morgenthau, hans j._ intervenir o no intervenir
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Intervenir o no Intervenir
By Hans J. Morgenthau
De Foreign Affairs En Español, enero 1967
HANS JOACHIM MORGENTHAU (1904-1980). Politólogo estadounidense-alemán.
Llegó a Estados Unidos en 1937. Fue profesor de la Chicago University. Su obra más
importante es (1948) en la que hace hincapié sobre el papel que desempeña el interés
nacional en las relaciones internacionales. Es considerado padre de la teoría del
realismo político.
I
LA INTERVENCIóN es un instrumento antiguo y bien establecido de la política
exterior, como lo son la presión diplomática, las negociaciones y la guerra. Desde los
tiempos de la antigua Grecia hasta hoy algunos estados han cons iderado ventajoso
intervenir en los asuntos de otros en beneficio de sus propios intereses y en contra de la
voluntad de aquéllos. Otros estados, de acuerdo con sus intereses, se han opuesto a esas
intervenciones y han intervenido en beneficio de sus propios intereses.
Fue sólo a partir de la Revolución Francesa de 1789 y el surgimiento de la nación-
estado que se impugnó la legitimidad de la intervención. El Artículo 119 de la
constitución francesa de 1793 declaraba que el pueblo francés "no interfiere en los
asuntos internos de otros países y no tolerará injerencia de otros países en sus asuntos".
Esta declaración presagiaba el comienzo de un periodo de intervenciones de todas las
partes interesadas en la mayor escala posible. Después de siglo y medio, estadistas,
juristas y escritores políticos intentaron en vano formular criterios objetivos que
sirvieran para distinguir entre la intervención legítima y la ilegítima. El principio de no
intervención se incorporó en los libros de texto de derecho internaciona l, y los estadistas
no han dejado de aparentar estar de acuerdo con él. En diciembre de 1965, la Asamblea
General de las Naciones Unidas aprobó una "Declaración sobre la inadmisibilidad de la
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intervención en los asuntos internos de los estados y la protecc ión de su independencia
y soberanía", según la cual "ningún estado tiene derecho a intervenir, directa o
indirectamente, por ninguna razón, en los asuntos internos o externos de cualquier otro
estado..." y "ningún estado organizará, asistirá, fomentará, financiará, incitará o tolerará
actividades subversivas, terroristas o armadas destinadas al derrocamiento violento de
otro estado ni interferirá en la lucha civil en otro estado". Pero de nuevo presenciamos
en todo el mundo actividades que violan todas las reglas establecidas en esta
declaración.
Tanto los compromisos jurídicos contra la intervención como la práctica de la misma
sirven a los propósitos políticos de países determinados. Los primeros sirven para
desacreditar la intervención de la otra parte y para justificar la propia. Por consiguiente,
el principio de no intervención, según se formuló a principios del siglo XIX, buscaba
proteger a las nuevas naciones-estado de la injerencia de las monarquías tradicionales de
Europa. En el instrumento principal de la Santa Alianza, proclamado abiertamente en el
tratado que la establecía, aparecía la intervención. Así, para citar sólo dos ejemplos
entre muchos, Rusia trató de intervenir en España en 1820 e intervino en Hungría en
1848, con el propósito de oponerse a revoluciones liberales. Gran Bretaña objetó estas
intervenciones porque se oponía a la expansión del poder ruso, pero intervino en
nombre del nacionalismo griego y en nombre del conservador de Portugal porque sus
intereses parecían requerirlo.
Lo que hemos presenciado desde el final de la Segunda Guerra Mundial aparece, así,
como la mera continuación de una tradición bien establecida en el siglo XIX. No hay
nada nuevo en la doctrina contemporánea opuesta a la intervención ni en su uso
pragmático en nombre de los intereses de países específicos. Lo que Gran Bretaña y
Rusia hacían en el siglo XIX parecen estar haciéndolo hoy Estados Unidos y la Unión
Soviética. Así, para citar de nuevo dos espectaculares ejemplos entre muchos, la Unión
Soviética intervino en Hungría en 1956, como Rusia lo había hecho en 1848, y Estados
Unidos intervino en Cuba a principios de la década de 1960, como había hecho a
principios de siglo. Pero entre las intervenciones del pasado y del presente existen
diferencias fundamentales. Cinco de esas diferencias han cambiado significativamente
las técnicas de la intervención contemporánea, han reducido de modo drástico la
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importancia jurídica tradicional del consentimiento del estado intervenido y han
afectado en general la paz y el orden del mundo.
Primeramente, el proceso de descolonización, que comenzó después de la Segunda
Guerra Mundial y ya casi se ha completado, ha duplicado con creces el número de
países soberanos. Muchos, si no la mayoría, de estos países nuevos no son entidades
políticas, militares y económicas viables; carecen de algunos, cuando no de todos, los
prerrequisitos para convertirse en naciones independientes. Sus gobiernos requieren
apoyo exterior periódico. Así, Francia subvenciona a sus antiguas colonias de África;
todas los principales países industriales brindan ayuda económica y financiera a los
nuevos, y Estados Unidos, la Unión Soviética y China lo hacen en forma competitiva.
Lo que convierte esta ayuda en palanca para la intervención es el hecho de que en la
mayoría de los casos ésta no constituye una simple ventaja que el país nuevo pueda
aceptar o rechazar, sino una condición para su supervivencia. La economía india, por
ejemplo, se desplomaría sin ayuda externa y, en consecuencia, el estado indio
probablemente se desintegraría. Grandes masas de egipcios morirían de hambre sin
suministros de alimentos del exterior. Lo que es cierto en cuanto a estas dos naciones
antiguas y relativamente desarrolladas es por supuesto válido para la mayoría de los
países nuevos, que son naciones dentro de sus respectivas fronteras sólo en virtud de
accidentes de la política colonial: el proveedor de ayuda exterior tiene poder de vida o
muerte sobre ellos. Sí una nación extranjera proporciona ayuda, interviene; si no
proporciona ayuda, también interviene. En la medida en que el gobierno debe depender
de la ayuda exterior para su supervivencia y la de su país, está expuesto inevitablemente
a presiones políticas del gobierno proveedor. Muchos de los gobiernos receptores han
podido reducir al mínimo e incluso neutralizar estas presiones políticas manteniendo
abiertas otras fuentes de ayuda exterior y enfrentando entre sí a los países proveedores.
Algunos países, como Egipto, han convertido esta técnica en un magnífico arte y de
resultados muy positivos.
En segundo lugar, por ser una era revolucionaria, nuestra era se parece al periodo
histórico posterior a las guerras napoleónicas, cuando florecían la teoría de la no
intervención y la práctica de la intervención. Muchas naciones, viejas y nuevas, están
amenazadas por la revolución o en cualquier momento se encuentran en medio de ella.
Una revolución triunfadora suele augurar una orientación nueva en la política exterior
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del país, como sucedió en el Congo, Cuba e Indonesia. Así, las grandes potencias,
esperando ganancias o temiendo desventajas como resultado de la revolución, se sienten
inducidas a intervenir del lado de la fracción que las favorece. Esto es así, sobre todo,
cuando la revolución está comprometida con una posición comunista o anticomunista.
Así, China ha intervenido casi indiscriminadamente en todo el mundo a favor de los
movimientos subversivos, muy a la manera en que el gobierno bolchevique, guiado por
Lenin y Trotski, intentó promover la revolución mundial. En muchos países, Estados
Unidos y la Unión Soviética se oponen subrepticiamente entre sí con gobiernos y
movimientos políticos como intermediarios. Es en este punto que entra en juego el
tercer factor nuevo.
De todos los cambios revolucionarios que se han producido en la política mundial desde
finales de la Segunda Guerra Mundial, ninguno ha ejercido mayor influencia sobre la
conducción de la política exterior que el reconocimiento por las dos superpotencias,
poseedoras de un gran arsenal de armas nucleares, de que una confrontación entre ellas
supondría riesgos inaceptables, pues podría llevar a su destrucción mutua. Ambas han
reconocido que una guerra nuclear entre sí sería un absurdo suicida, por lo que han
decidido evitar un enfrentamiento directo. Éste es el verdadero significado político y
militar de la consigna de "coexistencia pacífica".
En lugar de enfrentarse de modo abierto y directo, Estados Unidos y la Unión Soviética
han decidido oponerse y competir entre sí de modo subrepticio, mediante terceros. La
debilidad interna de la mayoría de los países nuevos que requieren apoyo exterior y la
situación revolucionaria existente en muchos de ellos da a las grandes potencias la
oportunidad de hacerlo. Por lo tanto, aparte de competir por influir en un gobierno
determinado en las formas tradicionales, Estados Unidos y la Unión Soviética han
interpolado su poder en los conflictos internos de las naciones débiles, apoyando al
gobierno o a la oposición, según sea el caso. Mientras se podría pensar que en el terreno
ideológico Estados Unidos intervendría siempre a favor del gobierno y la Unión
Soviética apoyaría a la oposición, es una característica de la interacción entre la
ideología y la política del poder, tema al que pasaremos en un momento, que esto no ha
sido siempre así. De este modo, la Unión Soviética intervino en Hungría en 1956 del
lado del gobierno y Estados Unidos ha estado interviniendo en Cuba del lado de la
oposición. La consigna soviética de respaldar las "guerras de liberación nacional" es, en
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realidad, una justificación ideológica para brindar apoyo al lado que interese a la Unión
Soviética en una guerra civil. En el Congo, Estados Unidos y la Unión Soviética han
cambiado su apoyo del gobierno a la oposición y viceversa, según las vicisitudes de una
sucesión de guerras civiles.
Mientras las intervenciones contemporáneas que sirven a los intereses del poder
nacional han sido algunas veces enmascaradas por ideologías comunistas o
anticomunistas, estas ideologías han sido una fuerza motivadora independiente. Éste es
el cuarto factor que debemos tener en cuenta. Estados Unidos y la Unión Soviética se
enfrentan hoy no sólo como dos grandes potencias que compiten por ventajas en formas
tradicionales. También se enfrentan como manantiales de dos ideologías, sistemas de
gobierno y formas de vida hostiles e incompatibles, cada uno tratando de ampliar el
alcance de sus instituciones políticas y valores respectivos, y de evitar la expansión del
otro. Por lo tanto, la Guerra Fría no sólo ha sido un conflicto entre dos potencias
mundiales, sino una competencia entre dos religiones laicas. Y como ocurría en las
guerras religiosas del siglo XVII, la guerra entre el comunismo y la democracia no
respeta fronteras nacionales. Encuentra enemigos y aliados en todos los países, que se
oponen a uno y apoyan al otro independientemente de las sutilezas del derecho
internacional. Ésta es la fuerza dinámica que ha llevado a las dos superpotencias a
intervenir en todo el mundo, a veces en forma subrepticia, a veces abiertamente, en
ocasiones con métodos aceptados de presión diplomática y propaganda, en ocasiones
con instrumentos mal vistos de subversión encubierta y uso abierto de la fuerza.
Estos cuatro factores que favorecen la intervención en nuestros tiempos se ven
contrarrestados por un quinto, que en cierto sentido compensa la debilidad de las
naciones intervenidas. Al librarse recientemente del estado colonial o estar luchando por
salir de uno semicolonial, estas naciones reaccionan a su dependencia del apoyo exterior
con resistencia fiera a la amenaza del "neocolonialismo". Ya que no pueden existir sin
el apoyo de las naciones más fuertes, se niegan a cambiar su recién ganada
independencia por una nueva dependencia. De ahí su reacción ambivalente ante la
intervención extranjera. La necesitan y les ofende. Esta ambivalencia los obliga a
escoger entre varios cursos de acción distintos. Pueden buscar apoyo de muchas fuentes
externas, anulando así la dependencia de una con la dependencia de otra. Pueden
alternar entre distintas fuentes de apoyo, descansando una vez en una y otra vez en otra.
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Por último, pueden escoger entre la dependencia completa y la independencia completa,
ya sea haciéndose clientes de una de las potencias principales o bien renunciando por
completo al apoyo del exterior.
Esta ambivalencia de las naciones débiles impone nuevas técnicas a las
intervencionistas. La intervención debe ser brutalmente directa para superar la
resistencia o subrepticia para ser aceptable, o una combinación de ambos extremos. Así,
Estados Unidos intervino en Cuba en 1961 mediante una fuerza de refugiados, y la
Unión Soviética intervino en Hungría en 1956 al nombrar un gobierno que solicitó la
intervención.
II
¿QUé SE DEDUCE de esta índole de intervención en nuestros tiempos para las políticas
exteriores de Estados Unidos? Es posible extraer cuatro conclusiones básicas: la
inutilidad de la búsqueda de principios abstractos, el error de la intervención
anticomunista de por sí, el carácter contraproducente de la intervención
antirrevolucionaria de por sí y la necesidad de la prudencia.
Primeramente, es inútil buscar un principio abstracto que nos permita distinguir en un
caso concreto entre la intervención legítima y la ilegítima. Esto era así incluso en el
siglo XIX, cuando solía considerarse legítima la intervención para fines de expansión
colonial y cuando los protagonistas activos en la escena política eran naciones-estado
relativamente independientes, que no sólo no necesitaban la intervención, sino que en
realidad se oponían a ella como amenaza a s u propia existencia. De haber sido así,
resulta lógico que en una era en que amplios segmentos de continentes enteros deben
escoger entre la anarquía y la intervención, ésta no pueda limitarse mediante principios
abstractos, y menos aún proscrita eficiente mente por una resolución de las Naciones
Unidas.
Supongamos que la nación A interviene en nombre del gobierno de la nación B
brindando ayuda militar, económica y técnica a petición de esta última, y que el
gobierno de B se haga tan totalmente dependiente de A, que actúa como satélite suyo.
Supongamos, además, que la oposición local se dirija al país C en busca de apoyo
contra agentes de un opresor extranjero y que C responde al llamado. ¿Cuál de estas
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intervenciones es legítima? El país A dirá, por supuesto, que la suya y no la de C, y
viceversa, y las ideologías de ambas partes se mantendrán ocupadas justificando a una y
condenando a la otra. Este boxeo ideológico con la propia sombra no puede afectar la
incidencia de las intervenciones. Todas las naciones seguirán guiadas en sus decisiones
de intervenir y en su elección de los medios de intervención por lo que consideran son
sus intereses nacionales respectivos. Existe, sin duda, una necesidad apremiante de que
los gobiernos de las grandes potencias acaten ciertas reglas de acuerdo con las cuales se
desarrolle el juego de la intervención. Pero estas reglas deben deducirse no de principios
abstractos incapaces de controlar las acciones de los gobiernos, sino de los intereses de
las naciones de que se trate, y de su práctica de la política exterior, reflejo de esos
intereses.
El no comprender esta distinción entre principios abstractos e intereses nacionales como
guía para una política de intervención fue en buena medida responsable del fracaso de
Bahía de Cochinos en 1961. Estados Unidos había resuelto intervenir en beneficio de
sus intereses, pero también había resuelto intervenir de tal forma que no violara
abiertamente el principio de no intervención. Ambas resoluciones eran legítimas en
función de los intereses estadounidenses. Estados Unidos tenía interés en eliminar el
poderío político y militar de la Unión Soviética, que utilizaba a Cuba como base desde
la cual amenazar los intereses de seguridad de Estados Unidos en el Hemisferio
Occidental. Asimismo, tenía interés en evitar todo lo que pudiera poner en peligro su
prestigio ante las naciones nuevas y las emergentes. Estados Unidos falló al no asignar
prioridades a estos dos intereses. A fin de reducir a un mínimo la pérdida de prestigio,
puso en peligro e l éxito de la intervención. En lugar de utilizar la preocupación por el
prestigio como un dato entre otros de la ecuación política –es decir, como un interés
entre otros tantos– se sometió a él como si se tratara de un principio abstracto que
impusiera límites absolutos a las acciones necesarias para alcanzar los resultados que
procuraban. En consecuencia, Estados Unidos se equivocó en tres sentidos. La
intervención no tuvo éxito; en el intento, sufrimos el menoscabo temporal de nuestra
reputación entre las naciones nuevas y las emergentes y perdimos mucho prestigio
como una gran nación capaz de usar su poder con buenos resultados en beneficio de sus
intereses.
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De haber enfocado de modo racional el problema de intervenir en Cuba, Estados Unidos
se habría preguntado qué era lo más importante, si lograr el éxito de la intervención o
evitar la pérdida temporal de prestigio entre las naciones nuevas y las emergentes. De
haberse decidido por la última posibilidad, se habría abstenido por completo de
intervenir; de haber escogido la primera, habría adoptado todas las medidas necesarias
para hacer de la intervención un éxito, independientemente de la reacción desfavorable
del resto del mundo. En lugar de ello, buscó lo mejor de los dos mundos y obtuvo lo
peor.
La intervención de la Unión Soviética en Hungría en 1956 resulta instructiva en este
sentido. La Unión Soviética puso el éxito de la intervención por encima de todas las
demás consideraciones y logró sus objetivos. En consecuencia, su prestigio en el mundo
sufrió drásticamente. Pero Hungría es hoy un estado comunista dentro de la órbita de la
Unión Soviética, y el prestigio soviético se recuperó con rapidez del daño que sufrió en
1956.
Las intervenciones estadounidenses en Cuba, República Dominicana y Vietnam, así
como otras menos espectaculares, se han justificado como reacciones a la intervención
comunista. Este argumento se deriva del supuesto de que en cualquier parte del mundo
el comunismo no es sólo moralmente inaceptable y filosóficamente hostil a Estados
Unidos, sino también perjudicial para los intereses nacionales estadounidenses y, por
tanto, debe rechazarse en el ámbito político, tanto como en el moral y filosófico. Para
los fines de este análisis, supondré que, de hecho, la intervención comunista precedió
realmente a la nuestra en todos estos casos y formularé la pregunta de si nuestros
intereses nacionales requerían nuestra contraintervención.
La respuesta a esta pregunta, hace diez o veinte años, habría sido afirmativa sin examen
ulterior, porque en aquel momento el comunismo en cualquier parte del mundo era una
mera extensión del poder soviético, controlado y usado para los fines de ese poder.
Como teníamos el compromiso de contener a la Unión Soviética, también lo teníamos
de contener el comunismo en cualquier parte del mundo. Sin embargo, hoy estamos
enfrentados no con un bloque comunista monolítico controlado y usado por la Unión
Soviética, sino con una diversidad de comunismos cuyas relaciones con la Unión
Soviética y China cambian de país en país y de tiempo en tiempo, y cuya importancia
para los intereses de Estados Unidos exige examen empírico en cada caso concreto. El
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comunismo se ha hecho policéntrico, es decir, cada gobierno y movimiento comunista,
en mayor o menor medida, procura sus propios intereses nacionales dentro del marco
común de la ideología y las instituciones comunistas. La influencia que la lucha por
esos intereses tenga en los intereses de Estados Unidos debe determinarse en función no
de la ideología comunista, sino de la compatibilidad de esos intereses con los intereses
de Estados Unidos.
Si sometemos nuestras intervenciones en Cuba, República Dominicana y Vietnam a esta
prueba empírica, se ve claramente lo inadecuada que resulta la sencilla consigna de
"detener el comunismo" como base de nuestras intervenciones. Aunque esta consigna es
popular dentro del país y plantea exigencias mínimas al juicio analítico, inspira políticas
que hacen demasiado o demasiado poco para oponerse al comunismo, y que no pueden
brindar patrones para una política que mida el grado de su oposición según el grado de
amenaza comunista. Así, por un lado, como parte del acuerdo de la crisis de los misiles
de 1962, nos prometimos a nosotros mismos no intervenir en Cuba, que es hoy un
puesto de avanzada de la Unión Soviética y el manantial de subversión e intervención
militar en el Hemisferio Occidental y que, por lo tanto, afecta directamente los intereses
de Estados Unidos. Por otro lado, intervinimos masivamente en Vietnam, incluso
corriendo el riesgo de una gran guerra, aunque la amenaza comunista a los intereses
estadounidenses en Vietnam es a lo sumo remota y, en todo caso, infinitamente más
remota que la amenaza comunista que emane de Cuba.
En lo que respecta a la intervención en la República Dominicana, aun si tomamos al pie
de la letra la valoración oficial de que la revolución de abril de 1965 era controlada por
los comunistas cubanos, parece incongruente que hayamos intervenido masivamente en
ese país, cuya revolución era, de acuerdo con la valoración que hizo nuestro gobierno de
los hechos, un mero síntoma del mal, mientras que el mal en sí –es decir, el comunismo
cubano– estaba exento de una intervención eficaz.
Este tipo de intervención contra el comunismo en sí tiende a confundirse naturalmente
con la intervención contra la revolución en sí. Así, tendemos a intervenir contra todos
los movimientos revolucionarios radicales porque tememos que los comunistas tomen el
mando y, a la inversa, tendemos a intervenir en nombre de todos los gobiernos y
movimientos que se oponen a la revolución radical, porque también se oponen al
comunismo. Una política de intervención tal es poco sólida desde el punto de vista
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intelectual por las causas que mencionamos en nuestro análisis del comunismo
contemporáneo; es también probable que fracase en la práctica.
Muchas naciones de Asia, África y América Latina se encuentran hoy en una etapa
prerrevolucionaria y es probable que en un momento dado estalle una verdadera
revolución en cualquiera de esas naciones. Puede que los movimientos revolucionarios
que salgan entonces a la palestra tengan, en mayor o menor grado, un componente
comunista, es decir, que corran el riesgo de ser absorbidos por el comunismo. Nada más
sencillo, tanto en función del esfuerzo intelectual como, al menos inicialmente, de la
ejecución práctica, que derivar todas estas revoluciones de una fuente común de
conspiración, equiparar todos los movimientos revolucionarios con el comunismo
mundial y oponernos a ellos con fervor indiscriminado como si fueran unif ormemente
hostiles a nuestros intereses. Estados Unidos se vería entonces obligado a intervenir
contra revoluciones en todo el mundo a causa de la amenaza siempre presente de una
toma del poder por los comunistas y se transformaría de por sí, a pesar de sus mejores
intenciones y discernimiento, en un poder antirrevolucionario.
Una política de intervención tal podría alcanzar sus objetivos si sólo tuviera que hacer
frente a movimientos revolucionarios aislados que pudieran silenciarse por la fuerza de
las armas. Pero esto no se logrará, ya que encara situaciones revolucionarias en todo el
mundo, porque ni siquiera el país más poderoso desde el punto de vista militar tiene
suficientes recursos utilizables para enfrentar al mismo tiempo varias revoluciones
violentas. Una política tal de intervención indiscriminada contra la revolución está
condenada al fracaso no sólo con respecto a la revolución específica a la cual se aplica,
sino también en función de su propio anticomunismo indiscriminado, porque la propia
lógica que nos haría aparecer como una potencia intrínsicamente antirrevolucionaria
otorgaría al comunismo el respaldo de la revolución en todas partes. Así, la intervención
anticomunista alcanza lo que pretende evitar: la explotación de las revoluciones de estos
tiempos por el comunismo.
En verdad, la alternativa que se nos plantea no es entre el y la revolución, ni siquiera
entre la revolución comunista y la no comunista, sino entre una revolución hostil a los
intereses de Estados Unidos y una revolución que no sea hostil a estos intereses. Lejos
de intervenir contra la revolución en sí, Estados Unidos debe, por tanto, intervenir en
competencia con los principales instigadores de la revolución – la Unión Soviética,
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China comunista y Cuba– en nombre de la revolución. Esta intervención debe contribuir
a dos propósitos: primero, proteger la revolución de la toma del poder por los
comunistas y, segundo, si fracasamos en ello, evitar que una revolución comunista tal se
vuelva contra los intereses de Estados Unidos. Una política de este tipo, que sustituya el
patrón del interés nacional estadounidense por el del anticomunismo, evidentemente
constituiría un cambio completo con relación a las posiciones que hemos adoptado en
los últimos años y de las que son excelentes ejemplos recientes las intervenciones en
Vietnam y la República Dominicana.
Si este análisis de nuestra política de intervención es correcto, hemos intervenido no con
sensatez, sino demasiado bien. Nuestra política de intervención ha estado bajo el
hechizo ideológico de nuestra oposición al comunismo y a revoluciones que pudieran
estar regidas por comunistas. Pero aunque esta orientación ideológica haya seguido
determinando nuestra política de intervención, la Unión Soviética ha seguido
alardeando de dientes para afuera de su apoyo a las "guerras de liberación nacional",
pero en la práctica las ha relegado a un plano secundario en su lucha por el mundo. Este
ablandamiento de la posición ideológica soviética se ha convertido en uno de los puntos
de contención entre la Unión Soviética y China. En una declaración del 14 de junio de
1963, el Partido Comunista Chino afirmó que "la causa de la revolución proletaria
internacional en su totalidad depende del resultado de las luchas revolucionarias" en las
"vastas regiones de Asia, África y América Latina", convertidas hoy en "centros de
tormenta de la revolución mundial que asestan golpes directos al imperialismo". En su
respuesta del 14 de julio del mismo año, los dirigentes soviéticos se opusieron a la
"‘nueva teoría’ según la cual la fuerza decisiva en la lucha contra el imperialismo... no
es el sistema mundial del socialismo, ni la lucha de la clase obrera internacional, sino...
el movimiento de liberación nacional". La práctica reciente de moderación en el
fomento y apoyo de la revolución por parte de la Unión Soviética se ajusta a esta
posición teórica. Por supuesto, este "revisionismo" ideológico no ha evitado que la
Unión Soviética intervenga, como en Siria y Somalia, cuando su interés nacional
pareció hacer necesaria la intervención.
Un factor que no puede haber dejado de influir para que la Unión Soviética moderara su
compromiso ideológico con la intervención ha sido el fracaso relativo de la intervención
ideológica. Estados Unidos, China y Cuba comparten con la Unión Soviética la
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experiencia de este fracaso. Las naciones nuevas y las emergentes han estado ansiosas
por cosechar los beneficios de la intervención pero, de la misma manera, no atarse por
hilos ideológicos al país interventor. Luego de grandes esfuerzos, gastar considerables
recursos y correr graves riesgos, los participantes en esta competencia ideológica
mundial están aproximadamente en el mismo punto en que comenzaron: si se mide en
relación con sus expectativas y ambiciones, la tercera parte del mundo, que no está
comprometida, sigue siendo, en general, tierra de nadie desde el punto de vista
ideológico.
Para Estados Unidos esta experiencia fallida es especialmente dolorosa y debe ser muy
instructiva, porque hemos intervenido en los asuntos polít icos, militares y económicos
de otros países a un costo de mucho más de 100,000 millones de dólares, y en estos
momentos participamos en una guerra costosa y llena de riesgos con la intención de
crear una nación en Vietnam del Sur. Sólo los enemigos de Estados Unidos pondrán en
tela de juicio la generosidad de estos esfuerzos sin paralelo en la historia. Pero, ¿han
sido prudentes? ¿Los compromisos realizados y los riesgos corridos han sido
compensados por los resultados que cabría esperar y los que en realidad se alcanzaron?
La respuesta debe ser negativa. Nuestra ayuda económica ha logrado apoyar economías
que ya estaban en proceso de desarrollo, pero ha sido en gran medida ineficaz para crear
desarrollo económico donde éste no existía, sobre todo porque faltaban los requisitos
morales y racionales previos para este desarrollo. Aprendiendo de este fracaso, hemos
establecido el principio teórico de concentrar la ayuda sobre las pocas naciones que
pueden usarla en vez de dársela a los muchos que la necesitan. Aunque este principio de
selectividad es sólido en teoría, su aplicación práctica consecuente se ha visto frustrada
por duras realidades políticas y militares que pueden requerir ayuda económica que no
se justifica económicamente, así como por consideraciones políticas y militares
derivadas de las preocupaciones ideológicas que ya examinamos.
El principio de selectividad debe extenderse también a la esfera política y militar.
Hemos llegado a sobrevalorar en demasía lo que una nación puede hacer por otra al
intervenir en sus asuntos... incluso sin su consentimiento. Esta sobrevaloración de
nuestro poder de intervenir constituye un corolario de nuestro compromiso ideológico,
que por su propia naturaleza no tiene límite. Comprometidos a intervenir contra la
agresión y la subversión comunistas en todas partes, hemos llegado a suponer que
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tenemos el poder para hacerlo con buenos resultados. Pero en verdad, tanto la necesidad
de intervención como las posibilidades de intervención exitosa son mucho más
limitadas de lo que se nos ha hecho creer. Debemos intervenir cuando nuestro interés
nacional lo requiera y cuando nuestro poder nos dé la posibilidad de lograr el éxito. Lo
que escojamos en estas ocasiones dependerá no de compromisos ideológicos
arrolladores ni de la confianza ciega en el poderío estadounidense, sino de un cálculo
cuidadoso de los intereses y del poderío disponible. Si Estados Unidos aplica esta
norma, intervendrá menos y logrará más.¶
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