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Page 1: Morishima - Por qué ha triunfado el Japón

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Page 2: Morishima - Por qué ha triunfado el Japón

Título original: Why has Japan «succeeded»? western technology and the japanese ethos Press Syndicate of the University of Cambrigde

Traducción de: José Antonio Bravo

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reprodu-cida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea éste electrónico, mecánico, óptico, de grabación magnética o xerografiado, sin la autorización por escrito del editor.

© Cambrigde University Press, Gran Bretaña © Editorial Crítica, S.A. © Para la presente edición, Ediciones Folio, S.A. (30-5-1997)

Muntaner, 371-373, 08021 BARCELONA

ISBN: 84-413-0594-3

Depósito Legal: B. 9213-1997

Impreso y encuadernado por: Printer industria gráfica, s.a. Sant Vicen^ deis Horts (Barcelona)

Printed in Spain

ÍNDICE

Prefacio -¡ Agradecimiento

Introducción 13 Capítulo 1. — La reforma Taika y la época subsiguiente . 35 Capítulo 2. — La revolución Meiji 74 Capítulo 3. — El imperio japonés (I) 116 Capítulo 4. — El imperio japonés (II) 158 Capítulo 5. — El régimen de San Francisco . . . . 198 Conclusión 241

Indice alfabético 251

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P R E F A C I O

El presente libro contiene el texto de las conferencias Mar-shall, que tuvieron lugar en la Universidad de Cambridge en mar-zo de 1981. Anteriormente, en febrero de 1981, yo había dado una versión más resumida de estas lecciones en la conferencia pública Suntory-Toyota, en la London School of Economics.

La primera pregunta es si verdaderamente el Japón ha tenido éxito o no, aunque sin duda ningún país puede triunfar en todos los aspectos. Además el éxito en un sentido suele estar íntima-mente relacionado con el fracaso en otros, de modo que el éxito y el fracaso suelen alcanzarse en unión del uno con el otro. En este libro se intentará dilucidar en qué aspectos ha tenido éxito el Japón, y en qué otros ha conocido el fracaso, y nos pregunta-remos por qué ha ocurrido así' Sin embargo, en ningún capítulo del libro pretendo sentar de manera categórica mis propias solu-ciones a estos problemas.

Esto se debe en parte a mi creencia de que, si bien he omi-tido deliberadamente todo lo que pudiese parecer un resumen o conclusión, lo que pretendo decir va a quedar bastante claro para el lector. Por otra parte, creo que esta clase de problemas no ad-miten ninguna solución única y correcta; éste no será, a lo sumo, sino uno entre varios puntos de vista diferentes. En consecuencia, no sería procedente que propugnásemos nuestras conclusiones personales de manera ostentosa, ni que intentásemos imponerlas a los demás. Me doy perfecta cuenta de que mi análisis sólo muestra un aspecto de la cuestión, y de que hay una necesidad

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manifiesta de estudios exhaustivos y a gran escala, que exigirán la dedicación de mucho tiempo.

En esta obra no contemplo el Japón desde la perspectiva es-trecha de los «estudios orientalistas», sino más bien del modo que Max Weber contempló el capitalismo occidental: el ]apón ha te-nido su cultura propia desde los tiempos más antiguos, y el ethos del pueblo japonés se formó durante largos años dentro de ese medio cultural. Como es natural, todo temperamento de esa espe-cie se alterará gradualmente de acuerdo con los cambios en las condiciones materiales y, por consiguiente, de acuerdo con los cambios en las circunstancias económicas. Sin embargo, también la recíproca es cierta: las estructuras y las relaciones económicas están, asimismo, fuertemente condicionadas por el ethos nacional. Ocurre a menudo que, aun cuando las condiciones materiales pue-den ser las mismas, lo que es posible en el Japón no lo sería en Occidente, y viceversa. Como veremos más adelante, en la socie-dad japonesa prevalece un ethos notablemente idiosincrásico, y como consecuencia de esa mentalidad peculiar el capitalismo japo-nés se ha desviado bastante del sistema típico de libre empresa. El problema que nos planteamos en este libro es por qué los posee-dores de ese tipo de actitud no occidental consiguieron hacerse con las técnicas industriales generadas en Occidente. Tal examen de las economías de diferentes países a la luz de sus respectivas ideologías también sería posible en el caso de China, en el caso de la Unión Soviética y en el de la India, y el del Oriente Próxi-mo y Medio, siendo considerable la importancia actual de un estudio así. La obra de Max Weber sobre las religiones del mundo se basó en una concepción de una amplitud como la descrita, y aunque sus conclusiones personales fuesen erróneas, sería reco-mendable que los estudiosos colaborasen en gran número para contribuir al avance de las investigaciones de este género.

Naturalmente, una empresa tan grandiosa como sería una teo-ría comparativa de los sistemas económicos sobre la base de estu-dios comparativos de las religiones queda muy lejos de mis posi-bilidades; considérese este libro como el apartado japonés, dentro de ese vasto campo de investigaciones. La introducción y el capí-tulo primero son secciones preliminares, en las que me he pro-

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puesto plantear el problema de una manera weberiana. Para mi propósito son muy importantes, pero el lector que prefiera infor-marse acerca del Japón moderno puede pasar a leer directamente los capítulos desde el segundo hasta el quinto. Si éstos merecen su interés (como así lo espero), quizá quiera leer luego la intro-ducción, el capítulo primero y la conclusión.

Hasta la fecha yo sólo había escrito en inglés obras de eco-nomía matemática, donde casi todo se expresa por medio de fór-mulas. Este libro no habría podido escribirlo sin la ayuda lingüísti-ca de un gran número de personas. La señora Prue Hutton y la señora Luba Mumford (y mi hijo Haruo) corrigieron mi borrador en inglés del primer capítulo. El segundo capítulo fue escrito hace casi diez años con la finalidad de elaborar material de ense-ñanza en japonés para los estudiantes ingleses que se especiali-zasen en el estudio del Japón; más tarde fue traducido al inglés por el doctor Emi Watanabe. Los capítulos tercero y siguientes, la introducción y la conclusión fueron traducidos de mi borrador japonés por la doctora Janet Hunter. La «cadena de montaje» formada por mi esposa, que copiaba en limpio mis ilegibles borra-dores, y Janet, que los ponía luego en inglés, me permitió ahorrar mucho tiempo, superar mi limitado dominio del inglés y escribir con más libertad. La traducción de Janet demuestra el alto nivel que han alcanzado los estudios de la lengua japonesa en Gran Bretaña; además su especialización en historia del Japón le per-mitió subsanar varios errores de mi memoria, y evocar hechos que yo había olvidado.

Quiero por último dar las gracias a los que leyeron el ma-nuscrito, entero o en parte, y me animaron a continuar o aporta-ron instructivas observaciones: el profesor Ralf Dahrendorf, de la London School of Economics, el profesor Roy Radner, del Bell Institute, y el profesor Masahiro Tatemoto, de la Universi-dad de Osaka. También fueron útiles las observaciones de los que hicieron de jueces del original. Esta obra fue escrita en el International Centre for Economics and Related Disciplines es-tablecido en la London School of Economics en 1978, por lo que desearía aprovechar esta oportunidad para manifestar mi gra-titud al señor Keizo Saji, de Suntory Limited, y al señor Eiji To-

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yoda, de Toyota Motor Co. Ltd., cuyas donaciones hicieron posi-ble la fundación del Centro. Asimismo he de dar gracias al doctor Yüjiró Hayashi, de la fundación Toyota, por la gran ayuda pres-tada mientras estaba estableciéndose dicho Centro.

M. M.

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Desde mis tiempos de estudiante universitario me interesó la historia y la sociología, pero mi conocimiento de ambas discipli-nas es tan escaso como superficial. Por eso, el presente libro debe mucho a las obras de muchos grandes autores, aunque no haga referencia expresa a ellos, excepto cuando la cita es particular-mente significativa. Se trata de obras en japonés, y no me pro-pongo relacionar los títulos de las mismas, aunque sí hacer constar mi gratitud hacia los autores en conjunto, que son los que cito a continuación:

Ando Yoshio, Aoyama Hideo, Arisawa Hiromi, Banpa Masa-tomo, Cho Yukio, Hayashiya Tatsusaburo, Johannes Hirschmeier, Hosoya Chihiro, Kaizuka Shigeki, Kanaya Osamu, Kawasaki Tsu-neyuki, Kitayama Shigeo, Kobayashi Takashi, Matsumoto Seicho, Matsushita Kónosuke, Murakami Shigeyoshi, Nagahara Keiji, Na-gazumi Yoko, Nakayama Shigeru, Naramoto Tatsuya, Nozawa Yutaka, Oka Yoshitake, Okawa Kazushi, Otsuka Hisao, Sakamoto Taro, Sakudo Yótaro, Shinohara Miyohei, Sugimoto Isao, Suzuki Ryóichi (el historiador), Tamura Encho, Tanaka Sógoro, Tóyama Shigeki, Tsuda Sókichi, Wakamori Taro, Watanabe Shókó, Wat-suji Tetsuro, Yamaguchi Kazuo, Yasumoto Biten, Yui Tsunehiko.

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I N T R O D U C C I Ó N

I

Mientras Karl Marx propugnaba que la ideología y lo ético no eran sino reflejos de las condiciones materiales subyacentes —y en particular, de las condiciones económicas—, Max Weber argu-mentó la existencia de la relación casi diametralmente opuesta en La ética protestante y el espíritu del capitalismo; consideraba que lo dado es la ética, y que no se desarrollará ningún tipo de eco-nomía que exija de las personas un ethos incompatible con aquella ética. Más aun, que sería inevitable la emergencia de una economía compatible con la misma. Weber examinó las principales religio-nes del mundo desde ese punto de vista.1

Las conclusiones de Weber en cuanto al confucianismo pueden resumirse como sigue: que el confucianismo, lo mismo que el

1. Max Weber, Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie, 3 vols., J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga, I, 1920; II, 1920; III, 1921. Los famosos La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Die protestan-

,tiscbe Ethik und der Geist des Kapitalismus) y «Confucianismo y taoísmo» («Konfuzianismus und Taoismus») figuran en el primer volumen. Por su-puesto, algunas tesis de Max Weber han sido criticadas; L. Brentano, por ejemplo, sugirió que el espíritu capitalista ya existía desde antes de que naciese el protestantismo. Sin embargo, lo que interesó a Weber era la relación entre la ética protestante y el «capitalismo moderno», pues con-sideraba que existía una diferencia esencial entre el capitalismo moderno y el anterior. Otra crítica es la de R. H. Tawney, según el cual Weber no sólo había simplificado excesivamente tanto el calvinismo como el espíritu del capitalismo, sino que además había subestimado o descuidado por com-pleto el papel de otros factores no relativos a la religión (como por ejemplo,

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puritanismo, es racional, pero que existe entre ambos una dife-rencia fundamental por cuanto, mientras el racionalismo puritano intenta ejercer un control racional sobre el mundo, el racionalismo confuciano estriba en que uno intente adaptarse al mundo de una manera racional. Otra conclusión de Weber era que precisamente tal actitud mental por parte de los confucianos había sido uno de los principales factores que impidieron la aparición del capitalis-mo moderno en China.

No obstante este juicio, Weber observa: «Con toda probabi-lidad los chinos serían bastante capaces, seguramente tanto como los japoneses si no más, de asimilar el capitalismo, tal como ha evolucionado hacia la plenitud técnica y económica en el dominio de la cultura moderna».2 Debe decirse, sin embargo, que el confu-cianismo también es la ideología del Japón, o por lo menos una de sus ideologías más importantes. Dado que Weber hizo muy po-cas observaciones concluyen tes acerca del Japón, no queda muy claro, al menos en su Confucianismo y taoísmo, si consideraba o no que el Japón fuese un país confuciano.3 Por otra parte no está claro si Weber consideraba que el «capitalismo» alcanzado por los japoneses era del mismo tipo que el «capitalismo moder-

las ideas políticas del Renacimiento) en los movimientos intelectuales que condujeron al desarrollo del individualismo económico. Aún serían más numerosas las críticas que podríamos aducir, seguramente, si consultáramos los especialistas en cuanto a lo que escribió Weber sobre China. No obs-tante, aquí no nos interesa dilucidar si Weber tenía razón o no; se trata de estudiar las cuestiones sugeridas por Weber en relación con el Japón. Véase L. Brentano, Die Anfange des modernen Kapitalismus, 1961, y R. H. Tawney, Religión and the rise of capilalism.

2. M. Weber, op. cit., I, 1920, p. 535. 3. En «Die asiatischen Sekten und Heilandsreligiositát», sin embargo,

Max Weber se refiere al Japón (véase Gesammelte Aufsátze zur Religions-soziologie, II, pp. 295-309), pero sus conocimientos acerca de este país no son muy extensos, y posiblemente su comprensión no debió ser muy profun-da. Considera que la clase de los guerreros fue la que desempeñó el papel social más importante en el Japón, y opina que todo el ethos y la actitud de los japoneses ante la vida se formaron de un modo bastante ajeno a la religión. Sin embargo, y como veremos más adelante, durante el período Tokugawa la clase guerrera recibía una educación profundamente confu-ciana. En el período Kamakura los samurais estuvieron muy influidos por

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no» acorde con la ética protestante. Tampoco en este caso halla-mos ningún juicio definitivo. Pero pese a estas imperfecciones, el pasaje citado anteriormente contiene sugerencias suficientes para inspirar nuevas líneas de investigación.

En el presente estudio me propongo dilucidar el hecho de que el confucianismo japonés es muy distinto del chino en ciertos aspectos importantes. También el taoísrao, introducido en el Ja-pón hacia la misma época que el confucianismo, experimentó modi-ficaciones considerables, para quedar finalmente convertido en el shintoísmo japonés. En Europa los protestantes se habían separa-do de los católicos como consecuencia de una interpretación dis-tinta de la misma biblia, y luego los rebeldes elaboraron una ética del trabajo completamente nueva, que es lo que Weber llama «el espíritu del capitalismo moderno». De igual manera, el confu-cianismo japonés partió de los mismos cánones que el chino, y como consecuencia de una lectura y una interpretación distinta produjo en el Japón un ethos nacional totalmente distinto del que prevaleció en China. En Europa, con sus naciones contiguas entre sí por tierra —y en comparación con la distancia que media entre el Japón y la China continental así como la península coreana, in-cluso las Islas Británicas, separadas de la Europa continental por el canal de la Mancha, pueden considerarse colindantes con ella—, y dado que el catolicismo se difundió primero, toda escisión del seno de la fe católica tenía que operarse por medio de una rebe-lión o una revolución.

En cambio, dadas las condiciones de aislamiento del Japón era imposible que se difundiese allí el confucianismo chino sin sufrir ninguna modificación, y era inevitable que desde el primer mo-mento el pueblo japonés adoptase las doctrinas más o menos a su manera y les aplicase interpretaciones diferentes. La revolu-ción religiosa tuvo lugar de manera rápida, y probablemente in-consciente, a bordo de las naves que venían de China o de Corea,

el budismo Zen. Y durante la época Meiji, la educación obligatoria significó que el pueblo entero recibiese una formación confuciana. Weber sólo se refiere al confucianismo japonés de pasada, quizá porque no creía que fuese la ideología principal del Japón.

Éto í. i j ^ r ; tv , f • v ^ c - S,

-

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o en los poblados costeros del Japón. Si se consideran las cosas de ese modo, cabría decir que la cadena de acontecimientos por la cual las diferentes interpretaciones de la misma biblia originan diferentes mentalidades en distintos pueblos y ayudan a crear condiciones económicas totalmente distintas tiene también cierta validez cuando se aplica en Oriente, y no sólo en Occidente.

Según Confucio las virtudes más importantes eran la benevo-lencia (jen), la justicia (i), la ceremonia (//), el conocimiento (chih) y la fidelidad (hsin), pero consideraba que entre éstas, la más que-rida por la humanidad debía ser la benevolencia (jen). Confucio creía que la naturaleza del hombre es fundamentalmente buena, y en particular consideraba que el afecto natural existente entre los miembros de una familia es la piedra angular de la moralidad social. De acuerdo con Confucio, la práctica de la moralidad no consiste en que las personas sean agentes de la gracia o de los mandamientos de un ser trascendente; la naturaleza humana al-canza la perfección, y el orden social queda asegurado adecuada-mente, cuando el afecto humano natural que se encuentra en la familia se generaliza sin animosidad más allá de los límites fami-liares para incluir tanto a los no allegados como a los perfectos desconocidos. Quienes hubiesen alcanzado este tipo de amor per-fecto a la humanidad merecían el apelativo de hombres benevo-lentes, o virtuosos (jen-che).

Convertirse en tal especie de persona era, para Confucio, el fin último de todo perfeccionamiento moral. Como cabía esperar, la piedad filial (hsiao) y el cumplimiento de los deberes como hermano menor (t'i) pasaron a ser virtudes importantes en el con-fucianismo. La piedad filial consistía en respetar a los padres, dis-pensarles los ciudados necesarios y actuar de acuerdo con sus de-seos; la obediencia que incumbía al hermano menor consistía en adherirse a la voluntad de sus primogénitos y sus mayores. Ade-más, para la consecución de la benevolencia es esencial la armonía (ho en chino, en japonés wa). La armonía significaba que las per-sonas estuviesen de acuerdo las unas con las otras así como en el seno de la sociedad; ahora bien, este concepto de ho incluía una aceptación negativa de la armonía, que es la que se produce cuan-do una persona sigue ciegamente a otra. De manera similar, la

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valentía (yung), a menudo considerada también como un requisito previo para alcanzar la benevolencia, no significa necesariamente que una persona valerosa sea benevolente; para ello es preciso que la valentía esté dirigida a los fines correctos. Confucio detes-taba a las personas que, aun siendo quizá valientes, no guardaban las debidas consideraciones de cortesía.

La lealtad (chung) y la fidelidad (hsin) eran las dos virtudes que componían la sinceridad. Lealtad significa sinceridad con res-pecto a la propia conciencia, es decir la ausencia de pretensiones o egoísmos de corazón; fidelidad en cambio "significaba decir siem-pre la verdad. Por consiguiente, la fidelidad era la expresión ex-tema de la lealtad; mientras ésta es una virtud que existe en la relación con uno mismo, la fidelidad es una virtud que existe en relación con los demás. Sin embargo, y del mismo modo que mantener la promesa de cometer una injusticia es una mala acción, tampoco la lealtad por sí sola podía considerarse una virtud per-fecta. La lealtad sólo puede ejercerse en combinación con la jus-ticia, o rectitud (i). De manera análoga, la virtud más importante, que es la benevolencia (jen), debe ser atemperada por la justicia y vigorizada por la sabiduría: no basta con una humanidad senci-lla y espontanea. Confucio describía del modo siguiente al verda-dero gentilhombre (chün-tzu, o sea el que está lleno de virtud):

El perfecto gentilhombre debe tener en cuenta nueve con-sideraciones. Estas son: el deseo de ver con claridad cuando mira una cosa; el deseo de oír todos los detalles cuando escucha una cosa; el deseo de presentar un continente sereno; el deseo de observar una actitud respetuosa; el deseo de ser sincero en sus palabras; el deseo de ser prudente en sus obras; el deseo de profundizar en la investigación de cualquier cosa que le ofrezca dudas; el deseo de tener presentes las dificultades con-siguientes a la ira; el deseo de observar los valores morales ante una posibilidad de lucro (Analectas de Confucio, capítulo 16).

Confucio propugnaba el principio de lo que él llamaba el go-bierno virtuoso, entendiendo por tal un sistema de gobierno que fortalecería al pueblo mediante la moralidad y serviría de un modo natural para la ordenación de la sociedad al elevar el nivel de

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virtud entre el pueblo. Rechazaba enérgicamente toda idea de go-bierno constitucional, por cuanto bajo los principios constitucio-nales es la ley la que impone orden a la sociedad, y los que in-fringen esa ley son castigados, de manera que las personas se de-dican a pensar en cómo podrían eludir el castigo, resultando así una sociedad ajena al sentido del decoro. No obstante, incluso en una sociedad regida por el principio del gobierno virtuoso se nece-sita algo parecido a las leyes de una sociedad

constitucional

. Eso es lo que el confucianismo entendía por tí, o sea el ceremonial, concebido como un sistema de normas establecidas por la cos-tumbre, pero no tan rígidas como las leyes. La máxima de Con-fucio era «bajo la guía de la moralidad, bajo el control de la ceremonia». En estas condiciones, según creía, «el pueblo adqui-rirá el sentido del decoro moral y llegará a obrar correctamente». En opinión de Confucio, eran principalmente las capas superiores de la sociedad quienes debían obrar de acuerdo con los dictados del ceremonial. El gobernante debe tratar con sus subditos de la manera estipulada por la costumbre; asimismo, el rico debe condu-cirse con decencia y con arreglo al ceremonial.

Ahora bien, no era de esa especie el confucianismo que se entendió y difundió en el Japón. Además se admite generalmente que las diferencias entre el confucianismo japonés y el chino fue-ron aumentando con el paso del tiempo, como puede demostrar una ojeada al edicto imperial dirigido a los miembros de las fuer-zas armadas japonesas en 1882. Dicho edicto fue escrito desde un punto de vista confuciano, aunque no debe entenderse como un código ético específicamente impuesto a un grupo social limi-tado, como serían en este caso los miembros de las fuerzas arma-das. Pues, con el establecimiento del régimen Meiji se había abo-lido el tradicional sistema de castas, la clase de los guerreros había perdido sus prerrogativas y funcionaba un sistema de quintas. En consecuencia, las obligaciones de la defensa nacional incumbían a la población en su conjunto, y todos los japoneses tenían la con-sideración de posibles soldados. La redacción del «Edicto impe-rial a los soldados y marinos» se basó en esa consideración, por lo que era, al mismo tiempo, un edicto imperial para toda la nación y que debía ser observado por todo el pueblo. En este documento

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se subrayaban cinco de las virtudes confucianas: la lealtad, la cere-monia, la valentía, la fidelidad y la frugalidad, pero sin mencionar en particular la benevolencia, que era en China la virtud cardinal. Cabría argumentar que esa omisión de la benevolencia como virtud era bastante natural, por cuanto el edicto iba especialmente diri-gido a los miembros de las fuerzas armadas, o a la población en tanto que posibles soldados; pero si comparamos esto con lo que se juzgaba como esencia del espíritu castrense o guerrero en tiem-pos de Chiang Kai-shek, o en la Corea antigua, resaltan con abso-luta claridad ciertas características del confucianismo japonés. En el ejército de Chiang Kai-shek los principales elementos exigidos al espíritu militar eran la sabiduría, la fidelidad, la benevolencia, el valor y la rectitud; en Corea, durante la antigua dinastía de Silla, las cualidades requeridas del soldado según el hwa-rang do (el estilo del perfecto soldado, equivalente coreano del bushido japonés) eran la lealtad, la piedad filial, la fidelidad, la benevo-lencia y el valor.4 La fidelidad y el valor son las únicas virtudes comunes para los tres países. China y Corea coinciden en deman-dar benevolencia, mientras el Japón ni siquiera la menciona. El Japón y Corea coinciden en cuanto a la lealtad, que no aparece en la lista de las virtudes chinas.

De este modo, la omisión de la benevolencia y la importancia atribuida a la lealtad deben considerarse como características pe-culiares del confucianismo japonés. Como se ha mencionado antes, en China la benevolencia estaba considerada como la virtud cardi-nal según el confucianismo. En el Japón, ni siquiera la Constitu-ción de los Diecisiete Puntos, promulgada por Shótoku Taishi en 604 y fuertemente influida por el confucianismo, concede parti-cular importancia a dicha virtud. No sería exacto decir que la misma fuese menospreciada de un modo constante y total en toda la historia del confucianismo japonés; sin embargo, ese olvido relativo de la benevolencia no es exclusivo del período Meiji sino que tiene raíces mucho más antiguas. En el Japón fue la lealtad, y no la benevolencia, la virtud que se estimó como la más impor-

4. Véase el ensayo de Ozaki Tomoe (en japonés) en Dai-ikki Heika Yobi — gakusei no Ki.

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tante, y en medida tanto mayor cuanto más se acercó el Japón a la época moderna.

Por otra parte, el significado de la lealtad (chung en chino, chü en japonés) no era el mismo en el Japón que en China. Como se ha dicho, en China lealtad significaba ser fiel a la propia con-ciencia. En el Japón, aunque se entendió también en ese sentido, normalmente hacía referencia a una sinceridad interpretada como devoción total al señor, es decir, como servicio al señor hasta el punto de sacrificarse uno a sí mismo. Por consiguiente, las pa-labras de Confucio «actuar con lealtad al servicio de nuestro se-ñor» se interpretaban en China como «los subditos deben servir a su señor con sinceridad siempre que ello no entre en conflicto con sus propias conciencias», mientras que los japoneses interpre-taron esas mismas palabras como «los subditos deben consagrar sus vidas al señor por entero». De ahí resultó que, en el Japón, el concepto de la lealtad, junto con el de la piedad filial y el de los deberes para con los mayores, formaron una trilogía de valores que regulaba, en el seno de la sociedad, las relaciones jerárquicas basadas, respectivamente, en la autoridad, los vínculos de sangre y la edad. En el Japón no tenía curso el concepto de que la leal-tad y la fidelidad fuesen las dos caras de una misma moneda, como ocurrió en China.

Este modo de contemplar la lealtad fue haciéndose cada vez más manifiesto a partir del período Tokugawa, y completamente obvio en los últimos años del mismo, dada su amplia difusión en el pueblo japonés. Pero no era una visión de origen reciente. Ya en tiempos del Manyóshü (una antología poética recopilada durante la segunda mitad del siglo vn), los poemas hablaban de la lealtad al emperador. En el año 749, Otomo no Yakamochi escribía:

Empápese de agua mi cuerpo en el mar, en la tierra cúbrale la hierba, ¡que muera yo al lado de mi Soberano! no he de lamentarlo jamás.

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Y en 753 el guarda fronterizo Imamatsuribe no Yosofu es-cribió:

Desde el día de hoy, a mi hogar jamás regresaré, yo que salí para servir y ser el escudo humilde de Su Majestad.5

La lealtad, en este sentido de servicio al señor, podía entrar en conflicto a menudo con la lealtad entendida como un perma-necer fiel a la propia conciencia. Sin embargo, tal contradicción nunca fue muy seria en el Japón. Lo mismo que hasta después de 1945 no se toleró ninguna actividad pacifista de objetores de conciencia (y desde entonces la constitución japonesa prohibe no-minalmente la existencia de unas fuerzas armadas), así en el Japón antiguo la autoridad del señor pesaba mucho más que la concien-cia de ningún individuo. En ningún momento de la historia japo-nesa, hasta el presente, ha prosperado el individualismo. En con-secuencia, el liberalismo no ha tenido virtualmente jamás un seguimiento serio ni influyente. A los japoneses se les ha pedido que obedeciesen a sus gobernantes, sirviesen a sus mayores, hon-rasen a sus padres y actuasen de acuerdo con las corrientes de opinión mayoritarias de la sociedad. Nunca quedó mucho espacio para cavilar sobre problemas de conciencia.

Tal interpretación de la lealtad también podía entrar en con-flicto con los ideales de la piedad filial (ko en japonés)6 y de la armonía (wa, o sea las virtudes chinas de hsiao y ho). Ello por cuanto las órdenes de un soberano podían contradecir los deseos de los padres o la opinión social mayoritaria. Como veremos más adelante,7 el primero de los grandes pensadores políticos del Japón, Shótoku Taishi (573-621), prohibió la dictadura del empe-

5. Traducido según el texto de Nippon Gakujutsu Shinkokai, The Manyóshü, Tokio, 1940.

6. La estructura de la familia china era muy diferente de la japonesa; por ello el concepto de piedad filial, lógicamente, no tiene el mismo alcance en uno y otro país.

7. Véase más adelante, capítulo 1.

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rador, de modo que sus órdenes no pudieran entrar en conflicto con la opinión de la mayoría social. Pero todavía las órdenes pro-mulgadas por el emperador podían ser contrarias a los deseos de los mayores. Taira Shigemori (1138-1179) se halló precisamente en tan paradójica situación, de la que se lamentaba diciendo: «Si quiero demostrar mi lealtad, se dirá de mí que no tengo piedad filial; si procuro mostrar piedad filial, entonces no seré leal». Pero mucho después de Shigemori los japoneses habrían elegido pro-bablemente la lealtad antes que la piedad filial, y lo mismo aun cuando las órdenes del emperador no reflejasen el sentir de la mayoría. Cuando el emperador promulgaba una orden irracional y tiránica, el subdito leal era el que sobreponiéndose a su con-ciencia obedecía a la voluntad de su soberano, y no el que some-tiéndose a su conciencia y a los deseos de la mayoría social negá-base a obedecer. El japonés no censura al que se halla en contra-dicción con su conciencia; el que se encuentra en la desgraciada situación de no poder seguir el dictado de su conciencia se hace acreedor a todas las simpatías. Así pues, mientras el confucianismo chino atribuye importancia cardinal a la benevolencia, el japonés se centra en la lealtad. En el capítulo primero y subsiguientes, cuando aparezca la palabra confucianismo normalmente aludirá a la variante japonesa del mismo.

I I

Nuestras primeras informaciones fidedignas acerca de la his-toria del Japón datan de alrededores del siglo iv. Ello nos da un período histórico de unos mil seiscientos cincuenta años, arran-cando desde trescientos antes de la promulgación de la Constitu-ción de los Diecisiete Puntos de Shótoku Taishi, en el 604. Du-rante todo ese período, reinó en el Japón la familia imperial, pero el emperador sólo fue soberano de hecho durante un tercio de ese lapso de tiempo; por lo demás, lo fue únicamente de nom-bre, ya que el verdadero poder estaba en manos de regentes (ses-shó, o shikken), consejeros (kanpaku), emperadores retirados (hdo), jefes, militares (shogun) y otros, no siendo el emperador no-

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minal más que una figura representativa. En ocasiones, los prime-ros ministros (dajo daijitt) actuaban en representación de empera-dores retirados, o los regentes por delegación de los shogunes, de manera que incluso el mismo emperador retirado o el shogun era, a su vez, un figurón. No obstante, incluso en tales épocas le in-cumbía al emperador el nombramiento del consejero, emperador retirado, shogun, etcétera, con lo que seguía siendo nominalmen-te la maxima autoridad del Japón; además estuvo siempre al fren-te de su propia administración, es decir del mantenimiento de la corte imperial. Por tanto, durante unas dos terceras partes de su historia escrita hubo en el Japón tiempos de dualidad, e inclu-so triplicidad del poder. Un gobierno único bajo el mando direc-to del emperador no existió sino durante muy pocos años, y aun intermitentemente, si se exceptúa la antigüedad y la era posterior a la revolución Meiji. Y lo que es más, durante más de un 70 por 100 del período de gobierno dual, los verdaderos dueños del poder político fueron los shogunes, o bien los primeros minis-tros o los consejeros respaldados por el poder militar. El régi-men imperial originario introdujo muy pronto, bajo la influencia de China, un sistema burocrático, y también el régimen militar secundario se burocratizó fuertemente en los últimos años; pero no hubo una tradición de subordinación de las fuerzas armadas al poder civil.

Por el contrario, China tenía un sistema burocrático pura-mente civil. El continente chino era tan inmenso, al menos a la escala de los medios de comunicación premodernos, que resultaba muy difícil su control por un único gobierno central. Y sin em-bargo, durante buena parte de su período histórico todo el terri-torio (aun variando su delimitación exacta según las épocas) estu-vo bajo el control de un único régimen imperial y unificado. Na-turalmente, hubo también en China períodos de disturbios, y épo-cas durante las cuales diferentes dinastías se habían repartido el territorio y gobernaban simultáneamente. La época de Confucio (551 a 479 a. de J . C.) fue uno de tales períodos; en aquel tiempo la dinastía Chou había perdido su autoridad y se disputaban la supremacía varias ciudades-estado feudales. La propia dinastía Chou había quedado reducida a una de éstas. Después del período

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Chou, el primer emperador de los Ch'in reunió todo el país bajo su mando y erigió un imperio único de grandes dimensiones; la última dinastía imperial, la de los Ch'ing, caía unos dos mil cien años más tarde. Así pues, si durante unos quinientos años del lapso considerado el país estuvo dividido entre diferentes dinas-tías locales, el resto del tiempo, equivalente a mil seiscientos años, permaneció unificado bajo la autoridad de dinastías sucesivas, pero dueñas de todo el territorio. Algunas de dichas dinastías, por ejemplo los Han, los T'ang, los Ming o los Ch'ing, reinaron durante más de doscientos años; otras más breves no pasaron de treinta o cuarenta años. En consecuencia la primera preocupación de toda dinastía era cómo prolongar su propia existencia; bajo cualquier situación, el sistema de burocracia civil fue tradicional-mente mantenido por casi todas las dinastías unitarias.

La principal obra de Confucio posiblemente consistió en faci-litar a un mayor número de personas el acceso a la cultura y la educación, hasta entonces monopolizadas por la aristocracia. Des-pués de la muerte de Confucio sus discípulos se dispersaron, pero un grupo de ellos entró al servicio de los estados feudales, donde intervinieron en política desde puestos burocráticos. Y puesto que el propio Confucio había propugnado el principio del gobierno por la virtud y se había opuesto al constitucionalismo, sus segui-dores no eran partidarios de limitarse a aplicar las leyes y desem-peñar la administración; eran políticos, o cuando menos conse-jeros políticos que sugerían ideas políticas a suS amos. Además fueron los maestros de la generación siguiente. Así, en la época posterior a la muerte de Confucio y mientras China estaba divi-dida en varios estados menores, aparecieron los pequeños dominios feudales, que eran estados civiles administrados por funcionarios íntegramente formados én los principios del confucianismo, y cuyo modelo copiaron luego la gran mayoría de las ulteriores dinastías unificadas chinas.

No obstante, la dinastía Ch'in (246 a 207 a. de J . C.), prime-ra de las unificadas después de los tiempos de Confucio, fue anticonfuciana y no quiso saber nada de los principios del «go-bierno virtuoso». El primer emperador de esta dinastía prohibió tener libros que tratasen de confucianismo y otras doctrinas,

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ordenó que tales libros fuesen quemados e hizo grandes matanzas de confucianos. Luego promulgó una serie de normas y decretos, impuso un sistema de gobierno puramente constitucional y acabó implantando un régimen de monarquía absoluta y despótica, apo-yado en un sistema de burocracia centralizada. Este primer empe-rador dedicó sus esfuerzos a cosas como la construcción de la Gran Muralla, con sus miles de kilómetros, y también erigió gran-des palacios imperiales y otras residencias secundarias. Empren-dió asimismo frecuentes incursiones por el exterior. Como conse-cuencia, a su muerte estallaron grandes disturbios entre el cam-pesinado, duramente explotado, y el gran imperio, cuyos funda-mentos jurídicos y militares creía haber echado para hacer un país fuerte, no resultó viable y se hundió al poco tiempo.

Era bastante natural que la dinastía Han, sucesora de los Ch'in (el primer período Han duró del 206 a. de J . al 8 d. de J . C., y el segundo del 25 al 220 d. de J . C.), aprendiese de los errores de su predecesora. Los Han resucitaron el confucianismo y, más aun, llegaron a proclamarlo ideología oficial del estado. La intelectualidad confuciana fue respetada; la nómina gubernamen-tal se amplió para dar entrada a la inteliguentsia, y se dificultó en cambio el acceso a los cargos para los allegados a la dinastía y los ricos. Al mismo tiempo, los Han adoptaron los que juzgaron ser puntos fuertes de los Ch'in. El país fue dotado de un código de leyes y encuadrado en un sistema burocrático. Además, el gobier-no central nombró gobernadores regionales. Bajo las antiguas dinastías anteriores al período Ch'in, la administración de las pro-vincias era encomendada a miembros de la familia imperial; el centro del imperio y las provincias mantenían su unión a través de los lazos de consanguinidad. Los Ch'in habían abolido esta especie de sistema feudal chino e instituido un sistema de «pre-fecturas», con gobernadores nombrados por la autoridad central. Al principio, los Han adjudicaron las provincias a parientes de la familia imperial, pero esas ramas de la familia eran obligadas a residir en la capital. Sus derechos territoriales pasaban a ser pura-mente nominales y se puso plenamente en vigor un sistema de prefecturas. El régimen podía recurrir a los individuos dotados de todos los niveles de la sociedad, pues siempre que hubiese reci-

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bido una formación confuciana suficiente, cualquier hombre po-día aspirar a ser, no sólo un simple funcionario, sino incluso pri-mer ministro o gobernador de una provincia. Y no sólo eso, sino que también eran funcionarios civiles, elegidos por este proce-dimiento, los que mandaban sobre el ejército. Poco a poco se fue estableciendo un sistema de exámenes nacionales para el ingreso en la burocracia, sistema que fue más o menos perfeccionado a comienzos del período T'ang (618 a 907).

Esto implicaba que el gobierno central reuniese todos los años a los egresados de las escuelas, tanto de la capital como de las provincias, así como a recomendados procedentes de todas las partes del país, y organizase los exámenes. Los que superaban las pruebas con éxito ingresaban en la burocracia.8 En estos exámenes los vástagos de la nobleza tenían ventaja, por cuanto se trataba de determinar cosas como, por ejemplo, hasta qué punto el exa-minando conocía los clásicos del confucianismo, cuáles eran sus dotes de expresión literaria, si escribía bien y si poseía capacidad deductiva. Sin embargo, también los hijos de los medianos v pe-queños terratenientes y otros miembros de las clases inferiores tenían su oportunidad. Este prototipo del estado imperial chino, con sus leyes y política basadas en la ideología confucianista, su sistema de prefecturas, su estructura burocrática con acceso por examen y su control del ejército por los civiles, estaba práctica-mente completo a finales del siglo vi. Cuando el Japón entró por primera vez en contacto con ella, China había alcanzado ya esa fase.

Las fuerzas que derribaban a las dinastías de esta especie eran el campesinado, los eunucos y los pueblos que vivían en la fron-tera septentrional de China. A veces bastó uno de estos factores para hacer caer una dinastía, pero en no pocas ocasiones colabora-

8. Este sistema de exámenes siguió funcionando incluso mientras China estuvo bajo el dominio extranjero. Durante el período Yüan (1280-1367), cuando imperaba en China una dinastía mogol, se abandonaron al prin-cipio (hasta el 1313) los exámenes para ingresar en la burocracia, pero luego se introdujo el sistema de nuevo. En cuanto a los manchúes de la dinastía Ch'ing (1644-1911), estaban muy influidos por las costumbres chinas, por lo que jamás se propusieron abolir los exámenes.

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ron dos de ellos, o incluso los tres. La caída del régimen estable-cido solía ajustarse al patrón siguiente: el emperador, por una u otra causa, moría joven (los emperadores chinos mostraron mucha afición al libertinaje, por lo que no era infrecuente que muriesen jóvenes). Puesto que la sucesión, en China, ya no pasaba de un hermano a otro, la del emperador fallecido era asumida por el príncipe heredero, que seguramente aún sería un niño. El poder político real pasaba a manos de la emperatriz viuda, o a las de los padres o hermanos de ésta. Cuando la emperatriz misma se encargaba de regir la administración, adquiría gran influencia la opinión de los eunucos. (Además de la emperatriz oficial, puesto que no podía haber más que una, los emperadores chinos llega-ban a poseer más de un centenar de concubinas, clasificadas en una jerarquía cuidadosamente definida, así como millares de da-mas de la corte; los asuntos de esta corte eran dirigidos por los eunucos, que eran también varios millares. Hubo épocas en que pasaron de diez mil.) Además, cuando la influencia había caído en manos de los parientes de la emperatriz viuda, era normal que al-guien tratase de utilizar la de los eunucos para luchar contra aqué-llos. Cuando mandaban los eunucos, no se podía hacer nada sin su consentimiento, lo que hacía inevitable el recurso al soborno. Los funcionarios gravaban al campesinado con tributos onerosos para tener con qué sobornar a los eunucos. En consecuencia, estalla-ban desórdenes y rebeliones campesinas, y durante la confusión resultante los pueblos fronterizos aprovechaban para saltar la Gran Muralla y realizar incursiones en el interior de China. Se hacía necesario enviar al ejército para que expulsara a esos ene-migos, lo cual a su vez implicaba más impuestos para hacer frente a los gastos de la campaña. Con esto aumentaba la desafección del campesinado. En un país agrícola como China, cuando el régimen pierde la adhesión de los campesinos el poder nacional empieza a decaer, y se hace inevitable la caída de la dinastía.9

Todas las dinastías cayeron como resultado de una cadena de acontecimientos como la descrita, aunque no sin alguna que otra

9. Véase por ejemplo Kaizuka Shigeki, Chügoku no Rekishi (Historia de China), 3 vols., Iwanami Shoten, Tokio, I, 1964; II, 1969 y III , 1970.

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variante. Que la dinastía tuviese o no una duración dependía totalmente de su política agrícola, aunque pocas veces se tomaron medidas apropiadas. En la antigua China existía el sistema que llamaban ching tien o «pozo de campo». Con arreglo al mismo, una determinada extensión de terreno era dividida en nueve par-celas iguales; éstas se adjudicaban a ocho familias, y la parcela central (la división se hacía en la forma 3 X 3 ) era cultivada en común por las ocho, siendo el producto de la misma lo que con-tribuían al gobierno como tributo.10 A lo que parece, se procuró implantar este sistema en todas partes, independientemente del lugar. Las dinastías Sui y T'ang proyectaban ampliar el sistema a todo el país, pero a mediados del período T'ang tales planes hubieron de ser definitivamente abandonados. Así pues, la indi-gencia de la política agrícola provocaba las rebeliones campesinas y finalmente causaba la caída de la dinastía. De una manera ca-racterística, tras el establecimiento de la dinastía siguiente los literatos confucianos ocupaban de nuevo todos los cargos públi-cos, quedando otra vez el poder en manos de intelectuales buró-cratas. Las medidas para con el campesinado seguían en la misma incuria que antes, el emperador se dedicaba a vivir en la lujuria, los campesinos enfurecidos se rebelaban otra vez, y vuelta a empezar.

Si comparamos la estructura política del Japón con este régi-men dinástico que hemos visto en China, se pueden apreciar se-mejanzas y diferencias en líneas generales. Japón fue un país plenamente dinástico, en el sentido de que la familia imperial teinó sin solución de continuidad, pero, excepto algunos breves períodos, en todo el lapso de 1192 a 1867 hubo dualidad de po-deres, puesto que coexistían paralelamente la autoridad del em-perador (la corte) y la de los shogunes (el bakufu); la corte era un gobierno civil dominado por funcionarios civiles, mientras que el bakufu era una administración militar controlada por soldados. Por cuanto la corte databa de mucho antes que el bakufu (entre

10. El ideograma chino «pozo» consiste en dos trazos verticales que cortan a otros dos horizontales ( # ) . La división de un terreno cuadrado en 9 parcelas a razón de 3 X 3 da una figura semejante a ese carácter, y de ahí que se llamase «pozo de campo» (ching-tien) a este sistema de reparto.

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finales del siglo vi y mediados del vn) y había tomado como modelo a China, se trataba de un gobierno con un código jurídico (;ritsuryo) y un sistema de burocracia civil, mientras que el ba-kufu Tokugawa (1603 a 1867), que fue el régimen castrense me-jor organizado entre todos los sucesivos bakufu, era el gobierno de una burocracia militar fundado en un sistema de privilegios hereditarios. En el Japón, ni la familia imperial ni Ta del shogun tuvieron jamás un harén de las dimensiones del que poseía el em-perador chino, y comparadas con las dinastías chinas dichas fami-lias observaban una frugalidad irreprochable. Además, no había eunucos. La religión de la familia imperial era el shintoísmo; en cambio la burocracia de la administración imperial profesaba el confucianismo, al igual que la del bakufu Tokugawa. Si compara-mos China y el Japón durante el período Tokugawa, es forzoso concluir que China era un país confuciano y civil, y el Japón un país confuciano y militar. El confucianismo chino, al conceder prioridad a la «benevolencia» como virtud más importante, es-taba bien adaptado al tipo de estructura del poder que existía en China. El confucianismo japonés, según el cual la lealtad en-tendida como dedicación de la vida entera al señor, hasta el sacri-ficio, era la virtud cardinal, respondía al dominio de la situación por los militares. En cada país, por tanto, se había desarrollado una estructura de poder correspondiente a su respectiva ideología.

Los guerreros del período Tokugawa conciliaban su obliga-ción moral (de lealtad al emperador) con el hecho de la existen-cia de un poder dual, mediante la argumentación siguiente. La lealtad se entendía de una manera genealógica; el guerrero co-mún y el pueblo debían obediencia al daimyd, su señor inme-diato; todo daimyd debía obediencia al shogun, y éste a su vez era leal al emperador. Dada esta jerarquía de lealtades, todo el pueblo era leal al emperador, bien fuese directa o indirectamente. Mientras se mantuviese la jerarquía de este sistema de lealtades, ni la dualidad de poder ni el sistema feudal daban lugar a nin-guna contradicción ética. Cada individuo debía preocuparse úni-camente de su lealtad a quien fuese su inmediato superior según dicha jerarquía. No obstante, hubo ocasiones en que un daimyd dejaba de cumplir con su shogun, o en que éste desobedecía a

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su emperador, y cuando esto ocurría la gente empezaba a interro-garse acerca de esa lealtad tan importante según el confucianis-mo japonés, y se preguntaban quién tendría derecho a exigirse-la. Cuando el pueblo llegaba a la conclusión de que ese alguien era el emperador, se establecían corrientes de opinión pidiendo «reverencia al emperador» (sonno) y «abajo el bakufu» (tobaku), con lo que el bakufu se veía en un aprieto ideológico. De hecho, en los últimos años del período Tokugawa, cuando el Japón se vio fuertemente presionado por las potencias occidentales para que abriese sus puertos, el bakufu no halló modo de solventar la crisis. En ciertas ocasiones hizo caso omiso del emperador (de la corte), y otras veces intentó trasladar a la corte la responsabilidad por sus errores. Pero con esto el pueblo pudo darse cuenta de que el propio bakufu no obraba de acuerdo con la ideología del Japón.

El confucianismo chino, desde todos los puntos de vista, es humanista, mientras que el confucianismo japonés se distingue por un notable nacionalismo. Es posible que tal diferencia refleje el complejo de inferioridad desarrollado entre los japoneses en reacción a la idea de China como «Imperio del Centro», es decir a la noción de que China era el centro del mundo, un país don-de la civilización florecía en su máximo esplendor. El Japón siempre se ha sentido en situación de presionado desde el exte-rior por un imperio fuerte, lo cual ha conducido a posturas quizá demasiado defensivas. Instintivamente se dio cuenta de que, para sobrevivir en su rincón del Oriente asiático, tenía que ser frugal y valeroso. Como la disparidad cultural entre China y el Japón probablemente fue máxima durante los siglos v y vi, época de sus primeros contactos, durante la cual los japoneses apenas ha-bían salido de la barbarie, el nacionalismo defensivo por afán de supervivencia caracterizó el confucianismo japonés desde el pri-mer momento. En el siglo xvi, el Japón hubo de enfrentarse una vez más a la disparidad cultural en comparación con otros países, cuando se establecieron los primeros contactos con los occiden-tales.

Con el tiempo, este sentimiento de inferioridad hizo que el bakufu Tokugawa optase por una política de aislamiento. Hubo

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una oleada de nacionalismo hacia el final del período Tokugawa, cuando se hizo evidente que el aislamiento no podía seguir. El pueblo japonés mudó totalmente de rumbo y dedicó todas sus energías a adquirir la técnica occidental. Mientras la burocracia china estaba formada por buenos conocedores de los clásicos chi-nos y entendidos en poesía y literatura, a los burócratas guerreros del Japón les interesaban las armas, y de ahí también la ciencia y la técnica. Los dos países eran confucianistas, pero así como los burócratas chinos presentaron una cerril oposición a las cien-cias occidentales, en cambio los gobiernos japoneses, desde el bakufu Tokugawa hasta el régimen imperial que siguió a la revo-lución Meiji, no pedían otra cosa sino poder adquirir esas mis-mas ciencias. Si la fuerza motriz del capitalismo occidental había sido la exigencia de libertad individual, lo que comenzaba en el Japón era una marcha forzada para eliminar la disparidad militar y científico-técnica que le separaba de Occidente. Quedaba sobre-entendido que, en esa marcha, el individuo debía estar dispuesto no sólo a sacrificar su vida cotidiana sino incluso a afrontar la muerte si fuese necesario; ésa sería su lealtad, la piedra angular de su moral.

Si consideramos desde este punto de vista la evolución del Japón, habremos de fijarnos especialmente en dos períodos par-ticulares de la historia japonesa. El primero es el que va desde finales del siglo vi hasta mediados del vn, cuando el Japón ad-quirió súbita conciencia de la presencia y empuje del imperio chino; el segundo es el de los últimos años del bakufu Toku-gawa, cuando se vio expuesto al avance de las potencias occiden-tales. A estos dos períodos corresponde, por parte de los japone-ses, la promulgación de las reformas Taika y la revolución Meiji, que fue como enfrentaron los problemas que se les planteaban en cada caso. En nuestro capítulo primero consideraremos las reformas Taika, y en el segundo la revolución Meiji; ambos capí-tulos pueden considerarse como una introducción a los capítulos tercero al quinto, donde se expondrá el desarrollo del capitalis-mo japonés.

El desarrollo de la economía japonesa a partir del período Meiji puede dividirse en tres fases. En el capítulo tercero se estu-

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día el período que abarca hasta el final de la primera guerra mundial, cuando según todas las apariencias la economía nipona logró un desarrollo sostenido y notable, bajo la enérgica guía del régimen Meiji. En este proceso de «despegue» desempeñaron un papel muy importante la secularización del confucianismo y la caballería japonesa. Ello principió en los últimos días del shogu-nato Tokugawa y se aceleró a medida que el régimen Meiji fo-mentaba la difusión del confucianismo, cuya penetración en las clases populares no había sido muy grande durante la era To-kugawa. Esto se consiguió por medio de la educación obligatoria. De acuerdo con una interpretación confucianista forjada durante el período Meiji, lo esencial de un samurai era su educación, así que un agricultor, un mercader o un obrero ilustrados también podían considerarse «samurais». En efecto, incluso durante la eta-pa final del período Tokugawa no era excepcional que un agri-cultor o un comerciante, si tenía cultura, pudiera casarse con la hija de un samurai. Esta clase de «samurais» partidarios del con-fucianismo creció en número a medida que se generalizaba la educación; y así fue como aquél pasó a ser la ideología nacional, y no sólo la del gobierno y la de una minoría selecta.

Una sociedad donde predomina el confucianismo viene a ser una especie de «titulocracia», donde se distingue a las personas en virtud de sus méritos académicos. Un obrero, si tiene educa-ción, será respetado igual que un samurai de su mismo nivel de educación; ambos son considerados como miembros de la clase intelectual. Pese al sistema de castas, que estuvo en vigor du-rante casi doscientos ochenta años, a partir del ocaso del período Tokugawa hubo bastante movilidad social entre los samurais y los agricultores y comerciantes ilustrados. En consecuencia, e in-cluso después de la implantación del capitalismo durante la era Meiji, los japoneses no contemplaron su economía como la de una sociedad de clases dividida en capitalistas y obreros, según el punto de vista occidental. Además el régimen Meiji logró el se-ñalado éxito de abolir el sistema de castas. Se introdujo un sis-tema moderno de enseñanza, y los licenciados capaces obtuvie-ron cargos públicos sin que importasen sus orígenes familiares. El Japón de la era moderna experimentó un crecimiento económi-

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co y militar prodigioso, bajo la égida de un régimen monárquico-constitucional y burocrático bastante eficiente.

En el capítulo cuarto se estudiará el período de entreguerras, y en el capítulo quinto la época posterior a 1945. Durante la épo-ca de entreguerras dominaron los derechistas y los militares, lo cual conduciría a perpetrar el ataque suicida contra Pearl Harbour. La fatal sucesión de acontecimientos comenzaría con el golpe de estado «fallido» de los jóvenes oficiales de 1936, y poco a poco fue adquiriendo una fuerza arrolladora. Después de la guerra, el Japón se vio sometido al régimen norteamericano, pero el cua-dro ideológico seguía siendo el mismo de antes, con un confu-cianismo (esto es, en su versión japonesa) fomentado por el régi-men en calidad de ortodoxia, y con dos heterodoxias principales, el budismo y el shintoísmo, abrazadas por el pueblo y por la corte, respectivamente.

Este dispositivo ideológico es similar al existente en China, con la salvedad de que, en China, el confucianismo se dio en su forma originaria, y el lugar del shintoísmo lo ocupa el taoísmo. El taoísmo chino propugna una filosofía algo paradójica, que por una parte concede gran importancia a la felicidad material y a la longevidad, y por otra recomienda una vida tranquila, retirada y eremítica. En el Japón, como veremos en el capítulo primero, se transformó en shintoísmo, que alentaba el patriotismo y el culto al emperador. En realidad, esta modificación y la trans-formación del confucianismo en su versión nacionalista japonesa permitieron que el Japón moderno siguiera una línea de evolu-ción tan diferente de la de China en el mismo período. Frente a los grandes poderes del mundo, confucianismo y shintoísmo cola-boraron; el primero es una doctrina perfectamente adaptada a la construcción de un régimen monárquico-constitucional basado en una burocracia moderna," mientras que el segundo puede servir fácilmente como catalizador para la promoción del nacionalismo.

11. La sociedad japonesa —y esto se aplica tanto a la política como a la economía— es sumamente burocrática. Esto significa que, a medida que las propias sociedades occidentales se han burocratizado cada vez más, ha ¡do reduciéndose la distancia entre el Japón y dichas sociedades, al menos en este aspecto.

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En consecuencia, no nos sorprenderá descubrir que el capitalis-mo japonés era, y es todavía, nacionalista, paternalista y anti-individualista. Durante la peor época de la historia moderna del Japón, la que condujo a la segunda guerra mundial, se desarrolló incluso una economía de tipo imperialista-fascista, que descuidó las necesidades populares para acelerar la militarización. En la era de posguerra, y pese al éxito económico, las perspectivas de que llegue a florecer y madurar nunca en el Japón el individua-lismo y el liberalismo siguen siendo sumamente remotas.

Por último, parece notable que no haya ocurrido en el Japón ninguna revolución religiosa importante. Los japoneses enrique-cieron su vida espiritual variando la importancia relativa conce-dida a sus religiones (o doctrinas éticas) heterogéneas. En tiempos de crisis nacional adquirían primacía los elementos shintoístas; en cambio, el confucianismo tendió a prevalecer después de cual-quier cambio drástico de régimen político. Esto les proporcionó el impulso ideológico necesario para enfrentarse a los problemas que se le planteaban al país. En realidad, lo que ha contribuido al desarrollo cultural y económico del Japón no ha sido una sola religión, sino una combinación flexible de los tres sistemas éticos existentes.

CAPÍTULO 1

L A R E F O R M A T A I K A Y L A É P O C A S U B S I G U I E N T E

I

Durante toda su historia, hasta la revolución Meiji (1867-1868), el Japón estuvo bajo la influencia de la cultura china; los estímulos e iniciativas culturales venían de China, bien directa-mente o bien a través de Corea. Los japoneses alcanzaron su desarrollo original adaptando la cultura importada a su tradición cultural propia y a las condiciones locales. No obstante, siempre hubo una gran diferencia cultural entre ambos países, y el Japón hubo de repetir una y otra vez el proceso de importar, asimilar y modificar la cultura china, al objeto de mejorar su propio nivel de conocimientos y civilización. Como es bien sabido, después de la revolución Meiji se instauró un proceso similar entre el Japón y los países occidentales, cuyas ciencia y técnica importó aquél para desarrollar su cultura y su economía.

El budismo, el confucianismo y el taoísmo llegaron al Japón (desde China, pasando por Corea) de manera casi simultánea, al-rededor del siglo vi. En esa época existían, además del clan im-perial, otros dos grupos influyentes de clanes cuyos caciques se llamaban Muraji y Omi, respectivamente. Los clanes Muraji ren-dían vasallaje hereditario al clan imperial y asistían al emperador en los asuntos religiosos y en la producción de artículos eclesiás-ticos y ceremoniales, así como en los asuntos de defensa, de acuer-

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do con la distribución de responsabilidades asignada a cada clan. En cambio los Omi no eran originariamente vasallos del empera-dor, sino que al principio del período histórico habían dominado territorios independientes. Más adelante se sometieron a la autori-dad imperial. Los jefes de los clanes más influyentes eran llama-dos O-muraji (gran Muraji) o bien O-omi (gran Omi, que escrito con caracteres chinos significa «ministro del gabinete» en japonés actual); el clan imperial ya había establecido su dominio sobre estos otros clanes hacia el siglo iv.

El Japón antiguo no debe contemplarse desde la mentalidad actual. En aquel tiempo los cónyuges no convivían bajo el mis-mo techo, ni entre las clases altas ni entre las populares en ge-neral. El esposo visitaba a la esposa, y no al contrario; natural-mente, los hombres tenían varias esposas a las que visitaban por turnos, sin ocultarlo, mientras que la mujer, a su vez, recibía discretamente a varios maridos. Desde nuestro punto de vista actual, este régimen sexual se llamaría de promiscuidad. La crian-za de los hijos corría a cargo de las madres, de manera que los hijos de las diferentes madres apenas se conocían entre sí. Era posible que se enamorasen los unos de los otros y nadie les im-pedía casarse, lo mismo que era posible que se diesen muerte unos a otros. En todo caso, a un cacique poderoso e influyente le era fácil establecer fuertes vínculos de consanguinidad con la familia imperial, por ejemplo casando a una hija suya con un prín-cipe imperial, y luego a la hija de éstos con otro príncipe impe-rial que a lo mejor sería descendiente de una unión entre el pri-mero de los príncipes citados y otra hija del mismo cacique. Ade-más, en aquella época no existía en el Japón el derecho de pri-mogenitura; a menudo el príncipe heredero era elegido de entre los hermanos del emperador, lo cual daba lugar a violentas riva-lidades y matanzas entre ellos. Con todo, hacia el final de la era llamada de las Grandes Tumbas, los japoneses empezaron a in-tentar dotarse de una cultura.1

1. Los caudillos se hacían erigir grandes monumentos funerarios; los de los emperadores eran tan importantes que no sería exagerado compararlos con las pirámides egipcias. La construcción de los mismos requería tanta

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Hacia el siglo vi la gran nobleza había incrementado su po-derío político y económico; entre los clanes más influyentes figu-raban los Soga y los Mononobe. El primero, un clan del grupo Omi, respetó la nueva cultura (principalmente el budismo, enton-ces recién llegado de Corea), mientras que el segundo, del grupo Muraji, fue antibudista. Ambos se enriquecieron explotando la colonia que por aquel entonces los japoneses habían establecido en Corea. A menudo se enzarzaban en disputas acerca de la suce-sión al trono; muchos de los posibles candidatos murieron asesi-nados. Por último estalló entre los dos clanes una guerra civil, que acabó con una derrota definitiva de los Mononobe.

Después de esto les tocaba a los Soga decidir qué príncipe (o princesa) del clan imperial tenía derecho a ser emperador (o emperatriz). El clan imperial quedó muy debilitado, con detri-mento de la estabilidad del trono. En el año 592 Umako, del clan Soga, asesinó al emperador Sushun para que pudiese acce-der al trono la emperatriz Suiko. Sushun era hijo de una hermana de Umako, y Suiko era hija de otra de sus hermanas, siendo las dos hermanas viudas esposas del que fue emperador Kinmei. Como vemos, los príncipes y princesas de la familia imperial ni siquiera podían fiarse de sus hermanastros y hermanastras. Mu-chas de las dinastías de la China imperial se hundieron por la excesiva influencia de los parientes maternos del emperador; de manera similar, en aquella época la familia imperial japonesa es-taba dominada por el clan Soga, emparentado con ella por línea materna. Afortunadamente, los eunucos, aquella otra plaga de la corte imperial china, no fueron introducidos en el Japón ni en-tonces ni en ninguna época posterior. (La inexistencia de eunucos fue, probablemente, uno de los factores que aseguraron la conti-nuidad de la sucesión imperial japonesa.) Pese a todas las inci-dencias la nueva cultura, libre ya de la hostilidad de los Mo-nonobe, floreció bajo el dominio de los Soga.

Empezaba a advertirse en el Japón la perentoria necesidad de establecer sobre una base firme la soberanía de la familia im-

mano de obra, que algunas veces resultó perjudicada la producción agrí-cola.

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perial. Razones políticas, tanto internas como externas, reclama-ban una reforma del aparato de gobierno. Desde el 370, aproxi-madamente, los japoneses ocupaban el extremo meridional de la península coreana. Dicho territorio japonés, al que llamaban Mi-mana, colindaba con los de Paikche y Silla, a su vez vecinos de Koguryó. Los japoneses ejercían fuerte influencia sobre Paikche y Silla, que les eran tributarios. Poco a poco, los habitantes de Mimana se confundieron con los coreanos y no opusieron resis-tencia a ulteriores ataques de Paikche y Silla, que saquearon la colonia amenazando con su destrucción. Varias generaciones de emperadores intentaron recobrar este dominio, pero con escaso éxito. Debe recordarse que esta época de reveses en la península coincide con la debilidad del clan imperial, en la isla central del Japón, frente a unos caudillos cada vez más independientes del monarca, y empeñados en establecer feudos propios sobre las tierras y sus habitantes. Tales eran, pues, las razones internas y externas que exigían una vigorización del poder central.

El príncipe Shótoku Taishi (574 a 622), heredero designado y regente de la emperatriz Suiko, se propuso reforzar la sobera-nía imperial, pero hubo de pactar con el clan Saga, entonces muy poderoso; además él mismo era hijo del sobrino de Soga Umako (el emperador Yomei) y de su sobrina la princesa Anahobe no Hashihito. Para emprender la modernización del régimen impe-rial, introdujo el sistema administrativo y judicial chino, que era mucho más adelantado que el propio. En el 603 introdujo la Jerarquía de los Doce Gorros, y en el 604 promulgó la Consti-tución de los Diecisiete Puntos. La primera, que clasificaba a los ministros y otros funcionarios en doce categorías, identifica-das mediante gorros de formas y colores reglamentados con exacti-tud, declaraba que los cargos públicos serían nombrados no con arreglo a sus orígenes familiares, sino según su capacidad. La se-gunda puede considerarse como una especie de reglamento del füncionariado, que complementaba el sistema jerárquico. No obs-tante, Shótoku Taishi se dio cuenta de que la filosofía política china en que se fundaba el sistema chocaría, a fin de cuentas, con el designio de establecer un estado fuerte bajo el mando de una dinastía monárquica hereditaria. Los chinos creían que el man-

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dato celestial no podía ser desempeñado por un soberano des-provisto de virtud; si el emperador carecía de carisma y era inca-paz de gobernar el país de manera satisfactoria, perdería el apoyo divino y la dinastía reinante habría de ser reemplazada por otra. Los japoneses entendieron que tal práctica política china debía ser abolida o por lo menos modificada en su caso, ya que de lo contrario la familia imperial no estaría a cubierto de futuras revo-luciones. Casos de emperadores brutales y perversos como Yür-yaku y Buretsu podían repetirse; bajo el sistema chino tales em-peradores no habrían sido tolerados.

Wakoti yosai («espíritu japonés y eficacia occidental») fue después de la revolución Meiji un dicho corriente en el Japón, mientras el país importaba la técnica occidental. De manera simi-lar, Shótoku Taishi estableció la distinción entre los principios ideales chinos y su adecuación práctica, para estudiar atentamente en qué puntos sería apropiado o no para el Japón dicho estilo o actitud mental. Los elementos de la filosofía china que se halla-ron inadecuados o no convenientes fueron rechazados de plano, o sometidos a una revisión drástica. Aunque Shótoku tenía interés en elevar el nivel de educación del pueblo japonés a la altura del chino, no por eso dio patente de circulación a todo lo chino, sino que se propuso injertar la eficacia china en el tronco del espíri-tu nipón.

Ahora bien, en el Japón aún no se había formado un espíritu nacional claro y definido. En el dibujo aún quedaban muchos espacios en blanco para que Shótoku Taishi los rellenase del color que quisiera. En realidad, al hacerlo se convirtió en el primer pensador del Japón. Aunque no hay muchas pruebas, algunos his-toriadores mantienen que Shótoku Taishi acuñó el título de Tetinó (emperador celestial) cuando antes el monarca nipón sólo había sido O-kimi (gran rey). Dicho cambio iba a tener profundas con-secuencias, pues implicaba que el soberano ya no era un simple rey, sino una divinidad revelada (Ara-hito gami) y, por tanto, un dios él mismo. Por tanto no podía haber conflicto entre la vo-luntad divina y el emperador, y toda revolución sería inadmisible. El trono imperial era de derecho divino, lo cual equivalía a darle un fundamento sólido. Fue Shótoku Taishi quien elevó a la cate-

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goría de axioma para los japoneses que la pretensión al trono sólo pudiese fundarse en el derecho de descendencia, a diferencia de lo que ocurría en China.

Verdad es que la dignidad acordada por Shótoku Taishi al emperador no puede separarse de su conciencia de inferioridad frente al poderoso imperio chino; identificar al emperador con la divinidad no era sino una expresión del sentimiento de crisis que inspiraba el porvenir de la familia imperial. Es de gran impor-tancia, en la historia del Japón, el papel promotor del conserva-durismo y del legitimismo que ejerció Shótoku Taishi; de hecho la idea del «dios revelado» fue utilizada con frecuencia como banderín de enganche para derechistas fanáticos, siempre que el país hubo de enfrentarse a una emergencia nacional. Pero tam-bién es verdad que Shótoku Taishi introdujo una serie de cambios radicales de carácter progresista. Por ejemplo, proclamó en la Constitución de los Diecisiete Puntos que en el Japón no podía haber más rey ni amo que el emperador, soberano de todos, ante quien todos los hombres eran iguales. También se propuso im-plantar un sistema burocrático nuevo, al estilo chino, donde los funcionarios no fuesen designados por sus orígenes familiares sino de acuerdo con su carácter y su capacidad. Los cargos deja-ban de ser hereditarios, lo cual tendía a debilitar la influencia de la nobleza.2 Además Shótoku declaró inadmisible que ninguna persona explotase a otra; de este modo privaba de bases legales a las pretensiones de los grandes nobles y caciques en cuanto a tener feudos y vasallos propios. De tal manera se esperaba extin-guir el antiguo sistema de castas y de clanes.

2. Es difícil de precisar hasta qué punto los ideales de abolición de las castas y apertura de los cargos al talento se realizaron bajo el mandato de Shotoku Taishi. Podemos considerar como más probable que todos los individuos influyentes fueron nombrados para dignidades en relación con la influencia política de que disponían. Sin embargo, no dejaba de ser signi-ficativa esta clasificación de los cabecillas más poderosos como funcionarios públicos. Al incorporar al gobierno estos personajes, la administración im-perial penetraba también en los clanes. Sin duda no había otra manera de romper la coraza defensiva de las grandes familias y extender la jurisdicción de la administración imperial, ya que hasta entonces el poder político de la casa imperial había sido más bien escaso.

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En su artículo primero la constitución de Shótoku establece que la sociedad japonesa se constituirá sobre la base del primer principio de toda comunidad, que es la armonía o wa entre sus miembros. A nadie le es lícito formar un subgrupo dentro de la sociedad para oponerse a otros. Toda cuestión debe ser discu-tida con calma para alcanzar una decisión que sea razonable y deseable desde el punto de vista de la comunidad en conjunto. En los artículos décimo y decimoséptimo se expresa el rechazo de toda dictadura; que los gobernadores de las diferentes categorías, a fin de realizar la armonía en el seno de la sociedad, deben consultar con el pueblo los asuntos importantes y mantener las decisiones elaboradas de una manera democrática. En el artícu-lo segundo declara que debe ser propagado el budismo, a fin de elevar el nivel moral de los individuos. Shótoku Taishi conside-raba que este código moral debía ser observado con rigor en todo el país para que el régimen del Tennó pudiese perdurar.

Según el modelo de Shótoku, la sociedad japonesa estaba for-mada por el emperador, los funcionarios y el pueblo. En el ar-tículo decimosegundo establece que los gobernantes locales no son ya caciques, sino que rigen sus respectivos distritos en cali-dad de funcionarios públicos. No pueden, por consiguiente, im-poner tributos ni exigir servicios personales al pueblo en bene-ficio propio. Los demás artículos de esta constitución reglamentan las obligaciones del funcionariado. Esto es, los funcionarios de-ben obedecer los edictos imperiales (artículo tercero); deben en-tender que la corrección es el fundamento de la ley y el orden (artículo cuarto); deben administrar justicia, sin la cual no pue-den prevalecer la lealtad hacia el emperador ni la benevolen-cia para con el pueblo (artículo sexto). Se afirma, además, que los funcionarios deben observar la sinceridad, que es la madre de la rectitud (artículo noveno); que no deben actuar por móvi-les egoístas, sino para prestar servicio al pueblo (artículo decimo-quinto). Otros artículos dan normas detalladas acerca de la con-ducta del funcionario, como: no aceptar sobornos (artículo quin-to); nombrar a la persona idónea para cada empleo (artículo sép-timo); empezar a despachar lo más temprano posible y seguir trabajando cuando los demás ya se hayan retirado a descansar

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(artículo octavo); respetar y observar el principio de «trabaja y te verás recompensado» (artículo undécimo); agilizar el servicio público despachando los asuntos con diligencia (artículo decimo-tercero); no envidiar la buena fortuna de un colega (artículo de-cimocuarto), y por último, evitar el exigir prestaciones personales a los campesinos durante las temporadas de faenas agrícolas (ar-tículo decimosexto).

Aunque esta constitución reclame expresamente, en su artícu-lo segundo, que el pueblo debe respetar el budismo, en espíritu es confuciana por completo. Las virtudes de la armonía, el de-coro, la lealtad, la benevolencia, la sinceridad y la rectitud, expresamente exaltadas en su texto, son más confucianas que bu-distas.3 También subraya que las decisiones políticas deben ela-borarse democráticamente, y al mismo tiempo, que el pueblo debe obediencia incondicional a las órdenes del emperador. Esta con-tradicción aparente entre una toma democrática de decisiones y la autoridad absoluta de las órdenes del emperador sólo puede conciliarse recordando que él siempre está en lo justo, por cuanto sólo ordena al pueblo aquello que ha sido democráticamente de-cidido. Según este criterio de Shótoku Taishi, el emperador ha-bría sido algo muy parecido a un monarca constitucional moderno, y también un dios al mismo tiempo que emperador (de ahí el adjetivo de «celeste»). En el artículo décimo Shótoku Taishi de-clara:

El hombre tiene su voluntad propia. Uno puede discrepar donde otros están de acuerdo. Los pareceres pueden ser dife-rentes en efecto. Yo quizá no sea un santo; quizás él no sea un necio. Todos somos personas corrientes y nadie puede estar absolutamente en lo cierto. Que cada uno acepte las decisiones de la mayoría, aun cuando crea que sólo él tiene razón.

Así pues, el emperador sólo puede ser celestial si renuncia a toda idea de dictadura. Shótoku Taishi puso el sistema Tennó al

3. Las palabras «la armonía es preciosa» utilizadas por Shotoku en el artículo primero están tomadas de las analectas de Confucio. Coincido con Watsuji Tetsuro en la conclusión de que Shotoku Taishi era budista en lo tocante a los problemas de la vida individual, pero confuciano en lo rela-

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abrigo de toda revolución mediante la concesión de neutralidad política por parte del emperador. Teniendo en cuenta la critica situación en que se hallaba el clan imperial en aquella época, cabe en lo posible que esta concesión no se le ocurriese a Shótoku Taishi, sino que el compromiso le viniera impuesto por el hecho de la influencia, cada vez mayor entonces, de los miembros de la oligarquía ajenos a la casa real. Pero aun así, se advierte con claridad el carácter moderno y progresista de algunas de sus ideas políticas. Pues lo era proponer en el año 604 cosas como 1) el sistema Tennó, similar a la monarquía constitucional moderna, 2) la democracia y 3) la burocracia.

Evidentemente, un jefe de la nobleza como Soga Umako no habría aceptado ninguna medida que por su lógica interna pu-diese conducir a la abolición de los privilegios de que disfrutaban los aristócratas. Para evitar la insumisión, Shótoku Taishi hubo de seguir una línea conciliadora. Bajo la nueva constitución no sólo se privaba al emperador de someter a su total albedrío el gobierno del país, sino que se le obligaba a consultar con sus ministros y altos funcionarios casi todos los asuntos de estado. De modo que, si bien muchos historiadores aceptan (al igual que yo en estas líneas) que la posición de monarca constitucional asumida por el emperador gozaba de una consideración muy alta, en realidad no dejaba de ser una claudicación, o por lo menos una concesión muy seria de Shótoku Taishi frente al clan Soga. Era importante no chocar con los Soga, y en realidad, puesto que muchos cargos importantes del gobierno y de la corte se hallaban en manos de los Soga, poco podían hacer los empera-dores sin su consentimiento. Como se ha explicado antes, la em-peratriz Suiko era hija del emperador Kinmei y de una de sus esposas, descendiente de dicha familia; además subió al trono gracias a Soga Umako, después de que éste hubiese asesinado al emperador Sushun. El propio Shótoku Taishi no sólo era hijo

tivo a las cuestiones políticas de estado. Cf. Watsuji, Nihon Rinri Shiso Shi (Historia del pensamiento ético japonés), I-wanami Shoten, Tokio, 1979, vol. I, pp. 116-118. Shotoku Taishi utilizó bastante el budismo a fines políticos, pero en lo fundamental su ideología política era confuciana.

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de un sobrino y una sobrina de Umako, sino que además era yerno suyo. El gran poder de los Soga estaba bien claro, y no sería exagerado afirmar que habrían podido usurpar el trono, si realmente se lo hubieran propuesto. La constitución, en cuanto prohibía la dictadura personal del emperador, no fue sino el reco-nocimiento y confirmación de esa realidad. Bajo la constitución los miembros del clan imperial establecían su situación especial como divinidades por siempre sacras e inviolables, en tanto que los Soga (como parientes maternos de la familia imperial) afir-maban su superioridad política real sobre todos los demás caci-ques. Y pese a la constitución, la posición de Soga Umako no cambió, pues siguió siendo primer ministro del gobierno de Suiko.

A fin de enfrentarse a los problemas internos y externos que se le planteaban al Japón, Shótoku Taishi implantó otros progra-mas positivos, además de la «Jerarquía de los Doce Gorros» y la promulgación del texto constitucional. Frente a la cultura china, más avanzada, los japoneses de finales del siglo vi se ha-bían dividido en dos corrientes de opinión. Los unos insistían en que el Japón se abriese a China, al objeto de promover el intercambio cultural entre ambos países (aunque fuese, forzosa-mente, un intercambio de vía única). Los otros eran partidarios de cerrar el país para evitar su «contaminación» por el budismo. La reacción de los japoneses fue exactamente la misma que ten-drían en vísperas de la revolución Meiji, cuando hizo su aparición la poderosa técnica y la ciencia occidental. No le resultó muy difícil a Shótoku Taishi el favorecer la política de intercambio cultural, porque el principal clan contrario al budismo, el de los Mononobe, había sido derrotado ya por los probudistas Soga. Lo que él se proponía era introducir la ilustración en su país. En cuatro ocasiones envió legados y estudiantes a China, no sólo porque creyese en el budismo, sino porque juzgaba que la cul-tura y las instituciones chinas eran indispensables para el desarro-llo del Japón. Construyó un gran templo y un palacio-residencia en Naniwa (la actual Osaka), que era el principal puerto de la capital de entonces, Ikaruga, en las cercanías de Nara. Inició la recopilación de crónicas oficiales de la familia imperial, de la

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alta nobleza (los Omi, los Muraji, etc.) y de la vida del pueblo en general. También proyectó una expedición militar contra Silla, que amenazaba la seguridad de Mimana. Sin embargo, fueron va-nos todos los esfuerzos por conservar la colonia; después de la muerte de Shótoku, acontecida en 621, los japoneses acabaron por abandonarla.

I I

Pese a las nuevas ideas políticas propuestas por Shótoku Taishi, que era hombre de extraordinario talento y sabiduría, la política real no cambió mucho. Shótoku era más filósofo que po-lítico; demasiado débil para imponer su revolucionario progra-ma, hubo de hacer muchas concesiones a Soga Umako. Bajo la regencia de Shótoku Taishi, el poder verdadero lo detentaba Umako y no aquél; después de su muerte la familia Soga se hizo todavía más poderosa y tiránica. Para poner en práctica los pla-nes de Shótoku Taishi hacían falta revolucionarios.

Finalmente, más de veinte años después de la muerte de Shó-toku, la familia Soga fue derribada. Sucedió esto cuando regre-saron los estudiantes que aquél había enviado a China. Después de haber sido testigos del desarrollo y florecimiento de un nuevo imperio en China, el de la dinastía T'ang, eran naturalmente partidarios de una política ilustrada. Proponían que el gobierno promulgase códigos jurídicos y éticos al objeto de establecer una maquinaria administrativa tan bien organizada como la que tenían los T'ang. Por último, en 645 los revolucionarios, el príncipe Naka no Oe (el futuro emperador Tenchi) y Nakatomi no Ka-matari (llamado luego Fujiwara Kamatari), dieron un golpe de estado en el que murió Soga Iruka, el jefe del clan en esa época, y consiguieron establecer un sistema de poder administrativo cen-tralizado similar al de los T'ang. Esto fue la reforma Taika (645-649), una revolución aristocrática inspirada en las doctrinas polí-ticas de Shótoku Taishi.

El objetivo principal de la reforma Taika fue privar a los caciques de la posibilidad de acumular tenencias de tierras. Por

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supuesto, en el siglo vn y en un país agrícola como el Japón, nadie podía gozar de privilegios en detrimento de los demás si el estado repartía las tierras por igual entre todo el pueblo. Bajo el nuevo régimen, las tierras cultivables del país fueron divididas en parcelas iguales, cada una de las cuales se dividió a su vez en nueve trozos iguales entre sí, en una imitación fiel del sistema chino de propiedad de la tierra. Cada parcela debería ser cul-tivada por ocho hombres, cada uno de los cuales labraría su trozo, colaborando además en labrar el noveno trozo a beneficio del gobierno. Los caciques se vieron obligados a cultivar tierras de la misma superficie que las del pueblo común, aunque cuan-do desempeñaban un cargo público percibían además un estipen-dio en función de su categoría. No podía existir discriminación a favor de ellos y en contra de la plebe. Los caciques perdieron sus latifundios y fueron nombrados administradores o goberna-dores de la administración central o de las locales, ya que se había establecido un sistema nacional de prefecturas, aunque rígi-damente controlado por el poder central, administrador de aque-lla primitiva economía socialista.

Así los súbditos se convertían en iguales ante la ley, y lo que es más, iguales también económicamente —al menos en prin-cipio—, en virtud de la nacionalización del suelo. Sólo el empera-dor ocupaba una posición especial como dios revelado y cabeza de la nación, pero se establecía la igualdad de oportunidades para los demás. Así eran las cosas, al menos en apariencia. El nuevo régimen era progresista; sus cargos eran accesibles para los ta-lentos. En su concepción ideal, naturalmente, no era un sistema nuevo, pues se trataba precisamente del que había discurrido Shótoku Taishi sin poder ponerlo en práctica él mismo debido a la necesidad de pactar políticamente con Soga Umako. El prínci-pe Naka no Oe implantó el sistema concebido por Shótoku sin medias tintas, en su forma más pura. Por último, cuando dio muerte a Soga Iruka, nieto de Umako, la familia imperial asumió plenamente el poder.4

4. Después de la revolución Meiji se abolió el sistema aristocrático y todos los ciudadanos fueron declarados iguales. Sin embargo, y lo mismo que siempre, los ex-señores feudales y ex-samurais estaban mejor situados

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Desde la promulgación de la Constitución de los Diecisiete Puntos se tardó unos cuarenta años en establecer aquel gobierno constitucional y burocrático, en muchos aspectos similar al régi-men de la dinastía T'ang, y que adoptaba el confucianismo como ideología oficial.5 Lo cual debe considerarse como obra conjunta de Shótoku Taishi, el filósofo, y Naka no Oe, el revolucionario; las bellas ideas, como se ve, no bastan para llevar a cabo una revolución.

Pese a su diferente carácter, ambos grandes hombres se pare-cían en más de un aspecto. En primer lugar, su postura en cuanto a la cuestión de Corea era la de unos «halcones». Como ya se ha dicho, Shótoku Taishi proyectaba un ataque contra Silla para defender Mimana. Naka no Oe, príncipe imperial en tiempos de la emperatriz Saimei, reaccionó a una desesperada petición de ayuda por parte de Paikche, que se veía atacada por las fuerzas combinadas de los T'ang y de Silla, enviando a Corea un nutrido ejército. Desde el punto de vista de los japoneses, esta guerra podía considerarse innecesaria, porque la colonia coreana ya esta-ba perdida. Y en efecto, las tropas japonesas sufrieron una con-tundente derrota y tuvieron que regresar a su país. El prestigio nacional quedó severamente dañado y los gobernantes japoneses no volvieron a intentar ninguna expedición contra Corea hasta la de Toyotomi Hideyoshi en 1592-1598. El error de Naka no Oe puede compararse con el de Tojo que causó la devastadora derro-ta del Japón en la segunda guerra mundial, especialmente por cuanto en uno y otro caso la guerra era innecesaria. Y sin em-

pata alcanzar categorías elevadas en la nueva sociedad. De manera similar, en el caso de la reforma Taika los cabecillas de las grandes familias y sus hijos hallaban más expedito el camino a los empleos públicos que el pueblo en general. En el Japón, las reformas, las revoluciones y los golpes de estado nunca han sido totales, sino más bien moderados. Pese a lo cual, no se puede negar que la reforma Taika fue efectivamente una reforma, y muy importante para el Japón.

5. Como se ha explicado en la «Introducción», el confucianismo japonés fue muy distinto del chino. En adelante, siempre que se mencione el confu-cianismo sin otra aclaración se entenderá que nos referimos a la versión modificada al estilo japonés.

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bargo, lo mismo que en el caso de Tojo, el error trajo luego un beneficio paradójico e inesperado, en forma de una prosperidad cultural después de la guerra. Después de la derrota, muchos coreanos —políticos, eruditos, sacerdotes y artistas— prefirieron alejarse de Paikche y emigraron al Japón, donde contribuyeron sobremanera al desarrollo cultural, lo mismo que ocurría con las fuerzas de ocupación norteamericanas después de la segunda guerra mundial.

En segundo lugar, ninguno de esos dos príncipes imperiales, pese a su capacidad, deseó convertirse en emperador. Esto puede parecer sorprendente a primera vista, puesto que ambos habían dedicado todas sus energías a sentar sobre bases firmes el siste-ma imperial y se les podía suponer capaces de desempeñar la primera magistratura. En realidad, Shótoku Taishi jamás ocupó el trono, y Naka no Oe sólo fue emperador durante cuatro años, después de haber sido príncipe imperial durante veintitrés. No obstante, si recordamos que el título de emperador celestial, tal como ellos instituyeron, carecía de poder político (aunque fuese sagrado e inviolable), no será difícil comprender que aquellos dos políticos no lo quisieran para sí.

Tras la reforma Taika ningún caudillo, noble de la corte ni shogun (con la única excepción del jefe religioso Dókyó) intentó jamás proclamarse emperador. A largo plazo fue una excelente reforma que aseguró la posición del emperador. En 1c inmediato, sin embargo, Naka no Oe cometió un serio error que condujo a una intensa lucha por el trono en el seno de la propia familia imperial. Naka, que había sido príncipe imperial bajo el emperador Kótoku y la emperatriz Saimei, quiso seguir retenien-do esa dignidad después de la muerte de la emperatriz, con lo que dejó vacante el trono durante seis años y medio. Naka acce-dió finalmente al trono el año 668, pero cuatro años más tarde murió. En su lecho de muerte hizo llamar al príncipe imperial Oama (hermano menor suyo), para decirle que deseaba nombrar sucesor a su hijo, el príncipe Otomo. En aquel tiempo no era corriente que el emperador pasara la sucesión a su hijo, sino que se prefería la línea de sucesión lateral, es decir la correspon-diente a los hermanos del emperador. No obstante Oama estuvo

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de acuerdo y cedió el trono imperial al príncipe Otomo, pero tan pronto como falleció Naka, Oama asesinó a Otomo y se proclamó emperador con el nombre de Tenmu.

Durante los noventa y ocho años siguientes, todos los em-peradores fueron descendientes de Tenmu, exceptuándose sólo las emperatrices Jitó y Genmei. Éstas eran hijas de Naka no Oe (el emperador Tenchi), pero estaban estrechamente vinculadas al linaje de Tenmu, puesto que Jitó había sido la esposa del propio Tenmu, y Genmei era la esposa de su hijo. El último soberano de la línea de Tenmu fue la emperatriz Shótoku, para quien no se halló sucesor dentro de la descendencia de Tenmu. Como últi-mo recurso ella recomendó a su amante Dókyó, aunque es du-doso que el propio Dókyó deseara ser emperador. Tras la muerte de Shótoku no se opuso a ser exilado, y ocupó el trono un nieto de Tenchi, que se tituló emperador Kónin. Lo cual significaba el fin del linaje de Tenmu y la restauración del de Tenchi.

En adelante, y pese a la notable excepción del emperador Go-daigo, 1288-1339), que intentó restaurar el antiguo régimen bajo el cual el emperador gobernaba directamente el país como «gran rey» y no como «emperador celestial», la mayoría de los em-peradores fueron monarcas constitucionales y manipulados por un regente poderoso, que podía ser un príncipe, un ex-emperador (hóó), un noble de la corte o un shogun. En toda la historia japonesa, la familia imperial sólo estuvo en el centro de la lucha por el poder entre 671 y 770, época de la rivalidad entre los linajes de Tenchi y Tenmu, y de 1331 a 1392, cuando se en-frentaron las dinastías septentrional y meridional por la suce-sión de Godaigo. Pero incluso en épocas así, nadie pensaba en proclamarse emperador él mismo. Los que poseían ambiciones po-líticas apuntaban a las posiciones de verdadero poder, como la de shogun, por ejemplo, y no al cargo que sólo era supremo de nombre. Así es como la reforma Taika logró sacralizar la posi-ción del emperador, ya que la neutralidad política que se le im-ponía le desproveía de toda importancia política real. Los ambi-ciosos en política, bien fuesen nobles, guerreros o sacerdotes, no se molestaban en querer usurpar el trono imperial, sobre todo teniendo en cuenta que aun en el caso de triunfar recaía sobre

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uno la acusación de sacrilegio. Por ello manifestaban el deseo de servir al emperador, o bien de llegar a ejercer el poder bajo él, sin necesidad de rebelarse. Salvo épocas de excepción, el em-perador se veía así elevado por encima del terreno de las dispu-tas políticas, y no cabe duda de que ésa fue la principal aporta-ción de la reforma Taika a la estabilización del trono a largo plazo.

Pese a las luchas políticas entre los linajes de Tenchi y Ten-mu, después de la reforma Taika la cultura experimentó un pro-greso rápido. Se procedió a elaborar extensos y detallados códigos legales y morales, con lo que el Japón se convirtió en un país regido por la ley. El código Taiho, terminado en 701, abarcaba el derecho criminal, administrativo, civil y comercial, y estuvo en vigor hasta el siglo xi aproximadamente; desde un punto de vista formal seguía vigente en 1885, cuando entró en vigor la primera constitución moderna. Siguiendo el ejemplo de China se fundaron escuelas nacionales (kokugaku) y universidades (daiga-ku) para la educación de los futuros funcionarios, y se introdujo también un sistema de exámenes nacionales de titulación. El con-fucianismo estimuló en gran manera el desarrollo de los sistemas jurídico, ético y educativo, y se estableció como principio moral rector de la conducta a lo largo de toda la historia subsiguiente.

Una vez en vigor el código Taiho, las autoridades iniciaron la publicación de varios libros importantes como el Nihon-shoki (702), una historia del Japón que imitaba los anales nacionales chinos; el Kojiki (publicado en 712), una historia del Japón an-tiguo, y el Fudoki (713), sobre los rasgos naturales y culturales de diferentes comarcas del Japón. También se publicó el Manyós-hü, una recopilación de poemas que incluyó unas cuatro mil qui-nientas poesías breves y largas, desde los tiempos más remotos hasta el año 760, muchas de las cuales se consideran hoy como obras maestras de la lengua japonesa. Ningún elogio de estas ini-ciativas puede ser exagerado, sobre todo teniendo en cuenta que los japoneses no disponían de ningún sistema de escritura, antes de la llegada del confucianismo y el taoísmo al Japón en el si-glo vi; tuvieron que empezar por adaptar los caracteres chinos, e inventar más adelante un sistema alfabético japonés. Empresa su-

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mámente difícil y aventurada, atendido que el chino y el japonés son idiomas totalmente distintos, que no guardan ninguna rela-ción entre sí.

Como se ha observado antes, los japoneses no absorbieron de buenas a primeras la cultura china, sino que la modificaron para adaptarla a sus propósitos. El origen divino y el poder absoluto de la familia imperial japonesa se enfatizan en términos míticos en el Kojiki, e históricos en el Nihon-shoki; también se hallarán en el Manyoshü muchos poemas que glorifican la lealtad al em-perador. Aunque la creencia en el carácter casi divino del em-perador como deidad revelada, así como la filosofía del soberano celestial, derivan én parte de cultos indígenas tradicionales, en lo principal fueron invenciones adoptadas por los japoneses tras la llegada de la filosofía política extranjera. Es importante observar que dichas creencias no se reflejaron por escrito sino después de realizada la asimilación de las nuevas ideas, y una vez niponiza-dos los caracteres de la escritura china y la misma cultura china. Por consiguiente, para entonces ya no eran puramente autócto-nas, sino que estaban matizadas por la reacción de los japoneses frente a China. Lo que nos conduce a interpretar la institución del emperador celestial como una especie de baluarte ideológico frente a las teorías chinas sobre las revoluciones, de manera que se estableciesen fundamentos inmutables que asegurasen para siem-pre a la familia imperial japonesa y la pusieran a cubierto de revoluciones de cualquier especie. En otro sentido también puede considerarse como una manifestación de los sentimientos de infe-rioridad del Japón frente a la poderosa China; al promover a su emperador a la categoría de divinidad, les parecería que habían adquirido un prestigio nacional mayor.

En efecto, y de acuerdo con el Nihon-shoki, Shótoku Taishi le escribió una carta llena de arrogancia al emperador chino, en la que decía: «El emperador celestial de Oriente envía su atento mensaje al emperador de Occidente». Sin embargo, en los anales chinos no consta que Shótoku Taishi llamase emperador celestial al soberano japonés. Una crónica china menciona, en cambio, que el emperador entonces reinante se enfureció al recibir una carta de Shótoku Taishi en la que éste le decía: «El emperador del país

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del Sol Naciente envía su atento mensaje al emperador del Oca-so».

En cualquier caso, es evidente que frente a aquel imperio gi-gantesco, poderoso y culturalmente superior se formó en el Japón una corriente de nacionalismo defensivo. No hay duda de que la noción del Celeste Imperio arraigó profundamente en suelo japo-nés y tuvo trascendentes efectos sobre el destino nacional. Desde luego también es cierto que produjo una serie de conflictos en el seno de la familia imperial, y que muchos caciques y señores feudales lucharon entre sí por ganar el apoyo del soberano. Du-rante más de mil años, desde la reforma Taika hasta la revolu-ción Meiji, los emperadores fueron dominados por los kanpaku (validos o consejeros), los shogunes (jefes superiores del ejército expedicionario contra los bárbaros) y los hdo (emperadores que abdicaban para tomar los hábitos), que eran los verdaderos amos del país. El poder político del emperador sólo era nominal. Fue la idea de su divinidad lo que sostuvo la continuidad de la dinas-tía durante todo ese período. En tiempos de crisis nacional, como las invasiones mogoles (la de 1274 y la de 1281), las visitas de las poderosas flotas occidentales en los últimos días del shogu-nato Tokugawa, y la segunda guerra mundial, los japoneses se adhirieron en su mayoría a esa idea, y por ella estuvieron dis-puestos a entregar sus vidas a la nación.

La historia del Japón forma un gran contraste con la de Chi-na, donde los cambios políticos fueron frecuentes y unas dinastías sustituyeron a otras. Incluso después de la segunda guerra mun-dial, el pueblo japonés derrotado permaneció fiel a su emperador, a tal punto que las fuerzas de los aliados temían un gran número de bajas, debido a la decidida, enconada y persistente resisten-cia de los japoneses, si se aboliera el sistema del Tennó. Se apre-cia una continuidad sorprendente entre la Constitución de los Diecisiete Puntos de Shótoku Taishi (604) y la constitución de la posguerra (1946), que es la que rige en la actualidad, en lo relativo a la situación y al papel político del emperador. Aunque actualmente no se le reconoce divinidad, sigue siendo el símbolo del estado y de la unidad del pueblo japonés. Pero tanto en una como en otra constitución es un soberano nominal. Así, en com-

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paración con la historia china —donde muchas dinastías, incluso las que establecieron grandes imperios que abarcaban la totali-dad del territorio continental, no lograron durar ni siquiera dos-cientos años—, el Japón puede mostrar una sucesión de empera-dores «imperecedera por los siglos de los siglos», gracias a haber neutralizado políticamente la figura del emperador, haciéndole sa-grado e inviolable.

I I I

El confucianismo y el taoísmo, según es creencia común, tie-nen sus orígenes en Confucio y Lao-tsé respectivamente; ambos pertenecían a la clase de los hombres de letras.6 Durante los prin-cipios de su evolución, ambas doctrinas proporcionaban a la iti-teliguentsia filosofías más o menos similares y análogos principios rectores. En realidad la palabra tao significa orden eterno y curso del movimiento de la sociedad (o del cosmos), o sea que se trata de una noción confuciana ortodoxa. Sin embargo, una vez el con-fucianismo se hubo establecido en China como filosofía oficial respetada y apoyada por la burocracia y la clase dominante, el taoísmo fue haciéndose cada vez más antigubernamental y casi siempre derivó hacia la heterodoxia. Mientras el confucianismo predominaba en las ciudades, muchos taoístas eligieron la vida apartada de las zonas rurales. Y así como el confucianismo era intelectual, en el sentido de que mantenía lo que llamaban una prudente distancia con respecto a los espíritus y fantasmas (es decir, que no afirmaba que existiesen, pero tampoco trataba de combatir activamente tales creencias), en cambio el taoísmo se hizo místico y chamanista, creyó en la magia y se sirvió de ella. Sus principales partidarios eran los campesinos de las aldeas y, en las ciudades, los iletrados.

También en el Japón el gobierno adoptó la ideología del con-

6. Confucio nació el 551 a. de J. C., y murió el 479 a. de J. C. Se dice que conoció a Lao-tsé el año 522 a. de J . C., pero algunos historiadores dudan de que Lao-tsé haya existido en realidad.

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fucianismo. Por ejemplo, y como ya se ha señalado, la Constitu-ción de los Diecisiete Puntos y los edictos imperiales subsiguien-tes se inspiraron en puntos de vista confucianos. Los sucesivos gobiernos recomendaban al pueblo que cultivase virtudes confu-cianas tales como la sinceridad, la rectitud, la lealtad, el decoro, la sabiduría y la fidelidad. Por otra parte, en cambio, el taoísmo no consiguió establecerse en el Japón como religión independien-te; su lugar lo ocupó el shintoísmo. Lo que ocurrió en realidad fue que el taoísmo (llamado a veces «suntaoísmo» en la antigua China) se manifestó como shintoísmo en el Japón; podemos con-siderar a éste como una versión disfrazada del taoísmo.7 Ciertas creencias religiosas indígenas se fundieron con las taoístas, im-portadas hacia el siglo vi, de manera que ahora ya no resulta posible distinguir las unas de las otras. (Dicho sea de paso, re-sulta interesante observar que en Okinawa, situada fuera del ám-bito de influencia shintoísta, el taoísmo existió como religión des-de el siglo xiv, y hay allí numerosos santuarios taoístas. Esto in-dica que donde prevalece el shintoísmo no se da el taoísmo, y viceversa, lo cual sugiere también que ambas creencias derivan del mismo tronco.)

Por lo común se considera que el shintoísmo es genuinamente oriundo del Japón. Aunque es posible que contenga algunos ele-mentos indígenas, resulta muy difícil averiguar cómo era el shin-toísmo en su forma pura y primitiva. No hay documentos con-temporáneos, puesto que aún no se habían introducido en el Ja-pón los ideogramas de la escritura china. Y tan pronto como aparecen documentos manejables por los historiadores, los mis-mos se escribieron ya bajo la influencia china, de manera que no podemos observar el shintoísmo sino después de la repercusión

7. Estas apreciaciones sobre el shintoísmo todavía no son compartidas por todos los historiadores nipones ortodoxos. Sin embargo, cuando ya estaba en sus últimas fases el original de este capítulo pude consultar la obra de Fukunaga Kóji, Ueda Masaaki y Ueyama Shunpei —Dokyo to Kodai no Tennosei (El taoísmo y el antiguo régimen imperial), Tokuma Shoten, Tokio, 1978—, en donde se desarrolla una teoría muy semejante. Fukunaga es especialista en historia de la antigüedad china, Ueda en historia del Japón, y Ueyama en filosofía.

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del taoísmo. En realidad, lo mismo que el taoísmo subraya su origen chino, la afirmación de su propio origen japonés por parte del shintoísmo puede considerarse como un rasgo muy taoísta. Se puede contemplar el shintoísmo, o bien como una versión niponi-zada del taoísmo, o bien como una combinación del taoísmo con el shintoísmo primitivo; pero si, como parece muy posible, la contribución del shintoísmo primitivo a la síntesis fue muy es-casa, los dos puntos de vista vienen a coincidir en la práctica.

Es interesante observar que algunas de las divinidades taoístas aparecen también, bajo formas disfrazadas, en el shintoísmo. Mu-chas ceremonias y ritos del taoísmo se han incorporado a los ritos shintoístas de la casa imperial, así como en fiestas y ceremonias de las aldeas. El shintoísmo también contiene algunos elementos mágicos taoístas como la adivinación del porvenir, la astrología, la geomancia, etcétera. «Limpiar la mente de vicios y revelar la ínti-ma sinceridad del corazón (seimeishin) de cada uno» es una de las virtudes tenidas en mucho por ambas religiones. Además se encuentran muchos conceptos taoístas en las leyendas y cuentos populares japoneses. La realidad es que gran parte del pueblo japonés ha recibido una profunda influencia taoísta, a través de la penetración de esta religión en el shintoísmo primitivo. Por ejemplo, durante la construcción de una casa se celebran cere-monias en las fases cruciales como empezar a cavar los funda-mentos, la erección de la estructura, etcétera, y todas esas cere-monias son oficiadas por sacerdotes shintoístas. En los santuarios del Shinto los visitantes pueden consultar la buena ventura, me-diante pago, o comprar ejemplares del almanaque astrológico. Todos estos actos son típicamente taoístas.

En la redacción de los mitos japoneses recopilados en el Ko-jiki se manifiesta una influencia taoísta notable. Afirman que antes de la formación del archipiélago nipón, el universo se ha-llaba en estado de caos. Esta idea recuerda los puntos de vista del taoísmo acerca del estado originario del universo, aunque pue-de hallarse algo parecido en otras religiones, como el cristianismo, las creencias de los antiguos griegos, etcétera. Se asegura que durante la era legendaria del Japón, las decisiones se tomaban con arreglo a rituales taoístas-chamanistas, y no según los prin-

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cipios confucianos y ceremoniales. Aunque muchos de los empera-dores legendarios estaban muy lejos del ideal confuciano (excepto el emperador Nintoku), el recopilador del Kojiki escribe en su prólogo que el emperador Tenmu fue superior a Huang Ti (el emperador ideal del taoísmo) y a Wen Wang, de la dinastía Chou (el ideal del confucianismo), en su capacidad de suscitar respeto y amor, mientras que la emperatriz Genmei era más famosa que Yü, otro emperador legendario de China. Esto indica con claridad que el recopilador sentía un complejo de inferioridad frente a la cultura china, más avanzada, y sobre todo en cuanto a sus ele-mentos taoístas y confucianistas, por los que se muestra influen-ciado.

A fin de recuperar el atraso en nivel cultural y poder político que existía entre la China y el Japón era preciso reformar drásti-camente la corte nipona y el sistema de gobierno. Al mismo tiempo había que establecer una ideología que promoviese la autoridad de la familia imperial. No es exagerado decir que todo el Kojiki está dedicado a relatar los orígenes de la familia impe-rial y a dar fe de su historia, con el fin de establecer la divinidad del emperador sobre la base de la continuidad de su linaje. Sólo puede manifestar pretensiones sucesorias quien sea capaz de de-mostrar que desciende en línea directa de la divinidad solar Ama-terasu.

El trono es inviolable porque el emperador lleva en sus venas sangre de la diosa Amaterasu. Sin embargo, esa teoría no excluye las luchas por la supremacía en el seno de la propia familia im-perial. En particular, el asesinato de un hermano o de un primo, como ya hemos relatado, no era nada excepcional entre los miem-bros del clan imperial del antiguo Japón. En consecuencia, y pese a la rigidez del régimen político y a la continuidad de la línea de soberanía, era posible introducir reformas e innovaciones útiles. El que desease realizar un nuevo ideal político sólo necesitaba ganar para su causa a algún príncipe de los del clan imperial. La reforma Taika, ejemplo típico de golpe o revolución al estilo ja-ponés, triunfó cuando el príncipe Naka no Oe y Nakatomi Ka-matari dieron muerte a Soga, y la emperatriz Kogyoku cedió el trono a su hermano, el emperador Kotoku. Por esta revolución

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a la japonesa, el linaje imperial seguía intacto, aun cuando algún emperador en particular fuese liquidado o se le obligase a abdicar.

Durante el siglo vn, los japoneses reorganizaron el sistema de gobierno con arreglo a las ideas confucianas e impulsaron la recopilación de su mitología, bajo una fuerte influencia taoísta, al objeto de propagar entre el pueblo una ideología favorable a la familia imperial. Dado que el confucianismo es mucho más racional que el taoísmo, el procedimiento descrito puede consi-derarse como un aprovechamiento óptimo de aquellas dos filoso-fías chinas. Aunque las funciones de la corte eran taoístas, el pueblo las entendía como shintoístas y sacaba la conclusión de que la familia imperial respetaba las tradiciones del país. Al mis-mo tiempo el gobierno era confuciano y progresista. En reacción a las presiones del poderoso y enorme imperio chino, el Japón había establecido un gobierno fuerte y eficaz, al tiempo que esti-mulaba sentimientos nacionalistas y patrióticos en el pueblo. Es irónico que estos objetivos se alcanzasen mediante la combina-ción de dos filosofías chinas. El shintoísmo, que era en realidad un taoísmo, como hemos visto antes, promovió el espíritu nacio-nalista; en particular durante la última parte de la era Tokugawa, el kokugaku (estudio de los clásicos japoneses), derivado del es-tudio del Kojiki, fomentaba con entusiasmo las antiguas creencias shintoístas y contribuyó en gran manera al movimiento chauvi-nista y ultranacionalista contra las potencias occidentales, así como contra China.

Es una tragedia para los japoneses que la ideología originaria del espíritu nacionalista y defensora de las costumbres tradicio-nales haya sido una religión irracional, mágica y ritualista. Cada vez que se suscitaba una crisis nacional, el emperador le rezaba a su antepasada la diosa solar Amaterasu en demanda de so-corro. Por fortuna para el Japón, en las dos ocasiones en que los mogoles intentaron la invasión, la flota enemiga fue dispersada por los tifones y la mayoría de sus naves se hundieron, lo cual motivó que se hablase de un kamikaze (viento enviado por dios). Y también durante la segunda guerra mundial los japoneses se dirigieron a los santuarios shintoístas para pedir otro kamikaze. En vez de someter a una crítica severa y objetiva las tácticas y

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las estrategias de la guerra, se prefirió apoyar con fanatismo el sacrificio suicida de vidas humanas.

En el Japón el shintoísmo es primariamente la religión de la familia imperial, aun cuando se haya infiltrado entre la pobla-ción en general a través de acontecimientos tales como las ferias aldeanas, las fiestas de la cosecha, las bodas, las primeras piedras y las terminaciones de casas, etcétera. Así, lo mismo que en China el Japón adoptó el confucianismo como sistema ético para la vida pública de las clases altas, y el taoísmo (o su versión japonesa, el shintoísmo) como religión de la familia imperial y de la plebe. (Obsérvese que en China el taoísmo había sido adoptado tanto por el séquito imperial como por el pueblo común.) No obstan-te, es preciso subrayar las grandes diferencias existentes entre el taoísmo chino y el shintoísmo japonés. Como ya se ha observado antes, este último suministró una justificación religiosa a los senti-mientos de lealtad y patriotismo de los japoneses, mientras que el primero recomendaba en China que el individuo se retirase de la vida pública para vivir en condiciones de soledad, tranquilidad y frugalidad, a fin de alcanzar la eterna juventud y la inmorta-lidad a través de la consecución de la felicidad terrenal.

De este modo, en realidad los japoneses transformaron el taoísmo en su contrario. Conceptos genuinamente taoístas como el de emperador celestial y el de la tierra divina (shinkoku, es de-cir el país de los poderes sobrenaturales) fueron reinterpretados de una manera muy japonesa y muy antitaoísta, en un sentido de promoción del nacionalismo. Además los shintoístas estiman el sacrificio de sí mismo por el bien del emperador, más que la búsqueda de la juventud y de la longevidad; la eternidad que ellos consideran como de la máxima importancia es la del país, y no la prolongación de la vida individual, que es fundamental para los taoístas. Por consiguiente, no ha de sorprendemos que esos dos países, que tienen al shintoísmo y al taoísmo como sus heterodoxias principales, hayan seguido desarrollos históricos com-pletamente distintos, aun teniendo al confucianismo como orto-doxia común.8

8. Como he explicado en la «Introducción», un estudio detallado pone

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También el budismo llegó al Japón a través de China, y no directamente de la India. Ya adaptado por los chinos, contenía muchos elementos comunes con el confucianismo y el taoísmo. Los japoneses aprendieron el budismo en chino. Sin embargo, y a diferencia del confucianismo, que suministró una filosofía políti-ca para los monarcas y sus vasallos, el budismo se interesó prin-cipalmente en ayudar a las personas que padecían alguna des-gracia, bien fuese material o espiritual. Mientras el confucianismo daba importancia a virtudes tales como la lealtad y el sacrificio de sí mismo, el budismo consideraba la piedad hacia todas las criaturas vivientes como la virtud principal del ser humano. En los períodos en que los budistas fueron activos, se ocuparon en labores de asistencia social de diferentes tipos, como ayudar a los parias, organizar hospitales y obras de caridad diversas, así como realizar construcciones y trabajos de irrigación. Por influencia suya, las autoridades pusieron en marcha varios programas de asistencia, mientras ellos iban a las ciudades y a los pueblos para hacer propaganda de su religión entre la plebe.

El gobierno de Shótoku Taishi, primer régimen organizado de que disfrutó el Japón, favoreció el budismo; el artículo se-gundo de su constitución declaraba que «el pueblo respetará a Buda, al budismo y a los budistas». Más adelante, y especial-mente durante la época Nara (710 a 794), el budismo gozó de una protección especial por parte de las autoridades. Construyó grandes templos y elevadas torres en muchas regiones por cuenta de la religión y al objeto de exaltar el prestigio nacional. Más tarde los dirigentes de la jerarquía budista lograron cierta pe-netración en la administración y en la corte, e intervinieron en maniobras políticas. A medida que el budismo adquiría influencia entre las autoridades, el taoísmo, ya establecido como religión de la familia imperial bajo su variante shintoísta, fue reinterpre-tado desde los puntos de vista del budismo. Los dioses del shin-toísmo pasaron a ser considerados como manifestaciones de Buda

de manifiesto que el confucianismo japonés difiere en muchos aspectos del chino. El primero fue mucho más nacionalista que el segundo.

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y de sus principales discípulos, y el propio shintoísmo pasó por ser una derivación del budismo.

Pero, al mismo tiempo, también se redefinía el budismo des-de los puntos de vista shintoístas. Ya hemos visto que, en el Japón, el taoísmo se transformó en shintoísmo a fin de dar cabida a la idea, bien antitaoísta en el fondo, del emperador como dios viviente de la nación. También el budismo, una vez logró infil-trarse en el gobierno, fue niponizado a través de la doctrina de la «tierra sagrada», según la cual dicha tierra sagrada, donde reina el dios revelado, no es otra sino el Japón, que por consi-guiente será tan eterno como los cielos y la Tierra. Durante las crisis nacionales, como las invasiones de los mogoles y la segunda guerra mundial, los templos budistas lo mismo que los santua-rios shintoístas celebraron oficios para impetrar la rendición del enemigo.

Si no hubieran admitido este principio fundamental en Ja-pón, ninguna secta budista habría sido públicamente tolerada. Una de sus variantes típicamente japonesas fue la secta Nichiren, que apareció hacia la segunda mitad del siglo x m ; aunque pretende ser budista, en realidad es chamanista (o sea, que deriva del taoísmo) además de ultranacionalista. (El cristianismo, que fue calurosamente apoyado por Oda Nobunaga de 1534 a 1582, pero mal visto luego por Toyotomi Hideyoshi hacia 1587 y, al fin, prohibido por Tokugawa Iemitsu en 1635, tal vez habría corrido una suerte distinta si los misioneros hubieran sido capaces de aceptar la doctrina de la «tierra sagrada», aunque ello habría supuesto una transformación bastante seria del cristianismo.) Por otra parte, no hemos de olvidar que cuando una cultura extran-jera y más adelantada se introduce en un país pobre y cultural-mente atrasado, suele producirse la acogida siguiente: la clase dominante del país importador manifiesta interés hacia las nue-vas ideas, mientras que las clases bajas tienen pocas ocasiones para entrar en contacto directo con la nueva escuela de pensa-miento; debido a la simplicidad cultural de las masas, no pueden ver aquélla sino a través de los ojos de sus minorías cultas. A me-dida que las ideas pasan por el filtro de la clase dominante suele producirse la degeneración de las mismas, y en esto el budismo

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japonés no fue ninguna excepción; hacia la segunda mitad del siglo xvi, cuando Oda Nobunaga se convirtió en dictador del país, le pareció una religión moralmente contaminada y que había perdido su espíritu originario.

Aunque Nobunaga gobernó pocos años, el golpe que le asestó al budismo fue devastador. Era un racionalista integral, que había ensayado en la guerra muchas tácticas hasta entonces desconoci-das; en las batallas no temía a la derrota, sino que sacaba de ella enseñanzas para tácticas futuras aun más brillantes, que uti-lizaría en la batalla siguiente. Inventó maniobras tales como la formación de combate con uso de la artillería, el sitio por hambre y por inundación, el transporte de tropas por vía naval, el blo-queo naval de puertos y los bombardeos con la artillería de mari-na. También fue autor de nuevas ideas en política. Suprimió numeroso peajes y aranceles para favorecer la expansión del co-mercio. Abolió también los señoríos de los nobles y de los tem-plos budistas, y sustituyó el sistema de los señoríos hereditarios (véase más adelante el apartado IV), establecido como un siglo después de la reforma Taika, por un régimen feudal más adelan-tado. Con este nuevo sistema, Nobunaga podía trasladar a los nobles de un feudo a otro, junto con los guerreros a su servicio (samurais) más o menos como hoy día se traslada a un funcio-nario. Este «feudalismo moderno» presupone la existencia de una clase de samurais profesionales, especialmente entrenados. Ellos acompañaban al señor a su nuevo feudo, mientras que los campesinos permanecían vinculados a la tierra y no se dedicaban a otra cosa sino a la agricultura. Los samurais pasaban así a ser miembros de la clase dominante e improductiva. Esta innova-ción de Nobunaga, al disociar las armas del cultivo de la tierra, fue continuada y fomentada por sus sucesores Toyotomi Hideyoshi (1536 a 1598) y Tokugawa Ieyasu (1542 a 1616), y así quedó hasta la revolución Meiji, o sea durante unos trescientos años.

El racionalista Nobunaga no creía en dioses ni en budas, como tampoco creía en el mito de la tierra sagrada. Verdad es que res-petó al emperador y ayudó financieramente a la familia imperial, pero en el fondo consideraba a los shintoístas y a los confucia-nistas como gente débil e inservible. En realidad fue un japonés

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bastante excepcional y poco convencional; incluso se entendía bien con los misioneros occidentales, a quienes respetaba por el valor que habían demostrado al venir de tan lejos, cruzando los océanos. Además le servían para obtener informaciones útiles so-bre la situación mundial y los progresos de la ciencia y la técnica en Europa. Nobunaga apreciaba sobremanera los raros y precio-sos artículos y nuevas armas que le traían. En una palabra, juzgó conveniente el trato con los misioneros cristianos.

En cambio los budistas, que habían parasitado numerosos go-biernos, eran para Nobunaga el enemigo número uno. Le pareció que el budismo de su época estaba plagado de conservadurismo reaccionario y que no contenía ni la más mínima idea progre-sista. Quemó hasta los fundamentos el templo de Enryakuji (que desde su fundación en el año 788 había ejercido una influencia política enorme) y asesinó a todos los sacerdotes, a sus concubi-nas y a quienquiera que tuviese relación con el templo, incluso sus niños y sus monjes-soldados. Aplastó luego una rebelión ini-ciada por los budistas de la secta Ikko y templos tan importantes como los de Kófukuji, Makioji y Kóyasan sufrieron la destrucción de sus edificios y la matanza de sus sacerdotes y seguidores.

Nobunaga casi se volvió loco durante los últimos años de su vida. Siempre había sido arrogante, tozudo, cruel, tenaz y ca-prichoso, pero con la edad estos rasgos de carácter empeoraron. Sus atrocidades sembraron el espanto entre los budistas japone-ses, sobre todo con la matanza de Enryakuji; después de esta catástrofe abandonaron toda ingerencia en política, así como sus actividades de beneficencia, en todo lo cual no volvieron a mez-clarse jamás.9 Los templos se redujeron a oficiar las ceremonias fúnebres. El hecho de que hoy la mayoría de los japoneses sean ateos o irreligiosos quizá deba atribuirse a la aparición, en una época tan temprana de la historia del país, de aquel tirano te-mible, ateo y racionalista radical. No obstante, el budismo sigue

9. La Sóka Gakkai evidentemente deriva de la secta budista Nichiren y manifiesta en la actualidad un vivo interés hacia los asuntos políticos. Sin embargo la actitud de las religiones que surgieron después de la revo-lución Meiji difiere bastante de la tradicional de las sectas budistas.

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siendo una religión con cierto arraigo popular, aunque es dudoso que los japoneses actuales vean su salvación en Buda.

Si contemplamos toda la historia del budismo japonés hallare-mos su época de mayor florecimiento en el período Nara (710 a 794), y en el período Kamakura (1192 a 1333). Puesto que, como se ha dicho antes, fue la clase dominante quien introdujo el bu-dismo en el Japón, el mismo fue utilizado como un medio para controlar al pueblo; por consiguiente no se preocupaba meramente de la felicidad o miseria de los individuos, sino ante todo, y con interés muchísimo mayor, del buen funcionamiento del estado. Lo cual es particularmente cierto para el budismo del período Nara. En cambio durante el período Kamakura, con el auge de los samurais, que se enfrentaban sin cesar a la muerte y que tenían que matar para sobrevivir, era bastante lógico que estos guerreros mostrasen gran interés hacia el budismo. Uno de los personajes más extraordinarios de la época Kamakura fue Shinran. Fundó una orden religiosa que prescindió por completo de las prácticas mágicas, permitía a sus miembros contraer matrimonio y practica-ba un estilo de vida esencialmente secular. Todo ello motivó el éxito de la secta fundada por Shinran ( Jodó Shinshü, la Tierra de la Verdadera Pureza o secta Ikko), que se extendió con mucha rapidez entre el pueblo. Al mismo tiempo la situación del clero hereditario evolucionaba hasta que se convirtió en una especie de aristocracia, y finalmente en una de las grandes potencias feuda-les. A primera vista la secta de la Tierra de la Verdadera Pureza, como versión secularizada del budismo, podría compararse a lo que fueron las sectas protestantes en el ámbito del cristianismo, aunque aquélla no manifestó deseos de reforma social, ni muestras de pía indignación frente al mal, ni ánimo de salvación popular. El clero se convirtió en un poder feudal por afán de influir en los asuntos materiales, y sus dirigentes pudieron cultivar un estilo de vida extravagantemente aristocrático gracias a las contribucio-nes de los creyentes. La secta Ikko fue destruida por Nobunaga.

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IV

La distribución social de las ideologías, establecida en el si-glo vn, ha perdurado hasta el Japón actual. En líneas generales cabe decir, incluso después del choque de la occidentalización, que el confucianismo predomina entre el funcionariado, el shin-toísmo en la familia imperial y el budismo entre el pueblo bajo. En cambio, lo que no duró fue el poderoso sistema de régimen constitucional que había establecido la reforma Taika; su organi-zación centralizada de la burocracia se fue vaciando de contenido poco a poco.

Mencionábamos antes que el gobierno nipón había sufrido un duro revés con la decisiva derrota del príncipe Naka no Oe y sus tropas en Corea, aunque la misma produjo, a largo plazo, impor-tantes beneficios culturales. El gobierno debilitado tuvo que luchar contra las grandes familias, que aumentaban su poderío, y de hecho se vio obligado a hacerles grandes concesiones. Los hijos de las familias distinguidas recibieron trato de favor en los nom-bramientos o ascensos oficiales, en comparación con los descen-dientes de familias plebeyas, y los nobles coparon los cargos más importantes. El gobierno reformista hubo de ceder bastante de sus posiciones inicialmente progresistas.

Bajo este gobierno central débil, los gobernadores locales se independizaban cada vez más del primer ministro. Se comportaban como reyezuelos provinciales y no como delegados de la autoridad central en sus respectivas demarcaciones. Empezaron a considerar como tierras propias las explotaciones agrícolas que controlaban por cuenta del estado. Por otra parte hay que tener en cuenta que incluso con la reforma Taika, los eriales, los montes y los bosques habían quedado excluidos de la nacionalización. En el 723 el go-bierno, en una concesión a los nobles, admitió que quien recla-mase y pusiera en cultivo tierras de esa especie podría conside-rarlas como de su propiedad privada de por vida. En el 743 esta propiedad vitalicia pasó a convertirse en perpetua. Es decir que los nobles tenían fuerte interés en acceder a las gobernaciones loca-

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les, pues así aumentaban sus propiedades mediante la reclamación y la desforestación y llegaban a ser grandes terratenientes. Los que trabajaban esas nuevas tierras privadas eran considerados como vasallos de los propietarios. De este modo, hacia el siglo v m em-pezaba a hundirse el sistema de gobierno burocrático centralizado creado por Shótoku Taishi, reemplazado por un sistema prefeudal de señoríos hereditarios, al que a su vez sucedió un feudalismo terrateniente que duró hasta la época de Nobunaga, en el siglo xvi. Si bien formalmente seguían vigentes las reglas jurídicas y morales que se habían establecido durante el período Taika, en la prác-tica pasaron a carecer de valor, convirtiéndose en subterfugios or-namentales.

Los historiadores consideran que el feudalismo terrateniente empezó hacia finales del siglo x n y comienzos del x m . En 1185 se produjo la caída del clan Taira, cuya influencia en la corte había sido hasta entonces aplastante y cuya voluntad había sido casi la ley. Fueron derribados por los Minamoto. Tanto los Taira como los Minamoto eran allegados de la familia imperial que, a partir del siglo ix y mientras dominaba la administración central la fami-lia Fujiwara, habían sido destinados a las provincias como gober-nadores locales. Allí se establecieron, en vez de regresar a Kyoto cuando expiraba el período de su mandato, y organizaron podero-sos dominios provinciales. Fue el clan Taira el que se rebeló pri-mero para derribar a la familia Fujiwara, siendo a su vez derriba-dos por los Minamoto. Aparte los Minamoto y los Taira había otras familias con poder sobre demarcaciones provinciales. A fin de proteger tanto sus tierras propias como las públicas que explo-taban frente al poder central u otros, acumularon poderío militar mediante la recluta de bandas armadas. El jefe de la familia se convertía en señor del dominio (ryoshu), sus parientes formaban el consejo de familia, y los campesinos vasallos nutrían las mes-nadas. Al principio la nobleza capitalina utilizaba a esas bandas armadas para la defensa de sus personas y propiedades, pero con el tiempo no era infrecuente que ocurriese lo contrario, o sea que los guerreros se hacían los amos de la situación.

El jefe del clan Minamoto en la época de la caída de los Taira era Minamoto Yoritomo (1147-1199), cuya verdadera esfera de

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influencia había sido la región de Kanto; pero al anexionarse el dominio de los Taira después de la caída de éstos, se convirtió en una potencia a escala nacional. AI principio el gobierno de Yo-ritomo no fue más que la administración meramente privada por medio de la cual controlaba su territorio, y su política poco más que los asuntos domésticos del clan Minamoto. El país en con-junto seguía sometido al sistema implantado desde la reforma Taika. Cuando los Taira derribaron a la familia Fujiwara perma-necieron en Kyoto para copar todos los cargos importantes del gobierno central; en cambio Minamoto Yoritomo no dejó Kama-kura, sita en su feudo personal de Kanto. En ese momento existía, pues, el gobierno central de Kyoto, y en Kamakura la maquinaria administrativa que regía los asuntos familiares de los Minamoto. Pero en 1192, cuando Yoritomo accedió a la dignidad de Sei-i Taishógun (literalmente «generalísimo debelador de los bárba-ros») su gobierno, conocido como bakufu o gobierno militar, asu-mió un carácter público, y su guardia personal empezó a iden-tificarse con un ejército nacional. Poseedor de un ejército privado y de un gobierno propio, su situación era casi la de un monarca, en contradicción con el artículo decimosegundo de la constitución, que estipulaba «que un país no debe tener dos amos, ni un pueblo dos señores». No obstante, como a fin de cuentas Yoritomo res-petaba la ficción de no ser sino el comandante supremo de un ejército obediente a la autoridad directa del emperador, y puesto que la burocracia de Kyoto (la nobleza de la corte) seguía cons-tituyendo, del primer ministro para abajo, el gobierno a las órde-nes del emperador, en principio no hubo ruptura del régimen establecido. De este modo el bakufu Kamakura (1192-1333) no destruyó el sistema antiguo sino que, al contrario, afirmaba su propia legitimidad al reconocer dicho sistema y hacerse reconocer por él.10 Ahora bien, en el terreno de la práctica, ni el emperador

10. Los bakufu que sucedieron al bakufu Kamakura (el Ashikaga y el Tokugawa) fueron igualmente establecidos por nombramiento de la corte y con la aprobación de ésta. Puede verse un paralelismo en el caso del ejército moderno japonés. A partir de 1920, aproximadamente, las fuerzas armadas empiezan a afirmar su independencia respecto del gobierno y a considerarse responsables únicamente ante el emperador; el papel que des-

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ni el gobierno pudieron controlar nunca al bakufu (a los militares), y éste desempeñó un papel que rebasaba los meros cometidos mi-litares; la administración civil y la militar coexistían en paralelo. La era de Yoritomo inauguraba así en el Japón una dualidad de poderes, pero con el tiempo el bakufu se convertía cada vez más en el gobierno real, y la corte pasaba a ser un gobierno en la som-bra, o gobierno sólo de nombre.

Toda sociedad de guerreros incorpora esencialmente a su có-digo moral una noción de servicio leal del guerrero a su caudillo. En China, la virtud confuciana cbung (en japonés chü) significaba la fidelidad para con la propia conciencia, pero en el Japón se interpretó como la lealtad a un señor. Se ha visto ya en la «In-troducción» cómo la exaltación de chü como una gran virtud apa-rece en los escritos de Otomo Yakamochi y otros poemas del Manyoshü.11 Sin embargo, fue bajo el régimen militar del período Kamakura cuando progresó más rápidamente esta «niponización» del concepto de chü. Mientras el régimen Taika había sido un sis-tema constitucional basado en tres pilares que eran la propiedad pública de la tierra, la administración burocrática y el «principio de wa (la armonía, es decir la democracia al estilo japonés)», en cambio el régimen Kamakura fue un gobierno militar cuyas bases fueron la propiedad privada de la tierra, el patrimonialismo y el «principio de patrocinio y servicio» (o sea, en realidad, la relación entre señor y vasallo). Para esta época los campesinos de las po-sesiones habían quedado relevados de la obligación de trabajar las tierras para el señor o para la familia provincial; mediante la prestación de una determinada cantidad de trabajo, o el pago de una tasa al señor, podían dedicarse a cultivar por cuenta propia. Que los agricultores pudieran vivir así, fue cosa de los señores, y la existencia de éstos, a su vez, estaba garantizada por Yoritomo, que les confirmaba como propietarios de sus tierras. Desde el

empeñan a partir de 1930 excede bastante la esfera puramente militar. Esta vez no se resucitó formalmente el bakufu como institución, pero tampoco se entenderían bien las tendencias del país en esa época si no se tuviese en cuenta la dualidad de poderes existente.

11. La familia Otomo era un antiguo clan guerrero.

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punto de vista de cada terrateniente, en su función de shogun Yo-ritomo era el protector del sistema de propiedad privada de la tierra en un país donde la tierra era de propiedad pública, nada menos. Los campesinos de los señoríos devolvían al señor los fa-vores recibidos mediante la disposición a sacrificarse siempre que dicho señor lo juzgase necesario. Una relación similar existía entre el señor del dominio y el shogun.12 Éste se veía obligado a exten-der su esfera de influencia y protección, a fin de poder recompen-sar con dominios privados a aquellos de entre sus seguidores que le hubiesen prestado mejores servicios. Así fue constituyéndose el sistema feudal japonés; el régimen Kamakura que siguió esta evo-lución estaba en total contraste y fuerte conflicto con el sistema Taika. Que se inaugurase en el Japón un gobierno dual no signi-fica meramente que hubiese dos gobiernos, sino que el país se veía sometido a una dualidad de poderes, cada uno de los cuales actua-ba con arreglo a principios bastante diferentes.

Queda dicho, pues, que el país entraba en una época durante la cual era manifiesta la existencia de dos soberanos; pero al mis-mo tiempo, la lealtad o chü pasaba a ser exaltada, en esa misma época, como virtud suprema. Lógicamente, era difícil decidir una línea de actuación cuando la lealtad al emperador resultase incom-patible con la lealtad al shogun. En efecto, este problema es uno de los temas principales del Cuento de Heike (Heike Monogatari), escrito a comienzos del siglo x m . Para que el sistema de lealtades estuviese exento de contradicciones, era preciso que la autoridad del emperador y el shogunato no fuesen totalmente independientes entre sí; por dispares que fuesen, en el fondo debían arraigar en una base común. En consecuencia, era un formulismo imprescin-

12. Con la separación de oficios entre los soldados y los campesinos, naturalmente los soldados profesionales se burocratizaron. En la época final de la sociedad guerrera (el período Tokugawa) seguía existiendo la relación entre señor y vasallo fundada en el principio de «patrocinio y servicio», pero ahora los favores que el vasallo podía recibir de su señor feudal (daimyd) ya no podían consistir en que éste reconociese la tenencia de tierras por parte de aquél; el patrocinio consistía en la asignación de un estipendio fijo y hereditario por parte del señor. A cambio de esta soldada, a la que no tenían acceso las gentes comunes —agricultores, mercaderes o artesa-nos—, el guerrero comprometía sus leales servicios para con dicho señor.

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dible que el shogun recibiese del emperador su título de Sei-i Taishogun, y que el mismo se abstuviese de mostrar hostilidad frente al confucianismo, en tanto que ideología básica del gobierno imperial. Por encima de todo, el shogun debía ser el protector de la justicia. Su misión no se limitaba a administrar justicia en sus propios territorios, como jefe militar, y a ejercer el oficio con imparcialidad basada en la justicia: además, como funciona-rio público que recibía del emperador la jurisdicción militar y de policía sobre todo el país, debía aplicar aquella virtud en el Japón entero. La valentía, la fidelidad, la caballerosidad, el honor y la modestia eran estimadas como virtudes del guerrero; durante el período Kamakura la imagen de esta especie de guerrero ideal fue muy confuciana, y fue también el modelo del soldado ideal que inspiró el «Edicto imperial a los soldados y marinos» del período Meiji.

En esta especie de sociedad militar primitiva, donde la agri-cultura y el manejo de las armas no eran cosas disociadas, no existía la distinción entre soldados y campesinos, y por consiguien-te la lealtad al señor era también obligada para éstos. No obstante, durante el período de las guerras civiles (1467 a 1567), estas mi-licias tradicionales sufrieron contundentes derrotas ante las tropas profesionales y bien entrenadas de Nobunaga; de este modo surgió dentro de cada clan feudal una división entre los cultivadores y los combatientes. En esta sociedad de dos clases, formada por guerreros y campesinos, el sector productivo se desglosó más ade-lante en tres clases: los agricultores, los artesanos y las merca-deres. Ello refleja el desarrollo de los oficios y del comercio du-rante el período Nobunaga-Hideyoshi (llamado también Azuchi-Momoyama), de 1568 a 1598. Nobunaga inició así la destrucción del feudalismo terrateniente, completada por Hideyoshi con el es-tablecimiento de un sistema hereditario de castas (en 1591), que prohibía la movilidad entre clases sociales.13

La división de clases en guerreros, agricultores, artesanos y

13. Es interesante observar que el clan Satsuma, que habría de desem-peñar un papel bastante progresista durante la revolución Meiji, logró conservar en cierta medida el sistema feudal de propiedad hasta el mismo final del período Tokugawa.

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comerciantes subsistió durante todo el período Tokugawa (o Edo), de 1603 a 1867. El bakufu Tokugawa fomentó el confucianismo, y se puede decir que la sociedad japonesa de la época era confu-ciana, aunque su estratificación social fuese diferente de la es-tructura de clases del confucianismo originario chino, formada por el emperador, los nobles, los altos funcionarios, los gentilhombres y la plebe. A comienzos del período Tokugawa los confucianos japoneses interpretaron la situación de manera que para ellos la clase de los guerreros (samurais) correspondía a la clase dirigente china (el emperador, los nobles, los funcionarios y los gentilhom-bres), correspondiendo a la plebe china las clases dedicadas a la producción. Como Confucio no había tenido interés en ilustrar a los iletrados como «el hombre pequeño» (es decir, los plebeyos) ni a las mujeres, sino que se dirigía exclusivamente a los letra-dos (el emperador, los nobles, los funcionarios y los gentilhom-bres), a comienzo del período Tokugawa se interpretó que las re-glas de conducta confucianas no eran aplicables a los agricultores, artesanos y mercaderes del Japón; sólo los samurais debían obe-decer a esas reglas, lo mismo que se exigía a los gentilhombres chinos.

En aquella época se esperaba que un samurai destacaría en las virtudes morales de la lealtad, la rectitud y el decoro; era su for-mación moral lo que les merecía la consideración de clase domi-nante. Pero su existencia material muchas veces fue pobre, o in-cluso mísera, sobre todo en el caso de los samurais inferiores. A la plebe, por otra parte, se la despreciaba por cuanto no era necesario que practicase la ética confuciana. En cambio, y a modo de compensación, se toleraba que los plebeyos persiguiesen sus propios intereses materiales y sus placeres; en consecuencia mu-chos de ellos llegaron a ser más ricos que cualquier samurai co-rriente. De la misma manera que la sociedad católica se divide en dos grupos, el de los religiosos y el de los laicos, cada uno de los cuales tiene sus propias reglas de conducta, las obligaciones éticas de la sociedad del período Tokugawa tampoco estaban repartidas por igual entre los letrados samurais y el pueblo ignorante. En el primero de estos grupos prevalecía un confucianismo elitista, mien-

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tras que el otro se entregaba a un estilo de vida alegre y des-preocupado.

Los agricultores y mercaderes ricos, por una parte, y los sa-murais nobles pero pobres, por la otra, no podían vivir ignorán-dose mutuamente por mucho tiempo. Los samurais necesitaban la ayuda económica del grupo acomodado. Los campesinos y comer-ciantes ricos dedicaban sus ocios a la lectura y al teatro; poco a poco empezó a interesarles la cultura occidental, y también el confucianismo. Con el tiempo la ética confuciana dejó de ser un monopolio de los samurais. Los campesinos y comerciantes tam-bién se sentían llamados a ser leales con sus superiores y justos con sus amigos y clientes. Hemos de tener en cuenta que hacia la mitad del período Tokugawa se formaron muchos latifundios y organizaciones comerciales a gran escala, con lo que muchas per-sonas se convirtieron en braceros, dependientes y domésticos. A no tardar, se les enseñó que debían consagrarse a sus principales, lo mismo que los samurais se consagraban a sus señores. Había empezado la «secularización» del bushidó (es decir, de la ética samurai).14

Estos cambios tuvieron profundas repercusiones sobre el sis-tema de castas, que había sido uno de los principales fundamentos del régimen Tokugawa. El pueblo empezó a respetar a los merca-deres ricos casi tanto como a los samurais, puesto que aquéllos también tenían derecho a exigir los leales servicios de sus escri-bientes, dependientes y criadas. Desde luego se les seguía consi-derando de casta inferior a la de los samurais, pero casi equipa-rada; en efecto, a algunos se les permitió que usaran sobrenom-bre y llevaran espada, como si fuesen samurais. También gozaron de una promoción similar los grandes terratenientes. De este modo perdía significado la división tradicional en samurais, agricultores, artesanos y mercaderes, desplazada por la división de la población en letrados e iletrados, que era la genuinamente confuciana. Em-

14. Por lo que se refiere a la formación del código moral de los mercaderes durante el período Tokugawa, véase Watsuji Tetsuró, Nihon Rinri Shiso Shi (Historia del pensamiento ético japonés), Iwanami Shoten, Tokio, 1952, vol. 2, pp. 588-624.

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pezaron a trabarse lazos de amistad y mutuo respeto entre los samurais y los agricultores y los comerciantes ricos y cultos. Sin embargo, la burguesía japonesa nunca fue tan progresista ni tan agresiva como su homologa europea. Nunca tuvo que luchar con-tra su gobierno para conquistar la libertad de comercio, y por ello no emprendió la iniciativa durante la revolución Meiji. En realidad, algunos grandes mercaderes incluso desempeñaron un papel reaccionario. Sin embargo vale la pena destacar que, al fin, había surgido del sector productivo un grupo influyente y que seguía las mismas normas de conducta que los samurais.

Debido a la influencia del shintoísmo y el confucianismo el pueblo japonés valoraba mucho el culto a los antepasados, la abne-gación al servicio del amo y la concordia con los demás indivi-duos de la sociedad. En consecuencia, durante la época Tokugawa las innovaciones, tanto sociales como técnicas, no se recibían con mucho entusiasmo. En las casas de los mercaderes, los dependien-tes no solían disputarse mucho los ascensos, como tampoco era muy severa la competencia entre diferentes negocios. Como se ha mencionado antes, no se creía que la búsqueda del beneficio por parte de los comerciantes fuese algo necesariamente malo. Los moralistas populares predicaban la frugalidad, el ascetismo y la honradez, pero hacían constar que el afán de beneficio no era lo mismo que la avidez de lucro, diferencia que tendía a subrayar la importancia del juego limpio en los negocios. Algunos merca-deres, más bien pocos, introdujeron innovaciones en sus empresas y se hicieron ricos. Pero la sociedad en conjunto fue conservadora, paternalista y antiindividualista a lo largo de toda la era Toku-gawa. Hacia el final de la misma, cuando los japoneses descu-brieron su gran atraso técnico en comparación con Occidente, com-prendieron la necesidad de un cambio y empezaron a pensar con seriedad acerca de cómo edificar una economía nacional que pu-diera competir con Occidente. Es decir que los japoneses empe-zaron a considerar la competitividad económica, la eficiencia en la gestión y la modernización del gobierno como resultado de una comparación con las naciones extranjeras. Así como, frente a la superioridad aplastante de la cultura china, Shótoku Taishi

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había comprendido la necesidad de crear una estructura estatal fuerte, también los patriotas de los últimos años del período To-kugawa, frente a las poderosas naciones occidentales, empezaron a preguntarse a cuál de sus dos gobiernos debían apoyar.

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CAPÍTULO 2

L A R E V O L U C I Ó N M E I J I

I

En este capítulo trataremos de la revolución Meiji, llamada también restauración Meiji (1867-1868), que podemos considerar como el acontecimiento crucial de la historia japonesa. Mi inter-pretación de la revolución Meiji difiere bastante de la que sus-tenta la mayoría de los historiadores japoneses, si bien tiene nume-rosas coincidencias con la interpretación de la historiografía occi-dental, salvo matizaciones. Los puntos de vista más aceptados en el Japón son más o menos tributarios de la escuela histórica mar-xiana, pero en mi opinión la historia moderna del Japón es de-masiado original como para que una teoría marxista pueda expli-carla adecuadamente.

Muchos de los acontecimientos más señalados de la historia obedecen a determinados lemas centrales, y el de la revolución Meiji fue «sentar los fundamentos para la construcción de un estado moderno según el modelo occidental». El establecimiento de tal tipo de estado sigue siendo el deseo sincero del pueblo ja-ponés, pero experimentan en ello tanta dificultad, que en un futuro lejano todavía habrán de seguir luchando contra los pn-blemas que dicha empresa les plantea.

Los japoneses han interpretado ese tema de la construcción de un estado moderno según normas occidentales de una manera material y física, y no en sentido espiritual. Y así, pese a la rápida

LA REVOLUCIÓN MEIJI 75

occidentalización externa y formal de la ciencia, la técnica, la edu-cación, la política económica, las fuerzas armadas y las formas políticas, los aspectos espirituales han quedado muy retrasados. Más aun, y tal como sugiere la frase wakon yosai («espíritu japo-nés y eficacia occidental»), se reaccionó con un intenso rechazo de las ideas espirituales occidentales. Los japoneses desearon ar-dientemente conservar su cultura, su estilo de vida, la relación particular entre superior e inferior y la estructura familiar, al tiem-po que levantaban una nación moderna que tuviese un poderío comparable al de los países occidentales. Ese deseo ha perdurado durante el último siglo o más: desde los prolegómenos de la revolución Meiji; durante la guerra contra Rusia, en las postri-merías de dicha revolución; durante la fase de militarismo en la que se tomó por modelo a la Alemania nazi; después de la derrota en la segunda guerra mundial, cuando el país estaba en ruinas; e incluso hoy día que el Japón se ha convertido en un gigante económico.

Desde luego, no es que sea necesariamente erróneo el querer construir un estado que sea comparable a los occidentales, y el hecho de que tal estado esté occidentalizado en lo externo sin ser occidental en lo íntimo tampoco es criticable per se. Pero si el vacío creado por el rechazo del espíritu occidental no se llena con otra cosa sino con el fanatismo Shinkoku-shugi (literalmente, la «doctrina de la Tierra de los Dioses», o sea la creencia de que el Japón, regido por el emperador celestial cuyos antepasados fueron los dioses creadores del universo, ha de ser superior a todos los demás países), entonces la «nación poderosa compara-ble a las occidentales» puede llegar a ser una gran amenaza para las demás.

Como veremos más adelante, a finales del período Tokugawa y mientras había en el país una gran polémica entre continuar el sakoku (aislamiento y cerrar el país) o iniciar la apertura del país (kaikoku), los partidarios del aislacionismo extremo jói («expul-sar a los bárbaros extranjeros») podían ser desdeñados por su anacronismo. Sin embargo, ni siquiera la mayoría de los progre-sistas y realistas partidarios de la política kaikoku eran verdaderos internacionalistas. La apertura del país no pasaba de ser un expe-

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diente; ellos también opinaban que el Occidente era la tierra de los «bárbaros extranjeros». Consideraban que de momento podía ser necesario abrir el país, pero confiaban en que llegaría el día en que el Japón fuese la nación más poderosa del mundo, bajo cuya égida se produciría la unificación mundial.1

El ultranacionalismo fanático y patriotero perdió fuerza des-pués de la revolución Meiji, pero resurgió in toto poco antes de la segunda guerra mundial como «teología» justificadora de la Gran Esfera de Co-prosperidad del Este asiático, que llamaba a todos los pueblos del Oriente asiático a colaborar con vistas a la mutua prosperidad bajo los auspicios de los japoneses. Con la derrota en la guerra mundial, consecuencia lógica de semejante ideología, el Japón se vio obligado a abrazar el internacionalis-mo una vez más, y entonces sí que se convirtió en una gran po-tencia comparable a las de Occidente. Sin embargo, no se puede decir que el problema del ultranacionalismo fanático esté supe-rado por completo, puesto que muchos japoneses todavía son par-tidarios de la idea de «espíritu japonés y eficacia occidental» sin haber llegado a superar la implicación de «la tierra de los dioses» que es, todavía, el núcleo del «espíritu japonés». Esa doctrina surgió como reacción contra la chüka shisó («China, centro del mundo» o ideología del «Imperio del Centro») de los chinos; frente a las naciones occidentales hizo falta un ideario similar.

La mayoría de los japoneses ya no aceptan la doctrina conven-cional de «la tierra de los dioses» con todo lo que significa, pero tampoco han descubierto otra alternativa. Por ello queda en el planteamiento de «espíritu japonés y eficacia occidental» como un vacío emocional. Si no se encuentra la manera de rellenar ese vacío, no podrá excluirse la posibilidad de futuras evoluciones ominosas.

En el siglo xix, cuando el Japón se vio enfrentado a Occiden-te, supo darse cuenta del atraso técnico existente, pero por des-gracia se dejó sugestionar al mismo tiempo por la idea de «espíritu japonés y eficacia occidental», derivada de sus ardientes senti-

1. Oka Yoshitake, Kindai Nihon Seiji Shi (Historia política del Japón moderno), Sobunsha, Tokio, 1967, vol. 1, pp. 29-57.

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mientos nacionalistas. Esto era natural, como veremos más adelan-te, desde un punto de vista histórico; es decir, que dada la evo-lución de la historia japonesa las ideas de ese género tenían que aparecer de una manera casi espontánea.

En primer lugar, y por lo que se refiere al atraso técnico, no fue que se les abriesen de pronto los ojos a los japoneses poco antes de la revolución Meiji; conocían el poderío occidental desde mucho tiempo atrás. En 1543, nada menos, los japoneses compra-ron un cañón de un barco mercante portugués. En esa época el país se hallaba inmerso en conflictos. La familia Ashikaga empe-zaba a perder el dominio del bakufu o gobierno feudal militar, y rivalizaban entre sí los señores de la guerra de varias provincias. Para resultar vencedor en este período de guerras era esencial disponer de armamento eficaz. Muchos de esos señores de la guerra eran más o menos conocedores de los grandes avances científicos y técnicos de Occidente; pero la obtención de pro-ductos occidentales por la vía de la importación puramente eco-nómica era, si no imposible, sí muy difícil. Uno de los prin-cipales caminos por los cuales podían conseguirse era la media-ción de los misioneros cristianos. Es decir que desde el pri-mer momento la técnica occidental se presentó a los japoneses inseparablemente unida a una manifestación del espíritu occi-dental (el cristianismo). Como consecuencia, muchos señores de la guerra se hicieron cristianos, y el que finalmente logró con-quistar todo el país, Oda Nobunaga (1533 a 1582), aun sin ser cristiano, favoreció a los cristianos y supo aprovechar hábilmente la ciencia, la técnica y las armas de los occidentales. Como hemos vistó en el capítulo anterior, llevó ventaja en las batallas en tierra gracias a su empleo táctico de los cañones, y también se hizo con una fuerza naval rápida y maniobrera. Entre sus estrategias moder-nas figuró la de entrar en la bahía de Osaka con veleros artilla-dos, a fin de completar el cerco de la ciudad con un bloqueo marítimo.

También mencionábamos en el capítulo primero que Nobuna-ga, al tiempo que protegía y ayudaba a los cristianos, coronó con éxito su campaña contra el budismo, que estaba totalmente co-rrompido por su adicción a las formas tradicionales del poder y

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además no aportaba ninguna técnica valiosa. El templo de Enrya-kuji, en el monte Hiei, había presidido el mundo budista japonés durante ochocientos años y ejercía tal autoridad religiosa y secu-lar que ningún señor de la guerra se había atrevido a atacarlo. Pero cuando Asakura y Asai, enemigos de Nobunaga, buscaron asilo en el monte Hiei, Nobunaga puso cerco a la montaña. Los dos bandos firmaron una paz precaria, pero al año siguiente, cuan-do Asai retiró sus fuerzas, Nobunaga no titubeó en ordenar el asalto al templo de Enryakuji; devastó la montaña por medio del fuego y pasó a cuchillo a muchos religiosos, hombres y mujeres. De manera similar, cuando redujo la sublevación de la secta Ikko hizo crucificar a los veinte mil creyentes. Así pues, mientras por una parte favorecía al cristianismo, respetaba la técnica occidental y procuraba asimilarla, por otra parte la persecución de los budis-tas y la matanza de los que se le habían opuesto condujeron a una desvitalización de este credo.

Pese a sus actos de salvajismo nos es preciso considerar a Nobunaga como el primer estadista moderno del Japón. Si hubiese gobernado más tiempo, con su visión de futuro, la historia japo-nesa quizás habría seguido rumbos muy diferentes. Pero dada su personalidad, así como el carácter «prematuro» de su aparición histórica, fue asesinado en 1582 por uno de sus vasallos, Akechi Mitsuhide. Éste a su vez fue muerto en seguida por otro vasallo, Toyotomi Hideyoshi (1536 a 1598), quien se vio así, inespera-damente, dueño del país.

Toyotomi Hideyoshi había pasado de humilde servidor de Nobunaga a sucesor suyo. En comparación con su antecesor fue un gobernante conservador y temeroso, aunque se diga común-mente que fue un carácter fuerte y que ya había destacado durante la campaña de unificación de Nobunaga. Tras reunificar a su vez el país cuando hubo asumido el poder, Hideyoshi lanzó una ofen-siva contra Corea, construyó el grandioso y espléndido castillo de Osaka, y vivió rodeado de lujos. Al mismo tiempo puso en marcha diversas políticas encaminadas a quebrar el espíritu creativo e in-novador de los japoneses.

En primer lugar, y como él mismo procedía del campesinado, temió que surgiera de entre los agricultores un segundo Hideyoshi.

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Por ello, una vez proclamado primer ministro, promulgó el «Edic-to de la caza de espadas», por el cual se les confiscaban todas las armas a los campesinos así como a los pobladores de las ciudades. También prohibió salirse de la propia clase social originaria —guerrero, campesino, artesano o mercader—-, a fin de evitar que pudiese repetirse en otro su buena fortuna. De este modo los guerreros quedaban constituidos como clase social dominante, pues monopolizaban la tenencia de armas. Al mismo tiempo Hide-yoshi favorecía a los vasallos que hubiesen hecho méritos con el título de daimyd (señor feudal), y los colocaba en diferentes pro-vincias sometidas, repartiendo las tierras de los antiguos señoríos. La relación entre estos nuevos señores feudales y sus súbditos era diferente de la que imperaba en los señoríos tradicionales, donde predominaban vínculos de parentesco y de arraigo local. El nue-vo sistema feudal estableció otro tipo de relación entre el señor y sus vasallos; cuando el señor feudal se iba a otra provincia, bien fuese por traslado o por haber caído en desgracia, sólo le acom-pañaban quienes le hubieran jurado vasallaje, pero no así los cam-pesinos. Por tanto, en aquellos dominios se implantaron entre gobernantes y gobernados unas relaciones similares a las de un estado burocrático moderno. A lo largo del período Tokugawa subsiguiente, el feudalismo adquirió aun más características buro-cráticas, siendo Hideyoshi quien había consolidado esa tendencia ya iniciada por Nobunaga.

En segundo lugar, Hideyoshi adoptó sistemáticamente una postura activa hacia China (donde reinaba la dinastía Ming), Corea y Taiwan, pero no patrocinó los contactos con el Occidente. Esto no significa forzosamente que Hideyoshi no valorase la ciencia, la técnica y la civilización occidentales tanto como el propio Nobu-naga. Al contrario, como las apreciaba en todo su valor temía sobremanera la posibilidad de que la invasión del Oriente por parte de los occidentales (los españoles habían conquistado ya las Filipinas) alcanzase el Japón. En consecuencia, prohibió la propa-gación del cristianismo en 1587, y en 1594 hizo crucificar a los cristianos de Nagasaki. Sin embargo, esta persecución no obede-cía a razones religiosas sino a motivos de estricto carácter político. O dicho de otro modo, como el cristianismo de aquellos días se

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presentaba inseparablemente unido a la técnica occidental, sin duda decidió prohibir dicho credo para evitar los riesgos políticos que tal técnica podía traer consigo.

Tras la muerte de Hideyoshi asumió el poder en 1603 Toku-gawa Ieyasu (1542-1616). Los gobernantes de la familia Toku-gawa fueron los más cautos y defensivos de todos los japoneses, y completaron las medidas conservadoras iniciadas por Hideyoshi. Ante todo el bakufu Tokugawa se dedicó a instalar fudai daimyó (deudos hereditarios de la familia Tokugawa, y por consiguiente leales) entre los tozama daimyo (literalmente, «señores ajenos», o sea los que se habían inclinado ante Ieyasu sólo después de la victoria de éste en la crucial batalla de Sekigahara), de manera que los primeros pudiesen vigilar de cerca a los segundos. Al pro-pio tiempo administraban un rígido sistema de castas, con lo que establecieron una estructura feudal centralizada.

Seguidamente, y una vez unificado el país, los Tokugawa con-sideraron que la ciencia y la técnica occidentales no significaban sino peligros. Según su razonamiento, si el Japón continuaba en relaciones con Occidente era posible —aparte la eventualidad de un ataque directo— que algún señor feudal provincial comprase armas poderosas a los occidentales para atacar con ellas a la familia Tokugawa. En consecuencia, era preciso que los Tokugawa se ase-gurasen una primacía permanente en la carrera de importación de armas, a fin de mantener su predomino. Pero teniendo en cuenta el estado de los transportes en aquellos días, no se podía decir que la capital de los Tokugawa, Edo (la actual Tokio), gozase de una situación ventajosa. En realidad los puntos geográficamente más favorables eran los costeros tales como la punta occidental de la isla principal (Choshu), la costa occidental y meridional de Kyu-shu (Nagasaki y Satsuma), o la costa meridional de Shikoku (Tosa). Por ello los Tokugawa estimaron preferible prohibir totalmente los tratos con los países occidentales. Además temían que algún daimyo pudiese abrazar una creencia extranjera y considerarse más vinculado a la misma que al propio bakufu. Todo esto les con-dujo a prohibir con severidad cada vez mayor el cristianismo y limitar el comercio. Por último, en 1639 prohibieron la entrada a todos los occidentales exceptuando únicamente a los mercaderes

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holandeses e inaugurando así la política llamada de sakoku (cierre, o aislacionismo). Tras estas medidas el comercio internacional que-daba reducido a Nagasaki y controlado totalmente por el bakufu. La única excepción a la norma de aislamiento fueron los holan-deses, a quienes, bajo el argumento de que eran protestantes y no católicos, se les permitió comerciar en la pequeña isla de Deshima, frente a Nagasaki, bajo el estricto control del bakufu 2

I I

El aislacionismo duró doscientos veinte años, hasta que en 1859 el bakufu Tokugawa se comprometió a abrir los tres puertos de Kanagawa, Nagasaki y Hakodate a Rusia, Gran Bretaña, Fran-cia, Holanda y Estados Unidos. Al principio del período de ais-lamiento el bakufu se dedicó a reforzar el sistema de clases y ase-gurar la estructura feudal centralizada. A fin de reforzar su con-trol sobre los señores feudales de las provincias, el bakufu ins-tituyó en 1635 el sistema de sankin kotai (presencia alternada), según el cual dichos señores debían mantener residencias en la capital y habitarlas varios meses al año, o en años alternos; la duración de esta presencia dependía de factores tales como la distancia entre sus feudos y Edo, y si eran fudai o tozama. Cuando

2. La política de aislamiento también puede considerarse como una imposición de los holandeses sobre el bakufu. Holanda no sólo deseaba excluir a Portugal del comercio con los nipones, sino además llegar a monopolizar toda la actividad comercial en el sudeste asiático, desplazando de la misma a los comerciantes japoneses, que por aquel entonces empeza-ban a actuar en dicha zona. Holanda no escatimó ningún recurso para indis-poner al bakufu con los portugueses. Se dice que cuando el gobernador general holandés en Batavia recibió la noticia de que se había decidido la política de aislamiento, lo celebró con una gran fiesta. Véase, por ejemplo, Iwao Seiichi, Sakoku (Aislamiento), en Nihon no Rekishi (Historia del Japón), vol. 14, Chuó Koronsha, 1974; asimismo Hayashi Yujiro, Wata-kushi no Seijuku Shakai Ron (Un punto de vista personal sobre la sociedad madura), Sangyo Nóritsu Daigaku Shuppanbu, 1981. Algunos opinan que la rebelión de los cristianos de Shimabara en 1637-1638 fue la causa inme-diata del cierre del país en 1639, pero la tendencia al aislamiento nacional ya era muy marcada antes de estos disturbios.

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regresaban a sus dominios tenían que dejar atrás a sus mujeres e hijos, como rehenes del bakufu. Por otra parte, este sistema supo-nía para los señores feudales una carga financiera agobiante, con lo que se les impedía concentrar un poder militar suficiente para conspirar o planear independizarse del centro. Secundariamente condujo a la creación de una red nacional de caminos y sirvió de base a la integración del estado nacional. Si inmediatamente des-pués de la revolución Meiji el Japón fue capaz de formar un estado nacional unificado y moderno, ello se debió a que las comunica-ciones interiores y el comercio, durante los más de dos siglos de aislamiento, motivaron que la tarea fundamental de unificación de la comunidad japonesa estuviese ya casi hecha: a saber, la normalización de la lengua, la implantación de similares modos de pensar y de actuar entre los habitantes de las diferentes provin-cias, y por consiguiente la homogeneidad de las normas y cos-tumbres sociales, etcétera.

Además el capitalismo japonés —aunque adoptó una forma original, como veremos más adelante— pudo funcionar como una economía de mercado poco más o menos desde el principio. Ello fue así porque bajo el sistema feudal Tokugawa las provincias se llenaron de ciudades fortificadas, y los caminos de mercados y posadas, debido al sistema de «presencia alternada». En los dos últimos decenios del período Tokugawa (1850 a 1868), Edo (To-kio) era ya tan grande como Londres, con más de un millón de habitantes. Osaka y Kyoto tenían trescientos mil y doscientos mil habitantes respectivamente, mientras que Nagoya y Kanazawa pa-saban de los cien mil. En otros muchos lugares se habían estable-cido ciudades y villas como Hiroshima, Sendai, Wakayama, Ka-goshima, Sakai y Nagasaki. Si comparamos esta situación con el grado de urbanización en Gran Bretaña hacia el decenio de 1850 en adelante, según lo describe Marx, hallaremos que comparativa-mente el Japón de la era Tokugawa se hallaba muy adelantado: «A comienzos del siglo xix no había ni una sola ciudad inglesa que contase más de cien mil habitantes, aparte Londres. Sólo cinco tenían cincuenta mil. Hoy hay veintiocho que superan esta cifra».3

3. Marx, Capital, Progress Publishers, Moscú, 1965, pp. 660-661.

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El aislacionismo también funcionó como una protección para la industria interior. Una comparación entre la agricultura y la industria japonesa con las de los países occidentales muestra claramente que el Japón tenía entonces una ventaja comparativa en la minería y la agricultura.4 Le habría sido más ventajoso espe-cializarse en estos apartados e intercambiar sus productos por artículos manufacturados, en vez de intentar producir dichos artícu-los en el país. Por tanto, si se hubiese permitido la libertad de comercio entre el Japón y el Occidente, las artesanías japonesas habrían desaparecido. De este modo, la política aislacionista de los Tokugawa evitó que la economía se especializase en las indus-trias primarias y permitió disponer de industrias manufactureras, aunque a un nivel primitivo. La relativa facilidad con que el go-bierno Meiji logró industrializar el Japón fue debida, en parte, a que el bakufu ya poseía talleres para la fabricación de pólvora, astilleros y otras factorías de estilo occidental durante los últimos años del período Tokugawa; a su vez, la existencia de dichas fac-torías fue posible gracias a la conservación de los oficios durante el citado período. Para defender las industrias manufactureras del Japón frente a la invasión exportadora occidental, y evitar que el Japón pasara a ser un país puramente agrícola, era preciso poner en marcha una política de proteccionismo comercial. Al seguir su política de aislacionismo, el bakufu Tokugawa había dado, sin duda inconscientemente, con la política proteccionista perfecta. Gracias a este aislacionismo del período Tokugawa, por consi-guiente, pudo el régimen Meiji poner en marcha sus políticas de incremento de la riqueza nacional y creación de un ejército fuerte tan pronto como se hizo con el poder.5

4. Antes de la época del aislacionismo, el Japón importaba de España, Portugal, Holanda y Gran Bretaña artículos tales como armas, pólvora, teji-dos de lana, tapices, seda cruda, tejidos de seda y azúcar. Las exportacio-nes consistían en plata, cobre, hierro, arroz, trigo, harina y habichuelas. Esta lista refleja las actividades en que el Japón poseía ventaja comparativa.

5. El aislamiento sin duda alguna desempeñó un papel protector para las nacientes industrias japonesas, pero ello no significa que sin él se hubie-sen extinguido irremediablemente las actividades artesanales niponas. En su obra citada anteriormente, Iwao menciona la existencia de registros según los cuales el Japón exportó grandes cantidades de balas en 1619. Por tanto,

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Aunque el régimen del bakufu Tokugawa tenía el respaldo del poder militar, promovió los estudios chinos, y en especial el del confucianismo, como medio para evitar y prohibir la propagación de ideas occidentales. Esta política educativa, prolongada duran-te más de dos siglos, tuvo tres efectos positivos por lo menos. En primer lugar, el confucianismo, por cuanto es una filosofía más que una religión, en el Japón nunca entró en conflictos serios con el shintoísmo ni con el budismo, de manera que los shintoístas y los budistas, e incluso los cristianos, se vieron fuertemente influi-dos por el confucianismo. No hay que subestimar la importancia del hecho de que durante más de doscientos años de aislamiento, todo el país fuese instruido en la manera de pensar confuciana. En realidad y puesto que el japonés no es religioso por naturaleza, aunque no ignora el sentido moral, se comprende que tal hecho haya sido de una importancia inmensa. A lo largo de ese período, la educación confucianista moldeó la personalidad de los japoneses como un lavado gradual de cerebro. Al final de la era Tokugawa, cuando se produjo la apertura del país, a los ojos de los occiden-tales los japoneses parecían dotados de ciertas características idio-sincrásicas; es decir que todos eran gentilhombres del tipo samurai.

En segundo lugar, fue una suerte para Japón que el con-fucianismo fuese intelectual y racionalista. Rechaza el misticismo, los ritos de encantamiento, la magia y los espíritus. En compara-ción, Europa vio desarrollarse con lentitud la ciencia moderna; Galileo Galilei y Nicolás Copérnico se enfrentaron a dificultades tremendas, y la ciencia tardó mucho tiempo en ganar la aceptación general. Sir Isaac Newton, el padre de la física moderna, estu-diaba la alquimia al mismo tiempo que realizaba sus investigacio-nes científicas. En el Japón, en cambio, y gracias al intelectualismo confuciano, las ciencias occidentales pudieron implantarse con pro-fundidad y rapidez sin mayores penalidades por parte de los valerosos científicos;6

cabe en lo posible que si se hubiese establecido algún tipo de proteccionis-mo pero sin llegar al punto de cerrar el país, incluso en el siglo XVII el Japón habría sido capaz de convertir hábilmente las actividades importa-doras en exportadoras, tal como ocurrió después de la revolución Meiji.

6. Verdad es que cierto número de estudiosos de las ciencias occiden-

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En tercer lugar, la educación confusiana, en un ambiente de dos siglos de control burocrático, hacia finales de la era Toku-gawa había convertido a los guerreros en burócratas eficientes. Éstos se habían dotado a sí mismos de la disciplina imprescin-dible para los soldados de un ejército moderno o los obreros de una moderna factoría, facilitando así los comienzos de la orga-nización militar y del sistema fabril modernos. Sin aquellos samu-rais bien disciplinados, el Japón no habría logrado establecer una administración moderna ni llevar adelante la política del «país rico y ejército fuerte» tan pronto como triunfó la revolución Mei-ji. Es decir que no se debe subestimar la obra del período Toku-gawa en relación con el nacimiento del Japón moderno.

Como parte de su política de prohibición y supresión del cristianismo, el bakufu Tokugawa no sólo fomentó el confucia-nismo sino también los estudios chinos en general. Con el estable-cimiento del sistema de clases, las productivas, que eran los agri-cultores, los artesanos y los mercaderes, debían contribuir al sustento de los guerreros como clase privilegiada. A comienzos de la era Tokugawa el bakufu estaba convencido de que el confu-cianismo sería perfectamente adecuado para persuadir a quienes tenían que soportar dicha carga. El régimen de aquellos días inter-pretaba el confucianismo como la filosofía del feudalismo, y eso que el propio Confucio, aunque nacido en época feudal, había mirado siempre hacia atrás, hacia la antigua edad de oro con su régimen de la ciudad-estado, y había dedicado sus reflexiones a la manera de reformar su sistema contemporáneo de estados gue-rreros en perpetuo conflicto, hallando la solución en la forma cen-tralizada y burocrática. No obstante, hacia el final del período

tales fueron cruelmente castigados, perseguidos o ejecutados durante el período Tokugawa. Pero estos incidentes no deben interpretarse como inten-tos de suprimir el racionalismo exigido por la ciencia moderna, sino como reacción a los ataques de dichos estudiosos contra el sistema feudal de clanes y la política aislacionista. En el Japón jamás ha existido un conflicto serio entre ciencia y religión, excepto como polémicas contra el racionalis-mo por parte de los ultranacionalistas shintoístas-taoístas, durante las pos-trimerías de la época Tokugawa, así como durante el período fascista Showa previo a la segunda guerra mundial.

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Tokugawa y debido a la prolongada estabilidad del régimen, la clase militar ya no era un grupo de hombres preparados para el combate. El estado feudal centralizado de los Tokugawa los había transformado en burócratas. Al mismo tiempo eran los porta-dores de la cultura letrada, por lo que formaban la inteliguentsia junto con un pequeño número de agricultores y comerciantes. En-tre estos agricultores y comerciantes, y las categorías inferiores de guerreros aficionados a las artes y a la literatura hubo un inter-cambio de contactos despreciando las barreras de casta; la apari-ción de estos grupos de intelectuales fue ubicua y considerable-mente numerosa.7 Por otra parte, el sistema de «presencia alter-nativa» aseguraba un trasvase cultural entre el centro y las pro-vincias, por lo que no había disparidades excesivas.

Así pues, además de rechazar el cristianismo el régimen To-kugawa fomentó el confucianismo a fin de reforzar el sustento ideológico del sistema. Sin embargo, tal política cultural no sólo ejerció el efecto de proteger el sistema sino que, inversamente, al mismo tiempo demolía su estructura. Ante todo, el confucianismo va unido de manera inseparable y recóndita con la doctrina de «China como centro del mundo». Eso estimuló la conciencia na-cional de los japoneses y condujo inesperadamente a la aparición y difusión de una línea intelectual e ideológica opuesta a dicha doctrina, esto es, lo que se llamó kokugaku (formación nacional) y shinkoku shisó (la doctrina de la «tierra de los dioses»). En segundo lugar, si analizamos la noción de chü (lealtad), la segunda del confucianismo nipón por orden de importancia, descubrimos que la misma no suministra necesariamente una justificación de la estructura Tokugawa. En esta época muchos intelectuales de derechas razonaron, lo mismo que hiciera Yoshida Shóin, que debían su lealtad a sus señores feudales, éstos al shogun, y éste al emperador, de manera que ellos mismos se veían en relación sólo indirecta de lealtad con el emperador. Y cuando los tratos entre éste y el shogun dejaban de ser amistosos, se rompía la consistencia de tal cadena de lealtades y era cuestión de elegir entre ser leal al emperador o al shogun.

7. Watsuji Tetsuro, Nihon Rinri Shisó Shi (Historia del pensamiento ético japonés), Iwanami Shoten, Tokio, 1952, vol. 2, pp. 695-701.

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Por otra parte, la difusión de la doctrina de la «tierra de dioses» motivó que se enfatizase cada vez más la divinidad del emperador. Así, cuando el régimen Tokugawa se vio envuelto en crisis políticas se creaba fácilmente un ambiente partidario de adoptar un sistema centrado en la persona del emperador. Incluso sin las presiones de los occidentales, hacia fines del período To-kugawa, la situación descrita habría llegado tarde o temprano. Pero los barcos de guerra occidentales frente a las costas japone-sas obligaron a los nipones a enfrentarse con su atraso técnico. Después de algunos dimes y diretes, la técnica occidental y la doctrina de la «tierra de dioses» entraron en una combinación extraña y muchos intelectuales japoneses empezaron a creer que «espíritu japonés y eficacia occidental» era el camino que debía seguir el país. De este modo, en las postrimerías del régimen To-kugawa el Japón se vio dotado de una intelectualidad escorada a la derecha, como producto de la política cultural Tokugawa. La aparición de esa inteliguentsia fue algo numéricamente bastante importante, y extendido por todo el Japón.

Además de dicha aparición hubo en la estructura social otros cambios notables durante la era Tokugawa. Debido a su largo aislamiento, el Japón quedó casi totalmente fuera de los circuitos del mercado internacional. Pero gracias a la permanente unifica-ción y estabilidad, creció y se desarrolló de manera continua el mercado interior. Como consecuencia, parte del sector agrícola evolucionó de su régimen natural, de autoabastecimiento, hacia la producción de mercancías, es decir a una agricultura comercial. Ahora bien, por otra parte los señores feudales tenían que finan-ciar los enormes gastos que implicaba el sistema de «presencia al-ternada», y además existía una clase dominante no productiva des-proporcionadamente numerosa en comparación con la capacidad productiva de aquellos tiempos. Esto significa que los campesinos estaban agobiados por tributos excesivos. En consecuencia, los más pobres de entre ellos se veían obligados a vender las tierras y caían aun más bajo en la escala de la pobreza; en cambio los que habían adquirido algunos medios gracias a la comercialización de la agri-cultura podían adquirir dichas tierras y aumentar la escala de su actividad comercial, con lo que se hacían más ricos. Pero a me-

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dida que estos agricultores reforzaban su posición se debilitaba el dominio de los señores feudales; la institución feudal quedaba socavada en sus fundamentos. De manera similar, al desarrollarse una economía monetaria aumentó el volumen de capital invertido en créditos a elevado tipo de interés, con lo que la clase de los mercaderes también se segmentó en una minoría de comerciantes ricos y una mayoría de pequeños comerciantes. Tampoco la clase dominante conseguía mantenerse unida; los guerreros pobres se veían en la imposibilidad de mantener el nivel de vida que les hubiese correspondido en tanto que miembros de la clase domi-nante. Peor aún, tenían que buscarse una actividad complemen-taria si querían sobrevivir.

Con esta redistribución de las clases sociales, fue la inteli-' guentsia, con su núcleo de guerreros de categoría inferior, la que constituyó el motor de la revolución Meiji, y no las clases aco-modadas (campesinos y mercaderes ricos) ni las menesterosas (cam-pesinos arrendatarios y sirvientes). La burguesía Tokugawa, a di-ferencia de su homologa occidental, no fue militante ni revolu-cionaria; de hecho, buena parte de ella cerró filas con el bakufu durante la revolución Meiji. En cuanto a los agricultores empo-brecidos y a los arrendatarios, si bien se habían opuesto al ba-kufu en varias rebeliones campesinas, jamás lograron nada impor-tante, ya que no eran capaces de derribar al bakufu e implantar un nuevo régimen, ni se lo proponían. Los sirvientes empleados en las casas de los mercaderes ricos y los pobres de las ciudades también estaban desorganizados y en la imposibilidad de conso-lidar poder alguno.

Como se ha observado antes, los japoneses ya conocían la capacidad de la ciencia y de la técnica occidentales, y por sus experiencias del período de guerras sabían que si alguien ajeno al bakufu importaba tales productos de Occidente el dominio de aquél quedaría directamente amenazado. Por tanto, el control total de las importaciones de tecnología occidental era impres-cindible para el mantenimiento del régimen. En este sentido la política aislacionista, aunque pasiva, fue eficaz y permitió con-trolar las importaciones durante más de dos siglos. Mirado desde este punto de vista el aislacionismo no expresa un rechazo de

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la cultura y la técnica occidentales, sino admiración y temor ante ellas.

Cuando las flotas mercantes y militares de Gran Bretaña, Rusia y Estados Unidos empezaron a llegar a Japón y exigieron la apertura del país, hacia el final del período Tokugawa, se puso de manifiesto que, caso de continuar el aislacionismo, todo el país sería sitiado por dichas naciones occidentales. Las clases dominantes y la intelectualidad comprendieron que la política aislacionista, creada para la finalidad interna de mantenimiento del sistema feudal centralizado del bakufu Tokugawa, no era via-ble como política exterior, y que dicha política, por el contrario, podía acarrear la destrucción del Japón.8 Esta contradicción no puede atribuirse a la evolución autárquica de la economía y de la capacidad productiva en el Japón, que según los marxistas ortodoxos fue la causa de la revolución Meiji, sino que obedeció a la presión externa creada por el atraso técnico del país con respecto a Occidente. Fue la intelectualidad quien mostró la reac-ción más sensata a esta dificultad, en forma de un impaciente deseo de conocer los países occidentales.

En cuanto a la manera de solucionar ese atraso técnico, la opinión nacional no tardó en dividirse en dos campos, lo cual no es sorprendente en absoluto. Por una parte estaban los parti-darios del jdi (expulsar a los bárbaros), según los cuales era pre-ciso derrotar a las flotas occidentales y seguir con el aislacionis-mo como antes. Por otra, los defensores del kaikoku (apertura del país) decían que una postura de fuerza no aportaría la supe-ración del atraso sino que obligaría al país a enfrentarse con él, exponiéndolo a un grave peligro; de ahí la necesidad de la aper-tura. En un plano práctico la actitud de los primeros era poco

8. Para el Japón, el aspecto más grave de su atraso en relación con Occidente durante los últimos años del período Tokugawa fue la técnica de construcción naval. En aquel tiempo, el pueblo japonés tenía un pánico a las «naves negras» de los occidentales similar al terror de la bomba ató-mica en la etapa final de la guerra del Pacífico. Se calcula que en la época de la revolución Meiji, Gran Bretaña poseía unos cuatrocientos navios a vapor, así como ferrocarriles y otros vehículos movidos por el vapor; Lon-dres disponía de un sistema subterráneo, y acababa de entrar en servicio el cable telegráfico submarino a través del océano Atlántico.

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menos que suicida, pero tampoco la segunda solución era más realista, pues la apertura del país no podía, por sí sola, solucio-nar el problema. De momento nadie acertaba con el camino ade-cuado y así los acontecimientos se fueron sucediendo sin que nadie tuviese una visión clara del futuro. El curso de los hechos se vio afectado por intrigas e incidentes de diverso signo, y la po-lítica siguió un camino titubeante de error y nuevo ensayo. Al principio, como es natural, el bakufu y buena parte de la inte-lectualidad apoyaron la opción de los conservadores, «expulsar a los bárbaros»; pero luego el bakufu, que era quien tenía que enfrentarse a las realidades, prefirió lo más práctico y se inclinó hacia la «apertura», cosa que finalmente hizo. La consecuencia fue que se agudizó el enfrentamiento entre el bakufu y la inte-lectualidad xenófoba, principalmente constituida por los guerre-ros de rango inferior.

Como es lógico, hubo muchas versiones de la teoría de «ex-pulsar a los bárbaros». A un extremo estaban los ultranaciona-listas simplistas y fanáticos, para quienes los occidentales no eran más que bárbaros extranjeros. Una postura más diferenciada era la de los que, como Yoshida Shóin (1820-1859) habían com-prendido la capacidad occidental y habían reflexionado sobre la necesidad de abrir el país, pero apoyaban la doctrina contraria por el modo militarista y brutal en que el Occidente había exi-gido la apertura. (Por consiguiente, estaban de acuerdo en que el país debía «expulsar a los bárbaros», pero sólo en primera instancia; en una fase ulterior el Japón se abriría voluntaria-mente.) Pese a estos diferentes matices de opinión, ni siquiera los más clarividentes entre los partidarios de «expulsar a los bár-baros» tenían una noción clara de cómo superar la situación si los «bárbaros» vencían después de que se intentase «expulsar-los». Es decir que la teoría no dejaba de ser imprudente, y muy precaria su argumentación.

No obstante, al considerar la cuestión de la defensa nacional frente a las potencias occidentales, se planteaba el problema de cuál sería el tipo de sistema político capaz de dotar al Japón del máximo poderío exterior. Consciente de ello o no, la mayor parte de la intelectualidad se hallaba abocada a esta cuestión, y como

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consecuencia de ello se convenció de que, aun cuando fuese posi ble continuar con el sistema del bakufu, una profunda revisión del mismo sería inevitable. ¿Qué era lo que se debía revisar? Y si ninguna revisión, por amplia que fuese, aportaba mejora suficiente, ¿habría que prescindir por completo de la estructura del bakufu? Y en caso afirmativo, ¿qué nuevo sistema podría reemplazarlo? La intelectualidad no poseía una respuesta lúcida a todas estas preguntas, ni estaba en condiciones de analizar desapa-sionadamente la situación.

Tal ignorancia era la penitencia por haber suprimido la for-mación occidental durante el largo período aislacionista; la inte-lectualidad carecía de una tradición de pensamiento científico-so-cial. El confucianismo pudo llenar ese vacío mientras el sistema Tokugawa permanecía estable, pero cuando el mismo empezó a tambalearse los criterios de decisión de la política exterior se inspiraron en derivaciones bastardas del confucianismo como la «formación nacional» y la «escuela histórica Mito» (constituida por la doctrina de la «tierra de los dioses» y el concepto de «país del emperador», que a fin de cuentas emulaban la doctrina de China como «centro del mundo»). Yoshida Shóin, por ejem-plo, que como estratega militar conocía muy bien la diferencia técnica entre Japón y el Occidente, pero seguía siendo partidario de la teoría de «expulsar a los bárbaros» debido a sus sentimien-tos nacionalistas, en los últimos años de su vida se convirtió en un fanático propagandista de la doctrina del «país del empera-dor», bajo la influencia de la escuela histórica Mito. Como esta ideología fanática, que se presentaba como la única razón justa y se envolvía en la bandera de la lealtad, corría parejas con la proposición de «expulsar a los bárbaros», la evolución desde luego era peligrosa. Muchos de los partidarios de esta proposi-ción e influidos por la escuela de la formación nacional o por la doctrina Mito carecían de otro ideario político, aparte algunas vagas consideraciones acerca de sustituir el esquema existente por otro más centrado en la figura del emperador. No eran capaces de contemplar los problemas de las relaciones exteriores y de la defensa nacional desde un punto de vista analítico y desapasio-nado. En vez de ello, todo se juzgaba desde la perspectiva subje-

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tiva del «gran deber» o de «la razón justa». Así pues, la posibi-lidad de que ese extremismo de derechas condujese a la ruina al país fue tan grande entonces como en la época de la segunda guerra mundial.

Por otra parte, la proposición opuesta de «abrir el país» no era sino la de «expulsar a los bárbaros» vuelta al revés, es decir que carecía de una base lógica propia. Y lo mismo que había extremistas y moderados entre los partidarios de «expulsar a los bárbaros», también el argumento aperturista tuvo diferentes ver-siones. El mayor contraste con la facción extremista de «expul-sar a los bárbaros» lo constituía la simétrica de los partidarios de «rendir las armas». Éstos argumentaban que el Occidente era, desde luego, bárbaro, pero que en vista de su poderío militar el Japón no tenía más recurso que «abrirse». Luego, y en corres-pondencia con los partidarios de «expulsar ahora y abrirse más tarde», estaban los defensores de «abrirse ahora y expulsar a los bárbaros más tarde»; esto es, los que opinaban que la apertura era inevitable debido a la gran diferencia de poderío militar, pero que luego el Japón debía procurar vigorizarse y, una vez dueño de una fuerza suficiente, podría expulsar a los «bárba-ros» y regresar a los tiempos dorados del aislacionismo. Así ha-bía incontables variaciones de ambas posturas, y no sólo era os-cura la distinción entre las diferentes versiones sino que incluso la divisoria entre «expulsar» y «abrir» distaba de estar tan clara. A todo esto, nadie era capaz de desarrollar argumentos lógicos a favor de un punto de vista en particular; sólo podían apelar a los sentimientos.

Por todo ello, la argumentación de una persona dada solía ser un reflejo de su incertidumbre, o bien se defendía la opción de «expulsar» en lo sentimental al tiempo que se proponía la «apertura» como única vía práctica. Si esto ocurría entre los indi-viduos, podremos figurarnos cuál no sería la división de opinio-nes en instituciones tales como los clanes, el bakufu o la corte imperial, según quienes fuesen sus portavoces. En cierta ocasión, uno de los clanes envió dos delegados a dos reuniones distintas que se celebraban poco más o menos al mismo tiempo; el resul-tado fue que el clan propugnó opiniones opuestas en una y otra

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asamblea. Como consecuencia la opinión nacional en este asunto de «expulsar» versus «abrir» andaba completamente a tientas y seguía un rumbo irregular en función de las incidencias casuales.

Así andaban las cosas cuando accedió al cargo de primer mi-nistro del bakufu un partidario de la política de «apertura», Ii Naosuke, quien no sólo firmó tratados comerciales sin recabar la sanción imperial previa, sino que además sometió a arresto domiciliario a los señores feudales que protestaron contra sus medidas y reprimió el movimiento de la intelectualidad monár-quica opositor al bakufu, en el curso de la gran purga de Ansei.9

Como consecuencia de esto la intelectualidad recrudeció su pos-tura contraria al bakufu y el ministro Ii fue asesinado en el in-cidente de Sakuradamon, en 1860. Después de esto el bakufu adoptó una línea más conciliadora, y los clanes Choshu y Satsu-ma propusieron la doctrina de «unión entre el bakufu y la cor-te». Según ella, el bakufu Tokugawa y la corte imperial de Kyoto debían aliarse para forjar la unidad nacional. Había dos faccio-nes enfrentadas en cuanto a quién habría de ser el miembro principal de esta combinación, pero para ambas facciones el tema de la unificación no era sino un expediente para conservar la

9. Los tratados comerciales que el bakufu había firmado con varios países extranjeros en 1858 eran excesivamente desiguales. Incluían una cláusula de revisión para 1872, y ese mismo año el régimen Meiji empren-dió las negociaciones para la revisión. Hasta 1892 no se consiguió que Gran Bretaña y los demás países accediesen a dicha revisión. La misma no entró en vigor hasta 1899, y hubo que esperar a 1911, es decir treinta y nueve años después de que comenzasen las negociaciones para la revisión, para que el Japón pudiese recobrar su autonomía arancelaria por completo. Durante esos años se les hizo sentir a los japoneses la miseria que suponía el ser un país débil Este tipo de situación explica el designio del régimen Meiji de seguir una política radical de «país rico y ejército fuerte». No se olvide que esta experiencia vivida por los japoneses dio lugar a las ideas sobre la paz y el orden mundial que formularon Kita Ikki y Konoe Fu-mimaro, que se comentarán en el capítulo 4 y que condujeron a la guerra del Pacífico. En cualquier caso, y puesto que bajo las condiciones leoninas de los tratados las empresas niponas se veían obligadas a desarrollar su capacidad para exportar, recíprocamente era necesario que recibiesen del estado una protección adecuada. Con la revisión de los tratados, y también como consecuencia del estallido de la primera guerra mundial, poco después, empezó el gran avance de la economía japonesa.

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estructura Tokugawa. Si las cosas se solucionaban de esa ma-nera, la inteliguentsia contraria al bakufu y partidaria de «honrar al emperador, expulsar a los bárbaros» habría perdido la partida.

Pero mientras las capas altas discutían la «unidad entre la corte y el bakufu», las capas bajas del movimiento «expulsar a los bárbaros» intensificaban su violencia, y se produjo una serie de actos de terrorismo contra los extranjeros y contra la policía del bakufu. Esa táctica tuvo éxito por cuanto en 1863 quedó sancionado por el emperador el «Edicto de expulsión de los bárbaros». El clan Choshu bombardeó los navios mercantes nor-teamericanos y las armadas francesa y holandesa, y soportó las contraofensivas norteamericana y francesa. El clan Satsuma fue cañoneado por la flota inglesa a cuenta del asesinato de un mer-cader inglés, míster Richardson, en el llamado incidente Nama-mugi (o incidente Richardson). Al año siguiente, el clan Choshu era atacado por una flota combinada de británicos, franceses, nor-teamericanos y holandeses. Como resultado de estos encuentros, los partidarios de «expulsar a los bárbaros» se dieron cuenta de la impracticabilidad de su causa y trabaron amistad con algunos diplomáticos británicos como sir Rutherford Alcock y sir Harry Parkes (el primer embajador británico en el Japón y el segundo, respectivamente), y como Ernest M. Satow, sobre todo (el intér-prete oficial del embajador, que fue ennoblecido más tardé). A par-tir de aquel instante, su principal objetivo pasaba a ser la caída del bakufu.

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Tan pronto como él edicto de expulsión de los extranjeros recibió el sello imperial, agentes de Satsuma y de Aizu lanzaron un golpe de estado en Kyoto, que produjo la caída de los nobles de la facción xenófoba. En aquel tiempo ambos dominios eran partidarios de la unión entre la corte y el bakufu, pero mientras los de Aizu preconizaban una unión centrada en la casa de Toku-gawa, la unión contemplada por los de Satsuma tenía su punto focal en una corte imperial manipulada por ellos. Por tanto las

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ambiciones de uno y otro dominio difícilmente iban a ponerse de acuerdo, salvo en la común hostilidad hacia las actividades de Choshu contrarias al bakufu. Al año del golpe los samurais de Choshu provocaron disturbios junto a la Hamaguri Gomon, una de las puertas del palacio imperial de Kyoto, en un intento de recobrar su influencia, pero también en esto se vieron derro-tados.

El bakufu emprendió en seguida una expedición punitiva contra Choshu y le infligió una derrota; pero la consecuencia de todos estos conflictos fue que los problemas del bakufu dejaron de ser del orden de la controversia política entre «abrir» o «ex-pulsar» y la resistencia contra él por parte de los intelectuales. Ahora el problema era una guerra civil, dominio contra dominio. Después de la derrota de Choshu, su daimyb hizo profesión de sometimiento al bakufu, pero al año siguiente inició una rebelión dentro de ese dominio un ejército de voluntarios capitaneado por Takasugi Shinsaku, con lo que el daimyb se vio forzado a formar de nuevo entre los enemigos del bakufu. Lo cual provocó una segunda expedición por parte de éste, pero en esta ocasión el bakufu fue derrotado y las tendencias opuestas al bakufu experi-mentaron una fuerte recrudescencia en el seno de la facción xenófoba.

Entre la primera y la segunda expedición del bakufu contra Choshu, la posición de Satsuma experimentó un cambio notable. Al principio Satsuma había propugnado la «unión entre la corte y el bakufu», con el designio de dominar la corte y someter así al bakufu Tokugawa y a los demás clanes. En este sentido, el clan había sido contrario al bakufu desde el comienzo, pero no tanto que deseara derribar toda la estructura Tokugawa. Pese a esta indecisión inicial, los de Satsuma habían clarificado su posi-ción contraria al bakufu cuando se produjo el fracaso de la se-gunda expedición contra Choshu, y (actuando de acuerdo con el pacto Satsuma-Choshu concluido poco antes de empezar dicha expedición) se negaron a suministrar al bakufu tropas para la misma. De ahí resultó, naturalmente, un gran estrechamiento de lazos entre los clanes de Satsuma y Choshu, que se reafirmaron en el propósito común de derribar al bakufu. Semejante alianza

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entre Satsuma, que antes había sido partidario de la política de «apertura», y Choshu, adalid de la «expulsión», confirma el hecho de que los intelectuales del partido de la «expulsión» se habían dado cuenta por fin de que la única solución verdadera al problema del atraso técnico respecto de Occidente no consistía en luchar contra éste, sino en derrocar al bakufu y establecer un estado nacional poderoso, unificado y moderno.

Para entonces el propio bakufu enviaba delegaciones y estu-diantes al extranjero, armaba una flota y un ejército occidentali-zados, reclutaba personal para la administración pública en base al talento, construía unos astilleros, una factoría siderúrgica, una fá-brica de cañones, y así sucesivamente, en un gran esfuerzo por modernizar la estructura Tokugawa. Los de la facción de «expul-sar» tampoco reparaban en comerciar con los países extranjeros y tratar de asimilar la ciencia y la técnica occidentales. La cues-tión de abrir el país o «expulsar a los bárbaros» había dejado de ser tema de controversia, no sólo entre un clan contrario al bakufu y otro, sino incluso entre el bakufu y los clanes que ha-bían sido partidarios de la expulsión. Ahora se planteaba el dile-ma entre conservar la estructura del bakufu Tokugawa (aunque modernizándola), o implantar un nuevo estado nacional unificado y verdaderamente moderno.

Para la inteliguentsia de la facción «honrar al emperador, expulsar a los bárbaros», este último concepto dejaba de tener significado alguno, a no ser como latiguillo; de manera similar, y andando el tiempo, la frase «honrar al emperador» (sonrió) se redujo a poco más que un santo y seña. La revolución Meiji no obedeció en ningún momento a un plan preciso; los revoluciona-rios fueron enterándose de los temas y de las soluciones mediante la reiteración del proceso de error y nuevo ensayo, es decir a través de aproximaciones sucesivas. Así entendieron que la dispu-ta de la «expulsión» carecía de relevancia en cuanto a superar el atraso técnico, y que la solución estaba en el establecimiento de un estado nacional unificado y moderno; eso hizo que se asocia-ran en el propósito de acabar con el bakufu. Pero cuando se ponían a considerar en qué consistía un estado moderno, nadie lo veía claro. Existía sólo el sentimiento sumamente ambiguo,

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simplista y peligroso de que lo ideal para los japoneses sería el antiguo sistema político japonés centrado en el emperador.

Los guerreros de las categorías superiores habían apoyado la postura de «unidad entre la corte y el bakufu», patrocinada también, y con entusiasmo, por el emperador Kómei (1831-1866). Según este plan, el emperador recobraría su posición central en la política japonesa y el bakufu Tokugawa subsistiría, aunque bajo una forma modificada. Para los guerreros de baja categoría y los intelectuales tal solución significaba la permanencia de todos los males y conflictos, pero como el propio emperador abogaba por este plan de unificación, los revolucionarios de la facción «honrar al emperador» se veían en discordia con el propio sobe-rano. En septiembre de 1866 veintidós nobles de la corte, que eran de la tendencia de oposición al bakufu —entre quienes se contaba Iwakura Tomomi—, se significaron en un intento de evitar la unión entre la corte y el bakufu-, el emperador reaccio-nó castigándolos severamente. Mes y medio más tarde, el empe-rador fallecía de súbito (y se rumoreó en seguida que había sido asesinado por los monárquicos) a la temprana edad de treinta y seis años, y le sucedió, a la edad de dieciséis años, el emperador Meiji.

Fue desafortunado que tal incidente hubiese de ocurrir entre el emperador y los revolucionarios de la facción «honrar al em-perador», pero eso mismo demuestra que para algunos monár-quicos esa frase no era más que un latiguillo desprovisto de con-tenido. Esto es, que no eran súbditos leales dispuestos a acatar la voluntad del emperador y actuar según los deseos de éste, sino que tenían su propio programa de acción (aunque nunca declara-ron sin rodeos los detalles del mismo) y se revelaron como ene-migos del emperador en lo político. En la serie de desgraciados intentos revolucionarios que menudearon durante el decenio de 1930, como los incidentes del 15 de mayo o del 26 de febrero, se reprodujo entre el emperador y los jóvenes oficiales derechistas que intentaban sublevar la corte el mismo tipo de relación que la existente en el decenio de 1860 entre el emperador y los par-tidarios de «honrar al emperador». La sublevación del 26 de fe-brero de 1936, sobre todo, tuvo la virtud de irritar en sumo

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grado al emperador, quien ordenó que los soldados rebeldes fue-sen «eliminados sin demora». Pero en realidad, como fue el pro-pio ejército el encargado de la depuración para luchar contra las pugnas entre facciones, no se purgó muy a fondo, y más tarde se produjo una «revolución palaciega», tras la cual el emperador quedó como rehén de los oficiales derechistas; el movimiento se abandonó a su propia inercia y finalmente el Japón se lanzó a la guerra del Pacífico. De manera similar, en la época de la revo-lución Meiji, y antes de que Satsuma y Choshu lograsen un edicto que acabara con el bakufu, hubieron de enfrentarse a la resisten-cia de la corte hasta que murió el emperador Kómei.

Una vez llevada a cabo la revolución en la corte imperial, el movimiento Meiji aún tardó dos años más en consolidarse. Aun-que la autoridad cada vez menor del bakufu fue reintegrada al emperador a finales de 1867, la batalla entre el bakufu y los aliados Satsuma-Choshu continuó. Después de la batalla de Toba-Fushimi, en las cercanías de Tokio, no tardó mucho en rendirse el castillo de Edo; también cayó el de Aizu, último bastión de la influencia del bakufu en la región de Tohoku (nordeste). Eno-moto Takeaki, segundo almirante de la flota del bakufu, se rindió en Hokkaido el año 1869. El hecho de que la revolución Meiji comenzase en el extremo occidental de Honshu, en la costa sudoeste de Kyushu y en la costa meridional de Shikoku, que eran las zonas de más frecuente contacto con Occidente, para concluir en el nordeste del Japón, donde dichos contactos eran mínimos, caracteriza muy adecuadamente la naturaleza de la revo-lución, lo mismo que la circunstancia de que los vencedores fue-sen los ejércitos de Satsuma y de Choshu, clanes que disponían de abundante armamento occidental. Esta distribución geográfica de la revolución también sugiere por qué causa la balanza del poder político se inclinó en contra del shogunato.

Durante los dos años de la revolución, el nuevo gobierno buscó a tientas una estructura política nueva. Los revolucionarios no tenían ningún proyecto definido acerca de cómo tratar al sho-gun, que ya había devuelto el poder político al emperador. Se trataba, o bien de reducir al Tokugawa a la posición de un señor feudal más, establecer un consejo de señores feudales para reem-

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plazar al bakufu y formar un gobierno de concentración con la corte y el bakufu, o bien erradicar el sistema del bakufu y susti-tuirlo por una estructura moderna bajo la autoridad directa del emperador (hanseki hdkan, 'devolución de los registros de los dominios', y haihan chiken, 'abolición de los dominios y esta-blecimiento de prefecturas'); además faltaba todavía definir cuál habría de ser la posición del emperador en el nuevo esquema. Por ejemplo, ¿iba a ser un soberano absoluto o constitucional? Los revolucionarios se debatían en la perplejidad, modificaban sus planes a medida que adelantaba la revolución y, en los casos más desfavorables, se limitaban a salir del paso como podían.

En el ínterin el nuevo gobierno tomaba diferentes decisiones y las hacía cumplir. Como demuestra la correspondencia entre los principales personajes de dicho gobierno, como Kido Kóin, Okubo Toshimichi, Sanjó Sanetomi e Iwakura Tomomi, no lo hacían movidos por la confianza en sí mismos, sino por una sen-sación de crisis, como si temieran que el nuevo gobierno fuese a hundirse de un momento a otro.10 Se mostraron muy activos y tomaron numerosas medidas, muchas de las cuales anulaban medidas anteriores, con lo que dieron pie a que la opinión les tachase de inconsistentes.

No hay que juzgar con demasiada severidad esa falta de mé-todo. Conviene recordar que el nuevo gobierno estaba formado por miembros de la antigua facción partidaria de «expulsar a los bárbaros» como política de defensa frente a los occidentales, aunque habían comprendido su error a medida que transcurrían los hechos y supieron entender que la única política defensiva verdadera era la modernización del Japón. Es natural que no hubieran tenido ocasión de pensar en cómo iban a realizar tal modernización. En este aspecto podemos comparar el caso del Japón con el de la Revolución rusa. En Rusia las ciencias socia-les habían alcanzado un nivel alto, y la revolución sólo tuvo lugar después de que los revolucionarios hubieran discutido ra-cionalmente las futuras posibilidades de Rusia. En comparación con estos revolucionarios rusos, forzoso es decir que los de la

10. Oka Yoshitake, op. cit., pp. 90 ss.

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revolución Meiji eran totalmente ignorantes. Por tanto, era inevi-table que el gobierno Meiji cometiese muchos errores, y visto retrospectivamente incluso cabe decir que fue reaccionario en va-rios aspectos. Por ejemplo, el nuevo gobierno heredó del bakufu la política de prohibir las religiones extranjeras, y suscitó las protestas de varias naciones al proclamar una ley que proscribía el cristianismo. Por otra parte, el artículo primero de los cinco de la «Declaración jurada» decía: «Se establecerá una asamblea de amplia convocatoria y todos los asuntos de estado se decidirán previo debate público». Pero esto no era lo mismo que estable-cer un sistema parlamentario moderno, sino que se asemejaba más a una junta de señores feudales o algo parecido.

Pese a estas imperfecciones, sin embargo, y considerando la época y circunstancias en que ocurrió, hay que concluir que la inauguración del sistema Meiji, con un estado imperial moderno y un primer ministro responsable ante el emperador, pero do-tado de la máxima autoridad, fue un verdadero éxito. No hemos de pasar por alto la influencia de Gran Bretaña, que desempeñó un papel principal entre las naciones occidentales al determinar la forma de la revolución Meiji. Pero no se olvide tampoco que, por su experiencia de los últimos días del bakufu, el gobierno Meiji tendía a desear más bien una autoridad limitada, y no abso-luta, para el emperador. Francia había ayudado a los partidarios del bakufu para contrarrestar el respaldo de los británicos a las facciones opositoras al bakufu, pero ni los unos ni los otros per-mitieron que el conflicto interno, durante los años de lucha por el poder, degenerase en una guerra por sostener los intereses de aquellas dos grandes potencias. Y lograron evitarlo desmontando en un tiempo reducidísimo la estructura dual del poder, con la corte y el bakufu, que había existido durante siglos. Debe reco-nocerse este mérito a los que intervinieron en ello, aunque tampoco Francia ni Inglaterra deseaban un conflicto interno prolongado.

Algunos dicen que la revolución Meiji, tal como queda des-crita, fue una revolución de aristócratas." Eso puede ser verdad

11. Por ejemplo T. C. Smith, «Japan's aristocratic revolution», en Imperial Japan 1800-1945, 1973.

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en apariencia, por cuanto la principal fuerza impulsora de la re-volución fueron los estratos más bajos de la nobleza guerrera, que, pese a su condición inferior, formaban parte de la clase domi-nante del feudalismo Tokugawa; además también desempeñaron papel importante algunos señores feudales y nobles de la corte. Pero cuando decimos que la revolución Meiji fue aristocrática, o una revolución desde arriba, se dificulta bastante la interpretación correcta de los hechos. En primer lugar, los revolucionarios ape-nas hicieron nada en beneficio de la clase a que pertenecían. Al contrario, se empeñaron en arrinconar los privilegios de los guerreros, y en 1869 simplificaron el complicado sistema de castas de la época Tokugawa, garantizando la libertad universal de elec-ción profesional y matrimonial; en 1871 confiscaron los derechos de dominio de los jefes de clan y abolieron los feudos. Con esta última medida, las soldadas que los guerreros venían recibiendo de los señores feudales pasaron a ser pagadas por el gobierno central, aunque a partir de 1873 dichos estipendios fueron abo-lidos gradualmente y dejaron de pagarse en 1876. A cambio los guerreros recibieron títulos de la deuda pública; muchos de ellos lanzaron empresas con ese capital, y los que fracasaron en ellas hubieron de engrosar las filas del proletariado.

Así fue como quedaron cancelados los privilegios feudales de los guerreros en lo económico. A mayor abundamiento, en 1873 se decretó el edicto de servicio militar obligatorio, lo cual signi-ficaba que los guerreros dejaban de monopolizar el deber y el honor de defender el país. Cuando el gobierno Meiji adoptó un sistema militar moderno basado en el principio de la llamada universal a filas, fue como si declarase que su estructura dejaba de fundarse en la antigua clase dominante, y se hizo evidente que la ideología del régimen Meiji era totalmente distinta de la del sistema Tokugawa. Así pues, era la clase de los guerreros, o si así se quiere los aristócratas, la más gravemente afectada por la revolución, lo cual no pasó inadvertido para los interesados. Los guerreros insatisfechos siguieron rebelándose incluso mucho tiempo después de la revolución, culminando en la guerra de Satsuma el año 1877. Por tanto, no es exacto decir que fuese una revolución aristocrática. Si las reformas progresistas que

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había iniciado Keiki Tokugawa hubiesen tenido éxito y condu-cido al asentamiento de una nueva estructura dentro de la línea de «unidad entre la corte y el bakufu», entonces sí sería apro-piado llamar a eso una revolución aristocrática, pero no tal como sucedió en realidad la revolución Meiji.

En segundo lugar tenemos otra teoría, según la cual los mo-nárquicos pensaban restaurar el régimen imperial a través de la revolución Meiji. Es cierto que buena parte de la inteliguentsia era partidaria de la doctrina «honrar al emperador», y había en-tre ellos muchos restauracionistas fanáticos influidos por la es-cuela de Motoori Norinaga y Hirata Atsutane, así como dere-chistas que seguían la línea de la escuela histórica Mito. Incluso Yoshida Shóin, que era uno de los de ideas más realistas y pro-gresistas, se convirtió en un fanático incorregible de extrema derecha, pocos años antes de ser ejecutado. Es evidente que to-das estas doctrinas no contribuían a la modernización; más aun, ejercieron efectos destructivos. Por ello sus representantes fueron tratados con poca benignidad después de la revolución. Verdad es que inmediatamente tras la revolución, el nuevo gobierno atri-buyó más categoría al ministro de asuntos religiosos que al primer ministro, y proclamó la doctrina del «shinto como fe nacional»; muchos discípulos de la escuela nacionalista (kokugaku) y shin-toístas ocuparon cargos. Pero después de la abolición de los clanes y del establecimiento del sistema de prefecturas, el ministro de asuntos religiosos quedó sometido al control del primer ministro. Además, se hizo evidente poco a poco que la naturaleza conser-vadora del shintoísmo no sintonizaba con la del nuevo gobierno, y se prescindió rápidamente del «shinto como fe nacional».

Los intelectuales de derechas, disgustados porque pese a ha-ber desempeñado un papel importante en la revolución no obte-nían nombramientos importantes en el nuevo gobierno, se aliaron con algunos guerreros frustrados y lanzaron las revueltas de Saga y Shinpüren así como la guerra de Satsuma. Después de esto, lo que quedó de las ideologías de extrema derecha pasó a la clan-destinidad para estallar sesenta años más tarde, como una bomba de relojería, y conducir el país a su destrucción. Desde luego fue un error del gobierno Meiji el no haber sido más radical y

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exhaustivo en sus medidas contra las ideologías de extrema dere-cha, pero considerando cuál fue la marcha de la revolución, no dejaba de ser un éxito el despegar como gobierno moderno eli-minando a los mismos derechistas fanáticos que habían sido sus compañeros de armas.

Por último están los que consideran que la revolución fue causada por el estallido final de las contradicciones económicas que se habían acumulado bajo el sistema Tokugawa. Citan como prueba la frecuencia de las revueltas campesinas hacia el final de ese período. En efecto, cuando el régimen Tokugawa tocaba a su fin aumentó la polarización entre los ricos y los pobres dentro del campesinado, lo mismo que entre la población urbana. Sin embargo, a mi parecer la acumulación de este tipo de contradic-ciones, si bien puede constituir parte del telón de fondo de una revolución, nunca será la causa ni el motivo principal de la mis-ma. Desde 1750, poco más o menos, venían siendo frecuentes las insurrecciones y disturbios de los campesinos, todo lo cual llegó a un punto álgido en la revuelta de Oshio Heihachiró, el año 1837. Cuando se estudia el número de desórdenes, resulta una media anual de 11 para el período Tenpo (1830 a 1843), de 8,5 para el período Man'en-Bunkyü (1860 a 1863) y de 15 para el período de Genji-Keió (1864-1867). Pero tampoco des-pués de la revolución se consiguió reducir los alzamientos cam-pesinos; el lapso de 1868 a 1870 da una media de 30, y de 25 para los años 1871 a 1873.12 Estas cifras indican que el gobierno Meiji no fue más benévolo para los campesinos que para la clase de los guerreros.

Por lo demás el nivel de concienciación entre los campesinos en general, por aquellos tiempos, no era lo bastante desarrollado como para plantearse, planear y llevar a cabo el derrocamiento de la estructura feudal y el establecimiento de un gobierno uni-ficado. Efectivamente, hacia el final del período Tokugawa esta-ban reunidas las condiciones previas para la creación de un estado

12. Tsuchiya Takao y Ono Michio, eds., Meiji Shonen Nomin Sojo Roku (Relación de las insurrecciones campesinas del primer período Meiji), Keiso Shobo, 1953; asimismo Sakamoto Taro, op. cit., pp. 404-405.

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nacional, en lo relativo a intercambios comerciales y culturales entre las provincias, normalización de la lengua y desarrollo de un sentimiento popular de nacionalidad. Pero esto sólo es cierto en la comparación con el Japón de épocas anteriores, o con cier-tos países subdesarrollados; la conciencia nacional de las masas todavía no estaba muy avanzada y no conviene sobrevalorarla. Pese a la normalización de la lengua debida al sistema de «pre-sencia alternativa», algunos clanes (el de Satsuma, por ejemplo) hacían esfuerzos por defender la originalidad de sus dialectos pro-pios. Además el sistema itinerante sólo relacionaba entre sí a los guerreros; el pueblo llano, y en particular los campesinos, estaba vinculado a la tierra. Considero que el nivel de conciencia de la nacionalidad que existía entre las masas hacia el final del período Tokugawa podía ser suficiente para hacerles aceptar la idea de un estado nacional, pero no para empujarlas a una discusión del tema por propia iniciativa, ni a emprender una revolución al objeto de implantar esa unificación.

Ciertamente, entre las milicias voluntarias organizadas por Ta-kasugi Shinsaku había campesinos y miembros del proletariado urbano, y estas fuerzas consiguieron derrotar a las tropas del bakufu en varias regiones. Cabe dudar también de que el go-bierno Meiji hubiese introducido el servicio militar con carácter general, si no hubiera existido esta actividad de los campesinos y los pobladores de las ciudades. Debido a ella, algunos atribu-yen gran importancia al papel de las masas en la revolución, pero también hay que considerar la otra cara de la moneda. En 1867, por ejemplo, participaron en el ataque al castillo de Edo veintitantos clanes, incluyendo los de Satsuma y Choshu, y más de treinta clanes pelearon a favor del zx-bakufu en las batallas de los distritos del nordeste y de Hokuriku. Entre los clanes de ambos bandos, los que más se distinguieron por su valor fueron los de Satsuma, Choshu y Aizu; los demás apenas mostraron ningún espíritu de lucha. Satsuma y Choshu se distinguieron en parte porque iban bien equipados con armamento occidental, pero también porque el resto demostró una moral tan baja. Por otra parte, y como se ha dicho anteriormente, fue un mérito de los contendientes el haber sabido evitar que la revolución Meiji

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se convirtiera en una guerra civil generalizada, o en un conflicto por delegación entre las grandes potencias. No obstante tal cir-cunstancia también se debe a que, excepto Satsuma y Choshu, los demás clanes se despreocuparon relativamente de la revolu-ción. Si la mayoría de ellos hubiese actuado con una militancia como la de Satsuma y Choshu, y supuesta una oposición tan intensa frente a la revolución como la de Aizu, habría sido inevi-table una guerra civil a gran escala.

El bajo nivel de concienciación de la opinión pública en ge-neral se aprecia en los relatos de los marinos de las flotas extran-jeras que participaron en el bombardeo de Shimonoseki, y lo mismo atestiguó sir Ernest Satow, que estuvo presente en estos hechos.13 Hacia el final del período Tokugawa el sistema de clases había empezado a desintegrarse, mientras prosperaban las relaciones culturales entre las provincias. Con todo, aún predo-minaba la conciencia de clase y de clan; de este modo, la mayoría de los campesinos y ciudadanos del clan Choshu contempló el intercambio de cañonazos con las flotas extranjeras como una batalla local entre los guerreros de Choshu y aquéllas; el pueblo del clan Buzen, vecino del estrecho de Shimonoseki, creyó haber presenciado una batalla entre el clan Choshu y los extranjeros.14

Todo lo cual ilustra a la perfección las actitudes generales de la época. Por ello, no es posible considerar la revolución Meiji como realizada por el pueblo para el pueblo; en todo caso fue una revolución de una minoría selecta. Una vez establecido, el nuevo gobierno palió sin demora las restricciones del sistema de clases y más tarde las abolió por completo, organizó la estructura de la educación, modernizó la administración, y así sucesivamente. Pero todas estas medidas se tomaban en interés del desarrollo nacio-nal a largo plazo. En cuanto a la política económica a corto pla-zo, no siempre se vio coronada por el éxito, y en consecuencia el pueblo se convenció de que la revolución no se había hecho para él, sino por y para la minoría dominante. Por este motivo continuaron durante bastante tiempo las rebeldías de los elemen-tos insatisfechos; pero el régimen Meiji logró dominarlas y con-

13. E. M. Satow, A diplomat in Japan, Londres, 1921. 14. Oka Yoshitake, op. cit., p. 56.

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tinuó en su empeño de construcción nacional a largo plazo. De esta manera, después de dos siglos de aislamiento la nación ini-ciaba la modernización radical y la occidentalización, a marchas forzadas y con la intelectualidad al frente, una vez hubo abierto los ojos a la situación mundial.

Ya se ha observado antes que la revolución Meiji no dispo-nía de un plan definido; los acontecimientos se sucedieron con muchas complicaciones e influyeron en ellos no pocas incidencias inesperadas. Creo por ejemplo que si Yoshida Shóin o el empera-dor Kómei no hubieran muerto tan jóvenes y en pleno desarrollo de la revolución, la marcha de ésta pudo haber sido muy dis-tinta. El caso es que Yoshida Shóin, que tenía una mentalidad flexible y era sumamente diligente, pudo reaccionar a los aconte-cimientos de una manera apropiada, pero lo que sucedió fue que se hizo partidario fanático de la doctrina de «la tierra del em-perador» durante los últimos años de su existencia. Y como sus seguidores fueron la principal fuerza impulsora de la revolución Meiji, si él hubiera vivido y como era de esperar hubiera asu-mido la primera magistratura, cabe imaginar que el sistema Meiji se habría inclinado mucho más a la derecha, favoreciendo una soberanía imperial mucho más absoluta según los presupuestos de aquella doctrina extremista.

Otro ejemplo es que el emperador Kómei era partidario en-tusiasta de la proposición de «unidad entre la corte y el bakufu», aunque antes había estado en contra de la política de apertura del país a los extranjeros, practicada por el bakufu. Como el shogun Keiki Tokugawa era un progresista, si hubiese durado más el reinado de Kómei y el shogunato de Keiki (de hecho coin-cidieron sólo cuatro meses en una y otra dignidad), sin duda habrían sido capaces de romper el punto muerto y se habría rea-lizado una estructura poderosa de gobierno con la unión de la corte y el bakufu,15 De haberse establecido un sistema de abso-lutismo derechista, o la unión mencionada, el Japón seguramente habría necesitado, tarde o temprano, una segunda revolución. So-

15. El súbito fallecimiento de Shimazu Nariakira, que era firme parti-dario de la unidad entre la corte y el shogunato, también fue una circuns-tancia favorable al establecimiento del régimen Meiji.

LA REVOLUCIÓN MEIJI 107

bre todo en el caso de la supervivencia de Yoshida, el primer pe-ríodo Meiji se habría vinculado directamente con los primeros años del período Shówa y el Japón se habría destruido a sí mis-mo sin alcanzar ningún tipo de prestigio positivo en Occidente. ¿Sería demasiado abusivo considerar que la evolución de la his-toria japonesa dependió del fallecimiento de dos personalidades notables durante la revolución modemizadora y que debemos gra-titud a esas dos trágicas figuras?

IV

Si comparamos algunos de los aspectos de la historia japone-sa que acabamos de comentar con la historia de Inglaterra —com-paración que por razones de extensión no podrá ser sino consi-derablemente simplista—, veremos interesantes similitudes y pun-tos de diferencia. En primer lugar, en la historia inglesa Enri-que V I I sería tal vez una figura comparable a las de Hideyoshi o Ieyasu: en 1485 derrotó a Ricardo I I I , último soberano de la casa de York, inaugurando así la dinastía de los Tudor. Al mis-mo tiempo ordenó el licénciamiento de las tropas vasallas de la nobleza feudal. Hasta entonces la nobleza poseía verdaderos ejér-citos privados que llevaban su uniforme y lucían la insignia de su señor, pero Enrique V I I prohibió a todos sus súbditos, cual-quiera que fuese su categoría, rango o posición, que tuviesen vasallos en armas; de este modo monopolizaba el poder para sí mismo e instauraba la monarquía absoluta. Esta medida tomada por Enrique coincide con el «Edicto de la caza de espadas» pro-mulgado por Hideyoshi en 1588. Hideyoshi unificó el país y sometió más o menos a los daimyd, de modo que puede consi-derársele como el fundador de un feudalismo centralizado, con carácter de monarquía absoluta. Sin embargo, en Inglaterra el establecimiento de la soberanía absoluta debilitó el sistema feu-dal, mientras que en el Japón, a partir de los tiempos de Hide-yoshi y durante todo el período Tokugawa, el poder real estuvo en manos del sistema feudal centralizado bajo las órdenes de un kampaku o un shogun investido de una autoridad similar a la

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del monarca absoluto. Lo cual implica que el período de poder centralizado se abrió en Inglaterra un siglo antes que en el Japón.

En Inglaterra la monarquía absoluta llegó a su fin con la guerra civil de 1642 a 1660; en el Japón, el feudalismo centra-lizado terminaba con el estallido de la revolución Meiji, que in-troducía en el país unas estructuras políticas más modernas. Así, la implantación del gobierno moderno en el Japón llega con unos doscientos años de retraso respecto a la Gran Bretaña.16 De ma-nera análoga, en la época de los Tudor se inicia un período de grandes navegaciones y descubrimientos geográficos. En 1445 se descubría el cabo Verde en África, y en 1486 el cabo de Buena Esperanza. Otros descubrimientos fueron el de América por Co-lón en 1492, el de la ruta hacia la India por Vasco de Gama en 1498, y el del Brasil por Cabral en 1500; la circumnavegación del mundo por Magallanes tuvo lugar entre 1519 y 1522. Estos descubrimientos de nuevos continentes fueron realizados en su mayoría por portugueses, españoles y holandeses; los británicos iban muy rezagados, pero a partir de la segunda mitad del si-glo xvi Inglaterra empezó a apuntarse los primeros éxitos en la conquista de los nuevos continentes. Por ejemplo, en 1583 sir Humphrey Gilbert estableció una colonia en Terranova, y en 1584 sir Walter Raleigh fundó la colonia de Virginia. Al mismo tiempo, Inglaterra iniciaba una política de comercio exterior más activa; se fundaron numerosas compañías comerciales y se otor-

16. Una parte de los historiadores marxistas japoneses (la llamada fac-ción Roño) considera al régimen Meiji como un régimen moderno, aunque tarado por el absolutismo, y estiman que, para el Japón, el período moderno debe contarse inmediatamente a partir del final de la época feudal (el período Tokugawa). En cambio, la otra escuela principal de opinión (llamada la facción Koza) no considera el sistema Meiji como un régimen moderno (capitalista), sino como una monarquía absoluta, bajo el supuesto de que después del feudalismo el Japón pasó, como Inglaterra, por una época de absolutismo. Personalmente considero el régimen Meiji como parte de la era moderna, y el período Tokugawa como una era feudal con abundantes rasgos absolutistas. Es cierto que el bakufu Tokugawa no se dedicó a las actividades mercantilistas con tanto entusiasmo como la monarquía inglesa durante la era del absolutismo. Lo cual debe atribuirse, en parte, a la polí-tica aislacionista, aunque el capital comercial vinculado al shogun y a los señores feudales aumentó notablemente durante el período Tokugawa.

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garon concesiones monopolísticas a nobles y mercaderes cuyos intereses tenían vinculación con los de la familia real. Dicha tendencia se reforzó con la derrota de la «Armada Invencible» de los españoles. En 1600 se fundaba la Compañía de las Indias Orientales.

En contraste, los contactos del Japón con Europa occidental (principalmente con los portugueses) habían florecido desde antes del sistema feudal centralizado de Hideyoshi y de los Tokugawa, pero pronto el Japón se convirtió en una sociedad totalmen-te cerrada a las relaciones con el extranjero. La política aisla-cionista ya era absoluta hacia finales del siglo xvin, pero poco después se reanudaron los contactos con Europa occidental. Pese a sus diferencias en cuanto a exposición inicial a los contactos con los extranjeros, tanto el absolutismo inglés como la estruc-tura feudal centralizada de los japoneses empezaron a tamba-learse tan pronto como abundaron las relaciones con el resto del mundo.

Sin embargo, las circunstancias del colapso no fueron las mismas en el Japón que en Inglaterra. En el primero, la caída del régimen Tokugawa fue consecuencia de una presión exterior atribuible al atraso técnico existente; en Inglaterra esas presio-nes fueron internas. Hacia 1642, cuando empezó la guerra civil inglesa, la ciencia moderna aún se hallaba en la infancia. Co-pérnico había formulado su teoría heliocéntrica cien años antes (1543), y sesenta años antes (1583) Galileo había descubierto la ley del péndulo, pero aún no se conocía el cálculo diferencial ni el integral, ni la ley de la gravitación universal. Aunque exis-tían buques de guerra, naturalmente se trataba de veleros, ya que aún faltaban ciento sesenta y cinco años para la invención de la máquina de vapor, elemento motor de la flota que más tarde amenazaría a los japoneses. A diferencia del Japón, Ingla-terra no hizo la revolución para derribar el sistema absolutista con el fin de construir un país fuerte y capaz de oponerse a las presiones extranjeras; la estructura absolutista se pudrió por den-tro, tanto en el sentido espiritual como en el ideológico.

Como se ha mencionado antes, tras la destrucción de la «Ar-mada Invencible» Inglaterra incrementó sus actividades comer-

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cíales, y como consecuencia los mercaderes monopolistas, que te-nían relaciones de negocios con la monarquía absolutista y explo-taban concesiones especiales de ésta, entraron en conflicto con los capitalistas industriales no protegidos (la manufactura de la lana), los pequeños mercaderes y los yeomen o hacendados. Éstos controlaban el parlamento (la cámara de los comunes), de modo que hubo, conflicto político entre la facción monopolista y la facción parlamentaria. Además, muchos de los pequeños merca-deres, industriales y hacendados eran puritanos, así que se añadió el conflicto entre el puritanismo y la religión establecida. En consecuencia, la facción parlamentaria, de credo puritano y par-tidaria de las libertades y derechos populares, inició una revo-lución contra la facción realista, que tenía el respaldo de la igle-sia establecida y era partidaria de los monopolios y del despo-tismo. Después de largas luchas se llegó a una revolución bur-guesa que logró la caída de la monarquía absolutista y, tras el establecimiento de una soberanía limitada (monarquía constitu-cional), consolidó la política parlamentaria. Así pues, la revolu-ción inglesa fue consecuencia del auge de una nueva clase social, pero no iba dirigida a defender el país frente a una amenaza del extranjero, como fue el caso de la revolución Meiji.

Sea como fuere, ese tipo de revolución dio paso en Gran Bretaña al capitalismo moderno. Ahora bien, para que exista un capitalismo moderno han de existir dos tipos humanos, a saber: el capitalista deseoso de acumular capital, y por otra parte el obrero que trabaja constantemente. Pues, aunque haya obreros y capitalistas, si los primeros no procuran trabajar como no sea bajo la amenaza del látigo o del fusil, no hay modo de que pro-duzcan plusproducto. Recíprocamente, y aunque los obreros tra-bajen con disciplina, si los capitalistas dilapidan todo el plus-producto producido no se obtendrá una acumulación de capital. Para el establecimiento de un capitalismo moderno, en el senti-do de un sistema económico progresista donde hay acumulación de capital y donde la producción capitalista se lleva a cabo, año tras año, a gran escala, es preciso que tanto los capitalistas como los obreros sean de un carácter frugal.

Afortunadamente, el cristianismo era frugal. Sin embargo, en

LA REVOLUCIÓN MEIJI 111

el catolicismo la vida monástica quedaba aislada de la existencia cotidiana y la virtud de la frugalidad sólo era cultivada por los monjes en sus monasterios. De este modo, en el mundo católico el comportamiento frugal era cosa de religiosos, ajenos al mundo corriente, mientras que al pueblo lego no se le exigía frugalidad alguna. En la vida común, los agentes de la actividad económica no tenían necesidad de ser frugales, e incluso se toleraba cierta medida de despilfarro; en consecuencia el capitalismo moderno, cuya base es un estilo de vida frugal, no floreció bajo el catoli-cismo. Para que pudiese aparecer él capitalismo moderno era ne-cesaria una revolución religiosa; es decir, que la conducta frugal debía librarse de la reclusión monástica, borrándose la distinción entre lo sagrado y lo profano y permitiendo, en la vida cotidiana, la combinación del afán de riqueza con la frugalidad de cos-tumbres.

Esa liberación fue obra del puritanismo, precisamente, y el resultado fue una situación en la que el obrero «al menos du-rante las horas de trabajo, queda liberado de la constante preocu-pación de cómo ganar el salario acostumbrado con un máximo de comodidad y un mínimo de esfuerzo; al contrario, es preciso que el trabajo se lleve a cabo como si fuese una finalidad absoluta en sí mismo, una vocación».'7 Los empresarios, a su vez, dieron en considerar sus actividades lucrativas como el cumplimiento de una misión que les había sido asignada por Dios. Además, la frugalidad laica del puritanismo implicaba el rechazo de los pla-ceres y del consumo; en particular excluía por completo el con-sumo de lujo. Gracias a esta frugalidad fue posible la acumula-ción de capital, con lo cual se destinaban a usos productivos los capitales nuevos, convirtiéndolos a su vez en fuente de nuevos beneficios. La revolución religiosa derivada del protestantismo creaba así al moderno empresario y capitalista: un nuevo tipo humano que se caracterizaba por una fe sincera, y que pese a controlar grandes riquezas se contentaba con una vida de suma sencillez, en su afán por acumular capital.

17. M. Weber (traducción de Giddens), The protestant ethic and the spirit of capitalism, George Alien & Unwin, Londres, 1976, p. 61.

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Para que pudiese establecerse de este modo el capitalismo moderno, era necesario que ese tipo humano especial existiera ya y que la revolución religiosa hubiese ocurrido con anterioridad. Incluso Marx, que comparó la religión con el opio y la denunció con gran vigor, admitió este hecho (aunque no aprobándolo en su base religiosa, desde luego) cuando decía: «¡Acumulad, acumu-lad! ¡En eso se resumen Moisés y los profetas!». Parafraseando a Marx al modo weberiano, podríamos decir: «¡Sed frugales, sed frugales! ¡En eso se resumen Cal vino y los profetas!». Quere-mos decir que el capitalismo no puede establecerse allí donde no existe el espíritu de abstinencia. En 1642, cuando empezó la revolución burguesa en Inglaterra, habían transcurrido unos cien años desde la muerte de Lutero, unos ochenta desde la de Cal-vino y unos veinte desde la travesía del Mayflower a Norteamé-rica. Dicho sea de paso, ese año fue también el de la muerte de Galileo y el nacimiento de Newton. En orden de sucesión histórica, primero fue la revolución religiosa, luego la que im-plantó el capitalismo moderno, y finalmente llegó la ciencia mo-derna. Tras lo cual se inventaron varias máquinas de gran efica-cia, y se produjo la revolución industrial. Se observa que a par-tir de 1780-1800 la capacidad productiva de Inglaterra progresó a saltos, de manera intermitente; hubo de pasar más de un siglo, contando desde el final de la revolución inglesa en 1660, para que despegase realmente el capitalismo inglés. Es decir, que costó unos cien años el crear las condiciones del take-off.

Desde este punto de vista, la difusión del protestantismo (en su versión puritana) y el auge de la burguesía fueron condiciones previas para el establecimiento del capitalismo moderno en In-glaterra; en cambio la revolución Meiji no fue consecuencia de unos supuestos similares. En primer lugar el Japón no era un país protestante, naturalmente. En segundo lugar, y aunque du-rante los últimos años del período Tokugawa se hubiese forma-do, hasta cierto punto, una burguesía, ésta no fue tan poderosa ni tan militante como la inglesa. Buena parte de ella estaba a favor del régimen absolutista de los Tokugawa. La realidad es que durante el siglo x v m hubo pensadores como Ishida Baigan (1685-1744) que elaboraron una doctrina de la moralidad comer-

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cial. Afirmaron que las actividades encaminadas a ganar dinero, así como el ahorro con el propósito de acumular capital mediante la frugalidad, no eran inmorales en modo alguno, y se manifes-taron a favor de los esfuerzos por la consecución de beneficios, animando a los mercaderes a persseverar en ellos. Sin embargo, el hecho de que la actividad comercial desarrollada según estos principios bajo los Tokugawa fuese exclusivamente interior, da-das las condiciones de aislacionismo, implicó que los comercian-tes no adquiriesen ni la iniciativa ni el espíritu de aventura que suelen caracterizar a los que se dedican al comercio exterior. Por ello fue bastante natural que los mercaderes se mostrasen dóciles ante el gobierno Tokugawa y apoyasen el orden establecido, ya que el mantenimiento del status quo era indispensable para que •prosperase el comercio interior a escala nacional, e incluso du-rante las postrimerías del régimen Tokugawa, los ojos de los mercaderes japoneses apenas sé abrieron a las posibilidades del comercio exterior.

Tal era la situación cuando el Japón hubo de enfrentarse a las estupendas técnicas derivadas de la ciencia moderna. Los japo-neses pensaron ante todo en defender al Japón frente a técnicas de tal especie, a fin de preservar su independencia; la posibili-dad de realizar beneficios personales mediante el uso de esas téc-nicas aún no pasaba al primer plano. La cuestión que se planteaba era cómo reformar la estructura política del Japón para que el país pudiese dominar la técnica moderna y llegar a ser tan po-deroso como las naciones occidentales. Hemos visto cómo la revolución Meiji fue llevaba a cabo por los samurais de las cate-gorías inferiores y por elementos de la intelectualidad que po-seían cierto grado de conciencia nacional. Era natural que la clase burguesa, a la que apenas importaba otra cosa sino los beneficios personales obtenidos en el comercio interior, resultase bastante desfavorecida en una revolución así. Como consecuencia, la clase capitalista, fuerza propulsora del capitalismo, permaneció débil en el Japón durante mucho tiempo.

El gobierno y el sistema parlamentario de los ingleses resul-taron de un compromiso entre la autoridad real y la burguesía. La clase capitalista inglesa estaba dotada de una energía que dio

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100 POR QUÉ H A «TRIUNFADO» EL JAPÓN

empuje al desarrollo; en cambio la clase capitalista japonesa era escasa en número y carecía de influencia. Por ello el gobierno Meiji se vio obligado a tomar la iniciativa en la fundación de factorías modernas, para lo cual hubo de gravar al campesinado o recurrir a la impresión de papel moneda. Al cabo de poco tiem-po, no obstante, el régimen se vio en la imposibilidad de seguir administrando esta especie de capitalismo de estado, se produjo la inflación y se llegó a una situación de quiebra. Por tanto, el gobierno se vio obligado a saldar sus modernas factorías, pero como resultado no poco sorprendente de tan desesperada política se inauguraron perspectivas más prometedoras. Es decir, que los hombres que habían comprado a bajo precio estas factorías gu-bernamentales se vieron convertidos en grandes capitalistas de la noche a la mañana, con lo que una de las condiciones previas del capitalismo, la existencia de capitalistas poderosos, se realizaba de pronto en el Japón. Ahora bien, no se trataba de capitalistas enérgicos y capaces de oponerse al gobierno; puesto que muchos de ellos debían su propia existencia al favor del gobierno Meiji, siguieron acogidos al patrocinio del régimen y adoptaron una postura de lealtad y colaboración con respecto al mismo.

Ahora bien, si los capitalistas no hubiesen adoptado la creen-cia en la frugalidad, que es otra de las condiciones previas del capitalismo, sin duda éste no habría llegado al Japón. En aquella época, el budismo y el shintoísmo, religiones tradicionales, no ejercían mucha influencia en la vida cotidiana del pueblo nipón. Por el contrario, y como ya se ha comentado, el confucianismo había alcanzado una gran difusión debido a la política cultural del bakufu, y tenía gran arraigo entre el pueblo. El confucianis-mo se entendió en el Japón más como un sistema ético que como una religión, y enseñó directamente a los japoneses (o mejor di-cho, indirectamente a través del bushido o ética caballeresca) que el comportamiento frugal era un comportamiento noble. Por tanto, al término de la revolución Meiji el Japón cumplía ya el segundo requisito previo del capitalismo, aunque, dado que la frugalidad propugnada por el protestantismo era diferente de la confuciana, lógicamente el espíritu capitalista japonés no es idén-tico al de Inglaterra.

LA REVOLUCIÓN MEIJI 115

En el Japón el confucianismo subraya: 1) la lealtad al esta-do (o al señor), 2) la piedad filial, 3) la fidelidad a los amigos y 4) el respeto a los mayores. Por tanto, y de acuerdo con la ideología confuciana, era bastante natural que se desarrollase una economía nacionalista-capitalista basada en un sistema de anti-güedad y estabilidad en el empleo. (Además, muchos capitalistas de la época Meiji debían su existencia al favor gubernamental y, aunque sólo fuese por esta razón, colaboraban con las autorida-des.) El confucianismo siempre prestó gran atención a las rela-ciones mutuas entre las personas, y muy poca a la valoración del comportamiento individual en base a criterios tales como «el man-damiento de Dios»; el mundo confuciano sofoca el individua-lismo. Sin embargo el confucianismo era intelectual y racional, y por tanto compatible con la ciencia moderna. Inmediatamente después de la revolución Meiji, el Japón logró asimilar y absorber con sorprendente rapidez la ciencia de Europa occidental, y en el lapso de 1878 a 1900 el gobierno Meiji logró el «despegue» de la economía japonesa. De esta manera, se estableció una econo-mía capitalista dirigida por un espíritu muy diferente del que inspiró el capitalismo inglés, una economía que combinaba la men-talidad japonesa con la técnica occidental.

Por último debe observarse que, en el pensamiento político confuciano, son los burócratas, sometidos a una selección severa y competitiva, quienes desempeñan el papel más importante de la sociedad. Profundamente influida por dicho pensamiento, la era feudal Tokugawa vivió bajo el régimen burocrático, durante el cual un samurai era funcionario civil al mismo tiempo que oficial del ejército. El régimen Meiji fue una burocracia moderna desde sus comienzos. Por todo ello, no debe sorprendernos que el capitalismo japonés comenzase como un capitalismo de estado, una economía guiada y propulsada por burócratas.

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CAPÍTULO 3

E L I M P E R I O J A P O N É S ( I )

I

Concluida la revolución Meiji, el nuevo gobierno emprendió la construcción de un «estado moderno». En busca de un modelo para su estado moderno, el gobierno envió muchas misiones a Europa y a Estados Unidos. Y no sólo después de la revolución, sino incluso antes de ella, tanto el bakufu como los gobernadores de los grandes feudos habían despachado misiones secretas a las naciones adelantadas. Como se habían dado cuenta de que el pro-blema ya no estribaba en mantener el aislamiento o abrir el país, buscaban a tientas un tipo de estado moderno unificado y cómo crearlo. En esa época estaban teóricamente prohibidos todos los viajes al extranjero, y cuando los componentes de tales misiones se encontraban en lugares como Londres o París solían sonreírse con ironía.

Aquellos hombres regresaron enriquecidos en nuevos conoci-mientos e informaciones acerca del estado moderno. El régimen Meiji comparó y examinó toda esta información para calibrar qué países eran los más destacados y más adelantados en cada esfera, por ejemplo qué país era el mejor en lo tocante a siste-mas de educación, cuál tenía la mejor armada y cuál el mejor ejército. En cada país investigó la situación de asuntos como la policía, la industria y las finanzas. Con la información sobre estas

EL IMPERIO JAPONÉS ( i ) 117

cuestiones, reunida por sus agentes, el gobierno decidió el mo-delo a seguir para cada esfera. El sistema de educación promul-gado en 1872, por ejemplo, era una copia del sistema francés de distritos escolares. La armada imperial japonesa siguió el mo-delo de la Royal Navy, pero el ejército estaba más influido por el ejemplo francés. El telégrafo y los ferrocarriles siguieron el modelo británico, y las universidades el norteamericano. La cons-titución Meiji y el código civil eran de origen alemán, mientras que el código penal se inspiraba en el francés.

Así pues, el estado Meiji fue un cocido de lo británico, lo estadounidense, lo francés y lo alemán. En realidad, y dado que en aquella época los japoneses juzgaban preeminente a Gran Bre-taña en varias esferas, destacó la influencia inglesa, pero también podía observarse en el Japón una síntesis de las ideas estatalistas del tipo alemán, sobre todo en el concepto de «país rico y ejér-cito fuerte», un sistema jurídico francés y una orientación de tipo anglosajón en los negocios. No era de esperar que semejante síntesis estuviese libre de discordias y contradicciones, como tam-poco que un ejército francés y una marina británica pudieran coexistir felizmente. En efecto, hubo enfrentamientos y luchas internas entre las distintas esferas, y el Japón presentaba las apariencias de un país que fuese, como si dijéramos, una colonia cultural de las naciones adelantadas. Sin embargo, en aquel tiem-po los japoneses creían que la adopción de lo mejor en cada esfera tenía que redundar en la mejor recopilación posible.

Quedaba además el problema de si aquellos sistemas y aque-lla cultura de importación llegarían a afincar en el Japón re-sultando más idóneos para los japoneses que sus contrapartidas de origen autóctono. Por este motivo resultaba inevitable cierta dosis de compromiso y concesiones; en todo caso se imponía cierto grado de niponización o modificación según la tónica japo-nesa, de manera inevitable. Más aun, las condiciones en el Japón inmediatamente posterior a la revolución Meiji eran por supuesto distintas de las que existían en Gran Bretaña después de la guerra civil inglesa del siglo xvn. Por tanto, no era posible que el Ja-pón llevase a cabo una revolución industrial y se convirtiera en una primera potencia por la misma vía histórica que Gran Bre-

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tafia. El Japón estaba condenado desde el comienzo a seguir un camino diferente.

Dicha diferencia guarda relación con la naturaleza fundamental de la revolución Meiji. Como hemos dicho antes, ésta no fue una revolución de la burguesía, sino de los samurais de escasa categoría y de la inteliguentsia, con el propósito de construir un estado moderno. Sus protagonistas consideraron que el sistema feudal era un obstáculo para la modernización del Japón; el nuevo gobierno devolvió las tierras y sus habitantes al emperador, sus-trayéndolos a la jurisdicción del daimyb, impuso la abolición de los dominios y estableció prefecturas. Ahora bien, los industria-les, o sea los que iban a llevar el peso de la nueva era, no ha-bían surgido de entre las clases campesina, artesana o mercantil. Los miembros de éstas tenían escaso afán de libertad de empre-sa, y carecían de valor para introducir innovaciones. Al término de la guerra civil inglesa, consecuencia de la insurrección de las clases medias, el gobierno inglés no tuvo ninguna necesidad de inventarse a sus industriales; en cambio, en el caso del Japón la promoción de industriales fue una necesidad inmediata. Mien-tras los industriales privados fueron débiles, el mismo gobierno tuvo que desempeñar el papel de empresario. Si la revolución Meiji se hubiera producido un poco más tarde, es posible que el Japón se hubiera convertido en un estado socialista, o nacional-socialista; pero en su época el socialismo no era más que un pro-grama teórico. El Japón hubo de empezar como un país presi-dido por el capitalismo de estado.

El gobierno Meiji fundó aquellas empresas industriales de gestión estatal que le parecieron más importantes desde el punto de vista de la construcción nacional. Puesto que el gobierno es-taba constituido por miembros de la inteliguentsia (ex-guerreros en su mayoría), concienciados de la necesidad de una nueva era, la gestión de las empresas administradas por el estado quedó tam-bién en manos de este tipo de personas. Y como la ideología de éstas era la confuciana, también la ideología de los industriales pasó a ser el confucianismo. Todas estas empresas eran factorías de grandes dimensiones y necesitaban la organización y el trabajo disciplinado de grandes números de trabajadores. No obstante,

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como las clases campesina, artesana y mercantil de la época pre-sentaban escasa disposición hacia ese tipo de disciplina, al prin-cipio incluso los trabajadores hubieron de buscarse, principal-mente, en la clase de los guerreros (en las fábricas de seda, por ejemplo, las primeras operarías fueron las hijas de los guerreros). Esta especie de factoría gubernamental representaba el modelo fabril más adelantado del Japón de la época, lo cual equivale a decir que el capitalismo japonés comenzó a partir de un núcleo de factorías modelo regidas con arreglo a la ideología confuciana. Vemos, pues, que el Japón estaba condenado a seguir un camino totalmente distinto del que emprendió el capitalismo inglés, éste lanzado bajo las consignas del individualismo y del liberalismo y guiado por «la mano invisible de Dios».

Entre las diversas virtudes que destacaba el confucianismo chino, como la benevolencia, la rectitud, la gratitud, la sabiduría, la fidelidad, la lealtad y la piedad filial, el confucianismo japonés prefirió olvidar de un modo casi sistemático, a partir de las ideas de Shótoku Taishi, la benevolencia y la rectitud, para subrayar la lealtad, la piedad filial y la sabiduría. (En efecto, la palabra japonesa jingi, que literalmente significa 'benevolencia y rectitud', se aplica asimismo al código moral especial que rige en la sub-cultura de la delincuencia organizada.) Es decir que los japone-ses no entendieron nunca el individualismo occidental ni sintie-ron particular aprecio por el liberalismo. Sobre todo en los años del período Meiji y posteriores, en que hubo un rápido ascenso de las ideas nacionalistas, los japoneses valoraban especialmente «la ley y el orden», y tendían a pensar que el individualismo y el libe-ralismo eran obstáculos para «la ley y el orden». En el período de florecimiento del capitalismo de estado, los negociantes con éxito eran vistos como hombres que habían prestado al estado servi-cios valiosos; mientras que cuando se debilitó el capitalismo de estado y se desarrolló un sistema de libre empresa, los negocian-tes con éxito eran juzgados como granujas con suerte que habían hecho dinero guiados por la mano invisible de algún mal espíritu. En Estados Unidos, ganar dinero era uno de los métodos más eficaces para obtener la respetabilidad social, pero en el Japón el ganar dinero no era en modo alguno una condición suficiente

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para ser respetado por la sociedad. Y no sólo eso, sino que a menudo era incluso una condición merecedora de censura social, salvo matices más o menos importantes según la atmósfera social de cada momento. El pueblo japonés era muy consciente de la relación de toma y daca que ha de existir entre el ganar dinero y el respeto social. En consecuencia, los hombres de negocios se daban cuenta de que, aparte de ganar dinero, debían hacer «algo» a favor de la sociedad y del país, y consideraban que para al-canzar ese «algo» debían autolimitar, en cierta medida, su afán de ganar dinero.

Esta clase de mentalidad, que predominó en el capitalismo de estado desde los comienzos del período Meiji, era bastante coherente con los puntos de vista de los mercaderes del período Tokugawa en cuanto a la adquisición de riqueza. A comienzos de la época Tokugawa los mercaderes eran personas de baja ca-tegoría y por tanto no se les atribuía ninguna responsabilidad ética especial; es decir, que no tenía importancia si obraban con astucia para obtener un beneficio. Pero a mediados y finales del período Tokugawa ya existían grandes casas mercantiles, se ha-bían formalizado relaciones entre amos y sirvientes dentro de dichas casas, que además solían adoptar la ética confuciana, y dejaron de considerar la adquisición de riquezas y el bienestar material personal como finalidad única de sus existencias. Actuar movido únicamente por el propio interés era algo «sórdido», e incluso para un mercader era importante el sacrificarse por su ciudad y por su señor. Lealtad a la empresa familiar y, a través de ésta, servicio al pueblo, servicio al señor y servicio a la co-munidad a la que uno pertenecía, fueron las virtudes recomen-dadas también a los mercaderes.

Sin embargo, el gobierno Meiji no puso la industria en manos de este tipo de mercaderes de la época Tokugawa. Esos merca-deres tradicionales desde luego no eran hombres dados a la usura, y tenían un considerable sentido de servicio a la «sociedad»; pero la sociedad que ellos concebían no tenía un sentido amplio, como el que hoy identificamos con el estado moderno. No podían sentirse obligados con nada más amplio que su señor feudal, su ciudad y su propia casa, ni concebían que les incumbiese la

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obligación de convertir al Japón en un estado moderno mediante el establecimiento de empresas tales como los ferrocarriles, los telégrafos, los astilleros y la siderurgia; por otra parte, el capital que hubieran sido capaces de reunir habría resultado insignifi-cante en relación con lo necesario para construir empresas de dicha magnitud. Inevitablemente, su establecimiento debía correr a cargo del estado, empleando medios estatales. Aunque con el advenimiento del régimen Meiji el país se había abierto sin res-tricciones, esto se aplicaba sólo al terreno comercial; la apertura no llegaba al punto que el gobierno japonés admitiese la impor-tación de capital extranjero. Por consiguiente, tuvo que crear ese capital por sus propios medios. Pero la mayor parte de los in-gresos públicos de la época procedía de la contribución agraria, de manera que el gobierno aumentó las cargas y aplicó la recau-dáción a la puesta en marcha de varias empresas, por medio de esta especie de ahorro interior. Lo cual significa que tras los comienzos del régimen Meiji, la carga soportada por los campe-sinos fue tan pesada como lo había sido bajo el régimen feudal.

Otra fuente de capital para la industrialización fueron las rentas feudales. En la época de la abolición de los dominios, el gobierno se hizo cargo de las rentas que anteriormente pagaba cada dominio; en 1873 y 1874, entregó a los antiguos señores feudales y guerreros que habían renunciado a sus rentas títulos de la deuda por valor de unos cuatro a seis años de dicha renta. De esta manera, los guerreros se vieron en posesión de dinero, y sobre todo los antiguos señores feudales y los guerreros de más categoría se hicieron ricos de la noche a la mañana, e invirtieron estas riquezas en la industria. Los criterios inversionistas de estos hombres, a diferencia de los mercaderes, no eran económicos; las hicieron ateniéndose a lo que entendían que eran las necesidades nacionales y el interés nacional. Muchos de ellos poseían una conciencia nacional fuerte y una idea relativamente clara de lo que podía ser el interés nacional; en cambio no tenían ni idea de lo que era la rentabilidad de una industria individual, sobre todo a corto plazo. Fueron, en efecto, unos negociantes aficio-nados, muy a lo samurai.

Los cargos importantes del gobierno central estaban en ma-

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nos de samurais, y los más capaces de entre ellos fueron muy bien tratados por las autoridades; pero, por otra parte, el go-bierno había abolido el sistema de castas, a cuenta del principio rector de que el estado Meiji no iba a ser un estado feudal. Por esta causa hubo muchos descontentos entre la clase de los guerre-ros. Sobre todo en el caso de los samurais de inferior categoría, aunque habían recibido cuatro años de renta en dinero o en títu-los, esto era muy poco a cambio de no poder seguir disfrutando los privilegios de samurai. Pues, aparte las rentas, la condición de samurai había supuesto otras ventajas, y ahora se perdía todo en un solo golpe. Los elementos descontentos trataron de rebe-larse con cierta frecuencia.1 El gobierno estudió la posibilidad de enviar una expedición para entretener a aquellos samurais des-contentos. Un proyecto para atacar Corea, sugerido por Saigó Takamori, fue rechazado, aunque hubo una expedición contra Taiwan (1874).2 Al ver rechazada su propuesta Saigó, personaje que había desempeñado un papel destacado durante la revolución Meiji, dimitió de su cargo. Los guerreros descontentos le consi-deraron entonces como jefe suyo, hasta que en 1877 se produjo la rebelión de Satsuma. Es decir, que en diez años de funciona-miento el débil gobierno Meiji había 1) emitido grandes canti-dades de dinero y títulos de deuda para deshacerse de los antiguos samurais, 2) enviado una expedición militar al extranjero y 3) su-frido una guerra civil importante, varias insurrecciones y nume-rosas revueltas campesinas. En estas condiciones no ha de extrañar

1. El establecimiento del servicio militar por quintas fue una de las causas que contribuyeron al descontento de los samurais.

2. La crisis suscitada en el gobierno Meiji por la división entre las facciones pro y contrainvasión puede compararse hasta cierto punto con la que ocurrió más tarde, cuando los disturbios del 26 de febrero de 1936 (el golpe de estado Showa). Desde el punto de vista ideológico no hay tanta diferencia entre Itagaki Taisuke, quien reclamaba la invasión de Corea, para abandonar luego el gobierno como consecuencia de la disputa y fundar el movimiento Por la Libertad y los Derechos del Pueblo pasando a la actividad antigubernamental, y Kita Ikki, considerado como el inspi-rador intelectual de los jóvenes oficiales que protagonizaron la rebelión del 26 de febrero. Además, muchos de los variados movimientos derechistas japoneses durante el período Meiji (por ejemplo la Genyósha, la Kokuryükai, etcétera) eran herederos de la facción pro invasión de Satsuma.

EL IMPERIO JAPONÉS ( i ) 123

que se produjese una inflación, y hacia 1880 la política hacen-dística del gobierno estaba prácticamente en la quiebra.

Al gobierno no le quedó más opción que desprenderse de las empresas que administraba, y que fueron vendidas como parte de una serie de medidas deflacionistas. Desde la constitución del régimen Meiji, entre las personas próximas al gobierno figuraban algunos mercaderes que habían actuado como proveedores y que seguían en busca de concesiones y privilegios. Dichos mercaderes habían realizado los suministros al gobierno durante la campaña de Taiwan y la insurrección de Satsuma, lo que les permitió rea-lizar enormes beneficios. Cuando llegó la hora de saldar las minas y las factorías del gobierno (astilleros, fábricas de cemento y de vidrio, textiles, etcétera), éste cedió las empresas a muy bajo precio a esta especie de «mercaderes políticos», o a antiguos al-tos funcionarios. No se puede dudar de que muchas de estas em-presas eran muy poco rentables, de manera que el hecho de que algunas se cediesen a un precio tan bajo que prácticamente equi-valía a un regalo quizá no sea tan escandaloso como se afirma en ocasiones. En aquellos tiempos, no obstante, las empresas pú-blicas pagaban salarios muy superiores a los de las compañías privadas, lo cual había contribuido a la baja rentabilidad de las primeras. Con la privatización de las mismas se normalizaron los salarios, y todas aquellas explotaciones se revelaron económica-mente viables. De este modo, muchos de los llamados «merca-deres políticos» en cuyas manos cayeron las empresas del go-bierno se vieron de súbito convertidos en grandes capitalistas industriales;_ entre ellos había nombres como Mitsui, Mitsubishi, Furukawa, Kuhara y Asano. Además de concederles protección oficial, el gobierno les ayudó facilitándoles personal capacitado. Así lograba crear un núcleo de capitalistas industriales que se lo debían todo, y que en adelante escucharían con atención lo que tuviera que decirles el gobierno.

Kawasaki Masayoshi, por ejemplo, era vicepresidente de la naviera Japan Postal Steamship Company,3 y descendía de una

3. Debido a que en los mercados internacionales las empresas japo-nesas se conocen por su denominación inglesa, ésta ha sido conservada en la presente traducción. (N. de ed.)

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familia de guerreros oriunda del dominio de Satsuma. En 1878 alquiló terrenos de propiedad gubernamental para construir los astilleros Kawasaki Shipbuilding Yard. En 1884 el negocio estaba próximo a la quiebra, pero fue salvado por la ayuda del gobier-no. En 1886 pudo comprar a un precio ridiculamente bajo los astilleros gubernamentales Hyógo Shipyard, con lo que, en el momento de hacerse cargo de las instalaciones y del personal, se veía dueño de unos astilleros importantes. Desde ese momento hasta el comienzo de la guerra del Pacífico, e incluso durante las épocas de depresión, nunca le faltaron pedidos con que tener ocu-pada su empresa, pedidos que procedían de la armada.

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La creación, por este sistema, de lo que podríamos llamar «el capitalista industrial bien dispuesto», hubo de repetirse en el decenio de 1930, esta vez por cuenta de los militares. Los zai-batsu4 fomentados por el gobierno Meiji siempre habían colabora-do con las autoridades. Durante el período Shówa,5 no obstante, empezó una época casi podría decirse de gobierno dual. Aunque la nueva dualidad no fue tan explícita como la del período To-kugawa, cuando la corte imperial no era más que el gobierno de nombre, y el régimen militar del shogunato Tokugawa era el gobierno efectivo, no obstante la autoridad oficial se debilitó mu-cho en los años treinta, y los militares asumieron la mayor parte del poder político. En colusión con un grupo de jóvenes buró-cratas —los llamados burócratas renovacionistas—, el ejército trató de limitar el poder del emperador, los principales estadis-tas, los partidos políticos y los burócratas conservadores. Al co-mienzo del período Shówa los militares eran en realidad como

4. Palabra japonesa que significa 'familia dotada de una gran fortuna', con la que se designa los grandes conglomerados de empresas industriales o financieras típicos del Japón, habitualmente vinculados a una gran fami-lia fundadora del grupo y que le da su nombre. (N. de ed.)

5. El período Showa («período de brillante armonía») se inició en 1926 con el acceso de Hiro Hito al trono imperial. (N. del T.)

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un gobierno de primera categoría, mientras la autoridad civil tenía que resignarse a ser un gobierno de segunda.

Los zaibatsu creados por el gobierno Meiji fueron leales a las autoridades desde el primer momento y se habían desarrollado bajo la protección de éstas alcanzando dimensiones enormes. Cuan-do se vieron grandes y fuertes, los zaibatsu controlaron a su vez al gobierno, a través de los partidos políticos. Los militares odia-ban a los zaibatsu, que para ellos se identificaban con el gobierno conservador. La extrema derecha y los militares criticaron a los zaibatsu, y en 1932 caía asesinado por los derechistas Dan Taku-ma, gerente de la compañía Mitsui. Al mismo tiempo, los miem-bros de los zaibatsu albergaban una sincera antipatía hacia los militares.

Éstos se veían en la necesidad de crear capitalistas industria-les, nuevos zaibatsu, cuya lealtad estuviese reservada al ejército. Tenían que cultivar negociantes poderosos, dispuestos a colaborar en la empresa de Manchuria. Más exactamente, se precisaban in-dustriales de esta especie para atender a nuevos campos, como la industria química a gran escala, la industria eléctrica y las re-lacionadas con la producción de armamento. Así prosperaron bajo la protección de los militares compañías como Nissan, Nihon Chisso (Nitrógeno del Japón), Nihon Soda (Soda del Japón), Shówa Denkó (Eléctrica Shówa), cuyos capitales se reunieron acu-diendo a emisiones públicas en el mercado de valores. La estrecha relación con los militares les valió diversas concesiones, con lo que estaba asegurada su lealtad.

Armados con la lealtad de los nuevos zaibatsu, los militares implantaron su política de «país rico y ejército fuerte», de ma-nera que el gobierno y los zaibatsu tradicionales no tuvieron más remedio que marcar el paso.6 En esta situación, a los zaibatsu antiguos y a los nuevos no les bastaba con suministrar las mer-

6. En 1937, la Nissan (Nihon Sangyo) se estableció en Manchuria y cambió su denominación a Manchurian Heavy Industries Company. El ex-tremo trato de favor que recibió la Nissan en esta época motivó la envidia de los demás zaibatsu. Por aquel entonces acababa de pasar dificultades financieras, y el negocio de Manchuria la revitalizó. Después de esto, todos los zaibatsu colaboraron con los militares y con el gobierno en la expío-

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candas que demandasen el gobierno y los militares; tenían que estar siempre pendientes de ellos y asegurar que sus empresas estuviesen en correspondencia con el interés nacional, sin lo cual los nombres de dichas empresas seguramente serían borrados de la relación de proveedores patrocinados. Así pues, la demanda del gobierno y la de los militares quedaban atendidas en su ma-yor parte por los zaibatsu, nuevos o antiguos; de esto resultaba una demanda derivada de bienes y servicios a suministrar por ellos, y dicha demanda derivada tenía repercusiones en cada rama industrial. Por este camino, todas las industrias, cualesquiera que fuesen, tenían alguna relación con el gobierno.

Por lo demás, en los setenta y siete años de 1868 a 1945 el Japón intervino en diez guerras importantes (la expedición con-.tra Taiwan en 1874, la rebelión de Satsuma en 1877, la guerra chino-japonesa de 1894 a 1895, la guerra ruso-japonesa de 1904 a 1905, la primera guerra mundial de 1914 a 1918, la expedición siberiana de 1918 a 1925, las expediciones de Shantung de 1927 a 1928, el incidente de Manchuria de 1931 a 1933, el incidente de China de 1937 a 1941, y la segunda guerra mundial de 1941 a 1945), que totalizaron unos treinta años de conflicto armado. Al comienzo de este período el Japón apenas poseía potencia mi-litar, pero a lo largo del mismo se convirtió en la tercera potencia naval y la quinta fuerza militar del mundo. Y no sólo domine Corea y la región de Manchuria, sino que finalmente logró so-meter a su esfera de influencia gran parte de Asia. Además, du-rante esa época su PNB aumentó a un ritmo relativamente eleva-do. Este desarrollo económico ciertamente no se obtuvo mediante el empleo del mecanismo de libre juego de la economía, sino que fue resultado de las manipulaciones e influencias ejercidas sobre la economía por el gobierno o por los militares deseosos de cu-brir determinadas metas nacionales. En su etapa final este tipo de capitalismo de estado llegó a transformarse en una economía

tación de los territorios ocupados durante la guerra con China. Para la puesta en práctica de la política oficial se crearon dos grandes organizaciones, la North China Development Company y la Central China Promotion Company.

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controlada; puesto que los dirigentes de las empresas privadas habían demostrado desde el primer momento su fácil sumisión al gobierno del que dependían —al menos, no hubo muchas mues-tras de resistencia—, era lógico pasar a controlar aquella indus-tria dependiente de las orientaciones administrativas.

Bajo un sistema de libre empresa, donde el empresario posee un fuerte espíritu de independencia y autonomía, probablemente no es posible lograr ese tipo de desarrollo económico a largo plazo, fundado en la orientación por parte del gobierno. Pero en una economía cuyo credo era la ética confuciana, que pensaba siempre en el país y donde las principales empresas eran dirigidas por negociantes con mentalidad de samurai y por consiguiente leales al gobierno, tal tipo de desarrollo era posible, como así se evidenció. En esa clase de economía el mecanismo de los precios apenas desempeñaba un papel importante, y las cuestiones de ver-dadero interés eran cómo obtener el capital necesario para aten-der a la demanda del gobierno, a qué industrias dirigir dicha demanda y cuál sería la naturaleza de la demanda generada a su vez por las empresas adjudicatarias de esa demanda guberna-mental, todo ello en relación con el principio keynesiano de la demanda efectiva. Las empresas que recibían los favores del go-bierno engordaban, produciéndose situaciones de oligopolio o mo-nopolio; estas empresas no entraban en luchas competitivas que quizás hubieran mejorado la eficacia económica, aunque utiliza-ban diferentes recursos de competencia no económica para obte-ner las contratas gubernamentales. El mecanismo del mercado no funcionaba por completo, ni se asignaban los recursos de una manera satisfactoria. Pese a todo ello, realmente el Japón logró establecer en un tiempo bastante corto un gran sector monopolís-tico y el sector de los zaibatsu como núcleo de su economía.

Es decir, que el gobierno japonés tenía una parcialidad espe-cial a favor de un grupo limitado de empresas. Con las demás se mostró de una dureza inaudita. Pero esta especie de favoritis-mo era más o menos inevitable, e incluso era un medio racional para que el gobierno pudiese alcanzar sus objetivos. El punto de mira invariable de los distintos gobiernos, desde la revolución Meiji en adelante, era hacer del Japón un país fuerte con una

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potencia militar de primera y una industria de primera: un país que no pudiera ser derrotado por las naciones adelantadas de Europa y América. Sólo había dos fórmulas para conseguirlo. La una era seguir adelante con una modernización uniforme de todo el país, sin hacer distinciones. La otra era formar en el mundo industrial japonés unos equipos representativos, elevarlos a la primera división mediante un entrenamiento especial y luego am-pliar la plantilla del equipo. Bajo la primera fórmula habría de pasar mucho tiempo antes de que el Japón pudiese contar con empresas de primera categoría, empresas de las que el Japón no tuviese que avergonzarse cuando salieran al mundo; pero con la segunda fórmula se podía crear, en un tiempo bastante breve, el núcleo reducido de un «sector moderno» y de nivel mundial. Más adelante, el gobierno podría impulsar la modernización en todo el país, mediante sucesivas ampliaciones de dicho núcleo.

El gobierno japonés adoptó como política de desarrollo la segunda fórmula, pues su criterio era que una situación en la que algunos sectores japoneses estuviesen al mismo nivel que los de Inglaterra, y otros muy retrasados, era preferible a desarrollar todos los sectores de la economía de manera que la disparidad entre ambas naciones se redujese, digamos, en sólo un 10 por 100. En consecuencia, actuaba con parcialidad en sus negociaciones con las empresas, pero esto no sólo era apoyado por las que re-cibían trato de favor sino también por las desfavorecidas. Podría-mos decir que había un consenso nacional en cuanto a la necesi-dad de disponer pronto de un equipo fuerte de empresas repre-sentativas. Es como cuando se envían deportistas representativos a los Juegos Olímpicos: sólo ellos reciben trato privilegiado, sin que a los no seleccionados se les ocurra quejarse. Y tampoco se quejaban las empresas no elegidas; no era demasiado difícil obte-ner ese tipo de consenso nacional, en un país regido por la ética confuciana. Los no elegidos se «resignaban a su suerte», como si dijéramos.

Y sin embargo, la concesión de un tratamiento privilegiado a un grupo de representantes destacados suponía, inevitablemen-te, una explotación adicional para los demás. Obvio es decir que los más desfavorecidos fueron los campesinos; pero también ellos

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se conformaban con su suerte. En último término, eran de es-perar algunas resistencias, rebeliones y disturbios por parte de un sector del campesinado, pero fueron casos excepcionales. La agricultura cumplió con su obligación y sobrellevó el mayor peso de la explotación. No obstante, era imposible conseguir el desarro-llo del país sobre la única base de una explotación ilimitada del agro y de un sacrificio ilimitado por parte de los campesinos; a no tardar, el gobierno tuvo que buscar otras posibilidades de ex-plotación. Con su victoria en la guerra ruso-japonesa, el Japón había establecido un dominio firme en Manchuria, privilegio que le fue reconocido por las grandes potencias, e incluso por la pro-pia China. Además, en 1910 los japoneses se anexionaron Corea. Tenemos así al Japón convertido en un imperio colonial, con extensas zonas nuevas que explotar. El pueblo de Corea se vio obligado a colaborar, sin que se le ofreciese gran cosa a cambio, en la gran tarea de levantar en el Japón el núcleo de un «estado moderno» que pudiese plantar cara a Occidente, y de aumentar año tras año las dimensiones de ese núcleo. Tanto en Corea como en Taiwan se implantó una dura discriminación racial; en el pe-ríodo de 1910 a 1925, los salarios pagados a los nativos eran, distrito por distrito, un 60 por 100 de los que percibían los trabajadores japoneses en la misma actividad, y era bastante ha-bitual que dicha cifra disminuyese incluso por debajo del 50 por 100 (véase la tabla 1).

Las empresas japonesas realizaron tremendos progresos en estas colonias, pues podían contar con la disparidad de los sala-rios, como se ha dicho. Además los japoneses llevaron a cabo una extensa reforma del catastro en Corea, y muchos coreanos fueron despojados de sus propiedades. El arroz coreano era com-prado a bajo precio para despacharlo al Japón. Los obreros corea-nos que emigraban al Japón sufrían duras discriminaciones, tanto en el aspecto de los salarios como en las condiciones de vida den-tro de la comunidad japonesa. Después del gran terremoto de Kanto en 1923 circularon rumores falsos diciendo que los corea-nos planeaban aprovechar la oportunidad para provocar una insu-rrección, y 6.000 coreanos inocentes que vivían en la zona de Tokio fueron detenidos y asesinados, incluyendo algunos japone-

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ses que murieron porque fueron confundidos con coreanos. El go-bierno Meiji había abolido la estructura de castas del sistema feu-dal, pero con sus victorias en guerras imperialistas creaba una nueva estructura discriminadora, que clasificaba despiadadamente a las personas en función de su raza. Así respaldado por una nueva zona de explotación, el gobierno realizó paso a paso lo que juz-gaba ser «el interés nacional»; al menos hasta 1920 el mecanismo funcionó bastante bien.

A partir de la época Meiji la vida cotidiana del pueblo japonés experimentó una notable occidentalización, bajo el título de «civi-lización e ilustración». Durante algún tiempo, hacia el decenio de 1880, las autoridades incluso fomentaron una política de occiden-talización a ultranza, tanto de los hábitos de consumo como de la cultura en general, pero luego se dieron cuenta de que un estilo de vida de ese tipo quizás acarrearía la extinción del «espíritu» japonés, y decidieron estimular la conservación del estilo y cos-tumbres tradicionales. Por otra parte, el pueblo no se avenía a la occidentalización total de su estilo de vida; individualmente los japoneses acabaron por llevar lo que llamaríamos una doble vida, es decir que adoptaron el estilo occidental en aspectos tales como la vestimenta, la alimentación y la construcción de viviendas, al tiempo que seguían observando las costumbres japonesas tradicio-nales. Se aceptaba el estilo de vida occidental sin dejar de conser-var las tradiciones, sistema dual que obligaba a tener dos series de artículos: traje y quimono, vajilla y cubertería para comer al estilo occidental, y otro juego de enseres para las comidas tradi-cionales japonesas, muebles para las habitaciones puestas al modo occidental y muebles para las de estilo japonés... lo cual no dejaba de influir en los gastos; pero los japoneses prefirieron esa duali-dad, antes que reducirse a lo exclusivamente occidental o lo pu-ramente japonés. Lo occidental simbolizaba el progreso, lo orien-tal la prueba de que se deseaba afirmar la condición japonesa. En consonancia con la consigna del gobierno «espíritu japonés y efi-cacia occidental», este estilo dual se hizo connatural en el modo de vivir de los japoneses.

Por otra parte, esa dualidad de estilos explica ciertos elemen-tos del dualismo que se desarrolló en la industria. Como los japo-

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neses no desarrollaron las técnicas para la producción a gran esca-la de los bienes de consumo del estilo de vida tradicional, dichos bienes eran fabricados siempre por pequeñas empresas, cuya pro-ductividad era muy baja. Pero incluso los bienes de consumo pro-pios del estilo de vida occidental no se producían todos, necesa-riamente, en grandes factorías, pues en algunos casos la escala óp-tima de producción era la de la pequeña empresa. Las cerillas, por ejemplo, fueron fabricadas al principio en una gran factoría, sim-plemente porque eran un artículo occidental; pero cuando se com-prendió que la escala óptima para la fabricación de cerillas era una explotación pequeña, subdividieron en varios el establecimien-to inicial.

Llamemos ahora empresas tipo A a las de pequeñas dimen-siones que manufacturaban artículos tradicionales, y tipo B a las que producían bienes de consumo de estilo occidental, pero que eran pequeñas por razones de economía de escala. De entre las del tipo A, algunas tenían sus contrapartidas occidentales en em-presas grandes, y es poco probable que las pequeñas hubieran sobrevivido, a no ser por la mencionada dualidad en los hábitos de consumo y estilos de vida de los japoneses. La producción simultánea del mismo artículo, o de artículos de idéntico uso, en empresas grandes y también medianas o pequeñas de productivi-dades diferentes es lo que podríamos llamar dualismo (o duali-dad) de la producción; observamos que en el Japón esa dualidad del consumo sirve para exacerbar el grado de dualidad de la pro-ducción. Por consiguiente, ésta era también, en parte, uno de los resultados de la política de «espíritu japonés y eficacia occidental».

Por otra parte se desarrollaba una tercera especie de empresa mediana o pequeña, que es la que llamaremos empresa de tipo C. Se trataba de las subcontratistas de la gran factoría manufacture-ra, y existían en campos tales como la construcción de máquinas, la construcción naval, la fabricación de vehículos y el aparellaje eléctrico. Dichas empresas fabricaban sobre pedidos de las gran-des compañías. En muchos casos éstas se hallaban relacionadas con el gobierno, mientras que las subcontratistas eran empresas totalmente independientes, aunque recibían asistencia técnica y financiación de la principal. En algunas ocasiones, más bien pocas.

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una empresa del tipo C que tuviese éxito con sus inventos o inno-vaciones podía convertirse por sus recursos propios en una gran empresa, pero la mayoría tenían que resignarse a tapar huecos entre la demanda de los tiempos de prosperidad y la de las épocas de depresión. Si la gran empresa hubiera dimensionado su activi-dad conforme al nivel de demanda de los tiempos prósperos, al llegar la depresión se habría visto obligada a fuertes reducciones en el número de sus empleados; por tanto, la dirección prefería mantener la escala de producción en correspondencia con los nive-les de demanda de las épocas de depresión, poco más o menos. Normalmente, esto implicaría la existencia de una demanda que no podría ser satisfecha por la gran empresa; para atender a ella se pasaban pedidos a las subcontratistas. El empresario subcon-tratista se defendía bien en épocas de prosperidad, pero cuando llegaba la recesión recibía todo el golpe y quedaba a las puertas de la quiebra. En cambio, el funcionamiento de la gran empresa descansaba en una base muy sólida y estable. La empresa principal controlaba a las subcontratistas no sólo en los aspectos técnico y financiero, sino también en cuanto a la intervención personal. Los empleados de la gran empresa convertidos en directores de una subcontratista eran como los oficiales del ejército enviados al fren-te; existía una gran probabilidad de morir en la batalla, pero tam-bién era posible regresar a una posición distinguida en el cuartel general, si uno se portaba bien durante la pelea.

Estos tres tipos de empresas medianas y pequeñas vivían en régimen de fuerte competencia entre sí. Los productos se vendían baratos, el margen era pequeño y los salarios muy bajos. Se estaba en un mundo bastante diferente del sector de los zaibatsu. Y más lejos aun, en el trasfondo y más allá del sector industrial, estaba la agricultura. El sector industrial creció mediante la utilización del sector agrícola como fuente de mano de obra; a medida que se desarrollaba la industria se contraía el sector agrícola, al menos en sentido relativo. En 1904, el 64 por 100 de las economías domés-ticas japonesas vivían de la agricultura, pero veinte años más tarde (1925), dicha cifra se había reducido al 49 por 100. Dentro del sector agrícola disminuyó el porcentaje de campesinos pro-

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pietarios de sus tierras,7 aumentando en correspondencia el núme-ro de arrendatarios y aparceros. Los propietarios incapaces de sos-tener su explotación se convertían en aparceros, y los que no podían sobrevivir como aparceros emigraban a las ciudades para vender su fuerza de trabajo. La industria se desarrollaba a expen-sas de la agricultura, y dentro de aquélla aumentaba constante-mente el sector dominado por las grandes empresas. La aspiración de los japoneses, y su éxito, fue la creación de una fuerza militar por medio de este mecanismo (antes de la guerra), o de grandes compañías (especialmente después de la guerra), que pudieran, en uno y otro caso, compararse favorablemente con lo que tuvie-sen los principales países occidentales. Los productos de su sector moderno han aportado a los japoneses grandes satisfacciones, in-cluso cuando no se trataba de productos que pudiesen consumir ellos, como los aviones de caza Zero, o grandes acorazados como el Y amato. Pues éstos significaban que las fuerzas armadas y el sector de las grandes empresas eran capaces de competir con los de Occidente, y por ello la gran mayoría del pueblo se conforma-ba con vivir explotada por esos dos grupos, y colaboraba de buen grado con el desarrollo de los mismos.

I I I

Cuando el gobierno Meiji, en su propósito de construir un estado moderno, vio que eran demasiado pocos los empresarios con capacidad para dirigir empresas modernas, al mismo tiempo también hubo de advertir que no había empleados administrativos ni obreros en número suficiente. Como hemos visto, fueron los guerreros desempleados por la abolición de los dominios quienes primero se hicieron empleados. Y cuando hicieron falta obreras, se recurrió principalmente a las hijas de los samurais de menor categoría. Por consiguiente, al comienzo del período Meiji no sólo el capital para la fundación de las empresas provenía del esta-

7. En 1899 era del 35,4 por 100 y fue disminuyendo al 33,4 por 100 en 1910, al 31,1 por 100 en 1925 y al 30,9 por 100 en 1935.

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do, sino que hasta los mismos empleados eran samurais en gran parte, y por tanto dotados de una fuerte conciencia nacional. Cuan-do ingresaban en el mundo de la producción lo hacían por sí mis-mos y por el bien de la nación. Muchas de las empresas adminis-tradas por el estado se convirtieron más tarde en núcleo de un zaibatsu o se adherían a una de estas organizaciones. Es decir que los individuos deseosos de promover la construcción de un nuevo Japón estaban concentrados en el sector de los zaibatsu, mientras que los otros sectores, los tradicionales, recogían a los descendien-tes de los campesinos, artesanos y comerciantes de la época feudal. Los ex-guerreros y sus hijas poseían un nivel de educación rela-tivamente elevado y tenían un alto concepto de sí mismos.

A pesar de todo, en aquella época eran sumamente escasos los obreros dotados de disciplina y capacidad. En consecuencia, los principales problemas de los directores de las empresas modernas eran 1) cómo conseguir un número suficiente de tales trabajadores para su empresa y 2) una vez conseguidos, cómo lograr que tra-bajasen en la empresa durante un tiempo, en vez de irse a otra. Para el gobierno, este problema se condensaba en la reproducción a gran escala de este tipo de mano de obra. Por este motivo, desde el primer momento los esfuerzos de las autoridades se encamina-ron a poner en pie un sistema de educación.

La instauración de un sistema educativo moderno fue empren-dida por el gobierno mediante la promulgación de la Gakusei (ley de educación) de 1872. En la misma se disponía la división del territorio en unos cincuenta mil distritos de educación primaria, calculados a razón de un distrito cada seiscientos habitantes. Para la efectividad de la asistencia obligatoria se construiría una escuela elemental en cada uno de esos distritos; además la educación im-partida sería normal, sin diferencias de clase social, ascendencia ni sexo.8 En 1873 sólo un 28 por 100 de la población infantil esta-ba escolarizada, pero en 1882 ya era un 50 por 100, en 1885 un 67 por 100, y en 1904 se alcanzó un 98 por 100. Estas cifras

8. Obsérvese que el Japón implantaba este sistema de educación obliga-toria sólo dos años después de la promulgación de la Education Act britá-nica y siete años después de la abolición de la esclavitud en Estados Unidos.

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muestran la notable celeridad con que se implantó la enseñanza elemental obligatoria, lo cual confirma que la población apoyaba los planes gubernamentales de construcción de un estado nacional fuerte. No obstante, era imposible que los efectos de este sistema de educación se dejasen sentir en seguida, por lo que durante el período Meiji siguieron escaseando los obreros aptos y discipli-nados.

Hasta mediados de la época Meiji, las empresas privadas reclu-taban la mano de obra siguiendo métodos tradicionales. Había jefes de cuadrilla que disponían de cierto número de obreros, hasta varios centenares en algunos casos. La empresa contrata-ba toda la operación con el jefe de cuadrilla, pagándole una cantidad determinada, y éste se encargaba de repartir el traba-jo así como el dinero recibido. Estos jefes de cuadrilla iban a buscar obreros entre las familias pobres de las aldeas. No obstan-te, como el nivel de cualificación de estos trabajadores era muy bajo, las empresas experimentaban las dificultades consecuentes a la falta de personal capacitado. Por ello, durante las postrime-rías del siglo xix y comienzos del xx no era infrecuente que las empresas les «robasen» los trabajadores a otras empresas. Esto dio lugar a que se intentase propagar un «espíritu de lealtad» a la empresa, en el afán de asegurarse «trabajadores estables» durante un tiempo suficiente. El «Edicto imperial a los soldados y mari-nos», así como el «Decreto imperial sobre educación» fueron pro-mulgados por el emperador en 1882 y 1890, respectivamente; el gobierno procuraba implantar en el pueblo la moralidad con-fuciana, con la lealtad al estado en primer plano de la misma. Era fácil derivar de ella, por analogía, un «espíritu de lealtad» a la empresa. Como resultado de la enseñanza elemental obligato-ria, ahora recibía una educación confuciana toda la población, y no sólo los samurais. Pero aun así, el espíritu de lealtad seguía siendo un artículo más bien escaso, al punto que las empresas hubieron de conceder remuneraciones especiales para procurárselo. De este modo se introdujo la escala de salarios por antigüedad.

Como era de esperar, dicha escala por antigüedad se intro-dujo primero para los empleados administrativos de las grandes compañías. Eran éstas las que presentaban una apariencia de dig-

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nidad y podían exigir un espíritu de lealtad a sus empleados, y los de oficinas eran los nuevos samurais. Desde luego, y dado que en el Japón quedaban todavía muchas reminiscencias de la sociedad feudal, también existía cierto espíritu de lealtad para con el amo de la empresa entre los empleados de las medianas y pequeñas; pero como estos amos no tenían los medios financieros para pagar el espíritu de lealtad, los sistemas de escala de salarios por anti-güedad y permanencia vitalicia en el empleo no se introdujeron en dicho tipo de empresas. En el sector de las grandes compañías, y puesto que éstas compraban el sentimiento de lealtad a través del sistema de remuneración a la antigüedad, exigían a cambio la per-manencia en la empresa durante toda la vida. Cuando un emplea-do abandonaba su empresa para ingresar en otra sin el pleno con-sentimiento de su patrono, se le juzgaba como a alguien que había dejado la casa «en circunstancias no armoniosas» y quedaba mar-cado como «traidor». Las demás grandes compañías eran poco propensas a dar trabajo a «traidores» de esta especie, ya que el romper las reglas podía suponer una guerra a gran escala entre ellas para quitarse mutuamente los trabajadores, lo cual resultaría sumamente perjudicial para todas.

Por tanto, los llamados «traidores» no tenían más remedio que buscar trabajo en el sector de la empresa mediana y pequeña. Ya no había lugar para ellos en el espléndido mundo de las grandes compañías que producían artículos modernos y aspiraban a com-petir en condiciones de superioridad con las empresas de los paí-ses occidentales adelantados, en el equipo que representaba a la industria japonesa en lucha por el bien del país y que era el depositario de todas las aspiraciones del pueblo japonés. En con-secuencia era poco probable que apareciesen tales «traidores»; la mayoría de las personas, una vez conseguido el empleo en una gran empresa, se aferraría firmemente a su permanencia en tal sector durante el resto de sus vidas, aun cuando pudiesen tener algunos motivos de descontento. En la pequeña y la mediana em-presa, el mercado del trabajo siempre estaba abierto, pero la ocasión de entrar en una gran compañía sólo se presentaba una vez en la vida, al término de los estudios del oficio o carrera. En este sentido, la élite del mundo industrial japonés —los empleados

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de las grandes empresas— no tenía, ni tiene, libre elección de empleo. Lo mismo que sus padres trabajaron para el señor del dominio [daimyd), ellos dedican toda su vida al nuevo señor feu-dal, la compañía.

Mientras las naciones de Europa dilapidaban sus energías en la carnicería mutua de la primera guerra mundial, la economía ja-ponesa penetraba en el mercado chino y en otros, y alcanzaba un desarrollo notable. En las grandes empresas de la época, la obten-ción de mano de obra calificada era un problema candente; los sistemas de empleo vitalicio y escala de salario por antigüedad, al principio exclusivos de los empleados, hubieron de ser amplia-dos a los obreros. No obstante, el sistema de escala por antigüedad era antieconómico. Se pagaban salarios altos a los trabajadores antiguos por la simple razón de que eran antiguos; esto recargaba innecesariamente los costes salariales. En compensación era pre-ciso reducir los salarios de los recién ingresados, pero al hacerlo así la empresa corría el riesgo de que los jóvenes prefiriesen tra-bajar en otra compañía, de manera que esa reducción de los sala-rios iniciales no podía ser muy importante. Ahora bien, si los salarios de los principiantes eran demasiado altos, los empleados de gran antigüedad acabarían percibiendo remuneraciones muy superiores al valor de su aportación productiva.

A fin de eliminar esta debilidad del sistema de escala por an-tigüedad, la empresa hubo de potenciar la formación en el puesto de trabajo; de este modo, la formación profesional interna con-seguía que a una mayor antigüedad le correspondiese una mayor capacitación y profundidad de conocimientos. En una sociedad confuciana, donde es obligado el respeto a las personas de edad, pero a su vez éstas deben adquirir virtudes que las hagan acree-doras a ser respetadas, venían ya dadas las condiciones favorables para la implantación de este sistema de formación en el puesto de trabajo. Por otra parte, si la empresa tenía que aprovechar a los trabajadores de mayor edad, éstos tendrían que acabar desem-peñando alguna tarea no manual; por ello, en el sistema de em-pleo vitalicio era norma que los trabajadores manuales acabasen destinados a un empleo no manual, o formando parte de los man-dos inferiores o intermedios. Es decir que dentro de la empresa

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no existía una división terminante entre trabajadores manuales y no manuales, puesto que había considerables trasvases entre am-bos grupos. En tal situación, los trabajadores perdían la concien-cia del oficio y se hacía mucho más fuerte la conciencia de perte-necer a una determinada compañía.

Este sistema, por el cual los trabajadores permanecían toda la vida en una misma empresa y ésta disponía acerca de los trabajos que aquéllos debían realizar, equivalía a una consagración com-pleta de las vidas de los trabajadores a su empresa, y no a una con-sagración al oficio o profesión. Puesto que, durante su vida labo-ral, los trabajadores podían verse en el caso de tener que desem-peñar diferentes tareas, no elegidas por ellos, sus sentimientos de lealtad hacia la labor eran inexistentes. Lo determinante era la lealtad a la empresa. El movimiento sindical era débil. (Incluso cuando se formaron sindicatos, en el período de posguerra, los mismos no se organizaron por sectores profesionales, en su mayo-ría, sino que eran sindicatos de empresa.) Además la patronal con-dujo con mucha habilidad las relaciones con los trabajadores más antiguos, y a través de ellos reforzó la disciplina entre el grueso de la mano de obra. Hubo pocos conflictos laborales; la atmósfera de las empresas estaba dominada por un fuerte ambiente «pater-nalista», «familiar» y de «camaradería».

Como los empleados cambiaban de ocupación según las ór-denes de la empresa, la educación y la formación profesional nece-sarias para esas reconversiones interiores tenían lugar, en su ma-yor parte, dentro de la compañía, y los gastos naturalmente co-rrían por cuenta de ella. Algunas grandes empresas incluso llega-ron a tener academias propias, dedicadas exclusivamente a la for-mación de sus trabajadores. Las grandes compañías como los asti-lleros Mitsubishi Shipyards y la minera Mitsui Mining constru-yeron sus escuelas profesionales a comienzos del siglo xx; hacia 1920, poco más o menos, el sistema de formación y capacitación abarcaba prácticamente a todas las grandes empresas.

Por supuesto, existían fuera de las grandes empresas las es-cuelas normales de nivel medio especializadas en la formación profesional, como escuelas de comercio, escuelas industriales y escuelas agrícolas, pero desde 1868 hasta 1945 no salían de ellas

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muchos titulados; la mayoría de los trabajadores tenían que en-trar en las fábricas tan pronto como terminaban la educación elemental, sin haber recibido formación profesional alguna. En las empresas medianas y pequeñas no existía una formación sistema-tizada; los trabajadores aprendían del ejemplo de los más anti-guos. En cambio las grandes empresas, incluso en el caso de que no dispusieran de una academia propia, impartían una formación técnica de manera más o menos sistemática. En consecuencia, e incluso allí donde se aplicasen los mismos oficios, la gran em-presa tenía mejor calificado a su personal que la mediana o pe-queña; por tanto su productividad era más alta.

Cuando la formación profesional es de la incumbencia del pro-pio trabajador y tiene lugar fuera de la empresa, tanto las grandes como las pequeñas explotaciones tienden a tener trabajadores de calidad más o menos equivalente; en la medida en que recurran a las mismas técnicas no habrá grandes diferencias de producti-vidad entre ellas. Ahora bien, y como hemos visto, la gran em-presa nipona introdujo el sistema de empleo vitalicio y la escala de salarios por antigüedad, por lo que suministraba formación en su mismo seno; en cambio, las empresas medianas y pequeñas no disponían de medios suficientes para ofrecer empleo de por vida, ni de reservas de personal que pudiesen recibir una formación dentro de la empresa; por consiguiente, aparecía una diferencia en la productividad del trabajo de unas empresas a otras, lo cual a su vez originó diferenciales de salarios.

Pueden aducirse pruebas cuantitativas para ilustrar esa evo-lución. Mientras la tabla 2A muestra que las diferencias salariales entre empresas grandes y pequeñas eran en 1914 más grandes que en 1909, en realidad la situación no varió tanto durante ese período. De hecho, si entendemos por gran empresa la de más de mil trabajadores, el nivel salarial de las empresas de todas las dimensiones, expresado como tanto por ciento del nivel salarial de la «gran empresa», fue alto en la época de 1909 a 1914; du-rante estos años la disparidad salarial no era muy distinta de la vigente en Gran Bretaña hacia 1949. En cambio la tabla 2B mues-tra para 1932 la existencia de considerables diferencias de sala-rios, aunque debe observarse que mientras la tabla 2A mide la

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magnitud de las empresas por el número de empleados en plan-tilla, la 2B utiliza el volumen de capital, de manera que exigen algunas precauciones al compararlas. En 1932, los salarios de las empresas más pequeñas no pasaban de un 26 por 100 de los vi-gentes en las más grandes. Este tipo de diferencia salarial carac-terísticamente «japonesa» apareció hacia 1920,' y en los años ulte-riores fue aumentando sin cesar, hasta que el Japón entró en gue-rra. Después de la confusión de la posguerra siguieron prevalecien-do esas grandes diferencias. Como veremos en el capítulo 5, du-rante el período de rápido desarrollo económico de 1963 a 1973 faltó mano de obra y las empresas medianas y pequeñas ofrecie-ron mejores salarios para atraérsela. Con esto disminuyeron bas-tante las diferencias, pero aun así todavía permanece un desfase considerable.

Se aprecia, pues, que fue durante el decenio 1920-1930 cuan-do se desarrollaron en el sector privado estas disparidades sala-riales entre las empresas grandes y las medianas o pequeñas, pero anteriormente ya existía bastante disparidad entre los salarios de las empresas administradas por el estado y las privadas. En 1909, los salarios de los obreros varones en las empresas privadas con más de mil trabajadores no ascendían a más de 1,13 veces el pro-medio de los salarios masculinos de todo el sector privado; mien-tras que los salarios de los varones en las empresas de la admi-nistración pública ascendían a 1,43 veces ese mismo promedio.10

Para las mujeres las cifras correspondientes eran 1,10 y 1,22 veces

9. Salvo las excepciones de 1909 y 1914, no existen estadísticas de salarios referidas al tamaño de las empresas para el Japón de antes de la guerra. Las cifras de la tabla 2B fueron estimadas por Umemura Mataji a partir de una encuesta industrial efectuada en 1932 en las cinco ciudades de Osaka, Kyoto, Nagoya, Yokohama y Kobe, así como en la zona metro-politana de Tokio. No obstante, en la actualidad los economistas japoneses opinan que las diferencias salariales importantes se desarrollaron a partir de 1920 aproximadamente. Hasta entonces, el aprovisionamiento de mano de obra estaba controlado por prestamistas de un tipo muy tradicional en el Japón; paradójicamente predominaban entonces unos salarios poco dife-renciados, nada «japoneses», pudiéramos decir.

10. Véase Meiji-Taisho Kokusei Sóran (Informe general sobre el estado de cosas en la época Meiji-TaishS del Japón), Tóyó-Keizai Shimpósha, ed., Tokio, 1927, pp. 540-541.

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en cada caso, lo cual da a entender que la disparidad salarial entre las empresas administradas por el estado y las privadas no era tan grande en el caso de los salarios femeninos. Sin embargo este tipo de disparidad también disminuía con rapidez en aquella época, y para 1914 los salarios de los que trabajaban en las em-presas del gobierno, hombres y mujeres, eran más bajos que los de las empresas privadas con más de 1.000 trabajadores. En el Japón las empresas administradas por el estado empezaron con sueldos muy altos y no resultaron rentables, por lo que fueron vendidas. En las que restaron en manos del estado los salarios seguían siendo demasiado altos, aunque los salarios elevados de esta especie no guardaban relación con la productividad del tra-bajador. Eran resultado de consideraciones extraeconómicas como el hecho de que muchos de los trabajadores fuesen miembros de la antigua clase samurai, o el querer demostrar el prestigio del gobierno. Poco después de que desaparecieran las disparidades sa-lariales de este tipo empezaron a revelarse las diferencias salariales entre las grandes y las medianas o pequeñas empresas en el sector privado. Parece natural que fuese ante todo el gobierno, y luego la empresa privada, quien demandase lealtad a sus trabajadores y estuviese dispuesto a pagar más por obtenerla.

La disparidad de salarios entre las empresas grandes y las pequeñas se convirtió en una enfermedad crónica de la economía japonesa. Los jóvenes capaces deseaban ingresar en las empresas grandes, y las medianas y pequeñas tenían que conformarse con los demás. Esto equivale a decir que la empresa grande podía reclutar trabajadores que eran ya excelentes en el momento de ingresar en la compañía. Esto contribuyó a ampliar las diferencias de productividad ya existentes. Al mismo tiempo que aumentaba la diferencia entre los índices salariales, también aumentaba, y con más rapidez, la diferencia entre márgenes de beneficio; las grandes empresas podían acumular capital con más rapidez que las media-nas y pequeñas. Las empresas grandes disponían de capital sufi-ciente para adquirir la mejor tecnología, y las diferencias técnicas que esto produjo aumentaron aun más las diferencias de produc-tividad y, por consiguiente, la discrepancia entre los salarios. De este modo se establecía un círculo vicioso que ampliaba cada vez

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más las diferencias entre los salarios de las empresas pequeñas y medianas y los de las grandes.

La tabla 3 muestra la variación de las diferencias de produc-tividad para el período de 1929 a 1942, tomando como medida de la dimensión de la empresa el número de sus empleados. Como la depresión de comienzos de los treinta golpeó primero a las pequeñas empresas (1930) y luego a las grandes (1931), y tenien-do en cuenta que éstas empezaron antes a recuperarse (1932), se observan algunas irregularidades en las diferencias de producti-vidad para el período de 1929 a 1932. En 1933 la diferencia aumentó considerablemente y no volvió a reducirse hasta después de 1940, época en que la estructura de la economía ya era casi de guerra. A partir de 1940 se aprecian los efectos de la consoli-dación forzada de las empresas y vemos una notable reducción del margen diferencial de productividad; 11 no obstante, como ésta fue una época de precios controlados es difícil decir si el nivel de producción atribuido a cada individuo, valorado a los precios ofi-cíales, refleja o no el nivel real de la productividad del trabajo.

Estas diferencias de productividad no sólo daban lugar a un abanico muy amplio de salarios. También motivaban grandes di-ferencias en las prestaciones de seguridad social y sanitarias a que tenían acceso los trabajadores. Los de las grandes empresas eran, como hemos visto, la aristocracia del trabajo, los «samurais» del ejército laboral. La gran empresa no se limitaba a facilitar forma-ción técnica en su seno; sus iniciativas también abarcaban la for-mación del carácter, la educación cultural y el fomento de las apti-tudes directivas. En consecuencia se establecían en el seno de la emplesa tertulias literarias, asociaciones deportivas, centros dedi-

11. El control de la economía se intensificó a partir de 1940. Las fábri-cas de los sectores industriales no indispensables para la continuación del esfuerzo bélico, y las empresas medianas y pequeñas de poca productividad, se vieron en la imposibilidad de conseguir materias primas y personal, por lo que dejaron de existir o fueron adquiridas o absorbidas por empresas grandes. Debido a esta especie de selección, la productividad de las em-presas medianas y pequeñas refleja un aumento. Al mismo tiempo, y puesto que algunas empresas grandes crecieron sólo superficialmente al absorber otras de inferior escala, disminuyeron las diferencias de productividad entre las empresas grandes y las medianas y pequeñas.

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cados a practicar la ceremonia del té y del arreglo floral, y demás actividades por el estilo, que convertían a la compañía en una especie de colegio. Lo dicho es particularmente aplicable a la épo-ca de posguerra. Por otra parte, los trabajadores podían depositar en la empresa sus ahorros, por lo cual percibían un interés supe-rior al bancario; de este modo, no sólo se les animaba a ahorrar, sino que además la compañía hallaba una fuente de capital adi-cional. En el seno de la misma se formaban también mutuas asis-tenciales, así como cooperativas, más o menos orientadas por la empresa. En los aniversarios se celebraban fiestas, competiciones atléticas y excursiones. Todo ello reforzaba el sentimiento de uni-dad de los empleados con la compañía y fortalecía el sistema de empleo de por vida.

IV

Este tipo de compañía era bastante distinto del tipo inglés, donde las relaciones compañía-empleado se caracterizaban por la adquisición de unas aptitudes por parte del individuo, aptitudes que luego la empresa compraba y que combinadas con los demás factores de la producción daban lugar a la fabricación de un pro-ducto, el cual vendía la empresa; donde el trabajador podía dejar su empresa siempre y cuando considerase posible vender sus apti-tudes a otra compañía a cambio de una remuneración mejor; don-de la compañía despedía al trabajador si no estaba conforme con las aptitudes de éste; donde el trabajador se ponía a estudiar por su cuenta, a fin de adquirir otro oficio, si juzgaba que ello le supondría mejores ingresos y mayor satisfacción en el trabajo; donde, en fin, el trabajador podía presentarse por segunda vez en el mercado del trabajo, ofreciendo aptitudes totalmente distintas. En el Japón el empleo era un compromiso para toda la vida simi-lar a un matrimonio, tanto para la compañía como para el indivi-duo; por consiguiente, al considerar si un individuo era adecuado para un empleo, el carácter de la persona, su sentido de la lealtad y su posible aportación a largo plazo eran más importantes para la compañía que sus aptitudes inmediatas y su productividad. Como

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si fuese cuestión de adoptar un hijo, al considerar a un individuo como posible empleado de la compañía se valoraba su posible aportación positiva o negativa; en épocas de depresión, sobre todo, se manifestaba la tendencia a emplear únicamente a quienes tu-viesen relaciones influyentes, o bien sólo a trabajadores de deter-minadas especialidades.

La empresa era paternalista. Entre los propios empleados y entre éstos y la dirección, había lo que pudiéramos llamar una solidaridad de parentesco; la compañía era en realidad una gran familia. Hemos visto que se valoraba más la continuidad en el empleo que la aportación productiva a corto plazo por parte del trabajador, con la perspectiva de que dicha continuidad en el empleo representaría una remuneración en aumento a lo largo de los años de servicio, es decir estable a largo plazo. Los trabajado-res, por su parte, no dilapidaban esfuerzos en la carrera inaugural de velocidad, como si dijéramos, sino que preferían reservarse a fin de realizar la mejor contribución posible a largo plazo. Para seguir con nuestro símil, el velocista procura adelantar a los que corren delante de él, mientras que el corredor de fondo procura que los demás no le dejen rezagado. Cuando al velocista le fallan las fuerzas, no se le puede ayudar sin quedar uno mismo fuera de carrera; en cambio, en la carrera de fondo un corredor avezado puede acudir en ayuda de otro atleta. En el caso de la empresa, el que ayuda a sus colegas adquiere para sí mismo una considera-ción más elevada, y por consiguiente mejora sus perspectivas a largo plazo. En la carrera de fondo el competidor es también un camarada, a quien se debe ayuda, lo cual es cierto sobre todo cuando la compañía se considera como un único equipo, que hace frente en bloque a otras entidades.

El concepto de la sociedad que prevalecía en el Japón de antes de la guerra, según el cual la sociedad no debía ser escenario de la competición individualista, sino más bien un terreno de lides colectivas, donde unos equipos competían con otros, era una noción familiar para los samurais japoneses desde el período Tokugawa. En efecto, en el seno de las empresas japonesas no reinaba una competitividad muy agresiva; como importaba más la colaboración a largo plazo, no había demasiada rivalidad entre unos individuos

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y otros. Una vez tomada la decisión de ingresar en la empresa, el empleado no tenía más que dejarse llevar por el ascensor del sistema de antigüedad; algunos han dicho que aquélla era una co-munidad de «activistas».12 No obstante, y lo mismo que una com-pañía de ingenieros a lo mejor tiene más capacidad productiva que una empresa privada de construcción, cabe decir que las compañías japonesas mantuvieron una productividad sumamente elevada, y no mediante la rivalidad entre los miembros individuales de sus plantillas, sino a través de la colaboración, la ayuda mutua y la emulación entre los empleados. El trabajar en una compañía japo-nesa era, y sin duda es todavía, más comparable a estar en la poli-cía o en el ejército que en el caso de las empresas británicas, por ejemplo.

Los empleados experimentan considerable satisfacción en su trabajo cuando creen que han realizado una demostración especial de su lealtad a la compañía; por consiguiente la satisfacción es mayor durante las horas extraordinarias que durante el trabajo de la jornada normal. Como los jefes, en muchos casos, no están pre-sentes durante las horas extraordinarias, la actividad de las mismas puede organizarse más como la de una asociación voluntaria; los colegas dejan de ser competidores para portarse como compañeros de escuela o camaradas de armas. Se han dado en los Estados Uni-dos e Inglaterra algunos ejemplos de este tipo de empresa con ambiente familiar, pero nunca han durado mucho, ni constituyen el caso normal. En cambio, en el Japón el sistema le exige al trabajador, no sólo el trabajo estipulado, sino que además le dedique a la empresa todas las horas del día, menos las de sueño. Supongamos por ejemplo que la empresa organiza una competi-

12. Esto no significa que no hubiese competitividad entre empleados. En especial era intensa la rivalidad para mostrarse como un empleado leal. Dentro de este tipo de competencia no económica se manifestaba una serie de elementos absurdos y sin relación aparente con la productividad de la empresa, como por ejemplo rivalizar en la inclinación más profunda ante un funcionario de categoría superior, o en la asistencia a las recepciones o a los festivales deportivos celebrados por la compañía. Sin embargo, y como una consecuencia de estos «concursos de lealtad» era el mantenimiento perfecto del orden interno de la empresa en todo momento, las compañías japonesas disfrutaron en esto de una importante ventaja comparativa.

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ción deportiva para el fin de semana, y que todo empleado queda en libertad de decidir si va a asistir o no. En Inglaterra, a muchos empleados les disgustaría la idea de verse atados por la empresa incluso durante los fines de semana, y no asistirían. La iniciativa de la empresa fracasaría y no tardaría en ser abandonada. En el Japón, la asistencia del trabajador a la reunión atlética significaría que ha merecido la aprobación y la consideración de la empresa, porque es un trabajador leal que mira por su compañía; en con-secuencia, la cuestión de asistir o no asistir ya no es una decisión libre de cada individuo. De esta manera, la vida del empleado permanece atada a la empresa incluso fuera del horario de traba-jo. Ahora bien, pese a esta presión psicológica el empleado inglés seguramente rechazaría esos métodos paternalistas de control en nombre de la libertad personal.

En una sociedad confuciana, por el contrario, cada individuo está obligado a demostrar su lealtad a la sociedad a que pertenece. Y la dimensión de su lealtad se mide por el grado de su dispo-sición a sacrificarse. Por consiguiente, si asiste a la celebración de-portiva en vez de disfrutar el fin de semana con su familia, como quizá tuviera previsto, ello se considera como demostración cier-ta de sus sentimientos de lealtad. Aunque la compañía anuncie que la asistencia es voluntaria, para el caso da lo mismo. En apa-riencia la compañía dirá que la decisión queda a criterio de cada cual, pero el trabajador leal no dejará de tener en cuenta que la dirección desea que la celebración deportiva sea un éxito, en demostración de la solidaridad que existe en el seno de la com-pañía. Una vez el trabajador ha comprendido la verdadera inten-ción de la empresa y deja de lado todo lo demás al objeto de poder asistir, se convierte en un empleado «virtuoso». La compa-ñía sabrá valorar sus leales servicios, bien sea asignándole un buen puesto más adelante, o remunerándolos en forma de sustan-ciosas bonificaciones. En una sociedad capitalista confuciana, el servicio abnegado es la virtud más importante, lo mismo en el sentido ético que en el material. Así, cuando la mayoría del per-sonal asiste a la competición deportiva, los pocos «libertarios» que no lo hacen son mal vistos por los demás, por cuanto estro-pean la «armonía» de la sociedad. En este tipo de sociedad, la

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libertad del individuo se mira a menudo como una traición, o un desafío a la sociedad o a la mayoría; quienquiera que ose afirmar así su libertad se arriesga a quedar totalmente aislado.

En ese tipo de sociedad, por tanto, no puede estar muy desa-rrollada la noción de contrato de trabajo en el sentido occidental. El bien apreciado no es la fuerza de trabajo, sino el espíritu de lealtad. Pero el mercado de la lealtad sólo está abierto una vez en la vida de cada individuo, que es cuando sale de la escuela o facultad. Es en este mercado donde los que están dispuestos a dar su lealtad encuentran a los que andan en busca de ella, a sus «señores». Antes de la revolución Meiji la cuestión del señor a quien servir estaba decidida desde el nacimiento, pero en adelan-te el hombre ha adquirido el derecho de elegir. Sin embargo, el entrar y salir varias veces de ese mercado de la lealtad y elegir cada vez a un señor distinto no sería congruente con la definición de la lealtad, salvo motivo justificado. El «samurai» que tiene la desgracia de no entenderse con su primer amo ha de buscar otro a quien servir, como samurai sin señor en el mercado de los mercenarios. De este modo, el trabajo no se considera meramen-te como trabajo, sino como un acto de servicio leal a la sociedad. Y en este tipo de sociedad confuciana, el mercado del trabajo ha seguido de manera inevitable una evolución dual. Es decir, que el mercado de la lealtad sólo se abre una vez para cada individuo; en cualquier momento posterior, si por cualquier circunstancia el empleo vitalicio elegido en esa ocasión acaba en un desastre, al trabajador no le queda más remedio que buscar un nuevo patrono en el mercado secundario, el de los mercenarios. Los salarios que se pactan en ese otro mercado son notablemente más bajos que los pagados por las grandes empresas que actúan en el mercado primario.13

Puesto que las empresas grandes disponen de la posibilidad de reclutar sólo trabajadores leales en el mercado primario, prácti-camente no se hallan trabajadores «mercenarios» en sus plantillas

13. Estas nociones de «trabajo leal» y «trabajo mercenario» se parecen mucho a los conceptos de «esclavitud» y «trabajo libre» según Hicks; véase John Hicks, A theory of economic history, Clarendon Press, Oxford, 1969, pp. 122-140.

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estables. (Desde luego la mano de obra eventual es del tipo mer-cenario.) En cambio, las empresas medianas y pequeñas contratan a gran número de trabajadores «mercenarios». E incluso los que contratan en el mercado primario reciben salarios poco más altos que los puramente «mercenarios»; ellos a su vez están escasa-mente motivados para llevar a cabo su cometido con mucho celo. En realidad, si se presentasen otra vez en el mercado mercenario, prescindiendo de lealtades, no les sería difícil encontrar otro pa-trono y un salario más o menos equivalente. En consecuencia, las diferencias más notables entre salarios, así como de status social, se registran entre la gran empresa y la mediana o pequeña. Por otra parte, esa clase de diferencias también produce diferencias morales e ideológicas.

Durante el período Tokugawa existieron cuatro clases, los guerreros, los campesinos, los artesanos y los mercaderes, y la mo-ralidad de la clase samurai era bastante distinta de la del campe-sino, la del artesano y la del mercader. Esto afecta asimismo al concepto de servicio leal, en esa época aplicado al guerrero y no a las otras tres clases. El guerrero gozaba de una consideración ele-vada; a cambio no debía trabajar para su propia satisfacción. Los campesinos, los artesanos y los comerciantes tenían escasa con-sideración social, pero podían trabajar según los dictados del espí-ritu de lucro. Lo cual equivale a decir que ambos grupos estaban sometidos a normas morales completamente distintas. De manera similar, las grandes empresas se guían por normas morales total-mente distintas de las existentes en las empresas medianas o pe-queñas. Si el empleado de una gran empresa intenta abandonar ésta por otra, con la esperanza de obtener un salario aun más alto, tal acción implica una ausencia del ideal de lealtad en el servicio, exigible a todo empleado de una gran empresa. Sería como si dicho empleado firmase su propia sentencia. Por otra parte, el bajo nivel salarial en las empresas medianas y pequeñas significa que los trabajadores pueden desplazarse libremente de unas a otras. Los trabajadores selectos reunidos en las empresas grandes deben consagrarse al interés de sus compañías según lo que se espera de ellos, mientras que los de las empresas pequeñas, aunque ganan menos, han podido gozar de una libertad personal.

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De esta manera siguió existiendo incluso después de la revo-lución Meiji una estructura dual, similar a la que caracterizó la época Tokugawa, y ello tanto en la vida económica como en el rango social, así como en la correspondiente partición de las men-talidades o ideologías sociales. Durante la época Tokugawa era el nacimiento el que definía si uno formaba parte del grupo domi-nante o del dominado; a partir del período Meiji el factor decisi-vo eran los exámenes de ingreso en las compañías, accesibles sólo una vez para cada individuo a la salida de la escuela o de la facul-tad. En este sentido, el Japón posterior al período Meiji se con-vertía en una sociedad donde existía competencia de individuo a individuo, aunque sólo en la ocasión mencionada. Como se ha dicho antes, una vez ingresado en una gran compañía el trabaja-dor iba recorriendo el escalafón de antigüedad. Superficialmente al menos la competencia entre los empleados de una compañía no era muy agresiva. En las empresas medianas y pequeñas desde luego el talento contaba algo, pero como al fin y al cabo estas empresas eran, pudiéramos decir, las de «baja categoría», aunque uno destacase el triunfo no era gran cosa, visto desde la perspec-tiva de las de «alta categoría».

Así pues, la competencia entre individuos estaba muy limitada, mientras que la establecida entre los grupos de empleados de dis-tintas compañías era muy intensa. Para triunfar como directivo, uno tenía que ser capaz de forjar un equipo con sus colaboradores de la compañía y conducirlos a la victoria en la guerra entre em-presas, esto es, mejorando la posición de la compañía dentro del sector de las grandes empresas, o bien elevándola de la categoría de «mediana/pequeña» a la de «gran empresa». En la sociedad occidental, la competencia se establece entre individuos; los indi-viduos han de competir por el puesto en una compañía, y los in-competentes quedan excluidos. De manera recíproca, las compa-ñías se ven obligadas a disputarse los individuos, y cuando son malas sus empleados las abandonan para irse a otras. Este tipo de competitividad no ha funcionado en el Japón. En este país los empleados de una empresa forman equipo, el cual actúa en bloque para competir con los equipos de otras empresas; las que tienen éxito distribuyen el beneficio obtenido entre todos sus miembros,

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más o menos con arreglo al principio de antigüedad según el siste-ma existente.

Este tipo de competencia por equipos puede motivar tragedias vividas por individuos en situaciones desgraciadas. Cabe la posi-bilidad de que un hombre de talento se vea rodeado por un equi-po de colegas ineptos; no le quedará más remedio que resignarse a una vida sin perspectivas de progresar. Si viéndose en tal situa-ción quisiera romper filas para buscar otro equipo más fuerte y demostrar su talento, tal acción sería juzgada como una desleal-tad, y salvo circunstancias muy excepcionales ninguna otra com-pañía querría albergar a semejante «traidor»; sólo podría cambiar a otra empresa si estuviese dispuesto a convertirse en un mer-cenario.

Estas limitaciones a la libertad de cambiar de trabajo equiva-len a limitaciones de la libertad de asociación. Toda sociedad libre debe garantizar ciertas libertades específicas, como la de elección de bienes de consumo, la de pensamiento y expresión y la religio-sa, pero la más importante de todas esas libertades es la de elegir asociación. En efecto, donde no hay libertad de elegir asociación es casi seguro que no existirán en la práctica las libertades de pensamiento, expresión o religión. Dentro de cada economía y cada sociedad existen diferentes grupos (asociaciones), y la textura de la vida individual está formada por la elección que uno haga entre esas diversas asociaciones; la vida de una persona cambia según las asociaciones que elige. La vida del individuo que haya elegido la empresa A, la sociedad recreativa B y la academia nocturna C no será lo mismo que la de quien haya preferido la empresa A', la sociedad recreativa B ' y la academia nocturna C'. Pero en el Japón, incluso en nuestros días, el individuo sólo puede elegir compa-ñía una vez en la vida (suponiendo que sea una gran empresa), y la sociedad recreativa a la que pertenezca será la patrocinada por la compañía, y lo mismo la academia. La compañía no es sólo una organización encaminada a obtener un beneficio; es una sociedad completa en sí misma, y con frecuencia de un modo tan exhausti-vo, que todas las actividades de la vida cotidiana de sus emplea-dos pueden desarrollarse dentro de los marcos establecidos por aquélla. Si la compañía es tan grande que se come toda la vida de

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sus empleados, y si el individuo no puede cambiar de compañía, la libertad para reconstruir su vida no existe. Como los soldados, por tanto, los empleados de una misma compañía son todos del mismo tipo.

En 1932, durante la ceremonia conmemorativa del decimoquin-to aniversario de la fundación de Matsushita Electrical Company, el representante del personal replicó en los siguientes términos al discurso pronunciado por el jefe de la compañía, Matsushita Kó-nosuke: 14

Nada podría proporcionarnos tanta satisfacción como estar aquí presentes, en esta ceremonia conmemorativa del aniver-sario fundacional de la compañía. Creo que nosotros, los em-pleados, hemos de sentir la vergüenza de confesar que sólo nuestras cortas luces nos han impedido compensar a nuestro presidente por la cordial guía que ha venido dispensándonos durante tan largo período. Sin embargo, el discurso con que hoy nos honra será como un timbre de alarma que debe sacu-dirnos de nuestra indolencia, y prometemos tener siempre pre-sente este significado, así como ser cada vez más conscientes de la misión de nuestra compañía, Matsushita Electrical, procu-rando cumplir con nuestra obligación aun a riesgo de nuestras vidas.

Es evidente que estos empleados se comprometían a vivir y morir en el seno de Matsushita, de manera que para ellos ni siquie-ra se planteaba la cuestión de la libertad de elegir otro empleo. Este espíritu de devoción abnegada a la compañía, demostrado por los empleados, esta mentalidad que contempla a la compañía como el lugar donde morir, prevalece todavía en las empresas japonesas, incluso después de la guerra, aunque no alcanza nive-les tan extremos como los de Matsushita antes de la guerra.

Como se ha mencionado, y a diferencia del confucianismo chino que exaltaba la benevolencia como virtud suprema, el japonés atribuyó la primacía a los conceptos de lealtad y armonía; en tiem-pos de Shótoku Taishi se subrayó la armonía, y bajo el emperador

14. Ch5 Yukio, ed., Jitsugyo no Shisó (Pensamiento empresarial en el Japón), Chikumashobo, Tokio, 1964, p. 371.

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Meiji se destacaba la lealtad y la piedad filial. De todos los men-sajes imperiales de la época, los más influyentes fueron el «Edicto imperial a los soldados y marinos» de 1882, y el «Decreto impe-rial sobre educación», de 1890; puesto que este último era leído con frecuencia en las escuelas, a modo de biblia, podemos consi-derarlo como el escrito confucianista más difundido en el Japón. Este mensaje imperial ordenaba a sus lectores «perseverancia en el estudio y cultivo de las artes, a fin de desarrollar las facultades intelectuales y perfeccionar el vigor moral», pero la finalidad con que se cultivaban estas cualidades individuales era la de socorrer a la nación en caso de adversidades, pues decía expresamente: «Si se presentase una emergencia, brindaos valientemente al estado; así guardaréis y mantendréis la prosperidad de nuestro trono im-perial, coetáneo de los cielos y de la tierra». Este tipo de exalta-ción de la lealtad significaba que la lealtad al director de una empresa era por completo apropiada dentro de la misma, y aunque las empresas compitiesen entre sí, era necesario que cada una pro-fesara lealtad al estado. Esto excluía, en consecuencia, la perse-cución del lucro sin escrúpulos en nombre de la competencia; en último análisis, la búsqueda del máximo beneficio hallaba su limi-tación en las consideraciones debidas al interés público y a los fines del estado.

La función de las grandes compañías como equipo elegido para representar al Japón en la consecución del objetivo nacional de construir un país fuerte, capaz de competir con Occidente, signi-ficaba que debían ser más conscientes de ese objetivo nacional que todas las demás, tener presente los criterios de la administración y apoyar en toda circunstancia al gobierno. Con esto bien enten-dido, a partir de la revolución Meiji y durante unos cincuenta años el Japón luchó como un país unido para construir un estado mo-derno. Tras las victorias japonesas en las guerras chino-japonesa y ruso-japonesa, por no hablar de su insospechada ascensión hasta convertirse en una de las cinco grandes potencias mundiales du-rante los años posteriores a la primera guerra mundial, el pueblo japonés se sintió en la gloria. El engreimiento que estos éxitos pro-dujeron en el pueblo dio lugar a un ambiente de discordia y pro-dujo la resurrección de parte de la facción xenófoba, que decía:

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«Nos vimos obligados a abrir el país, pero pronto nos habremos hecho tan fuertes que podremos expulsar a los bárbaros». Como culminación de su política de «país rico y ejército fuerte», puesta en práctica durante el período Meiji, en 1917 el gobierno publicó su proyecto de un ambicioso plan de defensa nacional, la «pro-puesta para veinticinco divisiones y una escuadra de ocho acoraza-dos y ocho cruceros». Pero con la firma del tratado naval de Washington en 1922 fue necesario renunciar a este proyecto de la escuadra de ocho más ocho. Ello fue interpretado por los japone-ses como una maniobra de los norteamericanos y los británicos para someterles, y cambió por completo la situación nacional. La opinión japonesa en bloque derivó hacia la derecha y creció el odio contra Gran Bretaña y los Estados Unidos. Al mismo tiempo, tanto el mundo industrial como el financiero hubieron de iniciar una reforma para poder satisfacer las nuevas exigencias del país y adaptarse a la nueva tendencia de la opinión.

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CAPÍTULO 4

E L I M P E R I O J A P O N É S ( I I )

I

En su novela Kokoro, Natsume Sóseki escribía lo siguiente:

Entonces, en pleno verano, falleció el emperador Meiji. Sen-tí como si el espíritu de la era Meiji hubiera comenzado con el emperador y feneciera con él. Me abrumó la sensación de que yo y los demás que habíamos traído aquella era quedaría-mos ahora como anacronismos vivientes. Se lo dije así a mi esposa. Ella se echó a reír y no quiso tomar en serio mis pa-labras. Luego dijo una cosa curiosa, aunque bromeando: «Bien, pues entonces deberías autoinmolarte y acompañar al empera-dor hasta en la sepultura».1

Durante la primera mitad del período Taishó (de 1912 a 1926) que sucedió a la época Meiji, parte del impulso de dicha época se conservó, pero en su segunda mitad se ahondó el abismo entre ricos y pobres. Los socialistas afirmaban que esto era una conse-cuencia del capitalismo. La extrema derecha creía que era debido a que el emperador estaba rodeado de gobernantes tan astutos como pervertidos. Deseaban realizar una revolución palaciega y

1. Traducido por E. McClelIan. He cambiado el final de este pasaje porque no estoy de acuerdo con su interpretación; cf. Natsume Soseki, Kokoro, traducida por Edwin McClelIan, Peter Owen, Londres, 1968, p. 245.

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construir a continuación una sociedad ideal, donde un emperador regiría una nación cuyos miembros serían todos iguales ante él (el concepto de «un soberano, un pueblo»). Por otra parte, el despotismo de los militares se hacía cada vez más dominante. Du-rante la época Tokugawa, todo campesino o mercader que le fal-tase al respeto a un guerrero podía ser castigado, incluso dándole muerte el ofendido; los militares acabaron por adoptar una acti-tud similar, tanto frente a la administración como para con el pueblo en general. El espíritu castrense era la consigna del día.

El régimen Meiji no trajo la igualdad al pueblo, pero al menos éste se sintió unido bajo dicho régimen. Un dicho corriente de la época era: «Mientras sea licenciado universitario, dejaremos que nuestra hija se case con él»; había notables diferencias entre los ingresos de un empleado administrativo y los de un obrero dentro de una misma empresa. El estrato superior de los funcio-narios públicos y de los zaibatsu percibía salarios especialmente altos. Además, y sin salimos de las categorías de obreros, en 1909 los salarios masculinos en las factorías administradas por el esta-do equivalían a 1,27 veces el nivel medio de los salarios mascu-linos en grandes empresas manufactureras con más de mil emplea-dos. Sin embargo, en el Japón, país donde tradicionalmente el go-bierno se ponía muy por encima del pueblo —y más con el go-bierno Meiji, implantado por gentes que habían prestado servicios distinguidos a la revolución—, tales diferencias salariales entre las empresas estatales y las privadas podían excitar quizás alguna envidia, pero el pueblo las aceptaba con naturalidad.

En esa época no eran muy grandes las diferencias de ingresos entre el pueblo en general. En el mercado del trabajo, tomado en conjunto, aún no se había establecido la división entre las em-presas grandes y las medianas y pequeñas; como los obreros eran contratados, incluso para las grandes empresas, a través de los prestamistas, no existían las grandes diferencias basadas en la di-mensión de la empresa que se implantaron más tarde (por ejem-plo, en el decenio de 1930 o el de 1950). Si consideramos la in-dustria manufacturera en conjunto, para 1909 los salarios en las empresas de 5 a 9 empleados no pasaban de un 80 por 100 del salario medio pagado en empresas de más de 1.000 empleados

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(esta cifra corresponde a los hombres; para las mujeres era un 76 por 100). En 1914 las cifras correspondientes eran 73 por 100 para los hombres y 72 por 100 para las mujeres. Ahora bien, en esos años la mayoría de los obreros varones (el 90 por 100 en 1909 y el 85 por 100 en 1914) trabajaba en empresas medianas o pequeñas con menos de 1.000 empleados, de manera que los obreros varones en empresas de más de 1.000 empleados pueden considerarse como una excepción. Si recalculamos las diferencias salariales de la tabla 2A tomando como índice 100 el salario medio en fábricas de 500 a 999 empleados, obtendremos los resul-tados que se recogen en la tabla 4 y que evidencian la práctica ausencia de diferenciación en los salarios de los obreros según la dimensión de la empresa, por aquellos años.

En cambio, la mayoría de las mujeres (74 por 100 en 1909 y 79 por 100 en 1914) trabajaba en empresas de más de 30 em-pleados. Si consideramos que el salario femenino en empresas de 30 a 49 empleados era en 1909 un 86 por 100 del salario pagado en las grandes empresas (de más de 1.000 empleados), y que en 1914 dicho porcentaje fue del 81 por 100, podremos concluir que para las mujeres tampoco había grandes diferencias salariales du-rante aquellos años. En cambio, sí había grandes diferencias entre los salarios de los hombres y los de las mujeres. Los salarios feme-ninos venían a ser la mitad de los masculinos y la vida de las obreras era miserable.2 Sin embargo, en el Japón de la época las mujeres no tenían derecho a votar ni a ser elegidas, y predo-minaba la ética confuciana de dominio del hombre sobre la mu-

2. La famosa Jokó Aishi (Lamentable historia de mujeres obreras), que describía las duras condiciones de vida de las obreras de la época, se pu-blicó en 1925. Tanto en 1909 como en 1914 la proporción de la mano de obra femenina era elevada en el sector de las grandes empresas; en cambio los hombres eran proporcionalmente más numerosos en las empresas peque-ñas. Por esta razón se hace casi imposible detectar diferencias salariales debi-das a la escala de la empresa si se toman conjuntamente las cifras de hom-bres y mujeres. La diferenciación salarial más o menos vaga por tamaño de la empresa quedaba casi completamente cancelada por las disparidades salariales debidas al sexo, lo cual es aplicable especialmente a los datos de 1909 (véase la tabla 2A).

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jer; de ahí que esas diferencias de salarios por sexos no suscitasen grandes problemas laborales.

TABLA 4

Disparidades salariales (obreros masculinos; salario por trabajador en empresas de 500 a 999 empleados = 100)

1909 1914

De 5 a 9 87 83 De 10 a 29 92 88 De 30 a 49 96 90 De 50 a 99 100 94 De 100 a 499 102 97 De 500 a 999 100 100

FUENTE: Kójo Tokei Hyo (Tablas estadísticas de la actividad fabril).

La estructura de la industria japonesa cambió considerable-mente durante la primera guerra mundial. El Japón intervino en la contienda desde agosto de 1914, es decir poco después de su estallido a finales de julio, y logró erradicar de China y de la zona del Pacífico la influencia alemana. Como el verdadero campo de batalla era Europa, las exportaciones europeas hacia Asia cesaron, lo cual permitió a Japón y a los Estados Unidos monopolizar los mercados orientales entre los dos. Los artículos japoneses consi-guieron una gran penetración en todas partes de Asia. Y no sólo eso, sino que viéndose el Japón privado de sus suministros de productos químicos, abonos y colorantes, que hasta entonces venía importando de Alemania, hizo además que su industria química experimentase un desarrollo considerable. El personal ocupado en la industria de hilados aumentó un 65 por 100 entre 1914 y 1919, y el Japón reemplazó a Gran Bretaña en el primer puesto mundial de los países productores de hilados.

Hacia los mismos años se establecieron también sólidas bases

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para disponer de una industria pesada y una industria química en el Japón. Si nos limitamos a considerar las empresas de más de 500 empleados, en 1914 la industria de hilados abarcaba un 74 por 100 de la nómina total, mientras que la industria pesada y la química (maquinaria y máquinas-herramienta, metalurgia y productos químicos) no empleaban a más de un 20 por 100. Para 1919, este último sector había logrado reducir la proporción co-rrespondiente a la industria de hilados al 65 por 100, y su propia cuota en las empresas de más de 500 trabajadores era del 31 por 100.

Mientras que la industria de los hilados era, en gran parte, una actividad de mano de obra femenina, la industria pesada y la quí-mica eran dominio reservado a los hombres. En 1914, el número de mujeres empleadas en el sector manufacturero pasaba de 1,5 veces el número de hombres, pero hacia 1919 el número de obre-ros era aproximadamente igual al de obreras. Puesto que fue la gran empresa la que más se desplazó hacia la industria pesada y la química, fueron estas ramas las dominadas por los varones. En el caso de la mano de obra femenina las empresas no se planteaban ninguna estabilidad en el empleo; en cambio esperaban que los trabajadores varones permanecieran en la empresa toda la vida. Sobre todo en aquella época de rápida expansión de la industria japonesa y escasez de mano de obra, las empresas no deseaban tener que prescindir de los trabajadores varones una vez contra-tados, naturalmente a menos que presentasen deficiencias graves en algún sentido. Como hemos visto, las empresas demandaron cada vez más la lealtad de sus empleados, formándose aparte del mercado laboral normal, como si dijéramos, un mercado laboral «de primera categoría», basado en el pacto tácito de lealtad du-rante toda la vida. Allí era donde las empresas iban a buscar los alumnos recién licenciados de las escuelas y facultades. Cada año se presentaban así a este mercado única y exclusivamente los de la promoción de ese año. En el mercado normal, donde todo el mundo podía entrar y salir, sólo se negociaban las tareas peor retribuidas: es el que antes llamábamos el mercado laboral «mer-cenario». Fue en esa época cuando la estructura dual del merca-

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do del trabajo pasó a convertirse en parte integrante de la econo-mía japonesa.

Dicha estructura dual se vinculaba de manera cada vez más firme con el creciente predominio masculino en las industrias ma-nufactureras y el mayor desarrollo de la industria pesada y la química. Esta primacía de la industria pesada y la química sufrió frecuentes reveses, como fueron la limitación del armamento naval resultante de la conferencia de Washington (1922), el gran terre-moto de Tokio (1923), la crisis financiera de 1927, consecuencia de la especulación sobre los títulos de deuda pública emitidos para la reconstrucción después del seísmo, y la depresión mundial a partir de 1930. La expansión de estas industrias fue, por ello, len-ta durante el decenio de 1920 a 1930. Pero en 1931 el Japón provocó el incidente de Manchuria, declarándose al año siguiente la independencia del Manchukuo, lo cual trajo consigo una con-siderable penetración japonesa en dicha región; por ello, entre otros factores, el Japón se recobró de la gran depresión mucho más rápidamente que ningún otro país industrial del mundo. Poco después, y a lo largo de los diez años que van de 1933 a 1942, la industria pesada y la química se desarrollaron a un ritmo fenomenal.

Dicho desarrollo fue paralelo a la guerra de agresión del Japón contra China. El ejército de Kwantung, es decir la fuerza expe-dicionaria japonesa estacionada en Manchuria, proyectaba mani-pular a Chang Tso-lin, el jefe de la camarilla militar del norte de China, a fin de consolidar la independencia de Manchuria respecto del resto de China continental. Sin embargo Chang Tso-lin no se mostró dócil frente a los deseos del ejército de Kwantung, quien se libró de él en 1928 por el procedimiento de volar el tren en que regresaba de Pekín a Shenyang (Mukden), en lo que fue llamado «cierto incidente grave en Manchuria» y que resultó un elemento crucial de la cadena de acontecimientos que posteriormente, o sea en 1931, condujeron al incidente de Manchuria y, al año siguien-te, al establecimiento del régimen títere del Manchukuo, en la parte nororiental de China, por parte de los militares. En 1933 se firmó entre el Japón y China el cese de las hostilidades, y hubo paz durante algún tiempo; los chinos hubieron de plegarse a los

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hechos consumados. Los japoneses emprendieron grandes esfuer-zos por desarrollar el Manchukuo, pero, como cabía esperar, los sentimientos de hostilidad del pueblo chino fueron muy intensos, y aunque durante cierto tiempo Chiang Kai-shek hizo llamamien-tos a la colaboración chino-japonesa, se generalizaron a toda China los disturbios antijaponeses y el boicot a los productos nipones. Por último, en 1937 unas unidades del ejército de Kwantung es-tacionadas cerca de Pekín fueron tiroteadas durante unas manio-bras por unidades del ejército chino, y este incidente condujo a la guerra declarada entre ambos países, que se prolongó durante nueve años, hasta el fin de la segunda guerra mundial en 1945.

Una guerra de tales características no habría sido posible sin el apoyo de una economía poderosa y de gran capacidad. Cuando estalló el incdiente de Manchuria, sólo un 25-30 por 100 de los obreros empleados en empresas medianas (las de 100 a 499 traba-jadores) y grandes (las de más de 500) correspondían a los sectores de la industria pesada y la química, mientras que un 60 a 67 por 100 estaba en la textil. Es evidente que una economía de ese tipo (véase la tabla 5) no estaba en condiciones de soportar una guerra. Al mismo tiempo que trataban de promover el desarrollo de acti-vidades de la industria pesada y la química por parte de los zaibat-su tradicionales como Mitsui, Mitsubishi y Sumitomo, los militares y el gobierno prestaron asistencia a otros conglomerados recién establecidos, tal como hemos mencionado anteriormente con el caso de Nissan, para ayudarles a convertirse en nuevos zaibatsu.

Al principo los zaibatsu antiguos hicieron oposición al cam-bio de la estructura económica hacia la constitución de una econo-mía casi de guerra. Pero en 1932, el ex-ministro de Hacienda, Inoue Junnosuke, y el presidente de la compañía Mitsui, Dan Takuma, fueron asesinados por miembros de la llamada Liga de la Sangre, que eran seguidores del ideólogo ultraderechista Inoue Nissho. Visto lo cual, a los zaibatsu tradicionales no les quedó otra salida sino colaborar con la estructura económica casi de gue-rra. A este fin, las autoridades promulgaron una serie de leyes: en 1931 la ley de control de las industrias vitales, en 1934 la ley de la industria del petróleo, y en 1937 las tres leyes para el con-trol en régimen de guerra (la ley de movilización de la industria

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de municiones, las disposiciones de emergencia sobre importacio-nes y exportaciones, y la ley de emergencia para la obtención de capital), así como la ordenanza del trabajo en las fábricas; en 1938 la ley nacional de movilización general y la de distribu-ción de la energía eléctrica, y en 1939 la reglamentación del control de precios, entre otras cosas. En 1939 y 1940, respecti-vamente, el gabinete acordó «Un anteproyecto para fomentar la capacidad de producción» y una «Guía para el establecimien-, to de la nueva estructura económica». Además se promulgaron en 1940 las normas para el control de los salarios. De esta manera, hacia 1940 el gobierno y el ejército tenían en sus ma-nos toda la economía japonesa. Al tiempo que se «militariza-ba» de esta manera la economía, el desplazamiento a favor de la industria pesada y de la química se impulsó a un ritmo notable, de modo que un año después del estallido de la segunda guerra mundial, es decir en 1942, este desarrollo había llegado a un punto en que el 88 por 100 de los empleados de las empresas manufac-tureras grandes (y el 61 por 100 de las medianas) trabajaban en la industria pesada y en la química. Respaldados por esta especie de poderío industrial, los militaristas japoneses lanzaron su ataque decisivo contra Pearl Harbour.

Al valorar este tipo de industrialización, quizá convenga des-confiar de las apariencias. Es verdad que se logró concentrar a la mano de obra en los sectores químico y pesado, y que en 1942 el 91 por 100 de la producción total de la gran industria manu-facturera era equipo pesado y productos químicos. No obstante, y como ya se ha mencionado, durante los años de 1940 a 1942, cuando estaba produciéndose este desarrollo de la industria pesada y de la industria química, se registra una reducción marcada de las diferencias de productividad entre las empresas de diferente escala (véase la tabla 3), lo cual sugiere que durante dicho período la productividad de las empresas grandes no aumentó tanto como la de las pequeñas. Ahora bien, es muy difícil establecer hasta qué punto dicho estancamiento aparente de la productividad, me-dida a través del valor, refleja la existencia del control de pre-cios, y si la productividad física de las grandes empresas perma-neció realmente estancada durante esa época.

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Además, muchas empresas de la industria pesada y de la quí-mica, empezando por Nissan, habían extendido su actividad al Manchukuo y a China; sin duda, la potencia industrial que el Japón era capaz de movilizar sería bastante mayor que la indicada por las estadísticas referidas al Japón exclusivamente. Sobre el trasfondo de la agresión militar en China, los gobiernos japoneses de la época continuaban la tendencia de «país rico y ejército fuer-te» que había sido el objetivo de la revolución Meiji, y cuando el sueño estaba convirtiéndose al fin en realidad, las energías japo-nesas alcanzaban tal estado de frenesí que no hubo manera de contenerlas. Los militares ya no eran la salvaguardia poderosa de un país rico, sino que era la propia economía quien debía sacrifi-carse por completo para que fuese posible un ejército fuerte. Y sin embargo, la imposición a marchas forzadas, como si dijéramos, de una transformación industrial tan grande para satisfacer las exigencias de aquella política nacional, no era del todo absurda en el caso del Japón. Pues en ese gran experimento, las autorida-des niponas, los industriales y los obreros aprendieron lo que era el cambio industrial. Una de las ventajas principales de la econo-mía japonesa de posguerra fue un extraordinario grado de flexi-bilidad, mediante el cual se adaptó con soltura a los cambios drás-ticos y múltiples de las condiciones externas. Y es posible que esa facultad de adaptación proceda de la época de «marchas forzadas», impuestas por los militares durante el decenio de los treinta.

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En cuanto a los sueldos bajos, los militares los veían tan bien como los empresarios. Para el ejército lo más importante era dis-poner de unos reclutas acostumbrados a soportar privaciones, y de unos mandos rebosantes de lealtad. Por una convicción muy parecida, Hitler creía necesario conservar al campesinado para mantener fuerte el ejército. De modo similar, el ejército japonés —aunque algunos de sus hombres, como los oficiales jóvenes que participaron en el motín del 26 de febrero de 1936, estaban hon-damente preocupados por la pobreza cada vez más grave de las

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aldeas agrícolas— no fomentó en modo alguno ninguna mejora en el nivel de vida de los campesinos y los obreros, lo cual a su modo de ver habría sido debilitante. Tanto el gobierno como el ejército entonaban loas a la pobreza. A fin de luchar contra la inflación durante la guerra, se estableció el control de salarios y se prohibió el consumo de lujo. Y no sólo eso, sino que pasó a considerarse como delito el cultivar un estilo de vida occiden-tal, por lo que llegó a desaparecer aquel doble estilo, occidental y japonés, que había informado muchos aspectos de la vida popu-lar. En realidad, la vida en conjunto se simplificó mucho. Los militares también apoyaron los sistemas de antigüedad y empleo vitalicio en las empresas. Aunque la permanencia del trabajador en una misma empresa durante toda la vida no era un sirte qua non para el dirigismo de la economía nacional, sin embargo se trataba de una condición sumamente conveniente a ese propósito.3 En con-secuencia, el sistema de empleo vitalicio fue favorecido desde el punto de vista de la planificación según las necesidades bélicas. Además, el fomentar el hábito del servicio leal a una misma em-presa durante toda la vida, y dentro de dicha empresa, la sumisión al escalafón de antigüedad, pueden considerarse al mismo tiempo como un ensayo y como una anticipación de la vida que llevaría el trabajador una vez convertido en recluta, una vida de servicio leal a su país, de sumisión a las órdenes de los jefes y de obe-diencia al principio de que la antigüedad es un grado.

En consecuencia, bajo el régimen protobélico y durante la gue-rra misma, la mentalidad del sistema de empleo japonés y sus dos pilares básicos, el empleo de por vida y el escalafón de anti-güedad, recibieron el más amplio arraigo y difusión. Por aquel entonces había gran escasez de mano de obra, y los trabajadores no sabían nunca cuándo iban a ser llamados a filas. Todas las em-presas, incluso las medianas y pequeñas, deseaban conservar a sus trabajadores una vez contratados. Dada la penuria reinante en el

3. Para evitar que las empresas se quitasen trabajadores unas a otras, y a fin de controlar la movilidad, el gobierno promulgó en 1939 un regla-mento para limitar la contratación de asalariados. En virtud del mismo, los trabajadores calificados de la industria pesada y de la minería no podían cambiar de empresa sin un permiso oficial.

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mercado de la mano de obra, no se podía pensar en trabajar ex-clusivamente con «mercenarios», por lo que muchas empresas me-dianas y pequeñas adoptaron también el sistema de empleo vita-licio, y concedieron excedencias a los trabajadores llamados a fi-las, guardándoles el puesto hasta la vuelta.

Se ha señalado anteriormente cómo las grandes empresas se regían por normas bastante distintas de las que predominaban en las explotaciones medianas y pequeñas, pero ese tipo de estructura ética dual basada en las dimensiones de la empresa tendió a desa-parecer durante la época de economía protobélica, así como du-rante la guerra. Como todo el país atravesaba un proceso de mili-tarización, era de esperar que la ética militarista prevaleciese, y

. no sólo en las empresas grandes sino también en las medianas y pequeñas. Por otra parte, los salarios estaban reglamentados por el control, con lo que, en principio, debían disminuir las diferen-cias salariales entre empresas de diferentes dimensiones.4 Sin em-bargo, y como muchas de las grandes industrias estaban integra-das en la fabricación de municiones, éstas participaban en los cupos de materias primas y alimentos, por lo que se desarrolló otra di-ferencia entre las empresas que intervenían en la producción de municiones y las que fabricaban exclusivamente artículos de uso civil. Los salarios nominales no diferían mucho, puesto que es-taban reglamentados, pero los obreros de la industria de muni-ciones disfrutaban de ventajas adicionales considerables, como mejores raciones de alimentos y otras por el estilo. La desigual-dad que existía entre empresas era esencialmente una diferencia militar-paisano, y no basada en la escala de la empresa.

Dado que en esa época las relaciones del Japón con los demás países del mundo, excepto Alemania e Italia, eran hostiles, los japoneses no podían acudir a la técnica extranjera para mejorar su capacidad militar; por tanto, se veían en la necesidad de realizar

4. Bajo la reglamentación de emergencia para la ordenación de los salarios de 1939, las remuneraciones fueron congeladas, y las disposiciones de la misma se refundieron en la reglamentación de control de salarios al año siguiente. Estos reglamentos establecían detalladas escalas salariales por edad, antigüedad, región y clase de trabajo; asimismo se limitaba el volumen total de los préstamos.

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avances científicos propios y desarrollar nuevas técnicas en el país. Como hemos visto, la revolución Meiji fue desde el primer momento una revolución de la inteliguentsia, y el gobierno Meiji había propugnado una política de «país rico y ejército fuerte»; por consiguiente, la adquisición de conocimientos y de práctica en las disciplinas científicas se consideró de importancia crucial. La implantación de la enseñanza elemental obligatoria en todo el país, la puesta en marcha de un sistema de educación superior dotado de varias universidades imperiales y la introducción en el Japón de la ciencia y la técnica occidentales, fueron los principales propósitos de la política cultural del gobierno Meiji.

Como hemos mencionado antes, para esa importación de cono-cimientos las autoridades hicieron un estudio cuidadoso de cada país, al objeto de juzgar cuál era el más destacado én cada campo, a fin de absorber en cada uno los conocimientos de la nación más adelantada y sólo de ella. Si contemplamos por ejemplo qué pues-tos oficiales ofrecían las autoridades de Tokio a extranjeros du-rante los años 1871 a 1876, hallaremos lo siguiente: en el Minis-terio de Marina (incluyendo la junta de canales y la academia naval) 87 británicos, 1 norteamericano, 2 holandeses y 1 portu-gués; en el Ministerio del Ejército (incluyendo la academia de ofi-ciales y la escuela preparatoria), 46 franceses; en la junta de inge-niería (incluyendo el colegio oficial de ingenieros), 16 británicos, 3 italianos; en la junta de ferrocarriles y en la de telégrafos, 59 británicos; en la junta de la construcción, 6 holandeses; en el colegio de médicos, 11 alemanes; en la Kaisei Gakkó (luego llama-da universidad de Tokio, ulteriormente reorganizada como uni-versidad imperial de Tokio y antecesora de la actual universidad de Tokio), 5 británicos, 6 norteamericanos, 4 alemanes, 5 fran-ceses y 1 chino.5

Esto significa que la importación de cultura por parte del gobierno Meiji no tenía un carácter indiscriminado y sin mirar la procedencia con tal de que fuese occidental. Sus elementos se eli-gieron tras un detenido análisis de lo que podían aportar a la eco-

5. Nakayama Shigeru, «Kokuei Kagaku» (Ciencia del estado), en Sugi-moto Isao, ed., Kagaku Shi (Historia de la ciencia), Yamakawa Shuppansha, 1967, p. 368.

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nomía y a la defensa del país, y esas diversas importaciones se fundieron para obtener una cultura occidental diseñada exclusiva-mente para el Japón. Las autoridades también enviaban al extran-jero, todos los años, grandes cantidades de estudiantes, al objeto de que completasen su formación en los diferentes países de Euro-pa y América, adquiriesen información sobre la cultura occidental y constituyesen así la reserva para las necesidades futuras. A di-ferencia de China, país firmemente dominado por una clase de funcionarios apegada al sistema burocrático y a la agricultura, el núcleo del gobierno Meiji estaba formado por miembros de la antigua clase samurai, muy conscientes del peligro militar repre-sentado por las naciones occidentales. Por tanto, hubo en el Japón un intenso deseo de aprender y dominar las ciencias naturales y las técnicas de Occidente, por cuanto podían servir de base para el poderío militar. La primera promoción salida de la universidad de Tokio en 1880 estuvo constituida, en un 90 por 100, por licen-ciados en física y química. Las disciplinas humanísticas no alcan-zaron el 50 por 100 de los licenciados de cada promoción hasta bien mediado el período Meiji (1895).

Tras verse beneficiado por los conflictos ajenos durante la primera guerra mundial, en el período de posguerra el Japón pasó a figurar entre las cinco superpotencias mundiales. En prin-cipio el gobierno era partidario de dotar al país de una capacidad militar y un sistema de educación en consonancia con su nueva categoría, pero como resultado de la limitación de armamentos aceptada en el tratado de Washington en 1922, optó por concen-trar sus energías en terminar el sistema de educación. En 1918 sólo había en el Japón cinco universidades y 104 escuelas supe-riores y colegios universitarios, pero un decenio más tarde, en 1928, dichas cifras habían aumentado a 40 y 184, respectivamen-te, pasando a 48 y 342 en 1945. En 1942 se creó en la universi-dad imperial de Tokio un segundo departamento técnico que se especializaría en las aplicaciones militares de la ciencia. Para en-tonces los militares y el gobierno se habían dado cuenta de que estaban lanzados a una guerra total, y en una guerra de estas carac-terísticas, la capacidad científica y técnica desempeña un papel crucial. Tanto en el período prebélico como durante la guerra

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misma se hicieron esfuerzos ímprobos por mejorar la educación superior japonesa, sobre todo en los aspectos relacionados con la ciencia y la técnica. A medida que recrudecía la guerra, eran los estudiantes de letras y de ciencias sociales quienes se veían llamados a filas, mientras se demoraba hasta el último momento la incorporación de los alumnos de las facultades científicas y técnicas. El nivel alcanzado por la técnica japonesa le permitió fa-bricar los cazas «Zero» y el acorazado más grande del mundo, el Y amato-, por Manchuria circulaba un tren de alta velocidad, el Asia. Pero la base técnica era cuantitativamente muy endeble to-davía. Los licenciados de los departamentos científicos y técnicos de universidades y escuelas superiores, potenciadas para respon-der a las necesidades de la guerra, llegaron demasiado tarde para contribuir a ésta; pero después de la contienda esos licenciados desempeñaron un papel importante para el acelerado desarrollo económico del Japón.

Durante casi treinta años del período de 1886 a 1945, es decir durante casi la mitad del mismo, el Japón intervino en una serie de guerras, declaradas o no. Como es lógico, el gasto militar alcanzó grandes proporciones. Durante los sesenta años del pe-ríodo mencionado, el gasto militar anual expresado como propor-ción del PNB fue de un 10 por 100 en promedio, aunque el pro-medio de los últimos treinta años sobrepasó el 12 por 100. Sin embargo, el entablar conflictos simultáneamente con Norteaméri-ca, la Commonwealth británica, Holanda y China sin otro respal-do que una capacidad industrial que recién acababa de poner en pie una industria pesada y una industria química —por más que eso fuese un logro espléndido y digno de toda clase de ala-banzas para un país, como el Japón, llegado tarde al desarrollo— puede calificarse de locura, aunque exceptuando el funesto dece-nio final, la política de «país rico y ejército fuerte» seguida duran-te más de cincuenta años después de la revolución Meiji se hubie-ra visto coronada por el éxito.

Verdad es que los triunfos militares supusieron la adquisición de cuantiosas indemnizaciones, nuevos territorios, considerables in-tereses económicos y enormes mercados nuevos, con lo que el pue-blo japonés llegó a considerar la guerra como un negocio prove-

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choso. No obstante, es extraordinario e increíble que este tipo de planteamiento belicista pudiese prosperar durante tan largo tiem-po, en vista del gran número de víctimas y del tremendo desem-bolso que suponía. Pero el pueblo —tanto las clases propietarias como los directivos y obreros— siempre tuvo en cuenta los desig-nios del gobierno y mostró una espléndida disposición a colaborar. Cierto que de vez en cuando hubo fricciones entre los antiguos zaibatsu y los militares; y que hubo oposición por parte de los obreros relacionados con el partido comunista. Más tarde apare-ció también un mercado negro, como expresión del espíritu de resistencia del pueblo japonés. A pesar de todo, las empresas fue-ron dotadas adecuadamente, se obtuvo una economía controlada, el capital fue afluyendo a Manchuria en las condiciones deseadas por los militares y por el gobierno, y el pueblo se sometió a la fiscalización del pensamiento. Finalmente, se aprobó en 1938 la ley nacional de movilización general y la población aprobó la constitución de un estado «fascista». En un discurso frente a la cámara de representantes (cámara baja) de la Dieta, y hablando a favor del proyecto de ley nacional de movilización general, Nishio Suehiro, del Shakai Taishütó (Partido Social de las Masas) —y fundador del Partido Socialista Democrático después de la gue-rra— dijo que el primer ministro Konoe «debería ser un caudillo repleto de convicción como Hitler, como Mussolini, como Stalin». Nishio fue expulsado de la Dieta con el argumento de que «Stalin no debe ser uno de nuestros prototipos», pero era evidente que el Japón ya se había transformado en un estado totalitario.

A los japoneses no les fue difícil respaldar la idea de un estado totalitario. La Constitución de los Diecisiete Puntos de Shótoku Taishi ya solicitaba la armonía (wa) en la actitud del in-dividuo frente a la opinión mayoritaria. A comienzos de la era Shówa se había constituido una «facción mayoritaria» centrada en los militares, pero de la que formaban parte también los nuevos burócratas, los portavoces de los nuevos zaibatsu y los intelectuales de derechas, todos los cuales se dedicaron a mani-pular la imagen del emperador. El pueblo japonés se mostró sen-sible a la «voluntad de la mayoría», inclinándose hacia la direc-ción a que ésta apuntaba, es decir que se plegó a los deseos de

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los «fascistas» por sumisión al principio de mantenimiento de la armonía (wa). Como además los «fascistas» habían hecho del emperador un símbolo suyo, habría supuesto un valor considera-ble, por parte de cualquier individuo del pueblo japonés, el exte-riorizar una opinión contraria. Recordemos que después del perío-do Meiji el pueblo había sido adoctrinado, por medio de la ense-ñanza obligatoria, en la creencia de que la lealtad al emperador y la piedad filial para con los propios mayores eran las virtudes más elevadas. Todo individuo que se mostrase falto de la lealtad adecuada causaría con ello un disgusto a sus padres, con lo que se evidenciaría, al mismo tiempo, su falta de piedad filial.

Hasta la fase final, en que el totalitarismo llegó a la auto-destrucción, el pueblo japonés demostró una colaboración notable también en lo relativo a la actividad productiva. Después del ata-que contra Pearl Harbour y durante el período de tres años y nueve meses que transcurrió hasta la rendición en agosto de 1945, los astilleros japoneses construyeron 15 portaaviones, 6 cruceros, 126 submarinos, 63 destructores, 70 barcos de transporte, 168 cañoneras y otras unidades hasta un total de 682. Además se cons-truyeron 720 barcos de carga y 271 petroleros. Durante ese mismo período, la producción de aeronaves militares fue del orden de las 60.000 unidades. Desde luego, estas producciones no pueden com-pararse con las de Estados Unidos en el mismo período, pero supusieron para la época un record de productividad superado sólo por los norteamericanos, precisamente. No debe sorprender el que un país como los Estados Unidos, cuyas fábricas no habían sufri-do destrucciones debidas a los bombardeos, y que no tenía dificul-tad en aprovisionarse de materias primas, fuese capaz de producir grandes cantidades de aviones.

Si recordamos estos resultados obtenidos durante la guerra quizá nos sorprenda menos lo realizado por los japoneses después de la guerra en la industria de construcción de barcos y en la fa-bricación de automóviles. A diferencia de la textil, las industrias de ese tipo no pueden descansar por completo en la mano de obra femenina; sin un desplazamiento hacia la mano de obra masculina en las manufacturas, no es posible desarrollar la indus-tria pesada ni la química. Un primer desplazamiento en el senti-

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do apuntado se produjo en las industrias manufactureras del Ja-pón durante la primera guerra mundial; en 1914 la proporción de mano de obra masculina empleada en la industria era del 40 por 100, y para 1922 había pasado al 49 por 100. Pero luego esta tendencia no continuó y la proporción de obreros hombres seguía siendo del 49 por 100 en 1932; en cambio, alcanzaba el 59 por 100 en 1937 y el 69 por 100 en 1942. Dicho sea de paso, no sólo aumentó la proporción de mano de obra masculina, sino que además el número de obreros de 1942 multiplicaba por 3,2 la cifra correspondiente a 1937.

La extracción de un contingente tan numeroso de obreros va-rones supone necesariamente cambios considerables en la estructu-ra de la sociedad. Puesto que en la época que ahora contempla-mos, un gran número de jóvenes se hallaban en filas, resultaba no poco difícil reponer esa mano de obra restándola a la agricul-tura o a otras industrias. Pues bien, bastó apelar a la conciencia del pueblo ante la crisis nacional, promulgar medidas de reorga-nización de las empresas e implantar la ley nacional de moviliza-ción general, para obtener en muy poco tiempo la necesaria redis-tribución masiva. En época de paz no habría sido posible atraer la suficiente mano de obra masculina, sino ofreciendo salarios suma-mente altos, y éstos habrían supuesto la inviabilidad del negocio. Por tanto, en tiempos de paz el desarrollo de la industria pe-sada y de la química sin duda habría sido mucho más lento. Pero en nombre de la guerra se reunió con carácter forzoso a los tra-bajadores y se les hizo aprender el oficio, les gustara o no. Por eso fue posible una transformación de tan grandes proporciones. Las exigencias impuestas al pueblo por los militares y por el gobierno fueron durísimas, y los sacrificios y daños fueron in-mensos. Y sin embargo, el Japón pudo contar con la colabora-ción popular en una medida mucho mayor que cualquier país occidental.

Sea como fuere, durante la guerra tuvo lugar un trasvase social de grandes proporciones, y aunque después del conflicto muchos trabajadores regresaron a la agricultura, la proporción relativa de obreros varones en las industrias manufactureras partía de un nivel del 67 por 100 en 1947. El regreso a una economía basada

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en la agricultura y los hilados habría sido un giro de ciento ochen-ta grados, y de hecho ya no era posible en el Japón. Fue durante la guerra, pues, cuando se construyeron las bases para el éxito ja-ponés de la posguerra.

I I I

Aunque tuviera lugar en régimen de preguerra o de guerra, aquella transformación radical de la organización económica no habría sido posible sin el apoyo ideológico del pueblo. La econo-mía japonesa prescindió de todo rasgo de liberalismo y después de 1937 pasó a ser una economía planificada o controlada, en el mejor de los casos, o una economía «fascista», en el peor. No obstante, dicha estructura económica era bastante coherente con la ideología de extrema derecha que predominaba por aquel en-tonces entre las clases populares.

Después de la revolución Meiji la derecha japonesa estuvo bas-tante controlada durante algún tiempo, pero de 1925 en adelante, poco más o menos, resurgió con gran actividad. Por supuesto que hasta entonces no había permanecido dormida; sus seguidores no eran de los que se quedan quietos contemplando los aconteci-mientos. En las postrimerías del período Tokugawa, de crecientes sentimientos en favor del emperador y contra los extranjeros, las ideas derechistas gozaron de amplia difusión entre la inteliguent-sia, y no puede desdeñarse la aportación de los ideólogos de dere-chas a la revolución Meiji. Motivos tenían, por tanto, para estar re-sentidos por las pocas atenciones recibidas del gobierno Meiji, y dicho descontento de vez en cuando estallaba de forma abierta. El más serio de estos incidentes fue sin duda la rebelión de Satsuma, en 1877, cuando los samurais del clan Satsuma dirigidos por Saigo Takamori lanzaron una insurrección contra el régimen Meiji. Des-pués de la guerra chino-japonesa, cuando Rusia, Alemania y Fran-cia intervinieron para obligar al Japón a moderar las condiciones del tratado de paz concluido con China, y también en 1905, cuan-do las condiciones del tratado que puso fin a la guerra ruso-japo-nesa no estuvieron a la altura esperada, el pueblo naturalmente era

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un hervidero de ideas derechistas. Además la enseñanza obliga-toria y el servicio militar contribuyeron a diseminar entre las clases populares las nociones de fidelidad y de piedad filial; en virtud de ello, hacia el final del período Meiji la conciencia na-cional alcanzaba en el pueblo un nivel mucho más alto que el que había existido al principio. Por otra parte, a muchas per-sonas no les había sentado bien la súbita occidentalización de su estilo de vida durante el período Meiji; muchos de los que exhibían gran interés hacia las formas tradicionales de los ante-pasados indicaban así su inclinación y simpatía para con las ideas ultrapatrióticas y la cultura oriental. Pese a toda esta actividad derechista y a las inclinaciones derechistas de las capas populares, hasta 1910, aproximadamente, el gobierno logró mantener contro-lada a la derecha, que en muchas ocasiones le sirvió además de estímulo o fermento.

Pero a mediados del decenio 1920-1930 se puso de manifiesto el dualismo existente en la sociedad y la economía del Japón. Las diferencias salariales entre las empresas grandes y las medianas y pequeñas eran ya escandalosas, y aumentaba el abismo entre ricos y pobres. Ante tal situación, el movimiento izquierdista japonés se intensificó mucho, lo cual no significa que los derechistas se comportasen como espectadores pasivos. En el Japón estaba arrai-gada la noción de «un soberano, un país», y desde los tiempos de Shótoku Taishi tenía curso la idea de que todos los hombres debían ser iguales ante el emperador. Como ya hemos tenido opor-tunidad de observar, la división del pueblo japonés en ricos y pobres era, para la izquierda, una consecuencia del capitalismo, y para la derecha, debida a que el emperador estaba rodeado de hombres malvados: los antiguos gobernantes que conservaban una fuerte influencia sobre él (genró y jüshin), los dirigentes de los partidos políticos y los dircetores de los zaibatsu. Según la de-recha estas personas eran los elementos corrompidos de la corte, aunque la mayoría de los pensadores de dicha tendencia no tenían una idea muy clara de qué clase de sistema iban a implantar una vez hubieran despejado la corte de influencias indeseables de aque-lla especie.

Una excepción a lo dicho fue Kita Ikki, quien estaba conven-

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cido de que el sistema de organización más adecuado para el Japón sería el de un nacional-socialismo dirigido por el empe-rador. En esto Kita se destacaba bastante del resto de los ideó-logos de la derecha. A finales del decenio de 1960-1970, durante la polémica entre un grupo de estudiantes radicales de izquierdas y el escritor de derechas Mishima Yukio se llegó a decir que sus puntos de vista coincidían por completo, excepto en la cuestión de qué hacer con el emperador. A finales del período Taishó (1912 a 1926) y comienzos del Shówa, las relaciones entre la iz-quierda y la derecha presentaban un caso similar; ambos grupos eran partidarios de algún tipo de socialismo.

Kita Ikki era, con mucho, el ideólogo más notable de la de-recha en Japón. Había estado en China, donde conoció a Sun Yat-sen e intervino en la revolución de 1911; esta experien-cia le había enseñado la importancia de los militares en toda revolución, sobre todo de los oficiales de baja graduación y de la tropa. En el Japón, estos grupos se caracterizaban por un grado de conciencia política cada vez mayor. Mientras Kita escribía, a los oficiales jóvenes les preocupaba la miseria de las aldeas de campe-sinos y pescadores de donde procedían los hombres que aquéllos tenían a sus órdenes. Por otra parte, los oficiales jóvenes de la armada consideraban que los tratados de Washington y Londres habían sido muy desventajosos para la marina japonesa, y alber-gaban un fuerte resentimiento contra los genro y los principales miembros del gobierno —los elementos corruptos de la corte, como se recordará—, que habían aceptado tal especie de tratados. En consecuencia, no faltaban puntos de acuerdo entre los ideólogos de la derecha y los oficiales jóvenes; pero incluso en esta época y hasta 1937, en que accedió al cargo de primer ministro Konoe Fumimaro, la derecha japonesa aún no tenía influencia suficiente para incidir en la política exterior del país. En este período la derecha sólo se ocupaba de la reconstrucción del estado japonés, de manera que sus actividades no trascendían la esfera interna del Japón.

Sin embargo, una tercera fase del desplazamiento generalizado hacia la derecha hizo que destacase cada vez más una derecha de otro tipo distinto. En nuestro comentario acerca de la revolu-

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ción Meiji se mencionó la existencia de todo un espectro de grupos diferentes dentro de la facción xenófoba, y también den-tro de la partidaria de abrir el Japón a la influencia occiden-tal. Entre estos últimos estaba el grupo de los que deseaban abrir el Japón en lo inmediato, pero con intención de expulsar a los extranjeros más adelante; es decir, que proponían como so-lución de compromiso «mientras el país sea débil aceptaremos que se abra a la influencia extranjera, pero tan pronto como ha-yamos logrado aumentar el poderío del Japón volveremos a una política enérgicamente contraria a la influencia extranjera». Des-pués de la primera guerra mundial, cuando el Japón se convirtió en una de las cinco grandes potencias, sus mercados se extendieron a China y otros países de Asia. Este éxito enorgulleció a las clases altas japonesas: la nobleza, los altos y medianos funcionarios de la administración, la oficialidad y los profesores y estudiantes de las universidades imperiales. Se difundió en estas esferas una co-rriente de simpatía hacia las naciones de Asia, a las que al mismo tiempo despreciaban, y poco a poco llegaron a pensar que el Japón tenía el deber de tomar las armas contra Gran Bretaña, Norteamérica y otras potencias mundiales, a fin de ayudar a dichas naciones. Estos hombres clasificaron en tres grupos a los países del mundo: las naciones adelantadas de la primera hora, las na-ciones adelantadas que habían despegado tarde y las naciones atrasadas. El Japón se consideraba como uno de los países que habían iniciado tarde su desarrollo, lo mismo que Alemania, Italia y Rusia. Cuando empezó a destacar este tipo de derecha, la discu-sión dejó de • centrarse en los problemas interiores; ahora el objetivo de la derecha era la «liberación mundial». Su primera tarea sería la de embarcarse en una serie de guerras exteriores y ganarlas; en cuanto al sistema interior, habría de ser reformado de la manera más apropiada para sostener dichas guerras externas. La reforma interna propiamente dicha dejaba de tener impor-tancia.

Un ejemplar de esta extrema derecha «de la tercera fase» puede hallarse en la persona del príncipe Konoe Fumimaro. Konoe era descendiente de Nakatomi (llamado luego Fujiwara) no Kamatari, el mismo que había desempeñado un importante papel en la re-

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forma Taika, por lo que no es exagerado decir que procedía de un linaje tan ilustre que sólo la familia imperial le superaba en abolengo. Konoe se licenció en la universidad imperial de Kyoto en 1917 e ingresó en el Ministerio del Interior. En 1919 formó parte de la delegación japonesa enviada a la Conferencia de Paz de París. Anteriormente, en 1917, había publicado en el periódico Nihon oyobi Nihonjin (El Japón y los japoneses) un artículo titulado «Rechazo de un pacifismo bajo las directrices de Gran Bretaña y Estados Unidos». En el mismo afirmaba que si Gran Bretaña y Norteamérica defendían la democracia y los ideales humanitarios era porque ello constituía la mejor manera de fo-mentar sus intereses, y que lo presentado como paz por estos países no era una verdadera paz que pudiese satisfacer a las demás na-ciones. En realidad, según Konoe, se trataba de conseguir que los demás países aceptasen el hecho consumado de la supremacía británica y norteamericana y colaborasen en el mantenimiento de tal status quo. Los países adelantados de la primera hora querían conservar el status quo en lo tocante al reparto del mundo, pero las naciones que habían despegado más tarde nunca podrían colo-carse a la par con las primeras a menos que rompiesen con la situación existente. Por tanto, el limitarse a apoyar la paz y cen-surar el militarismo equivalía a manifestarse conforme con la distribución desigual de los recursos naturales, resultante del im-perialismo económico del pasado, y no era necesariamente lo mis-mo que satisfacer las exigencias de la justicia y del humanitaris-mo. En consecuencia, aducía Konoe, una condición previa para la supresión del militarismo tenía que ser, ante todo, la desaparición del imperialismo económico y de la discriminación entre la raza blanca y la amarilla.

En algunas de estas ideas existían notables coincidencias con las expuestas por Hitler en Mein Kampf; Konoe sostuvo estas opiniones durante casi toda su vida. Más adelante, cuando se con-virtió en primer ministro y quedó en sus manos el poder de deci-sión acerca de la guerra entre el Japón y China, fueron aquéllos los puntos de vista por los que se rigió ante el llamado incidente de China. Consideraba que aquélla no era una guerra del Japón contra China, sino una guerra de liberación para que China no

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siguiera sometida a la influencia británica y norteamericana. Por tanto, la batalla se daba en nombre de la justicia; era una guerra santa. Del mismo modo, también la guerra del Pacífico fue una guerra santa, librada para rescatar a Asia de las garras de los imperialistas británicos y norteamericanos. Tales opiniones acerca de Gran Bretaña y de Estados Unidos no eran exclusivas de Konoe, sino compartidas tanto por muchos ideólogos de la dere-cha como por socialistas y comunistas. Por ello, Konoe se hallaba en situación de poder dialogar tanto con la gente de derechas como con intelectuales izquierdistas; por otra parte, su abolengo le permitía hablar fácil y francamente con miembros de la nobleza y con el emperador, así como con los capitalistas y los altos fun-cionarios del gobierno.6

En el período comprendido entre 1933 y la fundación de la Asociación de Asistencia a la Soberanía Imperial en 1940, Konoe organizó las reuniones regulares de un grupo de discusión de los temas de actualidad, llamado «Shówa Kenkyükai» (grupo de estu-dios Shówa). Formaban parte de este grupo, que era en realidad un trust de cerebros montado por Konoe, las principales figuras del mundo político y del financiero, de la burocracia, de la docen-cia y del periodismo. Jóvenes y prometedores economistas de la época como Nakayama Ichiro y Tobata Seiichi estuvieron en ese

6. Con motivo del tratado de Washington, la marina se dividió en la facción del Tratado y la facción de la Flota. Durante el decenio de los treinta se advertía una división similar en el ejército entre la facción Tosei (del Control) y la Kodo (de la Vía imperial). La facción del Control colaboró con la de la Flota y con los llamados nuevos burócratas; con el respaldo de los nuevos zaibatsu, eran partidarios de una economía dirigida. La facción de la Vía imperial, junto con los oficiales jóvenes del ejército y los inte-lectuales de derechas, pedían el socialismo de estado. El gobierno, los zaibatsu y la facción del Tratado en la armada eran partidarios del sistema de libre empresa y deseaban la colaboración con Gran Bretaña y Norteamé-rica. Por otra parte, estaba el ilegal Partido Comunista. Se esperaba mucho de Konoe, en tanto que hombre capaz de entenderse con los representantes de todo este amplio espectro, y él trabajó a favor de la unidad de su país en la medida de sus posibilidades. Lo malo fue que sus posibilidades no eran muchas; la desgracia para el Japón fue que el pueblo tenía en dema-siada estima a Konoe, y él también albergaba una opinión excesivamente favorable de sí mismo, lo que le hacía propenso a la arrogancia.

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grupo, y entre otros figuraban también Miki Kiyoshi (filósofo de izquierdas que más tarde murió en prisión), Ozaki Hotsumi (infor-mador del Asahi Shinhun, posteriormente complicado en el caso de espionaje Sorge-Ozaki y ejecutado) y Shimizu Ikutaró (sociólo-go, considerado después de la guerra como «intelectual izquier-dista y progresista», y más recientemente como una de las cabezas de la «nueva derecha»). El pasaje siguiente resume las que Konoe llamó «conclusiones a las que he llegado recientemente, tras madu-ración detenida y sobre la base de diez años de contactos amistosos con personas de múltiples esferas, tanto de la derecha como de la izquierda, militares y burócratas»:

Si bien cabe suponer que los partidarios de una reforma, de entre los militares, no se proponen necesariamente la puesta en marcha de una revolución comunista, en cambio el grupo de burócratas y paisanos simpatizantes que los rodea, llámense de derechas o de izquierdas —ya que nuestros sedicentes derechis-tas no son más que comunistas disfrazados de kokutai (ideolo-gía del estado nacional)—, no tienen otro propósito sino el de conducir los asuntos hacia una revolución comunista. Conven-dría tener en cuenta que los soldados, ignorantes y sencillos, son manipulados por esos burócratas y paisanos. (Extracto del «Me-morial» de Konoe al emperador.)

De ese talante era nuestro Konoe, que fue primer ministro y tuvo en sus manos la situación política en tres ocasiones, durante los cuatro años que precedieron a la guerra del Pacífico. Tras la constitución de su primer gabinete, Konoe anunció en una confe-rencia de prensa la creación de un sistema de organización de la «unidad nacional», a fin de «implantar la verdadera paz, sobre una base de justicia internacional». La guerra con China estallaba sólo un mes después de la formación de este gabinete de Konoe. Algu-nos japoneses creyeron que Konoe tomaría medidas para reprimir aquellas iniciativas arbitrarias del ejército, pero él, que tenía «mu-chos contactos amistosos con todas las esferas de los militares, de la burocracia, a la derecha y a la izquierda», no podía cortar esos contactos, y carecía de fuerza para poner cortapisas al ejérci-

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to. No era Konoe hombre dotado de valor e inteligencia sufi-cientes para imponer un alto el fuego en China. Cuando formó gobierno por segunda vez puso manos a la obra de «implantar la verdadera paz, sobre una base de justicia internacional» median-te la conclusión del Pacto Tripartito con Italia y Alemania, en 1940. Inmediatamente se fundó la Asociación de Asistencia a la Soberanía Imperial, se prohibieron las actividades de todos los partidos políticos y se puso a punto un sistema de partido único de acuerdo con el modelo establecido por Hitler, que no otra cosa era el sistema de organización de la «unidad nacional» según Konoe. Tras lo cual, las riendas del poder pasaron a manos de Tojo, y dos meses más tarde estallaba la guerra del Pacífico.7

En la derecha, el único que había concebido con claridad un proyecto en cuanto al tipo de sociedad que debía construirse des-pués de una revolución era Kita Ikki. Sus principales obras fue-ron Teoría del estado nacional y el verdadero socialismo (1906), Un proyecto para la reconstrucción del Japón (1919) y Una histo-ria no oficial de la Revolución china (1921). El criterio de Kita acerca del emperador era sumamente progresista. Decía que consi-derar el estado nacional japonés como algo eterno e invariable, según hacía la mayor parte de la derecha, y acusar y denunciar como totalmente erróneas todas las doctrinas contrarias a la ideo-logía del estado nacional —así como la incapacidad de los socia-listas y los estudiosos para replicar razonablemente a ese tipo de presiones— era una situación que no debía darse en ningún país civilizado y que negaba la inviolabilidad del libre pensamiento. El emperador nipón no era sino un elemento más del estado japonés, lo mismo que el pueblo japonés, pero debido a su situación como órgano de una función especial dentro de dicho estado, el empe-rador disponía de privilegios considerables. Como nación, el Ja-pón constaba, por una parte, de un miembro (el emperador)

7. Konoe no era un primer ministro idóneo para una época de crisis. Era un hombre carente de valor, tardo en decidir, poco perseverante y escasamente firme en sus resoluciones. Además, dado su egoísmo, si las cosas no salían bien era propenso a abandonar a medio camino. Véase por ejemplo Oka Yoshitake, Konoe fumimaro, Iwanami Shoten, 1972.

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dotado de privilegios especiales en tanto que órgano más alto del estado, y por otra parte, de numerosos miembros iguales entre sí (el pueblo). Según Kita, hubiera sido una equivocación el tra-tar de resucitar la relación emperador-pueblo que existía en los tiempos antiguos, cuando el emperador y el pueblo formaban, como si dijéramos, una familia cuya cabeza era el soberano. Sólo los bárbaros mal informados podían creer que la revolución Meiji había sido una renovación de la soberanía imperial, por lo que usaban la denominación de «restauración Meiji». La revolución Meiji no había significado ningún retorno de la soberanía imperial; al contrario, había traído al fin el estado confuciano y civil que fue el ideal de las reformas Taika. De hecho, y puesto que no se permitió que el emperador se convirtiese en una especie de papa japonés, no podía interferir en la ciencia, ni formular ningu-na doctrina ética ni política, ni expresar ninguna teoría histórica ni filosófica. Los derechos de que era depositario el pueblo frente al estado significaban que nadie estaba obligado a cumplir el «Edicto imperial sobre la educación». Tales eran las opiniones de Kita acerca del emperador; en suma, creía que la relación entre éste y su pueblo no podía ser inmutable, sino que evolucionaba a través de las épocas.

Los puntos principales del proyecto de reconstrucción del Ja-pón según Kita eran los siguientes: en primer lugar, en la nueva era el emperador no sería considerado como el cabeza de fami-lia, ni siquiera de la principal familia del Japón como en los viejos tiempos, sino como un representante del pueblo en con-junto. Por tanto, debía dar ejemplo cediendo a la nación todas las tierras de labor, montes, bosques, títulos y acciones, etcétera, de que era propietaria la familia imperial. Se aboliría la aristo-cracia de cuna y se eliminarían todos los obstáculos entre el em-perador y su pueblo; desaparecería la cámara senatorial para establecer en su lugar otro cuerpo deliberante que examinase las decisiones de la cámara baja. Todos los varones de edad su-perior a los veinticinco años serían electores y elegibles para la cámara de los diputados. Cada familia japonesa podría poseer riquezas valoradas hasta en un millón de yen como máximo, de

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las cuales no excederían de cien mil yen las tierras en propiedad. Se podrían constituir empresas privadas con un capital de hasta diez millones de yen, pero todas las empresas de mayor magnitud pertenecerían al estado.

En la actualidad las ideas de Kita apenas parecen contener nada «peligroso»; nadie diría que correspondan a una ideología de derechas, aunque también resulta difícil considerarlas de iz-quierdas. Las opiniones de Kita sobre el emperador se pare-cen bastante a lo que el japonés medio de hoy piensa acerca de su soberano. Tras la derrota del Japón en la segunda guerra mundial, las reformas introducidas por el cuartel general de las fuerzas aliadas realizaron todos los puntos que había propugnado Kita: abolición de la aristocracia, supresión del sistema del genro (basado en la influencia sobre el emperador de los antiguos go-bernantes) y del consejo privado (los que Kita llamaba «obstácu-los» entre el emperador y el pueblo), abolición de la cámara alta y reforma de las leyes electorales. En algunos casos, las reformas fueron más radicales que las propuestas por Kita. Por lo demás, si consideramos que en 1919 el PNB japonés per capí ta era de 260 yen, que el valor medio de la propiedad privada per capita era de 1.337 yen (incluidas las tierras) y que en promedio cada individuo poseía 593 yen en tierras de propiedad privada, re-sulta que los límites propuestos por Kita para la propiedad per-sonal, excepto en el caso de las tierras, eran en realidad muy altos. Por consiguiente, los planes de Kita para la reorganización del estado pueden considerarse esencialmente, desde el punto de vista económico, como una propuesta de reforma agraria. Y eso fue precisamente lo que hicieron las fuerzas de ocupación des-pués de la guerra; se considera por lo común que durante el pri-mer período de la ocupación buena parte de la oficialidad aliada estaba compuesta por militantes de izquierda, bastante más radi-cales que el propio Kita.

La vida de Kita terminó de manera trágica; se le implicó en la sublevación del 26 de febrero de 1936 y fue condenado a muerte. Sin embargo, si nos preguntamos quién andaba equi-vocado en las cuestiones que acabamos de mencionar, si Kita o la

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minoría dominante de la época, forzoso nos será concluir que Kita tuvo bastante más visión que sus contemporáneos.8

IV

Sin embargo, las ideas de Kita en cuanto al procedimiento por el cual se llegaría a la reconstrucción del país sí eran bas-tante extremistas. Como ya se ha mencionado, había sacado de sus experiencias en la revolución china de 1911 la convicción de que los militares eran la principal fuerza de una revolución. Ahora bien, como en todo país donde se dejara sentir la necesi-dad de una revolución probablemente el ejército estaría corrom-pido, Kita juzgaba imposible confiar en los generales y altos mandos; la revolución en el Japón sería efecto de un golpe de estado conducido por los oficiales jóvenes y por la tropa. Una vez asegurado el éxito de dicho golpe de estado, según Kita, el emperador debería proclamar la ley marcial durante tres años al menos, disolver ambas cámaras de la Dieta y aprovechar dicho período para sentar los fundamentos de un estado reconstruido. Durante la vigencia de la ley marcial, los reservistas actuarían en defensa del orden público, bajo las órdenes directas del gabi-nete. Al mismo tiempo, dichos reservistas llevarían a cabo una indagación sobre las propiedades de los ricos en cada lugar, a fin de confiscar todo cuanto excediese de los límites a la pro-piedad privada que mencionábamos antes.

Hay quien opina que son las fuerzas civiles las que desem-peñan el papel principal en la revolución; otros creen que los militares son más importantes. La misma revolución quizá no sea sino un proceso o un paso por medio del cual se consiguen determinados objetivos, pero el que se atribuya el papel princi-pal a los civiles o a los militares implica una diferencia funda-

8. En sus últimos años Kita recibió grandes sumas de dinero de la Mitsui. Esto nos conduce inevitablemente a sospechar que era, no tanto uno de los instigadores del 26 de febrero sino quizás un agente doble o espía para ambos bandos, el de los jóvenes oficiales radicales y el del zaibatsu Mitsui. Sea como fuere, podemos estar seguros de que él no deseó provocar la sublevación del 26 de febrero.

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mental en cuanto al tipo de sociedad que espera ver realizada el que piensa en la revolución. Después de una revolución cuya fuerza principal hayan sido los civiles es posible que se instaure un régimen basado en los principios de la democracia burguesa y el internacionalismo; en cambio, a consecuencia de una revo-lución cuyos principales protagonistas hayan sido los militares puede formarse un estado ultrapatriota, ultranacionalista y fas-cista. El Japón al que Kita deseaba aplicar su propia fórmula revolucionaria se había hecho ya profundamente nacionalista du-rante los años posteriores a la revolución Meiji; en estas con-diciones, si el país se hubiera embarcado en otra revolución se-gún las líneas propuestas por Kita, el resultado inevitable habría sido un estado ultrafascista, sin ninguna posibilidad de realizar el socialismo moderado y verdadero que Kita se figuraba. Este autor caía en el error de postular unos medios totalmente in-congruentes con los fines planteados.

Cuando el nacionalismo de un país se identifica estrechamente con los intereses egoístas de dicho país, la denuncia de tal egoís-mo por parte de otra nación puede hacer que titubee aquel na-cionalismo. En cambio, cuando el nacionalismo va unido a la convicción absoluta de estar en lo justo se vuelve sumamente peligroso. Y así como Konoe Fumimaro contemplaba el estable-cimiento de un nuevo orden mundial basado en la justicia, Kita sustentaba ideas muy similares pero de una manera mucho más sistemática. «Por las mismas razones que reclamamos una distri-bución justa en lo tocante al nivel de vida de la población en nuestro país, hemos de exigir una distribución justa en el orden internacional, por lo que toca al nivel de vida del país mismo.» 9

Es decir, que para Kita «la construcción del Japón revolucio-nario» y «la liberación de los pueblos de Asia» eran proposicio-nes gemelas que se deducían del mismo axioma de «justicia».

Además, Kita creía que tanto en el orden internacional como en la situación interior, tal justicia no podía obtenerse sino por medio de la fuerza. Citando sus propias palabras:

9. Kita Ikki, Shina Kakumei Gaishi (Una historia no oficial de la Revolución china), 1921, p. 6.

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La inmensa riqueza de Gran Bretaña abarca todo el mundo, mientras Rusia posee vastas extensiones territoriales en el he-misferio norte. ¿No tiene el Japón, cuya situación viene a ser la de un paria desde la perspectiva internacional, derecho a luchar en nombre de la justicia y para romper esos monopolios? Los socialistas de Europa y América se contradicen por com-pleto a sí mismos cuando, al tiempo que admiten las luchas de la clase proletaria en el plano interior, tachan de agresión y militarismo las guerras emprendidas por lo que podríamos lla-mar el proletariado internacional ... Que el Japón, proletario desde el punto de vista internacional ... recurra al conflicto bélico para corregir la injusticia del reparto territorial interna-cional, es algo que los pueblos deberían aprobar incondicional-mente ...

Si el Japón hubiese luchado al lado de Alemania durante la gran guerra en curso [es decir, la primera guerra mundial], sus ejércitos podrían haber sometido a Rusia al primer envite, y mientras la armada alemana aplastaba a la flota británica en Europa, la nuestra podría habernos conducido a la India y a Australia. De este modo, el Japón se habría apoderado con facilidad de un inmenso imperio que abarcaría desde Rusia, al norte, hasta Australia, al sur.10

No ha de extrañar que esta especie de Mein Kampf de Kita se convirtiese, como si dijéramos, en la biblia de los oficiales jóvenes e impetuosos. Por lo demás, este concepto de reordena-ción del mundo sobre una base de «justicia» estaba de acuerdo con los planteamientos de Konoe, en quien habían depositado grandes esperanzas, durante el decenio de 1930-1940, el ejército, el mundo financiero, la intelectualidad y el pueblo en general, que le saludaban como «nueva estrella» de la vida política. Desaparecido Kita, la actividad de Konoe y sus correligionarios hizo que la historia siguiese, en buena parte, el curso que Kita había predicho, y el gran imperio desde Manchuria, al norte, hasta Nueva Guinea, al sur, surgió y cayó en un lapso de tiem-po igual a la duración de la segunda guerra mundial.

10. Kita Ikki, Nippon Kaizo Hoan Taiko (Un proyecto para la re-construcción del Japón), 1919.

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Las ideas contenidas en las obras de Kita fueron bien reci-bidas por muchos japoneses. Sin embargo, no es probable que eso hubiera sido suficiente para que el pueblo del Japón se em-barcase en una locura semejante, que en el espacio de pocos años acabó trágicamente con la destrucción del gran estado Meiji construido por la generación anterior. Al final de la primera guerra mundial, dicho régimen —-un régimen que era naciona-lista confuciano en lo ideológico, una monarquía constitucional en lo político, un capitalismo en lo económico, al menos aparen-temente, y que en lo diplomático seguía una línea de colabora-ción con los países occidentales— se vio en una situación bajo la cual las cosas no parecían salir tan rodadas como antes.

Ante todo, reinaba el descontento entre los militares. En las dos grandes guerras anteriores, la chino-japonesa y la ruso-japo-nesa, los generales y demás altos mandos habían quedado como unos héroes. El pueblo rebosaba de gratitud hacia ellos, y reci-bieron su parte de las recompensas. En cambio, en la primera guerra mundial los que se aprovecharon fueron los capitalistas; las fuerzas que físicamente habían tomado Tsingtao (la colonia alemana en China), que habían perseguido por el Pacífico a los cruceros y submarinos alemanes y que habían patrullado por el Mediterráneo, ésas no tuvieron recompensas. Tal discriminación les pareció injusta. Los capitalistas, que habían monopolizado du-rante la guerra el mercado chino e incluso exportaron mercancías a Europa occidental, en los años de posguerra se hicieron millo-narios advenedizos, cuando no multimillonarios. Por el contra-rio, a los soldados no les aguardaba, después de la guerra, sino la limitación de armamentos y el consiguiente licénciamiento en masa. Peor aun, en las fases finales de la guerra el ejército japonés había profundizado mucho hacia el interior de Siberia, y las tropas permanecieron en Siberia incluso después del fin de la guerra, pero sólo para tener que retirarse en octubre de 1922 sin haber ganado nada (la retirada del norte de la isla Sajalín no se realizó hasta 1925). El ejército y la marina sufrieron una frustración inmensa.

El Japón había emprendido la expedición siberiana a peti-ción de Francia y de Gran Bretaña. Estos países solicitaron al

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Japón y a los Estados Unidos el envío de tropas a Siberia pre-viendo que si, después de la Revolución rusa, el gobierno bol-chevique firmaba un tratado de paz por separado con Alemania, ésta podría retirar sus tropas del frente oriental y concentrar todas sus fuerzas en el occidental, lo cual causaría dificultades graves a aquellas potencias. Se juzgó que la manera de conseguir la inmovilización de grandes contingentes alemanes en el Este podía ser la apertura de un «nuevo frente oriental». En su mo-mento el gobierno japonés aceptó el envío de tropas en concer-tación con los Estados Unidos, pero aun antes de que se recibiese aquella petición de Francia y Gran Bretaña, el ejército japonés ya tenía a punto sus planes para despachar tropas a los terri-torios orientales de Rusia. La finalidad nominal de tales planes iba a ser la protección de los japoneses residentes en dicha re-gión, pero en realidad se trataba de una expedición autónoma, encaminada a apuntalar un régimen contrario a los bolcheviques, una intervención para poner freno a la revolución. En el seno del gobierno tampoco faltaban los elementos duros, partidarios de tal expedición independiente, aunque la mayoría era más par-tidaria de la expedición conjunta para ayudar a Gran Bretaña y a Francia, con el propósito de poner fin a la guerra mundial.

Por tanto, incluso después de la expedición siberiana se apre-ciaba una falta de cooperación entre el gobierno y el ejército, y los militares se mostraron partidarios de la independencia de cri-terios del mando supremo y de que el gobierno no pudiera in-tervenir en los asuntos militares. Tanto en la guerra chino-japo-nesa como en la ruso-japonesa, las fuerzas armadas habían com-batido brillantemente bajo las directrices del gobierno, pero aho-ra, con la expedición siberiana, el propio ejército empezaba a desmandarse; los militares empezaron a decidir en exclusiva to-das las cuestiones castrenses, incluyendo temas tales como el envío de refuerzos para las tropas expedicionarias y la amplia-ción de la zona ocupada.

Es decir que los militares japoneses hicieron oídos de mer-cader a todas las demás voces, pero al pueblo japonés no le pareció que tal comportamiento de sus fuerzas armadas fuese necesariamente anormal. La primera guerra mundial había termi-

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nado en 1918, justo cincuenta años después de la revolución Meiji. Antes que eso había existido en el Japón un período de tres siglos de dominio de las familias samurais de Oda (Nobu-naga), Toyotomi (Hideyoshi) y Tokugawa. En la memoria de los japoneses estaba muy claro el recuerdo del gobierno militar, el bakufu. Para muchos japoneses, los conceptos tales como la sumisión de los militares al poder civil sólo evocaban temor, si es que evocaban algo; desde luego algunos políticos trataron de oponerse a esa conducta incontrolada del ejército, pero en con-junto los militares tuvieron la satisfacción de comprobar que tal oposición era mínima. Ello aumentó su osadía y les animó a im-ponerse frente al gobierno y poner en ejecución sus propios pla-nes. Como resultado, el Japón entró de nuevo en una época de dualidad de poderes y de dualidad diplomática. A medida que aumentaba el poder del ejército se intensificaban también las lu-chas en el seno del mismo por hacerse con la iniciativa.

Pese a que los militares tenían estrictamente prohibido por el «Edicto imperial a los soldados y marinos» de 1882 el inter-venir en política, algunos miembros de las fuerzas armadas, y sobre todo del ejército de tierra, se aliaron con políticos y pen-sadores de derechas para inmiscuirse en política; en particu-lar conspiraron con el movimiento derechista de los llamados «ronin [samurais sin amo] de China» para crear conflictos en Manchuria. En 1927-1928, coincidiendo con la expedición sep-tentrional del ejército nacionalista de Chiang Kai-shek, el gobier-no japonés despachó tropas a la provincia china de Shantung bajo el pretexto de proteger a los japoneses establecidos allí. El jefe del gobierno en esa época era el primer ministro Tanaka Giichi, un general que acumulaba además el cargo de ministro de Asuntos Exteriores, o sea que el gabinete era poco más que una sucursal del ejército. El gobierno había preparado un plan secreto para aislar a Manchuria y Mongolia del resto de la China continental, con la intención de que el Japón quedase encargado del mantenimiento de la legalidad y el orden en dichas regiones. Cuando se puso de manifiesto que Chang Tso-lin, el hombre fuerte de Manchuria, no se avendría a recibir órdenes, el ejér-cito de Kwantung lo asesinó. Además, en 1931 el ejército pro-

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vocó una segunda voladura del ferrocarril de Manchuria meridio-nal, que pertenecía al Japón, lo cual sirvió de pretexto para atacar a las tropas chinas diciendo que la explosión había sido obra del ejército chino. Éstos fueron los comienzos del incidente de Manchuria. La disciplina militar había dejado de existir en realidad.

Mientras, por una parte, algunos individuos obtenían enor-mes ganancias durante la primera guerra mundial, por otra parte y como hemos visto antes, aumentaba la disparidad salarial entre las empresas grandes y las medianas y pequeñas. Una serie de malas cosechas había hundido además en la miseria a numerosas aldeas. Los campesinos del nordeste del país, desesperados, tu-vieron que vender a sus hijas para poder subsistir. Como es na-tural, no sólo los extremistas de derechas y de izquierdas, sino también muchas personas del pueblo en general odiaban a los zaibatsu y maldecían todo el sistema capitalista. A todo esto, los principales jefes del ejército, cegados por el afán de gloria y as-censos, conspiraban para lanzar el país a la guerra y mejorar h posición del ejército. Estaban además Kita y sus seguidores, ;n busca de contactos con los oficiales jóvenes para tratar de reali-zar sus proyectos de reconstrucción nacional; no era difícil que los militares jóvenes e ingenuos, después de haber advertido los extremos de riqueza y miseria que se daban en el Japón, alber-garan grandes simpatías hacia las ideas de Kita.

En 1921 fue asesinado por un miembro de la ultraderecha el jefe del zaibatsu Yasuda, Yasuda Zenjiró. En 1930, el primer ministro Hamaguchi Osachi fue herido en un atentado, y falle-ció de resultas de la herida. En 1931, algunos altos mandos del ejército planearon dos golpes de estado, mientras los mandos del cuerpo expedicionario provocaban el incidente de Manchuria. Ambos golpes fueron descubiertos antes de su ejecución, de ma-nera que fracasaron por completo; los instigadores salieron muy bien librados. El país ya estaba complicado en el incidente de Manchuria, y en conjunto tendía a la derecha; los golpistas fue-ron considerados como patriotas, más que como traidores. En 1932 fueron asesinados por miembros de la extrema derecha el ex-ministro de Hacienda Inoue Junnosuke y un jefe del zaibatsu

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Mitsui, Dan Takuma. Después de este hecho, un grupo de ofi-ciales jóvenes de marina asaltó la residencia del primer ministro y el cuartel general de la policía, resultando muerto el primer ministro Inukai Tsuyoshi, en lo que se llamó el incidente del 15 de mayo. En 1935, a consecuencia de luchas de facciones en el seno del ejército, uno de los principales personajes de la lla-mada facción del Control («Tósei-ha»), el teniente general Nagata Tetsuzan, jefe del despacho de asuntos militares del Ministerio de la Guerra, fue asesinado por un oficial perteneciente a la facción de la Vía imperial («Kódó-ha»), Ni que decir tiene que el pueblo japonés aborrecía esta especie de terrorismo ultra, pero al mismo tiempo se sentía en deuda con aquel ejército que, aun-que incontrolado, había dado al Japón el «imperio de Manchu-ria» (Manchukuo), un estado títere de los nipones que cubría enormes extensiones al nordeste de la China continental. En con-secuencia, no era habitual en el pueblo japonés la crítica pon-derada de la actuación militar. Muchas personas habían sido educadas en la creencia de que la nación era siempre lo primero, de manera que no había tanta divergencia entre ellas y los mi-litares.

El Manchukuo era un país extraño. Su política oficial era la de armonía entre las cinco razas que lo habitaban (los chinos, los japoneses, los coreanos, los manchúes y los mogoles), pero en realidad los nipones gobernaban y explotaban a las otras cuatro razas. La composición de la población japonesa de Manchuria era casi más variopinta que la de su país de origen: estudiantes detenidos, o expulsados de sus colegios por haber tomado parte en movimientos estudiantiles izquierdistas, trabajaban allí codo a codo con terroristas de ultraderecha recién salidos de la cárcel. Por ejemplo, en el departamento de investigación de la compa-ñía del ferrocarril de Manchuria meridional (que era en realidad el cuartel general de la administración japonesa de Manchuria) colaboraban hombres como Okawa Shúmei, que fue encarcelado como criminal de guerra al final de la segunda guerra mundial, y Ozaki Hotsumi, ejecutado durante la contienda por activida-des de espionaje a favor de los rusos. Algunos trabajaron en Tokio; otros, después de haber sido unos fracasados en el Ja-

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pón, pasaron a formar parte de la minoría dirigente en Man-churia y se rodearon de los privilegios consiguientes.

Por último se produjo el famoso incidente del 26 de febrero de 1936 (que yo prefiero llamar golpe de estado Shówa). Vein-tidós oficiales jóvenes dirigieron a unos mil cuatrocientos oficia-les de la reserva y hombres del contingente en sendos asaltos contra la residencia del primer ministro, la del gran chambelán y el cuartel general de policía de la capital; durante algún tiem-po incluso ocuparon parte del palacio imperial. La consigna era «reverencia al emperador y abajo las fuerzas del mal». En estos asaltos sólo murieron tres personalidades —el ministro de Ha-cienda Takahashi Korekiyo, el canciller custodio del sello priva-do Saitó Makoto, y el general Watanabe Jótaró—, aunque el plan preveía la liquidación, no sólo de todos los consejeros de la corte y miembros del gabinete, sino incluso de muchos de los altos mandos militares. Resultó bastante claro que el golpe tam-bién guardaba relación con las luchas intestinas del ejército. En consecuencia, los castigos impuestos después del fracaso de la intentona fueron severísimos. Dado que los jóvenes oficiales que habían proyectado el golpe eran miembros de la facción de la Vía imperial dentro del ejército, después del incidente la facción del Control emprendió una purga radical de sus oponentes. Los de la Vía imperial habían sido partidarios de eliminar a los ele-mentos corrompidos que rodeaban al emperador y de realizar la reconstrucción interior del país, mientras que la facción del Con-trol pretendía reforzar por medios legales la influencia política de los militares, establecer un estado adaptado a la guerra total con la aquiescencia de los estadistas, los burócratas y los hom-bres de negocios del Japón, y someter la economía al control estatal.

Ciertamente los oficiales jóvenes que llevaron a cabo el falli-do golpe estaban influidos por las ideas de Kita Ikki, pero el propio Kita no tuvo en el mismo sino una mínima participación, pues opinaba que en las circunstancias del momento importaba más que el Japón introdujese ciertas correcciones en sus tratos con China y con los Estados Unidos. Por tanto, en principio, no estuvo de acuerdo con el golpe y nunca prestó a la intentona

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de los jóvenes oficiales más que un apoyo tácito. Sin embargo, fue encarcelado bajo la acusación de haber sido uno de los prin-cipales instigadores del incidente, y ejecutado el 19 de agosto de 1937. Otro de los supuestos instigadores, Nishida Mitsugu, fue ejecutado al mismo tiempo; cuando se volvió hacia Kita proponiendo: «Muramos con tres vivas a Su Majestad el Em-perador», Kita se negó diciendo: «No lo deseo». Un hermano menor suyo, que habló con él momentos antes de que fuese apli-cada la sentencia de muerte, cuenta que Kita dijo: «No he teni-do nada que ver con esta sedición. Ahora bien, como los que la perpetraron eran admiradores de mis obras, si se les piden responsabilidades tendré a mucha honra el figurar entre ellos».

Dentro de lo que le permitía su posición, el emperador trató de oponerse a ese giro a la derecha, según se deduce de varios documentos publicados después de la segunda guerra mundial; pero en aquel entonces el pueblo desconocía por completo las opiniones del emperador. En la época del incidente del 26 de febrero, el Japón ya se había retirado de la Liga de las Nacio-nes, y durante el período de diecisiete meses que transcurrió entre esta coyuntura y la ejecución de Kita se firmó con Alema-nia el pacto anti-Comintern y estallaron de nuevo las hostili-dades con China. El estado japonés se hallaba de nuevo en situa-ción de dualidad de poderes, con un gobierno visible débil y un gobierno militar fuerte entre bastidores. Estos dos poderes con-ducían diplomacias separadas; mientras el gobierno nominal se avenía a no agravar el conflicto con China y afirmaba el deseo de buscar una solución política, el poder entre bastidores tomaba una medida tras otra para intensificar las hostilidades, con lo que privaba al gobierno nominal de cualquier credibilidad que pudiese tener todavía en el extranjero. En todo caso, a lo largo de este proceso el gobierno perdía toda posibilidad de efectuar ninguna declaración independiente en cuanto a la política exte-rior y quedaba por completo a merced de los militares. Más aun, en aquella época el emitir cualquier opinión discrepante de los militares y de la extrema derecha significaba peligro de muerte y no sólo para los individuos del pueblo, sino incluso para los altos consejeros y quién sabe si también para el emperador. Por

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otra parte, éste estaba obligado por la constitución a observar una estricta neutralidad política; como dios viviente debía pres-cindir de sus propias opiniones políticas y estaba prácticamente privado de libertad. El emperador y sus principales consejeros eran virtualmente prisioneros de los militares y de los ultradere-chistas; sus declaraciones apenas eran ya sino susurros, y aun éstos no llegaban a oídos del pueblo.

En 1938 se promulgó la ley nacional de movilización ge-neral, y dos años más tarde se firmó el pacto militar tripartito entre el Japón, Alemania e Italia. Todas las facciones de la extre-ma derecha se habían unido y el país se agitaba en una ebulli-ción de nacionalismo, adoración al emperador, ultrapatriotismo y militarismo. El pueblo japonés, con su educación confuciana y su larga tradición de respeto ante cualquier especie de guerrero, no sólo no intentó ninguna resistencia enérgica frente a ese sistema, sino que se mostró totalmente intoxicado, como si dijéramos, por este sake que era a la vez antiguo y nuevo. Posiblemente Konoe y Tójó eran demasiado débiles para proclamarse dictado-res, pero para entonces el país ya andaba sobrado de fervor pa-triotero. El Japón se había unificado y estaba lanzado en el ca-mino de conseguir «la redistribución del mundo sobre una base de justicia», como habían dicho Kita y Konoe.

El Japón se estaba pareciendo mucho al estado nazi, pero sin Hitler. No es que el Japón de esta época fuese fascista, pues no existía un dictador que sin tener en cuenta la voluntad po-pular impusiera políticas ultranacionalistas y militaristas; tales políticas eran reclamadas por la inmensa mayoría del pueblo ja-ponés, en virtud de la agitación militar y de extrema derecha, de la educación recibida dentro del sistema de enseñanza obli-gatoria, así como de los conceptos éticos tradicionales con los correspondientes puntos de vista acerca del estado y del empera-dor. Por tanto, el Japón se había convertido en lo que podría mos llamar un estado fascista «democrático», en el sentido de que el gobierno tampoco tenía otra opción sino seguir igualmente la línea fuerte. Aun en el supuesto de que se hubiese nombrado un gobierno moderado, en aquella situación ni los militares, ni la derecha, ni el pueblo mismo habrían permitido que aquél

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adoptase una política conciliadora para con los Estados Unidos. Lo primero que hubiese hecho falta habría sido enfriar un poco los sentimientos patrioteros del arrogante y engañado pueblo nipón, pero, paradójicamente, los únicos capaces de hacerlo eran partidarios de la guerra en aquel momento.

Ésa fue la conclusión a la que llegó el propio emperador después de examinar la situación. Desde el asesinato de Chang Tso-lin por el cuerpo expedicionario de Kwantung en 1928, el soberano intentó trabajar a favor de la paz dentro de los límites que le imponía su estado; cuando se le propuso como primer ministro a Tójó Hideki, un ferviente partidario de la guerra, él dio su placet con el comentario siguiente: «Supongo que, en este caso, como no arriesgamos nada, no ganamos nada». Que el em-perador concediese su acuerdo desde semejante postura de indi-ferencia, podrá censurársele como una debilidad, pero en octubre de 1941, y bajo aquel sistema de «fascismo democrático», aun-que se hubiese nombrado primer ministro a otro que no fuese Tójó le habría resultado sumamente difícil evitar la guerra.

En 1945 al fin, mientras Tokio y casi todas las demás capi-tales y ciudades importantes estaban en cenizas, fue posible dar los primeros pasos hacia la paz en el Japón; los personajes que iniciaron esos pasos fueron dos almirantes de los que habían lo-grado salvarse durante la sublevación del 26 de febrero. En la época de dicho incidente, Okada Keisuke era primer ministro; su joven cuñado y secretario personal, que se le parecía mucho físicamente, se hizo pasar por Okada cuando los sublevados fue-ron a buscar al primer ministro, y así fue asesinado en lugar de éste. Suzuki Kantaró fue atacado por los rebeldes y quedó grave-mente herido, pero su mujer consiguió del capitán Andó, jefe de los insurrectos, que no se le rematase. Suzuki sobrevivió y en 1945 era primer ministro cuando, con ayuda de Okada, dominó a la facción que deseaba continuar la resistencia y finalmente consiguió que el Japón firmase la declaración de Potsdam. Así pues, el pronunciamiento Shówa había lanzado a los nipones a la guerra con Norteamérica, pero los que no habían sido muer-tos por los rebeldes fueron los que lograron devolver la paz al Japón.

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CAPÍTULO 5

E L R É G I M E N D E S A N F R A N C I S C O

I

Durante una época muy larga, los japoneses se habían visto forzados a una vida de privaciones, siempre temerosos de la po-licía secreta que vigilaba por todas partes; en las fases finales de la guerra por lo menos, buena parte del pueblo se dio cuenta de que su verdadero enemigo no era Gran Bretaña ni Norte-américa, sino los mismos militares japoneses. Poco después de la rendición, cuando el pueblo japonés observó que la ocupación aliada no era, ni con mucho, tan dura como se había figurado, dejó de temer a las fuerzas aliadas. Y lo que es más, experimentó gratitud hacia ellas y las consideró como el ejército de libera-ción que estaba esperando. El hecho es que entre los soldados del ejército de ocupación enviado al Japón, al principio la moral fue alta y la disciplina militar muy estricta. Prácticamente no hubo roces entre estos soldados y los japoneses, y la conducta de los ocupantes fue modélica en realidad.

En su etapa inicial, el objetivo de la política de ocupación era reformar el Japón, país hasta entonces lleno de vitalidad pero militarista y agresivo, en una nación tal vez algo menos activa, pero pacífica y democrática, y basada en el sistema de libre empresa. En noviembre de 1945 el general MacArthur, co-mandante supremo de las fuerzas aliadas, cursó una instrucción al primer ministro Shidehara, en la que planteaba cinco refor-

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mas principales, que eran: el voto femenino, el derecho de los trabajadores a disponer de organizaciones propias, una educación liberal, la abolición del régimen autocrático y la democratización de la economía. En consecuencia, se reformaron las leyes electo-rales, se crearon sindicatos y se reformó el sistema de enseñanza. Además, y para acabar con la política absolutista, se abolió la aristocracia, se reformó la cámara alta reconstituyéndola como jun-ta de consejeros (Sangiin), y se abolió la llamada «tercera cámara» o consejo privado. Inmediatamente entró en vigor una nueva constitución, que trazaba con claridad un sistema en el que ei soberano no sería más que un símbolo, además de establecer la soberanía del pueblo, los derechos humanos fundamentales, la autonomía regional, la división de los poderes en administrati-vo, legislativo y judicial, y la renuncia a la guerra. Para realizar la democratización económica fueron desmembrados los zaibatsu y se introdujo un fuerte impuesto patrimonial. Las propiedades de la familia imperial no fueron exceptuadas de estas medidas demo-cratizadoras; salvo escasas excepciones, los considerables latifun-dios que tenía la familia imperial en todo el país fueron reparti-dos, y se sometieron a expropiación los numerosos palacios. Por otra parte, se llevó a cabo una reforma agraria bastante profunda.

Esta especie de «nuevo Japón» se parecía al propuesto por Kita Ikki en sus planes para la reconstrucción nacional. Cuando escribió Un proyecto para la reconstrucción del Japón (1919), los campesinos propietarios se veían empujados por la necesidad a convertirse en aparceros; en las aldeas predominaban las dos con-diciones extremas: por un lado, un puñado de grandes terratenien-tes; por otro, un numeroso grupo de aparceros. En su proyecto de reforma, Kita había recomendado una reforma agraria exhaustiva, añadiendo que el emperador debía ser el primero en dar ejemplo y ceder a la nación todas las tierras, bosques, ganados, etcétera, propiedad de la familia imperial. Evidentemente, la situación soñada por Kita se realizó después de la guerra bajo la guía del cuartel general de las fuerzas de ocupación, y de manera muy similar a la propuesta por Kita. En efecto, el emperador dejaba de ser un «soberano de la época en que como cabeza del estado era propietario de los dos elementos constituyentes del estado, la

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tierra y las personas»; como resultado de la reforma agraria, los propietarios de sus tierras, que hasta entonces eran el 36,5 por 100 de los agricultores, pasaron al 54,1 por 100, mientras que los cultivadores en régimen de aparcería disminuyeron del 26,6 por 100 al 7,9 por 100. Además, obvio es decirlo, el impuesto sobre el patrimonio niveló bastante las diferencias entre ricos y pobres. Y aunque, con excepción de las sociedades de cartera, todas las compañías que habían pertenecido a los zaibatsu des-membrados por orden de MacArthur resucitaron y se desarrolla-ron muy pronto, los antiguos clanes dueños de los zaibatsu no pudieron recobrar nunca el inmenso poderío económico que ha-bían tenido antes.

Este tipo de situación se presentaba unos trece años des-pués del pronunciamiento Shówa (o sublevación del 26 de febrero) realizado por oficiales jóvenes que creían en los planes renova-dores de Kita, pero que finalmente se había saldado con un fracaso. Sin embargo, las ideas de Kita tendían a una reconstruc-ción mundial —Asia liberada de las influencias imperialistas de Norteamérica, Gran Bretaña y Francia— como prolongación de la nacional, de manera que aun suponiendo que el golpe Shówa hubiese triunfado, y producido en 1937 un estado japonés como el de 1947, tarde o temprano el Japón de Kita habría iniciado una guerra sin escrúpulos, entendida como guerra de liberación mundial. Es forzoso concluir, por tanto, que la derrota de 1945 era tan inevitable como la ocupación subsiguiente. Y fueron inevi-tables en la medida en que el pueblo japonés no supo oponerse a la ideología de extrema derecha, caracterizada por conceptos tales como «honrar al emperador y expulsar a los bárbaros», «espíritu japonés y eficacia occidental», «país rico y ejército fuerte», «leal-tad y patriotismo» y «una esfera panasiática con centro en el Japón».

Durante los años de 1945 a 1947 hubo una extraordinaria carestía de alimentos, pero puede decirse que jamás los japone-ses se habían sentido tan liberados como entonces. Cierto que después de la revolución Meiji, cuando se abolió el antiguo ré-gimen, el pueblo también experimentó una gran liberación, pero entonces aún no se hallaba muy difundida la educación, por lo

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que el número de personas capaces de comprender el alcance de las reformas era reducido. En cambio, después de la segunda guerra mundial, o sea ochenta años después de dicha revolución, eran numerosos los individuos que comprendían la importancia de la libertad, aunque fuese sólo de una manera abstracta. Du-rante los largos años de guerra, el pueblo japonés había padecido una gran privación de conocimientos. Así que luego, además de hacer cola para poder adquirir alimentos también formaban colas para comprar libros y periódicos.

Todas las unidades del ejército y de la marina fueron disuel-tas por las tropas de ocupación, pero la estructura burocrática del gobierno permaneció virtualmente intacta. Ahora el Japón estaba sometido a la administración militar de las fuerazs alia-das; en todo asunto importante, el gobierno debía seguir las instrucciones emanadas del cuartel general de las fuerzas aliadas. Sin embargo, y puesto que en 1945 la burocracia japonesa ya llevaba muchos años desempeñando el papel de «gobierno se-cundario» bajo los militares japoneses, en la circunstancia de la ocupación el papel de la burocracia frente al cuartel general de las fuerzas aliadas era muy similar y no suponía en modo alguno condiciones nuevas de las que aquélla no tuviese experiencia. Muy al contrario, si inmediatamente después de la guerra se le hubiese devuelto al gobierno japonés su independencia, sin duda no habría sabido qué hacer. La burocracia japonesa había adqui-rido experiencia en despachar completamente los asuntos, pero a las órdenes de los militares, así que, aun habiendo cambiado los escalones superiores de la estructura de mando —puesto que el ejército japonés había sido reemplazado por el cuartel general aliado—, la burocracia continuó tan leal y competente como siempre y siguió trabajando con eficacia. Durante todos los años de la ocupación, el gobierno japonés no se resistió en modo al-guno a las órdenes del cuartel general aliado, ni hubo huelgas de celo ni nada parecido.

Obvio es decir que las dificultades fueron numerosas. La in-flación se aceleraba, el número de parados excedía de cinco mi-llones, y hubo una serie de huelgas. Todos los japoneses pre-veían que iban a tener que pagar fuertes reparaciones; estaban

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seguros de que sería locura pensar en una resurrección del Ja-pón como país militarmente fuerte, y que la recuperación del nivel de vida del pueblo aunque sólo fuese hasta los niveles de antes de la guerra era un sueño realizable tal vez en un lejano futuro. Sin embargo, en 1948 tuvo lugar un cambio rápido de la situación política internacional en Asia, cambio que no podía dejar de afectar al Japón. Durante ese año, en la China conti-nental los ejércitos de Chiang Kai-shek fueron derrotados por las fuerzas comunistas, y se fundaban en la península coreana, al sur la República de Corea, y al norte la República Democrática Po-pular de Corea. Al año siguiente, en 1949, se constituía la Re-pública Popular China, y en 1950 estallaba la guerra de Corea; las relaciones entre la Unión Soviética y China, por una parte, y los Estados Unidos, por otra, se deterioraron hasta el punto más bajo.

Obligados por esta nueva situación, los norteamericanos se vieron en la necesidad de reconstruir el Japón como bastión contra la Unión Soviética y China. Además era preciso levantar tal bastión con la mayor urgencia. El cuartel general de las fuer-zas aliadas efectuó un giro importante en su política de ocupa-ción. Abandonado el propósito inicial de fomentar un país de-mocrático sobre la base del sistema de libre empresa, cuya acti-vidad sería moderada y pacífica, se emprendieron medidas ten-dentes a reconstruir el Japón como país poderoso, dotado de la fuerza militar y económica necesaria para convertirlo en base avanzada del campo «libre» (anticomunista). Como consecuencia de este cambio de política, el capitalismo japonés renació como el Ave Fénix, bajo una forma casi idéntica a la que tenía antes de la guerra.

Para entonces el ejército y la marina ya estaban disueltos, y la disolución de los zaibatsu seguía su curso. Por otra parte la administración pública había sido purgada de ex-miembros de las fuerzas armadas, y los principales empresarios estaban en retiro forzoso. Sin embargo, tan pronto como estallaron las hostilida-des en Corea, el cuartel general aliado hizo que el gobierno ja-ponés organizase una fuerza de policía de reserva (la que más tarde fue la fuerza de autodefensa) y reforzase bastante el per-

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sonal asignado a la autoridad de seguridad marítima; a conti-nuación fueron amnistiados algunos ex-militares y se les permitió ocupar cargos. Un grupo de éstos ingresó en seguida en la re-serva nacional de policía y se encargó de la defensa del Japón mientras las tropas norteamericanas eran despachadas a Corea. Ex-oficiales y hombres de la marina, ahora miembros de la segu-ridad marítima, patrullaron los mares alrededor de Corea e incluso se les asignaron operaciones de rastreo de minas.1 La policía de reserva iniciaba el reclutamiento sólo tres años y tres meses después de la entrada en vigor de la nueva constitución japonesa, cuyo artículo noveno expresaba claramente que «no se manten-drán fuerzas de tierra, mar o aire, ni ningún otro potencial bé-lico. No se le reconoce al estado derecho de beligerancia».

Desde el comienzo de las hostilidades en la guerra de Corea, las fuerzas norteamericanas (fuerzas de las Naciones Unidas) pa-saron a empresas japonesas numerosos pedidos de armamento, repuestos para vehículos y otros aprovisionamientos militares. Los Estados Unidos se vieron obligados a fomentar con urgencia la resurrección de la economía japonesa, y para ello fue preciso suspender a toda prisa la política de desmilitarización de dicha economía, que había estado en vigor hasta entonces. Al mismo tiempo, asumía un carácter esencial la colaboración económica entre el Japón y los Estados Unidos. Hubo que abandonar el designio de reconstruir el Japón como unidad económica de mag-nitud mediana, libre y pacífica, puesto que le tocaba el papel de poner freno al avance comunista en el Sudeste asiático.

Por consiguiente, el nuevo planteamiento para la reconstruc-ción del Japón consistía en crear una economía que pudiese asu-mir la misión de desarrollar todo el Sudeste asiático, y al mismo

1. Sobre este asunto decía Yoshida Shigeru, primer ministro en la época en que se discutió el borrador de la constitución: «Lo estipulado en el borrador en cuanto a la renuncia a la guerra no supone una negación di-recta del derecho de autodefensa, pero dado que el párrafo segundo del artículo noveno declara que no se le reconoce al estado derecho a poseer fuerzas armadas ni a la beligerancia, incluso una guerra acogida a ese derecho de autodefensa debería quedar comprendida en dicha renuncia al derecho de beligerancia».

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tiempo acumular reservas capaces de satisfacer demandas urgen-tes de suministro por parte de los Estados Unidos. Era un giro de ciento ochenta grados en la política de ocupación. De acuerdo con las medidas tomadas al principio, no se permitiría que el Japón tuviese un nivel de vida superior al de los demás países de Asia a los que había agredido; en consecuencia, todos los bienes y equipos —con excepción de los bienes de subsistencia y los equipos de capital— fueron entregados en concepto de repa-raciones, o bien a los aliados, o bien a los países que habían sufrido la agresión japonesa. En 1949 los programas de repara-ciones fueron consignados a los archivos. Posteriormente, y en el tratado de paz de San Francisco —que convertía al Japón en miembro del «mundo libre»— se recogió en principio el deber de pagar reparaciones por parte del Japón, pero la mayoría de los países firmantes del tratado renunciaron a aquéllas; de hecho sólo las exigieron algunos países como las Filipinas, Indonesia, Birmania y Vietnam del Sur.

Como consecuencia de este giro diametral, las políticas adop-tadas resultaron casi idénticas a las de anteriores gobiernos nipo-nes. Se resucitó una economía nucleada por las grandes empresas. A partir de 1950 y durante cinco años, las empresas japonesas se enriquecieron gracias a la gran demanda de artículos militares para la guerra de Corea por parte de las fuerzas norteamerica-nas. Durante los dos primeros años las principales partidas de la demanda consistían en camiones, repuestos para vehículos, tela de algodón y carbón, pero en 1952 el cuartel general aliado auto-rizó la fabricación de armamento y éste pasó a ser la principal partida demandada. Y así como los daños producidos por la depresión de los años treinta a la economía japonesa fueron re-ducidos al mínimo gracias a los «suministros especiales para Manchuria», en este caso la economía pudo salir de los abismos en que había caído con ayuda de los «suministros especiales para Corea» demandados por el ejército norteamericano. A partir de 1950 la industria siderúrgica se organizó para incrementar su producción, y en 1951 no sólo el hierro y el acero, sino también los hilados, la extracción de hulla y la fabricación de máquinas-herramienta superaban con facilidad los niveles de antes de la

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guerra. Sin embargo, fueron sólo las grandes empresas las que se beneficiaron de este tipo de cooperación económica con los Estados Unidos; las medianas y pequeñas no participaban en los beneficios generados por aquellos «suministros especiales».

Y eso no fue todo. Durante los años cincuenta, muchas de las gigantescas instalaciones que habían pertenecido al ejército y a la marina, incluyendo los antiguos astilleros, fueron vendidas a la empresa privada. Entre estas operaciones figuraron, por ejem-plo, la cesión de los depósitos de combustible, que tenía la mari-na en Yokkaichi, a la Shówa Oil Company y a la Mitsubishi Petrochemical Company; los depósitos del ejército en Iwakuni pasaron a la Mitsui Petrochemical Company y a la Japan Mining Company, y los talleres Harima, pertenecientes a los arsenales del ejército en Osaka, a la Kobe Steelworks. En el período Meiji, la venta de las empresas estatales había determinado la estructura del mundo industrial Meiji; no menos decisiva fue la «venta de antiguos activos militares» después de la guerra y su papel en el desarrollo subsiguiente de la economía japonesa. Muchos de los grupos que funcionaron como bases del elevado índice de desarro-llo económico japonés habían logrado hacerse con instalaciones del ejército o de la marina; los antiguos arsenales de la armada se reconvirtieron en astilleros y acerías, y prosperaron.

Este tipo de desarrollo fue una suerte extraordinaria para los japoneses. En realidad, cuando estalló la guerra de Corea y comenzó el alza de la demanda de suministros especiales, tanto los empresarios como los políticos se mostraron encantados y afir-maron que «por fin el kamikaze [viento divino] empieza a soplar a nuestro favor». Los apuros económicos de la posguerra fueron muchos menos que lo que se había esperado pero, a cambio de ello, las características de la economía japonesa que arraigaron firmemente durante los años de la posguerra eran casi idénticas a las de antes de la guerra. La noción de una economía de libre concurrencia que, aunque modesta, fuese democrática y sentada sobre bases de igualdad —tal como se había esperado terminada la guerra— se acabó como un sueño. La economía que se recons-truyó era como la de preguerra; las orientaciones del gobierno eran esenciales y, en consecuencia, los más listos supieron bene-

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f¡ciarse manteniendo buenas relaciones con el gobierno. Por una parte, muchas empresas trasladaron a Tokio sus oficinas centra-les, y acudió a la capital un gran número de personas en busca de empleo y de formación universitaria; por otra parte, predo-minaba en el pueblo japonés un sentimiento de odio contra los nuevos elementos militaristas.

Muchos de los intelectuales y estudiantes japoneses pensaban que el único resultado positivo de la guerra del Pacífico había sido la caída de los militaristas, por lo que era muy crítica su actitud en cuanto al rearme y a los monopolios cada vez mayores de las grandes empresas. Las reacciones de desaprobación fueron particularmente intensas en cuanto al giro diametral de la polí-tica norteamericana, censurándose el egoísmo de los estadouni-denses al imponer primero la desmilitarización del Japón y lue-go, cuando la situación cambió, mudar por completo de actitud y ordenar el establecimiento de una policía de reserva (que en realidad no era otra cosa sino una fuerza militar), resucitar la industria de municiones y convertir el Japón en una base de suministros para el ejército norteamericano. Y mientras en otro tiempo incluso los afiliados al Partido Comunista habían mani-festado su gratitud al ejército norteamericano por su función liberadora, ahora muchos japoneses, y no sólo los comunistas, renegaban de los Estados Unidos. El caso es que hasta mediados de los años sesenta hubo una fuerte corriente antiamericana en ciertos sectores de la intelectualidad, los estudiantes y los obre-ros. Los sentimientos antiamericanos habían llegado al máximo en 1960, cuando se ratificó la versión revisada del tratado de seguridad entre Estados Unidos y el Japón; en Tokio reinaba una tensión tal como no se recordaba desde los incidentes del 26 de febrero de 1936.2 Así era como agradecía el Japón el ha-

2. Al final de la guerra, un grupo de oficiales del ejército demostró su resistencia intentando impedir la emisión de radio mediante la cual el emperador anunció que el Japón aceptaba la declaración de Potsdam, pero en general los ciudadanos de Tokio mostraron gran ecuanimidad. Se reu-nieron en la plaza frente al palacio imperial y lloraron, pero nadie trató de rebelarse contra la decisión.

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ber sido convertido en «la gran factoría del mundo libre en Asia».

I I

Al terminar la guerra se inauguró una época de crisis de la moralidad y la cultura tradicionales del Japón. La población en general había perdido su confianza en la cultura y el estilo de vida tradicionales, e incluso llegó a odiarlos. Pero no por eso arraigaron con firmeza en el país las nociones de individualismo y liberalismo al modo occidental. Los sindicatos, fomentados después de la guerra por las fuerzas de ocupación como parte de la política de liberalización, con el tiempo pasaron a conver-tirse en «sindicatos de empresa» de un carácter muy «japonés»; en cuanto a los sistemas de dirección y gestión también se esta-blecieron y generalizaron pronto métodos muy «japoneses» deri-vados de una doctrina que podríamos llamar «religión de la empresa».

Antes de la guerra habían existido los sindicatos, pero cuan-do la contienda terminó apenas quedaba nadie que recordase cómo había sido el movimiento obrero de aquellos tiempos. Cuando el Japón entró en el régimen protobélico los movimien-tos de los trabajadores fueron prohibidos; para reemplazar a los sindicatos, cada empresa fundó una «asociación industrial pa-triótica», encabezada por el presidente de la compañía y el di-rector de fábrica. Las fuerzas de ocupación consideraron impor-tante el movimiento sindical; tan importante, en efecto, como la reforma agraria y la emancipación femenina, dentro del plan global de la política de ocupación. Sin embargo, no tenían un programa, ni una perspectiva, ni conocimiento alguno acerca de cómo implantar en el Japón, que era prácticamente tierra virgen en este sentido, un movimiento obrero adecuado. De momento lo que hicieron fue agitar a los trabajadores.

Como era bastante natural, los campeones del movimiento obrero de antes de la guerra tomaron de nuevo la dirección. Muchos de estos hombres eran comunistas, y entre ellos los ha-

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bía dotados de gran simpatía personal; pero la mayoría de ellos habían pasado bastante tiempo en la cárcel (algunos casi veinte años). La sociedad japonesa había atravesado grandes convulsio-nes; en consecuencia, aquellos hombres quedaron separados de la sociedad precisamente cuando más hubieran podido aprender, como participantes en el movimiento social. Además, en los am-bientes comunistas de entonces prevalecía la creencia de que el mejor comunista era el que más años hubiese pasado en prisión. A los efectos prácticos esto significaba que, cuanta menos expe-riencia del mundo tuviese un hombre, más alta sería su posición entre los dirigentes del movimiento obrero. Hay que admitir que fue bastante natural que el movimiento de los trabajadores japo-neses se convirtiera en una base para el comunismo, y más exac-tamente para un comunismo de libro de texto, aislado de la realidad.

Estos hombres confundieron el movimiento laboral con una revolución. En un momento en que las fuerzas de ocupación llevaban a cabo unas reformas de la sociedad japonesa, cualquier grupo de derechas o de izquierdas que se propusiera intentar una revolución con objetivos no compatibles con los programas de los ocupantes se convertía, en la práctica, en enemigo de éstos. Además, en la China continental el ejército de Chiang Kai-shek, pese al respaldo de los norteamericanos, sufría una derrota tras otra a manos de las fuerzas comunistas. Las relaciones en-tre las fuerzas de ocupación y los comunistas japoneses empeora-ron rápidamente; si al principio, y pese a que el comunismo desagradaba a los ocupantes, había existido una relación ambi-valente de amor-odio con los comunistas, que saludaron a las fuerzas de ocupación como a un ejército de liberación, ahora, en cambio, el cuartel general aliado prohibía la huelga general pre-vista para febrero de 1947. De haberse realizado, la misma habría permitido a un gran número de sindicatos aliados con el Partido Comunista y el Partido Socialista la consecución del objetivo común de derribar al gabinete. Poco más tarde, en junio de 1950, comenzó la llamada «purga de rojos»: los comunistas, o quienquiera que estuviese considerado como tal, fueron aparta-dos de las empresas públicas, las instituciones de enseñanza, y

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las empresas de prensa y otros medios. Ocurría esto un mes antes del establecimiento de la policía de reserva, y cuatro meses antes de que comenzase la rehabilitación de ex-militares.

A consecuencia de todo ello, el movimiento sindicalista ja-ponés se aquietó considerablemente. Al principio los activistas del movimiento sindical pensaron que los sindicatos debían cons-tituirse al nivel de empresa, a fin de organizar luego estas seccio-nes por ramas de la industria; finalmente, los sindicatos de in-dustria formados de esta manera se unirían en la confederación Congreso de los Sindicatos de Industria del Japón. La organiza-ción de esta «confederación» estaba calcada de la norteamericana Congress of Industrial Organisations, pero en realidad era un ór-gano radical cuya dirección estaba controlada por los comunistas. El índice de sindicación de los obreros industriales, que había alcanzado en 1949 un máximo de 56 por 100, disminuyó de año en año; en 1978 sólo estaba sindicado un 32 por 100 de los trabajadores. En 1950, al tiempo que estallaba la guerra de Corea y la política de ocupación emprendía su giro diametral, se fundó el Consejo General de Sindicatos del Japón (Sóhyó), cuya acti-tud fue mucho más realista que la del Congreso de los Sindicatos de Industria, siendo éste disuelto en 1958.

Con el apaciguamiento y moderación cada vez mayores del movimiento sindical, los sindicatos de empresa pasaron a consti-tuirse en centro de la actividad. Por las razones que veremos más adelante, en el período de posguerra los sistemas de empleo vitalicio y de escala de antigüedad se generalizaron cada vez más; bajo este régimen, las cuestiones de la compañía absorbían la atención del sindicato, al tiempo que, no menos a menudo, la dirección llegaba a simpatizar con los dirigentes sindicales de su empresa. Como la dirección de la empresa y los dirigentes sin-dicales tenían que reunirse a menudo para negociar los aumentos salariales, la primera tenía ocasión de apreciar la capacidad de los segundos para manejar a su personal, mientras que también los líderes sindicales aprendían a juzgar las circunstancias en que se desenvolvía la dirección de la compañía. De este modo se re-forzaba por ambas bandas la conciencia de pertenecer a la mis-

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ma empresa; el puesto de secretario del sindicato, u otros den-tro del grupo de empresa, incluso empezó a ser codiciado como hito importante en el camino del éxito dentro de la compañía. Y efectivamente, en muchas empresas el secretario del sindicato se convertía, andando el tiempo, en director o presidente de la compañía. No era infrecuente hallar empresas donde el presi-dente y el vicepresidente habían sido, uno tras otro, dirigentes del sindicato. Los directivos de empresa, en el Japón, dieron en considerar a los líderes sindicales un poco como los profesores británicos miran a los prefects —aquellos alumnos aventajados a quienes se da autoridad sobre los restantes—, es decir, como a los estudiantes que más prometen. Esto significó el apacigua-miento absoluto del movimiento obrero radical que durante al-gún tiempo había logrado desencadenar una serie de huelgas en todo el país; en el caso límite, el sindicato de empresa terminaba colaborando con la dirección, más o menos igual que las asocia-ciones patrióticas formadas durante la guerra en todas las em-presas. El movimiento obrero fomentado por las autoridades de ocupación como parte de la política de democratización quedó, pues, paralizado por el frenazo que aplicaron esas mismas auto-ridades.

Otro punto de la plataforma democratizadora de las fuerzas de ocupación había sido la purga de los altos directivos de las principales empresas. Ello se justificaba aduciendo que todos ha-bían colaborado más o menos al esfuerzo bélico. Los huecos creados por esa purga hubieron de ser cubiertos por gentes más jóvenes. Dichos jóvenes tenían sobrada experiencia militar; en cambio no podían aportar nada en materia de gestión de em-presas. El Japón había estado en guerra desde hacía unos quince años, a partir de 1931. Por tanto, incluso los que tenían cuaren-ta años cuando acabó la guerra debieron pasar un decenio en el frente, como soldados, y como mucho tendrían ocho años de experiencia en una empresa. Además, las empresas donde hubie-ran estado empleados trabajarían bajo el régimen de guerra, de manera que ellos no podían saber lo que era el funcionamiento de una compañía bajo condiciones de economía libre. Pues bien, fueron jóvenes de ese tipo los promovidos a toda prisa en sus-

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titución de los directivos purgados; como es natural, se les motejó de «directores de tercera división».

Los directores de esta especie llevaban la política de perso-nal más o menos como habían llevado el mando de tropa en el ejército. Pero también los trabajadores tenían una larga expe-riencia en el ejército. Una vez terminada la guerra, se dio en considerar intrínsecamente malos todos los sistemas y prácticas de la época militarista, pero tanto los directivos como los tra-bajadores habían pasado tanto tiempo en filas, que estaban ya habituados a los sistemas de escalafón y empleo fijo, acerca de cuya validez no albergaban ni la menor duda. Así que después de la guerra estas prácticas no sólo continuaron, sino que se extendieron aun más. Los directores jóvenes instaban a sus obre-ros a la unidad «para hacer frente a la gravedad de la situación» y se empeñaban en que la fábrica «1» rivalizase en productivi-dad con la fábrica «2», lo mismo que durante la guerra el ba-tallón «1» había procurado distinguirse más que el batallón «2». La dedicación sin reservas a la empresa figuraba como la virtud más alta.

Estos cambios afectaron en particular a las empresas grandes que habían formado parte de un zaibatsu. Las normas emitidas por las fuerzas de ocupación prohibían que las familias de los zai-batsu conservaran puestos directivos, y además el nuevo impuesto sobre el patrimonio les quitaba buena parte de sus títulos. Al mis-mo tiempo eran purgados los que habían servido antes de la guerra y durante la misma como fieles «lugartenientes» de aqué-llas, es decir los altos directivos de las empresas de los zaibatsu. Así pues, en estas empresas la gerencia y la propiedad quedaban separadas de un solo golpe. Los nuevos directivos jóvenes sen-tían mucha más afinidad para con los trabajadores que hacia el propietario de la empresa. Este tipo de directivo no capitalista, sino asalariado, y joven, tenía mucho más interés en mejorar la posición nacional o internacional de su compañía que en servir a los propietarios de la misma proporcionándoles el máximo be-neficio. La actitud de estos directivos era comparable a la del verdadero erudito, que juzga más importante la obtención de re-sultados académicos que la acumulación de riqueza. Como los

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directivos creían que la colaboración de los trabajadores era in-dispensable a sus fines, en vez de exigir retribuciones elevadas para sí mismos preferían conceder amplias prestaciones sociales a sus trabajadores. Antes de la guerra las familias dueñas de los zaibatsu y sus directivos habían sido criticados con severi-dad, tanto desde la izquierda como desde la derecha, por perse-guir sus intereses egoístas de una manera arbitraria, lo cual mo-tivaba frecuentes llamamientos a la nacionalización de sus em-presas. En cambio, seguramente puede afirmarse que después de la guerra, las empresas que habían sido parte de los zaibatsu ya no tuvieron que hacer frente a esa clase de críticas.

Sin embargo, hay en el Japón otras grandes empresas que nunca han estado en un zaibatsu. Muchas de ellas son dirigidas por presidentes y directores que antes fueron empleados corrien-tes de la compañía, tal como suele suceder en las empresas de los zaibatsu mencionadas antes. Otras empresas grandes son dirigidas personalmente por su fundador o por miembros de la familia de éste, como es el caso de Matsushita Electric, Sony, Toyota, Hon-da, Cannon y Suntory. El éxito de estos directivos se debe en gran medida a su carisma personal, pero ellos suelen tener bien presente que sin la colaboración de sus empleados y obreros el carisma no les llevaría muy lejos, y que no se puede tratar con indiferencia al personal si se quiere disponer de colaboradores de primera línea. Hablando en general, los directivos de esta es-pecie son más audaces y resolutivos que los reclutados de entre el personal de la compañía, mencionados antes. Pero su lado malo estriba en que se utiliza la institución de reglamentos y lemas de la compañía para imponer a todos y cada uno de los empleados las ideas personales del director. Bien hayan formado parte de un zaibatsu o no, actualmente las empresas japonesas son, en grado más o menos complejo, comunidades donde la dirección y los trabajadores se hallan vinculados por un destino común e intereses comunes; en los casos más extremos incluso comparten una filosofía comunitaria y el fundador de la com-pañía suele ser venerado como si fuese el fundador de una secta religiosa.

En la época de posguerra, los directivos de empresa exigían

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que sus empleados se uniesen en la demostración de máxima lealtad hacia la empresa. No se daban por satisfechos con que los recién ingresados exhibiesen un certificado de estudios. Des-de luego el objetivo primordial de toda educación debe ser el ayudar a que se manifiesten las aptitudes latentes de cada indi-viduo, pero existe también el tipo de educación que intenta adaptar a cada individuo a un molde único. En la mayoría de los países de Europa occidental, la educación que se imparte en las escuelas tiende seguramente a desarrollar la individualidad; en cambio, la instrucción militar tiende a producir la uniformi-dad. Cuando los seres humanos han sido normalizados, les re-sulta más fácil a los mandos el cálculo de lo que pueden hacer con las fuerzas que tienen a sus órdenes. En efecto, esa norma-lización es una condición previa necesaria para las operaciones que impliquen fuerzas numerosas. En el Japón de antes de la guerra, incluso la educación escolar era de las que conforman a las personas en un molde único. E incluso después de la guerra, aunque se entonasen de palabra grandes alabanzas al individua-lismo y al liberalismo y se hablase de fomentarlos, la educación tendente a la uniformidad siguió funcionando como antes. Pues bien, a pesar de ello los directivos consideraban que el certifi-cado escolar por sí solo no era suficiente para que el empleado se mostrase solidario con la empresa en su trabajo. Al ingresar en la compañía, los nuevos empleados eran sometidos a cursillos consistentes en un severo programa de formación moral y de fa-miliarización con el régimen interno de la empresa. De este modo, los recién ingresados en las principales compañías eran convertidos, en un tiempo muy breve, en «soldados» de primera totalmente obedientes a las órdenes de la dirección.

Así era como las empresas grandes obtenían la lealtad de sus empleados, mientras que las medianas y pequeñas no podían exigirles otra cosa sino su actividad normal. En consecuencia, la estructura dual del mercado laboral antes de la guerra —forma-do por el mercado de primera mano, el de las empresas gran-des, al que llamábamos el «mercado de la lealtad», y el de se-gunda mano, al que recurrían las empresas medianas y pequeñas, y al que titulábamos «de mercenarios»— continuó tal cual des-

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pues de la guerra. Por tanto, cuando empezó en 1950 el alza debida a la guerra coreana, no tardaron en establecerse diferen-cias salariales entre las empresas grandes y las medianas y peque-ñas, similares a las que habían existido antes de la segunda guerra mundial.

TABLA 6 A

Disparidades salariales por escala de la empresa (%)

Escala de la empresa (expresada por el número de trabajadores en plantilla)

Año 5-29 30-99 100-499 5 0 0 o más

1951 38 56 75 100 1953 41 54 71 100 1955 41 53 69 100 1958 44 55 70 100 1960 46 59 71 100 1963 58 69 79 100 1965 63 71 81 100 1968 63 69 80 100 1970 62 70 81 100 1973 61 71 82 100 1975 60 69 83 100 1978 61 68 83 100

FUENTE: 1951 a 1955, Ministerio de Comercio Internacional y de In-dustria, Kogyo Tokei Hyo (Tablas estadísticas industriales). 1958 a 1978, Ministerio de Trabajo, Maigetsu Kinro Tokei Chosa (Encuesta estadística mensual de empleo).

La tabla 6A muestra las diferencias salariales con arreglo a la escala de la empresa incluyendo tanto los trabajadores varo-nes como las mujeres, a partir de 1951. Se observa que en el decenio 1950-1960 existían diferencias muy notables entre las

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empresas grandes y las pequeñas, que a partir de 1960 las dis-paridades se reducen con rapidez, pero deteniéndose esa ten-dencia hacia 1970, a partir de cuya fecha la tendencia vuelve a desfavorecer a los trabajadores de las empresas pequeñas. Sin embargo, no nos precipitemos a comparar directamente los ele-mentos de esta tabla con los de la tabla 2A que mostraba las disparidades para 1909 y 1914. Como ya se ha explicado, el sector de las grandes empresas, en la industria manufacture-ra del Japón durante el decenio 1930-1940, pasó a estar cada vez más ocupado por hombres, predominando éstos a partir de 1950, cuando antes del decenio citado había predominado la mano de obra femenina. Tanto antes como después de la guerra, los salarios de las mujeres eran sumamente bajos en compara-ción con los de los hombres; por ello, en las empresas grandes el salario medio era bajo antes de 1930, y alto después de la guerra. Teniendo esto en cuenta, vemos que las cifras de la ta-bla 2A, que indicaban las disparidades para 1909 y 1914, subes-timaban la verdadera situación, mientras que las cifras de pos-guerra de la tabla 6A la sobreestiman.

En la tabla 6B se relacionan las disparidades salariales, pero separando los salarios masculinos de los femeninos. Como era de esperar, la tabla confirma tanto las sobreestimación como la sub-estimación antedichas, pero incluso en 1960, cuando tendía a dis-minuir la disparidad real, las diferencias salariales todavía eran mayores que en 1909 y 1914, y ello tanto para los hombres como para las mujeres. Por tanto, no se puede ocultar el hecho de que durante el decenio de 1950 a 1960 hubo grandes dife-rencias salariales, aunque no se disponga de datos estadísticos que permitan distinguir la disparidad por escala de la empresa y entre hombres y mujeres para dicho decenio. Como se ve, in-cluso cuando fueron más pequeñas las diferencias (1973 para los hombres, 1968 para las mujeres), todavía superaban a las de 1914, por no hablar del 1909.

Pese a ello, algunos economistas extraen de estos datos la consecuencia de que durante el decenio 1970-1980 la economía japonesa superó su problema de dualidad estructural. Yo creo, por el contrario, que, aparte las cifras expuestas aquí, las di-

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TABLA 6B

Disparidades salariales por escala de la empresa y por sexo (%)

Escala de la empresa (expresada por el número de trabajadores)

Año 5-29 30-99 100-499 5 0 0 o más

1909 Hombres 85 92 97 100 Mujeres 77 89 93 100

1914 Hombres 78 84 89 100 Mujeres 74 85 89. 100

1960 Hombres 5 4 71 83 100 Mujeres 62 77 86 100

1968 Hombres 69 76 86 100 Mujeres 69 73 85 100

1973 Hombres 70 81 90 100 Mujeres 63 72 83 100

1977 Hombres 70 77 90 100 Mujeres 63 69 83 100

F U E N T E : 1909, 1914: Kójo Tókei Hyo (Tablas estadísticas de la activi-dad fabril). 1960-1977: Maigelsu Kinró Tokei Chósa (Encuesta estadística mensual de empleo).

ferencias salariales por escala de la empresa todavía son bas-tante evidentes. Es verdad que, si consideramos los salarios en el sentido estricto de salario nominal más horas extraordinarias y primas cobradas, hemos de atenernos a las cifras de la tabla 6B. Pero en la época de posguerra y especialmente a partir de 1960, cuando las empresas grandes ya se habían recuperado por com-pleto, las mismas empezaron a conceder amplias prestaciones so-

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ciales a todos sus empleados. Ni que decir tiene que se constru-yeron viviendas para trabajadores, pero por otra parte abundaron los beneficios en materia de sanidad (algunos grupos de empresas incluso poseen hospitales propios, y de grandes dimensiones), residencias para convalecientes y albergues de montaña o de pla-ya. Además existen sistemas organizados de vacaciones pagadas, así como niveles de pensiones y retiros a cargo de las compañías, que no pueden compararse con los que facilitan las empresas me-dianas y pequeñas. Las partidas tales como el salario mensual percibido por el empleado, o la paga extraordinaria que recibe a fin de año, no son más que una parte de sus rentas, si se tie-nen en cuenta esas prestaciones adicionales. Con el régimen de empleo vitalicio se concede mucha atención a los sistemas de pensiones y pagas de retiro de las compañías; además los jubila-dos pueden seguir utilizando los servicios médicos y las residen-cias de vacaciones de la compañía, como derecho adquirido en virtud de su anterior vinculación laboral.3 Las empresas media-nas y pequeñas no disponen de tantos excedentes que les permi-tan ofrecer prestaciones sociales; aunque los salarios parezcan al-tos, ello no es sino una compensación superficial.4

I I I

Incluso en la actualidad, el bienestar de una persona durante toda su vida queda decidido, en el Japón, por el hecho de ser

3. Por otra parte, en el caso de los empleados de oficinas, es muy posi-ble que si han estado trabajando en una empresa grande, a la hora del retiro se les ofrezca la dirección de una empresa pequeña del mismo grupo. En cambio, el empleado normal de una empresa mediana o pequeña tiene esca-sas probabilidades de encontrar una salida de este tipo.

4. Ha sido P. J. D. Wiles quien ha señalado que cuando los sindicatos se organizan por empresas y no por sectores industriales, las diferencias de salarios entre unas empresas y otras tienden a ser enormes, cualquiera que sea la naturaleza del sistema económico (por ejemplo, lo mismo en Yugos-lavia que en el Japón). Véase Wiles, The free enterprise economy and the socialist economy, traducido al japonés en Japan Economic Research Centre Bulletin, n.° 310 (1978).

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o no ser capaz de colocarse en una gran empresa. Verdad es que como consecuencia de la prosperidad del país, no se puede seguir afirmando que la vida de los trabajadores de las empresas medianas y pequeñas sea mísera, bajo cualquier criterio de com-paración internacional que utilicemos, pero desde el punto de vista interior sí padecen una grave disparidad, en comparación con el nivel de vida de que disfrutan los trabajadores de las em-presas grandes. En la economía de tipo capitalista occidental, el problema más difícil es el de las clases; en el capitalismo con-fuciano japonés, lo es el problema de la estructura dual, aunque esta especie de segmentación del mercado del trabajo no es más que el mismo problema de las clases con un disfraz distinto.

Como es lógico suponer, la rivalidad para conseguir empleo en las empresas grandes resulta muy enconada. Los individuos sólo pueden presentarse una vez a las pruebas de ingreso de las grandes compañías, a saber, cuando salen de la escuela profesio-nal o de la facultad. Y dado que las oportunidades de ingresar en la compañía serán escasas cuando dicha escuela o facultad no haya sido de las buenas, también existe una enconada rivalidad para ingresar en las mejores universidades, de donde se deduce una enconada rivalidad para entrar en los mejores institutos de enseñanza media, y así sucesivamente en toda la escala del siste-ma de educación. En casos extremos la competitividad llega al punto de la rivalidad para meter al niño en una buena guardería con enseñanza preescolar, a cuyo fin se empieza por impartirle educación en casa. Y dado que en una sociedad confuciana las personas asumen la jerarquía según el nivel de educación que tengan o no tengan, las empresas grandes preferirán reclutar personal egresado de las instituciones más prestigiosas, como pu-diéramos llamarlas, por cuanto ello constituye la manera más apropiada de defender el prestigio de la compañía.

Desde antes de la guerra, el Japón era uno de los países del mundo mejor dotados de instalaciones y sistemas de enseñanza. Ahora bien, antes de la guerra la educación no se dirigía al fo-mento de las cualidades individuales, sino más bien de los inte-reses del estado. El artículo primero del estatuto de las univer-

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sidades imperiales dice claramente: «La finalidad de las universi-dades imperiales será la enseñanza de las letras y de las ciencias, y el estudio de sus principios, de acuerdo con las prioridades del estado», y no sólo estas universidades debían producir per-sonas cuyas aptitudes fuesen útiles a la nación, sino igualmente todas las demás instituciones educativas. Y como el estado se hallaba envuelto muy a menudo en guerras, ser útil al estado no significaba otra cosa sino contribuir al esfuerzo bélico; sobre todo después de 1930, cuando el Japón adoptó una organización protobélica, las universidades se vieron obligadas a colaborar por completo con los intereses militares. Las letras, la filosofía y las ciencias puras perdieron importancia, mientras se fomentaban las carreras técnicas, y la economía en la parte que pudiera ser de utilidad para empleados de empresa. Después de la guerra se reformó el sistema de educación con arreglo al modelo norte-americano y se declaró que la principal finalidad de la educación era desarrollar las posibilidades de cada individuo; pero en rea-lidad esto no pasó de las intenciones, ya que las instituciones educativas de la posguerra, y sobre todo las universidades, se sometieron por completo a las necesidades de las grandes em-presas. Las universidades no hacen otra cosa sino «formar en las diferentes disciplinas de acuerdo con las prioridades de la em-presa comercial»; muchos alumnos sólo estudian para obtener el empleo en una de las principales compañías. Por consiguiente, la situación es similar a la de antes de la guerra: las facultades con más alto número de matriculaciones son las de ingeniería, cien-cias económicas y administración de empresas.

Esta característica de la enseñanza superior japonesa resalta más al compararla con la formación superior en Gran Bretaña, que como todo el mundo sabe es de muy poca utilidad para la industria. En el Reino Unido (sin incluir los datos de Escocia e Irlanda del Norte), en 1974 había 170.000 estudiantes, de los cuales un 15 por 100, es decir unos 24.000, seguían la carrera de ingeniería. En cambio, de los 1.590.000 estudiantes de uni-versidades nacionales japonesas, públicas o privadas, en ese mis-mo año, el 21 por 100, o sea unos 330.000, estaban matricula-

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dos en estudios de ingeniería.5 Como dijo Ronald P. Dore en otro lugar, muchas universidades del Japón «admitirían a un chimpancé inteligente, siempre que el guardián del mismo hiciese una contribución sustancial al fondo para obras de la universi-dad»,6 de manera que no sería justo comparar las universidades japonesas in toto con las inglesas. Ahora bien, las universidades de la especie aludida no suelen poseer departamentos de inge-niería porque resultan muy caros; por tanto, los estudiantes japo-neses que eligen una carrera técnica tienden a estar concentrados en las instituciones relativamente buenas.7 Desde 1955, el Japón ha logrado aumentar su productividad mediante la importación y mejora de las técnicas extranjeras, pero esas mejoras tecnoló-gicas sólo han sido posibles porque el Japón ha producido cons-tantemente grandes cantidades de ingenieros desde los años de la guerra. Y buena parte de esas mejoras han sido revolucionarias. A partir de los años sesenta, los artículos japoneses han logrado una penetración tremenda en los mercados internacionales, y la misma ha sido consecuencia de aquellos adelantos técnicos.

Dentro de esta categoría puede aducirse un buen número de ejemplos. El predominio del Japón en el mercado de la construc-ción naval se debe a las fantásticas mejoras que los japoneses lograron introducir en las técnicas de la soldadura. Hasta enton-ces los buques cisterna podían construirse de hasta 50.000 tone-ladas como mucho, pero con las nuevas técnicas se hizo posible construir navios totalmente soldados con desplazamientos de más de 500.000 toneladas. Además, se conseguía mejorar al mismo tiempo las máquinas, de manera que estos buques mastodónti-cos pudiesen navegar a grandes velocidades. En otra especialidad es justo decir que el «Shinkansen» («Tren-bala») que cubrió el

5. En el caso de los posgraduados, estudian ingeniería en Gran Bretaña un 13 por 100 del total de 61.000 (o sea unos 8.000), y en el Japón un 33 por 100 del total de 46.000 (es decir, unos 15.000).

6 Ronald P. Dore, The diploma disease: Educaiion, qualification and development, George Alien & Unwin, Londres, 1976, p. 48.

7. Entre las principales universidades del Japón, las de Kyoto y Osaka son las más destacadas. En ambas, más del 40 por 100 del alumnado corres-ponde a matriculados en los departamentos técnicos.

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servicio de la nueva línea principal de Tokaido inaugurada en 1964 fue un avance técnico como no se había visto en el ferro-carril desde los tiempos de George Stephenson; la compañía na-cional de las líneas férreas japonesas decidió construir este «Shin-kansen» en 1958, sólo trece años después de que los japoneses se propusieran reconstruir su país sacándolo de la situación de ruina total en que se hallaba. Cuando una sociedad de orienta-ción grupal como la japonesa adquiere un dominio total de la técnica moderna, fácilmente llega a ser capaz de generar una energía productiva peligrosa, en ocasiones tan grande que podría resultar suicida.

En cambio se ha descuidado en el Japón la investigación en ciencias naturales, que es la base de la técnica. En 1974, el total de estudiantes en facultades científicas no pasaba del 3 por 100 de la población estudiantil, e incluso en universidades tan pres-tigiosas como las de Kyoto y Osaka dicha proporción era sólo de un 10 por 100. En comparación con el Reino Unido, en donde un 24 por 100 de los estudiantes están matriculados en departamentos científicos, las cifras del Japón ciertamente son bajas. La excesiva importancia concedida a la tecnología y el relativo descuido de las ciencias naturales en la educación cien-tífica japonesa proviene del período Meiji, y puede considerarse como un resultado natural de la política de «espíritu japonés y técnica occidental». A partir del período Meiji, el Japón se pre-ocupa sobre todo de importar con la mayor rapidez las técnicas occidentales, mejorarlas y adaptarlas a la producción industrial, al objeto de adquirir poderío militar y económico. Los japoneses han mostrado escaso interés hacia los interrogantes fundamenta-les, como por ejemplo cuál podía ser la base científica de esas técnicas. ¿No será que el espíritu japonés ha rechazado, cons-ciente o inconscientemente, la ciencia, que es un elemento tan principal de lo que podríamos llamar el espíritu occidental? Las universidades japonesas no se dedican a contemplar las cuestiones fundamentales, sino que siguen sirviendo las necesidades del es-tado, de los militares o, como ahora, de la gran industria. Mien-tras tenga dinero para hacerlo, el Japón puede seguir compran-do la tecnología extranjera. Por tanto, mientras haya entre los ja-

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poneses conocimientos técnicos suficientes para mejorar los pro-cedimientos adquiridos e incorporarlos al proceso industrial, la industria japonesa siempre irá técnicamente detrás de otros países, pero sólo un poquito. Cuando terminó la guerra, muchos decían: «Como el Japón está muy mal dotado de laboratorios de experi-mentación y no hay perspectivas de futuro para la física apli-cada, los físicos japoneses no tendrán más remedio que dedicarse a las investigaciones teóricas». Sin embargo, los treinta y cinco años transcurridos desde el final de la guerra han demostrado más bien lo contrario.

Las universidades japonesas se construyeron con el propósito de enviar titulados al mundo de los negocios y a la administración. Los niños japoneses se han visto obligados a estudiar desde la ma-ñana hasta la noche con el fin de ingresar en una buena universi-dad y nada más. Los alumnos de la enseñanza media sobre todo, cuando les toca prepararse para los exámenes de ingreso en la universidad, suelen asistir a academias especiales privadas (juku), después de las horas de clase normales, para profundizar su pre-paración. Cuando salen de estas juku les está esperando en casa un estudiante universitario que les da clases de repaso, de mane-ra que aún han de estudiar unas cuantas horas más. Dejando aparte aquellas universidades en donde puede ingresar «hasta un chim-pancé», los exámenes normales de ingreso en la universidad son bastante severos y desde luego se califican con imparcialidad. Los japoneses creen que el método más justo para calificar los exáme-nes consiste en sumar las puntuaciones de todos los ejercicios realizados por el examinando; por ello, en la medida de lo posible se procura darles forma de cuestionarios que faciliten los sistemas mecánicos de puntuación y recuento. Casi todos los padres tienen mucho interés en que sus hijos vayan a la universidad. Tal entu-siasmo por la educación no debe sorprender en una sociedad con-fuciana, donde no se valora a las personas por el dinero que tengan o dejen de tener, sino por la cultura que poseen. Por tan-to, sería natural esperar que existiera en el Japón una movilidad /«íergeneracional de ocupación, es decir entre padres e hijos, muy elevada. Por otra parte, cuando un individuo se ha empleado en una empresa mediana o pequeña, le resulta sumamente difícil

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pasar luego al sector de la gran empresa; por tanto, podríamos predecir que la movilidad ¿«¿^generacional de ocupación será muy baja. En efecto cabe suponer que el nivel de movilidad inter-generacional presente un agudo contraste con el de movilidad intrageneracional; además es posible que la baja movilidad intra-generacional fomente un mayor nivel de movilidad intergenera-cional.

Podemos verificar que nuestra conjetura es correcta, acudiendo a las encuestas de estratificación social y movilidad social. En el Japón, la tercera encuesta nacional sobre estratificación y movi-lidad social fue realizada en 1975, y dio el cuadro de movilidad intrageneracional de ocupación que vemos en la tabla 7. En dicha tabla se ha dividido la ocupación en nueve sectores (profesiona-les; mandos, oficinistas y obreros en empresas grandes; mandos, oficinistas y obreros en empresas medianas y pequeñas; agriculto-res; autónomos), y las cifras de cada columna muestran la distri-bución proporcional actual entre las nueve ocupaciones para todas las personas ínicialmente colocadas en una categoría específica, digamos por ejemplo obrero en una empresa grande. A fin de facilitar el entendimiento de la distribución, las cifras inferiores al 4,5 por 100 se han reemplazado por un asterisco, indicando que pueden despreciarse considerándolas iguales a cero. Si ahora con-sideramos como clases altas a las cuatro categorías primeras 'pro-fesionales y mandos, oficinistas y obreros de grandes empresas) y como clases bajas a las otras cinco (mandos, oficinistas y obre-ros de empresas medianas o pequeñas, así como los agricultores y los autónomos), las cifras de los sectores superior derecho e infe-rior izquierdo nos dirán cuál es la movilidad entre esos grupos. Es decir, que cuanto más altas sean las cifras de la esquina supe-rior derecha, indicarán más movimiento de las clases bajas hacia las altas; mientras que si son altas las de la esquina inferior iz-quierda indicarán más movilidad en el sentido contrario. En la tabla 7, y con excepción del 9 por 100 de trabajadores inicial-mente empleados como obreros en empresas medianas o peque-ñas y que ahora están colocados como obreros en empresas gran-des, todas las demás cifras del cuadrante superior derecho han resultado tan pequeñas que las hemos despreciado. En contraste

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con esa movilidad uniformemente baja de las clases inferiores hacia las clases superiores (con la excepción de un reducido grupo de obreros), vemos que es bastante común la movilidad de las clases altas hacia las bajas, en particular hacia la categoría de los autónomos. Esto equivale a decir que la obtención de un empleo de categoría superior al final de los estudios es una condición necesaria para formar parte de las clases altas, pero no garantiza que uno permanezca en ellas con seguridad. La tabla 7 no sólo con-firma mi tesis de la estructura dual de la ocupación, sino además la gran importancia de los estudios que posea cada individuo.

Investiguemos ahora mi segunda conjetura, la de que debe ser muy alta la movilidad intergeneracional del empleo en el Japón. En la tabla 8, las ocupaciones se han clasificado según las ocho categorías siguientes: profesionales, mandos de empresa, oficinistas, vendedores, obreros calificados, semicalificados y no calificados, y agricultores. En las columnas se refleja la ocupación que constituyó la principal actividad del padre, y en las filas la ocupación del hijo. Las cifras de cada columna muestran, para cada ocupación, qué proporción corresponde a los hijos dedicados a la misma ocupación que desempeñaba su padre. Las cifras infe-riores a 4,5 por 100 están reemplazadas por asteriscos. Obsér-vese que las primeras cuatro categorías son de trabajo no manual, mientras que las otras cuatro pueden considerarse como de traba-jo manual. Las cifras de esta tabla muestran que la movilidad intergeneracional de ocupación entre los trabajadores manuales y los no manuales es mucho más grande que la movilidad intra-generacional entre las capas altas y las bajas de la sociedad, estu-diada anteriormente. Además, la tabla original de Tominaga mos-traba que la movilidad de las ocupaciones manuales hacia las no manuales es mucho más grande que la movilidad en el sentido contrario, es decir de los empleos no manuales hacia los manuales, lo cual indica que existe una tendencia hacia las ocupaciones no manuales en la economía japonesa.

Así pues, la tabla 8 parece confirmar mi hipótesis. Sin em-bargo, conviene observar que si comparamos estas cifras con las de una tabla de movilidad intergeneracional por clases en Gran Bretaña, obtenida en 1972, no puede decirse que la movilidad sea

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200 POR QUÉ H A «TRIUNFADO» EL JAPÓN

apreciablemente mayor en el J a p ó n . 8 E n e fec to , observamos que mientras el movimiento del sector manual al no manual viene a ser muy parecido entre el J a p ó n y G r a n Bre taña , el m o v i m i e n t o contrar io (es decir , de las ocupaciones no manuales a las manua-les) es considerablemente mayor en G r a n Bretaña . 9 E l caso es que los bri tánicos t ienen una imagen de G r a n B r e t a ñ a c o m o un

8. Un estudio reciente sobre movilidad intergeneracional por clases en Gran Bretaña se expone en la tabla siguiente. La clase I comprende los niveles superiores de la actividad profesional y administrativa, la clase II el resto del trabajo profesional y directivo, la clase III los empleos de oficina y las ventas, la clase IV los autónomos (pequeños propietarios y artesanos independientes), la clase V los técnicos de grado medio y encar-gados de taller, la clase VI los obreros calificados, la clase VII los semi-calificados y no calificados, así como los agricultores. Para mayor detalle de estas definiciones véase J. H. Goldthorpe, Social mobility and class slruc-ture in modern Briíain, Ciarendon Press, Oxford, 1980, pp. 39-42.

Movilidad intergeneracional por clases en Gran Bretaña 1972 (%)

Clase del hijo Clase del padre

I II III IV V VI VII

I 45 29 18 12 14 8 7 II 19 23 16 11 14 9 8 III 12 12 13 8 10 8 8 IV 8 7 8 24 8 7 7 V 5 10 13 9 16 12 13 VI 5 11 16 14 21 30 24 VII 7 9 17 21 17 26 35

FU E N T E : Tabla 4.2. de Goldthorpe, op. cit., p. 105. Tamaño total de la muestra 9 434. Despreciando los errores de redondeo, los-totales de cada columna son iguales al 100 por 100.

9. Los estudios de la movilidad social intergeneracional en el Japón muestran que un 31 por 100 de los trabajadores manuales se desplazan al sector no manual, y un 28 por 100 del sector no manual al manual. Las cifras correspondientes para Gran Bretaña son el 33 por 100 y el 36 por 100. Véase Tominaga, ed., op. cit., p. 53, y Goldthorpe, op. cit., p. 105.

EL RÉGIMEN DE SAN FRANCISCO 227

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país de muy poca movilidad intergeneracional por clases, mientras que los japoneses creen que el Japón es un país con una movi-lidad muy elevada. Esta clase de imágenes propias no se funda en ninguna comparación internacional objetiva, sino que refleja in-fluencias como las de las aspiraciones, la vanidad, y otras muchas. En el caso del Japón, en particular, el nivel de movilidad entre las capas sociales bajas y las altas es sumamente escaso dentro de una generación (es decir, que una vez establecido el individuo en una clase baja, le resulta casi imposible salir de la misma en el curso de toda su vida), y este hecho se halla profundamente grabado en las mentes de los japoneses, quienes creen que, a cam-bio, la movilidad intergeneracional debe ser muy alta, cuando es bastante baja en realidad.

En todo caso, la sorpresa llega cuando se observa que la movi-lidad intergeneracional por clases es más o menos comparable a la que existe en Gran Bretaña, tendiendo incluso a menos, pese a estar atrapados los niños de casi todas las clases sociales en el molino de la rivalidad por ingresar en las universidades. Es posible que ello sea debido a que los niños cuyos padres des-empeñan ocupaciones no manuales suelen asistir a las academias privadas juku y disponer de profesores particulares desde muy temprana edad; en consecuencia, tienen más habilidad para con-testar a los cuestionarios de los exámenes, en comparación con los hijos de los agricultores y obreros manuales. Además, sería pro-bablemente acertado conjeturar que, al adoptar un procedimiento mecánico el cuestionario de ingreso a la universidad así como su puntuación, el aprobar o no aprobar depende mucho de si se ha adquirido esa especie de habilidad particular. La extracción social de los estudiantes de la universidad de Tokio, que según dicen tiene los alumnos más brillantes de todo el Japón, últimamente se desplaza cada vez más hacia las categorías altas de la escala social; por ello la universidad de Tokio recibe frecuentes críticas en el sentido de estar convirtiéndose en una universidad para hijos de burgueses, y no para la promoción de talentos, vengan de don-de vengan. Así es posible que una sociedad confuciana, que decide la posición social de una persona puramente con arreglo a la edu-cación que ésta haya recibido, sea tan injusta como la sociedad

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burguesa, donde la colocación social del hijo viene decidida por el dinero de su padre. Por otra parte, y puesto que los jóvenes nipo-nes se ven obligados a estudiar durante 6 horas en la academia normal, de 3 a 4 horas en las academias privadas de repaso y otras 4 o 5 horas en casa, es decir de 13 a 15 horas diarias en total, resulta para ellos un grado de «explotación» no tan dife-rente del de los niños obreros de la Inglaterra victoriana. Algunos economistas japoneses afirman que gracias a haber recibido du-rante la infancia esta dura disciplina de trabajo es tan buena la calidad del trabajador japonés; pero no hemos de olvidar la otra consecuencia, que ha sido la destrucción de su personalidad.

IV

Al final de la guerra la economía japonesa se hallaba en estado ruinoso. Todas las ciudades de alguna importancia, excepto algu-nos centros históricos como Kyoto y Nara, estaban casi comple-tamente reducidas a cenizas. No sólo existía un gran número de personas desprovistas incluso de vivienda, sino que además los equipos de producción japoneses también habían sido destruidos por completo. Por otra parte, grandes números de japoneses que antes trabajaban en los territorios ocupados por el Japón fueron devueltos a su país junto con los soldados desmovilizados. Estos repatriados recibieron subsidios y pagas de licénciamiento. La ca-pacidad de compra retenida durante la guerra quedaba liberada de súbito, y como era de esperar se declaró en el Japón una peligrosa espiral inflacionista.

Durante la guerra numerosos obreros habían sido destinados a la industria de maquinaria y a la de producción de municiones, lo cual produjo falta de mano de obra en la producción de bienes de consumo. En el decenio 1930-1940 el país incurrió en gran-des gastos y esfuerzos para convertir rápidamente la produc-ción de bienes de consumo en producción de equipos y muni-ciones; ahora era preciso realizar la transformación inversa y con más rapidez aún. Sin embargo, en aquella sociedad empobrecida era muy limitado el margen para el desarrollo de la producción

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200 POR QUÉ H A «TRIUNFADO» EL JAPÓN

industrial de bienes de consumo. Los individuos obtenían sus ver-duras en la huerta, y el pescado iba directamente de la barca al estómago del consumidor. Y lo mismo pasaba con la carne. Como los habitantes de las ciudades dedicaban todo su dinero a la com-pra de alimentos, apenas gastaban en ropa nueva. Los que habían tenido la suerte de sobrevivir a los bombardeos tomaban sus me-jores ropas, rescatadas de entre las llamas, e iban a las aldeas de labradores o de pescadores para cambiar dichas ropas por arroz o pescado; así que las necesidades de vestimenta de la población agricultora o pescadora estaban más o menos adecuadamente cu-biertas. En aquellos tiempos las mejores prendas, tras haber per-manecido largo tiempo guardadas en los armarios, pasaban de la ciudad al campo a guisa de moneda. Sin embargo, y como el per-sonal sobrante de la fabricación de municiones y máquinas no podía ser absorbido completamente por la industria de bienes de consumo, también muchas personas regresaban a las aldeas agrí-colas de donde originariamente habían salido. Pero aun así, la tierra cultivable del Japón no daba abasto a tanto; era mínima la capacidad de absorción de mano de obra en las aldeas. Las calles iban llenas de parados que no habían logrado colocarse ni siquiera en el campo. Lo que ocurrió fue que se ganaron la vida trabajan-do en el mercado negro, o bien vivían del mercado negro en tanto que proveedores del mismo.10

La burocracia japonesa, que hasta entonces había desempe-ñado con habilidad el papel de segundo gobierno a la sombra de los autócratas militares japoneses, también supo hacer valer sus servicios bajo las fuerzas de ocupación. Y así como a veces se forma una extraña relación de amistad y confianza entre los se-cuestradores y sus víctimas, de modo similar el gobierno japonés

10. Las fuerzas de ocupación licenciaron a los hombres del ejército y de la marina y cerraron todas las fábricas de municiones, pero los directo-res y los empleados de dichas fábricas ocultaron astutamente los materiales y utilizaron más tarde el duraluminio, previsto en principio para la fabri-cación de aviones, en la fabricación de cosas como ollas y sartenes. En otro sector se fabricaron, en vez de instrumentos de precisión, máquinas de pachinko (el juego del «millón» o pinball), y en vez de balas, las bolas del pachinko. Hacia 1950, los salones de pachinko instalados de esta ma-nera eran los únicos lugares de diversión que existían en el país.

EL RÉGIMEN DE SAN FRANCISCO 231

no tardó en establecer una relación de amistad con las fuerzas de ocupación. Con muy útiles ayudas por parte del cuartel general aliado, se fundó en agosto de 1946 la Junta de Estabilización Económica (Economic Stabilisation Board) y en marzo de 1947 MacArthur promulgó unas instrucciones en las que solicitaba al gobierno japonés «la adopción de políticas definidas, con priori-dad para la Junta de Estabilización Económica a fin de hallar una salida a la crisis económica actual». La Junta de Estabilización Económica amplió en seguida sus filas para dar acogida a cierto número de brillantes burócratas jóvenes y hombres de negocios. Lo de brillantes queda evidenciado por el hecho de que posterior-mente casi todos alcanzaron gran prestigio en la burocracia, la política, los negocios o la enseñanza. En todo caso, seguía intacta la predisposición tradicional de los japoneses a establecer «conduc-tos» mediante los cuales el primer gobierno, es decir el verdadero (que en este caso era el cuartel general de las fuerzas aliadas), hace que el gobierno secundario guíe la economía por los caminos que interesan al primero.

Las instrucciones de MacArthur eran de adoptar «políticas definidas, con prioridad para la Junta de Estabilización Económi-ca», pero el gobierno japonés no era capaz de definir ninguna polí-tica. Puesto que las mismas autoridades de la ocupación tampoco seguían una política definida —-recordemos que habían dado un giro de ciento ochenta grados—, no era de esperar que su leal «agente», el gobierno japonés, mostrase mayor definición. Pero en todo caso, y como la nueva orientación parecía beneficiosa para el país, tanto el gobierno como el mundo de los negocios dieron la bienvenida al mencionado giro. Hasta entonces el Japón se había visto obligado a exportar artículos manufacturados, con objeto de poder importar alimentos, pero la situación en aquellos momentos era tal que no existía ningún otro artículo exportable sino la seda cruda. Aunque un 30 o 40 por 100 de las instala-ciones para la fabricación de tejidos de algodón (porcentaje refe-rido al máximo alcanzado antes de la guerra) se habían salvado de los bombardeos, a falta de materia prima estas instalaciones tampoco podían rendir a plena capacidad. Aunque la industria de tejidos de algodón era exportadora, como dependía de una mate-

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ria prima importada era como si no existiese, dada la imposibi-lidad de incrementar las importaciones. Cuando el régimen Meiji abrió el Japón al comercio con Occidente, la exportación de seda cruda había sido también el punto de arranque de la industriali-zación; en las etapas iniciales del régimen de MacArthur hubo que acudir asimismo a ese único recurso. Los nipones se hallaban al borde de la desesperación más absoluta, por lo que fue un ver-dadero milagro para ellos el cambio de orientación de las fuerzas aliadas.

Cuando empezó la guerra de Corea, los «suministros especia-les» solicitados por el ejército norteamericano llevaron a la in-dustria textil japonesa al que habría de ser el último período de gran auge de su historia; seguidamente la oleada de prosperidad alcanzó también a la industria siderúrgica y al resto del metal. Por otra parte, mientras recrudecía la guerra fría los demás países occidentales, aparte los Estados Unidos, andaban muy empeñados en su propia recuperación. En tal situación, apenas interesaba a los norteamericanos el imponer duras indemnizaciones de guerra al Japón, ya que si este país hubiera sido desastrosamente debili-tado por las indemnizaciones Estados Unidos se habría visto solo frente al bloque comunista y ello habría significado la imposición de mayores cargas al pueblo norteamericano. Para poder proseguir la guerra fría, Norteamérica tenía que educar a los japoneses a fin de que éstos le suministrasen la cooperación necesaria. La consecuencia fue que se moderó bastante la cuantía de las repara-ciones. Tales cambios de política eran criticados por la izquierda japonesa diciendo que eran tentativas de rearme y síntomas de la resurrección del capitalismo monopolista; en cambio fueron, lógi-camente, bien recibidos por el gobierno y por las empresas. La Junta de Estabilización Económica, que venía funcionando como ventana del Japón hacia Norteamérica, y al mismo tiempo como ventana de Norteamérica sobre el Japón, en sus momentos más prósperos llegó a merecer el predicado de que «con la Junta de Estabilización Económica hasta los niños dejan de llorar». Lo cual a fin de cuentas no era sino una paráfrasis del antiguo dicho «con nuestro ejército imperial, hasta los niños dejan de llorar», vinien-do a significar que los jóvenes funcionarios de la Junta de Esta-

EL RÉGIMEN DE SAN FRANCISCO 233

bilización Económica eran tan prepotentes como lo habían sido los oficiales jóvenes del ejército. Es decir, que pese al fin de la guerra, la estructura social y económica del Japón no había cam-biado en lo fundamental.

Los productos textiles se habían convertido en la principal partida de exportación, pero era evidente que no se obtendría el desarrollo económico mientras tales productos fuesen lo esencial de las exportaciones japonesas. En aquella época no había posibi-lidades de entrar en el mercado chino, y como otros muchos países en vías de desarrollo estaban a punto de llegar a la auto-suficiencia en materia de artículos textiles, las perspectivas de exportación quedaban limitadas. En cuanto a la industria ligera, el porvenir no se veía muy brillante, de manera que, una vez más, el Japón hubo de optar por desarrollar la industria pesada. Precisa-mente en aquellos tiempos parecía como si el alza de los «sumi-nistros especiales» para la guerra de Corea hubiese de durar a largo plazo; en consecuencia, la industria siderúrgica invirtió en la modernización de sus instalaciones. La planta «Chiba Iron Works» recién construida por la Kawasaki Iron Company, por ejemplo, era una factoría modernísima e instalada en la costa. La industria siderúrgica modernizada sirvió al Japón como base para la expansión de todo el sector de la maquinaria. A la vista de esta segunda reorganización de posguerra de la industria japonesa, la Junta de Estabilización Económica, que había funcionado como motor de la primera reorganización (o mejor dicho, como motor auxiliar, ya que el motor principal fue el cuartel general de los aliados), fue disuelta en coincidencia con el fin del régimen de ocu-pación. La reemplazó un ente de planificación económica, la Agen-cia de Planificación Económica, cuyos poderes ya no eran tantos que «hasta los niños dejasen de llorar» como había ocurrido con la Junta de Estabilización Económica.

El papel principal de la segunda reorganización industrial correspondió al Ministerio de Comercio Internacional y de Indus-tria." El ente de planificación económica dejaba de desempeñar

11. Este ministerio viene frecuentemente designado por las siglas MITI, de su denominación inglesa: «Ministry of International Trade and Industry». (N. de ed.)

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el papel principal en la manifestación expresa de la función tute-lar ejercida por la administración sobre las industrias, y pasó vo-luntariamente a desempeñar un papel bastante más oculto en di-cha función tutelar, como despacho administrativo responsable de la elaboración de los planes económicos del gobierno. Y así como el régimen Meiji había proclamado su consigna de «país rico y ejército fuerte», también los sucesivos gabinetes de la posguerra declararon expresamente los objetivos de sus políticas; en 1955 el gabinete Hatoyama publicó un «plan quinquenal para la autono-mía económica», que se proponía equilibrar las importaciones con las exportaciones y lograr el pleno empleo. Tras esto no hubo gabinete que no promulgase su propio plan económico. El más conocido de éstos, y en realidad el que tuvo más éxito, fue el «plan para la duplicación de la renta nacional» del gabinete Ike-da, cuya meta era lograr la mencionada duplicación en un perío-do de diez años, aunque no sería justo olvidar al gabinete Ohira, que anunció un «nuevo plan económico septenal» pero hubo de abandonarlo al cabo de un año y medio.12

Como el gobierno carecía de poderes para hacer cumplir las directrices del plan, los resultados reales de la economía muy a menudo fueron bastante diferentes de los objetivos planificados, y buena parte de las realizaciones existió sólo sobre el papel. Pero durante la elaboración de los planes se celebraban frecuentes reuniones de los representantes de los principales ministerios con grupos de intereses privados y con intelectuales, de manera que la eficacia de los «planes» consistió en fomentar el entendi-miento mutuo entre las diferentes partes. En un país como el

12. Indiscutiblemente los planes económicos de los diversos gabinetes eran de una calidad considerable. Por ejemplo, el del primer ministro Ta-naka Kakuei «Remodelación del archipiélago japonés» fue comentado en el Journal of Economic Literature, de la American Economic Association, con las palabras siguientes: «Probablemente ningún otro dirigente mundial sería capaz de reunir un conocimiento tan enciclopédico de los problemas de su país, y es casi seguro que ningún otro se atrevería a concebir y proponer soluciones que implicasen transformaciones tan fenomenales» ( JEL, junio de 1974, p. 547). Sin embargo, el gabinete Tanaka tuvo poca dura-ción, como consecuencia de la implicación del mismo Tanaka en el asunto de los sobornos de la Lockheed.

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Japón, donde se aprecia la noción de armonía (wa), y donde existe una tendencia nacional a creer que armonía significa escu-char lo que dice el gobierno, la publicación de estos «planes» orientó realmente las actividades privadas. Es decir, que no debe menospreciarse la aportación de la Agencia de Planificación Eco-nómica. Sin embargo, en comparación con el Ministerio de Co-mercio Internacional y de Industria, que hasta cierto punto tiene poderes para obligar, incluso tratándose de planificaciones pura-mente indicativas, la Agencia de Planificación Económica, como reencarnación de la poderosa Junta de Estabilización Económica, llevó una existencia más bien fantasmal.

Una vez ratificado el «nuevo plan económico a largo plazo» de 1957 así como el «plan para la duplicación de la renta nacio-nal» de 1960, donde la administración declaraba el propósito de desarrollar la industria pesada y la química, se puso en práctica dicha política industrial de la manera siguiente. En primer lugar, el Ministerio de Comercio Internacional y de Industria determi-naba cuáles eran los sectores a fomentar, dentro de la industria pesada y de la química, y que fueron las refinerías de petróleo, la petroquímica, las fibras artificiales, los automóviles, la maquina-ria industrial, los aviones, la electrónica y los aparatos eléctricos. A estos sectores se les proporcionó protección absoluta y ayuda para el desarrollo. Las primeras medidas para la protección frente a la competencia de las industrias extranjeras incluían la limita-ción de importaciones mediante la contingentación de los artícu-los extranjeros, la limitación directa del valor de las importa-ciones mediante la introducción de un sistema de licencias, y la regulación indirecta de la importación por medios tales como fuertes aranceles protectores o impuestos diferenciales al consumo con tratamiento más favorable para los artículos de fabricación nacional.

Por otra parte, se favorecía el desarrollo de estas industrias haciendo que instituciones financieras de la administración, como el Japan Development Bank y el Japan Import Export Bank, les facilitasen capitales a bajo tipo de interés, concediendo subsidios y adoptando medidas fiscales de incentivo, como la desgravación en función de las exportaciones. Además de todo esto, el Ministe-

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rio de Comercio Internacional y de Industria y el Ministerio de Hacienda utilizaron ciertos dispositivos de tutela administrativa para con las empresas. Cuando les pareció que la producción de hilados de algodón, hierro y acero y abonos químicos era exce-siva, aconsejaron a los industriales correspondientes que redujesen el volumen de sus operaciones, y en un momento dado en que la inversión se juzgó excesiva en los sectores petroquímico, de pasta y papel y siderúrgico, la situación fue igualmente recon-ducida por vía de recomendación oficial. Al objeto de estabilizar los precios del hierro y del acero, el Ministerio de Comercio In-ternacional y de Industria también tomó la iniciativa de intro-ducir un sistema de subasta de partidas.

En los casos normales, este tipo de tutela administrativa caía dentro de la jurisdicción del Ministerio de Comercio Internacio-nal y de Industria, pero incluso cuando no era así y el ministerio no podía pasar de emitir una mera recomendación, los resulta-dos fueron considerables. Desde la época Meiji, el mundo de los negocios siempre se había dejado llevar por las autoridades y había entendido la conveniencia de no moverse nunca lejos de las esferas oficiales. Así continuó funcionando la cosa cuando las autoridades de ocupación reemplazaron al gobierno. Luego la administración mostró un favoritismo notable para con algunas empresas, y bastante indiferencia para con todas las demás. Por consiguiente, aun cuando un comunicado del gobierno fuese una mera sugerencia, una petición o una notificación sin fuerza para obligar, el hecho de que procediese del Ministerio de Comercio Internacional y de Industria y el temor a lo que podría suceder si no se hiciese caso del mismo, prácticamente no dejaba otro camino a las empresas sino amoldarse a lo que se les pedía. En el Japón, una empresa abandonada por el gobierno se convierte en un negocio de segunda categoría. En consecuencia, no sólo han desplazado a Tokio sus oficinas principales todas las empresas im-portantes, sino que además emplean como directores a ex-altos funcionarios del Ministerio de Comercio Internacional y de In-dustria y del Ministerio de Hacienda, al objeto de cultivar sus relaciones con la administración.

La tabla 9 refleja hasta qué punto tuvo éxito este tipo de

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política industrial. Las cifras muestran, en porcentajes, la pro-porción del valor de las expediciones de los productos de cada categoría con respecto al valor total expedido por la industria manufacturera en cada año. Para simplificar, aparecen únicamente las proporciones más alta y más baja de cada categoría (la más baja entre paréntesis). Por ejemplo, la proporción de artículos alimenticios industrializados alcanzó (en valor) un máximo en 1955 (el 18 por 100 del valor total expedido por la industria manufacturera), y un mínimo en 1973 (el 10,2 por 100).

La tabla 9 permite distinguir que la primera en recuperarse fue la producción de bienes de consumo, principalmente en lo relativo a la madera y sus derivados, a los productos químicos, a los textiles y a los alimenticios, por este mismo orden. Hacia 1955 quedaba culminada con más o menos éxito la reestructura-ción, pasando de una industria con predominio de los sectores pesado y químico, tal como existía durante la guerra, a otra más concentrada en la producción de artículos de consumo. Siguió a esto la recuperación de la industria siderúrgica, que sirvió de base el ulterior desarrollo de la industria pesada. El decenio 1960-1970 muestra un proceso de retorno a una estructura industrial centrada en la industria pesada y no en la fabricación de bienes de consumo; la proporción relativa de expediciones de artículos de consumo disminuye al mismo tiempo que aumentan las expedi-ciones de productos de la industria pesada. En los años setenta este proceso de reconversión ha quedado concluido para algunos sectores; el máximo de expediciones en máquinas-herramienta (in-cluyendo el sector del armamento), maquinaria eléctrica y equipos industriales se alcanza en 1970. Para la industria del metal y los derivados del petróleo y el carbón, los máximos se producen en 1973 y 1975, respectivamente. Contrasta con ello el nivel mínimo a que llegaron en 1973 los valores relativos de la producción de artículos alimenticios y productos químicos. En 1977, la apor-tación relativa de las industrias de maquinaria, equipos de trans-porte y mecánica de precisión seguía aumentando, al tiempo que continuaba la disminución de los textiles y de la madera y sus derivados. En cualquier caso, la tabla demuestra que el proceso de reconversión de la economía japonesa hacia la industria pesa-

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da se llevó a cabo prácticamente con la misma rapidez que la primera conversión del mismo tipo, ocurrida antes de la guerra.

Algunos comentaristas han utilizado la expresión «Japan Inc.» para referirse a esa especie de sujeción de la economía japonesa a una política industrial fuerte por parte del gobierno; otros han considerado ese tipo de política de promoción industrial como una fórmula de cooperación entre el estado y el pueblo, o bien entre el gobierno y los industriales y financieros. En una economía y una sociedad de esa especie, las industrias consideradas como estraté-gicas para el país son protegidas y fomentadas con todo cuidado; en cambio, aquellas industrias que según las autoridades no ofre-cen ninguna perspectiva futura de desarrollo no reciben ninguna ayuda, ni se les facilita capital, sino que se ven obligadas a luchar solas. Pues bien, esta política de concentrar el crecimiento econó-mico en determinadas prioridades -—la política de desigualdad por la cual el gobierno, teniendo en cuenta, por supuesto, las opinio-nes de los industriales, los financieros y otras personas de proba-do saber y experiencia, selecciona ciertas industrias estratégicas y las vigoriza al tiempo que sacrifica a otras— es la que ha con-tinuado después de la guerra, y las medidas adoptadas por el esta-do han tenido que ser respaldadas, no sólo por los interesados en las industrias seleccionadas para el trato favorable, sino también por quienes tenían que soportar los sacrificios.

Este tipo de ética que predomina entre los adultos japoneses contrasta mucho con la ética competitiva a que están sometidos sus hijos: la valoración de las aptitudes del niño por el procedi-miento de sumar las puntuaciones de sus exámenes, como criterio único para decidir entre el éxito y el fracaso en los sucesivos ingresos a los que aspire. Parece extraña, a primera vista, la coe-xistencia de ambas éticas, puesto que se diría que se contradicen entre sí. Pero si recordamos el genuino afán del pueblo japonés, desde los tiempos de la revolución Meiji, por alcanzar y superar a las naciones occidentales, y que dicha aspiración sigue viva in-cluso después de la guerra, comprenderemos que dicha asimetría aparente de los sistemas éticos, según se trate de los padres o de los hijos, en realidad representa una adaptación a las circunstan-cias existentes en el Japón. Al objeto de reforzar selectivamente

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las industrias estratégicas que puedan competir con las occiden-tales en condiciones de eficacia, es preciso concentrar en dichas industrias a los individuos más capaces, en la medida de lo posi-ble. Y para determinar quiénes son esos individuos, los niños han de ser forzados a una competencia despiadada entre sí. Luego, es decir una vez esos individuos con talento hayan sido colocados en los puestos que les corresponden, su misión será la de desa-rrollar y reforzar esas industrias, a cuyo fin reciben del gobierno la máxima ayuda posible.

Por otra parte, la compañía japonesa se refuerza a sí misma al promover los sentimientos de lealtad de sus empleados y faci-litarles una prolongada formación. Una vez forjada de esta mane-ra la unión entre los miembros de la compañía, no tiene sentido el tratar de quitarle a otra los talentos que pueda tener, ya que apenas podrían desempeñar ningún papel activo, y por otra parte la empresa no se arriesgaría a destruir de ese modo la unidad existente entre los suyos. Por consiguiente no es la competitividad entre los empleados lo que interesa fomentar, sino la armonía entre ellos y su dedicación a la empresa. Los trabajadores de las empresas que constituyen «la selección nacional» de la industria japonesa compiten en bloque contra los rivales extranjeros; asi-mismo hay fuerte competencia entre las empresas grandes para llegar a figurar en dicho equipo nacional y participar en los favo-res que prodiga el gobierno. A las demás empresas que no tienen tales perspectivas, las medianas y pequeñas, no les queda otro camino sino competir entre sí por la supervivencia. En este sen-tido, la sociedad japonesa es intensamente competitiva, aunque no produzca rivalidad entre individuos; el individuo no tiene más que empeñar su vida en la batalla de la competencia entre grupos. Esa fue la estrategia que permitió al Japón alcanzar en muchos aspectos a los países occidentales, hacia 1975, y en algunos inclu-so superarlos.

C O N C L U S I Ó N

En lo fundamental hay dos clases de religión; en primer lugar está la religión que se asocia con los poderes que dominan, actúa como guardiana de la legitimidad y ejerce la función de santificar el linaje de la tribu o de las tribus dominantes. En segundo lugar está la religión que vuelve la espalda a los elementos dominantes, que gana adeptos entre las tribus o clases dominadas y los que no poseen rango superior, o sea la que pretende ayudar a las perso-nas. La primera será, en muchos casos, sierva de la política; la segunda, aunque no llegue a criticar el sistema existente, será por lo menos apolítica. Si la religión que se propone ayudar a los do-minados es racional, no podrá por menos que criticar el sistema existente y negar las deidades patrocinadoras de los grupos domi-nantes. Al mismo tiempo tratará de unir entre sí a todos los gru-pos dominados, bien sea dando lugar a un nuevo agrupamiento de oposición política, o creando un nuevo movimiento espiritual. En este caso la cohesión política o religiosa debe recurrir a principios racionales que trasciendan toda idea de tribu: principios generales, universales, válidos para todo individuo cualquiera que sea su tribu, ya que la misión suprema de las religiones de esta especie es ayudar al individuo y no legitimar el poder. Sin embargo, nos quedan aún otras religiones que, si bien tienen por objetivo el socorrer a los dominados, son de un contenido irracional y fuer-temente mágico, en cuyo caso enseñan a las clases dominadas a apartarse de la política para buscar la reclusión mística, en busca de juventud eterna, longevidad o cualquier otra forma de bienes-tar inmediato.

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Pues bien, si definimos estos tres tipos de religión como tipo 1 (la que sirve para justificar a las fuerzas dominantes), tipo 2 (la religión racional cuyo objetivo es socorrer a los dominados, o al individuo) y tipo 3 (la religión mística cuyo objetivo es ayudar al individuo), tendremos que el puritanismo era una muestra del segundo tipo. En cambio, el confucianismo y el taoísmo corres-ponden a los tipos primero y tercero, respectivamente. Esto signi-fica que en Europa occidental, en Inglaterra por ejemplo, se formó una sociedad civil moderna cuyo sostén principal era el protestan-tismo, mientras que en China, la burocracia apoyaba la legitimi-dad del régimen imperial y el pueblo volvía la espalda a la po-lítica.

En el Japón, en cambio, que importó de China tanto el confu-cianismo como el taoísmo, ambos fueron modificados para con-vertirlos en religiones del tipo primero, de las progubernamenta-les. El confucianismo japonés era mucho más defensor del régimen establecido que el propio confucianismo chino; durante el período Tokugawa su función fue legitimar el régimen del bakufu como cosa aprobada por el emperador; en la época Meiji, esa función se convirtió en la justificación ideológica del llamado «régimen imperial» (tennosei). El shintoísmo, versión japonesa del taoís-mo, dejaba de ser una religión del tipo tercero para convertirse en la religión de la familia imperial, en su función de clan domi-nante. Dichas transformaciones deben considerarse bastante natu-rales, atendido el hecho de que tal religión había sido introdu-cida en el país por miembros de la tribu o clase dominante. Ade-más, la situación del Japón hizo que inevitablemente hubiese de tener presente su atraso cultural o técnico en comparación con el extranjero (bien fuese éste el imperio chino o los países occiden-tales). Debido a esta conciencia de debilidad, como si dijéramos, las clases dominantes japonesas adoptaron una actitud defensiva al mismo tiempo que agresiva, y todos los elementos que se im-portaban en el Japón procedentes de otros lugares fueron modi-ficados de modo que pudieran servir para la protección y el pro-greso del país. Ni siquiera el budismo escapó a esta norma en el Japón. Desde el punto de vista doctrinal, en realidad el budismo estaba dividido entre las religiones del segundo tipo y las del ter-

CONCLUSIÓN 243

cero, según la secta que consideremos. Una vez introducido en el Japón, se le utilizó en la medida de lo posible para demostrar la gloria del estado. Como en aquella época el budismo se hallaba muy difundido en las sociedades orientales, cabría realizar una comparación internacional del nivel cultural de cada país según el florecimiento alcanzado por el budismo en ellos. Cuando Shó-toku Taishi trató de promover el budismo, se proponía conciliar por medio de dicha religión los agudos conflictos que existían por aquel entonces en el seno de la clase dominante, pero por otra parte no andaría muy ajeno a sus designios el deseo de elevar la posición cultural del Japón en comparación con los demás países.

Una reinterpretación diferente de los mismos textos sagrados puede conducir al desarrollo de un estilo de vida muy distinto para el pueblo en general, como demostró sobradamente Max Weber para el caso de Europa occidental, y también puede adver-tirse el mismo fenómeno en las sociedades orientales. En China, cuyas religiones correspondían al tipo primero y al tercero, el liber-tinaje de las clases altas y la pobreza e indiferencia de las clases bajas parecían características inmutables (hasta que triunfó el Partido Comunista chino). La sociedad estaba bloqueada y ni si-quiera los cambios de dinastía lograban aportar modificación algu-na. El Japón, en cambio, que modificó las mismas religiones chi-nas para convertirlas en ideologías al servicio del régimen existen-te, pudo llegar pronto y con facilidad, después de la revolución Meiji, a una situación que le permitió manipular las técnicas occi-dentales a fin de desarrollar el estado nipón.

De este modo, imperaron en el Japón las religiones de la pri-mera especie (ideologías que suministran la justificación religiosa a favor de quienes detentan el poder y defienden el status quó), y no apareció ninguna religión del tipo segundo (de las centradas en el individuo y que se proponen ayudar a la humanidad). El individualismo y el internacionalismo jamás encontraron terreno donde arraigar, y el pueblo, carente de una religión propia, se ha vuelto incrédulo por completo. (Shinshü, la principal secta del bu-dismo japonés, corresponde doctrinalmente a las religiones de nuestro tipo segundo, pero a partir de la represión de la suble-vación Ikko por Nobunaga los partidarios de aquélla no han vuelto

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a situarse jamás en oposición al poder.) Como esta falta de senti-do religioso del pueblo japonés le conduce al materialismo, y puesto que es al mismo tiempo muy nacionalista, nunca ha teni-do inconveniente en colaborar para la prosperidad material del Japón como nación.

Tales inclinaciones significaban que la economía japonesa po-día desplazarse fácilmente en sentido derechista. Puesto que todos y cada uno de los miembros de la población japonesa estaban profundamente imbuidos de conciencia nacionalista, la fuerza de la opinión pública (bien democráticamente por cierto) podía con-ducir a la supresión de toda actividad económica liberal, incluso sin que fuese necesaria la aparición de un líder fuerte o auto-crítico. Durante el régimen que hemos llamado protobélico, es decir a partir de 1932, el pueblo deseó que existiera un gobierno fuerte y derechista. Los periódicos y otros medios de comunica-ción, intuyendo este ambiente nacional, se dedicaron a halagar a la opinión pública e incitarla más todavía, hasta que se estableció una corriente mayoritaria deseosa de un fascismo. Una vez puesto en marcha el engranaje de este proceso no hubo manera de frenar-lo; la economía quedó sujeta al control estatal lo mismo que todo lo demás. Y aunque, según todas las apariencias, la economía libe-ral fuese restaurada después de la guerra, seguía siendo fácil el asegurar la unidad de la opinión pública.1 Los que mandaban no tenían más que comunicar sus propósitos al pueblo para obtener, en la mayoría de los casos, el asentimiento, porque el pueblo había sido educado de tal manera que carecía de voluntad para oponerse. En consecuencia, y aun cuando los «planes económicos» presen-tados por los gabinetes de la posguerra no tuviesen fuerza legal para obligar, fueron admitidos sin ningún problema y la gente colaboró en su realización. Si, como hemos explicado, el régimen del Japón antes de la guerra fue un fascismo por vía democráti-

1. Incluso después de la guerra se repitieron en varias ocasiones las «cazas democráticas de brujas», es decir los ataques concentrados y exhaus-tivos contra aquellos cuyas opiniones se consideraban no deseables. En esa época, no sólo era imposible que se defendiesen las víctimas de esos ataques, sino que tampoco una tercera persona podía, prácticamente, in-tervenir a favor de aquéllas.

CONCLUSIÓN 243

ca, quizá podamos estimar que la economía de la posguerra era una especie de «economía "planificada" democrática».2 Sea como fuere, el caso es que la economía moderna —con una indus-tria basada en técnicas científicas—, después de haber prosperado en Europa bajo una religión del tipo segundo (religión racional, tendente a la emancipación del individuo), se injertó con éxito en el Japón bajo una religión del tipo primero, es decir de las orientadas a la justificación del status quo.

Con el confucianismo y el taoísmo, China tenía religiones tan-to del primer tipo como del tercero (mística, individualista), sien-do por consiguiente más individualista y menos nacionalista que el Japón, donde sólo se conocieron ideologías del tipo primero. Podemos considerar a China como situada en un punto intermedio entre el Occidente y el Japón, aunque finalmente llegó a una situa-ción muy alejada tanto del uno como del otro. Las condiciones en China hacían muy difícil que pudiera surgir un moderno capi-talismo de corte occidental, o al estilo japonés. Por ello se pro-longó mucho su atraso, siendo saqueada y humillada por las po-tencias occidentales y por la agresión imperialista japonesa.

Como cabía esperar, surgió un movimiento con el designio de salvar la nación. En 1900 los boxers, una sociedad místico-reli-giosa y partidaria de expulsar a los extranjeros, destruyeron ferro-carriles y líneas telegráficas, quemaron iglesias y, tras invadir Pe-kín, atacaron el barrio de las embajadas, donde tenían sus repre-

2. Este tipo de estructura ha permitido alcanzar éxitos tremendos en el aspecto material. Sin embargo, la condición previa y necesaria para el establecimiento de tal régimen es la ausencia de una ideología que critique y se rebele contra los poderes constituidos. Por tanto, bajo dicho régimen jamás han podido prosperar él individualismo, el liberalismo ni el inter-nacionalismo. Los japoneses creen firmemente en la importancia de la fa-milia y del parentesco; son nacionalistas y creen en la importancia de la raza; son cordiales para con los de su propio círculo pero impasibles con los de fuera. Verdad es que la noción de quiénes pueden constituir el propio círculo se ha ampliado a través de los años, pero sigue ocurriendo que la conducta del japonés se gobierna con arreglo a dos patrones dife-rentes, uno para los allegados y otro para los ajenos. En este sentido los japoneses nunca han sido lógicos ni se han mostrado sensibles a los pre-ceptos de la justicia universal.

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sentaciones diplomáticas muchas potencias occidentales. Esta ex-plosión de violencia, lo mismo que los estallidos terroristas de la facción xenófoba en el Japón antes de la revolución Meiji, no era más que un movimiento patriótico fanático y totalmente irracio-nal. El gobierno chino apoyó a los boxers, pero finalmente éstos fueron derrotados por una alianza de las potencias occidentales y el Japón.

Los chinos aprendieron así que el patriotismo por sí solo no iba a resolver sus problemas. En vista del éxito nipón, enviaron un gran número de estudiantes al Japón para que aprendiesen allí. Sin embargo, y dado que el confucianismo chino era mucho menos colectivista que su homólogo japonés, resultaba mucho más difícil utilizar aquella ideología para construir una estructura de unidad nacional que incorporase como núcleo central a la intelec-tualidad, según había ocurrido en el Japón. Y puesto que la ideo-logía ortodoxa no servía para despertar al durmiente coloso chino, no quedaba más remedio que depurar y reforzar las heterodoxias.

En China, el taoísmo por lo general había vuelto la espalda a la política para recomendar a sus seguidores un estilo de vida místico y apartado; pero en ocasiones se había revelado como una fuerza revolucionaria, capaz de enfrentarse con energía a las auto-ridades confucianas. El taoísmo era realmente una religión popu-lar, tendente a la salvación individual, pero por desgracia era tam-bién una religión mística y bastante incapaz de elaborar un juicio analítico y racional sobre las realidades de la vida. Para que una religión pueda convertirse en una fuerza verdaderamente revolu-cionaria no basta que se proponga como misión la salvación del individuo; debe ser racional al mismo tiempo. En consecuencia los revolucionarios chinos, como Sun Yat-sen o Mao Tse-tung, in-trodujeron ideas occidentales como el liberalismo o el marxismo, mediante las cuales dieron nueva forma al espíritu indígena de resistencia y le imprimieron lógica y tenacidad.3 En comparación

3. Entre estos revolucionarios estuvo Chiang Kai-shek, que en lo per-sonal era un ferviente confuciano, aunque su esposa era protestante. Chiang rechazó la revolución comunista pero estuvo a favor de una revolución burguesa.

CONCLUSIÓN 243

con la revolución Meiji, que no fue más que un cambio en la es-tructura política creada por la actitud mental de los japoneses, la Revolución china fue mucho más que una mera revolución polí-tica; como es sabido, implicó un cambio tan fundamental en las actitudes, que en muchos casos exigió verdaderos lavados de ce-rebro.

Una revolución «espiritual» de esta especie era obligada en China. Desde una perspectiva algo distinta, la historia de las vici-situdes de las dinastías chinas se convierte en la historia de la lucha entre los burócratas confucianos y el campesinado taoísta. Incluso cuando cambiaba la dinastía como consecuencia de una insurrección campesina, pronto los agricultores caían bajo la do-minación de los burócratas de la nueva dinastía, y seguían lle-vando una existencia servil y pasiva hasta el estallido de la suble-vación siguiente. Dada la invariabilidad de dicha tendencia a lo largo de la historia china, era de esperar que después de la revo-lución comunista la sociedad china cayese pronto bajo el control de la burocracia, perdiendo su impulso y acabando, con el tiempo, en un estado de estancamiento. Y no sólo eso, sino que luego estallaría la inevitable sublevación campesina y acabaría con el régimen comunista existente. Esta línea de pensamiento sugiere la necesidad de realizar una crítica radical del confucianismo a fin de estabilizar el sistema comunista en China y asegurarle una duración.4 Al mismo tiempo era esencial elevar la mentalidad del campesinado hacia algo más racional y crítico, con objeto de anu-lar la tradicional diferencia entre la ideología de los que trabaja-ban con su cerebro y la de los que trabajaban con sus manos, es decir entre confucianismo y taoísmo. Por tanto, era imprescindible que se estableciese una nueva ideología nacional (el maoísmo). Si dejamos de lado los múltiples excesos cometidos por la revolu-ción cultural, vistas las cosas del modo que queda descrito no re-

4. El propio Mao Tse-tung habló de «asumir con mirada crítica el Ipgado histórico desde Confucio hasta Sun Yat-sen», y el actual Partido Comunista chino, pese a su fuerte campaña contra el confucianismo, hasta cierto punto valora el espíritu reformador que caracterizó al primer con-fucianismo.

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sulta difícil entender qué era lo que se proponía. Los elementos burocráticos y los que habían acumulado un exceso de poder fue-ron sometidos a una crítica radical, y la consigna de los revolu-cionarios fue la abolición de las llamadas «tres diferencias» (entre campo y ciudad, entre industria y agricultura, entre trabajo cere-bral y trabajo manual).

Por tanto, la revolución cultural puede juzgarse en realidad como un ataque contra el confucianismo (y los tecnócratas que lo representaban), por parte de un taoísmo armado y racionalizado por la ideología marxista. Observemos, no obstante, que el ca-mino seguido por esta especie de revolución cultural ha sido casi diametralmente opuesto al que emprendió el gobierno japonés des-pués de la revolución Meiji. En el Japón se forzó la moderniza-ción del país, de manera que las «tres diferencias» llegaron a ser más grandes que nunca. La modernización no penetró en todas las zonas del país, ni en todos los sectores de la sociedad, del mismo modo ni con el mismo ritmo. En cada sector del país se creó un núcleo mucho más adelantado, y comparable en todos los senti-dos a su homólogo occidental; la modernización se impulsó me-diante el crecimiento de estos sectores nucleares. Como resultado el Japón se hizo capaz de alcanzar rápidamente —al menos, en el pasado— la primera línea del desarrollo técnico, y utilizando lo aprendido de esta manera también podía iniciar la moderni-zación de los demás sectores. Sin embargo, este tipo de desarrollo desequilibrado perpetuaba la estructura dualista de la sociedad japonesa y conducía a la aparición de un enorme proletariado ex-plotado por una minoría de la población, los capitalistas y la aris-tocracia del trabajo. En cambio el Partido Comunista chino, y sobre todo su sector maoísta, tenían que eliminar las explotaciones de esa especie y abolir las «diez mil diferencias» existentes bajo los más variados aspectos. Esto significa que se tardará mucho tiempo en alcanzar la primera línea del desarrollo técnico en todos los sectores; más aun, considerando las dimensiones del país cabe la posibilidad de que, con ese método de modernización, China siga siendo por siempre un país atrasado. No obstante, para los chinos es una prioridad absoluta el que sus obreros y campesinos no hayan de sufrir las penurias que padecieron, por ejemplo, las

CONCLUSIÓN 243

clases bajas de la sociedad japonesa, sobre todo entre 1915 y 1950. Quizá podríamos decir que mientras el Japón emprendió el camino hacia la modernización a marchas forzadas, los chinos han preferido el progreso lento de la «larga marcha», con los campe-sinos y los obreros andando al mismo compás.

En todo caso, estas elecciones políticas y económicas depen-den de la aplicación que hayan tenido las ideologías en el curso de la historia de un país. Verdad es que también la ideología resulta influida y modificada por la evolución económica, que puede in-cluso llegar a destruirla, por lo que no sería procedente el olvi-dar esa influencia mutua. Sin embargo, en este libro hemos visto que una ideología determinada, no sólo desempeña un papel de crucial importancia en los instantes críticos de la historia, sino que además limita la actividad económica, en el plano cotidiano, obligándola a ceñirse al marco peculiar de esa ideología. Por tanto es cierto que los éxitos del Japón, incluso en caso de igual-dad de condiciones materiales, no están limitados a lo que se haya conseguido en Occidente. Y también es cierta la proposición recíproca, sobre todo si limitamos al corto plazo nuestras consi-deraciones.5 Debido a su ideología, la economía japonesa es muy distinta del sistema occidental de libre empresa; por idéntica razón, la economía comunista de China tiene un carácter muy diferente del de la economía soviética. Por tanto, sería una equi-vocación el tomar a China o al Japón como posibles modelos para los países atrasados.

Ningún país puede progresar sin tener en cuenta su propio pasado, que condiciona toda línea ulterior de desarrollo. Las ciencias sociales no pueden despreciar las consideraciones histó-ricas. Es decir, que cualquier pensamiento científico social que no preste suficiente atención a la historia, aunque resulte eficaz como primera aproximación a la realidad, a la larga .incluso puede llegar a ser peligroso. De manera análoga, son muy arriesgadas las políticas económicas faltas de perspectiva histórica. Una política

5. En este sentido, es erróneo el creer incondicionalmente posible la construcción de un modelo económico abstracto para aplicar la lógica de tal modelo a las realidades de un país

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250 POR QUÉ H A «TRIUNFADO» EL JAPÓN

que haya resultado conveniente para el J a p ó n podría ser inviable en G r a n Bre taña , y viceversa, debido a la diferencia de las men-talidades y los esti los de c o m p o r t a m i e n t o de los pueblos , así como en todas las demás característ icas culturales que unos y otros han heredado de sus pasados respect ivos .

Í N D I C E A L F A B É T I C O

Agencia de Planificación Económica, 233-235

Aizu, 94, 104, 105 Akechi Mitsuhide, 78 Alcock, sir Rutherford, 94 Alemania, 75, 117, 169-170, 176-179,

188-190 Amaterasu, la diosa del Sol, 56, 57 Anahobe no Hashihito, 38 Ando Yoshio, 144 Ansei, gran purga de, 93 Ara-hiro gami, véase dios revelado armonía (ho en chino, wa en japo-

nés), 16, 21, 41, 67, 155, 173, 235 Asai, clan, 78 Asakura, clan, 78 Asano, zaibatsu, 123 Ashikaga, familia, 77 asociación, libertad de escoger, 154-

155 Asociación de Asistencia a la Sobe-

ranía Imperial, 181-183 atraso técnico, 89, 89n., 96 Azuchi-Momoyama, período (1568-

1598), 69

bakufu: Ashikaga, 66n.; Kamakura, 66, 68; Tokugawa, 29-31, 66n., 80-84, 88, 89, 96, 114

benevolencia (jen), 16-19, 29 Birmania, 204 boxers, 245, 246 Brentano, L., 13n.

Broadbridge, S., 141 budismo, 35, 41-42, 59-64, 84, 243 burocracia, 23-29, 79, 85, 201 bushido (ética samurai), 71

Cannon, 212 capital, ley de emergencia para la ob-

tención de, 166 castas, sistema de, 32, 118, 131 Central China Promotion Company,

126n. ceremonia (li), 16, 18-19 Colón, Cristóbal, 108 compañía del ferrocarril de Manchu-

ria meridional, 193 confucianismo, 35, 42, 47, 50-58, 64,

70, 84-86, 242-248; en China, 16-18, 29-30, 155; en el Japón, 14, 18-22, 70, 156

Confucio, 16-20, 23, 42n., 53, 85 Congreso de los Sindicatos de Indus-

tria del Japón, 209 conocimiento (chih), 16 Constitución de los Diecisiete Pun-

tos, 19, 22, 38-41, 52-54, 66 control de salarios, ordenanza de,

169, 169n. Copérnico, Nicolás, 84, 109 Corea, 47, 78, 129, 202-209, 214,

232-233 cristianismo 60, 62, 77-80, 84 cuartel general de las fuerzas aliadas,

185, 199, 201-205, 208, 231-233

Page 126: Morishima - Por qué ha triunfado el Japón

252 POR QUÉ HA «TRIUNFADO» EL JAPÓN

Chang Tso-lin, 163, 191 Chiang Kai-shek, 19, 164, 191, 202,

208, 246n. Chiba Iron Works, 233 Ch'in, dinastía, 24, 25 ching-tien, sistema, 28, 46 Ch'ing, dinastía, 24, 26n. Cho Yukio, 155 Choshu, 80, 93-96, 98, 104, 105; ex-

pedición de, 95 Chou, dinastía, 23, 56 Chüka shisó (idea de China como Im-

perio del Centro), 30, 76, 86 daigaku (universidad), 50 daimyó (señor feudal), 29, 68n., 79-

80, 95, 107, 138; fudai, 80-81; tozama, 80-81

dajó daijiti (primer ministro), 23 Dan Takuma, 125, 164, 193 «Decreto imperial sobre educación»,

136 dios revelado, 39, 46, 51, 60, 196 disparidades salariales entre empresas

grandes y pequeñas, 140-144, 159-162, 213-217

Doce Gorros, Jerarquía de los, 38 Dókyó, 48, 49 Dore, Ronald P., 220, 220n. dualidad: de estilos de vida, 131,

168; del mercado de trabajo, 136-137, 140-145, 150-151, 162-163; de las morales, 152-153, 169; de po-deres, 191, 195-196; de la produc-ción, 132, 144

«Edicto de la caza de espadas», véase Toyotomi Hideyoshi, 79, 107

«Edicto imperial a los soldados y ma-rinos», 18-19, 69, 136, 191

Edo (la actual Tokio), 80, 82, 98 ejército imperial: facción Kodó (.del

camino imperial), 181n., 193, 194; facción Tosei (del control), 181n.. 193, 194

emperador: Buretsu, 39; Godaigo,

49; Kinmei, 37, 43; Kómei, 97, 106; Kónin, 49; Kótoku, 48, 56; Meiji, 97, 155, 158; Nintoku, 56; Sushun, 37, 44; Tenchi, 45, 49, 50; Tenmu, 49, 50; Yómei, 38; Yüryaku, 39

emperador celestial, véase Tenno emperatriz: Genmei, 49, 56; Jitó, 49;

Kogyuku, 56; Saimei, 47, 48; Shó-toku, 49; Suiko, 37, 43

empleo vitalicio, sistema de, 137-139, 168-169

Enomoto Takeaki, 98 Enrique VII, 107 Enryakuji, 62, 78 enseñanza elemental obligatoria, 135-

136 ente de planificación económica, véa-

se Agencia de Planificación Econó-mica

escala de salarios por antigüedad, 136-137, 168-169

España, 79, 83n,, 108-109 Estados Unidos de América, 81, 89,

94, 112, 116-119, 135n., 157, 161, 170-174, 179-181, 190, 198, 200-209, 232

eunuco, 26-29, 37 expulsar a los bárbaros, véase jói

feudalismo terrateniente, 65 fidelidad (hsin), 16-19 Filipinas, 79, 204 Francia, 81, 94, 100, 116-117, 170,

176, 189, 190, 200 frugalidad, 19 Fudoki, 50 Fujiwara, familia, 65-66 Fukunaga Kóji, 54 Furukawa, zaibatsu, 123 Fushimi, 98

Gakusei (ley de educación), 135 Galileo Galilei, 109, 112

ÍNDICE ALFABÉTICO 253

Genmei, véase emperatriz genró (consejero imperial), 177, 185 Genyósha, 122n. Gilbert, sir Humphrey, 108 gobierno: constitucional, 18; virtuo-

so, 18 gobierno Meiji, 98-107, 116-119, 170-

171 Godaigo, véase emperador Goldthorpe, J. H., 226n. Gran Bretaña, 81-82, 89, 94, 100,

107-118, 128, 135n., 140, 150, 157, 170-172, 179-181, 189, 198, 200, 210, 214 , 221, 224-228, 242, 250

guerras civiles, época de las (1467-1567), 69

guerra civil inglesa, 108, 109, 117

haihan chiken (abolición de los domi-nios y establecimiento de prefectu-ras), 99, 118

Hakodate, 81 Hamaguchi Osachi, 192 Hamaguri Gomon, 95 Han, dinastía, 24, 25 hanseki hókan (entrega de los regis-

tros de los dominios), 99 Hara Junsuke, 225 Hayashi Yujiro, 82n. Heike Monogatari, 68 Hicks, sir John, 151n. Hideyoshi, véase Toyotomi Hiei, 78 Hirata Atsutane, 102 Hiroshima, 82 Hitler, Adolf, 167, 173, 180, 183,

196 Holanda, 80-82, 94, 108, 170-172 Honda Giken Company, 212 Honshu, 98 hoó (emperador retirado que tomaba

las órdenes sagradas), 22, 49, 52 Huang Ti, 56

hwa-rang do (el equivalente coreano del bushidó japonés), 19

Ii Naosuke, 93 Ikaruga, 44 Ikeda Isamu, 234 Ikko, secta, véase Jódo Shinshü Imamatsuribe no Yosofu, 21 importaciones y exportaciones, dispo-

siciones de emergencia sobre, 166 Indonesia, 204 industria de municiones, ley de mo-

vilización de la, 164 industrias vitales, ley de control de

las, 164 Inoue Junnosuke, 164, 192 Inoue Nisshó, 164 inteliguentsia, 86-94, 96, 118, 170-

171, 206 Inukai Tsuyoshi, 193 Ishida Baigan, 112 Italia, 169, 179 Iwakura Tomomi, 97, 99 Iwao Seiichi, 82n., 83n.

Japan Development Bank, 235 Japan Import Export Bank, 235 «Japan Inc.», 239 Japan Mining Company, 205 Japan Postal Steamship Company,

123 Jitó, véase emperatriz Jódo Shinshü (secta de la Tierra de

la Verdadera Pureza o secta Ikko), 62-63, 78, 243

joi (expulsar a los bárbaros), 89-94, 99

juku (academia de repaso), 222, 228 Junta de Estabilización Económica,

231-235 justicia (i), 16-17

Kagoshima, 82

Page 127: Morishima - Por qué ha triunfado el Japón

254 POR QUÉ HA «TRIUNFADO» EL JAPÓN

kaikoku (abrir el país), 75, 89-93 Kaizuka Shigeki, 27n. Kamakura, período, 63-69 kamikaze, 57 Kanagawa, 81 Kanazawa, 82 kanpaku (consejero del emperador),

22, 52, 107 Kanto, región de, 66 Kawasaki Iron Company, 233 Kawasaki Masayoshi, 123 Kawasaki Shipbuilding Yard, 124 Keynes, J. M., 127 Kido Koin, 99 Kinmei, véase emperador Kita Ikki, 93n., 122n., 177-189, 192,

194-200 Kobe, 142n.; factorías siderúrgicas,

205 Kofukuji, 62 Koguryo, 38 Kogyoku, véase emperatriz Kojiki, 50, 55, 56, 57 kokugaku (escuela nacional), 50 kokugaku (estudio de los clásicos ja-

poneses), 57, 86, 102 Kokuryükai, 122n. Komei, véase emperador Konin, véase emperador Konoe Fumimaro, 93n., 179-183, 187,

188, 196 Kótoku, véase emperador Koyasan, 62 Kuhara, zaibatsu, 123 Kwantung, ejército de, 163-164, 191,

197 Kyoto, 65-66, 82, 93-98, 142n., 221,

229 Kyushu, 80, 98

Lao-tsé, 53 lealtad (chung), 17, 19, 20, 29, 67,

68, 86, 136-137, 150-151, 155, 168, 174, 177

li, véase ceremonia

literatos, 28 Londres, 82

MacArthur, Douglas, 198, 232 Magallanes, Fernando de, 108 Makioji, 62 Manchukuo, 163, 193 Manchuria, 125-126, 130, 163, 188-

194 Manchurian Heavy Industries Com-

pany, 125n. Manchuria, incidente de, 126, 163,

164, 191 mano de obra: leal, 150-152, 162;

mercenaria, 151, 154, 162 Manyoshü, 20, 50, 67 Mao Tse-tung, 246, 247n. maoísmo, 247, 248 marina imperial: facción de la Flo-

ta, 181n.; facción del Tratado, 181n.

Marx, K., 13, 82, 112 marxista, 74, 89, 108n., 246 Matsushita Electrical Company, 155 Matsushita Konosuke, 155 McClellan, E., 158n. Meiji, véase emperador Miki Kiyoshi, 182 Mimana, 38, 45, 47 Minamoto, clan, 65 Minamoto Yoritomo, 65-68 Ming, dinastía, 24, 79 Ministerio de Comercio Internacional

y de Industria, 233-236 MITI (Ministry of International Tra-

de and Industry), véase Ministerio de Comercio Internacional y de In-dustria

Mishima Yukio, 178 Mito, escuela histórica, 91 Mitsubishi Petrochemical Company,

205 Mitsubishi Shipyard, 139 Mitsubishi, zaibatsu, 123 Mitsui Mining, 139

ÍNDICE ALFABÉTICO 255

Mitsui Petrochemical Company, 205 Mitsui, zaibatsu, 123-125, 186n. Mononobe, clan, 37, 44 Motoori Norinaga, 102 movilidad de ocupación: intergenera-

cional, 222, 224, 229; intragenera-cional, 223-229

movilización general, ley nacional de, 166, 175, 196

Mukden, véase Shenyang Muraji, 36-37, 45; O-muraji, 36

Nagasaki, 79-82 Nagata Tetsuzan, 193 Nagoya, 82, 142n. Naka no Oe (más tarde emperador

Tenchi), 45-49, 56, 64 Nakatomi no Kamatari (más tarde

Fujiwara Kamatari), 45, 56, 179 Nakayama Ichiro, 181 Nakayama Shigeru, 170n. Naniwa (la actual Osaka), 44 Nara, 44, 229 Nara, período, 63 Natsume Soseki, 158 Newton, Isaac, 84, 112 Nichiren, secta, 60, 62n. Nihon Chisso (Nitrógeno del Japón),

125 Nihon shoki, 50, 51 Nihon Soda (Soda del Japón), 125 Nintoku, véase emperador Nishida Mitsugu, 195 Nishio Suehiro, 173 Nissan (Nihon Sangyó), zaibatsu,

125, 125n., 167 Nobunaga, véase Oda Nobunaga-Hideyoshi, período, véase

Azuchi-Momoyama North China Development Company,

126n.

Oama, príncipe, 48, 49 Oda Nobunaga, 60-65, 69, 77-79,

191, 243

Ohira Masayoshi, 234 Oka Yoshitake, 76n., 99n., 105n.,

183n. Okada Keisuke, 197 Okawa Shümei, 193 Okinawa, 54 Okubo Toshimichi, 99 Omi, 35-37, 45; O-omi, 36 Ono Michio, 103n. Osaka, 77-78, 82, 142n., 221 Oshio Heihachiró, 103 Otomo no Yakamochi, 20 Otomo, príncipe, 48 Ozaki Hotsumi, 182, 193

Pacto Tripartito entre Japón, Alema-nia e Italia, 183, 196

Paikche, 38, 48 «país rico y ejército fuerte», 85,

93n., 125, 157, 170-171, 200, 234 Parkes, sir Harry, 94 Pearl Harbour, 33, 166, 174 Pekín, 163, 164, 245 piedad filial (hsiao en chino, kó en

japonés), 16, 19, 21 Portugal, 77, 82-83, 108, 170 prefecturas, sistema chino de, 25-26 presencia alternada, sistema de, véase

sankin kotai productividad, diferencias entre em-

presas grandes y pequeñas, 143-146

racionalismo puritano, 14 Raleigh, sir Walter, 108 rebelión: del 15 de mayo de 1932,

97; de Saga, 102, 103; de Shinpü-ren, 102; del 26 de febrero de 1936 (golpe de estado Showa), 97, 122n„ 167, 186n., 194, 197, 200

Rebelión de Satsuma, véase Satsuma, guerra de

religión, tres tipos de, 242 revolución, teoría china de la, 38-40 revolución cultural, gran, 247

Page 128: Morishima - Por qué ha triunfado el Japón

252 POR QUÉ HA «TRIUNFADO» EL JAPÓN

revolución Meiji, 31-32, 35, 39, 69n., 72, 74, 81, 88, 98-108, 113-118, 170-176, 184, 243-247

Ricardo III, 107 Richardson, incidente (incidente Na-

mamugi), 94 ritsuryo (código jurídico), 29 Rusia (Unión Soviética), 81, 89, 99,

176, 179, 190, 202 ryoshu (daimyó, señor de un domi-

nio), 65-68

Saga, rebelión, véase rebelión Saigó Takamori, 122 Saimei, véase emperatriz Saitó Makoto, 194 Sakai, 82 Sakamoto Taró, 103n. Sajalín, islas, 189 sakoku (aislamiento y cierre del país),

75, 81, 82n., 88 Sakuradamon, incidente, 93 salarios, reglamentación de emergen-

cia para la ordenación de los, 169n. samurai (guerrero), 61-63, 67-71, 84-

86, 118-119, 122, 135, 151-152, 171

San Francisco, tratado de paz de, 204 Sanjó Sanetomi, 99 sankin kotai (presencia alternativa),

81, 86-87, 104 Satow, Ernest M., 94, 105 Satsuma, 80, 94-98, 104, 176; guerra

(o rebelión) de, 101-102, 122, 126, 176

Satsuma, clan, 69n. segunda guerra mundial, 52, 57 seguridad marítima, autoridad de,

203 Sei-i Taishógun, véase shogun Sendai, 82 Sessho (regente), 22 servicio militar obligatorio, 101, 104, . 122n. Shenyang (Mukden), 163

Shidehara Kijüro, 198 Shikoku, 80, 98 Shimabara, rebelión de, 82n. Shimazu Nariakira, 106n. Shimizu Ikutaro, 182 Shinkansen («Tren-bala»), 220 shinkoku (tierra divina, o el país do-

tado de poderes sobrenaturales), 58-62, 75-77, 86, 91-92

Shinpüren, rebelión de, 102 Shinran, 63 shintoísmo, 33, 54-60, 64, 84, 102 shogun (el generalísimo de la fuerza

expedicionaria contra los bárbaros), 22, 52, 66-69, 86

Shótoku, véase emperatriz Shótoku Taishi, 19-22, 38-52, 59, 72,

119, 155, 173, 177 Shówa Denkó, 125 Showa, grupo de estudios («Showa

Kenyü-Kai»), 181 Siberia, 190 siberiana, expedición, 190 Silla, 38, 45, 47 Smith, T.C., lOOn. Soga, clan, 37-38, 43-45 Soga Iruka, 46 Soga Umako, 37, 43, 46 Sóka Gakkai, 62n. sonno (reverencia al emperador), 30,

96 Sony, 212 Stephenson, George, 221 Sui, dinastía, 28 Suiko, véase emperatriz Sun Yat-sen, 178, 246, 247n. Suntory, 212 Sushun, véase emperador Suzuki Kantaro, 197

Taiho, código, 50-51 Taika, reforma, 31, 45-50, 56, 64 Taika, régimen, 67-68 Taira, clan, 65 Taira Shigemori, 22

ÍNDICE ALFABÉTICO 256

Taiwan, 79, 129 Takahashi Korekiyo, 194 Takasugi Shinsaku, 104 Tanaka Giichi, 191 Tanaka Kakuei, 234n. T'ang, dinastía, 24, 26, 28, 45-47 taoísmo, 33, 35, 53-60, 242, 246-248 Tawney R. H., 13n. Tenchi, véase emperador Tenmu, véase emperador Tenno (emperador celestial), 3943 ,

48-53, 75, 242 tierra divina, véase shinkoku Toba, 98 tobaku (destruir el bakufu), 30 Tobata Seiichi, 181 Tohoku, región de, 98 Tójó Hideki, 47, 196-197 Tokugawa (o Edo), época, 70 Tokugawa Iemitsu, 60 Tokugawa Ieyasu, 61, 107 Tokugawa Keiki, 102, 106 Tokio, 142n., 236 Tominaga Ken'ichi, 224, 225, 226n.,

227 Tosa, 80 Toyota Motor Company, 212 Toyotomi Hideyoshi, 60-61, 69, 78-

80, 107-109, 191; su edicto de la «caza de espadas», 79, 107

trabajo en las fábricas, ordenanza del, 166

«Tren bala», véase shinkansen Tsingtao, 189 Tsuchiya Takao, 103n. Tumbas, era de las Grandes, 36

Ueda Masaaki, 54n. Ueyama Shunpei, 54n. Umemura Mataji, 142n. «Unión entre la corte y el bakufu»,

doctrina de la, 93-98, 102, 106 Unión Soviética, véase Rusia

valentía (yung), 17, 19 Vasco da Gama, 108 Vietnam del Sur, 204

wa, véase armonía Wakayama, 82 wakon yosai (espíritu japonés y efi-

cacia occidental), 39, 75, 76, 87, 131, 221

Washington, conferencia de, 163 Watanabe Jótaró, 194 Watsuji Tetsuró, 42n., 71n., 86n. Weber, Max, 13, 14, l l ln . , 243 Wen Wang, 56 Wiles, P. J . D., 217n.

Yasuda Zenjiró, 192 Yokohama, 142n. Yoshida Shigeru, 203n. Yoshida Shoin, 90, 102, 106 Yü, 56 Yüan, período (1280-1367), 26n. Yugoslavia, 217n.

zaibatsu, 124-127, 133-135, 159, 164, 173-177, 192, 199-200, 202, 211-212