morgenthau, hans j._ intervenir o no intervenir

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1 Intervenir o no Intervenir By Hans J. Morgenthau De Foreign Affairs En Español, enero 1967 HANS JOACHIM MORGENTHAU (1904-1980). Politólogo estadounidense-alemán. Llegó a Estados Unidos en 1937. Fue profesor de la Chicago University. Su obra más importante es (1948) en la que hace hincapié sobre el papel que desempeña el interés nacional en las relaciones internacionales. Es considerado padre de la teoría del realismo político. I LA INTERVENCIóN es un instrumento antiguo y bien establecido de la política exterior, como lo son la presión diplomática, las negociaciones y la guerra. Desde los tiempos de la antigua Grecia hasta hoy algunos estados han cons iderado ventajoso intervenir en los asuntos de otros en beneficio de sus propios intereses y en contra de la voluntad de aquéllos. Otros estados, de acuerdo con sus intereses, se han opuesto a esas intervenciones y han intervenido en beneficio de sus propios intereses. Fue sólo a partir de la Revolución Francesa de 1789 y el surgimiento de la nación- estado que se impugnó la legitimidad de la intervención. El Artículo 119 de la constitución francesa de 1793 declaraba que el pueblo francés "no interfiere en los asuntos internos de otros países y no tolerará injerencia de otros países en sus asuntos". Esta declaración presagiaba el comienzo de un periodo de intervenciones de todas las partes interesadas en la mayor escala posible. Después de siglo y medio, estadistas, juristas y escritores políticos intentaron en vano formular criterios objetivos que sirvieran para distinguir entre la intervención legítima y la ilegítima. El principio de no intervención se incorporó en los libros de texto de derecho internaciona l, y los estadistas no han dejado de aparentar estar de acuerdo con él. En diciembre de 1965, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una "Declaración sobre la inadmisibilidad de la

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Intervenir o no Intervenir

By Hans J. Morgenthau

De Foreign Affairs En Español, enero 1967

HANS JOACHIM MORGENTHAU (1904-1980). Politólogo estadounidense-alemán.

Llegó a Estados Unidos en 1937. Fue profesor de la Chicago University. Su obra más

importante es (1948) en la que hace hincapié sobre el papel que desempeña el interés

nacional en las relaciones internacionales. Es considerado padre de la teoría del

realismo político.

I

LA INTERVENCIóN es un instrumento antiguo y bien establecido de la política

exterior, como lo son la presión diplomática, las negociaciones y la guerra. Desde los

tiempos de la antigua Grecia hasta hoy algunos estados han cons iderado ventajoso

intervenir en los asuntos de otros en beneficio de sus propios intereses y en contra de la

voluntad de aquéllos. Otros estados, de acuerdo con sus intereses, se han opuesto a esas

intervenciones y han intervenido en beneficio de sus propios intereses.

Fue sólo a partir de la Revolución Francesa de 1789 y el surgimiento de la nación-

estado que se impugnó la legitimidad de la intervención. El Artículo 119 de la

constitución francesa de 1793 declaraba que el pueblo francés "no interfiere en los

asuntos internos de otros países y no tolerará injerencia de otros países en sus asuntos".

Esta declaración presagiaba el comienzo de un periodo de intervenciones de todas las

partes interesadas en la mayor escala posible. Después de siglo y medio, estadistas,

juristas y escritores políticos intentaron en vano formular criterios objetivos que

sirvieran para distinguir entre la intervención legítima y la ilegítima. El principio de no

intervención se incorporó en los libros de texto de derecho internaciona l, y los estadistas

no han dejado de aparentar estar de acuerdo con él. En diciembre de 1965, la Asamblea

General de las Naciones Unidas aprobó una "Declaración sobre la inadmisibilidad de la

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intervención en los asuntos internos de los estados y la protecc ión de su independencia

y soberanía", según la cual "ningún estado tiene derecho a intervenir, directa o

indirectamente, por ninguna razón, en los asuntos internos o externos de cualquier otro

estado..." y "ningún estado organizará, asistirá, fomentará, financiará, incitará o tolerará

actividades subversivas, terroristas o armadas destinadas al derrocamiento violento de

otro estado ni interferirá en la lucha civil en otro estado". Pero de nuevo presenciamos

en todo el mundo actividades que violan todas las reglas establecidas en esta

declaración.

Tanto los compromisos jurídicos contra la intervención como la práctica de la misma

sirven a los propósitos políticos de países determinados. Los primeros sirven para

desacreditar la intervención de la otra parte y para justificar la propia. Por consiguiente,

el principio de no intervención, según se formuló a principios del siglo XIX, buscaba

proteger a las nuevas naciones-estado de la injerencia de las monarquías tradicionales de

Europa. En el instrumento principal de la Santa Alianza, proclamado abiertamente en el

tratado que la establecía, aparecía la intervención. Así, para citar sólo dos ejemplos

entre muchos, Rusia trató de intervenir en España en 1820 e intervino en Hungría en

1848, con el propósito de oponerse a revoluciones liberales. Gran Bretaña objetó estas

intervenciones porque se oponía a la expansión del poder ruso, pero intervino en

nombre del nacionalismo griego y en nombre del conservador de Portugal porque sus

intereses parecían requerirlo.

Lo que hemos presenciado desde el final de la Segunda Guerra Mundial aparece, así,

como la mera continuación de una tradición bien establecida en el siglo XIX. No hay

nada nuevo en la doctrina contemporánea opuesta a la intervención ni en su uso

pragmático en nombre de los intereses de países específicos. Lo que Gran Bretaña y

Rusia hacían en el siglo XIX parecen estar haciéndolo hoy Estados Unidos y la Unión

Soviética. Así, para citar de nuevo dos espectaculares ejemplos entre muchos, la Unión

Soviética intervino en Hungría en 1956, como Rusia lo había hecho en 1848, y Estados

Unidos intervino en Cuba a principios de la década de 1960, como había hecho a

principios de siglo. Pero entre las intervenciones del pasado y del presente existen

diferencias fundamentales. Cinco de esas diferencias han cambiado significativamente

las técnicas de la intervención contemporánea, han reducido de modo drástico la

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importancia jurídica tradicional del consentimiento del estado intervenido y han

afectado en general la paz y el orden del mundo.

Primeramente, el proceso de descolonización, que comenzó después de la Segunda

Guerra Mundial y ya casi se ha completado, ha duplicado con creces el número de

países soberanos. Muchos, si no la mayoría, de estos países nuevos no son entidades

políticas, militares y económicas viables; carecen de algunos, cuando no de todos, los

prerrequisitos para convertirse en naciones independientes. Sus gobiernos requieren

apoyo exterior periódico. Así, Francia subvenciona a sus antiguas colonias de África;

todas los principales países industriales brindan ayuda económica y financiera a los

nuevos, y Estados Unidos, la Unión Soviética y China lo hacen en forma competitiva.

Lo que convierte esta ayuda en palanca para la intervención es el hecho de que en la

mayoría de los casos ésta no constituye una simple ventaja que el país nuevo pueda

aceptar o rechazar, sino una condición para su supervivencia. La economía india, por

ejemplo, se desplomaría sin ayuda externa y, en consecuencia, el estado indio

probablemente se desintegraría. Grandes masas de egipcios morirían de hambre sin

suministros de alimentos del exterior. Lo que es cierto en cuanto a estas dos naciones

antiguas y relativamente desarrolladas es por supuesto válido para la mayoría de los

países nuevos, que son naciones dentro de sus respectivas fronteras sólo en virtud de

accidentes de la política colonial: el proveedor de ayuda exterior tiene poder de vida o

muerte sobre ellos. Sí una nación extranjera proporciona ayuda, interviene; si no

proporciona ayuda, también interviene. En la medida en que el gobierno debe depender

de la ayuda exterior para su supervivencia y la de su país, está expuesto inevitablemente

a presiones políticas del gobierno proveedor. Muchos de los gobiernos receptores han

podido reducir al mínimo e incluso neutralizar estas presiones políticas manteniendo

abiertas otras fuentes de ayuda exterior y enfrentando entre sí a los países proveedores.

Algunos países, como Egipto, han convertido esta técnica en un magnífico arte y de

resultados muy positivos.

En segundo lugar, por ser una era revolucionaria, nuestra era se parece al periodo

histórico posterior a las guerras napoleónicas, cuando florecían la teoría de la no

intervención y la práctica de la intervención. Muchas naciones, viejas y nuevas, están

amenazadas por la revolución o en cualquier momento se encuentran en medio de ella.

Una revolución triunfadora suele augurar una orientación nueva en la política exterior

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del país, como sucedió en el Congo, Cuba e Indonesia. Así, las grandes potencias,

esperando ganancias o temiendo desventajas como resultado de la revolución, se sienten

inducidas a intervenir del lado de la fracción que las favorece. Esto es así, sobre todo,

cuando la revolución está comprometida con una posición comunista o anticomunista.

Así, China ha intervenido casi indiscriminadamente en todo el mundo a favor de los

movimientos subversivos, muy a la manera en que el gobierno bolchevique, guiado por

Lenin y Trotski, intentó promover la revolución mundial. En muchos países, Estados

Unidos y la Unión Soviética se oponen subrepticiamente entre sí con gobiernos y

movimientos políticos como intermediarios. Es en este punto que entra en juego el

tercer factor nuevo.

De todos los cambios revolucionarios que se han producido en la política mundial desde

finales de la Segunda Guerra Mundial, ninguno ha ejercido mayor influencia sobre la

conducción de la política exterior que el reconocimiento por las dos superpotencias,

poseedoras de un gran arsenal de armas nucleares, de que una confrontación entre ellas

supondría riesgos inaceptables, pues podría llevar a su destrucción mutua. Ambas han

reconocido que una guerra nuclear entre sí sería un absurdo suicida, por lo que han

decidido evitar un enfrentamiento directo. Éste es el verdadero significado político y

militar de la consigna de "coexistencia pacífica".

En lugar de enfrentarse de modo abierto y directo, Estados Unidos y la Unión Soviética

han decidido oponerse y competir entre sí de modo subrepticio, mediante terceros. La

debilidad interna de la mayoría de los países nuevos que requieren apoyo exterior y la

situación revolucionaria existente en muchos de ellos da a las grandes potencias la

oportunidad de hacerlo. Por lo tanto, aparte de competir por influir en un gobierno

determinado en las formas tradicionales, Estados Unidos y la Unión Soviética han

interpolado su poder en los conflictos internos de las naciones débiles, apoyando al

gobierno o a la oposición, según sea el caso. Mientras se podría pensar que en el terreno

ideológico Estados Unidos intervendría siempre a favor del gobierno y la Unión

Soviética apoyaría a la oposición, es una característica de la interacción entre la

ideología y la política del poder, tema al que pasaremos en un momento, que esto no ha

sido siempre así. De este modo, la Unión Soviética intervino en Hungría en 1956 del

lado del gobierno y Estados Unidos ha estado interviniendo en Cuba del lado de la

oposición. La consigna soviética de respaldar las "guerras de liberación nacional" es, en

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realidad, una justificación ideológica para brindar apoyo al lado que interese a la Unión

Soviética en una guerra civil. En el Congo, Estados Unidos y la Unión Soviética han

cambiado su apoyo del gobierno a la oposición y viceversa, según las vicisitudes de una

sucesión de guerras civiles.

Mientras las intervenciones contemporáneas que sirven a los intereses del poder

nacional han sido algunas veces enmascaradas por ideologías comunistas o

anticomunistas, estas ideologías han sido una fuerza motivadora independiente. Éste es

el cuarto factor que debemos tener en cuenta. Estados Unidos y la Unión Soviética se

enfrentan hoy no sólo como dos grandes potencias que compiten por ventajas en formas

tradicionales. También se enfrentan como manantiales de dos ideologías, sistemas de

gobierno y formas de vida hostiles e incompatibles, cada uno tratando de ampliar el

alcance de sus instituciones políticas y valores respectivos, y de evitar la expansión del

otro. Por lo tanto, la Guerra Fría no sólo ha sido un conflicto entre dos potencias

mundiales, sino una competencia entre dos religiones laicas. Y como ocurría en las

guerras religiosas del siglo XVII, la guerra entre el comunismo y la democracia no

respeta fronteras nacionales. Encuentra enemigos y aliados en todos los países, que se

oponen a uno y apoyan al otro independientemente de las sutilezas del derecho

internacional. Ésta es la fuerza dinámica que ha llevado a las dos superpotencias a

intervenir en todo el mundo, a veces en forma subrepticia, a veces abiertamente, en

ocasiones con métodos aceptados de presión diplomática y propaganda, en ocasiones

con instrumentos mal vistos de subversión encubierta y uso abierto de la fuerza.

Estos cuatro factores que favorecen la intervención en nuestros tiempos se ven

contrarrestados por un quinto, que en cierto sentido compensa la debilidad de las

naciones intervenidas. Al librarse recientemente del estado colonial o estar luchando por

salir de uno semicolonial, estas naciones reaccionan a su dependencia del apoyo exterior

con resistencia fiera a la amenaza del "neocolonialismo". Ya que no pueden existir sin

el apoyo de las naciones más fuertes, se niegan a cambiar su recién ganada

independencia por una nueva dependencia. De ahí su reacción ambivalente ante la

intervención extranjera. La necesitan y les ofende. Esta ambivalencia los obliga a

escoger entre varios cursos de acción distintos. Pueden buscar apoyo de muchas fuentes

externas, anulando así la dependencia de una con la dependencia de otra. Pueden

alternar entre distintas fuentes de apoyo, descansando una vez en una y otra vez en otra.

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Por último, pueden escoger entre la dependencia completa y la independencia completa,

ya sea haciéndose clientes de una de las potencias principales o bien renunciando por

completo al apoyo del exterior.

Esta ambivalencia de las naciones débiles impone nuevas técnicas a las

intervencionistas. La intervención debe ser brutalmente directa para superar la

resistencia o subrepticia para ser aceptable, o una combinación de ambos extremos. Así,

Estados Unidos intervino en Cuba en 1961 mediante una fuerza de refugiados, y la

Unión Soviética intervino en Hungría en 1956 al nombrar un gobierno que solicitó la

intervención.

II

¿QUé SE DEDUCE de esta índole de intervención en nuestros tiempos para las políticas

exteriores de Estados Unidos? Es posible extraer cuatro conclusiones básicas: la

inutilidad de la búsqueda de principios abstractos, el error de la intervención

anticomunista de por sí, el carácter contraproducente de la intervención

antirrevolucionaria de por sí y la necesidad de la prudencia.

Primeramente, es inútil buscar un principio abstracto que nos permita distinguir en un

caso concreto entre la intervención legítima y la ilegítima. Esto era así incluso en el

siglo XIX, cuando solía considerarse legítima la intervención para fines de expansión

colonial y cuando los protagonistas activos en la escena política eran naciones-estado

relativamente independientes, que no sólo no necesitaban la intervención, sino que en

realidad se oponían a ella como amenaza a s u propia existencia. De haber sido así,

resulta lógico que en una era en que amplios segmentos de continentes enteros deben

escoger entre la anarquía y la intervención, ésta no pueda limitarse mediante principios

abstractos, y menos aún proscrita eficiente mente por una resolución de las Naciones

Unidas.

Supongamos que la nación A interviene en nombre del gobierno de la nación B

brindando ayuda militar, económica y técnica a petición de esta última, y que el

gobierno de B se haga tan totalmente dependiente de A, que actúa como satélite suyo.

Supongamos, además, que la oposición local se dirija al país C en busca de apoyo

contra agentes de un opresor extranjero y que C responde al llamado. ¿Cuál de estas

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intervenciones es legítima? El país A dirá, por supuesto, que la suya y no la de C, y

viceversa, y las ideologías de ambas partes se mantendrán ocupadas justificando a una y

condenando a la otra. Este boxeo ideológico con la propia sombra no puede afectar la

incidencia de las intervenciones. Todas las naciones seguirán guiadas en sus decisiones

de intervenir y en su elección de los medios de intervención por lo que consideran son

sus intereses nacionales respectivos. Existe, sin duda, una necesidad apremiante de que

los gobiernos de las grandes potencias acaten ciertas reglas de acuerdo con las cuales se

desarrolle el juego de la intervención. Pero estas reglas deben deducirse no de principios

abstractos incapaces de controlar las acciones de los gobiernos, sino de los intereses de

las naciones de que se trate, y de su práctica de la política exterior, reflejo de esos

intereses.

El no comprender esta distinción entre principios abstractos e intereses nacionales como

guía para una política de intervención fue en buena medida responsable del fracaso de

Bahía de Cochinos en 1961. Estados Unidos había resuelto intervenir en beneficio de

sus intereses, pero también había resuelto intervenir de tal forma que no violara

abiertamente el principio de no intervención. Ambas resoluciones eran legítimas en

función de los intereses estadounidenses. Estados Unidos tenía interés en eliminar el

poderío político y militar de la Unión Soviética, que utilizaba a Cuba como base desde

la cual amenazar los intereses de seguridad de Estados Unidos en el Hemisferio

Occidental. Asimismo, tenía interés en evitar todo lo que pudiera poner en peligro su

prestigio ante las naciones nuevas y las emergentes. Estados Unidos falló al no asignar

prioridades a estos dos intereses. A fin de reducir a un mínimo la pérdida de prestigio,

puso en peligro e l éxito de la intervención. En lugar de utilizar la preocupación por el

prestigio como un dato entre otros de la ecuación política –es decir, como un interés

entre otros tantos– se sometió a él como si se tratara de un principio abstracto que

impusiera límites absolutos a las acciones necesarias para alcanzar los resultados que

procuraban. En consecuencia, Estados Unidos se equivocó en tres sentidos. La

intervención no tuvo éxito; en el intento, sufrimos el menoscabo temporal de nuestra

reputación entre las naciones nuevas y las emergentes y perdimos mucho prestigio

como una gran nación capaz de usar su poder con buenos resultados en beneficio de sus

intereses.

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De haber enfocado de modo racional el problema de intervenir en Cuba, Estados Unidos

se habría preguntado qué era lo más importante, si lograr el éxito de la intervención o

evitar la pérdida temporal de prestigio entre las naciones nuevas y las emergentes. De

haberse decidido por la última posibilidad, se habría abstenido por completo de

intervenir; de haber escogido la primera, habría adoptado todas las medidas necesarias

para hacer de la intervención un éxito, independientemente de la reacción desfavorable

del resto del mundo. En lugar de ello, buscó lo mejor de los dos mundos y obtuvo lo

peor.

La intervención de la Unión Soviética en Hungría en 1956 resulta instructiva en este

sentido. La Unión Soviética puso el éxito de la intervención por encima de todas las

demás consideraciones y logró sus objetivos. En consecuencia, su prestigio en el mundo

sufrió drásticamente. Pero Hungría es hoy un estado comunista dentro de la órbita de la

Unión Soviética, y el prestigio soviético se recuperó con rapidez del daño que sufrió en

1956.

Las intervenciones estadounidenses en Cuba, República Dominicana y Vietnam, así

como otras menos espectaculares, se han justificado como reacciones a la intervención

comunista. Este argumento se deriva del supuesto de que en cualquier parte del mundo

el comunismo no es sólo moralmente inaceptable y filosóficamente hostil a Estados

Unidos, sino también perjudicial para los intereses nacionales estadounidenses y, por

tanto, debe rechazarse en el ámbito político, tanto como en el moral y filosófico. Para

los fines de este análisis, supondré que, de hecho, la intervención comunista precedió

realmente a la nuestra en todos estos casos y formularé la pregunta de si nuestros

intereses nacionales requerían nuestra contraintervención.

La respuesta a esta pregunta, hace diez o veinte años, habría sido afirmativa sin examen

ulterior, porque en aquel momento el comunismo en cualquier parte del mundo era una

mera extensión del poder soviético, controlado y usado para los fines de ese poder.

Como teníamos el compromiso de contener a la Unión Soviética, también lo teníamos

de contener el comunismo en cualquier parte del mundo. Sin embargo, hoy estamos

enfrentados no con un bloque comunista monolítico controlado y usado por la Unión

Soviética, sino con una diversidad de comunismos cuyas relaciones con la Unión

Soviética y China cambian de país en país y de tiempo en tiempo, y cuya importancia

para los intereses de Estados Unidos exige examen empírico en cada caso concreto. El

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comunismo se ha hecho policéntrico, es decir, cada gobierno y movimiento comunista,

en mayor o menor medida, procura sus propios intereses nacionales dentro del marco

común de la ideología y las instituciones comunistas. La influencia que la lucha por

esos intereses tenga en los intereses de Estados Unidos debe determinarse en función no

de la ideología comunista, sino de la compatibilidad de esos intereses con los intereses

de Estados Unidos.

Si sometemos nuestras intervenciones en Cuba, República Dominicana y Vietnam a esta

prueba empírica, se ve claramente lo inadecuada que resulta la sencilla consigna de

"detener el comunismo" como base de nuestras intervenciones. Aunque esta consigna es

popular dentro del país y plantea exigencias mínimas al juicio analítico, inspira políticas

que hacen demasiado o demasiado poco para oponerse al comunismo, y que no pueden

brindar patrones para una política que mida el grado de su oposición según el grado de

amenaza comunista. Así, por un lado, como parte del acuerdo de la crisis de los misiles

de 1962, nos prometimos a nosotros mismos no intervenir en Cuba, que es hoy un

puesto de avanzada de la Unión Soviética y el manantial de subversión e intervención

militar en el Hemisferio Occidental y que, por lo tanto, afecta directamente los intereses

de Estados Unidos. Por otro lado, intervinimos masivamente en Vietnam, incluso

corriendo el riesgo de una gran guerra, aunque la amenaza comunista a los intereses

estadounidenses en Vietnam es a lo sumo remota y, en todo caso, infinitamente más

remota que la amenaza comunista que emane de Cuba.

En lo que respecta a la intervención en la República Dominicana, aun si tomamos al pie

de la letra la valoración oficial de que la revolución de abril de 1965 era controlada por

los comunistas cubanos, parece incongruente que hayamos intervenido masivamente en

ese país, cuya revolución era, de acuerdo con la valoración que hizo nuestro gobierno de

los hechos, un mero síntoma del mal, mientras que el mal en sí –es decir, el comunismo

cubano– estaba exento de una intervención eficaz.

Este tipo de intervención contra el comunismo en sí tiende a confundirse naturalmente

con la intervención contra la revolución en sí. Así, tendemos a intervenir contra todos

los movimientos revolucionarios radicales porque tememos que los comunistas tomen el

mando y, a la inversa, tendemos a intervenir en nombre de todos los gobiernos y

movimientos que se oponen a la revolución radical, porque también se oponen al

comunismo. Una política de intervención tal es poco sólida desde el punto de vista

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intelectual por las causas que mencionamos en nuestro análisis del comunismo

contemporáneo; es también probable que fracase en la práctica.

Muchas naciones de Asia, África y América Latina se encuentran hoy en una etapa

prerrevolucionaria y es probable que en un momento dado estalle una verdadera

revolución en cualquiera de esas naciones. Puede que los movimientos revolucionarios

que salgan entonces a la palestra tengan, en mayor o menor grado, un componente

comunista, es decir, que corran el riesgo de ser absorbidos por el comunismo. Nada más

sencillo, tanto en función del esfuerzo intelectual como, al menos inicialmente, de la

ejecución práctica, que derivar todas estas revoluciones de una fuente común de

conspiración, equiparar todos los movimientos revolucionarios con el comunismo

mundial y oponernos a ellos con fervor indiscriminado como si fueran unif ormemente

hostiles a nuestros intereses. Estados Unidos se vería entonces obligado a intervenir

contra revoluciones en todo el mundo a causa de la amenaza siempre presente de una

toma del poder por los comunistas y se transformaría de por sí, a pesar de sus mejores

intenciones y discernimiento, en un poder antirrevolucionario.

Una política de intervención tal podría alcanzar sus objetivos si sólo tuviera que hacer

frente a movimientos revolucionarios aislados que pudieran silenciarse por la fuerza de

las armas. Pero esto no se logrará, ya que encara situaciones revolucionarias en todo el

mundo, porque ni siquiera el país más poderoso desde el punto de vista militar tiene

suficientes recursos utilizables para enfrentar al mismo tiempo varias revoluciones

violentas. Una política tal de intervención indiscriminada contra la revolución está

condenada al fracaso no sólo con respecto a la revolución específica a la cual se aplica,

sino también en función de su propio anticomunismo indiscriminado, porque la propia

lógica que nos haría aparecer como una potencia intrínsicamente antirrevolucionaria

otorgaría al comunismo el respaldo de la revolución en todas partes. Así, la intervención

anticomunista alcanza lo que pretende evitar: la explotación de las revoluciones de estos

tiempos por el comunismo.

En verdad, la alternativa que se nos plantea no es entre el y la revolución, ni siquiera

entre la revolución comunista y la no comunista, sino entre una revolución hostil a los

intereses de Estados Unidos y una revolución que no sea hostil a estos intereses. Lejos

de intervenir contra la revolución en sí, Estados Unidos debe, por tanto, intervenir en

competencia con los principales instigadores de la revolución – la Unión Soviética,

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China comunista y Cuba– en nombre de la revolución. Esta intervención debe contribuir

a dos propósitos: primero, proteger la revolución de la toma del poder por los

comunistas y, segundo, si fracasamos en ello, evitar que una revolución comunista tal se

vuelva contra los intereses de Estados Unidos. Una política de este tipo, que sustituya el

patrón del interés nacional estadounidense por el del anticomunismo, evidentemente

constituiría un cambio completo con relación a las posiciones que hemos adoptado en

los últimos años y de las que son excelentes ejemplos recientes las intervenciones en

Vietnam y la República Dominicana.

Si este análisis de nuestra política de intervención es correcto, hemos intervenido no con

sensatez, sino demasiado bien. Nuestra política de intervención ha estado bajo el

hechizo ideológico de nuestra oposición al comunismo y a revoluciones que pudieran

estar regidas por comunistas. Pero aunque esta orientación ideológica haya seguido

determinando nuestra política de intervención, la Unión Soviética ha seguido

alardeando de dientes para afuera de su apoyo a las "guerras de liberación nacional",

pero en la práctica las ha relegado a un plano secundario en su lucha por el mundo. Este

ablandamiento de la posición ideológica soviética se ha convertido en uno de los puntos

de contención entre la Unión Soviética y China. En una declaración del 14 de junio de

1963, el Partido Comunista Chino afirmó que "la causa de la revolución proletaria

internacional en su totalidad depende del resultado de las luchas revolucionarias" en las

"vastas regiones de Asia, África y América Latina", convertidas hoy en "centros de

tormenta de la revolución mundial que asestan golpes directos al imperialismo". En su

respuesta del 14 de julio del mismo año, los dirigentes soviéticos se opusieron a la

"‘nueva teoría’ según la cual la fuerza decisiva en la lucha contra el imperialismo... no

es el sistema mundial del socialismo, ni la lucha de la clase obrera internacional, sino...

el movimiento de liberación nacional". La práctica reciente de moderación en el

fomento y apoyo de la revolución por parte de la Unión Soviética se ajusta a esta

posición teórica. Por supuesto, este "revisionismo" ideológico no ha evitado que la

Unión Soviética intervenga, como en Siria y Somalia, cuando su interés nacional

pareció hacer necesaria la intervención.

Un factor que no puede haber dejado de influir para que la Unión Soviética moderara su

compromiso ideológico con la intervención ha sido el fracaso relativo de la intervención

ideológica. Estados Unidos, China y Cuba comparten con la Unión Soviética la

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experiencia de este fracaso. Las naciones nuevas y las emergentes han estado ansiosas

por cosechar los beneficios de la intervención pero, de la misma manera, no atarse por

hilos ideológicos al país interventor. Luego de grandes esfuerzos, gastar considerables

recursos y correr graves riesgos, los participantes en esta competencia ideológica

mundial están aproximadamente en el mismo punto en que comenzaron: si se mide en

relación con sus expectativas y ambiciones, la tercera parte del mundo, que no está

comprometida, sigue siendo, en general, tierra de nadie desde el punto de vista

ideológico.

Para Estados Unidos esta experiencia fallida es especialmente dolorosa y debe ser muy

instructiva, porque hemos intervenido en los asuntos polít icos, militares y económicos

de otros países a un costo de mucho más de 100,000 millones de dólares, y en estos

momentos participamos en una guerra costosa y llena de riesgos con la intención de

crear una nación en Vietnam del Sur. Sólo los enemigos de Estados Unidos pondrán en

tela de juicio la generosidad de estos esfuerzos sin paralelo en la historia. Pero, ¿han

sido prudentes? ¿Los compromisos realizados y los riesgos corridos han sido

compensados por los resultados que cabría esperar y los que en realidad se alcanzaron?

La respuesta debe ser negativa. Nuestra ayuda económica ha logrado apoyar economías

que ya estaban en proceso de desarrollo, pero ha sido en gran medida ineficaz para crear

desarrollo económico donde éste no existía, sobre todo porque faltaban los requisitos

morales y racionales previos para este desarrollo. Aprendiendo de este fracaso, hemos

establecido el principio teórico de concentrar la ayuda sobre las pocas naciones que

pueden usarla en vez de dársela a los muchos que la necesitan. Aunque este principio de

selectividad es sólido en teoría, su aplicación práctica consecuente se ha visto frustrada

por duras realidades políticas y militares que pueden requerir ayuda económica que no

se justifica económicamente, así como por consideraciones políticas y militares

derivadas de las preocupaciones ideológicas que ya examinamos.

El principio de selectividad debe extenderse también a la esfera política y militar.

Hemos llegado a sobrevalorar en demasía lo que una nación puede hacer por otra al

intervenir en sus asuntos... incluso sin su consentimiento. Esta sobrevaloración de

nuestro poder de intervenir constituye un corolario de nuestro compromiso ideológico,

que por su propia naturaleza no tiene límite. Comprometidos a intervenir contra la

agresión y la subversión comunistas en todas partes, hemos llegado a suponer que

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tenemos el poder para hacerlo con buenos resultados. Pero en verdad, tanto la necesidad

de intervención como las posibilidades de intervención exitosa son mucho más

limitadas de lo que se nos ha hecho creer. Debemos intervenir cuando nuestro interés

nacional lo requiera y cuando nuestro poder nos dé la posibilidad de lograr el éxito. Lo

que escojamos en estas ocasiones dependerá no de compromisos ideológicos

arrolladores ni de la confianza ciega en el poderío estadounidense, sino de un cálculo

cuidadoso de los intereses y del poderío disponible. Si Estados Unidos aplica esta

norma, intervendrá menos y logrará más.¶

Derechos de Autor ©2003 reservados para el Council on Foreign Relations.