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Líder caído, ciudad levantada “Nosotros vivíamos nuestro propio drama” Ciudad de las hipotecas Hijos del terremoto

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Page 1: Mucho más que 18 segundos

Líder caído, ciudad

levantada

“Nosotros vivíamos nuestro

propio drama”

Ciudad de las

hipotecas

Hijos del terremoto

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Un día antes del terremoto al médico pediatra Santiago Ayerbe González le sucedieron dos cosas muy extra-ñas. El Miércoles Santo observó en familia la procesión y cuando ésta terminó, salieron juntos a caminar. Él tomó unas fotografías a la Torre del reloj, cosa que nunca antes había hecho. Tenía una buena cámara, una Minolta. Ayerbe cree que esas fotografías fueron de las últimas que se hicieron antes de que ocurriera el desastre. Al otro día la torre quedó bastante averiada.Ese mismo día completaba tres meses en estado de coma un paciente que había sufrido un accidente cere-bro vascular. A Santiago Ayerbe Gon-zález, como jefe de la (UCI) Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario San José, le delegaron la función de informar a los familia-res que aquel hombre nunca volvería a vender lotería en las calles de Popa-yán. “A eso de las cinco de la tarde nos reunimos, la tristeza era compar-tida y les dije la mala noticia”. Sin embargo, cuando el médico se reintegró a la UCI a las 10:30 de la mañana del día siguiente, encontró al paciente sentado en el borde de

la cama, completamente lúcido. Al instante las enfermeras del lugar le confirmaron lo observado. “Desde está madrugada el señor recuperó su estado de conciencia”, dijo una de ellas. Entonces Ayerbe González pensó en voz alta: “¡Que cosa tan impresionante, esos son los designios de Dios! Ayer se me encomendó dar una mala noticia por un paciente que ya no tenía salvación y hoy él se sal-vó y mi pequeño hijo está muerto”.Nadie imaginaba que un Jueves Santo como ese iba a ser tan recorda-do. Habían pasado ya las 8:00 de la mañana. La vida en Popayán, capital del departamento del Cauca, transcu-rría de manera normal. El médico se hallaba en casa de su padre, ubicada sobre la calle cuarta entre carreras quinta y sexta, diagonal a Santo Domingo, en compañía de su esposa y sus hijos. “Yo estaba alistándome para salir al hospital, mientras que en el otro cuarto mi niño conversaba con su hermana en la cama”, dice.De repente la tierra se movió y rompió con lo cotidiano. El médi-co, sentado en la cama, se sintió lanzado al aire, miró hacia arriba y pudo ver el cielo. Se había abierto el

techo. Pegó un alarido y enseguida todo fue oscuridad originada por el polvo; alrededor le cayeron piedras y ladrillos. Cuando tuvo oportunidad salió corriendo a buscar a sus tres hijos. Llegó donde se encontraba su hija mayor y su único hijo varón de tan solo seis años de edad. En la habitación, que estaba completamen-te destruida, sólo escuchó la voz de Mercedes Helena. Gracias a la acción de sus endorfinas, levantó el cielo raso y logró sacarla. A Santiago José también lo sacó pero él había muerto instantáneamente. Lo tomó en sus brazos y salió a la calle. Popayán ha-bía colapsado y el hotel Lindbergh, frente a su casa, había desaparecido. Minutos después, Ayerbe trasladó el cuerpo del niño al hospital para que certificaran su fallecimiento. Un par de horas más tarde se reincorporó a su trabajo y nuevamente se puso al frente de UCI. Al día siguiente se dirigió con su familia a una finca donde fueron depositados los restos del niño.Ese instante en que ocurrió el terre-moto, fue para él una experiencia sumamente fuerte y muy triste. Hoy en día, treinta años después, todo está

superado.

“La cúpula había caído”Según un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el terremoto ocurrido el 31 de marzo de 1983 en Popayán, dejó un saldo de 287 personas entre muer-tos y desaparecidos. De la zona del sector histórico, la Catedral fue una de las construcciones más afecta-das, pues en el transcurso de los 18 segundos del movimiento telúrico la cúpula se vino abajo y murió el 25 por ciento del total de las víctimas.En ese lugar se encontraban personas de todas las clases sociales, desde integrantes de familias tradicional-mente distinguidas hasta campesi-nos de la región. Entre las víctimas estaba Leticia Ortega de Valencia, la abuela del periodista y escritor Marco Antonio Valencia Calle. Ella era uno de aquellos feligreses que fervorosamente visitaba la ciudad blanca en Semana Santa: venía desde la zona rural de El Bordo, un munici-pio ubicado en el sur del departamen-

Homenaje a las víctimas mortales del terremoto Son numerosas las histo-rias de sufrimiento y de valentía que se presentan durante un desastre natu-ral. La del médico Santiago Ayerbe y la del escritor Mar-co Valencia son apenas dos ejemplos de la entereza de los payaneses frente a las adver-sidades. Del mismo modo, cada uno de los afectados por el sismo podría narrar su ges-ta anónima.

Yeldi Fransori Montilla [email protected]

“Nosotros vivíamos nuestro propio drama”

Las construcciones del sector histórico fueron las más afectadas por el sismo. En la fotografía aparece la casa de la familia Ayerbe, ubicada en la calle 4ª con carrera 5ª, frente a lo que hoy es la Alcaldía municipal.

Foto: archivo personal Santiago Ayerbe

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to del Cauca.En aquella época, Marco An-tonio tenía 16 años, vivía en el barrio El Cadillal y era guía tu-rístico de los Boy Scouts. El día

que lo sorprendió la tragedia se encontraba en la puerta de la casa,

a punto de partir hacia el Museo Arquidiocesano de Arte Religioso. En ese lugar prestaba su servicio a la comunidad. “Yo que abro la puerta y el piso se me movió… toda esa ma-ñana pensé que era el fin del mundo y los que estábamos vivos éramos sobrevivientes”. El Cadillal fue uno de los barrios más afectados. “Nos quedamos sin casa y sin nada, solo con la ropa que teníamos puesta”, comenta. Marco Antonio padre y Marco Anto-nio hijo solo pensaron en ir a buscar a la abuela, quién había salido muy temprano a misa. Durante el recorrido, orientado a la búsqueda de Doña Leticia y con las esperanzas reducidas de encontrarla sana y salva, el panorama era deso-lador: había mucha destrucción, los techos caídos cubrían los andenes y las calles, y muchas personas llo-raban y gritaban desesperadamente pidiendo ayuda. “Era imposible para mi familia ayudarlos, todo el mundo buscaba a alguien y nosotros

vivíamos nuestro propio drama”, dice Marco Antonio hijo, y agrega que su padre asumió el liderazgo con entereza y valentía porque la moti-vación era encontrar a su mamá. “Ya habían pasado 45 minutos después del terremoto y nosotros llegamos a La Catedral. Escenas escalofriantes se nos presentaron: cadenas humanas removían escombros, por un lado sacaron un brazo y por el otro una persona bastante ensangrentada; ade-más grandes rocas hacían parte del paisaje, faltaba el techo. La cúpula

había caído”.A doña Leticia la rescataron aún con signos vitales. De inmediato fue trasladada a la ciudad de Cali, pero tantos esfuerzos no fueron suficientes para salvarla: tenía una grave lesión en la cabeza. Su cadáver lo entrega-ron al otro día.La familia Valencia Calle siempre se caracterizó por la unión entre sus miembros. Juntos organizaron el funeral y vivieron el duelo. Marco Antonio recuerda que con su padre se acercaron al Cementerio central

para preguntar si podían enterrar a su abuelita y vieron una imagen ma-cabra y espantosa: una pared había caído y los osarios estaban despeda-zados. Cráneos y huesos de diverso tipo estaban revueltos unos con otros. Y a esto se sumaba el olor a podre-dumbre. Ni siquiera preguntaron. Inclusive Valencia cuenta que pasa-dos varios meses el olor permanecía: “no sé si era sicosis o impresión mía pero el barrio Pandiguando me olía a muerto, a cementerio”.Al igual que la familia Ayerbe González, la familia Valencia Calle enterró a su ser querido lejos de las ruinas de la ciudad. En el trascurso de esa semana, el cuerpo de Doña Leticia fue trasladado a su lugar de origen. El entierro en el cementerio de El Bordo fue muy emotivo debido a que muchas personas de la región acompañaron el acto fúnebre.Hoy en día, su familia sigue muy unida pero nunca en las reuniones familiares se habla acerca del terre-moto.

“Dios mío, protege mis hijos”Treinta años después del te-rremoto siguen vagando los recuerdos de aquella catás-trofe. Tres personas de una misma familia que vivieron el suceso de maneras distin-tas, narran sus experiencias de aquel 31 de marzo.

Fabián Fernando Pasaje [email protected]

Mientras su casa es pintada y las grie-tas de algunas paredes son resanadas, Lucedy Idrobo recuerda cómo pudo obtener su apartamento durante el caos de vivienda generado por el sis-mo que sacudió a Popayán en 1983. Era ella en ese entonces cajera del

Banco del Estado y estaba a punto de adquirir una vivienda; recuerda, que faltando dos días para entregarle su inmueble sucedió el terremoto. Lucedy vio en los créditos otorgados por el gobierno para aliviar la situa-

ción, una oportunidad de financiar su apartamento a largo plazo. “Tras ne-gociar las libranzas, presentar la so-licitud del crédito y soportar la larga fila en el Central Hipotecario, puesto que todo Popayán estaba en la puerta

del banco, el apartamento me salió más barato y con una tasa más baja. Luego lo arrendé y aceleré el tiempo para pagarlo antes de los 20 años”.

Ciudad de las hipotecasLa esperanza se convirtió en angustia e incertidumbre

Javier Ortega [email protected]

El Banco Central Hipotecario (BCH) financió el sueño de miles de payaneses de reconstruir sus casas tras el terremoto del 31 de marzo de 1983. El período de gracia y el pago de intereses generaron una batalla jurídica.

A los 30 años Doña Sara conoció el peligro y la tranquilidad. Una mujer pobre, viuda y con siete hijos caminaba sola por una llanura (en la actualidad el barrio Santa Inés), cuando la sorprendió el terremoto. Era el Jueves Santo de 1983. Hoy, sentada en su sillón, recuerda aquel hecho que nunca olvidará. “Lo úni-

co que dije en ese instante fue: ¡Dios mío, protege mis hijos!”, dice mientras frunce los ojos y aprieta las manos como si reviviera en sus entrañas aquel

momento.“Era un día raro y el cielo estaba como morado”, comenta la anciana acomodándose en su asiento. En sus ojos hay tranquilidad y emo-ción a la vez. Quiere contar ese momento y no le cuesta recordarlo; pero expresarlo con palabras, le es difícil: “estaba en la Esmeralda acompañando a mis hijos en su mesa para vender carne. Ellos habían pedido demasiada para ese día y los regañé diciéndoles que era el día del Señor y que no se debía trabajar”. Sin embargo sus hijos no le hicieron caso. Algo angustiada fue a su casa y ahí empezaron los 18 segundos más largos de su vida.Se para del sillón, la dificultad para hacerlo no mengua su emoción,

quiere como dramatizar el relato. “¡Póngale cuidado!”, advierte su-biendo su tono de voz.

Una mujer, una oportunidadEs una tarde de fin de semana y Lucía se ventea con el abanico tratando

de refrescarse un poco. Es una mujer gorda y de baja estatura. Tiene sus labios color rojo y su piel brilla por el sofoco. “Ese día estaba haciendo mucho calor. Era un verano que daba miedo”, comenta. Sonríe y con una voz fuerte y segura, algo arrogante, empieza su relato. Mueve las manos, arruga los ojos, se para y se vuelve a sentar. Se nota que el terremoto no

fue un momento tan desesperante para ella. Sin embargo, ya le llegarían días de angustia y mucho más pesados que ese. “Un día dijeron que había que ir a invadir y nosotros nos fuimos. Ahí armábamos cambuches, amanecíamos en el lodo, trasnochábamos, nos sacaban, volvíamos y nos metíamos. Fueron días duros”, finaliza, dejando notar en su voz un tono de zozobra.Lucía fue una de las tantas personas que invadió predios buscando una opor-

tunidad de vida para su familia, en lo que hoy se conoce como el barrio El Lago. A pesar de que vivía en una casa con su suegra, decidió arries-

garse invadiendo un lote para construir la propia. Su esposo fue el acompañante de tal aventura y su hija, de solo cuatro años, la más

fiel testigo de aquel hecho. “Los cambuches fueron hechos con tres, cuatro palos y encima plásticos. No se podía llevar colchones

porque donde estábamos era laguna. La policía nos tumbaba los cambuches pero nosotros volvíamos a armarlos y así, durante más de seis meses”, asegura abanicándose de nuevo.

“¡Fíjese las cosas de Dios!”Doña Sara sigue en pie y en sus ojos hay entusiasmo. “Me fui a comprar maíz para los pollos porque mi hija no quiso acompañarme a la misa de la Catedral y cuando estaba en camino la vi. Había una cosa como morada encima

de la cúpula, y dije: ¡Virgen Santísima, favorécenos! ¿Qué nos irá a pasar hoy? En ese momento hubo un

bramido de la tierra espantoso, los ár-boles se movían, los postes se daban unos con otros y después se endereza-ban, pero yo no me caí”, comenta y su rostro se entristece asegurando que se preocupó por sus siete hijos. Reitera que nunca se desesperó: “vi a toda esa gente llorar y solo el polvo se levanta-ba. En eso dijeron que la Catedral se había caído. ¡Fíjese las cosas de Dios! Cuando llegué a mi casa no se me ha-bía caído una sola teja y mis siete hi-jos empezaron a llegar, uno por uno, sanos y salvos.”La casa de Doña Sara fue la única, en lo que era entonces ‘Las Agüitas’, hoy día el barrio Los Sauces, que no se desplomó con aquel terremoto. De las otras pocas viviendas existentes no quedó ni una sola. Esta madre ca-beza de familia prefirió no emigrar y pasó a ser testigo de las invasiones que hicieron en su barrio. “En total fueron tres meses”, asevera. Tres me-ses en los que las enfermedades, las réplicas y el temor eran pan de cada día. Además se avecinaba un nuevo peligro: encapuchados que robaban al interior de las casas, aprovechándose de la situación.

Todo tiempo pasado fue mejorFernando come ensalada de frutas de una manera afanada y sin mayor preocupación. Su tono de voz es cal-mado, a pesar de narrar las escenas de lo que tuvo que ver en aquel entonces cuando tenía diecisiete años: religio-sas y civiles muertos entre los escom-bros, choques de autos, desesperación de la gente, etc. La frustración apa-rece en su voz cuando habla de las numerosas invasiones que se presen-taron en la ciudad días después de la tragedia: “En Popayán había muchas canchas de fútbol y llanos para jugar. Estos se perdieron por las invasio-nes y eso no es justo”, continúa, le-vantando un poco la voz, en señal de

molestia. “Venían camiones llenos de chivos, gente de otras partes a invadir y eso fue lo que dañó a la ciudad, por-que antes era bien bonita Popayán”.Piensa por un largo momento, su ros-tro es nostálgico y finalmente con-cluye su relato con algo de fastidio: “antes la gente se podía bañar bien chévere en el río, los peces brinca-ban y era muy bonito. Después del terremoto todo se dañó. Empezaron a tirar basura al río y por eso está así como es hoy día”. Fernando se refiere al río Ejido, escenario de sus paseos de infancia. “Desde el puente de Los Sauces uno se iba en pantaloneta de ahí para arriba bañándose. ¡Era increí-ble!”.

Lo ganado y lo perdidoLa pérdida de los espacios naturales

parece que nunca le importó a Lucía, hermana de Fernando. La parte que ella, su esposo y cientos de perso-nas más invadieron era llanura, “casi como para una reserva natural”, según Fernando. Con la invasión, la laguna que había en ese predio se perdió. “Eso antes era una laguna y la gente se iba a bañar ahí. Por eso le pusimos al barrio El Lago”, dice, por su parte, Lucía, con frialdad en la mirada. Lo importante en ese momento era poder construir la casa que nunca habían po-dido tener, nada más. Ella sabía que habría ayudas para los damnificados, asunto del cual quería sacar beneficio. “Nuestra casa fue he-cha en bahareque primero, después pedimos un préstamo y mi esposo la construyó como es hoy”. En la actua-lidad su casa es de dos pisos, cemen-

tada, pintada y con un amplio garaje. Casi la más llamativa de la calle. “Ya después empezaron a ayudarnos los alcaldes para regalarnos las escritu-ras… a nosotros los lotes no nos cos-taron nada”, finaliza. “Los ríos fueron los que llevaron del bulto”, asegura Fernando con seve-ridad. “Por ahí bajaba una quebrada de agua, con eso lavaban lo del ma-tadero. Todo el mundo la usaba para bañarse o lavar ropa y por la invasión se secó”. Continúa comiendo ensala-da mientras habla de su barrio y el de Santa Luisa, por donde corría otro río, que también fue canalizado debido a las invasiones. Sabe que con solo pa-labras nunca pudo solucionar nada. A pesar de los varios intentos que hizo por proteger la naturaleza, no tuvo ningún tipo de apoyo de nadie. Tuvo que resignarse y ver cómo se perdía lo que tanto amaba.“El barrio cambió bastante. En ese tiempo habían unas cuantas casas -co-menta la madre de Lucía y Fernando-. Acá era una laguna, se podía ver peces y patos nadando. Pero eso lo secaron a punta de balastro para hacer las casas para los nuevos vecinos y cuando se organizó todo pavimentaron la carre-tera”, concluye doña Sara. Está triste pero no quiere llorar. Solo se aferra a su fe para relatar la historia. Se diri-ge a la cocina porque tiene hambre y no quiere que este momento se acabe. Prepara el almuerzo mientras repite lo dicho. Parece que revive lo que hacía hace treinta años. “Así era como le to-caba a uno en plena calle. Solo había una olla y candela, nada más”.De pronto hay una pausa. Se sienta y con un suspiro recuerda de nuevo el momento en que todo empezó. Y repi-te: “lo único que dije fue: «¡Dios mío, protege mis hijos!»”

Continúa en página 7

Después de los momentos terribles del sismo, la gente salió a las calles a hacer un recorrido y a ayudar a los más necesitados.

Lucía, como cientos de personas en la ciudad, aprovecharon con el terremoto la oportunidad de tener su propia casa.

Foto: José María Arboleda

Foto: José María Arboleda

Foto: Julián G. Varona

Pasaron años para que el gobierno solucionara los problemas de los deudores del BCH.

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La situación desencadenada a raíz de aquel Jueves Santo se tornó insoste-nible. En una búsqueda por superarla, la Junta Monetaria, máxima autoridad que definía la política monetaria cre-diticia en Colombia, reveló en la no-che del mismo jueves las resoluciones por medio de las cuales se crearon cu-pos de crédito en el Banco de la Repú-blica por cinco mil millones de pesos, con los cuales se esperaba superar la catástrofe.El gerente local en Popayán del en-tonces Banco Central Hipotecario (BCH), Eduardo Nates López, inició las acciones inmediatas para otorgar préstamos de vivienda, así como lo hicieron también el Instituto de Cré-dito Territorial y otras entidades afi-nes. El diseño del plan de acción para enfrentar la tragedia contó con una línea de crédito abierta para las gen-tes de Popayán que resultaron afec-tadas, programa para iniciar a corto plazo la reparación y reconstrucción de viviendas. La Junta Monetaria le otorgó a este banco un cupo de cré-dito por tres mil quinientos millones de pesos. Las condiciones financieras de los préstamos otorgados fueron: Reconstrucción 15 años, reparación 8 años. Periodo de gracia 3 años. Re-paración 2 años. Tasa de interés para reconstrucción: 18 por ciento. Tasa de redescuento 15 por ciento.“Se brindaron préstamos a todas las personas afectadas y se disminuye-ron los documentos de trámite para la adquisición de las viviendas. Los créditos, que antes eran dados en un mes, fueron otorgados en cinco días. Se tramitaban con enorme rapidez”, recuerda Nates López. Los criterios para la adjudicación de los menciona-dos créditos se harían con base en la proporción de los daños sufridos. El Sábado Santo, dos días después del sismo, el BCH abrió sus puertas para que la gente que resultó damnificada se inscribiera para la solicitud de cré-dito, asegura Nates López. “Fue un primer recurso. Queríamos darle un poco de esperanza a los afectados, sin embargo, fue como arrojar un lazo sin saber quién lo halaría del otro lado. En ese caos, nos tocaba confiar en la gente”. La supervisión realizada por parte del BCH solo funcionó en las semanas subsiguientes a la tragedia. Nates considera que la mayoría de los beneficiarios actuaron de buena fe, aunque no descarta que algunos pocos especuladores se aprovecharan de la situación. A Juan Bautista, mecánico en esos días, el terremoto le dio una casa. Fue su única oportunidad para conse-guirla. No se alegra de la catástrofe, pero su casa, es el mayor recuerdo de aquel 31 de marzo. “Al pedir presta-do el crédito en el BCH fue evidente que tras unos días eso se convirtió en todo un negocio. Había personas que decían: «usted vaya allá… y diga que no tiene casa, y yo se la compro, a mi me interesa el lote»”.

La Consultoría en Riesgos y Desas-tres, en su evaluación de riesgos na-turales en Colombia, afirma que se hizo el otorgamiento de 2500 créditos para la reconstrucción de viviendas en barrios populares, plan para el que se destinaron trescientos setenta y cinco millones de pesos. Por su parte, Nates recuerda que se otorgaron aproxima-damente 2.500 créditos para la re-construcción de vivienda y 1.500 para reparación. Muchos consideran que “la ciudad quedó hipotecada”.

Comienzan los problemasEn 1985, el Congreso de la Repúbli-ca expidió la ley 132 del mismo año, mediante la cual aumentó el cupo re-ferido en mil quinientos millones de pesos y se modificaron de manera fa-vorable las condiciones del crédito a los deudores, extendiendo los plazos hasta 20 años y bajando los intereses. Sin embargo, en 1997 el Banco Cen-tral Hipotecario preparó una cuenta de cobro a cerca de tres mil deudores beneficiados con créditos a raíz del sismo. Ante las protestas por parte de los morosos, esta cuenta de cobro fue hasta los tribunales del Cauca y final-mente al Consejo de Estado, donde se decidió que el BCH podía practicar el cobro correspondiente. Al expedirse los nuevos pagarés empezó una gue-rra jurídica entre la entidad financiera y aquellos beneficiados por los prés-tamos.Para el Banco de la República y para el mismo BCH era claro que sobre los cupos de crédito, ya sean de des-cuento o redescuento, debía entender-se que se causaban intereses durante el periodo de gracia y que estos eran aplicables únicamente para la amor-tización del capital. Sin embargo, al-gunos de los deudores comenzaron a interponer demandas ante instancias judiciales del Cauca, pues considera-ban injustos los cobros durante el pe-riodo de gracia. Nates López afirma que el periodo de gracia fue concebi-do como un espacio en el que no se

cobraban intereses, lo cual no quería decir que no existieran, simplemente se acumulaban. Los jueces de Popayán interpretaron de manera diferente lo que pensó el BCH y el Banco de la República. Una sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Popayán, del 19 de diciembre de 1995 señaló: “Aho-ra bien sobre la refinanciación de los créditos de emergencia, este Tribunal ha expresado… Para que haya plena claridad sobre este asusto de los cré-ditos por razón del terremoto de 1983 (quiere explicar el Tribunal) que du-rante el periodo de gracia no se causan intereses, ni hay que pagar suma al-guna por ningún concepto”. Y en sen-tencia del 15 de diciembre de 1995, el Tribunal Superior de Distrito de Po-payán, señaló también que ninguna de las normas expedidas para resolver el problema de la reconstrucción de Po-payán, fijaron plazos de amortización gradual, por lo que no se podía hablar de moras. Es decir, el punto de discor-dia estaba en si se causaban intereses o no, durante un periodo de gracia. En 1999 el ministro de Hacienda, Juan Camilo Restrepo, elevó consulta al Servicio Civil del Consejo de Es-tado y este tribunal señaló que efecti-vamente durante un periodo de gracia se causan y pagan las obligaciones que no hayan quedado expresamen-te compedidas en dicho beneficio. También dispuso que se debían pagar solamente los intereses corrientes a la tasa del seis por ciento anual. “La cuenta por la que se enfrentan paya-neses y el BCH asciende a los 25.353 millones de pesos”, publicó el perió-dico El Tiempo en el año 1999. Luego de 30 años, Nates López con-sidera que las denuncias presentadas ante los juzgados de esta ciudad fue-ron justas y eran la respuesta ante la inoperancia del gobierno de darle una solución definitiva a los payaneses que permitiera pagar las deudas con-traídas después del sismo. Pero los deudores creyeron que el cobro de los

Seis días faltaban para que Viviana Portilla viese por primera vez la luz del mundo. Su madre se encontraba preparando el café de la mañana, cuando fue sorprendida por un sismo de 5,5 grados en la escala de Ri-chter. Dieciocho segundos después, toda la ciudad se había convertido en un caos. Las escenas de edificios destruidos, los cadáveres entre los escombros y la incertidumbre de no saber qué pasaría con sus vidas, mar-carían para siempre a los habitantes de Popayán.Actualmente Viviana es una madre de familia y profesora de bachillerato a punto de cumplir 30 años. Re-cuerda que para aquel entonces sus padres vivían en el barrio La Esme-ralda. “Cuando empezó el terremoto, mi madre se hizo en el umbral de la puerta con mi papá. Afortunada-mente ella mantuvo la calma en ese momento”. Su casa no sufrió mayo-res daños. Sin embargo, la tragedia no estuvo muy lejos: la pared de su vecino se vino abajo, decapitándolo de inmediato. “Es uno de los recuer-dos más tristes que tiene mi mami de aquel día”, asegura Viviana. Una semana después se llevó a cabo su parto en el Hospital San José, hasta donde llegaron sus padres en un taxi. Ni en el transporte ni en el alumbramiento enfrentaron mayor complicación. Según cuenta Viviana, el terremoto se ha convertido en un tema constan-te en su vida desde que lo escuchó de boca de su madre cuando tenía cinco años. Al enterarse la mayoría de personas de que la fecha de su nacimiento fue muy cercana a la del sismo, la curiosidad no se hace esperar, mientras ella relata la misma historia una y otra vez.De su niñez recuerda haber sido sobreprotegida por sus padres y sufrir de un excesivo nerviosismo, el cual, tanto ella como su progenitora atribu-yen en parte a aquel traumático de-sastre natural. “Mi mami piensa que de pronto fue a raíz del terremoto, pues a pesar de que ella estuvo tran-quila, de todos modos el ambiente en esos días era tenso y de preocupación por un nuevo temblor”.Curiosamente, no es la única que dice experimentar dicha sensación de forma exagerada. José Luis Muñoz, cantante vallenato y locutor de origen payanés, quién también nació el año del terremoto, cuenta cómo su hermano menor fácilmente puede mantener la calma y continuar recostado en la cama cuando se presenta un movimiento telúrico. Para él, en cambio, “son momentos en los que la angustia me gana la partida y caigo en una especie de nerviosismo que va más allá de lo que puedo soportar… Yo puedo estar dormido y si siento el menor movimiento de la tierra, me desespero y tengo que salir volando de la casa. Y por más que yo digo «no pasa nada», es algo que está dentro de mí”.Al intentar dar una expli-cación, José Luis afirma: “yo soy muy apegado a lo que dicen, por ejemplo, los abuelos: que todo lo que vive la madre en el periodo de gesta-ción, de una u otra manera

se le transmite al bebé”. Y es que aunque imagina lo duro que fue para su madre el afrontar dicha situación estando embarazada, manifiesta no tener palabras suficientes para des-cribir un momento tan trágico como el que ella y todos los habitantes de Popayán vivieron aquella mañana.Luz Angélica Rebellón, psicóloga es-pecialista en neuropsicología infantil, asegura: “aunque es posible que eventos traumáticos vividos por la madre en etapa de gestación afecten el desarrollo emocional del niño, una vez que éste haya nacido se deben reafirmar ciertos patrones de com-portamiento para evitar generarle ansiedades o angustias”. Ella aclara que existen ciertas conductas apren-didas por el niño, como salir corrien-do en caso de una emergencia, que usualmente los padres no orientan de forma adecuada, por desconocimien-to del tema.A causa de haber nacido el año del terremoto, José Luis siempre ha sentido una especial curiosidad por

aquel suceso, pues considera que este es un evento relevante no sólo para la historia de la ciudad, sino para la suya. Por eso ha indagado sobre lo que aconteció aquel día y aún hoy sigue haciéndose muchos cuestio-namientos al respecto. Sin embargo admite que a veces debe cohibirse un poco de tocar el tema con su fami-lia: “digamos que no le he dado la importancia necesaria sabiendo de antemano el estado en el que se pone mi madre al presenciar un movimien-to telúrico. Eso también ha hecho que me guarde ciertas preguntas o que ese tema no lo toquemos porque de pronto hay alguna pregunta que no es bien recibida.”

Por su parte, la familia de Viviana siempre se ha tomado con calma los sismos que han experimentado desde entonces, actuando con cabeza fría como aquella vez. Probablemente ese sea un factor que les ha permitido hablar de aquel día en más de una ocasión, así como ella lo hace ahora

con su hijo. Pero, respecto al nerviosismo que le provocan, comenta que ha sido constante y que ha tenido que controlar-lo para poder ejercer bien su trabajo: “de pronto no sería tan nerviosa si no hubiera tenido tanta sobreprotección, pues eso a la larga hace daño porque se vuelve uno muy tímido”, admite.Dichas conductas pueden provo-car dificultades en la crianza de los niños, explica la psicóloga Rebellón: “el pensar «si no perdí a mi hijo durante el terremoto, voy a tener cuidado para que no le pase algo después». Ese tipo de actitudes, son miedos infundados que coartan la libre expresión de la persona.” Así mismo resalta que “para algunas per-sonas esa situación generó actitudes que quizás no se tenían, como lide-razgo; mientras que en otras presentó situaciones que a nivel emocional afectaron su conducta: tener miedo, sentir que los iban a robar, etc. Las reacciones dependen de cada viven-cia personal”.A 30 años del terremoto, son mu-chas las experiencias e historias que tanto Viviana como José Luis han escuchado y vivido en Popayán. Hoy en día ambos analizan la ciudad y concuerdan en que tal vez el movi-miento telúrico permitió el nacimien-to de una renovada religiosidad en la capital caucana. Y coinciden también en asegurar que la ciudad no está preparada para afrontar un evento de similares magnitudes. Según considera José Luis, el recuerdo del terremoto no debe ser algo que sólo se reviva cada año en Semana Santa, como un hecho aisla-do. Desde su perspectiva, las nuevas generaciones de payaneses deben conocer la situación a fondo, lo que sucedió política, geográfica y social-mente con la ciudad. Con tal planteamiento concuerda Rebellón, quién ve en la conmemo-ración de este suceso, la oportunidad de generar cultura y educar a las nuevas generaciones de forma que les permita superar los miedos y temores, a la vez que los impulse a aprender de los errores del pasado. “La idea es que las personas hayan desarrollado estrategias de afronta-miento adecuado para poder desen-volverse mejor ante ciertas situacio-nes. Aunque también tiene mucho que ver la personalidad, no todos reaccionamos igual ante un mismo hecho”.“No creo que la ciudad esté prepa-rada para afrontar un evento similar, aunque tal vez haya más tecnologías en los Bomberos o la Cruz Roja”, dice José Luis. Para Viviana: “en caso de que volviera a ocurrir un terremoto, lo único que se generaría

sería un caos porque no sabríamos qué hacer”. Así, aunque saben que un nuevo sismo es algo impredecible, esperan que la ciudad nunca tenga que volver a presenciar un desastre de tales magnitudes. Más aún, esperan que ninguna madre viva de nuevo esa experien-cia, para que así ningún hijo

nazca de nuevo con el fantas-ma del terremoto.

Dos jóvenes que nacieron en Popayán en 1983 hablan so-bre los miedos y las angustias que también dejó en ellos el sismo que sacudió a la ciudad. Eventos traumáticos vi-vidos por la madre en etapa de gestación pueden afectar el desarrollo emocional de las personas.

José Luis Morales Zúñ[email protected]

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créditos fue un capricho del banco y consideraron que éste era el culpable de aquella presión económica. “Siem-pre he pensado que hay, aún, una in-justicia con el BCH. Los dineros que le fueron otorgados al banco para la situación que vivía Popayán no eran propiamente suyos, nosotros solo cumplimos con administrarlos. Por otra parte, el gobierno, a través del Banco de la República, le cobró el di-nero al banco a través de sus fondos. Así, el BCH terminó siendo el malo ante la ciudadanía. La gente se acuer-da únicamente de quien les cobra pero no de quien les presta”.En febrero del 2004 fue liquidado el Banco Central Hipotecario tras una grave crisis financiera y administra-tiva.Superada la tragedia de aquel Jueves Santo, la deuda asumida por los pa-yaneses fue para Popayán otro terre-moto.

El Banco Central Hipotecario otorgó aproximadamente cuatro mil créditos para reconstrucción y reparación de vivienda que, posteriormente, buena parte de los usuarios no pudo pagar.

Ciudad de las hipotecas

La conmemoración, oportunidad para alejar temores

Foto: José María Arboleda

Foto: José María Arboleda

Foto: José María Arboleda

Sobre lo que quedó en pie, la ciudad se levantó de nuevo.

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Cuenta Miguel Ángel Ruiz, habitan-te del barrio El Cadillal, uno de los más afectados por el terremoto, que él salió corriendo a la calle alarma-do por el sismo y por el estruendo que ocasionaba la caída de algunas paredes de su casa. Su esposa, que se encontraba en la misa en la iglesia de San Francisco, fue su único pensa-miento, mientras sus hijos también salían a la calle para evitar que los pedazos de ladrillo les cayeran en-cima. Al tiempo, los demás vecinos abandonaban sus casas antes de que se desplomaran. Minutos antes, dos cuadras más aba-jo de la casa de Miguel Ángel, Isidro Cisneros había llegado a la parro-quia Nuestra Señora de Fátima para ultimar detalles de la celebración ca-

tólica de esa fecha. “De repente todo empezó a moverse fuertemente, tanto que el piso parecía una olla de cris-petas, luego se nos vinieron encima el techo y las paredes. Después de eso, uno de los que estaba conmigo comenzó a preguntar que dónde esta-ba la puerta para salir; irónicamente le respondí que se podía salir por cualquier parte porque todo estaba caído. Sobrevivimos de milagro”, rememora.A diferencia de Miguel Ángel, quien salió ileso, a Isidro una viga del techo de la parroquia le cayó enci-ma, golpeándolo fuertemente en la nuca, mientras una nube de polvo se posaba sobre las ruinas en que quedó convertida la capilla.

La incertidumbre, pan de cada díaEl barrio El Progreso fue fundado

en 1947 por un grupo de familias de obreros, entre ellas la de Sixta Tulia Rojas, madre de Isidro. En 1951, El Progreso pasa a llamarse El Cadillal por una planta grande de cadillo que crecía en el lugar, por lo que sus habitantes no dudaron en denominar-lo así.El Cadillal y los Bloques de Pubenza fueron los sectores más afectados por el terremoto de 5,5 grados en la escala de Richter que sacudió a la ciudad. Las casas se desplomaron y sus habitantes tuvieron que hacer de la calle su improvisada vivienda. Las carpas que había regalado el gobier-no fueron su albergue y quienes no tuvieron acceso a ellas se ingeniaron su propio refugio. Como en el caso de Isidro.Fueron varios días en la calle, en los que además de pasar incomodidades,

Isidro y sus vecinos debían cuidar lo que quedó de sus casas para que los “bandidos” no hicieran de las suyas. Al tiempo, esperaban con ansia las ayudas con las cuales pudieran re-construir sus casas.Para la familia Cisneros la incerti-dumbre era el pan de cada día. Para Miguel Ángel y los suyos, la suerte no fue muy distinta pero otras las circunstancias. “Esa noche tuvi-mos que irnos a dormir donde unos familiares al nororiente de la ciudad, a un barrio que se llamaba El Sotará, y ahí duramos como un mes”, cuenta Teresa Ruiz, hija de Miguel Ángel, quien para ese entonces tenía 22 años. Ahora ella agradece no haber tenido que dormir en carpas y pasar frío y hambre como muchos de sus vecinos.

El barrio se levantaPor la carrera doce con calle tercera, donde aún vive Miguel Ángel, los estragos físicos del terremoto son aparentemente invisibles. Ahora la tragedia revive por medio de anéc-dotas que quedaron en la mayoría de los habitantes de este sector. Miguel Ángel, Isidro y sus familias lamentan que en escasos 18 segundos las casas de la zona quedaran reducidas a escombros, polvo y desolación. Mientras habla de su estadía en otro barrio, Teresa, al igual que su padre, empieza a señalar las paredes que se agrietaron. Por otra parte, Mi-guel Ángel recuerda cómo poco a poco, con la ayuda de su hijo mayor, reconstruyó sus dos viviendas, la otra ubicada al occidente de la ciudad y que también había quedado con fisuras y a punto de caerse.“No se hacían las seis de la mañana y ya estábamos con mi hijo y un obrero en lo que había quedado de la casa. Todos los días a la misma hora me venía con mi hijo en la bicicleta; con la ayuda de cinco soldados que me prestaron había que cuidar de los ladrones las pocas pertenencias que habían quedado, pues a veces eran pandillas las que aprovechaban el desorden”. A las seis de la tarde, al terminar la jornada de reconstruc-ción, padre e hijo regresaban a la

Los estragos también fueron psicológicos “Nada volvió

a ser como antes”De tal magnitud fue la tragedia de 1983 que los habitantes de El Cadillal aún se estremecen al rememorar los de-talles del hecho. Pese a las dificultades que tuvieron que enfrentar, rescatan la fuerza y valentía con la que Popa-yán logró recuperarse en menos de 10 años.

Karol Vanessa Álvarez Ferná[email protected]

casa donde les habían dado posada. Varios meses después volvieron en familia a la vivienda ya reparada.El panorama en la casa de Isidro no era muy alentador, pues algunas de las paredes se habían cuarteado. “La fisura que dejó en el piso de mi habi-tación fue muy grande, el piso se le-vantó y poco a poco con las réplicas y con el tiempo se fue acomodando”, dice Isidro posando su atención en el lugar donde es evidente que algo sucedió. Tal es la elevación que tiene el embaldosado de su casa que pare-ce un camino cavado por mineros en busca de algún “tesoro”.A Isidro le preocupaba tanto su casa como la reconstrucción de la capilla. Había quedado tan deteriorada que países como Alemania y Canadá hicieron posible la reconstrucción de ésta, pero con algo que él lamenta: “la fachada la cambiaron por comple-to, cambiaron mucho el lugar donde esas cinco personas y yo salimos vivos de milagro; hasta la imagen de la Virgen de Fátima quedó en otro lugar, diferente a donde había sido puesta desde su llegada al barrio”.Segundos después de salir de su casa a refugiarse en la calle para evitar una tragedia mayor, Miguel Ángel se apresuró a llegar a su tienda para intentar recuperar algunas de sus cosas, entre ellas unos paquetes de

velas que en ese momento eran un “cañengo” y posterior al terremoto se vendieron como pan caliente. La electricidad y otros servicios públi-cos también resultaron averiados, por lo que las noches de los damnifi-cados fueron literalmente “en vela”. Así lo afirma Miguel Ángel, mientras con silencios recuerda aquella maña-na cuando vio cómo su casa se había deteriorado por las fuertes réplicas del sismo.La esposa de Isidro había quedado atrapada entre la puerta de la casa y la pared. “El movimiento fue tan fuerte que se trabó la puerta y me tocó venirme corriendo desde la capilla para ayudar a sacarla, afortu-nadamente de lesiones menores no pasó”, cuenta el hombre, quién, ade-más de socorrer a su familia, aquel día estuvo pendiente de los demás vecinos que resultaron afectados. Ahora, treinta años después, Isidro reconoce con sus ojos casi llorosos que él es de los pocos que aún sigue viviendo en El Cadillal. Algunos habitantes ya murieron y otros, des-pués de la tragedia, decidieron irse y vender sus casas a tan bajos precios que muchos de los nuevos residentes no dudaron en comprar, aprovechan-do los préstamos que estaba dando el gobierno.Mientras tanto Teresa recuerda que

por el estrés, la tristeza de ver cómo había quedado su natal Popayán, el desastre de su barrio y el tener que reconstruir con sus propias manos la casa a base de caña brava, barro y cemento, Miguel Ángel entró en una crisis de salud donde el alcohol y el cigarrillo se convirtieron en su refu-gio. Logró salir de ella al ver que su familia, su barrio, su ciudad, iban en constante superación y restauración, pero a la vez reconoce que “ya nada volvió a ser como antes”.A Miguel Ángel los recuerdos lo mantienen vivo, al igual que a Isidro, quien aún hoy guarda en su arma-rio, como una reliquia y con mucho recelo, la imagen sepia de un recorte de periódico del año 83, cuando la prensa local mostró cómo había quedado la parroquia Nuestra Señora de Fátima después del sismo. Ésa, entre otras imágenes es la que tiene en sus manos: las ruinas de Popa-yán de aquella fecha han quedado grabadas tanto en el papel como en su memoria.

Foto: José María Arboleda

El desplome de los Bloques Pubenza evidenció las fallas en las estructuras y las construcciones de la ciudad.

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“La prevención es la clave”

La historia de Popayán se ha visto marcada por desastres naturales des-de los tiempos de la Colonia. En el artículo, “Los sismos de Popayán”, Diego Castrillón Arboleda, quien ha sido considerado por muchos como el “notario histórico de la ciudad”, re-copila datos de diferentes cronistas y hace referencia al libro del Padre Jesús Emilio Ramírez, La historia de los terremotos en Colombia, que re-gistra el primer fenómeno sísmico en el año de 1560 o 1564, existiendo una disparidad entre los historiadores de la época.Uno de los mayores y más recorda-dos desastres naturales de la historia reciente de la ciudad, es el terremoto de aquella mañana de Jueves Santo

de 1983 que la dejó destruida. ¿Se ha hecho algo a partir de entonces para tratar de disminuir los posibles daños de un nuevo evento telúrico?

El terremoto y los estudios poste-rioresEl 31 de marzo de 1983, en plena conmemoración de la Semana Santa, a las 8:15 de la mañana, en el occi-dente de la ciudad, sector conocido como Julumito, se presentó un sis-mo de tipo superficial a unos doce kilómetros de profundidad, el cual fue producido por una falla conoci-da como Rosas-Julumito. Según da-tos registrados por el Observatorio Vulcanológico y Sismológico, O.V.S. Popayán, esta anomalía tectónica per-tenece al sistema de fallas del Rome-ral el cual se extiende por gran parte del territorio colombiano abarcando

los departamentos de Nariño, Cauca, Tolima, Quindío, Risaralda, Caldas, Antioquia, Córdoba, Sucre, Bolívar y Magdalena. Como medida de choque, el Congre-so de la República promulgó la Ley 11 de 1983 que daba las pautas para la reconstrucción de la ciudad y en-cargaba de igual forma la realización de estudios de amenaza sísmica. De esta forma, el primer estudio fue rea-lizado en el año 1984 y se convierte en la base del Código Colombiano de Construcciones Sismo-resistentes.Posteriormente, se iniciaron una serie de estudios que fueron pioneros en el intento de comprender lo que había ocasionado tal desastre con el fin de crear normas para enfrentar, contra-rrestar y disminuir el daño a las edifi-caciones de las ciudades de Colombia y a sus habitantes. Es así como en en-

tre 1988 y 1992 se adelantó el estudio de microzonificación sísmica de la ciudad de Popayán.

El geólogo del O.V.S., Bernardo Pul-garín Alzate, explica que Popayán está en una zona de amenaza sísmica alta debido a la cercana ubicación del valle sobre el cual está construida la ciudad, con el Macizo Colombiano. Comenta además, que a “raíz del te-rremoto de Popayán se hizo una serie de análisis de los suelos de la ciudad y de su periferia”. En una primera eta-pa de tres años, se realizó en 1992 el estudio de Microzonificación sismo-geotécnica, para intentar predecir la respuesta de los suelos ante un sismo. Esto permitió concluir, según Pulga-rín, que “el suelo sobre el que está la ciudad tiene una conformación de di-ferentes tipos de depósitos volcánicos que han rellenado la parte plana de la ciudad con sustratos recientes, sueltos y menos resistentes que el suelo que conforma las colinas circundantes a la ciudad”. Además, el suelo blando ac-túa como un amplificador de las ondas sísmicas. El estudio permitió dividir a la ciudad en cinco zonas, cada una de las cuales tiene una reacción diferente ante un movimiento sísmico. Esta serie de estudios hizo parte de la Ley 400 de 1997 y del Reglamen-to Sismo-resistente creado por medio del Decreto 33 del 1998.

Normatividad para emergenciasEn la actualidad, la ciudad de Popa-yán cuenta con un Comité Local de Atención y Prevención de Desastres, CLOPAD. Su coordinador, Hernán Varona Silva, comenta que en un prin-cipio y a raíz del terremoto de Popa-yán en 1983, la toma del Palacio de Justicia y el desastre de Armero, am-bas ocurridas en el año 1985, se vio la necesidad, por parte del Gobierno, de unificar los diferentes entes de so-corro.Con la Ley 46 de 1988 se creó el Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres para organi-zar de manera inicial a los organis-mos humanitarios y de socorro que posteriormente fueron regulados por el Decreto 919 de 1989. En él ya se definían las funciones de los entes de emergencia a nivel local, regional y nacional, además de proponer estrate-gias y estudios para prevenir futuros desastres naturales.

En los 30 años siguientes al terremo-to de Popayán, gracias a los estudios realizados, los ciudadanos aprendie-ron a construir edificaciones de uno y dos pisos de forma sismo-resistente. Con el apoyo del Sena se empieza a educar al maestro de obra raso ya que la mayoría de los ciudadanos prefie-ren no invertir en un ingeniero para la realización de las construcciones. Como resultado, según Varona, la ciudad está reforzada en edificaciones de uno y dos pisos en un 80%. El 20% restante está representado en la po-blación desplazada que ha construido sus hogares en las zonas de laderas y en terrenos inundables construidos en materiales precarios y perecederos, lo que complica un refuerzo estructural. Se demuestra, así, la necesidad de que

en los próximos planes de prevención se incluyan estrategias para sectores de la población con un mayor índice de riesgo.Pero incluso, según el coordinador del CLOPAD, con los diferentes estudios que se han realizado aún no se tiene datos de cuáles son los sectores más vulnerables de la ciudad dado que la calidad de sus construcciones no son las óptimas. “Las personas no tienen la cultura de contratar un respaldo profesional”, insiste, y pone como ejemplos los casos de los barrios El Empedrado y La Esmeralda, donde se presenta deformación de las construc-ciones sin dirección técnica.

Los organismos de atención La capital caucana cuenta con orga-nismos de atención de desastres o emergencias que en caso de presen-tarse cualquier tipo de desastre reac-cionarían de manera inmediata. Alexander Sánchez, Director Seccio-nal de Socorro de la Cruz Roja, afirma que se debe zonificar la ciudad para que se pueda identificar los puntos críticos de ésta. Al respecto, enfatiza que “es algo que hemos venido su-giriendo en consejos municipales de gestión del riesgo para que cada orga-nismo de socorro aproveche al máxi-mo sus recursos disponibles con el fin de mejorar la respuesta con una ade-cuada coordinación para cada sector”.La Cruz Roja desarrolla procesos de preparación y de actualización en te-mas de gestión de riesgo para mejorar sus programas de búsqueda y rescate. No obstante, el organismo es cons-ciente de que los primeros en reaccio-nar deben ser los mismos habitantes y por ello realiza una serie de talle-res en las comunidades de la ciudad para formar líderes locales que sean los primeros en ayudar a manejar las emergencias.Por su parte, la Defensa Civil, desde la promulgación del decreto 919 de 1989, obtuvo un impulso en la forma de manejo de las emergencias, según Jairo Alexander Cabrera, presidente

El desastre que impulsó una transformación

Luego del terremoto de 1983, los organismos responsables de la atención de desastres están preparados para reaccionar con celeridad. Los protocolos de atención son fundamentales, así como los estudios de riesgo, pero los ciudada-nos deben ser los primeros en saber cómo responder a una emergencia.

Diego Imbachí Garcé[email protected]

de la Junta de Defensa Civil Central. A nivel operativo, la Defensa Civil posee equipos de asistencia y auto-motores, y sus líderes voluntarios se capacitan en las principales escuelas del país. Además cuenta con carpas para albergues, equipos de perfora-ción para estructuras colapsadas y un grupo especializado de búsqueda y rescate. Impulsa también el adies-tramiento de emergencias por los di-ferentes barrios de la ciudad para que los ciudadanos sean los primeros en responder ante una emergencia.Por otro lado, el Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Popayán ha implemen-tado planes interinstitucionales con otros organismos de socorro como la Cruz Roja y la Defensa Civil. Esto con el fin de que “cada institución trabaje en lo que le corresponde en caso de una emergencia”, manifiesta Gustavo Casas, subcomandante del Cuerpo de Bomberos de la ciudad.Para la atención de una emergencia, el

Cuerpo de Bomberos Voluntarios dis-pone de 93 unidades activas entre ofi-ciales, suboficiales y bomberos, que tienen para su apoyo doce vehículos de bomberos y 3 ambulancias. Pese al entrenamiento que se ha realizado con este grupo humano, Casas considera

que hace falta “sectorizar y responsa-bilizar a las entidades de socorro para trabajar en cómo reducir el índice de riesgo en el sector designado”.Si bien han pasado 30 años desde el terremoto que afectó la ciudad, du-rante ese tiempo sus ciudadanos, la administración local y los organismos de socorro han aprendido cómo pre-pararse para enfrentar una emergencia similar. Pero los organismos de aten-ción tienen claro que la mejor forma de prevenir pérdidas humanas es es-tar preparados desde cada hogar para una eventualidad igual o peor a la de 1983.

Foto: archivo Cruz Roja Secccional Cauca

Foto: Oficina de prensa Alcaldía de Popayán

Hernán Varona preside reunión del Clopad

La normatividad, los protocolos y la articulación entre los organismos de socorro posibilitan hoy una más oportuna atención a las situaciones de emergencia.

La falla del Romeral ocasiona constantes movimientos telúricos en el suroccidente colombiano.

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El día en el que un terremoto –un monstruo que gemía como un dragón furioso- destruyó Popayán, yo debía hacer mi Primera Comunión. Todo estaba listo: mi vestido de pequeña esposa bordado primorosamente; la corona de novia de otro siglo y el ci-rio alto, poderoso, listo para derrotar a todas las legiones de Satanás. Tam-bién la casa, mi casa que sobrevivió malamente a la catástrofe, estaba preparada. Las sillas estaban distri-buidas en la sala, la mesa cubierta con el mejor encaje, incluso los peces de la pecera estaban catequísti-camente preparados para lo que iba a suceder aquel día: que yo, a mis ocho años aún sin cumplir, entrara en la comunidad dilecta de quienes podían saborear la hostia, esa misteriosa y tenue circunferencia, cuyo sabor des-conocido obsesionaba mi paladar.

Pero nunca llegué a probarla porque a las ocho y quince minutos de la mañana del 31 de marzo de 1983, algo empezó a rugir debajo de mi cama y yo me desperté dentro del sueño y mi sueño se convirtió en una pesadilla. Recuerdo que abrí los ojos gritando y que no pude dejar de gritar porque descubrí que el monstruo de mis sueños se había desbordado y que estaba sacudiendo mi cama, mi barrio y seguramente el mundo. El piso de madera se movía como si la casa navegara en medio de una tormenta en altamar. Salí

corriendo de mi cuarto, pensando en mi vestido de primera comunión que se quedaba en el armario; corrí por el pasillo donde los peces del acuario roto se estaban ahogando; pasé por el comedor sembrado de trozos de porcelana y llegué al patio. Allí mi abuela y mi mamá estaban ya abraza-das y llorando.

Sé que el terremoto duró pocos segundos, pero en mi recuerdo es una eternidad. La tierra no cesaba de moverse y las tejas empezaron a caer junto con las cornisas y los muros más protuberantes. En ese momento, de pie y muerta de miedo, presencié el instante preciso en el que una de las casas vecinas, durante el penúlti-mo estremecimiento del temblor, se precipitó al suelo en un solo movi-miento.

Yo no lloré. No alcanzaba a entender qué era lo que estaba sucediendo, no sabía por qué mi mamá, que nor-malmente era valiente y no lloraba, estaba histéricamente sumergida en llanto y por qué la abuela, que en cambio lloraba todo el tiempo, ahora tenía los ojos secos. Lo único que alcanzaba a percibir era el ruido creciente de las sirenas y el silencio de todo lo demás: de los carros que dejaron de pasar por la avenida, de los televisores y los radios, de las personas que al salir a la calle encon-tré en pijama y aturdidas. Cubiertas de polvo, como yo misma. Parecía que acabáramos de salir de un carna-

Mi triste primera comuniónMónica Lucía Chamorro Mejí[email protected]

val sangriento.

Mi mamá y yo empezamos a cami-nar. Ella quería entender exactamente qué había sucedido. Las esquinas y las calles habían desaparecido, ante nosotros se extendía un caos de paredes vencidas, de edificios inclinados como la Torre de Pisa. Lo que la noche anterior era el orden y la simetría del centro colonial, ya no era más que un infierno de polvo amarillento. Ese polvo cubriría la ciudad durante muchos días, como una cúpula gigantesca que parecía querer reemplazar trágicamente la cúpula de la Catedral, hundida sobre los feligreses. Había personas que escarbaban desesperadamente entre los escombros. Todos empezábamos a escapar del mutismo y muchos se echaron a llorar a gritos. Me di cuen-ta de que, debajo de los edificios, germinaban los quejidos.

Ese día tuve mi primera crisis de fe. No entendía cómo era posible que el hermoso sueño y la hermosa fiesta de mi Comunión se hubieran convertido en ese apocalipsis de horror en el que incluso los muertos del cementerio habían salido de sus tumbas. Aquella primera noche que pasamos al aire libre, muertas de frío y con el estó-mago casi vacío, lloré mucho.

Se lo confesé todo a la abuela. Le dije que el Señor no me quería, que deseaba castigarme y que había organizado todo aquello para que yo

no pudiera probar su santa hostia. Mi abuela, una antigua maestra de escuela, me lo explicó despacio: sí, aquello podía ser un castigo de Dios. La humanidad pecaba sin descanso. O tal vez simplemente la culpa la tenían las rocas gigantescas del cora-zón de la tierra que se habían querido acomodar un poco mejor. Ella no conocía la respuesta, pero yo no tenía ninguna culpa, de eso estaba comple-tamente segura. Dijo que yo era del todo inocente.

Fue la primera vez que no le creí. Hasta ese momento jamás había du-dado de su sabiduría. Ella, quien me cuidaba, era el sancto sanctorum de la verdad. Esa fue también la prime-ra grieta en la fe monolítica que me hacía llorar en cada Ángelus. Nunca pude recuperarme. Es más, aún hoy no me recupero.

Los caminos del Señor son indesci-frables, no sé si lo hizo por castigar-me o por castigar a los impíos que bailaban hasta el alba los jueves y los viernes santos. Lo cierto es que hasta aquella mañana, antes de las sacudi-das que destruyeron Popayán, mi fe era realmente total e inocente, pero después de todo lo horrible que puso ante mis ojos en las calles destroza-das, dejé inmediatamente de contar-me entre el número de los creyentes ciegos. Sospecho que el 31 de marzo de 1983, Dios mismo quiso incluirme entre aquellos hacia los que suele dirigir su santa ira.

La escritora payanesa hace una remembranza del terremoto desde su mirada de niña sorprendida ante lo que vive y observa en la casa y en las calles. La sabiduría de la abuela intenta recomponer los elementos de aquel universo que acaba de derrumbarse por unos estremecimientos que no son sólo físicos.

Crónica sobre un sueño convertido en pesadilla

Las calles de la ciudad blanca quedaron teñidas de naranja y gris, de tristeza y desolación. La cotidianidad de la gente se rompió en 18 segundos.

Foto: José María Arboleda

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Lo que se narra a continuación ocurrió el 31 de marzo de 1983, fecha en la que esta ciudad, de muchas maneras, dejó de existir.

Con las primeras luces del alba, se metió entre las cobijas para sofocar la borrachera. Esperó en la esquina, justo en el atrio de la iglesia, a que su mujer saliera envuelta en la mantilla negra y con el canasto en el brazo rumbo al mercado. El mundo le hacía equili-brios de circo frente a los ojos pero, aun así, fue capaz de llegar al dormitorio a través de los cuartos de los niños que se comunicaban entre sí, como todo en aquellos caserones co-loniales.

El sopor, que se fue transformando en resaca, le permitió escuchar a su señora regresar de la plaza y dar órdenes al cotero que obedecía poniendo el canasto, ahora lleno, aquí o allá. No podía dormir. Recostaba la cabeza contra el lado frio de la almohada y la mente se le iba al recuerdo de la juerga y a la promesa de ver la procesión con su niño. Esa noche le explicaría el significado de cada paso y saciaría su tartamuda curiosidad de cuatro años. La nena, la otrica, la menor, siete me-ses de sueño profundo y ojos azules, dormía sin reservas en un corralito verde junto a la cama matrimonial.

Pensaba en remolinos. Cuando la marea su-bía, los tangos de la noche pasada se abraza-ban con el balance en el banco, los repuestos del Renault 12, las vacunas de los perros en la finca. En marea baja, los pensamientos eran bambucos junto a su madre, muerta cin-co años atrás.

La mujer organizaba la remesa y las emplea-das (una nana y la otra, de adentro) comenza-ban a funcionar con sus escobas. Parecía que al fin se quedaría dormido, pero el niño asal-tó su cama acompañado de un oso de felpa en la retaguardia. El pequeño había encendido el televisor que anunciaba las dimensiones de un triángulo en la voz chillona de la rana René. La cabeza le daba vueltas con mayor intensidad y maldijo la hora en que se quedó a beber con los amigotes. Fue en ese momen-to, justo con la pregunta del niño, “¿Papi, por qué se está cayendo el techo?”, que entendió su borrachera como un mal menor. Se levan-tó como pudo, sacó a la nena del corral y em-pujó a su hijo con fuerza hacia el patio.

Apareció la señora, pálida, cargó a los críos y salió a la calle.

***

El hombre pone fin a su relato en este punto. Confiesa que, a partir de ahí, un telón oscuro se desplegó ante sus ojos y, apenas percepti-bles, dos lágrimas le cruzan las mejillas.

Treinta años Juan Pablo Ramírez [email protected]

Página literaria

Ilustración: Noche... (fragmento), Maestro Adolfo Torres