta exagerada de definir la nueva época pero esperaba además contribuir a
remediar algunos de los problemas diagnosticados en investigaciones anteriores. Mediante la tesis del
nacionalismo metodológico inmanente de la teoría social, el argumento de Beck ha cambiado radicalmente.
En vez de una agenda de investigación que se pone a trabajar al interior de las múltiples tradiciones de la
teoría social, lo que tenemos ahora es un programa de investigación supuestamente autónomo y que fustiga
agresivamente a las ciencias sociales que la anteceden declarándolas obsoletas. Beck centra su preocupación
tanto al nivel del diagnóstico epocal – la actual radicalización de la experiencia de la modernidad – como de
la construcción de teoría – los marcos de referencia teóricos del pasado no nos ayudan a entender el
presente y controlar el futuro. En ambos planos, la teoría social estaría al borde de convertirse en la “tienda
de antigüedades especializada en la sociedad industrial” (Beck 1997:18) puesto que trabaja principalmente
con “categorías zombie” (Beck 2002b: 53):
La asociación entre la sociología y el estado-nación fue tan amplia que la imagen de las
sociedades ‘modernas’ individualmente organizadas – que se hicieron definitivas con el
modelo nacional de organización política – se convirtió en sí misma en un concepto
absolutamente necesario en y a través del trabajo fundacional de los científicos sociales
clásicos. Más allá de todas sus diferencias, teóricos tales como Émile Durkheim, Max Weber e
incluso Karl Marx compartieron una definición territorial de la sociedad moderna y, de esa
manera, el modelo de la sociedad centrado en el estado-nacional que ha sido sacudido hoy por
la globalidad y la globalización (Beck 2000a: 24)
Un nuevo “cosmopolitismo metodológico” es por tanto necesario, uno que sea capaz de abordar “lo que
había sido previamente excluido analíticamente como una especie de agrupación silenciosa de convicciones
fundamentales divididas” (Beck 2002b: 52). Durante la década pasada, Beck ha propuesto un conjunto de
pares conceptuales que, aunque no se ajustan exactamente el uno al otro, todos apuntan en la misma
dirección. Su razonamiento sociológico opera de manera dicotómica de modo de contrastar la modernidad
17
simple versus la modernización reflexiva; el conocimiento lineal versus los efectos colaterales (Beck 1997);
la sociedad del estado-nación versus la sociedad del riesgo global (Beck 1998); la globalización simple
versus el cosmopolitismo reflexivo (Beck 2000a); la sociedad del trabajo versus la sociedad política (Beck
2000b); la primera era de la modernidad versus la segunda era de la modernidad (Beck 2000c); el estado
nacional versus el estado cosmopolita (Beck 2002a). En todos los casos el segundo término se pone en
oposición y viene a reemplazar – analítica e históricamente – al primero. El cambio paradigmático crucial
desde el nacionalismo metodológico al cosmopolitismo metodológico es no sólo la última de estas
dicotomías sino que viene a coronar el intento constante de Beck de fijar una nueva agenda para las
ciencias sociales en su conjunto (Beck 2004).
Pero es evidente que podemos cuestionar las ventajas de oponer el cosmopolitismo metodológico al
nacionalismo metodológico. Uno puede preguntarse si, o al menos en qué medida, las ciencias sociales que
cayeron en el nacionalismo metodológico fueron capaces de proveer una descripción precisa del estado-
nación incluso durante la primera edad de la modernidad. Si postulamos, como es mi caso, que eso no es
así, es entonces difícil entender cómo y por qué las ciencias sociales que propician el cosmopolitismo
metodológico habrían de ser exitosas para entender la segunda era de la modernidad. En vez de intentar
ganar reflexividad y complejidad en el análisis, distinguiendo modos o versiones del nacionalismo
metodológico de la teoría social – y recuperando así lo que puede recuperarse y olvidándose de lo que no
puede serlo – Beck echa todo en un mismo saco: el nacionalismo metodológico inútil de la teoría social
versus un recién estrenado cosmopolitismo metodológico de la sociedad del riesgo global.
En el corazón de la problemática descripción de Beck hay una visión algo mítica del estado-nación como
una forma sociopolítica armoniosa y carente de conflicto:
La homogeneidad interna es esencialmente una creación del control estatal. Todos los tipos de
prácticas sociales – la producción, la cultura, el lenguaje, el mercado del trabajo, el capital, la
educación – son timbradas y estandardizadas, definidas y racionalizadas por el estado nacional,
pero al menos se hace referencia a ellas como economía nacional, idioma nacional, ámbito
público de la literatura, historia y así sucesivamente (Beck 2000a: 23)
Por un lado, el argumento es que “la crítica al nacionalismo metodológico no debe confundirse con la tesis
del fin del estado-nación”. Pero, por otro, Beck (2002b: 51-2) argumenta que
18
la organización nacional como principio de estructuración de la acción societal y política ya no puede servir más
como una premisa para la perspectiva del observador de las ciencias sociales. En este sentido, la ciencia
social sólo puede reaccionar adecuadamente al desafío de la globalización si logra superar el
nacionalismo metodológico y si consigue plantear preguntas empírica y teóricamente
fundamentales dentro de campos especializados de investigación y elaborar así los cimientos
de una ciencia social y política cosmopolita
Esta imagen del estado-nación es, en el mejor de los casos, sólo parcialmente verdadera. Los estados-
nación también han sido teorizados como formas conflictivas e inestables de organización sociopolítica y si
ahora tendemos a verlos de otra manera, eso se debe a nuestras propias circunstancias históricas. La crítica
de Beck al nacionalismo metodológico reproduce el objeto de su propia crítica. Los argumentos sobre la
disolución actual de los estados-nación se sostienen sólo cuando se exagera la supuesta solidez de su
pasado reciente, de modo que terminamos con lo peor de ambos mundos: mientras más sólida la imagen
del pasado del estado-nación tanto más espectacular es su camino a la extinción. La crítica de Beck al
nacionalismo metodológico ha tergiversado la “historicidad” del estado-nación y ha contribuido con ello al
reforzamiento de una perspectiva metodológicamente nacionalista de los propios estados-nación. Él no
consigue entender, por ejemplo, lo que Margaret Archer (2005) ha capturado bastante bien; a saber, que los
acuerdos internos de los estados-nación de la posguerra si bien se “ganaron a duras penas” son también
algo “ingenuos”. Beck igualmente olvida el hecho de que las naciones surgen, simbólicamente y
materialmente, en conjunto con las clases, de modo que la perspectiva armoniosa del pasado de los
estados-nación no es más que un mito (capítulo 2). Beck termina equiparando toda la teoría social anterior
con el nacionalismo metodológico y no tiene por ello otra opción que entender el estado-nación desde un
punto de vista metodológicamente nacionalista. De manera paradójica, entonces, Beck crea una versión
renovada del dualismo más famoso de la teoría social: su propia versión de la dicotomía entre Gemeinschaft –
ahora el estado-nación – y Gesellschaft – la sociedad del riesgo global (capítulo 7).
No hay duda de que debemos rechazar el nacionalismo metodológico; ese es por cierto el propósito de
todos quienes contribuimos a este debate. El problema radica en la manera en que esa tarea puede llevarse
a cabo y me parece que el argumento de Beck se sostiene sólo si uno acepta su perspectiva
metodológicamente nacionalista del estado-nación. En los términos que usé en la sección anterior, los
problemas en el análisis de Beck sobre el nacionalismo metodológico se deben al hecho que él no distingue
entre sus versiones lógica e histórica. Su inadecuada interpretación del canon de la teoría social está
acompañada, me parece, por su confusión acerca del desarrollo histórico y las características principales del
19
estado-nación. Él rechaza el nacionalismo metodológico porque el estado-nación ya no es más el principio
de organización de la modernidad pero, al hacerlo, no cuestiona en qué medida el estado-nación cumplió
alguna vez tal rol. Al naturalizar la idea de nacionalismo metodológico, Beck demuestra que carece de una
teoría del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico; su propia crítica equipara la teoría social
con el nacionalismo metodológico y refuerza con ello los errores del nacionalismo metodológico que él
critica y se propone superar.
Superando el nacionalismo metodológico: La opacidad histórica, incertidumbre sociológica y
ambivalencia normativa del estado-nación
La reaparición de la crítica al nacionalismo metodológico en el debate contemporáneo es una buena noticia.
Los intentos actuales por desnaturalizar el estado-nación parecen ahora crecientemente concluyentes –
quizá por primera vez la teoría social contemporánea está explícitamente en contra del nacionalismo
metodológico. Sin embargo, si la mayor contribución de las críticas actuales al nacionalismo metodológico
ha sido descubrir la contingencia histórica del estado-nación como principio de organización de la
modernidad, las limitaciones de ese rechazo se muestran en su adopción de los términos de referencia de
aquello que critica. La crítica actual al nacionalismo metodológico tiene razón cuando “niega que el estado-
nación sea una forma natural de organización sociopolítica, pero acepta que es (o fue) la forma natural de
organización sociopolítica en la edad moderna – es decir, que es el principio de organización de la modernidad
política” (Fine 2003a: 460).4
No tiene sentido, por supuesto, negar el hecho de que la teoría social ha sido al menos parcialmente
responsable de crear una imagen algo mítica del estado-nación como la forma necesaria y definitiva de
organización social y política en la modernidad (Calhoun 1999: 218-21, Luhmann 2007: 11-12, Smelser
1997: 52). De hecho, el argumento de Beck al respecto es sólo una radicalización del argumento más
ampliamente aceptado en la literatura académica; a saber, que la “gran teoría social” ha descuidado casi
completamente el estudio del estado-nación y con ello no ha hecho más que reproducir y reforzar todos los
4 Así, por ejemplo, la evaluación de Rogers Brubaker (2004: 119) de las discusiones recientes sobre el nacionalismo metodológico: “Si la crítica metodológica se asocia – como ocurre a menudo – con el argumento empírico sobre la importancia decreciente del estado-nación, y si sirve por lo tanto para alejar la atención de los procesos y las estructuras al nivel del estado, existe el riesgo de que la moda académica nos lleve descuidar lo que permanece, para bien o para mal, como un nivel fundamental de organización y un locus fundamental del poder”. Para algunos de los problemas que el nacionalismo metodológicos crea en la investigación social empírica, ver Aksoy y Robins (2003), Berndt (2003), Gore (1996), Levy y Sznaider (2002), Lythman (2003) y Stone (2004).
20
mitos que lo rodean (Smith 1983, Wimmer y Schiller 2002).5 La búsqueda de un remedio contra el
nacionalismo metodológico está sin duda a la base del proyecto de Beck, pero he planteado mis dudas
sobre cuan exitoso es su intento: la crítica de Beck al nacionalismo metodológico reintroduce, a pesar de sí
misma, una conceptualización del estado-nación que refuerza el propio nacionalismo metodológico.
Aceptando sus méritos, su contribución al debate para superar el nacionalismo metodológico de las
ciencias sociales ha debilitado – involuntariamente – nuestra comprensión de la posición y las
características principales del estado-nación en la modernidad. Debido a la ausencia de una distinción entre
las versiones lógica e histórica del nacionalismo metodológico, las soluciones de Beck a los problemas
suscitados por el nacionalismo metodológico no nos entregan las respuestas que requerimos. Necesitamos
de un antídoto más fuerte contra cualquier clase de nacionalismo metodológico por lo que mi tarea ahora
consiste en empezar a señalar una nueva ruta desde la cual poder entender el estado-nación con
independencia del nacionalismo metodológico.
Sin estar de acuerdo con la tesis del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría social, creo en
cualquier caso que debemos tomarla muy en serio. Hay al menos un asunto que merece atención – a saber,
la tesis de que es posible construir una versión de la historia de la teoría social desde el punto de vista del
nacionalismo metodológico. La historia de la teoría social puede contarse como si el estado-nación fuese
una forma de organización sociopolítica sólida, estable y necesaria en la modernidad. Si admitimos que la
historia de la teoría social puede parecerse a la historia de la modernidad en que ambas parecen centrarse
en el estado-nación, deberíamos sin embargo recordar también que el imperialismo – para el período de la
teoría social clásica (Connell 1997) – el totalitarismo – para el período de la teoría social modernista (Bauman
1991) – y a globalización o el cosmopolitismo – para la teoría social contemporánea (Beck 2003) – son todos
conceptos desde los cuales se ha intentado la reconstrucción de la historia tanto de la modernidad como de
la propia teoría social. En todos los casos el argumento es que la teoría social guarda conexiones
inmanentes con estos “otros” del estado-nación. La consecuencia más importante de ello es que, en lugar
del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría social tendríamos también un imperialismo metodológico,
un totalitarismo metodológico, y ciertamente un globalismo o cosmopolitismo metodológico igualmente inmanentes a la
teoría social. El problema de quienes entienden las cosas de esta manera es que están atrapados en el tipo
de representaciones ficticias que las formas modernas de organización sociopolítica crean constantemente.
De hecho, una característica central de todos éstos “ismos” es que las descripciones parciales son
consideradas como todo – o al menos lo más importante – de lo que merece explicarse.
5 Hay, sin embargo, evaluaciones alternativas del canon de la teoría social en relación al estado-nación. Bryan Turner (1990), Roland Robertson (2000: 15-24) y Graham Crow (1997: 9-23) han demostrado que la agenda de la sociología clásica se concentra igualmente en los ámbitos nacionales y globales. Ver también el capítulo 3.
21
Por ahora, con respecto a la reconstrucción del canon de la teoría social vis-à-vis el desafío de tratar de
entender la posición del estado-nación en la modernidad, enfrentamos dos opciones alternativas. Por un
lado, podemos poner a competir alguno de esos “ismos” metodológicos contra los otros y arribar así a
explicaciones contrapuestas sobre la relación entre teoría social y modernidad en cada una: “la modernidad
es el impulso occidental de colonización”, “la modernidad es el Holocausto”, “la modernidad es el estado-
nación”, “la modernidad es la globalización”. A pesar de las diferencias sustantivas entre estas visiones,
encontramos en todas estas posiciones la tesis de que la teoría social tiene una tendencia no sólo hacia el
reduccionismo metodológico – y el nacionalismo metodológico sería sólo un ejemplo de una tendencia más
general – sino que también hacia el fetichismo conceptual.6 El estado-nación es un fetiche cuando se hace
coincidir su historia y características principales con la historia y características principales de la
modernidad. El estado-nación es un fetiche cuando es conceptualizado como la representación
autosuficiente, sólida y bien integrada de la sociedad moderna; es decir, cuando se lo piensa como el
principio natural de organización de la modernidad.
El intento por trascender el nacionalismo metodológico que a mí me interesa intenta demostrar que la
teoría social no ha descrito al estado-nación como el estadio necesario y final de la modernidad: señala, más
bien, que la teoría social ha batallado para comprender la historia ambivalente, las características principales
y el legado del estado-nación en la modernidad. Mi propuesta para esta última parte del capítulo es revisar
la tesis del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría social porque, al hacerlo, seremos capaces de
mejorar nuestra conceptualización sustantiva del estado-nación. Creo que el canon de la teoría social puede
ayudarnos a explicar la posición y el legado ambivalente del estado-nación en la modernidad. El desafío,
que en última instancia no puedo llevar a cabo íntegramente aquí, es producir una reinterpretación del
canon de la teoría social a partir de la cual comience a emerger una comprensión renovada del estado-
nación. Incluso si ahora sólo podemos dibujar los contornos de esta “teoría social del estado-nación”, ello
permite afirmar que, en la modernidad, el estado-nación ha sido históricamente opaco, sociológicamente incierto y
6 Según Bernard Yack (1997: 6), las herramientas analíticas de la teoría social se convierten en un fetiche cuando hay una fusión entre sus dimensiones sustantivas y temporales. Un concepto – él está pensando en la modernidad pero el argumento funciona igualmente para el estado-nación – se convierte en un “mito social” tan pronto se “unifican procesos y fenómenos sociales muy distintos en un solo gran objeto” y ello explica “la tendencia persistente de muchos intelectuales contemporáneos (…) a tratar la condición humana en siglos recientes como un todo coherente e integrado”.
22
normativamente ambivalente. Espero que este bosquejo funcione como el primer paso en la dirección de una
teoría social del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico.7
Primero, históricamente, una periodización clara del desarrollo del estado-nación ha sido permanentemente
esquiva; las ciencias sociales han tenido dificultades para dividir en períodos la historia del estado-nación.
El estado-nación ha sido declarado vivo y muerto en demasiadas ocasiones y sostengo que el canon de la
teoría social revela justamente una cierta opacidad histórica del estado-nación. Encontramos una ambivalencia
permanente entre una comprensión estructural o teleológica de los procesos de expansión del estado-
nación a lo largo y ancho del globo: su generalización como formación sociopolítica es vista como el
resultado de fuerzas cuasi naturales, por una parte, o bien encontramos explicaciones altamente subjetivas
o contingentes en las que el éxito en la formación de algún estado-nación particular parece depender
exclusivamente de la voluntad de los agentes, por la otra. Como antídoto contra el nacionalismo
metodológico, las reflexiones de la teoría social sobre el estado-nación lo muestran como una forma
moderna de organización sociopolítica pero no como el producto necesario de la modernidad. Esta tesis se
puede encontrar, por ejemplo, cuando Karl Marx (1978a) concibió el estado-nación como una forma
política transitoria en el capitalismo; en tanto “todo lo sólido se desvanece en el aire”, los estados-nación
“llegan a ser anticuados antes de que puedan osificarse” (Marx y Engels 1976). De forma similar, Hannah
Arendt (1958) entendió que el inicio de la era del imperialismo en la segunda mitad del siglo XIX marcó
igualmente el principio de la declinación del estado-nación; Talcott Parsons (1993a, b) estaba preocupado
por el potencial resurgimiento del totalitarismo, tanto en Alemania como en EE.UU., después del final de
la Segunda Guerra Mundial (capítulo 4); y más recientemente Manuel Castells (1997) ha declarado que el
estado-nación está siendo reestructurado dramáticamente a partir de la emergencia de los estados red.
Segundo, sociológicamente, hay un importante nivel de incertidumbre con respecto a la capacidad del estado-
nación para hacerse cargo de sus crisis permanentes. El tema de la habilidad del estado-nación resolver
estas crisis crea, para aquellos que viven tales eventos traumáticos en el presente, un nivel de ansiedad que
se pierde cuando las crisis son finalmente normalizadas como episodios algo menores de la historia
nacional – con lo que la solidez y estabilidad del estado-nación se hacen evidentes y transparente
nuevamente. El canon de la teoría social puede ayudarnos a superar el nacionalismo metodológico en este
plano siempre y cuando reconozcamos la tensión entre solidez e inestabilidad en la auto-presentación del
estado-nación. Por un lado, un elemento constitutivo de la retórica del estado-nación refiere a su fuerza y
7 Para una versión completa de esta “teoría social del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico”, ver Chernilo (2006 y 2007).
23
estabilidad – a su capacidad de imponer orden y ofrecer bienestar. Pero por otro lado el estado-nación
puede ser visto en una condición de crisis que amenaza recurrentemente con dividir a la nación y con
debilitar al estado. El estado-nación es un proyecto inacabado que, paradójicamente, se presenta como una
forma ya establecida de organización sociopolítica. Max Weber (1970) era claramente consciente del hecho
de que los estados y las naciones casi nunca coinciden en la realidad histórica y también de que han
coexistido con formas alternativas de organización sociopolítica moderna. Charles Tilly (1975a) precisó
hace ya bastante tiempo que las naciones que aspiran a construir un estado-nación eran muchas más de las
que eventualmente lo lograron, por lo que la constitución de naciones no puede nunca darse por
descontada. Más recientemente, él ha insistido en la alta diversidad interna de los estados-nación a partir de
criterios étnicos (Tilly 1992). Michael Mann (1993) nos recuerda que durante el siglo XIX el estado estaba
en lucha permanente por “encerrar” la nación; así como también que la clase y la nación surgieron como
parte de los mismos procesos de modernización (capítulo 2). Más recientemente, como acabamos de ver,
Beck (2000c) observa los riesgos globales emergentes, el multiculturalismo y la globalización económica
como los retos actuales al estado-nación.
Tercero, normativamente, no hay soluciones precisas o definitivas sobre la autonomía y la autodeterminación
del estado-nación, por un lado, y su posición dentro del contexto global, por otro. La ilusión que el
nacionalismo metodológico crea en este nivel es la de un estado-nación que soluciona con éxito sus asuntos
internos y que, al mismo tiempo, encuentra sin problemas su lugar en un mundo cuidadosamente dividido
y compuesto sólo de estados-nación formalmente equivalentes. Antes que dos fuerzas opuestas que
amenazan con hacer saltar a la modernidad en pedazos, el nacionalismo y el cosmopolismo deben
reconstruirse como co-originales y en co-evolución (Fine 2003a; Delanty 2006a, capítulos 5 y 6). En vez de
reproducir el nacionalismo metodológico, el canon de la teoría social parece estar en una buena posición
para explicar la ambivalencia entre las fuentes internas y externas de legitimidad del estado-nación. Desde
dentro, la democracia nacional (Bendix 1964), el interés económico nacional (Castells 1997), el bienestar
social (Marshall 1950) e incluso la limpieza étnica (Wimmer 2002, Mann 2005), son todas demandas que se
hacen desde el interior del estado-nación para su propia legitimación. Inversamente, Anthony Giddens
(1985) ha sostenido que el estado-nación encuentra legitimación a partir de su membresía en el sistema
internacional de estados y Émile Durkheim (1992) legitima la forma social y política del estado-nación sólo
en la medida en que la fundamentación moral de su solidaridad interna esté basada en un cosmopolitismo
que sea complementario al patriotismo nacional. De hecho, Jürgen Habermas (2001b y capítulo 8) sostiene
ahora que la lealtad a los principios constitucionales democráticos es la mejor respuesta que la Unión
Europea ofrece frente a los desafíos políticos de la globalización.
24
Conclusión
Este capítulo ha revisado el surgimiento de la crítica al nacionalismo metodológico y ha intentado explicar
cómo ésta opera tanto al nivel disciplinar de la reconstrucción del canon de la teoría social como al nivel
sustantivo de la conceptualización del estado-nación. Su argumento central es que la distinción entre estos
dos niveles sólo puede lograrse cuando separamos las versiones histórica y lógica del nacionalismo
metodológico que presentamos en la primera parte. La sección sobre Ulrich Beck muestra que la corriente
principal de la sociología de la globalización pasa por alto esta distinción y por ello no es realmente capaz
de hacer propuestas que puedan superar el nacionalismo metodológico en ninguno de los dos planos. En el
nivel sustantivo, Beck carece de una teorización del estado-nación más allá del nacionalismo metodológico
y, al nivel disciplinar, considera que el canon de la teoría social está irremediablemente infectado por el
nacionalismo metodológico. Beck y la nueva ortodoxia de la teoría social se confunden a causa de la
opacidad del estado-nación – lo que he llamado su posición ambivalente en la modernidad. En vez de usar
los problemas y ambigüedades de la teoría social para explicar la atormentada historia del estado-nación,
estos autores descartan el legado de la teoría social por inadecuado – el argumento lógico – y obsoleto – el
argumento histórico. El nacionalismo metodológico se hace especialmente difícil de abordar y deslinar en
tanto sus dos versiones no estén claramente separadas. La tesis del nacionalismo metodológico inmanente a
la teoría social debe ser combatida debido a su representación inadecuada del canon de las ciencias sociales;
lo que a su vez disminuye nuestras oportunidades de contribuir a la comprensión de los desafíos y cambios
que actualmente enfrenta el estado-nación.
Con seguridad, la teoría social clásica no tiene entre sus momentos más lúcidos el estudio de la etnicidad, el
imperialismo y la relación entre la centralización del estado y las políticas de nacionalización. De forma
parecida, muchos pensadores del siglo XX pusieron tantas esperanzas en sus indudables cualidades
modernizadoras y capacidad para crear bienestar, que terminaron asumiendo que el estado-nación era
efectivamente la forma natural de organización de la sociedad en la modernidad. Ahora, algunos colegas
exageran la novedad de la globalización y afirman, prematuramente, que el estado-nación es un objeto de
estudio apropiado para el historiador pero ya no para el analista del presente. En mi opinión, antes que una
insalvable tendencia a caer en el nacionalismo metodológico, estas ambigüedades conceptuales reflejan
ambivalencias reales que se alojan en la historia misma del estado-nación. En la modernidad sólo el estado-
nación ha tenido una historia tan problemática, ha sido conceptualmente tan opaco y nos ha legado una
herencia normativa tan ambivalente. En vez del nacionalismo metodológico, mi tesis es que la teoría social
25
ha considerado sistemáticamente estas preguntas, enfrentado estos problemas y luchado – con diversos
grados de éxito - para saldar cuentas con tales ambigüedades. Las razones de por qué la teoría social ha sido
sólo parcialmente exitosa en comprender el estado-nación deben buscarse en la ambivalencia de su propia
historia y características más importantes. El estado-nación y la teoría social se reflejan mutuamente puesto
que ambas han intentado “cuadrar el círculo” del proyecto de la modernidad; ambas han hecho frente – y
son un resultado – de las fuerzas críticas y conservadoras que tensionan la modernidad (Habermas 1987b).
La ambivalencia entre las dimensiones descriptivas y normativas de la teoría social puede ayudarnos a
entender y reflexionar sobre el estado-nación, sin duda uno de los temas modernos más complicados.
26
Capítulo 2. Clases y Naciones en la Sociología Histórica Reciente*
Con Robert Fine
Una de las áreas clave de investigación en la sociología histórica tiene que ver con los vínculos que unen las
formas económicas de la vida social moderna con sus formas políticas; especialmente la relación del capital
con la formación del estado-nación. Un aspecto de esta cuestión más general es la relación entre dos de las
piedras angulares de la autocomprensión de las sociedades modernas, las clases y las naciones – ese será el
foco de nuestra investigación. Las ciencias sociales han hecho un uso extensivo de estas categorías para
comprender el desarrollo de las sociedades modernas, para captar el significado oculto de diferentes
visiones de mundo y ofrecer así focos de intervención crítica. La co-originalidad de su formación puede ser
rastreada en La Riqueza de las Naciones de Adam Smith ([1776] 1976) donde las tres grandes clases de la
sociedad burguesa moderna – los trabajadores, la burguesía y los terratenientes – son caracterizados en
relación a los intereses de la nación en su conjunto y donde el foco se pone en la progresiva inclusión de
todas las clases en la arena nacional.
La sociología histórica ha derivado de esta forma de pensamiento su reconocimiento del papel fundamental
desempeñado tanto por las clases como por las naciones en el modelamiento real del mundo moderno y en
las comunidades imaginarias que los actores sociales modernos construyen por sí mismos. Un argumento
importante que encontramos en la sociología histórica es que ni las naciones ni las clases pueden
entenderse sino es en relación mutua; o, para poner esta proposición de manera afirmativa, las naciones y
las clases están ambas emparejadas como formas de organización social de las sociedades modernas y como
comunidades imaginarias que surgieron juntas en el mismo proceso y período histórico.
La contribución de la sociología histórica para entender estas conexiones debe ser medida en comparación
con la usual ignorancia o menosprecio de las relaciones de clase dentro en las teorías del nacionalismo y la
similar ignorancia o menosprecio de las cuestiones nacionales en las teorías de la lucha de clase. Por
ejemplo, cuando Ernest Gellner (1973, 1997) planteó su famosa tesis de que el surgimiento del
nacionalismo era resultado de procesos sociales de industrialización, él prestó poca atención a las relaciones
de clase de la sociedad industrial, colocó su énfasis en la atomización y la anomia más que en las clases y no
* Agradecemos a Octavio Avendaño, Simon Clarke, Gerard Delanty, Tony Elger, Jorge Larraín, David Seymour y Marcus Taylor por sus comentarios y críticas.
27
abordó cómo las diferentes clases utilizaron la retórica nacional para dar sentido a su experiencia social.8
Inversamente, cuando el historiador marxista Edward Thompson criticó al marxismo ortodoxo por haber
aislado radicalmente a la política, como parte de la “superestructura”, de las categorías de la economía
política que se supone constituyen la “base”, y propuso a su vez una aproximación más dinámica y unitaria
a las conexiones entre las formas legales, políticas, culturales y económicas de la sociedad moderna, su
propio enfoque sobre los aspectos legales y culturales de la lucha de clase no se extendió a las cuestiones
nacionales. La “inglesidad” de la clase obrera inglesa permaneció relativamente mal explorada. En
oposición a tales exclusiones, de la clase en las teorías del nacionalismo y de la nación en las teorías de
clase, un aporte de la sociología histórica ha sido mantener unido aquello que, indiscutiblemente, nunca
debió haber sido separado.
En este capítulo revisaremos una amplia gama de posiciones que es posible encontrar en la sociología
histórica reciente. Las criticaremos, pero las usaremos también constructivamente con el objetivo de
elaborar una posición emergente. Comenzamos con una discusión sobre el modernismo y el
primordialismo y la forma en que ambos conceptualizan las clases y las naciones. Esto enmarcará la
discusión para las tres secciones siguientes: la primera sobre marxismo, clase y nación; la segunda que
intenta volver a prestar atención al estado; y la tercera acerca de las naciones sometidas y las formaciones
de clase. Concluimos nuestra discusión con cinco comentarios referidos a las limitaciones de las posiciones
que hemos encontrado en la sociología histórica.
Modernismo y primordialismo
Entre quienes estudian las naciones y el nacionalismo ha habido un debate considerable sobre la
historicidad de las naciones, o más concretamente sobre la relación de las naciones con el surgimiento de
las sociedades modernas. En la disputa entre las teorías “modernistas” y “primordialistas” de la nación, las
primeras sostienen que las naciones surgen en relación con las otras transformaciones sociales
fundamentales que dieron forma el mundo moderno. Las naciones, para ellos, eran moldeadas por las
burocracias estatales, los movimientos políticos de masas, el crecimiento de las ciudades, las mejoras en la
comunicación y la alfabetización y, por cierto, por los requisitos integrativos del capitalismo industrial. La
nación se presenta, desde esta perspectiva, como una forma social radicalmente nueva que, de no existir,
tendría que haber sido inventada para ofrecer sentimientos de comunidad y unidad a los individuos en un
8 La crítica común contra Gellner es que la industrialización ocurrió demasiado tarde como para explicar el nacionalismo. Sin embargo, el propio Gellner (1973: 13-4) precisa que el vínculo entre el industrialismo y el nacionalismo no debe entenderse de manera cronológica.
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mundo cada vez más sinsentido, desencantado y dividido en clases. Para los primordialistas, por el
contrario, las naciones parecen ser mucho más viejas que la modernidad, incluso tan viejas como la historia
misma. Ellos sostienen que el rol crucial que las naciones han jugado en la formación de las sociedades
modernas corrobora lo profundamente arraigadas que están como formas de comunidad y que el
sentimiento de pertenencia que proporcionan no es algo nuevo que surgió con la modernidad.9
Es posible encontrar ciertas similitudes entre los debates sobre la historicidad de las naciones y los debates
análogos sobre la modernidad de clases. En las tradiciones marxistas y weberianas de la sociología uno
puede hablar de clases a lo largo de la historia, aún cuando se deba reconocer que la forma de las relaciones
de clase cambia de un período a otro y que las relaciones entre el trabajo y el capital son radicalmente
diferentes de las formas históricamente tempranas de explotación de clase como el feudalismo y la
esclavitud. Tales diferencias se relacionan tanto con las condiciones materiales que constituyen los
principios de organización de las clases en el capitalismo como con la naciente conciencia de lo que
significa ser miembro de una clase. Lo que ocurre en la modernidad es que la clase hace la diferencia en
términos de las experiencias de convertirse en un miembro, en el sentido de que la experiencia ya no se
vive más como algo natural sino más bien como algo modelado por el razonamiento reflexivo (Gellner
1997: 14-24, Hall y Jarvie 1992: 4-5). Sin embargo, ello está aun a una distancia demasiado corta de la
afirmación que la conciencia de clase emerge con el surgimiento del fenómeno mismo: es decir, que
podemos hablar de la modernidad de las clases en el sentido de que ambos, el fenómeno y la conciencia
reflexiva sobre él, se forman en el período moderno. Antes de la modernidad hubo muchas otras formas
sociales de jerarquía, de división y explotación, pero no clases propiamente tales.
Queremos sostener que hay cierta cualidad mítica tanto en el primordialismo como en las narrativas
modernistas sobre la clase y la nación. Si los primordialistas suponen una continuidad transhistórica y
expanden el mito de las luchas de clases y de las identidades nacionales a lo largo de la historia, los
modernistas suponen una ruptura igualmente mítica de la tradición y definen la modernidad por oposición
a sus orígenes.10 La sociología histórica tiende a reducir el asunto al decir que a lo menos parte del
9 Ver Ernest Gellner (1999) y Anthony Smith (1999). Smith (1996) ha propuesto un enfoque llamado “continualismo étnico”, que es una versión moderada del enfoque primordialista. En el lado modernista, Miroslav Hroch (1996: 65) puede decir que cualquier explicación sobre el surgimiento de las naciones debe comenzar “en el último período medieval y en el período moderno temprano”. Un buen resumen de esta discusión se encuentra en Eley y Suny (1996: 4-7). 10 El mito de la ruptura radical o absoluta es discutido por Kosellek (1985) y Blumenberg (1983), quien señala: “no es obvio que una época se plantee a sí misma el problema de su legitimidad histórica; del mismo modo que tampoco es obvio que se entienda a sí misma como una época. Para la modernidad, el problema está latente en la demanda por
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desacuerdo está relacionado con la posibilidad de que sean dos discusiones diferentes: una sobre si hubo
naciones y clases antes del surgimiento de las sociedades modernas y otra sobre qué es lo específicamente
moderno de las naciones y clases modernas. De hecho, los calificativos de “modernista” y “primordialista”
no se importan fácilmente a la sociología histórica, ninguno de los autores que hemos de revisar pueden ser
considerados como representantes ingenuos de alguno de los bandos – y en realidad han surgido toda clase
de posiciones intermedias.
Por ejemplo, Joseph Llobera ofrece una “tercera vía” entre ambas posiciones extremas al sostener que la
nación no es ni radicalmente moderna ni transhistórica. Él señala que es una “mera obviedad” decir que
“las naciones y el nacionalismo, como los entendemos hoy, no existieron en la edad media”, pero sostiene
también que las naciones modernas tienen una herencia medieval que cristaliza, mediante diferentes
combinaciones históricas, en lo que hoy son (Llobera 1994a: 3). Su tesis es que mientras más clara fue la
identidad de una comunidad independiente durante la edad media, más grandes son las probabilidades de
constituir una nación moderna independiente. Para apoyar su argumento, Llobera describe cómo Bretaña,
Galia, Germania, Italia e Hispania se convirtieron en las naciones modernas que conocemos hoy (Gran
Bretaña, Francia, Alemania, Italia y España) y propone entender la formación de identidades nacionales
como el resultado de un proceso braudeliano de longue durée.11 Sin embargo, hay un juicio contrafáctico
fuerte en el argumento de Llobera puesto que él intenta probar su tesis mostrando sólo como algunas
naciones modernas exitosas tenían ya una historia de autonomía política. No hace mención alguna de
grupos políticamente autónomos que no formaron naciones modernas, ni de pueblos sometidos que
superaron tal condición para formar naciones modernas.12 Desde este punto ciego analítico, surge una
debilidad empírica: la investigación es insuficiente para mostrar que la ausencia de una historia de
independencia política predetermina, o no, la capacidad para formar estados-nación modernos.13 Pero
incluso si Llobera no es capaz de producir argumentos generalizablemente válidos sobre la transición desde
las formas tradicionales de comunidad política (incluyendo imperios, ciudades-estado y otros estados no
nacionales) hasta la nación moderna, él sí revela un defecto en la literatura modernista; a saber, que no se
puede entender las naciones como completamente nuevas porque entonces no habría lugar para incluir
argumentos históricos sobre su surgimiento.
lograr y ser capaz de lograr una ruptura radical, y en la incongruencia de esta demanda con la realidad de la historia, que nunca es capaz de empezar a constituirse nuevamente desde cero” (citado en Habermas 1985a: 16). 11 La sociología histórica es tal vez idónea para tomar seriamente la idea de longue durée que, de acuerdo a Braudel (1980: 33), implica “acostumbrase a un tempo más lento, que en muchos casos bordea casi en la inmovilidad”. 12 Para una discusión sobre el rol de los juicios contrafácticos en las ciencias sociales, ver Geoffrey Hawthorn (1991). Él sostiene que el problema no consiste en el uso de proposiciones contrafactuales, puesto que ellos están insertos en las explicaciones en las ciencias sociales. El asunto sobre el que llama la atención es su uso irreflexivo. 13 Ver, por ejemplo, la discusión sobre Miroslav Hroch más adelante en este capítulo.
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La posición de la sociología histórica se acerca a la modernista en tanto reconoce que la relación entre las
naciones y las clases en la que está interesada emerge solamente en las sociedades modernas. Su afirmación
más básica es que la relación mutua de las clases y las naciones es constitutiva de las sociedades modernas y
que no tiene mucho sentido, histórica y sociológicamente, ampliar la idea de nación más allá de las
sociedades de clase modernas o la idea de clase más allá de las naciones modernas. Así, la mayoría de los
sociólogos históricos acepta que algo nuevo ocurrió con el comienzo de la nación moderna, pero lo que
está lejos de ser consensual es el contenido de ese cambio. Donde sí parece haber cierta convergencia es en
la idea de que un elemento moderno en la nación moderna es el carácter de clase de la identificación
nacional y viceversa. Encontramos muchos argumentos en la sociología histórica que reconocen que todas
las clases en la sociedad, y no sólo la clase dirigente, producen su propio discurso acerca de lo que significa
ser un miembro de la nación – su propia versión de la identidad nacional – y que los movimientos de clase
han utilizado la idea de nación para proponer sus nociones particulares de identidad política colectiva, dar
forma a la naciente comunidad política y luchar, tanto material como simbólicamente, por la participación
en los procesos de legitimación democrática.
Semejante comprensión del vínculo entre las clases y las naciones está relacionada con otro tema implícito
en la literatura. Las políticas nacionales y de clase son ambas políticas de masas en el sentido que las
demandas por los derechos civiles, la democracia política, la seguridad social y la redistribución son asuntos
que han conectado los movimientos nacionales y de clases y los han implicado a ambos en la movilización
política de las masas. La sociología histórica usa una comprensión marxista de la relación entre las clases y
las naciones, pero ha intentado evitar la trampa de caer en una crítica de la ideología que presente a la
nación simplemente como ilusión o engaño. Sostiene que la nación se convirtió en un medio adecuado
para todas las clases precisamente porque las experiencias y símbolos relacionados con ella permiten
posicionamientos diferenciados para los diversos actores. Diferentes clases han hecho uso del surgimiento
de la imaginación nacional para enmarcar sus demandas específicas como clases y en la mayoría de los
casos es difícil decir que una clase cualquiera gana definitivamente la lucha por un control hegemónico
sobre lo que la nación efectivamente es (Hroch 1996: 67-8). Una de las ventajas de la idea nacional se
encuentra precisamente en su ambigüedad – en el hecho de que se le puede atribuir una pluralidad de
significados que tienen que converger sólo mínimamente.14
14 En una excelente formulación, Margaret Canovan (1996: 2) sostiene que: “las naciones son fenómenos políticos extraordinariamente complejos, altamente resistentes al análisis teórico. Las características que las hacen políticamente efectivas las hacen también intelectualmente opacas, repeliendo a los filósofos que van a ellas en busca de ideas claras y distintivas. Pero esas mismas oscuridades no sólo permiten a la nacionalidad generar comunidades
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Marxismo, clases, naciones
El sociólogo marxista Nicos Poulantzas (1978, 1980) tiene el mérito de haber ido más allá del marxismo
“ortodoxo” en el que el vínculo entre las clases y las naciones es considerado sólo en términos de una
máscara ideológica. Estudió tales conexiones vinculando las relaciones económicas capitalistas con la forma
nacional de los estados políticos al identificar al estado moderno como un estado capitalista y a la nación
como el depósito atemporal de significados diferenciados para las distintas clases (Poulantzas 1978: 78). Su
análisis de la nación es primordialista en el sentido de que ve la nación como una categoría transhistórica
que surge una vez que la humanidad sale de su prehistoria primitiva. Si, en el capitalismo, la idea de nación
está constitutivamente unida a la formación de estados modernos – Poulantzas (1980: 95) se refiere a la
tendencia histórica del estado moderno a “abarcar a una nación única y constante” y a la tendencia de las
naciones modernas a “formar sus propios estados”– ellas antecedieron con mucho a este acoplamiento
particular: “la nación no es idéntica a la nación moderna y al Estado nacional (…) El término designa ‘algo
más’ – una unidad específica de la producción total de relaciones sociales que existieron mucho antes del
capitalismo (…) la constitución de la nación puede ser indicada para coincidir con el paso de la sociedad sin
clase (linaje) a la sociedad de clase” (Poulantzas 1980: 93).
Poulantzas (1978: 79) habla de la nación como una unidad compleja que es al mismo tiempo “económica,
territorial, lingüística y una ideología y simbolismo atado a la tradición” y en el contexto moderno la coloca
junto a una serie de factores sociales y naturales como el conocimiento, el poder, la individualización y el
derecho como elementos de la “materialidad institucional del Estado” (Poulantzas 1980: 49). Describió la
nación como un premio disputado por las clases en conflicto: “la nación moderna no es (…) la creación de
la burguesía sino el resultado de una relación de fuerzas entre las clases sociales ‘modernas’ – una en la que
la nación es el premio mayor para las distintas clases” (Poulantzas 1980: 115). Sostuvo que la nación no tiene
el mismo significado para la burguesía que para la clase-obrera y “las masas populares” y que en lo que
concierne a la burguesía, su historia muestra una “oscilación continua entre la identificación y traición a la
nación” (Poulantzas 1980: 117). En resumen, Poulantzas naturaliza la idea de nación. Del mismo modo que
la sociología puede caer en el nacionalismo metodológico (capítulo 1), así también para él hay una
tendencia a construir una congruencia similar entre la categoría de “formación social” y la nación
(Poulantzas 1978: 22). Por ejemplo, cuando señala que los modos de producción sólo existen y se
políticas poderosas; mucho más importante que eso, hacen que esas comunidades parezcan naturales, con lo que la tarea de generar poder colectivo parece engañosamente fácil”.
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reproducen a sí mismos dentro de formaciones sociales históricamente determinadas, él se refiere a
Francia, Alemania y Gran Bretaña como sus ejemplos (Poulantzas 1978: 22). Y a nombre de las obras
marxistas clásicas sostiene que la idea de nación como tal no desaparecerá incluso en la sociedad sin clases
o sin estado del futuro (Poulantzas 1980: 93-4).
Por el contrario, el historiador marxista Eric Hobsbawm (1994: 3) ubica firmemente la idea de nación en el
contexto de la política moderna: “las naciones, ahora lo sabemos (…) no son tan viejas como la historia”.
A pesar de los reiterados argumentos de que esta manera de clasificar grupos de seres humanos es en algún
sentido primordial o fundamental para la existencia social de sus miembros, Hobsbawm (1994: 5) considera
que la nación ha “arribado muy recientemente en la historia de la humanidad” e incluso hoy en día las
naciones siguen compitiendo con muchas otras formas de identificación social. Citando a Gellner,
Hobsbawm (1994: 10) afirma que “las naciones, como maneras naturales o divinas de clasificar a los
hombres (…) son un mito; el nacionalismo que a veces toma las culturas preexistentes y las convierte en
naciones, algunas veces inventa y a menudo aniquila culturas preexistentes: esa es la realidad”.
Para Hobsbawm, la nación es producto, por un lado, de los nacionalismos modernos que buscan crear una
identidad nacional suprema y, por otro, del desarrollo de estados territoriales modernos que afirmaron su
propia unidad e independencia política organizando como una nación singular a las personas que habitaban
esos territorios. Una vez que la idea de nación apareció, su referencia fue la completa unificación moderna
de colectividades altamente heterogéneas a partir de divisiones tradicionales referidas a la etnicidad, el
idioma, la religión, la cultura, la historia, el destino, etc. A este respecto, la idea de nación fue todo menos
conservadora o tradicional. Sólo después ella fue utilizada en un sentido más derivativo y arcaico para
transmitir la idea de una unidad primordial de la nación.
Hobsbawm señala también que durante buena parte del siglo XIX los llamamientos políticos a las masas se
hicieron combinando la retórica nacional y de clase, y llega incluso a afirmar que en algunos casos uno
apenas puede hacer una distinción entre ellas. Sostiene que los académicos interesados en el tema han sido
por lo general incapaces de comprender “el extenso solapamiento entre los llamamientos a la nación y el
descontento social”.15
15 Hobsbawm (1994: 124-5) sostiene que Lenin fue el primero en hacer de la plataforma combinada de nación y clase la base de la agenda política de los partidos comunista.
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Los famosos debates marxistas internacionales sobre ‘la cuestión nacional’ no son simplemente
sobre la popularidad de los lemas nacionalistas entre trabajadores que debían escuchar sólo los
llamamientos del internacionalismo y la clase. Ellos eran además, y quizás más directamente, acerca
de qué hacer con los partidos de clase obrera que apoyaron simultáneamente las demandas
nacionalistas y socialistas. Más aun – aunque esto no figuró mucho en los debates – es ahora
evidente que inicialmente hubo partidos socialistas que fueron o se convirtieron en los principales
vehículos del movimiento nacional de su pueblo (…) Uno podría ir más lejos. La combinación de
demandas sociales y nacionales, en general, probó ser mucho más efectiva como movilizadora de
la independencia que el llamado puro del nacionalismo, cuyo atractivo estaba limitado a las clases
medias inferiores descontentas, sólo para ellas reemplazó – o esperaba reemplazar – tanto el
programa social como el político (Hobsbawm 1994: 124 - 5)
Hobsbawm afirma con toda fuerza la “no-contradicción” con la que la conciencia de clase y la conciencia
nacional operaron conjuntamente durante un largo período del siglo XIX y sostiene que no podemos
entender los procesos políticos a la base de la modernidad mientras opongamos la clase a la nación. De esta
forma, si tomamos en cuenta que el número de naciones candidatas para constituir un estado-nación era
mucho mayor que las que finalmente lo lograron, y que el proceso de construcción de la nación fue por
tanto cualquier cosa menos automático, Hobsbawm relaciona el logro de esa meta con el carácter dual de
una plataforma nacional y de clase.16 Él demuestra que los movimientos proto-nacionalista tuvieron que
ampliar sus bases de apoyo en términos de clase si querían ser exitosos en la construcción de movimientos
nacionales completamente formados, ni qué decir un estado-nación moderno (Hobsbawm 1994: 77-8). Se
hace cargo de la frecuente fusión entre política nacional y de clase en las protestas masivas, no
necesariamente para defenderla sino para entenderla como lo que es. Señala, por ejemplo, que
El acto mismo de democratizar la política, es decir, transformar sujetos en ciudadanos, tiende a
producir un sentido populista que, visto en cierta perspectiva, es difícil distinguir de un patriotismo
nacional, incluso de uno chauvinista (…) El “inglés que ha nacido libre” de E. P. Thompson, los
británicos del siglo XVIII que nunca serán esclavos, se comparaban con facilidad con el francés
(…) La conciencia de clase que las clases obreras en numerosos países estaban adquiriendo en la
última década antes de 1914 implicó, en realidad afirmó, una demanda por los Derechos del
Hombre y del Ciudadano, y con ello un potencial patriotismo. La conciencia política de las masas
16 “La Europa de 1500 incluía unas quinientas unidades políticas más o menos independientes, la Europa de 1900 cerca de veinticinco” (Tilly 1975a: 15).
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implicó un concepto de ‘patrie’ o ‘madre patria’, como lo demuestra la historia del Jacobinismo y de
movimientos como el cartismo. La mayoría de los cartistas estaban en contra tanto de los ricos
como de los franceses (Hobsbawm 1994: 88- 9)
En su investigación sobre el imperio Austro-Húngaro, Hobsbawm señala que “la nacionalidad aparece, en
la mayoría de los casos, como un aspecto del conflicto entre ricos y pobres, especialmente cuando los dos
pertenecen a nacionalidades diferentes”, y que incluso cuando encontramos las semánticas nacionales más
intensas – como entre los nacionalistas Checos, Serbios e Italianos – encontramos también “un deseo
avasallador de transformación social” (Hobsbawm 1994: 128). Más aún, demuestra que el hecho de que
“los nuevos movimientos políticos de masas, nacionalistas, socialistas, confesonarios o de cualquier tipo,
estuvieron a menudo en competencia por las mismas masas, sugiere que su electorado potencial estaba
preparado para aceptar toda esta variedad de llamamientos” (Hobsbawm 1994: 124).
Uno de los muchos puntos fuertes del trabajo de Hobsbawm es reconocer que los vínculos entre las
naciones y las clases no son en absoluto históricamente estáticos. Sostiene que hasta el final de la primera
mitad del siglo XIX nacionalistas y socialistas tendieron a compartir tanto el mismo universo electoral de
masas – el campesinado y el proletariado urbano – como así también los mismos temas políticos,
incluyendo el crecimiento de la inscripción electoral y la redistribución de las cargas impositivas. Él acepta
que en este período las ideas de nacionalidad francesa y británica se modelaron a través de sentimientos
contra otras naciones, pero los nacionalismos respectivos era relativamente “cívicos”, aunque con un aire
de superioridad “civilizatoria”. En apoyo a la opinión de Edward Thompson de que la vida social no se
divide en compartimientos aislados, Hobsbawm (1994: 130) sostiene que “la adquisición de la conciencia
nacional no puede separarse de la adquisición de otras formas de conciencia social y política” y que,
durante este período al menos, ambas fueron de la mano.
Hobsbawm identifica un cambio importante en la naturaleza del nacionalismo europeo en el último cuarto
del siglo XIX y en el período que culminó en la Primera Guerra Mundial. Caracterizó este cambio en
términos de un movimiento desde “el nacionalismo del estado (cívico)” al “‘nacionalismo cultural (racial)”.
Su opinión es que el nacionalismo del estado/cívico prevaleció por cincuenta años tras la Revolución
Francesa, pero que con la derrota de los movimientos populares de 1848-9 las ideas culturales/raciales
sobre la nación comenzaron a obtener primacía. Desde entonces apareció un nacionalismo exclusivista que
aspiraba a sustituir todas las demás formas de identificación política y social y que rechazó explícitamente el
socialismo en razón de su internacionalismo. Al mismo tiempo, surgió una nueva ola de movimientos
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socialistas que mostró poca comprensión del significado de los ideales nacionales. Aún así, Hobsbawm
argumenta que una cosa que no cambió es que nacionalistas y socialistas todavía estaban apuntando, y
pretendían defender, los intereses de los mismos grupos de pobres rurales y urbanos. Una conciencia
nacional-social caóticamente unificada formaba todavía el marco en el que florecían los sentimientos
políticos. De hecho, “la radicalización de la clase obrera durante la primera posguerra europea pudo haber
reforzado su potencial conciencia nacional’ (Hobsbawm 1994: 145). Se observa en Europa un nexo entre la
militancia de clase y el nacionalismo étnico que otros estudios han confirmado para contextos diversos.17
Incluso en este escenario, entonces, clase y nación no son fácilmente separables.
Sociología histórica: Traer de vuelta al estado
Una de las preguntas centrales del libro Estado Nacional y Ciudadanía de Reinhard Bendix (1964: 18-9) se
refiere a los vínculos que existen entre la “formación y transformación de las comunidades políticas que
hoy llamamos estados-nación” y el desarrollo de las relaciones de clase modernas.18 Para Bendix estos
temas estaban directamente entrelazados y sostenía que no existen clases sociales en el sentido moderno del
término sin los cambios políticos que hicieron posible un nuevo marco jurídico. Es sobre esta base que
explica la ausencia de clases en la Edad Media:
Las clases en el sentido moderno no existen porque la unión de intereses entre los individuos en un
estado está basada en una obligación colectiva. Es decir, las acciones conjuntas resultan de los
derechos y de los deberes compartidos en virtud de leyes o decretos que se refieren a un grupo,
antes que sólo de una experiencia compartida de presiones económicas y de demandas sociales
similares (Bendix 1964: 38)
Bendix sostiene que el factor crucial para la formación de clases modernas no es sólo el hecho de compartir
algún tipo de experiencia social sino el marco jurídico en el que resulta posible dar sentido a estas
experiencias. Históricamente, a su juicio, las sociedades de Europa occidental experimentaron dos
transiciones políticas importantes: “desde las sociedades estamentales de la edad media hasta los regímenes
absolutistas del siglo XVIII, y de allí a las sociedades de clase de democracia plebiscitaria en los estados-
nación del siglo XX” (Bendix 1964: 2). Para Bendix, la emergencia de las clases modernas no puede
separarse de la expansión de la ciudadanía nacional a todas las clases que tuvo lugar, a partir de relaciones
17 Fine (1990: 68-78) discute, de manera similar, las estrechas relaciones que en ocasiones se dieron entre militantes del “nacionalismo negro” entre los trabajadores sudafricanos, por un lado, y la militancia de clase, por el otro. 18 Una discusión de la orientación teórica de Bendix se encuentra en Rueschemeyer (1984).
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de autoridad cambiante, simultáneamente como respuesta a las protestas desde abajo y como resultado de
la burocratización de las estructuras del estado, desde arriba (Bendix 1964: 3). Emergieron allí nuevas
formas de autoridad política (el estado), nuevas formas de producción (el capitalismo) y nuevas formas de
relaciones sociales (la sociedad civil). La nación proporcionó el marco en el que la reconstrucción social de
cada una de las tres pudo tener lugar: como estado-nación, como economía política nacional (lo que los
alemanes llaman Nationalökonomie o Volkswirtschaft) y como esfera pública nacional. Bendix sostiene que una
característica distintiva de las estructuras recientemente creadas es que incluyeron un nivel relativamente
alto de consenso en su interior a pesar de la proliferación de intereses de clase en conflicto; ciertas
funciones del estado-nación, por ejemplo, fueron raramente impugnadas – impuestos, aplicación de la ley,
obras públicas y manejo de las relaciones exteriores (Bendix 1964: 137). El otro lado de este proceso,
agrega Bendix, es que cuanto más amplio es el consenso, más delgado se hace. Es decir, hay una
declinación de la solidaridad social con el surgimiento de las relaciones políticas modernas y no hay otra
forma de solidaridad que consiga alcanzar tan alta aceptación como la del gobierno nacional. En este
marco de clase, la nación aparece como la forma simbólica en la que un sentido de comunidad política
tiene que ser reinventado (Bendix1964: 138). Al entender que las relaciones de clase están subordinadas al
logro de la integración social, que se satisface solamente en términos nacionales, Bendix parece terminar en
una explicación normativamente liberal que opone el conflicto de clase a la integración nacional.
El argumento más original de Barrington Moore, en su clásico Los Orígenes Sociales de la Dictadura y la
Democracia (1967), tiene que ver con la cualidad revolucionaria y violenta de los procesos mediante los que
se formaron los estados-nación modernos.19 Moore demuestra que en ninguna parte la transición hacia el
estado-nación moderno se logró pacíficamente; por el contrario, la violencia fue el camino característico
hacia su constitución y él entiende esta transición en términos de clase. En los estados absolutistas las
clases terratenientes jugaron el rol político clave mientras que el campesinado fue la clase de la que se
extraía la mayor parte el excedente económico; en los estados-nación modernos hay un incremento en la
importancia relativa de las posiciones de la burguesía y de la clase obrera. Más concretamente, Moore
sostiene que la dinámica de las relaciones de clase en la constitución de los estados-nación modernos es el
19 No estamos de acuerdo con el argumento de Theda Skocpol (1994: 25-7; 36-45) de que el trabajo de Moore pertenece a la tradición marxista – tampoco lo está, por ejemplo, Denis Smith (1984: 329; 336; 349). Su tesis se basa en afirmaciones imprecisas como que el interés de Moore radica en el rol de los factores económicos en vez de en las “ideas o la cultura” (Skocpol 1994: 25); que la preocupación de Moore sería moral más que “teórica” (Skocpol 1994: 26); o la supuesta inhabilidad de Moore para ocuparse de las contradicciones de la clase gobernante al interior del estado (Skocpol 1994: 41). Aún más problemática, para esos efectos, es la siguiente proposición: “quisiera enfatizar que la aplicación al profesor Moore de la etiqueta “marxista” no tendrá absolutamente ninguna connotación política en este ensayo” (Skocpol 1994: 49). Pero una característica del marxismo es justamente que uno no puede oponer de tal forma argumentos analíticos y pretensiones políticas o normativas.
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factor principal que explica sus formas políticas posteriores. Así, sus tres rutas a la modernidad
(democrática, comunista y fascista) son expresión de trayectorias de luchas de clase distintas. Mientras que
tanto la democracia como el fascismo serían ambas formas de control burgués, la relación de la clase
dirigente con las otras clases en la sociedad es por supuesto muy distinta. Un elemento que está en juego en
el análisis de Moore tiene que ver con la manera en que las burguesías nacionales fueron capaces, en el
curso de las revoluciones burguesas, de construir alianzas de clase ascendentes y descendentes.20 Hacia
arriba, las burguesías enfrentaron el problema de cómo limitar el poder del las clases terratenientes para
transformarse ellas mismas en los actores decisivos de las nuevas configuraciones políticas. Hacia abajo, los
asuntos más importantes que enfrentaron eran cómo limitar las demandas e integrar tanto al campesinado
como a las clases obreras en las relaciones sociales capitalistas; la habilidad de algunos sectores de la
burguesía para construir alianzas de clase hacia abajo jugó un papel fundamental en la contención de
demandas políticas y sociales más radicales. Tal como Skocpol (1984b: 379) ha precisado, el análisis
comparativo de Moore tiende a operar mediante el método del acuerdo: la ocurrencia de un factor clave
parece suficiente para explicar el desarrollo de un patrón general sin importar las diferencias anteriores.
Cuando las revoluciones burguesas fueron exitosas, se constituyó un estado-nación democrático
(Inglaterra/Gran Bretaña 1688, Francia 1789 y los EE.UU. 1861-5); cuando ellas fueron derrotadas por
clases terratenientes fuertes (como en Japón y Alemania) o por un campesinado fuerte (como en Rusia y
China), el estado-nación asumió formas políticas no sólo diferentes sino que más autoritarias – fascismo en
el primer caso, comunismo en el segundo. Mientras que el interés primario de Moore era explicar los
patrones nacionales diferentes que resultan de las luchas de clase, él por lo general no se preguntó por qué las
naciones, como tales, se transformaron en formas generalizadas de comunidad política.
Michael Mann lleva este argumento un paso más allá cuando propone que las clases y las naciones son co-
originales y contemporáneas porque ambas refieren a un sentido abstracto de comunidad de manera
análogamente universalista: “si la nación era una comunidad imaginada, su principal competidor ideológico,
la conciencia de clase, pudo parecer aún más metafórica, una ‘comunidad imaginaria’ (…) veremos que las
dos comunidades, las imaginadas o las imaginarias, surgieron a la vez, conjuntamente, en el mismo proceso
de modernización” (Mann 1992:141).21
Según Mann, la primera fase de este proceso de modernización tuvo que ver con la expansión de la
alfabetización que acompañó la difusión del capitalismo comercial y el desarrollo de los estados políticos:
20 Una evaluación del concepto de “revolución burguesa” se encuentra en Perry Anderson (1992). 21 Ver también a Benedict Anderson (1991).
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“ambas rutas favorecieron la difusión de ideologías más amplias y universalistas. Una se centró en la
conciencia de la clase y/o la colaboración de clase mediante reformas políticas; la otra se centró en la
modernización del estado” (Mann 1986: 530). Durante el siglo XVIII las clases y las naciones se vieron
afectadas por una segunda fase de modernización, ahora provocada por la intensificación de la rivalidad
geopolítica entre las grandes potencias:
El nacionalismo – tal como la ideología de clase, la otra gran ideología de los tiempos modernos –
fue capaz de difundirse a través de amplios espacios sociales y geográficos sólo desde el siglo
XVIII hasta la actualidad (…) Como los estados incrementaron enormemente sus índices de
obtención de impuestos y su fuerza militar, ellos politizaron las emergentes ideologías. Las
conciencias nacionales y de clase se desarrollaron y fusionaron en asuntos de representación
política y de reforma del estado (Mann 1992: 138 y 142).
Históricamente, Mann da al estado un rol importante en la conformación de las relaciones entre nación y
clase, lo que en el caso británico él llama directamente la “nación-clase”. Él afirma que en Gran Bretaña la
instalación del Parlamento en Westminster a fines del siglo XVII creó una clase – compuesta por los
nobles de los condados, los señores, los obispos y los comerciantes – que se veía a sí misma como la
nación e identificó los intereses de la nación con su propia ideología de clase. A contar de ese momento el
origen social de la membresía en la nación comenzó un proceso de diferenciación y expansión que
culminará con que esa membresía sería extendida a todas las clases. De acuerdo a Mann (1986: 482), la
fuerza motriz tras este proceso eran las funciones cambiantes del estado: en los albores de la modernidad el
estado estaba marcado por una “incapacidad infraestructural para penetrar en la sociedad civil” y aun
cuando los ejércitos se usaron internamente contra los pobres, la raison d’être para la existencia de ejércitos
poderosos tenía principalmente que ver con las relaciones exteriores con otros estados. De hecho, hasta
principios del siglo XIX, la función principal del estado era la guerra y la mayor parte de los gastos estatales
(hasta llegar al 90%) estaban relacionados con los costos de la guerra. El surgimiento de los estados-nación
modernos implicó cambios importantes en las funciones del estado que le permitieron, por primera vez,
penetrar en todas las áreas de acción de la sociedad civil. El resultado de este desarrollo, de acuerdo a
Mann, fue la difusión de imágenes nacionales entre las clases y la tendencia correspondiente para que cada
clase constituyese una identidad nacional junto a su propia identidad de clase.
En el segundo volumen de Las Fuentes del Poder Social, Mann (1993: 17-20; 214-26; 722-8) desarrolla en más
detalle esta explicación sobre la relación entre los estados, las clases y las naciones, presentándolas ahora en
39
el contexto de su marco teórico general. Conecta así el surgimiento de las clases y las naciones con los
cambios que ocurrieron en lo que él denomina las cuatro fuentes del poder social: el poder económico
(expansión del capitalismo), el militar (militarismo estatal), ideológico (secularización y alfabetización) y político
(crisis fiscal y demandas democráticas). Las clases y las naciones surgieron como un resultado combinado
de las transformaciones experimentadas en estas cuatro formas de organización social. Como
consecuencia, la cuestión a explicar se transforma ahora en el problema del surgimiento de las clases y los
estados-nación como los dos contenedores más importantes en que cristalizó la vida social moderna. Mann
(1993: 225) sostiene que las naciones se formaron, esto es, sobrepasaron el umbral proto-nacional, sólo
cuando se alcanzó una autoconciencia de clase transversal – y esas clases, como actores sociales
emergentes, surgieron por tanto antes que las naciones. Estas aparecieron en el proceso de naturalización
que los propios estados persiguieron: “como los estados se transformaron primero en estados nacionales, y
después en estados-nación, las clases fueron encerradas, se ‘naturalizaron’ y ‘politizaron’ de manera no
intencionada” (Mann 1993: 20).
Los trabajos más recientes de Charles Tilly (1992), como Coerción, Capital y Estados Europeos, retoman la
discusión sobre la formación del estado-nacional que él mismo había iniciado en su trabajo pionero sobre
el tema a mediados de los años setenta (Tilly 1975a, 1975b). Él critica sus primeras obras por proponer una
ortodoxia desarrollista en la que los todos los procesos de formación del estado-nacional responden al
mismo ciclo de “extracción, represión, formación del estado” (Tilly 1992: 12). En su trabajo posterior, Tilly
sostiene que debemos estar abiertos a la variabilidad de los patrones de formación del estado nacional que
eventualmente se imponen sobre formas anteriores de comunidades políticas. Esa convergencia hacia la
forma del estado nacional se produjo tanto a partir de una divergencia original, que incluye imperios y
ciudades-estados, como de estructuras de clase distintas que hicieron la diferencia para la su formación: “la
estructura de clase de la población que cayó bajo la jurisdicción de un estado determinado afectó
significativamente la organización de ese estado y las variaciones en la estructura de clase de una parte de
Europa a otra produjeron diferencias geográficas sistemáticas en el carácter de los estados” (Tilly 1992: 27).
Se enfatiza que “la superioridad en la guerra” le correspondió a aquellos estados que podían poner en
marcha grandes ejércitos permanentes porque tenían “una combinación de grandes poblaciones rurales,
actores capitalistas y economías relativamente comercializadas” (Tilly 1992: 58). El autor prefiere hablar de
estados nacionales en lugar de estados-nación para destacar el mito de que los estados están compuestos sólo
de una nación (Tilly 1992: 3). Él utiliza la idea de nacionalización para demostrar que el estado nacional
moderno fue el resultado de una combinación de nacionalidades originalmente diferentes y para referirse a
40
aquellas acciones mediante las cuales el estado buscó “asemejar” a sus poblaciones sometidas. Tilly se
centra en las funciones de homogeneización de los gobernantes:
En uno de sus intentos más autoconscientes de dirigir el poder del estado, los gobernantes
intentaron frecuentemente homogeneizar a sus poblaciones en el transcurso de la instalación del
control directo. Desde el punto de vista de los gobernantes, una población lingüística, religiosa e
ideológicamente homogénea presenta el riesgo de un frente común contra las exigencias reales; la
homogeneización hizo de la política de dividir para gobernar un asunto más costoso. Pero la
homogeneidad tuvo muchas ventajas compensatorias: en una población homogénea las personas
eran más proclives a identificarse con sus gobernantes, la comunicación podía ejecutarse más
efectivamente y las innovaciones administrativas que funcionaron para un segmento posiblemente
funcionarían también en otra parte. Las personas que sentían un origen común, además, eran más
proclives a unirse contra las amenazas exteriores (Tilly: 1992 106-7)
Tilly (1992: 183) continúa explicando el surgimiento de los estados nacionales, principalmente en términos
de sus ventajas militares para los gobernantes:
¿Por qué estados nacionales? Los estados nacionales tuvieron éxito en el mundo, por lo general,
porque primero tuvieron éxito en Europa, cuyos estados luego actuaron para reproducirse a sí
mismos. Tuvieron éxito en Europa porque los estados más poderosos – Francia y España antes
que los otros – adoptaron formas de guerra con que aplastaron temporalmente a sus vecinos (…)
Esos estados tomaron esas medidas a fines del siglo XV tanto porque habían terminado
recientemente con la expulsión de las potencias rivales de sus territorios como porque tenían
acceso a los capitalistas que podían ayudarles a financiar las guerras (… ) en el largo plazo, sólo los
países que combinaron fuentes significativas de capital con poblaciones importantes y que dieron
vida a grandes fuerzas militares domésticas lo hicieron bien en el nuevo estilo europeo de guerra.
Esos países eran, o se convirtieron, en estados nacionales
Tilly fechó la aparición del estado-nacional no sólo antes de las revoluciones de fines del sigo XVIII, sino
que incluso antes de la Paz de Westfalia en 1648 – incluso antes de la Guerra de los Treinta Años a la que
la Paz de Westfalia puso fin. Él señala que el sistema europeo de estados nacionales ya estaba en gestación
hacia 1490. Los integrantes de ese sistema eran, según él, “crecientemente ya no ciudades-estados, ligas o
imperios, sino que estados nacionales: organizaciones relativamente autónomas, centralizadas y
41
diferenciadas que ejercían un control estrecho sobre la población en varias regiones contiguas
marcadamente delimitadas” (Tilly 1992: 164). Tilly no estudió directamente la heterogeneidad de las
nacionalidades que precedieron la homogeneización estatal, ni explica por qué o cómo la homogeneización
tomó una forma específicamente nacional (Tilly 1992: 28-30; 103; 185-6). Su argumento tiende a fundir
primordialismo y modernismo. Por un lado, su conceptualización del estado nacional es primordialista en
tanto las “nacionalidades” son consideradas como largamente preexistentes a la modernidad. Por otro, su
conceptualización del estado nacional se acerca al modernismo en tanto presupone una ruptura importante
entre las formas tradicionales de comunidad política y la emergencia del estado nacional moderno – y desde
allí una continuidad fundamental durante la modernidad centrada en el desarrollo y ampliación del estado
nacional. Una vez que el estado nacional queda establecido como la forma política principal de la
modernidad, es como si el viejo adagio le plus ça change, le plus c’ est la même chose (todo cambia para que todo
siga igual) predominara y nada pudiera ya cambiar real o radicalmente.22
Naciones sometidas y las formaciones modernas de clase
La importancia de estudiar la formación del estado-nación en los países centrales de occidente se basa en el
hecho evidente de su influencia en la historia mundial, pero lo que los hace distintivos es que, con ciertas
excepciones como los EE.UU., ellos por lo general no presentan una historia de dominación externa. Uno
de los asuntos centrales en el trabajo de Miroslav Hroch (1986) es la comprensión de cómo los pueblos o
las nacionalidades que han vivido tradicionalmente bajo dominación política se transforman en naciones
completamente formadas y/o estados-nación independientes. Su foco está en cómo “las pequeñas naciones
europeas” hicieron uso de su condición de dominados para reforzar sus demandas nacionales. Y si
quisiéramos generalizar su argumento podríamos decir que el éxito del estado-nación como forma política
indica que el pasado independiente no es la regla y que muchos, si no la mayoría, de los estados-nación que
conocemos hoy en día no experimentaron tal historia afortunada. El sometimiento parece haber sido más
normal que la independencia y el principio de la autodeterminación nacional ha sido una plataforma sobre
la que naciones previamente dominadas han creado “sus propios” estados.
Muchas naciones modernas fueron alguna vez parte de imperios: algunas emergieron en América Latina a
partir del colapso de los imperios portugueses y españoles a inicios del siglo XIX; otras emergieron en
22 En teoría política y relaciones internacionales ésta conciencia de época – una ruptura absoluta seguida por una continuidad esencial – inspiran tanto la perspectiva “realista” como la “cosmopolita”. La primera ve a la modernidad como una fatalidad en oposición a la tradición; la segunda mira hacia delante, hacia a una segunda ruptura desde el nacionalismo de la modernidad al post-nacionalismo de la posmodernidad (Bartelson 2001, capítulo 7).
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Europa Central y del Este debido al colapso de los imperios alemán, austro-húngaro, turco y ruso al final
de la Primera Guerra Mundial (ellas son el foco del trabajo de Hroch); y aun otras emergieron debido al
colapso de los imperios europeos en África, Medio Oriente y Asia después de la Segunda Guerra Mundial.
La condición de dominación precedente está lejos de ser una excepción histórica y la expansión del estado-
nación a lo largo del mundo tiene como su característica central el que se llevó a cabo por personas que
luchaban por deshacerse de opresores extranjeros (Hroch 1996: 61). Desde el punto de vista de los actores
implicados en estos procesos, la consolidación de una nación tiene lugar en el marco de luchas por la
liberación. Mientras que en los países centrales los procesos de consolidación de la nación coincidieron con
la formación del estado-nación, ésta no fue por lo general la situación en países pequeños donde las
poblaciones comenzaron a verse a sí mismas como naciones en ausencia de instituciones políticas
independientes.23
Lo que distingue el trabajo de Hroch es no sólo su interés por naciones más pequeñas sino su comprensión
de las estructuras de clase a nivel nacional. Él afirma que las naciones pequeñas se caracterizaron
generalmente por una estructura de clase “incompleta” en el sentido de que carecían de clases dirigentes
“propias”. Mientras que en las naciones centrales las luchas contra las clases gobernantes se situaron
internamente dentro los límites de la nación, y por lo tanto no eran diferentes de la constitución de las
relaciones modernas de clase, en las naciones pequeñas la lucha contra las clases dirigentes se focalizó en la
creación de una estructura de clase nacional completamente desarrollada, es decir, en la conformación de la
propia clase dirigente de la nación sometida en su lucha contra la dominación extranjera. En este caso, la
constitución de una estructura de clase completa dentro de la nación oprimida puede estar temporalmente
separada, y es analíticamente distinta, de la formación de los movimientos nacionales de masas. En palabras
del propio autor:
El criterio fundamental para la completitud en la formación de una nación es el desarrollo de la
estructura de clase de la comunidad nacional. Las naciones pequeñas se formaron con una
estructura de clase incompleta. Podemos por consiguiente decir que las naciones pequeñas estaban
completamente formadas cuando exhibieron la estructura de clase típica de la sociedad capitalista y
23 Entre estas “naciones pequeñas”, Hroch (1986: 9) distingue: “(a) un grupo de las así llamadas ‘naciones sin historia’, naciones que en ningún momento de su pasado precapitalista fueron lugar de una formación política independiente; (b) un grupo de naciones que ciertamente constituyeron entidades políticas en la Edad Media, tuvieron su propia clase feudal soberana, pero perdieron su independencia política o sus atributos esenciales antes de convertirse en naciones modernas”. Hroch ilumina una dimensión a menudo descuidada por los críticos del uso que Engels hace de la idea de “pueblos sin historia”: hay pueblos que carecieron de una historia propia puesto que fueron gobernados por extranjeros por un largo tiempo. Un excelente tratamiento de este asunto se encuentra en Rosdolsky (1986-7).
43
su movimiento nacional hubo adquirido un carácter de masas. El logro de la independencia política
no es necesariamente una indicación de que la nación pequeña está completamente formada; y, a la
inversa, la lucha por lograr la independencia puede continuar incluso después de que la nación ha
completado su formación (Hroch 1986: 26)
Para Hroch, lo crucial en el desarrollo de los movimientos nacionales es la incorporación del campesinado
y del proletariado urbano puesto que ambos grupos plantean sus demandas por participar en la vida
política y la constitución de una arena nacional como el lugar en que deben hacerse las demandas por la
participación y defensa de intereses (Hroch 1986: 154). La “completitud en la formación de una nación”
está, sin embargo, intrínsecamente relacionada al desarrollo de las relaciones sociales capitalistas y las
instituciones de clase que la acompañan (Hroch 1986: 179). En estos estudios, Hroch (1996: 63-4) explica
qué significa afirmar que la constitución de una nación está basada en la dominación de clase. Él no sólo
nos invita a considerar las diferencias enormes que existen al interior y entre las burguesías, sino que
también las maneras en que las otras clases en la sociedad hacen su propio uso de la idea de nación. La
implicación de sus trabajos parece ser que ni las naciones ni las clases pueden establecerse como entidades
estables independientes las unas de la otras y que el marco institucional del estado-nación construido
mediante revoluciones nacionales – que incluye soberanía nacional dentro del sistema internacional de
estados, división interna de poderes, estado de derecho e instituciones políticas representativas – es la
forma en que se consolidan las estructuras de clase y nacional. Cuando tal marco colapsa, bajo el peso no
sólo de las crisis de legitimidad políticas sino que también de las crisis económicas, la declinación social y el
descontento popular, se pueden gatillar procesos que tienden a la desintegración tanto de la clase como de
la nación.24
Conclusión
Es posible que tengamos mayor necesidad de teorías sobre las naciones que de teorías sobre las clases. Las
ideas de clase que se encuentran en Marx y Weber son relativamente consensuales dentro de la sociología si
se las comparan con las explicaciones de Ernest Gellner o de Anthony Smith sobre el surgimiento de las
naciones. Así, mientras explorábamos el vínculo entre la nación y la clase, el foco fundamental de este
24 Las reflexiones más recientes de Hroch sobre las semejanzas entre los movimientos nacionales del siglo XIX y la nueva ola de movimientos nacionales en Europa Central y del Este de finales del siglo XX, enfatizan cuánto “los nuevos nacionalismos se asemejan a los viejos” en el sentido de que desarrollan la misma clase de aspiraciones nacionales, los mismos llamamientos por estados “propios”, las mismas pretensiones de independencia étnica y los mismos intentos “por completar la estructura social de la nación creando una clase capitalista equivalente a la de los estados occidentales”(Hroch 1996:70).
44
capítulo ha sido la nación, y nuestro argumento central es que las naciones modernas se forman en
conjunción o como resultado de la formación de relaciones de clase capitalista. Sin embargo, de modo más
general, hemos intentado demostrar que la sociología histórica ha abierto el estudio de las relaciones de
clases al de las naciones en formas que son invisibles para aquellos que simplemente adoptan una postura a
favor de una o de la otra. Se destaca, satisfactoriamente en nuestra opinión, que la nación y la clase están
mutuamente relacionadas en el sentido de que son dos formas entrelazadas en las que se expresa la
autoconciencia de la sociedad moderna; son dos piedras angulares en la representación de las sociedades
modernas y no podemos capturar sus significados a menos que las estudiemos relacionalmente. Podríamos
agregar que durante los regímenes totalitarios ambas colapsaron juntas, en el sentido de que los
movimientos totalitarios fueron hostiles tanto al provincialismo nacional como al provincialismo de clase e
imaginaban, en su modo particular, una sociedad sin clases y sin naciones.
La idea de que alguna vaya a desaparecer por un mero acto de voluntad, o mediante un ejercicio de
autoclarificación, mientras que la otra está ontológicamente garantizada, no es un argumento que pueda
sostenerse a la luz de las contribuciones de la sociología histórica. Si tanto la nación como la clase son
comunidades imaginadas, ellas son también igualmente reales – y ambas están basadas en las condiciones
materiales de la vida social moderna. Justamente porque no podemos concebir las relaciones productivas
capitalistas sin una concepción de clase, tampoco podemos concebir las relaciones políticas modernas sin
un concepto de nación. En la medida en que los nacionalistas y los marxistas han ambos intentado hacer
que la otra desaparezca sin dejar rastro, parecería que están luchando contra molinos de viento: el mundo
no se transforma por arte de magia o mediante la deconstrucción de una categoría. En conclusión, la
percepción de una homología entre nación y clase rechaza aquellos enfoques que exigen una razón a priori
para privilegiar una sobre la otra. Una de las fortalezas de la sociología histórica es disolver los mitos que
rodean estas formas de solidaridad en competencia: no sólo relacionándolas entre sí, sino que también
vinculando su existencia conceptual con las formas empíricas en las que estos conceptos se actualizan. La
sociología histórica tiene un punto de vista no sólo sobre el surgimiento de la identificación nacional y de
clase, sino que además sobre la violencia y la destructividad que nunca está demasiado lejos. Para citar a C.
Wright Mills (1959), hay poco espacio en la sociología histórica ya sea para “teorías generales” como para el
“empirismo abstracto”; como subdisciplina, la sociología histórica no es teórica ni históricamente ingenua
en su determinación para considerar tanto los conceptos como su actualización efectiva.
Queremos terminar, de forma algo más crítica, con cinco advertencias breves sobre las limitaciones de la
sociología histórica. Se refieren, respectivamente, a cuestiones políticas, teóricas, metodológicas, comparativas e
45
históricas. Políticamente, la nación y la clase han sido categorías clave de la política de masas moderna y
ambas han sido ampliamente utilizadas como recursos ideológicos, medios de legitimación o, por el
contrario, como objetos de crítica y denuncia. Al identificar los intereses de una nación o de una clase con
los intereses universales de la humanidad como un todo, nacionalistas y socialistas han pretendido,
respectivamente, actualizar principios universales a través de un grupo de determinado de personas. Pero el
hallazgo de la sociología histórica sobre la relación entre clase y nación no debe utilizarse para anular las
distinciones políticas. Si fuese utilizada, en bloque, para criticar ya sea las plataformas políticas nacionalistas
o de clase, ello ciertamente quitaría valor intelectual a la sociología histórica y la convertiría en una forma
de pensamiento determinista y doctrinario. Por ejemplo, Hobsbawm critica a los marxistas que en el
período de la posguerra utilizaron las nociones de anti-imperialismo e internacionalismo para subordinar las
ideas de solidaridad de clase al chauvinismo ruso o a los intereses de movimientos particulares de liberación
nacional. Su sociología histórica apoya el argumento de que en el período de posguerra los marxistas se
pusieron “a merced del nacionalismo (…) tragándose íntegramente algunas presunciones nacionalistas”
(Hobsbawm 1989: 140, citado en Fine 1994: 435-6). Benedict Anderson (1991: 12) bien podría haber
estado en lo correcto cuando escribió que “el final de la era del nacionalismo, tan largamente profetizado,
no está ni remotamente cerca” y que la idea de “nacionalidad es el valor más universalmente legitimado en
la vida política de nuestro tiempo”. La relación entre hechos y normas ya no puede resolverse mediante una
simple referencia a “lo que es”, pero tampoco puede hacerse mediante la traducción de creencias
normativas a una realidad siempre en falta.
Esta dimensión política también plantea preguntas referidas a la relación entre la formación interna de las
relaciones de clase al interior de los estados nacionales y la formación internacional de las relaciones de
clase entre estados-nación. Enfocarse en el impacto del sistema mundial de estados-nación para la
constitución de estados-nación individuales es una de las fortalezas de la sociología histórica, pero lo que
queda relativamente descuidado en las discusiones resultantes sobre la movilización nacional de las clases
es el grado en que las nociones y las experiencias de solidaridad transnacional de clase (entre aristocracias,
burguesías y proletariados) también ocurren. Este tratamiento es entendible como una reacción a la
invocación retórica del internacionalismo de la clase obrera que presta escasa atención a las diferencias
nacionales, o que simplemente identifica el internacionalismo de la clase obrera con el apoyo a las luchas
anti-imperiales. No obstante, con su énfasis en nociones y experiencias de formaciones nacionales y de
clase en competencia, la sociología histórica sigue siendo más bien unilateral y permanece algo
desconectada de las discusiones sobre las formas transnacionales y cosmopolitas de solidaridad que se han
discutido en la literatura reciente en teoría social y relaciones internacionales (capítulos 5, 7 y 8).
46
Teóricamente, la sociología histórica no ha mostrado un interés especial por exponer los vínculos lógicos a
través de los cuales los conceptos de clase y de nación se relacionan mutuamente. No se le ha prestado
suficiente atención al hecho de que las clases y las naciones no sólo son realidades históricas sino que son
también herramientas conceptuales. La descripción del co-surgimiento histórico de las clases y las naciones
parece ser sólo una parte de la tarea de la sociología histórica puesto que los conceptos de clase y nación
también tienen que ser analizados en derecho propio. La aclaración de las estrategias teóricas que están a la
base de las narrativas históricas es una dimensión importante para el interés de la sociología histórica en la
desmitologización y desnaturalización de la formación de las sociedades modernas. Los intentos mediante
los cuales la sociología histórica explica, en términos teóricos, cómo y por qué las naciones y las clases se
formaron simultáneamente en las sociedades modernas, y al mismo tiempo dan forma a las sociedades
modernas, no deben quedar en el olvido. La sociología histórica parece haber dejado estas interrogantes en
una suerte de vacío analítico, lejos de la historia del pensamiento político, o las ha reducido a contingencia
histórica (Wagner 2003). Así, en tanto que la sociología histórica encuentra entre sus fortalezas el “traer la
historia de vuelta”, explicando con ello las conexiones externas entre las clases y las naciones, no ha sido
igualmente exitosa en rastrear sus conexiones internas. Una posible explicación de este asunto puede estar
relacionada con la autoimagen que algunos colegas tienen de la sociología histórica. Por ejemplo, cuando
Edgard Kiser y Michael Hechter (1991: 24) analizan las diferentes opciones teóricas entre los sociólogos
históricos, ellos defienden la importancia de la “teoría general” pero desgraciadamente la equiparan con “la
teoría de la elección racional”. Su argumento es que si no se toma la teoría de la elección racional con la
mayor seriedad, “las explicaciones [en la sociología histórica] son insuficientes y demasiado vagas como
para tener implicaciones empíricas importantes”. Mientras estos autores favorecen un uso más consciente
de marcos de referencia teóricos, su concepción estrecha de lo que es una teoría (la elección racional) y de
lo que una explicación teórica producirá (generalizaciones empíricas) los conduce en la dirección
equivocada.
Relacionado a este último punto, encontramos también en la sociología histórica una permanente disputa
entre presupuestos y procedimientos metodológicos. Ella adopta con demasiada frecuencia una posición
excesivamente defensiva respecto a lo que consigue o no lograr en términos de “estándares científicos”; en
especial, sobre el valor de llevar a cabo investigación históricamente orientada sin un trabajo de archivo de
primera mano. En una formulación bien conocida, Skocpol (1984b: 382) sostiene que para la sociología
histórica una insistencia dogmática en rehacer la investigación primaria en cada investigación sería
desastrosa e invalidaría en los hechos la mayor parte de las investigaciones histórico-comparativas. Si un
47
asunto es demasiado grande para una investigación puramente primaria – y si hay buenos estudios
disponibles realizados por especialistas – las fuentes secundarias son tan apropiadas como las fuentes
primarias para ese caso.
Skocpol invita a los sociólogos históricos a “desarrollar reglas y procedimientos consensuales para el uso
válido de fuentes secundarias como evidencia”, y al reflexionar sobre su propia experiencia de investigación
(su estudio de tres revoluciones sociales en Francia, China y Rusia) ella afirma que pudo llevar a cabo su
trabajo gracias a la existencia de excelentes estudios de especialistas (Skocpol 1984a: 1-5). Sin embargo, la
dificultad de esta formulación radica en su sesgo empiricista. Sólo hay buenas razones para no llevar a cabo
investigaciones de primera mano, “verdaderas investigaciones”, si el asunto es demasiado grande o si
podemos confiar en el trabajo de especialistas. Pero estas cláusulas condicionales apelan a un tipo de
legitimidad de segunda clase: hagamos investigación secundaria si la investigación de verdad no es posible.
Esta defensa pragmática tiene el riesgo de aparecer como una disculpa poco convincente para la sociología
histórica, cuyos métodos se deberían ajustar a la naturaleza del problema de investigación y del enfoque
teórico que se va a utilizar.25 Pero el problema más importante no se discute; no se reconoce que la
ausencia de investigación primaria puede causar daño si le entrega a la historia un falso sentido de
naturalidad o direccionalidad. La sociología histórica bien puede necesitar investigación primaria para
desnaturalizar lo que sucedió realmente, para explicar por qué se produjo tal o cual resultado, para hacernos
consientes de qué alternativas concretas pudieron haber sido implementadas.26 Si a este nivel metodológico
la fortaleza de la sociología histórica radica en la capacidad de mostrar los problemas del voluntarismo, su
debilidad puede estar en presentar la historia como algo objetivo y mediante un determinismo que
subvalora la capacidad de los agentes y sus decisiones.
Hay un fuerte elemento comparativo en la sociología histórica y esa es sin duda una de sus grandes
ventajas. Sin embargo, una limitación de su marco comparativo se puede encontrar en el predominio de
ciertos “estudios de área” especializados que separan la comparación de la formación de clases y naciones,
por ejemplo en África y Latinoamérica, de la corriente principal de investigación histórico-comparada. El
25 Desde una base empiricista, John Goldthorpe (1991) ha discutido precisamente las insuficiencias de argumentos como los de Skocpol. Una polémica sobre este asunto se llevó a cabo en el British Journal of Sociology, del que son especialmente interesantes los artículos de Michael Mann (1994), Nicos Mouzelis (1994) y la respuesta del propio Goldthorpe (1994). 26 Fine (1990) intenta desnaturalizar el éxito del nacionalismo africano en Sudáfrica, no sólo en relación a otras formas de nacionalismo sino que también en relación a los movimientos de clase que repetidamente ofrecieron formas completamente distintas de liderazgo en las luchas contra el apartheid. El éxito de unos y las fallas de los otros tienen que ser explicadas en términos de factores como el peso social de la clase obrera, el papel del liberalismo y el carácter del liderazgo político, pero no como un resultado racional o natural.
48
caso latinoamericano no calza bien con los enfoques que la sociología histórica usa comúnmente para
entender la producción y reproducción de clases y naciones. En primer lugar, se puede sostener que el
idioma nunca fue un tema especialmente importante, ni en las guerras de independencia contra España y
Portugal, ni tampoco en las guerras posteriores entre países latinoamericanos. El uso del español y del
portugués, aunque problemático para las comunidades indígenas, no fue central a estos conflictos. Lo
mismo es válido, en segundo lugar, en el caso de la religión. Hubo religiones indígenas y hay siempre
interpretaciones renovadas del catolicismo y diversos grupos cristianos, pero la religión tampoco fue un
problema determinante ni en las luchas de clase ni en las luchas nacionales. En tercer lugar, la cronología
de la independencia latinoamericana, es decir, de la formación de los estados-nación en América Latina, es
problemática para la corriente principal de la sociología histórica en tanto que hacia la década de 1830 la
mayoría de los países ya eran estados-nación políticamente independientes.27 En este contexto, no tiene
sentido calificar estos estados-nación como casos prematuros o atrasados. No planteamos estos
comentarios, tal vez arriesgados, para decir que la sociología histórica es incapaz de ocuparse de estos
asuntos sino más bien para precisar que su marginalidad es un defecto que la sociología histórica debe
resolver (Centeno 1997, 2002).
Finalmente, encontramos decepcionante la ausencia en la sociología histórica de una periodización
sistemática para hacer frente a la formación de los estados-nación. Los argumentos que hemos revisado en
este capítulo parecen poco convincentes en la medida en que no permiten evaluar qué ha cambiado y qué
se ha mantenido constante en estos procesos. Podríamos hablar, por ejemplo, de un movimiento desde la
formación temprana del estado político en los siglos XV y XVI, hasta la formación de estados soberanos
después de la Paz de Westfalia en 1648, a la formación del estado-nación en las revoluciones de fines del
siglo XVIII, a la inversión de la idea de estado-nación en la era del imperialismo, a la creación del estado
democrático de masas después de la desintegración de los imperios y llegamos ahora a la difusión y
ampliación de la soberanía con el resurgimiento de instituciones cosmopolitas en épocas más recientes.
Cualesquiera sean las ventajas y debilidades de esta brevísima narración, una de las razones que explica las
deficiencias de la sociología histórica es que tiene una tarea pendiente en poder relacionar las tendencias
históricas con las presuposiciones normativas con que tales tendencias están vinculadas. Los principios
normativos que existían al inicio del sistema moderno de estados-nación (la diplomacia se toma
comúnmente como ejemplo), difícilmente pueden entenderse como los mismos que los de los estados-
nación de hoy.
27 La excepción fue Cuba que logró la independencia sólo en 1898.
49
Capítulo 3. La Sociología Clásica y el Estado-Nación: Una Reinterpretación*
En un influyente artículo publicado en las páginas del British Journal of Sociology en 1983, Anthony D.
Smith dio expresión precisa a un argumento que hasta muy recientemente seguía siendo considerado
como la evaluación definitiva sobre la incapacidad de la sociología para comprender la posición del
estado-nación en la modernidad. Desde su nacimiento, sostiene Smith, la sociología habría caído en la
trampa del “nacionalismo metodológico”: la idea de que el estado-nación es la representación natural y
necesaria de la sociedad moderna. En su opinión, esta afirmación sería válida no sólo en lo que se
refiere a los trabajos de los sociólogos clásicos, sino que también para buena parte de la sociología del
siglo XX. En palabras del propio Smith (1983: 26):
Es, por tanto, como si su orientación e ímpetu marcadamente evolucionista hizo de la
sociología, en tanto estudio de las leyes del orden y del cambio social, incapaz de distanciarse
suficientemente, por sí misma, de sus premisas básicas que son también las del nacionalismo y
de un aspecto tan esencial de las leyes modernas del cambio, a saber, el desarrollo de las
naciones. Si esto es así, entonces se podría explicar por qué las naciones y el nacionalismo
fueron tan ampliamente aceptados como sociológicamente ‘dados’; y por qué el estudio de la
sociedad fue siempre, ipso facto, el estudio de la nación, el que nunca fue separado como un
asunto o dimensión distinta (…) la dificultad de una disciplina tan impregnada con los mismos
presupuestos que los de su objeto de estudio para detenerse a reflexionar y entender su
particularidad histórica, ha impedido que los sociólogos, hasta muy recientemente, presten
atención a ese objeto que claramente lo merece; con el resultado de que el desarrollo de las
naciones y de los estado-nación y de su base étnica a partir de la cual son normalmente
reclutados la mayoría de los sociólogos, son asuntos y características de la sociedad que se ‘dan
por descontados’; son parte del mobiliario mental básico mantenido que acompaña tanto a los
estudiosos de la sociedad como a cualquiera de sus miembros
Smith no era por cierto el único que en eses entonces hacía este planteamiento. Más bien, él expresa de
manera más sistemática un conjunto de visiones similares que ya habían denunciado la confianza excesiva
de la sociología en las categorías nacionales (Giddens 1973, 1985, Martins 1974, Smith 1979, capítulo 1).
De hecho, esta visión estándar todavía es compartida por muchos de los académicos más importantes en
* Mis agradecimientos a Margaret Archer, Robert Fine, Jorge Larraín, Aldo Mascareño, William Outhwaite, Cristóbal Rovira y Guido Starosta, por su ayuda y sugerencias durante las diferentes etapas de esta investigación.
50
diferentes posiciones del espectro sociológico. Por ejemplo, una evaluación similar sobre el
contraproducente nacionalismo metodológico de la teoría social clásica ha sido propuesta por una variedad
de académicos que han llevado a cabo importantes investigaciones sobre el surgimiento y transformaciones
recientes de las naciones y el nacionalismo (Mann 1986, 2004, Wimmer y Schiller, 2002), por algunos de los
más interesantes teóricos sociales recientes (Calhoun 1997, Luhmann 2007, Smelser, 1997) y por supuesto
por aquellos autores para quienes el surgimiento de la globalización significa también la declinación
definitiva del estado-nación (Albrow 1996, Bauman 1998, Beck 2000a, Castells 1997, Urry 2000).
Mi punto de partida en este capítulo es, por tanto, que para una disciplina que está tan obsesionada con
reconstruir permanentemente su pasado – y la sociología se ha acostumbrado a discrepar sobre casi todo
en el intertanto – es más bien sorprendente que esta visión estándar haya permanecido en buena medida
sin discusión por ya más de treinta años. La comunidad sociológica llegó a acostumbrarse a la idea de que
no se obtendrá ningún rendimiento nuevo sobre nuestra comprensión del estado-nación a partir de una
revisión del trabajo de esa generación de teóricos sociales que ahora consideramos como las figuras
fundadoras de la sociología. Pero como vimos en el capítulo 1, la cuestión del nacionalismo metodológico
de la teoría social – el presunto tanto como el real – ha mostrado ser mucho más compleja de lo que se
había supuesto previamente. Y sus consecuencias son relevantes no sólo para la manera en que actualmente
reconstruimos y reevaluamos el pasado de la sociología sino que también para nuestra comprensión
sustantiva del estado-nación como una forma moderna de organización sociopolítica (Chernilo 2007). Ha
llegado el momento de revisar este consenso y, en el espíritu de renovar nuestra comprensión tanto del
estado-nación como de la sociología clásica, el objetivo de este capítulo es reinterpretar la relación entre
ambos. Puesto que la sociología clásica fue capaz de captar la elusividad histórica (Marx), la incertidumbre
sociológica (Weber) y la ambigüedad normativa (Durkheim) del estado-nación, puede tal vez ahora ayudarnos a
entender la opacidad de la posición del estado-nación en la modernidad.
En la medida en que este capítulo intenta captar lo que autores anteriores han entendido acerca del estado-
nación, las preguntas aquí planteadas pertenecen también al campo de la historia intelectual. Pero su
motivación principal sigue siendo sociológica en la medida en que el texto se concentra en cómo el pasado
de la teoría social y del estado-nación nos ayuda a dar sentido a las transformaciones actuales del estado-
nación y a los desafíos que desde ahí se derivan para la teoría social. La cuestión sociológica fundamental
en la que estoy interesado es comprender la historia, características principales y legado normativo del
estado-nación en la modernidad.
51
Karl Marx: Comprendiendo la elusividad histórica del estado-nación
Podemos empezar esta reconstrucción con los trabajos del joven Karl Marx. En el contexto de su disputa
con los jóvenes hegelianos, Marx criticaba “el fetichismo del estado” que encuentra en “el idealismo de
Hegel su máxima expresión” (Fine 2002: 65). Marx sostuvo que Hegel describió “un estado de cosas
particular (una monarquía hereditaria, una burocracia reformada, un parlamento bicameral, la
incorporación de la judicatura dentro del ejecutivo) y les asignó los atributos lógicos de la universalidad.
Hegel idealizó la realidad empírica, transformando al estado existente en la encarnación de lo universal”
(Fine 2002: 68-9). El trabajo de Hegel representa entonces la crítica más lograda al “estado moderno y a la
realidad con él conectada” (Marx 1978c: 59). Esta crítica se centra en Hegel debido a su papel en la
comprensión idealizada de los alemanes de la situación de su propio país “En política, los alemanes han
pensado lo que otras naciones han hecho (…) el status quo del sistema político alemán expresa la consumación
del antiguo régimen, la espina en la carne del estado moderno, el status quo de la ciencia política alemana expresa la
imperfección del estado moderno mismo, la degeneración de su carne” (Marx 1978c: 59-60).
Marx critica este diagnóstico de Alemania en que el país se toma como autosuficiente y sin considerar los
procesos sociales más generales que tienen lugar en el resto del mundo. La crítica de Marx a Hegel es la
crítica de convertir el proyecto del estado-nación alemán en una forma de religión. El argumento de Marx
sobre Alemania, así como su crítica radical a la idea del estado de Hegel, apunta en la dirección de una
crítica que aspira a superar el marco y las presuposiciones del “nacionalismo metodológico” con que, en su
opinión, Hegel – y la filosofía política alemana en general – describen el estado alemán.
De manera similar, en Sobre la Cuestión Judía, Marx discute los límites de lo que se puede lograr en la
transformación de la vida social moderna cuando su forma política, el estado moderno, se toma como el
marco fundamental de tales relaciones sociales y políticas. El argumento de Marx es que la emancipación
política es un trampolín necesario para que la sociedad moderna alcance sus propios límites: “la
emancipación política ciertamente representa un gran progreso. Pero no es, por supuesto, la forma final de
la emancipación humana, sino la forma final de la emancipación humana en el marco del orden social
prevaleciente” (Marx 1978b: 35). Mientras la idea de emancipación política hace posible el surgimiento de la
forma moderna de relaciones sociopolíticas – representada en la división entre el estado y la sociedad civil
– la crítica de la emancipación política expone las limitaciones de estas relaciones sociales y su orden
político. El problema fundamental con el proyecto de la emancipación política no es que falle al trascender
52
la forma actual del estado, sino que en realidad refuerza ese mismo estado consagrando la separación entre el
estado y la sociedad civil.
Marx sostiene que el programa político que apunta a la reforma del estado moderno dentro de los límites
de ese estado no sólo no capta su carácter histórico y contradictorio sino que tampoco entiende cuál es la
fuente fundamental de alienación y desigualdad de la vida social moderna. El proyecto de emancipación
humana está basado en la superación del estado burgués y de la forma contradictoria de reproducción de la
vida material sobre la cual ese estado está fundado: la sociedad civil. En lugar de decir a los judíos, como lo
hizo Bauer, que “no pueden emanciparse políticamente sin liberarse completamente del judaísmo”, Marx
afirma lo contrario: “es porque pueden emanciparse políticamente, sin renunciar al judaísmo completa y
absolutamente, que la emancipación política en sí misma no es emancipación humana” (Marx 1978b: 40). La
tesis de Marx – el argumento se refiere a los judíos como ejemplo pero no se aplica de manera específica o
prioritaria a ellos – es doble. Por un lado, él argumenta que incluso dentro del marco del estado (nación)
moderno, los derechos políticos deben ser independientes de las diferencias religiosas o culturales. Marx
critica a Bauer en base a que vincula el reconocimiento de derechos políticos dentro del estado a la
supuesta abolición de esas diferencias. Por el otro, Marx se dio cuenta de que el resultado real de esa
‘abolición’ sólo puede ser la imposición de una forma privilegiada de identidad – ya sea nacional (Alemania)
o religiosa (cristiana) – sobre la de otros grupos minoritarios. Su crítica a la emancipación política es en este
sentido una crítica a hacer de la nación la base del reconocimiento de los derechos políticos y civiles dentro
del estado (Marx 1978b: 29-30). Para Marx, entonces, los jóvenes Hegelianos se equivocan porque
comprenden el estado-nación moderno como la forma más racional de vida sociopolítica. Ellos toman la
forma burguesa del estado como algo que el estado no es: el estadio final en el desarrollo histórico de la
modernidad.
De hecho, de acuerdo a Simon Clarke (1991: 58), un argumento similar puede hacerse en relación a la
crítica de Marx a la economía política: “la crítica de Marx a Hegel se puede traducir inmediatamente en una
crítica a la economía política porque es una crítica sobre sus fundamentos ideológicos comunes”. No tengo
espacio aquí profundizar en este tema, pero permítanme al menos mencionar que, en los Grundrisse, Marx
(1973: 172) sostiene que para la determinación de los procesos reales de producción e intercambio, los
aspectos “individuales”, “locales”, “nacionales” y “globales” han de ser todos considerados e integrados en
un único análisis. Marx sostiene que la primea parte de su propuesta para estudiar las relaciones
económicas “como relaciones de producción” debe incluir, primero, el estudio del “intercambio de lo superfluo”,
segundo, “la estructura interna de la producción”, tercero, “la concentración del todo en el estado” y
53
cuarto, “la relación internacional”. Finalmente, al nivel del mercado mundial, “la producción se pone como
una totalidad en conjunto con todos sus momentos, pero en la que, de esa manera, todas las
contradicciones entran en juego. El mercado mundial forma, entonces, una vez más, tanto la presuposición
como también el sustrato del todo” (Marx 1973: 227-8). Por lo tanto, no sólo en su forma sino que
también en su contenido la crítica de Marx a la filosofía política alemana y a la economía política británica
puede ser interpretada como un rechazo a tomar el estado-nación como el desarrollo último de la vida
sociopolítica en la modernidad. La fuerte pretensión universalista subyacente al materialismo histórico de
Marx opera como antídoto contra la reificación de la posición del estado-nación en la modernidad (capítulo
6).
Se puede ir todavía más allá con esta tesis sobre la elusividad histórica del estado-nación en el trabajo de
Marx. En una de las más formulaciones famosas del Manifiesto Comunista, el argumento gira en torno a la
tensión entre nacionalización y cosmopolitanización que el capitalismo trae consigo:
Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su conjunto de prejuicios y opiniones
anticuadas y venerables, son erradicadas, todo se forma nuevamente antes de que se pueda osificar. Todo lo
sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres al final se ven
enfrentados con serenidad a sus condiciones de vida reales y a las relaciones con su especie (Marx y
Engels 1976: 487, mis cursivas)
Lo que precede y sigue inmediatamente a este párrafo, como se recordará, no es sino la admiración de
Marx por la manera en que la burguesía ha liderado la creación de un mercado mundial, una literatura
mundial y medios globales de comunicación (Berman, 1982). Sin embargo, en relación al estado-nación,
cabe destacar que Marx es ya consciente de que las nuevas relaciones sociales modernas capitalistas se
hacen obsoletas antes de que maduren: el capitalismo forma y erosiona el estado-nación en medida y
magnitud similar, es decir, incluso antes de que pueda formarse completamente. El estado-nación es una
forma imposible de orden sociopolítico porque todas las naciones se hacen “anticuadas” antes de que
puedan crear “sus propios” estados. La contradicción que Marx expone aquí es que si bien el estado-nación
es un proyecto que mira hacia adelante, se hace obsoleto incluso antes de que pueda establecerse a sí
mismo en el presente.
Una interpretación de este tipo encuentra apoyo adicional en los escritos tardíos de Marx. En La Guerra
Civil en Francia – escrito originalmente en 1870-1 – el estado-nación tampoco puede establecerse como el
54
centro organizativo de la modernidad y desaparece ahora tras la lucha entre el Imperio francés y la
Comuna. Es interesante la forma en que Marx señala en ese texto que las luchas políticas del presente se
llevan a cabo entre dos formas sociopolíticas opuestas – el Imperio y la Comuna – porque invita a pensar
que el estado-nación era ya en ese entonces una forma sociopolítica del pasado. Por un lado, Marx (1978a:
631) presenta el imperialismo como a “la forma más prostituta e importante de poder estatal que la
naciente sociedad de clase media había comenzado a elaborar como medio para su propia emancipación
del feudalismo”. En la Europa de ese tiempo, “la monarquía” era simplemente “la representación normal y
apariencia indispensable de la dominación de clase” (Marx 1978a: 634). Por la otra, Marx sostiene también
que en oposición al Imperio no se puso ninguna forma de estado-nación; antes bien, “la antítesis directa al
imperio era la Comuna” (Marx 1978a: 631). Y, de hecho, para las clases medias “no existe sino una
alternativa – la Comuna o el Imperio – bajo cualquier forma en que éste se presente” (Marx 1978a: 636). El
estado-nación, como forma de organización política en el capitalismo, se está formando y disolviendo,
constituyendo y separando, en el mismo proceso de desarrollo capitalista.
Marx considera al estado-nación como un elemento más dentro de una red mucho más amplia y compleja
de relaciones sociopolíticas modernas. Su argumento es no sólo que el estado-nación debe ser entendido
dentro del marco general de las relaciones sociales capitalistas, sino también que las propias relaciones
políticas pueden tomar diversas formas en el capitalismo – el Imperio o la Comuna. Con todo, Marx no
argumenta en favor de un vínculo contingente entre capitalismo y estado-nación sino que más bien
subordina el estado-nación a la dialéctica de la formación y disolución de las relaciones sociales con las que
el capitalismo se ha hecho famoso. A los estados-nación les sucede entonces algo similar a lo que le sucede
al conjunto de las relaciones sociales capitalistas; a saber, llegan a ser anticuados antes de que puedan osificarse. El
estado-nación se crea y desintegra, se establece y fracasa, de una manera similar a lo que le ocurre a todo lo
demás en el capitalismo.
Max Weber: Batallando con la incertidumbre sociológica del estado-nación
Quisiera continuar esta exploración sobre la posición del estado-nación en la modernidad con la ayuda
de la idea de Weber sobre el estado-nación. El concepto de estado de Weber (1994b: 310-11), que se
basa en la cuestión del monopolio del uso legítimo de la violencia física, es ciertamente muy conocido.
Sin embargo, menos discutido es el hecho de que Weber no conceptualiza lo que es particular en el
estado moderno en relación con el monopolio de la violencia legítima. Por el contrario, el centro de su
definición del estado moderno radica en el hecho de que las tareas del estado se cumplen a través de
55
medios particulares. Weber entiende el estado moderno en el contexto de su conceptualización más
amplia de los procesos de burocratización de la vida social moderna que, en este caso, se expresan en el
hecho de que el cuerpo administrativo del estado está separado de los medios con los que desempeñan
sus roles. En palabras del propio Weber (1994b: 314-15):
Todas las formas de orden estatal pueden dividirse en dos categorías principales basadas en
principios diferentes. En el primero, el cuerpo administrativo de hombres (…) posee los medios
de administración en derecho propio (…) En el otro, el cuerpo administrativo está “separado” de
los medios de administración, exactamente de la misma manera en que el trabajador de oficina
o el proletario está realmente “separado” de los medios materiales de producción en una
empresa capitalista (…) el desarrollo del estado moderno se pone en movimiento en todas
partes por una decisión del príncipe de expropiar a los portadores “privados” independientes
del poder administrativo que existen junto a él, es decir, a todos aquellos en posesión personal
de medios para la administración y conducción militar, la organización de las finanzas y bienes
políticos de toda clase que puedan ser utilizados
Weber conceptualiza el estado con total independencia de la nación. Similar a lo que Marx había hecho,
como acabamos de ver, él ubica la idea y características principales del estado moderno dentro de la teoría
social de la modernidad más general en que en último término estaba interesado. Del mismo modo en que
la idea de Marx sobre el estado-nación no tiene sentido más allá de su comprensión de las características
principales del capitalismo, el concepto de Weber sobre el estado es ininteligible si se lo separa de su visión
más general sobre la burocratización de la vida social y la tragedia de la cultura moderna (C. Turner 1992).
El problema se complejiza no sólo porque el concepto de estado es independiente de la nación, sino que la
nación misma es “uno de los concepto más irritantes, dado su carga emocional” que puede hallarse en el
léxico sociológico (Weber 1978: 395). Weber era del todo escéptico en cuanto a que la idea de nación podía
ser efectivamente formalizada. “Si el concepto de ‘nación’ puede de alguna manera ser definido sin
ambigüedad”, señala, éste puede referirse sólo a “un sentimiento específico de solidaridad” de cierto grupo
de personas “en vista a otros grupos” (Weber 1970: 172).
Al tratar de formalizar causalmente la aparición de las naciones, Weber dice que no existe un único factor
que pueda cumplir ese rol, de modo que no puede darse ninguna explicación concluyente sobre su desarrollo.
Weber no esconde al lector los problemas de fondo a los que se enfrenta al sistematizar su investigación y
comenta extensamente sobre las dificultades que se experimentan al intentar capturar qué es una nación. Él
56
batalla incesantemente para asociar la definición de la nación a otros aspectos relevantes de la vida social:
“El concepto de ‘nacionalidad’ comparte con el de ‘pueblo’ (Volk) – en el sentido “étnico” – la
connotación vaga de que cualquier sentimiento común y distintivo debería derivarse de una procedencia
común” (Weber 1978: 395). Pero esta ambigüedad es sólo el principio del problema porque las naciones no
tienen “un origen económico”; ellas no son “idénticas al ‘pueblo de un estado’”, tampoco son “idénticas a
una comunidad que habla el mismo idioma” y, de hecho, “uno no debe concebir a la ‘nación’ como una
‘comunidad cultural’”. Además, “un tipo antropológico común (…) tampoco es suficiente ni un
prerrequisito para fundar una nación (…) la afiliación ‘nacional’ no necesita estar basada en un linaje
común”, de modo que el “el sentimiento de la solidaridad étnica no constituye por sí mismo a una
‘nación’”. Finalmente, en relación a las clases, el argumento es que “una escala continua de actitudes
considerablemente variadas y altamente cambiantes hacia la idea de ‘nación’ se encuentra entre los estratos
sociales” (Weber 1970: 171-8). El tono general de las reflexiones sociológicas de Weber sobre la nación es
de escepticismo. La cláusula con la que él comienza esta discusión establece que la nación está “localizada
en el campo de la política” sólo “en la medida en que exista acaso un objeto común subyacente tras el
término obviamente ambiguo de ‘nación’” (Weber 1970: 176). Y, del mismo modo, “el concepto [de
nación] parece referirse – si acaso se refiere a un fenómeno uniforme – a un tipo específico de pathos que
está conectado a la idea de una comunidad política poderosa (…) tal estado puede ya existir o puede ser
deseado” (Weber 1978: 398).
Hacia el final de su discusión Weber acepta hablar de la vinculación entre naciones y estados sólo “si uno
cree que es acaso posible distinguir el sentimiento nacional como algo homogéneo y específicamente
distinguible”, e incluso si ello fuese así, “uno debe ser claramente consciente del hecho de que sentimientos
de solidaridad muy heterogéneos tanto en su naturaleza como en su origen quedan comprendidos en los
sentimientos nacionales” (Weber 1970: 179). La estructura de clase, las políticas militares, los recuerdos
comunes, la religión, el idioma y las características raciales están todas asociadas sólo imperfectamente a la
nación y ninguna de ellas puede realmente darnos una impresión exacta de lo que es una nación y cómo
puede conceptualizarse adecuadamente su relación con el estado.
Hasta ahora hemos apenas encontrado algún rastro de nacionalismo metodológico en la conceptualización
de la nación de Weber. Esta impresión se ve reforzada, en el plano histórico, cuando señala que el
“sentimiento nacional está diversamente relacionado a las asociaciones políticas, y la ‘idea’ de nación podría
llegar a estar contrapuesta al campo de acción empírico de asociaciones políticas dadas. Tal antagonismo
puede conducir a resultados altamente distintos” (Weber 1970: 175). La expresión política de sentimientos
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nacionales produce resultados políticos diferentes entre grupos diferentes. Weber (1970: 175) se refiere a
como hispanos, polacos, croatas, rusos y alemanes han tenido todos que aceptar una “idea de nación” que
es “totalmente ambigua” para los propósitos de la generalización sociológica. Las naciones quieren formar
estados poderosos pero si triunfan ellas se transforman en víctimas de su propio éxito: el imperialismo es la
representación de la desintegración del estado-nación porque el expansionismo empuja al estado más allá de
los límites de la nación. Y, por cierto, el caso opuesto también es posible puesto que “hay casos para los
que el término nacionalidad no parece ser muy apropiado” – Weber muestra que Bélgica y Suiza no pueden
ser concebidos como estados-nación porque ellos “se han resignado a no tener poder” (Weber 1978: 397).
Si, en el caso del imperialismo, los estados-nación estallan como víctimas de su propio éxito, en este último
caso los estados-nación implotan debido a la carencia de poder y prestigio político que les permita
mantener su propio proyecto como estados-nación realmente independientes. En cualquier caso, la
conclusión general es que es poco probable que los estados-nación sobrevivan en su condición de estados-
nación, ya sea debido a su éxito como a su fracaso. De esta manera, aún cuando Weber reconoce que el
“‘estado nación’ ha llegado a ser conceptualmente idéntico al ‘estado’ que se basa en un idioma común”, él
declara enfáticamente, al mismo tiempo, que “en realidad, tales estados-nación modernos existen junto a
muchos otros que incluyen varios grupos lingüísticos” (Weber 1978: 395).
Las reflexiones más abstractas sobre las naciones y los estados-nación que acabamos de discutir iluminan –
y son a su vez iluminadas por – las opiniones de Weber acerca de la relación entre las ideas de Reich y
estado-nación en Alemania a comienzos del siglo XX (Mommsen 1984). Weber era claramente consciente
de las ambigüedades que estaban a la base de la formación del Reich. Se ha argumentado que, en la
Alemania de Weber, el Reich no era visto como exactamente igual ni como totalmente diferente a un
estado-nación. Por un lado, “el nuevo Reich se consideró a sí mismo como un estado-nación”
(Langewiesche 2000: 122). El Reich se presentó a sí mismo como estado-nación y se desarrolló a partir de
una imagen idealizada de cómo habría de ser un estado-nación alemán. Sin embargo, por otro lado, parece
haber habido una comprensión igualmente clara del hecho de que el estado-nación alemán era más un
proyecto que una realidad. El argumento era que todavía no se había formado realmente: el Reich “no
absorbió completamente la vieja nación imperial y, al mismo tiempo, se expandió más allá de la nación
étnica” (Langewiesche 2000: 122). Pasaríamos completamente por alto el contexto histórico de Weber si
descuidamos las diferencias e incluso tensiones entre las ideas de Reich y estado-nación; y es sólo realizando
este inapropiado movimiento que la fundación del Reich podría puede ser tomada como expresión de la
fundación del estado-nación alemán. La situación de Alemania en ese entonces parecía haber enseñado a
Weber que “el estado-nación alemán” no existió en realidad y que pudo incluso no haber sido deseable en
58
ese momento específico. De hecho, Weber (1994a) llegó a sostener que un Imperio era la mejor forma
política para la Alemania en ese entonces. El estado-nación es entonces un proyecto antes que una solución
ya dada; es difícil de establecer y, lo que es más importante para mi argumento, no era la respuesta única,
necesaria, o incluso la mejor para todas las luchas políticas. La tensión entre imperialismo y nacionalismo
en los escritos políticos de Weber, aunque sin duda muy problemática, apunta sociológicamente en la dirección
de una crítica al nacionalismo metodológico.
Émile Durkheim: Enfrentando la ambigüedad normativa del estado-nación
Los argumentos históricos y sociológicos expresados, respectivamente, por Marx y Weber hallan su contrapunto
normativo en un pequeño panfleto, titulado Alemania Sobre Todo, que Durkheim (1915) escribió para explicar
al público francés las causas de la Primera Guerra Mundial. Durkheim toma el trabajo de Heinrich
Treitschke como la máxima representación del desarrollo de la mentalidad alemana en el que “una
hipertrofia mórbida de la voluntad” se expresa en “un intento de controlar ‘todas las fuerzas humanas’ para
dominarlas y ejercitar una soberanía total y absoluta sobre ellas” (Durkheim 1915: 44-5). Con esto, dice
Durkheim (1915: 4), Alemania ha abandonado “la gran familia de los pueblos civilizados” por lo que
oponerse a la expansión de Alemania debe hacerse no sólo en el interés de Francia sino que en el interés de
esa misma civilización. Durkheim rechazó tanto el fundamento realista con que Treitschke justificaba el rol
del estado – el “Estado es poder” (Durkheim 1915: 19) – así como la consecuencia normativa que
Treitschke extrae de tal argumento: “el Estado no está bajo la jurisdicción de la conciencia moral y no debe
reconocer ninguna ley más allá de su propio interés” (Durkheim 1915: 18).
Durkheim rechaza la concepción del estado de Treitschke porque ninguna concepción genuinamente
universalista de la moral puede basarse en premisas estatales o nacionales. La moral, argumenta Durkheim
(1915: 23), está basada en “la realización de la humanidad, en su liberación de la servidumbre que la
humilla”. Y él entiende que es consustancial a la tradición cristiana el hecho de que “no existen grandes
divinidades que no son en cierta medida internacionales” (Durkheim 1915: 24). La religión de la humanidad
en la que Durkheim está interesado no se funde con el estado o con la nación. Por el contrario, se deben
hacer todos los esfuerzos para superar la posible – pero de ninguna manera inevitable – tensión entre un
compromiso orientado a los valores humanos en general y el patriotismo orientado a la propia nación.
Siguiendo el tipo de argumento kantiano de la paz perpetua (capítulos 7 y 8), Durkheim favoreció el
pacifismo y el internacionalismo tanto mediante argumentos sociológicos como normativos. En relación a
59
los primeros, la revolución industrial jugó un rol fundamental. El pacifismo debe perseguirse para evitar así
el “gasto inútil de la guerra” (Layne 1973:99), el desarrollo industrial, las mejoras tecnológicas y la
prosperidad han surgido juntas y requieren de la reorganización pacífica de Europa (Durkheim 1959: 130-
1). Bryan S. Turner (1992: xxxv) resume claramente el argumento: “la evolución de la sociedad moderna ha
producido un horizonte más amplio para la conciencia humana a medida que los seres humanos se hacen
conscientes de su implicación en la ‘humanidad’ en una escala global (…) Durkheim anticipó la idea de
globalización política en base a una noción universalista de la humanidad”. El estado-nación debe apartarse
de las viejas tendencias a la expansión imperial y focalizarse en la justicia social y el desarrollo integral de
sus ciudadanos – Durkheim creía firmemente en la compatibilidad entre un estado republicano y la
armonía internacional (Jones 2001: 60, 181, Thompson 1982: 153-4). Con todo, como hemos visto,
Durkheim apoyó decididamente el esfuerzo de guerra francés porque le parecía que esa era la mejor
manera de defender tales instituciones y principios morales.
La cuestión del equilibrio entre el estado y el individuo es la tensión normativa crucial en la sociología
política de Durkheim. Su argumento es que la autoridad moral del estado está basada en la autonomía
moral del individuo (Durkheim 1973: 54). Los derechos individuales sólo pueden surgir y ser garantizados
por el estado: “entre más fuerte el estado, cuanto más es respetado el individuo” (Durkheim 1992: 57). La
tesis es que no hay derechos naturales del individuo al momento de nacer, sino que más bien tales derechos
aparecen en, y son mantenidos por, el estado: “nuestra individualidad moral, lejos de ser antagónica al
estado, ha sido más bien un producto de él (…) el deber fundamental del estado es (…) perseverar en
invitar al individuo a un modo de vida moral” (Durkheim 1992: 68-9). Durkheim propuso un concepto
sustantivo de libertad que está arraigado en una combinación entre individualismo moral y republicanismo
estatal. Su individualismo moral se refiere a la humanidad en general, no a los ciudadanos de una nación
específica; el estado tiene que respetar tanto la moralidad interna de la sociedad civil como las costumbres
extrañas de los extranjeros (Giddens 1986: 21-3). El valor de Francia se basaría en haber adoptado estos
valores universalistas y no en el hecho de que tales valores tuvieran que ser defendidos como expresión de
un carácter nacional determinado – y tampoco porque los franceses sean la única nación que está en
condiciones de representar históricamente tales valores. De una manera más bien paradójica, entonces,
puede afirmarse que cuanto más políticamente nacionalistas se hicieron los argumentos de Durkheim, menos
metodológicamente nacionalista era su comprensión sociológica del estado-nación. Puede decirse que
Durkheim arriba a la tesis de la co-originalidad entre los “estados” y los “individuos” modernos y que en la
combinación de argumentos normativos y sociológicos se produce una comprensión del estado-nación que
trasciende el nacionalismo metodológico.
60
Para Durkheim (1992: 72), los sentimientos hacia la propia nación y hacia la humanidad son “igualmente
nobles” y él se refiere positivamente a los dos como “patriotismo” y “patriotismo mundial” o
“cosmopolitismo”. Y afirma también que nuestro cosmopolitismo actual se funda precisamente en haber
entendido que no hay oposición entre la nación y la humanidad (Durkheim 1964a: 33). A pesar de todo, la
competencia entre estados ha creado, y seguirá creando, grandes dificultades; los sentimientos hacia la
propia nacionalidad y estado pueden entrar en conflicto con el compromiso hacia la especie humana como
tal. Sin embargo, el argumento más importante de Durkheim es que no hay oposición automática entre
nacionalismo y internacionalismo: “ni el anti-patriotismo ni el nacionalismo son posiciones defendibles”
(Durkheim, citado en Layne 1973: 101). El pacifismo se logrará solamente mediante una relación
equilibrada entre la patrie y el internacionalismo. Durkheim rechaza la noción de una comunidad cultural o
un principio étnico en la constitución de la nación. Su intención era evitar el chauvinismo y mantenerse
lejos de la doctrina de la agresividad entre estados: “el exclusivismo nacional tiene que ser extirpado del
patriotismo” (Llobera 1994b: 152); la patrie comienza a existir cuando los sentimientos morales son
incorporados a la ecuación. Históricamente hablando, Durkheim ve el proceso de constitución de patries
como una ampliación constante de las unidades políticas desde los tiempos medievales y afirmó también
que la patrie no era una comunidad cultural, sino que se basa más bien en lazos políticos.
Normativamente, los valores humanos son el punto más alto de la jerarquía moral; éstos son los más
generales, incambiables e incluso sublimes (Durkheim 1992: 72-3). Sin embargo, la tesis de Durkheim
no es exclusivamente normativa; él se hizo cargo igualmente del problema de cómo fundar estos
valores morales abstractos en prácticas sociales, políticas y culturales realmente existentes. La
reproducción de la vida social está basada en el hecho que los individuos tienen que vivir juntos y la
noción abstracta de humanidad no es lo suficientemente fuerte como para crear las fuentes sociales de la
moralidad que son tan características de su sociología. El argumento de Durkheim es doble a este
respecto. Por un lado, la vida social moderna requiere la creación de un lazo que debe basarse en la idea
de patrie. Por el otro, si falta la idea de humanidad, el resultado será un nacionalismo chauvinista en vez
de un verdadero patriotismo. En palabras del propio Durkheim (1992: 74-5):
Si cada estado tiene como su principal objetivo no expandir o extender sus fronteras, sino que
poner su casa en orden y hacer la más amplia apelación a sus miembros para una vida moral en un
nivel cada vez más alto, entonces toda discrepancia entre la moral nacional y humana desparecerá.
Si el estado no tuviese ningún otro propósito que hacer hombres de sus ciudadanos, en el sentido
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más amplio del término, los deberes cívicos serían sólo una forma particular de las obligaciones
generales de la humanidad. Este es el curso que toma la evolución, como hemos visto ya. Cuanto
más concentran las sociedades sus energías hacia adentro, a la vida interior, cuanto más se alejarán
de los conflictos que producen un choque entre el cosmopolitismo – o patriotismo mundial – y el
patriotismo; en tanto crecen en tamaño y se hacen más complejas, de ese modo se concentrarán
más y más en sí mismas (…) las sociedades deben estar orgullosas no en ser las más grandes o las
más ricas, sino en ser las más justas, las mejor organizadas y las poseedoras de la mejor constitución
moral
Los valores universales se deben anclar en comunidades realmente existentes y Durkheim pensó que el
estado-nación era de hecho una forma muy importante de comunidad sociopolítica moderna. Para ser
práctica y útil, la regulación de la vida social tiene que llevarse a cabo dentro de cierta escala y, hasta ahora
en la modernidad, esa escala ha sido proporcionada por el estado-nación. Para decirlo una vez más, la
“identidad” del estado – el patriotismo nacional – debe estar centrado en enfatizar el mérito de los valores
humanos. A pesar de los problemas que pueden encontrarse o incluso derivarse de las formulaciones de
Durkheim – por ejemplo, su ingenuidad al lidiar con las relaciones entre un patriotismo “altruista” y un
nacionalismo “fanático” – él no tomó al estado-nación como la representación universal o necesaria de la
idea de sociedad moderna. La tesis central de Durkheim es que el estado-nación adquiere su valor
normativo en relación a principios e ideales que tienen que ser concebidos independientemente del marco
nacional – y solamente en ese contexto. Sin embargo, y esto hace su argumento aún más interesante, una
característica importante de su sociología del estado-nación es que enfatiza la necesidad de que estos
valores sean actualizados a través de formaciones sociopolíticas específicas tales como el estado-nación.
Conclusión: La sociología clásica y la opacidad del estado-nación en la modernidad
En tanto sociólogos, nuestra pregunta es cómo interpretar las transformaciones y desafíos actuales que
están afectando al estado-nación y mi argumento en estas páginas es que el canon de los sociólogos clásicos
puede ser una buena compañía en esa tarea. Pero de la misma forma en que esto no significa que debamos
empezar a reproducir acríticamente sus argumentos y teoremas, ello implica también un rechazo a la
opinión de que sus trabajos son de interés sólo en lo referido a la historia del pensamiento social y político.
En oposición a la tesis del nacionalismo metodológico inmanente a la teoría de la sociología clásica
(capítulo 1), he intentado demostrar aquí que estos autores se hicieron cargo sistemáticamente de las
tensiones y dificultades que ahora sabemos han asediado a todos los intentos de conceptualización del
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estado-nación desde entonces (Billig 1995). Sin duda, los sociólogos clásicos fueron capaces de lidiar de
manera sólo parcialmente exitosa con estos problemas. Pero las mismas complicaciones que alguna vez
fueron consideradas como la razón más importante para explicar su incapacidad para comprender el
estado-nación, pueden ahora transformarse en la piedra angular de una comprensión renovada del estado-
nación como una forma de organización sociopolítica moderna, aunque no necesariamente la única o la
más deseable.
Marx, Weber y Durkheim estuvieron, cada uno de manera particular, en contra de la idea de que, como
concepto, la nación tuviera valor explicativo o causal, y una característica clave de la sociología clásica
como tradición intelectual es que rechazó aquellos modos nacionalistas de pensamiento que eran ya
predominantes a fines del siglo XIX e inicios del XX (capítulo 6). Mientras muchos de sus contemporáneos
defendían, de manera chauvinista y nacionalista, la inconmensurabilidad de las culturas nacionales, el
particularismo de las misiones nacionales y la importancia de los Sonderwegs nacionales, los sociólogos
clásicos criticaron duramente estas cosmovisiones nacionalistas e intentaron definir lo social en términos
universalistas y no en relación con alguna sociedad nacional determinada (Frisby y Sayer 1986, Outhwaite
2006, Turner 2006a). Marx teorizó sobre el ocaso prematuro del estado-nación incluso antes de que este
alcanzara su madurez, de modo que uno nunca puede hablar de la modernidad como compuesta sólo de
estados-nación modernos; Weber comentó sobre las complejas conexiones entre estatalidad y nacionalidad
que terminan por crear tantos problemas como los que esperaba resolver y Durkheim reflexionó sobre las
conflictivas relaciones entre nacionalismo y cosmopolitismo, conflictos que nos impiden hacer una
distinción clara o nítida entre ambas – incluso contra nuestras mejores intenciones. Cada uno de ellos
apuntó hacia una característica determinada del desarrollo del estado-nación que ha probado ser crucial
desde entonces: su elusividad histórica, su incertidumbre sociológica y su ambigüedad normativa.
Las dificultades para periodizar el estado-nación como una forma de organización sociopolítica no han
dejado de complicar a los investigadores de este campo. En algún sentido, la controversia es más profunda
que la disputa entre el modernismo y el primordialismo al interior de los estudios del nacionalismo porque
el problema sociológico crucial parece no ser tanto si tiene sentido hablar de naciones antes de la
modernidad sino más bien en qué medida la idea y la realidad del estado-nación se han mantenido
constante a lo largo de la modernidad (capítulo 2). Entonces, en relación a la temporalidad, todavía estamos
tratando de comprender la increíble capacidad del estado-nación para conducir el proceso de
modernización y, simultáneamente, para reafirmar su lealtad al pasado y a la tradición. De manera similar,
la cuestión de las relaciones equívocas entre la nación y el estado yace en el corazón de las representaciones
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actuales del mundo como dividido nítidamente en aproximadamente doscientas unidades político-
administrativas formalmente iguales. El problema aquí se debe no sólo a las disparidades obvias en la
capacidad de movilizar poder y todo tipo de recursos entre esas unidades, sino al hecho de que tal
representación simplemente nos impide captar las políticas tanto internas como externas que han debido
ser efectivamente puestas en marcha para que los estados-nación forjen sus más bien míticas imágenes de
armonía y unidad. Ahora sabemos que los estados-nación han estado desde su creación constantemente
divididos a partir de criterios étnicos y de clase, de modo que las luchas y disputas parecen haber sido la
norma y no la excepción. Y finalmente, parece que nos estamos acostumbrando crecientemente al hecho
de que, normativamente hablando, cualquier demanda por la soberanía nacional y la autodeterminación
requiere, para su efectiva operación, de la adopción al menos implícita de un concepto más amplio de
derechos humanos que prescribe igual dignidad para todos los miembros de la especie – también de
aquellos que no pertenecen a la nación. Somos concientes de que hay una paradoja a la base de cualquier
afirmación de autonomía nacional porque una demanda tal sólo puede ser concedida si el grupo en
cuestión está igualmente preparado para reconocer dignidad similar a todos los demás pueblos del globo
que puedan llegar a estar interesados en seguir una ruta similar hacia la independencia nacional. El corolario
simple pero a mi juicio normativamente relevante de este comentario es que una concepción más bien
densa de derechos humanos está a la base de cualquier intento de autonomía nacional: el nacionalismo y el
cosmopolitismo, la autodeterminación nacional y los derechos humanos, son en realidad dos caras de la
misma moneda. En mi opinión, éstos son todos asuntos y temas que difícilmente pueden considerarse
como irrelevantes o anticuados. Y el canon de la sociología clásica puede proveernos de antídotos muy
valiosos contra la falacia del presentismo que encuentra en cualquier nuevo acontecimiento el inicio de una
nueva época; contra el acomodo simplista entre el derecho a la autodeterminación que es el mismo para
todas las naciones y la capacidad real que distintos estados o grupos tienen para ejercitar ese derecho; y por
supuesto contra la ingenuidad con que los ideales normativos son desplegados para después encontrarlos
insuficientes a raíz de las inconsistencias con la que se los actualiza en el mundo real (capítulo 7). La
historia, características principales y legado del estado-nación en la modernidad han probado ser evasivos y
ambiguos de una manera en que la sociología clásica parece haber sido más apta y sutil para comprender
que lo que previamente se suponía (Chernilo 2007, Delanty y Kumar 2006).
La lección más importante del trabajo de los sociólogos clásicos en este tema es que, precisamente porque
no estuvieron obsesionados con justificar el estado-nación como la forma única o más desarrollada de
organización sociopolítica en la modernidad, su conceptualización del estado-nación fue capaz, al menos en
un grado importante, de trascender cualquier marco nacionalista. Ellos parecen haber entendido que en la
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modernidad, casi indiscutiblemente, sólo el estado-nación ha tenido una historia tan problemática, ha sido
conceptualmente tan confuso y ha dejado una herencia normativa tan ambivalente. Incluso si criticamos las
inexactitudes, deficiencias teóricas y contradicciones normativas de sus trabajos, el argumento sigue siendo
que los teóricos sociales clásicos vieron en el estado-nación una formación histórica en gestación y no
auguraban su generalización como forma de organización sociopolítica. Al destacar aspectos específicos en
las teorizaciones del estado-nación de cada uno, comienza lentamente a emerger una reinterpretación de la
historia, legado y características principales del estado-nación en la modernidad.
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Capítulo 4. La Sociología del Estado-Nación de Talcott Parsons*
Casi treinta años han pasado desde la repentina muerte de Talcott Parsons en Alemania en 1979 y no
podemos dar por hecho que hoy existe una comprensión más profunda del trabajo de Parsons que durante
el apogeo de su influencia. Pero al menos sí parece cierto que hay una consideración más amplia de su
obra. En términos de su importancia académica, sus implicaciones políticas y sus connotaciones
ideológicas, el tiempo ha dado lugar a una literatura más reflexiva sobre Parsons que ha ido modificando la
evaluación general de su trabajo. Lo notamos aún si echamos una mirada rápida y poco sistemática a
algunas de las colecciones dedicadas específicamente al trabajo de Parsons que han aparecido desde
mediados de los años ochenta (Holton y Turner 1986, Robertson y Turner 1991, Barber y Gerhardt 1999,
Treviño 2001). Una primera característica de esta literatura es que ahora se valora con más claridad el
amplio rango de asuntos a los que Parsons dedicó atención y a los que su trabajo puede ser aplicado. Los
sociólogos, y científicos sociales en general, que están trabajando en diferentes áreas temáticas se basan en
los escritos de Parsons tanto para la clarificación teórica como para el conocimiento empíricamente
orientado: desde la posición de la economía en la sociedad a la sociología de las profesiones, desde la teoría
de los medios simbólicamente generalizados a la sociología médica, desde la teoría general de la evolución a
las similitudes y diferencias entre los métodos sociológicos de Parsons y Simmel. En segundo lugar, la
sociología parsoniana ha sido, tal vez definitivamente, incorporada en el canon de la disciplina.
Probablemente desde el reconocimiento de Habermas (1989a) de que ninguna teoría general de la sociedad
contemporánea puede ahorrarse una discusión seria con la teoría de sistemas de Parsons, su estatus clásico
ya no puede ser cuestionado. Pero al igual que con todos los autores que son canonizados de esta manera,
la consecuencia final de su elevación al panteón sociológico es paradójica. Mientras por un lado esto
significa que la historia de la sociología ya no puede ser enseñada, ni la teoría sociológica practicada, sin
algún tipo de referencia a Parsons, por el otro esto implica también que su sociología funcionalista ya no es
asumida como la representante última del desarrollo de la disciplina – ni siquiera dentro del propio
funcionalismo (Luhmann 1995). La canonización de un autor ciertamente hace posible que sus
contribuciones más importantes sean incorporadas al cuerpo disciplinar, pero igualmente se presta con
facilidad para un juego de autoridad algo pedante y la adulación forzada. La canonización de Parsons
significa, por lo tanto, que su trabajo puede ser considerado indispensable y anticuado al mismo tiempo.
Mi propósito en este capítulo es contribuir a este ensanchamiento de la recepción del trabajo de Parsons en
relación a un asunto específico; a saber, su conceptualización del estado-nación. De hecho, después del
* Agradezco a Robert Fine y Aldo Mascareño sus comentarios y sugerencias extremadamente útiles a este trabajo.
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excelente trabajo biográfico de Uta Gerhardt (2002), parece justo decir que nuestro conocimiento de las
opiniones políticas de Parsons está por fin llegando a un nivel similar al de nuestra comprensión de los
tecnicismos y abstracciones de su marco de referencia teórico. Y no hay duda de que sabemos mucho más
sobre las opiniones políticas de Parsons en temas tales como el surgimiento del fascismo, su rechazo al
aislacionismo de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y su apoyo al New Deal y al
Keynesianismo (Buxton 1985, Mayhew 1984, Nielsen 1991). Las opiniones políticas privadas de Parsons y
sus acciones políticamente motivadas son sin duda de alto interés biográfico y contextual y en ese sentido
constituyen el trasfondo necesario para el tipo de análisis que aquí se intenta. Pero me parece que
necesitamos una explicación más profunda de la sociología política de Parsons que parta ya no de la base
de sus opiniones políticas ni tampoco de sus escritos teóricos más conocidos y extensamente discutidos.
Quisiera por ello en este capítulo seguir un camino metodológico diferente y proponer una mirada más
detallada al análisis sociológico de Parsons sobre fenómenos políticos concretos. Me interesa desarrollar lo
que podría llamarse la sociología de la política de Parsons.
A mediados de los años setenta, por ejemplo, el sociólogo canadiense Guy Rocher (1974: 143-4) llamó la
atención sobre los ensayos empíricos de Parsons y sostuvo de manera sugerente, aunque algo exagerada,
que “las características principales de la teoría de parsoniana se originaron en las observaciones acumuladas
de Parsons sobre la realidad concreta o sobre los problemas con que se encontró en el transcurso de
investigaciones empíricas”. El punto de Rocher (1974: 142) es que estos ensayos empíricos no son un
apéndice de segunda clase en relación con su contribución teórica sino que deben ser considerados como
“una parte integral del trabajo de Parsons”. Para nosotros, esto significa que la carencia de un tratamiento
detallado de los escritos políticos de Parsons puede en cierta medida minar nuestra comprensión sustantiva
de la política en la modernidad, en general, y del estado-nación como organización sociopolítica moderna,
en particular. Carecemos, pero necesitamos, de una evaluación exhaustiva de cómo Parsons explica
sociológicamente determinados acontecimientos políticos, en especial aquellos que para él fueron los más
importantes de su época. No hace falta decir que está más allá de mis capacidades, aquí y de hecho en
cualquier parte, proponer tal narrativa, pero entiendo este texto como una contribución en esa dirección.
Este capítulo se desarrolla como sigue. Primero relatará brevemente la manera en que la concepción de
Parsons de la política y del estado-nación fue abordada en su propio tiempo por tres importantes críticos:
Ralf Dahrendorf, Gianfraco Poggi y Anthony Giddens. Desde sus particulares puntos de vista, estos
autores expresaron su disconformidad con el modelo teórico de Parsons en razón de sus implicaciones
ideológicas totalitarias, su subvaloración del conflicto y su exageración de la estabilidad y la integración
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(Dahrendorf); su excesiva preocupación por los procesos internos al estado-nación y su incapacidad casi
total para referirse a procesos y tendencias externas a esa unidad (Poggi); y su concepción
metodológicamente nacionalista del estado-nación, es decir, entender el estado-nación como el contenedor
natural y necesario de la vida social moderna (Giddens). Pienso que estos argumentos deben ser revisados
porque aunque ellos ya no son vistos como la representación incuestionada de las opiniones políticas o
sociológicas de Parsons, no han sido contrastados con el análisis empírico del propio Parsons sobre el
estado-nación moderno. En el resto del capítulo me interesa demostrar, a través de una reconstrucción del
análisis de Parsons sobre algunos de los temas políticos más importantes de mediados del siglo XX, que él
concebía el estado-nación como un desarrollo crucial pero no único o necesario de la modernidad
occidental. Voy por ello a repasar algunos de los escritos de Parsons sobre el surgimiento del fascismo en
Europa y el peligro de su reaparición tanto en Europa Occidental como en los Estados Unidos en los años
cuarenta; las causas sociológicas detrás del movimiento de derecha de McCarthy en los Estados Unidos de
los años cincuenta; la importancia del movimiento de los derechos civiles también en los Estados Unidos
de la década de los sesenta y finalmente su conceptualización de un orden normativo emergente de
relaciones internacionales, igualmente en los años sesenta. La conclusión que voy a extraer de esta revisión
es que los ejercicios de análisis sociológico empírico de Parsons lo llevaron a una visión del estado-nación
que promueve el pluralismo y una concepción liberal del estado de derecho, que incluye sistemáticamente
tanto las tendencias internas como las externas que afectan a cualquier estado-nación en cualquier
coyuntura determinada y, finalmente, que hace referencia clara a la existencia empírica de conflictos,
presiones y tensiones. En caso de ser exitosa, espero que esta descripción pueda ayudarnos también a
entender mejor por qué, y hasta que punto, Parsons pudo haber exagerado teóricamente la integración y la
estabilidad social.
Tres críticas al parsonianismo: Internalismo, conservadurismo y nacionalismo metodológico
Un tema común entre los críticos de la visión de Parsons sobre la modernidad es su supuesto modelo
“internalista del cambio social” (Smith 1979). Curiosamente, esta crítica no se limitó sólo a quienes no
simpatizaban con la agenda funcionalista de Parsons; comentaristas más favorables están también de
acuerdo en el hecho de que, en un grado importante, este énfasis internalista es uno de los principales
defectos de su concepción de la modernidad (Holton y Turner 1986: 229). Distintos autores formularon
por supuesto esta imputación de manera diferente y una breve explicación de esas versiones puede ser útil
para nuestro propósito de hacer las paces con la sociología de la política de Parsons, en general, y su
sociología del estado-nación, en particular.
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Podemos empezar con el argumento propuesto hace casi cincuenta años por un joven e irrespetuoso Ralf
Dahrendorf, quien en ese entonces sostenía que la sociología Parsoniana reproduce, con todas sus
debilidades y defectos, lo que él llama “pensamiento utópico”. Con esa noción, Dahrendorf (1958: 118) se
refiere a un tipo de teorización que se caracteriza por “una atmósfera de irrealismo, falta de controversia e
irrelevancia”. Las consecuencias a extraer de esta tendencia eran, en su opinión, altamente problemáticas en
términos tanto sociológicos como normativos. Por un lado, conceptualmente, Dahrendorf rechaza la idea
de “clausura” que viene asociada a cualquier noción de sistema. Ninguna conceptualización adecuada del
conflicto, y por cierto del cambio social, puede surgir de un marco teórico en el que el consenso casi
universal es presupuesto: “mediante ninguna proeza de la imaginación, ni siquiera por la categoría residual
de ‘disfunción,’ puede el sistema social integrado y equilibrado producir conflictos serios y consistentes en
su estructura” (Dahrendorf 1958: 120). Normativamente, por su parte, lo que en su opinión está aquí en
juego es un tipo de teoría conspirativa: “no puedo evitar sentir que hay sólo un paso desde pensar las
sociedades en términos de sistemas equilibrados y afirmar que cada perturbador del equilibrio, cada
desviación, es un ‘espía’ o un ‘agente imperialista’” (Dahrendorf 1958: 121). Y llevando el argumento hasta
el límite, la conclusión que él extrae es la existencia de fuertes implicaciones totalitarias en la sociología de
Parsons porque sólo en tal tipo de regímenes dictatoriales las cláusulas de consenso valorativo y
autosuficiencia podrían efectivamente hacer alguna clase de sentido empírico.
Algunos años después Gianfranco Poggi, quien desde entonces se ha convertido en uno de nuestros
mejores analistas de la sociología clásica, reflexionó también sobre lo que él consideró eran serios defectos
en la forma en que Parsons comprende el cambio social. El estudio de Poggi es lejos más conspicuo y
analítico que el de Dahrendorf y su punto principal es que la sociología Parsoniana tuvo una “preocupación
frecuente” por los fenómenos “internos” en detrimento de los fenómenos “externos”. Poggi reconoce el
hecho de que tal sociología tuvo un importante grado de éxito en comprender mejor esos problemas
internos, pero lamenta el hecho de que esto se logró al precio de “una suerte de ‘incapacidad aprendida’
para enfrentar los problemas asociados a las dimensiones externas de los fenómenos sociales (…) En
efecto, uno puede detectar una suerte de ‘reduccionismo’ por el cual la comprensión conseguida en las
investigaciones ‘internas a la unidad’ también se espera iluminen exhaustivamente los problemas ‘externos a
la unidad’” (Poggi 1965: 284). Pero es interesante que él no responsabilice a Parsons por haber seguido
acríticamente esta tendencia en la sociología. Poggi es de hecho de la opinión de que “el marco de
referencia ‘input-output’ o de ‘intercambios en el límite’” estaba “especialmente cargado hacia el exterior”
(Poggi 1965: 290). El problema para Poggi es más profundo porque en su opinión todo modelo sistémico
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requiere atribuir primacía a los problemas integrativos de modo que, finalmente, la solución y explicación
de las relaciones exteriores están siempre subordinadas a lo que ocurre dentro del sistema. En otras
palabras, Poggi da apoyo adicional a la crítica teórica propuesta por Dahrendorf pero, al fundamentarla de
este modo, rechaza de plano cualquier clase de motivación ideológica. Además, y en referencia directa a las
críticas de Dahrendorf, Poggi (1965: 293) sostiene correctamente que: “hablando en términos generales, el
anti-parsonianismo no ha tomado suficientemente en cuenta el grado en que las teoría sociológica de
Parsons está afectada por su concepción de la vocación intelectual de la sociología y no por el molde
ideológico de su opinión la sociedad”.
Un último ejemplo puede tomarse del período en que el esplendor de Parsons ya había pasado. Anthony
Giddens sumó entonces su voz al coro cuando se quejaba del alto precio que la sociología tuvo que pagar
por su incapacidad para deshacerse de las presuposiciones internalistas. Giddens propuso el argumento de
que para el sociólogo la única representación significativa de la sociedad es el estado-nación, pero al hacerlo
rechazó la idea de que el estado-nación pueda ser entendido o explicado como
el sistema ‘internamente en desarrollo’ que ha estado normalmente implícito en la teoría social. Una
de las debilidades más importantes de la concepción sociológica del desarrollo, desde Marx en
adelante, ha sido la tendencia persistente a pensar el desarrollo como el ‘despliegue’ de influencias
endógenas en una sociedad dada (o, más a menudo, un ‘tipo’ de sociedad). Los factores ‘externos’
son tratados como un ‘ambiente’ al que la sociedad tiene que ‘adaptarse’ y, por consiguiente, como
simplemente condicional en la progresión del cambio social (Giddens 1973: 265)
El problema con el nacionalismo metodológico, como ya revisamos, es que distorsiona la historia, las
características principales y la herencia normativa del estado-nación tanto como subvalora la capacidad de
la teoría social para captar “la opacidad de la posición del estado-nación en la modernidad” (Capítulos 1 y
3, Chernilo 2007). Para Giddens, entonces, el problema del énfasis internalista domina el pensamiento
sociológico antes y después de Parsons. El sociólogo de Harvard no sería en este sentido diferente del resto
de la corriente sociológica principal y simplemente sería incapaz de ofrecer una alternativa más abstracta o
plausible.
Permítanme ahora sacar algunas consecuencias de estos comentarios. Primero, de la queja altamente
politizada de Dahrendorf puede decirse que anticipa la evaluación de la sociología de Parsons como
indudablemente conservadora que fue ciertamente recurrente en los años sesenta y setenta (Mills 1959;
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Gouldner 1977). Contra esta interpretación, como ya mencioné, somos afortunados de tener ahora una
comprensión mucho más acertada de las opiniones políticas de Parsons que pueden ser caracterizadas
como “liberalismo-democrático”. Pero una cosa es decir que las opiniones personales de Parsons pueden
ser caracterizadas como azules o rojas y otra muy distinta es localizar su análisis empírico de los
acontecimientos políticos en el contexto de su propia sociología de la política. Además, creo que hay
lecciones adicionales que pueden aprenderse sobre las opiniones políticas personales de Parsons si
repasamos la forma en que él realmente explica los eventos políticos que su merecieron análisis explícito –
y eso es precisamente lo que intentaré hacer en el resto de este capítulo. En segundo lugar, el argumento de
Poggi se refiere a las presuposiciones teóricas que están a la base de la adopción de Parsons de un modelo
sistémico. La pregunta aquí es si Poggi está en lo correcto al sostener que el funcionalismo como tal tiene
un “sesgo internalista” de modo que ninguna sociología sistémica podría explicar adecuadamente los
fenómenos externos a la unidad de análisis. Sobre esta cuestión podemos recurrir a Luhmann (1995) y a su
argumento de que el dispositivo analítico clave del funcionalismo no es “el sistema” aislado sino más bien
el par ‘sistema/entorno’ – y esto puede tomarse como reconocimiento de los problemas reales de las
formulaciones originales. En cualquier caso, el argumento que quisiera proponer ahora es que en términos
de la conceptualización de tendencias socio-históricas concretas, Parsons consistentemente intentó integrar
procesos internos y externos. La integración fue ciertamente central para sus propósitos teóricos, pero la
pregunta empírica crucial era, sin embargo, cómo potenciar tales recursos integrativos como la influencia y
la solidaridad social – de ahí el desarrollo de su teoría de los medios simbólicamente generalizados
(Chernilo 2002). En otras palabras, y es aquí donde pienso que Poggi no comprende bien el argumento de
Parsons, la integración no es conceptualizada como una cosa sino que es más bien un problema cuya
solución es siempre precaria y tentativa. Parsons tiende a caracterizar situaciones empíricas mediante su
falta de integración y la forma en que él intenta explicar esas crisis de integración incluye efectivamente
tanto los recursos internos como los externos disponibles en y para el sistema. Además, el grado en el que
cierto factor o conjunto de factores es considerado interno o externo al sistema depende de cómo se define
la unidad empírica y es lamentable constatar que Poggi adopta, irreflexivamente, una forma de
nacionalismo metodológico. Esa es la razón por la que él está obligado a ver que las cuestiones internas al
estados-nación prevalecen sobre las que ocurren en su exterior. Finalmente, el problema con el argumento
de Giddens es similar. Él asume que Parsons no hizo ninguna distinción entre la noción de “sistema
social”, altamente abstracta y decididamente no empírica; la noción de “sociedad” todavía bastante general
pero ya más concreta, y el estado-nación histórica y geográficamente definido como forma de organización
sociopolítica. Pero tan pronto como reconocemos que Parsons no fusionó las nociones de sociedad,
sistema social y estado-nación una imagen diferente de su sociología comienza a emerger (Chernilo 2004,
71
2007: 85-91). Parsons es más claramente consciente de lo que regularmente se le concede que el estado-
nación es ciertamente un resultado muy importante del surgimiento de la modernidad pero que no es la
forma necesaria, final o última de sociedad en la modernidad. Demostraré a continuación que debido a la
alta capacidad de abstracción de su teoría sociológica Parsons fue en realidad capaz de apreciar que la
cláusula de autosuficiencia de la noción de sociedad no se puede aplicar sin más al estado-nación.
En resumen, creo que Dahrendorf tergiversa ideológicamente a Parsons cuando acusa a su sociología de
utopismo, conservadurismo e incluso totalitarismo. Por su parte, Poggi subvalora conceptualmente a Parsons
al desatender sus esfuerzos por considerar conjuntamente los procesos internos y externos. Finalmente,
Giddens se equivoca en un sentido sustantivo porque él le atribuye su propio nacionalismo metodológico a
Parsons y de este modo hierra en su teorización del estado-nación como el contenedor natural, racional y
definitivo de las relaciones sociales modernas. En lo que sigue voy refutar estas críticas con la ayuda del
análisis sociológico del propio Parsons sobre tendencias y eventos políticos específicos. El objetivo final es
llegar a una exposición más sofisticada de la sociología de Parsons sobre el estado-nación en el contexto
más amplio de su conceptualización de la política en la modernidad.
Los Escritos Políticos de Parsons: Fascismo, McCarthyismo, Derechos Civiles y la Guerra Fría
La reconstrucción que intenta este capítulo opera con dos criterios. Primero, me parece que vale la pena
leer los escritos políticos en que Parsons analizó acontecimientos tanto domésticos como en el extranjero.
En relación a la situación de los Estados Unidos, por un lado, me concentraré en los artículos donde
Parsons estudia las causas sociales e implicaciones políticas del McCarthyismo y el problema de la
ciudadanía plena para lo que entonces se llamaba el problema del “americano negro”.28 Condimentaré un
poco la discusión con comentarios breves de Parsons sobre la Elite del Poder, de Charles Wright Mills,
acerca de los patrones de largo plazo sobre la distribución y estratificación del poder en los Estados
Unidos. Por el otro lado, con respecto a Europa, Parsons escribió principalmente sobre el surgimiento y las
características principales del fascismo y el nazismo.29 También someteré a discusión sus reflexiones sobre
28 La expresión de Parsons es “Negro American”. Se traduce literalmente en estas páginas para mantenerse conectado con el contexto histórico del propio de Parsons – y con ello mostrar también el cambio que se ha producido desde la época en que él escribió ese artículo. 29 Parsons parece no haber escrito mucho – o al menos publicado – sobre la Unión Soviética. Sin embargo, en un reporte de tono más bien personal después de una visita oficial a la URSS en mayo 1965, sí comentó sobre la orientación empírica de la sociología que encontró allí. Parsons estaba particularmente interesado en su enfoque psicológico-social, que se centraba en el estudio de las actitudes sobre las características más importantes del régimen. En ese contexto, se refirió irónicamente a lo que él pensaba era el asunto más relevante para la sociología de la URSS: “Si hay un tema que puede decirse domina la tarea de la sociología soviética en este momento, este es la
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la aparición de un nuevo tipo de sistema social internacional. El segundo criterio es cronológico. Los
escritos de Parsons sobre el fascismo se llevaron a cabo principalmente durante la Segunda Guerra Mundial
y su período inmediatamente posterior, mientras que sus escritos sobre el McCarthyismo, los derechos
civiles y las relaciones internacionales son de los años cincuenta y sesenta. Tiene sentido pues, comenzar
observando primero los escritos tempranos sobre la situación europea, luego pasar al frente doméstico y
finalmente dar un vistazo a su trabajo sobre las características principales del emergente sistema
internacional.
Los años cuarenta. La naturaleza del fascismo europeo moderno: los nazis
Parsons consideró sus escritos de fines de los años treinta e inicios de los cuarenta como parte de un
enorme esfuerzo nacional en el combate contra el fascismo, en general, y el nazismo en particular. Él
consideraba ambos movimientos como una amenaza radical a la modernidad; tanto más radicales en la
medida que surgieron al interior de la modernidad misma. Para el científico social, esto implica la
obligación de contribuir al fortalecimiento de aquellas instituciones que son centrales para la democracia y
que pueden prevenir el surgimiento del totalitarismo (Parsons 1993f: 106, 124). Uta Gerhardt está en lo
correcto al sostener que el análisis del fascismo y la Alemania nazi dejó una marca permanente en el trabajo
de Parsons. En su opinión, el “interés original” tras La Estructura de la Acción Social de Parsons era “la
comprensión de la sociedad empírica de su tiempo, la que, en los años treinta, abarcaba una realidad dual
entre el Führerstaat totalitario de la Alemania nazi y el estado de bienestar democrático del New Deal en los
Estados Unidos” (Gerhardt 1999: 139). Parsons veía ambas sociedades como formas de orden social
radicalmente diferentes pero igualmente modernas. Fundamentalmente, dado que estaba escribiendo en
plena guerra, Parsons no daba por garantizado el predominio o triunfo de una sobre la otra. El hecho de
que él toma este asunto como una cuestión muy seria queda claro en la medida en que lo define como un
búsqueda de maneras (…) de mantener el ímpetu para la reconstrucción social sin tener que, literalmente, forzar a la población ‘a ser libre’” (Parsons 1965a: 123). A propósito, éste puede ser el momento adecuado para declararme culpable de herejía si me atrevo a intentar interpretar la sociología de la política de Parsons sin un peregrinaje previo por los Archivos de la Universidad de Harvard, hogar sagrado de los “Papers Inéditos” de Parsons – “una fuente indispensable para cualquiera que escriba sobre la obra de Parsons” (Gerahrdt 2007: 6). Hemos sin duda contraído una gran deuda con la excelente investigación que Uta Gerhardt, y otros antes de ella, han hecho gracias a un uso intensivo de esos archivos. Pero aparte de la autosatisfacción algo irritante que se expresa en la cita reciente, una cuestión más de fondo se refiere al estatus metodológico de sus argumentos. Existe una problemática fe positivista, y una cierta ingenuidad hermenéutica, operando simultáneamente en su investigación puesto que ella tiende a afirmar que, dado que trabaja con “datos duros” – los textos sin publicar de Parsons – esto aseguraría que su interpretación de la obra de Parsons es correcta y definitiva. Es interesante que en este contexto Gerhardt se muestra también como una seguidora fiel de Parsons, quien fue duramente criticado por este tipo de falacia empirista en razón de la forma en que él se acercó al a los textos de los cuatro autores de que comprende el grueso de La Estructura de la Acción Social (Alexander 1983). Es innecesario recordar, obviamente, que eso fue a mediados de los años treinta.
73
tema que involucra la sobrevivencia de la civilización y valores occidentales (Parsons 1993e: 309). En ese
sentido, parece justo decir que la comprensión de Parsons del tipo democrático de integración social
dentro del estado-nación está permanentemente asediado por la posibilidad de desarrollos que pueden
impedir su consolidación y ciertamente su expansión a diferentes partes del mundo: “en ciertos aspectos
esenciales, el todavía bastante vago e imperfectamente cristalizado sistema de ideas del movimiento
Nacional Socialista, permanece en conflicto extremo con aquellos que han tenido la posición dominante en
el mundo Occidental y se han institucionalizado como parte de su estructura social” (Parsons 1993a: 174).
La amenaza que el fascismo representa no se refiere sólo a la democracia sino al tipo más amplio de
autoridad legal-racional que está en el centro de la idea del estado-nación moderno. Pero ambos tipos de
orden social eran igualmente necesarios para describir empíricamente la verdadera encrucijada histórica del
mundo de ese entonces.
De hecho, la Alemania nazi sólo podía ser entendida adecuadamente como “un tipo de sociedad
radicalmente nueva que, de no ser detenida, promete apartarse progresivamente y de la manera más radical
de la línea principal del desarrollo social occidental desde el Renacimiento” (Parsons 1993d: 235). El
fascismo es considerado como un desarrollo interno de la civilización occidental que estaba amenazando
seriamente los valores e instituciones centrales de Occidente porque “está profundamente arraigado en la
estructura de la sociedad occidental como un todo” (Parsons 1993c: 203). Es un radicalismo de derecha,
pero sigue siendo una forma de radicalismo, debido a “la existencia de un movimiento popular en el que las
grandes masas del ‘pueblo’ se han imbuido en un fanatismo altamente emocional y exaltado por la causa”
(Parsons 1993c: 204). El fascismo surgió de la interacción entre “estructuras institucionales”, “definiciones
ideológicas” y “patrones psicológicos de reacción” que han ocurrido por todas partes en Occidente durante
más o menos un siglo con anterioridad a la llegada de Hitler al poder (Parsons 1993c: 215).
Puede argumentarse que Parsons fue incapaz de proponer un argumento coherente sobre por qué el
fascismo había surgido de la manera, el lugar y el tiempo en que efectivamente lo hizo. Él sólo fue capaz de
sugerir una lista desarticulada de los diferentes aspectos que contribuyeron al surgimiento del fascismo,
pero es interesante que todas las características que menciona son también parte de la comprensión
sociológica más convencional de la modernidad: industrialización basada en la tecnología y la ciencia,
cambio económico acelerado, grupos de elite con intereses creados, educación y movimientos políticos de
masas, desprestigio de los valores tradicionales, cambios en los patrones de consumo, individualismo
creciente, nacionalismo exacerbado y así sucesivamente. A pesar de que no arriba a ninguna explicación
consistente sobre el surgimiento del fascismo, el análisis de Parsons sí llega a una conclusión dramática.
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Tanto desde el punto de vista comparativo como desde el conceptual, no es posible encontrar un
fundamento claro a partir del cual distinguir entre progresos saludables y desarrollos autodestructivos en la
modernidad: “el estado de anomia en la sociedad occidental no es principalmente una consecuencia del
impacto sobre ella de fuerzas de desorganización estructuralmente fortuitas (…) más bien, ha implicado un
proceso central propio muy dinámico sobre el que, crucialmente, un importante complejo de factores de
cambio puede ser agrupado, siguiendo a Max Weber, como un “proceso de racionalización”’ (Parsons
1993c: 207).
De hecho, en su opinión la mayor parte de los elementos que estaban a la base del nazismo como
movimiento político y del totalitarismo como régimen político estaban también presentes, de un modo u
otro, en los Estados Unidos. Su diagnóstico de la situación en los Estados Unidos a fines de los años
treinta y principios de los cuarenta era bastante desalentador. Más que una diferencia cualitativa entre los
Estados Unidos y Alemania, en 1940 planteaba lo siguiente: “podemos decir que los Estados Unidos está
quizás a medio camino de la inestabilidad de la situación alemana de antes de 1933” (Parsons 1993f: 117).
Algunos de los elementos compartidos por los dos países eran el cambio social acelerado vía
industrialización, un sentimiento de malestar económico, migración, el ritmo creciente del cambio en las
orientaciones culturales, una forma específica de apelación socialista a las masas y un anti-intelectualismo,
es decir, una “orientación negativa” frente a la “maduración del orden social moderno”, que toma la forma
de una crítica a los “‘valores burgueses” (Parsons 1993c: 206-12). Lo más preocupante era que no sólo las
semejanzas sino que también las diferencias entre Alemania y los Estados Unidos podían representar una
amenaza a la estabilidad del orden democrático en Estados Unidos. Alemania parecía ser un país
culturalmente homogéneo; su débil y tardía unificación como estado-nación demostró ser suelo fértil para
progresos no-democráticos. La idea de Volksgeist estaba siendo utilizada idealizadamente y algunas
imágenes culturales se exageraban debido a la ausencia de una organización política a la que los alemanes
pudieran hacer referencia colectiva (Parsons 1993g: 222). Estados Unidos, por su parte, era descrito como
un país culturalmente heterogéneo que todavía no había conseguido un nivel estable y consensual de
integración normativa y cultural. Los valores liberales que constituyen parte central de la perspectiva
normativa de los Estados Unidos estaban, para Parsons, sólo muy imperfectamente integrados: “la nación
americana constituye, como resultado de varias tensiones y circunstancias de su pasado, un sistema social
relativamente mal integrado con una orientación inestable por parte de una gran cantidad de individuos y
con muchas diferencias internas y conflictos” (Parsons 1993f: 120).
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Este tipo de preocupación con el fascismo difícilmente puede reconciliarse con la crítica de Dahrendorf de
que la sociología parsoniana tiene implicaciones totalitarias. Si bien un rechazo definitivo a la acusación de
conservadurismo requiere aun de apoyo adicional, y esto será proporcionado en las próximas dos
secciones, creo que ya se empieza a demostrar que la interpretación ideológica que Dahrendorf hizo sobre
Parsons es incorrecta. De hecho, después de que los aliados tuvieron éxito en vencer a los nazis, Parsons
siguió considerando el peligro de su resurgimiento como una posibilidad real. La pregunta era no sólo si el
fascismo podría resurgir en Alemania sino también si otras partes del mundo podrían seguir la ruta
totalitaria en los años próximos (Parsons 1993e: 309-14). El tipo de amenazas planteadas por el fascismo
iba más allá de la cuestión particular de la derrota del nazismo y los acontecimientos posteriores en los
Estados Unidos llevaron a Parsons a retomar este asunto. El surgimiento del McCarthyismo le dio la
oportunidad de profundizar sus reflexiones sobre la posibilidad del surgimiento de un movimiento fascista
de naturaleza Europea en los propios Estados Unidos.
Los años cincuenta. ¿Fascismo americano o tensión social? Comprendiendo el McCarthyismo
Parsons publicó en 1962, a petición de Daniel Bell, una posdata a su artículo original de 1955 sobre el
McCarthyismo. En ese entonces Parsons aun se quejaba, aunque ya no muy agriamente, acerca de los
problemas que sus críticas a las propuestas de McCarthy para restringir la libertad académica mediante
juramentos de lealtad le habían causado a él y a algunos de sus colegas. Recordaba como, en 1953 y 1954, le
“fue denegado un permiso gubernamental por un tiempo considerable, en parte debido a tales actividades”
(Parsons 1969a: 158) – denegación que le impidió viajar a una conferencia de la UNESCO (Nielsen 1991:
225). La publicación original del artículo sobre McCarthy fue un intento consciente de Parsons por
responder a la pregunta, ya popular en ese entonces, de si el movimiento de McCarthy estaba en vías de
convertirse en una versión americana del movimiento nazi y, por consiguiente, si el movimiento llegaría en
definitiva a parecerse a los grupos fascistas de origen europeo de las últimas décadas (Buxton 1985: 147).
Más teóricamente, en este artículo Parsons acuñó y buscó aplicar la noción de “tensión social” a aquel caso
empírico particular – de allí que el artículo se llame, precisamente, Social Strains in America (Tensiones
Sociales en Estados Unidos). Con el concepto de tensiones sociales Parsons intentó, por un lado,
conceptualizar el conflicto social de una manera que a su juicio estaba menos cargada ideológicamente que
la noción de contradicción y fuese por ello más apropiada para su modelo de cuatro funciones todavía en
construcción. Y, por otro lado, ideó el concepto como herramienta para capturar los problemas que se
derivaban de procesos de modernización rápidos y altamente desiguales. Tensiones sociales eran aquellas
tendencias cuyos orígenes podían encontrarse en el avance normal de la modernidad y que,
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comprensiblemente, hacían que ciertos sectores y grupos se sintiesen amenazados por el rápido cambio
social. El artículo también ofrece, aunque de manera sólo indirecta, una evaluación del estado de la
integración nacional en los Estados Unidos de ese entonces y de los elementos clave que Parsons estimaba
eran los patrones subyacentes que constituían la ‘civilización americana’ en contraste con la europea (Lidz
1991).
El artículo de Parsons sobre el McCarthyismo comienza con una descripción bastante larga de las
cambiantes condiciones en la situación de los Estados Unidos después del período de entreguerras y del
grado en que este nuevo contexto histórico le estaba poniendo una presión adicional a un número
importante de grupos sociales en el país. Parsons habla de una presión adicional porque ésta se suma a las
ya pesadas exigencias puestas sobre un país que había adquirido un rol destacado a nivel mundial en el
lapso de dos generaciones: “las tensiones a las que me refiero derivan principalmente de conflictos entre las
exigencias impuestas por la nueva situación y la inercia de aquellos elementos de nuestra estructura social
que son más resistentes a los necesarios cambios. La situación que tengo en mente se centra en la posición
americana en los asuntos internacionales” (Parsons 1963d: 226-7). Incluso si el relativo aislamiento
geográfico había jugado un rol forjando cierta autoimagen de aislacionismo en el país, Parsons rechaza la
idea de que esta imagen fuese verdadera incluso antes del involucramiento de los Estados Unidos en la
Segunda Guerra Mundial. Más bien, él destaca el hecho de que el movimiento pacifista que buscó impedir
la entrada de los Estados Unidos en ese conflicto era en sí mismo una reacción a su participación previa en
la Primera Guerra Mundial, expresado en su apoyo a la firma del Tratado de Versalles y, más importante
aún, a la formación de la Liga de Naciones. Desde esa perspectiva, el asunto queda mal planteado si es
visto como el conflicto entre un rol mayor o menor de los Estados Unidos en la esfera mundial. Tanto
debido a su posición de liderazgo en la Guerra Fría como a su alto nivel de industrialización, lo que está en
juego ahora es que la situación de los Estados Unidos no se puede analizar desconectada de los asuntos
mundiales. Por un lado, en términos de su integridad militar y de las posibilidades de la guerra nuclear,
Parsons afirmaba que ninguna posición aislacionista o incluso internalista seguía siendo válida: “incluso la
seguridad militar elemental de los Estados Unidos no está garantizada con independencia del orden político
mundial” (Parsons 1963d: 228). Por el otro, debido a la velocidad y al nivel de las transformaciones
socioeconómicas causadas por la industrialización, había una tensión entre los requisitos para la
minimización de la interferencia con “el libre funcionamiento de la economía” (Parsons 1963d: 229), las
demandas sin precedentes sobre el gobierno central dado que “históricamente el centro de gravedad de la
integración de la sociedad americana no ha descansado en el campo político” (Parsons 1963d: 230) y la
debilidad relativa tanto de las viejas como de las nuevas elites (Parsons 1963d: 231-2).
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La imagen que surge de estas tres fuerzas que empujan en direcciones diferentes e incluso opuestas es
precisamente a lo que Parsons se refirió en el título del ensayo como las tensiones sociales de Estados Unidos.
Así, en relación a la crítica de Poggi sobre el supuesto énfasis internalista de Parsons, vale la pena recordar
cuál es el acento analítico con que se plantea el asunto: “mi tesis, entonces, es que las tensiones en la
situación internacional han impactado en una sociedad que experimenta cambios internos importantes que
han sido ellos mismo fuentes de tensión, con la consecuencia de superponer un tipo de tensión sobre otra”
(Parsons: 1963d: 235). Antes que una obsesión internalista y una incapacidad aprendida para tratar con
factores externos, el encuadre de Parsons sobre este asunto opera en la dirección opuesta: hay
acontecimientos que ocurren en el nivel internacional y que desde allí impactan sobre la situación interna
de los Estados Unidos.
En el corazón de la reacción de McCarthy, sugiere Parsons, estaba el problema de lealtad. La batalla sobre
la lealtad “indica sobretodo que la crisis no está, como alguien podría pensar, relacionada primeramente
con valores fundamentales, sino que dice relación más bien con su implementación” (Parsons 1963d: 237).
Y éste es precisamente el elemento clave que, en opinión de Parsons, hace del McCarthyismo un
movimiento tan radicalmente diferente de los nazis. De hecho, como vimos en la sección anterior, Parsons
entendía a los nazis como un movimiento que ofreció una reinterpretación “radical” de los valores
universalistas que estaban a la base de la herencia ilustrada alemana. La situación actual en los Estados
Unidos era, sin embargo, totalmente diferente:
Es verdad que ciertas características del patrón de reacción, tales como las tendencias al
nacionalismo agresivo y a la abdicación de responsabilidades podrían, si se las implementan,
inducir a un severo conflicto con nuestros valores. Pero el mayor problema no se refiere a las
dudas sobre si el orden político estable de un mundo libre es una meta digna por la que
sacrificarse, sino más bien la cuestión de cómo nuestra población está haciendo frente, o está
dejando de enfrentar, tal desafío (Parsons 1963d: 237)
En otras palabras, el problema era menos la defensa de ciertos valores y principios apreciados durante la
historia americana y más la manera en que la defensa de estos valores iba a ser efectivamente
implementada. La batalla sobre la lealtad se simbolizó así en la simpatía por la causa del comunismo – tanto
real como ficticia. En realidad, la cuestión se acercaba peligrosamente a la dicotomía simplificada de estar
“a favor o en contra” de los comunistas. Y, con eso, los cuestionamientos sobre la lealtad se estaban
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extendiendo “mucho más allá de nuestra tradición de libertades individuales” (Parsons 1963d: 242). El
asunto no radicaba principalmente en las opiniones personales sobre el comunismo y la amenaza que éste
puede o no presentar a la seguridad interna de Estados Unidos. El problema era hasta qué punto este tema
había llegado a ser, lamentablemente, el único sobre el que se planteaban preguntas por la lealtad:
El comunismo simboliza, entonces, ‘al intruso’ en un doble sentido. Externamente, el movimiento
comunista mundial es la causa obvia de las más serias dificultades que tenemos que enfrentar. Por
otra parte, aunque el comunismo haya constituido hasta cierto punto un peligro interno real, ha
llegado sobre todo a simbolizar aquellos factores que han perturbado el estado natural de bienestar
que existía, fantasiosa e imaginariamente, en la sociedad americana antes de que los urgentes
problemas del control de la economía y del enorme incremento de la responsabilidad sobre los
asuntos internacionales tuviese que ser enfrentada (Parsons 1963d: 243)
El diagnóstico, por lo tanto, es que el McCarthyismo surgió en tanto fue capaz de beneficiarse de las
tensiones que habían surgido a partir de esta nueva situación. Aunque a un nivel superficial podría decirse
que el McCarthyismo se asemeja a los grupos de base de algunos movimientos fascistas en la Europa de la
década anterior – “el McCarthyismo es tanto un movimiento apoyado por ciertos intereses creados
personales como una rebelión popular contra las clases altas” (Parsons 1963d: 244) – el asunto crucial era
que el McCarthyismo no estaba proponiendo ningún orden social alternativo. Más bien, como resultado del
miedo sobre de la nueva situación interna y externa de los Estados Unidos, se convirtió en un síntoma de
las tensiones y dificultades derivadas de una modernización rápida y mal sincronizada: “la solución al
problema del McCarthyismo yace en el cumplimiento exitoso de los cambios sociales a que somos
llamados por nuestra posición en el mundo y por nuestros propios requerimientos domésticos (…) el
estallido actual de tensiones en la forma del McCarthyismo puede ser tomado simplemente como evidencia
de que el proceso no está completo” (Parsons 1963d: 247). El McCarthyismo es entonces un tipo particular
de tensión que surge a partir de la rápida transición de los Estados Unidos a la actual fase industrial de la
modernidad y, en opinión de Parsons, podía ser resuelto mejor mediante la profundización, en lugar del
repliegue, de estas mismas tendencias industriales.
Nuevamente contra la interpretación de Dahrendorf, el conservadurismo que se le imputa a Parsons
comienza a desvanecerse, ahora definitivamente, en la medida que él atacó el McCarthyismo porque en los
hechos erosionaba el tipo de libertades civiles que supuestamente intentaba defender. De manera similar,
contra Poggi, hemos visto que en el análisis de asuntos “puramente” nacionales como el McCarthyismo la
79
descripción empírica así como la explicación sociológica hubo de abarcar la escena internacional tanto
como factores locales o nacionales. Por otra parte, hemos visto cómo en su análisis empírico de casos
particulares Parsons ciertamente centra su atención en la cuestión de la integración, pero los trata como un
problema en vez de como un aspecto ya logrado de la vida social moderna. La integración no es una cosa
sino más bien un recurso escaso; no es un factor dado sino algo a ser buscado con determinación. Y en
oposición a los nazis, el McCarthyismo no era una crítica a la modernidad sino que su exacerbación
unilateral; no propuso una nueva forma de orden social sino que solamente ofreció una comprensión
monista y estrecha de su herencia universalista. Entonces, para solucionar las tensiones que el movimiento
McCarthyista planteaba, era necesaria más en vez de menos modernidad.
Los años sesenta (I). Integración pluralista dentro del estado-nación: La defensa de los derechos civiles
El artículo de Parsons sobre el problema de la ciudadanía, lo que en ese entonces se conocía como el tema
del “americano negro”, fue publicado originalmente en 1965. Es bien sabido que para ese entonces Parsons
ya utilizaba su modelo de AGIL e hizo un intento consciente de aplicarlo a este asunto particular. De
hecho, el punto de partida analítico en el texto fue tomar la nación como representación de la forma
moderna de comunidad social, esto es, el subsistema a cargo de la resolución de los problemas integrativos
en la sociedad. Parsons sostiene que si bien la idea de nación podía, y de hecho todavía estaba, muy unida a
características potencialmente esencialistas tales como la religión, la raza y la cultura común, una clara
subordinación teórica de la nación a la comunidad societal haría posible cambiar tal vínculo. Al centro de la
noción de comunidad societal de Parsons (1967a: 453) está la idea de que la integración social en el seno
del estado-nación moderno debe ser, y ese proceso ciertamente había comenzado ya, cada vez más
pluralista y diferenciada:
Hoy, más que nunca antes, somos testigo de una aceleración en la emancipación de los individuos
de todas estas clases de solidaridades particularistas difusas. Esto debe ser visto como una
diferenciación adicional del conjunto de roles en que está involucrado un individuo. Por estar
incluido en amplias estructuras comunitarias, el individuo no necesita dejar de ser miembro de las
más pequeñas, pero estas últimas tienen que renunciar a ciertos controles que previamente
ejercieron sobre él
Las imágenes tradicionales de la identidad e integración nacional eran revisadas y se hicieron más pluralistas
de forma tal que diferentes grupos comenzaron a sentirse aceptados y la inclusión completa en la nación
80
podría llegar a conseguirse en la medida en que ella se conceptualiza como una comunidad societal.
Parsons se refería a la tendencia para la formación de “una estructura social pluralista” en la que “la
membresía a un grupo religioso o étnico no determina toda la participación social del individuo (…) En
líneas generales, la tendencia del desarrollo americano ha estado orientada hacia un pluralismo creciente en
este sentido y, por lo tanto, hacia una creciente relajación en las conexiones entre los componentes del
estatus social total” (Parsons 1967a: 429). No había dudas de que estaba teniendo lugar un incremento en
las posibilidades integrativas al interior de la comunidad societal americana puesto que las tendencias que
tenían lugar en los Estados Unidos apuntaban en dirección a que todos los “miembros de la comunidad
social ‘deben’, en el sentido normativo, disfrutar de ciertas libertades básicas y seguridades a partir de ellas
(…) estos derechos han de tener prioridad por sobre cualquier estatus o interés político determinado y por
sobre cualquier componente social como la abundancia o la pobreza, la prominencia o la marginación”
(Parsons 1967a: 430-1). Tanto en términos descriptivos como normativos, Parsons sostiene que una cierta
base universalista comenzaba a hacerse más claramente reconocible e implementable.
Estos derechos incluyen, pero no se agotan, en los aspectos civiles (legales) y políticos de la ciudadanía, tal
y como fueron clásicamente desarrollados por el sociólogo británico T. H. Marshall (1950). La opinión de
Parsons era, sin embargo, que la inclusión completa del “americano negro” no era posible sin una
implementación más profunda y completa de la ciudadanía social. Esto podía tomar la forma de una
intervención federal con medidas tales como políticas contra la pobreza y el financiamiento adicional para
salud y educación en favor de aquellos grupos que están siendo sistemáticamente discriminados. La
inclusión pluralista dentro de una comunidad societal moderna necesita, primero, estar fundada sobre
valores y principios universalistas y, segundo, estar regulada con un marco jurídico que garantice igualdad
ante la ley a todos los grupos y en toda clase de ámbitos institucionales y contextos sociales. Pero para
Parsons tales orientaciones valóricas y órdenes normativos siguen estando vacíos y siendo ineficaces si los
grupos marginados no tienen la oportunidad, efectiva, adecuada y justa de ejercitar los roles que han
adquirido recientemente:
Aunque la institucionalización tanto de derechos legales como de la participación política
constituye las condiciones necesarias para un progreso mucho mayor en dirección hacia la
inclusión total en la comunidad societal, ellos no son suficientes por sí mismos. También se
requiere la implementación del componente social de manera tal que los obstáculos reales, tan
presentes a la base, sean reducidos al punto que, aunque no se puede esperar que desaparezcan en
el corto plazo, se hagan más o menos manejables (Parsons 1967a: 434-5)
81
Sólo a medida en que las situaciones reales comiencen a aproximarse a tal mejorado estado de cosas podrá
la sociedad más amplia comenzar a experimentar los beneficios de la inclusión completa y los propios
individuos serán capaces de alcanzar sus metas personales y colectivas. Esta es la razón principal tras el
reconocimiento de Parsons del rol crucial de los movimientos sociales, como el Evangelio Social a fines del
siglo XIX y las políticas del New Deal a nivel nacional a principios del siglo XX: ambas ayudaron a la
creación de condiciones sociales en que los valores y las normas universalistas pudieron efectivamente
operar (Parsons: 1967a: 451). Parsons se da cuenta del hecho de que aquí está tratando con ciertas
cualidades, tanto reales como míticas, del sentido tradicional de la identidad nacional en los Estados
Unidos. Así, por ejemplo, él reconoce que la idea de América como “la tierra legendaria de la oportunidad
sin límites (…) nunca ha estado completamente justificada” (Parsons 1967a: 437). A su vez esto significa
que las imágenes tradicionales de la identidad nacional americana deben ser revisadas y que se están
alejando realmente “de una base de solidaridad étnica restrictiva – la así llamada WASP30 – a una más
cosmopolita que incluye muchos elementos que no guardan relación con los fundamentos más tradicionales”
(Parsons 1967a: 442-3, mis cursivas). Y con respecto a las especificidades del problema racial, esto es, el
estatus legal y social de una parte importante de los americanos, la manera en que él describe y de hecho
evalúa la situación es instructiva. Parsons constata la tendencia hacia una inclusión más amplia que sólo
puede basarse en principios y un marco legal universalista:
en sus niveles más profundos, no se trata de una demanda por la inclusión de los negros como
tales, sino de la eliminación de cualquier categoría definida en sí misma como inferior. Por un largo
tiempo, el estatus del negro fue un problema peculiarmente sureño. Luego se convirtió en un
problema nacional, pero en su especificidad qua negro. Ahora estamos entrando a la fase en que ya
no se trata de eso sino el problema de eliminar el estatus de inferioridad como tal, sin importar la
raza, el credo o el color (Parsons 1967a: 454)
Parsons entiende que ciertos valores, símbolos e instituciones fueron y siguen siendo parte inextricable de
la tradición americana. Su defensa de las libertades civiles va, sin embargo, más allá del liberalismo en la
medida en que él no sólo señala la importancia del estado de derecho sino también que su implementación
real y efectiva ha sido altamente ambivalente e incompleta antes que uniforme y sin problemas. De hecho,
el esfuerzo de Parsons en este artículo es, contra del argumento de Giddens, que la descripción de esta
30 El término WASP – “White, Anglo-Saxon and Protestant” (blanco, anglosajón y protestante) – es una manera informal para referirse al grupo dominante en Estados Unidos.
82
realidad debe al mismo tiempo incluir una mirada escéptica acerca de las imágenes ingenuas de la identidad
e integración nacional.
La conclusión de la búsqueda de Parsons sobre las características principales de la comunidad societal
americana sirve también como introducción a la última sección de este capítulo. Por un lado, la imagen de
la identidad nacional que él tiene en mente es pluralista, incluso para los estándares de hoy – y que decir
para principios de los años sesenta. Si, analíticamente, el argumento de Parsons que “la constitución de una
comunidad societal nunca es estática, sino que varía constantemente en el tiempo” (Parsons 1967a: 435);
entonces, normativamente, él sostiene que el reconocimiento definitivo de distintos componentes
particulares requiere de compromisos de valor fundamentalmente universalistas e igualitarios. Por otra
parte, Parsons supera cualquier orientación internalista en su análisis en la medida que su argumento toma
en consideración las conexiones entre la tendencia mundial hacia la descolonización y el problema interno
de los Estados Unidos de conceder ciudadanía completa a todos los grupos de su población. El argumento
de Parsons es que, debido al rol preponderante de los Estados Unidos en el mundo, la credibilidad de su
liderazgo aumentará o disminuirá significativamente dependiendo de cómo se aborde el problema de lograr
la inclusión completa de todos los grupos racialmente discriminados. El proceso mismo de inclusión
finaliza en los Estados Unidos con los derechos de ciudadanía total para su población negra, de modo
similar a lo que estaba teniendo lugar en todo el mundo en la medida que la comunidad mundial comienza
a conceder “ciudadanía completa” a las nuevas naciones, con independencia de la afiliación racial o
religiosa de su población. En palabras del propio Parsons (1967a: 464):
Debido a la cuestión tremendamente importante de la raza y del color en la situación mundial, la
posición estratégica del americano negro es crucial. Esta subcomunidad de nuestra sociedad pluralista
tiene la oportunidad de ser la principal portavoz simbólica de la posibilidad de lograr una sociedad
mundial pluralista en lo racial, religioso, nacional y cualquier otro aspecto; en que algún tipo de
integración de los grupos raciales puede desarrollarse sin pérdida de identidad y en términos
compatibles con la equiparación, de quienes estaban previamente discriminados, a un estatus
fundamentalmente similar al de la ciudadanía mundial
Creo que a estas alturas está demostrado que la comprensión de Parsons de la situación de los Estados
Unidos y del contexto internacional presupone y requiere tanto de elementos internos como externos.
Tanto el marco analítico como el sistema de valores que ha desarrollado para estudiar estos problemas
mantiene integrados ambos planos de investigación. Además, su concepción pluralista de la integración
83
social como el mejor modo para referirse a la solidaridad social en la modernidad invalida el argumento de
Dahrendorf sobre Parsons como un pensador cuasi-totalitario. Para dar aun mayor apoyo a estos
argumentos, permítanme concluir esta revisión de la sociología de la política de Parsons, y de su
concepción del estado-nación, con un breve recuento de su comprensión de las relaciones internacionales
durante el período de la Guerra Fría.
Los años sesenta (II). ¿Hacia un Parsons cosmopolita? Las relaciones internacionales durante la Guerra
Fría.
Ninguna evaluación de la sociología del estado-nación de Parsons está completa sin alguna referencia a su
comprensión de las relaciones internacionales y su posición en su comprensión de la política. A pesar de lo
que afirma el folklore anti-parsoniano, hemos visto que no es especialmente difícil encontrar referencias
sobre el tema en sus escritos. Ya hemos citado, en una variedad de contextos diferentes, sus comentarios
sobre la importancia de procesos y tendencias que si bien tienen lugar en el exterior de un estado-nación
determinado tienen también una influencia importante sobre él. Parsons era también extremadamente
consciente del grado en que la explicación de los procesos de formación del estado-nación debía ser situada
dentro del contexto del desarrollo estructural o evolutivo de la modernidad (Parsons 1971, Mouzelis 1999).
Permítanme simplemente un par de comentarios adicionales para reforzar mi argumento. En su negativa
reseña de La Elite del Poder de Charles W. Mills, Parsons señala cuáles son los “dos conjuntos de procesos
principales” que habrían transformado los Estados Unidos desde principios del siglo XX. El primero es la
manera en que las relaciones industriales se dejan sentir en todos los aspectos de la vida social americana
“en especial su sistema político y estructura de clase”. Pero la segunda tendencia se refiere “a la nueva
posición de los Estados Unidos en la sociedad mundial, que es una consecuencia en parte de nuestro
propio desarrollo económico, en parte de una variedad de cambios exógenos, incluyendo la declinación
relativa de los poderes de Europa occidental, del surgimiento de la Rusia Soviética, y de la desintegración
de la organización ‘colonial’ de gran parte del mundo no-blanco” (Parsons 1963c: 207). En otras palabras,
de manera similar a lo que vimos en su análisis del McCarthyismo y los derechos civiles, la comprensión de
la situación particular del país no se puede llevar a cabo sin una apropiada consideración de los elementos
internos y externos. Además, en el contexto de su análisis de la tendencia reciente a la descolonización,
Parsons señalaba que el proceso sólo podría ser adecuadamente conceptualizado si reconocemos que “la
economía industrial es fundamental para la estructura política del mundo: obviamente no es ningún
accidente que las dos grandes potencias alrededor de las cuales el sistema político mundial ha estado
polarizado desde el final de la Segunda Guerra Mundial sean las dos principales naciones industriales (…)
84
el industrialismo mundial debe afectar el problema de la independencia política de las antiguas áreas
coloniales” (Parsons 1963a: 117). Y finalmente, cuando intenta comprender el industrialismo como la
tendencia estructural clave de la modernidad actual, esta es la forma en que Parsons expresa la relevancia de
los factores externos al estado-nación en cuestión: “en relación a preocupaciones ‘internas’ de la sociedad,
como por ejemplo sus propios valores, religión, intereses de personalidad, o su propia integración, tal
sociedad debe haber estado marcadamente orientada al control del ambiente externo. Este énfasis es difícil
de identificar dentro de una única cultura, pero se destaca marcadamente en contraste, por ejemplo, con la
sociedad occidental moderna, India o China” (Parsons 1963b: 133). Como forma de iniciar esta última
sección, lo que quiero simplemente afirmar es que, analíticamente, Parsons no era víctima de ninguna clase
de obsesión compulsiva por los factores internos en detrimento de los externos. Su interés parece estar,
más bien, en la manera en que se le puede dar un peso adecuado a ambos espacios con el objetivo de
comprender tendencias y acontecimientos determinados.
Si dirigimos ahora nuestra atención a aquellos escritos donde Parsons explícitamente reflexionó sobre las
relaciones internacionales, encontraremos dos argumentos de peso sobre las características principales del
estado-nación y del sistema social internacional. La primera tesis es que el estado-nación es sólo una forma,
aunque muy importante, de organización de las relaciones sociales sobre base territorial. En la modernidad,
el estado-nación nunca ha sido el portador exclusivo o más importante de la vida social territorializada. Y la
segunda es que el sistema de relaciones internacionales requiere de un fuerte fundamento normativo o, en
las palabras que el propio Parsons habría usado, de su propio orden normativo. A partir de esta última
afirmación creo que es posible proponer, en directa oposición a la tesis de Giddens sobre el nacionalismo
metodológico, una lectura cosmopolita de Parsons.31 Permítanme entonces desarrollar cada uno de estos
temas.
En un artículo publicado originalmente en 1961, Parsons reflexionó sobre el problema de la
territorialización de las relaciones sociales y el grado en que el estado-nación moderno había alterado
fundamentalmente ese aspecto de la vida social. Su argumento es que la territorialización es un proceso 31 Parsons no usó demasiado, o de manera teóricamente consistente, la noción de cosmopolitismo pero en este mismo libro explico por qué no me parece que eso sea un impedimento para caracterizar a un pensador o a una escuela de pensamiento como cosmopolita (capítulos 5 y 6). Más bien, el fundamento cosmopolita de una teoría social determinada debe evaluarse a partir de si una pretensión universalista es el elemento fundante de sus conceptos, métodos y puntos de vista normativos. En el caso de Parsons, no sólo creo que esta cláusula se cumple sino que ya hemos visto en una de las citas anteriores que él se refirió positivamente a la idea de cosmopolitismo. Apoyo adicional en esta dirección se encuentra en su breve homenaje a Weber en ocasión del centenario de su nacimiento, donde describe al sociólogo de Heidelberg como un “intelectual altamente cosmopolita, apasionadamente interesado en (…) comprender la importancia de la sociedad de su tiempo en Europa” (Parsons 1965b: 172).
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reforzado por el desarrollo de las instituciones del estado-nación, pero al mismo tiempo él plantea que esta
territorialización está lejos de ser definitiva, tanto en la práctica – la capacidad real del estado-nación para
controlar su territorio – como normativamente – el punto de vista universalista que está a la base de tales
pretensiones normativas como la autodeterminación democrática y el estado de derecho. La organización
territorial de las relaciones sociales es un problema general que es siempre resuelto simultáneamente en
diversos niveles y no sólo al nivel nacional. De hecho, casi en directa oposición al nacionalismo
metodológico, Parsons (1969c: 300) sostenía que el estado-nación “de ninguna manera es una unidad
monolítica como se ha sostenido a menudo.Del mismo modo que hay muchos grupos privados internos
con intereses que cruzan las líneas nacionales, la idea de la soberanía absoluta de los gobiernos es, en el
mejor de los casos, solamente una aproximación a la verdad.” Así, en el nivel analítico, Parsons (1969c:
297) argumenta que:
El estado nacional representa un sistema social caracterizado por un nivel relativamente alto de
integración en un aspecto, a saber, en la capacidad de controlar la actividad dentro de un área
territorial y de reaccionar concertadamente como ‘grupo de interés’ vis-à-vis otras unidades
territoriales. Pero eso no implica que su existencia es incompatible con otros elementos de control
normativo sobre áreas territoriales que trascienden su ‘soberanía’ (aunque la naturaleza de este
control es, por supuesto problemática), o que los elementos de orden sin referencias principales a
lo político-territorial sean despreciables
Estos argumentos algo abstractos son desarrollados en los niveles más empírico e histórico. Parsons
comprende el funcionamiento de la política mundial durante la Guerra Fría como un campo complejo y de
múltiples niveles. Su argumento es que en la práctica los bloques en los que el mundo estuvo dividido
durante la Guerra Fría eran unidades soberanas tan importantes como lo eran los estados-nación
individuales:
Ya sea por acuerdo contractual formal o en otras varias maneras, el sistema internacional
evidentemente no es sólo un agregado de unidades soberanas atomizadas; más bien, estas unidades
están organizadas de manera compleja en varias tipos de ‘comunidades de intereses’ y similares.
La Comunidad Británica de Naciones, las combinaciones de Europa Occidental (…) la OTAN, la
Organización del Tratado del Sureste Asiático, y – sin menospreciarlo por un segundo – el
bloque Comunista, son ejemplos familiares (Parsons 1969c: 301, las cursivas son mías).
86
Otro tema a tratar en esta parte del capítulo es el análisis de Parsons sobre las bases normativas de las
relaciones internacionales. En este contexto, su interés radica no sólo en conceptualizarlas adecuadamente
sino además en encontrar una manera de fortalecer su base normativa de modo de ayudar a modelar el
futuro de las relaciones entre estados. No se puede obviar el hecho de que en aquel entonces Parsons
estaba escribiendo en medio de la Guerra Fría; su punto de partida es precisamente que “por debajo de los
conflictos ideológicos que han sido tan prominentes ha estado emergiendo un importante elemento de
amplio consenso al nivel de los valores”. La tendencia que así identifica son “procesos de integración que
parecen estar teniendo lugar en el mundo de manera general y que ofrecen posibilidades de una base más
sólida para el orden internacional de la que hemos gozado hasta ahora en este siglo” (Parsons 1967b: 466).
Sociológicamente hablando, Parsons constata que la diferenciación estructural es el proceso principal a la
base del surgimiento del industrialismo al nivel nacional. Es decir, la implementación de políticas
industriales requiere que las sociedades nacionales desarrollen – siguiendo el modelo AGIL – instituciones
económicas, políticas, integrativas y fiduciarias. Éstas, a su vez, llevan a la aparición de fenómenos tales
como la separación entre el hogar y el lugar de trabajo, la importancia de las calificaciones
profesionales/técnicas y el estado de derecho. Éste es el sentido en que debemos entender la tesis de
Parsons de que el industrialismo es la etapa más reciente de desarrollo de la modernidad. Pero este proceso
de diferenciación estructural pudo emerger sólo porque tuvo como base un “marco normativo común,
principalmente al nivel de los valores” (Parsons 1967b: 471). Esos valores principales del industrialismo
son la productividad económica y la autonomía política; y el alto nivel de abstracción de estos valores se
aprecia en el hecho de que ambos son igualmente aceptables por los regímenes capitalistas y socialistas.
Ambos tipos de orden social adoptarían y adaptarían estos valores a través de sus distintas estrategias y
políticas. Esto, a su vez, refuerza la tesis de Parsons (1967b: 473) de que “no podemos dejar de reconocer
la presencia del ingrediente primario de la integración como opuesto a la polarización – valores comunes a
cierto nivel del sistema societal general”, donde este uso de la idea de un sistema societal general se
aproxima a la noción actual de sociedad mundial. Éste es un primer sentido en el que pienso que es posible
hablar del fundamento cosmopolita que está a la base de la comprensión de Parsons de las relaciones
internacionales. En referencia a la supuesta igualación entre el estado-nación y la sociedad en el trabajo de
Parsons, además, podemos ver aquí que para Parsons el estado-nación es sencillamente incapaz de
establecer sus propias bases normativas. En cambio, el tipo de orden social democrático-liberal que está
interesado en promover al nivel nacional debe recurrir a un marco de referencia más amplio y, agregaría yo,
cosmopolita.
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Esta interpretación encuentra apoyo adicional si dirigimos nuestra atención a la forma en que Parsons
conceptualiza efectivamente las relaciones internacionales. En este caso, nuevamente, su argumento es que
el “reconocimiento efectivo” de “la naturaleza de los compromisos de valor universalmente sostenidos (…)
implica la disociación máxima de las posiciones ideológicas defensivas y de las prácticas políticas específicas
a cada bando. No hay duda de que llevar a cabo tal disociación dependerá de un de alto nivel de autocrítica
y autodisciplina nacional” (Parsons 1967b: 476). Aun más, Parsons propone que ya se ha logrado un
“progreso considerable” en dirección de un tipo de “sistema de normas procedimentales” a partir de las
cuales puede emerger un orden normativo internacional (Parsons 1967b: 466). Una y otra vez enfatiza que
sólo un sistema de normas procedimentalizadas puede ser capaz de acomodar las diferencias sustantivas
entre los campos en disputa debido a la naturaleza abierta del procedimentalismo: “[e]s evidente, entonces,
que la confianza en normas procedimentales significa un aumento inevitable del riesgo para determinadas
metas particularistas. Si esperamos que el campo comunista someta sus intereses vitales a normas
procedimentales, debemos, como corolario, aceptar la posibilidad de que la adhesión a esas normas resulte,
en muchos casos, en la derrota de nuestros propios intereses (…) este es el precio que debemos pagar por
una mayor libertad” (Parsons 1967b: 480-1). Es interesante que las cualidades que Parsons señala en este
contexto sean similares a las virtudes que Bryan S. Turner (2001) ha identificado recientemente como
constitutivas de una actitud verdaderamente cosmopolita (capítulo 5). Y como ya vimos son igualmente
compatibles con las opiniones del propio Parsons acerca de la integración pluralista al interior de una
comunidad societal moderna.
Contra la idea de que el sistema social internacional era en ese entonces altamente volátil, estaba
impregnado de conflictos y carecía de cualquier tipo de fundamento común, Parsons se separa de las
opiniones tradicionales de la Realpolitik de la Guerra Fría para sostener que el hecho mismo de que exista
tal cosa como un sistema de relaciones interestatales es expresión de la presencia de compromisos de valor
subyacentes. En tal argumento resuena la confianza de Kant (1991) sobre la emergencia de una federación
pacífica de naciones que habría de tender hacia una paz perpetua cosmopolita. Su tono es optimista y
parece apuntar en esa dirección: “quizás no es demasiado afirmar que el peso de la prueba corre por cuenta
de quien proponga que la intensificación del círculo vicioso del conflicto es la tendencia subyacente
principal del sistema político mundial” (Parsons 1967b: 466-7). La concepción autosuficiente del estado-
nación que en opinión de Giddens Parsons suscribe se ha mostrado, en el mejor de los casos, sólo
parcialmente verdadera. En el contexto de sus escritos sobre la Guerra Fría esto se expresa en la idea de
que el estado-nación no puede ser concebido como una unidad autocontenida. Al nivel práctico, porque
los bloques eran unidades tan soberanas como los estados individuales y al nivel normativo porque el
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estado-nación requiere de un compromiso cosmopolita de base como fundamento normativo de las
relaciones internacionales.
Conclusión
Parsons tiene una visión modernista del desarrollo histórico y las características principales del estado-
nación en cuanto debe ser visto en co-evolución con otras instituciones y valores igualmente modernos.
Con todo, su modernismo es cauto porque no reifica la importancia de la posición del estado-nación en la
modernidad. El estado-nación no es la representación automática o final de las instituciones modernas ni
tampoco la fuerza motriz tras el desarrollo estructural de la modernidad. El estado-nación ha coexistido a
lo largo de la modernidad con diversas formas de organización sociopolítica y Parsons habría estimado
como históricamente inexacto, analíticamente insostenible y políticamente erróneo y peligroso considerar al
estado-nación en su forma liberal-democrática como el resultado necesario del desarrollo de la modernidad.
Como tipo específico del orden social que Parsons estimaba deseable, el estado-nación tiene que ser
intencionadamente formado, cuidado, defendido y constantemente reinventado. Esto sin duda lo llevó a
una cierta idealización de los efectos estabilizadores que un estado-nación democráticamente organizado
habría de tener sobre su población – y más allá. Empíricamente, sin embargo, se podría argumentar que
para Parsons el New Deal americano – como expresión de ese estado-nación liberal y democrático – era la
forma más convincente de orden social existente, por cuanto el fascismo y el totalitarismo eran las mayores
amenazas a la forma política y social del estado-nación moderno.
Como ya he dicho, estos son cuatro asuntos a los que Parsons dedicó atención explícita – al menos en
términos de su trabajo publicado – y son por ello ejemplos claros de la sociología de la política de Parsons
que este capítulo intentó reconstruir. Sin embargo, uno tiene derecho a preguntarse qué puede interpretarse
del silencio de Parsons sobre los que son acontecimientos políticos igualmente importantes pero que no
fueron merecedores de su análisis directo. De manera no sistemática, es posible mencionar fenómenos tan
importantes como la guerra en Vietnam (1959-1975/1964-1972 dependiendo de la fuente), el apoyo de los
Estados Unidos a las dictaduras de derecha en Centro y Sudamérica, los movimientos pacifistas y anti-
armamentistas, y la entrada de las tropas Rusas en Hungría (1956) y Praga (1968) – para referirme sólo a
casos bien conocidos. No los menciono para iniciar un juego contrafáctico sobre “lo que Parsons pudo
haber dicho” en caso de haber publicado artículos sobre estos asuntos. Pero me parece justo preguntarse
por qué parece haber elegido acontecimientos que amenazaban la integración “desde abajo” (fascismo,
McCarthyismo, racismo sureño) y busca alentar la integración política nacional e internacionalmente “desde
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arriba” contra tales amenazas. Esta lista alternativa de eventos políticos, que por lo demás fueron los que
captaron la imaginación de la izquierda en la época, parece mostrar la distancia entre valores y prácticas, e
invita a pensar en la devaluación real que tienden a experimentar los valores de una manera que no es
completamente evidente en el análisis de Parsons. Aunque no sirva para mucho más, esto se podría
interpretar como otra expresión del argumento sugerido más arriba acerca de que el énfasis teórico de
Parsons en la integración es resultado de su pleno reconocimiento de la presencia empírica del conflicto y
tensiones en la modernidad.32
Pero incluso si estamos de acuerdo en el hecho de que hay inexactitudes e idealizaciones en la
conceptualización de Parsons sobre el estado-nación, el argumento que he intentado construir es que tales
dificultades son mantenidas a raya en cuanto para él cualquier teorización del estado-nación debe colocarse
en el contexto más amplio de tendencias profundamente arraigadas de la modernidad. La definición
fundamental de la modernidad como un proceso de diferenciación estructural lo llevó a la tesis sustantiva
de que, en la comprensión de los rasgos, tensiones y disyuntivas de naciones particulares, hay siempre
factores más profundos y de largo plazo que el sociólogo debe tomar en cuenta. En sus escritos políticos,
Parsons intentó consistentemente explicar el camino seguido por uno u otro país, y ciertamente las
diferencias nacionales, como resultado de tendencias de largo plazo como la historia de su estructura de
clase, el momento y grado de su industrialización, su composición demográfica, su localización geográfica y
su contexto geopolítico. También hemos visto que Parsons no era amigo de esencializar los rasgos
nacionales de modo que, por ejemplo, atribuyera a los alemanes un gen belicoso que casi necesariamente
les haría recaer en el chauvinismo agresivo. Más técnicamente, mi argumento es que en su explicación
sociológica la situación de un país es para Parsons siempre el explanandum mientras el desarrollo estructural
de la modernidad es el explanans.
Así, a pesar de las críticas de conservadurismo, internalismo y nacionalismo metodológico, creo haber
demostrado que la concepción de Parsons del estado-nación era bastante más sofisticada. Él defendió el
estado-nación debido a su capacidad de proteger y ciertamente de animar formas pluralistas de vida
mediante una integración universalista basada en el estado de derecho y pareció haber comprendido que
eso sólo se puede lograr en combinación tanto con elementos internos como externos al estado-nación.
Mantuvo, además, una clara apreciación acerca de la inestabilidad, e incluso inseguridad, del tipo de
integración social que el estado-nación era capaz de establecer. De hecho, un tema importante que recorre
32 Agradezco a Robert Fine haber llamado mi atención sobre esta particular imperfección de la sociología de la política de Parsons.
90
todos los artículos que hemos revisado es que la modernidad está en un estado permanente de crisis de
integración que, en relación al estado-nación, se refiere a comprender sus tensiones sociales más
importantes. Su intención permanente es lograr un equilibrio adecuado en el peso relativo de los factores
internos y externos, y un elemento crucial en esa ecuación es el punto de vista cosmopolita subyacente, y
lentamente procedimentalizado, del sistema normativo de las relaciones internacionales. En lo que se
refiere a la sociología de la política de Parsons, una imagen del estado-nación mucho más rica, y que debe
ser todavía completamente explorada, está comenzando a emerger.
91
SEGUNDA PARTE: COSMOPOLITISMO
92
Capítulo 5. Cosmopolitismo y Teoría Social*
La relación entre el cosmopolitismo y la teoría social no puede reconstruirse directamente. A quienes nos
referimos comúnmente como las figuras más destacadas en la historia de la teoría social – Marx, Weber,
Durkheim, Simmel, Parsons – no escribieron mucho, en realidad casi nada, sobre cosmopolitismo. De
hecho, en el Manifiesto Comunista Marx y Engels (1976) utilizaron el término sólo al pasar y como adjetivo
para describir el nuevo tipo de artefactos culturales con orientación mundial que el capitalismo crea. Así,
aunque hablaron de literatura y ciencia “cosmopolita” – el término alemán que utilizaron es Weltbürgertum –
ello no implica su valoración sistemática como idea. Más incisivamente, en sus clases sobre Sociología Política
Émile Durkheim (1992) utilizó la noción cosmopolitanisme para recuperar la idea de Kant de la paz perpetua y
con ello intentó reconciliar el viejo credo cosmopolita del derecho natural con la fuerza naciente del
nacionalismo justo antes de la Primera Guerra Mundial. Pero nuevamente en este caso el significado
altamente politizado que Durkheim dio al concepto no permite, al menos no sin mayor análisis, describir su
punto de vista sociológico como cosmopolita. Este capítulo comienza por lo tanto con una nota de cautela.
La evaluación de las conexiones entre el pensamiento cosmopolita y la teoría social no puede reproducir los
caminos seguidos por aquellos que han reconstruido cómo la teoría social se relaciona con una serie de
tendencias sociales e intelectuales: el surgimiento del capitalismo (Giddens 1971), la crítica a la ilustración
(Hawthorn 1987), el liberalismo (Seidman 1983), el romanticismo (Nisbet 1967) y el nacionalismo
(Chernilo 2007). En cambio, necesitamos primero identificar los elementos definitorios del cosmopolitismo
como tradición intelectual y sólo entonces podremos intentar evaluar el grado en que ellos son compatibles
con las características principales de la teoría social moderna.
El punto de partida de este capítulo es que un tipo de conexión entre el cosmopolitismo y la teoría social
puede encontrarse, y está basado, en una pretensión universalista. En primer lugar, esto significa que ambas
tradiciones operan igualmente bajo las presuposiciones normativas de la unidad fundamental de la especie
humana y de la igualdad última de todos los seres humanos. Todas las diferencias de género, étnicas, culturales,
nacionales y religiosas deben ser teorizadas como algo interno a la unidad sustantiva de la humanidad; la
existencia misma de tales diferencias es tomada como expresión de la igualdad de todos los seres humanos.
Mi argumento es entonces que este fundamento cosmopolita está a la base, durante los últimos dos siglos, del
trabajo de los teóricos sociales más destacados no sólo en su puntos de vista normativos sino también en
* Agradezco a Robert Fine sus comentarios a este capítulo y su apoyo incansable por ya varios años. Le estoy agradecido también a Bryan Turner por la invitación que me hizo a escribir este artículo y sus sugerencias editoriales. Por último, pero no menos importante, Aldo Mascareño fue muy generoso en sus críticas e ideas. Apoyo material para la realización de este texto me ha sido proporcionado por los proyectos FONDECYT 1070826 y 1080213.
93
sus conceptos y métodos. En otras palabras, tanto para el cosmopolitismo clásico como para la teoría
social moderna, la idea de humanidad puede ser significativamente comprendida sólo si se la trata como un
único sujeto. Así pues, incluso si es totalmente inadecuado entender la sociología como la encarnación
científico-social de un programa cosmopolita que se ha desarrollado principalmente en un nivel filosófico,
quisiera en todo caso argumentar que la teoría social es altamente compatible con una perspectiva
cosmopolita debido a la pretensión universalista que ambas comparten.
Existen, por supuesto, diferencias importantes en la manera en que la vieja tradición de pensamiento
cosmopolita, que se remonta a la filosofía estoica griega (d’Entrèves 1970, Harris 1927, Rommen 1998) y la
teoría social moderna, entienden y justifican esta pretensión universalista. La delimitación exacta de estas
diferencias se encuentra más allá del alcance de este capítulo, pero permítanme indicar muy brevemente
algunas de ellas en relación a la discusión que sigue. La primera tiene que ver con que mientras una idea
universalista de la unidad de la humanidad ya estaba en el centro de las cosmovisiones de todos los
imperios antiguos (Voegelin 1962), en la teoría social moderna estamos en presencia de una pretensión
universalista. Me interesa mostrar en lo que sigue que la teoría social requiere de las dos cláusulas que ya
señalé – la unidad fundamental del género humano y la igualdad última de todos los seres humanos – pero
en la modernidad los sociólogos ya no pueden continuar sosteniendo que han encontrado la respuesta
definitiva a esas preguntas. La teoría social tiene que creer en, y trabajar con, esas nociones de unidad e
igualdad pero no puede establecerlas de manera dogmática o definitiva. La teoría social utiliza más bien esta
pretensión universalista como un ideal regulativo, un estándar por el cual esforzarse aunque se sepa por
adelantado que no será alcanzado definitivamente (Emmet 1994, Kant 1973). Esto lleva, en segundo lugar,
al reconocimiento de que mientras la vieja tradición cosmopolita fundamenta su universalismo en base a
presuposiciones metafísicas, un cosmos completamente ordenado en base a una divinidad natural (Toulmin
1990), o como el mismo Immanuel Kant (1991) aún lo diría, como una ley teleológica de la providencia, la
teoría social moderna hace uso de esta pretensión universalista como algo a ser concedido internamente.
En la modernidad, un punto de vista cosmopolita no puede ser impuesto desde arriba – o desde el exterior
– a los seres humanos. La pretensión de que cierto principio fundamental subyace a todo tipo de relaciones
sociales y formas de vida debe ser demostrada con argumentos que han de ser teóricamente consistentes y
empíricamente válidos, pero su aceptación final sólo puede descansar en el hecho de que tales argumentos
son potencialmente aceptables para los propios seres humanos. Finalmente, el cosmopolitismo de la teoría
social se establece sobre la noción de que es solamente en la modernidad que los seres humanos comienzan
a darse cuenta del hecho de que el globo en su conjunto se está convirtiendo, realmente, en un lugar
compartido. La teoría social emerge, y ayuda a dar forma, a la idea de que el surgimiento de la modernidad
94
crea las posibilidades para la realización histórica del antiguo ideal de una única humanidad. Es sólo en la
modernidad que la humanidad como tal llega a ser responsable por la creación del marco institucional
dentro del cual su propia unidad fundamental puede ser efectivamente observada.
El cosmopolitismo de la teoría social moderna no se refiere en este sentido directamente o primeramente a
una idea de ciudadanía mundial ni tampoco a la constitución legal de la humanidad como comunidad
política mundial. El alcance de su orientación cosmopolita es más sociológica puesto que busca apoyo
empírico y evidencia histórica adicional para la pretensión normativa de la unidad fundamental de la
humanidad. Quisiera sostener que el refinamiento constante de las herramientas conceptuales y de los
dispositivos metodológicos de la teoría social se dirige hacia una conceptualización universalista de la vida
social como una forma de reconocer y poder comprender la amplísima variación sociocultural que es
posible encontrar en la modernidad. Por lo tanto, al hablar del fundamento cosmopolita de la teoría social
moderna me refiero a un compromiso filosófico profundo que ha estado en operación con independencia
de si era reconocido explícitamente. La agenda de investigación de largo plazo de la teoría social – la
comprensión del surgimiento y de las características principales de la vida social moderna de una manera
que sea teóricamente sofisticada, metodológicamente convincente y empíricamente intercultural – depende
de su coherencia con el universalismo normativo del cosmopolitismo. En lo que sigue, intentaré dar
sustento a esta visión mediante una reevaluación del trabajo de algunos de los teóricos sociales más
importantes durante tres fases de la historia de la teoría social.
Fase 1. Teoría social clásica: La modernidad como un fenómeno mundial
Comenzamos con las figuras fundadoras de la teoría social moderna porque la imagen que nos hacemos de
la agenda de estos pensadores tempranos tiende a dejar huellas en la forma en que evaluemos el estado, las
características principales y los desafíos de la teoría social actual. La teoría social clásica surgió, a fines del
siglo XIX, como un programa intelectual centrado en intentar entender y conceptualizar la naturaleza de un
conjunto nuevo de relaciones sociales – el capitalismo, el estado moderno, la democracia nacional, la
revolución socialista – que estaban teniendo impacto en todo el globo. Representado en las figuras
convencionales de Karl Marx, Georg Simmel, Max Weber y Émile Durkheim, la teoría social clásica siguió
habitando, al menos parcialmente, en la tradición de la ilustración y por ende adoptó en parte los
fundamentos de derecho natural de las formas tempranas de universalismo normativo (capítulo 6). Mi
argumento es que esos autores quisieron conservar la orientación básica de esas formas anteriores de
universalismo normativo pero necesitaron que ese universalismo pudiese trabajar bajo dos nuevas
95
condiciones. Primero, tenía que sostenerse sin las presuposiciones metafísicas del derecho natural, como la
responsabilidad final de Dios en los asuntos terrenales o el telos natural de una ley de la providencia.
Segundo, tuvo que ser capaz de incorporar una cantidad creciente de diversidad sociocultural y para ello su
marco universalista debió ser cada vez abstracto y crecientemente refinado. Era necesario permitir el
desacuerdo ético y la variación empírica sin descartar, en el mismo movimiento, la posibilidad misma del
universalismo.
El compromiso de la teoría social clásica con el núcleo universalista de las formas tempranas del derecho
natural debió entonces hacerse cada vez más sutil; en otras palabras, ya no podría hacer uso acrítico del
sustrato normativo del cosmopolitismo previo. Si ahora intentamos formalizar la manera en que estos
autores realmente llevaron a cabo esa transición, deberíamos decir que el compromiso general hacia el
universalismo persiste pero que se diferenció en tres dimensiones: normativa, conceptual y metodológica.
Normativamente, la teoría social clásica propuso la idea de que la sociedad moderna existe solamente en la
medida en que abarca progresivamente al globo entero y a todos los seres humanos. Conceptualmente, los
teóricos sociales persiguieron la definición de qué es lo verdaderamente social en las relaciones sociales
modernas. Y, metodológicamente, intentaron establecer los procedimientos adecuados con los que llevar a cabo
y justificar los resultados de investigaciones empíricas en diversos momentos históricos y ambientes
culturales. Fue necesario hacer un trabajo independiente en cada uno de estos tres ámbitos porque aunque
ellos podían en principio converger, ello ya no ocurría de manera automática o necesaria. La teoría social
clásica se mantuvo comprometida con tales presuposiciones generales como la unidad fundamental de la
especie humana y la igualdad última de todos los seres humanos pero como las viejas respuestas religiosas y
seculares ya no eran tenidas como válidas, se vio en la necesidad de renovar las justificaciones de estas
formas tempranas de universalismo normativo. La manera específica en que cada uno de los autores
clásicos de la sociología lo hizo, y el grado en el que ellos fueron coherentes en sus intentos, puede ser
evaluado como más o menos exitoso, pero el esquema cosmopolita a la base de sus propuestas necesita ser
reconocido y explicado.
En términos de su conceptualización de la modernidad como fenómeno mundial, los teóricos sociales
clásicos trataron de contestar la pregunta clave sobre en qué medida un grupo geográficamente
determinado de procesos históricamente circunscritos llevó al surgimiento de una variedad de tendencias
evolutivas que estaban comenzando a tener un impacto universalista en todo el mundo. El origen europeo
de la modernidad no les impedía reconocer su impacto mundial y, sobre todo, su vocación universalista. En
otras palabras, ellos estaban interesados, simultáneamente, en los orígenes locales, la organización nacional
96
y la vocación global de la modernidad. De hecho, se ha argumentado convincentemente que el tipo de
ciencia que las figuras clásicas de la teoría social trataron de establecer fue más una ciencia de lo social en
general que una ciencia de cualquier sociedad nacional determinada (Turner 2006a). Así, mientras Marx
(1973) atribuyó al trabajo la capacidad humana fundamental de transformar la naturaleza y en el proceso
transformar a los propios seres humanos, Weber (1949, 1976) se interesó en el sentido mentado que está
implicado en todos los tipos de acciones sociales; la noción de sociación de Simmel (1909) enfatiza el
momento formativo de la interacción y Durkheim (1964) concibió los hechos sociales como externos y
ejerciendo coacción normativa. Sus reflexiones sobre el surgimiento y las características principales del
estado-nación europeo se llevan a cabo en el contexto de un mundo, literalmente el planeta entero, que se
ya concebía como un único lugar. Todos estos autores intentaron desarrollar los dispositivos analíticos que
les permitiesen definir cuál es el elemento social en las relaciones sociales modernas de manera tan
abstracta y generalizada como fuese posible (Chernilo 2007, Frisby y Sayer 1986, Outhwaite 2006).
Su énfasis intercultural está expresado también en sus reflexiones metodológicas. Pasamos completamente
por alto el ímpetu crítico tras el monumental esfuerzo de Marx si sostenemos que su explicación sobre la
generación y apropiación de plusvalía en el capitalismo se considera válida para los trabajadores belgas pero
no para los venezolanos. El dictum de Weber de que “uno no necesita ser el César para entender al César”
carece de sentido si, porque nací en Chile hacia finales del siglo XX, se afirma que nunca seré capaz de
entender sociológicamente el dominio británico en la India o las razones de los bombarderos suicidas en
Irak o Palestina. Y a pesar de lo que hoy nos parece como una cierta ingenuidad en su uso de las
estadísticas oficiales, ¿podemos simplemente decir que no hay semejanza entre las reflexiones
metodológicas de Durkheim sobre las comparaciones estadísticas de índices de suicidio y, por ejemplo, las
pautas de prevención de desórdenes alimenticios por parte de la Organización Mundial de la Salud?
Ciertamente no es mi interés defender acríticamente estas respuestas metodológicas como inmaculadas y
honrar la letra de estos trabajos en calidad de textos sagrados. Incluso las aplicaciones de estos
procedimientos por parte de los propios autores pueden ser juzgadas como inconsistentes – y las
propuestas mismas podrían no cumplir con las altas exigencias que fueron su razón de ser. Pero la
perspectiva posmoderna contraria de olvidarse totalmente de ellos porque se trata de propuestas tan
“anticuadas” como “eurocéntricas” no ofrece una mejor manera de ocuparse de los problemas complejos
que enfrentamos aquí y ahora
Como programa general de investigación, el fundamento cosmopolita que los clásicos intentaron establecer
sigue siendo válido: refinamos nuestros conceptos y reglas metodológicas más importantes para hacer
97
comparable el conocimiento que ayudan a producir en diversos contextos culturales y tiempos históricos.
Evitamos así transformar una característica particular cualquiera en una ley a-histórica y universal, tenemos
cuidado de no hacer de la ocurrencia de un acontecimiento excepcional un patrón general, no tomamos un
grupo limitado de tendencias como expresión de la marcha definitiva del progreso. Únicamente un
fundamento cosmopolita altamente abstracto es capaz de sostener simultáneamente el impacto global de la
modernidad y la visión de que todos los seres humanos son concebidos como parte de la misma especie
humana. No era sino el globo entero lo que estaba siendo dramáticamente transformado en los albores en
la modernidad y este globo era considerado como un único lugar habitado por el mismo género humano.
Uno de los logros más importantes de la modernidad es haber hecho consciente a la humanidad misma de
su unidad fundamental. O para poner este argumento de otra manera, incluso si uno concede que los
sociólogos clásicos teorizaron bajo presunciones eurocéntricas en relación al subdesarrollo económico y la
carencia de autonomía política (Larraín 1989, Muthu 2003), ellos nunca conceptualizaron estas restricciones
como esencialmente dadas o definitivamente insuperables. Por el contrario, estas diferencias fueron casi
siempre explicadas como parte de un proceso histórico que tenía causas estructurales de largo plazo y éstas
eran de hecho tendencias que los agentes mismos podrían superar. Su punto de partida normativo, como
herederos críticos de la tradición del derecho natural, es también el corolario normativo de su trabajo
empírico: a pesar de todas las diferencias, la humanidad es efectivamente una y sólo puede ser teorizada
como tal. Su conceptualización del alcance global de la modernidad requiere del presupuesto normativo de
una concepción universalista de la humanidad y ésta a su vez refuerza, mediante argumentos conceptuales y
metodológicos, su fundamento cosmopolita. La aparición de la sociedad moderna es así entendida como el
momento en que la humanidad es, en última instancia, capaz de forjar su destino. Aún si la modernidad no
es conceptualizada como un sujeto autoconsciente y un desarrollo deseado, el fundamento cosmopolita de
la teoría social moderna ahora difiere de las nociones anteriores de la naturaleza humana porque ella es
vista por primera vez como una realización evolutiva de la propia historia de la humanidad.
Fase 2. Teoría social modernista: Sistema social y sociedad industrial
El período de la teoría social modernista se extiende, aproximadamente, desde el inicio de la Segunda
Guerra Mundial hasta el final de los años setenta del siglo pasado. Las credenciales cosmopolitas de la
sociología empírica y de la teoría social desarrolladas durante este período son quizás más difíciles de
justificar que aquellas de la generación anterior – y no debe olvidarse que el crecimiento institucional de la
sociología tuvo lugar bajo un apoyo estatal que si bien no fue incondicional sí fue al menos sostenido. La
agenda de investigación desarrollada en esta fase giró alrededor de asuntos tales como la moral de los
98
tropas en combate, el incremento de la productividad económica y el despliegue de políticas públicas de
alcance nacional, temas todos que el estado consideró como merecedores de fondos de investigación.
Además, la tendencia descolonizadora que marcó este período llevó a un enfoque en el que la
nacionalización, la industrialización y la modernización fueron tomadas como equiparables al
fortalecimiento del control estatal sobre la sociedad civil, internamente, y de la soberanía absoluta del
estado, externamente. Finalmente, como en el caso de la teoría social clásica, los sociólogos de esta
generación utilizaron el término cosmopolitismo sólo escasamente – si acaso. Pero el enfoque que
demostró ser útil en la sección previa puede ser de utilidad también aquí: no me interesa tanto si la palabra
“cosmopolitismo” se encuentra o no en los escritos de este período como indagar si los conceptos,
métodos y puntos de vista normativos propuestos por los teóricos sociales más destacados de esta fase son
compatibles con la pretensión universalista que constituye el fundamento cosmopolita de la teoría social.
Mi tesis en esta sección es que las dos nociones que se hicieron más ampliamente aceptadas dentro de
teoría social durante este período – sistema social y sociedad industrial – satisfacen también el doble criterio
universalista que se propuso al inicio de este capítulo. Soy consciente del hecho de que sostener que estos
dos conceptos han de considerarse no sólo como compatibles sino que como representantes privilegiados
de un fundamento cosmopolita en la teoría social modernista no es precisamente una interpretación
convencional. Más bien lo contrario, ellos han sido interpretados, por lo general, como la expresión de la
obsesión de la sociología con el estado-nación durante este período (Giddens 1973, Smith 1979, capítulo
4). Pero creo que mi argumento gana plausibilidad si vemos que ambos conceptos se convierten en las dos
herramientas analíticas más sobresalientes de este período precisamente porque fueron concebidas y
utilizadas con una orientación altamente universalista. En el nivel conceptual, una concepción técnica de la
idea de sistema social fue la innovación más importante que se produjo durante estos años. El concepto de
sistema social ya había por cierto recorrido un buen trecho en el análisis sociológico, vía el trabajo de
Herbert Spencer a fines del siglo XIX, pero fue sólo ahora, sobretodo en la obra de Talcott Parsons, que
un concepto coherente y abstracto de sistema social se convierte en parte integrante del léxico sociológico.
Por su parte, el más importante diagnóstico epocal de este período parece haber sido el de sociedad
industrial. La noción de sociedad industrial no sólo fue pensada como aplicable a diversos entornos
socioculturales sino que también fue diseñada para prestar especial atención a la manera en que la vida
social moderna se reproduce materialmente. Más allá de Parsons (1963b), quien también escribió con
relativa frecuencia sobre la sociedad industrial, este concepto juega un rol central en el trabajo de una
variedad de sociólogos destacados de ese entonces tales como Raymond Aron (1967), Reinhard Bendix
(1964) y Barrington Moore (1967). Puesto que Aron fue quien hizo el esfuerzo más importante por
99
desplegar analíticamente tal noción, es a partir de su trabajo que evaluaré el fundamento cosmopolita del
concepto de sociedad industrial.
Parsons (1977) define los sistemas sociales como sistemas de interacción. Él elige la noción de sistema
porque le parece la herramienta analítica más abstracta con la que definir no sólo un objeto de investigación
científico sino también las dimensiones a estudiar al interior de ese objeto. Mediante el concepto de sistema
social una unidad de análisis puede ser definida con claridad de modo que el sociólogo puede ahora
comparar unidades diferentes pero análogas. Al nivel más abstracto, Parsons (1967a) distingue cuatro
“universales evolutivos” – adaptación, diferenciación, inclusión y generalizaciones de valor – es decir, los
mecanismos a través de los cuales las relaciones sociales se transforman en el largo plazo. Su argumento es
que todas las relaciones sociales deben resolver estos cuatro problemas funcionales. En el alto nivel de
abstracción de la idea de sociedad, esto significa que hay un lenguaje especializado – unos medios
simbólicamente generalizados – para cada uno de sus cuatro subsistemas, y que estos medios controlan
tanto las operaciones internas dentro de cada subsistema como los intercambios entre ellos (Chernilo
2002). Parsons define entonces: (A) problemas de adaptación, la manera en que la sociedad obtiene los
recursos materiales que necesita para su supervivencia (la economía cuyo medio es el dinero); (G)
problemas en el logro de metas para decidir sobre las prioridades de la sociedad (un sistema político que
operaría mediante el poder); (I) problemas integrativos que amenazan la integridad de la sociedad (una
comunidad que se reproduce a través de la influencia) y; (L) problemas de coherencia interna debido a sus
múltiples orientaciones normativas (instituciones fiduciarias como escuelas, universidades e iglesias que
requieren del desarrollo de compromisos de valor). En este contexto, la noción de sociedad de Parsons
(1971) se refiere al estado-nación tanto como se refiere a una noción de sociedad moderna que,
geográficamente, oscila desde “el occidente” hasta “el mundo entero” y, normativamente, apuntala un
orden internacional con orientación cosmopolita (Chernilo 2007 y Capítulo 4). Su teorización de la
modernidad da por supuesta su ubicación geográfica y orígenes históricos en Europa, pero busca
explicarlos en términos de su vocación universalista e impacto mundial, los que quedan representados en
principios como la libertad individual, la autodeterminación colectiva, el bienestar social y el estado de
derecho. Y el fundamento cosmopolita de la teoría social de Parsons es evidente también en su tesis de que
este mismo esquema analítico puede y debe utilizarse para el estudio de toda clase de relaciones sociales –
desde interacciones cara a cara hasta procesos verdaderamente globales. De hecho, la aplicación tardía que
el propio Parsons (1978) hizo del esquema AGIL se centró en lo que se llamó el “paradigma de la
condición humana”; es decir, la aplicación de su modelo teórico nada menos que a la idea de humanidad:
(A) el sistema físico-químico, (G) el sistema orgánico, (I) el sistema de acción, y (L) el sistema télico. El
100
mismo nivel de abstracción que hizo a la teoría social parsoniana propensa a sus críticas más celebres
(Gouldner 1977, Mills 1959), es en este caso garantía del compromiso universalista de su pretensión de
conocimiento: su marco teórico requiere necesariamente presuponer la unidad fundamental del género
humano.
El concepto de sociedad industrial fue, por su parte, ideado para representar el nivel del desarrollo de las
relaciones sociales a mediados del siglo XX. Así, al comienzo de sus 18 Conferencias Sobre la Sociedad
Industrial, Raymond Aron (1967: 3) afirma explícitamente que la sociedad industrial es un concepto analítico
que no debe confundirse con ninguna forma específica de organización socio-política: “ninguna sociedad
nacional es la sociedad industrial como tal, y todas las sociedades industriales juntas no componen una
sociedad industrial”. El concepto es por lo tanto un dispositivo analítico que no ha de ser encontrado de
forma pura en ninguna parte, pero que debe, no obstante, ayudarnos a entender el tipo predominante de
relaciones sociales en la modernidad. Se refiere más a un marco de referencia para la comprensión de la
reproducción de la vida social en general y menos a una unidad sociopolítica particular. Esta orientación
universalista de la idea de sociedad industrial puede aceptarse con mayor facilidad si tomamos en cuenta
otra de sus características. La noción de sociedad industrial intentó captar aquellos asuntos en que los
regímenes socialistas y capitalistas se asemejaban entre ellos y, de la misma manera, se esperaba que el
concepto iluminase también aquellos elementos en los que el mundo industrializado – tanto socialista
como capitalista – difería del mundo en desarrollo o no industrial. La presuposición subyacente a este uso
de la sociedad industrial es que incluso si se toman en cuenta diferencias étnicas, geográficas y por supuesto
políticas, el análisis global de la sociedad debía realizarse a partir del rendimiento económico más alto que
la humanidad como tal había alcanzado hasta ese momento.
Es decir, el argumento es que no puede utilizarse ninguna división esencial al interior de la especie humana
para explicar las disparidades en el desarrollo socioeconómico. Por un lado, el argumento es que la
humanidad ha alcanzado cierta etapa de desarrollo económico – la industrialización – y es posible
encontrar dos maneras igualmente modernas de arribar a ese estadio: el capitalismo y el socialismo. Por el
otro, el hecho de que sólo ciertos grupos de seres humanos hayan realmente alcanzado ese estadio y se
hayan beneficiado de él debe explicarse mediante procesos históricos y estructurales antes que sobre la base
de personalidades nacionales, esencias culturales o rasgos raciales. De hecho, la corriente principal de la
teoría social de ese entonces era, tal vez exageradamente, partidaria de la idea de que todos los estados y
pueblos podrían modernizarse y llegar a ser industrializados si se diseñaban las políticas correctas y éstas se
aplicaban correctamente en los distintos contextos. Ninguna diferencia histórica, cultural o étnica en la
101
forma en que la tecnología es adaptada a los contextos locales habría de negar el hecho de que el género
humano es sólo uno: “la dialéctica de la universalidad es la causa principal del avance de la historia” (Aron
1972: 306). Y el desafío intelectual central de la teoría social no es entonces otro que el “movimiento desde
un marco de referencia nacional a uno humano” (Aron 1972: 200). El impacto universalista de la
unificación tecnológica del mundo bajo los auspicios del industrialismo se convierte en la infraestructura
sobre la que se podría conseguir un reconocimiento aun más fundamental de la unidad de la especie.
Fase 3. Teoría social contemporánea. Hacia un enfoque explícitamente cosmopolita
Tras el fin de la alocada celebración de la globalización durante los años noventa, estamos ahora en
posición de proponer explicaciones más sobrias sobre aquellas tendencias empíricas recientes que
ciertamente han hecho del mundo un lugar más pequeño. De todas maneras, gracias a los esfuerzos
desplegados por los estudios sobre la globalización, el cosmopolitismo se ha vuelto crecientemente una
característica explícita de la teoría social contemporánea – y hemos visto que esto no era así en la teoría
social de las fases anteriores (capítulo 1). Tomemos como indicación de esta tendencia el hecho de que
desde el año 2000 se han publicado al menos tres números especiales de revistas académicas dedicadas
exclusivamente al tema: Theory, Culture and Society (Vol. 19, Núms. 1-2, 2002) editado por Mike
Featherstone, el British Journal of Sociology (Vol. 57, Núm. 1, 2006), editado por Ulrich Beck y Natan
Sznaider, y el European Journal of Social Theory (Vol. 10, Núm. 1, 2007), editado por Robert Fine y Vivienne
Boon. En las tres revistas encontramos no sólo una variedad de aproximaciones teóricas sobre el
cosmopolitismo sino que se hace además una aplicación empírica de una perspectiva cosmopolita
emergente a asuntos como la migración, las intervenciones militares humanitarias y el recuerdo de eventos
traumáticos como el holocausto. No es por ello una exageración afirmar que la pretensión universalista que
está a la base de la relación entre teoría social y cosmopolitismo ha experimentado un giro nuevo y
prometedor. Creo que podemos distinguir cuatro versiones principales de un enfoque cosmopolita en las
ciencias sociales contemporáneas y las revisaré resumidamente en lo que sigue: la noción de sociedad mundial
de Niklas Luhmann, el cosmopolitismo metodológico de Ulrich Beck, la constelación posnacional de Jürgen Habermas
y la teoría social cosmopolita de Robert Fine y Bryan S. Turner.33
33 No puedo discutir aquí otras propuestas contemporáneas que están más cerca de la filosofía política que de la teoría social. Sin embargo, algo puede decirse acerca de los intentos recientes por conectar el republicanismo y el cosmopolitismo (Benhabib 2004, 2007, Bohman 2004). A partir de las propuestas clásicas de Hannah Arendt (1958, 1992) sobre el totalitarismo y los crímenes contra la humanidad, esta vertiente de pensamiento cosmopolita reciente enfatiza que normas cosmopolitas como los derechos humanos deben estar asociadas al reconocimiento de derechos de pertenencia para todos los seres humanos en el marco de una idea de humanidad establecida ahora como una comunidad política universal. Ellos apuestan por una noción de humanidad que se refiere tanto al estatus jurídico
102
Continuador radical de la aproximación sistémica de Parsons, Luhmann es el único autor de este último
grupo que no hace un uso consistente del término cosmopolitismo. Una razón para explicar esta ausencia
puede ser su escepticismo sobre el uso de conceptos con una pesada orientación normativa. Para
Luhmann, este tipo de nociones pone demasiada carga metafísica en la ya compleja tarea de la teoría social
de explicar lo social. En el caso del cosmopolitismo, Luhmann pudo haber sostenido que su basamento en
el derecho natural – por ejemplo, la idea ontológicamente cargada de una única especie humana – es
precisamente el tipo de lastre filosófico que no es ni plausible ni necesario en la sociología contemporánea.
Como tradición intelectual de larga data, el cosmopolitismo puede ser considerado como parte de la
tradición veteroeuropea de la que él intenta separarse. Una vez reconocido esto, sin embargo, el decido
esfuerzo de Luhmann (1977) por desacoplar la noción de sociedad de la formación histórica del estado-
nación, así como su argumento de que la idea de sociedad se debe conectar a la noción de “sociedad
mundial”, apuntan igualmente en una dirección que es ampliamente compatible con el cosmopolitismo
(Chernilo y Mascareño 2005). La noción de Luhmann de sociedad mundial es dual. Su referencia al mundo
refiere a la naturaleza autorreferencial, inclusiva e infinita de lo social como compuesta únicamente por las
comunicaciones con sentido (Luhmann 1995: 69). La idea de mundo, por tanto, no conoce aquí de otros
límites que los conseguidos por la creciente expansión de los procesos de comunicación. Y su elemento
sociedad se refiere a la comunicación como el único elemento que es capaz de abarcar todas las
características que hacen de la sociedad una realidad emergente: la vida social entendida como continua,
improbable y significativa. Es sólo con el surgimiento de la modernidad, argumenta Luhmann, que la idea
de sociedad se puede asociar efectivamente con la noción de sociedad mundial, porque la modernidad
marca el umbral que crea un sistema comunicativo global que no puede sino convertir al mundo en un
lugar único.
La segunda perspectiva cosmopolita dentro de las ciencias sociales contemporáneas es la de Ulrich Beck
(2000a, 2006). En el capítulo 1 ya me referí a las características principales de la concepción de Beck del
estado-nación de manera tal que ahora sólo me voy concentrar en su contribución a la incorporación
explícita de un enfoque cosmopolita en la corriente dominante de la sociología europea (ver también el
capítulo 7). El argumento principal de Beck es que aunque las versiones tempranas y algo filosóficas del
cosmopolitismo lo entendieron como una tarea activa y que debe buscarse intencionadamente, un nuevo
cosmopolitismo científico social es necesario debido a lo que él llama “la cosmopolitización de la realidad
fundamental de todos los seres humanos como a su pertenencia a una comunidad política universalista aún en formación.
103
(…) un proceso de elección compulsiva o un efecto colateral de decisiones inconscientes” (Beck 2004: 134). El
cosmopolitismo ha trascendido el terreno de la filosofía política normativa y ha aterrizado en la vida
cotidiana de los individuos para bien y para mal. Los sociólogos empíricos necesitan darse cuenta de que
los viejos supuestos anclados en el nacionalismo metodológico ya no permiten comprender y actuar sobre
riesgos de escala global como el cambio climático, el terrorismo internacional y la epidemia del SIDA. La
contribución principal de Beck se encuentra entonces en el nivel metodológico – de ahí tal vez su
propuesta de un cosmopolitismo metodológico – porque el tipo de transformación cognitiva que él
propicia puede ayudarnos a mejorar la pertinencia social y la vocación pública de las ciencias sociales.
Como observador científico social al igual que como ciudadano-agente, él argumenta que la tarea es
favorecer la transición desde una condición cosmopolita acrítica – que no se comprende bien y se acepta
irreflexivamente – a un momento cosmopolita – que puede ser conceptualizado reflexivamente y sobre el
que se puede influir inteligentemente (Beck y Sznaider 2006: 6).
La tercera perspectiva cosmopolita a mencionar es la de Jürgen Habermas. Su interés en el cosmopolitismo
durante la última década es coherente con los fundamentos universalistas de su trabajo filosófico y
sociológico anterior y como una discusión detallada de su trabajo se presenta en el capítulo 8, ahora me voy
a concentrar sólo en tres características de la perspectiva cosmopolita de Habermas. Primero, la
incorporación que Habermas (1999a) hace del cosmopolitismo se relaciona conscientemente con los
escritos de Immanuel Kant sobre el tema. Haciendo explícita la conexión original entre el cosmopolitismo
y el surgimiento de la modernidad, la posición de Habermas es distinta a las de Luhmann y Beck para
quienes, como acabamos de revisar, el cosmopolitismo marcaría una ruptura con el pasado reciente. Para
Habermas, la relevancia actual del cosmopolitismo dice relación justamente con la continuidad antes que
con el quiebre con la tradición moderna. Segundo, Habermas (2000) también sigue a Kant en la idea de que
un orden mundial cosmopolita no puede estar fundado sobre ninguna idea, tan espectacular como
irrealizable, de un estado mundial, sino que debe fundarse más bien en una federación voluntaria de
naciones. Habermas está de acuerdo con Kant en la idea de que el diseño de un orden cosmopolita debe
ser federal o estratificado, es decir, debe reconocer la autonomía relativa de ámbitos de acción local,
nacional, internacional y global. Aunque su propia denominación del período actual como “constelación
posnacional” es algo engañosa, ya que parece aludir a la supuesta declinación definitiva del estado-nación,
el argumento de Habermas es más bien que el derecho cosmopolita complementa antes que suprime o
reemplaza los órdenes jurídicos anteriores y geográficamente más restrictivos (Held 1995). Finalmente,
Habermas rompe con la justificación metafísica de Kant del cosmopolitismo como ley de la providencia y
se aparta así del halo de necesidad que hay en el derecho cosmopolita de Kant en cuanto estaría inscrito en
104
la naturaleza misma de las relaciones legales modernas. De manera similar a como los individuos renuncian
a parte de su libertad para entrar en una asociación civil que garantice sus derechos, los estados entran
también en una suerte asociación voluntaria para con ello reemplazar su situación de “guerra permanente”
por una de “paz perpetua”. La visión postmetafísica del cosmopolitismo de Habermas, por su parte, está
basada en la idea del acuerdo libre y racional de todos quienes podrían estar potencialmente involucrados –
lo mismo da que sean ciudadanos, visitantes, extranjeros o refugiados. Su perspectiva cosmopolita sólo se
puede acreditar desde dentro; no es nunca impuesta o puede quedar garantizada como ley de la naturaleza
o del progreso histórico sino que debe ser el resultado de un proceso de deliberación inclusivo. La
pretensión universalista que está a la base de los derechos humanos le resulta atractiva precisamente porque
opera, simultáneamente, como norma moral universalmente generalizable y como ley positiva
efectivamente aplicable (Habermas 2006).
He llamado teoría social cosmopolita a la última posición que quisiera revisar en este capítulo no sólo
porque intenta explícitamente ir más allá de límites disciplinarios restrictivamente definidos, sino también
porque entiende el cosmopolitismo como una forma de pensar acerca del presente. Me concentraré aquí en dos
académicos que han enfatizado consistentemente la importancia del cosmopolitismo para entender nuestro
mundo y tiempo histórico actual – Bryan S. Turner y Robert Fine – aunque sin duda otras voces también
habrían podido ser consideradas (Calhoun 2002, Delanty 2006). Bryan Turner (1990) inauguró el tipo de
enfoque sobre la historia de la teoría social que se propone en este capítulo cuando demostró, hace casi dos
décadas, que la teoría social se ha preocupado desde sus comienzos de la arena nacional y global
simultáneamente. Más recientemente, como ya lo mencioné, Turner hizo una reevaluación del trabajo de
los teóricos sociales clásicos como ampliamente compatibles con una perspectiva cosmopolita (Turner
2006a). En mi opinión, la contribución de Turner al debate sociológico sobre el cosmopolitismo se expresa
fundamentalmente en dos aspectos. Por un lado, en el tema de la fragilidad humana – “nuestra propensión
a la mortalidad y muerte inevitable” – se expresa una justificación “corporal” de los derechos humanos. Él
trasciende con ello la afirmación que tales derechos sólo pueden ser garantizados por el estado y comienza
a desarrollar una noción de “derechos que los humanos disfrutan en su mera condición de humanos” (Turner
1993). Por el otro, Turner (2006b) está interesado en refutar el “relativismo cultural” que promueve lo que
él llama el “desinterés epistemológico” – aquel tipo de posición intelectual que “impide fundamentar
afirmaciones políticas y legales sobre la ética y la política”. Turner da un paso adicional en la defensa del
núcleo universalista del cosmopolitismo cuando postula que además de los derechos humanos requerimos
de “un conjunto correspondiente de obligaciones y virtudes” tales como la “ironía (…) para lograr una
cierta distancia emocional de nuestra cultura local; la reflexividad con respecto a otros valores culturales; el
105
cuidado por otras culturas (…) y un compromiso ecuménico con el diálogo” (Turner 2001: 134, 150). Estas virtudes
pueden, por ejemplo, permitir a los participantes en diálogos interreligiosos des-esencializar las posiciones
mutuas. La “ironía metodológica” de Turner apunta al reconocimiento de las contradicciones internas en
las propias concepciones del mundo y favorece el escepticismo hacia los propios valores.
Robert Fine también ha estado comprometido, por ya casi una década, con la reconstrucción y renovación
del pensamiento cosmopolita. Él ha dedicado su atención a una variedad de asuntos que están en el centro
del pensamiento cosmopolita contemporáneo como los crímenes contra la humanidad (Fine 2000), la
historia del pensamiento cosmopolita moderno (Fine 2003b), el culto a lo nuevo en la literatura
cosmopolita reciente (Fine 2003a, capítulo 7), las intervenciones militares humanitarias (Fine 2006a) y el
cosmopolitismo como una agenda de investigación empírica (Fine 2006b). Su interés por el
cosmopolitismo se deriva de su trabajo previo sobre el canon de la teoría social y su relación con la
tradición del derecho natural (Fine 2001, 2002) y él sostiene que aunque las teorías del derecho natural no
son el asunto más popular en la teoría social actual, la explicación de las conexiones entre ambas
tradiciones puede revigorizar el pensamiento cosmopolita actual (Fine 2007). Su aproximación
metodológica a la historia de la teoría social puede describirse como una “crítica sistemática” a la manera
en la que la teoría social supone haber trascendido el derecho natural mientras de hecho, con mucha
frecuencia, reproduce la tradición que busca superar. Fine ha demostrado las continuidades entre el
cosmopolitismo de Kant y la tradición del derecho natural – “Grotio, Puffendorf y el resto” – que el
mismo Kant creyó haber superado. El cosmopolitismo queda nuevamente al centro del desarrollo de la
teoría crítica y muestra el rol fundamental desempeñado por Hegel y Marx no sólo en su crítica a Kant sino
más bien como puente entre la reconstrucción kantiana del derecho natural y la teoría social cosmopolita.
Esto explica también por qué la teoría social cosmopolita de Fine se centra en el derecho cosmopolita
como una forma social y contradictoria de derecho. El cosmopolitismo no es la cima de la modernidad, el
momento sintético en el que todas las luchas previas de la modernidad necesariamente se disolverán. Más
bien, y como sucede con todas las formas de derecho, el derecho cosmopolita está obligado a hacer frente
a otras formas jurídicas, está abierto a interpretaciones conflictivas y puede ciertamente ser usado de forma
cínica. El cosmopolitismo debe entonces ser considerado como un ejercicio permanente de enjuiciamiento
normativo y no como un conjunto preestablecido de principios y reglas. No estamos frente a una ley
teleológica de la naturaleza sino que es una manera con que los seres humanos concretos luchan por
reconocerse mutuamente y tratarse como iguales frente a todas sus diferencias.
106
Conclusión: El universalismo del cosmopolitismo y sus críticos
El cosmopolitismo no es un tema simple para aquellos interesados en el pasado de la teoría social. Pero la
teoría social contemporánea no puede simplemente ignorarlo si desea mantenerse conectada con las
tendencias sociales más importantes de nuestro tiempo. Con independencia de si los científicos sociales se
han referido explícitamente al cosmopolitismo, mi argumento en este capítulo ha sido que una fuerte
pretensión universalista es el vínculo que une el cosmopolitismo y la tradición de la teoría social moderna.
Sumada a las proposiciones anteriores del derecho natural sobre la unidad fundamental de la especie humana y de
la igualdad de todos los seres humanos, la teoría social moderna agrega la tesis de que la modernidad crea las
condiciones estructurales y el marco institucional para darnos cuenta, por primera vez, de la unidad última de
la propia humanidad. Estas tres afirmaciones constituyen lo que he llamado aquí el fundamento cosmopolita
de la teoría social moderna. Este capítulo ha intentado así descubrir la presencia del cosmopolitismo en la
teoría social pasada y presente, describir sus características más relevantes y, por cierto, persuadir sobre su
pertinencia actual. He intentado desplegar esta pretensión universalista en los tres períodos de la teoría
social clásica, modernista y contemporánea y mostrar que en cada una de esas fases puede recuperarse un
cierto canon intelectual y hacerlo compatible con los compromisos normativos y conceptuales más
importantes del cosmopolitismo. Tanto la teoría social pasada como la presente han mantenido encendida
la antorcha del cosmopolitismo porque requieren, y a su vez refuerzan, este tipo de fundamento
universalista. Un argumento subsidiario que atraviesa este capítulo es que la teoría social ha tendido, en
buena medida, a rechazar explicaciones sobre la base de puntos de vista nacionalistas o raciales. Por el
contrario, la teoría social parece requerir una perspectiva más amplia y abstracta en la que las diferencias en
el desarrollo económico y político son atribuidas a causas estructurales que no se retrotraen a una
comprensión esencialista de la etnicidad, la religión, la cultura o la nacionalidad. La pretensión universalista
de la teoría social permite que sus explicaciones trasciendan tanto las descripciones etnográficas que
simplemente repiten los puntos de vista de los propios participantes como la formulación de leyes
generales y a-históricas a partir de presupuestos altamente metafísicos.
La orientación universalista del cosmopolitismo es, sin embargo, altamente controversial en la teoría social
y las ciencias sociales en general. Por ejemplo, la evaluación razonablemente positiva que Mike
Featherstone (2002) hizo del cosmopolitismo cuestiona el hecho de si su origen occidental hace
insostenible su aspiración universal. Pero este comentario asume, en vez de preguntarse, si tiene sentido
llamar “occidental” a la tradición de la filosofía griega clásica – ¿qué significa exactamente decir que Platón
y Cicerón pertenecen a “occidente”? Y lo que es más importante, se omite el punto de que en el corazón
107
del cosmopolitismo de la teoría social hay una pretensión universalista de modo que los orígenes
geográficos de una tradición intelectual son menos importantes que su orientación autorregulable hacia una
concepción del género humano cada vez más robusta, amplia y abstracta. Y si observamos las críticas
actuales al cosmopolitismo moderno, y las reconstruimos hasta llegar al uso algo ambiguo que Kant hace
del término hacia fines del siglo XVIII, observamos también la resistencia feroz que estas propuestas han
hallado desde siempre. Quisiera entonces finalizar este capítulo con una breve evaluación de algunas de
esas críticas y de los problemas que suscitan – tanto para el pensamiento cosmopolita como para los
propios críticos.
En la antropología del siglo XIX, por ejemplo, la pretensión universalista del cosmopolitismo era ya
fuertemente resistida. Este rechazo estaba basado tanto en la “evidente” superioridad del colonizador
blanco como en la defensa altamente acrítica del punto de vista del nativo – la supuesta primacía de la
“misión civilizadora del imperio” contra el “mito del buen salvaje”. En ambas versiones se hacía el mismo
argumento de que la diferencia de poder sobre la que se basa el encuentro colonial hace inviable el intento
de encontrar la base común sobre la cual los seres humanos pueden reconocer sus diferencias mutuas
como constitutivas de una igualdad más fundamental. El cosmopolitismo se transforma entonces, si no una
fantasía, al menos en una posición filosóficamente insostenible e inútil en la práctica. Ciertamente este
modo de concebir las cosas ha penetrado en importantes formas de pensamiento de las ciencias sociales y
las humanidades; de hecho, los problemas planteados por estas descripciones “densas” no han
desaparecido durante el XX. Es como si el pensamiento científico social hubiese seguido atrapado en la red
imperial de ideas y prácticas institucionales de modo que todos los intentos por corregir los defectos de
estas proposiciones universalistas sólo debilitan la posición que intentan defender (Said 2003). Los
defensores de las políticas de la identidad, tanto como los románticos de la sociedad civil, siguen
favoreciendo una perspectiva de “lo local”, “lo particular”, “lo no occidental”, “lo nativo” y “lo auténtico”
y entienden aun la orientación universalista del cosmopolitismo como abiertamente engañosa y
políticamente peligrosa.
Es en este contexto que las críticas feministas de la segunda mitad del siglo pasado no se han quedado
cortas de argumentos para oponerse a la fuerza que impulsa estas propuestas universalistas – y de ese
modo han agregado su propia reivindicación de “lo femenino” a la lista anterior (Nicholson 1990). El
cosmopolitismo es entonces rechazado porque contribuye a la reproducción, e incluso al reforzamiento, de
la dominación y los prejuicios masculinos: la igualdad humana significa, para todos los propósitos
relevantes, igualdad masculina. De manera similar, la crítica posmoderna a los metarrelatos – el progreso, la
108
democracia liberal, la revolución – intentó develar las presuposiciones e ilusiones metafísicas y de derecho
natural que todavía se podían encontrar en la teoría social. Este rechazo a la metafísica está en el centro del
ataque de los pensadores posmodernos al pensamiento científico social – y la orientación universalista del
cosmopolitismo lo convierte sin duda en un objetivo fácil. El argumento reza aquí que, en tanto herederas
de la creencia en la razón de la ilustración, las formas tempranas y contemporáneas de pensamiento
cosmopolita reproducirían no sólo los hallazgos sino también los defectos de ese movimiento filosófico del
siglo XVIII. En ese sentido, los críticos posmodernos ciertamente comparten la visión de que el
cosmopolitismo es incapaz de superar las diferencias de poder en que se basan las relaciones interculturales,
raciales, de género y de clase. Pero a esta crítica le agregan el hecho de que es la carga metafísica del
cosmopolitismo – es decir, precisamente su pretensión universalista – la que crea la dificultad decisiva.
Ellos sostienen que el universalismo del cosmopolitismo falla en la práctica porque las instituciones que
fueron establecidas sobre sus ideales han sido incapaces de corregir, o al menos de frenar, las injusticias
contra las que fueron originalmente concebidas. Pero sobretodo ellos lo critican teóricamente porque el
cosmopolitismo no puede proporcionar apoyo suficiente para sus proposiciones fundamentales sobre la
unidad de la especie y la igualdad de los seres humanos. En la medida en que la pluralidad, la diversidad y la
fragmentación parecen haber ganado en el voto popular de las ciencias sociales contemporáneas, las
proposiciones normativas universalistas se transforman simplemente en el lastre metafísico de la vieja
ilustración que sigue contaminando la teoría social actual.
Estas diferentes críticas tienen ciertas características en común. Ellas refieren a las imperfecciones,
deficiencias e incompletitud que ha acompañado al programa cosmopolita, tanto en teoría como en la
práctica, desde sus inicios. Y ellas también parecen estar de acuerdo en el hecho de que el cosmopolitismo
no es simplemente una forma de autoengaño intelectual sino que derechamente lo tratan como un arma
ideológica que los poderosos están siempre dispuestos a usar de manera hipócrita para legitimar su
dominación – y con ello encontrar nuevas formas para debilitar posibles argumentos normativos de
resistencia. Quienes seguimos defendiendo la pretensión universalista del cosmopolitismo simplemente
estaríamos poco dispuestos a aprender de los errores pasados; y con ello les damos razón a los críticos de
que si no es la mera idiotez, es entonces la falta de honradez intelectual la que explica el renacimiento actual
del cosmopolitismo. Contra tales críticas, creo que podemos volver a mirar la evaluación ambivalente que
Kant hace de la Revolución Francesa y de los ideales universalistas que propugnó pero que no pudo
realmente implementar. No hay duda de que Kant evalúa la revolución como un evento trágico marcado
por oportunidades perdidas y promesas incumplidas, pero eso no lo llevó a abandonar los ideales
universalistas como tales. Por el lado institucional, las fallas en la implementación de los ideales
109
universalistas sólo hace evidente que la tierra no está habitada por ángeles sino por simples seres humanos
codiciosos que en ocasiones pueden también ser altruistas. Los errores, e incluso el uso cínico de los
principios universalistas, son la expresión de la brecha real entre los ideales y la realidad pero ellos no
prueban que las estrategias institucionales establecidas sobre la base de tales ideales universalistas sean el
camino incorrecto. Por el lado teórico, la lección parece ser que aun cuando algunas de las presuposiciones
metafísicas a la base del cosmopolitismo puedan ser refutadas, ello no implica abandonar el proyecto de
seguir intentando encontrar una manera mejor y más convincentemente para fundamentarlo. El
cosmopolitismo de la teoría social moderna no requiere de una concepción específica de naturaleza
humana sino sólo de la búsqueda incansable de maneras siempre más inclusivas y abstractas de cimentar su
universalismo; no requiere de ninguna clase definitiva de universalismo sino pero sí mantenerlo como una
pretensión. El universalismo del cosmopolitismo debe pensarse como un ideal regulativo antes que como
un conjunto de contenidos fijo e inmutable.
El universalismo del cosmopolitismo no pretende ignorar o anular formas particulares de vida. Por el
contrario, intenta defenderlas y promoverlas: el genocidio ha sido reconocido como “el crimen supremo
contra humanidad” precisamente porque “pretende la destrucción de la variedad humana, de las muchas y
diversas maneras de ser humano” (Benhabib 2004: 128). Las posiciones críticas se debilitan crecientemente
porque dejan de captar que su reconocimiento y protección de maneras particulares de vida requiere de un
concepto y fundamentación cada vez más abstracta de la unidad fundamental de la humanidad. Para que su
afirmación de la autenticidad y la localidad sea efectivamente comunicada, traducida, y entendida por
cualquiera que se encuentre fuera de la instancia particular, los críticos necesitan apelar a un orden moral
más alto y general en el cual los seres humanos se traten los unos a los otros como individuos que
pertenecen a la misma especie. La pretensión universalista del cosmopolitismo no puede ser deshonrada sin
caer en la contradicción performativa de socavar la misma posición de igualdad que es necesario
presuponer para iniciar ataques contra-argumentativos y conseguir que la crítica sea escuchada. Si ello no es
así, las críticas caen en un vacío normativo en el que puede reinar la total indiferencia entre personas y
grupos (la fatiga posmoderna tanto como el egoísmo utilitario) o prevalecer la aplicación desnuda de la ley
del más fuerte (la Realpolitk de Schmitt). O como Margaret Archer (2000: 32) lo señala con su usual
agudeza: “si la resistencia ha de tener un locus, entonces debe ser predicada sobre un sí mismo que ha sido
violado, que lo sabe y que puede hacer algo al respecto”. Podemos tratar de evitar tal pantano normativo
mediante la reintroducción de la pretensión universalista del cosmopolitismo, pero los críticos sólo pueden
hacerlo por la puerta de atrás; ellos tienen que introducir subrepticiamente, antes que justificar
abiertamente, el sustento universalista que es necesario para que un argumento normativo tenga alguna
110
capacidad real. Son incapaces de reconocer, y están ciertamente poco dispuestos a aceptar, que su
reivindicación de lo local, de lo particular, de lo femenino tiene como base una pretensión universalista. Sus
intentos terminan entonces obviando la pregunta normativa más importante que el cosmopolitismo
plantea: ¿Dónde han de encontrarse fundamentos normativos si no es en la creencia abstractamente
universalista de la unidad fundamental del género humano?
111
Capítulo 6. En Busca del Universalismo: Reevaluando la Naturaleza del Cosmopolitismo de la
Teoría Social Clásica*
Creo que nos encontramos en una buena posición para mirar retrospectivamente los escritos de los
teóricos sociales clásicos desde el punto de vista del cosmopolitismo.34 Nuestra situación epocal se parece a
la suya, por ejemplo, en cuanto tampoco puede asumir que las formas sociopolíticas de la modernidad son
inevitables o se mantendrán por siempre. Nos enfrentamos, igualmente, a la cuestión de la problemática
posición del estado-nación en el contexto de una siempre “renovada” transformación global de la
modernidad (capítulo 1). Existe, asimismo, el desafío compartido de ofrecer, siempre desde el presente, una
evaluación clara del grado y profundidad de las transformaciones estructurales de la modernidad. Y tanto
en aquel entonces como hoy tenemos la necesidad de encontrar nuevas definiciones para los términos clave
con los que intentamos describir la vida social moderna. Una vez que la sobreexcitación inicial con la idea
de globalización comienza a calmarse, podemos esperar también que el cosmopolitismo actual comience a
liberarse de sus numerosos ‘- ismos’ y a tornarse con ello menos ideológico y doctrinal (Fine 2003a). Hay
espacio ahora para comprender el grado en que algunas de las ideas básicas de la teoría social clásica
adelantan temas fundamentales del pensamiento cosmopolita actual (Turner 2006a, capítulo 5).
Esto no significa, naturalmente, que todo ha permanecido igual desde esa época o que una repetición
mecánica de los teoremas de la teoría social clásica constituya, por sí misma, una buena teoría social. Pero
el rechazo rotundo a las explicaciones de la teoría social clásica sobre los rasgos estructurales de la
modernidad en razón de un presunto cambio de época (Albrow 1996), la abdicación de sus conceptos clave
porque ahora son sólo “categorías zombi” (Beck 2002b) y el abandono de su pretensión universalista
debido a condiciones epistemológicas radicalmente trasformadas (Urry 2000), son tesis que han prosperado
demasiado rápidamente y que se pueden haber vuelto moneda corriente demasiado fácilmente. En vez de
oponer lo que parece haber sido válido en ese entonces a lo que parece ya no serlo más, sugiero que no
* Mi agradecimiento principal es para Robert Fine por su amistad e inspiración intelectual. Les agradezco también a Vivienne Boon, Robert Fine y William Outhwaite por haberme invitado a presentar este trabajo en las Universidades de Liverpool y Sussex en Noviembre de 2005. Los comentarios y críticas de quienes participaron en esas sesiones fueron también muy útiles: Ulrich Beck, Andrew Chitty, Mathew David, Gerard Delanty, María Pía Lara, Darrow Schecter y Charles Turner. Como en trabajos anteriores, he contado con la inapreciable ayuda de Margaret Archer, Jorge Larraín, Aldo Mascareño, Cristóbal Rovira, Guido Starosta y Marcus Taylor. Finalmente, Robert, Aldo y William me hicieron comentarios detallados a versiones preliminares de este texto que me permitieron refinar mis argumentos. Por cierto soy el único responsable de los errores que subsisten en este artículo, que forma parte del proyecto FONDECYT 3040004. 34 Aunque su status de clásicos no sea a-problemático, sólo puedo dar por sentado aquí que estos cuatro autores merecen tal condición. De hecho, entiendo la reevaluación de la teoría social clásica que se hace en este capítulo justamente como una contribución a la renovación de su posición canónica a partir de nuestras circunstancias actuales. Apoyo textual adicional para sustentar mis afirmaciones está disponible en Chernilo (2007).
112
sólo los orígenes nacionales sino que también el impacto global de la modernidad sea reevaluado a la luz de
nuestras circunstancias actuales. Cuando se procede desde el interior de la teoría social, una reconstrucción
sobre la relación de la teoría social clásica con el cosmopolitismo sólo puede provenir de nuestro interés en
el presente: la reconstrucción está fundamentalmente determinada por las condiciones y los asuntos que
hoy consideramos como las tareas más urgentes de nuestra propia época. Un acercamiento crítico a esta
tradición de pensamiento es entonces pertinente porque la perplejidad intelectual y la incertidumbre
histórica que ahora experimentamos son parte esencial del modo que tiene la teoría social de entender la
modernidad.
Mi estrategia para reevaluar el vínculo entre la teoría social clásica y el cosmopolitismo se basa en la idea de
que hay cierta pretensión universalista que ambas – la teoría social clásica y el cosmopolitismo – comparten. Mi
tesis principal es que como la teoría social clásica surge del legado universalista de la ilustración –
adoptando un universalismo normativo que se basa en las teorías del derecho natural tradicional – ella
necesitó definir una concepción de universalismo más refinada y diferenciada para hacer frente
adecuadamente al reto de explicar la vida social moderna. La teoría social clásica intentó comprender el
surgimiento de las relaciones sociales modernas por medio de una concepción universalista de la
humanidad y mediante dispositivos analíticos y procedimientos metodológicos igualmente universalistas.
La siguiente sección del capítulo expone por eso la conexión entre el cosmopolitismo, el universalismo y la
emergencia de la teoría social clásica. Quiero después profundizar, para los siguientes cuatro pensadores –
Marx, Simmel, Durkheim y Weber – el argumento del universalismo de la teoría social clásica en tres
niveles: (1) la idea normativa de una única sociedad moderna que abarca todo el globo y el conjunto de
humanidad; (2) la definición conceptual de cuál es el elemento social de las relaciones sociales modernas; y
(3) la justificación metodológica sobre cómo generar conocimiento empírico adecuado. Hacia el final del
capítulo, esbozo la conclusión de que es precisamente esta pretensión universalista la que hace clásica a la
teoría social clásica.
Cosmopolitismo, universalismo y el surgimiento de la teoría social
De acuerdo al estudio sobre el cosmopolitismo de Stephen Toulmin (1990: 68), el universalismo es una
característica clave del programa cosmopolita temprano que se originó en la filosofía estoica griega. En esta
tradición, las cosas en el mundo manifiestan: “de variadas maneras un ‘orden’ que expresa la Razón que
une las cosas (...) la idea práctica de que los asuntos humanos están influenciados y marchan al ritmo de los
asuntos celestiales, se transforma en la idea filosófica de que la estructura de la Naturaleza refuerza un
113
orden social racional”. En la época del absolutismo europeo durante los siglos XVII y XVIII, la pretensión
universalista hallaba expresión en modos de pensamiento semejantes al de la teoría del derecho natural
tradicional. El tipo específicamente normativo de universalismo que la caracteriza es transformado en una
visión de mundo que comprende una explicación y justificación unificada para todos los ámbitos posibles
de la experiencia humana:
Cada cosa en el orden natural testifica (o se la puede hacer testificar) el dominio de Dios sobre la
Naturaleza. Tal dominio se extiende sobre toda la fábrica del mundo natural y humano y es
evidente en todos los niveles de la experiencia. Lo que Dios es a la Naturaleza, el Rey es al Estado.
Es consistente que una Nación Moderna modelase su organización Estatal a partir de la estructura
que despliega el mundo de la astronomía: el Roi Soleil¸ o Rey Sol, ejerce autoridad sobre círculos
sucesivos de súbditos que conocen sus lugares y se mantienen en sus propias órbitas. Lo que Dios
es a la Naturaleza y el Rey es al Estado, el Marido es a su Esposa y el Padre es a su familia (…) En
todas estas formas, el orden de la Naturaleza y el de la Sociedad aparecen como gobernados por el
mismo conjunto de leyes (Toulmin 1990: 127)
En el contexto de las teorías del derecho natural tradicional, entonces, el papel de la razón humana es fijar
el estándar que haga inteligible cualquier acontecimiento en el mundo, incluso si la historia de la humanidad
no puede ser considerada aún como el resultado de sus propias acciones. Los seres humanos están
capacitados para entender, pero no pueden alterar, la naturaleza intrínseca y divina de la racionalidad última
del mundo. El universalismo de esta tradición cosmopolita temprana no puede distinguir que está
trabajando articulada y simultáneamente en tres niveles: normativamente, sobre la base de una concepción
divina de la naturaleza humana; conceptualmente, porque la razón humana proporciona las explicaciones
causales para describir el funcionamiento de todos los diferentes campos de la vida, y metodológicamente,
mediante analogías que ayudan a la organización práctica de los diferentes ámbitos de experiencia humana.
Estos tres planos diferentes funcionan inevitable y conjuntamente como una aproblemática visión
unificada.
El momento más acabado de esta conexión entre universalismo y cosmopolitismo se encuentra, por cierto,
en los escritos de Immanuel Kant (1991) sobre la Paz Perpetua y la Idea de una Historia Universal con Sentido
Cosmopolita. En relación al cosmopolitismo, la posición de Kant es de ruptura y continuidad con la teoría
tradicional del derecho natural y su concepción no diferenciada de universalismo. Por un lado, Kant rompe
con las formas tempranas de pensamiento cosmopolita ya que él explícitamente lo considera como la
114
encarnación – en los campos de la política y de las relaciones internacionales – de aquellos principios
morales que obtienen su validez del hecho de ser postulados de la razón práctica. Kant es también un
innovador porque agregó una dimensión explícitamente política al cosmopolitismo; él acepta que una cierta
concepción unificada del mundo como la propia polis – el hecho de ser un ciudadano del mundo como
una realidad emergente – está inscrita en la idea misma de cosmopolitismo. La innovación institucional
inscrita en su idea de una “Federación de Voluntaria de Naciones” y la innovación legal de su “Derecho de
la Humanidad” que incluye el principio de la hospitalidad hacia los extranjeros, están ambas basadas en el
universalismo de sus postulados morales y son por tanto aplicables a todos los seres humanos sin
distinción. Con este movimiento, Kant comienza a desplegar las diferentes dimensiones del universalismo
del cosmopolitismo: mientras sigue basado en su núcleo normativo original (aunque de una manera
modificada, debido a la forma de la filosofía práctica de Kant), incluye ahora también una dimensión más
nítidamente procedimental. Por otra parte, Kant todavía pertenece a la tradición de la teoría del derecho
natural en tanto recurre a la providencia para hacer del cosmopolitismo un logro evolutivo necesario de la
humanidad. Si las tendencias históricas no se ajustan a los postulados de la razón práctica, los seres
humanos no tenemos que preocuparnos porque la providencia hará bien su trabajo; a saber, contener la
‘insociable sociabilidad’ de los hombres (Fine 2001: 134-5; 2006: 51-5). Él confía en que la providencia
eventualmente nos llevará a crear instituciones cosmopolitas y nos permitirá disfrutar de una forma de vida
cosmopolita. Kant es por lo tanto una figura transicional clave en el desarrollo de una conceptualización
más diferenciada del universalismo cosmopolita. Es el último de los viejos cosmopolitas pues él, al menos
en parte, habita aun en la teoría del derecho natural tradicional, pero Kant es también el primero de los
cosmopolitas modernos ya que comienza a desplegar el corazón normativo del universalismo en ámbitos
distintos y más operacionalizables (capítulos 7 y 8).
La crítica a la teoría del derecho natural tradicional debe ser vista como un tema importante para explicar la
emergencia de la teoría social clásica que surgió, a fines del siglo XIX, como un programa intelectual
centrado en intentar comprender y conceptualizar la naturaleza de un conjunto totalmente nuevo de
relaciones sociales que estaban teniendo impacto a lo largo y ancho del globo (Fine 2002). Como parte de
la tradición de la ilustración, la teoría social clásica heredó la pretensión universalista que, hemos sostenido,
está en el corazón de todo cosmopolitismo. Sin embargo, la teoría social clásica se desarrolló también
como “filosofía política empírica” (Wagner 2001a), por lo que ya no estaba en situación de seguir
desplegando acríticamente el proyecto normativo del cosmopolitismo. Mi argumento es que la teoría social
clásica se mantuvo comprometida con el fundamento universalista de todas las formas anteriores de
pensamiento cosmopolita pero que, a diferencia de las formulaciones ilustradas, necesitó de una pretensión
115
universalista diferenciada. Requirió de un argumento en favor del universalismo que pudiera funcionar sin
los pilares legitimatorios que proveía la teoría del derecho natural tradicional; es decir, era necesario
permitir el desacuerdo ético y la variación empírica sin simultáneamente desechar completamente la
posibilidad del universalismo. Quiero por ello afirmar que, en vez de abandonar el universalismo
normativo, la teoría social clásica lo pone entre paréntesis y empieza a desplegarlo. O, en otras palabras,
que el compromiso con el universalismo permanece pero comienza ahora a diferenciar entre sus
dimensiones normativas, conceptuales y metodológicas. Fue necesario hacer un trabajo separado en cada
uno de esos tres ámbitos porque, aunque ellos podrían en principio converger, ello ya no sucedía de
manera automática o necesaria.
Normativamente, la teoría social clásica apoya el universalismo original del cosmopolitismo pero sin la pesada
carga que ahora representaba su relación con el derecho natural – no hay duda de que uno de los temas
clave de la teoría social clásica fue “el estudio y la crítica de las estructuras normativas de la sociedad”
(Freitag 2002: 175). De hecho, desde los escritos de Kant en adelante, se hizo cada vez más claro que la
emergencia de la modernidad sólo podría ser significativamente entendida si se la unía a la imagen de una
modernidad global. El elemento común de la comprensión de Marx sobre el capitalismo, los estudios de
Weber sobre la relación entre ética religiosa y economía, el análisis de Simmel sobre los procesos de
ampliación de la socialidad y la valoración que Durkheim hace del propio cosmopolitismo es precisamente
la afirmación de que la sociedad moderna es local en su origen, nacional en su organización y universal en
su impacto. La teoría social clásica intenta responder a la pregunta fundamental sobre en qué medida un
conjunto geográficamente particular de procesos históricamente circunscritos ha conducido al surgimiento
de una serie de tendencias evolutivas que tienen impacto en todo el mundo. El corolario normativo simple,
pero de ninguna manera trivial, de esta afirmación es que a pesar de todas las diferencias, la humanidad es
efectivamente una y sólo puede ser teorizada como tal. La conceptualización del alcance global de la
modernidad requiere efectivamente de la presunción normativa de una concepción universalista de la
humanidad de la cual nadie está en principio excluido. Esta comprensión de la humanidad opera como una
de las ideas regulativas de la teoría social clásica que entiende el surgimiento de la sociedad moderna como
el momento en que la humanidad ha finalmente comenzado a forjar, por sí misma, su destino (Kant 1973:
485-7). Incluso si la modernidad no es conceptualizada como un desarrollo consciente de la humanidad,
esta idea de humanidad difiere de las nociones previas de naturaleza humana porque, por primera vez, es
vista como una realización evolutiva de la propia historia de la humanidad. Los desarrollos conceptuales y
metodológicos de la teoría social clásica apuntaron en una dirección que es ampliamente compatible con el
universalismo normativo del cosmopolitismo.
116
Conceptualmente, entonces, la teoría social clásica intentó capturar las formas emergentes de “socialidad” de
una manera universalista; el proyecto de la teoría social clásica está directamente asociado con términos
tales como “lo social”, “sociedad” y “sociación”. La característica principal de estos conceptos es que
intentaron capturar qué constituye las relaciones sociales modernas en ausencia de aquellos elementos de
las teorías del derecho natural tradicional como la tradición, la naturaleza humana, la providencia o las
divinidades. Las ambigüedades en el uso de estos conceptos reflejan problemas reales que había que
resolver. Si tomamos la idea de sociedad, por ejemplo, a veces se la usó para establecer una referencia
política, geográfica o cultural. La “sociedad” era el nombre abstracto que se le dio a estructuras
sociopolíticas relativamente recientes como el estado-nación – de ahí la idea de “sociedades nacionales”
(Calhoun 1999, Smelser 1997). No obstante, hubo un segundo y en mi opinión más consistente uso del
término “sociedad” que dice relación con una conceptualización abstracta de la naturaleza de las
“relaciones sociales modernas” propiamente tales (Frisby y Sayer 1986, Outhwaite 2006). Entonces, por un
lado, la idea de sociedad nacional enfatiza lo que podría constituir un grupo de personas como una unidad
singular de manera tal que obtenga su derecho a la autodeterminación nacional. Enfatiza el hecho de que
una nación es diferente a otra debido a su clima (los latinos son calientes y los sajones fríos), al color (de la
piel) o incluso a sus sabores (preferentemente del vino o la cerveza). Por el otro, sin embargo, el uso de la
idea de sociedad más claramente ligado a los conceptos de “lo social” y “sociación” coloca el énfasis en la
cuestión de aquello que constituye las relaciones sociales modernas: la pretensión universalista que nos hace
a todos seres humanos y nos permite hablar de relaciones sociales en cualquier lugar (Europa o América
Latina) y tiempo (antes o después del nacimiento de Cristo). Veremos que la teoría social clásica trabajó
afanosamente para encontrar un principio regulativo que pudiese fijar los fundamentos universalistas del
conocimiento científico social sobre la base del alcance global de la modernidad. Para ello, la característica
distintiva que la idea de sociedad debió suscribir fue una pretensión universalista en sus evaluaciones
normativas al igual que en sus conceptualizaciones de la diversidad empírica.
Las herramientas conceptuales con orientación universalista de la teoría social clásica habrían de funcionar
sólo si en los hechos ellas se ven complementadas con procedimientos metodológicos utilizables en la práctica.
A primera vista por lo menos no parece haber mucho en común entre la insistencia de Weber en la
imputación de comportamiento racional cuando se construyen tipos ideales, la inversión de Marx del
idealismo de Hegel, la argumentación kantiana de Simmel sobre la naturaleza a-priori de la sociedad, y la
declaración de Durkheim sobre la naturaleza externa y coercitiva de los hechos sociales. Más aun, en tanto
lineamientos generales, ellos presentan problemas y no fueron desplegados siempre con total fidelidad –
117
incluso por los propios autores. Pero todos estos procedimientos comparten dos rasgos dignos de
mencionar aquí. Primero, críticamente, estas reglas metodológicas de la teoría social clásica rechazaron el
hecho de que las preferencias políticas nacionalistas se tradujesen en posiciones teóricas para la explicar “lo
social”. Incluso si a inicios de la Primera Guerra Mundial, Durkheim (1915), Weber (Palonen 2001) y
Simmel (Harrington 2005) fueron víctimas del chauvinismo nacionalista de su tiempo, éste no solo mostró
tener una corta vida sino que, más importante aún, no llegó a contaminar sus principios científicos sociales
más abstractos. Aunque para mi sorpresa este tema no ha atraído demasiada atención en la literatura
secundaria, la teoría social clásica criticó la tendencia a la reificación de la idea de nación que era común en
aquel entonces. Todos ellos rechazaron lo qué ahora llamamos “nacionalismo metodológico”, la idea de
que el estado-nación y el principio de la nacionalidad eran y son las representaciones naturales y necesarias
de la vida social moderna (capítulos 1 y 3). En una palabra, todos coincidían en que la ciencia social
moderna no puede fundarse en ningún principio völkisch de tipo particularista. Segundo, y lo que es más
importante, todos sus procedimientos comparten una cierto compromiso universalista como principio
metodológico. La validez del nuevo conocimiento a ser producido habría de ser aceptada sólo porque estos
procedimientos metodológicos dan cuenta de la diversidad cultural e histórica a la vez que se mantienen
comprometidos con el universalismo. Incluso si sus conceptos y métodos no siempre probaron ser tan
acertados o realizables como originalmente se anticipó, el universalismo sigue siendo un principio
regulativo, un estándar al cual aferrarse (Emmet 1994). Del mismo modo que la vocación empírica de la
teoría social clásica debía operar como un antídoto contra toda versión reificada de lo universal, la
pretensión universalista de sus conceptos y procedimientos metodológicos debía representar un antídoto
contra cualquier tratamiento sagrado de lo particular.
En el resto del capítulo quisiera entonces dar sustento a mi afirmación sobre el compromiso de la teoría
social clásica con el universalismo en esos tres niveles. Normativamente, en su concepción de que la idea de
sociedad moderna es significativa solamente cuando engloba a toda la humanidad; conceptualmente, en su
definición de qué es lo social de las relaciones sociales modernas y, metodológicamente, en su señalamiento de
los procedimientos que habrían de guiar y justificar los resultados de la investigación empírica en diferentes
contextos históricos y culturales. Aunque voy a desarrollar el argumento sobre el universalismo en estos
tres niveles para cada uno de los cuatro autores que ya mencioné, es también claro que cada uno de ellos es
más fuerte en ciertos aspectos: Marx con el logro definitivo que representa su crítica a la teoría del derecho
natural tradicional y su postulado sobre la naturaleza global del capitalismo; Simmel con el argumento del
universalismo conceptual y metodológico de la idea de sociedad; Durkheim gracias a su tesis sobre el
118
universalismo normativo que está a la base de la relación entre cosmopolitismo y nacionalismo y Weber en
relación al procedimentalismo universalista sobre el cual basó sus aportes metodológicos.
Marx
Uno de los temas centrales de la obra de Marx fue su intento por desprenderse del esencialismo de las
teorías tradicional del derecho natural. Su adopción de un punto de vista materialista se basa en el rechazo a
cualquier concepción inmutable de la naturaleza humana. Antes bien, él entiende la evolución de la historia
humana – mediante los conceptos de praxis, primero, y luego de trabajo – como el desarrollo radicalmente
historizado de la reproducción material de la vida social. El punto de partida de su crítica al idealismo
alemán se centra precisamente en el dogmatismo de sus presuposiciones nacionalistas. Así, muy en los
inicios y en el contexto de su disputa con los jóvenes Hegelianos, Marx (1978c: 59) lee a Hegel como el
más alto representante de “la filosofía alemana del derecho y del estado” y del “estado moderno y la
realidad a él asociada”. Marx critica esa visión de Alemania en la que el país es considerado como
autosuficiente y sin consideración de procesos sociales más amplios y se refiere a la perspectiva de Hegel
sobre Alemania como “la deficiencia de la política actual constituida como sistema” (Marx 1978c:62). Sin
entrar en la disputa sobre si Marx interpretó a Hegel correctamente, su crítica a Hegel se centra
precisamente en la transformación del proyecto del estado-nación alemán en una forma de religión. La
principal preocupación metodológica de Marx es por ello intentar deshacerse de las limitaciones que el
lugar y tiempo propio imponen sobre el pensamiento; él está en busca de una posición universalista en la
que pueda conseguirse el punto de vista más abstracto posible.
Las preocupaciones filosóficas del joven Marx se fueron progresivamente reformulando en un lenguaje
científico social en la medida en que se interesó en la economía política como la ciencia empírica que podía
ofrecer la mejor explicación sobre la reproducción material de la sociedad en el capitalismo. Marx se
interesó en la economía política burguesa porque vio en ella un intento de generar conocimiento científico
universalmente válido y aplicable. Su crítica a la economía política, a su vez, la desarrolló para trascender ese
proyecto científico para desentrañar eficazmente los procesos esenciales y penetrar en su apariencia – tal y
como se esboza magistralmente en su tesis sobre el fetichismo de la mercancía en el capítulo 1 de El Capital
(Larraín 1979: 180-4). Por lo tanto, cuando el joven Marx (1978d: 145) se refiere a una concepción de
sociedad como “humanidad socializada”, en los Grundrisse, un Marx más maduro sostiene de manera similar
que “la sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de sus interrelaciones, las relaciones
dentro de las cuales estos individuos se encuentran” (Marx 1973: 265). Su idea de sociedad apunta entonces
119
mucho más a un concepto genérico de “relaciones sociales” y mucho menos al estado-nación o, de hecho,
a cualquier forma de organización sociopolítica. A lo largo de toda la obra de Marx, entonces, “las
concepciones reificadas de sociedad (…) reflejan la alienación real de las relaciones sociales a partir de las
características principales de la sociedad burguesa” (Frisby y Sayer 1986: 95).
Este intento por desarrollar un punto de vista conceptual y metodológicamente universalista encuentra,
desde el inicio, un claro contrapunto normativo. En Sobre la Cuestión Judía, por ejemplo, el argumento de
Marx es que la emancipación política es un escalón necesario en el proceso mediante el cual el estado y la
sociedad moderna alcanzan sus propios límites. Mientras que el proyecto de la emancipación política hace
posible la realización completa de las relaciones sociopolíticas modernas – representadas en la división
entre el estado y la sociedad civil – su crítica expone las limitaciones de la actual forma de organización de
la vida social. El problema fundamental de la emancipación política es que aunque representa un estadio
importante en el desarrollo de la humanidad, ella no llega lo suficientemente lejos:
La emancipación política es una reducción del hombre, por un lado, a miembro de la sociedad
civil, a un individuo independiente y egoísta y por el otro, a un ciudadano, a una persona moral.
La emancipación humana será completa solamente cuando el verdadero hombre individual se haya
absorbido a sí mismo dentro del ciudadano abstracto; cuando como hombre individual, en su vida
cotidiana, en su trabajo y en sus relaciones, se haya convertido en ser genérico (…) como poder
social, de modo que no separe más este poder social de sí mismo como poder político (Marx
1978b:46)
Marx sostiene que el programa político que apunta a la reforma del estado moderno dentro de los límites
de ese estado deja de captar no sólo su carácter histórico y contradictorio sino que tampoco entiende la
fuente final de la alienación y desigualdad de la vida social moderna. Se hace necesaria una concepción más
amplia de la emancipación humana basada en la superación de la forma contradictoria de reproducción de
la vida social y política moderna: el capitalismo. El universalismo normativo subyacente a la idea de la
emancipación humana es totalmente consistente con la concepción general de Marx de la modernidad
como verdaderamente global: la expansión del capitalismo es global y solamente global. De hecho, el
llamado político a los proletarios del mundo a unirse es completamente consistente con el argumento más
empírico sobre la “cosmopolitización” – el surgimiento de la literatura, la ciencia, el comercio y los medios
de transporte mundiales, entre otros – que ese capitalismo trae consigo (Marx y Engels 1976, capítulo 3).
120
No podemos empezar a entender el proyecto intelectual de Marx sin comprender el rol que el
universalismo juega en su interior. Para los fines de este texto, sus argumentos han dado ya la vuelta
completa: Marx comenzó con la crítica a las restricciones que determinadas condiciones socio-históricas
ponían sobre ciertas tendencias intelectuales en la Alemania de ese entonces e intentó vencer tales
limitaciones precisamente ubicándolas en el contexto más amplio posible – un contexto global. Incluso si
tuviéramos que afirmar que Marx no pudo controlar totalmente los diferentes planos en los que el
universalismo opera dentro de su propio trabajo, lo que sí logró es en cualquier caso todo notable. Desde el
universalismo normativo hacia abajo, consiguió traducir el núcleo normativo de su concepto de
emancipación humana en conceptos y procedimientos cada vez más universalistas y operacionalizables.
Desde el universalismo conceptual y metodológico hacia arriba, estos conceptos y métodos eran
efectivamente capaces de ofrecer argumentos renovados para el proyecto normativo moderno.
Simmel
Podemos comenzar de manera similar esta presentación de Georg Simmel mediante su crítica a las ciencias
sociales de su tiempo. Simmel llega a una definición positiva de la idea de sociedad sólo después de un
largo ejercicio de delimitación. Antes que nada, él rechaza cualquier conceptualización de la sociedad en
que se la reduce sólo a representaciones subjetivas individuales: Simmel es contrario a lo que hoy
llamaríamos una definición metodológicamente individualista de la sociedad. Se opone, igualmente, a la
ingenuidad y fantasía de las nociones metafísicas de la sociedad, por ejemplo, las de tipo místico que se
encuentran en la Völkerspsychologie alemana: “[n]o es posible seguir explicando los hechos en el sentido más
amplio de la palabra, los contenidos de la cultura, los tipos de industria, las normas de la moralidad,
haciendo referencia solamente al individuo, su comprensión y sus intereses. Menos aún es posible, si este
tipo de explicación falla, encontrar recursos en orígenes metafísicos o mágicos” (Simmel 1909: 292)
La idea de sociedad está siempre en peligro de ser incorrectamente tratada como “un nombre colectivo que
surge de nuestra incapacidad para tratar fenómenos separados individualmente (…) no hacemos la
distinción requerida entre lo que, simplemente, ocurre en el interior de la sociedad, como en el interior de un
marco, y lo que sucede a través de la sociedad” (Simmel 1994: 34). Simmel contrasta de esta manera una idea
de sociedad como marco con una idea de sociedad como fuerza activa y solamente esta última se aproxima a una
definición aceptable de sociedad. La influencia de un individuo sobre otros lleva a la creación de fuerzas
emergentes que no pueden ser anticipadas ni, de hecho, controladas. Él está ahora preparado para
proponer una idea positiva de sociedad como “tipos de influencia recíproca (…) Si, por consiguiente, ha
121
de haber una ciencia cuyo objeto ha de ser la ‘sociedad’ y nada más, ésta puede investigar solamente estas
influencias recíprocas, este tipo y formas de sociación” (Simmel 1909: 297 - 8).
Habiendo arribado a un concepto universalista de sociedad como principio de influencia recíproca – y de
ese modo opuesto a la suma de acciones individuales o equiparable al estado-nación – Simmel necesita
ahora dilucidar algunas dificultades metodológicas para evitar “tratar la sociedad como un ‘producto real’ o
como una ‘pura presuposición trascendental de la experiencia sociológica’” (Frisby y Sayer 1986: 63). En
otras palabras, él no puede estudiar a la sociedad como si fuese una fuerza natural independiente de la
interacción humana, pero tampoco como un artefacto completamente carente de referencia real en el
mundo. La mejor posibilidad metodológica para Simmel es fenomenológica: el conocimiento positivo de la
sociedad se deriva sólo de las formas en las que las personas experimentan realmente estas influencias
recíprocas en su propia vida. El hecho que la sociedad no pueda ser comprendida más allá de cómo se
presenta en las experiencias cotidianas significa, desde un punto de vista metodológico, que la sociedad es
la manera más abstracta de acceder a la naturaleza objetiva de la intersubjetividad en las experiencias de los individuos.
En tanto principio activo de interacción recíproca, la sociedad es ahora el marco general que hace posible el
análisis científico social sin anticipar, o agotar, el contenido real con el que ese marco ha de ser finalmente
llenado. La sociedad es un objeto imposible para la investigación social empírica, pero es también su
condición de posibilidad. Puesto la sociedad nos ayuda a aislar lo que es realmente social de manera
universalista podemos decir que opera como un ideal regulativo (Chernilo 2007, Schrader-Klebert 1968).
Simmel está interesado en la sociología porque, conceptual y metodológicamente, ella intenta captar de
manera universalista lo que es estrictamente social en la vida social moderna. La sociología surge en razón
de la emergencia de ciertas tendencias históricas sin precedente. Como idea, entonces, la sociedad surge
porque hay fuerzas sociales reales que deben ahora ser consideradas. Simmel está particularmente
interesado en aquellas situaciones sociales en las que la aparición de las formas modernas de influencia
recíproca resultan también en procesos modernos de individualización (Honneth 2004). El estudio de la
“sociabilidad”, como relaciones sociales en su forma más pura, le ofrece la oportunidad de probar con
mayor rigor su universalismo metodológico y conceptual. En las reuniones sociales modernas, dice Simmel
(1949: 257):
cada uno debe garantizar al otro el máximo de valores sociales (goce, alivio, vivacidad) que sea
consistente con el máximo de valores que recibe. Tal y como la justicia sobre bases kantianas es
absolutamente democrática, así igualmente este principio muestra la estructura democrática de toda
122
sociabilidad (…) La sociabilidad crea, si se quiere, un mundo sociológico ideal, en el que – así lo
plantean los principios declarados – el placer del individuo es siempre contingente sobre el goce de
otros; por definición, nadie puede obtener satisfacción a costa de experiencias contrarias de parte
de los otros (las cursivas son mías)
Incluso si el análisis de las implicaciones normativas de la teoría social de Simmel se ha demostrado
oneroso para la literatura secundaria (Gangas 2004), podemos apreciar aquí cómo comienzan a
desprenderse consecuencias normativas de sus descripciones sociológicas: una concepción de la vida social
moderna como intrínsecamente democrática. El argumento es que cuanto más se ve envuelto el individuo
en redes de relaciones sociales, más él o ella se emancipa a sí mismo: gana en autonomía moral, libertad
política, capacidad de emprendimiento económico, innovación estética o satisfacción erótica. Y aunque este
incremento en la libertad individual se paga con un costo en términos de soledad, privación social e incluso
indiferencia, la pregunta radica en el equilibrio adecuado entre las formas de sociación e individualización.
Analizando siempre la sociabilidad como la representación más acabada de la sociedad, Simmel sostiene
que en estas reuniones la interacción social ocurre “sin un fin ulterior” sino que está orientada totalmente
por los propósitos de las personalidades que en ella se congregan. Pero, “precisamente porque todo está
orientado hacia ellas, las personalidades no deberían ser ellas mismas enfatizadas demasiado
individualmente” (Simmel 1949: 255). Una concepción normativamente universalista de la humanidad
deviene en parte crucial del argumento:
Si ahora tenemos la concepción de que entramos en sociabilidad puramente como ‘seres
humanos’, como lo que somos realmente, desprovistos de todas las cargas, la agitación, las
desigualdades con las que la vida real altera la pureza de nuestra imagen, esto es porque la vida
moderna está sobrecargada de contenidos objetivos y demandas materiales. Liberándonos
nosotros mismos de estas cargas en los círculos sociables, creemos volver a nuestra naturaleza
personal y descuidamos el hecho de que este aspecto personal no consiste, asimismo, en su total
singularidad y plenitud natural sino que solamente en cierta reserva y estilización del hombre
sociable (Simmel 1949: 257)
El universalismo, entonces, se convierte en un rasgo definitorio de la teoría social de Simmel ya que
sostiene su concepción de la vida social moderna, su método para estudiar la sociedad y la orientación
normativa que subyace a ambas. La tesis normativa de Simmel es no sólo que con la emergencia de la
sociedad moderna todos los individuos llegarán a participar, a su debido tiempo, en esas tendencias sociales
123
que la constituyen. Aun más importante es el argumento de que la humanidad misma del individuo
moderno está fundamentalmente asociada a su pertenencia a la sociedad moderna. Somos todos seres
humanos porque, como individuos, nuestra intimidad es moldeada en la sociedad, aunque en ningún punto
podamos o debamos manifestar completamente esa individualidad en la sociedad. En otras palabras,
mientras la sociedad de la sociedad moderna es entendida como intersubjetividad fenomenológicamente
objetivada, la modernidad de esta sociedad moderna se encuentra en el hecho de que cada vez más aspectos
de la vida social son reestructurados como resultado de estos procesos de influencia recíproca.
Durkheim
Durkheim tiene también una idea de cómo debe ser la teoría social a partir de su rechazo a lo que él
consideraba eran los modos de pensamiento dogmáticos y místicos dominantes en la escena intelectual
francesa. Es interesante notar, por ejemplo, que él se opuso a las doctrinas de Ernest Renan, un intelectual
mejor conocido por su panfleto “¿Qué es la Nación?”. Contra el elitismo y la fe más bien religiosa en la
ciencia de Renan, Durkheim ofrecía un “racionalismo optimista y universalizado” en el que “todos los
individuos, no importa cuan humildes, tienen derecho a aspirar a la más alta vida espiritual” (Durkheim
Discours aux lycéens de Sens, citado en Lukes 1973: 72). Conceptualmente, Durkheim (1964a) entiende que la
división del trabajo es el desarrollo estructural clave de la modernidad. En términos de solidaridad social, él
sostiene que las consecuencias de la división del trabajo se dejan sentir sobre todo a escala nacional. Sin
embargo, la explicación real de su aparición, sus características más importantes y su desarrollo de largo
plazo sólo puede conseguirse si se las concibe como un fenómeno de escala mundial. Metodológicamente,
Durkheim desarrolló nuevos procedimientos no sólo para permitir al investigador tratar fenómenos
complejos tan objetivamente como sea posible, sino para acceder también a la naturaleza última de los
hechos sociales: de ahí sus reglas metodológicas para tratar a los hechos sociales como externos a los
individuos y con capacidad de ejercer coerción sobre ellos (Durkheim 1964b). Al definir la sociedad como
una realidad emergente, él intentaba teorizarla como algo que ocurre “entre” los individuos y las
instituciones sociales: la sociedad no coincide con ninguna pero tampoco puede ser pensada como
totalmente independiente de ellas. Pero la característica conceptual y metodológicamente más compleja de
la sociedad radica en su naturaleza moral; el carácter sagrado de la vida en común se expresa en que los
hechos sociales externos realmente se internalizan como los valores y normas legítimos de la sociedad.
Durkheim intentó por ello crear una estrategia metodológica para hacer posible la comprensión empírica
de la vida no directamente observable de la sociedad. El universalismo implacable de la particular
concepción del positivismo de Durkheim es palpable en su solución, tan original como polémica, del hecho
124
altamente problemático de que no se puede acceder directamente a la integración normativa de la sociedad
sino que ésta debe estudiarse empíricamente mediante sus símbolos visibles. La solidaridad social se estudia
mejor mediante sus formas jurídicas predominantes y el estado de la conciencia colectiva mediante los tipos y
tasas de suicidio.
Normativamente, Durkheim es el único autor de este grupo que sí usó explícitamente el término
cosmopolitismo. Por un lado, él creía en el estado-nación como una forma moderna y racional de
organización sociopolítica. Se refiere positivamente al rol del estado en la vida social y al patriotismo como
el necesario sentimiento de apego y valoración hacia cualquier estado. Por otro, él puntualiza también que
el estado y el patriotismo pueden hallar justificación solamente si están basados en un compromiso
universalista hacia la humanidad en su conjunto. El cosmopolitismo de Durkheim (1973: 54) – siguiendo el
argumento de Kant sobre la paz perpetua – apunta a la expansión de las libertades individuales en todo el
mundo sobre la base del carácter cada vez más moral de la vida social moderna en el estado. Él intenta
constantemente encontrar un sistema de equilibrios entre la libertad individual y el control estatal que
pueda ayudar efectivamente a contener los efectos anómicos del desarrollo estructural de la modernidad.
La idea del cosmopolitismo de Durkheim se refiere a un sentimiento moral que necesita encontrar
expresión sociológica dentro del estado-nación (Poggi 2000, B. Turner 1992). En palabras del propio
Durkheim (1992: 74):
Si el estado no tiene ningún otro propósito que hacer hombres de sus ciudadanos, en el sentido
más amplio del término, los deberes cívicos serían solamente un forma particular de las
obligaciones generales de la humanidad (...) Cuanto más las sociedades concentren sus energías
hacia adentro, hacia la vida interior, tanto más se desviarán de las disputas que trae el choque entre
el cosmopolitismo – o el patriotismo mundial – y el patriotismo
Los valores universales deben quedar anclados en comunidades “realmente existentes” y Durkheim pensó
que el estado-nación era de hecho una forma muy importante de organización política en la modernidad:
prácticas, normas y valores sociales son reproducidos sólo a través de relaciones sociales “concretas” tales
como la nación. Para ser práctica y útil, la regulación de la vida social tiene que ser llevada a cabo en cierta
escala y rango y, hasta ahora, tal escala ha sido proporcionada por el estado-nación. Una vez más, la
“identidad” del estado – el patriotismo nacional – tiene que centrarse en el patriotismo del mundo, el
horizonte cosmopolita del valor intrínseco de la humanidad. Su teoría social está entonces tensionada entre
la autonomía moral del individuo, por una parte, y el determinismo que está implícito en su
125
conceptualización de la externalidad de los hechos sociales, por otra. Así pues, aunque ninguna defensa
convincente puede ofrecerse actualmente sobre su inadecuado tratamiento de las series estadísticas, o para
su máxima de tratar a los hechos sociales “como cosas”, su universalismo normativo es con certeza
consistente con los puntos de vista conceptuales y metodológicos que él había madurado en los primeros
períodos de su desarrollo intelectual. En este contexto, la estrategia de Durkheim fue desarrollar un
argumento diferenciado para el universalismo en cada uno de los tres niveles de modo que sus
proposiciones más descriptivas pudieran complementar, y aun así mantenerse independientes, de su
posición normativa.
Weber
Podemos comenzar esta sección final con las reflexiones de Max Weber sobre los problemas de reificación
que él encuentra en los círculos académicos alemanes a principios del siglo XX. Por ejemplo, la base de su
extensa crítica a Wilhelm Roscher y Karl Knies se centra precisamente en su escepticismo frente a la
manera en que estos dos autores intentan rechazar cualquier orientación universalista de las explicaciones
científico-sociales y con ello reintroducen, por la puerta trasera del intuicionismo y chauvinismo, un tipo de
argumento de derecho natural tradicional. Weber (1992: 27-37) critica a Roscher, por ejemplo, porque él
entiende a los pueblos como “organismos cerrados” y a las naciones como “individuos” y “entidades
biológicas”. Weber rechaza cualquier intento de conceptualizar la nación como un individuo cultural que
encontraría expresión no sólo en esferas tales como el arte, el idioma y la política, sino también en el hecho
de que cada nación habría de tener “su propio vino”. En esta concepción, argumenta Weber (1992: 31), la
nación es simplemente “hipostatizada como una unidad ‘psicológico-social’ que experimenta desarrollo a
partir de sí misma”. Weber escribe con rabia contra este intuicionismo que intenta entender la vida socio-
histórica mediante la empatía – cuya peor versión estaba basada en la idea de “la sangre común” o “la
cultura compartida”. Weber rechaza enfáticamente la idea de que las esferas de valor que componen su
diagnóstico más abstracto del desarrollo de la cultura occidental moderna se puedan entender, a la manera
del nacionalismo metodológico, como “emanaciones del Volksgeist” (Bendix y Berger 1959: 106-7). El
universalismo metodológico de Weber se ve reforzado por su idea sobre la libertad valorativa de la ciencia.
El conocimiento científico no está en posición de sostener, justificar, o incluso establecer valores últimos.
Y es precisamente en el contexto de este argumento sobre la neutralidad científica que Weber (1997: 147-8)
sostiene que “la nación” es un concepto que pertenece al reino de los valores. La ciencia no puede ni debe
ser instrumental a la nación.
126
Wolfgang Schluchter (1996: 39-45, 273) ha documentado precisamente estos planteamientos a partir de la
polémica suscitada por la conferencia de Weber sobre La Ciencia como Vocación en 1919. Schluchter
menciona artículos de varios de los académicos alemanes más importantes de ese entonces (entre ellos
Ernst Troeltsch, Max Scheler, Erich von Kahler y Heinrich Rickert) quienes, de un modo u otro, se
opusieron al contenido de la conferencia de Weber. De acuerdo a Schluchter, Weber recibió ataques desde
diversos flancos (de hecho, en ocasiones desde flancos directamente opuestos) pero la mayor parte de ellos
parecía concentrarse en el rechazo de Weber (1949: 28-37) a justificar filosóficamente un cierto tipo de
jerarquía válida para los valores últimos, ya sea a la manera de una visión de mundo nacionalista, una cierta
noción de progreso o la revolución proletaria. Es precisamente porque Weber parecía haber adoptado el
programa universalista de la ilustración, y habría aceptado hasta el límite la consecuencia de una
confrontación definitiva entre cosmovisiones, que se le acusó de proponer un universalismo “no-alemán”.
Sin embargo, esto parece haber tenido más que ver con la tesis de Weber de que el politeísmo de valores
representa la “tragedia definitiva de la cultura moderna” (C. Turner 1992).
El universalismo es una característica definitoria del programa sociológico de Weber que subyace a los
tipos ideales como el procedimiento metodológico preferible para las nacientes ciencias sociales. La meta
de Weber era construir explicaciones sociológicas de casos históricos individuales que pudieran pasar con
éxito la prueba de la universalidad y propuso dos cláusulas para asegurarlo. Primero, lo que quisiera llamar
el principio del “investigador chino”: si se explican y aplican adecuadamente, las reglas metodológicas
debieran permitir a un investigador de cualquier contexto sociocultural llegar a resultados similares. Weber
(1949: 59) reconoce que esto puede no ser totalmente factible en la práctica, pero no obstante espera que
este universalismo metodológico trabaje como idea regulativa – un tipo de “universalismo regulativo”. Por
el otro, la afirmación de que “uno no necesita ser el César para entender al César” funciona como crítica a
la idea de que las ciencias sociales tienen que estar basadas, o pueden reducirse, a la empatía (Weber 1997:
176). Weber eligió la racionalidad de medios y fines como la forma preferida de imputación causal – y
decidió construir tipos ideales sobre la base de esta imputación de racionalidad – porque la racionalidad de
medios y fines le proveía de procedimientos y estándares claros para reconstruir y después decidir entre
diversas posibilidades de explicaciones causales. Se trata de un tipo de procedimiento universalistamente
orientado que podría ayudar a superar el relativismo que él pensó estaba asociado con todas las formas de
comprensión empática. Ésta es también la razón por la que – a pesar de argumentos recientes en contrario
(Swedberg 2003) – sostengo que la preferencia de Weber por la racionalidad de medios y fines es
metodológica antes que ontológica. Incluso asumiéndola como problemática, la preferencia por la
racionalidad de medios y fines no parece implicar que Weber pensase que los individuos, o los agentes
127
colectivos como las clases o el estado, se comportan en su vida diaria de acuerdo a este tipo de
racionalidad. Los tipos ideales ofrecen la posibilidad a todo investigador de establecer claramente sus
propias explicaciones de modo que cualquier colega (un investigador que venga de China y que nunca haya
gobernado un imperio) pueda reevaluar independientemente estas explicaciones y llegar a una comprensión
de las opciones del agente (Weber 1949: 27). Los tipos ideales ayudan a fijar casos empíricos determinados
en un marco analítico universalista.
Esta regla metodológica es consistente con la manera en que Weber establece su investigación al inicio de
su sociología comparada de las religiones universales. En ella está preocupado por cómo la importancia
histórico universal de la modernidad se libera – pero al mismo tiempo también se revincula – con aquello
que es particularmente occidental de la modernidad: “¿qué encadenamiento de circunstancias ha conducido
a que aparecieran en Occidente, y sólo en Occidente, fenómenos culturales que (al menos tal y como
tendemos a representárnoslos) se insertan en una dirección evolutiva de alcance y validez universales?”
(Weber 2001: 11). Así, aunque ningún programa normativo unificado puede derivarse de la teoría social de
Weber, al menos dos comentarios son posibles en favor de su interpretación en un sentido compatible con
tal universalismo normativo. Primero, se puede sostener la opinión de que sólo una perspectiva
cosmopolita es compatible con su sociología comparativa de las religiones universales. Esta última cita
ilustra el hecho de que el asunto en juego es el reconocimiento de la especificidad histórica – la
combinación de circunstancias particulares de occidente – en el contexto de una pretensión universalista; la
investigación que se intenta realizar es importante precisamente porque apunta más allá de su ubicación
histórica y geográfica. Para Weber puede haber sólo una única sociedad moderna y ella incluye a toda la
humanidad. Segundo, se ha demostrado que la única posición normativa compatible con las reflexiones
metodológicas de Weber debiera estar basada en una aplicación de procedimientos universalistas o
“principios reflexivos” similares al imperativo categórico de Kant – tal y como se los encuentra en ideas
como la libertad valorativa, la neutralidad científica y la autonomía individual en materia ética (Schluchter
1996: 69-101). Puesto que el mundo moderno es éticamente irracional – actos malvados pueden resultar de
buenas intenciones – sólo son decisiones normativamente acertadas aquellas que surgen de la aplicación de
principios reflexivos. De manera semejante a lo que Jürgen Habermas (1990b) ha llamado la naturaleza
procedimental del pensamiento postmetafísico actual, la idea de Weber de un razonamiento moral sólido
también se forma procedimentalmente. La justificación de las decisiones morales en el contexto de un
conflicto entre valores o máximas debe ser de carácter formal, estar basada en compromisos guiados
internamente, permanecer abierta a la crítica y considerar las consecuencias previsibles de la acción.
128
Conclusión
Permítanme volver a la analogía histórica con que comencé este capítulo. De la misma forma en que la
crítica a la Weltanschauung nacionalista fue una preocupación primordial de la teoría social clásica, tenemos
aun necesidad de un desplazamiento similar (capítulo 1). Y del mismo modo en que esto no significó una
celebración acrítica del chauvinismo, del particularismo y de la reificación en la teoría social clásica, no tiene
por qué conducirnos ahora a responder al relativismo posmoderno, y al más reciente gusto globalista por lo
nuevo, con un retorno al fundamentalismo o a la metafísica dogmática del derecho natural. El desafío sigue
siendo, hoy como ayer, encontrar un balance entre la sensibilidad frente a las diferencias empíricas y las
variaciones históricas sin predecidir en contra de la posibilidad de hacer afirmaciones con intención
universalista. La teoría social clásica luchó decididamente – y no fue siempre exitosa – por conservar el
universalismo normativo que está a la base de la tradición cosmopolita. Sólo logró legitimar ese
movimiento, sin embargo, en la medida que intentó crear herramientas conceptuales y dispositivos
metodológicos que pudiesen sentar las bases de un conocimiento científico social confiable. A pesar de las
diferencias que hemos encontrado en este grupo de autores la característica a la que todos ellos
suscribieron es una pretensión universalista; ese es el vínculo que une el surgimiento de la teoría social
clásica con la tradición de pensamiento cosmopolita.
La teoría social clásica se desarrolló como heredera crítica de la tradición de la ilustración y ello explica la
posición ambivalente que adoptó respecto de su legado universalista. En la senda de la traducción
temprana que Kant hizo de los principios cosmopolitas en términos legales e institucionales, la teoría social
clásica debió encontrar nuevas formas de actualizar el cosmopolitismo y comenzó a separar su base
normativa universalista de sus dimensiones conceptuales y metodológicas. He intentado mostrar que
aunque la teoría social clásica claramente mantuvo el valor del universalismo como principio regulativo,
igualmente requirió de un concepto mucho más diferenciado de universalismo del que podían ofrecer las
formas tempranas de cosmopolitismo. Vació progresivamente la base normativa universalista del
cosmopolitismo del poder de legitimación de lo divino y de su representación unificada del mundo; la
teoría social clásica enfatizó una idea de modernidad que se conceptualiza adecuadamente sólo por medio
de conceptos y procedimientos metodológicos universalistas. Es un tipo de universalismo basado en la
fuerza abstractiva de sus herramientas analíticas y en la naturaleza neutral de sus dispositivos
metodológicos; un universalismo que puede no ser siempre realizable en la práctica pero que sin embargo
sigue siendo un estándar por el cual esforzarse. Esta pretensión universalista es un principio regulativo
central de la teoría social clásica; la búsqueda del universalismo de la teoría social clásica considera las
129
variaciones culturales, geográficas e históricas como parte de lo que debía ser explicado en el avance
creciente y global de las relaciones sociales modernas. Si el universalismo normativo del cosmopolitismo se
conserva es porque se convierte crecientemente en el único punto de vista normativo compatible con su
propio universalismo conceptual y metodológico. Para los desafíos intelectuales que ahora enfrentamos,
entonces, esta pretensión universalista es lo que hace clásica a la teoría social clásica.
130
Capítulo 7. Entre el Pasado y el Futuro: Las Equivocaciones del Nuevo Cosmopolitismo
Con Robert Fine
Cosmopolitismo y el 11 de septiembre de 2001: El caso de Ulrich Beck
Un tema común en la teoría social contemporánea es la interpretación del presente como un momento de
cambio radical de época. Esta transformación se describe de varias maneras – por ejemplo, como
transición de la modernidad a la posmodernidad o de una forma de modernidad a otra – pero en todas las
formulaciones lo que hace radical este cambio de época es el hecho de que un evento o proceso social
específico puede señalarse como el indicador inequívoco y definitivo de la transición histórica. En tales
momentos críticos, las herramientas conceptuales y los estándares normativos de la época que desaparece
son considerados como inadecuados en relación con la más reciente. Pero no hay nada original en esta
propensión a observar lo nuevo. Jürgen Habermas (1987b), por ejemplo, señaló hace ya tiempo que un
sentido de crisis es parte integral de cualquier diagnóstico de época moderno y que todos los textos clásicos
del pensamiento social y político expresan este sentido de crisis e identifican los problemas asociados al
intento de comprender un mundo recientemente transformado. Pero una marca distintiva de la teoría
social clásica fue siempre localizar la idea de “crisis” en un marco de cambio y continuidad, así como
comprenderla mediante categorías universales como clase, nación, racionalidad, relaciones de producción,
división del trabajo y así sucesivamente. Hoy, por el contrario, la marca distintiva de la teoría social es la
historización de los conceptos y la pretensión de que nuestra época se puede entender sólo mediante el
desarrollo de nuevas categorías que trasciendan los marcos de referencia clásicos de las ciencias sociales y
políticas. La idea de que algo radicalmente nuevo está ocurriendo en el mundo va de la mano con la idea de
que se requiere algo también radicalmente nuevo en el pensamiento social y político. La condición de eventos
de estos instantes críticos parece radicar en su originalidad y resistencia frente a cualquier similitud con
formas sociales anteriores.
El evento que el mundo conoce como el 11 de Septiembre de 2001 es, hoy en día, presentado por los
científicos sociales como indicador de una ruptura significativa entre el pasado y el futuro, una marca
irrefutable de transformación social y un llamado para una profunda transformación conceptual. El
sociólogo Ulrich Beck nos provee de un ejemplo convincente de esta forma de pensar. Él sostiene que el
11 de septiembre “trae consigo un colapso completo del lenguaje”, que carecemos de los conceptos
adecuados para entender tal evento y que necesitamos construir unos nuevos. Él ve el 11 de septiembre
131
como expresión de un nuevo terrorismo global y lo asocia con otras amenazas globales – que incluyen los
desastres ecológicos y las crisis financieras – como la expresión de la condición central de nuestros
tiempos, la “comunidad global de destino” a la que todos necesariamente pertenecemos. Beck sostiene que
esta comunidad global de destino revela la inconveniencia o incluso la insolvencia de las viejas perspectivas
nacionales y sobre la base de este principio fundamental él es prudentemente optimista acerca de la
dirección que debe tomar el cambio: “[d]esde el 11 de septiembre”, dice Beck, “los gobiernos han
redescubierto las posibilidades y el poder de la cooperación internacional” (Beck 2002b: 48). Él presenta la
era actual como cruzada por dos opciones existenciales: primero, entre el nacionalismo y el multilateralismo
y, segundo, entre un multilateralismo regresivo basado en “estados guardianes” y un multilateralismo
progresivo basado en “estados cosmopolitas”. Si un multilateralismo basado en la vigilancia está dispuesto
a sacrificar los derechos, la ley, la democracia y el principio de la hospitalidad a cambio de una mayor
seguridad para la ciudadela occidental, un multilateralismo basado en principios cosmopolitas también
busca la seguridad pero por medio de reafirmar los derechos humanos, el derecho internacional, la
democracia y la hospitalidad en el nivel transnacional. En una “sociedad del riesgo global”, argumenta
Beck, necesitamos una “nueva gran idea” para sobrevivir y civilizar el siglo XXI. Para Beck, esta nueva gran
idea es justamente el estado cosmopolita. Él compara el advenimiento del cosmopolitismo en nuestra época
con el cambio radical que la Paz de Westfalia logró en el siglo XVII (Beck 2002b: 50). Puesto que los
riesgos son ahora espacial, temporal y socialmente ilimitados, puesto que se han vuelto desterritorializados
e incontrolables en el nivel del estado-nación, es necesario construir una nueva forma de autoridad legal-
racional, un nuevo Leviatán, a un nivel más alto que el estado-nación. En su búsqueda de la seguridad por
medio de los derechos humanos, esta visión de un nuevo orden cosmopolita trasciende el marco clásico de
los estados-nación y se resiste a la imposición disciplinaria de fuerzas policiales en el nivel internacional.
Beck sostiene que la legitimidad, tanto política como cognoscitiva, proviene ahora del futuro y no del
pasado y caracteriza esta transición nada menos que como una “segunda ilustración” que “abrirá nuestros
ojos y nuestras instituciones a la inmadurez de la primera civilización industrial y los peligros que planteó
para sí misma”. La sociedad del riesgo global, como él la define, “implica que el pasado pierde su capacidad
para determinar el presente. En cambio, el futuro – algo inexistente, construido o ficticio – toma su lugar
como causa de la experiencia y acción presente” (Beck 2000a: 100). Su visión del cosmopolitismo se
relaciona con la ruptura con el pasado como fuente de legitimación para el presente y su reemplazo por el
poder del futuro en el pensamiento sociológico. Por un lado, Beck afirma la necesidad de una “legitimidad
orientada hacia el futuro” en el conocimiento sociológico, en contraste con el “dogma de más de lo
mismo” de la sociología tradicional y su correspondiente exclusión de escenarios alternativos. Por el otro,
132
en vez de tratar el futuro mediante concepciones lineales y teleológicas del progreso, característicos de la
primera modernidad, la sociología de la segunda ilustración busca una “no-ficción visionaria” para entender
una situación que está todavía por evidenciar su completo desarrollo (Beck 2000b: 8-9). Por ejemplo, Beck
dice que la era del pleno empleo ha terminado, que el desarrollo de la producción económica ya no puede
crear más trabajos y que el empleo absoluto está decreciendo. A partir de estas observaciones, él sostiene
que el desmoronamiento de un pilar central de la primera modernidad, el pleno empleo para toda la vida,
representa una crisis en la política, la cultura y la sociedad que debe ser vista no sólo como una amenaza
sino también como la apertura de nuevas posibilidades para la propia sociedad moderna. Para Beck, la
imagen del “fin de la sociedad del trabajo tal como la conocemos” es simplemente una amenaza y no un
nuevo principio, y él la entiende como síntoma de la falla general de las ciencias sociales para escapar de ese
dogma de más de lo mismo o para ofrecer una comprensión del mundo que se nos viene.
En términos de la tradición sociológica, la tesis de Beck equivale a un rechazo tanto de las “teorías de la
modernización de Marx y Weber” como de la teoría social posmoderna. En relación a la primera, el
argumento es que la sociología debe cuestionar “las premisas básicas del pensamiento y actividad europeos
– la noción de crecimiento ilimitado, la certeza del progreso o la oposición entre la naturaleza y la
sociedad” (Beck 1997: 12). El problema fundamental de este consenso es que se refiere a un mundo que ya
no existe mediante “categorías zombie” (Beck 2002b: 53). Contra la teoría social posmoderna, por su parte,
el argumento es que ella ha sido incapaz de ir más allá de una teoría de la crisis de la modernidad. Si las
teorías de la modernización confunden modernismo con crecimiento, progreso y humanidad, las teorías de
la posmodernidad son incapaces de reconocer los elementos positivos del proyecto de la ilustración y
mucho menos pensar el futuro de la sociedad. La respuesta de Beck a estos problemas, su teoría de la
modernización reflexiva, está basada en la tesis de que ya no es el conocimiento, sino sólo la falta-de-
conocimiento, lo que puede tomarse como el principio fundamental de las sociedades del riesgo global. La
modernización ya no puede equiparse con la racionalización y el optimismo basado en la linealidad y el
control de los efectos colaterales ya no puede defenderse: “la sociedad cambia no sólo mediante lo que se
observa y se desea sino también por lo que no se ve y no se desea. El efecto colateral, no la racionalidad
instrumental (como en la teoría de la modernización simple) se convierte en el motor de la historia social”
(Beck 1997: 32).
Mediante esta formulación paradójica de que los efectos colaterales son ahora el motor de la historia, ésta
avanza ahora a través de mecanismos que no pueden ser controlados o previstos. Antes que presuponer un
telos para la historia, la teoría de la modernización reflexiva de Beck lleva a tener que optar: la revinculación
133
con el proyecto de la ilustración o la aceptación de fenómenos antimodernos como el neo-nacionalismo y
la xenofobia (Beck 1997: 5). Su rechazo de la teleología deja abierta de par en par la relación entre el pasado
y el futuro.
La idea de cosmopolitismo que Beck ahora propone, en sintonía con su programa de investigación más
general, intenta extraer de la experiencia de la globalización algunas lecciones conceptuales, históricas y
normativas para las ciencias sociales y políticas. Primero, plantea una crítica conceptual al “nacionalismo
metodológico” que se asume como dominante en las ciencias sociales y políticas de los siglos XIX y XX
(Beck 2000c, 2002b, capítulo 1).35 En segundo lugar, ofrece un diagnóstico de nuestra época que ya no
acepta más la centralidad de los estados-nación como la forma característica de la modernidad política.
Tercero, expresa un esfuerzo normativo por construir nuevos estándares de justicia global más allá del
provincialismo de los esquemas nacionales. Se presenta a sí misma como una teoría crítica cuya meta es la
reconstrucción de las ciencias sociales y políticas, la reelaboración del diagnóstico de crisis de nuestra
época, la toma de decisiones que la crisis actual demanda de nosotros y el desarrollo de instituciones y
prácticas para un nuevo orden cosmopolita.
El defecto principal del Manifiesto Cosmopolita de Beck se puede formular, siguiendo a Frank Webster, como
una “falacia del presentismo” (Webster 2002: 267). Con esto nos referimos a la tendencia de transformar el
presente en un “ismo” al declarar prematuramente la inutilidad de los conceptos tradicionales y convertir
cualquier gran evento o serie de eventos que captan la atención pública en signo de una nueva época. Lo
falacioso de este presentismo puede indicarse en el hecho de que mientras Beck anuncia en relación al 11
de septiembre de 2001 la necesidad de crear nuevos conceptos y estándares para lidiar con este
acontecimiento más allá de los términos clásicos de la teoría social, su propio planteamiento expresa con
claridad una deuda con la filosofía política de Thomas Hobbes. En un sentido literal, la tesis cosmopolita
de Beck se lee de manera bastante similar a las ideas centrales de Hobbes – su propio análisis se plantea en
términos esencialmente hobbesianos (Beck 2002b: 46). En la sociedad del riesgo global, las personas se
mueven por un “miedo a la muerte”, un “deseo de seguridad” y en “búsqueda de la paz”. Con este fin, la
35 La formulación original de esta idea de “nacionalismo metodológico” se encuentra en Herminio Martins (1974: 275-80). La definición de Anthony D. Smith (1979: 191) señala que las “estadísticas (...) se recogen sobre una base nacional; y no simplemente los datos, sino que también las presuposiciones de tal operación de compilación de información se encuadran en un marco nacionalista que entiende las ‘sociedades’ como ‘naturalmente’ determinadas por los límites y las propiedades del estado-nación (...) el estudio de la ‘sociedad’ es hoy, casi indiscutiblemente, equiparado con el análisis del estado-nación; el principio del ‘nacionalismo metodológico’ opera a todos los niveles en la sociología, la política, la economía y la historia de la humanidad en la era moderna (...) el sistema mundial del estado-nación se ha convertido en un componente estable y permanente del conjunto de nuestra perspectiva cognoscitiva, con total independencia de las satisfacciones psicológicas que confiere”.
134
razón exige renunciar a la libertad natural de las naciones y levantar un “poder común”, “un dios mortal”
para obligar el cumplimiento de las promesas y la obediencia a las leyes. Ya sea que este poder común tome
la forma de una única nación poderosa o de una federación de naciones, lo fundamental es reducir la
pluralidad de voces a una sola voluntad. En palabras de Hobbes, cada uno tiene que “saberse y reconocerse
a sí mismo como el autor de cualquier carga que se establezca sobre su persona; él de ha actuar o ha de ser
empujado a actuar sobre aquellos asuntos que se refieren a la paz y la seguridad comunes”, mientras que el
nuevo el soberano, citando nuevamente a Hobbes, “no puede hacer daño alguno a ninguno de sus súbditos
ni nadie debe acusarlo de haberlo causado” (Hobbes 2000: 122 y 124). Es quizás sorprendente que la visión
inspiradora del nuevo cosmopolitismo de Beck esté en consonancia con este texto icónico de la
imaginación política estatal en el que la ausencia de un poder común se identifica con lo primitivo. Pero
dado que esto es así no debemos sorprendernos de encontrar que las ambigüedades del liberalismo y del
autoritarismo que son propios del Leviatán de Hobbes se reproducen en la teoría cosmopolita de Beck.
Paradigmas cosmopolitas en las ciencias sociales y políticas
Queremos ahora ampliar nuestra visión, ir más allá de Beck y el 11 de septiembre de 2001, para estudiar el
rol del cosmopolitismo en las ciencias sociales y políticas. Entendida históricamente, la emergencia del
paradigma cosmopolita coincide con el final de la guerra fría en 1989. El cosmopolitismo es por cierto un
término viejo que se puede rastrear hasta la Grecia clásica, los romanos y los primeros cristianos, antes de
que fuera reconstruido como una idea moderna durante la ilustración del siglo XVIII. Para mediados del
siglo XX, sin embargo, el cosmopolitismo era ampliamente utilizado, por los ideólogos del totalitarismo,
como un término denigratorio para denostar a los judíos y otros grupos “desarraigados” que eran
considerados incapaces o no merecedoras de vivir y morir por su país. En este contexto, el nuevo
cosmopolitismo de nuestra época mira nuevamente a la ilustración para recuperar la legitimidad de las ideas
cosmopolitas y erradicar el legado totalitario. Entendido políticamente, el nuevo cosmopolitismo considera
que la integridad de la vida política contemporánea está amenazada desde dos flancos: uno, la globalización
de los mercados y la consecuente pérdida de autonomía política de las naciones; el otro, la reafirmación
destemplada de la autonomía política bajo la forma de nacionalismo, fundamentalismo religioso y
comunalismo étnico. El cosmopolitismo intenta reconstruir la vida política en base a una visión progresista
de las relaciones pacíficas entre estados-nación, derechos humanos compartidos por los “ciudadanos del
mundo”, y un ordenamiento jurídico global fundado sobre una sociedad civil global. Entendido
académicamente, el nuevo cosmopolitismo ha proliferado en las ciencias sociales y políticas al punto de que
ahora oímos hablar de derecho cosmopolita, relaciones internacionales cosmopolitas, sociología
135
cosmopolita, filosofía política cosmopolita y teoría social cosmopolita – cada una con su propia historia
que contar.
Hemos evaluado con más detalle estos desarrollos académicos en otra parte (Fine 2003a). Basta con decir
ahora que a través de éstas y sin duda otras disciplinas científico sociales, el cosmopolitismo ha devenido en
un movimiento intelectual comprometido con el cambio de sus cánones intelectuales, la redefinición de sus
objetos de estudio, la reformulación de sus diagnósticos de época y la reconstrucción de sus estándares
normativos. La reforma de los cánones disciplinarios se refiere a la creación de las herramientas
intelectuales necesarias para el desarrollo de las distintas disciplinas: se crean conceptos, diversas
tradiciones intelectuales se reúnen y se lucha por la creación de espacios institucionales. La definición de un
objeto de estudio refiere al tiempo y lugar de la investigación; en este caso, el espacio global en que las
relaciones sociales actuales pueden ser entendidas, la creciente obsolescencia temporal del estado-nación y
de sus fenómenos derivados y la emergencia de una reciente “constelación posnacional”. La reformulación
de los diagnósticos de época se refiere al análisis de las tendencias más importantes de la condición
histórica actual y que hacen que el mundo cambie con tanta rapidez. Esto, a su vez, implica dimensiones
normativas y descriptivas en favor de un estándar universalista de juicio moral, político y legal.
El nuevo cosmopolitismo ha sido un movimiento productivo en las ciencias sociales. Consideremos los
siguientes ejemplos. La idea de derecho cosmopolita surgió en el campo del derecho internacional pero
tiene una lógica que supera sus orígenes y está en algunos aspectos fundamentales en contradicción con él.
Mientras que el derecho internacional reconoce sólo a los estados-nación como personalidades jurídicas y
tiene a la soberanía nacional como su principio rector, el derecho cosmopolita se introduce en el interior de
los estados para reconocer a individuos y grupos en la sociedad civil, así como a los propios estados, como
personalidades jurídicas; y se extiende también más allá de los estados para reconocer una autoridad legal
superior a ellos. Se ocupa de los derechos y responsabilidades de los ciudadanos del mundo y el problema
clave que enfrenta es que los peores violadores de los derechos humanos son a menudo los estados – o
formaciones sociales similares a los estados (Charney 1993).
En el campo de las relaciones internacionales, el cosmopolitismo también tiene una lógica que trasciende
sus orígenes. Mientras que la corriente principal “realista” en relaciones internacionales sostiene que el
estado es la fuente principal de autoridad y que no hay una soberanía legal o moral más allá de la pluralidad
de estados soberanos, el paradigma cosmopolita critica al realismo por naturalizar un sistema de estados
soberanos que es de hecho históricamente particular y normativamente problemático – sino directamente
136
indeseable. Se rechaza la matriz espacial de las relaciones internacionales que distingue entre una arena
doméstica en que los individuos se someten libremente al estado como lo hacen a su propia voluntad
racional y una arena internacional que se asume desprovista de cualquier valor ético. Y rechaza la matriz
temporal de las relaciones internacionales que declara que en el interior del estado el progreso es
meramente una cosa de tiempo pero que en su exterior se expresa únicamente la repetición eterna de
relaciones de poder e interés (Bartelson 2001, Walker 1993, Doyle 1993).
En la filosofía política, el nuevo cosmopolitismo se basa en un renacimiento de las ideas de derecho
cosmopolita e historia universal desarrolladas primero por Kant hacia finales del siglo XVIII (Kant 1991,
Archibugi 1995, Nussbaum 1997, Fine 2001). Su intuición básica es que el pensamiento cosmopolita de
Kant es tan pertinente para nuestros tiempos como lo era en la época de Kant y que los desafíos
planteados por las catástrofes del siglo XX han dado un nuevo ímpetu a esta forma de pensamiento
(Archibugi et al 1998, O’Neill 2000). Reconoce que la visión cosmopolita de Kant debe ser racionalizada
para resolver las inconsistencias internas de su pensamiento, modernizada para tomar en cuenta las
diferencias en el contexto social e intelectual que ahora nos separa del suyo, democratizada para introducir
un elemento deliberativo e intersubjetivo en la definición del derecho cosmopolita y socializada para
elaborar la articulación entre paz y justicia social que Kant descuidó (Habermas 1999a). En cualquier caso,
su horizonte es “pensar con Kant contra Kant” para avanzar en la reconstrucción del proyecto
cosmopolita (Apel 1997).
Finalmente, en sociología el paradigma cosmopolita busca disociar los conceptos base de la disciplina,
especialmente el de sociedad, de los presupuestos del estado-nación. Su argumento es que la noción fuerte
de sociedad nacional que ha prevalecido tradicionalmente en la sociología es producto conjunto de la
conciencia nacional de la disciplina y de la solidez aparente de las sociedades nacionales durante la época
del desarrollo temprano de la sociología. Se acentúa la historicidad de este esquema y se mantiene que no es
capaz de contener la heterogeneidad e hibridación internas de las poblaciones modernas o de comprender
la proliferación de conexiones externas entre los estados-nación (Albrow 1996, Beck 1997, 2000a, b, c,
Castells 1996, Lash 1999, Urry 2000). Los argumentos cosmopolitas han llegado a ser tan frecuentes en la
sociología que pueden ser caracterizados como una “nueva ortodoxia” en la cual, en lo que se refiere al
pasado, el estado-nación no es visto más como el contenedor principal de las relaciones sociales y la
modernidad política no es más concebida como teleológicamente orientada hacia la generalización de los
estados-nación a través del globo. Y en lo que se refiere al futuro, la construcción de un orden basado en el
derecho cosmopolita se propone como una visión con dimensiones tanto empíricas como normativas.
137
Utilizamos la idea de “ortodoxia” para sugerir que el nuevo cosmopolitismo puede convertirse en una
forma de pensamiento por defecto en la sociología, pero no implica la ausencia de detractores. De hecho,
nos incluimos entre quienes, a la par de rechazar la visión clásica del estado-nación como el referente
necesario del pensamiento social, político y legal, no dan simplemente por descontada la idea de un cambio
de época y sus implicaciones respecto de la obsolescencia de toda la sociología previa (Calhoun 2002,
Mann 1997, Smelser 1997, Wagner 2001a, capítulo 1).
A los intelectuales sin duda les agrada pensar que viven en épocas agitadas y que desempeñan un rol
fundamental en su desenlace. A nuestro juicio no hay nada de malo en esta ambición, incluso si en
ocasiones implica cierta vanidad, pero la “falacia del presentismo” a la que nos referimos en la sección
anterior critica la propensión de los intelectuales a subestimar los vínculos entre el presente al pasado y a
exagerar aquellos que miran al futuro. El argumento básico que queremos explorar es que la teoría social
cosmopolita puede ayudarnos a reconstruir los cánones de las ciencias sociales, a entender la condición de
nuestra época actual y a fijar los parámetros para un nuevo orden normativo. Pero sólo puede hacerlo
colocándose dentro y no más allá de las tradiciones intelectuales de las ciencias sociales y políticas – y
reflejando las preocupaciones políticas que están a la base de estas disciplinas. Cuando somos críticos del
nuevo cosmopolitismo, no lo hacemos desde el punto de vista de renovar el nacionalismo, sino en la
medida en que transforma al cosmopolitismo en un ideal abstracto desprovisto de las ambigüedades,
pasiones y conflictos de la vida social que la teoría social clásica siempre ha intentado comprender. Vamos
a ejemplificar nuestro argumento considerando brevemente el actual “retorno a Kant”.
Las ambigüedades de la herencia cosmopolita de Kant
Los textos políticos de Immanuel Kant, escritos durante un período de doce años alrededor de la época de
la Revolución Francesa, se asumen comúnmente como el punto de partida del nuevo pensamiento
cosmopolita. Kant rechaza la visión nacionalista del mundo, que recién nacía y ofrece en su lugar la idea de
un orden cosmopolita – y con ello demuestra que el surgimiento del nacionalismo es paralelo al del
cosmopolitismo. Kant critica el sentido común que trata la competencia desenfrenada entre estados-nación
como un hecho natural e insuperable de la vida moderna y sostiene que, en ese contexto, la idea de
“derecho” no significa más que el derecho de los estados a declarar la guerra cuando quieran, para utilizar
cualquier medio de guerra que juzgaran necesario, para explotar las colonias recientemente descubiertas
como si fueran “tierras sin dueño” y para tratar a los extranjeros que arriban a sus territorios como
enemigos (Kant 1991: 105-6). Para Kant, esto es esencialmente la negación del derecho y compara esta
138
forma de “orden” con el “estado hobbesiano de naturaleza”: como una guerra de todos los estados contra
todos los otros que sólo ha de terminar con la formación de un nuevo Leviatán en el que, por primera vez
en la historia de la humanidad, se “establezcan relaciones legales entre estados” y una “sociedad civil
universal” (Kant 1991: 114).
Mediante la idea de “relaciones legales entre estados”, Kant se refiere a las leyes internacionales que tienen
como meta fundamental el establecimiento de relaciones pacíficas entre estados; mediante la idea de una
“sociedad civil universal”, se refiere a las leyes internacionales que tratan a los individuos como sujetos
jurídicos y garantizan los derechos humanos básicos de ciudadanos globales sin importar si sus estados-
nación los reconocen (Kant 1991: 47, 172). En el mundo que Kant imagina, para usar sus propias palabras,
se eliminan los ejércitos permanentes, no se contrae ninguna deuda nacional relacionada con costes
militares, ningún estado interfiere por la fuerza en los asuntos internos de otro estado, a los extranjeros se
les otorga el derecho universal a la hospitalidad y a los habitantes indígenas de las colonias recientemente
conquistadas ya no “se los trata como nada” (Kant 1991: 106-25). Para acercarse a este ideal normativo
Kant sostiene que los estados-nación “deben” ponerle fin a la “condición carente de legalidad de la guerra
pura”, renunciar a su libertad salvaje y sin ley, adaptase a leyes públicas coercitivas y formar un estado
internacional (…) que habría de crecer hasta abarcar a todos los pueblos de la tierra” (Kant 1991: 105). Él
sostiene, adicionalmente, que el nuevo Leviatán tendría que tomar la forma de una federación de naciones
basada en la cooperación mutua y en el consentimiento voluntario de la mayoría o todos los estados
independientes, puesto que de lo contrario podría encubrir el control de un único superpoder que lo usaría
como coartada en la búsqueda de sus propios intereses hasta llegar a constituirse en un “despotismo
universal” que niega la libertad a todos por igual.
Kant acepta que la idea de un orden cosmopolita es “fantástica”, es decir, sin precedentes en la historia
mundial y que los estados europeos, en los hechos, se relacionan cada vez más entre ellos como lo hacen
los individuos atomizados en el estado hobbesiano de naturaleza. Entiende que el nacionalismo y la
xenofobia son las estrellas nacientes del nuevo orden republicano, pero persevera en su intento por
armonizar el principio sobre el cual giraba esa revolución global, la soberanía de los estados-nación
independientes, con un universalismo pacífico, ilustrado y basado en el derecho. Sostiene, en oposición a
las corrientes predominantes del nacionalismo, que la idea de un orden cosmopolita es no obstante un
deber que cada uno tiene la obligación de cumplir sin importar si está en consonancia con las propias
inclinaciones; un deber para los gobernantes sin importar cuan grandes sean los sacrificios que exige, un
deber que es válido con independencia de si la opinión pública o el estado lo reconoce, un deber que obliga
139
incluso cuando no hay la más ligera posibilidad de su realización. Toda forma de política, dice Kant, debe
“arrodillarse” ante la idea del derecho (Kant 1991: 125). Él también mira más allá de las circunstancias
inmediatas, que eran evidentemente contrarias a la idea del derecho cosmopolita, y busca tendencias
subterráneas más propicias que puedan mostrar al cosmopolitismo como una forma de realismo en el
mundo moderno. Reconoce, en primer lugar, que “los pueblos de la tierra han entrado, en diversos grados,
en una comunidad universal (…) al extremo que una violación de los derechos en una parte del mundo se
siente en todas partes” (Kant 1991: 107-8). En segundo lugar, el cosmopolitismo se corresponde con los
requisitos económicos de una era comercial en que el intercambio pacífico es más provechoso que el
saqueo. Tercero, está en consonancia con los intereses políticos de los estados-nación que enfrentan
riesgos y costes de guerra crecientes. Y, finalmente, tiene una afinidad electiva con el republicanismo
porque los gobernantes republicanos ya no pueden declarar la guerra sin consultar a sus ciudadanos – y los
ciudadanos de las republicas tienen un mayor nivel de madurez política que los súbditos de los estados
monárquicos tradicionales. Operando tras bambalinas, por decirlo de algún modo, Kant mantiene lo que él
llama “providencia” o “plan de la naturaleza”, que preparaba el camino para el avance, si no la realización,
del derecho cosmopolita. Unifica de esa manera su metafísica de la justicia y su filosofía de la historia para
ofrecer los recursos necesarios para trascender tanto un “positivismo desencantado” que afirma que la
manera en que las cosas son es la manera en que tienen necesariamente que ser como un “empirismo
superficial” que sostiene que las apariencias de las cosas coinciden con lo que esencialmente son.
Kant no inventó la idea del cosmopolitismo pero la transformó en un principio filosófico de la edad
moderna a partir de la creencia que el nacionalismo es expresión de la inmadurez humana y que los
“principios genuinos del derecho” apuntan hacia “una ley universal de la humanidad”. Su convicción es
que la humanidad “por su propia naturaleza, es capaz de progreso y mejora constante sin perder su
fortaleza” (Kant 1991: 189). Y, a la vez, sigue siendo cuidadoso en no definir demasiado estrechamente
hacia donde esta capacidad para el progreso y la mejoría nos podría llevar: “nadie puede o debe decidir cuál
puede ser el punto máximo en que la humanidad ha de dejar de progresar y por tanto cuán amplia ha aun
de permanecer, necesariamente, la distancia entre la idea y su ejecución. Pues esto dependerá de la libertad,
que puede trascender cualquier límite que le intentemos imponer” (Kant 1991: 191).
El logro de Kant fue no sólo reconocer la importancia de la idea moderna que “un ser humano cuenta
como tal porque es un ser humano, no porque es judío, católico, protestante, alemán, italiano, etc.”, sino
intentar actualizar tal idea como un proyecto moral, social, legal y político. Es por una buena razón que la
filosofía política de Kant ha sido redescubierta por los nuevos cosmopolitas, pero nos parece que su
140
reconstrucción ha sido problemática. Nuestro argumento es que al despojar a Kant de sus presuposiciones
teleológicas y metafísicas, el nuevo cosmopolitismo reproduce las relaciones ilusorias que Kant construyó
entre el pasado y el futuro, por un lado, y se pierde buena parte del radicalismo de su concepción del
derecho cosmopolita, por el otro.
La primera crítica: Entre el pasado y el presente
Una característica del punto de vista moral de Kant es contrastar la oscuridad del pasado “westfaliano” con
la luz del futuro cosmopolita. Él ve la transición de un orden basado en los derechos abstractos de los
estados-nación (definitorios de Westfalia) a uno basado en leyes positivas, y respaldado por una federación
de estados-nación (definitorio de la cosmópolis), como una ruptura radical. La denuncia moral del primero
es el acompañamiento natural de la idealización, igualmente moral, del segundo. Por ejemplo, al mismo
tiempo en que representa a los teóricos del derecho internacional tradicionales – “Grotius, Puffendorf y el
resto”, que es la manera peyorativa con que el propio Kant se refirió a ellos – como ofreciendo únicamente
una coartada para lo que eran esencialmente relaciones no-legales entre los estados, él se presenta a sí
mismo como el portador de un ordenamiento íntegramente legalizado. Pero fueron estos mismos juristas
los primeros en dar al mundo un sistema regular de jurisprudencia natural, en concebir la unidad de la
especie humana a pesar de su división en naciones, en basar esta unidad en el parentesco moral de todos
los seres humanos y en sostener que la unidad humana es una ley natural incluso cuando no se reconoce
como tal por quienes sostienen que los deberes de la humanidad deben ser conferidos solamente a los
conciudadanos y tratan por ello a los extranjeros como enemigos. Es verdad que en esta jurisprudencia
temprana se encuentran pocos, o ningún, signo que indique la existencia histórica o posibilidad ética de “un
poder legislativo humano de carácter universal y alcance mundial”, pero aun así ella proporciona un marco
jurídico que permitió dar fin a la condición de desconfianza total entre los estados que quedó de manifiesto
en la Guerra de los Treinta Años, liberó a los estados de la moralidad fija de una iglesia única, excluyó el
punto de vista religioso de la política internacional, ratificó la coexistencia de los partidos religiosos,
reconoció el principio legal del pluralismo entre los estados y estableció un sistema de relaciones inter-
estados basado en la voluntad humana y la observación empírica antes que en un mandato o revelación
divino (Hegel 1956: 412).
El objetivo de estas breves observaciones históricas no es idealizar el orden westfaliano o lamentar su fin,
menos aun intentar su restauración, sino indicar que esa interpretación dicotómica del cambio social de
Kant, en la que el establecimiento de una autoridad legal más alta se presenta como la alquimia que ha de
141
transformar la “guerra perpetua” en “paz perpetua”, ofrece una visión altamente estilizada de las relaciones
entre el pasado y el futuro. La suposición de Kant era que los códigos legales del viejo orden westfaliano no
tenían ninguna fuerza legal porque carecían de una autoridad legal más alta para hacerlos obligatorios y, a
su vez, que un orden cosmopolita representa una nueva etapa en la historia de la humanidad porque se
basa en una autoridad legal superior. Con todo, como Hegel señala en su Filosofía del Derecho, el modelo de
Westfalia no estaba “desprovisto de derecho” puesto que las relaciones entre los estados adoptaron la
forma de contratos y tratados y el principio en que se basan estas relaciones es que los contratos y los
tratados deben ser respetados. De manera similar, una federación de naciones no estará libre de violencia
puesto que es capaz de crear su propios enemigos tal y como puede hacerlo un estado individual: “‘incluso
si un conjunto de estados se agrupa como familia esta liga, en su individualidad, debe generar oposición y
crear un enemigo” (Hegel 1991: §324A). Para parafrasear a Hegel, la violencia conectada con las formas
más simples de derecho queda sublimada, pero de ninguna manera superada, en las más formas
desarrolladas y complejas.
El nuevo cosmopolitismo enfrenta problemas similares a los de Kant en su tratamiento de las relaciones
entre el pasado y el futuro. Si su fortaleza es criticar el nacionalismo metodológico de las ciencias sociales y
políticas y hacerse cargo de la historicidad del estado-nación, reproduce sin embargo el objeto de su crítica.
Niega que el estado-nación sea una forma natural o racional de organización socio-política en general, pero
acepta que era o es la forma natural y racional de organización sociopolítica en la era moderna – es decir,
que era o es el principio de organización de la modernidad política. Esta visión curiosamente renaturalizada
de los estados-nación reproduce, o al menos se asimila, al modernismo al que se opone. Históricamente,
minimiza la presencia de otras formas modernas de organización política distintas al estado-nación
(imperios, colonias, dominios, regímenes totalitarios, ciudades-estado, campos de concentración,
organizaciones multinacionales, etc.); considera un tiempo relativamente breve de la vida política moderna
cuando el estado-nación pareció ser mayoritario (el período de posguerra como paradigmático de la
modernidad política como tal); e incluso impone una imagen de solidez del estado-nación que no era
consensuada entre los científicos sociales de ese entonces, para quienes el totalitarismo y a la guerra fría
eran problemas tan serios como urgentes (Buxton 1985, Parsons 1993c, d, capítulo 4). El diagnóstico
cosmopolita de la época actual en términos de la declinación del estado-nación tiene sentido sólo por
contraste con este contexto mítico en el que el estado-nación aparece como la forma característica de la
modernidad política. Nuestro argumento al respecto es no sólo que los estados-nación modernos han
coexistido con otras formas sociopolíticas sino que ellos han sido también más intermitentes e inestables de
lo que acepta esta visión excesivamente sesgada de la modernidad política. El caso de Alemania ejemplifica
142
nuestro argumento claramente. Por un lado, la idea de un estado-nación alemán ha estado presente por lo
menos desde las guerras napoleónicas de principios del siglo XIX (Kohn 1961, Mann 1974). Por otro lado,
desde la unificación del Reich en 1871, esta idea se ha expresado en una variedad de formas políticas:
imperio, estado-nación, régimen totalitario, territorio ocupado, estado-nación dividido, estado-nación
unificado y miembro de la Unión Europea. Aunque es desalentador encontrar que la literatura sobre el
estado-nación a menudo se rinde frente una imagen de solidez y estabilidad, es mucho más frustrante que
el nuevo cosmopolitismo haya tendido a reforzar esta imagen reduccionista del pasado.
Nos importa destacar aquí que los estados-nación son un objeto de estudio elusivo cuando se aborda al
asunto de su declinación. En los discursos cosmopolitas actuales presenciamos con frecuencia el
renacimiento de una de las tensiones fundantes de la sociología: entre Gemeinschaft (comunidad) y Gesellschaft
(sociedad). En la sociología clásica, el concepto de Gemeinschaft se utilizó para describir formas de vida
comunal que no estaban mediadas por medios abstractos de coordinación social como el dinero o el
derecho, mientras que el estado-nación, entendido como mercado nacional y comunidad política de
ciudadanos, era la forma en que se representaba la Gesellschaft. La ciencia social modernista, como lo señala
acertadamente Reinhard Bendix, perpetúa este modo de pensamiento acerca de la transición histórica
presentándola como el paso de la “tradición” a la “modernidad”. Su argumento es que la reflexión de las
ciencias sociales sobre la “modernización occidental ha estado siempre acompañada de una particular
construcción intelectual de esa experiencia, gatillada por impulsos reformadores o morales presentados a
menudo so pretexto de generalizaciones científicas” (Bendix 1967: 313). Su preocupación radica en la
“falacia romántica” de la sociología clásica y modernista que reconstruye las transiciones históricas
“contrastando los defectos del presente con las virtudes del pasado” (Bendix 1967: 319-20).
En las versiones actuales, esta renovada antinomia se expresa en una variedad de reconstrucciones
diferentes. El escenario escéptico sobre el cosmopolitismo reconstruye el estado-nación como una forma
de Gemeinschaft mientras que la Gesellschaft queda ahora representada por las formaciones sociales
transnacionales que están lentamente reemplazando a los estados-nación. Ésta es, a grandes rasgos, la
posición adoptada por aquellos sociólogos que dudan de que las condiciones de confianza y solidaridad
social que fueron posibles en los estados-nación se puedan ampliar mucho más allá de tales límites
históricos y filosóficos (Claus Offe, citado en Freise y Wagner 2002). Los partidarios del nuevo
cosmopolitismo no consideran, en general, esta clase de pensamiento dualista como una estrategia
adecuada para entender el mundo, aunque encontramos que ellos también la utilizan. Dan vuelta el
escenario escéptico mencionado anteriormente, presentando la nueva Gesellschaft cosmopolita como
143
radicalmente diferente de la “comunidad” del estado-nación, pero esta vez contrastando “los defectos del
pasado” (por ejemplo, el nacionalismo) con “las virtudes del futuro” (el orden cosmopolita) O, en un tono
más nostálgico, buscan reconciliar el concepto tradicional de los deberes morales de los estados que fueron
establecidos por el derecho natural con concepciones modernas del positivismo jurídico, la Realpolitik y el
interés nacional. Hacen esto agregando un tercer escenario a la dicotomía modernista entre tradición y
modernidad – la edad cosmopolita. Lo que todas estas versiones tienen en común, pensamos, es que ellas
subvaloran las fracturas internas de la modernidad política tanto como exageran la distancia que separa el
orden cosmopolita futuro con el presente y el pasado.
Si desde el punto de vista jurídico los pensadores cosmopolitas representan el orden moderno de los
estados-nación como un orden esencialmente anárquico, una guerra de todos los estados contra todos,
ellos caracterizan también este orden como increíblemente estable y seguro puesto que habría durado, sin
dificultades, más de trescientos años desde la paz de Westfalia hasta nuestros días. Los eventos más
trascendentales de este período – las revoluciones políticas de fines del siglo XVIII, el crecimiento del
imperialismo, el colapso de los imperios europeos continentales después de la Primera Guerra Mundial, la
emergencia de regímenes totalitarios, el colapso de imperios de ultramar después de la Segunda Guerra
Mundial – todos aparecen como simples notas al pie en la narrativa continua del estado-nación. Incluso las
formas de cooperación establecidas entre estados-nación – la Liga de Naciones después de la Primera
Guerra Mundial y las Naciones Unidas que le siguieron – se ven como la consolidación del principio de
soberanía nacional y de la Realpolitik que la acompaña (Giddens 1985). En esta imagen de la modernidad
política todos los eventos previos a la emergencia del nuevo orden cosmopolita parecen reproducir el viejo
orden de los estados-nación. Es como si el viejo adagio del gatopardo, le plus ça change, le plus c’est la même
chose (todo cambia para que todo siga igual), predominase sin contrapeso en esta esfera de la vida. Es una
imagen del orden de Westfalia que reproduce, o incluso exagera, el paradigma modernista al que se opone.
Se diferencia del modernismo solamente en que rechaza considerar la modernidad política como el fin de la
historia y propone una segunda ruptura que crea ahora una constelación posnacional o cosmopolita
(Wagner 2001b: 83). En esta narrativa parecería que nada fundamental ha ocurrido por casi 350 años y
entonces, repentinamente en nuestra época, todo ocurre simultáneamente.
La segunda crítica: entre el presente y el futuro
El argumento fundamental del nuevo cosmopolitismo es que vivimos en una era marcada por la
declinación del modelo de Westfalia del estado-nación y por la emergencia de un nuevo orden cosmopolita.
144
En la época actual, la soberanía nacional y el estado-nación finalmente nos están llevando a un orden global
en el que la realización de los derechos humanos y de una autoridad legal internacional, o al menos su
posibilidad, están a la vista. Hay muchas explicaciones diferentes sobre cuándo se supone ocurrió esta
transición y cuáles son los indicios de que efectivamente sucedió, pero esta generación de pensadores
cosmopolitas data el inicio del nuevo orden cosmopolita con el fin de la Guerra Fría en 1989 y entrega dos
tipos de evidencia en su apoyo: reformas observables y procesos sociales profundos. En relación a la
primeras se señalan, por ejemplo, la transformación de las convenciones de los derechos humanos en leyes
internacionales ejecutoriables, el establecimiento de tribunales criminales internacionales, la
implementación de intervenciones militares internacionales para detener crímenes contra la humanidad, la
apelación a una crítica cosmopolita frente la incapacidad de las superpotencias parar detener estos
crímenes, la transición en las Naciones Unidas desde la defensa de la soberanía nacional hacia la protección
de los derechos humanos, el establecimiento del principio de condicionalidad de la soberanía nacional en el
derecho internacional y así sucesivamente. El argumento es que tales reformas no son fenómenos
contingentes sino más bien la expresión visible de procesos sociales y tendencias históricas más profundas.
Entre estas últimas podemos citar la separación de la nación y el estado que resulta de los movimientos de
personas, el carácter heterogéneo e híbrido de distintos grupos al interior del territorio estatal, la expansión
de conexiones móviles complejas a través de los límites estatales, la proliferación de riesgos globales que
requieren de soluciones trasnacionales y la “liquidez” desterritorializada del dinero, los medios de
comunicación y la información.
Se han propuesto dos tipos de objeciones contra esta tesis: una critica su base factual y la otra su sentido
normativo (Hutchings 1999). La crítica factual sostiene el carácter de corto plazo y transitorio de estos
cambios y reafirma con ello las pretensiones realistas acerca de la importancia continúa del poder del estado
en relación a la gobernanza global. La crítica normativa acepta que el orden de los estados-nación está
siendo sobrepasado pero proporciona una lectura pesimista del orden post-westfaliano como la
dominación desenfrenada del capital global sobre la vida política – o como la transformación de imperios
rivales en un imperio singular (Hardt y Negri 2000). Tras estos argumentos empíricos y normativos
encontramos un “anti-cosmopolitismo” que es tan doctrinal como el cosmopolitismo al que se opone y
que por ello entiende poco y nada sobre el concepto mismo. El argumento empírico de los escépticos
simplemente sustituye el “no cambio” por la idea cosmopolita del “cambio total”, el argumento normativo
simplemente sustituye su propio pesimismo por el optimismo cosmopolita. Nuestra línea argumental a este
respecto recoge un comentario anterior; a saber, que las críticas al nuevo cosmopolitismo no pueden
derivarse de la reconstrucción de un marco nacional, ni tampoco de una futurología negativa, sino que sólo
145
pueden surgir de la preocupación frente al hecho de que la idea de cosmopolitismo está siendo removida
de los conflictos de la vida política. Por el contrario, de lo que se trata es reinsertarlo en la tradición
intelectual de las ciencias sociales.
El nuevo cosmopolitismo devalúa dos de las piedras angulares de la autocomprensión de las sociedades
modernas: las clases y las naciones (capítulo 2). Se opone al nacionalismo sobre la base de que convierte la
idea de nación en un principio supremo y da prioridad a sus intereses particulares por sobre los intereses
universales de la humanidad. Y se opone socialismo sobre la base de que convierte la clase en un principio
supremo. Objeta igualmente el viejo dogma de una clase universal (sea esta la burocracia o el proletariado)
y el de la nación universal (sea esta la Francia de 1789 o la Rusia de 1917), porque ambas identifican
falsamente los intereses de una entidad particular con los intereses de la humanidad en su conjunto.
Describe al nacionalismo y al socialismo como discursos políticos peligrosos y contradictorios y ve
estrechos paralelismos entre la idea de un “enemigo de clase” y un “enemigo nacional”. En cada uno
encuentra un potencial de violencia dirigida a la destrucción de sus respectivos “otros”. Representa al
internacionalismo socialista como una mentira que básicamente permite a determinados intereses
nacionales hacerse por pasar por universales (por ejemplo, el nacionalismo soviético o el nacionalismo
antiimperialista durante la Guerra Fría) y suprime otros intereses nacionales en nombre de la solidaridad de
clase como si los primeros fueran todos malos y los segundos todos buenos. El nuevo cosmopolitismo
declara que mientras el debate político se mantenga anclado en estas formas no puede haber resistencia al
orden establecido que no reproduzca el poder al que se opone. Contra un marco modernista definido en
términos de particularismos en competencia y falsos universales, el nuevo cosmopolitismo se presenta a sí
mismo como una perspectiva genuinamente universalista que reconoce el punto de vista de la humanidad
en su conjunto tanto como la diversidad de la especie humana. Se presenta, en otras palabras, como la
reconstrucción de nuestras categorías intelectuales a fin de superar tanto el particularismo estrecho como el
universalismo abstracto que son constitutivos de la imaginación política modernista. Anuncia una relación
diferente que ya no mira a una clase o a una nación particular como la encarnación de valores universales, o
a la destrucción de otra clase o nación como condición de la emancipación humana, sino que deviene en
una alternativa genuinamente universalista contra todas esas formas espurias de reconciliación.
La dificultad radica, sin embargo, en descubrir en qué puede consistir tal reconciliación genuina y sobre ello
encontramos una gran variedad de opiniones. Sugerimos que las dificultades para la reconciliación que se
encuentran en el nivel del estado-nación se reproducen al nivel cosmopolita de nuevas maneras.
Consideremos, por ejemplo, el peligro identificado por Kant de que una Federación de Naciones pueda
146
convertirse en un impostor que encubre el control de una superpotencia. Kant creyó encontrar una
respuesta bajo la forma de una Federación de Naciones basada en la cooperación mutua y el
consentimiento voluntario entre una pluralidad de estados independientes, todos los cuales conservarían
sus derechos a la particularidad incluyendo incluso el derecho a retirarse de la propia federación. Esta es
una dificultad que Habermas (1999a, 2000) ha identificado como la inconsistencia entre establecer una
Federación de Naciones como autoridad suprema y al mismo tiempo basarla en un principio puramente
voluntario. Una Federación de Naciones no puede convertirse en un cuerpo estable y legítimo sin leyes que
sean vinculantes para los gobiernos individuales, pues en caso contrario cualquiera puede simplemente
retirarse y tomar un camino propio. Una dificultad adicional es que si una Federación de Naciones da
prioridad a la soberanía nacional por sobre la protección de los derechos humanos o la preservación de la
paz, como cuando los derechos de personas particulares son violados por sus propios estados u otros
gobiernos nacionales, el cosmopolita podría por su parte recurrir a una gran potencia u otro grupo para
intervenir e impedir que los perpetradores lleven a cabo sus crímenes. En este escenario, sin embargo, nos
encontramos otra vez con la idea potencialmente destructiva de una nación universal que identifica su
propia voluntad con la voluntad general de la humanidad. Mientas escribimos este texto somos testigos de
cómo tales peligros se despliegan: una nación poderosa que se retira de los parámetros de las Naciones
Unidas y se presenta como la nación universal con su propia misión histórica y una comunidad
internacional que no protege los derechos de los pueblos oprimidos. Estas son dificultades reales de la vida
política moderna y que no pueden reconciliarse a partir de los imperativos del nuevo cosmopolitismo. Al
mencionar estos ejemplos no queremos crear un cosmopolitismo “mejor” que pueda finalmente reconciliar
todas estas oposiciones sino simplemente reconocer que aquello que el nuevo cosmopolitismo identifica
como patología del modernismo termina siendo una propiedad del propio cosmopolitismo.
Conclusión
En este capítulo hemos afirmado la existencia de un nuevo cosmopolitismo como un movimiento
intelectual claramente identificable en las ciencias sociales y políticas contemporáneas. Se ha intentado
mostrar cómo: [1] construye su propio canon, tomando a menudo como punto de partida las ideas del
Leviatán de Hobbes o la paz perpetua de Kant; [2] define un nuevo objeto del estudio, “lo global”, que
pueda superar el nacionalismo metodológico que habría prevalecido en las ciencias sociales y políticas
modernistas; y [3] conceptualiza un nuevo grupo de proposiciones normativas basadas en una idea
universal de derechos humanos y una autoridad legal más allá del estado-nación. Este movimiento ha
cruzado los límites disciplinares y ha promovido una agenda interdisciplinaria para estudiar lo que entiende
147
son los desarrollos más importantes del mundo actual: la crisis del estado-nación (sociología), el
surgimiento de la globalización (relaciones internacionales), las expectativas de la democracia cosmopolita
(teoría política) y el desarrollo del derecho cosmopolita (derecho internacional). El discurso
interdisciplinario del nuevo cosmopolitismo es su punto más fuerte y es, de hecho, una razón fundamental
para intentar reconstruirlo y comprender sus características más importantes.
No se trata tampoco de un movimiento monolítico o una tradición fija. Mientras que en la sociología y la
teoría política el nuevo cosmopolitismo está alcanzando estatus de corriente principal, su posición en otros
campos se muestra menos segura. Más allá de estas diferencias, hemos identificado una dimensión que
cruza sus diversas formulaciones: la tesis sobre la transición histórica de la actualidad. Hemos criticado el
nuevo cosmopolitismo por lo que podemos ahora llamar su rígida imaginación histórica: adopta la idea de un
cambio de época radical, que ha sido una característica permanente de las ciencias sociales y políticas, y lo
convierte en una idea fija sobre la relación entre el pasado y el futuro. La estabilidad de la modernidad se
quiebra repentinamente y todo comienza de nuevo a partir de un único acontecimiento. Es una visión del
futuro normativamente modelada, una “teleología” para una era post-teleológica, que se proyecta sobre el
presente.
El derecho cosmopolita ya no es más una idea en la cabeza de los filósofos. Es real y nuestro conocimiento
sobre él es externo a nosotros mismos. Podemos estudiarlo de la misma manera en que estudiamos otras
formas de derecho. Surge de los seres humanos, se relaciona con otras formas de derecho, nunca es válido
simplemente porque existe y hay una posibilidad permanente de conflicto entre lo que es y lo que debe ser.
Nuestra conciencia y convicciones pueden ajustarse a él – o no. Como científicos sociales, nuestra tarea es
precisamente identificar qué es el derecho cosmopolita. Así, antes que celebrar prematuramente la idea del
derecho cosmopolita y elevarlo al estatus de un ideal, hemos intentado ubicarlo en la historia de la
modernidad. Entendemos el derecho cosmopolita como una etapa en el desarrollo del derecho desde sus
formas más simples y abstractas hasta las más complejas y concretas. Es un momento esencial en el
desarrollo de la libertad humana, pero si la teoría social modernista alguna vez cometió el error de divinizar
al estado-nación, no deseamos cometer el mismo error ahora con la idea de cosmópolis. No nos interesa la
idea de cosmopolitismo como consuelo frente a la violencia de nuestra era, sobre la base de una “no-
ficción visionaria” del orden cosmopolita por venir, sino más bien como una manera de hacer frente a la
violencia de nuestro tiempo aquí y ahora. Y tomamos esta posición a sabiendas de que bajo el estandarte
cosmopolita las viejas formulas de violencia pueden reafirmarse. El cosmopolitismo se puede llevar a la
148
práctica política de múltiples maneras – puede ser fundamentalista, conservador, liberal y radical – de
forma tal que sus consecuencias políticas no vienen preestablecidas en la idea misma.
149
Capítulo 8. Universalismo y Cosmopolitismo en la Teoría de Jürgen Habermas*
Este último capítulo indaga en la importancia creciente que el tema del cosmopolitismo ha adquirido en los
escritos de Jürgen Habermas a contar de los años noventa. Sin duda, la presencia del cosmopolitismo en la
obra reciente de Habermas responde a la evaluación que el autor hace de eventos más o menos recientes
como la caída del muro de Berlín y de procesos históricos como la globalización económica y el proyecto
de la Unión Europea (Habermas 2004). Mi tesis, sin embargo, es que el giro cosmopolita que se aprecia en
su trabajo no responde principalmente a cuestiones de tipo empírico sino que debe ser entendido más bien
como un corolario normativo que emerge del universalismo filosófico en el que se funda el conjunto de su
obra anterior. A pesar de la ausencia de referencias explícitas al tema en su obra temprana, este artículo
argumenta que un horizonte cosmopolita viene inscrito en el proyecto intelectual habermasiano desde sus
inicios.
La relevancia actual del cosmopolitismo comienza a acreditarse con las evaluaciones normativas que
siguieron a las descripciones de la globalización que inundaron las ciencias sociales de los años noventa
(Held 1995, capítulo 7). Con ello el cosmopolitismo se consolida como un programa de investigación
empírico relevante para el conjunto de las ciencias sociales contemporáneas (Beck y Sznaider 2006,
Calhoun 2002, Fine 2006b, Fine y Boon 2007, Vertovec y Cohen 2002, Zolo 1999). Sin embargo, no todas
las versiones del cosmopolitismo contemporáneo son igualmente capaces de hacer frente a los desafíos
explicativos y normativos del presente. En su tardío Derecho de Gentes, por ejemplo, John Rawls (1999,
Caney 2002) despliega un modelo cosmopolita puramente normativo altamente sofisticado. De un modo
similar, Ulrich Beck (2000c, capítulo 1) ha hecho del cosmopolitismo una agenda de investigación concreta
para la sociología. Mi punto de partida en este trabajo es que, dado su alto nivel de abstracción, el
cosmopolitismo de Habermas se muestra superior tanto a aquellas versiones exclusivamente normativas
como a aquellas que se contentan con el mero registro narrativo de procesos empíricos. La perspectiva
cosmopolita de Habermas es la única que, hasta el momento al menos, se ha mostrado capaz de afrontar el
desafío de producir simultáneamente una descripción empírica pertinente, una explicación teóricamente
consistente y un juicio normativo bien fundamentado.
* Este texto no habría sido posible sin el apoyo y generosidad intelectual de Robert Fine, cuya convicción de que el cosmopolitismo es un programa teórico y normativo fundamental para entender el presente es un estímulo y un ejemplo permanente. El autor agradece también a Aldo Mascareño sus siempre sugerentes ideas, precisiones y críticas a las distintas versiones de este trabajo. Aldo y Robert no comparten todos mis argumentos y obviamente no son responsables de mis errores. Este texto forma parte del proyecto FONDECYT 1070826.
150
La tesis de un “giro” cosmopolita es en algún sentido similar a aquella que, a mediados de la década de los
setenta del siglo XX, se usó para describir el cambio en la orientación teórica de Habermas. El así llamado
giro lingüístico habermasiano es heredero tanto de la tradición filosófica alemana como de la filosofía
anglosajona de la época (Lafont 1993). Su objetivo era el refinamiento conceptual pues con él se
incorporaban perspectivas y tradiciones filosóficas nuevas para resolver deficiencias que se constataban a
nivel teórico o epistemológico. El interés reciente por el cosmopolitismo es diferente dado que no le
resuelve a Habermas problemas teóricos de fondo sino que, por decirlo de algún modo, se le fue
imponiendo lentamente a la argumentación teórica de Habermas como una consecuencia normativa casi
ineludible. El giro cosmopolita al que aquí me refiero hace explícita, con renovada fuerza, el sustrato último
del proyecto normativo de Habermas. La diferencia es tal vez sutil pero no por ello menos importante. La
centralidad del cosmopolitismo en la obra tardía de Habermas dice relación no tanto con un proceso de
refinamiento estrictamente conceptual sino sobre todo con la explicación de los efectos normativos de la
teoría de la acción comunicativa. Sin duda la perspectiva cosmopolita de Habermas ha de certificarse
empíricamente pero su orientación de base es decididamente normativa. Con la idea de la doble validez
jurídica y moral de los derechos humanos, con la tesis del tránsito hacia una constelación posnacional que
pone en cuestión la posición del estado-nación como eje articulador del sistema de Naciones Unidas, con la
búsqueda de un principio contrafáctico que permita justificar argumentativamente aquello que es mejor
“para la especie humana en su conjunto”, este giro cosmopolita es otra forma de expresar la intuición
reguladora que cruza el casi medio siglo de producción intelectual de Habermas: ¿cómo es posible explicar
el hecho de que en el marco de procesos de interacción social surja la noción a todas luces ficticia desde un
punto de vista empírico, pero normativamente vinculante, de la igualdad formal entre individuos
materialmente desiguales? El cosmopolitismo es, en definitiva, la última fórmula que Habermas encuentra
para expresar en un lenguaje normativo el núcleo universalista que está en el centro de su programa teórico.
El capítulo se encuentra dividido en tres secciones. En primer lugar, se intenta mostrar la conexión
intrínseca que existe entre universalismo y cosmopolitismo tanto a nivel histórico como conceptual. Para
ello, se hace un breve recuento de los orígenes y características principales del cosmopolitismo en el marco
de su estrecha relación con el universalismo filosófico de las teorías del derecho natural. Esta primera
sección se centra especialmente en la obra de Immanuel Kant, cuya condición paradigmática se explica por
la traducción moderna que él hace de la tradición filosófica del cosmopolitismo de la Grecia clásica, así
como por su intento por romper con la carga metafísica de las teorías del derecho natural anteriores. La
segunda sección está dedicada a reconstruir la visión habermasiana del cosmopolitismo. Para ello, se presta
especial atención a la reconstrucción que el propio Habermas hace del diseño institucional con que Kant
151
introduce y justifica su proyecto cosmopolita. Habermas entiende el cosmopolitismo como uno de los
programas teóricos inmanentes del proyecto moderno antes que como una tendencia reciente de los
últimos años; como un marco normativo intrínsecamente universalista sobre la base de un apoyo irrestricto
a la idea de derechos humanos universales; y como un marco institucional democrático cuya máxima
expresión no es la formación de un único estado mundial sino la articulación de instancias decisoras a nivel
local, nacional, regional y mundial. Finalmente, la última sección del artículo reconstruye estilizada pero
sistemáticamente la relación entre la pretensión universalista que está a la base de los distintos momentos
del proyecto teórico de Habermas – y las consecuencias cosmopolitas que se derivan de cada uno de ellos.
Se intenta mostrar que una fuerte pretensión universalista caracterizaba ya los estudios tempranos de
Habermas Historia y Crítica de la Opinión Pública ([1962] 1994) y Conocimiento e Interés ([1968] 1990a). Un
universalismo similar se aprecia con el giro lingüístico que da vida a la Teoría de la Acción Comunicativa ([1981]
1989a) y con la más reciente incorporación de discusiones de filosofía política y del derecho en Facticidad y
Validez ([1992] 1998). En todos los casos, el universalismo explícito de estos trabajos no sólo es compatible
sino que sirve de soporte para la incorporación explícita del cosmopolitismo en su obra tardía.
Universalismo filosófico, cosmopolitismo y derecho natural
En esta primera sección quisiera proponer que hay una relación sistemática entre universalismo filosófico y
cosmopolitismo. El corazón de la tradición cosmopolita es intrínsecamente universalista puesto que
propone la igualdad fundamental de los seres humanos con prescindencia de cualquier diferencia de clase,
género, étnica, nacional, religiosa o cultural (capítulos 5 y 6). Como programa normativo, el
cosmopolitismo no puede desplegarse sin un universalismo filosófico de base y ha de ser entendido como
la consecuencia normativa de una pretensión universalista de conocimiento. Sin duda, la expresión concreta
del vínculo entre universalismo y cosmopolitismo se ha mostrado históricamente cambiante. Pero en ese
tránsito ambos han coevolucionado y tal coevolución puede ser metodológicamente reconstruida mediante
el análisis de distintas teorías del derecho natural (Friedrich 1964, Hochstrasser 2000, Strauss 1974).
Los inicios de la tradición cosmopolita pueden rastrearse en la época de la Grecia clásica. En su
investigación de los orígenes premodernos del cosmopolitismo, el filósofo y matemático Stephen Toulmin
plantea la tesis de que ya en Grecia aparece una primera idea de cosmopolitismo que se basa en el
principio, por cierto altamente metafísico pero ya con aspiración universalista, de la unidad última del
mundo social y el mundo natural:
152
Desde los inicios de la sociedad humana de gran escala, las personas se han preguntado sobre los
vínculos entre el cosmos y la polis, el Orden de la Naturaleza y el de la Sociedad (…) más adelante
encontramos a los filósofos estoicos fusionando los órdenes ‘natural’ y ‘social’ en un mismo todo.
Cada cosa en el mundo (pensaban ellos) hace manifiesto de diversas formas un ‘orden’ que expresa
la Razón que unifica tales cosas (…) la idea práctica de que los asuntos humanos están
influenciados y proceden alineados con los asuntos divinos, se transforma en la idea filosófica de
que la estructura de la Naturaleza refuerza un Orden Social racional (Toulmin 1990: 67-8)
El despliegue histórico de esta tradición intelectual no puede ser rastreado aquí en detalle, pero quisiera
sostener la tesis de que el horizonte universalista que la cita expresa no sólo no desaparece con el ocaso de
la Grecia clásica sino que encontrará, sistemáticamente, formas de readecuarse a los tiempos. La
demostración del origen común de universalismo y cosmopolitismo se expresa en el hecho de que la
primera gran renovación de este proyecto universalista, el Código Romano que en 534 DC el emperador
Justiniano mandó compilar, se sostiene justamente en las enseñanzas del estoicismo filosófico griego que
está también a la base del cosmopolitismo (d’Entrèves 1970: 23-5). El horizonte universalista de esta
codificación temprana se expresa en un conjunto de atributos que en buena medida aún se consideran
pertinentes para los efectos del debate contemporáneo que nos convoca: (1) el principio la igualdad de los
individuos ante la ley; (2) el rol del derecho como expresión de una idea de justicia que sirve para la
resolución pacífica y razonada de conflictos y, de modo muy particular; (3) la tesis de una ontología
estratificada que permite sostener la existencia de órdenes jurídicos distintos pero complementarios. En el
código de Justiniano se reconoce la existencia igualmente objetiva de un derecho o ley natural no susceptible
de alteración humana, pero por cierto cognoscible racionalmente, un derecho o ley civil y un derecho de gentes que
han de responder a necesidades humanas cambiantes pero que en cualquier caso han de adecuarse a los
requerimientos objetivos de la ley natural (d’Entrèves 1970: 28). El problema que permanece es justamente
la cuestión de cómo han de establecerse y justificarse las relaciones y jerarquías entre estos distintos
órdenes. El resguardo de la igualdad formal de los individuos, una idea de paz justa que se regula mediante
el derecho y una concepción estratificada de órdenes jurídicos ontológicamente distintos son los elementos
que dan coherencia al núcleo de derecho natural del cosmopolitismo temprano. Ellas son intuiciones
reguladoras que, como tendremos ocasión de revisar, a través de la obra de Kant se expresan también en la
teoría de Habermas.
Una ontología estratificada similar está igualmente a la base de las reformulaciones que las teorías del
derecho natural experimentan mediante su recepción en el pensamiento medieval cristiano (Donelly 1980,
153
Lewis 1940). Tanto en Agustín como en Tomás de Aquino, la pregunta por la autonomía y heteronomía
del orden secular en relación al divino está en el centro de sus reflexiones. Por una parte, la tesis heredada
sobre la existencia de un plan perfecto y necesario que vale tanto para el orden natural como el social no se
pone en cuestión a pesar de que su explicación se formula ahora en términos abiertamente religiosos. En
eso justamente consiste la primacía de las leyes que rigen la Ciudad de Dios de San Agustín; ellas no son otra
cosa que la expresión inmutable de la existencia de un ser y por tanto un orden superior. El principio
estructurante de la unidad del mundo cambia – es una voluntad divina antes que un plan de la naturaleza –
pero su unidad e inmutabilidad se reafirma. Por la otra, sin embargo, el postulado de la autonomía efectiva
de la razón humana así como la necesidad de regular las prácticas sociales concretas e históricamente
cambiantes de la Ciudad de Roma no permite afirmar de modo mecánico o inmediato la primacía que en el
plano teórico se le reconoce al orden divino. La ontología tripartita del código de Justiniano es ahora sólo
doble: las leyes de la ciudad de dios y las de Roma (d’Entrèves 1970: 39).
El siglo XVII marca el punto de inflexión de la secularización del principio universalista que está a la base
de este cosmopolitismo temprano. La respuesta a la incertidumbre de las guerras y el cisma religioso que
caracterizan ese período de la historia europea resultan en una incesante búsqueda de certezas y con ello la
idea de razón deviene en el estándar que ha de unificar todos los distintos ámbitos de indagación científica.
El renovado interés por el universalismo de la razón es la característica distintiva de la cosmópolis moderna.
Con la publicación de tres de las obras centrales del pensamiento moderno en un lapso de quince años – el
Discurso del Método de René Descartes (1637), los Principia Matematica de Isaac Newton (1642) y el Leviatán de
Thomas Hobbes (1651) – se hace explícita la pretensión por fundamentar un principio que resulte válido
en la explicación del mundo psíquico, natural y social (Toulmin 1990: 69-80).
El fundamento universalista que está operando en estas teorías del derecho natural, tanto en las versiones
religiosas como en las seculares, no remite directamente a la idea de cosmopolitismo en el sentido de
ciudadanos del mundo al que aspiraba el estoicismo griego. Es sólo con Immanuel Kant, hacia finales del
siglo XVIII, que se rescata explícitamente la tradición cosmopolita que se origina en ese movimiento
filosófico (Nussbaum 1997) y para ello la sintoniza con la pretensión universalista que constituye el centro
de su filosofía (Cassirer 1993). Para nuestros propósitos, los principales trabajos del Kant sobre el
cosmopolitismo son sus escritos La Idea de una Historia Universal con Sentido Cosmopolita ([1784] 1994a) y La
Paz Perpetua ([1795] 2001). Si bien es necesario destacar el carácter normativo que la idea de
cosmopolitismo juega en la filosofía kantiana, no es menos cierto que la importancia que Kant le asigna al
cosmopolitismo dice relación también con el hecho de que se trata de una tendencia que comienza a
154
observarse empíricamente. Kant constata el surgimiento de un incipiente sentido de solidaridad colectiva
que no se basa en cuestiones de nacionalidad o religión sino que toma como fundamento identitario la idea
de una única especie humana definida en un sentido fuertemente universalista. En palabras del propio Kant
(2001: 51):
La comunidad más o menos íntima que se fue practicando entre los pueblos terrenales llegó
ya hasta el extremo de que una violación del derecho cometida en un sitio se hace sentir en
todos los otros; de lo que se deduce que la idea de un derecho de ciudadanía mundial no es
una fantasía jurídica, sino un necesario complemento del código no escrito del derecho
político y de gentes, que de ese modo se eleva a la categoría de derecho público de la
humanidad y redunda en beneficio de la paz perpetua, siendo la condición indispensable
para que se pueda guardar la esperanza de un continuo acercamiento a un estado pacífico
La principal innovación de Kant es usar la idea de cosmopolitismo para vincular el proyecto de un nuevo
orden jurídico-institucional con lo que, como hemos visto, hasta el momento no era más que una intuición
filosófica. Kant se hace cargo de la ontología estratificada que marca a fuego las teorías del derecho natural,
pero ofrece al mismo tiempo una guía para su dramática renovación. Kant distingue aquellas formas
tradicionales de derecho de su tiempo: un “derecho Político de los hombres reunidos en un pueblo”
(derecho civil), y un “derecho de Gentes o de los países y sus relaciones mutuas” (el derecho internacional).
Pero concibe también un tercer estrato más general o universalisable que los dos anteriores aunque ya no
se trata de un derecho o ley natural en sentido estricto. Kant habla de un “derecho de la humanidad, donde
hay que tomar en cuenta seres y estados relacionados recíprocamente (...) una especie de ciudadanía
universal entre seres humanos” (Kant 1994a: 30). Este derecho de la humanidad refiere a un tipo nuevo de
regulación de las relaciones entre estados soberanos y los ciudadanos de esos estados y ha de fundarse en la
pertenencia de los individuos a una especie humana que es concebida sin restricciones de ninguna clase. La
ontología estratificada de las teorías del derecho natural anteriores queda así modificada. Por una parte, se
vuelve a la versión de tres niveles. Por la otra, esos niveles son todos ahora parte del mundo humano. Las
leyes que rigen el orden divino quedan fuera del ámbito de la reflexión kantiana y lo mismo sucede con la
afirmación de los principios generales que sirven para explicar las regularidades del mundo natural. La ley
natural se reemplaza por la idea de un derecho de la humanidad cuya validez no se deriva de una necesidad
metafísica externa sino de su condición de postulado universal de la razón práctica. Kant no recurre a
fundamentaciones últimas de tipo religioso para avalar el universalismo normativo de su propuesta sino
que recupera el fundamento laico y racionalista que era parte de la tradición filosófica del cosmopolitismo
155
estoico y que había quedado subsumido durante la primacía de las versiones religiosas la edad media. La
justificación filosófica del universalismo kantiano se juega en el rol que él le atribuye a las tres ideas
regulativas de la razón pura: el Yo, la Naturaleza y Dios. Lo propio de estas ideas en su sentido kantiano es
que, al mismo tiempo que se evita entrar en la cuestión de su existencia objetiva, ellas constituyen la
condición de posibilidad del conocimiento empírico verdadero al interior de los ámbitos objetuales
psíquico, natural y moral (Chernilo 2004, Emmet 1994, Kant 1973).
En su orientación más práctica, la noción kantiana de cosmopolitismo es definida en un sentido
crecientemente político. El cosmopolitismo de Kant apunta a que los estados trasciendan el “estado de
naturaleza” en que se encuentran y puedan tender hacia el establecimiento de relaciones jurídicas entre
ellos: “en sus relaciones recíprocas para los Estados no existe ninguna otra forma de salir de la situación
anárquica – causa de guerras continuas – que sacrificar, como hacen los individuos, su salvaje y
desenfrenada libertad y reducirse a leyes públicas coactivas, formando de ese modo un Estado de naciones
que, aumentando incesantemente, llegue por fin a contener en su seno a todos los pueblos de la Tierra”
(Kant 2001: 47). La creación de una “Federación Voluntaria de Naciones” de este tipo no es, sin embargo,
la única novedad del cosmopolitismo kantiano. El núcleo de ese derecho propiamente cosmopolita radica
en la forma en que los estados han de acoger y respetar los derechos de los forasteros que se encuentran en
su territorio. Para Kant (1994a: 50), el trato al forastero ha de basarse en el “principio de hospitalidad”, que
se resume en la máxima de que “nadie tiene más derecho que otro a estar un sitio determinado del globo”.
El forastero es por definición aquel individuo que hace evidente la diversidad, particularidad y contingencia
de cualquier forma de vida específica (en su idioma, sus rasgos físicos, sus hábitos alimenticios, su forma de
vestir, etc.). La imagen del forastero sirve a Kant para reforzar que son precisamente tales diferencias las
que nos hacen capaces de discernir aquello que nos hace uno con él/ella: ese mínimo común denominador
del que nadie puede ser despojado si ha de ser considerado un ser humano. Así, ninguna característica
particular (étnica, nacional, religiosa, política o de otro tipo) ha de impedir el trato digno y justo al
forastero. En rigor, el principio de hospitalidad usa aquello que nos diferencia del forastero como el
fundamento que nos obliga a tratarlo como uno de los ‘nuestros’. El derecho cosmopolita se funda así
tanto en el reconocimiento de la diferencia entre el forastero y el local como en la filiación común de
ambos en tanto miembros de la especie humana. El resultado de este análisis se traduce en la tesis de Kant
(1994a: 60-1) de que, a fines del siglo XVIII, la humanidad se encuentra en un período de transición:
aunque este cuerpo político se halla todavía en estado de burdo proyecto, sin embargo, ya empieza
a despertarse un sentimiento en los miembros, interesados en la conservación del todo; lo que nos
156
da esperanza de que, después de muchas revoluciones transformadoras, será a la postre una realidad
ese fin supremo de la Naturaleza, un estado de ciudadanía mundial o cosmopolita, seno donde
pueden desarrollarse todas las disposiciones primitivas de la especie humana
Una vez descritos los avances que comportan las innovaciones filosóficas e institucionales propuestas por
Kant, hemos de reconocer que él no ha terminado por romper totalmente con los fundamentos metafísicos
de las teorías del derecho natural – en sus versiones más racionalistas que religiosas – que lo precedieron.
Esta continuidad se expresa, sobre todo, en el hecho de que Kant hace aun recaer buena parte de la
plausibilidad de su argumento en la “insociable socialidad” de los seres humanos, es decir, en “su
inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza
permanentemente con disolverla” (Kant 1994a: 46). En el principio octavo de su narración histórica con un
sentido cosmopolita, Kant (1994a: 57) no tiene problemas en plantear la solución al dilema de la
direccionalidad del proceso histórico de la humanidad en los siguientes términos: “se puede considerar la
historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un secreto plan de la Naturaleza para la
realización de una constitución estatal interiormente perfecta, y, con este fin, también exteriormente, como el
único estado en que aquella puede desenvolver plenamente todas las disposiciones de la humanidad”. En
otras palabras, Kant todavía podía en su época echar mano a las teorías del derecho natural y justificar su
adhesión al cosmopolitismo en razón de una direccionalidad histórica que viene garantizada por la
providencia (Fine 2006a: 51-5). Kant confía en que la providencia conducirá progresivamente a la creación
de instituciones cosmopolitas para que así la humanidad en su conjunto esté en condiciones de disfrutar de
un modo de vida igualmente cosmopolita.
Desde el punto de vista de la teoría cosmopolita, en resumen, Kant puede ser entendido como el último de
los cosmopolitas premodernos en tanto todavía hace uso de una idea de providencia muy cercana a una
concepción de ley de la naturaleza. Como ya el propio Hegel (1975) hiciese patente, Kant intenta pero no
consigue romper definitivamente con los fundamentos filosóficos de las teorías del derecho natural y que
hasta ese momento habían permitido mantener conectados universalismo y cosmopolitismo. Pero Kant es
también el primero de los cosmopolitas modernos dado que intenta justificar el cosmopolitismo no sólo
desde el punto de vista de su relevancia crecientemente empírica sino también como resultado institucional
del mandato universalizable de la razón práctica (Fine 2003b, Schneewind 1993).
El giro cosmopolita en la teoría reciente de Habermas
157
El punto de entrada de Habermas al tema del cosmopolitismo es precisamente que la idea kantiana de una
paz perpetua orientada en un sentido cosmopolita retiene, en el presente, tanto su encanto como su
relevancia: “la puesta en práctica de un derecho cosmopolita expuesto de manera conceptual (…)
permanece como una intuición reguladora del universalismo moral que guió a Kant en su proyecto”
(Habermas 1999a: 172). El primer elemento de la renovación habermasiana del cosmopolitismo kantiano
viene por el lado de su estrategia de fundamentación: los doscientos años transcurridos entre los escritos de
Kant y los de Habermas no han pasado en vano. Como acabamos de ver, el cosmopolitismo de Kant es
todavía metafísico puesto que hace depender su plausibilidad de una concepción de naturaleza humana
conocida, inmutable y religiosamente aceptable. El cosmopolitismo de Habermas, por su parte, intenta
justificarse desde un punto de vista crecientemente postmetafísico – o al menos desde la perspectiva de una
argumentación moral posconvencional (Habermas 1985b). El cosmopolitismo habermasiano no requiere
de una idea de providencia ni hace tampoco uso explícito de la idea de naturaleza humana, aunque es justo
reconocer que sus nociones de competencia comunicativa y telos inmanente del lenguaje han sido
interpretadas como una versión contemporánea de la tradición filosófica del derecho natural con las que ya
Kant quería romper (Fine 2001: 21-3, Finnis 1999, la Torre 2006). Pero incluso si se acepta que Habermas
no se desliga completamente de tal carga metafísica, se trata en cualquier caso de un cosmopolitismo que
debe acreditarse desde dentro, es decir, de un cosmopolitismo que debe dar cuenta argumentativamente de
la pertinencia y plausibilidad de su propia pretensión normativa. Para Habermas, el cosmopolitismo sólo
puede justificarse como resultado de un procedimiento discursivo que, potencialmente, es universalmente
inclusivo en razón de que “las determinaciones positivas se han tornado imposibles porque todo producto
cognitivo sólo puede ya acreditarse merced a la racionalidad del camino por el que se ha obtenido, merced
a procedimientos, y en última instancia a los procedimientos que implica el discurso argumentativo”
(Habermas 1990b: 48). La transición hacia un nuevo tipo de cosmopolitismo se traduce tanto en la
transformación de la idea de razón práctica en razón comunicativa mediante su anclaje discursivo
(Habermas 2002), como en el rediseño de una arquitectura institucional internacional a partir de principios
que puedan considerarse como efectivamente cosmopolitas. Es a este último punto al que dedicaremos
ahora atención.
A juicio de Habermas, el equivalente contemporáneo de la idea kantiana del derecho de la humanidad son
los derechos humanos puesto que éstos “representan el único fundamento reconocido para la legitimidad
política de la comunidad internacional” (Habermas 2000: 154); y el contenido cosmopolita de los derechos
humanos radica justamente en que apelan a un “sentido de validez que transciende los ordenamientos
jurídicos de los estados nacionales” (Habermas 1999a: 175). Habermas destaca de los derechos humanos el
158
hecho de que adoptan la forma de máximas morales: “estos derechos fundamentales comparten con las
normas morales esa validez universal referida a los seres humanos en cuanto tales” (Habermas 1999a: 176).
Pero a diferencia de las normas morales, los derechos humanos son también derecho positivo dado que
aspiran a contar con validez jurídica e instituciones que los hagan efectivamente aplicables. Habermas
reconoce que no hemos llegado a un punto en que se pueda hablar de la institucionalización efectiva de
una arquitectura institucional internacional con orientación cosmopolita basada en los derechos humanos,
sino que hemos de describir nuestra situación, “en el mejor de los casos, como una situación de transición
desde el derecho internacional hacia el derecho cosmopolita” (Habermas 1999a: 167).
El mínimo común denominador de cualquier definición de cosmopolitismo es la idea del aseguramiento de
una paz duradera mediante el derecho. Una forma posible para la consecución de tal objetivo sería la
conformación de un Leviatán hobbesiano donde “la pacificación jurídica de la sociedad en el intercambio
paradigmático de la obediencia de los sometidos al derecho” se justifica principalmente por el miedo, es
decir, merced a “la garantía de protección que ofrece el estado” (Habermas 2006: 119). En esta
formulación, la respuesta a la pregunta por la forma institucional que mejor garantizaría la seguridad no
sería otra que la idea de un estado mundial. En directa analogía al Leviatán que saca a los individuos de su
estado de naturaleza permanente para asociarlos, mediante un contrato social que es paradójicamente tan
voluntario como inevitable en una comunidad sometida a derecho, lo que se requiere en este caso es un
Leviatán mundial que saque ahora a los estados de la situación de anarquía que prima entre ellos. El acto
constituyente del estado de las teorías contractualistas se extrapola aquí a escala global – la así llamada
“analogía doméstica” (Bottici 2003) – y se asume con ello que un estado mundial habría de tomar el rol
más bien policial de garantizar la seguridad de todos quienes vivirían en él.
La estabilidad y seguridad que son condición sine qua non de una situación de paz propiamente cosmopolita
no se logran garantizando solamente la integridad física de estados e individuos. El logro de esa estabilidad
requiere también, y en eso tanto Habermas como Kant renuncian a la analogía de la salida del estado de
naturaleza de Hobbes, de la creación de condiciones de vida en que los individuos pueden desarrollarse
libremente. La idea cosmopolita de Kant se funda en una idea de libertad que, como mandato de la razón
práctica, ha de regir tanto para los individuos como para los estados. Como ya hemos revisado,
cosmopolita sería para Kant sólo aquella situación de paz duradera entre los estados que se regula mediante
un marco jurídico legítimo y que a su vez reconoce los derechos fundamentales de sus habitantes en tanto
individuos que pertenecen a la misma especie humana. Las guerras de agresión entre estados y el trato
discriminatorio a los individuos en función de sus características o adscripciones particulares ha de ser
159
rechazado moralmente y considerado como ilegal. Según Habermas, ya el propio Kant reconoce que “la
función pacificadora del derecho” antes que garantizar la seguridad “se entrelaza más bien con la función
de asegurar la libertad que cumple una situación jurídica que los ciudadanos pueden reconocer libremente
como legítima” (Habermas 2006: 119). Esta comprensión de la situación cosmopolita como aseguramiento
simultáneo de la seguridad y la libertad lleva a que Kant se oponga a la idea del estado mundial. Este
rechazo, que Habermas comparte, se fundamenta por cuestiones tanto pragmáticas como normativas. Un
estado mundial que se justifica solamente a partir de la protección e integridad de sus miembros se
encuentra en permanente riesgo de caer en el despotismo puesto que la libertad queda subordinada a la
seguridad. El estado mundial tendría un déficit crónico de legitimidad democrática dado que la prueba de
una adhesión libre y voluntaria a la institucionalidad vigente habría de manifestarse sólo esporádicamente.
Como vimos, la respuesta de Kant a la posibilidad de un estado mundial es su propuesta de una federación
voluntaria de naciones. Habermas reconoce en ello un importante avance normativo dado que Kant puede
de esta forma reconocer y proteger la especificidad de formas particulares de vida colectiva que no son
sustituibles o intercambiables entre sí. En la medida en que se organizan de forma republicana, es decir, de
manera no despótica y bajo el imperio del derecho, los estados-nación han venido creando lentamente y a
tropiezos las condiciones de solidaridad social sobre las que la democracia política y social puede florecer.
El orden cosmopolita al que se aspira no sólo rechaza entonces la eliminación o disolución de
comunidades sociopolíticas realmente existentes. No hay posición propiamente cosmopolita sin aquel nivel
intermedio de organización social que se encuentra entre el individuo aislado como sujeto de derechos y la
especie humana entendida como un todo. Una federación voluntaria de naciones así concebida tiene un
conjunto de ventajas por sobre el estado mundial puesto que en este último:
los pueblos perderían junto con la soberanía de sus Estados la independencia nacional que
ya habían conquistado, se pondría en peligro la autonomía de cada forma de vida colectiva.
De acuerdo con esta lectura, la ‘contradicción’ consiste en que los ciudadanos de una
república mundial obtendrían la garantía de la paz y la libertad sólo a costa de perder esa
libertad sustancial que poseen como miembros de un pueblo organizo en la forma de un
estado nacional (…) En último término, lo que inquieta a Kant es la alternativa entre el
dominio mundial de un único gobierno monopolizador de la violencia y el sistema existente
de varios estados soberanos. Con la concepción sustitutoria de una ‘asociación de naciones’
busca una salida a esa alternativa (Habermas 2006: 125-6)
160
El dilema del cosmopolitismo contemporáneo queda entonces planteado de la siguiente forma. Por un
lado, es preciso aceptar que el fundamento cosmopolita del estado mundial se basa en el reconocimiento de
que son los individuos y no los estados los sujetos últimos del derecho cosmopolita. Todos y cada uno de
los habitantes de ese hipotético estado mundial serían igualmente sujetos de los mismos derechos. Pero
para garantizar tales derechos individuales, el derecho cosmopolita de un estado mundial tendría
necesariamente que disolver el derecho internacional que regula las relaciones entre estados. El estado
mundial elide derecho cosmopolita y derecho civil pues todo derecho sería ahora interno al único estado
que efectivamente posee legitimidad; la ontología estratificada que hemos visto es patrimonio de la
tradición cosmopolita desde sus inicios desaparecería definitivamente. El riesgo que ello comporta es que
los ciudadanos de tal estado mundial estarían todos igualmente desprotegidos para resistir las posibles
acciones arbitrarias de aquel leviatán mundial. Por el otro, la objeción de Habermas a la idea de la
federación de naciones de Kant es que en tanto federación voluntaria Kant no consigue explicar por qué los
estados habrían de renunciar a aquella parte central de su soberanía que se expresa en su derecho a declarar
la guerra. La federación de naciones de Kant es demasiado débil para sacar a los estados de su condición de
crónica anarquía porque, en ausencia de una autoridad superior con capacidad de coacción efectiva, no hay
garantía de que todos los otros estados habrían de actuar de la misma forma. La solución que Habermas
propone requiere entonces la mantención de niveles jurídicos diferentes que se complementen y balanceen
mutuamente.
En opinión de Habermas, entonces, Kant está operando con dos supuestos errados que lo dejan
entrampado en la falsa alternativa entre un estado mundial potencialmente eficaz desde un punto de vista
pragmático pero crónicamente deficitario desde un punto de vista normativo y una federación voluntaria
de naciones presumiblemente diversa pero con una debilidad endémica para ejecutar sus decisiones. El
primero de esos supuestos problemáticos es que Kant iguala el concepto jurídico de estado, en tanto
aquellas “asociaciones de ciudadanos libres e iguales”, con el concepto sustantivo de pueblo o “comunidad
ética” que se diferencia de otros pueblos en razón de “la lengua, la religión y la forma de vida” (Habermas
2006: 125). Esta igualación entre estado y nación o pueblo es por cierto una expresión del debate sobre el
nacionalismo metodológico (capítulo 1). Habermas reconoce que el estado-nación puede ser condición
necesaria pero no es nunca condición suficiente para el establecimiento de un orden cosmopolita. El
estado-nación es una instancia que hasta el momento se ha mostrado imprescindible para la concreción de
los distintos órdenes jurídicos que una situación cosmopolita ha de comprender, pero antes que una
formación sociopolítica monolítica, autocontenida e inmutable, el estado-nación ha de ser concebido como
históricamente elusivo, sociológicamente impreciso y normativamente ambiguo (Chernilo 2007, capítulo 3).
161
El segundo problema que Habermas distingue se deriva del hecho que Kant “concreta precipitadamente la
idea bien fundamentada de una situación cosmopolita” (Habermas 2006: 126) en el modelo de la república
francesa centralista donde la soberanía estatal es indivisible y es ejercida siempre de forma centralizada. Un
modelo federalista antes que centralista, piensa Habermas, le habría permitido a Kant entender que la
soberanía popular puede ser compartida, de forma tal que “los ‘pueblos’ de Estados independientes que
restringen su soberanía a favor de un gobierno federal no pierdan necesariamente su particularidad y su
identidad cultural” (Habermas 2006: 127). Este modelo federal permite entonces concebir una
organización del poder estatal que funcione en niveles diferenciados y fundamente tanto su legitimidad
como su capacidad ejecutiva (de Grieff 2002). Habermas concibe lo que podríamos denominar un
cosmopolitismo federalista que es capaz de entregar el monopolio del uso de la fuerza legítima a una agencia
específica, sin que ello signifique renunciar de forma absoluta a la autodeterminación efectiva de instancias
intermedias en toda una serie de ámbitos igualmente relevantes para la vida colectiva.
Si ya el propio Kant encontraba necesario hacerse la pregunta por la plausibilidad empírica del
cosmopolitismo para caracterizar el proyecto moderno, el problema de la pertinencia descriptiva del
cosmopolitismo es tanto más urgente para Habermas. La tesis habermasiana de la transición a una
constelación posnacional de la sociedad mundial, requiere de un anclaje que es tan descriptivo como
normativo. No basta entonces con vincular el resurgimiento del interés por el cosmopolitismo como una
forma de controlar o aminorar las consecuencias negativas de la globalización económica. Para Habermas,
la pertinencia sustantiva del cosmopolitismo se juega en su capacidad para describir los eventos más
controvertidos de los últimos años como la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999, el atentado a las
Torres Gemelas el año 2001 y la invasión de los Estados Unidos y Gran Bretaña a Irak en el año 2003 –
ofreciendo al mismo tiempo una perspectiva normativa con la que evaluar tales fenómenos (Chernilo
2006). La conclusión que así surge es que el proyecto cosmopolita debe quedar asegurado no sólo desde el
punto de vista de su adecuación normativa - “como la culminación lógica de los principios legales sobre los
que se fundó la ilustración” (Fine y Smith 2003: 470) – sino también desde un punto de vista jurídico-
político. En el marco de las relaciones internacionales contemporáneas, señala Habermas, la cuestión más
“controvertida es cómo podrían realizarse mejor estos fines: siguiendo el procedimiento jurídicamente
establecido de una ONU inclusiva pero carente de fuerza y muy selectiva en sus decisiones; o más bien en
virtud de una política con la que una potencia hegemónica bienintencionada establece unilateralmente un
nuevo orden” (Habermas 2006: 114-5). En el caso de Kosovo, por ejemplo, Habermas estuvo de acuerdo
con el uso de la fuerza con el fin de evitar un genocidio, incluso a pesar de que tal intervención se llevó a
cabo sin el respaldo legal que habría significado el apoyo explícito Consejo de Seguridad de las Naciones
162
Unidas. La reciente invasión a Irak, a la que Habermas se opuso desde antes del inicio de las acciones
militares, hace por su parte patente el riesgo asociado a la ausencia de un marco jurídico que permita
delimitar con precisión la forma en que se actualizan los ideales cosmopolitas en las prácticas e
instituciones internacionales.
Podemos resumir ahora cuales son los atributos principales de la teoría cosmopolita en su versión
habermasiana. En primer lugar, hemos visto que el cosmopolitismo habermasiano se opone a la idea del
estado mundial en razón de su crónico déficit democrático. La idea de cosmopolitismo que Habermas
defiende requiere de una legitimidad que sólo puede surgir de procedimientos e instituciones que permitan
el asentimiento libre de todos los involucrados. Incluso si uno interpretase – contra la pretensión explícita
del propio Habermas – que su noción de acuerdo normativo se funda en un principio trascendente análogo
al de las teorías del derecho natural, es preciso reconocer que su concepción universalista sólo puede
acreditarse internamente, es decir, desde la perspectiva de los propios actores que intentan arribar a un
consenso racional. En segundo término, Habermas entiende el cosmopolitismo como uno de los
programas normativos inmanentes de la modernidad. En este punto, su posición se separa de otras
propuestas contemporáneas, como la de Ulrich Beck (2004, 2006), para quien el cosmopolitismo
contemporáneo se constituye en la expresión visible de un verdadero cambio epocal que se inicia sólo con
el fin de la Guerra Fría (capítulos 5 y 7). Mientras Habermas entiende que la relevancia del cosmopolitismo
en el mundo contemporáneo se juega en sopesar las continuidades y rupturas del pensamiento y formas
institucionales modernas (Fine 2003a), Beck exagera todo evento o tendencia que parece novedosa y con
ello termina en una suerte de culto reificado a la novedad (Webster 2002, capítulos 1 y 7). Tercero, hemos
visto que el derecho cosmopolita es para Habermas antes un complemento que un sustituto al derecho
nacional e internacional. Cosmopolitismo y nacionalismo han co-evolucionado durante la modernidad y no
hay razón para verlos como opuestos (Delanty 2006a). Tanto la legitimidad como la efectividad de las
instituciones cosmopolitas requieren del soporte efectivo de marcos jurídicos que se anclan a distintos
niveles y con ello se renueva la tesis de una ontología jurídica estratificada que ha sido parte de la tradición
cosmopolita desde sus inicios. En la formulación de Habermas, entonces, una situación propiamente
cosmopolita es aquella que combina exitosamente instancias decisorias a nivel local, nacional, transnacional
y global: esa es la versión contemporánea de la ontología estratificada de órdenes jurídicos. El logro de este
objetivo requiere que las instituciones se hagan compatibles con los fundamentos normativos del
cosmopolitismo y si bien ello no es imposible, no es algo que venga tampoco automáticamente
garantizado.
163
El universalismo filosófico de la teoría habermasiana y sus consecuencias cosmopolitas
Mientras la primera sección del capítulo esbozó la conexión histórica y sistemática entre universalismo
filosófico y cosmopolitismo a través de su relación con las teorías del derecho natural, la segunda
reconstruyó la forma en que para Habermas el cosmopolitismo participa de la comprensión del mundo
contemporáneo. El vínculo entre ambas secciones viene dado por la renovación de la tradición
cosmopolita que Kant lleva a cabo, pues no es otro que el propio Kant quien establece el vínculo explícito
entre universalismo filosófico y cosmopolitismo. Esta tercera sección muestra que también el
cosmopolitismo habermasiano está anclado sobre una fuerte pretensión universalista. Al igual que en el
caso de Kant, el núcleo de la teoría de Habermas está en su universalismo filosófico (Apel 1994, McCarthy
1987). La hipótesis que guía esta última sección es que la inclusión del cosmopolitismo como perspectiva
normativa en la obra de Habermas es consistente con las decisiones conceptuales fundamentales de su
teoría durante ya casi medio siglo: el cosmopolitismo ha de ser entendido como un corolario normativo
que es interno al universalismo de su propia teoría. Mi intención, por tanto, es rastrear de forma
sistemática, aunque breve, la conexión entre universalismo y cosmopolitismo a lo largo del desarrollo
intelectual del pensamiento de Habermas. Me interesa mostrar las formas en que se expresa tal relación
entre universalismo y cosmopolitismo al interior de la teoría de Habermas. Para ello, propongo analizar la
pretensión universalista vis-à-vis el resultado normativo cosmopolita de los cuatro trabajos más importantes
de Habermas: (a) Historia y Crítica de la Opinión Pública de 1962; (b) Conocimiento e Interés de 1968; (c) Teoría de
la Acción Comunicativa de 1981 y; (d) Facticidad y Validez de 1992.
(a) El primer estudio sistemático realizado por Habermas versa sobre el desarrollo de un tipo específico de
razonamiento en y sobre lo público en Europa durante el siglo XVIII. Desde un punto de vista histórico, el
vínculo de este primer trabajo con el cosmopolitismo se expresa en que la explicación de la aparición de
esta esfera pública en la modernidad temprana coincide, en tiempo y lugar, con las tesis de Kant sobre el
cosmopolitismo. La modernidad surge con el ocaso de la publicidad representativa que caracterizaba los
regímenes absolutistas y con el despunte de un nuevo tipo de publicidad propiamente burguesa. En los
cafés y clubes literarios de las principales ciudades europeas se comienza a ensayar una renovada forma de
discusión entre los comensales de esos salones en la que las diferencias materiales entre individuos
quedaban suspendidas mientras duraba el intercambio de argumentos. Las revoluciones políticas americana
y francesa de finales del siglo XVIII necesitan, como prerrequisito evolutivo si se quiere, de una
infraestructura basada en la ampliación de esta nueva esfera público-política. La relación entre
universalismo y cosmopolitismo en esta primera propuesta habermasiana se expresa también en un plano
164
más explicativo, puesto que la narrativa histórica del surgimiento de esas distintas esferas de discusión
política nacionales está supeditada a la tesis del surgimiento de la modernidad como una única formación
histórica que crecientemente abarca primero toda Europa y crecientemente el resto del globo. En este
plano, las variaciones y diferencias nacionales en los procesos de formación de estas esferas público-
políticas son expresiones particulares de un proceso histórico que ha de explicarse como logro evolutivo de
la modernidad europea como formación civilizatoria con consecuencias globales.
No estoy sugiriendo que con Historia y Crítica de la Opinión Pública, a inicios de la década del sesenta, se ha
anticipado ya el principal descubrimiento de la teoría de Habermas: la idea de acción comunicativa
(Calhoun 1992). Pero ello no impide destacar la continuidad que existe entre el intento por “desplegar el
tipo ideal de la publicidad burguesa desde el contexto histórico del desarrollo inglés, francés y alemán”
(Habermas 1994: 3), las nociones de situación ideal de habla y consenso racional y los planteamientos aún
más recientes sobre las características de una democracia deliberativa que se orienta en un sentido
cosmopolita. En otras palabras, la formulación de ese principio de publicidad temprano – “el interés
público de la esfera privada de la sociedad burguesa deja de ser percibido exclusivamente por la autoridad y
comienza a ser tomado en consideración como algo propio por los mismos súbditos” (Habermas 1994:
61), es compatible con lo que más adelante será la “peculiar coacción sin coacciones que, merced a su
capacidad de convencer, ejercen los mejores argumentos” (Habermas 1989b: 103) que funge como
fundamento de la noción de situación ideal de habla y lo que aun más recientemente han sido sus
intervenciones sobre la formación de una esfera pública europea que se cristalizaría en la aprobación de la
constitución de la unión (Habermas 2001, Turner 2004). En todos los casos, el resultado normativo de
estos planteamientos es una idea de humanidad entendida en un sentido fuertemente universalista y que se
basa en los principios de participación y asentimiento razonado de todos los involucrados.
(b) La intención del primer programa teórico en sentido estricto de Habermas es reintroducir un momento
autorreflexivo en las prácticas cognoscitivas modernas en tanto “una crítica radical del conocimiento sólo
es posible en cuanto teoría de la sociedad” (Habermas 1990a: 9). En su trabajo Conocimiento e Interés de 1968,
esta referencia a la posición privilegiada de la teoría de la sociedad implica, primero, que se critica la
autocomprensión positivista de la actividad científica que toma como único modelo legítimo a las ciencias
naturales. Se intenta con ello romper la analogía entre conocimiento empírico genuino y el método de las
ciencias naturales. Al mismo tiempo, se amplía el abanico de posibilidades sobre el que modelar formas
alternativas de conocimiento empírico puesto que distintas prácticas cognoscitivas se insertan en distintos
contextos existenciales. Si desde un punto de vista materialista se asume que cualquier forma de
165
conocimiento ha de ser entendida también como praxis social, se concluye que serán precisamente tales
contextos diferenciados de praxis los que han de permitir el deslinde de tipos de conocimiento igualmente
diferenciados. Habermas reconoce entonces que la acción racional con arreglo a fines es una forma legítima
de “estar en el mundo” y con ello legitima también el modelo cognoscitivo de las ciencias naturales a ella
asociado. La racionalidad de fines que se expresa cognoscitivamente en las ciencias naturales es el tipo de
praxis social que responde al contexto existencial de unas relaciones sujeto-objeto ente seres humanos y
naturaleza. Aceptar que la racionalidad de fines es efectivamente un tipo praxis no alienada no lleva a
Habermas, sin embargo, a sostener que ella es la forma única o privilegiada de conocer el mundo.
Comienza así su separación de la teoría crítica previa que había negado cualquier contenido
sustantivamente racional a la racionalidad de fines. Mientras Marcuse relativiza y hace con ello
históricamente prescindible tanto a la racionalidad de fines como a la propia ciencia moderna (Habermas
1992), Adorno entiende la racionalidad de fines únicamente como una forma de praxis cosificada y termina
así por abandonar la posibilidad misma de una orientación normativa de la acción (Habermas 1985). Para
Habermas, en cambio, se trata de reconocer que la racionalidad de fines es efectivamente un logro
evolutivo de la modernidad sin que ello implique aceptar la tesis de que la racionalidad de fines es un
modelo adecuado para entender el diálogo y el entendimiento lingüístico entre individuos – es decir, las
relaciones sujeto-sujeto.
El potencial cosmopolita de esta tesis se expresa en la forma que ha de adoptar el punto de vista normativo
de una sociología crítica. A juicio de Cristina Lafont (2004: 33), para Habermas “la tarea normativa de una
teoría crítica de la sociedad es interpretada como la orientación hacia la identificación de intereses
generalizables reprimidos”, es decir, intereses comunes a “todos los seres humanos racionales”. Las
primeras formulaciones explícitas de ese principio normativo no están del todo logradas, pero ello no
impide reconocer su compatibilidad con la el cosmopolitismo. En palabras del propio Habermas (1987b:
285), el tipo de reflexión que le interesa llevar a cabo ha de pensar “a partir de la perspectiva preproyectada
ficticiamente de un sujeto generalizado de la acción social”. La sociología que el autor tiene en mente
intenta imaginar aquello que puede ser mejor para la especie humana en su conjunto. Se trata de un
ejercicio de imaginación puesto que ya no es posible determinar efectivamente aquello que es preferible para la
especie humana y sin embargo el momento contrafáctico de ese ejercicio de anticipación se mantiene como
el ideal regulativo que orienta la pretensión normativa de conocimiento en que Habermas está interesado.
Los tres intereses de conocimiento que Habermas distingue en Conocimiento e Interés – el interés de control que
corresponde a las ciencias naturales, el interés comunicativo que corresponde a la hermenéutica y las
humanidades en general y el interés crítico o emancipatorio que corresponde a las ciencias reconstructivas como
166
el psicoanálisis y la crítica marxista de la ideología – son todos igualmente representativos del modo de
estar en el mundo del género humano y han de quedar expresados en prácticas cognoscitivas distintas e
igualmente válidas.
(c) La pretensión universalista del proyecto teórico de Habermas toma un nuevo y ya definitivo rumbo con
el giro pragmático-lingüístico que tiene lugar a inicios de la década de los setenta y que cristaliza en la
publicación de su Teoría de la Acción Comunicativa en 1981. Mediante la incorporación de la filosofía y
pragmática del lenguaje, la idea de competencias humanas básicas y la teoría de los actos de habla,
Habermas construye la tesis del telos del lenguaje como descubrimiento empírico, es decir, como resultado
de la orientación al entendimiento que subyace a toda interacción lingüísticamente mediada. En el centro
de tal planteamiento está la tesis de la existencia de una racionalidad y acción comunicativa que tienen el
mismo carácter de logro evolutivo de la modernidad que la racionalidad y acción instrumental: “la
estructura teleológica es fundamental para todos los conceptos de acción. No obstante lo cual los
conceptos de acción social se distinguen por la forma en que plantean la coordinación de las acciones”
(Habermas 1989a, Vol. I: 146). Dado que la teoría de la acción comunicativa se hace cargo de la posición
privilegiada del lenguaje en la constitución de lo social, el problema sociológico de la coordinación de las
acciones – comunicativa en el mundo de la vida o estratégica en lo sistemas de acción racional – queda en
el centro de la preocupación de Habermas.
Con ello no sólo se renueva la posibilidad de una teoría crítica de la sociedad moderna que sea capaz de
justificar sus propios estándares normativos. El despliegue de esta pretensión universalista encuentra un
nuevo impulso en la revisión del canon de la tradición sociológica. Desde sus inicios, la sociología es la
ciencia social que ha hecho suya la pretensión universalista que está a la base del pensamiento ilustrado: “la
sociología ha sido la única ciencia social que ha mantenido su relación con los problemas de la sociedad
global. Ha sido siempre también teoría de la sociedad” (Habermas 1989a, Vol. I: 20). La pertinencia de la
sociología radica en su interés sistemático por comprender y evaluar la direccionalidad de los procesos
recientes de racionalización social – la forma en que se resuelve el problema de la coordinación de las
acciones. La sociología surge como una ciencia de lo social en general y no como una ciencia de las
sociedades nacionales (Turner 1990, 2006a) y sus pretensiones conceptuales y metodológicas son
compatibles con el universalismo normativo del cosmopolitismo (Chernilo y Mascareño 2005). O, en los
términos aquí preferidos, la pretensión universalista de la sociología viene acompañada de un horizonte
normativo cosmopolita y ambos son necesarios para pensar el surgimiento y desarrollo de la modernidad
(capítulos 5 y 6). En este tercer momento del pensamiento de Habermas, el potencial cosmopolita se
167
expresa en la tesis de una competencia interactiva o comunicativa generalizada que constituye, en un
sentido enfático, a los individuos en “tanto sujetos capaces de lenguaje y acción” (Habermas 1989b: 25). El
objeto de estudio de la pragmática universal queda definido como “identificar y reconstruir las condiciones
universales del entendimiento posible” (Habermas 1989b: 299). El potencial cosmopolita de la teoría de la
acción comunicativa se muestra también en el papel de la distinción entre sistema y mundo de la vida como
teoría general para describir, explicar y evaluar normativamente el surgimiento y características principales
de la modernidad como una formación histórico-social con pretensiones y alcance universales.
(d) El desarrollo teórico de Habermas llega a lo que seguramente será su última formulación sistemática en
el libro Facticidad y Validez de 1992. Sobre la base de los fundamentos sociológicos y normativos de la teoría
de la acción comunicativa, el esfuerzo de Habermas se concentra ahora en desarrollar una teoría de la
democracia y del estado de derecho también con pretensiones universalistas. Por un lado, Habermas revisa
los fundamentos normativos de la teoría de la democracia y los somete a revisión a la luz de los principios
de universalidad e inclusión. Por el otro, avanza un paso más en la teoría de los medios simbólicamente
generalizados y reconstruye sociológicamente el derecho como un “metamedio”. Es decir, el derecho
queda conceptualizado como aquel lenguaje social generalizado que se mantiene acoplado con el mundo de
la vida por el lado de su inmanente referencia a legitimidad y con los sistemas de acción racional por el lado
de su eficacia pragmática (Habermas 1998: 432, Chernilo 2002). La teoría deliberativa de la democracia que
así surge reflexiona directamente sobre los fundamentos históricos y normativos de las democracias
modernas en el marco del estado-nación. Sin embargo, el horizonte de esa reflexión requiere desde sus
inicios de un fundamento normativo que es independiente del estado-nación. Al afirmar que “la idea de
derechos del hombre y la idea de soberanía popular han venido determinando la autocomprensión
normativa de los estados democráticos de derecho hasta hoy”, Habermas (1998: 94) entiende que no es
posible conceptualizar adecuadamente el núcleo democrático del estado-nación – la soberanía popular –
con prescindencia de una idea de derechos humanos universales. La importancia que Habermas le asigna a
la reflexión sobre las relaciones entre democracia y derecho se justifica por la creciente relevancia que el
cosmopolitismo adquiere tanto desde el punto de vista de la intensificación de los procesos empíricos que
comúnmente vienen asociados a la idea de globalización. Igualmente, las bases normativas del
cosmopolitismo hacen del estado-nación un espacio demasiado estrecho para soportar y legitimar los
derechos y normas fundamentales sobre los que se basan las democracias modernas.
Desde el punto de vista histórico hay por cierto buenas razones para explicar el vínculo entre democracia y
estado-nación, pero en el marco de una transición hacia una constelación posnacional, tal relación debe ser
168
revisada. En los años setenta del siglo pasado, Habermas (1975) se hizo parte del diagnóstico de una crisis
de legitimación del estado de bienestar derivada de su incapacidad para garantizar el crecimiento
económico sostenido que se requiere para financiar un sistema amplio de protección social, lo que a su vez
acrecentaba el déficit de adhesión a la democracia política. Hoy en día, piensa Habermas, se constataría que
una parte importante de los problemas más acuciantes de las sociedades modernas reparan sólo débilmente
en los límites geográficos de los estados-nación y con ello el problema de la legitimación democrática
parece irse trasladando desde lo que sucedía en el interior del estado-nación a aquello que tiene lugar al
interior de la sociedad mundial. Calentamiento global, libre comercio, tráfico de drogas, violaciones a los
derechos humanos son todos problemas que requieren de la participación de instancias nacionales pero
cuya comprensión, manejo y eventual solución escapa las capacidades del estado-nación. Tanto el problema
normativo de la legitimidad democrática como el práctico de la efectividad de las políticas públicas se juega
ahora simultáneamente en esferas de toma de decisión subnacionales, nacionales, regionales,
transnacionales y eventualmente globales. Lo que Habermas denomina en ese contexto la “función
epistémica de la democracia” se expresa en las condiciones que hacen racional la participación en procesos
de deliberación público-política: “un discurso racional se supone público e inclusivo, debe garantizar
derechos de comunicación equitativos para los participantes, requiere de sinceridad y ha de difuminar
cualquier tipo de fuerza que no sea la fuerza incoactiva del mejor argumento” (Habermas 1999b: 332). Sin
duda, la efectividad de un planteamiento tan abstracto radica en el tipo concreto de ámbitos institucionales
en que se aplique. El horizonte cosmopolita del argumento queda en cualquier caso de manifiesto en el
hecho de que no hay nada en él que presuponga o requiera de una forma específica de arreglo sociopolítico
– ya sea el estado-nación o algún otro. Así, si bien el tema del cosmopolitismo no aparece explícitamente
en los escritos de Habermas sino hasta después de la publicación de Facticidad y Validez hemos visto que la
pretensión universalista que subyace al programa teórico habermasiano en todas sus etapas hace que la
inclusión del tema no sea ni sorpresiva ni traumática.
El reciente giro cosmopolita de la teoría de Habermas que revisamos en la sección anterior es más una
consecuencia lógica de la pretensión universalista que puede rastrearse a lo largo de su trayectoria
intelectual – no es un descubrimiento nuevo. No hay, en relación al cosmopolitismo, un quiebre entre un
“Habermas joven” y un “Habermas maduro”. Nada parecido a una ruptura epistemológica ha tenido lugar
en su obra por lo que el reciente giro explícitamente cosmopolita debe ser visto más bien como la
consumación de una orientación normativa que se encontraba en ciernes y que se deriva de los
requerimientos internos de la propia teoría. La conexión inmanente entre universalismo y cosmopolitismo
169
lleva a Habermas a encontrar en el segundo una forma adecuada de dar expresión normativa a las
pretensiones descriptivas del primero.
Conclusión
A principios del siglo XX, el sociólogo francés Émile Durkheim ya entendía que las ideas de libertad
individual, autodeterminación colectiva y cosmopolitismo son tres órdenes distintos que están igualmente
basados en un principio universalista (Durkheim 1992, Chernilo 2007). Para Durkheim no existía una única
forma de resolver los posibles conflictos entre estos tres niveles y eso lo hacía sensible al hecho de que la
exacerbación de cualquiera de ellos habría de conducir necesariamente a conflictos con los otros dos. El
siglo pasado ha mostrado, con innecesaria crueldad, que un despliegue sin contrapesos de la autonomía
individual conduce a situaciones de anomia, que sólo una delgada línea separa la autodeterminación
nacional de prácticas abiertamente xenófobas y racistas, y que la negación del cosmopolitismo como
orientación normativa despoja del estatus mismo de ser humano a grupos enteros y abre con ello las
puertas de los campos de trabajos forzados, centros de tortura y cámaras de gases de dictaduras y
regímenes totalitarios.
En nuestros días, y parafraseando la distinción kantiana entre una época de ilustración y una época ilustrada
(Kant 1994b), Robert Fine (2006b) encuentra una tensión entre la tesis de una época de cosmopolitismo –
donde la idea de ciudadano del mundo ya no es una mera ficción sino que tiene una incipiente pero
crecientemente nítida resonancia institucional – y una época cosmopolita – en la que buena parte de las
instituciones y prácticas actualmente existentes aun no se fundan en esos ideales. La forma en que
Habermas usa el cosmopolitismo me parece queda capturada con esta distinción. Muchos de los principios
jurídicos, prácticas sociales y visiones de mundo más importantes del presente pueden ser adecuadamente
descritas desde la idea de una época de cosmopolitismo. La instalación del tribunal penal internacional en
La Haya, la creciente positivización jurídica de la declaración universal de los derechos humanos en
distintas convenciones regionales (europea, americana), los movimientos sociales que actúan a escala global,
son todas expresiones reales que refieren a una época que no puede ser entendida sin la noción de
cosmopolitismo. Pero al mismo tiempo, fenómenos como el proteccionismo económico expresado en los
subsidios agrícolas de los países del norte, el levantamiento de muros fronterizos para dificultar los
desplazamientos de individuos y la permanente reaparición de tentaciones neo-imperialistas no sólo no
pueden ser descritas como cosmopolitas sino que se plantean en abierta oposición al cosmopolitismo.
Difícilmente podemos entonces describir los tiempos que corren como una época propiamente
170
cosmopolita. Aun así, muchos de los problemas sociales más urgentes de las sociedades contemporáneas se
insertan nítidamente en el horizonte cosmopolita que hemos venido describiendo. Como programa teórico
que tiene una pretensión universalista tanto a nivel descriptivo como normativo, una perspectiva
cosmopolita es pertinente para comprender, por ejemplo, las transformaciones jurídicas que están
afectando la aún en ciernes “sociedad mundial” (Mereminskaya y Mascareño 2005), las características
específicas de las prácticas migratorias a inicios del siglo XXI (Schiller y Levitt 2004; Wimmer y Schiller
2002); el calentamiento global y los riesgos ecológicos de escala planetaria (Beck 2002a); el surgimiento,
expansión y potencialidades aun insospechadas de las tecnologías de la información (Castells 1996); el
derecho al asilo (Derrida 1997) y los crímenes contra la humanidad como figura jurídica efectivamente
punible (Arendt 1992; Hirsch 2003). El cosmopolitismo tiene aquí un rol que cumplir no sólo en la
descripción y explicación de estos casos sino también en lo que dice relación con su evaluación normativa.
Tal como no sería preciso caracterizar a toda la tradición intelectual de la teoría social que hemos revisado
en este libro como unívocamente cosmopolita, tampoco es adecuado afirmar que existe una única tradición
cosmopolita que ha permanecido inmutable, menos aún que ella ha conseguido desembarazarse
definitivamente de la carga metafísica de su canon filosófico. Sí es razonable sostener, sin embargo, que
universalismo y cosmopolitismo han co-evolucionado, son intrínsicamente compatibles y se refuerzan
mutuamente. En la actualidad, la conexión entre universalismo y cosmopolitismo se manifiesta en que,
crecientemente, el marco normativo que mejor se acomoda las pretensiones conceptuales de la teoría social
del siglo XXI se funda en aquello que es preferible para el conjunto de los individuos que habitan el
planeta.
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